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LA ESFERA («• M iSTiíií Lcotuird me escuchó con su caracici'i'slico gesio ¿ifnlílc y icci- Iral. Después, tiiriyiéndosc á uno délos mozos que barrían la pisiti, le ordenó ¿il mismo licmpo que se colo- caba el hongo en ]a coi'onilla: —Miríi, Gabriel: vas á coger un co- che y le vas á ir alii' á la calle San Mar- cos á i'ccogcr al giíjanle y lo rracs nquí, Después vas por «Don Paquilos á la Tonda de la calle del Carmen; pei'O co- rriendo, ¡Ale! ¡alel... Va se rTiarchaba el criado y lo dcluvo con un grilo: —;Oye!.., Les dices que les esperan aquí unos señores periodislas... ¡Ahí... y que «Don Paquitoi se iraiga el traje de luces... ¡Vuela:... Salió el criado como una centella. Leonard, Canipúa y yo quedamos es- perando sentados en el rojo anillo de l?elLic!ie de la líisia. Leonard nos ame- nizaba el ralo contándonos curiosida- des de algunos de los números contra- lados. En el centro de la pislíi dos france- ses jugrabcín al loro. De tmiug'a» hacía uno de ellos que achuchobíi con las paias de una silla. El otro con una capn vieja, color escarlata, le daba veróni- cas, galleos, pases rondefios,,. ¡Muy l)ien!... Varios compañeros que anda- han diseminados en grupos animaban con «oles» y celebraban con carcaja- das los ipasca» y ocurrencias de la lidia... Se oían voces en todos los idio- mas. Un mucliachole rubio, alto, mus- culoso, en mangas de camisa, hacía equilibrios cabeza abaio sobre la peil- riola de una silla, Un ¡apones, con cara de liín'C. claha nii'iielas sobre la alFnin- bra. Un inglés Iehabla])a cariiiosamen- le á un bull-dog. convenciéndole de que tenía que dar un triple sallo mortal. Los mozos corrían y descorrían las cuerdas de las maromas, trapecios y anillas. Entraron tres japonesas: rígidas, mcli- das cti guardapolvos de seda color plomo; locadas con sombreros de pa- ja, baio cuyas alíis caldas se escapan las trenzas de meiro y medio que pare- cen cabos de pila. Dan diabólicas ga- nas de tirarles de la punta. Piolaba aroma de tabaco inglés, quemado. Llegó el correo y Mr. Leonard fue re- clamando con voz potente el dueño de cada carta. —¡Monsicur «Mcfcors^/... ¡Mdndní/... —¡Mistar Gobcr! Deüinff!... Venían los nombrados, y Parish al mismo tiempo que les cnh-egaba las epístolas, les decía alguna chanza en francés, inglés, alemán, ruso, chino. ¡Era una Dabel! —;EI gigante!... iEl gigante!...—dije- ron varias voces. y en efecto, por detrás de nosotros, avanzando cansino y ceremonioso, con andares de camello y rigidez de roble, llegaba el imponente giganle Vendéen. Yo te conticso, leclor, que á su lado sentí un |50co de ir.quielud, algo de aplanamiento, un inmenso horror de que me diera un leve pisolón con sus bofazas negras de ¡62! ccntímelros, que parecen el anuncio de una zapatería. Anda lorpemcnle, lemeroso de hundir- se ó de tropezar con todo lo que en- cuentre á su paso. Viste uniforme de coracero francés, con casco y hombre- ras que le hacen aparecer más alto to- davía. Lleva un sabJc a medida, que para otro cualquier mortal es una lan- za. Su rosli'o serióte y pálido es entre- largo, de facciones descolgadas y an- gulosas. Es lardo en la expresión y en la comprensión, tal vez porque dado su divorcio social, por la incomunica- ción en que lienc que vivir, su espíritu está delcnido en los repliegues