1914. El gigante Vendéen y el enano don Paquito

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El gigante Vendéen y el enano don Paquito. La Esfera (Madrid). 9 de mayo de 1914 .

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LA ESFERA

(«•

M iSTiíií Lcotuird me escuchó con su caracici'i'slico ges io ¿ifnlílc y icci-Iral. Después, tiiriyiéndosc á uno

d é l o s mozos que barrían la pisiti, le o rdenó ¿il mismo licmpo que se colo­caba el hongo en ]a coi'onilla:

—Miríi, Gabriel: v a s á coger un c o ­che y le vas á ir alii' á la calle San Mar­cos á i'ccogcr al giíjanle y lo rracs nquí, Después vas por «Don Paquilos á la Tonda de la calle del Carmen; pei'O co­rriendo, ¡Ale! ¡alel...

Va se rTiarchaba el c r iado y lo dcluvo con un gri lo:

—;Oye!. . , Les dices que les esperan aquí unos señores per iodis las . . . ¡Ahí... y que «Don Paqui to i se iraiga el traje de luces. . . ¡Vuela:...

Sal ió el criado como una centella. Leonard, Canipúa y yo quedamos e s ­perando sen tados en el rojo anillo de l?elLic!ie de la líisia. Leonard nos ame­nizaba el ralo con tándonos curiosida­des de a lgunos de los números contra­lados .

En el centro de la pislíi d o s france­ses jugrabcín al loro. De tmiug'a» hacía uno de ellos que achuchobíi con las paias de una silla. El otro con una capn vieja, color escarlata , le daba veróni­cas , gal leos, pases rondefios, , . ¡Muy l)ien!... Var ios compañeros que anda-han diseminados en g rupos animaban con «oles» y celebraban con carcaja­das los ipasca» y ocurrencias de la lidia... Se oían voces en todos los idio­mas. Un mucliachole rubio, alto, mus­cu loso , en m a n g a s de camisa , hacía equilibrios cabeza abaio sobre la peil-riola de una silla, Un ¡apones, con cara de liín'C. claha nii'iielas sobre la alFnin-bra. Un inglés Iehabla])a carii iosamen-le á un bull-dog. convenciéndole de que tenía que dar un triple sal lo mortal. Los mozos corrían y descorr ían las cuerdas de las maromas , t rapecios y anillas. Entraron tres j aponesas : r ígidas, mcli-d a s cti guardapo lvos de seda color plomo; locadas con sombre ros de pa­ja, baio cuyas alíis caldas se escapan las trenzas de meiro y medio que pare­cen c a b o s de pila. Dan diabólicas ga­nas de tirarles de la punta. Piolaba aroma de tabaco inglés, quemado.

Llegó el correo y Mr. Leonard fue re­c lamando con voz potente el dueño de cada carta.

—¡Monsicur «Mcfcors^/... —¡Mdndní/... —¡Mistar Gobcr! Deüinff!... Venían los nombrados , y Par ish al

mismo tiempo que les cnh-egaba las epís tolas , les decía alguna chanza en francés, inglés, alemán, r u s o , chino. ¡Era una Dabel!

—;EI gigante!. . . iEl gigante!.. .—dije­ron var ias voces .

y en efecto, por detrás de noso t ros , avanzando cans ino y ceremonioso, con anda re s de camello y rigidez de roble, llegaba el imponente giganle Vendéen. Yo te conticso, leclor, que á su lado sentí un |50co de ir.quielud, algo de aplanamiento, un inmenso horror de que me diera un leve pisolón con s u s bofazas negras de ¡62! ccntímelros, que parecen el anuncio de una zapatería. Anda lorpemcnle, lemeroso de hundir­se ó de tropezar con todo lo que en­cuentre á su p a s o . Viste uniforme de coracero francés, con casco y hombre­r a s que le hacen aparecer m á s alto to­davía. Lleva un sabJc a medida, que para otro cualquier mortal es una lan­za. Su rosli'o serióte y pálido e s entre­largo, de facciones desco lgadas y an­g u l o s a s . E s lardo en la expresión y en la comprensión, tal vez porque dado su divorcio social , por la incomunica­ción en que lienc que vivir, su espíritu está delcnido en los repliegues infanti­les. Seguramcnie . , , S u s orejas y s u s

El cnaní) D. Pnqulto t iene que sub i r se *¡n los ho \iüra <omnr lumbre del c lgnrro del

i - O r . CAMI>ÚA

nibras de gijíante V

Mr. Lconnrd Paristi cndci^n

OÍOS f.on d : tamaño corriente. E s bar­bilampiño.

