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PREDICACIONES CUARESMALES 2015 ARZOBISPADO DE VALENCIA

Predicaciones cuaresmales-2015

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PREDICACIONESCUARESMALES 2015

ARZOBISPADODE VALENCIA

© Arzobispado de Valencia

Edita: Arzobispado de Valencia Vicaría de Evangelización

Diseño y producción gráfica: Medianil Comunicación www.medianil.net

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INTRODUCCIÓN“La Cuaresma es un tiempo de renovación para la Iglesia, para las comunidades y para cada creyente. Pero sobre todo es un «tiempo de gracia» (2 Cor 6,2). Dios no nos pide nada que no nos haya dado antes: «Nosotros amemos a Dios porque él nos amó primero» (1 Jn 4,19). Él no es indiferente a nosotros. Está interesado en cada uno de nosotros, nos conoce por nuestro nombre, nos cuida y nos busca cuando lo dejamos. Cada uno de nosotros le interesa; su amor le impide ser indiferente a lo que nos sucede”.

Con estas palabras del Mensaje del Papa para la Cuaresma de este año iniciamos este material que contiene unos sencillos esquemas para las predicaciones cuaresmales de este año.

Las conferencias o predicaciones cuaresmales son un elemento impor-tante y presente en muchas de nuestras parroquias. En algunas, forman parte de la tradición de la Cuaresma y son un elemento esencial para vi-vir este tiempo que nos prepara para la Pascua. Los modos de realizarla son muchos, variados, adaptados a las posibilidades de la Comunidad Parroquial, a las demás acciones que se realizan en este tiempo y a la disponibilidad del predicador.

En los últimos años, además de los materiales que se pueden encontrar en el Cuaderno de Cuaresma-Pascua, la Vicaría de Evangelización y la Comisión del IDR, han preparado unos esquemas, sencillos o elabora-dos, para lo que hemos llamado Misión. En las misiones anteriores, se pretendía, también, movilizar a los sacerdotes, haciéndoles sentir, al pe-dirles que salieran de sus parroquias o lugares habituales de predicación, un mayor impulso misionero. En esta ocasión, sin descartar esa posibili-dad, se ofrecen materiales para que, cada comunidad parroquial, inclu-so cada arciprestazgo, escoja el mejor modo de hacerlo: cada uno en su parroquia, intercambiándose… Además, las predicaciones pueden reali-zarse en días consecutivos, una cada semana o como se crea más conve-niente en orden a que sean más provechosas para una mejor experiencia cuaresmal y una mejor disposición a vivir el misterio de la Pascua.

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Este año proponemos cuatro predicaciones, en torno a cuatro temas cuaresmales: Conversión, Iglesia, Eucaristía, Misión. Los temas escogi-dos tienen una cierta conexión y, aunque serán las necesidades de la Pa-rroquia las que marquen el ritmo de su desarrollo, están pensados como elementos de un itinerario, de un camino cuaresmal hacia la Pascua. Para facilitar su preparación, los textos bíblicos escogidos corresponden con los que se proclaman en cuatro de los Domingos del Tiempo de Cua-resma y el breve análisis del texto evangélico está tomado del propuesto para la predicación en el Cuaderno de Cuaresma y Pascua. El recurso a los domingos de Cuaresma tiene que ver con el deseo de mantener el ritmo propio marcado por el año litúrgico y por la propia celebración eucarística.

Como se nos recuerda en el Cuaderno de Cuaresma-Pascua, en el tiempo en que los grupos del IDE reflexionan sobre la actividad evangelizadora del Pueblo de Dios, estos tiempos litúrgicos, con los textos bíblicos pro-pios de este año B, nos ayudan a descubrir en primer lugar el contenido del mensaje que se ha de proclamar, y que no es otro que la salvación que viene del Misterio Pascual de Jesucristo, culmen y cumplimiento de la Antigua Alianza y comienzo de la Nueva, que es el ámbito de amor y fidelidad en el que nos movemos como creyentes.

Por su parte, la lecturas de esta Cincuentena Pascual iluminan y estimu-lan la acción de los evangelizadores, que son miembros de la Iglesia, respondiendo a los retos y desafíos del mundo actual; son los laicos que participan activa y responsablemente en la misión de la Iglesia y lo ha-cen sobre todo en sus parroquias, comunidades de discípulos misioneros, formando —según el ejemplo de los Hechos de los Apóstoles— comuni-dades fraternas y corresponsables.

La Cuaresma B y sus particularidadesEn este año 2015, los domingos de Cuaresma tienen tres lecturas cuyos temas no están necesariamente relacionados entre ellos, sino que for-man tres secuencias diferentes: la historia de la salvación centrada en la alianza otorgada por Dios (Primera lectura: Antiguo Testamento), el misterio pascual y su aplicación en la Iniciación Cristiana (Segunda lectura: Apóstol) y el tema propio de este año que es el misterio pascual (Evangelio). En algunas ocasiones coinciden los temas de la primera lec-tura y el Evangelio, como profecía y cumplimiento, sirviendo la lectura segunda de clave interpretativa de la relación entre ambas. Es importan-te que tengamos esto en cuenta ya que, para facilitar la preparación de las predicaciones, nos hemos servido de los textos evangélicos de cuatro de los domingos del tiempo de Cuaresma. Aunque sólo se proclame en la “predicación cuaresmal” el Evangelio, el predicador puede tener en cuenta todas las lecturas del domingo correspondiente.

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NAsí evocaremos nuestro camino hacia Cristo mediante la iniciación cris-tiana. Nuestra experiencia catecumenal comienza este año recordando que cada uno de nosotros ha sido salvado, como Noé en el arca, de las aguas de la muerte, que fueron para nosotros, al contrario, un baño de purificación y renacimiento (Génesis 9, 8-15. Primera lectura, 1º Domin-go de Cuaresma B). En la Pascua deberemos renovar la profesión de fe y el compromiso bautismal, pero antes habremos de revivir un proce-so que nos llevó por pura gracia al Bautismo en el principio de nuestra existencia, que se renovó en forma de catecumenado antes de los otros sacramentos de iniciación, Confirmación y Eucaristía, pero que podemos volver a recorrer, madurando como cristianos y reviviendo las gracias de la iniciación cristiana.

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1. Texto bíblico

Lectura del santo evangelio según San Marcos (Mc 1, 12-15)

En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían. Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: «Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio».

2. Algunas cuestiones previas

A. Objetivos y cuestiones a tener en cuenta en la predicación

Iniciamos el tiempo de Cuaresma. El objeto de estas predicaciones cua-resmales es invitarnos y ayudarnos a vivirlo con mayor profundidad. Las predicaciones están pensadas como un “tiempo de desierto”, como un “camino cuaresmal hacia la Pascua”.

La primera de ellas, nos hace acompañar a Jesús en el desierto. Así ini-ciamos cada año el tiempo cuaresmal, en el desierto, haciendo desierto. Se nos invita también a nosotros a hacer la experiencia de la soledad y del desierto, a descubrir que “sólo Dios basta”. También será convenien-te resaltar la importancia de “ser empujados” al desierto por el Espíritu, descubriendo la actuación de Dios en nuestras vidas.

Por último, el relato termina con una llamada a la conversión. El desier-to es lugar propicio para este cambio de nuestra vida.

B. Breve análisis del texto bíblico

El pasaje de Jesús en el desierto que nos relata san Marcos, el evangelis-ta de este año, nos introduce en el proyecto de nueva humanidad que el Padre quiere hacer con nosotros a través de su Hijo Jesús. Cada año, el primer domingo de Cuaresma escuchamos este episodio de la experien-cia de Jesús en el desierto, modelo de nuestros cuarenta días cuaresma-les. San Mateo y san Lucas en los otros ciclos nos presentan como en un

PRIMERA PREDICACIÓNIniciamos el camino cuaresmal en el desierto, lugar de nuestra conversión

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tríptico las tentaciones de Jesús, no así san Marcos que no nos cuenta explícitamente las tentaciones y nos da la posibilidad de que cada uno pongamos en nuestra camino de lucha cuaresmal las nuestras, con la confianza de poder ser vencidas por el poder y la fuerza de Jesús.

