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1. EL DISCURSO DE LA CONQUISTA EN LA LITERATURA CHILENA
En el amplio espectro que comprende el corpus textual de la literatura chilena, desde el siglo
XVI, es indudable que el gesto inaugural, por excelencia, corresponde al discurso de la conquista,
que se cumple paradigmáticamente en la escritura historiográfica de Valdivia (1545-1552) y Vivar
(1558), y en la épica de Ercilla (1569). A partir de tales autores -y en especial desde la serie
épico/literaria de Ercilla- se configuran las claves distintivas para la invención de Chile. No
obstante, es evidente que el discurso de la conquista -desde la perspectiva de la épica que celebra
el "canto" al "valor, los hechos, las proezas" de los 'esforzados españoles' en el suelo de Arauco- se
ha entendido igualmente como clausura de una praxis -la del discurso de la conquista- y de un
tipo homogéneo de discurso, cuya virtualidad, calidad o interés literario no excedería los límites
de la colonia, aunque se reconozca la existencia de una copiosa "secuela" de La Araucana
(Anderson Imbert 1987).
Por lo pronto, aplicar exclusivamente delimitaciones cronológicas a la literatura nacional
supone aceptar un desarrollo estrictamente lineal del quehacer literario, que ignora o niega la
existencia de un permanente diálogo entre los discursos y los actos de escritura efectuados en el
pasado y los procesos de reescritura de los mismos que se verifican contemporáneamente, una
vez consumados y conocidos los primeros. Del mismo modo, la especialización de los estudios
críticos en torno a segmentos cronológicos -como puede serlo el periodo colonial- revela la
tendencia a privilegiar un principio de unidad y de homogeneidad que regiría el corpus, en lugar
de la natural diferencia y heterogeneidad que le es propio. De aquí se deriva que, en la actualidad,
la escritura de los diversos eventos de la conquista de Chile acaecidos en el siglo XVI, y de la
guerra de Arauco que se ha de prolongar hasta el siglo XIX, sea vista como una acción
extemporánea, cuando no anacrónica, exótica, contingente o de mera reivindicación o interés
ideológico, que el canon literario había situado prolijamente en su casillero correspondiente.
Diversos textos de Poema de Chile (1967), de Gabriela Mistral, y, especialmente, los capítulos III y
IV del Canto General (1950), de Neruda, obras de teatro como Lautaro, epopeya del pueblo
mapuche (1982), de Isidora Aguirre, y novelas como Ay mama Inés (1993), de Jorge Guzmán, o
Butamalon (1994), de Eduardo Labarca, aparte de muchos otros de una serie afín, constituyen los
extremos emergentes de un proceso discursivo sobre la historia, la identidad y la literatura
nacionales que comienza en La Araucana. A partir de una obra como ésta -aparte de la alabanza
de la "buena tierra" de Chile hecha por Valdivia- se gesta el mito épico de Chile, proporcionando la
imagen de una nación heroica, exenta de conflictividad y de complejidad social y cultural. Por el
contrario, el examen del corpus que aquí se estudia revela la vigencia persistente de una activa
escritura y reescritura sobre la conquista y sobre los procesos interculturales que ella ha
implicado -perspectiva no necesariamente prevista en el canon literario-, a partir de todo lo cual
se indaga en la identidad nacional y en los complejos procesos fundacionales de un país y de su
memoria colectiva que supera el simple registro o "re-creación" de su constancia histórica.
Plantear este problema supone considerar, al menos -como hace Gustavo Verdesio citando el
juicio de W. Mignolo (1990: 7)- que, a diferencia del corpus textual, el canon literario "no abarca la
totalidad de los textos producidos por el sistema cultural del que es parte, sino que
intencionalmente incluye y excluye determinados textos, privilegiando tan sólo una porción de los
existentes, que representan la estética y el gusto de quienes regulan las prácticas discursivas"
(1995: 257). Por lo mismo, a partir del canon se decide qué textos son relevantes o irrelevantes
para esa cultura, sancionando entonces el conjunto de lecturas obligadas que sustentan una
tradición cultural de rango literario. Así entendido, el canon es una de esas categorías en que la
disciplina literaria pone a prueba sus propios dictámenes, puesto que la autocrítica del mismo
afecta a sus propias posibilidades de existencia (Pozuelos 2000: 9), desde el momento en que el
canon ejerce una labor modelizadora de conciencias mediante la selección y promoción de los
textos a ser conservados, leídos o estudiados (Verdesio 1995:257)
Desde esta perspectiva, obras como las ya citadas -y otras pertenecientes a una larga y
discontinua serie textual identifícable con el discurso sobre la conquista de Chile que se han
seleccionado para este estudio-problematizan el canon literario de la narrativa nacional, el que
supuestamente ya estaría acotado, evaluado y sistematizado, y plantean nuevas exigencias a los
estudios de los discursos coloniales, que hasta ahora no eran estimados como conflictivos sino
que aparecían presumible y suficientemente cartografiados.
El problema surge desde el momento en que se discuta -o no se discuta- el modo de lectura y
la correspondiente valoración crítica que exigen estos textos, y que se soslaye o, por el contrario,
se problematice su filiación o pertenencia a la serie textual de la conquista de Chile y del corpus
literario nacional, tal como aquí se postula. En principio, los estudios del discurso colonial ven en
estas obras una genérica "reescritura de la crónica de Indias" (Invernizzi 1988, 1990) o una
reedición contemporánea de la "novela histórica" (Mentón 1993). Tales juicios derivan de un
proceso de asimilación de estos textos para que sean leídos y valorados dentro del canon, sin
llegar a establecer el grado de conflictividad -o de rebelión- que plantean estas producciones
frente a la serie legitimada por la institucionalidad literaria, lo que contribuiría a renovar,
precisamente, el canon.
Algunos de los modos como se exigen o se cumplen estas restricciones del canon se advierten
en el juicio de los editores -como lo ilustra el caso de Butamalón, novela que por discrepar con el
editor debió ser publicada primeramente en el extranjero- y en los discursos paratextuales de las
editoriales o de los propios autores que declaran la adscripción de sus obras a la serie del
discurso de la conquista. Crónica del Adelantado (1991) titula Enrique Volpe su poemario sobre el
descubridor de Chile; "Las fabulosas memorias de don Diego de Almagro" es el subtítulo de Hijo
de mí (1992), la novela de Antonio Gil; "Crónica testimonial" y "Epopeya del pueblo mapuche" son
los respectivos subtítulos de las obras de Guzmán y de Aguirre que hasta aquí se han citado.
Sin embargo, para los efectos de este estudio, el problema de mayor relevancia no es acatar el
canon, sino analizar los diversos grados en que se postula y se lleva a cabo la subversión del
canon en estos textos -y particularmente en Butamalón-, subversión que afecta las premisas
epistemológicas que hasta ahora han sustentado los estudios coloniales, en particular, y la crítica
literaria, en general. El hecho es que la reescritura del discurso de la conquista, en la actualidad,
plantea a la crítica atender a la expansión de los límites del canon y a la revisión de las diversas
categorías institucionales y teóricas que lo sustentan. En especial, llama a examinar la propiedad
con la cual se han proclamado o silenciado las obras que "deben ser leídas" y valoradas en el
circuito de la producción, interpretación y recepción de textos.
En consecuencia, el problema que aquí se formula es que el carácter inaugural de La
Araucana no se limita al de una simple datación histórica o al cumplimiento de una premisa
épica. Bien es sabido que, aunque con frecuencia la crítica ha discutido la conformidad de La
Araucana con la tipología discursiva de la épica, la lectura de este texto ha privilegiado el
acatamiento del canon de la epopeya antes que su transgresión, vale decir, la confirmación de la
identidad antes que la verificación de la diferencia. Esta lectura canónica que se hace de La
Araucana tiene como consecuencia que no se problematice el carácter complejo y singular de este
texto, con lo que se posterga (cuando no se reduce) la relevancia que tiene la radical actitud
transgresiva -de rebelión, discusión o de infidelidad al canon imperante- que preside el texto de
Ercilla. Por ejemplo, el incumplimiento del proyecto de cantar sólo la guerra da origen a su
carácter macrotextual; la promesa de cantar exclusivamente "empresas memorables" -propias de
los héroes- implica silenciar para la memoria colectiva las historias no contadas -o relegadas- de
los fracasados, desengañados, complotadores, traidores y rebeldes, de quienes sí da cuenta el
Purén indómito. En Ercilla -conforme a los requerimientos del texto épico-, la "reputación" del
araucano como guerrero, antes que como un ser inferior, "pieza" de trueque o botín (Pastor 1983),
impide discutir y exponer suficientemente otro modo de relación con el indígena que no sea la
"guerra" y, sabido es que la empresa de poner "duro yugo por la espada" se prolongará
prácticamente hasta fines del siglo XIX (Villalobos 1985; Casanova 1987; Bengoa 1986). Menos se
evalúa convenientemente la razón del cese del "canto" y su trueque por el "llanto", única forma
que podría adquirir, luego de Ercilla, el discurso narrativo de la conquista de Chile.
Por lo mismo, es necesario asumir una lectura diferente de La Araucana, que permita
examinar el modo cómo esta serie de tensiones irresueltas han sido recuperadas,
preferentemente, en los textos de los siglos XVI y XVII y en los escritores nacionales que tratan de
los sujetos protagónicos y de las principales acciones de la conquista ocurridas en el siglo XVI. En
el periodo comprendido entre 1536 y 1598 las fuerzas de Almagro son derrotadas en Reinogüelén;
Valdivia funda Santiago, Michimalonco la destruye e Inés de Suárez la defiende; Valdivia muere
en Tucapel y Oñez de Loyola en Curalaba; Lautaro y Caupolicán surgen como indiscutidos líderes
indígenas, en tanto que Pelantaro destruye las siete ciudades españolas fundadas en la
Araucanía. El Arauco domado (1596), de Oña, y el Purén indómito (1603), de Arias de Saavedra,
tratan oportunamente de tales sucesos y, a la vez, constituyen tempranamente contratextos que,
más que discutir los méritos de La Araucana, pretenden superarla. Por su parte, y anónimamente,
La guerra de Chile (1610) -que también trata de la rebelión de Pelantaro- consuma el gesto
elegiaco con que Ercilla clausuraba su canto sobre la guerra de Arauco (Triviños y Rodríguez
1996). Tal rebelión indígena origina, además, el discurso religioso de La destrucción de la imperial
y conversión de las almas infieles, de Juan de Barrenechea y Albis (1694) y, posteriormente, un
plan de "guerra defensiva" sustentado por el padre Luis de Valdivia, que el dramaturgo Fernando
Debesa evoca en El guerrero de la paz (1969), al modo de una "crónica dramática" de tales
conflictos.
Pero es en el siglo XX cuando el discurso sobre la conquista muestra paulatinamente la
variedad, complejidad y conflictividad de su referente. De este modo, por ejemplo, para el corpus
de la narrativa colonial se recupera el discurso sobre el descubrimiento. Aunque hacia 1543 Diego
de Almagro fue tempranamente objeto de unas coplas apologéticas por parte de su albacea don
Alonso Enrique Henríquez de Guzmán -quien busca restituirle los bienes y la fama de que fue
despojado-, una escritura representativa de su fracaso como Descubridor de Chile sólo se
encontrará en los textos de Enrique Volpe y de Antonio Gil, de 1991 y 1992. Por lo demás, aunque
en el transcurso de la guerra de Arauco existen héroes de ambos bandos, aparece silenciado
largamente el protagonismo de los jefes indígenas. Sólo tardíamente Lautaro, entre otros,
aparecerá como objeto protagónico de discurso y como arquetipo del héroe indígena y de toqui
rebelde en textos significativos de la narrativa y del teatro, como es el caso de Lautaro, joven
libertador de Arauco (1941), de Fernando Alegría, y Pasión y epopeya de Halcón Ligero (Lautaro).
Tragedia en cinco actos (1957), de Benjamín Subercaseaux, respectivamente, y en la poesía de
Neruda. Tal proceso de re-escritura de la conquista alcanzará su mayor eficacia en la segunda
mitad del siglo XX mediante el emergente discurso etnoliterario y los procesos propios de la
desacralización de la historia oficial. De esta manera, Pedro de Valdivia, más que el mítico héroe
conquistador (Arciniegas 1943; Eyzaguirre 1986) será visto en sus trabajos del "hambre"
(Invernizzi 1990) y en sus pleitos con el conspirador Pero Sancho de la Hoz en las novelas 100
gotas de sangre y 200 de sudor (1961) y Supay el cristiano (1967) de Carlos Droguett y en su
"amancebamiento" con Inés de Suárez, en la novela ya citada de Jorge Guzmán y en El guante de
hierro (1995) del dramaturgo Jorge Díaz.
Dentro del corpus posible de constituir sobre el discurso narrativo del descubrimiento y la
conquista de Chile (Antillanca 1998) -y para los efectos del problema que hasta aquí se ha
reseñado- es indudable que un rol integrador corresponde a la novela Butamalón, de Eduardo
Labarca, en la cual se pueden sintetizar los procesos de la escritura sobre rebeliones y la rebelión
de la escritura que anunciaba La Araucana. Lo distintivo es que, a diferencia de Ercilla, la
cuestión de la conquista española en esta novela no se reduce a decir "también" "cosas... harto
notables" del bando indígena, como sostiene el poeta épico, sino en atravesar el "umbral" del
mundo araucano y vivir y padecer su vida. En el texto de Labarca, la escritura épica de
"memorables" hazañas corresponde ahora al protagonismo indígena de Pelantaro, mientras que el
conflicto de Arauco deja paso a "la escandalosa hazaña de un misionero aindiado y no-mártir"
(Triviños 1994). Butamalón, acorde con su etimología mapuche ("la gran rebelión"), subvierte la
cuestión de la "poetización de la historia o de la historización de la poesía" (Antei 1989). Esta
novela deja en manos del lector -antes que en el canon- la definición de estos límites, y expande
sin enmascaramientos su condición plural y macrotextual mediante la exhibición y fusión de
historias paralelas y la multidiscursividad y reescritura del discurso historiográfico. Rasgos como
los precedentemente señalados, a propósito de esta novela y de su adscripción al discurso
narrativo de la conquista de Chile, constituyen aspectos básicos de este estudio.
2. DE "INVENCIONES Y RE-INVENCIONES"
La conquista de Chile presenta tempranamente en el siglo XVI un paralelismo entre una
escritura historiográfica (Valdivia 1545-1552; Vivar 1558; Góngora y Marmolejo, 1575; Marino de
Lobera y Escobar 1584) y otra literaria efectuada por sus principales actores y testigos de vista
(Ercilla 1569; Oña, 1596). Por ejemplo, el tópico de la alabanza de la tierra presente en las cartas
de Valdivia es, inicialmente, un indicio del modo como se busca sustituir un discurso
historiográfico derivado del fracaso de una empresa de conquista, por otro discurso de rango
literario que da cabida a los procesos de invención y de ficcionalización de Chile destinados a dar
fama a este territorio como lugar ameno y heroico. Por su parte, la publicación de la Crónica y
relación copiosa y verdadera de los Reinos de Chile (1979), de Gerónimo de Vivar, ha permitido
contrastar su testimonio de los sucesos de la conquista con la versión de los mismos presente en
La Araucana, de Ercilla, lo cual pone de manifiesto un proceso recíproco de interacción entre
historia y poesía (Antei 1989).
Como señala Neruda, Ercilla mostró "el camino" de la epopeya para dar, poéticamente, "luz a
los hechos y a los hombres de nuestra Araucanía" (Neruda 1982: 290), pero esta luminosidad deja
de ser satisfactoria cuando de la historia real y de los hechos sociológicos y etnográficos se trata.
Es entonces cuando -según Neruda- esa "capa real" que Ercilla echó "sobre los hombros de Chile",
al abrirse deja al descubierto una cruda y desnuda realidad originaria que, según experiencia de
Neruda, se expresa en la máxima: "no somos una nación de indios". La solidez de La Araucana
descansa justamente en la reciedumbre del mito, en una imagen de la conquista forjada en la
paridad bélica entre españoles y araucanos que satisface verbalmente los requerimientos
fundacionales de una nación. No se advierte así, entre otros aspectos, que Ercilla reduzca su
mirada sobre Arauco a la "hazaña de la dominación" a partir de la cual la memoria colectiva se
detiene más en el vencedor que en el vencido y avala el nacimiento de una cultura hegemónica
que sustituye a la de los pueblos originarios. Lautaro y Caupolicán serán honrados como dignos
rivales, pero su muerte los devuelve a su origen "bárbaro", salvo que se sometan a la nueva
doctrina evangélica. En Ercilla, aparte de sus digresiones morales, esta condición irreductible de
ambos mundos no propicia ningún vínculo etnocultural, de manera tal que la apelación al "llanto"
antes que al "canto" de la guerra de Arauco, vale decir, la puesta en práctica de un discurso
elegiaco -contradictorio de la enunciación épica- permanece como una tarea inconclusa en la
literatura nacional.
No obstante, pueden advertirse signos de disidencia en la serie narrativa de la conquista
cuando – frente a la reedición de la imagen épica de los conquistadores y de las hazañas de García
Hurtado de Mendoza en desmedro de los araucanos, que efectúa Pedro de Oña en el Arauco
domado (1596) – se publica el Purén indómito en 1603. En esta obra -al igual que el anónimo
autor de La guerra de Chile (1610)-, Arias elige como materia de su canto no la victoria sino la
muerte del gobernador Oñez de Loyola a manos de Pelantaro, en 1598, derrota que marcó el
comienzo de la destrucción de las ciudades españolas fundadas en La Araucanía, cuya
restauración resultará imposible. Por lo mismo, en el Purén indómito, por primera vez, aparecerán
incluidas notoriamente sucesivas historias sobre sufrimientos de españoles derrotados, así como
también el discurso de las "escandalosas hazañas", aquéllas del mestizaje y de españoles vencidos
o las de quienes se fugan al bando indígena. A la serie constituida por los textos ya mencionados,
y desde una perspectiva didáctica, puede sumarse el tema de la destrucción de la ciudad de La
Imperial, desarrollado por Barrenechea y Albis en 1694.
Sin embargo, la escritura y los estudios críticos sobre el discurso del descubrimiento y la
conquista de América manifiestan preferentemente una tendencia a privilegiar el canon, vale
decir, a determinar en qué medida los textos producidos por españoles en el Nuevo Mundo eran
identificables con las tipologías procedentes de la cultura occidental e imperantes en el siglo XVI y
en la colonia, en general. Tales principios no experimentan mayores variaciones en la vida
republicana del siglo XIX. A mediados de ese siglo, la consolidación de la tesis liberal condujo a
que la preocupación por La Araucanía tuviera un carácter ético-político destinado a "civilizar" o
"pacificar" y a enajenar ese territorio. Parte de este proceso es objeto de novelas como Mariluán
(1862), de Alberto Blest Gana, y Huincahual (1888), de Alberto del Solar, las que si bien se
adscriben a la tipología de la novela histórica tradicional, denuncian las contradicciones con que
la sociedad chilena aborda su contraparte indígena, hecho que permite explicar que estas obras
hayan sido prácticamente relegadas de la historia de la literatura nacional. Como será estudiado
en su lugar, la novela histórica tradicional persiste, al promediar el siglo XX, en novelas como El
mestizo Alejo y La Criollita (1934), de Víctor Domingo Silva, y en La espada y el canelo (1959), de
Alejandro Magnet. En estas obras se procede a una recuperación de la memoria de la conquista y
de las "relaciones fronterizas" que se originaron durante el transcurso de la guerra de Arauco. En
general, novelas como las mencionadas tratan de confirmar el canon y los procedimientos de una
escritura foránea entendida como apta para traducir una memoria de la conquista, aceptada y
compartida, que ratifica una visión estereotipada y excluyente de una etnia, de una cultura y de
una historia. Según testimonio de Neruda, contrariamente a los decretos legales que han tratado
de resolver el problema, "No somos un país de indios" (1982: 291) sería el enunciado que desde la
sociedad dominante, y en contradicción con el gesto fundacional de La Araucana, resumiría la
condición de una identidad nacional irresuelta, cuya réplica desde la etnia subalterna vendría a
ser "No somos pueblo chileno sino nación mapuche".
Y tal ocurre porque la empresa del descubrimiento puso de relieve la índole del lenguaje como
virtud creadora. El lenguaje permite hablar de lis cosas tanto como alterar "el curso espontáneo
de los acontecimientos, [pues] hacemos que las cosas ocurran" (Echeverría 1995) o se constituyan
de determinada manera. De modo tal que callar no implica solamente silencio sino dejar hacer a
quienes tienen la palabra, salvo que en ocasiones callar signifique impedir que las cosas ocurran -
o se sepan- cuando de la búsqueda y discusión de la verdad se trata.
