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El trigo y la cizaña 16º domingo Tiempo Ordinario - A

16 Domingo Ordinario A

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El trigo y la cizaña

16º domingo Tiempo Ordinario - A

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El reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero, mientras la gente dormía, un enemigo fue y sembró cizaña. […] Entonces los criados fueron a decirle al amo: ¿Quieres que vayamos a arrancarla? Él les respondió: No, que podríais arrancar también el trigo…

Mt. 13, 24-43.

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Cada parábola tiene un mensaje pedagógico que nos acerca al misterio de Dios. La parábola del trigo y la cizaña

reflexiona sobre dos realidades que coexisten siempre: el bien y el mal.

El sembrador es Cristo y el campo es el mundo.

El campo también es la Iglesia y nuestro mundo interior.

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Jesús siembra en nosotros la palabra de Dios. Es el deseo de Dios hacia su criatura: fecundar su corazón para darle vida plena. La Iglesia ha sido creada por Cristo para preparar la tierra y que esta pueda dar

fruto abundante.

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Junto a la bondad encontramos mucha maldad. Hay otros sembradores que plantan cizaña en el mundo y en el corazón humano. La Iglesia está llamada a hacer

crecer nuestra alma y orientarla hacia Dios. Hemos de fortalecernos para que los sembradores de mal no

impidan el crecimiento del bien.

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¿Cómo se manifiesta la cizaña? Generando dudas, desconcierto, temor, críticas y resentimiento. La cizaña provoca incertidumbre, tristeza y odio. Muchos medios de comunicación, hoy, están sembrando mala hierba. Quieren apoderarse del campo del Señor y devorarlo.

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Los jornaleros avisan al dueño del campo: ¡apareció la cizaña! También en nuestro interior brotan a veces las malas hierbas del orgullo, el

egoísmo y el pecado. Incluso en familias buenas y cristianas se viven situaciones de ruptura y

soledad. La cizaña se extiende por todas partes.

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¿Qué hace Dios, ante la realidad del dolor y el mal? Los jornaleros se ofrecen para segar la cizaña. Pero él

responde: No. Dejad que crezcan juntos hasta la siega.

La siega es la imagen del fin del mundo, y también de nuestra muerte, el final de nuestra vida terrenal.

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Vemos que Dios no es un exterminador implacable. Hasta el final de nuestros días, siempre espera a que nuestro

corazón se convierta. Es bueno, paciente, sabe aguardar hasta el último momento. Pero respeta nuestra libertad

y deja que seamos nosotros quienes cultivemos las buenas o malas semillas.

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Más allá de la justicia humana, hemos de aprender el modo de hacer de Dios. A veces nos convertimos en

jueces implacables. Nos gustaría segar las malas hierbas sin piedad, y queremos que Dios sea así. No

comprendemos su tolerancia hacia el mal.

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Los cristianos estamos llamados a ser misericordiosos y compasivos, a tener esperanza en la mejora de los

demás. La dureza no nos lleva a nada. La justicia, sin amor, puede causar enormes daños e injusticias, hasta

muertes de inocentes.

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La justicia de Dios está muy por encima del castigo. Dios hace llover sobre justos y pecadores, hace brillar el sol

sobre buenos y malos. Es tanta su bondad que hasta a los pecadores ama y protege, como hizo con Adán y Eva tras su salida del paraíso, y con Caín tras matar a su hermano.

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Si queremos imitar a Dios, hemos de aprender su pedagogía divina. Siendo humanos, nos arrogamos un poder divino y nos

lanzamos a juzgar y a condenar a las gentes. Querríamos segar y arrancar de raíz todo mal. En realidad, estamos

obcecados y tachamos de “malos” a aquellos que simplemente no piensan ni actúan como nosotros.

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Aprendamos a tener un corazón tierno y misericordioso, especialmente con los pecadores

que se alejan de Dios. La Iglesia ha de ser comprensiva y escuchar, incluso a quienes la critican, con paciencia y humanidad. Solo así

estaremos sembrando semillas buenas del Reino de Dios en medio del mundo.

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Textos: Joaquín Iglesias Aranda

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