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Antonio Burgos

La explosion de Cadiz

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Antonio Burgos

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En aquella España de cartillas de racionamiento, de coches con gasógeno y de presos políticos haciendo canales de riego por el Bajo Guadalquivir, Manolete aún vivía su última gran temporada. Faltaban exactamente diez días para que hiciera el paseíllo en Linares, para matar una corrida de don Eduardo Miura.

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Antonio Machin iba a llevar aquella noche sus gardenias y sus angelitos negros a la orilla del mar de los boleros, al Cortijo Los Rosales de Cádiz, una sala de fiestas de orden a la medida de los carteles anunciadores que cada verano llevaban a la Tacita de Plata a familias acomodadas de veraneantes de Córdoba, de Sevilla, de Badajoz que iban a tomar los baños en "La Gran Playa del Sur", entre garitas de mimbre, castos albornoces hasta los tobillos y vendedores de cangrejos moros y bocas de la Isla.

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Antonio Machín nunca llegó a cantar aquella noche del 18 de agosto de 1947 en el Cortijo Los Rosales. A eso de las diez, las mismas murallas de San Carlos que habían visto llegar hasta la Caleta las olas del maremoto de 1755 oyeron, como todo Cádiz, como la Bahía entera, un gran estruendo.

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Hubo quien pensó en las bombas atómicas de los americanos o de los rusos, que cada mañana venían en el Diario y de las que cada noche, a las diez, cuando iba a comenzar la función en el Cine Caleta, hablaba el Parte de Radio Nacional de España. Si era una bomba atómica, había caído en el muelle, o en Puntales, o lo más lejos en el Trocadero o en el Dique. Porque el cielo se puso rojo.

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En la noche azul de luceros de discurso de Rodríguez de Valcárcel, el gobernador civil falangista, el cielo se puso completamente rojo. Había estallado el Depósito de Torpedos en la Base de Defensas Submarinas de San Severiano. Unas minas rusas cogidas a los rojos durante la guerra que allí estaban almacenadas, al lado de las casas de miles de criaturas, habían hecho explosión.

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En todo Cádiz se fue la luz y vinieron los gritos, las carreras, las sombras, el temor. Los que estaban en el cine de verano corrían a sus casas, que encontraban difícilmente en la oscuridad, hundidas. Coches de la Marina y del Ejército alumbraban con sus faros el espectro de la película de miedo que nunca creyó nadie que iban a proyectar aquella noche en el cine.

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Tan rojo como el cielo se puso pronto el mármol de la entrada del Hospital Mora. Era la sangre de los heridos, que llegaban en camiones, arrastrados por vecinos. Esta vez el cura de la Palma no había podido sacar a la Virgen milagrera para que parase este maremoto de sangre y de terror, de gritos, de carreras, de hijos buscando a su madre y de madres buscando a sus hijos bajos las vigas caídas de San Severiano, en los distinguidos chalés de Bahía Blanca, en los Cuarteles.

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La Casa Cuna se había hundido con las monjas y los niños dentro, y los acomodados veraneantes de chaquetas blancas y baile en el Hotel Playa fueron igualados por la muerte con los obreros del Dique o con los soldadores de aquellos astilleros que tenían nombre de media del Atlético de Bilbao, Echevarrieta y Larrinaga, que quedaron destruidos.

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Oficialmente murieron 152 personas, hubo 5.000 heridos y 2.000 edificios quedaron dañados. Hasta las mismas pesadas puertas de la Catedral, que dobló la onda explosiva como si fueran de caña. Las murallas, las viejas murallas de las Puertas de Tierra y de San Roque, volvieron a salvar a Cádiz otra vez, como cuando los franceses.

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Las piedras de la muralla hicieron esta vez tirabuzones con la onda explosiva, que quedó fundamentalmente reducida al Cádiz de Extramuros.

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De aquella noche en que Antonio Machín no pudo cantar boleros y en que el capitán de fragata Pery Junquera con un pelotón de marinería impidió heroicamente una segunda explosión, quedaron muchas incógnitas. Empezando por la propia responsabilidad política de mantener un depósito de minas junto al caso de la población. Quedó la incógnita de por qué Franco no depuró culpas y por el contrario impidió que a Pery le concedieran la Laureada.

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Quedó en el aire del cielo que se puso rojo hasta la hipótesis de un sabotaje, una misteriosa lancha que por la noche se había acercado hasta la base de la Marina en Puntales y que dicen que luego atracó en algún lugar de aquellos parajes entre la vía del tren y las aguas de la bahía.

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De lo que ya no cabe la menor duda es de que Cádiz, Ave Fénix, resurgió, no sin fatiguitas, de aquella noche de la Explosión. El Cádiz extramuros que hoy conocemos es consecuencia directa de la ayuda del Régimen sobre la ciudad castigada.

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Murieron muchos gaditanos, pero nacieron la Barriada España, Trille, Brunete, Puntales, La Paz. Nacieron Astilleros Españoles, incautados los de Echevarrieta y Larrinaga.

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Volvieron a nacer los Carnavales, disfrazados de Fiestas Tipicas, que pese a la prohibición de la dictadura el gobernador Valcárcel autorizó para que el pueblo se quitara las penas nuevas con los viejos tangos y olvidara la muerte entre chirigotas.

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Nació, en suma, el que luego habría de ser el Cádiz del desarrollo, el de Don José León Carranza, el puente sobre la bahía, la terminal de containers, la Zona Franca, las comparsas de Paco Alba, el Cádiz C.F. de Vilariño, el Anteojo de Pepiño, el Batallón Infantil de las Fiestas Típicas o los platos combinados del Mikai.

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Todo empezó la noche en que Antonio Machín no cantó las dos gardenias bajo el guiño de amor del faro de San Sebastián.

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