Aplicada al Nuevo Mundo, "invención" -antes que "descubrimiento"- remite a un acto verbal,
mediante el cual el territorio descubierto (o hallado") pasa a ser verosímil y, por tanto, puede
ocupar un lugar en el campo de las imágenes y significados preexistentes. De este modo opera un
grado de ficcionalización del mundo que radica en una "adecuación de los hechos a los límites de
las posibilidades e intencionalidades del hombre" (Antei 1989: 21, 23). Por eso, no es de extrañar
que Ercilla, en consideración a su privilegiado rol de testigo de vista y poeta sin par que "canta" a
la guerra de Arauco, sea calificado igualmente como el preclaro "inventor de Chile".
A partir de esta acción fundamental del discurso de Ercilla, La Araucana crea una imagen de
Chile en la cual no se advierte la transformación imaginaria e hiperbólica de la naturaleza, de los
hombres y de los hechos ocurridos en el suelo de Arauco. Y tal ocurre porque la lectura
paradigmática de la épica supera ficcionalmente la versión de la historia y se hace solidaria de
ella, aunque sea desmentida en la realidad por el curso que ha seguido la historia del pueblo
mapuche en el seno del Estado chileno. Discutir la imagen heredada de Ercilla supone, entonces,
una relectura de lectura de su obra, un acto de "reinvención" de Arauco y de la chilenidad. Vale
decir, exige aceptar que la identidad de Chile no se basa exclusivamente en la imagen dada por la
épica, y que su contradiscurso es la elegía por la tragedia del pueblo mapuche. En el canto de
Ercilla, este acto de invención excluye la conflictividad de la conquista y los complejos elementos
que participan de la conformación de la nacionalidad, los que permanecen ajenos al lector
tradicional. Entre tales paradojas, poco se advierte que la muerte de Caupolicán no es signo épico
sino prueba de una "bonica hazaña" -o un "bárbaro caso", como lo define Ercilla- y que las
relaciones entre el conquistador y el pueblo indígena no son exclusivamente las de la guerra. En
último término, se omite que, mediante un acto exclusivamente verbal del poeta, se obtiene una
versión consagrada y eufórica de la conquista, y que la palabra hace que ésta ocurra y sea vista
de cierto modo. De esta manera, la palabra fundadora mantiene en silencio los diversos modos de
interacción social que se manifestaron -y aún se manifiestan- entre ambos pueblos, a partir de los
cuales se ha gestado la identidad nacional que pugna con su contraparte indígena.
De ahí que el corpus seleccionado para esta investigación ponga de manifiesto un proceso
discursivo de re-invención de esta imagen épica de una nación y de sus hombres, y busque
incorporar lo excluido. El mismo Ercilla se preguntaba retóricamente, en la Segunda Parte de La
Araucana si la relación entre araucanos y españoles podría quedar reducida exclusivamente a
"batallas y asperezas / discordia, fuego, sangre, enemistades / odios, rencores, sañas y bravezas /
rabias, iras, venganzas, fierezas, / muertes, destrozos, rizas y crueldades?" (1980:130). La
reinvención atañe, entonces, a una disidencia que pone de manifiesto lo no advertido en aquello
inventado previamente y aspira a corregir ese modelo, a invertirlo, si cabe y, en ocasiones, termine
por sustituirlo.
En tal sentido, resulta de alto valor programático, en lo que respecta al discurso de la
conquista de Chile, el proyecto escritural que a partir de 1938 lleva a cabo Pablo Neruda en su
Canto General. En este texto, el poeta se sitúa en un tiempo originario "anterior" al
descubrimiento de América y, desde allí, reasume transgresivamente la actitud del "canto"
inaugurado por Ercilla, con lo cual pone de manifiesto, polémicamente, las interrogaciones
pendientes sobre la conquista de Chile y sobre la índole de la identidad nacional. En este nuevo
"canto" se enuncia que, desde ese illo tempore, y fundada en unos orígenes no épicos sino que
brotados de "soledad y cicatrices" (Neruda 1971: 59), la patria es el mismo Arauco (9), y para el
poeta, sus forjadores y libertadores son Lautaro, a quien califica como un "joven guerrero de
tiniebla y cobre" (9,56), y Caupolicán, descrito como un hendido "árbol de la patria" (74). Neruda
apela, de este modo, a una relectura y reescritura de la historia nacional mediante la cual se
enuncia el reverso del mito de los conquistadores. En su discurso, Almagro es aquél "descubridor
rechazado" y diezmado por la "invisible / mandíbula" del hambre (55, 56); Inés de Suárez es "re-
inventada" como una "soldadera" e "infernal arpía" que baña sus manos en sangre de "cuellos
imperiales" (58). Por su parte, Valdivia no es sino el verdugo de la "lanza goteante" (58) cuya
sangre se reparten metafóricamente sus vencedores como una "granada" (80) antes que como un
acto de barbarie indígena.
Esta condición transgresiva que presenta Canto General es, indudablemente, una actitud de
manifiesta rebelión frente a la memoria colectiva y a la escritura de la conquista. Su objetivo es la
desacralización de la historia heredada que prevalecía hasta entonces en la literatura chilena,
gesto que ha tenido escasos continuadores. Conforme a la tradición, el corpus de la narrativa de la
conquista era concebido como un todo armónico, no conflictivo ni mucho menos dual o antitético.
Tal condición impide percibir otros discursos, ya no sólo ésos de los conquistadores triunfantes
sino también aquellos de los vencidos, fracasados y desilusionados del Nuevo Mundo; el de su
acatamiento del orden imperial y de sus rebeldías; el del mestizaje y el de la interculturalidad
manifiesta.
Heredero de una historia institucionalizada sobre los hechos de la conquista española, el
lector actual no advierte que tras una aparente escritura y reescritura de las luchas del siglo XVI
y siguientes, se lleva a cabo un proyecto escritural multidiscursivo que subvierte las estrategias
textuales de los géneros literarios, que se hace presente en el teatro de Benjamín Subercaseaux,
Jorge Díaz, Isidora Aguirre y Fernando Debesa; en la poesía de Neruda, de Mistral y de Volpe, y en
la narrativa de Carlos Droguett, Jorge Guzmán, Antonio Gil y Eduardo Labarca, entre otros
autores representativos. Para los efectos de este estudio, tal fenómeno lo hemos enunciado como
un proceso que concierne tanto a la escritura de rebeliones -como aquéllas de los araucanos
contra sus conquistadores- como a la rebelión que opera en la escritura de tales sucesos, siendo
uno de sus síntomas la enunciación de la silenciada "voz de los vencidos".
3. LOS ESTUDIOS CRITICOS SOBRE EL DISCURSO DE LA CONQUISTA
La reacción que se manifiesta en la praxis literaria sobre la conquista se produce igualmente
en al ámbito de los estudios críticos sobre la narrativa de la colonia. Raquel Chang-Rodríguez
(1982) hace notar que en la prosa colonial hispanoamericana hay signos de "violencia y
subversión" que son indicios de una heterogeneidad y del reverso antitético que ocultan los
estudios críticos, puesto que el discurso de la conquista no es exclusivamente acatamiento del
canon. Según esta autora, en la colonia surgió "una escritura transgresora y a la vez
participatoria de diversos modelos historiográficos y literarios" (XII) que expresan una "renovación
y rebeldía que cuestiona sus mismos orígenes" (XIII), lo cual implica, por lo menos, establecer un
ensanchamiento del canon literario y una modificación del corpus de las literaturas nacionales,
según postulara Verdesio en 1995.
Por su parte, en sus estudios sobre el discurso de la conquista, Beatriz Pastor advierte "una
oscilación entre la mitifícación y la emergencia de una conciencia crítica, cuya clave es estética
antes que ideológica" (1984: 9). Tal oscilación permite concretar "todo el proceso de emergencia de
una literatura incipiente que -mediante "diversas voces"- en forma paulatina ha dejado de
ajustarse a los cánones y exigencias de la literatura europea del periodo" (9, 12). Estas diversas
voces se expresan -según sistematiza Pastor- en un discurso mitificador de la conquista -que
configura el arquetipo del héroe y protagonista de hazañas memorables, como Cortés- y en otro
demificador de conquistadores, que presenta su reverso: el fracaso, el desengaño, la rebelión
contra la Corona, según lo prueban las actuaciones de Alvar Núñez Cabeza de Vaca y Lope de
Aguirre. Afirma Pastor que a través de tales realizaciones del discurso de la conquista es como "se
articula el proceso de significación fundamental que enlaza todos los textos que integran este
discurso: el de la transformación del conquistador, de su percepción de América y de su visión del
mundo" (9).
Tales conceptos y categorías del discurso sobre la conquista de América serán incorporados
como instrumentos metodológicos para la sistematización y el análisis de los textos aquí
seleccionados.
A estas tesis de Chang-Rodríguez y de Pastor se suman las de Miguel León Portilla (1979) y de
Nathan Wachtel (1971), quienes han abogado por la puesta en relieve del silenciado discurso de
los indígenas vencidos, especialmente en México y Perú, lo cual viene a suplir la limitación de un
Corpus colonial compuesto preferentemente por discursos narrativos del 11 aquistador europeo.
Abarcados ambos márgenes, el de los vencedores y el de los vencidos, la mirada crítica -y no
menos la del escritor- se detiene en el espacio histórico y textual así acotado y observa una serie
de procesos que se producen en su interior, señalados consecutivamente por la guerra, la tregua,
la paz negociada en Arauco, desde el siglo XVII, me-,liante "parlas" y parlamentos. En tal sentido,
Richard Price incorpora a los estudios del discurso de la conquista de América el olvidado -o
prejuiciado- protagonismo de los "cimarrones" o esclavos negros evadidos de sus amos blancos, a
raíz de lo cual se producen en el Caribe 'encuentros dialógicos en un espacio de muerte", espacio
entendido como un territorio crucial donde indios, africanos y blancos dieron vida al Nuevo
Mundo" (Price 1992: 33). La Araucanía tendrá igualmente su propia e inestable "zona fronteriza
de paz" (Villalobos 1985, 1995) en la cual, a raíz de la dilatada guerra -que Gilberto Triviños, en
1994, califica como "polilla destructora"- se gestan ya no "memorables hazañas", propias de los
héroes, sino su antítesis: "bonicas" y "escandalosas hazañas" o "bárbaros casos" de victimarios y
mutiladores de indios; de españoles rebeldes, aindiados, perseguidos, cautivos o tránsfugas y
mestizos, cuyo protagonismo subversivo ha sido desterrado de la memoria colectiva, por cuanto,
según el canon y la institucionalidad literaria, resultan indignos de discurso.
Es notorio, entonces, este paralelismo entre las innovaciones analíticas que operan entre el
discurso crítico y el que ocurre a nivel del discurso narrativo hispanoamericano y, en especial,
aquél identificado por Seymour Mentón con el nombre de "nueva novela histórica de la América
Latina". Majo esta categoría, Mentón incluye textos que reescriben tanto el discurso narrativo de
la conquista de América -con su dispar galería de héroes-como el de su historia republicana y
contemporánea más reciente. El análisis le permite a Mentón establecer los rasgos formales -ya
no sólo temáticos- de este discurso narrativo, entre los que se cuentan su carácter dialógico,
heteroglósico, carnavalesco e intertextual; el recurso a la metalengua literaria; preferencia por el
protagonista histórico -sea héroe, fracasado o rebelde- y la libertad, discusión y reinvención del
referente histórico (1993: 274-276).
El estudio de Mentón permite aplicar criterios descriptivos al análisis del discurso narrativo
de la conquista y plantea la necesidad de ampliar el reducido registro que este investigador ofrece
de los textos representativos de la nueva novela histórica en Chile. Los que aquí se han
seleccionado ilustran paulatinamente el cumplimiento de los rasgos que enuncia Mentón, los
cuales se realizan de modo paradigmático en Butamalón.
En el contexto en el cual se inscribe este estudio, cobra particular interés la propuesta de una
categoría como es la de "discurso etnocultural", presente en textos escritos por chilenos y
mapuches al sur de la histórica "zona de la frontera". Tal discurso está destinado a poner de
manifiesto la índole plural y heterogénea que caracteriza la conformación intercultural de la
sociedad chilena y, por lo mismo, actúa como una respuesta positiva a la hipótesis del
debilitamiento y extinción del mundo tradicional indígena como tópico cultural, social y artístico.
En tal sentido, la escritura etnocultural pretende "formar una conciencia abierta a la interacción
sociocultural que tienda a la disolución de las dicotomías conformadas en la escritura española de
la conquista y de la colonia que se han convertido en estereotipos de la cultura nacional"
(Carrasco 1991: 113). Conforme a tales dicotomías irresueltas, en la literatura chilena el pueblo
mapuche oscila "entre el mito y la realidad", como han reseñado de modo exhaustivo Ariel
Antillanca y César Loncón (1998).
En un sentido similar, en sus estudios dedicados al discurso de la colonia, Gilberto Triviños
destaca que el tiempo de la conquista se presenta a la memoria colectiva como "una matriz
generadora de representaciones profundamente inscritas en la imaginación de los chilenos". Sin
embargo, esta matriz no incluye la percepción de la condición interétnica de una sociedad, y su
consecuencia es "el desprecio por la diferencia" que conduce a negar la parte indígena como
componente de una nacionalidad (Triviños 1996: 4), hecho ya denunciado por Neruda en su
artículo "Nosotros los indios" (1982). Tal contradicción radica en que mientras La Araucanía
constituye un espacio épico por excelencia en nuestro imaginario (Triviños 1992: 67), esa edad
heroica lo es más bien para la memoria colectiva del chileno antes que para el propio indígena.
Para éste, ese espacio de epopeya no es sino una cruda realidad de postergación e intolerancia
que le niega justamente esa "virtud guerrera", reservada sólo para el ceremonial conmemorativo
del Estado hegemónico, o que permanece relegada en las páginas de La Araucana. Por el contrario
-enfatiza Triviños-, esta enorme disyunción entre la fascinación por el mito araucano y la
vergüenza por lo araucano no existe entre los mapuches. El poder sugestivo del mito épico en este
pueblo es "una fuerza movilizadora y realmente activa como principio de cohesión" (Triviños 1992:
77). Un factor como éste es el que pone de relieve el discurso etnocultural cuando -por ejemplo-
hace de Lautaro, de Pelantaro y de las tradiciones mapuches, un "recuerdo presente" antes que
una sombra difusa (Lienlaf 1989), hecho que Butamalón vitaliza ampliamente. Esta novela de
Labarca puede ser vista como el extremo de un ciclo que inauguraban La Araucana tanto Como la
escritura historiográfica de Valdivia y Vivar, y como una acabada expresión textual en el conjunto
de los discursos existentes sobre la conquista de Chile. De allí que su importancia en el contexto
de este estudio no se reduce sólo a ser una novela representativa del texto etnocultural. En
Butamalón se produce también una declarada "rebelión de la escritura" que experimenta la
narrativa contemporánea.
El carácter distintivo del estado actual de los estudios literarios es el hecho de la
reformulación, renovación y expansión no sólo del canon, sino también de los conceptos básicos
concernientes a la naturaleza de la literatura y de sus partícipes, sean ellos productores o
intérpretes, todo lo cual pone de relieve la índole compleja y heterogénea del fenómeno de lo
literario.
El examen de los aspectos relacionados con la tradición y la renovación de los estudios de la
literatura colonial permite observar los procesos de escritura y de re-escritura que se verifican en
el discurso de la conquista, las principales tipologías textuales que ella presenta y los supuestos
teóricos que sustentan el circuito de producción, circulación, recepción y valoración de los textos
en la sociedad colonial. En principio, en el eje de la producción del texto, esto significa atender a
una competencia o a un saber hacer con las palabras por parte de quien asume la escritura. En
consecuencia, como principio metodológico se caracteriza el discurso de la conquista a partir de
aquello que los propios autores y lectores de la época afirman acerca de los actos discursivos y de
los textos que comparten y valoran (Molloy 1989: 447). Vale decir, se trata de describir la noción
de literatura que suscriben los propios productores de discursos escritos en le sociedad colonial,
así como los criterios que operan en el polo de la recepción. Los lectores (destinatarios, censores)
tanto como los cronistas-escritores comparten y definen como literatura todo acto de escritura,
independientemente de su condición ficcional. Este intercambio de opiniones sobre el discurso
entre el escritor y su público constituye un proceso de so de conceptualización del discurso y de
las formas discursivas sobre las que se basan las decisiones de sacar a luz pública una
determinada obra o escrito (Mignolo 1993: 555). Para el periodo colonial, esta noción de discurso
resulta apropiada para valorar las distintas producciones verbales no necesariamente literarias
(Acciónales o retóricas), tal como aparece en testamentos, declaraciones, probanzas, cartas,
bitácoras, contratos, pactos, actas y demás documentos (Mignolo 1981, 1982) que circulan y son
valorados en la época como prueba del acto básico de saber poner por escrito diversos
acontecimientos. También abre el terreno del dominio de la palabra y de muchas voces no
escuchadas por no ajustarse al canon que prescribe (o proscribe) sus propiedades estéticas, dado
que, por lo general, el concepto de literatura se limita a ciertas prácticas institucionalizadas de
escrituras eurocéntricas (Adorno 1996: 664-665). Por lo demás, el acto de escribir aparece
regulado por una serie de restricciones oficializadas (por la Corona, principalmente para sus
colonias), las que habitualmente son aplicadas sólo a la literatura propiamente tal, como es el
caso de los preceptos de Horacio ("dulce" et "utile"). Como resultado de esta praxis colonial, el
discurso de la conquista se realiza fundamentalmente al modo de una competente escribanía ("mi
pluma es pluma de escribano", afirman) en la medida en que ese sujeto letrado ponga de
manifiesto la verdad de los hechos, como los registran esos escribanos que acompañan a los
conquistadores (Barraza 2004). Asimismo, es evidente que excepcional-mente quienes escriben en
la época lo hacen guiados por un proyecto literario. Conforme a lo anterior, metodológicamente se
impone una ampliación del canon literario establecido para los discursos coloniales, puesto que la
noción de discurso resulta definida por sus propios usuarios. Los cronistas, en general, definen
su quehacer en términos de una competencia o de un "saber letrado", un saber escribir, y ponen
de relieve el "trabajo que les demanda la escritura" sea ella "canto" o simplemente "escritura-
relación" de la conquista.
Tales supuestos metodológicos, aplicados a textos representativos de la "novela histórica
tradicional" y de la "nueva novela histórica" (Mentón 1993) que aquí se estudian, prueban que la
reescritura de la conquista no es ajena a las modificaciones globales producidas en el seno de la
institucionalidad literaria y a las contingencias éticas y estéticas en medio de las cuales se
producen. Entre tales modificaciones, es preciso poner de relieve que toda novela – como es el
caso de Butamalón – construye un espacio" multidiscursivo y transtextual donde se proyectan de
"manera variablemente explícita, el conjunto de sentidos" que la específica cooperación
interpretativa del lector y la crítica deben evidenciar e interpretar (Reis 1981; Eco 1987).
Asimismo, el análisis del corpus que aquí se estudia considera, también, los umbrales intra y
transdiscursivos del texto (Genette 1989, 1990); la necesaria referencia a la noción de géneros y
tipologías textuales (Segre 1985) y a la metatextualidad o autorreflexividad en tanto formantes
discursivos que están implícita o explícitamente presentes en la naturaleza de la literatura
(Mignolo 1978). Se atiende, igualmente, a incorporar como instrumento de análisis el principio de
la necesaria "competencia cooperativa del lector" en el eje de la recepción del texto (Eco 1987),
aceptando la condición plural y macrodiscursiva e interdiscursiva antes que la singular
u homogénea del texto (Segre 1985), así como el carácter social, cultural
históricamente situado de los hechos literarios (Schmidt 1978).
Estos supuestos metodológicos permiten vincular el análisis de obras Como Butamalón y La
Araucana -y de otras que han sido seleccionadas para este corpus del discurso de la conquista-,
las que, aunque distantes en ti tiempo, exhiben de manera similar la compleja condición del texto
lunario, pues, en diverso grado, en ellas se discute y se superan los límites del canon (Pozuelos
2000) y plantean a los estudios literarios mayores exigencias críticas y metodológicas. Por lo
pronto, en un nivel teórico, la serie textual de la conquista pone de relieve que el discurso literario
presenta una zona fronteriza de intersección, heterogeneidad y multidiscursividad que lo hace
solidario de otros discursos y tipologías -como son aquéllas de la historiografía- para cuya
aprehensión se postulan conceptos como metahistoria y metaficción (White 1983, 1997; Hutcheon
1987). De aquí se deriva también la pertinencia de identificar el texto como un objeto cultural a
disposición de sus usuarios -lo prescriba o no el canon-, y que se constituye como un "tejido" -
conforme a su semantismo etimológico reactivado por Barthes (1973)- que se encuentra inclinado
sobre otros discursos, la sociedad, la cultura y la historia, a raíz de lo cual se presenta corno un
producto no acabado sino inconcluso o abierto, disponible para ser continuado. En la actualidad,
la noción de texto pone de relieve su Condición de constituir un discurso de alta significación en
una cultura, hecho por lo cual es conservado en la memoria colectiva junto con su
correspondiente metalengua (Mignolo 1982).