infanti- les. Seguramcnie.,, Sus orejas y sus El cnaní) D. Pnqulto tiene que subirse *¡n los ho \iüra <omnr lumbre del clgnrro del i-Or. CAMI>ÚA nibras de gijíante V Mr. Lconnrd Paristi cndci^n OÍOS f.on d: tamaño corriente. Es bar- bilampiño. Nos présenla Parish y él me cnircga su mano, donde se esconde la mía co- mo entre un manoío de cirios. Sus com- pañeros los artistas, le rodean y Iodos tienen una broma aproposiio de au ele- vación. Uno, le mira la cara con leles- copio. Otro le pregunta qué tal leirp2- rasura hace jíor las alluras. Olro pasa por entre sus piernas. El japcnis hace que le habla con auxilio del teléfono... Vcndccn se ríe lioiiaclión y sosamen- Ic, apacible... De vez en cuando cüce algo con voz gangosa y desagra:¡ablc. —Vamos (i ver, Eugenio—comienzo preguntándole—¿Dónde nació usted? —Nac! en Torigny. Francia. —¿Es verdad que tiene usled 19 años? —Sí. señor. Entro el ano que viene en quintas. —¿Pero estará usled exento por su cslalui'a? ¡Ah! No se'... no creo. —¿Cuánto iTiide usted? —[)o5 metros Ireinia y cinco ccrUí- inelros. —¡Caracoles! Fíjese usled, Leonard; ¡cuarenta centímetros más que yo!...— cxclanié, y me puse al lado del giganle. En efecto, á pesar de mi estatura que yo creía extraordinaria, no le llcg<:ba ni al hombro!,,. Seguí interrogándole: —Sus padres de usted ¿eran muy allos? —No. señor; de altura mediana; Sü!o mi aI}uelo paterno llegó á tener una estatura como la de usted. He aterré por mis nietos, y proseguí: - Y el desarrollo de usted ¿ha sido en un periodo octermmado íle tiempo o se ha venido manifestando desde la ni- ficz? —Desde la niñez. Cuando iba al co- legio ya era más alio que el macsiro, tanto es que él me uiilizaba para |?oner orden entre mis compañeros, a los cua- les les asustaba mi estalura. Reimos lodos y después continué: —¿Cuánto jícsa usted?.. —Ciento cincuenta kilos. He de ad- \'er!:r á usled que mi crcciini_enlo se ve- ri íica sicmpi'C durante el sueño. A ^'eces caigo dominado jjor un letargo que me dui'a li'einta y seis ó cuarcnla horas; al despertar observo que los jjantalones se han quedado cortos diez ó doce cen- límeli'os. Esto me ocurre de tres en tres meses. —¿Está usted satisfecho de ser gi- gante? —No. señor; poraue tengo que hacer una vida horrild; de esclaviiiKl. No pue- do salii' de casa más que á alias horas de la noche, necesito una cama de tres metros |?ara dormir, (> empalmar dos de mati'iinonio; en las líneas de yía es- trecha de los ferrocarriles franceses, no l>ucdo viajar como no me |?ongan un vagón esjjecial: necesito siete metros de lela, doble ancho, para un Iraje y cua;i- do estoy cumpliendo contrato no puedo salir más que en coche. Se entristeció Vendéen y me entris- teció ó mí. Después siguió: —Ahora bien, ya en mi calidad de gigante, lo que deseo es crecer, crecer hasta los vcinlicinco años, hasta lle- gar, como me han anunciado los médi- cos á los dos metros ochenta centíme- tros. En la actualidad soy el más alio y el más iú\'cndc los gigantes del mundo. —y ¿que acostumbra usted á co- mer?... Era la una de la tarde y se le alegró el semblante. —Verá usted: me desayuno con seis huevos fritos, ja.móii y una gran taza de chocolate, capaz para seis ¡ícacas, migado con un kilo de pan. JK las dos como: una sopera llena de puré ó po- r-rx^^-Tf-g ifBBtf^^ssnBtfynH-tf^yr- ryyB--3-'i!irir?'rTTT^^TT':yy:"?yyyá:Y¥Y'!rxx: H