El evangelista sitúa a Jesús en el inicio de su misión empujado por el Espíritu al desierto. El desierto es el lugar donde no tenemos otras segu-ridades más que Dios, es el ámbito de la tentación, pero también el de la posibilidad de recrear por la obediencia el paraíso que perdimos por nuestra desobediencia. El desierto es el lugar y el tiempo de la fidelidad y del amor. Eso es lo que vive Jesús a pesar de la tentación del enemigo para tomar otro camino más fácil pero opuesto a la voluntad del Padre.

Marcos nos señala que Jesús vive rodeado de animales y los ángeles le sirven. Dato revelador de que algo está cambiando. El desierto se con-vierte en un nuevo paraíso, Cristo en un nuevo Adán y la humanidad en el Pueblo de Dios, llamado a convertirse en esta Cuaresma y a creer en la Buena Noticia de que el Reino de Dios ya está en medio de nosotros, como nos dijeron el miércoles al ponernos la ceniza en la cabeza repitien-do las palabras con las que concluye el evangelio de hoy.

3. Esquema de la predicación

A. Iniciamos un tiempo de desierto

Hemos iniciado, hace unos días, el tiempo de la Cuaresma. Un tiempo en el que en nuestras parroquias se multiplican las acciones y las cele-braciones. Un tiempo en el que nos disponemos a preparar y a vivir la Pascua. Estas “predicaciones cuaresmales” quieren ser una ayuda para vivir mejor este tiempo, para aprovecharlo mejor. Nos pueden ayudar a disponernos mejor para vivir, en profundidad, los acontecimientos de nuestra salvación.

Las “predicaciones cuaresmales” son un tiempo de desierto, una oportu-nidad de estar a solas con Jesús en el desierto, un buen momento para deshacernos de aquello que nos molesta en el camino de nuestra vida cristiana. Un primer momento de la predicación podría consistir en ayu-dar a lo presentes a saber por qué están ahí, qué razones les han movido a estar presentes: la voluntad de prepararse para la Pascua, la posibili-dad de escuchar una predicación de este tiempo, la necesidad de conver-sión… Todas las razones son válidas, incluso no tener ninguna razón con-creta para acudir. Muchos responden a las acciones de la parroquia en estas ocasiones porque se fían de la parroquia y saben que lo que ofrece es bueno y necesario para su vida de fe. Todas las razones son buenas. Pero es conveniente conocer cuáles me han traído a mí aquí.

Un segundo momento de este inicio será “ir al desierto”. Sabemos de la importancia y singularidad de este “lugar” más teológico y existencial

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que físico. “Ir al desierto”, “estar en el desierto”, son actitudes propias del tiempo de Cuaresma, del tiempo de conversión, de la misma vida cristia-na. El desierto es, también, el lugar de la Alianza, el lugar del pacto de Dios con cada uno de nosotros, con la humanidad entera.

En el desierto se presenta la tentación. En el desierto, desprovistos de todo, podemos identificar nuestras tentaciones. Como se nos ha recorda-do en el comentario del texto bíblico, el evangelista Marcos no “define” las tentaciones, que conocemos por los otros sinópticos. Esto no debe su-poner un problema, más bien una oportunidad para ver cuáles son mis tentaciones. No sólo las más “grandes” o las más “visibles”. El Espíritu Santo, que nos mueve al desierto, nos mueve ahora para que conozca-mos nuestras debilidades y también nuestras fortalezas. Nos mueve a poner nuestra confianza en Dios, nuestra “fortaleza y escudo”, para po-der vencer la tentación.

B. “Empujado por el Espíritu”

Estamos en el desierto, en un tiempo de desierto. Pero no hemos llegado aquí sin más, sólo por nuestra voluntad. Al igual que Jesús, como hemos escuchado en la proclamación del Evangelio, hemos sido “empujados”, llevados, conducidos. El Espíritu Santo actúa en nuestras vidas, está con nosotros. Aunque en muchas ocasiones no reconocemos su actuación, aunque pueda parecer el gran olvidado de la Historia de la Salvación, actúa constantemente en nuestras vidas, como lo hizo en la vida de Je-sús. Su concepción es “obra del Espíritu Santo” (Mt 1, 18), fue “ungido” por el Espíritu en el Bautismo (Mt 3, 16), “empujado” al desierto por el “Espí-ritu” (Mc 1, 12), expulsa a los demonios con el Espíritu de Dios (Mt 12, 28).

En este segundo momento de la predicación, hacemos memoria de la actuación de Dios en nuestra vida a través de su Espíritu. ¿Cómo está, cómo ha estado presente Dios en nuestra vida? ¿Qué acontecimientos re-levantes nos recuerdan su actuación? La presencia del Éspíritu es siempre sutil, silenciosa, discreta. Hacer memoria es algo más que simplemente recordar. Hacer memoria supone renovar la Alianza, supone volver a de-cirle a Dios que sabemos que es nuestro salvador. “Yo hago un pacto con vosotros” (Gén 9, 8-15), un pacto basado en amor misericordioso de Dios que es Padre y nos ama hasta el extremo. Hacer memoria es poner de nuevo nuestra vida bajo ese pacto de amor de Dios.

C. Llamada a la conversión

El Espíritu es “Señor y dador de vida”, de la vida plena, de la auténtica vida. El Espíritu es el autor de nuestra conversión. En esta primera predicación escuchamos una llamada a la conversión. Una llamada a la conversión en la que el tiempo de desierto tiene una gran relevancia: hacernos descu-brir nuestras tentaciones y darnos la posibilidad de, con la ayuda de los sacramentos, particularmente del Sacramento de la Penitencia, vencerlas.

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“La Cuaresma es una oportunidad para «volver a ser» cristianos, a través de un proceso constante de cambio interior y de avance en el conoci-miento y en el amor de Cristo. La conversión no tiene lugar nunca una vez para siempre, sino que es un proceso, un camino interior de toda nuestra vida. Ciertamente este itinerario de conversión evangélica no puede limitarse a un período particular del año: es un camino de todos los días, que tiene que abarcar toda la existencia, cada día de nuestra vida.

Desde este punto de vista, para cada cristiano y para todas las comu-nidades eclesiales, la Cuaresma es la estación espiritual propicia para entrenarse con mayor tenacidad en la búsqueda de Dios, abriendo el corazón a Cristo.

San Agustín dijo en una ocasión que nuestra vida es un ejercicio único del deseo de acercarnos a Dios, de ser capaces de dejar entrar a Dios en nuestro ser. «Toda la vida del cristiano fervoroso —dice— es un santo deseo». Si esto es así, en Cuaresma se nos invita aún más a arrancar «de nuestros deseos las raíces de la vanidad» para educar el corazón en el deseo, es decir, en el amor de Dios. «Dios —dice san Agustín— es todo lo que deseamos» (Cf. «Tracto. in Iohn.», 4). Y esperamos que realmente comencemos a desear a Dios, y de este modo desear la verdadera vida, el amor mismo y la verdad.

Es particularmente oportuna la exhortación de Jesús, referida por el evangelista Marcos: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Cf. Marcos 1, 15). El deseo sincero de Dios nos lleva a rechazar el mal y a realizar el bien. Esta conversión del corazón es ante todo un don gratuito de Dios, que nos ha creado para sí y en Jesucristo nos ha redimido: nuestra felici-dad consiste en permanecer en Él (Cf. Juan 15, 3). Por este motivo, Él mis-mo previene con su gracia nuestro deseo y acompaña nuestros esfuerzos de conversión.