Nos présenla Parish y él me cnircga su mano, donde se esconde la mía co­mo entre un manoío de cirios. S u s com­pañeros los ar t is tas , le rodean y Iodos tienen una broma aproposi io de au ele­vación. Uno, le mira la cara con leles-copio. Otro le pregunta qué tal leirp2-rasura hace jíor las a l luras . Olro pasa por entre s u s piernas. El j a p c n i s hace que le habla con auxilio del teléfono... Vcndccn se ríe lioiiaclión y s o s a m e n -Ic, apacible. . . De vez en cuando cüce algo con voz gangosa y desagra:¡ablc .

—Vamos (i ver, Eugenio—comienzo preguntándole—¿Dónde nació usted?

—Nac! en Tor igny. Francia. —¿Es v e r d a d que tiene usled 19

años? —Sí. señor . Entro el ano que viene

en quintas . —¿Pero estará usled exento por su

cslalui'a? — ¡Ah! No se'... no creo. —¿Cuánto iTiide usted? —[)o5 metros Ireinia y cinco ccrUí-

inelros. —¡Caracoles! Fíjese usled, Leonard;

¡cuarenta centímetros más que yo!. . .— cxclanié, y me puse al lado del giganle.

En efecto, á pesar de mi estatura que yo creía extraordinaria, no le llcg<:ba ni al hombro!, , . Seguí interrogándole:

—Sus padres de usted ¿eran muy al los?

—No. s e ñ o r ; de a l t u r a mediana; Sü!o mi aI}uelo paterno llegó á tener una estatura como la de usted.

H e aterré por mis nietos, y proseguí: - Y el desarrol lo de usted ¿ha s ido

en un periodo octermmado íle tiempo o se ha venido manifestando desde la ni-ficz?

—Desde la niñez. Cuando iba al co­legio ya era más alio que el macsiro , tanto es que él me uiilizaba para |?oner orden entre mis compañeros , a los cua­les les asus taba mi estalura.

Reimos lodos y después continué: —¿Cuánto jícsa usted?. . —Ciento cincuenta kilos. He de ad-

\'er!:r á usled que mi crcciini_enlo se ve­ri íica sicmpi'C durante el sueño. A ^'eces ca igo dominado jjor un letargo que me dui'a li'einta y se is ó cuarcnla ho ra s ; al despertar observo que los jjantalones se han quedado cor tos diez ó doce cen-límeli'os. Esto me ocurre de tres en tres meses .

—¿Está usted satisfecho de ser gi­gante?

—No. señor ; poraue tengo que hacer una vida horr i ld ; de esclaviiiKl. No pue­do salii' de casa más que á alias horas de la noche, necesito una cama de t res metros |?ara dormir, (> empalmar d o s de mati'iinonio; en las líneas de yía e s ­trecha de los ferrocarriles franceses, no l>ucdo viajar como no me |?ongan un vagón esjjecial: necesito siete metros de lela, doble ancho, para un Iraje y cua;i-do estoy cumpliendo contrato no puedo salir m á s que en coche.

S e entristeció Vendéen y me entr is­teció ó mí. Después siguió:

—Ahora bien, ya en mi calidad de gigante, lo que deseo es crecer, crecer hasta los vcinlicinco años , hasta lle­gar , como me han anunciado los médi­c o s á los d o s metros ochenta centíme­t ros . En la actualidad soy el más alio y el más iú\ 'cndc los g igantes del mundo .

—y ¿que acos tumbra u s t e d á co­mer? . . .

Era la una de la tarde y se le a legró el semblante.