Principios metodológicos como los reseñados permiten observar cómo esa memoria colectiva
del discurso de la conquista -que privilegia sólo el ángulo positivo y cualitativamente elevado,
digno, hazañoso o memorable de la vida social, histórica y cultural- oculta precisamente ese
anverso de "historias negadas", por "escandalosas" o por ser pruebas de "bárbaros casos"
ocurridos durante la guerra de Arauco. Sin embargo, las historias silenciadas terminan siendo
desenmascaradas paulatinamente en el transcurso de la literatura chilena que habla de la
conquista. En especial, obras como Butamalón -al transfigurar esas imágenes de las rebeldías y
transgresiones que se produjeron en el curso de la guerra de Arauco- reeditan el gesto de similar
rebelión que profiere Ercilla para su época y para el canon, cuando en La Araucana concluye por
trocar el canto en llanto. Tal enunciado de Ercilla anticipará las relaciones disyuntivas entre el
mito y la realidad que participan en la formación de la identidad nacional, pues, esta admiración
que origina la épica -en tanto canto de alabanza a los héroes-lleva consigo, antitéticamente, el
rechazo que provoca el despojo y la discriminación en Arauco. Tal oscilación constituye los
extremos de una praxis social y verbal irresuelta, que preside el discurso de la conquista en la
literatura nacional. En este contexto, uno de los signos de la renovación de los métodos de estudio
de la literatura colonial es, por ejemplo, el proceso de recuperar para la exégesis de la escritura de
la conquista la existencia y legitimidad de otras tipologías de análisis, siendo una de ellas la
noción del discurso del fracaso (Pastor 1984; Invernizzi 1988), que permite dar cuenta de otros
encuentros, otras figuras, otras historias, como las de rebeldes, fugitivos y cautivos, por ejemplo
(Triviños 1994).
En tal sentido, el estudio particular de Butamalón exige asumir que -a diferencia de la serie
narrativa en la cual se inscribe- esta novela construye un espacio multidiscursivo y transtextual
que apela a una específica cooperación interpretativa del lector (Eco 1987), pues pone en
interacción una serie de discursos textuales (la historia de una traducción vs la historia de un
Traductor), metatextuales (dedicatoria, epígrafe, post-scriptum) y extratextuales (glosario, notas,
traducciones del mapudungun, fuentes historiográficas) de modo tal que si el receptor no les
asigna el debido semantismo, en su calidad de lugares estratégicos del texto, no advertirá su
eficacia en la construcción del macrotexto.
En conformidad con lo anterior, concierne igualmente observar que esta reacción del discurso
-que se manifiesta en los textos de ficción como escritura / reescritura beligerante- se produce
igualmente en el nivel de la metodología predominante en los estudios críticos del discurso de la
conquista que se expresa en aspectos como la ampliación del canon y de sus registros
epistemológicos. De este modo, la renovación del marco metodológico para el análisis de los textos
de la conquista ha permitido -por ejemplo- el conocimiento y valoración de la voz de "los vencidos"
de ambos bandos develando, así, la pluralidad y heterogeneidad del ámbito y de los actores de la
conquista, pues en ella no participan sólo los capitanes, soldados y misioneros españoles, sino
también indígenas, yanaconas, negros, mestizos y mulatos. Por lo demás, la guerra de conquista
no sólo produce héroes sino también cautivos y rebeldes de ambos bandos. En A lauco transitan
españoles victoriosos y vencidos, fracasados o desengañados , transformándose en un escenario
violento para fugitivos, traidores, tránsfugas y aindiados, cuyas actuaciones transgresoras son
reprobadas por la sociedad colonial, que los excluye de la memoria colectiva y de la
escritura (Pastor 1984; Price 1992; Triviños 1994).
La expansión de los límites del discurso de la conquista hace posible llevar a cabo una
escritura de la re-invención de Chile que surge como contraparte de los discursos mitificadores de
la conquista. Esta variedad de contradiscursos, enunciados como discursos del "fracaso" y del
"desengaño" o de las "bonicas hazañas" y de las "hazañas escandalosas", junto con la formulación
de nociones críticas relativas a la "etnoficción" (Lienhard 1990: 289-291) y al "discurso
etnocultural" (Carrasco 1991) constituyen categorías necesarias para el análisis de un corpus
como el que aquí se estudia.
I. MEMORIAL DE CONQUISTADORES
1. DE LA ESCRITURA OFRECIDA AL REQUERIMIENTO DE ESCRITURA
En el mes de agosto de 1492, cuando Cristóbal Colón decide "escribir todo este viaje muy
puntualmente, de día en día todo lo que yo hiziese y viese y passasse, como adelante se veirá"
(Colón 1982:17) se inaugura puntualmente una serie textual que, luego del Descubridor, podemos
reconocer e identificar con el término genérico de "discurso del descubrimiento y de la posterior
conquista" de América.
Esta determinación de Colón -expresada mediante enunciado aparentemente simple con el
cual se formula un propósito y una promesa de escritura- lleva consigo la condición de un
complejo acto de habla cuyo examen, para los efectos del estado actual de los estudios críticos de
los discursos coloniales, reviste un real interés.
Es obvio que Colón no es un literato. A lo más es un letrado, vale decir, un individuo que -
como muy pocos en su época- sabe leer y escribir y que entre sus lecturas se encuentra el Libro
de las maravillas de Marco Polo (1298) quien, cuando estaba en prisión, igualmente decidió
"escribir" sus travesías por el Oriente, dictándoselas a Rustichello, su compañero de celda (Polo
1987). Lo que el Almirante pone en juego es, entonces, una competencia o una destreza básica
con respecto al lenguaje que habla y escribe. Tal competencia, además, le permite discurrir o
pronunciar discursos, ajustándose a una clase de los mismos identificable con el "libro de viaje",
"diario de navegación" o "bitácora" o "carta", lo cual supone producir un tipo de textos conforme al
procedimiento de "escribir cada noche lo que el día passare y el día lo que la noche navegare"
(Colón 1982: 17).
En este contexto, el "saber" de Colón con respecto a la escritura y a las formaciones textuales
correspondientes no diferirá de muchos otros Capitanes, soldados y misioneros quienes, en el
momento de "hacer memoria moría escrita" de los hechos de la conquista militar y espiritual de
América no se preguntan estrictamente "qué es la historia o qué es la literatura" sino que,
básicamente, toman el acto de escribir como un "saber hacer con el lenguaje". De este modo, sus
actos de discurso sólo pretenden ser una transcripción fiel y verdadera de los hechos propios y
ajenos que refieren o testimonian en la página en blanco, mediante la mano que traza e imprime
con la pluma esas historias.
No obstante, los actos verbales -aunque individuales- se inscriben en un circuito mayor de
actuaciones prácticas y de interacción dialógica socialmente institucionalizadas. Pronto, los Reyes
Católicos transforman la decisión de Colón en una solicitud o "requerimiento" de hacer "memoria
escrita para saber del Nuevo Mundo y conocer el proceso de su descubrimiento y conquista". Para
los Reyes, el efecto de la bitácora escrita por Colón es sorprendente, desde el momento que le
declaran:
Nosotros mismos y no otro alguno, hemos visto algo del libro que nos dejastes,
y cuando más en esto platicamos y vemos, conocemos cuan gran cosa ha sido
este negocio vuestro que habéis sabido en ello más que nunca se pensó que
pudiera saber ninguno de los nacidos (...) vimos vuestras letras e memoriales
(...) Y visto todo lo que nos escribistes como quiera que asaz largamente decís de
todas las cosas, de que es mucho gozo y alegría leerlas, pero algo más queríamos
que nos escribiésedes (...) por nuestro servicio (Cartas de los Reyes a Colón,
Barcelona, septiembre 5 de 1493 y Segovia, agosto 10 de 1494. En Mignolo
1982: 17. La cursiva es nuestra).
El examen de este proceso de emisión y de recepción de textos, que ilustran Colón y los Reyes,
paralelo a las regulaciones procedentes del canon literario -y a los tratados de poética y similares
preceptivas académicas del siglo XVI- permite, aquí, optar por un principio metodológico que
consiste en caracterizar el discurso de la conquista a partir de aquello "que los propios autores y
lectores de la época afirman acerca de estos actos discursivos y de los textos que comparten y
valoran" (Molloy 1989: 447). Recuérdese que ya Marco Polo declaraba que su acto de hacer escri-
bir sus aventuras tenía como objeto dar a "conocer las diferentes razas de los hombres y la
diversidad de las regiones del mundo y saber de sus raras costumbres", en tanto que Rustichello
de Pisa, su escribiente, sostenía que "las maravillas del mundo... están contadas con claridad y
orden tal como las vio micer Marco Polo, sabio y noble ciudadano de Venecia con sus propios y
asombrados ojos" (Polo 1987: 11).
El hecho es que este intercambio de opiniones entre el escritor y su público en el siglo XVI
constituye un proceso de "conceptualización del discurso y de las formas discursivas sobre las
que se basan las decisiones de sacar a luz pública una determinada obra o escrito" (Mignolo
1993: 555). Cuando los Reyes expresan a Colón que "es mucho gozo y alegría" leer el relato de su
descubrimiento, plantean nítidamente para la narración de la historia aquellas máximas que,
desde Horacio, aparecen como exigencia exclusiva de la literatura. La lectura de los monarcas no
se reduce al "dulce", al "gozo y alegría" de leer sino que, al mismo tiempo, apelan al "utile", al
beneficio que debe proporcionar todo texto escrito en la medida en que se obtenga de ellos un
saber o un conocimiento sobre el inundo: "pero algo más queríamos que nos escribiésedes, ansí
en que sepamos" (...) más -dicen- (...) "para que de todo nos traigáis entera relación" (Mignolo
1982: 71).
De este modo, el ofrecimiento y promesa de escritura a que naturalmente se obliga Colón
durante su empresa de descubrimiento se transforma en "requerimiento o exigencia de escritura"
en calidad de un servicio más que se debe al príncipe, servicio similar al que se le rinde mediante
las armas. A su vez, este hecho prueba que una sociedad, definida básicamente por sus
relaciones de interacción verbal, no sólo es capaz de referir su trascurrir en forma oral o escrita
sino que, al mismo tiempo, es capaz de “describir", conceptualizar y valorar el dominio de sus
actuaciones y productos verbales, así como la función de los discursos que en ella se verifiquen,
independientemente, o a la par, de quienes asumen la función de teorizar, vale decir, formular
una red de conceptos que todo sujeto estima 01 uno necesarios para concebir o regular sus
propias interacciones orales y escritas.
Al respecto, cabe recordar que, en el siglo XVI, sobre el discurso de la conquista pesan
regulaciones emanadas principalmente de la institucionalidad real antes que de aquéllas
estipuladas por poéticas imperantes en los claustros universitarios.
Cuando Felipe II firma la Real Cédula de 1543 acerca de la circulación de libros e impresos en
América, junto con decretar una de las tantas restricciones coloniales a que estaba sometido el
Nuevo Mundo, promulga, conforme a su autoridad real antes que según las preceptivas retóricas,
el concepto de literatura vigente en la sociedad occidental, y determina que el discurso
historiográfico y didáctico sobre la conquista es el principal tipo de escritura posible de efectuar
en América y sobre América. La palabra real y jurídica se hace metalengua literaria al decretar
que sólo en la metrópoli pueden circular libremente las "mentirosas historias", aquéllas presentes
en tipos textuales como "libros de romance", de "materias profanas" y "fábulas", que modeliza a
partir del Amadís de Gaula y otros similares. Permitirlos en América, según el monarca, plantea
"muchos inconvenientes porque los indios que supiesen escribir, dándose a ellos dexarán los
libros de sana doctrina y leyendo los de mentirosas historias desprenderán en ellos malas
costumbres e vicios y demás de esto que sepan que aquellos libros de historias vanas han sido
compuestos sin haber pasado, ainsí podría ser que perdiesen la abtoridad y crédito de nuestra
Sagrada Escritura" (Curcio Alamar 1966: 60). En suma, al hipotético "lector americano" que
supiese leer y escribir sólo le están destinados los textos de las Sagradas Escrituras y aquéllos no
de "historias vanas" sino los que relaten "hechos que sí han pasado" en el nuevo continente y que
son de público conocimiento.
Por otra parte, esta Real Cédula pone de manifiesto que la conquista de América no responde
exclusivamente a un hecho de armas sino que, al mismo tiempo, constituye "uno de los primeros
esfuerzos de la civilización de Occidente para usar la escritura -y la lectura, en términos de
alfabetización de un mundo ágrafo o analfabeto- como un medio de dominación" (Mignolo 1989:
51). Este hecho provoca radicales consecuencias para quienes se decidían a escribir en la
sociedad colonial, sea motivados por las solicitaciones de la corona o por el interés personal de
dar cuenta de servicios y obtener mercedes (Mignolo 1989, 1993).
Walter Mignolo ha advertido que "se ha prestado demasiada atención a los conquistadores,
oscureciendo el rol de la literatura y de los letrados" en "la organización de la sociedad colonial",
pues la "escritura no sólo hace posible la cultura sino que también el comercio y el control de las
personas y de las tierras" (Mignolo 1989: 81-85). Desde esta perspectiva, se puede comprender el
establecimiento en el Consejo de Indias no sólo de una sección que regula las Leyes de Indias,
sino también de una institución como la de los "cronistas de Indias" que administran la escritura
historiográfica sobre las hazañas ilustres, vale decir, los hechos dignos de memoria acontecidos
en América, la tipificación de sus héroes y la descripción y cartografía de las nuevas posesiones.
Esta suerte de metalengua acerca del universo de representaciones y de hechos que debía
contener el discurso de la conquista será objeto de un nuevo decreto jurídico-literario, l H opuesto
por López de Velasco (1575-1576) al modo de memoria o instrucciones dadas con el objeto de
recoger "relaciones geográficas e históricas", que serían posteriormente procesadas por quien
ejerciera el cargo ele cosmógrafo y cronista mayor de Indias (Mignolo 1982: 72).
Conforme a estos antecedentes, se pueden precisar las complejas transformaciones que
experimenta el arte literario en América, principalmente en el siglo XVI. Más allá de establecer
una serie de correspondencias o no correspondencias con el canon europeo, la institucionalidad
literaria en el Nuevo Mundo – en directa coexistencia con su conceptualización natural y social –
exige una estrecha dependencia con los intereses de la monarquía.
Vi, se determina que los rasgos de la literatura estimados por la cultura Ir i rada en las
colonias no son los de la ficción sino los de la historia, de tal modo que sus géneros
característicos serán aquellos del discurso historiográfico, y que, además, debe valorarse su
función y ejercicio conforme satisfaga los predicamentos del "dulce et utile" de Horacio. Por tal
razón, en el contexto de la institucionalidad colonial, la literatura se repliega y recupera su valor
etimológico de estar constituida por "todo texto escrito", con lo cual se retrotrae a ser entendida
como el signo de un
i lema de valores atribuidos al dominio de la "escritura alfabética occidental".
Planteada en estos términos, la literatura colonial – sostiene Mignolo – es la base de la
justificación de la conquista, pues lo escrito por los "letrados" adquirió relevancia decisiva sobre la
organización política y social del Nuevo Mundo, de manera tal que este tipo de escritura "hizo
posible la organización del Imperio Español en las Indias" (Mignolo 1989: 85) desde el momento
que no sólo "hizo posible la cultura sino también el comercio y el control de las personas y de las
tierras". Tal hecho generó una serie textual identificaba en tipologías como ordenanzas,
instrucciones, memoriales, con todo lo cual, letrados y cosmógrafos "unieron fuerzas para trazar
los límites (en palabras y mapas) de los dominios del Nuevo Mundo" (Mignolo 1989: 81).
En diverso grado, los estudios críticos sobre la literatura colonial han planteado que, en
particular, el discurso de la conquista se presenta al modo de una "subversión y violencia de la
escritura" contra el canon de la metrópoli (Chang-Rodríguez 1982). O como la emergencia de una
"conciencia crítica sobre la conquista" (Pastor 1984), desde el momento que "las situaciones
coloniales se caracterizan no por la pervivencia inmutable de los miembros de distintas culturas
que entran en contacto intelectual y político sino por la generación de nuevas prácticas
discursivas que nacen con y perviven en ellas" (Mignolo 1993: 529).
Tal situación provocaría la discontinuidad de la herencia clásica de las letras en América,
puesto que la literatura fue condenada a expresarse aquí como un conjunto de producciones
verbales escritas y publicadas a la par con los procesos de dominación del continente, por lo que
aparece ligada estrechamente a una condición historiográfica. Vale decir, tales producciones son
identificadas como discursos que hacen referencia o dan cuenta de acontecimientos de
conocimiento público que han sucedido efectivamente en el proceso colonizador, sea que se trate
de La Araucana (1569) o de la Crónica y relación copiosa y verdadera de los Reinos de Chile (1558).
Uno de los signos distintivos de esta nueva escritura generada en América es que en el
circuito comunicativo conformado por quienes escriben y leen en el seno de la sociedad colonial
emerge una poética conforme a la cual la literatura se mide por el grado de verdad y de moralidad
que en ella se exprese. "Dedico mis obras al Rey. Mi pluma es pluma de escribano" es el lema bajo
el cual los censores califican y acreditan la publicación de la "historia" del padre Rosales en 1666.
"En estas treinta y nueve coplas no hay proposición herética ni malsonante contra la fe",
dictamina Fray Félix Ponce de León, hacia 1550, sentencia que hace posible la autorización para
que se imprima y publique la Nueva obra y breve en metro y prosa sobre la muerte del Adelantado
Don Diego de Almagro, de Alonso Enríquez de Guzmán, enunciados paradigmáticos con los cuales
se define y conceptualiza el marco al que debe ceñirse la práctica de la escritura en América.
El prestigio del buen escribir radica, entonces, en relatar "historias verdaderas" -afines con el
discurso historiográfico- en lugar de "las mentirosas historias", aquéllas identificadas con la
ficción literaria. En tal sentido, sea en el discurso básico de los textos coloniales o en las variables
paratextuales que los acompañan, se asiste a una profusa manifestación de discursos
metatextuales donde se explicita la índole de la práctica escritural vigente y el predominio de la
enunciación historiográfica que amplía sus límites, incluso cuando de textos propiamente
literarios se trata. De este modo, cuando en 1605 el Inca Garcilaso relata la "historia" pública de
la fracasada conquista de La Florida, emprendida por el Adelantado Hernando de Soto, declara:
"no escribimos ficciones que no me fuera lícito hacerlo a viéndose de presentar esta relación a
toda la república de España la cual le luiría razón de indignarse contra mí si se la hubiera hecho
sinistra y falsa" (1956: 102), al extremo que confiesa: "toda mi vida - sacada la buena poesía – fui
enemigo de ficciones como son libros de caballerías otras semejantes" (1956: cap. XXVII).
Por su parte, en 1569, Ercilla enmascara la condición de "canto épico" con el cual refiere la
guerra de Arauco para proclamar la calidad de i elación verdadera" de su discurso, dada su
condición de testigo de vista: es relación sin corromper / sacada de la verdad / cortada a su
medida", afirma en el Canto I (1980, vv 21-22:19). Luego reitera que aunque "como olios han
hecho, yo pudiera / entretejer mil fábulas y amores / mas que ya tan dentro estoy metido / habré
de proseguir lo prometido" (1980: Canto X V, vv 37-40: 97), sosteniendo que en su historia "va la
verdad desnuda de artificio,/ para que más segura pasar pueda" (1980: vv 579-580, Canto XII:
86).
Desde una perspectiva actual, el análisis de los discursos coloniales debe considerar
necesariamente que las "situaciones comunicativas” puestas en práctica en la sociedad colonial
constituyen un campo de interacciones regulado por prácticas y conceptualizaciones de las
acciones discursivas de los sujetos. En el periodo, la publicación de textos "es una directa
consecuencia de la imposición de un canon, de una institucionalización del discurso y de la
aceptación de unas formas textuales -y no de otras-, lo que hará posible dar a la luz pública una
determinada obra escrita" (Mignolo 1989: 555). Tales normativas permitirán entender, por
ejemplo, las "imitaciones" y "correcciones historiográficas" que originó La Araucana; la
"atribución" indebida de una obra a un autor, como ocurrió con el Purén indómito (1603), la
relegación al anonimato del autor de La guerra de Chile (1610), o el silenciamiento de Alonso de
Enriquez de Guzmán como autor del texto, ya citado, sobre la muerte de Almagro (1550).
