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Cuerpos inmunitarios: El resentimiento como afecto en la coyuntura política
de Colombia en 2016.
Tesis para optar por el título de Magíster en Filosofía
Juan Pablo Albornoz
Directora: Laura Quintana
Mayo, 2018
Agradecimientos
Recibo. Lo que recibo, en muchos sentidos, me excede, me permea, me pone en el mundo. Veo la
gratitud como un movimiento que empieza en el cuerpo. Un movimiento de apertura, de
reconocimiento, de vulnerabilidad, de entrega.
Gracias a Laura Quintana, con quien construí muchas de las reflexiones de este trabajo, y cuyas
palabras, aquí, en clase, y en sus textos, valoro profundamente.
A Lina Paola Lara, a quien agradezco enormemente su generosidad.
A Juan y Susana, de quienes recibo su cariño todos los días, y a quienes llevo conmigo siempre.
A Daniela, con quien me descubro y redescubro. En silencio, en palabras, viajando, bailando, nos
damos cuenta de que más que materia somos fuerzas; más que esencias somos intensidades. Gracias,
por tu voz, el encuentro, el mar.
2
ÍNDICE
0. INTRODUCCIÓN ....................................................................................................... 6
1. NAVEGANDO EN EL RESENTIMIENTO ......................................................... 16
i. Un caballo… .................................................................................................................. 16
ii. Afectos, movimiento, cuerpo… .................................................................................... 18
iii. El resentimiento como marca afectiva… ...................................................................... 21
iv. Me llamo nadie… ......................................................................................................... 26
v. El resentimiento como afecto inmunitario ................................................................... 29
vi. Utopía y trauma ............................................................................................................. 37
vii. Construcción de paz en la Universidad de los Andes… ............................................ 43
1.5 INTERSTICIO: ............................................................................................................ 47
i. Plasticidades .................................................................................................................. 48
ii. Intensidades ................................................................................................................... 51
iii. Entre las olas ................................................................................................................. 57
2. TRAUMA Y UTOPÍA EN EL PLEBISCITO ......................................................... 65
i. Los ‘racionales’ del Sí, los ‘emocionales’ del No ............................................................ 65
ii. Una alternativa desde los afectos ................................................................................... 72
iii. La nación traumada ....................................................................................................... 79
3
iv. Individuos traumados .................................................................................................... 83
v. En lo escondido… ......................................................................................................... 84
vi. La nación utópica .......................................................................................................... 91
3. REFLEXIONES FINALES: TRES HISTORIAS ................................................... 98
4. LISTA DE REFERENCIAS: ................................................................................... 105
4
“The barbarians come out at night. Before darkness falls the last goat must be brought in, the gates
barred, a watch set in every lookout to call the hours. All night, it is said, the barbarians prowl
about bent on murder and rapine. Children in their dreams see the shutters part and fierce
barbarians faces leer through. “The barbarians are here!” the children scream, and cannot be
comforted. Clothing disappears from washing-lines, food from larders, however tightly locked. The
barbarians have dug a tunnel under the walls, people say; they come and go as they please, take
what they like; no one is safe any longer. […] Why doesn’t the army stop the barbarians? people
complain. […] Tea and sugar can no longer be bought […] Those who eat well eat behind closed
doors, fearful of awaking their neighbour’s envy.
J.M. Coetzee (2010), Waiting for the Barbarians, p. 141
Durante aquellos primeros días, con quien resultaba más interesante hablar no era con los
científicos, los funcionarios o los militares de muchas estrellas, sino con los viejos campesinos. Gente
que vivía sin Tolstói, sin Dostoyevski, sin internet, pero cuya conciencia de algún modo, había
dado cabida a un nuevo escenario de mundo. Y su conciencia no se destruyó.”
Svetlana Alexiévich (2015), Voces de Chernóbil, p. 46
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0. Introducción
Octubre de 2016. El gobierno colombiano había convocado un plebiscito para refrendar los
acuerdos de paz con las FARC, la guerrilla más longeva del continente. Años de trabajo
parecían confluir en este evento; se pronosticaba que el voto por el ‘sí’, la opción que
refrendaba los acuerdos, iba a ser la ganadora, si bien había un sector importante de la
política que había manifestado su desacuerdo. A las nueve de la mañana, me paraba frente
al tarjetón en mi puesto de votación. Leía varias veces la pregunta: “¿Apoya el acuerdo
final para la terminación del conflicto y construcción de una paz estable y duradera?”
Pensaba que si un extranjero, que poco o nada conociera sobre los conflictos de este país
sudamericano, leyera la pregunta, probablemente se preguntaría qué tan necesaria era
hacerla, pues, ¿quién no apoyaría la terminación de un conflicto, o la construcción de una
paz estable y duradera? Como es sabido, a final del día se proclamaba el ‘no’ como ganador
de la votación.
Quizás el problema empezaba en esa misma pregunta, que de entrada anunciaba la
posición oficial del Gobierno frente a los acuerdos, y que configura lo que en nuestro
contexto se ha entendido muchas veces como “posconflicto”. El prefijo “pos” indica aquí
un espacio en el que, por un lado, ya no cabe el conflicto y, por otro, en el que puede
construirse lo opuesto: una paz estable y duradera. Incluso, aunque no se definiera paz
necesariamente de forma negativa –como ausencia de conflicto–, sino positiva –como el
alcance de cierta noción de justicia, equidad o bienestar–, los Acuerdos eran vistos como un
punto de quiebre, necesarios para lograr la meta de eliminar el conflicto. Basta ver, por
ahora, algunos de los discursos que dio el Alto Comisionado para la Paz, Sergio Jaramillo,
en los meses y años anteriores al plebiscito. Cito dos ejemplos: (1) “En el fondo, la paz es
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una decisión. Una decisión por el futuro y en contra del pasado” (Jaramillo, 2016, p. 8); (2)
“No ha habido un proceso de paz territorial, no ha habido un proceso de paz que se instale
en las regiones y logre el verdadero cierre del conflicto” (Jaramillo, 2013, pár. 25). En la
primera cita, Jaramillo enfatiza en el Acuerdo como punto de inflexión: en contra de un
pasado y por el futuro. En otras palabras, establece una diferencia entre un pasado definido
por el conflicto y un futuro definido por la ausencia de este. La segunda cita profundiza esta
idea. No solo aclara que en su opinión no ha habido antes proceso alguno de paz territorial,
sino que también indica que la paz territorial debe ser algo que se instale en las regiones –
no que nazca de ellas – y que logre un verdadero cierre del conflicto. Es decir, se da la idea
de que no hay cabida para el conflicto en una sociedad con instituciones fuertes y un
respeto total de los derechos constitucionales.
Verlo de esta manera establece una oposición dicotómica (paz/conflicto) que es
problemática en cuanto cierra la discusión al establecer categorías mutuamente excluyentes
y en cuanto de ella se desprende otra serie de oposiciones que funcionan de igual manera:
perdón/resentimiento, superación/olvido, sano/enfermo, entre otros. Al decir que la
pregunta cierra la discusión, no me refiero a que los promotores del Acuerdo pensaran que
luego de la eventual victoria del plebiscito todo el conflicto cesaría y entraríamos en la
etapa de la paz estable y duradera. Me refiero, más bien, a que la pregunta es problemática
en tanto se enmarca en una línea de promesa utópica en la que el ideal de una nación
democrática –de justicia, derechos e igualdad– se equipara con una promesa que se mueve
en el mundo afectivo: la terminación del conflicto como promesa de eliminación del
sufrimiento. Este último paso no es evidente por sí mismo, y la conexión habrá de quedar
clara: la pretensión de eliminar el sufrimiento se mueve en el mundo afectivo cuando esta
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supresión se ve como un intento de neutralización y homogeneización de afectos; cuando se
define el acuerdo, como espero mostrar, como una eliminación de las diferencias radicales.
El resultado del plebiscito también hacía eco de ciertas dinámicas que se venían
desarrollando globalmente: los británicos, por ejemplo, también habían votado
sorpresivamente por salirse de la Unión Europea. Un mes más tarde, Donald Trump ganaría
las elecciones presidenciales de los Estados Unidos contra todos los pronósticos. La
explicación más popular de estos fenómenos de victorias de los sectores más conservadores
se puede resumir en una palabra: la posverdad, declarada ese mismo año como la palabra
del año por el diccionario Oxford. Lo que se arguye allí es que la época de la información
inmediata en la que vivimos ha sido aprovechada por instituciones o personas en el poder
para repartir informaciones falsas, que aluden a los miedos y emociones de las personas y
no a su razonamiento. Varios concluyeron, como mostraré, que estos fenómenos electorales
ocurrían por una confluencia de desconfianza en las democracias representativas, causada
porque la gente salía a votar basada en sus emociones y no en su razón.
¿Cómo se vivió el plebiscito? ¿Qué movió a las personas a votar o no votar? No
pretendo que esta pregunta se entienda en un paradigma que considera a los sujetos como
moldeables y completamente dependientes de un sistema que los “manipula” en una u otra
dirección. Hago la aclaración porque gran parte de la discusión que se dio previa al
plebiscito tomaba esto por sentado: la manipulación era la palabra preferida por ambos
bandos, que constantemente se señalaban de guiar a la gente por una de las dos opciones a
través de tergiversación de datos y generación de emociones1. Las preguntas que planteo
1 Quizás el más notable de estos ejemplos lo dio Juan Carlos Vélez, gerente de la campaña por el ‘No’, quien en una entrevista señaló que la estrategia de la campaña se basó en lograr que la gente saliera a “votar verraca”.
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van en un sentido distinto: buscan salirse de un debate de quién manipuló a quién y se
orientan más hacia una inquietud por entender el tráfico de afectos2 que se mueven en un
evento como el plebiscito.
En una primera investigación sobre qué se movilizaba en este evento, revisé cada
portada de dos periódicos nacionales en el mes previo al plebiscito. Me interesaba buscar
qué tipo de imágenes se seleccionaron y qué rótulo o descripción les habían asignado. La
selección de imágenes en medios de información es relevante porque, de acuerdo con ésta
los afectos pueden ser movilizados tanto en una dirección homogeneizante como en una
que motive la apertura y el pensamiento. La primera dirección podría resumirse en lo que
Rancière (2014) llama el proceso de información en los sistemas dominantes:
Eso es lo que quiere decir informar en el sistema dominante: poner en forma,
eliminar toda singularidad de las imágenes, todo lo que en ellas excede la
simple redundancia del contenido significable, ponerlas a la distancia que
correspondan a la jerarquía de su ‘interés’, reducirlas en resumidas cuentas a
una función estrictamente deíctica, aquella de la materia sobre la que recae la
palabra de quienes saben qué imágenes merecen ser retenidas y quién esté
habilitado para decir qué dicen. (Rancière, 2014, pp. 74-75)
La imagen, entonces, es reducida desde muchos frentes. Su función se establece por el texto
que la acompaña o la voz de quien la presenta, así como por su posición en el entramado de
información, para que se pueda acoplar a las coordenadas de sentido de quien la ve. En
muchas ocasiones, el poder disruptivo y su singularidad se pierden.
2 Buena parte de este trabajo está dedicada al afecto. Si bien esto será desarrollado más adelante, vale la pena aclarar dos puntos de entrada: (1) por afecto no estoy entendiendo lo mismo que emoción y (2) hablo de “tráfico de afectos” puesto que la ubicación de los afectos nunca está en el sujeto, sino que siempre los entenderemos como circulando espacialmente, como intensidades que surgen en las relaciones entre cuerpos.
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El voto del plebiscito lo decidieron, en su mayoría, personas que no fueron víctimas
directas. Personas que vivieron el conflicto a través de las noticias, de los rumores, de las
conversaciones, del mismo miedo a vivirlo. Los medios alimentaron por mucho tiempo el
odio a las guerrillas y a la insurgencia. Para lograr una victoria del ‘Sí’ era importante
afectar las coordinadas de sentido de muchos colombianos. Rancière (2014) menciona que,
por ejemplo, ante las noticias de sufrimiento “vemos demasiados cuerpos sin nombre,
demasiados cuerpos que no nos devuelven la mirada que les dirigimos, de los que se nos
habla sin que se les ofrezca la capacidad de hablarnos” (p. 77). La capacidad que tendrían
las imágenes de irrumpir en nuestras coordenadas de sentido tendría que ver precisamente
con imágenes que nos devuelvan la mirada –que nos descubran en el voyerismo– y que
tengan la capacidad de hablarnos, desestabilizando la relación unidireccional del espectador
frente al objeto para pensar en una posible transformación; es decir, no solo descubrir el
voyerismo sino imposibilitarlo, que las imágenes devuelvan una capacidad de agencia o de
afirmación para quien las ve. Esta última capacidad es a la que me refiero más arriba: una
que logre movilizar afectos que no se reduzcan a una dicotomía de bueno/malo,
conflicto/paz, etc.
El análisis de esas imágenes me llevó a ciertas conclusiones en esa investigación, y
me abrió la pregunta sobre lo que quiero hacer en este trabajo. Uno de los resultados fue
que ningún titular o imagen principal se concentró en visibilizar voces de las víctimas del
conflicto. Con esto no me refiero a que los medios silenciaran a las víctimas, o que ellas no
tuvieran voz. Más bien, apuntando a lo que se mencionó arriba, me refiero a que no se le
daba espacio a que la voz de la víctima apareciera y se hiciera visible no meramente como
cuerpo violentado, silenciado, sino como cuerpo con una capacidad de restituir con su voz
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lo que aconteció. De suerte que al manifestar su singularidad irrumpiera en nuestras
coordenadas de sentido, haciendo valer cómo la gente resiste a pesar de todo. Solo un par
de titulares e imágenes sobre el conflicto se refirieron vagamente a testimonios de las
víctimas. La gran mayoría incluían a personas en esferas de poder, de ambos bandos. Las
dedicadas al presidente Santos y a su Gobierno iban acompañadas de símbolos claros que
poco invitan a una reflexión: el abrazo como símbolo del perdón, la ropa blanca como
símbolo de la paz, el llanto como símbolo de la emoción. Las dedicadas a la oposición
mostraban caras largas y preocupadas.
Las portadas de los periódicos solo fueron un abrebocas, que me sugería que el
problema no era de un exceso –exceso de imágenes de conflicto, de movimiento, de
manifestaciones– sino quizás de quietud, de fijación. ¿Qué nos mueve, entonces, a no
movernos? Volví a pensar en la declaración de Juan Carlos Vélez, que cité en una nota más
arriba: instar a la gente a que saliera a votar verraca. ¿Qué había detrás de esa rabia?
¿Resentimiento, quizás? Solemos llamar resentimiento a los dolores o rabias guardadas de
eventos pasados. ¿Cómo entender el resentimiento en este evento? ¿Cómo entender esa
contradicción –aquí apenas esbozada, sugerida– de algo que movió pero también fijó?
Probablemente, la palabra que más se discutió entre los colombianos antes del
plebiscito fue “paz”. La oposición sacó un lema: “paz sí pero no así”. El Gobierno insistía
en los Acuerdos como una oportunidad única e irrepetible de construir paz. En el medio, un
poco más olvidados, decenas de movimientos sociales, que por muchos años ya habían
trabajado en temas de conflicto y paz, se preguntaban sobre la forma de incorporar los
acuerdos a sus misiones y objetivos de autogestión y control “desde abajo”. Al hablar de la
paz se habló también entonces de víctimas, reparación, justicia, derechos, entre otros. El
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problema del resentimiento parecía reducirse a encontrar los criterios justos de reparación.
Sin embargo, como intentaré mostrar a lo largo de este trabajo, reflexionar sobre el
resentimiento significa considerar problemas más amplios y complejos que no pueden
tratarse al apelar meramente a criterios de reparación. En especial, si no se equipara el
resentimiento con una emoción como la rabia3, sino como un afecto que atraviesa, de
manera a veces más sutiles o inconscientes, muchas de las dinámicas que se viven en un
contexto como este. Parto de la premisa, entonces, de que reflexionar sobre la movilización
de afectos en el plebiscito es una herramienta poderosa para reflexionar sobre lo que
significa construir paz y sobre lo que se puede hacer para que la noción de construcción de
paz signifique algo que vaya más allá de las etiquetas a las que podemos asociar esas
palabras. Pensar en el resentimiento como afecto puede abrir varios caminos que sirvan a
esa reflexión.
Este trabajo comienza con una cita de Esperando a los bárbaros, una novela del
escritor sudafricano J.M. Coetzee. En el extracto que reproduje, el personaje principal de la
novela describe el ambiente que se vive en un remoto pueblo de un imperio ficticio. A lo
largo de la novela ha crecido el miedo entre los habitantes de una invasión bárbara. Los
bárbaros nunca van a invadir. Como lo indica el título, estamos ante una sociedad que
constantemente está esperando la llegada del bárbaro, el otro enemigo, el extranjero, el
invasor. Este bárbaro está claramente definido en oposiciones negativas con el civilizado.
Así como sucedió en el plebiscito, en el pueblo se riegan rumores, los miedos se alimentan
con mentiras, los niños no pueden dormir de pensar en seres horribles que vendrán a
3 Las emociones tienen que ver con un registro subjetivo (es decir, localizado en el sujeto), mientras que los afectos circulan espacialmente y en la relación entre cuerpos. Lo que conlleva pensar en afectos en lugar de emociones es algo transversal a este trabajo, y es especialmente trabajado en el intersticio.
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secuestrarlos. Empiezan a ocurrir, uno tras otro, movimientos de cierre. La gente se
encierra en sus casas y ve más que nunca lo que hace el vecino. Siempre esperando, están
también siempre en modo de defensa. ¿Cuáles son nuestros bárbaros, nuestros cierres,
nuestros modos de defensa? En este trabajo, en primer lugar, defenderé la siguiente tesis:
los afectos inmunitarios4, como el resentimiento, se han proliferado en nuestra época y han
tenido un efecto en la manera de estar en el mundo, que se puede apreciar en los efectos de
cierre, de miedo y de defensividad. En segundo lugar, también me interesa señalar y
profundizar en las posibilidades de transformación de estas condiciones.
En el segundo epígrafe que abre este trabajo, la escritora Svetlana Alexiévich señala
cómo era mucho más interesante hablar con los viejos campesinos después de la catástrofe
de Chernóbil que con cualquier analista o científico. Campesinos, vuelvo a citar a
Alexiévich (2015), “cuya conciencia, de algún modo, había dado cabida a un nuevo
escenario del mundo” (p. 46). Me interesa, de una manera muy similar, explorar las formas
desde las que los mismos cuerpos logran rehuir y transformar los afectos inmunitarios en
formas que fracturan formas de violencia y dinámicas defensivas, dando vida a una cierta
reorganización de su vida afectiva, dando cabida a nuevos escenarios del mundo.
Pero antes de entrar propiamente en materia, haré unas aclaraciones sobre la
metodología que seguirá mi trabajo. En un primer momento, la pregunta por la metodología
viene de estas consideraciones: ¿Qué tipo de intervenciones puede hacer la filosofía?
¿Hasta dónde pueden llegar? ¿Cómo puede ser un texto académico una intervención? Me
interesa partir, como ya lo han hecho muchos otros, por pensar en la reflexión filosófica
como una intervención (Manrique et al, 2016), en el sentido en el que puede incidir, con sus
4 A qué me refiero con afectos inmunitarios será explicado en el primer capítulo.
13
modos de análisis y creación conceptual, en las realidades que aborda, ofreciendo otras
narrativas para pensarlas. Me interesa la filosofía que se abre, que al cuestionarse busca
quebrar con la idea de que lo “elevado” es la discusión más abstracta o el análisis más
argumentado. Me interesa una filosofía más interdisciplinar, que busca sus bordes con la
política, la antropología, la estética, la literatura y las experiencias cotidianas.
La teoría de afectos sirve para señalar la urgencia de no desdibujar los sujetos en pro
de una explicación estructural que los determina; desde lo micro se pueden ver muchas
formas de resistencia que no se dejan reducir a una explicación estructural. En lo micro no
solo entran experiencias de la vida cotidiana sino también campos más marginales del
conocimiento filosófico, como la literatura o el arte. De esta manera, mediante el estudio de
casos, tanto literarios como históricos, en los que se pone en juego un espacio afectivo del
resentimiento, pretendo poder cuestionar, y dejar ver en su complejidad, las nociones
mismas de ‘posconflicto’ y ‘construcción de paz.’ Verlo de esta manera permite pensar en
una posible construcción de paz que no niegue el conflicto –en un sentido de buscar
sanarlo– y con él los afectos que lo constituyen –entre ellos el resentimiento– sino que
busque reconfiguraciones espaciales y afectivas que contrarresten sus efectos. Además, me
interesa pensar en políticas del resentimiento que no se restringen a las víctimas directas del
conflicto sino que tienen que ver con los ciudadanos en general.
Asimismo, en concordancia con todo lo que he dicho, busco desarrollar y especular
con una apuesta de escritura diferente a la que se suele hacer en la filosofía tradicional.
Mediante una escritura más fragmentaria, busco la interdisciplinariedad, así como la
apertura y cuestionamiento de lo que puede y no puede el mismo lenguaje.
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Ahora bien, este trabajo está dividido en tres partes. En la primera, me ocupo de
caracterizar –de manera más teórica– el resentimiento como afecto inmunitario y sus
posibilidades de transformación o plasticidad. A continuación he incluido un intersticio: un
espacio pequeño, dedicado a pensar sobre los afectos, que pretende dar una puerta de
entrada o apertura al tercer capítulo, en el cual los análisis antes propuestos se localizarán
en la situación afectiva que dejó ver el plebiscito.
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1. Navegando en el resentimiento
i. Un caballo…
Se cuenta que en 1889, mientras viajaba por Turín, Nietzsche se detiene al ver a un hombre
que, sentado en su carroza, azota incesantemente a su caballo. Este, sin embargo, rehúsa
moverse. Intempestivamente, Nietzsche decide lanzarse hacia el caballo y lo abraza por el
cuello para protegerlo, pero pronto colapsa y cae al suelo. Después de ese episodio quedaría
en cama y viviría muy enfermo por los siguientes once años, hasta su muerte. La película El
caballo de Turín (2011), del director húngaro Béla Tarr, entra en la filosofía de Nietzsche a
través de esta anécdota. Y entra allí en un movimiento que tiene dos desvíos: por un lado,
no lo hace a través de los textos del filósofo; por otro, ni siquiera sigue a Nietzsche después
de la anécdota, sino al caballo –en realidad, yegua– que abrazó. Estos desvíos obligan a
pensar la filosofía de Nietzsche desde la materialidad de ese encuentro, desde los azotes, el
abrazo y el colapso. En El caballo de Turín estamos ante cuerpos. La película abre con el
hombre de la carroza, que vuelve a su casa rural. Pasan 10 minutos en los que solo vemos al
caballo que hala la carroza y al hombre que resiste el fuerte viento; luego el hombre tiene
que halar al caballo.
