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DEMASIADO TARDE DEMASIADO TARDE DEMASIADO TARDE DEMASIADO TARDE
Desde la llegada del huracán a la ciudad, nada era como antes. Las personas caminaban sin
rumbo fijo por las aceras, gritaban en las iglesias y parroquias y conducían saltándose las normas
de circulación. Todo había cambiado y nada volvería a la normalidad. Nadie se recuperaría de esa
gran desgracia ni nadie podría combatir la tristeza de ver su casa en ruinas. Los vagabundos
aumentaban día a día y las calles comenzaban a llenarse de trastos sin un lugar fijo en el que
establecerse. Esa era una cara de la moneda. La otra, estaba constituida por gente descarada y
avispada sin otro entretenimiento que el de hacerse millonario a costa de otro: recogían las
pertenencias de otras personas y las vendían.
La familia Zamora era una de las pocas familias que no lo habían perdido todo. Ese
tremendo tornado no había logrado arrasar la compleja estructura de la casa en la que vivían.
Todo la vida trabajando y por fin, una recompensa: habían ahorrado suficiente dinero para
adquirir una de las mejores casas de toda la ciudad. Aunque esta familia había vivido muchos
años en el campo no habían podido evitar sentirse fascinados por las maravillas de la ciudad y
trabajando durante cincuenta largos años consiguieron lograr su sueño y construirse una bonita
casa. La hija, Camila, a diferencia de los padres, era bastante vaga; sin un trabajo al que acudir
cada día y sin un ocio distinto del de estar tumbada en el sofá viendo la televisión, se dedicaba a
exprimir al máximo la cartilla de sus padres. Felices por haber construido una casa fuerte en la
ciudad, los señores Zamora decidieron donar parte de su dinero a varias familias que lo habían
perdido todo y así lograron que mucha gente pudiese salir de la miseria. Por aquellos entonces,
los dos ancianos comenzaban a plantearse comprar un perro. Camila dijo que sería Yorkshire,
Chihuahua o Caniche. Pero los señores Zamora querían un perro de mayor tamaño, uno capaz de
defender la casa por sí solo. Camila propuso comprar un San Bernardo, un Doberman o un Pit
Bull Terrier. Todos los que elegía eran perros de raza que no podían adquirirse en cualquier
tienda. Sus ancianos padres optaron por hacerle caso y se dirigieron hacia la tienda de mascotas
con más prestigio de Madrid. Compraron un gran transportador de animales y una caseta de
grandes dimensiones. Compraron una bañera de lujo para perros grandes y un sinfín de trajes y
zapatos de perro. Compraron cepillos, toallas, peines... Compraron, compraron y compraron,
siempre dejándose llevar por las decisiones de Camila. ¡Ella y sus caprichos! Siempre era ella la
que incitaba a sus padres a gastar dinero en cosas poco precisas.
Un rato después se dispusieron a comprar el perro. Preguntaron a la dependienta de la tienda
por las razas más grandes que tuviera; sin embargo, ella les contestó que se le habían agotado y
que solamente quedaba un pequeño perro sin raza. Aunque Camila se oponía a la idea, los padres
compraron el perrito. No era muy grande, pero por lo menos, avisaría cuando llegase un extraño.
De vuelta a casa llevaron al perrito metido en el transportador. ¡Era tan pequeño que parecía una
mota negra en unas sábanas blancas! O quizás el transportador fuese demasiado grande para él...
Lo llamaron Robby y le tomaron mucho cariño.
El tiempo pasaba rápidamente y Robby seguía arropado por los abrazos que los ancianos le
daban. Solo Camila estaba arrepentida de haberlo comprado. Decía que era un chucho muy feo y
que sus pelos se asemejaban a las púas de un puerco espín. No lo quería y lo maltrataba
constantemente. Su poco respeto hacia los animales hacía que sus padres encerraran a Robby en el
patio y que no lo llevaran a la casa mientras la hija estuviera allí. Los padres siempre habían
sabido que a Camila le fascinaban los perros de raza pero nunca habían imaginado que los quería
para presumir: no era capaz de ver la belleza interior y la inocencia de un animalito indefenso.
¡Por fin parecía que la vida volvía a pasar con normalidad! La gente se estaba recuperando del
huracán y comenzaban a construir nuevas casas. Aunque estuviesen hechas de madera, no les
importaba: cualquier cosa era un lujo en aquella barriada de Madrid. Y la casa de los Zamora
seguía destacando entre todas las otras. Las malas lenguas los llamaban creídos y presumidos. La
buena gente los llamaba “currantes” y honestos, pues habían ayudado a muchas familias en el
barrio. Y Robby paseaba entre toda esta gente con la cabeza muy alta. Ya era un perro adulto y no
le costaba nada esquivar las piedras que le lanzaban los niños mientras le decían:
- ¡Orejón, fuera!
