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Primeras PáGins Pabellon Azul

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EL PABELLÓN AZUL

EL PABELLÓN AZULRamón Pernas

Andrés Vicente 20, 3º C 50017 Zaragoza Españ[email protected]

©Ramón Pernas©De esta edición: Tropo Editores 2009

ISBN: 978-84-96911-15-4Depósito legal: Z-xxxx-2009

Impreso en España - Printed in SpainColección Segundo Asalto, Nº 5

Diseño y maqueta: Oscar Sanmartín VargasIlustración de cubierta: Oscar Sanmartín Vargas

Impreso en septiembre de 2009en FLF Servicios Gráficos de Impresión Zaragoza

Teléfono 686 486 [email protected]

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De los titiriteros la destreza, de la emigración el trastierro, de mi lugar de origen, que todo el mundo es país. Lo aprendí con el

tiempo, y sé por ello que no siempre el parecido con la realidad tiene que ser pura coincidencia.

Queequeg era natural de Kokovoko, una isla lejana del sudeste. No figura en mapa alguno. Le ocurre lo que a

la mayoría de los sitios que existen de verdad. Moby Dick, herman melville

Para Milagros, otra vez

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Siempre me gustó lucir un pañuelo blanco en el bolsillo su-perior de la chaqueta. Mi padre lo llevaba en los días grandes, en las ocasiones solemnes, era su divisa de las fiestas, de los acontecimientos familiares. Cuando lo enterramos en Bruzano, mi madre, que lo amortajó, fue lo primero que tuvo presente y el pañuelo no apareció. Hubo que comprarle uno nuevo. Yo me lo había guardado para mí. El día del debut en el teatro de Corrientes puse en el bolsillo el pañuelo de mi padre. Era el fe-tiche de la buena suerte. Dos años estuvimos llenando el teatro con Moby Dick.

Mi familia, los Bordino, adiestraba animales. Todos menos yo. Todavía hoy no hay en Europa circo o espectáculo ecuestre que no lleve nuestro sello. Somos gentes del camino desde hace varias generaciones, cíngaros de origen, expertos en la doma de caballos lipizanos y osos pardos. En muchos sitios nos llaman comediantes, lo cual no me gusta mucho. No somos como los gitanos españoles; mis tíos son casi todos rubios, aunque yo sí parezco cíngaro. Ahora menos; así, sin bigote, tengo otro aspecto.

Llueve ahí afuera; viene revuelta esta primavera, pero pa-recen más nítidos los recuerdos, que se suceden como en una

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cinta sin fin, especialmente a estas horas de la tarde cuando la luz comienza a fundirse con las sombras. A los viejos sólo nos queda la nostalgia, la madeja de memoria. Tirando del cabo vas recorriendo la vida, como en una noria, y te vas enredando, re-viviendo dolorosamente. Se seca la boca y estás como quieto esperando que se abra una puerta, reconociendo uno a uno los ruidos. Vuelves a ser joven y cambias el guión y mueves el pai-saje. A veces no logras recordar el sonido de la risa, y, enton-ces, escuchas aplausos y oyes gritar bravo hasta que la lluvia en la ventana te despierta con ese redoble inmundo de la realidad repicando en los cristales.

Y qué hago yo con todo esto, solo, habitando la casa que construí para ellos. Aquí, frente al mar, adivinando barcos, ju-gando a ver estelas, aguardando a que llegue la muerte. Y la percibo. Por las noches oigo sus pasos en el piso de arriba. Es ella, la hija de puta que me ronda y que se escurre. La misma muerte de siempre, obscena; eso es, obscena, como decía yo de partiquino en un Ballo in Maschera. Así, embozado, deletreando mi nombre, susurrando cuando el alba comienza a descorrer su cortinón de noche: Augusto…, alargando la última silaba en un estertor que me sobrecoge. Pero no la temo, ya sólo la aguardo.