16
Una vez llega a su casa, lo recibe la hija. No hay saludos; la hija lo ayuda a desmontar, a
cambiarse la ropa y a hacer la comida: una papa caliente para cada uno. El caballo, que
parece tan afectado como Nietzsche por el encuentro, se rehúsa a comer y a volver a salir.
Solo esperará su muerte. En la película apenas hay diálogos. Tampoco hay muchos sonidos:
un viento fuerte que no cesa y una pieza musical que se repite a lo largo de la película. En
el final, el hombre y la hija están sentados en la mesa. Ya no tienen agua ni fuego, por lo
que cada uno solo tiene una papa cruda en frente. La hija se rehúsa a dar siquiera un
mordisco, a hacer un movimiento, a decir una palabra. Al igual que Nietzsche y el caballo,
la hija parece haber comprendido algo que excede el lenguaje: algo que solo se nos muestra
a través de sus rostros o movimientos.
¿Qué mueve a Nietzsche a desplomarse frente al caballo? ¿Qué mueve, o no mueve
al caballo, cuyo silencio e inactividad estremecen? La película, entre otras cosas, es esto: un
experimento por lo que excede y desubica al lenguaje, que a través de la historia ha servido
17
como la marca que define lo humano, que señala la capacidad del lenguaje como portador
de significados, como lo que nos separa de “lo animal”, como la muestra de nuestra
“superioridad”, aquella que nos permite abstraer y crear conceptos. Octavio Paz dice en El
arco y la lira (2004) que la filosofía está tan atada al lenguaje y a las palabras que sin ellas
todo lo que pensamos que es el hombre dejaría de ser asible, capturable. Pensar, incluso,
sería imposible. Sentir, quizás, también. ¿Cómo pensar entonces aquello que podría exceder
el lenguaje?
ii. Afectos, movimiento, cuerpo…
Estas son el tipo de preguntas que aparecen una y otra vez cuando se piensa en los
afectos. Se puede empezar con la definición de afecto que parece más simple: la capacidad
de un cuerpo de afectar y ser afectado (Seigworth & Gregg, 2010; Deleuze, 1992). Para
desarticularla, habría que ver qué podemos entender por capacidad y por cuerpo, y cómo,
entonces, la delimitación de cualquier afecto tendrá que pasar por una delimitación de
capacidades y cuerpos. Que un afecto sea capacidad indica que siempre será una potencia,
medida en términos de intensidad. Que sea potencia implica que el afecto no tendrá nunca
un lugar fijo; la capacidad de un cuerpo no se define solo por el cuerpo o desde el cuerpo,
sino en medio de un cierto intervalo (Seigworth & Gregg, 2010); en la intensidad entre
cuerpos y mundo. Cuando se habla de cuerpo, por otra parte, no se habla de una idea de
cuerpo genérica o universal, sino una que siempre busca lo singular: un cuerpo y su
capacidad de afectar o ser afectado. Es decir, en lugar de considerar el cuerpo como una
entidad biológica y fisiológica cerrada, los cuerpos son abiertos, y participan en los flujos
de afectos, en relaciones de reciprocidad y encuentros (Blackman, 2012; Seigworth &
Gregg, 2010). En este sentido, el afecto es algo que siempre excederá al sujeto –y en el
18
mismo sentido, al lenguaje–. Esta es una suposición de la que se parte, según Blackman,
una vez se hace el giro de ver el cuerpo como organismo al cuerpo como una construcción
mediada. Este giro también ayuda a diferenciar los afectos de las emociones o sentimientos.
Para Massumi (2002), por ejemplo, una vez un afecto se experimenta como una emoción o
sentimiento, su potencial se frustra. Es decir, una vez ocurre el proceso cognitivo y
sensorial –en el caso del resentimiento, se podría pensar en las emociones que estarían
usualmente asociadas con este, como la rabia o la ira–, ya no tenemos un cuerpo en
capacidad de algo sino un cuerpo que siente. El potencial, que no se ubica en el cuerpo sino
entre cuerpos, sucede en lo precognitivo (Thrift, 2008). Todo esto importa porque la
dirección que se tome determinará qué vamos a entender por cuerpo y sujeto.
Massumi empieza su libro Parables of the Virtual con la siguiente reflexión sobre el
cuerpo:
Varias investigaciones fenomenológicas del cuerpo sintiente se dejaron atrás
en gran parte porque eran difíciles de reconciliar con los nuevos
entendimientos de las capacidades estructurantes de la cultura y su
inseparabilidad tanto del ejercicio del poder como de los destellos del
contrapoder que corresponden a la vida mediada. Todo era acerca de un
sujeto sin subjetividad: un sujeto construido por mecanismos externos: ‘El
Sujeto’. ‘El Cuerpo’. ¿Que es aquello para el Sujeto? No las cualidades de su
experiencia de movimiento, sino, acorde a la perpectiva extrínsica, su
posicionamiento. (Massumi, 2002, p. 2, traducción mía5)
Massumi advierte antes que su libro será acerca de las transformaciones en los cuerpos.
Para ello se propone pensar sobre el movimiento, o más precisamente, la experiencia de
moverse. La principal traba a la que estas investigaciones se han enfrentado ha sido la
5 En adelante, tm.
19
proliferación en el siglo XX de las ideologías y la cultura como formadores de sujetos; la
estructura sistémica como determinadora de individuos. Para Massumi, entonces, el cuerpo
para el sujeto del siglo XX no tiene que ver con la experiencia del movimiento, sino con su
posicionamiento en una cuadrícula de significantes culturalmente construidos:
hombre/mujer, blanco/negro, etc. (Massumi, 2002, p.2).
Esto no quiere decir que los análisis sistémicos del individuo impliquen una
imposibilidad de cambio. El problema, para Massumi, es que estos análisis, que
necesariamente funcionan al ubicar a los sujetos dentro de una red o entramado (gridlock),
solo funcionan una vez se subordina el movimiento a la posicionalidad: “En efecto, un
cuerpo que ocupa una posición en el entramado puede tener éxito en moverse a ocupar otra
posición […] Pero esto cambia el hecho de que lo que define al cuerpo no es el movimiento
mismo, sino solo sus puntos de inicio y final” (Massumi, 2002, p. 3, tm). William James, en
su teoría de las emociones (1884), describía la forma en que sentimos de la siguiente
manera: 1) percibo un león; 2) mi cuerpo tiembla; 3) estoy asustado (Probyn, 2010, p. 77).
El análisis que describe Massumi se ocupa, por necesidad, del 1) y del 3). El sujeto se
define por lo que percibe (1) y por la cognición que hace o el estado que adquiere (3), y el
movimiento (2) queda subordinado.
Es en este sentido que señalaba que El caballo de Turín nos lleva a pensar sobre el
movimiento; o más bien, si pensar en los afectos es pensar en la experiencia de moverse, la
película nos plantea también un mundo afectivo que tendría una característica paradójica:
afectos que fijan en lugar de poner en acción. Afectos cuyo potencial parece ser el no
afectar en dirección a la transformación.
20
iii. El resentimiento como marca afectiva…
Hasta ahora he hablado de movimiento, afectos, cuerpo, resentimiento, Acuerdos de
Paz y el plebiscito. Quizás la conexión entre todo aún parezca débil. Por ahora, la pondré en
estas palabras tentativas: quiero argumentar que pensar en el entramado afectivo en un
evento como el plebiscito nos ayuda a entender mejor lo que allí se puso en juego. En
particular, creo que pensar en el resentimiento como un afecto, y como uno que jugó allí un
papel fundamental nos ayuda a considerar cómo desde la filosofía se puede intervenir para
que ese afecto no se niegue, o se reduzca en su complejidad y ambivalencia, sino que se
pueda moldear y reconfigurar. Además, quiero mostrar esa plasticidad de los afectos a
través de la literatura y el cine. Por ahora, en este apartado me referiré de manera breve a
tres pensadores, Javier Moscoso, Didier Fassin y Friedrich Nietzsche, y a la escena final de
la novela Los ejércitos de Evelio Rosero, para intentar mostrar cómo, de diferentes
maneras, analizar el resentimiento conlleva la persecución de ciertas marcas afectivas que
son difíciles de asir. Después, la tarea será la siguiente: (1) en qué sentido entiendo el
resentimiento como afecto; (2) en qué sentido se estaría hablando de un afecto inmunitario.
La pregunta acerca de qué podemos entender por resentimiento empieza por un
análisis de su significado y sus referentes. El problema, como argumentaré, es que en
muchas ocasiones el debate se ha quedado allí: en tratar de encontrar los significados más
precisos o los referentes más adecuados. Javier Moscoso empieza su ensayo “The Shadows
of Ourselves: Resentment, Monomania and Modernity” con estas palabras: “El
resentimiento no es una palabra sencilla; tampoco una realidad fácil. Por el contrario, su
significado es vago y su referente es confuso […] El entendimiento contemporáneo de la
palabra se refiere a nada más que odio residual y duradero” (Moscoso, 2013, p. 19, tm).
21
Moscoso no explora más allá en su ensayo a lo que se refiere con el resentimiento como
una realidad difícil. Tampoco ahonda en qué consistiría la cualidad residual del odio. Por
el contrario, su ensayo tomará una posición con respecto a lo segundo, es decir, le intenta
dar al resentimiento un significado más preciso y un referente claro. Que Moscoso no se
haya preocupado por seguir destejiendo y tejiendo lo que puede ser una realidad del
resentimiento hace que sus argumentos se queden en un debate, muy intelectual, sobre
significados y referentes.
Para Moscoso, el resentimiento es una pasión intelectual, su referente la
modernidad, y se caracteriza por ser un tipo de monomanía, una obsesión que surge de una
promesa incumplida por parte de los Estados modernos de alcanzar condiciones de justicia
e igualdad. El ensayo de Moscoso es corto y sus argumentos quedan, por lo general,
incompletos. Entre otras, deja abiertas las siguientes preguntas: ¿qué es una pasión
intelectual, y qué problemas tiene definirla de esa forma? ¿Qué pasa con las promesas de
justicia e igualdad que había antes de la modernidad? ¿Qué tan diferente es una obsesión
por una promesa incumplida de la supuesta definición simple y vulgar de un odio residual y
permanente?. En todo caso, de su propuesta sí quedan dos consideraciones fundamentales
cuando se piensa en el resentimiento: hay una realidad difícil y un odio residual. Lo difícil,
pienso, está precisamente asociado a lo residual. Lo residual es difícil porque señala una
marca afectiva: señala algo que está allí sin estarlo. Pero esto lo desarrollaré un poco más
adelante.
En su ensayo “On Ressentiment and Resentment”, el antropológo Didier Fassin hace
un análisis del resentimiento en contextos de “posconflicto”. A Fassin le interesa analizar
22
cómo funcionan ciertos afectos en ciertas economías morales6. Lo que, por lo general,
circula en las economías morales del posconflicto, para Fassin, está asociado a valores
morales cristianos que enfatizan en conceptos como reconciliación, humanitarismo,
amnistía y reparación (Fassin, 2013, p. 6). Y en estas economías, claramente, se toman
como negativos conceptos como violencia, violaciones de derechos, corrupción,
desplazamiento, etc. Sin embargo, el resentimiento cae, para Fassin, en una zona gris y
ambigua (p. 2). Fassin, que solo considera aquí el resentimiento por parte de víctimas
directas, toma el ejemplo de Jean Améry, sobreviviente del holocausto, y quien insistió en
separar el resentimiento del perdón y la reparación, al argumentar que “mi ressentiment
está allí con el objetivo de que el crimen se vuelva una realidad moral para el criminal, para
que sea movido dentro de la verdad de su atrocidad” (Améry en Fassin, 2013, p. 5, tm). En
otras palabras, Améry reclama el derecho a que su resentimiento perdure como marca.
Como en el caso de Moscoso, aquí se puede ver cómo el resentimiento señala una realidad
difícil –pues es ambigua cuando se considera en este tipo de economías morales– y se
manifiesta desde la marca o el residuo.
Con el uso de la palabra ressentiment, Améry también hace referencia Nietzsche,
quien en La genealogía de la moral, en la que el resentimiento es central, decide
diferenciarla al usar la palabra del francés: ressentiment7. Para Nietzsche, el resentimiento
no es un valor más dentro de la escala de la moralidad, sino que es el valor fundacional de
6 Fassin define una economía moral como la producción, circulación y apropiación de normas y obligaciones, valores y afectos relativos a un problema específico en un tiempo y espacio específicos (Fassin, 2009) 7 Aunque Améry se refiera a Nietzsche al usar esa palabra, no se puede decir que Améry lo esté entendiendo de la misma manera. Para Améry, la marca del resentimiento hace que se legitime una incapacidad de perdonar lo imperdonable, una incapacidad que sin embargo se puede afrontar de diferentes formas creativas. Para Nietzsche, por otro lado, el resentimiento no yace en una incapacidad, sino más bien en formas de fijación de otro.
23
la sociedad occidental; el origen de aquella a la que Nietzsche llama “la moral de los
esclavos”. En el tratado primero de La genealogía de la moral, Nietzsche escribe:
La rebelión de los esclavos en la moral comienza cuando el resentimiento
mismo se vuelve creador y engendra valores: el resentimiento de aquellos
seres a quienes les está vedada la auténtica reacción, la reacción de la acción,
y que se desquitan únicamente con una venganza imaginaria. Mientras que
toda moral noble nace de un triunfante sí dicho a sí mismo, la moral de los
esclavos dice no, ya de antemano, a un ‘fuera’, a un ‘otro’, a un ‘no-yo’; y
ese No es lo que constituye su acción creadora. Esta inversión de la mirada
que establece valores –este necesario dirigirse hacia fuera en lugar de
volverse hacia sí– forma parte precisamente del resentimiento: para surgir, la
moral de los esclavos necesita siempre primero de un mundo opuesto y
externo, necesita, hablando fisiológicamente, de estímulos exteriores para
poder en absoluto actuar; su acción es, de raíz, reacción. (Nietzsche, 2015, p.
56)
Para Nietzsche, el verdadero resentimiento no se puede poner a la par de una simple
emoción. Algunos pensadores argumentan que ello es claro cuando Nietzsche decide usar
el término francés ressentiment, para así alejarlo de una emoción que se describiría como
odio o rabia que no se puede soltar. Como se ve en el párrafo anterior, el ressentiment se
ubica en el origen de un paradigma, de una visión de la vida. El problema, para Nietzsche,
es que el impulso del ressentiment es anti-vital en tanto que indica la formación de una
identidad reactiva, de una identidad que se forma primero de la negación de un otro, que
permite la afirmación de sí. De la negación de un otro, además, que se desfigura y rechaza
por medio del movimiento de la reactividad.. De modo que aquí está en juego una
24
caracterización de este afecto como inmunitario8. Además, es muy interesante que
Nietzsche considere que este proceso no es meramente intelectual, sino completamente
fisiológico. En el tratado tercero ahonda precisamente en ello:
La verdadera causalidad fisiológica del resentimiento, de la venganza y sus
afines se ha de encontrar, según yo sospecho, únicamente en esto, es decir,
en una apetencia de amortiguar el dolor por vía afectiva […] se quiere
adormecer un dolor torturante, secreto, progresivamente intolerable,
mediante una emoción más violenta, sea de la especie que sea, y expulsarlo,
al menos por el momento, de la consciencia; para ello se necesita un afecto,
un afecto lo más salvaje posible, y, para excitarlo, el primero y mejor de los
pretextos (Nietzsche, 2015, p. 186)
Los pretextos desvían el resentimiento. Es decir, crean un objeto particular: un
culpable o causante del dolor con el que se desvía la causa fisiológica y los afectos se
desahogan en un intento de alivio y aturdimiento. En El crepúsculo de los ídolos, Nietzsche
ubica este desvío como una de las principales características del ser humano: “La mayoría
de nuestros sentimientos generales –toda especie de obstáculo, presión, tensión, explosión
en el juego y contrajuego de los órganos, como en especial el estado del nervus
sympaticus– excitan nuestro instinto causal: queremos tener una razón de encontrarnos de
este y aquel modo, –de encontrarnos bien o encontrarnos mal” (Nietzsche, 1997, p. 65). Lo
interesante del tratamiento que Nietzsche propone de los afectos es que siempre se
preocupa por enfatizar su carácter fisiológico, que necesariamente estimula ciertos
pretextos intelectuales. El ressentiment, más que ningún otro, estimula el desvío hacia un
8 En la sección de “El resentimiento como afecto” ahondaré en esta caracterización. Con inmunitario me refiero a afectos que parecerían funcionar como el sistema inmunitario: un mecanismo de defensa que para afirmarse necesita de una aniquilación de otro.
25
culpable. Para Nietzsche, este movimiento tendrá que ver con ciertas dinámicas
subyacentes y antiquísimas de mérito y responsabilidad9.
Nietzsche, entonces, ya no se interesa tanto por el debate del significado y el
referente. Se preocupa, como parecían las líneas iniciales del texto de Moscoso, por cierta
realidad del resentimiento. Es decir, como algo que ocurre, que se experimenta desde el
cuerpo, y que en otro movimiento luego lo localizamos con algún referente. No hay que
pensar, sin embargo, que el sujeto formado por el resentimiento es ya un sujeto
completamente atrapado o enfermado por este. Es decir, cuando se crean las dinámicas de
afirmación de sí mediante la formación de un culpable, esta afirmación de sí no es total o
pura. Hay que señalar que, ya para Nietzsche –y como desarrollaré más adelante mediante
Donna Haraway– hay una cierta ambigüedad o ambivalencia en este proceso: la misma
“enfermedad” del resentimiento crea pliegues en los cuerpos que apuntan a un proceso
contrario: ya no culpar meramente a otro sino poder desplegar un deseo de ser otro, de ser
de otra forma10.
iv. Me llamo nadie…
En las últimas páginas de Los ejércitos, el anciano Ismael camina por su pueblo desolado.
Casi todos los demás habitantes han tenido que huir o han muerto. El viejo busca regresar a
9 Nietzsche desarrolla esto en el Tratado Segundo de La genealogía de la moral. En resumidas cuentas, la relación que establece es la siguiente: la idea de responsabilidad proviene la identificación de lo propiamente humano como lo que permanece: la capacidad de hacer promesas, y de tener memoria. La memorización crea a su vez a la razón y la conciencia, y esta última la aparición de afectos como el resentimiento. Este proceso conlleva, sin embargo, desde sus inicios grandes dolores y violencias: “Ay, la razón, la seriedad, el dominio de los afectos, todo ese sombrío asunto que se llama reflexión, todos esos privilegios y adornos del hombre: ¡qué caros se han hecho pagar!, ¡cuánta sangre y horror hay en el fondo de todas las ‘cosas buenas’” (p. 90). 10 En la sección 24 de La genealogía de la moral, capítulo 2, Nietzsche sugiere que la mala conciencia, fundamental para la formación de la conciencia crítica, pudiera desvincularse de la conciencia de culpa.
26
su casa, pero su memoria ya no es la misma y ya no puede reconocer las diferentes esquinas
del pueblo. Cuando logra, por fin, encontrar su casa y pone la mano sobre la manija, oye
que lo llaman por detrás. Un grupo de hombres –¿soldados, guerrilleros, paramilitares?– lo
llama, le pregunta su nombre. Es una de las varias veces que lo detienen en la novela: “‘Su
nombre’, gritan, ‘o lo acabamos’, que se acabe, yo sólo quería, ¿qué quería?, encerrarme a
dormir, ‘Su nombre’, repiten, ¿qué les voy a decir?, ¿mi nombre?, ¿otro nombre?, les diré
que me llamo Jesucristo, les diré que me llamo Simón Bolívar, les diré que me llamo
Nadie, les diré que no tengo nombre y reiré otra vez, creerán que me burlo y dispararán, así
será” (Rosero, 2007, p. 203).
Ismael decide quedarse en el pueblo desolado, y afrontar su muerte con un último acto
de risa, o de burla. Resiste, de cierta manera, la violencia. La edición de Tusquets de la
novela incluye un pequeño resumen en la contracarátula, que es interesante analizar. Dice
que la novela empieza en un ambiente idílico en San José del Guaviare, hasta que este se
enrarece. Termina con estas palabras: “Ismael opta por quedarse en el pueblo devastado.
Una decisión que le revelará un destino oscuro e imprevisible”. Si uno se guiara por ese
resumen, como presumiblemente lo hace cualquiera que tome el libro en una librería,
pensaría que es una novela que se enmarca en unas dinámicas muy convencionales: que se
presenta una situación inicial idílica, de dos viejos que pasan sus últimos días en paz, entre
gallinas y flores y peces, y luego se llega una situación en la que la violencia predomina y
que termina con un destino oscuro e imprevisible. Nada más lejano, sin embargo, de lo que
presenta la novela de Evelio Rosero. Desde las primeras páginas está presente la violencia,
hasta la última. Tampoco se reduce todo a ella. Ni hay un fin oscuro e impredecible. En el
fin está la resistencia de Ismael. Resistencia en forma de risa. ¿Por qué resistencia? ¿Por
27
qué, en el momento en que lo van a asesinar, lo atraviesa el afecto de la risa? Mi conjetura
es que la resistencia de Ismael, que se ha forjado a través de toda la novela, tiene que ver
con una resistencia que establece desde lo cotidiano. Veamos el siguiente pasaje, que
ocurre cuando Ismael ya está solo; Otilia, su esposa, ha desaparecido, e Ismael se acuerda
de que, antes de que llegara la última ola de violencia, le había prometido a Claudino, un
viejo amigo, que lo iría a visitar con Otilia y que harían juntos un sancocho de gallina:
Voy y busco y correteo –en los jardines del brasilero– una de las
gallinas, mis gallinas, que han preferido quedarse a vivir en el huerto vecino.
Percibo los ojos de la enlutada Geraldina detrás de la puerta de vidrio: me
contemplan atónitos cuando atrapo al fin una gallina y me la guardo en la
mochila, ahora riéndome: haremos el sancocho con Otilia y el maestro
Claudino. Vuelvo a mi casa, por entre el bosque del muro, sin acordarme de
saludar a Geraldina, sin despedirme. Ya cuando recorro las primeras calles
vacías me olvido para siempre de la guerra: sólo siento el calor de la gallina
en mi costado, sólo creo en la gallina, su milagro, el maestro Claudino,
Otilia, el perro, en la cabaña, todos atentos al sancocho feliz entre la olla,
lejos del mundo y todavía más lejos: en la montaña azul invulnerable que se
levanta enfrente mío, medio oculta en velos de niebla. (Rosero, 2007, p. 109,
cursivas mías)
El reclamo de resistencia de Ismael, ante la violencia abarcadora de su situación, consiste
en retomar lo cotidiano. El viejo toma la gallina, ante los ojos extrañados de la enlutada
vecina, y saldrá de su casa en busca de la casa de Claudino y un sancocho que ya nunca se
materializará. Ismael, al tomar la gallina, ríe. Como ríe al final. Y ese afecto lo hace volver
a lo cotidiano; lo hace habitar ese lugar, así sea de forma imaginaria. Hay aquí, entonces,
una afectividad creativa en lugar de reactiva.