—Verá usted: me desayuno con se is huevos fritos, ja.móii y una gran taza de chocolate, capaz para seis ¡ícacas, migado con un kilo de pan. JK las dos como: una sopera llena de puré ó po-

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LA ESFERA

ixixxsxzxrxixzx faffc. mi kilo tic cnmc. un pollo con ('irroz—que )M>r cieiio m¿ y t i s l j mucho. —un íldii ch seis liuc-vos. queso, ri'iihis, cuairo (i seis panecíHos es­pañoles y ircs vdisos de cafe. .A las ocho de la noche luii^o otra coinidíi análoga.

— ¡Víiy'ti un iuviliido!—comcnlaron, :,• -—¿Tiene uslcd novia?... . ' —No, señor: ni la lie tenido nunca. Si tuviera

el guslo de cnconlrdi' iinii buena moza española, me CtiSLiría con ella, después del servicio... Me gusla luucho la niuicr española.

— ¡V'ü Jo creo! ¡Es rcg-ulcircillcí!... ¡regularci-l la!... Lo dii'é por si hay alguna que se alreva con uslcd... y en üllimo caso, que le den á us­ted permiso pai'a casarse con dos... ¿y que lal carácleí- liciie uslcd?...

—No encucnn-o nada que me enfade. —y si un hombre le pegara un bofetón ¿que'

haría usted?... —Bali; dudo que alcance nadie... Pero si eso

llegase, me reiría y le sujetaría hasta que se le pasara la furia,..

—Y en su pueblo nalal ¿á que se dedicaba usted?...

—A! cultivo del campo y a la cna de caballos. Al l í liay mucJios caballos,

—Señorito—le dijo un mozo á Lconard,—Ya esta aquí «Don Paco».

Mire en derredor y no lo ^'eía. —¿Dónde está?.., — Aquí—dijo una mujer, de aspecto apaletü-

do. que Jtabía frente á mí. A l l in, eulTi' sus brazoj y iras el pañolón de

felpa, v i asomar una cai)eza menuda, pálida, ru-yosa y redonda como un garbanzo, mirado con una lupa.

— Aquí estoy, hombre, ¿qué hay?—grifó co:i voz aguda y aflautada.

—¡Carainba. «Don Paco»! Venga usted aquí. Echó pie á tierra. A nu' me llegaba más abajo

de las corvas; al gigante poco más aiTiba de las botas. Vestía un irajecilo canela, \A\\ sombi'cro i L o k t verde y unas botas color avellana, abro­chadas por Ircs botones. Muy elegante. Anda con ílamcnquería: moviendo la cabeza jacaran­dosamente, acompasando el airoso tiraeeo íorc-ril á la majeza de su andares. Recuerda á Ri­cardo Torres,., hasia el punto de que viéndolo parece que s^ eslá mirando á Bombita por unos prismáiicos invenidos.., Es inquieto, corrclón y revoltoso. Muy simpático. Conlesta todas las

Venteen y IJon Pugut^o (tundo de comer al clctun :c de la Casa de I-icras, del lídira

Den Paqutio inonmdo en un pie de] pisante V'enJtíen roTa. cAMi'ÜA

bromas y tiene una imaginación agili'sima... Le cogí en brazos; pesa lo que un niño de pocos meses. ¡Nueve ki los y medio! y ¡setenta y dos centímetros de alto!...

—¡Atención, «Don Paquito»!.,,—le dije, soste­niéndole á la altura del hombro con ur.a mano. —¿Qué edad tiene usted?,..

—Veintiún años... —¿Tendrá usted novia?... —Dos; una en mi pueblo y otra aquí. —¿Eso quiere decir que le gustan á usted las

mujeres? —Mucho más que los hombres. —Pero, vamos por partes, ¿cuáles le gustan á

usted más, las rubias ó las morenas, las altas ó las bajas, las gruesas ó las delgadas?...

—Las gruesas, y las morenas y... las rubias también me gustan a rabiar. Ya ve usted la no­via que tengo en mi pueblo...

—¿En qué pueblo?- le interrumpí. — ¡Hombre! En [iermillo de Sayago, provincia

de Zamora. —ya, ¡siga! —Esa es rubia; y la que tengo aquí en Ma­

drid, morena. —¿Por que' se vino usted de su pueblo?... —Tuve que salir de naja por causa de esa

rubia... Hicimos una ligereza y el padre me bus­caba con un garrote.