DEL “TRABAJO DE LA ESCRITURA” Y EL “CANTO” DE LA CONQUISTA
“No escribir ficciones” sino “relaciones sin corromper” y que – a petición de los Reyes - “den a
conocer la verdad” en tanto guarden “memoria cierta de hechos hazañosos" de españoles en
América y, a la vez, que proporcionen "placer y no pesadumbre" (Colón 1982: 280) viene a cons-
tituir la metalengua de un contrato pragmático de escritura que rige la circulación y el prestigio
de los discursos coloniales a partir del siglo XVI. Tal conceptualización se percibe, explícitamente,
en la serie de enunciados paratextuales que acompañan generalmente los textos de autores
representativos de la época quienes alcanzan, justamente, la calidad de tales porque el hecho
primario de saber leer y escribir los convierte en "letrados".
Es por esto que los discursos coloniales vienen a ser, básicamente, aquellos productos
verbales de quienes, siendo protagonistas de algunos hechos relevantes -y testigos de vista, o de
oídas, de otros ajenos-, son capaces de ponerlos por escrito como manifiesta superioridad de
quienes se valoran a sí mismos como sujetos no "analfabetos" sino "alfabetizados", instruidos en
el acto elemental de saber leer y escribir. Naturalmente que si esta competencia va acompañada
de una mediana erudición letrada, la ventaja es mayor para el cronista quien perfectamente
puede usar este saber para dar cuenta de su vida, sin que se lo haya solicitado la Corona y sin
que su biografía necesariamente lleve consigo una conducta heroica. El supuesto es que, en tales
casos de competencia verbal, el cronista puede perfectamente escribir sobre la muerte de un
gobernador como Martín Oñez de Loyola (Arias de Saavedra) y el ajusticiamiento de Almagro
(Alonso Enríquez); argumentar sobre la legalidad de su cargo (Valdivia); contar la "versión
verdadera" de lo acontecido en su cautiverio (Alvar Núñez de Pineda y Bascuñán) u ofrecer el
relato de sus andanzas por La Araucanía (Catalina de Erauso); proporcionar al príncipe -por
iniciativa personal- consejos no solicitados sobre los modos de "reparar" o terminar la dilatada
guerra de Arauco (Quiroga, Góngora y Marmolejo, Marino de Lobera); testimoniar la calidad de
testigo de ella (Vivar); dar a conocer en Europa el reino de Chile (Ovalle) o disputar el grado de
veracidad sobre el protagonismo de los capitanes españoles en Arauco (Oña); proseguir el canto
de Ercilla (Santistevan); hilvanar un supuesto relato de un sobreviviente de Tucapel (Loubayssín),
o efectuar un "compendio histórico" de la conquista de Chile (Xufré).
Más que "arte aprendido", el discurso de la conquista durante el periodo colonial es definido
como "trabajo": "tomarse el trabajo de escribir", "hurtar tiempo a la guerra para hacer relación"
(Ercilla, Valdivia), "sabroso ejercicio de la pluma no ajeno al manejo de la lanza" (González de
Nájera 1970:1), "poner memoria escrita contra el olvido" (Vivar 2000: 39, 41). El requisito básico
es que la escritura cumpla con la función de constituir un auténtico "registro de la verdad"
(Quiroga 1979: 5, 6) y que su "oficio" esté destinado al "crecimiento y buen progreso de las letras"
(Marino de Lobera 1970: 11). En este contexto, los "escritores de la época" -unidos por el rasgo
común de "saber usar la pluma como los escribanos"- no se distinguen entre sí estrictamente por
su condición de "poetas" o de "historiadores". A lo más, la escritura es un privilegiado servicio que
pueden ofrecer al monarca. Salvo Enríquez de Guzmán -postergado en su afán declarado de
"trovar" y ser calificado como "poeta"- Ercilla, Oña, Santistevan, Arias de Saavedra y Xufré,
aunque poseedores de un saber retórico básico sobre el metro y el estilo, deben cumplir con el
requisito perentorio de "ajustarse a la verdad", como bien sintetiza Quiroga en 1690:
El P. Alonso de Ovalle (1646) escribió historia y confiesa a cada paso cuan falto
está de noticias. Don Alonso de Ercilla escribió en poema Araucano sólo del tiempo
que estuvo en el ejército; y otro, don Juan Jofré de Loayza, y después de acá no
tenemos nada impreso. Es cierto que Ercilla me ha parecido el que más
propiamente habla de la naturaleza de los indios y de los sitios de estas
provincias, y sin embargo le nota Jofré y reprende porque faltó a la verdad en
algunos lances (Quiroga 1979: 5. La cursiva es nuestra).
Por su parte, Góngora y Marmolejo destaca que mayor "trabajo es escribir [la verdad] en
prosa" y no en verso (1970: 21) como hiciera Ercilla, ese "caballero que en este reino estuvo poco
tiempo" (...) "escribió algunas cosas acaecidas en su Araucana, intitulando su obra el nombre de
la provincia de Arauco, y por no ser tan copiosa cuanto fuera necesario para tener noticia de
todas las cosas del reino, aunque por buen estilo" (1970: 21-22).
En consecuencia, en el marco del discurso de la conquista, las fronteras entre la literatura y
la historia no son infranqueables y se reducen externamente a aquéllas que existen entre la prosa
y el verso, exigiéndose a los poetas ser tan verídicos como los cronistas (Oña 1596) y que pongan
de manifiesto la máxima horaciana del "dulce et utile". Conforme a tales preceptivas, Ercilla
declara no sólo su condición de testigo de vista -aunque parcial, según Góngora y Marmolejo,
Jofré y Quiroga, ya citado s- sino que, además, consagra un verosímil historiográfico que se pro-
yecta diacrónicamente en la conformación del canon de la literatura nacional. Según el poeta-
soldado, para satisfacer "la afición de sus lectores" (...) y "para que fuese más cierto y verdadero
[su discurso] se hizo en la misma guerra y en los mismos pasos y sitios, escribiendo muchas veces
en cuero por falta de papel y en pedazos de cartas" (Ercilla 1980:15).
Esta particular proximidad de los discursos de la historia y de la literatura, que concluye por
ser entendida como ausencia de fronteras entre ambas, provoca una evidente transdiscursividad
o intercomunicación de los géneros de la historia y de la literatura -que en su momento fuera
denominado como "estilo centáurico" (Loveluck 1976: 29)-, y muestra que durante la conquista no
se produce sólo un mestizaje de sangre sino que también una transformación, expansión y fusión
de discursos. El proceso ha sido calificado, igualmente, como cruce ambivalente mediante el cual
se produce una "historización de la poesía" que va a la par con una "poetización de la historia"
(Antei 1989), pues ambas escrituras no aspiran a competir entre sí por el grado de veracidad que
les asiste, sino que terminan siendo solidarias. Conocido es, por ejemplo, el tópico de la elección
de Caupolicán como cacique mediante la prueba del tronco. Entendido, en un principio, como
simple recurso de la máquina o maravilloso presente en el canon de la épica, se halla acreditado -
casi diez años antes de la Primera Parte de La Araucana- en la "crónica copiosa y verdadera" de
Gerónimo de Vivar, con lo cual se fortalecen y validan mutuamente. Por lo demás, nótese que los
discursos paratextuales (como dedicatorias, epígrafes, prólogos o advertencias a los lectores,
aprobaciones, o autorizaciones, censuras, loas o alabanzas al autor, notas, citas, glosas y otros
recursos similares) son empleados por igual tanto en el discurso historiográfico como en el texto
literario y en los manuales de confesión de la época, y buena prueba de ellos son, por ejemplo, los
que aparecen en el Arauco domado, de Oña (1596), y en la Historia General del Reino de Chile.
Flandes indiano, del padre Diego de Rosales (1989: 3-21).
"Obra o escritura" llegan a ser una misma cosa para el doctor Francisco Ramírez de León,
comisario de la Inquisición y censor del texto de Rosales (1989: 17). Tal sinonimia privilegia el
acto manual de "emplear la pluma", tanto como puede hacerlo diestramente un "escribano"
(Barthes 1986). Esta calificación de la escritura, reiterada por quienes aprueban y censuran
favorablemente la "historia" del padre Rosales o el poema de a, por ejemplo, posterga la
percepción originaria de todo acto verbal, emitido primeramente como voz, como discurso, como
acto de "reflexionar o de discurrir" por medio del lenguaje sobre un personaje, un tópico o un
acontecimiento. Y de hecho, tanto la historia como la literatura participan en común de un mismo
acto de discurso, con lo cual los criterios de verdad o de ficción con que se demarcan
habitualmente dejan de constituir un requisito estrictamente diferenciador (Rodríguez 1984).
La decisión de "escribir" una "carta", un "diario" o un "libro de navegación", por parte de
Colón, transformada luego en la "solicitud de i elación escrita de las tierras y memoria verdadera
de los sucesos hazañosos protagonizados por españoles en el Nuevo Mundo", y la posterior
institución del cargo de "cronista mayor de Indias" son, en su conjunto, los constituyentes básicos
que configuran el canon que regula el discurso colonial y determina que sea el género narrativo –
y sus diferentes clases – la praxis de discurso predominante durante la etapa de conquista.
Adviértase, por ahora, que -aparte de la explicitación de géneros como "el romance", "las
fábulas" y "la novela de caballería"- la diferencia entre "mentirosas" y "vanas" historias, y
"verdaderas historias", prescrita por la Real Cédula de 1543, no cuestiona el hecho de que tanto
historia como literatura participan del acto común de "contar", "narrar", "relatar" o "referir". En
efecto, tales actuaciones corresponden a una "facultad racional de discurrir, reflexionar o decir lo
que se piensa por medio del lenguaje sobre una materia para enseñar, persuadir o divertir" (DRAE
1974: 484).
El hecho es que el acto de narrar, vale decir, el proceso de evocar por medio del discurso una
situación -ocurrida a unos agentes en un ayer y en un allá- e introducirla en otra situación,
delimitada en un aquí y en un ahora del narrador y de su receptor (o dedicatario, si corresponde)
constituye una suerte de "género global" en el cual participan, por igual, tanto el texto que cuenta
ficciones como aquél que habla de la historia, entendida ésta, latamente, como "narración y
exposición verdadera de los acontecimientos y hechos pasados y cosas memorables, de un pueblo
o de un personaje" (DRAE 1974: 712).
No obstante, aunque definida por los textos coloniales como "el alma de la verdad", la noción
de "historia" comprende otras acepciones aplicables fuera de su ámbito y de su exigencia de
veracidad. "Historia" puede ser, igualmente, "relación de cualquier género de aventura o suceso
aunque sea de carácter privado y no tenga importancia alguna" (DRAE 1974: 712). Y es esta
condición de lo "privado" y "exento del requisito de hazaña memorable" lo que hace suyo el texto
literario, para el cual la "historia" es concebida como un producto verbal conformado por "el
universo de representaciones evocado por el discurso" (Todorov 1970). Por lo demás, "historia"
deviene en sinónimo de "vida personal" -la que puede ser objeto de discurso autobiográfico o
biográfico- tanto como de una clase de "relato mentiroso", "fabulador" o "fingido" con el cual se
pretende engañar o divertir o simular.
Lo expuesto precedentemente hace perceptible que la condición básica del "discurso" es que
éste corresponde a la competencia de un hablante respecto a un saber verbal, o a un saber hacer
con las palabras, competencia que preside toda actuación lingüística, independientemente de que
el contenido de ella sea de carácter veraz o ficticio, público o privado, de victoria o de infortunio.
Conforme a este principio, para el discurso de la conquista se reduce la relevancia de preguntarse
preferentemente por los límites precarios y las imbricaciones fronterizas que se producen entre la
"historia" y la "ficción literaria". De lo que se trata, en principio, no es exclusivamente de una
cuestión epistemológica sino primariamente de una actividad lingüística, propia de interacciones
sociales y culturales producidas "con" y "por" medio del lenguaje.
De lo ya dicho se deriva que, para los efectos del discurso de la conquista, se impone la
necesidad de revisar y ampliar los límites impuestos al canon de lo literario, lo cual implica
considerar primeramente (Verdesio 1995) que el corpus de la serie colonial está constituido por la
totalidad de las producciones del periodo -escritas por autores chilenos o españoles-, corpus que,
por lo mismo, presenta una variabilidad de formaciones textuales y de tipos discursivos (Mignolo
1981,1982; Van Dijk 1980) de carácter historiográfico y no historiográfico. Tal variabilidad pone
de manifiesto, ante el canon de la escritura colonial, que tales textos son básicamente "actos
verbales ("escritos") y conservados en la memoria colectiva por su alta significación en la
organización de una cultura". Y es la cultura la que los identifica, valora y avala su circulación
mediante la metalengua correspondiente y demás procedimientos establecidos por la institución
literaria colonial (Mignolo 1982: 57).
El examen del corpus textual de la serie de la conquista durante los siglos XVI y XVII muestra
que "una cultura no sólo conserva textos, sino que los conserva como pertenecientes a una cierta
clase o formación textual" (Mignolo 1982) a la manera de una superestructura (como puede lerlo
la clase literaria, histórica, religiosa, jurídica, geográfica, etc.) que en su interior presenta una
serie de realizaciones o modalidades discursivas, Como ocurre con los "géneros" de la historia y de
la literatura, respectivamente.
En la sociedad conquistadora, el acto de "discurrir" por escrito no agota la competencia verbal
ni la marca social y cultural que separa al "letrado" (o "alfabetizado") de los "iletrados", sino que
tal competencia va acompañada del acto de "saber" decidir qué "clase" o género de "escritura" es
la más apropiada, sea para acceder a la petición de informar al rey 0 para solicitar mercedes por
servicios prestados a la corona. Valdivia no vacila en hacer "relación" mediante sus cartas
enviadas al rey entre 1545 y 1551; Vivar y Marino de Lobera se deciden por el tipo de la "crónica"
y de la "relación copiosa" del Reino de Chile; "Historia de Chile", histórica "relación" o "historia
general" son los nombres que corresponden al género al cual se adscriben Góngora y Marmolejo,
Alonso de Ovalle y Diego de Rosales respectivamente, en tanto que Jerónimo de Quiroga identifica
el suyo como "memorias". Por su parte, González de Nájera postula una clase historiográfica de
carácter ensayístico para que, frente al "engaño" que se padece sobre la crudeza de la guerra de
Chile, se acepte su proposición para "repararlo" y "acabar la conquista" (1970: XIV).
De esta forma, el lector, auditor, hablante o crítico -cuando corresponde- puede reconocer en
los enunciados de estos títulos la clase historiográfica correspondiente. Desde ese saber o
competencia, los receptores de las diferentes clases de textos de la conquista reconocen que ellos
participan de la voluntad común de "conservar para la memoria colectiva" la verdad de victorias e
ilustres hazañas, dignas de escritura, recuerdo y celebración. Frente a esta norma del canon
historiográfico -no diferente por lo demás del canon literario-, resulta de mayor complejidad el
discurso de Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán, cuyo cautiverio y posterior rescate no es
precisamente signo de victoria sino de fracaso.
Es entonces cuando se percibe que el discurso historiográfico no es únicamente un discurrir
sobre hechos de armas, sino también una "aventura del lenguaje" más allá del acto primario de
"saber leer y escribir". El discurso de los conquistadores se inscribe axiológicamente en el curso
de una "hazaña retórica" -de intimidación o de glorificación-, pues se comprometen con un acto de
escritura que les exige una serie de destrezas para lograr la finalidad del "dulce et utile" y, en
último término, llegar a "persuadir" a la corona acerca de la calidad de los servicios prestados. Lo
evidente es que este decir es un hecho de letras y de ejercicio del poder de la escritura, compatible
o tan atractivo y riesgoso (Oña 1596) como el de las armas, desde el momento que sus autores no
desdeñan colocar junto a sus nombres los grados militares o religiosos que ostentan, o su
condición de "escribanos" públicos.
Contar por medio del discurso escrito es, entonces, un recurso para "ser contado", es decir,
incluido o considerado entre los servidores del rey y, por este acto, emerger en la escritura como
autor de un texto en el cual actúa como narrador y protagonista de una experiencia que desea
enriquecer y prestigiar al ponerla por escrito. Al responsabilizarse de ella y "al hacer relación" se
busca poner de manifiesto lo que ha permanecido oculto detrás de los hechos de armas, como es
la intención y la diligencia que se ha prestado a esos actos de servicio al príncipe (Molloy 1989:
423).
En La historia de La Florida, el inca Garcilaso de la Vega afirma que en las campañas de la
conquista era frecuente que los soldados refirieran entre sí, o a sus capitanes, los diversos lances
vividos en combate (1960: 6, 107, 178, 325; Barraza 1999a). De este modo, el hacer del soldado
en la historia quedaba disponible para el decir narrativo que prefigura crónicas y memorias
diversas. Dado que un evento histórico -digamos, la conquista de Chile y la guerra de Arauco- no
se presenta de una manera idéntica para todos los testigos, desde Vivar a Quiroga se asiste a
versiones, re-versiones y contraversiones del mismo.
En cada una de estas versiones de la historia, el autor debe recrear por escrito, por lo común
en la vejez y -salvo Valdivia- muchas veces a gran distancia de los acontecimientos, la instancia
de discurso oral que pudo haber hecho frente a un notario, por ejemplo, para dejar estampada
una probanza de méritos ante un superior religioso o un militar, tal como la construye todo
discurso literario.
En tal sentido, el canon literario del discurso de la conquista participa de las normas de lo
historiográfico en cuanto privilegia "historias verdaderas" dignas de memoria, aquéllas propias de
recuerdo, puesto que hablan de victorias no de derrotas. Sin embargo, en especial, el discurso
literario permite una mayor libertad frente a los hechos que han permanecido ocultos o
silenciados por la historia propiamente tal, desde el momento que esos eventos, por muy heroicos
que sean, no hablan por sí mismos y requieren necesariamente de la escritura o del canto. La
norma del discurso histórico es -conforme al cronista/narrador de Los funerales de la Mama
Grande- contar "el primero" y "antes de" que surja una multiplicidad de narradores y de versiones
de los hechos (García Márquez 1982: 168).
En el Prólogo al Lector, y desde el canto I de La Araucana, Ercilla sostiene la inmediatez de su
escritura frente a los hechos de Arauco, por lo que califica su discurso como "historia", "verdadera
relación", "carta" o "crónica", antes que como discurso propiamente literario. Sin embargo, es el
"canto" -ya no simple "escritura de un alfabetizado" sino el discurso de un verdadero letrado- el
que preside todo su texto. La Araucana es "canto", "voz", "son", eco de la "fama" sobre "el valor, los
hechos las proezas" de españoles esforzados y de "empresas" "temerarias" y "memorables" / "que
celebrarse con razón merecen", empresas que -al ponerse por escrito- impiden que "el tiempo
injustamente las consuma" en el olvido (1980: 19 y 86). Tal proyecto de Ercilla no difiere
mayormente de aquellos de los cronistas e historiadores, puesto que en ambos casos se
manifiesta un convencionalismo propio de la narración, ése que radica en la libertad que asiste a
todo narrador para proceder a un ordenamiento temporal y no necesariamente cronológico, como
lo exige la sucesividad de la historia. Tal reorganización aparta a los sucesos de su estricta
facticidad, vale decir, del modo como se han dado espontáneamente en la vida. De esta manera, la
"veracidad" de la narración no proviene de que se trate de sucesos ficticios o históricos, sino del
hecho de que en ella el acontecer y la temporalidad estructuran una sucesión tan necesaria como
la que se da en las leyes naturales. No obstante, la necesidad y la sucesión de los acontecimientos
narrativos no sólo permite, sino que exige una discontinuidad, condensación y vacíos que no se
dan en el mundo de los hechos sino en el ámbito verbal de la proferición y sustentación del
discurso. De este modo, tanto en la escritura de la historia como en la escritura de ficción -y
aunque el autor procure guiarse por la sucesión lineal de los acontecimientos tal como ellos
ocurrieron- el autor terminará por reorganizar y desplazar la sucesión natural de los
acontecimientos conforme a la perspectiva, ya sea axiológica o de otro orden, que adopte frente a
ellos o al modo como ha decidido darlos a conocer a su(s) destinatario(s). (Ricoeur 1995).
PROCESOS DE ESCRITURA Y RE-ESCRITURA
EN EL DISCURSO NARRATIVO DE LA CONQUISTA
Parece indudable que frente a la escritura de la hazaña que reclama la historia, "cuya alma es
la verdad", la celebración hecha mediante el canto épico es la que proporciona fama larga y
duradera y consolida el canon característico del discurso de la conquista: recuerdo de victorias,
no de derrotas, vale decir, proclamación de historias dignas de memoria. Para tales efectos, el
canto de gesta será el género más apropiado para el discurso de la conquista, como ocurre con las
obras de Ercilla, Oña y Arias de Saavedra. Se trata de participar de un discurso hegemónico
entendido como "canto de dominación del pueblo araucano", más allá del mentís de la historia
misma y de las divergencias entre Oña y Ercilla, por ejemplo, sobre quien es el verdadero héroe de
la empresa de Arauco; o a pesar de la insistencia de Arias de Saavedra en el canto de victoria,
aunque el eje del Purén indómito sea la muerte del gobernador Martín Oñez de Loyola a fines del
siglo XVI. Por lo mismo, las relaciones intertextuales en el corpus de la época no debilitan el canto
de victoria al extremo de transformarlo en llanto como concluía Ercilla, en 1589. Por el contrario,
asumir críticamente la guerra de Arauco como "dilatada y vieja" contienda, sólo digna de llanto y
de lamentaciones, relegará al anonimato al autor del poema La guerra de Chile (1610) u originará
un exiguo "compendio historial" como el de Juan Xufré del Aguila (1630).