28
v. El resentimiento como afecto inmunitario
“En la zona y a su alrededor…, asombraba la enorme cantidad de maquinaria militar. Los
soldados marchando en formación con sus armas recién estrenadas. Con todo el
armamento reglamentario al completo. No sé por qué razón no se me quedaron grabados
los helicópteros ni los blindados, sino solo esos fusiles. Las armas. Hombres armados en la
zona de Chernóbil. ¿A quién podían disparar o contra qué defenderse? ¿De la física? ¿De
las invisibles partículas? ¿Ametrallar la tierra contaminada o los árboles?”
Svetlana Alexiévich, Voces de Chernóbil, p. 49
En su ensayo “The Future Birth of the Affective Fact”, Brian Massumi se ocupa de la
amenaza como afecto. Primero, señala cómo la amenaza, que siempre está atada a un
momento futuro –en el que se materializa o no–, tiene una realidad afectiva en el presente:
el miedo. Es, además, una realidad que se siente sobre lo inexistente, presente sólo como un
hecho afectivo (Massumi, 2010, p. 54). La consecuencia de este hecho, para Massumi, es
que legitima toda acción preventiva, sea cual sea el resultado final de la amenaza (p. 56).
La observación de Massumi es interesante, puesto que se podría pensar lógicamente que el
éxito o fracaso de una acción preventiva tiene que ver con la materialización o no de la
amenaza. Por ejemplo, se podría pensar que si un líder de un país toma una acción
preventiva –por ejemplo, invadir otro país– por alguna amenaza que presente ese país –por
ejemplo, que tenga armas nucleares–, la pertinencia de esa acción preventiva dependería de
si en efecto se encuentran armas nucleares. Sin embargo, lo que Massumi observa es que la
acción preventiva siempre se legitima: así no se encontraran armas nucleares –si la
amenaza no se materializa– siempre será válido decir que la amenaza podría haber sido
cierta. Incluso puede llegar a pasar, como Massumi menciona que ocurrió cuando el
29
presidente Bush decide invadir Iraq por esa misma amenaza, que la acción preventiva
termine produciendo el mismo objeto que debía prevenir: la invasión norteamericana, en
efecto, llevó a Al Qaeda a Iraq. La explicación de esta contradicción, en la que una acción
preventiva produce el objeto que debía prevenir, está, para Massumi, en que la amenaza
funciona en un registro afectivo y habita un tiempo no linear (en tanto que existe siempre
entre un presente y un futuro) (p. 56-57). En este sentido, logra concluir que “la lógica
preventiva no está sujeta a las mismas reglas de no contradicción que la lógica normativa,
que privilegia la causalidad linear del pasado al presente y es reacia a atribuirle una realidad
efectiva al futuro” (p. 57).
Recojo este proceso trazado por Massumi porque permite hacer ver cómo pensar en
lo afectivo permite abrir preguntas y caminos cuando se piensa en un evento específico,
como la recepción de una amenaza. Traigo el análisis de Massumi, también, porque así
como la amenaza, el resentimiento también es un afecto que parece jugar en un espacio
temporal que no es bien asido por una lógica normativa. Así como la amenaza, el
resentimiento configura una realidad que se siente sobre lo inexistente, presente como un
hecho afectivo. Lo que señala la presencia del resentimiento sería un sentimiento: odio,
rabia, cólera. Ya antes en este trabajo mencionaba la importancia de no equipar el afecto a
los sentimientos. Así como el miedo no se equipara a la amenaza, la rabia u odio solo serían
un síntoma que señala la presencia afectiva en el presente del resentimiento.
Este afecto también funciona sobre lo inexistente, pero, a diferencia de la amenaza,
funcionaría simultáneamente con dos referentes temporales, tanto el pasado como el futuro.
Hacia el pasado en cuanto el resentimiento se fija en un evento que sucedió, en forma de
una marca afectiva que persiste, pero también en cuanto al futuro, en cuanto el
30
resentimiento también funciona como una promesa: así como la amenaza depende de
pensar un futuro en el que se materialice o no, el resentimiento también instaura una
promesa de reparación, que, en un principio, podría pensarse como el criterio que lo
legitima o no. Es decir, si se piensa el resentimiento en términos de reparación, como
sucede frecuentemente, se apunta a determinar los límites de lo que sería una reparación
efectiva. Por ejemplo, uno de los reclamos más insistentes de las voces en contra de los
Acuerdos de Paz consistía en que el problema era que los guerrilleros se iban a someter a
una justicia transicional en lugar de ordinaria. Es decir, muchos no iban a pagar cárcel por
crímenes que fueran juzgados bajo la justicia ordinaria, resultarían en decenas de años de
cárcel. Hay aquí un reclamo por una reparación insuficiente, que parece legitimar el
resentimiento o que, por lo menos, alude a aquella concepción del resentimiento de Adam
Smith, que la catalogaba como una de las emociones morales superiores, arraigada en la
idea de reconocer alguna injusticia.
En primer lugar, se ignora (o se deja en un segundo plano) el registro afectivo
porque el resentimiento se entiende en términos de reparación. En segundo lugar, se le da
un funcionamiento temporal lineal unidireccional: (1) un evento sucede del que resulta una
víctima y un victimario (2) la víctima reclama reparación del victimario (3) el victimario
repara (o no) (4) si hay reparación, el resentimiento se elimina / si no hay reparación, el
resentimiento se mantiene. No obstante, tener en cuenta el registro afectivo del
resentimiento obliga a tomar en cuenta una temporalidad que, si bien sigue siendo lineal, no
es unidireccional o progresiva: el resentimiento se experimenta en un presente, operando en
un tiempo que salta tanto al pasado como al futuro.
31
Ahora bien, ¿cómo se puede pensar el registro afectivo que se mueve en el
resentimiento? En el caso de Massumi y la amenaza, la respuesta a esta pregunta era quizás
más sencilla: primero hay amenaza, luego miedo, después acción preventiva. En este caso
es un poco más complejo. Ya había señalado el argumento de Nietzsche: el resentimiento
se manifiesta cuando se quiere adormecer un dolor profundo, lo que termina generando una
emoción violenta. Lo que esto nos dice es que la rabia, el odio, y las acciones que se
generen pensando en los criterios de reparación salen de un desvío. Y que si sólo nos
concentramos en el problema de la reparación, estamos ignorando este desvío, y una
realidad afectiva en la que los cuerpos se mueven inmediatamente, pero no sin la mediación
de afectos, del dolor al odio. Dice Nietzsche:
Durante el más largo tiempo de la historia humana se impusieron penas no
porque al malhechor se le hiciese responsable de su acción, es decir, no bajo
el presupuesto de que sólo al culpable se le deban imponer penas: sino, más
bien, a la manera como todavía ahora los padres castigan a sus hijos, por
cólera de un perjuicio sufrido, la cual se desfoga sobre el causante, pero esa
cólera es mantenida dentro de unos límites y modificada por la idea de que
todo perjuicio tiene en alguna parte su equivalente y puede ser realmente
compensado, aunque sea con un dolor causante del perjuicio. ¿De dónde ha
sacado su fuerza esta idea antiquísima, profundamente arraigada y tal vez ya
imposible de extirpar, la idea de una equivalencia entre perjuicio y dolor? Yo
ya lo he adivinado: de la relación contractual entre acreedor y deudor, que
es tan antigua como la existencia de ‘sujetos de derechos’ y que, por su
parte, remite a las formas básicas de compra, venta, cambio, comercio y
tráfico. (Nietzsche, 2015, p. 92)
La pregunta que Nietzsche se hace, en cuanto a qué es lo que le ha dado tanta fuerza a la
idea de que debe haber una equivalencia entre perjuicio y dolor, es la misma que nos
32
hacíamos antes en cuanto al resentimiento: la necesidad de reparación asume que un dolor
puede y debe ser reparado, y esta reparación se sigue entendiendo en términos de
equivalencia. Así se responde con un dolor (por ejemplo, una pena) que se considere
equivalente al perjuicio causado. Nietzsche rastrea este proceso afectivo en la relación
económica entre acreedor y deudor. No quiero aquí considerar si la propuesta de Nietzsche
es la más válida o no. Pero sus conclusiones permiten sugerir las siguientes: los afectos, al
ser fuerzas, permiten cierta plasticidad, que se determina por ciertas ideas que fijan sus
significados; la conclusión es que si se lograra cambiar ciertas ideas (en el caso de
Nietzsche, si se lograra modificar la dinámica económica entre deudor y acreedor), esto
podría ir conllevando poco a poco un cambio en el registro afectivo. Y segundo, que los
afectos, o ciertos afectos, parecen tener una condición paradójica: así como el hecho de ser
fuerzas los asocia al movimiento –y recordemos aquí la definición básica de afecto: lo que
lleva al movimiento– también fijan ciertas ideas. Es en este sentido que podemos hablar de
afectos inmunitarios.
¿Qué ideas se fijan? ¿Por qué el uso de la palabra inmunitario? Lo inmunitario hace
referencia, en este caso, a una comparación con el sistema inmunológico. Hasta mediados
del siglo XX e incluso más allá, no se tenía consciencia del cuerpo como poseedor de un
sistema inmunológico. Es decir, no se tenía la idea de que el cuerpo reaccionara de manera
defensiva y adaptativa frente a amenazas externas. Se consideraba, más bien, que la clave
para ser saludable era no dejar que los gérmenes entraran a los cuerpos indefensos. Los
avances en la biología y las ciencias en la segunda mitad del siglo XX permitieron entender
mejor cómo funciona el cuerpo cuando detecta un agente externo. En su libro Flexible
Bodies (1994), Emily Martin hace un rastreo de las diferentes percepciones del sistema
33
inmunológico, mediante decenas de entrevistas a personas no especializadas, médicos y
científicos. Una de las conclusiones a las que llega Martin es que, no solo en la enseñanza
del sistema inmunológico a los futuros médicos, sino en la población en general, las
imágenes asociadas al sistema inmunológico siempre son del imaginario militar y violento.
Los virus y las bacterias se vuelven enemigos que hay que destruir, de lo que Martin deriva,
al menos, tres inquietudes interesantes.
La primera es que enfermedades que atacan el sistema inmunológico, como el VIH,
se presentan no solo como una enfermedad sino también como una representación de una
destrucción completa. El horror de pensar en un colapso completo del sistema equivale al
horror de pensar en contraer VIH (Martin, 1994, p. 132). En otras palabras, mucha gente no
se puede imaginar peores cosas que perder la capacidad de destruir a los agentes externos.
La segunda tiene que ver con si la explicación de la metáfora militar para abordar el
sistema inmunológico es la única posible. Refiriéndose a una entrevista que le hizo a un
estudiante de medicina, Martin dice: “Él se pregunta si las percepciones de los pacientes
serían diferentes si los doctores explicaran las enfermedades de una forma diferente [a la
del uso de metáforas de guerra]. Él contrasta el modelo de conflicto militar con otro: ‘tú
estás interactuando con el ambiente en un nivel de interrelación… eres parte del
medioambiente y esto es lo que te está ocurriendo’” (117). Reconocer que vivimos en un
ambiente es un paso que en el que se puede dejar de pensar en el virus como enemigo.
Una de las conclusiones que más impactó a Martin fue descubrir la exhaustividad
con la que la forma “inmunitaria” de pensar ha permeado nuestra cultura (p. 247). Cuando
hablo de afectos inmunitarios, busco caracterizar los afectos que predisponen a los cuerpos
34
a tomar una postura de defensa, en los que la intensidad del afecto corresponde con una
negación y destrucción de un otro.
Donna Haraway empieza el octavo capítulo de su libro Ciencia, cyborgs y mujeres
con los siguientes epígrafes: “No-yo: término que cubre todo lo que es detectablemente
distinto de los componentes propios de un animal” (p. 348) y “El sistema inmunitario debe
reconocer el yo de alguna forma si quiere reaccionar contra algo extraño” (p. 348). Ambos
son extraídos de sendos libros de inmunología de los años ochenta. Se ve en ellos la
dinámica que hemos venido trazando desde Nietzsche pero a un nivel celular: desde la
misma biología se construye la idea de un “yo” que se forma en oposición al “no-yo”; no es
solo un individuo que se hace consciente de su “yo” como sujeto, sino que desde sus
mismas células, de manera inconsciente o preconsciente, ya parecería haber una formación
de un yo. No resulta sorprendente entonces que la mayoría del lenguaje médico en cuanto a
este tema haga uso de las metáforas militares y de defensa para intentar explicar este
proceso, que, como argumenta Martin, se ve claramente trasladado a muchos otros
ámbitos11. Así como Martin, Haraway se pregunta si hay formas alternativas de entender el
sistema inmunitario:
11 El libro de Martin constituye un gran archivo de cómo este lenguaje ha permeado la cultura popular. Ed Cohen (2009) también señala cómo el concepto de un ser defendido como una fortaleza debido a la caracterización de los sistemas inmunológicos es una forma de individualización biopolítica. El texto de Haraway también señala muchos ejemplos de revistas científicas y populares en que el sistema inmunitario es visto como un campo de batalla. Me he puesto, si bien apenas superficialmente, en la misma tarea que ellas. Encuentro lo siguiente: a los niños, por ejemplo, se les enseña siempre el sistema inmunológico pintando a los glóbulos blancos como soldados y a las bacterias o virus como monstruos. Uno de los libros más vendidos en Amazon para enseñar biología para niños se llama así: Los pequeños soldados del cuerpo. El sistema inmunológico. En El espectador sale este artículo hoy (16 de abril de 2018): “Células ‘inútiles’ serían el arma secreta del cuerpo contra infecciones como el VIH”. Algún niño prenderá Cartoon Network hoy en la tarde y verá un episodio de Ozzy & Drix, que muestra las aventuras de un glóbulo blanco y una pastilla de medicina que con armas y disparos vencen a las monstruosas bacterias que intentan atacar el cuerpo de un humano, etc.
35
¿Es este cuerpo posmoderno, este constructo de individualidad siempre
vulnerable y contingente necesariamente un campo de batalla…? ¿Qué
podríamos aprender sobre esto asistiendo a las muchas representaciones
contemporáneas del sistema inmunitario, en las prácticas de visualización, en
las doctrinas de ayuda personal, en las metáforas de los biólogos, en las
discusiones de las enfermedades del sistema inmunitario, en la ciencia
ficción? (p. 379)
En primer lugar, Haraway señala algunos ejemplos de personas que han estudiado el
sistema inmunitario de otras maneras, como los científicos Niels Jerne, Leo Buss o Richard
Dawkins. Jerne, por ejemplo, propuso en los años setenta la teoría de autorregulación del
sistema inmunitario. En ella, Jerne propone que cualquier molécula anticuerpo también es
al mismo tiempo un antígeno. De esta manera, dice Haraway, se entiende un sistema
inmunitario en el que “no podría haber estructura antigénica exterior, ni ‘invasor’ que el
sistema inmunitario no hubiese ‘visto’ y reflejado ya internamente. El ‘yo’ y el ‘otro’
pierden su cualidad opositiva racionalista y se convierten en juegos sutiles de lecturas
parciales y respuestas reflejadas” (p. 375). Antes había mencionado cómo para Nietzsche
existía una ambigüedad en la cualidad inmunitaria del resentimiento: así esta dinámica
producía un “yo” a partir del establecimiento de un “no-yo” enemigo, este “yo” nunca era
puro sino constantemente contaminado del “no-yo”. Como argumenta Haraway, la teoría de
Jerne sirve para ver cómo incluso a nivel celular los anticuerpos serían a la vez anticuerpos
y antígenos: el antígeno siempre reflejado en el anticuerpo y vice-versa.
En segundo lugar, Haraway define en la cita anterior a los cuerpos como
vulnerables y contingentes, vulnerabilidades que se cierran cuando se someten al discurso
médico tradicional inmunitario: “La vida es una ventana de vulnerabilidad, y parece un
error cerrarla. La perfección de lo totalmente defendido, el yo ‘victorioso’ es una
36
estremecedora fantasía […] situada en los abstractos espacios del discurso nacional o en los
igualmente abstractos de nuestros interiores corporales” (p. 385). Sobre cómo esta
estremecedora fantasía se ha impregnado en los espacios del discurso nacional hablaré en la
siguiente sección. Quiero terminar esta con una reflexión sobre la vulnerabilidad. La
inmunidad cierra la vulnerabilidad porque constituye una fantasía de lo invulnerable, de lo
totalmente defendido. La fuerza afectiva del resentimiento, en este sentido, genera los
mismos efectos: perdemos la oportunidad de construir relaciones en las que se afirme la
vida a través de la vulnerabilidad y no a través de la exclusión. En El caballo de Turín,
vemos con meticulosidad la vida diaria de los personajes, en los que incluyo al caballo.
Vemos la rutina de varios días, con todos sus pasos. Vemos, por varios minutos, al caballo,
solo, viejo, cansado, parado, rehusando a comer, respirando. Al final, así deban comer las
papas crudas porque ya no hay leña, el padre y la hija siguen la rutina. Cuerpos vulnerables;
sin embargo, cuerpos que a pesar de ello resisten. Resistencia que se da a través de acciones
pequeñas, conocidas; resistencia que es la apertura a la vulnerabilidad de los cuerpos, a su
mutua dependencia, y no su cierre.
vi. Utopía y trauma
Como se vio, en la base afectiva del resentimiento está, para Nietzsche, una relación de
poder que siempre será vertical: amos y esclavos, deudor y acreedor, sacerdotes y
creyentes. Esta relación vertical se puede ver siempre en los planos horizontales: en las
relaciones cotidianas de los cuerpos, en la interacción entre pares, en la forma en la que se
participa (o se deja de participar) en los asuntos colectivos y políticos. Catherine Cramer y
Lauren Berlant, desde diferentes ángulos, ayudan a pensar en las posibilidades de ver cómo
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en la realidad afectiva, el resentimiento se encuentra y se traslada a las relaciones
horizontales. En The Politics of Resentment, Catherine Cramer hace un estudio sobre la
comunidad rural de Wisconsin para intentar dar cuenta de cómo funcionan ciertas políticas
del resentimiento, que surgen de la forma en como la gente entiende y vive la política:
Llamo la atención hacia un tipo de política en la que las personas, ante una
recesión económica, no dirigen la culpa hacia la élite que toma las
decisiones, sino más bien hacia los conciudadanos que ellos piensan que
están obteniendo su parte del pastel […] son percepciones de quién está
obteniendo qué y quién lo merece, y estas nociones son afectadas por
percepciones de diferencias culturales y de estilo de vida (Cramer, 2016, pp.
6-7).
Luego, Cramer se hace ciertas preguntas muy válidas sobre cómo podemos ver de manera
diferente lo que dicen los votos de las personas:
La posibilidad que estoy sugiriendo es que podemos estar perdiendo algo si
pensamos en los votos en términos de posturas ideológicas, como lo hacen
normalmente los politólogos. Quizás, los problemas son secundarios en
cuanto a las identidades. Quizás, cuando la gente vota por un candidato, su
cálculo principal no es qué tanto corresponden las posturas de esta persona
con las mías, sino, ¿es esta persona como yo? (Cramer, 2016, p. 7)
Si aceptamos la primera premisa de Cramer, queda entonces la pregunta de qué afectos e
ideas configuran el horizonte bajo el que las personas perciben y determinan quién está
recibiendo qué y quién merece recibir qué. Si aceptamos la segunda, hay que traer a primer
plano el problema de la identidad, y de cómo uno de los efectos más significativos de una
afecto inmunitario como el resentimiento puede ser el de fijar ciertas identidades a ciertos
grupos poblacionales. Esto será desarrollado en el tercer capítulo.
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Por ahora, quiero desarrollar la primera cuestión del párrafo anterior. Para ello,
propongo lo siguiente: la pregunta del plebiscito y el manejo que se le dio desde las esferas
de poder podría verse como lo que Lauren Berlant llama la política sentimental, una
descripción de la política de nuestra época que insiste en presentarse como la política de la
protección y la reparación, sea cual sea el espectro político en el que se encuentre:
Esta es la época de la política sentimental, en la que la política, la ley y las
experiencias públicas de las personas en la cotidianidad se expresan
mediante una retórica de sentimiento utópico/traumatizado; en la que la
lucha popular-nacional se expresa ahora en fetiches de afectos
utópicos/traumáticos que sobreorganizan el antagonismo social; en la que la
subjetividad utópica/traumatizada ha reemplazado a la subjetividad racional
como el índice esencial de valor para los sujetos y, por lo tanto, para la
sociedad; y, mientras que la retórica política genera aburrimiento y cinismo
en todos los lados del espectro político, todos esos lados manifiestan un
respeto sagrado por los sentimientos. (Berlant, 2007, 314)
Vale la pena analizar con cuidado las cuatro tesis que propone Berlant, en el contexto del
plebiscito. Primero, Berlant sostiene que el espectro político depende hoy en día de una
retórica del sentimiento utópico/traumático. Por político Berlant no solo piensa en la norma
y la ley sino también en las experiencias del día a día de las personas y en los afectos que
allí se movilizan. Lo que sugiere Berlant con esta primera tesis es que la retórica de lo
utópico/traumático mueve ciertos afectos homogeneizadores, en el sentido en el que buscan
establecer una dicotomía clara y sin ambivalencias –Berlant la definirá también luego como
una política que pretende estar más allá de la ideología, de la mediación y de la
contestación–. En el caso antes referido alrededor del Acuerdo de Paz, la separación entre
el conflicto (lo traumático) y la paz estable y duradera (lo utópico) no está solamente en la
39
pregunta sino a lo largo de todo el texto del Acuerdo. Hay decenas de párrafos en éste que
terminan con las mismas palabras que apuntan a esa misma promesa. ¿Cómo se relaciona la
promesa utópica/traumática con el resentimiento? Lo que propongo es lo siguiente: la
fuerza inmunitaria del resentimiento yace en la capacidad de tomar la marca –la realidad
afectiva que está presente– no como una posibilidad de abrirnos a la vulnerabilidad, sino
como algo que debe, sí o sí, sanar, que hay que borrar al establecer mejores mecanismos de
defensa que logren derrotar al enemigo. Esta fuerza se ve mediada tanto por las promesas
utópicas como traumáticas: un Acuerdo que promete eliminar el sufrimiento (borrar las
marcas), unos opositores que claman por un mejor sistema inmunitario, que al decir que se
le está entregando el país a las FARC, es como decir que el cuerpo de un humano decidiera
dejar de defenderse ante la invasión de un agente enemigo. Sobre esto volveré también en
el tercer capítulo.