Es peor la soledad, los días repetidos, esta casa en esta orilla. La soledad es la muerte más cabrona, la condena a la memoria, a fundir los recuerdos sin recordar nada cuando ya nada suce-de. Aquí, sentado, siempre mirando a la ventana como si fue-ra a entrar alguien a quien espero, o una paloma con una carta en el pico o un mensaje enrollado en una de sus patas, eso está

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bien. Nunca lo había pensado. Podía venir una paloma y ha-blar; eso es, hablar conmigo, como hablan los cuervos, y ten-dría que ser vieja como yo y narrarme los recuerdos y darme noticia de otros horizontes. No lo había pensado nunca.

Tendría un nombre como las ocas de mi madre que viaja-ban con nosotros. Eran tres y mi padre les puso Ascensión, Natividad y Adoración. Murieron de viejas. Eran unos anima-les tontos que nunca aprendieron a subir una escalera, que era lo que pretendíamos de las tres ocas. Si los Bordino tuviéramos un escudo en nuestro blasón pondría tres ocas, eso es, tres pa-tos culones y bobos, mira que no aprender a subir por una es-calera. Los osos son otra cosa, son casi humanos. Los mejores viven en los Cárpatos. Son golosos, qué cabrones, les gustan la miel y las cerezas. Pronto brotarán aquí, en los árboles de la huerta; éstas son poco amargas, les hubieran gustado.

Nací el mismo día que Pío Nono, que fue el nombre que mi padre puso al joven osezno. Viajábamos por la costa francesa camino de Italia. Mi hermano, mi primer compañero de juegos fue el oso más bello y más listo que conocí. Mi padre nunca lo vendió y nos dio mucho dinero. Sabía sumar y restar; apren-dió los números con las bayas rojas, que son uno frutos que sólo se dan en Friuli. El uno era una baya, dos bayas el dos y así hasta diez.

Ya estaba con la linterna mágica cuando llegó la carta que anunciaba que Pío Nono había muerto atropellado por un au-tomóvil. Lloré como si se hubiera muerto un pariente cercano. Mi familia quiso hacerle un funeral, y por poco nos destierran los carabineros. Supe más tarde que fue enterrado en sagrado,

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como un buen cristiano. Aquella misma noche mis hermanos Renzo y Rómulo saltaron la tapia del cementerio, levantaron la losa de un panteón patricio y allí quedó pudriéndose el po-bre Pío Nono, que Dios tenga en la gloria. Ochenta y tres años tendría ahora. Mira por dónde podría hacerme compañía, pien-so mientras oteo el horizonte por si llega una paloma con una carta en el pico. Cosas de viejo.

Ya debe de ser muy tarde, poco me importa. Veo venir la noche y aguardo el alba. Los días son gemelos, trillizos, todos idénticos. Se han ido los amigos, se murieron los amigos. Ya va para tres años que enterramos al último, al único.

Hicimos esta casa para los dos. La pensamos durante años. La soñamos toda la vida y nos llegó muy tarde, cuando yo mis-mo había renunciado a construirla. Pero el jodido gallego sólo vivía para verla erguirse encima de la mar. La iba dibujando cada temporada: aquí el mirador, dos puertas principales, y sa-lió una casa en dos mitades, dos casas en un solo edificio, una casa para dos viejos, llena de objetos nuevos.

Compramos el solar y plantamos los árboles, media docena de cerezos, media de perales, seis higueras, seis manzanos, dos araucarias, diez carballos, docena y media de melocotoneros y, en la parte delantera, dos palmeras reales para que con el tiem-po dieran sombra al porche, al suyo y al mío. Aquel solterón obstinado, más terco que una mula.

Cumplí mi palabra. Retorné con él a su aldea, a su mar, aquel océano intuido en la costanera, mar de pobres lo lla-maba. Volvíamos después de tantos años. Ya daban fruto los frutales y sombra las palmeras, pero faltaba la casa y la vimos

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crecer como quien observa a un hijo; el primer piso, la cubier-ta, y pusimos tres banderas y un laurel el día que levantaron las chimeneas, simétricas, una a cada lado de este caserón donde habito como un fantasma en su castillo.

