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Rosas oxidadas
Eran tres los guardianes de la señorita Michard. A las siete
llegaba el gordo Faurras. Venía lustroso, afeitado, con sus ojos
pequeños de color gris, muy perspicaces. Él custodiaba la casa de
campo hasta las tres, cuando venía Chambaux a darle el relevo.
Chambaux terminaba a eso de las once de la noche, y el turno
nocturno, que era el más complicado, lo hacía Milière, el anciano,
que no lo era tanto por la edad si no por su experiencia.
La señorita Michard era una mujer joven, un tanto delgada y
con una expresión más bien severa, algo que venía de familia,
porque los Michard pertenecían a la antigua nobleza de la provincia.
Eran gente austera, rica, propietarios de tierras, casas de campo y
fábricas en el sur de Francia. Lisa Michard, que desde hacía varios
años vivía sola, tenía una belleza singular, pero no era de las que
causaban impresión. De hecho, nada en ella lo hacía, todo estaba
oculto con discreción y mesura, pero después de verla en varias
ocasiones se podía descubrir su belleza escondida y quedar
fascinado. Incluso Chambaux, que era un mujeriego, le dijo una
tarde a Milière:
- Los primeros días me parecía una solterona amargada, pero
ahora te aseguro que empiezo a entender muy bien a Le Gar.
Le Gar, como todos saben, tenía muchos delitos de conciencia.
En solo dos años él y sus secuaces habían matado a cinco
trabajadores de grandes compañías aseguradoras. Pero estaba claro
que escondía un corazón romántico que sólo mostraba en su relación
con la señorita Michard, y en las cartas apasionadas que le escribía.
Todo se descubrió por casualidad. Tras seguir al coche azul
de Le Gar, el anciano Milière vio que aquel coche, o al menos uno
exactamente igual, estaba aparcado delante de la villa de la señorita
Michard en muchas ocasiones, sobre todo al atardecer. Cuando la
interrogaron, la señorita Michard no lo negó, pero no quiso decir
quién era la persona que venía a verla dejando el coche al otro lado
de la puerta. Cuando se llevó a cabo el registro, se encontraron dos
objetos muy interesantes: un paquete de cartas de amor con la firma
de Michel, que el perito calígrafo reconoció como la escritura de Le
Gar, y un revólver. Cuando le mostraron una fotografía de Le Gar a
la señorita Michard, ella confesó que el hombre que iba a visitarla
era el mismo que aparecía en ella.
El interrogatorio de la señorita Michard duró desde las nueve
de la noche hasta las cinco de la mañana. Miliére, que desde hacía
dos años era el encargado de arrestar a Le Gar y no lo conseguía,
sentía que esta vez estaba en el camino correcto y había exprimido a
la señorita Michard más que a un limón.
- ¿Cómo conoció a Le Gar? – Empezó preguntando.
La señorita Michard, ya resignada a ver cómo su historia de
amor era arrastrada a la calle por medio de las primeras páginas de
los periódicos, comenzó a responder sin reservas, pero siempre muy
dignamente.
- Hace más de un año, cuando volvía de escuchar la misa en el
pueblo. Hay tres kilómetros desde el pueblo a mi casa y si
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hace buen tiempo voy a pie. Aquel día el tiempo empeoró
cuando estaba a medio camino y no sabía dónde
resguardarme, cuando un coche paró a mi lado, y Michel, es
decir, aquel señor, me preguntó si quería dar un paseo. Llovía
tan fuerte que, pese a la brusquedad de la situación, me vi
obligada a aceptar.
Para la señorita Michard, que era un tanto puritana, muchas
cosas tenían que ser inapropiadas: sin embargo durante aquel breve
encuentro surgió en ella una simpatía hacia Le Gar, que tenía un
aspecto aristocrático. La había visitado a su casa, le había ofrecido té
y otras veces volvía por la noche, siempre de escapada. Hasta que
en una ocasión se quedó hasta la mañana siguiente.
La señorita Michard también tuvo que confesar esto fielmente.
No se enrojeció, pero no porque estuviera acostumbrada a ese tipo
de confesiones, sino porque era una mujer fuerte.
- ¿Y usted sostiene que nunca advirtió que dicho Michel, es
decir, Le Gar, era un peligroso delincuente al mando de una
banda? –Preguntó, escéptico, Milière.
Lisa Michard respondió dignamente:
- No es que yo lo sostenga: es la verdad. No estoy
acostumbrada a entablar relaciones con delincuentes, si lo
hubiera sabido no habría querido verle más, y probablemente
también lo habría denunciado. Y por otra parte no creo que él
tuviera la costumbre de decir tan fácilmente quién era o no
era.