La segunda tesis de Berlant indica que la lucha nacional (en nuestro caso, por el
ideal de nación colombiana post-plebiscito) se expresa mediante la dinámica de afectos de
lo utópico/traumático que tiende a sobreorganizar el antagonismo social. Lo primero se
puede ver, no solo en la pregunta, como ya he señalado, sino desde el comienzo del
Acuerdo. Por ejemplo, en el párrafo introductorio, se escribe: “la terminación del conflicto
armado significará, en primer lugar, el fin del enorme sufrimiento que ha causado el
conflicto” (Gobierno Nacional de Colombia, Fuerzas Armadas Revolucionarias de
Colombia, 2016, p.6). La promesa, de esta manera, funciona en dos direcciones: la
eliminación de sufrimientos futuros como de todo el sufrimiento pasado. Como dice
Berlant, “en el contrato sentimental nacional, las posiciones antagonistas se reflejan la una
a la otra en la mutua convicción acerca de la obviedad y objetividad del sufrimiento, y
40
acerca del deber de la nación de erradicarlo” (Berlant, 2007, p.314). La descripción que
hace Berlant sirve para caracterizar a ambos bandos del plebiscito. Los dos, si bien al
parecer completamente opuestos, parecerían estar de acuerdo en lo mismo: la objetividad y
obviedad del sufrimiento y el deber de la nación de erradicarlo. El problema, quizás, es que
ambos movimientos de afectos parecen ser bastante inmunitarios: como argumentaba
Rancière con la selección de imágenes en el sistema dominante, aquí también surgen
afectos que, al asociar un sentirse bien con el progreso y la justicia y un sentirse mal con
condiciones estructurales de injusticia, hacen que se vuelvan creíbles ciertas confusiones y
se creen nuevas violencias (Berlant, 2007, p. 310).
Se puede hacer un argumento similar con el discurso de derechos que está en todo el
Acuerdo y que también usa la oposición y que, en últimas, se podría decir que hoy en día
también responde a una dinámica de afectos como la que propone Berlant. En la
introducción del Acuerdo, los autores son claros al afirmar que todo lo que se dice parte de
un reconocimiento de los derechos universales: “El Acuerdo está compuesto de una serie de
acuerdos, que sin embargo, constituyen un todo indisoluble, porque están permeados por un
mismo enfoque de derechos”. La aclaración de que el Acuerdo debe ser visto como un todo
indisoluble porque tiene un enfoque de derechos apunta, entonces, a una idea de Acuerdo
apolítica y ahistórica, o, como sugería Berlant, más allá de la ideología, basada en una idea
de derechos universales cuya existencia es incuestionable. No pretendo sugerir que se deba
abandonar el discurso de derechos. Tampoco, como otros pensadores, resignarse a pensar
que la invención de los derechos y de los Estados democráticos es la mejor –si bien no
necesariamente ideal– organización social y política que podremos tener en la sociedad
humana (Fukuyama, 2015). Lo que quiero sugerir es que cuando el ambiente político se
41
basa en configurar subjetivaciones del tipo utópico/traumático y en enfoque de derechos,
las movilizaciones afectivas, y entre ellas el resentimiento, tienden a ser inmunitarias, es
decir, a fijar a otro como un enemigo, extranjero, a quien hay que desterrar, y se pierde su
plasticidad pues se dejan de reconocer al tener que acoplarlas a la dinámica hegemónica.
Antes había caracterizado el resentimiento como un afecto que, visto desde el
presente, se mueve constantemente en un tiempo no linear entre pasado y futuro. Su
realidad afectiva es una marca, un trazo, que se expresa mediante alguna emoción como la
rabia o el odio. Como indica Berlant, vivimos hoy en un mundo en el que el discurso del
trauma parece homogéneo. Y en este paradigma, el rasgo inmunitario del resentimiento se
multiplica. El dolor que busca ser adormecido se legitima hoy en el discurso del trauma,
que se adapta al del resentimiento porque también incluye una idea de marca que
permanece. Acompañado a esto, sin embargo, está el lado utópico: la promesa de
liberación, de eliminación del trauma, de saneamiento, de erradicación del conflicto. Tanto
el discurso hegemónico a favor del ‘sí’ como el del ‘no’ se movieron en este paradigma. Si
en las bases del problema del resentimiento hay dinámicas económicas
(utópicas/traumáticas, deudor/acreedor, libre mercado, modelo neoliberal, etc), las formas
de apostarle a una plasticidad de este afecto, a una posible transformación (y lo que implica
y significa esta palabra) estarán quizás en legitimar y visibilizar algunas formas de
resistencia en las que se vea un funcionamiento que pueda escapar a las lógicas
hegemónicas que hoy configuran el resentimiento. Sobre esto se hablará en los próximos
capítulos.
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vii. Construcción de paz en la Universidad de los Andes…
Quiero terminar este capítulo con la alusión un caso particular que también deja ver
los peligros a los que alude tanto Berlant como Cramer: en el edificio de la Facultad de
Administración de la Universidad de los Andes cuelga, entre el séptimo y octavo piso, un
cuadro enorme. El cuadro, en realidad, es un rompecabezas armado. En el centro está
escrita la siguiente pregunta en grandes letras negras: “¿Como construyes desde la
Administración, un espacio para la paz? (sic)” Las piezas del rompecabezas son blancas, y
sobre ellas escribieron en marcador decenas de estudiantes la respuesta que le darían a esa
pregunta. La mayoría de respuestas a esta pregunta son una lista, por lo general compuesta
de conceptos abstractos, que usualmente se asocian con los valores positivos del espectro
moral: honestidad, respeto, tolerancia, perdón, trabajo, etc. Hay un último aspecto de este
cuadro que pasa desapercibido: las piezas del rompecabezas están numeradas, del 1 al 179.
Quiero señalar varias cosas que vale la pena pensar sobre este experimento de la
Facultad de Administración. En primer lugar, que parecemos asumir de entrada que
entendemos lo que conlleva decir “construcción de paz”. Entiendo que se usa la palabra
construcción como metáfora, para indicar que la paz es algo que requiere de un proceso,
que no se queda en unos papeles de acuerdo, que además requiere de “obreros” que aporten
ladrillo a ladrillo. El riesgo de que “construcción” solo se entienda como metáfora es que
podemos perder de vista la materialidad que requiere la construcción. Una muestra de ello
son la gran mayoría de respuestas que encontramos: las fichas del rompecabezas –los
“ladrillos”– son también conceptos: honestidad, respeto, etc. Parecemos acuñar conceptos
sobre conceptos: buscar sinónimos sobre sinónimos, encerrados en un círculo que al final
no parece poder decir mucho. Construcción y paz, las más abstractas, se llevan el
43
protagonismo; la palabra espacio, un acierto que incluyó la pregunta, quedó de lado en
muchas respuestas, y que habría sido el aspecto más interesante para pensar tanto espacios
materiales como ideales. Pero me interesa pensar la metáfora más en el sentido que Donald
Davidson le da en su ensayo “What Metaphors Mean”, para quien lo importante en una
metáfora no es lo que ellas significan sino lo que hacen. Es decir, no pensar en la
construcción de paz como un edificio abstracto que tenemos que construir, sino pensar más
bien qué hace y qué causa en nosotros esa metáfora. Quizás aún más diciente es la
numeración de las piezas del rompecabezas. Que hayan pensado en ese cuadro como un
rompecabezas no es arbitrario: las piezas representan también la idea de construcción, y en
este caso, de la idea de una idea de construcción que puede ser problemática. Por un lado, la
numeración de las piezas le da un orden a esa construcción y la vuelve algo para que quien
construya no tenga que pensar. En dos discursos que el Alto Comisionado para la Paz,
Sergio Jaramillo, dio acerca de las negociaciones, se insiste en que la clave de la
construcción para el Gobierno está en los territorios; lo que se ha denominado como “paz
territorial”. Para Jaramillo, la paz territorial se alcanza con la consolidación de las
instituciones estatales en los territorios. Esta consolidación tiene en su base un enfoque de
derechos y un funcionamiento efectivo de la justicia. Esta última se entiende como un
ejercicio de cooperación en el que los ciudadanos aceptan todos jugar bajo ciertas normas.
La visión del Gobierno, en este sentido, se asemeja a la visión de los directores del proyecto
de la Facultad de Administración: paz territorial quiere decir llegar con las fichas
numeradas (normas), que los ciudadanos en turno juntarán en cooperación, todos de
acuerdo en que después de la primera irá la segunda. La metáfora que se hace con el
rompecabezas refleja, entonces, una de las problemáticas que se tienen actualmente para
hablar de construcción de paz: fichas que encajan perfectamente y en un único sentido,
44
hasta formar un panorama completo, en el que no hay puntos oscuros y la ley funciona, y
ya no se puede hablar de conflicto. En últimas, la construcción de paz como una metáfora
de lo fijo. Además, la numeración sugiere que debe haber un orden lineal y único para esa
construcción, y que la construcción es algo que finaliza. El rompecabezas termina y queda
armado el cuadro, queda construida la paz y de lado el conflicto. La frivolidad del
experimento se asemeja a aquella de la pregunta que plantea el plebiscito. Ni siquiera había
espacio para la formulación de nuevas respuestas. La primera vez que vi el cuadro ni
siquiera pensé en responder la pregunta. Pensé, primero, que podrían haber escrito bien la
pregunta, que está mal puntuada y a la que le falta una tilde diacrítica. Podrá parecer una
nimiedad: ¿Qué rol tiene una coma o una tilde en la construcción de paz? ¿Qué rol tienen
unos números marginales? No obstante, quizás habrá que empezar a hablar de construcción
desde allí; y desde la idea de que la solución no está en encontrar la mejor respuesta, las
mejores palabras que respondan esa pregunta de la manera más novedosa o intelectual;
sino, quizás, en que responder la pregunta es expandirla, cuestionarla, ver sus límites, los
espacios que cierra y que abre, los afectos que moviliza.
Si partimos de lo anterior, podríamos ir delimitando de mejor manera la economía
del resentimiento que se jugó en el plebiscito y en el texto del Acuerdo. Volvamos por un
momento a Berlant y su insistencia en que vivimos en un mundo en el que la política
contemporánea está constantemente buscando lo supuestamente apolítico. Y si pensamos
en uno de los aspectos que más le interesaba a Nietzsche del resentimiento, es decir, la
manera en que para afirmarse necesita primero de una negación total de un otro, podemos
ver que el engaño aquí está en la presentación de lo político como apolítico; y cómo esto
moviliza afectos inmunitarios en el sentido en que no buscan afectar ni incomodar las
45
coordenadas de sentido de los ciudadanos, sino más bien encerrarlos cada vez más en sus
fortalezas individuales.
46
1.5 Intersticio
“Espacio pequeño entre dos cuerpos o entre dos partes de un mismo cuerpo” (RAE).
“Ver es pensar, hablar es pensar, pero pensar se hace en el intersticio, en la disyunción
[inclusiva] entre ver y hablar” Gilles Deleuze (1987), Foucault, Barcelona: Paidós. P. 116
47
i. Plasticidades
En Noche herida, documental de Nicolás Rincón Guillé, los personajes no le hablan
a la cámara. Hablan entre ellos, como si la cámara no estuviera allí. Blanca, desplazada con
sus tres nietos, vive en condiciones lamentables con sus tres nietos en un barrio pobre a las
afueras de Bogotá. Blanca se preocupa por sus nietos, que poco parecen interesados en ir al
colegio. Habla con sus vecinas acerca de los problemas, de sus historias, de la violencia. En
el documental no hay un narrador que guíe los hechos. Tampoco hay una estructura
narrativa documental, es decir, una estructura que se amarre a algún propósito ulterior
fácilmente identificable. La cámara no se mueve en escena, no hay zooms, tampoco
iluminación artificial. Si es de noche, se ve la oscuridad y se oyen las voces. Si llueve, se
oyen las gotas y entre ellas las voces. Noche herida habita una zona indescifrable entre
pretensión de ficción y de no ficción.
Vale aclarar que no se trata de pensar que la película elimine la mediación; que se
pueda allí satisfacer un deseo de conocer de manera directa y transparente la voz o
experiencia de una víctima. Por el contrario, al habitar conscientemente la zona de
indiscernibilidad entre ficción y no ficción, la película trae la mediación a un primer plano.
Esto evita que las escenas se territorialicen en un terreno conocido: la selección de una
víctima solo en tanto víctima, y los sentimientos de identificación que este tipo de procesos
muchas veces traen consigo.
Noche herida es una película de espacios. De espacios atravesados por la violencia,
la marginalización, el polvo, el desorden. Los cuartos son pequeños, oscuros, llenos de
ropa, muebles, camas. La película se hace una pregunta sobre cómo se habitan esos
espacios. Sobre cómo se resiste. También, sobre cómo se puede ver en los afectos cierta
48
plasticidad. Las condiciones, a las que me referí en el primer capítulo para que aquí
pudiera darse el resentimiento, parecerían estar ahí: Blanca fue forzada a abandonar su
casa, su pueblo, a irse sin nada a otra ciudad, huyendo de una muerte segura. Las marcas
permanecen: en el silencio casi constante de los nietos, en la mirada de Blanca, en el
recuerdo de la hija muerta. No hay promesa de reparación previsible: Blanca no piensa
volver.
En una escena interesante, un nieto de Blanca le lee una tarea que hizo para el
colegio, en la que relata su experiencia de desplazamiento. La escena incomoda, no tanto
por el relato, sino porque el niño parece divertirse al contarla. Cuando Blanca interviene al
final, y manifiesta que no le gustó la tarea, su razón tampoco es la que se esperaría: le
reclama que por qué cuenta que fue la guerrilla la que los desplazó, cuando en realidad fue
algún, cualquier, grupo armado. Escenas de este tipo es lo que Derek Attridge llamaría un
evento de singularidad. En su libro The Singularity of Literature, dice lo siguiente:
En algunas experiencias de lectura, sin embargo, parece haber algo más allá
de lo que se describe: registro una particularidad, una novedad, una
singularidad, una inventiva, una alteridad en lo que leo. Cuando esto pasa,
tengo dos opciones (poniendo una cuestión complicada de una manera muy
cruda): puedo hacer uso de técnicas de lectura que menguarán o anularán las
experiencias de singularidad y alteridad –y esto usualmente incluye convertir
el evento en un objeto de algún tipo (como la estructura de un significado)–
o puedo buscar preservar el evento en tanto evento, mantener y prolongar la
experiencia de la otredad, resistir la tentación de cerrar los significados y
sentimientos inciertos que se evocan (Attridge, 2004, p. 40, tm).
La experiencia de lectura que Attridge describe empieza con un registro, que en
gran parte podríamos llamar afectivo (puesto que apenas es un registro de una intensidad),
49
y para el que él plantea dos opciones: se puede convertir en un objeto de estudio, que, en el
caso de la literatura, significa usualmente asociar la singularidad con un tipo de
representación de la realidad, o se puede buscar mantener el evento en tanto evento. Esto
último implica no ver el acto de lectura como un medio para llegar a un objetivo, sino como
un acto que se puede cuantificar de cierta manera en términos de intensidades.
Menciono a Attridge porque, ante la escena que describo, están esas dos opciones.
Si se sigue la primera, se le daría a la risa del nieto, o la aparente falta de resentimiento de
Blanca, un significado: se diría, quizás, que en ellos la violencia está tan normalizada que,
en un caso, puede ser motivo de risa y, en el otro, impide que se contemple una obligación
de reparación. Pienso que llegar a ese tipo de conclusiones es problemático: se cae en cierto
paternalismo al imponer una voz sobre estas personas. Se les invisibiliza y violenta, pues
ese tipo de conclusiones llevan un supuesto de gente completamente dependiente y
controlada por un sistema. Blanca y su nieto pasarían a ser un ejemplo para hablar de
rasgos estructurales del sistema y perderían toda su agencia, con lo cual caería a un segundo
plano su fuerza afectiva. El segundo camino que propone Attridge es más interesante: si
tratamos de permanecer en el evento, prolongar la experiencia de la otredad, podemos
fijarnos en las formas en que ellos resisten pese a las adversidades, en las formas en que
logran re-habitar esos espacios marcados por la violencia, y preguntarnos por la plasticidad
de los afectos: ¿en realidad no hay resentimiento en Blanca y sus nietos? O más bien, ¿se
podría pensar que lo que pueden estos cuerpos es deformar el afecto, re-habitarlo? Podemos
preguntarnos, de esta manera, por lo que un cuerpo puede, siguiendo la pregunta de
Spinoza a la que pasaré ahora.
50
ii. Intensidades
“Affect has simply become an accepted background in so much work, a necessary part of the firmament through which the forms and shifts of any analysis are extruded12”
Nigel Thrift, 2010, p. 290
En un texto sobre Spinoza, el filósofo Gilles Deleuze (1980) dice:
Spinoza no cesa de asombrarse del cuerpo. No se asombra de tener un
cuerpo, sino de lo que puede el cuerpo. Y es que los cuerpos no se definen
por su género o por su especie, por sus órganos y sus funciones, sino por lo
que pueden, por los afectos de que son capaces, tanto en pasión como en
acción. Así pues, no habréis definido un animal en tanto que no hayáis
elaborado la lista de sus afectos. […] mirad la garrapata, admirad esa bestia
que se define por tres afectos, los únicos de los que es capaz en función de
las relaciones de que está compuesta, un mundo tripolar, ¡eso es todo! Si la
luz le afecta, se sube hasta la punta de una rama. Si el olor de un mamífero le
afecta, se deja caer sobre él. Si los pelos le molestan, busca un lugar
desprovisto de ellos para hundirse bajo la piel y chupar la sangre caliente.
Ciega y sorda en ese inmenso bosque, la garrapata sólo tiene tres afectos, y
el resto del tiempo puede dormir durante años mientras espera el encuentro.
Y a pesar de todo, ¡qué fuerza! (p. 70)
En la base de la mayoría de consideraciones de este trabajo, está el hecho de que
estoy hablando de afectos. Hablar de afectos tiene algunos retos metodológicos que no son
sencillos: el primero está en que no estoy hablando de emociones y sentimientos. Shouse,
por ejemplo, define sentimiento como una sensación que se reconoce por experiencias
previas y que ha sido denominada, determinada, y emoción como la proyección de un
sentimiento que puede ser fingida o no (Shouse, 2005). El sentimiento habita el sujeto; es
decir, siempre ocurre y termina en él. Es completamente subjetivo; en otras palabras, no lo
12 Extruded: “to force, press or push out”. Merriam Webster Dicitonary
51
podemos ver ni sentir cuando no ocurre en nuestro cuerpo. Nuestros cuerpos aprenden a
proyectarlos; con la tristeza vienen las lágrimas, con la rabia viene el pulso acelerado y las
pupilas dilatadas13. Si vemos que alguien sufre, lo que vemos es la proyección de eso que
Massumi indica de cierta manera en su prólogo a Mil mesetas cuando dice que los
sentimientos son personales, mientras que los afectos son pre-personales (Massumi, 1987,
p. xvi). Es decir, un afecto no se define por los sentimientos a los que se puede asociar, que
se pueden desglosar en definiciones de todo tipo: psicológicas, neurológicas, sociológicas,
etc. Pre-personal quiere decir que el afecto no es una experiencia consciente. Es, por el
contrario, una experiencia de intensidad y de potencialidad. Por ello la pregunta de Spinoza
no es “qué es un cuerpo” sino “qué puede un cuerpo”. O más bien, como sugiere Deleuze
en la cita de arriba, la cuestión se desplaza: estaríamos acostumbrados a pensar que para
saber qué puede un cuerpo, se necesitaría primero definir qué es un cuerpo. Aquí se
presenta a la inversa: lo que define al cuerpo (lo que es) es lo que el cuerpo puede; cómo
está configurado para recibir ciertas intensidades. Deleuze habla de la garrapata y solo
puede concluir: ¡qué fuerza! Fuerza que está en el potencial de un cuerpo que, ciego y
sordo, puede vivir durante años, solo a la espera del encuentro.
De esta manera, para Deleuze pensar en los afectos conlleva conclusiones como la
siguiente: “convertir el cuerpo en una fuerza que no se reduzca al organismo, convertir el
pensamiento en una fuerza que no se reduzca a la consciencia” (Deleuze, 1980, p. 72). El
13 Para Shouse la proyección de los sentimientos puede o no ser fingida. Es decir, se podría proyectar tristeza sin tenerla. Esto no quiere decir, sin embargo, que se esté haciendo una separación entre sentimiento, consciencia y proyección; es decir, no se está indicando que el sentimiento ocurre, y esto lo procesa la consciencia que a su vez proyecta el sentimiento. La distinción entre emoción y sentimiento se hace para indicar que una es la exteriorización de la otra. Sin embargo, la distinción no escapa de ser problemática: ¿qué es un sentimiento sin posible exteriorización o proyección? ¿existe algo que pueda denominarse un sentimiento puro? El problema quizás está precisamente en hablar de sentimientos, en buscar la esencia de aquello que solo habita el sujeto, como si la misma noción de sujeto no fuera ya sujeta a múltiples problemáticas.
52
argumento de Deleuze, como la mayoría de los que hace, es topográfico. La idea es
desplazar, desterritorializar el cuerpo del organismo, el pensamiento de la mente, y verlos
como fuerzas, siempre en el medio, cuerpo y alma como relaciones y no finalidades. ¿En
qué sentido excede el cuerpo al organismo? ¿Qué pone en juego cuando lo hace? ¿En qué
formas se produce el pensamiento fuera de la consciencia? Veamos el siguiente pasaje de
Didi-Huberman (2006) sobre Israel Galván, bailaor de flamenco:
a la inversa de los bailaores que se juntan para crear entre varios la unidad
de una coreografía, este bailaor se aísla únicamente para ser varios, no para
formar él mismo unidad, ni conjunto, sino al contrario, para crear lo múltiple
con su solo cuerpo en movimiento […] Esta es la primera cuestión filosófica
que nos plantea el admirable bailaor. (p. 21)
¿Cuál es el horizonte de expectativas de un espectador medio que va a ver flamenco? Un
espectador medio espera maravillarse ante la destreza de cuerpos tonificados que bailan
sincronizados, disfrutar de la armonía entre la música y el baile, sentarse en el asiento y
relajarse ante el espectáculo. Galván quiebra esta zona de confort. Baila solo, un baile
fragmentado, con silencios y explosiones. No hay un claro comienzo, clímax o final. Hay
multiplicidad, como dice Huberman, pero multiplicidad incómoda, que al romper la
expectativa de una finalidad de su danza nos hace ver el cuerpo no en la distancia sino
como mediación entre relaciones, ya no la danza como espectáculo. El cuerpo, que ha sido
muchas veces simbolizado por figuras de lo orgánico, es decir, de lo que constituye un uno
armonioso, se despliega aquí en intensidades múltiples, demuestra su potencial o deseo de
ser varios, desestabiliza la noción del yo invulnerable, y, en consecuencia, la noción de una
nación orgánica, también invulnerable, compuesta de un espacio.