Pero, ¿qué es en realidad convertirse? Convertirse quiere decir buscar a Dios, caminar con Dios, seguir dócilmente las enseñanzas de su Hijo, Jesucristo; convertirse no es un esfuerzo para realizarse uno mismo, por-que el ser humano no es el arquitecto del propio destino. Nosotros no nos hemos hecho a nosotros mismos. Por ello, la autorrealización es una contradicción y es demasiado poco para nosotros. Tenemos un destino más alto. Podríamos decir que la conversión consiste precisamente en no considerarse «creadores» de sí mismos, descubriendo de este modo la verdad, porque no somos autores de nosotros mismos.

Conversión consiste en aceptar libremente y con amor que depende-mos totalmente de Dios, nuestro verdadero Creador, que dependemos del amor. Esto no es dependencia, sino libertad. Convertirse significa, por tanto, no perseguir el éxito personal, que es algo que pasa, sino, abando-nando toda seguridad humana, seguir con sencillez y confianza al Señor

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para que Jesús se convierta para cada uno, como le gustaba decir a la beata Teresa de Calcuta, en «mi todo en todo». Quien se deja conquis-tar por él no tiene miedo de perder la propia vida, porque en la Cruz Él nos amó y se entregó por nosotros. Y precisamente, al perder por amor nuestra vida, la volvemos a encontrar” (Cf. Benedicto XVI, audiencia 21/02/2007).

4. Para orar juntosPara la oración final, nos unimos rezando, a dos coros o como responso-rio, este salmo:

Salmo 24

R/. Tus sendas, Señor, son misericordia y lealtad para los que guardan tu alianza.

Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador. R/.

Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas. Acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor. R/.

El Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes. R/.

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1. Texto bíblico

Lectura del santo evangelio según san Juan (Jn 2, 13-25)

Se acercaba la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palo-mas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo:

«Quitad esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre».

Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora».

Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron:

«¿Qué signos nos muestras para obrar así?».

Jesús contestó: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré».

Los judíos replicaron: «Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?». Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y, cuando resucitó de entre los muertos, los dis-cípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús. Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba con ellos, porque los co-nocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hom-bre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre.

2. Algunas cuestiones previas

A. Objetivos y cuestiones a tener en cuenta en la predicación

Iniciamos la segunda de las predicaciones en la que vamos a tener como tema de reflexión y meditación a la Iglesia. Salimos del Desierto y va-mos al Templo. El Templo que es el propio Cuerpo de Cristo. La Iglesia es

SEGUNDA PREDICACIÓNLa Iglesia, Cuerpo de Cristo, lugar de nuestra conversión y vida

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el Cuerpo de Cristo. “La Iglesia es la realidad y la experiencia de Cristo a través de sus discípulos. Esto fue lo que descubrió Pablo en el momento de su conversión y lo que estamos llamados a descubrir todos en ese proceso continuo de conversión que es nuestra vida en este mundo” (Mi-guel Payá Andrés, Ser y misión de la parroquia en la Iglesia, en La Igle-sia, Misterio y tarea, Valencia 2014, pág. 138).

El templo es lugar de encuentro con Dios, no lugar de “nuestros nego-cios”. Lugar de oración, de escucha, de conversión, de celebración… de vida.

La Iglesia es ese templo, esa presencia del Cuerpo de Cristo a través de los siglos, en todos los rincones del mundo. Es lugar de su Presencia, Palabra, Perdón, Misericordia, Amor.

B. Breve análisis del texto bíblico

El texto evangélico que hemos proclamado inicia el llamado “Tríptico Pascual”, tres relatos de san Juan que nos hacen profundizar y nos lle-van a la contemplación del Misterio de la Cruz de Cristo que conduce y desemboca en la vida. Para Juan, la Cruz es ya la Gloria, en el madero se sienta el Señor como Rey eterno y se consuma la obra de la Salva-ción con el paso de Jesús de este mundo al Padre. Por eso san Pablo nos muestra, en la segunda lectura, que aquí está la verdadera sabiduría, la verdadera fuerza, la de Dios, aunque para el mundo religioso aún hoy sea un escándalo y para los intelectuales una necedad. También a noso-tros se nos han contagiado otras “sabidurías”: la del éxito, la de la fama, la del prestigio, la del reconocimiento, la de la salud, la del bienestar. La sabiduría de Dios es la del perder, la del perdón, la del servicio, la del amor... Es la misteriosa lógica de Dios, que es más sabia y más fuerte que los hombres, aunque nos parezca lo contrario.

Hoy proclamamos el pasaje de la purificación del Templo que nos hace mirar a la verdadera presencia de Dios en medio de nosotros: Jesucristo. Este templo, que es su cuerpo, será destruido en la cruz por los hombres pero será levantado por el poder de Dios en la resurrección. El pasaje del evangelio de hoy nos sitúa en el ámbito de la Pascua, con su sabor de entrega y libertad, y como a los discípulos que recordaron y creyeron en sus palabras después de la Resurrección, nos hace confesar la fe con firmeza poniendo la confianza en este Cristo que toma el camino de la entrega para darnos vida y sellar la nueva alianza con su Sangre.

“Como Jeremías, tampoco Jesús es el destructor del templo: ambos in-dican con su pasión quién y qué es lo que destruirá realmente el templo. Esta explicación de la purificación del templo resulta más clara aún a la luz de una palabra de Jesús que, en este contexto, es transmitida sólo por Juan, pero que de una manera deformada se encuentra también en labios de los falsos testigos durante el proceso de Jesús, según el relato

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Nde Mateo y Marcos. No cabe duda de que dicha palabra se remonta a Jesús mismo, y es igualmente obvio que se la debe situar en el contexto de la purificación del templo.

En Marcos, el falso testigo dice que Jesús habría declarado: «Yo destrui-ré este templo, edificado por hombres, y en tres días construiré otro no edificado por hombres» (14,58). Con eso el «testigo» se aproxima mucho quizás a la palabra de Jesús, pero se equivoca en un punto decisivo: no es Jesús quien destruye el templo; lo abandonan a la destrucción quie-nes lo convierten en una cueva de ladrones, como había ocurrido en los tiempos de Jeremías.

En Juan, la verdadera palabra de Jesús se presenta así: «Destruid este templo y yo en tres días lo levantaré» (2,19). Con esto Jesús responde a la petición de la autoridad judía de una señal que probara su legitima-ción para un acto como la purificación del templo. Su «señal» es la cruz y la resurrección. La cruz y la resurrección lo legitiman como Aquel que establece el culto verdadero. Jesús se justifica a través de su Pasión; éste es el signo de Jonás, que Él ofrece a Israel y al mundo.

Pero la palabra va todavía más al fondo. Con razón dice Juan que los discípulos sólo comprendieron esa palabra en toda su profundidad al re-cordarla después de la resurrección, rememorándola a la luz del Espíritu Santo como comunidad de los discípulos, como Iglesia.

El rechazo a Jesús, su crucifixión, significa al mismo tiempo el fin de este templo. La época del templo ha pasado. Llega un nuevo culto en un tem-plo no construido por hombres. Este templo es su Cuerpo, el Resucitado que congrega a los pueblos y los une en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. Él mismo es el nuevo templo de la humanidad. La crucifixión de Jesús es al mismo tiempo la destrucción del antiguo templo. Con su resurrección comienza un modo nuevo de venerar a Dios, no ya en un monte o en otro, sino «en espíritu y en verdad» (Jn 4,23).

¿Qué hay entonces acerca del «zélos» de Jesús? Sobre esta pregunta Juan —precisamente en el contexto de la purificación del templo— nos ha de-jado una palabra preciosa que representa una respuesta precisa y profun-da a la cuestión. Nos dice que, con ocasión de la purificación del templo, los discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora» (2,17). Es una palabra tomada del gran Salmo 69, aplicable a la Pasión. A causa de su vida conforme a la Palabra de Dios, el orante es relegado al aislamiento; la palabra se convierte para él en una fuente de sufrimiento que le causan quienes lo circundan y lo odian. «Dios mío, sálvame, que me llega el agua al cuello... Por ti he aguantado afrentas... me devora el celo de tu templo...» (Sal 69,2.8.10). Los discípulos han re-conocido a Jesús al recordar al justo que sufre: el celo por la casa de Dios lo lleva a la Pasión, a la cruz. Éste es el vuelco fundamental que Jesús ha dado al tema del celo. Ha transformado el «celo» de servir a Dios me-

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diante la violencia en el celo de la cruz. De este modo ha establecido de-finitivamente el criterio para el verdadero celo, el celo del amor que se entrega. El cristiano ha de orientarse por este celo” (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección, pág. 32).