Se advierte, entonces, una evolución paulatina que afecta al canon y amplía las tipologías del
discurso de la conquista entre los siglos XVI y XVII. El canto de victoria de Ercilla, Oña y
Santistevan se verá trocado en llanto, dando paso al canto elegiaco, como se anticipa en Arias de
Saavedra y con nitidez se expresa en La guerra de Chile. Así invadida, la tipología del "canto"
dejará espacio también para el género de "la historia tragicómica", no verdadera ni "copiosa
historia" sino decididamente discurso novelesco, como el de Loubayssín de la Marca sobre
Enrique de Castro (1617), un supuesto sobreviviente de la batalla de Tucapel, donde murió el
gobernador Valdivia (1553). Por su parte, hacia 1625 Catalina de Erauso no vacila en escribir su
"historia", y parte de su "autobiografía" vivida en Arauco, en abierta afinidad con la picaresca.
Considérese lo inusual para el siglo XVII que una mujer, habiendo adoptado una identidad fingida
de hombre, llegue a ser "alférez" y seductor de mujeres. Tal hecho transgrede en la vida y en la
historia los límites entre la verdad y la ficción, terminando por imponerse "lo fingido como
verdadero": Catalina de Erauso logra autorización papal para continuar vistiendo como hombre,
llevar nombre de varón y sin ocultar ahora que no lo es. "Señor, todo esto que he referido a VS.
ilustrísima no es así. La verdad es ésta: Que soy mujer..." (1986: 68) es la confesión que la monja
Alférez hace al obispo de Ayacucho, con lo cual se torna evidente que todo discurso, en tanto acto
de habla y calidad, o competencia verbal para hacer cosas con las palabras, es capaz de producir
"relación sin corromper, cortada a la medida de la verdad", tanto como "mentirosas, aunque no
vanas historias de ficción".
Este proceso de "enmascaramiento" y "desenmascaramiento" que opera en el canon regulador
del discurso de la conquista se advierte, igualmente, en un texto como El cautiverio feliz (1673).
En esta "relación" tan singular, la base histórica -derrota de españoles en Las Cangrejeras a
manos de Lientur y posterior cautiverio y rescate de Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán- se
hace aventura personal y privada, y programática lección sobre la mejor administración del reino
que permita concluir con la "dilatada guerra". Conforme a este programa narrativo, el marco de la
guerra de Arauco prácticamente se reduce, pues se deja paso a la discusión verbal por medio de
la práctica erudita del "discurso" y de la oratoria por los hablantes de ambos pueblos en conflicto
(Díaz Amigo 1986). Mediante esta interacción verbal -ya no bélica- se exponen las razones que
tienen los indígenas para ofrecer tenaz resistencia al español, y es esta "verdad" la feliz victoria -
no por las armas- que el prisionero español ha alcanzado entre sus captores. "Canto de derrota" y
lección para convertir almas infieles es también el discurso, al modo de una crónica moralizante,
que Juan Barrenechea de Albis hace a propósito de la destrucción de La Imperial.
La institucionalidad letrada de la colonia hace posible, entonces, esta unánime adhesión al
canon del discurso de la conquista, concebido exclusivamente como relación, escritura y canto de
victoria que mitifica el éxito de un pueblo, genera sus arquetipos y sus celebraciones y posterga el
protagonismo de su contraparte -como es la de los vencidos- en abierta contradicción con la
historia misma de la dominación enfrentada a la resistencia del pueblo indígena, que se
prolongará en la época republicana hasta fines del siglo XIX. Esta memoria selectiva de los hechos
de la historia proclama y privilegia el discurso de "las ilustres hazañas" como discurrir verdadero
y digno de difundir y de sustentar. La percepción feliz de la conquista silencia todo otro discurso
contradictorio, aquél de los fracasos, "trabajos y dolores de la guerra", desengaños, rebeldías y
transgresiones que pudieran afectar la integridad de la cultura colonial imperante. El descrédito
de estos discursos no épicos, como alternativa a "los discursos verdaderos", no se debe a que sean
"mentirosos o vanos" sino a que "las historias tragicómicas", "la autobiografía picaresca e
irreverente", "el cautiverio no siempre feliz" a manos de los indígenas, el mestizaje, el llanto por la
derrota sufrida por españoles a manos de los indios, son estimados como antivalores que
contravienen la solidez que debe exhibir la sociedad conquistadora en Chile. Menos podrían
considerarse como el reverso de la historia y de la vida, pues toda empresa humana supone no
exclusivamente la victoria sino, primeramente, triunfar sobre la derrota. Por lo demás, el vencido
puede dejar de serlo y, como aliado, llegar a ser partícipe del mundo de los vencedores.
"Violencia y subversión" (Chang-Rodríguez 1982) frente a una escritura mitificadora, y
"emergencia de una conciencia crítica" fundadora de una "literatura que ha dejado, en forma
paulatina de ajustarse a los cánones y exigencias de la literatura europea del periodo" (Pastor
1984) han sido algunas de las respuestas que los estudios críticos del discurso de la conquista
han dado a las restricciones con que el canon colonial permitía la inclusión de unos discursos y la
exclusión de otros. A pesar de la Real Cédula de 1543, las "historias de ficción" hacen frente a la
escritura pretendidamente verdadera de la historia, todo lo cual permite dar cuenta de una
notoria variedad de discursos "situados, en algunos casos, en extremos opuestos del proceso de
percepción y representación de una misma realidad que abordan desde actitudes muchas veces
contrarias" (Pastor 1984:12). Tales extremos conciernen a los discursos de la mitificación y
demitificación de la conquista y de sus principales actores, que describe Pastor, tipologías que -en
diversos grados- se encuentran presentes en el discurso de la conquista de Chile. Por lo demás,
siendo Arauco un foco de resistencia y de rebeliones desde el siglo XVI al XIX, y un territorio que
no cede sus límites originarios, durante el largo conflicto origina en su interior inevitables
"relaciones fronterizas de paz" (Villalobos 1985,1995) -los "juegos al trocado", como los denomina
Arias de Saavedra- que fortalecen el mestizaje y los procesos traslaticios de fugas hacia uno u otro
bando en conflicto. Tales relaciones de beligerancia inestable en la zona de frontera concluyen por
anular la "percepción feliz de la guerra", propia del canto épico, y proporcionan la imagen de lo
dilatada de ésta como la de "una polilla destructora que todo lo carcome" y degrada (Triviños
1994). De este modo, el espacio de Arauco ya no gesta "memorables hazañas" propias de los
héroes, sino su reverso: "bárbaros casos" de conquistadores que mutilan indios y "escandalosas
hazañas" de españoles aindiados, rebeldes, cautivos o tránsfugas, cuyo infortunio y protagonismo
subversivo han sido excluidos de la memoria colectiva por cuanto contravienen el Canon de la
escritura y de la institucionalidad literaria colonial y, por lo mismo, resultan indignos de discurso,
de memoria y recuerdo.
En consecuencia, el examen y valoración de los textos coloniales, en tales términos, conducirá
a la necesaria expansión de los límites fijados para el canon del discurso de la conquista en la
literatura chilena y de aquellos que se han dado los estudios críticos sobre el discurso colonial.
Tal expansión hará posible observar el modo cómo -más allá de una estríela pregunta por los
orígenes, reformulada hacia 1992- en la literatura colonial se lleva a cabo una escritura de re-
invención de Chile que surge como contraparte de los discursos épicos e historiográficos
mitificadores de la conquista. Esta variedad de contradiscursos tipificados como discursos del
"fracaso" y del "desengaño", de los "trabajos del hambre y del cautiverio", de las "bonicas hazañas"
y "hazañas escandalosas", junto con la formulación de una noción crítica como la del "discurso
etnocultural" (Carrasco 1991) constituyen -hasta ahora- categorías necesarias para el análisis del
discurso de la conquista como el que aquí se lleva a efecto. Se podrá, también, discutir la
delimitación y segmentación histórica de los procesos literarios y de las formaciones textuales del
canon de la literatura chilena, conforme al cual el discurso de la conquista aparece relegado e
identificado, exclusivamente, con el periodo colonial. Tal criterio obliga a emplear denominaciones
como "nueva crónica de indias" (Invernizzi 1988, 1990) o "novela histórica" (Luckács 1966) o
"nueva novela histórica" (Mentón 1993) cuando se advierte que, superando el confinamiento colo-
nial, los temas de la conquista transitan en diverso grado de realización, interés y valoración
hasta el recién pasado siglo XX. Por lo demás, desde esta perspectiva resulta criticable la
reducción y calificación de la persistencia del discurso de la conquista a procesos de relecturas de
loe textos coloniales, de sus motivos, personajes históricos y arquetipos, como un hecho que no
guardaría relación con las modificaciones globales producidas en el seno de la institucionalidad
literaria y su correspondiente canon y metalengua específica.
Modelado por una versión institucionalizada sobre el proceso de la conquista española -aparte
de las premisas acuñadas sobre la dilatada guerra de Arauco, la valoración de la época colonial y
de la constitución de la vida republicana y democrática-, el lector y la crítica literaria actual no
advierten que, tras una aparente escritura y reescritura de las luchas del siglo XVI y siguientes,
protagonizadas por mapuches y españoles y mapuches y chilenos al sur del Bío-Bío, se lleva a
cabo paulatinamente el proyecto de una escritura multidiscursiva que subvierte el canon y las
estrategias de las tipologías textuales imperantes en la literatura nacional. Tal fenómeno es
formulado, aquí, como un proceso relativo tanto a la escritura de rebeliones como a la rebelión
que opera en la escritura de tales sucesos, siendo uno de sus síntomas la enunciación de la muda
"voz de los vencidos" (Portilla 1970; Wachtel 1971).
Pero "este hablar por vuestra boca muerta" -como enuncia Neruda en su Canto General
(1950)- no será posible sino preferentemente hacia la segunda mitad del siglo XX. En el género de
la "novela histórica" del siglo XIX que trata de toquis y mestizos rebeldes y que cultivan Alberto
Blest Gana (Mariluán, 1862) y Alberto del Solar (Huincahual, 1888), e incluso los más
contemporáneos Víctor Domingo Silva (El mestizo Alejo y La Criollita, 1931) y Alejandro Magnet (La
espada y el canelo, 1958), la escritura que predomina es la de un discurso liberal sobre la
conquista de Chile, caracterizado por presentar una unidad, armonía y homogeneidad del proceso
de formación de la identidad de una sociedad y de su memoria colectiva, a costa de silenciar sus
componentes disyuntivos. El carácter enmascarante de tal escritura termina por anular la
conflictiva diferencia de la comunidad hegemónica con su contraparte no europea, evitando de
este modo dar cuenta de la constitución interétnica e intercultural de una nación.
Conforme al canon del siglo XX, la medida de perfección de la escritura ya no es "ni la verdad
del testigo de vista" ni aquélla de la "credibilidad de la pluma del escribano". Si bien se escribe y
se investiga sobre los conquistadores como Almagro, Valdivia e Inés de Suárez, por ejemplo
(Eyzaguirre 1986; Arciniegas 1943; Vicuña 1941), y sobre los arquetipos araucanos como Lautaro
y Pelantaro, principalmente (Valenzuela 1974, 1979; Barella 1971), las preferencias ya no son
para el discurso historiográfico sino para el discurso de -a falta de otra denominación- la llamada
"nueva novela histórica hispanoamericana" (Mentón 1993).
En especial, el discurso sobre la conquista en el siglo XX permite advertir que Arauco y el
tiempo de la dilatada guerra se presenta a la memoria colectiva como un paradigma generador de
representaciones arquetípicas, de carácter épico -o de fábula propicia para el "oficio de creación
de patria", según Gabriela Mistral (1985: 150)-, representaciones profundamente inscritas en la
imaginación de los chilenos; pero esa edad heroica es más bien un valor privilegiado para la
memoria colectiva del chileno antes que para el propio indígena (Triviños 1992: 67). En el pre-
sente, el discurso de la conquista actualiza la indagación por el carácter complejo y heterogéneo
de la nación, y cuestiona esa "invención de Chile" derivada de la visión épica de sus orígenes. De
este modo, al promediar el siglo XX, la novela, la poesía y el teatro re-editan las imágenes
mitificadas por la "historia" y el "canto" para ir más allá de esa escritura inaugural del siglo XVI,
mediante precisos procedimientos de desacralización de la historia oficial, con lo cual se plantea
una compleja y polémica relación con el referente historiográfico. Ya en 1550, Diego de Almagro,
el "Descubridor fracasado," será objeto de unas "coplas" apologéticas por parte de su albacea don
Alonso Enríquez de Guzmán, quien busca restituirle los bienes y la fama de que fue despojado,
pero la escritura de su infortunio se efectuará, principalmente, en la Crónica del Adelantado
(1991), poema de Enrique Volpe, y en Hijo de mí (1992), novela de Antonio Gil. En lo que respecta
a Valdivia, ya no será mitificado como el héroe conquistador hispánico, según lo retratan
Arciniegas y Eyzaguirre, sino que será visto en los apremios provocados por "los trabajos del
hambre" (Invernizzi 1990), haciendo frente a las conspiraciones de Pero Sancho de la Hoz, o
gozando de su "amancebamiento" con Inés de Suárez, en la narrativa de Carlos Droguett y Jorge
Guzmán, así como en el teatro de Jorge Díaz.
Por otra parte, siendo evidente que en la guerra de Arauco existen héroes de ambos bandos, el
protagonismo de los jefes indígenas aparece silenciado largamente. Lautaro aparecerá sólo
tardíamente como objeto protagónico de discurso y como héroe indígena y toqui rebelde en la
narrativa de Fernando Alegría y en el teatro de Benjamín Subercaseaux y de Isidora Aguirre. En
cuanto a Pelantaro -el toqui que destruyó en 1598 las siete ciudades españolas al sur del Bío-Bío
y que permanecía secundariamente en el trasfondo de Purén indómito (1603) y de La guerra de
Chile (1610)-, luego de una versión carnavalizada en La espada y el canelo (1958), de Alejandro
Magnet, pasará a ocupar un lugar protagónico en la novela Butamalón (1994), de Eduardo
Labarca.
Dentro del corpus posible de constituir sobre el tratamiento del problema del otro que es el
indio en el discurso narrativo del descubrimiento y la conquista de Chile (Antillanca y Loncón
1998), es indudable que corresponde un rol integrador a esta novela de Labarca en la cual se
pueden sintetizar los procesos de escritura sobre rebeliones y la rebelión de la escritura que
anunciaba La Araucana, tanto en su programación textual como en la clausura del canto. Lo
distintivo es que, a diferencia de Ercilla, en Butamalón la cuestión de la conquista española no se
reduce a decir "también (...) cosas (...) harto notables" del bando indígena. Con esta novela se
traspasa verdaderamente el "umbral" del mundo araucano para vivir y padecer su vida. En el
texto de Labarca, el conflicto de Arauco tiene ahora como protagonista de las "memorables
hazañas" al indígena Pelantaro, vencedor de españoles, perspectiva que permite dejar paso al
nacimiento de otros discursos como el de "las bonicas hazañas" -aquellas de crueldad del
conquistador contra los indígenas- o el de las "historias escandalosas" de españoles fracasados,
rebeldes, traidores y cautivos, ya no solamente soldados, sino que también misioneros "aindiados"
y no mártires (Triviños 1994), como el padre Juan Barba. Butamalón -término que, según su
autor, fuera creado por él- subvierte la cuestión de la "poetización de la historia o de la
historización de la poesía" (Antei 1989). La novela deja en manos del lector -antes que en el
canon- la definición de estos límites y expande, sin enmascaramientos, su condición plural y
macrotextual mediante la exhibición y fusión de historias paralelas, la multidiscursividad y la
reescritura y glosa del discurso historiográfico y de su tipología (crónicas, cartas, actas de
escribanos, historiografía de la colonia y de la época contemporánea, manuales de confesión,
"escrituras" misionales).
En consecuencia, de lo que se trata es de observar cómo esa memoria colectiva -que privilegia
sólo el ángulo positivo y cualitativamente elevado, digno, hazañoso o memorable de la vida social
y cultural- oculta precisamente el anverso de esas "otras historias" negadas por "escandalosas" o
porque dan pruebas de "bárbaros casos" ocurridos en la guerra de Arauco. Estas historias
destinadas a ser olvidadas terminan siendo desenmascaradas paulatinamente en la narrativa
chilena, que en el transcurso de la escritura del discurso colonial a lo largo del siglo XX actualiza
tipos de textos procedentes de la historiografía, como son la "crónica" (Volpe), la "crónica
testimonial" (Guzmán) o la "memoria alucinada" (Gil), y de la preceptiva literaria, como la
"epopeya" (Aguirre), la "tragedia" (Suber-Caseaux) o el "drama" (Díaz), sin renunciar a los
discursos metatextuales correspondientes relativos a la escritura de la historia (Aguirre, Alegría,
Droguett, Díaz, Labarca).
En especial, obras como Butamalón -al configurar esas imágenes de resistencia, rebeldías y
transgresiones que se produjeron en el curso de la guerra de Arauco- reeditan el gesto de similar
rebelión que profiere Ercilla para su época y para el canon, cuando concluye por trocar el "canto"
en su reverso, el "dis-canto" (el llanto). Tal clausura no constituye sólo la desaparición de la
percepción feliz de la guerra -materia del discurso épico-, sino también la anticipación de las
relaciones disyuntivas entre el mito y la realidad que participan en la formación de la identidad
nacional. En último término, la admiración que origina el canto de alabanza a los héroes lleva
consigo, antitéticamente, el silencio acerca del rechazo que provoca el despojo y la discriminación
con los vencidos, constituyendo ambos polos los extremos de una praxis social y verbal irresuelta
que preside el discurso de la conquista en la literatura chilena.
2. DIEGO DE ALMAGRO: MEMORIAL CONTRA EL FRACASO
CRONICA DEL ADELANTADO (1994): CHILE, SOLO UN BOTIN DE CENIZA Y OLVIDO
Si bien en el discurso historiográfico del descubrimiento, conquista y guerras civiles del Perú,
el Adelantado Diego de Almagro ocupa un lugar destacado, sólo una octava del Canto I dedica
Don Alonso de Ercilla al Descubridor de Chile. El caso es que -como ya se ha dicho-, más allá de
lo estrictamente histórico, el canon del discurso sobre "los hechos" de esforzados españoles en
América limita el acto de "cantar" sólo a los sucesos hazañosos, dignos de memoria, recuerdo y
escritura, puesto que el signo del discurso de la conquista ha de ser la proclamación de la victoria
y el éxito antes que el fracaso, el desencanto o el infortunio.
Interesa ahora reflexionar sobre los efectos que tienen estas restricciones del discurso colonial
-que expulsa del canon una serie de "historias no cantadas ni contadas, ni dichas", como son
aquellas relaciones con el fracaso de españoles en América- para la escritura de los procesos del
viaje de descubrimiento y conquista de Chile y para la constitución del corpus de la literatura
nacional. Y esta reflexión se justifica porque, en alto grado, la empresa del descubrimiento puso
de manifiesto la índole del lenguaje como acción y como virtud creadora. “A través del lenguaje no
sólo hablamos de las cosas, sino que alteramos el curso espontáneo de los acontecimientos,
hacemos que las cosas ocurran" (Echeverría 1995) o no ocurran o que se constituyan de cierta
manera. De modo tal que el callar, el no decir, no implica solamente silencio sino dejar hacer a
quienes tienen la palabra, salvo que en ocasiones callar signifique impedir que las cosas ocurran,
o se sepan debidamente, cuando de la búsqueda de la verdad se trate. Sabido es que,
tempranamente, América fue definida, como fruto de la palabra del cronista, como una
"invención" -en el sentido de "hallazgo o descubrimiento"- por Hernán Pérez de Oliva (1528),
término con el cual se clausura o se calla la pregunta por la "realidad", es decir, por la verdad, o
la identidad de este nuevo continente. Y esta calidad de "invención" de América por medio de la
palabra ha sido reiterada y debatida sucesivamente en los estudios literarios e historiográficos
(Goic 1973; O'Gorman 1958; Rodríguez 1998).
