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Hace años, en los turnos de la noche, yo manejaba un
taxi, que se convirtió en un confesionario móvil. Los
pasajeros me contaban acerca de sus vidas. Escuché a
varias personas que me asombraban, me ennoblecían, me
hacían reír y muchas otras me deprimían. Pero nadie me
conmovió tanto como la mujer que recogí en una fría
noche de agosto.
Un día respondí a la llamada de una vivienda en un
modesto sector de la ciudad. Cuando llegué a las 2:30 de
la madrugada, el lugar estaba oscuro excepto por una
tenue luz en el primer piso. Bajo esas circunstancias,
muchos conductores esperan un minuto y se marchan.
Aunque la situación se veía peligrosa, yo caminé hasta la
puerta y toqué. “Un minuto, respondió una frágil voz.
Pude escuchar cuando alguien caminaba lentamente
arrastrando los pies sobre el piso, después de una larga
pausa, la puerta se abrió y apareció una anciana mujer de
unos ochenta y dos años. A su lado había una pequeña
maleta de nylon y una caja de cartón llena de fotos y
recuerdos. El departamento se veía como si nadie hubiera
vivido ahí durante años. Todos los muebles estaban
cubiertos con sábanas, no había relojes ni cuadros en las
paredes.
Ella repetía su agradecimiento por mi gentileza. No es
nada, le dije, yo sólo trato a las personas como quiero que
traten a mi madre.
Ya en el taxi me dio un papel escrito con una dirección,
entonces pregunto: ¿Podría manejar a través del centro?
Ese no es el camino mas corto, le respondí rápidamente.
Oh, no importa, dijo ella, estoy camino del asilo y quisiera
ver mi pueblo por última vez. La miré por el espejo
retrovisor, sus ojos estaban llorosos. No tengo familia, no
tengo a nadie, ella continuó, yo se que ya no me queda
mucho tiempo por vivir…
Tranquilamente apagué el taxímetro Las siguientes dos
horas manejé a través de la ciudad. Ella me mostro el
edificio donde había trabajado como operadora de
elevadores. Manejé por el vecindario donde ella y su
esposo vivieron cuando estaban recién casados.
Me pidió que nos detuviéramos frente a un almacén de
muebles donde una vez hubo un salón de baile en que ella
aprendió a bailar cuando era niña.
Algunas veces me pedía que pasara despacio por frente a
un edificio en particular, una esquina, un teatro, o por el
parque, y miraba hacia la oscuridad sin decir nada.
Cuando apareció el primer rayo de sol en el horizonte,
ella repentinamente dijo: Estoy cansada, ya quiero llegar
a descansar.
Manejé en silencio hasta la dirección que me había dado.
Dos asistentes que estaban esperándola vinieron al taxi
tan pronto llegamos. Eran muy amables. Abrí la cajuela y
lleve su equipaje hasta la puerta. La mujer se sentó en una
silla de ruedas. - ¿Cuánto le debo?, Preguntó, buscando
en su bolsa. Nada, le dije. Me agaché y la abracé. Ella me
sostuvo con fuerza, y dijo: GRACIAS, NECECITABA
ESE ABRAZO!! Apreté su mano, entonces caminé hacia
la luz del amanecer.
Atrás de mí una puerta se cerró…. “Fue el sonido de una
vida concluida”
De regreso a casa yo reflexionaba: ¿Qué habría pasado si
a la mujer la hubiese recogido un conductor malhumorado
o alguno que estuviera impaciente por terminar su turno?,
¿Qué habría pasado si me hubiera rehusado a tomar la
llamada, o hubiera esperado un minuto y me hubiera
marchado? Yo no creo que haya hecho algo más
importante en mi vida.
A veces pensamos que nuestras vidas están llenas de
grandes momentos, pero los más grandes momentos son
los que nos atrapan desprevenidos. Alguien tal vez no
recuerde lo que hiciste o lo que dijiste... pero siempre
recordarán cómo los hiciste sentir...
FUENTE: INTERNET