1914. El gigante Vendéen y el enano don Paquito

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El gigante Vendéen y el enano don Paquito. La Esfera (Madrid). 9 de mayo de 1914 .

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Page 1: 1914. El gigante Vendéen y el enano don Paquito

LA ESFERA

(«•

M iSTiíií Lcotuird me escuchó con su caracici'i'slico ges io ¿ifnlílc y icci-Iral. Después, tiiriyiéndosc á uno

d é l o s mozos que barrían la pisiti, le o rdenó ¿il mismo licmpo que se colo­caba el hongo en ]a coi'onilla:

—Miríi, Gabriel: v a s á coger un c o ­che y le vas á ir alii' á la calle San Mar­cos á i'ccogcr al giíjanle y lo rracs nquí, Después vas por «Don Paquilos á la Tonda de la calle del Carmen; pei'O co­rriendo, ¡Ale! ¡alel...

Va se rTiarchaba el c r iado y lo dcluvo con un gri lo:

—;Oye!. . , Les dices que les esperan aquí unos señores per iodis las . . . ¡Ahí... y que «Don Paqui to i se iraiga el traje de luces. . . ¡Vuela:...

Sal ió el criado como una centella. Leonard, Canipúa y yo quedamos e s ­perando sen tados en el rojo anillo de l?elLic!ie de la líisia. Leonard nos ame­nizaba el ralo con tándonos curiosida­des de a lgunos de los números contra­lados .

En el centro de la pislíi d o s france­ses jugrabcín al loro. De tmiug'a» hacía uno de ellos que achuchobíi con las paias de una silla. El otro con una capn vieja, color escarlata , le daba veróni­cas , gal leos, pases rondefios, , . ¡Muy l)ien!... Var ios compañeros que anda-han diseminados en g rupos animaban con «oles» y celebraban con carcaja­das los ipasca» y ocurrencias de la lidia... Se oían voces en todos los idio­mas. Un mucliachole rubio, alto, mus­cu loso , en m a n g a s de camisa , hacía equilibrios cabeza abaio sobre la peil-riola de una silla, Un ¡apones, con cara de liín'C. claha nii'iielas sobre la alFnin-bra. Un inglés Iehabla])a carii iosamen-le á un bull-dog. convenciéndole de que tenía que dar un triple sal lo mortal. Los mozos corrían y descorr ían las cuerdas de las maromas , t rapecios y anillas. Entraron tres j aponesas : r ígidas, mcli-d a s cti guardapo lvos de seda color plomo; locadas con sombre ros de pa­ja, baio cuyas alíis caldas se escapan las trenzas de meiro y medio que pare­cen c a b o s de pila. Dan diabólicas ga­nas de tirarles de la punta. Piolaba aroma de tabaco inglés, quemado.

Llegó el correo y Mr. Leonard fue re­c lamando con voz potente el dueño de cada carta.

—¡Monsicur «Mcfcors^/... —¡Mdndní/... —¡Mistar Gobcr! Deüinff!... Venían los nombrados , y Par ish al

mismo tiempo que les cnh-egaba las epís tolas , les decía alguna chanza en francés, inglés, alemán, r u s o , chino. ¡Era una Dabel!

—;EI gigante!. . . iEl gigante!.. .—dije­ron var ias voces .

y en efecto, por detrás de noso t ros , avanzando cans ino y ceremonioso, con anda re s de camello y rigidez de roble, llegaba el imponente giganle Vendéen. Yo te conticso, leclor, que á su lado sentí un |50co de ir.quielud, algo de aplanamiento, un inmenso horror de que me diera un leve pisolón con s u s bofazas negras de ¡62! ccntímelros, que parecen el anuncio de una zapatería. Anda lorpemcnle, lemeroso de hundir­se ó de tropezar con todo lo que en­cuentre á su p a s o . Viste uniforme de coracero francés, con casco y hombre­r a s que le hacen aparecer m á s alto to­davía. Lleva un sabJc a medida, que para otro cualquier mortal es una lan­za. Su rosli'o serióte y pálido e s entre­largo, de facciones desco lgadas y an­g u l o s a s . E s lardo en la expresión y en la comprensión, tal vez porque dado su divorcio social , por la incomunica­ción en que lienc que vivir, su espíritu está delcnido en los repliegues infanti­les. Seguramcnie . , , S u s orejas y s u s

El cnaní) D. Pnqulto t iene que sub i r se *¡n los ho \iüra <omnr lumbre del c lgnrro del

i - O r . CAMI>ÚA

nibras de gijíante V

Mr. Lconnrd Paristi cndci^n

OÍOS f.on d : tamaño corriente. E s bar­bilampiño.