53
Este intersticio está dedicado a pensar el afecto. Decir que los afectos son pre-
personales, es decir, que van antes o que están fuera de la conciencia, y que por lo tanto
también exceden el lenguaje, no implica que de los afectos no se pueda hablar. De hecho,
ese ha sido uno de los problemas que ha tenido la teoría de afectos, que, en ocasiones, como
indica Lawrence Grossberg (2010), puede dar pie a que “se vuelva, básicamente, todo lo
que es no-representacional o no-semántico: eso es lo que ahora llamamos afecto” (p. 316,
tm). Grossberg, criticando cierta rama de la teoría de afectos14 (en la que incluye a
Massumi), argumenta que pensar que el afecto tiene una efectividad inmediata en el cuerpo
(es decir, no mediada), es dejar de lado que el afecto siempre es estructurado: “Pero, en
últimas, todo vuelve al afecto […] acerca de intentar descifrar la manera de hablar sobre los
afectos. Y no solo hablar de ellos, no solo reconocerlos, sino de darse cuenta de que los
afectos son producidos, que siempre afectan y son afectados de maneras múltiples y
complejas, y que siempre son estructurados –existiendo en máquinas y producidos por
ellas– en formas que no se pueden separar de las articulaciones de realidad y poder” (p.
337, tm). De esta manera, es importante tener en cuenta que los afectos no salen de la nada:
son producidos por máquinas que organizan el cuerpo y los discursos. Si nos quedamos en
14 Algunos pensadores han ubicado en esta rama a autores como Eve Sedgwick o Massumi, quienes ven el afecto como lo completamente autónomo, no mediado y no intencional, y que además se opone a una teoría posestructuralista apocalíptica y paranoica (al ver prohibiciones y relaciones de poder por doquier), y propone un alejamiento de la epistemología y una vuelta a la ontología. Esto, sin embargo, ha sido cuestionado de varias maneras. Hemmings (2005), por ejemplo, señala que la caracterización del posestructuralismo por parte de Massumi o Sedgwick es generalizadora y simplista: “as neither theorist can afford to acknowledge, there is a vast range of epistemological work that attends to emotional involvements, political connectivity and the possibility of change” (p. 558). Para Hemmings, es peligroso vender el giro afectivo como la gran solución que permite un alejamiento de las teorías sociales pesimistas a unas de creatividad y cambio verdadero, porque, por una parte, simplifica las teorías sociológicas y posestructuralistas, y por otro, ignora o minimiza las manifestaciones del afecto no como ruptura o singularidad, sino como reproducciones de un orden social dominante.
54
Massumi, perdemos la posibilidad de ver la plasticidad en los afectos; al ser preconscientes
y completamente inaprehensibles son también rígidos.
Quizás un pequeño ejemplo sirva para ver mejor lo que estoy diciendo. Jacques
Derrida empieza su conferencia titulada “El animal que luego estoy si(gui)endo” con una
anécdota. Un día, mientras está en su cuarto solo y desnudo, se encuentra con la mirada de
su gato. Se sorprende de que inmediatamente siente vergüenza. Primero, vergüenza de
sentirse desnudo frente a la mirada de otro, y segundo, vergüenza de sentir vergüenza por la
mirada de un animal. Así, Derrida describe un evento en el que su cuerpo es afectado, de
una manera claramente preconsciente. Lo interesante, además, son todas las preguntas que
este evento le suscita a Derrida:
Verse visto desnudo bajo una mirada cuyo fondo permanece sin
fondo, a la vez inocente y cruel quizás, quizá sensible e impasible, buena y
mala, ininterpretable, ilegible, indecidible, abisal y secreta: radicalmente otra
[…] esa mirada así llamada ‘animal’ me hace ver el límite abisal de lo
humano: lo inhumano o ahumano, los fines del hombre, a saber, el paso de
las fronteras desde el cual el hombre se atreve a anunciarse a sí mismo
(Derrida, 2008, pp. 27 – 28).
Pensemos por unos momentos en las palabras finales de Derrida: el hombre que se
atreve a anunciarse a sí mismo. Recuerdan a las de Nietzsche, que ubicaba al resentimiento
como el afecto reactivo que le permitía realizar al hombre un movimiento violento de
afirmación de sí, como negación primera de un otro. Hacen referencia a uno de los
problemas grandes de la filosofía de nuestro tiempo: cómo el humano se afirma como
humano. Una tesis interesante al respecto la elabora Giorgio Agamben en su libro Lo
abierto. Agamben describe allí el funcionamiento de una “máquina antropológica”, que es
55
aquella bajo la cual siempre hemos definido lo humano. La máquina funciona siempre
estableciendo oposiciones dicotómicas (humano /animal, humano / inhumano) para intentar
producir (o afirmar) lo verdaderamente humano. Sin embargo, para Agamben, esta
máquina, que hace presencia a través de toda nuestra historia, no es exitosa:
paradójicamente, produce una zona de indeterminación, nunca logra aislar lo humano15.
No pretendo aquí debatir si la máquina antropológica de Agamben es la máquina
que en efecto ha guiado la producción de pensamiento humano a lo largo de la historia. Me
interesa que Agamben, como Grossberg, Nietzsche o Derrida, se dna cuenta de que pensar
en el plano afectivo nos permite ver ciertas máquinas que producen afectos, y que todo esto
ocurre en un plano preconsciente: “Hacer inoperante la máquina que gobierna nuestra
concepción del hombre significa por tanto no ya buscar nuevas –más eficaces o más
auténticas– articulaciones, como exhibir el vacío central, el hiato que separa –en el
hombre– al hombre y al animal, aventurarse en ese vacío…” (Agamben, 2006, p. 114).
Aventurarse en el vacío, o el permanecer en la singularidad que propone Attridge. La
mirada del gato afecta a Derrida, y ese evento es lo que lo obliga a detenerse, a parar por un
momento la máquina antropológica, poder habitar el límite abisal de lo humano: en la
frontera nunca reducible de lo humano y lo inhumano. Mi hipótesis es que, siguiendo esta
línea argumentativa, la desestabilización de estas máquinas ocurre desde lo cotidiano, desde
registros de experiencia, de afectos, de encuentros. No se trata ya, como dice Agamben, de
buscar nuevas articulaciones más eficaces. Lo cotidiano desestabiliza las máquinas porque
15 Hay ciertas lecturas que se pueden hacer de Agamben (en especial de algunos textos como La destrucción de la experiencia (1993)) en que él parece proponer una lectura completamente totalizante de su máquina, en la que ya el experimentar algo deja de ser posible. Aunque la máquina de Agamben siga siendo en varios sentidos totalizante (sigue siendo una, transversal a los tiempos y la cultura), sí hay algunas lecturas (como en Lo abierto) que dan cuenta de una posición ya no tan “apocalíptica” de la máquina.
56
las descubre en su fantasía homogeneizadora. Es en lo cotidiano, como también indica
Haraway, que más podemos ver cómo nunca somos solo uno, cómo siempre somos
permeables y permeados.
iii. Entre las olas
“But can philosophy become literature and still know itself?”
Stanley Cavell, The Claim of Reason. (1979). P. 496
¿Cómo filosofar desde la literatura y el cine? ¿Por qué hacerlo? Estas son preguntas que no
pretendo responder del todo. Son preguntas que, más bien, subyacen este trabajo, y a las
que espero darles un tipo de forma. La decisión de usar literatura y cine no ha sido
arbitraria. Antes hablaba del reto filosófico que presenta pensar los afectos. Creo que las
artes le llevan ventaja a la filosofía en pensar lo afectivo. Me interesa, además, ubicarme en
puntos de frontera: si los afectos nos trasladan a umbrales, a intersticios, a zonas de
indeterminación, quizás la mejor forma de pensar sobre ellos sea ubicándose también en
una frontera difusa, la que se puede trazar entre filosofía y literatura o cine. Deleuze, por
ejemplo, es otro pensador que filosofa desde la literatura. En su texto “Percepto, afecto,
concepto”, dice lo siguiente: “El afecto no es el pasaje de un estado viviente a otro, sino el
devenir no humano del humano […] Es una zona de indeterminación, de indescirnibilidad,
como si las cosas, bestias y personas (Ahab y Moby Dick, Penthelisea y la perra)
alcanzaran incesantemente el punto que inmediatamente precede a su diferenciación natural
[…] La vida sola crea aquellas zonas en las que los seres vivientes se voltean, y solo el arte
puede alcanzarlas y penetrarlas en su empresa de co-creación” (Deleuze & Guattari, 1994,
p. 173, tm).
57
Quiero ahora hablar brevemente de un texto que resuena con la idea de Deleuze, que
ve la pre-conciencia del afecto como un movimiento en el que se alcanza incesantemente el
punto que precede la diferenciación natural entre lo humano y lo inhumano.
Entre los siglos XVIII y XIX, a la par de la Revolución Industrial, la confianza en la
ciencia y la consolidación de naciones alrededor del mundo, se desarrolla lo que luego se
denominaría la novela de formación, o Bildungsroman. En ella, el hombre se enfrenta al
mundo: la novela lo sigue, por lo general, desde la niñez hasta la adultez, y se preocupa por
señalar las formas en que los ideales y promesas de prosperidad, libertad e igualdad que se
promueven en la sociedad contrastan con lo que realmente es. El niño se vuelve hombre al
comprender que hay una diferencia entre ideales y realidad. Podemos ver aquí, de nuevo, la
máquina antropológica de Agamben funcionando: el problema principal del hombre como
un problema de consolidación de identidad, de auto-afirmación. La estructura de la novela
podría verse como un vector, que culmina un movimiento diagonal ascendente.
En 1931, Virginia Woolf publica Las olas. Este libro, que habita una zona
intermedia entre novela y poema, presenta la niñez y adultez de seis amigos a través de un
entramado de soliloquios. No hay narrador, tampoco hay secuencia lógica de los diálogos.
No se sabe si son respuestas, si solo son monólogos, muchas veces, ni de quién es la voz.
La estructura aquí ya no corresponde a un vector; como el título lo indica, la estructura se
asemeja a las olas: a veces más fuertes, a veces más débiles, pero describiendo un
movimiento que no culmina. Quiero ver, brevemente, dos pasajes, el primero no se sabe
quién lo dice, el segundo, ya cerca del final, parece una reflexión de Woolf del libro
fragmentario y múltiple que acaba de escribir:
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You look, eat, smile, are bored, pleased, annoyed –that is all I know. Yet this
shadow which has sat by me for an hour or two, this mask from which peep
two eyes, has power to drive me back, to pinion me down among all those
other faces, to shut me in a hot room; to send me dashing like a moth from
candle to candle16. (Woolf, 2004, p. 167)
Está ahí la lista de afectos del humano: se tiene hambre, se sonríe, se aburre, se alegra, se
irrita. Y sin embargo, hay algo más. Como en el caso de la garrapata, podemos decir, ¡qué
fuerza! Quien narra aquí se refiere a Percival, un amigo de los seis narradores que ha
muerto en la India. Lo que conoce (que se alegra, se aburre, etc.) no tiene importancia. Lo
que sí es la intensidad inexplicable de la sombra de Percival, que tiene el poder de afectarla,
de volverla polilla sin que deje de ser humana.
What is the phrase for the moon? And the phrase for love? By what name are
we to call death? I do not know. I need a little language such as lovers use,
words of one syllable such as children speak when they come into the room
[…] I need a howl; a cry […] Nothing neat. Nothing that comes down with
all its feet on the floor. (p. 198)
Un lenguaje pequeño, minoritario, como el de los amantes o el de los niños, en oposición a
lo que sea claro, a lo que llega con “todos sus pies en el piso”, es decir, territorializado,
seguro en su significado. Woolf llama a esa lengua extranjera que le permita explorar la
frase para el amor, para la luna o la muerte. Lengua no articulada sino grito o aullido,
lengua que deja de ser palabras. Antes he mencionado cómo pensar en lo afectivo nos
obliga a movernos a territorios en lo que se excede el lenguaje. Quizás sería más apropiado
decir, como Deleuze, que se hace delirar la lengua. En el comienzo de Crítica y clínica,
afirma: “el escritor, como dice Proust, inventa dentro de la lengua una lengua nueva, una
16 Prefiero dejarlo en su idioma original.
59
lengua extranjera en cierta medida […] la hace delirar” (Deleuze, 2016, p. 9). De esta cita
podríamos extraer dos proposiciones: (1) el escritor hace delirar la lengua y (2) del delirio
surge una lengua extranjera. El movimiento no ocurre necesariamente así (primero delirio,
luego lengua extranjera); es uno de los movimientos posibles.
Primero, entonces, se hace delirar la lengua. ¿Qué se entiende por delirar? Quizás es
mejor empezar por qué no se entiende por delirar. Si bien se puede entender ‘delirio’ como
un estado que carece de razón, certeza o sentido, aquí el delirio no implica el sinsentido. Es
decir, hacer delirar la lengua no es poner la lengua a decir nada. Delirio también puede
entenderse como confuso. Pero hacer delirar la lengua tampoco sería necesariamente hacer
confusa la lengua. Para Deleuze, en un texto completamente claro y legible puede ocurrir
perfectamente un delirio de la lengua. Hacer delirar no se puede entender como una
instrucción de un manual de escritura creativa: (Imaginémoslo por un momento:
“bienvenidos a este manual de escritura creativa. El primer paso para escribir una obra
maestra es hacerla delirar. Para lograrlo, ponga comas en todas las partes donde por lo
general pondría puntos. Si piensa en poner un verbo, ponga más bien un sustantivo. Los
adjetivos cámbielos por adverbios y nunca inserte conectores lógicos”).
Lo que Deleuze quiere decir con delirar va por un lado muy diferente: “el problema
de escribir tampoco es separable del problema de ver y oír” (p. 9). Hacer delirar la lengua
es volverla voz y volverla grito, sacarla de sus territorios conocidos, hacer salir un no-
lenguaje en el lenguaje. O, como en una cita anterior de Deleuze, “convertir el pensamiento
en una fuerza que no se reduzca a la conciencia”. A eso se refiere Deleuze cuando habla de
lengua extranjera. No es extranjera en cuanto lengua de otro país (capítulo 2 del manual de
escritura creativa: “el segundo paso es escribir en otro idioma. Si ya lo sabe, perfecto.
60
Abandone su idioma nativo y escriba en el extranjero. Si puede, váyase a vivir a otro país”).
Es extranjera en cuanto es una lengua sin territorio fijo, siempre localizada en un umbral.
¿Por qué he hablado de Woolf, de Derrida, de Deleuze? ¿Qué tiene esto que ver con
el resentimiento, con el plebiscito? Intentaré ser muy conciso: desde las consideraciones de
los inmunólogos, para quienes desde las células ya hay una cierta formación de un “yo”,
hasta la enorme e inevitable máquina antropológica que propone Agamben, nos
enfrentamos a máquinas que producen sistemas totalizantes, o más bien, que pretenden ser
totalizantes. Esto, en todos los casos anteriormente mencionados, si bien de pensadores
muy diferentes, siempre empieza con una exclusión. El afecto inmunitario es producido y
perpetuado en un sistema de exclusiones. Sin embargo, estas nunca son totales. Siempre
hay cabida para nuevas torsiones, que descubren las máquinas, las hacen, por momentos,
inoperantes.
¿Cómo está esto, de una manera más práctica, conectado con lo político? En el
primer capítulo de Immaterial Bodies, Lisa Blackman dice lo siguiente en cuanto a las
subjetividades que se forman en la teoría de afectos: “la captura de los afectos no require de
un sujeto humano gobernado por dinámicas psíquicas de subjetividad o socialidad, sino de
un ajuste17 nervioso o sincronización del cuerpo con la tecnológico” (Blackman, 2012, p.
22, cursivas mías, tm). Más entonces que pensar en sujetos formados por relaciones de
poder, aquí Blackman sugiere que pensar en los afectos conlleva un sujeto que se forma
según ciertos ajustes o sincronizaciones intra-corporales. Esto abre un nuevo espacio para
pensar en lo político, en dos sentidos diferentes, como Blackman (2012) sugiere al
parafrasear el siguiente argumento de Clough: “aunque los afectos […] siempre se
17 En inglés, attunement
61
consideran como lo que produce ‘la oportunidad de algo más, inesperado, nuevo’, el
capitalismo ha desarrollado más estrategias y técnicas para modular y aumentar los afectos
de formas que pueden cerrar la esperanza y extender racismos biopolíticos” (p. 22, tm)
Es difícil negar, como argumenta Thrift (2010), las intensidades afectivas a las que
nos enfrentamos en el día a día. Desde saludar al gato en la mañana, o salir a bailar, o
comprar nueva ropa o votar por cierto candidato. Hay intensidades que nos atraviesan y que
son difíciles, si no imposibles, de articular de manera completa en el discurso o de
representarlas con algún símbolo o imagen que las encapsule. Lo afectivo, por su
inmediatez, es también eficaz, y por eso ha sido asociado a cómo se comportan las masas,
con una suerte de contagio, de attunement. Esto puede dar lugar al contagio de afectos de
solidaridad, por ejemplo, como han señalado algunos académicos en cuanto a ciertos
movimientos sociales, en especial el de los indignados en España en 2011, quienes se iban
congregando, con un efecto de contagio, a acampar en la Puerta del Sol en Madrid (Lara &
Enciso Dominguez, 2013). Sin embargo, también está el otro lado, del contagio de afectos
de miedo, de cierre hacia el otro, de resentimiento, como podría verse, si bien aquí no lo
desarrollaré, en eventos como el resultado del plebiscito o la victoria de Trump en EEUU.
El contagio lo explica, de una manera interesante, tanto Mike Featherstone como Nigel
Thrift. Blackman toma la siguiente cita, en la que Featherstone se refiere al allure que surge
en las prácticas de belleza, cirugías plásticas y, en general, el glamour:
La transformación requiere no solo el cambio de la superficie y el
volumen del cuerpo a través de regímenes de ejercicio o cirugía cosmética,
sino que una transformación completa también requiere algo parecido a un
rumbo en actuación de método, de aprender a jugar el rol de la nueva
62
persona en la que uno ha elegido convertirse. Tener un cuerpo y una cara que
tengan la capacidad de hacer que las personas detengan su curso y den una
segunda mirada, hacer que quieran verificar, anotar y registrar la imagen que
les ha instigado el shock de la belleza. (Blackman, 2012, p. 14, comillas
mías, tm)
Creo que en este ejemplo, además, se puede ver cómo las teorías exclusivamente
ideológicas del sujeto dejan escapar muchos registros. Quien se somete a transformaciones
para adquirir cierta noción de belleza no es solo un cuerpo dominado por una ideología que
lo configura a un cierto ideal de cuerpo. Allí ocurre también un juego y transformación
afectiva: es más el efecto de choque, de allure18, el que dispone al cuerpo a transformarse,
que no busca adaptarse a un ideal de cuerpo, sino que busca transformarse para tener la
capacidad de producir ese efecto de choque.
Pienso también, en las palabras de Eve Sedgwick, también reconocida en la teoría
de afectos, a quien parafrasea Hemmings (2005). Sedgwick se pregunta por el uso práctico
de las teorías “paranoicas”19 en un mundo en el que la violencia sigue existiendo, no
escondida sino de frente, en todas partes del mundo. Si pensamos que lo que subyace a
estas violencias no son necesariamente las relaciones verticales de poder, que se pueden
18 Para ver más sobre el allure y su relación con las estructuras capitalistas, ver el ensayo de Nigel Thrift “Understanding the Material Practices of Glamour” (2010). Cito algunas partes, que dejo en su idioma original: “Contemporary capitalism’s magical powers arise from two intersecting imaginary forces, namely the force of aestheic practices, honed now over a number of centuries, and the rise of so-called public intimacy […] aesthetic pleasure has quality and substance that is generated by that side of sensation that is sheer formless enjoyment. It is an affective force that is active, intelligible, and has genuine efficacy: it is both moved and moving. It is a force that produces shared capacity and commonality…” (p. 291-292). 19 Con esto Sedgwick se refiere a una cierta lectura de toerías posestructuralistas, que ven prohibiciones por todos lados, y que ubican a la formación del sujeto como siempre constituido por dinámicas sociales de relaciones de poder.
63
articular de en el lenguaje representacional, sino intensidades que ocurren en planos más
horizontales y transversales, registros de experiencias afectivas en el día a día, entonces
podremos identificar cómo ciertas máquinas, como el capitalismo o ciertas políticas
estatales, producen y propagan afectos de cierre, miedo, odio, que terminan reproduciendo
violencias. Podríamos también, entonces, pensar en el contrario, en máquinas que
produjeran afectos de solidaridad, vulnerabilidad, alegría. Que produzcan el allure de la
capacidad de ser, por ejemplo, vulnerable.
Para finalizar este intersticio, pienso en las siguientes preguntas: Si podemos ver en
los afectos cierta plasticidad, ¿ésta en dónde se puede ubicar? ¿En los momentos en que las
máquinas quedan inoperantes? ¿En el surgimiento de ciertas singularidades? ¿En las
marcas y reacciones de los cuerpos que pasan por ciertas experiencias afectivas? Si
pensamos el resentimiento como afecto, ¿qué zonas de indeterminación lo subyacen? ¿Qué
se puede hacer, en especial desde la filosofía, para mitigar los efectos destructivos que éste
trae?
64
2. Trauma y utopía en el plebiscito
i. Los ‘racionales’ del Sí, los ‘emocionales’ del No
Primero, fue la sorpresa. Ganó el ‘No’, cuando ni siquiera los promotores de la
campaña por ese voto lo habían previsto. Dos años antes, el presidente Juan Manuel Santos,
a quien las encuestas le daban una aprobación de su gestión de apenas 28%, había ganado
la reelección, en una segunda vuelta que había sido casi un plebiscito adelantado. Las
encuestas previas al plebiscito también le daban al ‘Sí’ una cómoda ventaja. Sorpresa, que,
por ejemplo, Juan Carlos Rodríguez-Raga (2017), politólogo y profesor de la Universidad
de los Andes, caracterizó como anti-clímax (p. 335). Pues el resultado del plebiscito
representaba un punto desencajado de las dinámicas que ocurrían en el país: un conflicto
que había estallado hace más de cincuenta años y por el que habían muerto más de 220.000
personas parecía estar en su última etapa de lucha abierta (es decir, de la existencia de un
grupo que abiertamente enfrentaba tanto militar como civilmente al gobierno regente). De
594 muertos por el conflicto en el 2010, entre ellos 94 civiles, murieron seis personas en el
2016 y dos hasta mayo de 2017 (Botero, 2017, p. 373). El presidente ganó el Nobel de Paz
en el 2016 y la revista Times declaró a Colombia como el país del año por lograr la paz. Se
hizo una fastuosa celebración de la firma del acuerdo, la representación de las víctimas
manifestó su apoyo, se habló de construcción de paz, de reparación, de posconflicto.
Segundo, llegaron los datos. El ‘No’ había ganado por 53 mil votos (menos del 1%).
El abstencionismo fue de 62%, un poco más alto que el promedio registrado desde 1990
para elecciones presidenciales y legislativas (54% y 56%, respectivamente). En la mayoría
de zonas urbanas y densamente pobladas ganó el ‘No’, mientras que en las zonas rurales
65
ganó el ‘Sí’. El ‘Sí’ ganó en las regiones más pobres y más afectadas por el conflicto
armado. Hubo entonces grandes movilizaciones urbanas a lo largo del país, que salieron a
pedir que el proceso de paz siguiera. Hubo en el mes de octubre 54 movilizaciones
ciudadanas, más de una por día (Botero, 2017, p. 383). El gobierno siguió adelante y pasó
el proceso por la vía legislativa, y el evento particular de lo que había sucedido en el
plebiscito quedó olvidado.