- ¡Perro pijo, gandul, aquí no te queremos!
Pero él nunca llegó a temer a estos niños. Día tras día se acercaba a ellos para que lo tocaran,
como dándoles otra oportunidad. Y siempre era apedreado.
Los ancianos estaban cada día más orgullosos de él: ladraba cuando llegaba algún desconocido y
se mostraba leal y dócil con ellos.
Mas, un día, cuando el perrito caminaba sobre la desconchada tapia que hacía de frontera entre
la casa de sus dueños y la de un vecino gruñón, tuvo un mal presagio. Sin pensárselo dos
segundos, saltó de la tapia y fue a parar de boca contra el duro suelo de cemento que recubría todo
el patio exterior. El choque frontal lo dejó mareado durante unos cinco minutos y, cuando recobró
las fuerzas, corrió hacia el interior de la casa. Subió a la segunda planta: no había nada. Lo mismo
ocurrió cuando subió a la tercera planta. Quizás hubiese sido una falsa alarma... No se escuchaba
ningún ruido en la casa, aparte del ronquido de los ancianos y su hija. Robby recorrió los pasillos
de cabo a rabo y olisqueó por todas las habitaciones. Ascendió hasta la buhardilla, donde un par
de ratones despistados roían un trozo de queso añejo. Miró por todos los rincones y bajó al sótano.
Allí tampoco había nada extraño. Y es que aquella casa era inmensa... Era la única vez que el
perrito no se alegraba de tener una casa grande. Pero después de pasear por todos y cada uno de
los rincones de la casa, se sumió en un placentero sueño que hizo que se olvidase de todos sus
temores.
¡Schiiii! ¡Schiiiiiiiii! ¡Plaf! ¡Bom, bom!
Con este siniestro ruido se despertó el perro. ¡Oh, no! ¡Se había dormido! Robby salió
corriendo a toda marcha. Aún no había mirado en la cocina... Llegó hasta la sala de estar y giró a
la derecha. El olor a butano lo impregnaba todo. El perrito creyó asfixiarse cuando vio el gran
resplandor naranja: estaba rodeado de fuego. Sin perder ni un segundo llegó al cuarto de sus
dueños. El fuego estaba a punto de llegar hasta allí. Con un ladrido penoso alertó al señor Zamora
que vio lo que estaba ocurriendo. El hombre despertó rápidamente a su esposa mientras intentaba
acomodarse sus enormes zapatos. Robby, mientras tanto, llegó al dormitorio de Camila. ¡Casi le
arranca parte del camisón al tirarle de la manga! Y la mujer despertó muy, muy enfadada:
-¡Chucho pulgoso, fuera de mi cuarto! ¡Perro sin raza, te tengo sentenciado!
Y fue entonces cuando se percató de lo que la rodeaba: fuego por todas partes. Chillando como
una loca salió al pasillo. El humo no la dejaba ver nada. El can se aferró a su pantalón y la fue
guiando hasta la salida. Así, poco a poco, Camila también logró salir de la casa, siempre guiada
por aquel perro sin raza al que ella siempre había detestado.
Entre los aplausos de los vecinos y los gritos de los amigos, los tres miembros de esta familia
se reunieron en un cálido abrazo. Solo cuando cesaron todos los gritos se dieron cuenta de que
faltaba alguien: nunca volverían a ver a su querida mascota.
Años después la placa situada en el parque recuerda al héroe del barrio. El nombre de Robby,
junto a su foto, queda grabado en la parte superior y el color oro de la placa contrasta con el gris
plata de la piedra sobre la que está. En la parte inferior, una inscripción:
Y, de pronto, una anciana señora se acerca. Lee y relee la placa y comienza a llorar con
disimulo. Y deja la flor que lleva puesta en su pelo sobre la piedra. Lentamente, se da la vuelta y
coge un autobús que la llevará a un lugar muy lejano, un lugar en el que olvidar aquella pesadilla.
Sentirse solo es una gran desgracia en la que algunas personas caen. Dicen que la sensación de
culpa siempre está ahí, sin importar el tiempo que pase. Pero también dicen que todos los perros
pueden llegar a querer lo mismo. Hay mucha gente que no cree en esto y compra un perro como si
fuera un juguete o simplemente para presumir. Y, si por algo estaba triste Camila Zamora, era por
no haber tratado a Robby como se merecía.
ROBBYROBBYROBBYROBBY
Dedicado al animal más valiente que jamás haya pisado la Tierra en recuerdo de sus dueños, que nunca le olvidarán.
La familia Zamora lleva en su corazón grabada la figura de su perro que resplandece como una llama, la única que fue capaz de vencerlo en su corta vida y de la que él salvó
a los humanos que más quería.