Nos présenla Parish y él me cnircga su mano, donde se esconde la mía co­mo entre un manoío de cirios. S u s com­pañeros los ar t is tas , le rodean y Iodos tienen una broma aproposi io de au ele­vación. Uno, le mira la cara con leles-copio. Otro le pregunta qué tal leirp2-rasura hace jíor las a l luras . Olro pasa por entre s u s piernas. El j a p c n i s hace que le habla con auxilio del teléfono... Vcndccn se ríe lioiiaclión y s o s a m e n -Ic, apacible. . . De vez en cuando cüce algo con voz gangosa y desagra:¡ablc .

—Vamos (i ver, Eugenio—comienzo preguntándole—¿Dónde nació usted?

—Nac! en Tor igny. Francia. —¿Es v e r d a d que tiene usled 19

años? —Sí. señor . Entro el ano que viene

en quintas . —¿Pero estará usled exento por su

cslalui'a? — ¡Ah! No se'... no creo. —¿Cuánto iTiide usted? —[)o5 metros Ireinia y cinco ccrUí-

inelros. —¡Caracoles! Fíjese usled, Leonard;

¡cuarenta centímetros más que yo!. . .— cxclanié, y me puse al lado del giganle.

En efecto, á pesar de mi estatura que yo creía extraordinaria, no le llcg<:ba ni al hombro!, , . Seguí interrogándole:

—Sus padres de usted ¿eran muy al los?

—No. s e ñ o r ; de a l t u r a mediana; Sü!o mi aI}uelo paterno llegó á tener una estatura como la de usted.

H e aterré por mis nietos, y proseguí: - Y el desarrol lo de usted ¿ha s ido

en un periodo octermmado íle tiempo o se ha venido manifestando desde la ni-ficz?

—Desde la niñez. Cuando iba al co­legio ya era más alio que el macsiro , tanto es que él me uiilizaba para |?oner orden entre mis compañeros , a los cua­les les asus taba mi estalura.

Reimos lodos y después continué: —¿Cuánto jícsa usted?. . —Ciento cincuenta kilos. He de ad-

\'er!:r á usled que mi crcciini_enlo se ve­ri íica sicmpi'C durante el sueño. A ^'eces ca igo dominado jjor un letargo que me dui'a li'einta y se is ó cuarcnla ho ra s ; al despertar observo que los jjantalones se han quedado cor tos diez ó doce cen-límeli'os. Esto me ocurre de tres en tres meses .

—¿Está usted satisfecho de ser gi­gante?

—No. señor ; poraue tengo que hacer una vida horr i ld ; de esclaviiiKl. No pue­do salii' de casa más que á alias horas de la noche, necesito una cama de t res metros |?ara dormir, (> empalmar d o s de mati'iinonio; en las líneas de yía e s ­trecha de los ferrocarriles franceses, no l>ucdo viajar como no me |?ongan un vagón esjjecial: necesito siete metros de lela, doble ancho, para un Iraje y cua;i-do estoy cumpliendo contrato no puedo salir m á s que en coche.

S e entristeció Vendéen y me entr is­teció ó mí. Después siguió:

—Ahora bien, ya en mi calidad de gigante, lo que deseo es crecer, crecer hasta los vcinlicinco años , hasta lle­gar , como me han anunciado los médi­c o s á los d o s metros ochenta centíme­t ros . En la actualidad soy el más alio y el más iú\ 'cndc los g igantes del mundo .

—y ¿que acos tumbra u s t e d á co­mer? . . .

Era la una de la tarde y se le a legró el semblante.

—Verá usted: me desayuno con se is huevos fritos, ja.móii y una gran taza de chocolate, capaz para seis ¡ícacas, migado con un kilo de pan. JK las dos como: una sopera llena de puré ó po-

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Page 2: 1914. El gigante Vendéen y el enano don Paquito

LA ESFERA

ixixxsxzxrxixzx faffc. mi kilo tic cnmc. un pollo con ('irroz—que )M>r cieiio m¿ y t i s l j mucho. —un íldii ch seis liuc-vos. queso, ri'iihis, cuairo (i seis panecíHos es­pañoles y ircs vdisos de cafe. .A las ocho de la noche luii^o otra coinidíi análoga.