A diferencia de otros conquistadores, como Cortés, Bernal Díaz o Valdivia, por ejemplo,
Almagro no sabe escribir. Tampoco dispone de un "escribano" o de un poeta de oficio que lo haga
por él, como lo tuvo García Hurtado en Oña o el mismo Cortés en López de Gomara, a raíz de lo
cual -con escasas excepciones (Calvete de Estrella 1565; Molina 1552; Xufré de Loayza 1630)-
toda escritura de ese "viaje de adelantamiento" infructuoso en el territorio de Chile permanece
silenciada. De allí que ni el desierto de Atacama, ni los Andes ocupan un lugar inaugural en la
literatura nacional. El punto de partida lo constituirá el espacio de Arauco donde, según Ercilla,
"sólo domina el iracundo Marte" (1980, Canto I, v. 80). Aparte de relaciones biográficas (Vicuña
Mackenna 1889; Mellafe y Villalobos 1954; Ballesteros 1977), entre los textos que han tratado la
figura de Almagro se encuentra tempranamente -como se ha dicho-, y de manera excepcional, un
discurso "apologético" que hacia 1540 escribe en su favor Enríquez de Guzmán, quien debe
ocultar su nombre para evitar represalias de los "pizarristas". El objetivo de este autor, quien
fuera testamentario de Almagro, es restituirle, mediante la prosa y el verso, la honra y la fama que
le ha sido negada por su muerte infamante en 1538. A este texto se suman, hace menos de una
década, Infortunio de los Almagro, relato de Adolfo Couve (1993), la novela Hijo de mí, de Antonio
Gil (1992) -al modo de unas "fabulosas memorias" en las cuales el conquistador hace un recuento
de su vida, discurre sobre su fracaso y confía en la venganza que habrá de tomar el hijo mestizo
contra sus victimarios- y la Crónica del Adelantado (1994), de Enrique Volpe, extenso poema que
da cuenta del desencanto de Almagro, quien, al no encontrarse con una tierra "cuajada de oro",
inicia su penosa travesía del desierto. Ercilla reduce tal jornada de retorno a un solo verso donde
expresa eufemísticamente que al Adelantado "dar en breve la vuelta le convino" (1980: Canto I, v.
533). No mayor referencia es la de Neruda en su Canto General, donde aparece en toda su
magnitud el "descubridor rechazado", el de la "arrugada estrella", diezmado "por el hambre que
camina detrás de Almagro como una invisible / mandíbula" (1971, XIX: 81, 82).
Como realización particular del género de la "crónica", o "relación" personal de un Adelantado
de la conquista no solicitada por la Corona, la versión que nos presenta Enrique Volpe se
identifica con "la escritura del fracaso" antes que con el canto o la epopeya, como aseveran los
discursos metatextuales de la contraportada y de la exégesis crítica que acompaña la edición (13-
16). La novela proporciona una imagen de Almagro que contradice aquélla del sereno guerrero que
ostenta la portada que procede de un óleo de Domingo Meza, perteneciente al Museo Histórico
Nacional de Chile.
En sus estudios sobre los textos coloniales, Beatriz Pastor pone de relieve que en el interior de
un discurso hegemónico -articulado sólo por el éxito, lo que conduce a la mitificación de
realidades, acciones y personajes- se desarrolla su antítesis, puesto que el discurso del fracaso
"reivindica el valor del infortunio y el mérito del sufrimiento" (1984: 265-266). Por ello, el discurso
sobre las empresas fracasadas -que contradice el Canon vigente- provoca, entre otros efectos, la
demitificación de la naturaleza americana, presentándola como centro de confrontación y de dese-
mejanza con el suelo europeo. Al respecto, recuérdese el éxito de la alabanza de la tierra de Chile,
efectuada por Pedro de Valdivia en su afán de "afamar un territorio infamado", elogio que ha sido
perpetuado en la memoria colectiva nacional (Valdivia 1960). El hecho es que, según Pastor, la
verificación del fracaso transforma la acción heroica y redefine la apetencia de la riqueza (o botín)
y la gloria sustituyéndolas en lucha dramática por la supervivencia. De este modo, la relación de
"desventuras" e "infortunios" aparece como valor o "trabajo" tan digno de mercedes como
cualquier otro servicio o proyecto avalado por el éxito. En consecuencia, según Pastor, en el acto
de discurrir o narrar hechos adversos "la palabra (ya no el obrar victorioso con las armas) aparece
como un elemento dotado de una trascendencia que se pretende sea tan valiosa como la del botín
material" (1984: 291, 92).
Volpe rescata justamente esta condición de la palabra del conquistador fracasado, largamente
exiliado de los discursos coloniales. El autor, -a partir de los respectivos actos de habla, de
introspección y de autoexégesis que formula Diego de Almagro, y de las diversas actuaciones
lingüísticas como cronista que describe este territorio y relata su fallida empresa-, actualiza y
reescribe no sólo un episodio de la historia nacional sino que enlaza significativamente el canon
de la literatura chilena con los actos inaugurales de su fundación y con las variadas prácticas
textuales de la tradición poética en el seno de la institucionalidad social y cultural.
LOS VIAJES TERMINAN EN EL BORDE DE UN SEPULCRO
El discurso de esta "crónica de viaje del Adelantado a Chile" no desmiente la tipología textual
a la cual se adscribe, y emplea -entre otros indicios- el recurso de titular cada uno de los 11
capítulos con un texto-resumen. El poema se inaugura con una "invocación" (19-20) en la cual -
situado en una instancia a posteriori de sus hechos y de su vida, y ya cubierto por el sudario de la
muerte- Almagro recupera la voz de su "lengua extinta " para "contar la historia / que nunca fue
escrita en los pergaminos de lámparas blancas" (19). De este modo, el acto de habla de Almagro se
postula como la formulación de un discurso contra el fracaso y contra la muerte que lo abraza y
aprisiona como "una coraza enamorada / de mi ceniza" (19).
Esta condición contradiscursiva del hablante de esta crónica -al recurrir a otros "pergaminos"
o materiales para su escritura- es una reacción contra el canon de los textos coloniales, en
especial de aquel paradigma de Ercilla quien asegura al lector que su "libro", para que "fuese más
cierto y verdadero se hizo (...) en los mismos pasos y sitios de la guerra" (Ercilla 1980: 15). Por el
contrario, la soledad del desierto y "esta perfecta forma de vida que es la muerte" son los pasos y
sitios de esta instancia de enunciación elegida por Volpe, desde donde Almagro evoca su "oscura"
y no lucida "gesta" (97) y asume la condición de un "trovador épico / de esta cruel epopeya que es
el descubrimiento de Chile" (39). En Enrique Volpe, la escritura del fracaso reclama la validez de
su propia índole, muy diversa de aquélla de la visión feliz de la guerra y de la victoria, cuyo
paradigma continúa siendo La Araucana.
Contrariamente a Ercilla, quien asegura al lector haber escrito en mero por falta de papel y en
pedazos de cartas" (1980: 15), la de Almagro de postula como una escritura inédita que desmiente
y transgrede el paradigma eufórico, letrado y libresco, dominante en los discursos coloniales. La
solidez de esta pretendida crónica de Almagro elaborada por Volpe no descansa en el verosímil
historiográfico sino en una escritura que "en la salitrosa aridez" del desierto surge trazada "en la
desgarrada hoja de ceniza del olvido" (23), o "en la corteza musical de las palabras" (20). A lo más,
así proferida, dicha crónica quedará "grabada con figuras misteriosas en la corteza sagrada del
aire" (77), puesto que -más que discurso de un protagónico "testigo de vista" de las hazañas del
Nuevo Mundo- el de Almagro es el testimonio de una "oscura historia de hombre carente de
buenaventura" (23) quien profiere un irrevocable y "mudo grito del dolor" (128) por su fracasada
empresa. Tal crónica resulta, entonces -en Volpe-la escritura de un "implacable testamento" de la
epopeya dramática del descubrimiento de Chile, grabada en un "terrible pergamino gastado por
los esmeriles del cielo" (36).
Esta disidencia del habla del cronista con los discursos coloniales institucionalizados se
articula con el proyecto poético de Volpe de proferir un nuevo discurso para los hechos de la
conquista, conforme al cual la escritura y la posible "nueva crónica-relación" habría de conducir a
la libertad de decir las palabras no dichas sobre este territorio, y poblarlo metafóricamente. Sólo
así será posible pronunciar una nueva alabanza de la tierra que no sea la reiteración del lugar
común de "Chile, fértil provincia señalada", dado por Ercilla:
Chile, como una gota de rocío en el cuenco de una piedra:
Chile es el nombre indiano de esta tierra larga
Que cabe en el trino helado de un pájaro salvaje:
Un pájaro-mundo que se petrificó en un nido de espuma.
Chile, como un arpa de piedra volcánica sonando en la sangre,
O como unas olas que también parecen pétalos de piedra (29).
[Chile] una guitarra de nieve que se incendia
Dentro del trino eterno de un pájaro invisible (73)
Tales procedimientos permiten, luego, penetrar mediante símbolos e imágenes -de filiación
poética antes que historiográfica- en la aridez y plenitud del desierto, en las "maravillosas
metamorfosis de la creación" que no oculta "los implacables signos de la muerte" (29) y "las
diversas formas de su propia destrucción" (29).
Este nuevo decir del cronista no excluye la referencia a otros discursos de quienes también
participaron en las vicisitudes de esta "empresa inconclusa". Entre ellos, el padre Cristóbal de
Molina, para quien la ruta del Adelantado estuvo trazada por el signo de la crueldad, la
mutilación, la muerte y la destrucción (Molina 1552: 51). Tampoco se excluye la escritura posible
de los "modernos cantores de gestas", calificados como "doctos cronistas del tiempo muerto" que
sólo vieron en los conquistadores a "sembradores de la muerte / entre la vigorosa natalidad de las
estirpes" (103).
DE LA DOCTA MUERTE Y NECIA VIDA
Que la voz de Almagro sostenga esta condición plural y contradictoria de los discursos sobre
la vida y la historia de los hombres de la conquista está posibilitada porque, enfrentado a su
desventura, el conquistador se define como "un rústico soldado al que la muerte concedió la
gracia de la sabiduría" (19), tópico que durante el llamado barroco hispanoamericano enunciará
Sor Juana Inés de la Cruz como el de la "docta muerte y necia vida" (1997: 135).
En trance de muerte, el Adelantado no puede engañarse a sí mismo ni avalar "la impiadosa
mentira de la historia" (106). Su discurso verdadero es aquel que constata el incumplimiento del
mito del Paraíso y de la "tierra pretendidamente prometida", puesto que para Almagro, Chile no es
sino un "pequeño paraíso farsante / que sólo existió en las palabras farsantes del sacerdote
incásico" (93). Almagro comprueba dolorosamente el engaño de las "mentirosas historias del
sacerdote indígena", fábulas que lo condujeron a Chile, un espacio que, aunque por él percibido
como una "tierra de vida cultivada por la muerte" (113), conserva su condición de territorio donde
"nacen todos los himnos de la creación" (74).
La "docta muerte" que luego de la travesía del desierto aguarda al Descubridor a manos de
Pizarro, y su posterior sobre-vida en el Purgatorio, le permiten "ver lo que no podía ver estando en
vida" (150), al modo del "triunfo de la luz sobre la oscuridad de la muerte" (47). Puede así lanzar
una mirada interior a los paisajes y escenarios inéditos del desierto de Atacama y de los Andes.
Entonces, alaba su flora, como la flor llamada Corona del inca, y no desdeña la mirada a los
chañares y cactus del desierto erizados de púas (83). Atiende a la fauna poblada de cóndores,
zorros, pumas y gatos de monte (35-47); de huemules, guanacos y vizcachas (76), v de todo este
mundo percibe su esencia natural y maravilla mitológica (74-75). Capta, así, la singular belleza
cosmogónica de los valles y poblados indígenas de Copiapó, Aconcagua, Quillota y Los Vilos. Le
vibran las etimologías de las nuevas palabras indígenas que oye a su paso -como Petorca, La
Ligua, Illapel (37-38)- y también las voces de las nuevas gentes que lo acogen, y de ellos incorpora
sus discursos indígenas, como el saludo con que lo acoge el generoso curaca Quilacanta, "el nieto
de la abuela luna" (74), o las leyendas de los montes Payachatas y de las cimas del Parinacota y
Pomerane, propias de un mundo pleno de dioses y de misterios (76).
Esta sabiduría de la vejez y de la muerte le permite, igualmente, no ver como ajenos o gentiles
los discursos cosmogónicos de los sacerdotes indígenas del valle de Aconcagua, tanto como
preguntarse por la inutilidad de la fama, más allá de la petrificación estatuaria de los héroes
consagrados. En último término, la "docta muerte" hace posible plantearse el problema de la
inutilidad de toda guerra de conquista pues, en definitiva, la muerte iguala, purifica y hermana a
los hombres. En su seno "no hay vencedores ni vencidos", y todo hombre, sea éste español o
indígena, ya en la victoria o en el trance de la derrota, es digno, al menos, de un epitafio. Por el
contrario, en la vida contingente todo radica en la mentira de la historia, en los residuos
candentes o mudos de la memoria y del olvido, y en la aceptación de relatos mentirosos como
verdaderos.
ECO VOX CLAMANT1S IN DESERTO
Esta lucidez que le viene al Adelantado sólo se alcanza al borde de la última jornada cuyo
límite es la muerte. "Los viajes terminan en el borde de un sepulcro" -dice (110)- y, no habiendo
tiempo ya para más vida, la verdad que alcanza está destinada a perderse en la soledad y aridez
del desierto. Por esta vía, aparte de otros tópicos -como el del sacrificio del I lijo de Dios, el viaje al
país de los muertos y el cruce de la laguna Estigia guiado por Caronte, la travesía por una región
infernal y la estancia en el Purgatorio-, Enrique Volpe, a través de la voz del "desventurado
cronista", actualiza el tópico de las lamentaciones conocido como ego vox clamantis in deserto, que
en la Navidad de 1511 pronunciara Fray Alonso de Montesinos ante los conquistadores de la isla
Española. Dicho sermón, que provocó gran impacto moral en la sociedad conquistadora del siglo
XVI, es ahora reeditado en la voz de Almagro quien emite sus presagios hacia el futuro americano:
Nadie escucha
la voz que pregona su profecía en un templo vacío
que, quizás en el futuro, ha de ser el estado infernal
del becerro de oro. Voz en el cañerío de los órganos de piedra
fundadora de las Indias. Voz de una flauta de savia blanca,
que consume su melodía en las raíces de los árboles
con poderes sagrados. Voz de los mágicos cantores
que fueron condenados a convertirse en momias vendadas
por la intemperie. Voz que crece en un almacigo
de voces difuntas para ser trasplantado al terruño
árido de lo ignorado. Voz sin eco que se anude
a la columna de polvo musical de todas las sinfonías difuntas (98-99).
Tal es el horizonte de lectura y de escritura del discurso de la conquista que propone Enrique
Volpe en esta "crónica" sobre el Adelantado Diego de Almagro (Barraza 2001a). Con esta obra se
rescatan otras realizaciones textuales de los discursos de la colonia que no limitan
exclusivamente con la euforia del "canto", y cuya contraparte corresponde al discurso de la
"elegía" que anuncia Ercilla pero que llevará a cabo el anónimo autor de La guerra de Chile en el
siglo XVII.
HIJO DE MI (1992): ALUCINADA MEMORIA CONTRA EL FRACASO
"Siempre fui un guerrero, ni licenciado, ni letrado, ni nada". Esta afirmación es la imagen
inequívoca que de sí mismo da Diego de Almagro en Hijo de mí {1992), novela de Antonio Gil. Su
autor califica este texto como unas "fabulosas memorias" que supone enunciadas por el Descubri-
dor de Chile en 1538 mientras espera la ejecución que Hernando Pizarro ordenara
implacablemente. Presuntamente transcritas por "un anónimo amanuense" (7) en un "intrincado
pergamino" -como lo anticipa una nota introductoria del autor-, estas "memorias" de Almagro, al
hacer oír la voz del protagónico "testigo de vista del descubrimiento de Chile", reeditan el gesto de
los cronistas del siglo XVI y actualizan y reescriben desde otro ángulo el discurso del fracaso de
los conquistadores, a partir de cuya enunciación se postula una legítima reivindicación del
infortunio según se ha visto, anteriormente, en la versión de Enrique Volpe.
En esta novela, y para efectos del acto de discurrir o de narrar hechos adversos -el caso de la
muerte como única sentencia que Almagro puede esperar de Pizarro-, el recurso a la palabra (ya
no el obrar victorioso con las armas) aparece como un elemento dotado de una trascendencia que
se pretende sea semejante a la obtención del botín material (Pastor 1984: 292). Por esta razón, la
palabra es en Hijo de mí el único medio que un conquistador tiene contra el olvido y la muerte
infamante. En esta novela, la voz de Almagro interpela a sus victimarios y habla a su hijo
proyectándolo como su futuro vengador. Con la palabra desnuda y vehemente, aquélla que él
define como la del guerrero, no la del escritor, del letrado ni del licenciado (11), Almagro se refugia
en sí mismo y, al recurrir al discurso cristiano, en especial a la oración del rosario, transforma su
muerte en una apoteosis y su derrota en un triunfo (Invernizzi 1987), en una glorificación que le
restituye la honra y la fama y lo libra del olvido.
La experiencia del fracaso de su expedición a Chile, y de su infructuosa lucha por la posesión
del Cuzco, enfatiza en Almagro su percepción de la derrota irremediable sufrida ante Pizarro. A su
haber sólo posee la humillación del soldado, no la gloria sino su reverso. "En el desamparo del
poder perdido" (83), y "amurallado" en una celda (53), no como capitán que resiste un asedio sino
como prisionero que espera su sentencia de muerte, su memoria alucinada devana abruptamente
cada recuerdo y cuan-lilica hiperbólicamente el trance que vive: "Toda la tierra entera son los
pasos del enemigo en los patios y pasajes de esta cárcel donde espero" (29) (...) "Y aquí hoy, sin
que nadie me tire un paño para restañar mi degollamiento" (26).
Desde tal instancia de enunciación, en esta novela el discurso de Almagro pone de relieve su
fracaso y el despojo de su botín como conquistador y, al mismo tiempo, la desilusión de su
proyecto épico en América. La gloria que pretendía, y que había cimentado en el Cuzco, le ha sido
arrebatada por Francisco Pizarro, quien "no hizo debida relación" al Rey de su victoriosa entrada
en el Perú (89, 90). Tal postergación, o apartamiento de la gloria y de la fama que le corresponden,
se incrementa, en particular, luego de la decepción que experimenta frente a la inexistencia del
cuantioso botín (64, 92, 98) que pretendía alcanzar con la empresa de Chile, expedición que
califica como su "último trance y su ruina" (38), y que se suma a la impotencia de haber sido
despojado del Cuzco, ciudad que considera su más preciado y lícito botín de guerra (26, 27, 75,
79, 87).
En Hijo de mí, el discurso de Almagro -al enunciar esta condición del conquistador desposeído
de su botín de guerra- establece una estructura antitética en la cual el pasado es signo de
victoria, botín, posesión, fama, orgullo, vida, libertad, en suma, aquel tiempo de su tránsito por
América durante el cual se hizo "hijo de algo", "hijo de sí mismo", por sus virtudes guerreras (18).
El presente denigrante que vive ahora en el Cuzco, entre abril y julio de 1538, es por el contrario
sólo expresión de derrota, despojo, privación del botín y de la libertad; es signo de humillación,
muerte infamante y olvido. En definitiva, su encarcelamiento constituye el reverso de la imagen
que se ha forjado de sí como la de "un mariscal, con cédula de hidalguía y renombre lustroso"
(79).
Poner de relieve este paradójico "juego al trocado" que vive Almagro entre los propios
conquistadores -cuyo leit motiv es ese granado que plantó y que será usado para ejecutarlo (10,
42, 97)- permite a Antonio Gil diseñar una imagen actual y humanizada del Descubridor de Chile,
más allá de los retratos estatuarios y canónicos que ha proporcionado la historia. En la estrechez
de su prisión habla consigo mismo, con su confesor, con sus soldados, con su mujer indígena,
con Dios. Recuerda su infancia y sus campañas. Apela a su hijo y se interpela a sí mismo: "Habla,
habla Almagro, que en la soledad es uno el que está hasta el final con uno mismo. Y es la propia
habla la última que se oye quebrada por el medio" (43).
Próximo a la muerte, Almagro sólo puede hablarse a sí mismo con la verdad, sin engaños ni
hipocresías, y su "memoria" es la de un hombre con todas sus contradicciones, flaquezas y
méritos: "Si te dicen que fui un canalla, créelo. Pero cree también al que te cuente su historia de
miel y su cuento de pequeños nardos. Soy el que soy, y como todas las monedas tengo a mi haber
yo cara y cruz" (38).
Almagro declara, así, que mandar, "criar" un nombre, gozar de la victoria y del botín de
mujeres y de riquezas, es el privilegio del soldado (17). Que experimentar odio por Pizarro es tan
inevitable para él como emplazar a su hijo como instrumento de venganza. Del mismo modo, la
añoranza por la infancia perdida y desamparada se enlaza emotivamente con este otro desamparo
y despojo provocado por los Pizarro.