3. Esquema de la predicación

A. Salimos del desierto y vamos a Jerusalén, al templo

Hemos salido del desierto. Vencemos las tentaciones, con la fuerza del Espíritu, que nos llevó allí y nos sitúa ahora frente al templo. Son dos lugares muy similares y muy frecuentes en nuestra vida, en nuestra ex-periencia cristiana. El templo, al igual que decíamos del desierto, es más un lugar teológico que físico. Vencer la tentación, vencer las tentaciones, es el paso previo para el encuentro con Jesús, el único Templo de Dios. Un templo que no puede ser destruido.

Una buena recomendación para el tiempo de Cuaresma: salir. Salir del desierto en lo que supone de aislamiento, soledad, para encontrarnos en el templo con Cristo que nos habla de comunidad, de Iglesia. Salir de nosotros mismos para entrar en la dinámica de Dios, en la escucha de su Palabra, en la vida que, con los sacramentos, se nos da.

B. Lugar de encuentro con Dios, no de “nuestros negocios”

El templo es lugar de encuentro con Dios, no lugar de “nuestros nego-cios”. Lugar de oración, de escucha, de conversión, de celebración… de vida. Recordamos aquí el inicio de la primera lectura del domingo terce-ro de Cuaresma, del que hemos tomado el Evangelio: “Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud. No tendrás otros dioses frente a mí” (Éx 20,1). El Templo es el lugar del encuentro con el Dios úni-co, que ha hecho Alianza con nosotros, que nos ha sacado de nuestras esclavitudes.

Muchas veces acudimos al templo con nuestras preocupaciones, con nuestros “negocios”. La Cuaresma de este año puede ser un buen mo-mento para adentrarnos en los “negocios de Dios”. ¿Qué quiere Dios de mi vida? ¿En qué quiere que la gaste? ¿Cómo quiere que me presente de-lante de Él? Son algunas de las preguntas que nos interpelan en estos días, en este tiempo.

C. La Iglesia, Cuerpo de Cristo

¿De qué modo la Iglesia es Cuerpo de Cristo? La Iglesia es Cuerpo de Cristo porque, por medio del Espíritu, Cristo muerto y resucitado une con-sigo íntimamente a sus fieles. De este modo los creyentes en Cristo, en cuanto íntimamente unidos a Él, sobre todo en la Eucaristía, se unen en-tre sí en la caridad, formando un solo cuerpo, la Iglesia. Dicha unidad se

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Nrealiza en la diversidad de miembros y funciones (Compendio Catecismo de la Iglesia Católica, 156).

¿Quién es la cabeza de este Cuerpo? Cristo «es la Cabeza del Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 18). La Iglesia vive de Él, en Él y por Él. Cristo y la Iglesia forman el «Cristo total» (San Agustín); «la Cabeza y los miem-bros, como si fueran una sola persona mística» (Santo Tomás de Aquino) (Compendio Catecismo de la Iglesia Católica, 157).

En la catequesis del miércoles 29 de noviembre de 2014, el papa Francis-co reflexionó sobre la realidad de la Iglesia, Cuerpo de Cristo. La Iglesia: realidad visible y espiritual.

En las catequesis precedentes hemos tenido la oportunidad de evi-denciar cómo la Iglesia tiene una naturaleza espiritual: es el Cuer-po de Cristo, edificado en el Espíritu Santo. Pero cuando nos refe-rimos a la Iglesia, inmediatamente el pensamiento va a nuestras comunidades, a nuestras parroquias, a nuestras diócesis, a las es-tructuras en las cuales habitualmente nos reunimos y, obviamente, también a los componentes y a las figuras más institucionales que la rigen, que la gobiernan. Ésta es la realidad visible de la Iglesia. Entonces debemos preguntarnos: ¿se trata de dos cosas diversas o de la única Iglesia? Y, si es siempre la única Iglesia, ¿cómo podemos entender la relación entre su realidad visible y aquella espiritual?

1. En primer lugar, cuando hablamos de la realidad visible (…), no debemos pensar solamente al Papa, a los Obispos, a los sacerdo-tes, a las religiosas y a todas las personas consagradas. La realidad visible de la Iglesia está constituida por los tantos hermanos y her-manas bautizados que en el mundo creen, esperan y aman. Pero tantas veces escuchamos decir: “pero la Iglesia no hace esto, la Iglesia no hace alguna otra cosa...”. Pero dime: ¿quién es la Iglesia? “Son los sacerdotes, los Obispos, el Papa”. ¡La Iglesia somos todos, todos, todos nosotros! ¡Todos los bautizados somos la Iglesia, la Iglesia de Jesús! Todos aquellos que siguen al Señor Jesús y que, en su nombre, se hacen cercanos a los últimos y a los sufrientes, tratando de ofrecer un poco de alivio, de consuelo y de paz. ¡To-dos, todos los que hacen lo que el Señor nos ha mandado, todos los que hacen eso son la Iglesia!

Comprendemos entonces que también la realidad visible de la Igle-sia no es mensurable, no es conocible en toda su plenitud: ¿cómo se hace para conocer todo el bien que se hace? Tantas obras de amor, tanta fidelidad en las familias, tanto trabajo para educar a los hijos, para llevarlos adelante, para transmitir la fe, tanto sufri-miento en los enfermos que ofrecen su sufrimiento al Señor. ¡Esto no se puede medir! ¡Es tan grande, tan grande! ¿Cómo se hace para conocer todas las maravillas que, a través de nosotros, Cristo logra

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obrar en el corazón y en la vida de cada persona? Miren: también la realidad visible de la Iglesia va más allá de nuestro control, va más allá de nuestras fuerzas, y es una realidad misteriosa, porque viene de Dios.

2. Para comprender la relación en la Iglesia, la relación entre su realidad visible y aquella espiritual, no hay otro camino que mi-rar a Cristo, del cual la Iglesia constituye el cuerpo y del cual ella es generada, en un acto de infinito amor. También en Cristo, en efecto, en virtud del misterio de la Encarnación, reconocemos una naturaleza humana y una naturaleza divina, unidas en la mis-ma persona en modo admirable e indisoluble. Esto vale en modo análogo también para la Iglesia. Y como en Cristo la naturaleza humana secunda plenamente aquella divina y se pone a su ser-vicio, en función del cumplimiento de la salvación, así sucede en la Iglesia, por su realidad visible, con respecto a aquella espiritual. Por lo tanto, también la Iglesia es un misterio en el cual lo que no se ve es más importante de lo que se ve y puede ser reconocido sólo con los ojos de la fe.

3. En el caso de la Iglesia, sin embargo, debemos preguntarnos: ¿cómo puede la realidad visible ponerse al servicio de aquella es-piritual? Una vez más, podemos comprenderlo mirando a Cristo: Cristo es el modelo, es el modelo de la Iglesia porque la Iglesia es su Cuerpo. Es el modelo de todos los cristianos, de todos nosotros. Cuando se mira a Cristo no nos equivocamos. En el Evangelio de Lucas se cuenta cómo Jesús, de vuelta en Nazaret, —hemos oído esto— donde había crecido, entró en la sinagoga y leyó, refirién-dose a sí mismo, el pasaje del profeta Isaías, donde está escrito: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido para que dé la Buena Noticia a los pobres; me ha enviado a anunciar la li-bertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracias del Señor”.