Siete carpinteros labraron el mirador y la solana, tornearon los pasamanos y cubrieron de caoba los pasillos. Y nosotros como quien contempla una ópera, callados, sentados frente a la casa que ya comenzaba a hacernos guiños con sus ojos de cris-tal. Y Abelardo que quiso un frontispicio común y lo pusimos en la medianera de la fachada. Bordino y Villegas, y una fecha recordando el año.

Y así pasaron dieciocho meses, y el sueño de piedra y cristal, nuestro secreto compartido de madera y pizarra, nuestra casa, si algún día regresábamos ricos, estaba ahí parada, mirándonos. Misión cumplida, nos dijimos. Ya sólo faltaba pintarla. Debía de ser blanca como el vuelo de los pájaros marinos, como la espuma de la mar, o azul como toda nuestra vida desde que embarcamos para América. No podía ser amarilla ni de un rojo pardusco como quería Abelardo.

El amarillo es un color maldito y ese rojo es del color de la sangre seca. Pero podía aceptarlo y, al final, la casa volvió a te-ner dos mitades: una blanca y otra roja. Abelardo no consintió en acuerdos de colores, y yo tampoco. Aquella tarde, cuando los pintores desmontaron los andamios, Abelardo calló para siempre. Nunca más volvió a hablarme y así siguió varios años, hasta que mandó llamarme la noche en que murió.

Acudí junto a su lecho y, antes de expirar, me tendió la mano con el puño cerrado. No quiso que soltara aquel manojo

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de huesos. No dijo nada, pero creo que mientras cruzaba ese pasillo que dicen que nos lleva al otro lado, abrió su puño de sarmientos y de su mano cayó un papel: «Adiós, Augusto, pín-tala ahora como tú quieras. Es toda tuya». Éstas fueron sus úl-timas palabras, que no pronunció. Las dejó escritas, como una mula, como una mula era el jodido gallego. Teníamos un pac-to. El último en morir se quedaba con toda la casa. No tuve humor para pintarla de nuevo. Así sigue.

Mandé construir un panteón, el mejor del cementerio, y puse las banderas de España y Argentina, como en la Chacarita. Todo de mármol; esta vez busqué piedra azulada y me salí con la mía. Por la cabeza se me pasó pintar la mitad de rojo para que se llevara a la tumba su manía. Al final, las dos sepultu-ras son gemelas. Pronto volveremos a estar juntos y habrá que añadir otra bandera, la mía, la de Italia.

Treinta habitaciones, cuatro salones y dos salas, cuatro mi-radores, una bodega y tres desvanes. Cuando yo muera seguro que la utilizan de hotel. Este verano vendrá mi hijo Moreno, que ya no trabaja, que está viudo como yo, me hará compañía y le pasaré el relevo. Cuánto me gustaría morirme cuando Moreno llevase un mes en esta casa. Él pondría la bandera de los tres colores, y así tendría a alguien que pudiera llorar por mí y hacer que constara mi nombre sobre la lápida. Si no viene este julio no podré morirme hasta el otro año y no sé si aguantaré otro invierno, solo, viejo, encerrado en los recuerdos.

Por cierto, otra vez pienso en los animales, en mi infancia nómada, en mi casa itinerante, aquel carromato verde con todos nuestros nombres rotulados, viajando con los osos, volteando

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percherones en los descampados. ¡Ya llegan los Bordino!, gri-taban alborozados los chavales. De marzo a noviembre por los caminos, haciendo felices a los campesinos con nuestros nú-meros ecuestres. Los largos inviernos de Bruzano con los ca-rromatos dispuestos para ser pintados y lijados.

Cada nuevo hijo una nueva carreta: Renzo, Rómulo, Giuseppe, Aldo, Romano, Moreno, Luigi, Esmeralda, Moira, Augusto… Las reatas de mulas tirando de los carros y todos nosotros aprendiendo a correr por la maroma, ejercitando el oficio de icarios, enseñando a danzar valses a los osos. Cada uno de nosotros tocaba un instrumento. Esmeralda la mando-lina, Romano el clarinete, y todos los Bordino vestidos de fies-ta acompañando al santo de enero en su procesión solemne, o en la fiesta de las castañas en noviembre, y mi debut jugando mazas en la plaza. Nosotros, los Bordino, con el primer auto-móvil que se quedaba prisionero de los caminos del norte para ser arrastrado por los caballos.