Su razonamiento era justo, pero Miliére había interrogado a la
señorita Michard sobre este asunto durante casi dos horas. Una
mujer enamorada, por tal de salvar al hombre que ama, es capaz de
decir cualquier mentira. Pero al final se tuvo que convencer de que la
joven mujer decía la verdad. Era lógico que Le Gar no le dijera
“Oye, ¡que soy un criminal!”. Y era lógico, teniendo en cuenta la
clase de la señorita Michard, sus orígenes nobles, su temperamento
refinado y desdeñoso, que de haber sabido que el hombre que amaba
era un delincuente vulgar al mando de una banda, muy difícilmente
habría continuado con esa relación. La señorita Michard, en
resumen, nunca supo quien era Le Gar, hasta que la policía no fue a
su casa a decírselo.
- Y disculpe, entonces – preguntaba Le Gar – ¿por qué no le
resultó sospechoso cuando Le Gar le dejó aquel vasto
revólver en casa? La gente de bien no va por ahí con ese tipo
de armas.
- No podía sospechar, respondió la señorita Michard, cansada,
pero siempre recta, altiva, sobre la dura silla sobre la que
permanecía sentada desde hacía varias horas. “Él me dijo que
era un político perseguido”.
- Explíquese mejor – Le dijo Miliére.
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La señorita Michard se explicó mejor. Le Gar le dio a entender
que tenía adversarios políticos que desde el final de la guerra
intentaban matarle, porque él era conocedor de secretos muy
importantes sobre una potencia extranjera. Él decía de escapar a
América, pero finalmente se quedó en Europa siendo prudente.
Cambiaba de domicilio a menudo, y siempre iba armado y en
compañía de algún amigo de confianza. Esto explicaba por qué no
podía quedarse con ella, y porqué por el momento tampoco podía
comprometerse con ella oficialmente. Pronto se marcharían a
América y allí se casaría con ella. Era una historia ingeniosa en un
cierto sentido, sobre todo para una señorita romántica de provincia
que no se ha atrevido a salir de Limoges y que en política conoce
solo al “gran”De Gaulle y al “pobre” Pétain. Miliére percibió un
tono profundo, sincero y deplorado en la voz de la señorita Michard
cuando le había contado esta historia. Ella debía querer mucho a Le
Gar, y aún así, pese a saber ahora quién era, seguro que todavía le
amaba. Había sufrido mucho y seguro que estaba preocupada por él,
por ser un político perseguido siempre a punto de ser capturado.
Estas mujeres francesas de provincia, aún siendo cultas y refinadas,
amaban los romances, y su amor por Le Gar era un romance
auténtico. Le Gar, por su parte, también la amaba seriamente. Los
asesinos también se enamoran. Esto se deducía de las cartas
apasionadas que le había escrito: no había mentiras, ni ficción en
ellas. El asesino Le Gar, que se habría licenciado en derecho si la
guerra no le hubiera afectado como a tantos otros jóvenes, le había
escrito cartas auténticas y apasionadas, con un estilo elegante, pero
sobrio, quizás momentos después de haber matado a golpe de
revólver a cualquier casero o empleado de aseguración.
- ¿Cada cuanto tiempo iba Le Gar a verla? – Le preguntó Le
Gar sobre esto último.
- Cada dos o tres semanas – Respondió la señorita Michard.
- ¿Cuándo fue la última vez que estuvo con usted?
- Hace once días.
- ¿Suele decirle cuando va a volver?
- No me lo decía nunca. Solo me decía que volvería tan pronto
como le fuera posible.
- Pero, si hubiera tenido que estar fuera más tiempo de lo
normal, por ejemplo dos o tres meses, se lo habría dicho,
¿verdad? .
- Creo que sí
- Por tanto, si la última vez le dijo que, como de costumbre,
volvería lo más pronto que le fuera posible, eso quiere decir
que dentro de una semana, o dos como mucho, él debería
venir a buscarla – Dedujo Milière. La señorita Michard bajó
la guardia sin responder. Ya estaba amaneciendo, y Milière
se levantó, abrió la ventana de la oficina, que ya estaba llena
de humo, y miró un momento al cielo color turquesa rosado
que se sumía sobre la sugerente campiña de Limoges.
- Su silencio – le decía – mientras se apoyaba en el alféizar de
la ventana, significa que Le Gar vendrá pronto a buscarla,
porque él se lo ha prometido.