—y ¿no lo enconti'aría á usted?... —Quería que yo me casara. Tan joven, ¡figú­

rese ustedl... —¡Carambita, «Don Paco»!... Es usted un pun­

ió de cuidado... Se arregló el sombrero y difo graciosamcnlc,

con voz pastosa: —Se hace lo que se puede. —¿y la novia de aquí?... —Esa se llama Elvira F. Es sobrina de una

acii'iz muy conocida. Me quiere á rabiar y yo á ella lambie'n...

—¿Será muy cariñosa con usted?... —y yo con ella. —¿Comerá usted muy poco, *Don Paquito»? —Hombre, lo que tengo gana. Según. Me des­

ayuno con una tacita pequeña de cafe'. Al medio día lomo un huevo y un cachito de carne, y por ]a noche, un fileiiio ó un poco de pescado.

—A uslcd ¿no ¡c cnrrisíecz ser tan chíqiñlin? - M e da lo mismo. Yo nunca lie estado malo;

voy á todas partes porque me lleva mi madreen brazos. No falto á ninguna corrida de toros, que es lo que más me gusta.

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—¿Quiere usted que echemos un cigarrillo? ~\z\vgix. Y eso que no me agrada niuclio fumar

en ayunas, —Si uslcd no fuera lan [jcqucño que le hubiese

gustado sei': ¿Cura? ¿Militar?... —¡'I'orero! Hombre, no me ve usted la coleta—

contesto enseñándome su diminuta Ii'encilla. Después señalando al gigante exclama;—¡Qué

cara de primo tiene ese tío! —A ver si lo oye á usied—le advertí—y le pega

una trompa que lo evapora. —¿A mí?... Si este tío me pusiera á mí un t/J-

///enciina... ¡Pues se había caído!... —¿Qué iba usied á hacerle?,,. — Pegarle un liro en el corazón... —¿Sabes, Paquito...? —Oiga usied—me atajó, i'ápido como una pol­

vorilla.—¿Qué es eso de.s-tí¿eA'?..-¿Es que quiere que nos tuteemos?... Porque si no. no sé quién le Iia dao á usied tanla conlianza... ¡Nos ha fas­tidiad!... Vaya.., haga usted el favor de sollarme en el suelo...

—Pero, iDon Paco»-.., perdone usted que, ha sido una distracción.

—Bueno...bueno; pero suéllein; usted ya; q j e yo tengo muy malas pulgas...; además, que voy á torear un poco.

Lo solté. Cogió su capa, y con gentil picaí--día, empezó á imitar toreros... Eran ellos... Bombitci con su alegría y sus pases ayudados. Pastor con su seriedad, sus andares de com­pás y sus pases naturales. Bclmontc, desgarba­do, gallardo y Icmerario, liándose el toro al cuer­po. CiíiHo con sus espantas. ¡Eran ellos... mi-¡•ados desde un aeroplano!... Lo aplaudíamos y lo mimábamos. El gigante lo miraba con envidia. Estando allí «Paqiiiio» nadie hacía ya caso de él. . . Todos alrededor de «Paquito».

—Leonardo, ¿vamonos al Retiro á hacer allí unas fotografías?

—¡Andando! Cuatro coches nos trasladaron á la casa de

fieras... Cuando el gigante Vendéen se acercaba á las

[aulas de los leones y de los tigres, observamos que las fieras huían rugiendo ateri'adas, como ante algo sobrenatural... En cambio cuando los monos vieron acercarse á «Don Paquíto> fue­ron en pelotón á él, le gruñeron cariñosamente y se dispusieron á jugar en su compañía...

El gigante es \ñ]\ alto como el elefanle.

EL CABALLERO AUDAZ

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LA ESFERA

S C A P R I C H O S DE LA N A T U R A L E Z

\jTt grupo infercsaníe cJcl enano Don Paquíto y del o^i^ante Vendéen, que se exhiben en el Circo de Parísli, de Madrid.-demuestra á M. Vendéen cómo toreaba el eran torero Ricardo Torres "Bombita"

-Don Paquiío, vestido de torero, fOT. I:AMI>LÍA