— ¡Víiy'ti un iuviliido!—comcnlaron, :,• -—¿Tiene uslcd novia?... . ' —No, señor: ni la lie tenido nunca. Si tuviera

el guslo de cnconlrdi' iinii buena moza española, me CtiSLiría con ella, después del servicio... Me gusla luucho la niuicr española.

— ¡V'ü Jo creo! ¡Es rcg-ulcircillcí!... ¡regularci-l la!... Lo dii'é por si hay alguna que se alreva con uslcd... y en üllimo caso, que le den á us­ted permiso pai'a casarse con dos... ¿y que lal carácleí- liciie uslcd?...

—No encucnn-o nada que me enfade. —y si un hombre le pegara un bofetón ¿que'

haría usted?... —Bali; dudo que alcance nadie... Pero si eso

llegase, me reiría y le sujetaría hasta que se le pasara la furia,..

—Y en su pueblo nalal ¿á que se dedicaba usted?...

—A! cultivo del campo y a la cna de caballos. Al l í liay mucJios caballos,

—Señorito—le dijo un mozo á Lconard,—Ya esta aquí «Don Paco».

Mire en derredor y no lo ^'eía. —¿Dónde está?.., — Aquí—dijo una mujer, de aspecto apaletü-

do. que Jtabía frente á mí. A l l in, eulTi' sus brazoj y iras el pañolón de

felpa, v i asomar una cai)eza menuda, pálida, ru-yosa y redonda como un garbanzo, mirado con una lupa.

— Aquí estoy, hombre, ¿qué hay?—grifó co:i voz aguda y aflautada.

—¡Carainba. «Don Paco»! Venga usted aquí. Echó pie á tierra. A nu' me llegaba más abajo

de las corvas; al gigante poco más aiTiba de las botas. Vestía un irajecilo canela, \A\\ sombi'cro i L o k t verde y unas botas color avellana, abro­chadas por Ircs botones. Muy elegante. Anda con ílamcnquería: moviendo la cabeza jacaran­dosamente, acompasando el airoso tiraeeo íorc-ril á la majeza de su andares. Recuerda á Ri­cardo Torres,., hasia el punto de que viéndolo parece que s^ eslá mirando á Bombita por unos prismáiicos invenidos.., Es inquieto, corrclón y revoltoso. Muy simpático. Conlesta todas las

Venteen y IJon Pugut^o (tundo de comer al clctun :c de la Casa de I-icras, del lídira

Den Paqutio inonmdo en un pie de] pisante V'enJtíen roTa. cAMi'ÜA

bromas y tiene una imaginación agili'sima... Le cogí en brazos; pesa lo que un niño de pocos meses. ¡Nueve ki los y medio! y ¡setenta y dos centímetros de alto!...

—¡Atención, «Don Paquito»!.,,—le dije, soste­niéndole á la altura del hombro con ur.a mano. —¿Qué edad tiene usted?,..

—Veintiún años... —¿Tendrá usted novia?... —Dos; una en mi pueblo y otra aquí. —¿Eso quiere decir que le gustan á usted las

mujeres? —Mucho más que los hombres. —Pero, vamos por partes, ¿cuáles le gustan á

usted más, las rubias ó las morenas, las altas ó las bajas, las gruesas ó las delgadas?...

—Las gruesas, y las morenas y... las rubias también me gustan a rabiar. Ya ve usted la no­via que tengo en mi pueblo...

—¿En qué pueblo?- le interrumpí. — ¡Hombre! En [iermillo de Sayago, provincia

de Zamora. —ya, ¡siga! —Esa es rubia; y la que tengo aquí en Ma­

drid, morena. —¿Por que' se vino usted de su pueblo?... —Tuve que salir de naja por causa de esa

rubia... Hicimos una ligereza y el padre me bus­caba con un garrote.