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No hubo contestación. Allí sentada, con su vestido liso de rayas
blancas y azules, su sombrero azul con forma de boina, las manos
apoyadas sobre su bolso a juego, la señorita Michard, después de
haber respondido durante seis horas consecutivas gentil y
claramente, guardaba silencio.
- Por tanto usted no quiere – continuaba Milière mientras
volvía a sentarse delante de ella – que nosotros arrestemos a
este hombre.
Ella tampoco respondió a esta pregunta, y continuó con la cabeza
gacha.
- Está bien, lo entiendo, señorita Michard – prosiguió Milière,
con paciencia, – pese a que Le Gar es un criminal, usted lo ha
amado durante más de un año, y ahora le repugna tener el
pensamiento de que en cualquier caso ha contribuido a que lo
capturen. Pero usted no recuerda, señorita, lo que le conté al
principio: este hombre ha asesinado a cinco personas para
robarles. Una de ellas fue un muchacho de dieciocho años,
mensajero de una compañía aseguradora, y a su madre, casi
sumida en la locura, la tuvieron que internar en una clínica.
Usted podrá estar enamorada todo lo que quiera, porque no
sabía quién era, pero ahora que lo sabe, le debería repugnar
lo contrario, el pensamiento de que está defendiendo
mínimamente al mismo hombre, de que está siendo su
cómplice.
- Yo no le defiendo – respondió finalmente la señorita
Michard.
- Eso quiero pensar de usted, señorita, por su propio bien, pero
no me basta que no le defienda. Usted también tiene que
ayudar.
Otra vez silencio. Pese a todo Milière continuó. Sentía que
estaba en el buen camino y que conseguiría finalmente atrapar a Le
Gar.
- Escúcheme. Se trata de capturar al delincuente más peligroso
de estos últimos años, y usted debe ayudarnos. Sé que en
cierto modo puede ser doloroso para usted, pero es la única
manera de demostrar que no tiene nada que hacer con un
individuo semejante, porque si lo amó fue solamente porque
la ha engañado.
Naturalmente la señorita Michard guardaba silencio, pero
Milière seguía adelante.
- Es muy probable que Le Gar venga a buscarla. Digo probable
porque yo nunca estoy completamente seguro de nada, pero
tengo motivos para pensarlo. Si ha venido a verla cada dos o
tres semanas durante más de un año, vendrá también en esta
ocasión. Él no sabe que nosotros hemos descubierto su
relación con usted, y no publicaremos nada en los periódicos.
Así que, si el vuelve a su villa, si continua con su estilo de
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vida, y sobre todo, si no le avisa del peligro que corre, Le
Gar vendrá a buscarla y nosotros le arrestaremos.
Desde aquel día la villa había estado vigilada
ininterrumpidamente las veinticuatro horas del día, por Miliére y
por dos de sus fieles lugartenientes, Faurras y Chambaux. Se había
instalado un sistema telefónico de alarma entre la casa situada en una
localidad aislada por el río, y la comisaría de Limoges, donde un
equipo de agentes con furgones, procedentes de París, hacía guardia.
Si Le Gar iba a buscar a la mujer que amaba, en dos minutos habrían
cortado los cruces y él se habría visto atrapado.
La señorita Michard pasaba los días como de costumbre, con la
diferencia de que nunca estaba sola, Faurras, Chambaux y Milière
vivían con ella, ocho horas al día cada uno. Si la señorita Michard
hubiera querido salir, la habrían seguido; si hubiera querido llamar
por teléfono, el teléfono de la villa estaba pinchado, si hubiera
querido llamar desde fuera, los agentes le habrían pedido
gentilmente el número al que ella quería llamar y hubieran
controlado su llamada. Si la señorita Michard hubiera querido enviar
una carta, ellos le habrían pedido amablemente leer la carta antes de
enviarla. Esto era porque nunca podían fiarse de una mujer
enamorada, y podía ocurrir que la señorita Michard intentara
advertir a Le Gar para que no viniera a verla porque la policía le
había tendido una encerrona.
De hecho la villa era una trampa y ella era el cebo. Si las cartas
de amor de Le Gar eran sinceras, si él realmente amaba a la señorita
Michard (Y Milière estaba convencido de ello, porque también los
asesinos se enamoran, ¿verdad?). Le Gar tenía que volver a buscar a
su mujer y entonces sería arrestado.