En este singular retrato de sí mismo, Almagro no niega ser "pobre de ideas" (87) y privilegia su
condición de "iletrado" ("ni licenciado, ni letrado, ni nada"), condición no diferente de la de
muchos otros Adelantados. Su orgullo es que su coraje y no las letras (14, 22) le han
proporcionado lama y fortuna: "el soldado como yo (...) el guerrero (...) recto en vigilia se
avergüenza (...) de esos dormires de monja o de letrado con dudas y melindres" (43).
No obstante, el hecho es que si, por ejemplo, no puede leer el lema de su espada (41) o de su
escudo (31), menos puede saber si los documentos reales le otorgan o no la posesión del Cuzco, o
si efectivamente la capital inca se encuentra dentro de los límites de la Nueva Toledo que le ha
sido otorgada por el Rey (74). Tal impotencia ante la palabra escrita ("los letrados y tinterillos
siempre me han dañado", 76) lo lleva a reclamar la vigencia, el valor y el respeto por la palabra
empeñada, el cumplimiento del pacto que ha traicionado Pizarro (26, 54, 79). Situado al margen
de la escritura (76), desconfía de cualquier escribano, licenciado o testamentario, de todos
aquellos que nacen "como hijos de una escritura" (23). Por el contrario, en la oralidad de su
discurso ágrafo, Almagro se declara hijo de su propia habla. Al hablar, es dueño de su voz y de la
historia -de la confesión, cuento o "romance"- que profiere (30, 87), y su discurso inevitablemente
contendrá "memoria y olvidos" (30) de los hechos de su vida. Mientras transcurren sus últimos
días, Almagro decide qué decir y a quien hablar, o ante quien confesarse, por ejemplo (23), o se
exalta a tal extremo que se dirige con rudos epítetos a curas y letrados (24, 27) y, en especial, a
Francisco Pizarro y a sus hermanos (11, 18, 26, 27, 75, 90), o se repliega en los recuerdos
apacibles de la villa familiar en España.
Sin contacto con el mundo exterior, la “memoria” de Almagro es “fabulosa” por su condición
de “discurso alucinado e imaginario” que surge del interior de una conciencia que delira y
rememora y que libremente asocia, corrige y desmiente el contenido de sus recuerdos y en ella se
vierten los contenidos más dispares como los de un “agua de fuente, sucia de harapos y de
sangres (30). Por lo mismo, es un memorial que fluye y discurre abruptamente y desenmascara y
discute la condición de que ella sea depositaria de la verdad. Al contrario de la cualidad de nitidez
y transparencia que se le atribuye a la memoria, Almagro declara que ella es una "oscuridad
húmeda" (34,43, 44, 85, 86) donde "todo lo vivido y lo soñado se confunden"(29).
Liberada su memoria, Almagro, acorde con su condición de soldado, simboliza su
introspección como una briosa "cabalgadura" (18) que conduce al jinete hacia el interior de sí
mismo, una impetuosa "cabalgada hacia adentro" (80), que le representa su vida entera, vigorosa
y en desorden, como contemplada por el jinete de un caballo que devora distancias (18).
La tensión por el desenlace que prevé, altera y pone todos sus sentidos en alerta. Distingue
los olores de hombres, animales y de guisos que se cocinan en su entorno. La intensidad del
calor, la luminosidad de los resplandores, los inconfundibles ruidos de las armas y la sonoridad
de la lluvia; los intensos sabores y aromas de la falsa paz que se vive a su alrededor activan
sentimentalmente el motivo del ubi sunt: "¿Cómo irá el maíz de mi encomienda en Pisac? ¿Estarán
las rubias muñecas del maíz parloteando entre las hojas? Qué será de mis trapiches. De mis
toros. De mis mozas gordas de alegría..." (82j.
Tal lamento no radica en la percepción del inexorable paso del tiempo sino en el dolor por el
despojo y por la traición de que ha sido víctima. En su memoria, el recuerdo lacerante -de quien
"realizó festines. Invitó. Colmó de vino a los que (...) se hartaron en [su] mesa..." y sin embargo "lo
vendieron. Lo ataron. Lo golpearon en la boca"- se impone a las evocaciones sentimentales de su
infancia y del mundo como lugar ameno y eglógi-co (19, 21).
En su prisión, Almagro lamenta ser desposeído del Cuzco y de todo lo que hasta entonces
había atesorado como botín (74): sus preciados santos y cálices; aves y animales; su vino,
alimentos y plantaciones; su vestuario y su lecho, sus criados, todo ahora en manos de Pizarro y
de sus secuaces: "Pizarra (...) estará sin botas, echado en la tarima y bebiendo su vinillo en el
porrón de bronce que me quitó. Mi porrón de bronce o mi vaso de plata con el asa de ébano.
Estará quizá rezándole a uno de mis cristos, tal vez al del Madero, que quise y estaba en mi
alcoba. Rogando a un cristo mío..." (16).
Esta desposesión se acentúa frente al vuelco de la fortuna que lo aflige y a su muerte
inmerecida, mientras sus victimarios, y el mundo bélico de la conquista, perviven y gozan de la
vida: "Ahora es de otros la tierra. Ahora de otros la ciudad y sus botines. De otros la mujer y su
carne, el vino, el sol, la guerra. La noche será de otros con todo y sus estrellas. Sus grillos, sus
vihuelas, su largueza" (74).
No obstante, tales evocaciones no bastan para debilitar la reciedumbre del soldado que se
autodefine como Adelantado de la Muerte (73) y, aunque experimenta "el desamparo del poder
perdido" (83), no desea dilatar su ultimo combate: " Vamos, Señor. Si no se puede ir atrás y
cambiar todo, llévame rápido adelante y terminemos esta bufonada de una buena vez. Venga el
garrote. Que nadie diga que Almagro ha perdido los cojones. Aquí estoy y me pueden venir a
buscar cuando quieran" (82).
VERDADERA "HISTORIA-RELACION" VS. "FABULOSAS" MEMORIAS
La reescritura de los hechos de Almagro que realiza Antonio Gil en esta novela supera la
condición de la crónica como género o relación solicitada por la corona a los Adelantados en
América. El discurso de la Conquista, en tanto relato de sucesos memorables, cede su lugar a la
Medición de una libre y "fabulosa memoria-relación" acerca del fracaso y la muerte de un
conquistador a manos de otro. De este modo, en esta novela la crónica se constituye como un
discurso "testimonial" de Almagro, producto de una voluntad de enunciación autobiográfica. Se
postula, así, una auténtica y autorizada "relación" de un capitán de conquista que ha
experimentado el éxito y el desamparo en América. Almagro padece el trueque de su fortuna y es
víctima del odio y del escarnio de otros hombres no mejores que él. En consecuencia, el proyecto
discursivo de este conquistador derrotado es hacer oír su voz, sin concesiones retóricas a la
sociedad cultural y militar de su tiempo, y construir a través de su memoria individual -oral y no
escrita- una muerte y una memoria dignas y no infamantes, como ha sido registrada
canónicamente en la memoria social y en los discursos de la historia oficial. En suma, la de
Almagro es una versión del descubrimiento inspirada en un deseo insatisfecho.
El retrato, pues, que Antonio Gil nos proporciona de Almagro lo sitúa más en la vida que en la
historia. Esta des-historización del conquistador -que el autor enuncia como propósito desde el
extratexto (7)- permite una visión no eufórica sino desacralizada de la conquista y de sus actores.
A la vez, posibilita un examen atemporal del proceso de la conquista para, de este modo, observar
lo constante de empresas reiteradas en el tiempo, protagonizadas por hombres semejantes,
guiados por apetencias similares. Por esta vía, la fabulación de la memoria que proporciona este
decir de Almagro se libera de la exigencia de una "memoria verdadera" -propia de la escribanía
historiográfíca- y busca la vía verbal de un discurso hipotético, el de "la historia imaginada,
soñada, el relato de lo que bien hubiese podido ocurrir" (Moreno 1997: 120), para satisfacer las
exigencias de una auténtica relación de la vida de los hombres y de sus conflictos. Tal recurso
conduce a proferir un diálogo consigo mismo al modo de un discurso oral intermitente, propio de
la actitud de la confesión: "Es hora de hablar con la verdad. Y contar dando cuenta. Si recuerdo, y
si no recuerdo también, quien fui yo: Diego de Almagro" (34).
En vísperas de su muerte anunciada, Almagro interioriza el mundo y los acontecimientos de
la historia mediante una actitud no agónica ni de contrición por sus excesos, sino apasionada,
propia de un hombre de acción que aspira a legar una visión objetiva sobre sí mismo y sobre su
tiempo. Este recurso a la objetividad se produce en el marco de una voz ensimismada y
autoexegética. Almagro no calla (59, 60), sino que denuncia los silencios del discurso de la
conquista y, en su libre discurrir, anula jerarquías, tiempos y espacios: "Nunca aprendí, como
veis el magno arte de callar, como es debido, y las fiebres sueltan mi lengua tanto como el anís la
de los sacristanes, jurisconsultos y secretarios" (63).
Situado en esta perspectiva de enunciación, Almagro interpreta el trueque total de su destino
y de sus acciones como conquistador. Concluye que "nada hay firme en el firmamento" (66), pero
se rebela ante este axioma, lo cual permite que emerja una imagen desacralizada de la conquista
y de su empresa a Chile, de las cuales se ha callado la verdad.
Entre tales silencios, según Almagro, se encuentra el hecho de que la conquista es sólo una
empresa destinada a "hinchar los morrales de los príncipes" (30), pues "la siembra y la cosecha
siempre son del Rey y la Reina" (63). América, para el conquistador, es un ilimitado espacio de
libertad donde "comercio y guerra son lo mismo" (36), y donde las mujeres, el vino y el oro son el
único botín apreciado, pues aquí las normas del trueque son una mueca carnavalesca de la
economía que prima en el Viejo Mundo. Recuerda cómo pudo cambiar tres mujeres por un espejo
(33), pero que también se ha callado cómo una celda colmada de oro no bastó como pago por la
vida de Atahualpa, cuya muerte dejó a los conquistadores "sumidos en un silencio opulento" y
con un culpable "poder sin contrapeso" para imponer sus doctrinas y mandatos: "En la cúspide
de las pirámides se enarboló la Cruz y el aroma de las resinas en los pebeteros cedió su lugar a
nuestro olor. Incienso y pólvora y tomillo" (60).
En consecuencia, en Hijo de mí la conquista de América oculta una radical paradoja entre los
valores que impone el conquistador y las prácticas inéditas que rigen los mundos nuevos, cuyo
contraste se expresa irónicamente: "La empalizada separa el bien del mal. El orden hispánico del
caos asoleado, insolado de estas selvas" (35). Un orden que, sin embargo, no expulsa de sí los
desmembramientos y mutilaciones de hombres de América y otras diversas maneras de darles
muerte (44, 45).
En la memoria de Almagro -mucho antes que en la escritura de Valdivia, de Vivar y de Ercilla-
Chile es la "nada misma" (83, 99), una "fístula" (63), "un pozo seco" y sin fondo (87), una empresa
desventurada, Un desastre (83) por el cual no quiere ser recordado (87). A lo más, Chile es
producto de una "fábula", un discurso mentiroso, fruto del sueño y de 11 fiebre (64,65). Esa
fábula "alucinó" y alimentó a "un ejército hambriento de embustes" (83) y es la prueba y moraleja
irrefutable de su último nance y de su ruina (38). Chile, entonces, no es sino el resultado de la
invención fabuladora de los discursos incas. Sólo un cuento mentiroso que, sin embargo,
tintineaba "como piezas acuñadas con el perfil de un emperador" (15) y desgranaba "metales,
piedras y ciudades con la tierra embaldosada de oro" (19).
EL PADRE NUESTRO EN BOCA DEL SOLDADO
Almagro descifra el revés de su destino como una prueba elocuente del tópico de la
inestabilidad de la Fortuna, que en su momento desarrollará Ercilla a propósito de Pedro de
Valdivia. Pero, al contrario del poeta épico, no acepta que "el más seguro bien de la Fortuna /
[sea] no haberla tenido vez alguna" (1980: Canto II, vv 31-32). Aunque el mundo ya no se le
presente como escenario "de un enfrentamiento y de un combate, sino objeto de una pregunta, de
un ensueño" (Moreno 1997: 126), las interrogantes que se formula el Conquistador inquieren por
las causas de sus desventuras y de su desamparo presente:
Pero Dios, Tú tienes que explicarme tus planes. Hazme saber por qué es
Pizarro tu elegido. Por qué son los perros los que tienen la bondad y tus favores.
Por qué me dejas solo en la piedra fría, lejos del fuego de las cosas humanas.
Lejos del campo y de la luz que amara tanto. Lejos del piar de las aves de corral y
el rumor de cocinas y despensas. Lejos de la vida de viejo que debí llevar al sol del
Cuzco, como premio único a mis merecimientos (75).
En su ensueño, la memoria le ofrece a Almagro el cauce de una fuga posible, de una evasión
espacio-temporal más allá de las diversas y espontáneas asociaciones que establece libremente
con su pasado y con el mundo exterior mediante la exaltación de su sensibilidad y la agitación de
sus recuerdos. Al transformarse en sujeto y objeto de evocación, su propósito es construir para sí
un discurso de bienaventuranza y de redención por medio del lenguaje y de su "fabuladora
memoria" que entona su propio canto. "Hoy me canto solo" (11), dice Almagro, pues presume
ciertamente que no habrá cronistas, letrados ni escribanos que tomen la palabra por este capitán
desventurado de quien sólo podría registrarse su ruinosa expedición a Chile, su derrota en Las
Salinas (18, 78) y su muerte infamante (100). Prisionero y anciano, en esta novela de Antonio Gil,
Almagro se rehúsa a ser materia de fracaso, de ceniza y de olvido, y máximo trofeo de Pizarro. El
recuento de sí mismo es el de un viejo soldado que no ceja en su coraje (51, 86), aunque en el
presente sólo sea el portador de un cuerpo "ciego [y] peregrino cruzado de grietas" (29). Un cuerpo
"que anduvo tanto mundo sin ir a parte alguna" (29) y que, guiado por disputar la fama a Pizarro
y por su codicia sin fondo (15), se dejó convencer por los relatos mentirosos del oro que lo llevaron
a la ruinosa expedición de Chile, empresa por la cual no quiere ser recordado.
En consecuencia, en esta novela de Antonio Gil, Almagro asume el discurrir de su memoria
como un proyecto de "redención" y de acción liberadora contra el fracaso y el olvido, dispuesto a
convertir la "desventura" en "buenaventura". Al dejar fluir sus recuerdos, Almagro pone en acción
competencias discursivas provenientes del habla cristiana y de las oraciones que practica
cotidianamente, cuyos textos son identificables en las formas de confesión, plegaria y ruego, que
en su conjunto diseñan la modalidad del "discurso cristiano del rosario". Almagro se sabe "hijo de
sí mismo", "hijo de sus obras", pero también "hijo del Creador" (13, 14), por lo que no ve como
incompatibles su condición de soldado rudo y mortal, vasallo del Rey, y de cristiano e hijo de
Dios: "Así voy marchando. Un capitán que vuela por el cielo con los suyos, un discípulo del Santo
Apóstol. Un hombre de mi Dios. Y así voy. Con la Cruz Santa de Caravaca en el pecho y la Santa
Virgen en el arzón de la silla" (21).
Por lo tanto, cuando Almagro se encuentra "en el cepo, casi, casi ante los ojos del Dios Padre"
(12), y debe prepararse para la muerte, el discurso canónico que hace compatibles su condición
ternaria de "soldado" -"hijo sí mismo", "de Dios" y "del Rey"- le ofrece, como contratexto a las
mentirosas fábulas indianas que causaron su ruina, "el camino, la verdad y la vida" (96), y le
permite sostener que "el Padre Nuestro en boca del soldado recupera el vigor que las viejas le
quitan en el confesionario" (81).
Por lo mismo, esta novela se destaca por la ausencia de una "estructura uniforme (...), y en
ella se asiste a una suerte de polifonía, a una heterogeneidad de múltiples concreciones"
discursivas que provocan la ".. .exteriorización de diversas manifestaciones textuales e
intencionalidades estéticas..." (Moreno 1997: 119). En Hijo de mí se instaura un proceso de
multidiscursividad y de transdiscursividad que permiten el fluir y la confluencia de discursos
procedentes de la crónica, de la historiografía, de la pretensión de veracidad -como es el recurso al
hallazgo de un presunto manuscrito-, de la copla de raíz popular -que Almagro parodia
aplicándola a su encarcelamiento (11, 12)- y de las variables textuales del discurso canónico
constitutivas de la serie del rosario y de la misa de difuntos.
Al final de los combates de su vida, y mediante esta estrategia de discurso, Almagro rechaza
ese infamante destino que acogerán la crónica y la historiografía. Su empeño es no constituirse en
el mayor botín que pueda ostentar su enemigo, y evitar que se exhiba su cabeza como trofeo de
victoria donde antes flameaba su bandera:
Estoy viejo y me estoy muriendo, eso es todo. Y además, y encima de todo,
vanme a matar estos cabrones que llevan prisa por verme cabeza en pica, arriba,
allá en la Plaza Mayor donde ondeara mi estandarte..., (51)... Ellos quieren darme
muerte y cortarme la cabeza. Robarle a mi Dios mi triste cabeza para ponerla en su
pértiga como un trofeo (86).
En consecuencia, recurrir a la oración cristiana permite a Almagro elaborar un
contradiscurso que pueda proyectarse como inversión radical de la marca infamante que dejará
en él la pena del garrote, y que actúe como signo opuesto. Vale decir, que sea un discurso de
vindicación y de apoteosis que permita satisfacer el deseo de reconocimiento de sus méritos por
parte del Rey y del Creador. Un relato, en suma, que refiera una victoria trascendente y no la
derrota ni el olvido, al modo de una resurrección de sí mismo en términos de un triunfo
trascendente de la vida sobre la muerte: "Yo tengo un Dios y tengo un Rey. Yo tengo un nombre.
Yo tengo un hijo que va por la montaña cantando. Ellos sólo me tienen a mí.
Es decir, no tienen más que el humo de un fuego que se apaga, la sombra del humo" (51).
Para tales efectos, entre las prácticas discursivas que se le presentan a Antonio Gil -y por
extensión a Almagro- se encuentran la crónica-relación, oficialmente institucionalizada, la copla,
el romance de raíz popular y el discurso de la plegaria cristiana. Esta última, en tanto discurso
apropiado para la confesión, la oración, el ruego o la súplica, actuará finalmente como marco
textual para la enunciación básica de estas "fabulosas memorias" de Almagro y contratexto del
modo cómo a través de la crónica se ha expresado hegemónicamente el discurso de la conquista.
Lo decisivo de estas "memorias" del conquistador es, pues, la proferición de su discurso como
contratexto y reescritura del género de la crónica, que contraría la efectuada por otros
conquistadores como él mediante un recurso identificable con el de la "prosa o el relato poético".
En Hijo de mí, tal reescritura se caracteriza por la insistencia en "una acción internalizada" ... por
"la circularidad"..., por "el quiebre de las progresiones. Se produce, así, una ruptura del ritmo de
progresión temporal y una representación "instantánea" del espacio y de los acontecimientos"...,
aspectos que resultan "… reveladores y relevantes del relato poético..." (Moreno 1997: 124, 127).
Por su naturaleza, la crónica es relación de "memorables y temerarias empresas" de conquista
militar "que celebrarse con razón merecen". El estatuto de la crónica considera por lo menos la
dedicatoria al Rey y el relato pormenorizado de los hechos de armas victoriosas en América, para
por ellos pedir mercedes.
Almagro no puede exhibir su victoria sino su fracaso. Menos puede hablar de lealtades de
españoles sino de sus traiciones. Tampoco puede confirmar como verdaderas las fábulas del
Nuevo Mundo sino como "embustes" y relatos mentirosos. Por ello, en el reducido espacio de su
celda, el discurso de la confesión y el de la oración, renovado en boca del conquistador, se le
presenta como el único recurso mediante el cual se puede hablar directamente con Dios y con los
hombres refiriendo la verdad de su vida.
Para tales propósitos, este "fabuloso memorial" de Almagro establece otros códigos para la
puesta en práctica del discurso de la oración y de la plegaria, no restringidas exclusivamente al
rito y al ceremonial eclesiástico. Por esta vía "seculariza la plegaria" como discurso recluido en el
recinto de las iglesias situándola en su antítesis: la cárcel. Desde su celda, conquistador no
interpela al Rey o a los nobles como sus destinatarios sino que habla directamente con Dios, sin
renunciar a su condición de hombre y de soldado: "Cristo. He visto tus heridas con congoja. He
llorado año a año tu muerte. He sentido mía tu humillación ¿Qué sientes Cristo, Tú ahora por mí,
derribado?" (78).
La opción por el discurso religioso, en estos términos, permite explicar que la "crónica" de
Almagro se inaugure precisamente con esta ora-ión primordial. La invocación consagratoria -"En
el nombre del Padre. Y del Hijo. Y del Espíritu Santo" (9)- enmarca el discurso de la conquista
temporal en el ceremonial del credo cristiano, en torno al cual se conjugan y actualizan las
diversas plegarias básicas del discurso canónico, configurando una textualidad identificable con
la oración y los "misterios dolorosos" del Rosario.