Tercero, llegaron los analistas. Los medios de opinión y los académicos, cuya
mayoría había defendido el voto por el sí, escribieron para explicar lo que había pasado en
el plebiscito. Querían dar la luz que aclarara la sorpresa, explicar el fenómeno desde causas
coyunturales. La mayoría de analistas parecían coincidir en lo siguiente: (1) la campaña del
‘No’ había desviado la discusión sobre la paz a otros asuntos como la rivalidad política
entre el expresidente Álvaro Uribe y Santos o la idea de que el Acuerdo de paz promovía la
ideología de género, o que era una amenaza a la propiedad privada; (2) la campaña del ‘No’
había apelado a las emociones, y movilizó odios, rabias y resentimiento; (3) la campaña del
‘Sí’ se confió y fue prácticamente inexistente (4) la campaña por el ‘Sí’ apeló a
explicaciones racionales.
Aunque Rodríguez-Raga y Botero no proponen estos puntos como las únicas causas
explicativas del voto de la gente, pues también mencionan, sin mucho desarrollo, algunas
condiciones estructurales que allí se reflejaron (desaceleramiento de la economía, pérdida
de confianza en la democracia y en las instituciones), sí los ubican como aspectos
verdaderos que ocurrieron en los meses y días previos al plebiscito y que contribuyeron al
resultado. En palabras de Rodríguez-Raga (2017):
66
La estrategia de los opositores al Gobierno en el plebiscito se centró
principalmente en difundir […] imprecisiones e incluso falsedades […] [esto] quedó
al descubierto poco después del 2 de octubre cuando, en una entrevista con un
medio escrito, Juan Carlos Vélez, gerente de la campaña por el ‘No’, se ufanó de
haber atizado los temores y el resentimiento de la gente con la guerrilla de las
FARC en lugar de explicar y discutir el contenido del acuerdo (p. 342).
Botero (2017) también hace hincapié en que la campaña por el ‘Sí’, que se enfocó en lo
racional y en la divulgación de los acuerdos, “se quedó corta frente a la carga emocional del
No, que le apostó a la indignación y a la rabia” (380). Pienso que ambas posturas caen en
una idea problemática: por un lado, se supone de entrada que hay una posición “racional”:
el apoyo a los acuerdos, en contraste con una posición “emocional”. De la aseveración de
que el error de la campaña del ‘Sí’ fue ser muy racional se desprenden cuatro corolarios: (1)
la gente es ignorante y prácticamente incapaz de pensamiento crítico, se deja llevar por las
emociones creadas o impulsadas por los promotores del ‘No’; (2) la campaña por el ‘Sí’
falla bien sea por tener fe en que la gente iba a ser racional, bien por no haber incluido y
promovido un componente emocional fuerte en sus iniciativas; (3) controlar o no el
resentimiento es una cuestión de ser o no racionales; (4) los académicos e intelectuales
quedan con el rol de “dar luz” a un pueblo ignorante, y los defensores del ‘No’ como unos
manipuladores por intereses personales.
Por ejemplo, recogiendo varios de los anteriores presupuestas está el siguiente
comentario de Julián de Zubiría, pedagogo, al libro El triunfo del No de Andrei Gómez:
Un país donde tres de cada mil personas saben leer de manera crítica no se
mueve con ideas y argumentos, sino con emociones primarias, como el
miedo, la ira o la venganza. A la comprensión de esa realidad, Uribe y el
67
Centro Democrático le deben su triunfo en el plebiscito del 2 de octubre de
2016. Se aprende a leer con buenos modelos pedagógicos y con buenos
libros. Estas dos condiciones las conoce bien Andrei Gómez-Suárez –
investigador asociado en las universidades de Oxford y Sussex–, cuyo
trabajo de seguimiento reflexivo y riguroso del proceso de paz en el país,
con seguridad dotará a los colombianos de herramientas que les permitan
acercarse de manera independiente y crítica a una realidad política compleja
y polarizada. El texto que tiene en sus manos el lector es profundo y
documentado. Desde mi perspectiva, su lectura en la cátedra de la paz
servirá para consolidar el debate argumentado. Estamos muy cerca de que
Mauricio Babilonia suelte las mariposas amarillas, como señal de que ha
terminado la guerra en Colombia. (de Zubiría en Gómez-Suárez, 2017,
contracarátula).
Tres de cada mil personas, es decir, el 0,3% de las personas saben leer de manera crítica en
Colombia, según de Zubiría, y se mueven solo basados en las emociones primarias de la ira
la venganza y el miedo. Además, es el trabajo de los intelectuales, como Andrei Gómez,
quien investiga en universidades inglesas, el que logrará que se hable con argumentos –de
nuevo, con lo racional– hasta que al fin Mauricio Babilonia –personaje de Cien años de
soledad que poco parece tener que ver aquí– suelte las mariposas amarillas y se llegue a la
paz.
El triunfo del No, un libro de poco más de cien páginas de Andrei Gómez-Suárez –
quizás el estudio más extenso que se ha escrito sobre el plebiscito– no problematiza, así lo
intente en ciertos momentos, la dicotomía racional/emocional. En la cuarta parte del libro,
Gómez-Suárez introduce el concepto de “economía política de disposiciones afectivas”. A
su modo de ver, tal economía habría guiado el voto por el ‘No’ en el plebiscito. El término,
que él dice que acuña en otro libro de su autoría, se refiere a los “mecanismos
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suprarracionales –no necesariamente restringidos al lenguaje– que componen nuestros
cuerpos y a través de los cuales se trasmiten los contenidos subjetivos integrantes de los
circuitos narrativos en los que ocurren nuestras acciones y reacciones, es decir, nuestras
emociones” (Gómez-Suárez, 2017, p. 94). Gómez-Suárez luego divide las disposiciones
afectivas en cuatro: simpatía, antipatía, indiferencia y olvido. Estas son para él, las
emociones que el Centro Democrático se encargó de una manera selectiva y pensada de
hacer florecer en los ciudadanos. En primer lugar, Gómez-Suárez usa los términos de
emoción, afecto y sentimiento indiferenciadamente. No hay entones mucha profundidad en
su análisis, que se limita a decir que el Centro Democrático de manera programada
radicalizó y polarizó las emociones o afectos de simpatía (hacia Uribe), antipatía (hacia las
FARC), indiferencia y olvido. Estos últimos dos no los analiza a fondo, y apenas concluyen
que ambos implican la negación del otro (p. 100). Y aunque Gómez-Suárez argumente que
las disposiciones afectivas salen de ciertas economías políticas, en un mecanismo que se
activa entre cuerpos (p. 94), todo termina siendo culpa del dominio de Uribe y la estrategia
que usó para embaucar a los ciudadanos: “Para el bien del país, es fundamental que Uribe
revise sus acciones y las emociones que lo llevaron a actuar así. Debido a su influencia, su
rabia frente a lo que él interpreta como una traición de Santos ha devenido en la
polarización de la economía política de disposiciones afectivas que, en vez de contribuir a
la reconciliación de Colombia, perpetúa la fragmentación” (p. 106). Estamos entonces, de
nuevo, en una filosofía política que considera a los sujetos como meros repositorios, que
actuarán de determinada manera (siempre según las emociones) según los sepan mover los
diferentes actores racionales (Uribe o los académicos).
69
El 2016 fue un año particular en el sentido en que mundialmente hubo más de una
sorpresa electoral con características similares. Donald Trump ganó las elecciones
presidenciales en Estados Unidos y los ingleses votaron por salirse de la Unión Europea.
De la misma manera que en el plebiscito, los líderes de opinión, académicos e intelectuales
explicaron los resultados con un discurso de lo racional versus lo emocional. R. Douglas
Fields (2016), neurocientífico, por ejemplo, lo hacía desde su campo:
Esta perspectiva neurocientífica explica la aparente incomprensible situación
de un billonario privilegiado que se convierte en el defensor de hombres y
mujeres de clase trabajadora que se sienten amenazados y con rabia. Es
aturdidor intentar darle una explicación lógica […], pero su acercamiento a
la rabia, el miedo y la frustración que muchos sienten […] es perfectamente
consistente con la manera en que el cerebro humano toma decisiones
complejas basado en la emoción. (párr. 7)
El psicólogo Eyal Winter (2015) también concuerda en que la evidencia de los últimos años
muestra que el comportamiento político de la gente se determina más por las emociones
que por la razón (párr. 4). Los miedos que se explotaban eran, además, supuestamente
irracionales porque se basaban en distorsiones: en el caso de Trump y Brexit, el miedo
hacia los inmigrantes y refugiados, en el caso del plebiscito, miedo a que el país se volviera
como Venezuela o que se implantara la ideología de género.
El argumento que quiero hacer no es que las emociones no tengan que ver en la
acción de una persona que va a votar. Tampoco que las campañas por el ‘No’, por Trump o
a favor del Brexit no hubieran enfocado grandes recursos en intentar sacar a la superficie
miedos y odios. Lo que busco es una alternativa que permita una nueva perspectiva que no
se enfrasque en que los fenómenos electorales que vimos en el 2016 hayan sido una
70
cuestión de racionalidad versus emoción. Pues esto es problemático en varios sentidos. Por
una parte, los autores que defienden esta posición no se preocupan mucho por definir qué
entienden por ‘racional’. Asumo que están pensando que una decisión racional de voto es,
por ejemplo, en el caso del plebiscito, aquella en la que cada persona lee la totalidad del
Acuerdo desde una perspectiva neutra, y compara sus expectativas e ideología política con
lo que allí se dice, y de esa manera decide si apoyarlos o no. De alguna forma, se pone “por
encima” de sus emociones y solo racionalmente es capaz de llegar a la conclusión de por
qué opción va a votar. Además, también se asume que la opción racional es necesariamente
la opción por el sí. Si no fuera así, si el asunto fuera sencillamente el haber fallado en no
tener una democracia en la que los ciudadanos voten “racionalmente”, no habrían
reaccionado con sorpresa ni hubieran hecho el argumento de que la explicación de los
resultados se debe a una cuestión de razón versus emoción. La explicación, por lo tanto, es
tan arrogante como superficial: es fácil echarle la culpa al otro: el otro que es ignorante, que
se deja llevar por sus emociones, no uno de los tres de cada mil, como Julián de Zubiría,
que se mueve por argumentos e ideas y no sus emociones.
Que este ha sido el argumento predominante explicativo por los analistas del año
2016 no es difícil de ver. El diccionario Oxford señaló la palabra posverdad como la
palabra del año. Esta palabra, que se acuñó hace una década, hace referencia a
“circunstancias en las que los hechos objetivos tienen menor influencia en la formación de
la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal” (Jensen,
2016, párr. 1). En el libro aún inédito Política de los cuerpos, Laura Quintana señala que el
diagnóstico de parte de una buena cantidad de pensadores de que hemos experimentado en
la sociedad un giro a la posverdad es apresurado y merece ser problematizado. En parte,
71
argumenta, porque en la base de este diagnóstico yace una desconfianza hacia la agencia
crítica de la gente común y una presunción de que “la tarea del intelectual crítico [es] poner
al descubierto las redes de poder que sujetan a la gente y que ésta no estaría pudiendo ver”
(Quintana, inédito a20, p. 19). A estos presupuestos, siguiendo lo ya antes elaborado por
Ángel Rama en La ciudad letrada, Quintana los llama “presupuestos de espíritus letrados”.
Lo irónico es que estos presupuestos también parecen sufrir de la misma irreflexividad que
denuncian: al adoptar el discurso de que la ola de la política del miedo se debe al giro hacia
la posverdad, que implica decir que la gente es completamente manipulable, ignorante e
irreflexiva, que se cierra a una fijación del otro como “guerrillero” o como “anti-familia” o
cualquier etiqueta que hayan promovido los del “no”, los “espíritus letrados” siguen la
misma dinámica: generan las etiquetas de “la gente ignorante” o la “gente que se deja llevar
por las emociones”, encierra y cataloga a la gente en uno de dos bandos. Como
argumentaré más a fondo un poco más adelante, lo que se ve en esta dinámica son dos
acciones que buscan la creación de un cierto tipo de capital moral: los del “no” como los
salvadores de Colombia; los del “sí” como los agentes racionales con pensamiento crítico.
ii. Una alternativa desde los afectos
El fenómeno anteriorente descrito se puede asociar con lo que Berlant ha llamado la
“política sentimental”, que ya he mencionado, así como con lo que se conoce como el
“consensualismo” o “comunidad del consenso” (Quintana, inédito a, p. 13). La lógica del
consenso, que para autores como Jacques Rancière o Wendy Brown, si bien con
implicaciones diferentes, es la lógica dominante de nuestro tiempo, implica aceptar que la
20 Me referiré a dos capítulos de ese libro, “Introducción” y “El consensualismo y la desposesión de los cuerpos”. Como están inéditos, ambos llevan numeración desde el número 1. Para diferenciarlos, me refiero a ellos como inédito a e inédito b, respectivamente, en las referencias.
72
forma ideal de gobernar es la del consenso, con el objetivo de eliminar los conflictos. La
lógica del consenso establece entonces la pertinencia de un orden global (que conlleva
aceptar el triunfo del capitalismo y de ciertos ideales de progreso y democracia y la derrota
de cualesquier alternativa), pero ya no dado por una idea de naturalidad, sino por una idea
de consenso, es decir, un orden dado de acuerdo a ciertos saberes, precisamente aquellos
que también asumen “los espíritus letrados” (Quintana, inédito a, p. 19). En términos
generales, para Quintana esta lógica consensual es problemática en varios sentidos. En
primer lugar,
Todo esto indica ya la manera en que el consenso supone […] una
comprensión de lo común que reduce la dimensión del conflicto de la vida
social. […] El conflicto se reduce o incluso se anula porque se cierra el
espacio para que puedan aparecer interpretaciones realmente otras de la
realidad social, es decir, otras realidades sociales, que contra-resten las
visiones dominantes, y particularmente sus efectos desigualitarios. Y el
conflicto se reduce porque el espacio político se piensa como un espacio, sea
para la discusión racional de actores capaces de aceptar ‘los mejores
argumentos’, sea para la negociación entre actores económicamente
razonables; perdiendo así de vista la manera en que las acciones políticas, en
los términos de Rancière, pueden dividir y abrir la polémica sobre los
espacios autorizados para la participación (deliberativa o de negociación),
sobre los actores o las partes que pueden participar de aquellos y sobre su
“razonabilidad” (Quintana, inédito b, p. 43, comillas mías).
El cierre del conflicto al que alude Quintana recuerda también a la “fantasía estremecedora”
que Haraway señalaba como dominante en nuestros tiempos: una fantasía de cuerpos
totalmente defendidos, inmunes, invulnerables. Cuerpos cuya invulnerabilidad es reflejada
en la comunidad y vice-versa. Pero en este punto hay que aclarar que en ningún momento
se está equiparando conflicto con violencia; hablar del cierre del conflicto no es hablar del
73
cierre de violencias. Por el contrario, el gran problema de la pretensión del cierre del
conflicto, al invisibilizar otras visiones de la realidad social así como al homogeneizar el
espacio en uno solo, es que es profundamente violento. La dinámica del resentimiento está
allí también reflejada: la inmunidad afectiva que establece al otro como amenaza. Cuando
se piensa en un espacio homogéneo, como lo señala Quintana a través de Rancière, así
como Berlant, se produce una lógica especular: la comunidad debe reflejarse a sí misma, así
como el individuo debe reflejarse a sí mismo, pues precisamente no hay espacio para la
aparición de lo otro más que como amenaza. Cerrar el conflicto es cerrar la vulnerabilidad;
es cerrar las posibilidades de ver en el conflicto la posibilidad de construir espacios
heterogéneos y de pensar en formas otras de lidiar con los choques que no se reduzcan a la
violencia o a mecanismos que promueven la desigualdad. Dice entonces Quintana:
No se trata entonces de post-verdad, como si alguna vez se hubiera dado una
transmisión fiel de la realidad que ahora se traicione; se trata más bien de
una reducción de la realidad a una única presentación, interpretación,
sentido. De una reducción que puede llegar a ser tan simplificadora y
reductiva en sus montajes, que pierde por completo contacto con la
heterogeneidad y conflictividad del mundo, inventando lo que no pasó,
presentando lo que pasó de maneras deformadas y unilaterales, haciendo
posible el “todo vale”. Pero si estos montajes burdos pueden tener lugar es,
de nuevo, porque la realidad, con sus divisiones y posibilidades de aparición,
se ha reducido gracias a la representación consensual. (Quintana, inédito b,
p. 68)
El problema, entonces, de pensar, por ejemplo, en los montajes del “no” como los causantes
de que haya ganado el “no” en el plebiscito, y de la eficacia de esos montajes explicada en
que la sociedad de hoy se guía más por las emociones que por la razón, es que es una
explicación que se rige por los mismos problemas que denuncia, juega en la misma lógica
74
que ridiculiza. En otras palabras, el análisis desde la post-verdad juega en el mismo mundo
uniespacial que los montajes, y se rige por las mismas dinámicas inmunitarias.
Es importante, entonces, pensar en alternativas, en otras maneras de pensar la
inmunidad, en las maneras de resistir a la lógica consensual, en las formas de abrir la
vulnerabilidad, la heterogeneidad y el conflicto desde prácticas que contra-resten las
derivas violentas. Ya había mencionado en el primer capítulo cómo Haraway indagaba por
discursos médicos que se aproximaran a la inmunología desde otras perspectivas. Quiero
complementar eso con la siguiente reflexión, también de ella:
La inmunidad puede asimismo ser concebida en términos de especificidades
compartidas: del yo semipermeable capaz de relacionarse con otros
(humanos y no humanos, internos y externos), pero siempre con
consecuencias finitas; de posibilidades e imposibilidades situadas de
individuación e identificación; y de fusiones parciales y peligros. Las
multiplicidades problemáticas de los yoes postmodernos, puestas a punto de
manera tan poderosa y reprimida en los escabrosos discursos de la
inmunología, deben ser llevadas a otros discursos occidentales y
multiculturales que están surgiendo en la salud, en la enfermedad, en la
individualidad, en la humanidad y en la muerte. (Haraway, 1995, p. 388).
Sí, la lógica consensual y la subyacente dinámica inmunitaria son una tendencia de nuestro
siglo, y se puede ver en ellas una pretensión totalizante. Sin embargo, esto no quiere decir
que el espacio se haya cerrado, y que todo se deba mover en términos de la post-verdad. En
cierto sentido, todo discurso hegemónico implanta en sí mismo las posibilidades de su
deshomogeinización. Por ello es que la misma inmunidad no tiene que dar lugar al cierre.
75
Como dice Haraway, la misma inmunidad puede ser concebida en términos diferentes, que
establezcan un yo siempre permeable. Hay otros discursos que surgen permanentemente21.
En The Politics of Resentment, Catherine Cramer, como ya lo sugería más arriba,
hace un análisis mediante decenas de entrevistas a habitantes rurales del estado de
Wisconsin. En el 2012, avanzaba en el estado un proceso popular de revocatoria al
gobernador republicano Scott Walker. Las protestas en las ciudades habían sido tan grandes
que se esperaba que fuera exitosa. Sin embargo, Walker se quedó en el puesto después de
una votación que decidió que se mantuviera. Dos años después, de nuevo sorpresivamente,
ganó la reelección. La explicación de los analistas fue muy similar a las que ya he descrito:
se dijo que el Walker se mantenía gracias al voto rural, que era un voto menos informado y
más manipulable que el urbano. Para Cramer, sin embargo, estas explicaciones no decían
realmente mucho sobre los fenómenos que estaban ocurriendo en Wisconsin, además de
parecerle ingenuas, ya que reducían los resultados a la oposición sabiduría versus
ignorancia:
Uno podría ver la percepción entre la gente rural de que son víctimas de una
distribución injusta como desinformación o ignorancia, pero llegar a la
conclusión de que la gente vota de la manera que lo hace porque son
estúpidos es muy superficial por sí misma. Ignora que gran parte del
entendimiento político no tiene que ver con hechos, sino con cómo se ven
los hechos […] Es muy difícil concluir que las personas a las que he
estudiado creen en lo que creen porque han sido embaucadas. Sus puntos de
vista están arraigados en identidades y valores, así como en percepciones
21 En lo que sigue de ese capítulo, Haraway analiza varias obras de ciencia ficción de la escritora Olivia Butler. Con ello también sugiere la gran capacidad de la literatura y el arte de ser portar esos discursos que logran resistir, que logran descubrir la lógica consensual que antes los encubría.
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económicas; y todos estos aspectos están interconectados. (Cramer, 2016, p.
210, tm)
Cuando hablamos de un voto dividido como el del plebiscito, quizás convenga pensar como
Cramer. Si seguimos estableciendo los parámetros exclusivamente bajo los rótulos de
racional y emocional, necesariamente terminaremos concluyendo que la política es una
cuestión en la que confluyen unas consideraciones racionales e ideológicas con unas
prácticas emocionales. Hacer política “bien” sería entonces buscar aquella que minimiza la
parte emocional, y así estar del lado del que no es engañado: los del sí piensan que a los del
no los engañaron con datos mentirosos y desvíos como la introducción de la “ideología de
género”, y los del no que piensan que los del sí son engañados por un presidente que tiene,
como segundas intenciones, arruinar el país y crear una “nueva Venezuela”. Y más allá de
ser o no engañados, que la política es una cuestión de tomar lados. Que lo político tiene que
ver exclusivamente con un asunto racional de ubicarse en el lado del espectro ideológico
que más se ajusta a las creencias de cada quien. La posición de Cramer nos permite salirnos
un poco de un análisis que le dé el peso del significado de los votos exclusivamente a
alguna posición o ideología política, así como el de culpar al votante por su supuesta
ignorancia. Nos abre, además, preguntas más interesantes, que tienen que ver con explorar
en la forma en que las personas construyen y hacen sentido de la política. Si pensamos en el
caso colombiano, éste tiene la particularidad de que la mayoría de votantes no son víctimas
directas del conflicto sobre el que están decidiendo. La guerra colombiana la vivimos, la
mayoría de quienes vivimos en las grandes urbes, a través de los medios, rumores y
conversaciones de mesa.
77
Pensar en los afectos permite entonces, por una parte, superar la dicotomía
racional/emocional. Por otra parte, también permite superar la dicotomía
determinista/voluntarista. Iré por partes: pensar en el resentimiento como afecto evita que
éste se oponga a lo racional. Nos permite, además, partir de un punto que no asuma el voto
por el ‘Sí’ como lo racional; por el contrario, argumentaré en el final de este trabajo que
una parte de la economía afectiva que se movió en el voto del sí, y que podría tener tantos
efectos negativos como la del no, se basó en un afecto ligado con cierta proyección
utópica22. Las emociones de odio, rabia y miedo que se detectaron en el plebiscito, ya no se
ponen como la causa primordial de la elección de los votantes por el ‘No’, y que se
contraponen necesariamente a los valores racionales de la reconciliación, la mesura y la
sensatez, sino como rastros o marcas de una economía afectiva que predispone a los
cuerpos a reaccionar de cierta manera. Esta predisposición, a su vez, tiene que ver con la
circulación de afectos inmunitarios como el del resentimiento. Esto último, que conectaré
con el trauma, lo analizaré al final.