He aquí cómo Cristo se sirvió de su humanidad —porque también era hombre—, para anunciar y realizar el diseño divino de reden-ción y de salvación —porque era Dios—, así debe ser también la Iglesia. A través de su realidad visible, de todo lo que se ve, los sa-cramentos y el testimonio de todos nosotros cristianos, la Iglesia es llamada cada día a hacerse cercana a cada hombre, comenzando por quien es pobre, por quien sufre y por quien es marginado, de modo de continuar a hacer sentir sobre todos la mirada compasiva y misericordiosa de Jesús.

Queridos hermanos y hermanas, a menudo como Iglesia experi-mentamos nuestra fragilidad y nuestros límites. Todos lo somos, todos los tenemos. Todos somos pecadores, ¿todos eh? Ninguno de

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Nnosotros puede decir: “yo no soy pecador”. Pero si alguno siente que no es pecador, que levante la mano, ¿veamos cuántos? No se puede. Todos lo somos. Y esta fragilidad, estos límites, estos nues-tros pecados, es justo que procuren en nosotros un profundo pesar, sobre todo cuando nos damos mal ejemplo y nos damos cuenta de convertirnos en motivo de escándalo. Pero cuántas veces hemos oído, en el barrio: “aquella persona, está siempre en la Iglesia, pero habla mal de todos, saca el cuero a todos”. Pero qué mal ejemplo, ¿eh? Hablar mal del otro. Esto no es cristiano, es un mal ejemplo: es un pecado. Y así nosotros damos un mal ejemplo: “Eh, digamos, si éste o ésta es cristiano yo me hago ateo”. Porque nuestro testimo-nio es lo que hace comprender lo que es ser cristiano.

Pidamos no ser motivo de escándalo. Pedimos entonces el don de la fe, para que podamos comprender cómo, no obstante nuestra pequeñez y nuestra pobreza, el Señor nos ha hecho realmente ins-trumento de gracia y signo visible de su amor por toda la huma-nidad. Podemos convertirnos en un motivo de escándalo, sí. Pero también podemos convertirnos en motivo de testimonio, ser tes-tigos que con nuestra vida decimos: así quiere Jesús que nosotros hagamos. Gracias.

4. Para orar juntosOramos juntos, para finalizar esta predicación cuaresmal con el Salmo 18.

R/. La ley del Señor es perfecta.

La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante. R/.

Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos. R/.

La voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos. R/.

Más preciosos que el oro, más el oro fino; más dulces que la miel de un panal que destila. R/.

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1. Texto bíblico

Lectura del santo evangelio según san Juan (Jn 3, 14-21)

En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: Lo mismo que Moisés ele-vó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna.

Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eter-na. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios».

2. Algunas cuestiones previas

A. Objetivos y cuestiones a tener en cuenta en la predicación

Eucaristía y Cruz. Éste es el tema de nuestra tercera predicación cuares-mal. Eucaristía y Cruz, su “indisoluble vínculo”.

La Eucaristía anuncia y celebra, hace memoria, de la salvación obteni-da por Cristo con su muerte en Cruz y su resurrección.

B. Breve análisis del texto bíblico

El evangelio nos ofrece el segundo pasaje del “Tríptico Pascual”. Hoy, como a Nicodemo en la noche, en la oscuridad del mal y del pecado, se nos invita a mirar el luminoso amor que Dios nos regala en su Hijo Jesu-cristo, y éste crucificado.

El mismo Jesús nos hace levantar la cabeza para mirar a la Cruz y en-contrar en ella el signo del amor de Dios por nosotros, su deseo de salvar

TERCERA PREDICACIÓNLa Eucaristía, fuente de vida, sacramento de nuestra fe

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al mundo y no condenarlo. Jesús cita, en el evangelio que hoy escu-chamos, la experiencia del pueblo de Israel en el desierto cuando por su infidelidad la muerte se apodera del pueblo en aquellas mordeduras de serpientes (Ni 21, 4-9).

Dios prepara, como siempre, una solución ante esta situación trágica para su pueblo. Ordena a Moisés colocar una serpiente de bronce en lo alto de un madero para que aquellos que sean mordidos por las serpien-tes levanten la mirada hacia este estandarte, es decir, vuelvan a poner su confianza y seguridad únicamente en Dios, y así quedarán sanados.

A nosotros, heridos por la mordedura del mal y del pecado, cansados de las situaciones adversas de la vida y apresados como aquellos israelitas por la queja, la desesperanza y el pesimismo ante los acontecimientos que vivimos, Dios nos ofrece la imagen de Cristo Jesús elevada en lo alto de la Cruz como el lugar donde fijar nuestra mirada, poner nuestra confianza y recomponer la Alianza. La Cruz es nuestro antídoto contra la mordedura del mal y al mismo tiempo el lugar donde se firma de nuevo el pacto, esta vez pagado y sellado a un alto precio: la Sangre de Cristo (cf. 1Pe 1,19).

Ésta es la señal de la nueva Alianza: Cristo levantado en la cruz. Como Israel, mordido por la serpiente del pecado, alza con toda la humanidad la mirada hacia la cruz de Cristo, con la confianza de que si miras que-darás curado, si crees tendrás vida eterna. Ésta es la respuesta de Dios al hombre cuando rompe la Alianza. Ante la cruz hoy puedes hacer tuya esta oración de la liturgia y decirle al crucificado: “Cuando el hombre, por desobediencia, perdió tu amistad, tú no le abandonaste al poder de la muerte, sino que, compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busca, y reiteraste así tu alianza con los hombres”.

3. Esquema de la predicación

A. Eucaristía y Cruz

Para la predicación de hoy, la tercera, ofrecemos dos textos del papa Be-nedicto XVI sobre la Eucaristía. El primer texto está tomado del rezo del Ángelus en septiembre de 2005, unos días antes de la celebración de la Exaltación de la Santa Cruz. En esta breve predicación se hace patente la relación entre Eucaristía y Cruz, no sólo en la vida del sacerdote sino de todo el Pueblo de Dios.

Hoy podemos meditar en el profundo e indisoluble vínculo que une la celebración eucarística y el misterio de la cruz.

En efecto, toda santa misa actualiza el sacrificio redentor de Cristo. Al Gólgota y a la “hora” de la muerte en la cruz —escribió el ama-do Juan Pablo II en la encíclica Ecclesia de Eucharistia— «vuelve espiritualmente todo presbítero que celebra la santa misa, junto con la comunidad cristiana que participa en ella» (n. 4).

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Por tanto, la Eucaristía es el memorial de todo el misterio pascual: pasión, muerte, descenso a los infiernos, resurrección y ascensión al cielo, y la cruz es la conmovedora manifestación del acto de amor infinito con el que el Hijo de Dios salvó al hombre y al mundo del pecado y de la muerte. Por eso, la señal de la cruz es el gesto fundamental de nuestra oración, de la oración del cristiano.

Hacer la señal de la cruz —como hacemos con la bendición— es pronunciar un sí visible y público a Aquel que murió por nosotros y resucitó, al Dios que en la humildad y debilidad de su amor es el Todopoderoso, más fuerte que todo el poder y la inteligencia del mundo.

Después de la consagración, la asamblea de los fieles, conscien-te de estar en la presencia real de Cristo crucificado y resucitado, aclama: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”. Con los ojos de la fe la comunidad reconoce a Jesús vivo con los signos de su pasión y, como Tomás, llena de asombro, puede repetir: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20, 28).

La Eucaristía es misterio de muerte y de gloria como la cruz, que no es un accidente, sino el paso a través del cual Cristo entró en su gloria (cf. Lc 24, 26) y reconcilió a la humanidad entera, derrotando toda enemistad. Por eso, la liturgia nos invita a orar con confianza y esperanza: Mane nobiscum, Domine! ¡Quédate con nosotros, Se-ñor, que con tu santa cruz redimiste al mundo!