Cambiar de país, hacer Francia como decía mi padre, via-jar todos los días, encontrarnos con nuestros primos alemanes y su circo de las Tres Coronas, con la ménagerie más grande de Europa, que hasta caimanes llevaban en su espectáculo. Mejor que Hakembeck con su zoológico de cien fieras. Cada verano coincidíamos en Suiza y durante dos semanas yo era el niño más feliz de la tierra. Todavía, en las noches claras del verano restalla en mi memoria el sonido furioso de los látigos de mi tío Klaus en su jaula con diez tigres de Bengala, realizando la primera doma de animales feroces de la que se tiene noticia en ambos mundos.

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La gira se repetía cada año: los mismos pueblos, las barria-das de las grandes ciudades, los encuentros con las familias gitanas tratantes de caballos, las grandes ferias de Niza, de Marsella, la compraventa de bestias, la doma al caer la tarde, los espectáculos renovados. Viajábamos felices, la ruta era una fiesta y el camino de retorno en paralelo, dejando atrás las ciudades y el verano.

La gran familia Bordino, presidida y gobernada por mi abue-la Marta Aurelia, que hablaba el lenguaje de los animales, que adiestraba en alemán a los osos y en español a los caballos, co-nocedora de todas las hierbas silvestres y de los remedios para curar los males. Mujer sin edad, de más de cien años cuando decidió morirse, porque los Bordino elegimos la fecha de nues-tra muerte, Marta Aurelia iba posponiendo su tránsito por mor de tareas pendientes que iba solventando. Nos convocaba a todos y anunciaba que el día previsto debía ser mudado y ma-tábamos las gallinas más lustrosas para celebrarlo, y mi padre, don Cesare Bordino, bailaba para ella y para nosotros una dan-za antigua que madre dio en llamar de la Resurrección; después caminaban ambos hacia el río y padre nos arengaba y decidía, para no cumplirla, hacer la ruta de España.

Abuela Marta, en el duro invierno lombardo, nos narraba junto al fuego viajes a lejanos países del norte, y a las Rusias. Contaba historias de animales exóticos, del dragón de la tun-dra al que se le hiela el fuego nada más expulsarlo por sus fauces, del perro de Acuban que no ladra y canta tristísimas tonadas, de los animales que eran elefantes gigantes como los mamuts y de los que sólo había una pareja que vivía en los

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Alpes. Aseguraba haber tenido un gato adivino y conocía a los osos como a nosotros, su familia.

Cuando era moza, murió de parto una osa parda de los Pirineos. Mi abuela amamantó con sus pechos a la pareja de oseznos que fueron criados con mi tío y aprendieron a hablar. En realidad, se trataba de un par de gruñidos sordos, que por repetidos sonaban a algo que vagamente se parecía a mam-ma… Decía la abuela que por falta de tiempo no aprendieron a leer.

A leer me enseñó mi padre durante los inviernos. Cada ma-ñana estudiábamos en casa geografía e historia de Italia, prac-ticábamos la caligrafía y la lectura, y una vez que aprendíamos a dividir dejábamos las matemáticas. Era el día de la gran prue-ba. Mi padre nos ponía sobre la mesa billetes de Francia y de Suiza que convertíamos en liras. Si las operaciones era correc-tas, don Cesare decía solemne y con voz tronante: poco más y Garibaldi fue quien fue…, y nos regalaba un billete de diez francos con la recomendación de conservarlo de por vida. Yo perdí el mío o quizá pague con él alguna apremiante y urgente comida. Debí de haberlo extraviado.

El mismo día que cumplí diez años caí gravemente enfermo. De nada sirvieron los remedios de la abuela. El mal del pecho crecía dentro de mí entre fiebres y toses, y mi pequeño cuerpo se iba consumiendo. Aquel final de verano no puede volar por la cúpula del circo de mis tíos como cada temporada.