Por una ideología determinista, en términos muy básicos, me refiero a una
definición del sujeto y de los cuerpos como determinada siempre por un sistema o
estructuras culturales o biológicas. Por ejemplo, la visión de Gómez-Suárez supone que los
votantes son sujetos cuyas acciones son completamente determinados desde las estructuras
22 Con esta proyección utópica hago referencia a la que señala Berlant, así como a la “fantasía estremecedora” de Haraway, y a las consecuencias de la predominancia de una lógica consensual. Con ello no estoy pretendiendo que toda proyección utópica sea necesariamente inmunitaria. Por ejemplo, en El reparto de lo sensible, Rancière señala la siguiente ambigüedad de la palabra: la utopía constituye a la vez “el loco ensueño que conduce a la catástrofe totalitaria” y “la apertura infinita de lo posible que resiste a todas las cláusulas totalizantes” (p. 51). Entender la utopía como apertura en lugar de cierre es posible porque ella misma, en su intención totalizadora, crea las posibilidades para devolverle “su carácter de ‘irrealidad’, de montaje de palabras y de imágenes aptas para reconfigurar el territorio de lo visible, de lo pensable y de lo posible” (p. 52). Por lo tanto, de cada utopía siempre brotarán heterotopías, que la descubren en su fantasía estremecedora.
78
de poder. La clave, para él, está en que las estructuras de poder actúen según la razón, lo
que se traducirá en un efecto en la gente. Por el otro lado, en una ideología voluntarista es
el sujeto el que se define desde sí mismo. En esta visión, si se es emotivo es porque se es
ignorante. Una teoría de afectos, por otro lado, no niega que los cuerpos se vean afectados
por fuerzas que anteceden a los procesos racionales y emotivos. Y aunque los afectados
también son estructurados, nunca supone que las relaciones de poder saturen por completo
todo campo de experiencia, es decir, que determinen de una manera totalizadora a los
cuerpos: no solo lo que son, sino lo que pueden.. La resistencia, la singularidad aparecen y
no se dejan reducir, atendiendo a la plasticidad propia de los afectos.
iii. La nación traumada
En el final del primer capítulo había sugerido que el evento del plebiscito se podía ver a la
luz de lo que Berlant denomina como la configuración afectiva propia de nuestro siglo: un
vaivén entre discursos utópicos y traumáticos. Los estudios sobre el trauma tienen su
origen en el psicoanálisis y se extendieron a muchos campos en el siglo XX, especialmente
después de la Segunda Guerra Mundial:
En la teoría crítica y la sociedad de masas en general, el trauma se ha
convertido en el género primario de los últimos ochenta años para describir
el presente histórico como una escena de excepción que acaba de romper
alguna vida ordinaria, tranquila y en su curso regular, que se suponía que
debería seguir hacia adelante y de la que la gente se sentía segura y confiada.
(Berlant, 2011, p. 10).
El trauma, en este sentido, se puede ver desde una perspectiva tanto micro como macro. En
una perspectiva macro, la sociedad es vista como traumada. Un trauma, definido en
términos básicos como aquello que rompe con un estado ordinario, deja una huella o marca
79
y persiste. De lo traumático, entonces, se desprende pensar en una cura. Para ciertos
pensadores, como Cathy Caruth, la cura frente al trauma es de antemano imposible (Ball,
2007, p. xxxii). Caruth interpreta las observaciones de Freud sobre veteranos de guerra
como indicadores de la “naturaleza literal y no simbólica de los sueños y flashbacks
traumáticos, que se resisten a una cura en cuanto permanecen, precisamente, literales
(Caruth, 1995, p. 5)”. Esto no es solamente una cuestión de individuos traumados, pues
para Caruth el trauma no es un síntoma de su inconsciente, sino de la historia misma: “Los
traumatizados, podríamos decir, cargan consigo una historia imposible con ellos, o se
vuelven ellos mismos un síntoma de una historia que no pueden poseer por completo” (p.
5). Ruth Leys, en su libro Trauma: A Genealogy, critica a Caruth por su definición del
sueño traumático como una experiencia “no reclamada23”, simplemente vivida en la
materialidad no representable de la memoria (Leys, 2000, p. 272). Leys también señala que
esta visión del evento traumático se asemeja a la de una enfermedad infecciosa, en la que
los sueños traumáticos son los síntomas y el trauma un agente externo (p. 271). Como ya
había señalado en el primer capítulo, la cualidad de inmunidad de afectos como el
resentimiento se podía representar también con una analogía con las enfermedades
infecciosas. La fuerza que tiene el resentimiento depende de la equiparación de otro como
un agente externo, que se dejará ver según los síntomas –marcas– y al que hay que atacar.
John Mowitt, en su artículo “Trauma Envy”, señala cómo el discurso del trauma ha
permeado espectros ideológicos muy diversos. Mowitt analiza, en primer lugar, cómo una
ola neoconservadora en Estados Unidos, que empezó a surgir después de una serie de
23 El término que se usa en la versión original es “unclaimed experience”, con lo que se refiere a una experiencia que, por su completa literalidad, no es representación de nada, y constituye una materialidad pura a la que nuestro lenguaje y categorías conceptuales no le pueden hacer justicia.
80
victorias ideológicas y políticas liberales en los años sesenta, presentaba lo que él llama
“envidia del trauma”, ya que el trauma se asocia con un capital moral –los traumados
pueden condenar moralmente a los otros– que ellos habían perdido a manos de los liberales
(Mowitt, 2007, p. 358). A esta envidia del capital moral Mowitt la llama, aludiendo a
Nietzsche, resentimiento. Lo que Mowitt ve en los movimientos neoconservadores se
podría equiparar a lo que ha sucedido en el 2016 con las victorias electorales de la derecha.
En todos los casos, se ve cómo lo traumático está claramente asociado a un capital moral.
Por otra parte, Mowitt analiza lo traumático en el ensayo “Multiculturalism, or the
Logic of Multinational Capitalism” de Slavoj Zizek. Zizek desarrolla allí el concepto de lo
Real, que define como una semilla traumática impenetrable que resiste toda simbolización,
no tiene consistencia ontológica, pero constituye el sujeto (Zizek en Mowitt, 2007, p. 365).
Mowitt señala cómo entonces el trauma se transcendentaliza (p. 365) hasta el punto de
volver lo Real crucial a todos los aspectos de formación del sujeto (Ball, 2007, p. xlix;
Mowitt, 2007, p. 365). Así, Zizek llega a su concepción de que vivimos en un socialismo
traumático en el que la igualdad es solo igualdad en cuanto se comparte la pobreza (Ball,
2007, p. xlix). Mowitt señala a Zizek de tener, si bien llegando a él desde otro lado, la
envidia de trauma: “El uso de lo traumático para Zizek no es motivado por una necesidad
teórica de aclarar el concepto de lo Real, sino por una necesidad política de forjar un enlace
entre lo Real y lo traumático que les permita a los psicoanalistas tener la última palabra
sobre lo traumático” (Mowitt, 2007, p. 367). Las siguientes conclusiones a las que llega
Mowitt, o más bien las preguntas que abre, también son preguntas necesarias para pensar el
caso del plebiscito:
81
En la Genealogía de la moral, Nietzsche solo hace una referencia
pasajera a la envidia, pero es claro que su narrativa completa acerca de los
‘guardianes de promesas’ y el enlace necesario entre memoria y dolor
presuponen la importancia y la centralidad del trauma. Esto es vital porque
enfatiza en la conexión entre moralidad y trauma, no solo en el sentido en
que el trauma puede ser interpretado como esencial a la emergencia de lo
moral, sino también en el sentido en que lo moral se establece como el
remedio esencial del trauma […] Cuando lo político se entiende como un
asunto de tomar lados, específicamente lados que se separan según
conceptos de ‘bien’ y ‘mal’, su conexión con la labor de hacer lados, de
producir y avanzar posiciones, se oscurece […] La pregunta vital no es ‘¿el
trauma de quién me provee con mayor capital?’ sino ‘¿qué clase de
instituciones, relaciones y prácticas se deben forjar para que la acumulación
de capital del trauma se reduzca?’ (Mowitt, p. 374-375)
La pregunta, en otras palabras, inquiere por las posibilidades de despojar el capital moral
del trauma, pues es este capital el que ha llevado a la política a una suerte de parálisis. El
resentimiento, desde la inmunidad de su afectividad, vuelve a estar en el centro de esta
cuestión. Para evitar el discurso del trauma, Berlant (2011) sugería lo siguiente: “Mi
argumento es que la mayoría de esos eventos que fuerzan a las personas a adaptarse a un
cambio que tiene lugar se describen mejor por una noción de crisis sistémica o ‘crisis
ordinaria’ y se llevan a cabo en la manera en que el impacto afectivo toma forma y se
vuelve mediado” (p. 10). El punto de Berlant es crucial no solo en su intento de postular el
trauma ya no como explicador fundamental del presente, sino porque hace énfasis en que
los impactos afectivos toman forma al volverse mediados. En el caso del plebiscito, el
resentimiento se ve mediado precisamente por el capital moral que se asume en los
discursos de odio y miedo. Y esto no solo sería así desde las instituciones de poder, sino
82
desde todas las esferas. Como dice Cramer (2016), “en la política del resentimiento, el
resentimiento entre pares es front and center” (p. 9).
Se puede, entonces, ver cómo se ha caracterizado a Colombia como una sociedad
traumada por el conflicto. Las consignas de los promotores del ‘No’ lo dejan ver
claramente. Entregarles el país a las FARC es el equivalente al enfermo que pudiera decidir
no defenderse más frente a las amenazas externas (y las otras consignas que van ahí, en
especial la de la ideología de género y la afrenta a la familia tradicional, son los síntomas de
este agente externo); “paz sí pero no así” es afirmar que la cura del trauma va por otro lado.
Y del lado del Gobierno, la defensa de los Acuerdos como la gran cura que puede devolver
al país al estado de normalidad pre-trauma.
iv. Individuos traumados
Desde una perspectiva más micro, el discurso del trauma también se enfrenta al problema
del testimonio. Esto no lo desarrollaré a fondo, porque daría lugar a otra investigación, pero
me interesa señalar algunos puntos interesantes, relacionados con lo que le concierne más
especialmente a este trabajo. En su ensayo “Social Bonds and Psychical Order:
Testimonies”, Susannah Radstone argumenta que la modalidad del testimonio que
predomina en el mundo contemporáneo cae en una lógica maniquea. Con esto apunta a una
interpretación del testimonio que establece posiciones inequívocas de víctima y victimario.
Acerca de esto, Ball (2007) profundiza y dice que “al identificarse con la víctima, quien
oye un testimonio imaginariamente ocupa y disfruta de posiciones morales aceptables” (p.
xxxvi), es decir, identificarse solamente con las víctimas inocentes y rehusarse a una
complicidad potencial de identificación con los victimarios (Rose en Radstone, 2007, p.
109). El argumento no va hacia desdibujar los límites entre quienes fueron víctimas y
83
victimarios, sino que un análisis de testimonio debería ocuparse no de la identificación pura
con las víctimas, sino, siguiendo a Primo Levi, de no negar la posible complicidad de quien
escucha el testimonio con los victimarios y reconocer la “zona gris” del testimonio. Dice
Radstone (2007), entonces, que la “identificación expresa un parecido percibido, derivado
de una fantasía, y es la opinión de los escritores a quien menciono abajo, según la cual el
valor ético de una obra de arte está en su capacidad de mover al espectador en fantasías de
identificación con los victimarios y con las víctimas” (p. 110). Una de las obras que más
critica, por ejemplo, es La lista de Schindler, pues esta película evita a toda costa entrar en
la zona gris. El peligro del testimonio maniqueo está en que, como en el resentimiento
mediado por la envidia de trauma, lo que queda de allí es solo el llamado “capital moral” de
quien lo escucha. Este dispositivo, por lo demás, es revictimizante al fijar la identidad de la
víctima solo en cuanto víctima. Quizás uno de los ejemplos que está pensando Radstone y
que se enfrenta a la zona gris se puede ver en la primera película de la trilogía “Campo
hablado” de Nicolás Rincón-Guillé
v. En lo escondido…
“En lo escondido” comparte varias de las mismas características que tiene “Noche
herida”, la tercera parte del documental y de la que hablé en el intersticio. El documental se
aleja del formato usual del género: no hay un narrador, ni explicaciones, ni una línea
narrativa con un fin específico. La película sigue a Carmen, a veces en sus interacciones
cotidianas, a veces mientras ella le cuenta algo a la cámara. Cuando le cuenta, hace la
recreación de la escena. Por ejemplo, el documental empieza con la recreación de Carmen
de cuando tenía 13 años y un grupo extraño de personas le propuso que se fuera con ellos y
se diera al diablo. Ella, que quería salir de la casa, los acompaña y hace una prueba que
84
determinará si puede irse con ellos. Sin embargo, no logra pasar la prueba, que consistía en
hacer unos saltos hacia atrás sin caerse en el agua, y tiene que volver a la casa.
(Carmen salta hacia atrás)
De la misma manera cuenta otros episodios de su vida, que se intercalan con
escenas en las que interactúa con su segundo esposo o vecinos en una zona rural. Muchos
de los episodios que cuenta son cruentos: el primer esposo solía atarla a palos y azotarla
con machete y látigo, o mandarla a dormir afuera con su hija en brazos. Esto lo cuenta, por
ejemplo, mientras pela unos plátanos y cocina una gallina. No expresa lástima por ella, ni
odio hacia el esposo golpeador. Ocurre entonces así una disociación; no es ya fácil ni obvia
la identificación inmediata con la víctima, de la que hablaba Radstone.
85
(La noche del robo y desplazamiento)
Al final del documental, Carmen cuenta su historia de desplazamiento. Recrea la
escena en que llegan unos hombres armados a la casa, atan al esposo, les roban todo y
amenazan con matarlos si no abandonan el predio al siguiente día en la madrugada. La vida
de Carmen, llena de pobreza, maltrato y violencia, no es sin embargo una historia
victimizante. Así las últimas palabras que les dice el jefe de los paramilitares que los
desplazó fueran: “si a las seis de la mañana venimos y los encuentro aquí, venimos y les
metemos candela y los quemamos con aceite”, el relato de Carmen no genera una
identificación con la víctima que permita adquirir el capital moral que fija víctimas
inocentes sin agencia y victimarios a los que se fija el odio, y con ello se siente mejor quien
ve, sino que queda la resistencia de Carmen, de un cuerpo que resiste y vive. Todos los días
recuerda el desplazamiento, con dolor, pero también reconociendo que no les pegaron ni los
mataron. Después de pasar 11 meses viviendo con los hijos en Bogotá, desesperados de la
86
vida en ciudad, vuelven a su vieja casa en el campo y la vuelven a ocupar. No podría
decirse que Carmen es resentida. Con ello me refiero a que en ella no se ve un movimiento
de cierre, de afirmación de sí mediante una necesidad de defenderse; no es ella, tampoco,
un individuo del trauma. En su testimonio, sin embargo, están muchos de los elementos que
circulan con el resentimiento: hay mucho dolor, que aún persiste, y hay una cierta
afirmación también. El dolor en ella no se configura en resentimiento, así persista. En
realidad, el uno no tendría nunca que suponer el otro. Consideremos el siguiente poema de
Emily Dickinson:
650
El dolor tiene un Elemento de Vacío:
no puede recordar
cuándo empezó – o si había
un tiempo en el que no existió –
No tiene Futuro – salvo sí mismo –
sus ámbitos Infinitos contienen
su Pasado – iluminados para percibir
nuevos Períodos de Dolor24.
24 Traducción de Otroparamo.com (nota: su traducción dice “su ámbito infinito”. Prefiero mantenerlo en plural como la versión en inglés). Copio aquí, también, en idioma original:
Pain –has an element of blank–
It cannot recollect When it begun –or if there were
A time when it was not
It has no future –but itself–
87
En el primer capítulo había señalado cómo el resentimiento se mueve necesariamente en
una temporalidad que, si bien no es unidireccional y progresiva, sí cuenta con ciertos
puntos fijos: un pasado en el que algo había pasado, y un futuro de promesa de sanación.
Pero el dolor, como dice Dickinson, tiene ese elemento de vacío: no juega en una
temporalidad externa, sino solo interna: contiene en sí mismo su pasado y su futuro. En el
resentimiento el dolor se encauza y se direcciona hacia un deseo de invulnerabilidad. Como
decía, en Carmen se puede ver una cierta afirmación, pero afirmación como resistencia, que
surge en los momentos ordinarios y cotidianos que nos muestran de su vida: mientras
cocina o habla con un vecino.
Basada en su experiencia con varios movimientos sociales, Laura Quintana concluía
lo siguiente:
En Colombia, […] cuerpos poco ilustrados por libros de alta cultura y
de sofisticada legislación, o por sofisticadas comprensiones del poder y de
sus máquinas de sujeción; cuerpos movidos por el entusiasmo y una
indignación no reactiva, desde la fuerza de las palabras trocadas, como
canciones de duelo, se organizaron para discutir el acuerdo de paz, sus
posibilidades y limitaciones, sin esperar a que enviados de la asistencia
social tuvieran que explicarles el alcance de las propuestas. Lo que los
movió no fue la fuerza del mejor argumento, sino el deseo de ser de otro
modo, el reconocimiento de ciertas condiciones de precariedad compartida,
afectos de fragilidad y solidaridad, desde la evocación también de historias
fallidas de su pasado […] al asumir esos fragmentos de pasado fallido como
inspiración para seguir actuando, recusando las identificaciones compactas
Its Infinite realms contain Its Past –enlightened to perceive
New Periods – of Pain
88
del campesino ignorante, del pobre incapaz de reflexionar sobre sus
problemas y sus razones. (p. 25, cursivas mías)
Si bien Carmen no se organiza para discutir los acuerdos, se ve en ella también aquello que
Quintana llama indignación no reactiva. Recordemos que en la base del resentimiento
como afecto está su carácter reactivo: se reclama un dolor equivalente al sufrido. Ahora,
por indignación no reactiva no se debería entender un tipo de indignación pasiva25, sino
más bien una indignación creativa. Con esto me refiero a que en casos como el de Carmen,
que tampoco es movida por “libros de alta cultura” (en otras palabras, no tuvo que leer a
Andrei Gómez-Suárez para no “dejarse llevar por sus emociones”), se ven ciertas formas
diferentes de organizar el dolor en el presente; formas que no son reactivas en cuanto no
son violentas; formas que se abren al conflicto, formas siempre condicionadas y nunca
puras.
En su texto titulado “On Forgiveness”, Jacques Derrida propone la siguiente tesis: el
verdadero perdón solo perdona lo imperdonable:
Cada vez que el perdón está al servicio de una finalidad, sea esta
noble o espiritual (expiación o redención, reconciliación, salvación), cada
vez que busca reestablecer una normalidad (social, nacional, política,
psicológica) mediante un proceso de duelo, una terapia o ecología de la
memoria, entonces el perdón no es puro, ni su concepto. El perdón no es, no
debería ser, normal, normativo, normalizante. Debería permanecer
excepcional y extraordinario […] Es, quizás, lo único que llega, que
sorprende, como una revolución, el curso ordinario de la historia, la política
y la Ley. (Derrida, 2001, p. 32 & 39, tm)
25 De hecho, una indignación pasiva indicaría un claro rasgo del resentimiento: en el movimiento de recogerse sobre sí, de afirmarse al cerrar las posibilidades de apertura, promueve en últimas una gran pasividad, representada en los cuerpos constantemente a la defensiva, o cuerpos desesperanzados y paralizados.
89
En su ensayo, Derrida hace énfasis en la proliferación del valor del perdón en el siglo XX,
especialmente después de la Segunda Guerra Mundial y de la conceptualización de ciertos
crímenes como de lesa humanidad. Derrida se imagina un perdón puro, como una fuerza
afectiva que irrumpe pues no es mediada por una finalidad ni una exigencia de
transformación. Si bien la caracterización de un perdón no condicionado me parece
problemática26, el argumento de Derrida me interesa en cuanto creo que sí podrían
diferenciarse dos formas del perdón, aquí apenas sugeridas pues no se desarrollarán a
fondo: hay un perdón que está en el juego del resentimiento, aquel precisamente mediado
por la finalidad que busca reestablecer una normalidad. El perdón sería aquello que permite
sostener o legitimar la acumulación del capital moral que legitima el cierre hacia el otro; un
perdón que culmina en la promeso de un cuerpo saneado y reestablecido, un cuerpo ya no
más infectado por el dolor o el conflicto. Es entonces un perdón que también es violento. El
otro perdón que propongo no es el incondicionado de Derrida, sino un condicionado pero
por una finalidad distinta: un perdón que reconoce la vulnerabilidad compartida, un perdón
que surge de la reorganización y manifestación del dolor de otras formas. Carmen nunca
menciona las palabras perdón, reconciliación o redención. Pero quizás en su resistencia se
puede ver la fuerza afectiva del perdón al que Derrida se refiere, mas no uno
incondicionado, sino condicionado por formas diferentes de organizar el dolor.
26 ¿Por qué un perdón puro o incondicionado es más valioso que uno condicionado? ¿Cómo se manifiesta, cómo irrumpe un perdón nunca condicionado, no atado a una tradición o a una finalidad más allá de sí mismo? ¿Por qué todo perdón atado a una finalidad tendría que tener como finalidad el restablecimiento de un estado anterior, de una normalidad? ¿Por qué un perdón condicionado siempre debería ser normal, normalizante?