María, presente en el Calvario junto a la cruz, está también presen-te, con la Iglesia y como Madre de la Iglesia, en cada una de nues-tras celebraciones eucarísticas (cf. Ecclesia de Eucharistia, 57). Por eso, nadie mejor que ella puede enseñarnos a comprender y vivir con fe y amor la santa misa, uniéndonos al sacrificio redentor de Cristo. Cuando recibimos la sagrada comunión también nosotros, como María y unidos a ella, abrazamos el madero que Jesús con su amor transformó en instrumento de salvación, y pronunciamos nuestro “amén”, nuestro “sí” al Amor crucificado y resucitado (Be-nedicto XVI, Ángelus, Castelgandolfo, domingo 11 de septiembre de 2005).

B. Eucaristía, Don de Dios, salvación en Cristo

En este segundo texto, las ideas que aporta, tomado de los primeros nú-meros de la Exhortación Apostólica postsinodal Sacramentum Caritatis, encontramos algunos elementos que nos pueden servir en este momen-to de la predicación: Eucaristía, don de Jesucristo; Eucaristía y caridad; Eucaristía y verdad del amor, esencia del mismo Dios.

Sacramento de la caridad, la Santísima Eucaristía es el don que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios

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por cada hombre. En este admirable Sacramento se manifiesta el amor «más grande», aquel que impulsa a «dar la vida por los pro-pios amigos» (cf. Jn 15,13). En efecto, Jesús «los amó hasta el extre-mo» (Jn 13,1). Con esta expresión, el evangelista presenta el gesto de infinita humildad de Jesús: antes de morir por nosotros en la cruz, ciñéndose una toalla, lava los pies a sus discípulos. Del mis-mo modo, en el Sacramento eucarístico Jesús sigue amándonos «hasta el extremo», hasta el don de su cuerpo y de su sangre. ¡Qué emoción debió embargar el corazón de los Apóstoles ante los ges-tos y palabras del Señor durante aquella Cena! ¡Qué admiración ha de suscitar también en nuestro corazón el Misterio eucarístico!” (Benedicto XVI, Sacramentum Caritatis, 1).

“En particular, Jesús nos enseña en el sacramento de la Eucaristía la verdad del amor, que es la esencia misma de Dios. Ésta es la verdad evangélica que interesa a cada hombre y a todo el hombre. Por eso la Iglesia, cuyo centro vital es la Eucaristía, se comprome-te constantemente a anunciar a todos, «a tiempo y a destiempo» (2 Tim 4,2) que Dios es amor. Precisamente porque Cristo se ha hecho por nosotros alimento de la Verdad, la Iglesia se dirige al hombre, invitándolo a acoger libremente el don de Dios (Benedicto XVI, Sacramentum Caritatis, 2).

4. Para orar juntosEn nuestra oración final de hoy, nos unimos al canto de los deportados en Babilonia, el Salmo 136.

R/. Cantadnos un cantar de Sión.

Junto a los canales de Babilonia nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión; en los sauces de sus orillas colgábamos nuestras cítaras. R/.

Allí los que nos deportaron nos invitaban a cantar; nuestros opresores, a divertirlos: «Cantadnos un cantar de Sión». R/.

¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera! Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha. R/.

Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías. R/.

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1. Texto bíblico Lectura del santo evangelio según san Juan (Jn 12,20-33)

Entre los que habían ido a Jerusalén para dar culto a Dios en la fiesta había algunos griegos. Éstos se acercaron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le dijeron: «Señor, queremos ver a Jesús». Felipe se lo fue a decir a Andrés; Andrés y Felipe se lo dijeron a Jesús. Jesús les respon-dió: «Ha llegado la hora en que va a ser glorificado el hijo del hom-bre. Os aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto. El que ama su vida la perderá; y el que odia su vida en este mundo la conservará para la vida eterna. El que quiera ponerse a mi servicio, que me siga, y donde esté yo allí estará también mi servidor. A quien me sirva, mi Padre lo honrará. Ahora estoy profundamente angustiado. ¿Y qué voy a decir? ¿Pediré al Padre que me libre de esta hora? No, pues para esto precisamente he llegado a esta hora. Padre, glorifica tu nom-bre». Entonces dijo una voz del cielo: «Lo he glorificado y lo glorifica-ré de nuevo». La gente que estaba allí y lo oyó, dijeron que había sido un trueno. Otros decían que le había hablado un ángel. Jesús replicó: «Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora es cuando va a ser juzgado este mundo; ahora el príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y yo, cuando sea levantado de la tierra, a todos los atraeré hacia mí». Decía esto indicando de qué muerte iba a morir.

2. Algunas cuestiones previas

A. Objetivos y cuestiones a tener en cuenta en la predicación

Nos disponemos a la cuarta de las predicaciones cuaresmales. Si en la primera de ella anunciábamos que se trataba de un camino, un itinera-rio, hoy llegamos al final. Para llegar hasta aquí hemos entrado en el desierto, hemos contemplado la realidad de la Iglesia, Pueblo de Dios, y hemos conocido el amor de Dios en la Eucaristía.

Esta cuarta predicación nos hará meditar sobre tres aspectos de la mi-sión de la Iglesia. Por una parte la misión no es otra que el anuncio de

CUARTA PREDICACIÓN“Queremos ver a Jesús”. El anuncio del Evangelio

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Cristo, vivo, resucitado, entre nosotros. Anunciarle, con obras y pala-bras, es la vida de la Iglesia, del cristiano. En segundo lugar, siguiendo el relato evangélico que se nos propone, veremos como es la entrega de la propia vida el mejor vehículo, cauce, para el anuncio de la Buena Noti-cia. No se trata, únicamente, de buscar nuevos métodos y caminos, sino de convertirse, uno mismo, en presencia, en testigo del Señor.

En tercer lugar veremos como ese testimonio no puede hacerse aislada-mente, sino como Pueblo, como Iglesia, como comunidad.

B. Breve análisis del texto bíblico

Vivir la relación con Dios no es el cumplimiento de unas normas y pre-ceptos, de una ley moral en la que se premia al que cumple y se castiga al que la infringe. La alianza nueva, escrita en el corazón de cada hom-bre, será de nuevo iniciativa de Dios, que llevará a los suyos a sentirse Pueblo de su propiedad. Es la experiencia que se nos regala de conocer al Señor con su rostro auténtico, precisamente cuando en lo profundo de cada uno, “desde el pequeño al grande” de su perdón y de su mise-ricordia, de su amor incondicional “cuando perdone sus crímenes y no recuerde sus pecados” (Jer 31, 34).

El sacrificio pascual de Jesucristo

El autor de la Carta a los Hebreos nos lo recuerda en la segunda lectura: ¡A gritos y con lágrimas presentó oraciones y súplicas al que podía sal-varlo de la muerte! Sorprendentemente nos dice el texto que en su an-gustia fue escuchado. ¿Fue escuchado? No entra este camino en nuestra lógica, no hubiera sido desde luego esta nuestra respuesta. El evangelio nos muestra en el tercer episodio del “tríptico pascual” la dinámica, el camino, la lógica que sigue Dios: La del grano de trigo que cae en tierra y muere y así da mucho fruto, la de perder para ganar, la de morir para vi-vir, la de aprender sufriendo a obedecer, como nos dice la Carta a los He-breos, y sin embargo se convierte en autor de salvación para los demás.

El papa Benedicto XVI nos regaló, en aquel Viernes Santo del 2005, antes de ser elegido Papa, la meditación del Via Crucis siguiendo este proceso del grano de trigo. Reproducimos sus palabras introductorias por su gran belleza descriptiva del proceso del grano de trigo que muere para dar fruto y de la dificultad que tenemos nosotros de entrar en este camino:

Señor Jesucristo, has aceptado por nosotros correr la suerte del grano de trigo que cae en tierra y muere para producir mucho fruto (Jn 12, 24). Nos invitas a seguirte cuando dices: «El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna» (Jn 12, 25). Sin embargo, noso-tros nos aferramos a nuestra vida. No queremos abandonarla, sino guardarla para nosotros mismos. Queremos poseerla, no ofrecerla. Tú te adelantas y nos muestras que sólo entregándola salvamos

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nuestra vida. Mediante este ir contigo en esta Pascua quieres guiar-nos hacia el proceso del grano de trigo, hacia el camino que con-duce a la eternidad.