—y ¿no lo enconti'aría á usted?... —Quería que yo me casara. Tan joven, ¡figú­

rese ustedl... —¡Carambita, «Don Paco»!... Es usted un pun­

ió de cuidado... Se arregló el sombrero y difo graciosamcnlc,

con voz pastosa: —Se hace lo que se puede. —¿y la novia de aquí?... —Esa se llama Elvira F. Es sobrina de una

acii'iz muy conocida. Me quiere á rabiar y yo á ella lambie'n...

—¿Será muy cariñosa con usted?... —y yo con ella. —¿Comerá usted muy poco, *Don Paquito»? —Hombre, lo que tengo gana. Según. Me des­

ayuno con una tacita pequeña de cafe'. Al medio día lomo un huevo y un cachito de carne, y por ]a noche, un fileiiio ó un poco de pescado.

—A uslcd ¿no ¡c cnrrisíecz ser tan chíqiñlin? - M e da lo mismo. Yo nunca lie estado malo;

voy á todas partes porque me lleva mi madreen brazos. No falto á ninguna corrida de toros, que es lo que más me gusta.

r T T T T Y ^ BH n Bn-fl :xxxixroxi3Xixxixx3

—¿Quiere usted que echemos un cigarrillo? ~\z\vgix. Y eso que no me agrada niuclio fumar

en ayunas, —Si uslcd no fuera lan [jcqucño que le hubiese

gustado sei': ¿Cura? ¿Militar?... —¡'I'orero! Hombre, no me ve usted la coleta—

contesto enseñándome su diminuta Ii'encilla. Después señalando al gigante exclama;—¡Qué

cara de primo tiene ese tío! —A ver si lo oye á usied—le advertí—y le pega

una trompa que lo evapora. —¿A mí?... Si este tío me pusiera á mí un t/J-

///enciina... ¡Pues se había caído!... —¿Qué iba usied á hacerle?,,. — Pegarle un liro en el corazón... —¿Sabes, Paquito...? —Oiga usied—me atajó, i'ápido como una pol­

vorilla.—¿Qué es eso de.s-tí¿eA'?..-¿Es que quiere que nos tuteemos?... Porque si no. no sé quién le Iia dao á usied tanla conlianza... ¡Nos ha fas­tidiad!... Vaya.., haga usted el favor de sollarme en el suelo...

—Pero, iDon Paco»-.., perdone usted que, ha sido una distracción.

—Bueno...bueno; pero suéllein; usted ya; q j e yo tengo muy malas pulgas...; además, que voy á torear un poco.

Lo solté. Cogió su capa, y con gentil picaí--día, empezó á imitar toreros... Eran ellos... Bombitci con su alegría y sus pases ayudados. Pastor con su seriedad, sus andares de com­pás y sus pases naturales. Bclmontc, desgarba­do, gallardo y Icmerario, liándose el toro al cuer­po. CiíiHo con sus espantas. ¡Eran ellos... mi-¡•ados desde un aeroplano!... Lo aplaudíamos y lo mimábamos. El gigante lo miraba con envidia. Estando allí «Paqiiiio» nadie hacía ya caso de él. . . Todos alrededor de «Paquito».

—Leonardo, ¿vamonos al Retiro á hacer allí unas fotografías?

—¡Andando! Cuatro coches nos trasladaron á la casa de

fieras... Cuando el gigante Vendéen se acercaba á las

[aulas de los leones y de los tigres, observamos que las fieras huían rugiendo ateri'adas, como ante algo sobrenatural... En cambio cuando los monos vieron acercarse á «Don Paquíto> fue­ron en pelotón á él, le gruñeron cariñosamente y se dispusieron á jugar en su compañía...

El gigante es \ñ]\ alto como el elefanle.

EL CABALLERO AUDAZ

- T Y T T T T l

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LA ESFERA

S C A P R I C H O S DE LA N A T U R A L E Z

\jTt grupo infercsaníe cJcl enano Don Paquíto y del o^i^ante Vendéen, que se exhiben en el Circo de Parísli, de Madrid.-demuestra á M. Vendéen cómo toreaba el eran torero Ricardo Torres "Bombita"

-Don Paquiío, vestido de torero, fOT. I:AMI>LÍA