Sin embargo, la señorita Michard no salía nunca de su villa, no
llamaba y no enviaba cartas. No hablaba casi nunca ni siquiera con
las dos mujeres de servicio doméstico que venían por la mañana a
hacer la limpieza y a hacerle de comer, como de costumbre, y
normalmente, cuando hablaba con ellas, uno de los tres agentes la
vigilaba sin falta: Por tanto, en el caso de que ella les hubiera
encargado cualquier misión, la habrían descubierto.
Ya había transcurrido nueve días y no había ocurrido nada. La
señorita Michard se levantaba sobre las ocho y después de asearse
salía al jardín. En el lado sur de la casa, por la parte en donde pegaba
el sol todo el día había unos rosales con unas rosas de un color
herrumbroso, como oxidadas, y de tallos muy largos. Todo el jardín
estaba espléndido y la señorita Michard lo cuidaba con amor
dedicándole bastante tiempo. Junto a las rosas encajaba muy bien la
preciosa figura aristocrática de Lisa Michard, como si de un cuadro
se tratara. Milière, al verla, a veces pensaba que era una pena que
una mujer tan refinada e inteligente, una delicada flor de nuestra
vieja patria, Francia, se hubiera enamorado de un asesino como Le
Gar. Lo amaba hasta el punto de sufrir por él y de querer salvarlo de
la trampa en la que estaba a punto de caer, porque se percibía
perfectamente que ella, pese a declarar que no lo defendía, estaba
triste, sufría y le hubiera gustado salvarlo.
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- ¿Me permite coger una de sus rosas? – Le dijo un tempranero
Milière a la señorita Michard.
- El oficial de policía está muy triste y gris, una rosa le
animará. Escoja pues la que más le guste – respondió ella.
- Escójala usted, señorita.
Milière la miró con insistencia, y después, mientras ella cortaba
el tallo de una rosa con las grandes tijeras de poder que llevaba
cogidas de la cintura cuando estaba en el jardín, continuó:
- ¿Cómo mucho cuanto tiempo ha estado Le Gar sin venir a
verla?
Mientras le ofrecía una rosa preciosa que también tenía las hojas
de color herrumbre, la señorita Michard le dijo:
- Prepárese, porque duele – Y después le dijo: – Una vez llegó
a tardar dos meses.
- Dos meses… Pensativo, Milière olió la rosa. “Verá, señorita,
hay una cosa que he olvidado decirle. Si nos ayuda
honestamente a coger a Le Gar, yo no le diré a los periódicos
cómo habrá transcurrido exactamente la captura, no daré su
nombre, no les hablaré de esta villa, ninguno sabrá que usted
ha sido… Digamos las cosas como son… La amante de un
criminal. En resumen, que el nombre de su familia estará a
salvo. Pero si usted intenta avisar a Le Gar, para salvarlo,
nosotros tal vez no la arrestaremos, pero usted será arrastrada
a las páginas de sociedad de todos los periódicos, y se
convertirá, para toda Francia, en la amiguita de Le Gar.
¿Comprende lo caro que le saldría ayudar a este hombre?
- Lisa Michard respondió al mismo tiempo: “Comprendo”.
Pero pese a toda la vigilancia, Milière no estaba seguro de que no
fuera capaz de avisar a Le Gar, es más, incluso podría haberlo hecho
ya. No podía leer con claridad los ojos de Lisa Michard. Estaban
tristes, inquietos, pero también misteriosos. Él hacía guardia durante
el turno de noche, y si bien las primeras noches se había permitido
dar una cabezada en el sillón del comedor, ahora ponía delante de la
puerta de la habitación del dormitorio una silla dura e incómoda que
le impidiera quedarse dormido. Y con todo y con eso, no estaba
tranquilo.
Una noche, sobre las tres, le pareció escuchar algunos ruidos.
Tenía una intuición repentina, y en vez de golpear la puerta, corrió al
jardín. Lisa Michard estaba allí, y se acercaba despacio a la cancela,
envuelta en su bata azul. No había luna, pero en el cielo brillaban las
estrellas y a esa hora las flores del jardín olían con más intensidad.
- Deténgase, señorita Michard. – Corrió hacia ella y la cogió
de un brazo. Estaba espantada, se podía ver, y también
temblaba.
- ¿Qué ha venido a hacer al jardín a estas horas? – Indagaba en
la oscuridad. ¿Era posible que Le Gar, en aquel momento,
estuviera allí?
- No podía dormir – le dijo ella.
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- ¿Y por qué no ha salido por la puerta? Milière sacó el
revólver de la funda. No podía quitarse de encima la
sensación de que Le Gar estaba allí.