La “Hora” de Jesús

“Ha llegado la hora”, nos dice el evangelio de hoy. La hora de Jesús y la nuestra. La hora de la fidelidad, del amor entregado, la hora de dar la vida para que otros la tengan. Que estos días finales de la Cuaresma, antes llamados semana de pasión, nos hagan caminar muy pegados a Cristo para que sus sentimientos, su generosidad y su pasión por la hu-manidad, se nos contagien para nuestra vida. Así nos lo dice hoy Jesús: “donde esté yo estará mi servidor”, es decir, por donde paso yo y como paso yo pasaréis también vosotros. Que le dejemos renovar este año de nuevo su Alianza con nosotros, así recobraremos la certeza de ser su Pue-blo (como nos dice el IDE de este curso) y le dejaremos, con más libertad y más consciencia de nuestra necesidad, que Él sea nuestro Dios.

3. Esquema de la predicación

A. “Queremos ver a Jesús”

“Queremos ver a Jesús” (Jn 12, 21). Este deseo expresado por unos griegos, que habían llegado a Jerusalén para la Fiesta de Pascua, y dirigido a Fe-lipe, uno de los Doce que acompañaban a Jesús, es el primer elemento en el que nos centraremos en esta cuarta predicación. ¿Movía a aquellos griegos la curiosidad por ver a Jesús de quien habían oído a muchos contar cosas inauditas? ¿Suplicaban poder encontrar a quien presentían en su interior como el Salvador del mundo? ¿No existe en nuestro tiempo una añoranza de Dios, aunque el término del deseo reciba también otros nombres? ¿No hay más allá de la perceptible indiferencia, del rechazo y hasta de la agresividad de muchos de nuestros contemporáneos hacia lo religioso una búsqueda de salvación, de sentido que ilumine la vida, de norte que nos oriente en medio de nuestro caos y confusiones? ¿No existe en el sentimiento de vacío una querencia del Dios desconocido? A veces puede vislumbrarse la necesidad de Dios en forma de ausencia. Todos buscamos el bien, la felicidad, la paz, la vida plena; y esta búsqueda señala hacia dónde tiende nuestro corazón.

Los peregrinos griegos de hace dos mil años, y también los hombres y mujeres de nuestro tiempo, piden a los discípulos de Jesús, nos piden a los cristianos, que no sólo hablemos de Jesús, sino que les ayudemos a ver a Jesús, que les mostremos el rostro del Redentor que ha venido a salvar a todos los hombres, de todos los pueblos, de todas las generacio-nes. A esta búsqueda, a veces inconsciente, debemos intentar responder los cristianos, que en virtud del bautismo somos misioneros del Evange-lio y miembros de la Iglesia, que es misionera por naturaleza.

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¿Cómo podemos mostrar a los demás el rostro de Jesús, que es Imagen del Dios invisible (Col 1, 15)? ¿Cómo podemos testificar a Jesucristo sus seguidores a quienes no lo conocen todavía, o no han tenido un encuen-tro vital con Él, o lo han olvidado y dejado al margen? ¿Cómo es posible, además de hablar con Él, hacerlo visible? Las palabras deben ser respal-dadas con la elocuencia de las obras y de la vida. Las palabras mueven, el ejemplo arrastra. No amemos sólo de palabra y con la boca, sino con obras y de verdad. La situación de la fe cristiana en nuestro mundo re-clama de los cristianos que transparentemos a Dios, que hagamos razo-nable y atractiva la fe.

Para desbloquear la actitud de quienes dicen no creer en Dios y aparen-tan tranquilidad o suscitar esperanza en quienes padecen el sentido de su ausencia es muy importante remitirles al amor de los necesitados. Como el hombre ha sido creado a imagen de Dios, a través de las personas se nos abre la vía para encontrar a Dios. Podemos recorrer el camino desde el original a la imagen y desde la imagen al original. Si ellos nos preguntan: ¿Dónde está tu Dios? Nosotros podemos preguntar: ¿Dónde está tu herma-no? ¡Cuántas veces a través de lo que hacemos por los demás se enciende la lucecita de los alejados de Dios para entreverlo! Tanto el servicio de los nece-sitados en todos los órdenes como la búsqueda de Dios exigen que ponga-mos en juego lo más personal y humano de nosotros. Son iluminadoras de lo que intentamos decir unas palabras del profeta Isaías: “Cuando partas tu pan con el hambriento, hospedes a los pobres sin techo y vistas al que está desnudo, entonces brotará tu luz como la aurora y tu herida curará rápida-mente. Entonces clamarás al Señor y te responderá: Aquí estoy” (Is 58, 7-9).

En la carta de presentación de ¡Queremos ver a Jesús! Proyecto dioce-sano para la transmisión de la fe (Archidiócesis de Valencia. Valencia 2005), leemos:

La petición de los griegos a Felipe expresa el deseo profundo de los hombres y mujeres que necesitan encontrarse con el Señor. Ese deseo se había despertado en sus corazones a través del testimonio de aquellos que les contaron de los prodigios y experiencias que hablan transformado sus vidas.

¡Queremos ver a Jesús! ... es el mismo grito que resuena en el cora-zón de aquellos que se acercan a nuestras comunidades queriendo saber del mismo Señor. Esa inquietud aviva en nosotros la urgen-cia de evangelizar, que es fin mismo de la misión que nos ha sido encomendada. EI Señor, que quiso valerse de Felipe y Andrés para salir al encuentro de aquellos que le buscaban, quiere hoy necesi-tar de nosotros para provocar la experiencia de la fe en medio de las comunidades cristianas.

La Iglesia en cada momento histórico responde a esa llamada des-de las circunstancias concretas de los tiempos que le toca vivir. Así

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la Transmisión de la Fe de unas generaciones a otras es testimo-nio de la fidelidad al mandato misionero de Jesús. Y esa misma fidelidad le exige discernir en cada momento los lenguajes que son comprensibles a los hombres y mujeres y que transmiten de forma mas eficaz el tesoro del Evangelio. (…)

¡Queremos ver a Jesús! ... Los griegos querían conocerle, saber de Jesús, oír de su vida, sus milagros, sus palabras, sus amigos ... pero fundamentalmente querían conocerle de otra manera, encontrarse con Él, tener la experiencia salvadora de ser amados por Él. Con-ducidos por los discípulos, le vieron. Así, acompañados por toda la comunidad cristiana, la finalidad de nuestra catequesis y de toda nuestra pastoral es que todos los hombres se salven en la experien-cia del encuentro con el Resucitado.

B. “El que ama su vida la perderá”

Sirviéndose de la comparación con el grano de trigo, Jesús, en el Evan-gelio que hemos proclamado, nos sorprende con una afirmación: “El que ama su vida la perderá; y el que odia su vida en este mundo la conser-vará para la vida eterna” (Jn 12, 23). ¿Qué quiere decir? ¿Por qué la dure-za de estas palabras? Muchas veces no entendemos lo que Jesús quiere decirnos. San Juan Pablo II lo explicaba así en el Ángelus del 4 de marzo de 2001.

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Hemos comenzado desde hace algunos días la Cuaresma, tiempo de oración y penitencia que nos llama a confrontarnos, de modo singular, con las exigencias del divino Maestro, que dijo: “Si algu-no quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16, 24); y también: “Donde yo esté, allí estará también mi servidor” (Jn 12, 26). A todos, y no sólo a sus discípulos, se dirige cuando afirma: “El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna” (Jn 12, 25).

2. ¿Qué significa “negarse a sí mismo” y “odiar su vida”? Estas expre-siones, mal interpretadas, han dado a veces una imagen del cristia-nismo como religión que mortifica lo humano, pero Jesús vino para que el hombre tenga vida y la tenga en abundancia (cf. Jn 10, 10). El hecho es que Cristo, contrariamente a los falsos maestros de ayer y de hoy, no engaña. Conoce a fondo al hombre, y sabe que, para alcanzar la vida, debe realizar un “paso”, o sea, una “pascua” de la esclavitud del pecado a la libertad de los hijos de Dios, renunciando al “hombre viejo” para dar cabida al nuevo, redimido por Cristo.