90
vi. La nación utópica
Había señalado ya antes cómo la lectura del Acuerdo puede dar cuenta de la cualidad
política de nuestro tiempo que Berlant denomina lo “utópico”. Quiero profundizar en esta
idea y mostrar cómo la proyección utópica ha servido, si bien pueda parecer contradictorio,
para generar y perpetuar el resentimiento en su aparición inmunitaria. Dice Berlant (2007)
sobre lo utópico:
Para erradicar el dolor, teóricamente, aquellos en el poder harán todo lo
necesario para devolver a la nación una vez más a un estado legítimo
utópico. La identificación con el dolor, un sentimiento verdaderamente
universal, entonces, lleva a un cambio social estructural. A cambio, los
subalternos heridos por el dolor de una democracia fallida volverán a
autorizar nociones universales de ciudadanía en la utopía nacional, que
incluye el creer en una noción redentora de la ley como el guardián del bien
común. El objetivo de la nación y la ley bajo esta luz es la erradicación del
sufrimiento social sistémico, a cuya ausencia corresponde la definición de
libertad. (p. 310, tm)
Esta dinámica, que Berlant denomina “política sentimental”, presenta al menos 3 aspectos
muy problemáticos: (1) se promueve un optimismo ambiguo de acuerdo con el cual la ley y
otras fuentes de inequidad pueden proveer los mejores remedios para el sufrimiento que
ellos mismos causaron; (2) medir la injustica estructural con base en el sufrimiento puede
servir para sostener la imagen utópica de una nación homogénea, que aparenta ser un
cuerpo sanado en contraste con los heridos; (3) que el uso calculado del trauma para
describir los efectos de la inequidad social sobreidentifica de tal manera “la erradicación
del sufrimiento con la consecución de la justicia que se llegan a varias confusiones: por
ejemplo, la equivalencia del placer con la libertad, o la sensación de que cambios en los
91
sentimientos, incluso a gran escala, equivalen a un cambio social sustancial” (Berlant,
2007, p. 311). La política sentimental intenta formar la idea de una cultura nacional utópica,
que le sirve al Estado para poder legitimarse a sí mismo. Eliminar el sufrimiento se vuelve
equivalente con la libertad y con el fortalecimiento de las instituciones estatales. De la
mano con la eliminación del sufrimiento también va la pretensión de eliminar el
resentimiento. Si no hay dolor, ya no hay marca por la que estar resentido.
La utopía puede verse de otras formas. Si nos atenemos a su definición etimológica,
u (no) – topía (lugar)27, la utopía sería por definición lo que nunca puede cerrarse a un
espacio. No es entonces el lugar totalizado y totalizante, perfecto, cerrado, sino aquel que
permite siempre la apertura. Valdría la pena considerar entonces el llamar utópico al
proyecto de la “política sentimental”28, pues definitivamente no le hace justicia al término.
Lo que aquí llamamos utópico son realmente promesas de un lugar bien definido: se
promete la felicidad en cuanto mejor se pueda competir; y la competencia necesita de la
constante individualización: “el individuo ya no encuentra razones para sus propios deseos
más allá de sí mismo, en las agencias potenciales de la imaginación mágica o religiosa, sino
en la dimensión inminente de su propia subjetividad” (Tomelleri, 2013, p. 272, tm). Pero,
como también dice Tomelleri, “A pesar de las promesas de un futuro radiante y un progreso
imparable, los tiempos modernos y contemporáneos están marcados por condiciones
27 En ciertos lugares se señala que la etimología de la palabra podría venir de la palabra griega eu (bueno), para significar el “buen lugar”. Sin embargo, como Carey (2000) señala, esto en realidad ocurrió debido a una confusión, de la que, además, resultó otra palabra, distopía, que se refiere al “mal lugar”. No obstante, es interesante pensar que la palabra ha sido usada en la cultura popular, así como por académicos (pienso, por ejemplo, en la crítica de Marx a los socialistas utópicos), mucho más con esa segunda acepción, si bien etimológicamente imprecisa. 28 Se puede también argüir que incluso el uso del término utópico para la política sentimental en su acepción del “buen lugar” es problemático, en cuanto estos modelos parecen, por lo general, generar y aumentar la desigualdad. No sería nunca entonces un “buen lugar” para todos, sino parecería siempre que el enfoque en la individualización promueve, de entrada, que el buen lugar es solo para “algunos”.
92
estructurales de acciones que se caracterizan por un deterioro de las inequidades sociales y
económicas (p. 273, tm). En su libro Cruel Optimism, Berlant define un afecto que ella
denomina el “optimismo cruel”, que se basa en la afectividad que resulta del
entrecruzamiento de las promesas típicas de las economías políticas occidentales y la
decepción o frustración inminente y necesaria que ellas provocan en el curso ordinario de la
vida de las personas.
La utopía vista en este último sentido, que promete un cuerpo sano, en contraste
siempre con el cuerpo enfermo o traumado, genera cuerpos resentidos. No los genera de la
misma manera que el trauma –que lo hace en la acumulación del capital moral que
produce– sino que el resentimiento surge en el dislocamiento entre las promesas utópicas y
la desigualdad que la gente vive o percibe. No sorprenden, entonces, titulares de este estilo
que se encontraban en medios informativos o a través de redes sociales: “1200 guerrilleros
de las FARC gozarán de un sueldo mejor que el suyo”.
De acuerdo con lo que argumentaba en el primer capítulo siguiendo a Nietzsche,
uno de los objetivos de este trabajo es mostrar que el resentimiento tiene cierta plasticidad
que permite contrarrestar sus efectos inmunitarios. Tomelleri lo pone de la siguiente
manera:
El resentimiento es una “relación social” radicalmente ambivalente,
potencialmente abierta a giros destructivos como a posibilidades de
generación; no es solo la fuente del descontento, sino que también
constituye, como señalaba Nietzsche, un empujón creativo extraordinario.
Un trampolín que puede desencadenar la transformación de la insatisfacción
y el descontento en proyectos, trabajo creativo, el alcance de condiciones de
93
mayor justicia social, giros fraternales en relaciones diarias vitales, etc.
(Tomelleri, 2013, p. 274, tm).
He intentado mostrar este empujón a través de la literatura y el cine. A través de los
momentos en que personajes como Blanca, Carmen o el viejo de Los ejércitos logran una
reorganizar el dolor, transformarlo en un empujón creativo, afirmar y exponerse en su
vulnerabilidad, así casi todo esté dispuesto para lo contrario.
Para finalizar este capítulo, quiero unir algunos que hilos que, quizás por la
naturaleza de este trabajo, no hayan quedado lo suficientemente claros. Empezaré con la
vuelta a un aspecto que mencioné solo de pasada al comienzo de este capítulo. La
abstención en el voto del plebiscito fue del 62%. Sandra Borda (2017), por ejemplo, si bien
señala como esto como preocupante, indica que no está fuera de la norma (p. 374). Otro
politólogo, Juan Carlos Rodríguez-Raga (2017), explica el abstencionismo debido a
factores de una caída de confianza en el sistema, como la falta de confianza en las
instituciones estatales29 y la democracia30 (p. 347). Además, señala también que la principal
preocupación de los colombianos había dejado de ser la guerra31 (p. 345). Estos datos
sirven para apuntar a una coyuntura de una cierta erosión de las democracias
representativas (Quintana). El hecho de que hayan sido en el voto del plebiscito los hace
aún más alarmantes. No se trataba de una votación usual democrática de elecciones
populares, sino un escenario que les preguntaba a los ciudadanos por un Acuerdo que
29 Según el Barómetro de las Américas, la confianza en el Presidente bajó de 69.0% en 2008 a 27.7% en 2016; la confianza en el sistema de justicia de 48% a 27% en el mismo intervalo; la confianza en el Congreso bajó de 42,1% a 24%; la confianza en el sistema de justicia de 28.7% a 10% 30 La satisfacción con la democracia pasó del 57% en 2004 a 31% en 2016, y el apoyo a la democracia como mejor forma de gobierno del 73% al 53% en el mismo intervalo. 31 El porcentaje de colombianos para quienes el conflicto era el principal problema del país pasó de 63.7% en 2007 a 22.7% en 2016
94
buscaba darles solución a problemas enormes de inequidad y violencia que el país había
sufrido desde hace más de medio siglo. De alguna forma, como dice Quintana,
de pronto apareció, con un efecto de choque, que no podía romperse el
círculo: la desconfianza en el sistema político (con sus instituciones estatales
y pre-estatales) no podía ser conmovida para incidir en las condiciones que
la alimentan y reproducen; no por lo menos por un mecanismo de ese
sistema representativo (p. 16)
El argumento que quiero hacer, y que he buscado trazar a lo largo de este trabajo, es
que a esta erosión ha correspondido una circulación de afectos inmunitarios, en particular el
resentimiento, mediante la que se construyen cuerpos determinados por una ideología de
defensa. Esta individualización es mediada, legitimada y reproducida en una sociedad
caracterizada por la “política sentimental”, que se basa en la dicotomía de lo
utópico/traumático. En la cita de arriba, Quintana apunta a que la desconfianza en el
sistema no pudo ser conmovida, pero no en un sentido emocional –como si, de nuevo, fuera
esto un efecto de unas políticas del ‘Sí’ que se enfocaron en lo racional en lugar de lo
emocional–, sino en un sentido afectivo. Es decir, la desconfianza entendida como un
afecto que se muestra en las prácticas cotidianas de las personas, en sus relaciones con
otros, y que se reproduce por máquinas32. Y como los afectos circulan espacialmente, entre
cuerpos, quizás lo que nos faltó fue contacto. Esto no en un sentido de identificación; no
apunto, de nuevo, aquí a que nos faltara algo como simpatizar con las víctimas. Más bien, a
que nos faltó contacto con las formas de resistencia que surgen de las prácticas cotidianas
de las víctimas y sobrevivientes del conflicto. Veena Das, por ejemplo, dice:
32 Pienso, por ejemplo, en lo que Wendy Brown (2015) denomina una “etho-política” del “auto-cuidado”, producto de los sistemas capitalistas, que lleva a una excesiva individualización, o que, para ponerlo términos de Haraway, conllevaría también un ideal de invulnerabilidad, que requiere de una profunda desconfianza afectiva en todo lo otro.
95
Un movimiento doble parece ser necesario para que las comunidades
[que han sido devastadas por la violencia] puedan contener el daño que han
sufrido: en un nivel macro del sistema político, se requiere la creación de un
espacio público que le dé reconocimiento al sufrimiento de los
sobrevivientes y repare en cierta medida la fe en el proceso democrático, y
en niveles micro de la comunidad y sobrevivientes, requiere que se reanuden
las oportunidades de la vida diaria. (Das, 2007, p. 218, tm)
Si bien el Acuerdo contempla la creación de estos escenarios –aunque más a nivel macro
que micro–, hubo poca visibilización y creación de estos en los meses anteriores al
plebiscito. Se concentraron, más bien, como mostré, en posicionar al Acuerdo como la gran
solución que nos iba a permitir salir del atraso y del pasado. Como dice también Veena
Das, quien habla de su experiencia como antropóloga con mujeres indias en el contexto de
las consecuencias de la partición india:
La inmediatez de la violencia requería que el trabajo etnográfico se
localizara en los problemas concretos para asegurar que los sobrevivientes
pudieran habitar ese espacio [el cotidiano] otra vez, a veces literalmente, a
veces figurativamente. No había pretensión de un gran proyecto de sanación
sino simplemente la cuestión de cómo asuntos del día a día –tener un techo
sobre la cabeza, ser capaz de mandar a los hijos al colegio, ser capaz de
trabajar cada día sin el miedo constante a ser atacado– se podían lograr.
(Das, 2007, p. 216)
Las proyecciones utópicas de una nación sanada, “nuevamente” invulnerable, así como
las proyecciones de una nación traumada, generan más bien sociedades del resentimiento.
Sociedades en las que, como en la comunidad de Esperando a los bárbaros, nos
encerramos en las casas, con miedo a despertar la envidia del vecino. Ese contacto, de
cómo las víctimas resisten en sus prácticas del día a día, faltó mucho. Como Carmen, quien
96
decide regresar a su casa, o Ismael, el viejo, que decide coger su gallina en medio de la
guerra.
97
3. Reflexiones finales: tres historias
Hace unas dos décadas, la Universidad de los Andes, de donde obtuve mi pregrado
en Literatura y en la que ahora hago la maestría en Filosofía, no tenía departamentos
separados de Filosofía y Literatura. Eran una sola carrera, que se llamaba Filosofía y
Letras. En algún año de los noventa se separaron, y lo hicieron hasta de facultad: Filosofía a
la ciencias sociales; Literatura a las humanidades. No digo esto con nostalgia; no estoy
añorando una vieja época en la que el conocimiento filosófico era uno con el literario.
Quiero más bien señalar que es muy difícil, si no imposible, pensar el uno sin el otro. Había
ciertos filósofos para quienes el lenguaje siempre era una piedra en el zapato; precisamente
aquello que les impedía llegar a los conceptos en cuanto conceptos, realidades en cuanto
realidades. Había también escritores para quienes la literatura nada tenía que hacer con la
filosofía; bien aludiendo a un cierto espíritu “progresista” (la literatura, argumentan, no
teoriza sobre nada, a diferencia de la filosofía, y en ese sentido no cierra significados sino
que solo abre posibilidades de experiencia), bien aludiendo a una idea de que la literatura
tiene que ver con las emociones, mientras que la filosofía con la razón. Creo que,
afortunadamente, ninguna de las visiones anteriores ha cobrado mucha fuerza. Por el
contrario, sobre todo desde el siglo XX pero también desde mucho antes, nos hemos
interesado más bien en explorar los puntos de frontera. Filósofos que encuentran en la
literatura profundos problemas filosóficos; literatos que encuentran en la filosofía
profundos problemas literarios; y darse cuenta, al final, de que todo problema filosófico
será, en cierta medida, también literario, y viceversa. Cuando me iba a graduar de literatura,
leí Moby-Dick por primera vez para una clase. Una oración de ese libro me motivó a
escribir el trabajo final para la clase y, en últimas, me terminó mandando a estudiar
filosofía. En el capítulo que Melville dedica a describir la blancura de la majestuosa ballena
98
Moby Dick, dice estas palabras: “Whiteness is not so much a colour as the visible absence
of colour, and at the same time the concrete of all colours”33 (p. 144). Había muchas cosas
que me llamaban la atención de esta oración: un color, ya no definido como sustantivo, no
como algo presente, fijo, sino como algo que siempre estaba siendo. Además, ese siendo se
basaba en una ambivalencia interna: era a la vez la ausencia, como la concreción. Pensé que
allí, en esas pocas palabras, estaba ya expresado un gran problema filosófico. Muchos
filósofos se han adentrado en la complejidad de pensar los términos paradójicos en sí
mismos: algo que, como en este caso, sea a la vez ausencia y concreción. Y pensé que en la
oración de Melville había ya algo tan fuerte e intenso, que podía valer más que diez páginas
escritas dedicadas con todo el rigor al asunto.
Estoy contando esta historia porque quiero contar el cómo llegué al asunto de este
trabajo. Antes de pensar en el plebiscito o el resentimiento, pensaba en los puntos de
frontera, en los espacios de umbral en los que la literatura y la filosofía podían a la vez ser
la ausencia y concreción del uno del otro. El uso de la literatura y el cine en este trabajo no
tiene realmente que ver con encontrar mejores herramientas explicativas o con una idea de
que en la literatura se representen de algún modo las ideas a las que llego a través de un
análisis filosófico. El uso corresponde a una exploración o experimentación. Quería, en
primer lugar, no negar los supuestos de los que parto y que menciono arriba: que la
filosofía está contaminada de literatura y viceversa. En segundo lugar, quería argumentar
que habitar el umbral entre filosofía y literatura permite construir el pensamiento filosófico
sin que este pretenda ser totalizante, sin ponerse necesariamente en un juego de “los
mejores argumentos” o los más lógicos (sin que esto indique una falta de rigor). En tercer
33 Lo dejo en su idioma original. Una traducción aproximada sería: “La blancura no es tanto un color sino la ausencia visible de color, y al mismo tiempo la concreción de todos los colores”.
99
lugar, quería mostrar cómo la literatura y el cine pueden poner de manifiesto ciertas
intensidades que a la vez son y exceden el lenguaje34. Por último, quería que esta dinámica
se reflejara en el “tema” del trabajo. Es decir, que el “tema” no se viera como una excusa,
sino como algo que pudiera reflejarse en esta metodología y al contrario; como algo que, en
sus mismas consideraciones, también estuviera diciendo algo, así fuera muy pequeño, sobre
una cierta forma de hacer filosofía.
En agosto de 2016, tomé un curso en la universidad llamado “Estética y política”,
dirigido por Laura Quintana. Una de los aspectos sobre los que se reflexionó en el curso fue
acerca de cómo el arte podía poner de manifiesto las potencias de los cuerpos así como las
fuerzas que los gobiernan o afectan (sin que esto signifique necesariamente que los des-
potencie). Allí tuve contacto por primera vez con la palabra afecto, en el sentido que le he
dado en este trabajo. La palabra me atraía porque no la podía ubicar, no tenía territorio fijo;
cuando hablábamos de afectos no nos referíamos al territorio más conocido de las
emociones, sino a un no-lugar en el que irrumpe la intensidad, que podía darse de dos
maneras: en un mundo que cada vez nos parece más homogeneizado, podíamos ver en los
afectos, bien una manifestación de resistencia, de perturbación de lo establecido como uno,
bien una perpetuación y prolongación de la homogeneización. Era, de cierta forma, como la
blancura de la ballena, ausencia y concreción, pero siempre siendo. El primer libro que allí
leímos fue uno pequeño: La supervivencia de las luciérnagas de George Didi-Hubermann.
En el libro, Didi-Huberman habla de la metáfora de las luciérnagas, evocada por el cineasta
34 Uso aquí la expresión poner de manifiesto, que no es lo mismo que representar. Ya antes en el trabajo hice una mención a esto: no tomo la literatura como representación de cierta realidad, sino como capaz de producir intensidades que en su irrupción ponen de manifiesto ciertos afectos, potencias de los cuerpos, de las sociedades, de las relaciones.
100
Pier Paolo Pasolini en 1941, que ve en la irrupción iluminadora efímera de la luciérnaga
una metáfora de lo que significa resistir a los sistemas totalizantes (en la metáfora, la
oscuridad completa). Pasolini luego se iba a desencantar de su metáfora y anunciaría la
desaparición de las luciérnagas, completamente ahogada por las dinámicas capitalistas. Sin
embargo, Didi-Hubermann aún evoca la capacidad de las luciérnagas de aparecer, siempre
con un efecto de choque, de resistencia, de afirmación pese a, y se pregunta el porqué de la
desesperanza apocalíptica de Pasolini: “Porque no son las luciérnagas las que han sido
destruidas, sino más bien algo central en el deseo de ver –en el deseo en general y, por
tanto, en la esperanza política– de Pasolini” (p. 45). Pasolini no solo había “inventado” a las
luciérnagas sino que, a los ojos de Hubermann, había hecho toda una obra artística que las
ponía de manifiesto: “toda la obra literaria, cinematográfica e incluso política de Pasolini
parece atravesada por semejantes momentos de excepción en los que los seres humanos se
vuelven luciérnagas –seres luminiscentes, danzantes, erráticos, inaprehensibles y, como
tales, resistentes– ante nuestra mirada maravillada” (p. 13). El humano que se vuelve
luciérnaga es un humano en el que podemos ver un deseo de ser de otra forma, no en un
sentido odio hacia sí, sino en un sentido de despliegue. Y en ese despliegue hay una gran
intensidad afectiva. Sin embargo, lo afectivo también está del otro lado: en la destrucción
de ese deseo de ver, o puesto en otras palabras, la destrucción de un deseo de ser de otra
forma.
Tercera, última, y más corta historia. Estoy en mi cuarto, frente a mi computador,
cuando confirman en las noticias que ha ganado el “No” en el plebiscito. De inmediato, veo
surgir en Facebook comentario tras comentario. Hay uno que es muy frecuente: “apague y
101
vámonos…”. Al siguiente día voy a clase de Estética y Política, y Laura Quintana alude
precisamente a ese comentario. ¿Por qué “apague y vámonos”? ¿Qué hay de problemático
de pensarlo esto así? ¿Qué nos pone de manifiesto? ¿Quizás hemos perdido también un
deseo de ver?
Me embarqué en este trabajo a raíz de conversaciones que tuve con Laura, en las
que pensábamos que valía la pena ver con cuidado los afectos de miedo, odio y
resentimiento que parecían circular con mucha fuerza en nuestra coyuntura. El
resentimiento nos parecía muy interesante, puesto que veíamos en ese afecto ya una movida
doble: por un lado, una intensidad inmunitaria que cerraba las posibilidades de ser con
otros, de abrirnos en cuanto seres vulnerables, y por otro, una fuerza paralizante, tan bien
descrita en el “apague y vámonos”.
Pero sobre todo, me interesaban más las luciérnagas; pensar en aquello que podría
ponernos de manifiesto las formas en que los cuerpos resisten a la inmunidad. Me producía
cierto conflicto, por ejemplo, una obra de teatro que vi en ese entonces, muy exitosa, que ha
vuelto a tener temporada este año: Labio de liebre. En ella, un paramilitar condenado a
prisión solitaria en un remoto paraje europeo, lidia con los “espíritus” o voces de una
familia (de las muchas) que asesinó en el pasado. Los integrantes de la familia lo fastidian
todo el tiempo y le piden que lo que necesitan es que los reconozca: que diga sus nombres y
dónde están sus cuerpos. En el final, el paramilitar, desesperado, accede y hace lo que le
pedían, ante lo que los espíritus por fin se largan de la casa. La obra sugiere, entonces, que
el camino hacia una verdadera reconciliación está en el reconocimiento. En que los
victimarios se reconozcan como tal y reconozcan a las víctimas como tal. Por el contrario,
mientras esto no se haga siempre habrá resentimiento. No he desarrollado en este trabajo si
102
ese proceso de nombrar es efectivo o no. Puede que lo sea. Lo que me parecía que la obra
ignoraba era que seguía siendo victimizante. No en un sentido de presentar a los integrantes
de la familia como completamente buenos o inocentes, pues no lo hace, sino en el sentido
en que el poder seguía estando siempre en las manos del victimario: es él quien decide, en
últimas, si reconoce o no, y solo mediante ese reconocimiento es que se podrá producir
alguna reconciliación. Las víctimas deben poder pedir que se cuente la verdad. Pero no
dependen de nadie para hacer manifiesto, en muchas ocasiones, su capacidad de resistencia,
desde las pequeñas cosas. Su reclamo (que, de nuevo, también irrumpe, se pone de
manifiesto a través de los cuerpos, de la manera en que se hacen presentes y nos afectan)
por un mundo en el que cada vez nos cerremos menos a la vulnerabilidad, en que no
busquemos un espacio, en el que otro no sea el otro con el que tengo que competir, de quien
me tengo que defender, aquel que está aprovechándose de lo que me corresponde a mí, sino
otro que puede abrirme a otras realidades, a otros despliegues, a cada vez más empujones
de fuerza creativa.
Tenía entonces el reto de articular estos tres ejes o historias de las que he hablado
aquí. Espero haber dejado muchos más puntos de apertura que de cierre. Termino con este
poema de Emily Dickinson, en versión original y traducida:
695
As if the Sea should part
And show a further Sea –
And that –a further– and the Three
But a presumption be –
103
Of Periods of Seas –
Unvisited of Shores –
Themselves the Verge of Seas to be
Eternity – is Those –
695
Como si el Mar se abriera
y mostrara otro Mar –
y ese –otro más– y los Tres
solo fueran una conjetura –
de Períodos de Mares
no visitados por costa alguna –
Ellos mismos el Borde de otros Mares por venir –
La eternidad – es todos Ellos35.
35 Traducción de Juan Afanador y Santiago Ospina para Otroparamo.com
104
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