- No es muy elegante que una señorita se descuelgue por la
ventana para salir al jardín en plena noche.
- Ahora la señorita Michard recobró el aliento. “He salido por
la ventana porque no quería molestarle, ya que sabía que
usted estaba al otro de la puerta sentado en la silla” –
respondió.
No le convencía. Milière, con el revólver en la mano, registró
todo el jardín teniéndola a ella cogida del brazo. Después volvió con
ella a la villa y llamó al puesto de control de Limoges.
- Estad alerta, Chambeaux. Tengo la impresión de que Le Gar
está aquí cerca. Corta las carreteras y envíame un furgón con
dos agentes.
Al filo del amanecer detuvieron a todos los coches que pasaban a
un radio de veinte kilómetros, la villa fue registrada de arriba abajo,
y el sol ya estaba saliendo, cuando Chambaux se presentó delante de
Milière y le mostró un guante de cuero amarillo, de esos que se
utilizan para conducir.
- Lo hemos encontrado en el jardín, Milière.
La señorita Michard estaba sentada en un sillón donde podían
controlarla.
- ¿Es este guante de Le Gar? – Le preguntó Miliére
mostrándoselo.
Comenzaba a enfadarse con esta mujer. No podía entender que
una persona como ella pudiera convertirse en la cómplice de un
asesino. El amor, sí, pero también el amor tiene que tener límites,
tiene que haber dignidad.
- Sí, respondió.
- Le Gar ha estado aquí y la mujer le ha ayudado – dijo
Chambaúx.
- ¿A qué hora ha venido? Dígame al menos esto, señorita
Michard – y Milière cogió una silla y se sentó delante de ella.
Los párpados le temblaban constantemente, como siempre
cuando estaba de los nervios.
- No ha venido aquí – dijo la señorita Michard. – Yo no lo he
visto.
Milière se despeinó el peló, miró al fondo y se lo volvió a colocar.
- Señorita Michard, usted ya me ha toreado bastante. Le pido
que me diga la verdad.
- Yo no he visto a nadie – le dijo.
Chambeaux se puso rojo de cólera. Ya estaba claro que la
princesita estaba del lado de Le Gar, que ella era también una
criminal y que perdía cualquier posible presunción de inocencia.
La cogió de un brazo y la agitó con fuerza.
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- Ah, ¿con que no has visto a nadie? ¿Y este guante de dónde
ha salido? ¿Y qué hacías esta noche en el jardín? ¿Contar las
estrellas? – Y la golpeó fuerte en la cara con el guante.
- Déjala tranquila – le dijo Milière.
- ¡Qué la deje tranquila! Gritó Chambaux. Voy a darle
bofetadas hasta dejarla sin dientes. Nos ha tomado el pelo
como ha querido, ha tenido a su amante delante de nuestras
narices, le ha ayudado a huir, y después tiene la cara dura de
decir que no le ha visto.
- Cálmate – le dijo Milière.
Miró a la señorita Michard: estaba pálida por la reprimenda que
había recibido, sus ojos inundados por la indignación y se erigía en
el sillón como si fuera una princesa.
- Hemos perdido, y ya podemos marcharnos: Le Gar no
volverá aquí nunca más. No sé cómo ha podido venir aquí y
después macharse y escapar de la encrucijada. Pero lo sabré,
a base de interrogarla sin parar durante una semana.
Cogió de un brazo a la señorita Michard y la obligó a levantarse.
- Está usted arrestada, y estará entre rejas durante mucho
tiempo, se lo aseguro.
La señorita Michard salió de la villa sujetada por los dos agentes,
- Al menos dejadme que me vista, no puedo irme vestida así –
le dijo a Milière.
- Nosotros nos encargaremos de que reciba su ropa. Ahora no
hay tiempo – Le dijo Milière.
Pero a pesar del enfado, le daba mucha pena esa mujer. Una
muchacha de su clase, en una posición envidiable, millonaria, un
nombre honorable… Todo tirado por la borda por ir corriendo a los
brazos de aquel criminal. También miró con nostalgia los rosales con
las rosas de color herrumbre. ¡A saber las flores que encontraría la
señorita Michard en la cárcel!
- Espere un momento, quiero llevarme unas rosas.