“El que ama su vida, la pierde”. Estas palabras no significan des-precio a la vida, sino, al contrario, auténtico amor a ella. Un amor que no desea este bien fundamental sólo para sí e inmediatamen-

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te, sino para todos y para siempre, en neto contraste con la men-talidad del “mundo”. En realidad, siguiendo a Cristo por el “camino estrecho” es como se encuentra la vida; en cambio, quien elige el camino “espacioso” y cómodo, cambia la vida por satisfacciones efímeras, despreciando su dignidad y la de los demás.

3. Por tanto, recorramos con alegría el exigente itinerario cuares-mal, procurando traducir la renovación interior en opciones con-cretas, personales, eclesiales y sociales. En este camino nos acom-paña María Santísima, que siempre nos precede en el seguimiento de su Hijo Jesús, y nos sostiene cuando se hace más duro y arduo el combate contra el Espíritu del mal. A ella le encomendamos la Cuaresma, a fin de que sea para todo el pueblo cristiano un tiempo de profunda conversión”.

C. El pueblo de la Nueva Alianza

La primera lectura del domingo V de Cuaresma, del que hemos tomado el Evangelio para esta cuarta predicación, nos muestra a Dios haciendo una “Nueva Alianza” con la casa de Israel y de Judá. Nosotros, la Iglesia, los cristianos, somos el Pueblo de la Nueva y definitiva Alianza, sellada con la sangre de Cristo. Ésta es la Buena Noticia que anuncia la Iglesia generación tras generación.

En la Audiencia General del 2 de agosto de 1989, el papa San Juan Pablo II, hizo un recorrido sobre el tema de la Alianza. Incluimos un extracto que puede ayudar en este punto.

En el Pentecostés de Jerusalén encuentra su coronamiento la Pas-cua de la cruz y de la resurrección de Cristo. En la venida del Espíri-tu Santo sobre los apóstoles, reunidos en el Cenáculo de Jerusalén con María y con la primera comunidad de los discípulos de Cristo, se realiza el cumplimiento de las promesas y de los anuncios he-chos por Jesús a sus discípulos. Pentecostés constituye la solemne manifestación pública de la Nueva Alianza establecida entre Dios y el hombre “en la sangre” de Cristo: “Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre”, había dicho Jesús en la última Cena (1 Cor 11, 25). Se trata de una Alianza nueva, definitiva y eterna, preparada por las precedentes alianzas de las que habla la Sagrada Escritura. Estas últimas ya llevaban en sí mismas el anuncio del pacto definitivo, que Dios establecería con el hombre en Cristo y en el Espíritu Santo. La palabra divina, transmitida por el profeta Ezequiel, ya invitaba a ver a esta luz el acontecimiento de Pentecostés: “Infundiré mi es-píritu en vosotros” (Ez 36, 27).

2. Hemos explicado con anterioridad que, si en un primer momento Pentecostés había sido la fiesta de la siega (Éx 23, 16), seguidamen-te comenzó a celebrarse también como recuerdo y casi como reno-

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vación de la Alianza establecida por Dios con Israel tras la libera-ción de la esclavitud de Egipto (cf. 2 Cor 15, 10-13). Por lo demás, ya en el Libro del Éxodo leemos que Moisés tomó el libro de la Alianza y lo leyó ante el pueblo, que respondió: obedeceremos y haremos todo cuanto ha dicho Yahveh. Entonces tomó Moisés la sangre, ro-ció con ella al pueblo y dijo: ésta es la sangre de la Alianza que Yah-veh ha hecho con vosotros, según todas estas palabras (Éx 24, 7-8).

3. La Alianza del Sinaí había sido establecida entre Dios-Señor y el pueblo de Israel. Antes de ésa, ya habían existido, según los textos bíblicos, la alianza de Dios con el patriarca Noé y con Abraham.

La alianza establecida con Noé después del diluvio contenía el anuncio de una alianza que Dios quería establecer con toda la hu-manidad: “He aquí que yo establezco mi alianza con vosotros y con vuestra futura descendencia,... con todos los animales que han salido del arca” (Gén 9, 9-10). (…)

La alianza con Abraham tenía también otro significado. Dios es-cogía a un hombre y con él establecía una alianza por causa de su descendencia: “Estableceré mi alianza entre nosotros dos, y con tu descendencia después de ti, de generación en generación: una alianza eterna, de ser yo el Dios tuyo y el de tu posterioridad” (Gén 17, 7). La alianza con Abraham era la introducción a la alianza con un pueblo entero, Israel, en consideración del Mesías que debía provenir precisamente de ese pueblo, elegido por Dios con tal fina-lidad. (…)

La nueva —futura— alianza será establecida implicando de modo más íntimo al ser humano. Leemos también: “Ésta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días —orá-culo de Yahveh—: pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jer 31, 33).

Esta nueva iniciativa de Dios afecta sobre todo al hombre “inte-rior”. La Ley de Dios será “puesta” en lo profundo del “ser” humano (del “yo” humano). Este carácter de interioridad es confirmado por aquellas otras palabras: “sobre sus corazones la escribiré”. Por tan-to, se trata de una Ley, con la que el hombre se identifica interior-mente. Sólo entonces Dios es de verdad “su” Dios.

6. Según el profeta Isaías, la Ley constitutiva de la Nueva Alianza será establecida en el espíritu humano por obra del Espíritu de Dios. “Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y un retoño de sus raíces brotará. Reposará sobre él el espíritu de Yahveh” (Is 11, 1-2), es decir, sobre el Mesías. En Él se cumplirán las palabras del Profeta: “El Es-píritu del Señor Yahveh está sobre mí, por cuanto que me ha ungido Yahveh” (Is 61, 1). El Mesías, guiado por el Espíritu de Dios, realizará

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la Alianza y la hará “nueva” y “eterna”. Es lo que anuncia el mismo Isaías con palabras proféticas suspendidas sobre la oscuridad de la historia: “Cuanto a mí, ésta es la alianza con ellos, dice Yahveh. Mi espíritu que ha venido sobre ti y mis palabras que he puesto en tus labios no caerán de tu boca ni de la boca de tu descendencia, ni de la boca de la descendencia de tu descendencia, dice Yahveh, desde ahora y para siempre” (Is 59, 21). (…)

En el acontecimiento del Pentecostés de Jerusalén la venida del Es-píritu Santo realiza definitivamente la “nueva y eterna” Alianza de Dios con la humanidad establecida “en la sangre” del Hijo unigé-nito, como momento culminante del “Don de lo alto” (cf. St 1, 17). En aquella Alianza el Dios Uno y Trino “se dona” no sólo al pueblo elegido, sino también a toda la humanidad. La profecía de Ezequiel: “Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios” (Ez 36, 28) cobra entonces una dimensión nueva y definitiva: la universalidad”.

4. Para orar juntosEn el último día de estas predicaciones cuaresmales nos unimos en ora-ción con el Salmo 51.

R/. Ten compasión de mí, oh Dios.

Ten compasión de mí, oh Dios, por tu misericordia, por tu inmensa ternura borra mi iniquidad. Lávame más y más de mi delito y purifícame de mi pecado. R/.

Oh Dios, crea en mí un corazón puro, implanta en mis entrañas un espíritu nuevo; no me rechaces lejos de tu rostro, no retires de mí tu santo espíritu. R/.

Dame la alegría de tu salvación y que el espíritu generoso me mantenga firme. Enseñaré tus caminos a los descarriados, los pecadores volverán a ti. R/.

Tú no quieres ofrendas ni holocaustos; si te los ofreciera, no los aceptarías. El sacrificio que Dios quiere es un espíritu contrito, un corazón contrito y humillado, tú, oh Dios, no lo desprecias. R/.