Aprendía a medir la vida por la duración de las giras, como buen cómico. Subía hasta lo más alto del chapitó atado con una cuerda de acero vestido de angelito y con dos alitas realizadas

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con miles de plumas de ganso. Era el cierre del espectáculo y desde la pista mis pequeños primos vestidos de faunos, y Friedrich, el mayor de todos ellos, haciendo de dios Pan con su caramillo despedían la función con una alegoría muy del gusto del público.

La fiebre me impidió actuar. Mi abuela me daba friegas con manteca de lagarto en el pecho, y no quedó más remedio que acudir al médico, que salvó mi vida. Tenía una tuberculosis ga-lopante que anunciaba la víspera de una muerte certera, si no llega a ser por aquel viejo doctor que me recetó reposo y zumo de carne, además de una singular dieta que incluía setas silves-tres, carpas de los lagos y aceite, mucho aceite de oliva.

Postrado en el camastro del carromato hice todo el camino de vuelta. Empeoré aquel invierno. Entre mimos e historias que cada noche me contaba mi padre fui remontando cuan-do la primavera comenzaba a ser una certidumbre. Y una ma-ñana ―los almendros encanecían ya sus copas, con lo que se me antojaban miles de mariposas blancas―, mis padres, ves-tidos como el día del santo de enero, decidieron hablar de mi futuro.

Había, y todavía hay, junto a mi pueblo un seminario de los frailes del Corazón Divino. El rector estaba de acuerdo en acogerme, en prepararme para ser algún día novicio y después sacerdote, ya que ―según padre― con esta enfermedad que comenzaba a remitir no era apto para el oficio del camino. Mi destino estaba pactado. Sería fraile. Comencé a llorar descon-soladamente y mi abuela hizo que los osos bailaran en mi ho-nor. Era una danza triste, un rigodón de despedida.

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Ya nunca más, pensaba, sería un Bordino. Me asustaba aquel caserón. Era la primera vez que escuchaba la palabra seminario. Tendría que dejar para siempre la tournée, a mis padres, a mis hermanos. No vería la mar de Francia y el verano sería igual a los inviernos. Lo mejor para mí, oía obsesivamente, y vi cómo a mi madre le rodaban lágrimas por las mejillas. Un Bordino cura; dónde se ha visto. Abuela decía: llegarás a Papa de Roma y tutearás a los santos, a Santa Rita de Casia, a San Francisco de Asís, a Felicísimo que murió degollado, a los Santos Mártires, a Santa Clara y a Santa Catalina. Un Bordino santo, porque los papas de Roma son santos vivos. Y me iba acongojando y me oprimía mi pecho roto en su caja de costillas a punto de que-brarse. El lunes emprendieron el camino y yo, al seminario.

Aquel viernes organizaron para mí una gran fiesta. Los nue-vos trajes de la gira lucían maravillosos. Desanilló abuela a los osos, bailaron en círculo los caballos y padre estrenó una ta-rantela con todos mis hermanos tocando para mí. Hizo venir al rector del seminario acompañado por una pareja de novi-cios, qué miedo me daban con sus hábitos más pardos que ne-gros, y cuando en la hoguera del centro se apagaban despacito las últimas brasas, bajó mi padre una gran caja de piel y me en-tregó su más preciado tesoro. Era su viejo acordeón, el testigo sucesorio, para que por encima de cualquier circunstancia si-guiera siendo un Bordino. También al Señor le gusta la música, dijo entre sonrisas falsas el rector. Alegrarás con tu acordeón el seminario.

Pero seguía desolado, triste, roto, preferiría haberme muer-to. Ante mi estado convinieron que la abuela se quedara en

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el pueblo por un tiempo. Eso calmó mis miedos y cada jue-ves acudiría ella con puntualidad a verme en la hora de recreo. Aquel año dejaron en mi honor la caravana verde con mi nom-bre a cada lado.

Muy pronto, casi despuntando la mañana, con el acordeón y un pequeño hatillo ingresé en el seminario. Escuché un par de horas después la canción de los carros alejándose. Comenzaba para todos una nueva etapa.