Milière era policía desde hacía doce años, pero no por ello se
había olvidado de disfrutar momentos como ese, aunque raramente
tenía la oportunidad de conservarlos. Esas rosas oxidadas quedaban
bien sobre su austero escritorio. Se acercó al rosal y con el
cortaplumas cortó el tallo de un par de rosas, las más bonitas. Las
quería con el tallo muy largo porque así le durarían más, así que se
agachó para cortarlas desde más abajo: y fue entonces cuando lo vio
todo. Ya había visto muchas veces en la guerra qué ocurre cuando un
muerto está enterrado con poca tierra.
- ¡Ey! – Gritó a sus hombres que ya estaban en el furgón. –
Traed una pala y cavad aquí. La señorita Michard se
desmayó un par de veces, la dejaron sobre su sillón y la
reanimaron. Una vez volvió en sí comenzó a hablar. Desde la
ventana que daba al jardín Milière, mientras la escuchaba,
miraba la ambulancia que estaba a punto de llegar con el
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médico y el inspector general de la comisaría. Tenía en la
mano todo el tiempo las rosas que había cogido una hora
antes, con el capullo caído, y caminaba como si estuviera
barriendo el suelo.
- La señorita Michard ahora hablaba con bastante calma,
aunque con pausas largas, porqué era cierto que tenía que
resultarle difícil contar lo sucedido.
- Yo no sabía quién era realmente– decía. Yo he creído hasta
la última palabra de lo que él me dijo, que era un político
perseguido, que lo querían asesinar. Pero un día, antes de que
él viniera a verme por última vez, me detuve delante de un
quiosco, en Limoges, después de ir a misa, y vi en una revista
una fotografía suya…
Eso la dejó aturdida, naturalmente, e incluso pensó que podía
tratarse de un error, porque no podía ser que su Michel fuera un
asesino. Volvió a casa después de comprar el periódico, y al leerlo
no había lugar a dudas. Pero aún así aguardaba. No sabía cómo, pero
esperaba que no fuera cierto, ella no podía ser la amante de un
bandido, ella, una Michard.
Dos días después llegó Le Gar. Ella abordó la cuestión de
inmediato, le enseñó el periódico, le pidió explicaciones. Y Le Gar
le había dicho que todo era cierto.
Lise Michard no lloró, pero le habría gustado si hubiera sido
capaz. Le dijo a Le Gar que se fuera y no volviera nunca más.
- No puedo odiarte, porque te he amado demasiado, pero no
quiero verte más. Me horrorizas.
Le Gar se negó:
- Antes o después sabía que descubrirías la verdad. Es más, así
lo quería, porque no hubiera tenido que fingir más. Pero no
importa quién sea yo, para mí eres mi mujer, y yo no voy a
dejarte. Te llevaré conmigo.
Una Michard no podía aceptar una propuesta semejante. Le Gar
estaba enamorado y por eso le hablaba así, pero no la conocía, no
sabía que Lise no era una mujer hecha para amar a un hombre como
él, ahora que ya sabía quién era. Y cuando él le dijo que se
escaparan, rápidamente, la abrazó y se negó, le dijo que la amaba y
que estarían siempre juntos, y que si no quería, la hundiría con él.
- No puedes deshacerte de mí, Lise, – le dijo – no puedes
denunciarme, no puedes dejar que sepan que has sido la
amante de un delincuente durante más de un año: nadie te
creerá cuando digas que no sabías quién era.
Y al final se quedó, y le hubiera gustado acostarse con ella como
las últimas veces, a pesar de que Lise había discutido con él
acaloradamente.
Después ella dejó de luchar. Cuando él dormía profundamente,
se quedó pensando durante un buen rato, y después se levantó, le
cogió el revólver de los pantalones y le disparó. Nadie podía
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enterarse jamás de la historia de su amor indigno. Antes de que
saliera el sol, Le Gar estaba enterrado junto a los rosales.
Después de tres horas, aquel día apareció Milière siguiendo la
pista de un coche azul. Lise Michard no había tenido tiempo material
para eliminar todas las pruebas: todavía quedaban la carta y el
revólver. Y un guante olvidado en un cajón. Cuando Milière le pidió
que le ayudara a atrapar a Le Gar ella no dijo nada, pensó que con el
tiempo la policía desistiría, y nadie se enteraría nunca. De hecho así
habría sido si un día no hubiera visto en un cajón el guante que Le
Gar había olvidado. Aquella noche salió al jardín para enterrarlo,
pero Milière la vigilaba y no le dio tiempo.
- Habíamos preparado una trampa para un muerto – dijo
Milière después de haberla escuchado. Miró las rosas que
tenía en la mano. Y añadió: – Era por esto por lo que eran tan
bonitas.