Almagro se prepara, así, para un bien morir ante Dios -no ante Pizarro-, y de este modo,
desde la muerte misma, pretende triunfar sobre su enemigo, pues su muerte la destina como
ofrenda y sacrificio al Creador y no a la memoria colectiva de su tiempo. Como ratificación de su
fe, testimonia: "Tengo un Dios y tengo un Rey a quien deberme" (97), y es esa fe renovada la que le
presenta consoladora y plenamente el reverso de su infortunio:
A pesar de mi mala estrella sigo siendo el bienaventurado. Aunque no hagan
falta pájaros agoreros, ni predicciones, sé con exactitud el día y hora de mi partida. Y
me consagro a prepararla con la misma dedicación con que una novia alista su
ajuar. Igual que un talabartero dispone todo para la silla de montar que labrará al
día siguiente, o un viajante sus baúles y comitivas. La diferencia, mi buenaventura,
es que si la muerte me llama ahora mismo, habré robado a mi enemigo, el botín que
ambiciona más. No así la novia, el sillero o el viajante, que al morir de improviso se
habrán perdido del quehacer que los reclama en la mañana próxima. Y todo habrán
dejado sin concluir (97).
En consecuencia, mediante la reescritura de relatos de viajes de conquista de españoles en
América, en esta novela se accede a la reescritura de la crónica tradicional en el contexto de un
discurso cristiano identificable como la preparación para "el buen morir" o el viaje hacia la
muerte, el encuentro con el Creador y la Resurrección. El punto de partida de este viaje, de esta
nueva aventura conquistadora (73) lo marca la vejez y la proximidad de la muerte. "Estoy viejo y
estoy muriendo, eso es todo" (51) -dice Almagro- y su rol, ahora, es el de un "Adelantado de la
Muerte" (73). Por lo mismo, la empresa que le resta por emprender es el tránsito definitivo desde
esta "villa rica del Reino Terreno" (73) que lo llevará hasta el "Palacio del hielo" (55, 74) donde
podrá rehacer los entuertos que en vida le han afectado. Sólo entonces, sus méritos serán
debidamente reconocidos por Dios y por el Rey:
He visto las almenas de una grande ciudad perderse en la distancia. He amado
esa visión. Y en ella me conforto ahora que estoy por dejar esta villa rica del Reino
Terreno. Si todo mi ser ha sido un irse eterno, a qué temer sino al pasado. Ese irse
quedando atrás, ese vivir, que es y ha sido segundo a segundo mi única muerte. El
difunto pequeño bribón que corrió caminos. El finado capitán de las playas cubanas.
El muerto Avanzado del Rey en el sur de la tierra. Almenas y torres que van
quedando atrás. Esa visión es la muerte de la carne y en ella me consuelo. Ya he
muerto muchas veces y una más no importa. Vamos adelante. Olvidemos el frío que
me aprieta y este puño invisible que amenaza mi garganta. Allá va el capitán a su
nueva aventura. Otras junglas y otros páramos no pueden ya asustarle (73).
Para esta "nueva aventura", la única armadura a ceñir es aquélla de la palabra y de la
oración. Según sostiene, en boca del soldado el Padre Nuestro no es signo de debilidad sino de
fortaleza, de modo tal que al emprender esta empresa mayor, no extraña que esta invocación sea
la que preside la apertura de la memoria de Almagro (9). Por lo demás, los diversos registros del
texto de la plegaria -y en particular de la oración del Rosario- le permiten desplegar una
diversidad de actuaciones comunicativas y dialógicas: la actitud de la confesión, consigo mismo o
con el cura de Alcaraz (29); la proclamación de su fe y la apelación a la bondad del Creador,
mediante el Credo (21, 22, 25) y el Padre Nuestro (9, 48, 55, 66, 67, 86); la solicitud de la
intermediación de la Virgen María (15, 19,23, 25, 55,76, 100) y de otros auxilios contra sus
enemigos, como la Señal de la Cruz (10, 12, 48) y el Ángel de la Guarda (14, 17, 29), y la
proclamación del "misterio" de la glorificación de la Trinidad, pues todo se unifica en Dios (101).
En síntesis, durante este largo tránsito y en las diversas etapas hacia la muerte -objetivado
discursivamente en la sucesión de oraciones que componen el Rosario- Almagro celebra su propio
"memento" y su propia misa de difuntos y obtiene, también, la merced de la contemplación de lo
divino (53, 55) y el reconocimiento de sus méritos por parte del Rey (93, 94). La fuga desde este
mundo hacia el mundo divino deviene, entonces, en una victoria sobre la muerte. Su viaje es de
"redención", y mediante él "pone término a su adversidad" en la tierra. Almagro se redime, libera o
rescata del fracaso y del cautiverio que ha padecido en vida. Recupera su cabeza -dislocada por el
verdugo (55, 77, 100, 102)- de modo tal que, así redivivo, en el discurso epilogal (101, 103),
recupera también su voz y refiere y contempla la ceremonia de su gloria. Al contrario de la
degradante memoria histórica que pesa sobre él, las "honras" que le rinde Pizarro, en el centro de
la nave de la iglesia y frente al altar, dejan de ser "fúnebres" y se expresan para él como pública
manifestación de "victoria" mortal y de epifanía o de revelación de la verdad cristiana, imposibles
de percibir por parte de los mortales que acompañan sus exequias: "Los soldados me cargan,
igual que me cargaron después de una victoria en sus hombros"... "Las botas de los hombres que
me cargan van resonando, como un tronco de caballos belgas a través de un puente de Castilla"
(102).
Trascendente y definitiva victoria de Almagro contra la muerte y contra el olvido. Propuesta de
redención posible que él mismo se asigna y construye discursivamente, pues, en su nicho de
muerte, ese abrirse de la losa en el muro donde será sepultado traduce simbólicamente el "crujir
de una fortaleza vencida, derrotada, por donde pasan los jinetes y los infantes" abriéndole paso
(102). Tras ese honroso ceremonial, Almagro ve como se reintegra al ciclo de la vida que simboliza
el incansable afán de las abejas melíferas en el Cuzco (9-103).
En suma, este análisis de Hijo de mí revela que Antonio Gil representa una "escritura que no
se arrima a la sombra de la tradición literaria chilena y se atreve a correr los riesgos del
explorador y del arqueólogo". Por lo mismo, en el contexto del discurso de la conquista, la
narrativa de Gil inevitablemente apela a "replantearse la solvencia" del canon de "la historia
literaria de Chile"... que ha sido... "incapaz de reconocer y asumir diferencias" discursivas
(Cuadros 1998, 1999) como las que representa este novelista. En Hijo de mí, Almagro, no siendo
ni letrado, ni licenciado, ni escribano, ni concejal -al recurrir, en esta novela, al decir de la
crónica, y de la historiografía y del discurso básico del credo cristiano-, recupera para sí y para la
memoria colectiva el arduo y disputado protagonismo que le corresponde como Adelantado de la
Conquista (Barraza 2003).
LA NUEVA OBRA Y BREVE...: UNA CRONICA APOLOGETICA SOBRE DIEGO DE ALMAGRO
"En estas treinta y nueve coplas no hay proposición herética ni malsonante contra la fe" es el
juicio del censor que permite la publicación, circulación y lectura de la Nueva obra y breve en
prosa y metro sobre la muerte del ilustre Adelantado don Diego de Almagro (c.1550), de Alonso
Enríquez de Guzmán, cuyo original -al que se hará referencia- se encuentra en el Archivo de
Indias de Sevilla. Junto con el edicto de la Real Cédula de 1543 -acatada o no (Leonard 1953)-
relativa a qué libros se permitía leer en el Nuevo Mundo y con la promesa o "protestación" que un
autor debía hacer sobre la materia religiosa que tratara -decretada por el Papa Urbano VIII en
1634, (Rosales 1989: 21)- estas "licencias eclesiásticas" constituyen la expresión pública de una
censura oficial que sistematiza la serie de restricciones a que estaban sometidas las producciones
de textos en el Nuevo Mundo.
Tales restricciones afectan, en especial, a las "obras" que aspiran a demostrar una
competencia literaria que no sea una simple reproducción de discursos al modo de las crónicas y
relaciones solicitadas por la Corona, o de las cartas de relación de empresas de servicios exitosos
escritas para obtener mercedes y privilegios. En el fondo, estas "autorizaciones" -nombre con que
eufemísticamente ocultan su calidad de "censura"- delimitan el ámbito de los discursos
permitidos y no permitidos en la sociedad colonial, como es el hecho de que "un gobernador no
puede ser coronista" (Calderón 1945). Vale decir, tales disposiciones son indicio de los modos
como se institucionalizan los procesos de silenciamiento y el control de lo decible por medio de la
palabra hablada o escrita, o se proclama una libertad convencional- como lo expresan, también,
las "alabanzas", "loas" u "homenajes" dedicados a los autores (Oña 1944; Rosales 1989: 15-20). Y
tal ocurre, particularmente, cuando en la sociedad conquistadora alguien pretende crear "obras" y
"libros" que den cuenta de un saber "escribir en prosa y en verso", o discutir sus cánones
historiográficos, como es el propósito de Enríquez de Guzmán.
El hecho es que esta "autorización" para la impresión, difusión y circulación de la Nueva
obra... oculta su reverso de censura. Del texto original se han tachado los últimos seis versos -
"por ser cosa tan pesada e importante a terceras personas" (1960: 328)- y, por lo demás, en el
manuscrito de 1550, el archivero -para quien no debía ser desconocido-no transcribe el nombre
del autor sino que lo alude con el genérico calificativo de "testigo de vista".
Esta manifiesta omisión de su nombre naturalmente "desbarata" las pretensiones literarias de
Enríquez de Guzmán. El nombre del autor de una obra es requisito necesario para incorporar a
alguien "legalmente" al seno de la sociedad literaria como uno de los suyos. No obstante, aunque
se trate de un manuscrito anónimo, la obra "existe" y permanece a disposición de los lectores,
puesto que se le ha otorgado la "licencia" correspondiente y es reconocible como texto dentro de
una comunidad para la cual tiene relevancia literaria. Sin embargo, en este caso, su "legitimación"
y la de su autor no derivan de una "comunidad de intérpretes" que califique la obra o de quienes
detenten un saber específico sobre la literatura, sino de una autoridad eclesiástica que la valora
desde una perspectiva ética antes que estética.
El poema posiblemente fue escrito apenas acontecida la muerte de Almagro en 1538 -o a raíz
del levantamiento de su hijo Diego (1542), o estando prisionero Hernando Pizarra (1548), (Porras
1985)-, pero el nombre de su autor y el apelativo de "caballero noble pero desbaratado", con el
cual era ampliamente conocido (Anderson Imbert 1987: 43; Sánchez 1943), sólo aparecerán en
una nota de 1589, presumiblemente una vez decantadas en la memoria colectiva las disputas
entre pizarristas y almagristas.
Lo cierto es que en el contexto del discurso de la conquista, y al igual que otros Adelantados
que quieren ser recordados por el logro de victorias memorables y no por empresas fracasadas,
Enríquez de Guzmán se propone tempranamente un proyecto de escritura que le haga superar su
condición de "noble rico en linaje pero pobre de hacienda". Cuando hacia 1518 sale de Sevilla
para mejorar su fortuna en el Viejo Mundo, y posteriormente en América, decide escribir el Libro
de la vida y costumbres de don Alonso Enrique Enríquez de Guzmán, caballero noble y desbaratado
(1960), con el propósito de lograr el triunfo y el reconocimiento como hombre de armas y de letras
(Pitarello 1991; Redondo 1969). Permanecer en el anonimato y en el fracaso no haría sino ratificar
su "desbaratamiento". Decidido a escribir, en el Prólogo de su Libro... determina que él -y no otro-
será el narrador autorizado de los episodios que le ocurran desde entonces, los que espera sean
muchos y memorables. Conforme con esta premisa, en Alonso Enríquez se cumple el hecho de
que "hablar supone poner historias en escena" (Eco 1992) y que "la vida de todo hombre es objeto
o está disponible para la narración" (Ricoeur 1983). Por lo demás, resulta evidente que escribir
sobre la propia vida es uno de los tipos básicos del discurso (Lyotard 1989: 46), lo que en el caso
de Alonso Enríquez se identifica con la serie textual de la picaresca (Kirkpatrick 1928; Byrd 1934).
Al respecto, nótese que aunque nada se sabe de la formación letrada de este autor, su Libro...
revela el empleo y dominio de una serie de saberes discursivos y de un repertorio propio de la
metalengua de las letras en el siglo XVI, relativo a una competencia para saber hacer, proferir y
valorar discursos. Este saber natural no necesita ser justificado, y le permite a Enríquez
distinguir entre producir "un libro" o una "obra autobiográfica" y escribir una "crónica". Además,
no ignora que todo "libro" se inscribe en una serie afín con la tradición literaria, como declara en
el Prólogo. Sabe, también, que todo libro -al modo de un dispositivo- debe provocar un efecto en el
lector, procurándole tanto "gran sabor y provecho" como una respuesta interpretativa. Tampoco
desconoce que escribir su autobiografía tiene un efecto para sí mismo, pues el status de escritor le
otorga un poder como "letrado" que habrá de elevar su calidad de "caballero desbaratado".
Enríquez sostiene también que todo escritor debe tener la libertad de incluir en su texto episodios
"ficticios y reales". Por lo demás, en la presentación de la Nueva obra... el autor explica el valor
eufónico de las coplas, afirmando que son más "consonantes" y "sabrosas" que el romance que
anteriormente ha escrito sobre Almagro.
Resulta notorio que este Libro...se presenta como un texto abierto, de carácter macrotextual,
donde su autor "inscribe" toda nueva aventura, entre las cuales se cuentan las vividas en el Perú,
entre 1534 y 1540, y su toma de partido a favor de Almagro. Es así como en su Libro..., luego de
las razones que expone "en el metro de arte mayor" contra Hernán Pizarro (1960: 215-220),
incluye otras argumentaciones, al modo de un romance -de 362 versos-, negando su autoría e
instruyendo que "debía ser cantado al tono del Buen Conde Hernán González" (1960: 220-224) -
junto con el texto en prosa "del acusación que presenté (sic) el autor ante el Consejo Real"
(1960:224-228). Por lo tanto, la Nueva obra... constituye, de manera independiente, una cuarta
versión -en prosa y verso- de su defensa de Almagro en la cual desarrolla de manera letrada y
jurídica la querella entre ambos bandos que aparecía fragmentariamente dada en numerosos
romances populares. (1960: 327. Apéndice XIX).
Lo novedoso es que, a diferencia de Alonso Enríquez, que cuenta previamente con un proyecto
de escritura, la mayoría de los españoles en América se hicieron cronistas y escritores a la par de
las empresas de la conquista, sea al ritmo incierto de la navegación a Indias (Colón), obligados por
los Reyes Católicos a dar cuenta de sus éxitos y de la Tierra Nueva (Cortés, Valdivia),
impresionados por el denuedo de Arauco (Ercilla), estimulados por sus mecenas (Oña, Gomara),
para rebatir versiones precedentes (Bernal) o para transformar sus fracasos en méritos (Cabeza de
Vaca). Del mismo modo, en la mayoría de los casos, los cronistas e historiadores del Nuevo
Mundo emprenden la escritura del discurso de la conquista casi al final de su vida, tanto para
requerir mercedes como para dejar memoria de sí mismos como hombres de armas.
Sin embargo, la manifestación de tal saber letrado no bastó a Don Alonso Enríquez para ser
reconocido como cabal autor en su época. Sólo la historiografía le reconoce su condición de testigo
privilegiado de los conflictos del Perú a raíz de lo cual su Libro... será traducido al inglés
(Marckham 1862). Por el contrario, en Chile, hasta mediados del siglo XX, aunque se le cita entre
los partidarios de Almagro (Otaegui 1997), se le descalifica como "trovador" (Sánchez 1943) y se le
desconoce como cantor de la Nueva obra... que aquí nos ocupa (Carmagnani 1961), a pesar de la
nutrida bibliografía existente sobre el autor (Keniston 1960).
Esta renuencia a legitimarlo como escritor, en su tiempo, provoca que Hnríquez despliegue
una constante estrategia de escritura y de actos de habla, que se traduce en una variada clase de
discursos afines con la retórica literaria y jurídica. Mediante ellos se autocalifica ostensiblemente
como "autor de obras literarias", buscando legitimar y validar tal condición en la comunidad
cultural del siglo XVI. Por lo pronto, la calificación de "libro" dada a su autobiografía lo pone en
relación con una serie textual prestigiosa diferente a aquélla de la crónica, por ejemplo, y prueba
la condición de la escritura como hecho de lenguaje y como poder de glorificación, intimidación y
coerción (Barthes 1987: 28).
En medio de muchos conquistadores "iletrados", como Almagro y Pizarro, esta reiterada
ostención de saber escribir que Alonso Enríquez proclama en su Libro..., su pretensión de hacer
de su vida una "obra escrita", su relación liberal con la nobleza de la metrópoli -que no le impide
eludir una orden de prisión-, su estilo de vida picaresco (Byrd 1934; Pitarello 1991), su
contradictoria intervención como consejero de Pizarro y luego apologista de Almagro, en su
calidad de testamentario (Esteve 1964; Porras 1985) y liquidador de sus bienes -como lo fue la
manumisión de la esclava Malgarida (Libro, Apéndice IV)- influyeron, indudablemente, en el
silenciamiento de su nombre, por lo menos en la primera copia de la Nueva obra...
El anonimato beneficia la libertad de decir que le interesa a Don Alonso, quien -conforme a su
condición de testamentario- está obligado a pleitear por Almagro en las Cortes. De hecho, un
anónimo clasificador de textos es quien "recupera" y anota el nombre del autor de la Nueva obra...
en una fecha cuando -ya muerto don Alonso- queda a salvo de las querellas de los pizarristas.
Frente a los textos que en su momento trataron asuntos de la conquista, la Nueva obra...
representa tanto el acatamiento del canon de la crónica como su superación. Por lo pronto, la
calidad del relato que en ella se ofrece no depende estrictamente del nombre impreso del autor a
quien sus contemporáneos identificaban plenamente. La condición de "crónica-relación" deriva,
aquí, del hecho de que ella es proferida por "un testigo de vista", como acotan los archiveros, un
testigo de quien sólo se puede esperar un relato verdadero sobre la muerte de Almagro.
Este "testigo de vista" no ignora la norma que rige la producción de textos y de lo que se dice,
se escribe y se comunica; o se silencia o relega al anonimato; o simplemente no se puede decir ni
escribir, a pesar de que la historia y la memoria colectiva deban hablar y hacer oír, también, sus
otras ("contra") verdades, como aquéllas que tratan de fracasos, infamaciones o desposesiones,
tanto o más verdaderas y dignas de relato que las que recogen las "memorables hazañas".
En la Nueva obra... la verdad que interesa al autor excede lo historiográfico, pues dado que su
propósito es entablar una querella contra Hernando Pizarro por la injusta muerte de Almagro,
despliega una serie de actuaciones discursivas propias de la tradición retórica, en tanto arte
general de la persuasión (Mortara 2000: 57). Tales discursos reproducen el plan de la
argumentación llevado a cabo en la Corte por un "letrado" o abogado defensor que representa a la
"Ley", en tanto "letra" o norma escrita. En la Nueva obra... ese testamentario que hace la
defensapost mortem de Almagro ante un tribunal debe recurrir a una compleja actuación
lingüística de carácter polifónico (Ducrot 1986) con el propósito de convencer a los jueces.
El argumento central de este alegato de Alonso Enríquez es que en el Perú ha ocurrido "un
hecho injusto, público y notorio", como ha sido la indigna muerte dada a Almagro quien, sin
embargo, "vive en su fama y le i ir ne encumbrada" (c. 24). Esta manifiesta adhesión a la causa de
uno de los protagonistas de las luchas civiles del Perú -proseguidas bajo la conducción de
Almagro, el Mozo- propone una transgresión mayor acerca del estatuto de los discursos
coloniales. Lo propio de la crónica es ser un discurso en prosa -antes que una escritura dada en
el metro del romance o de la copla- producto de un testigo de vista o de oídas sobre hechos,
propios o ajenos, dignos de memoria, para por ellos pedir mercedes. Pro-ferir esta Nueva obra...
como apología, elegía y denuncia del modo como fue ejecutado Diego de Almagro -y que
indudablemente contribuyó a la Sentencia contra Hernando Pizarro- es, sin más, una ruptura de
la norma, y expone a su autor a la censura antes que a la recompensa. Como defender B quien
desencadenó las guerras civiles del Perú le restaría méritos y ventajas sociales a su acto
escritural, y pondría en riesgo una sentencia favorable para su defendido, Enríquez de Guzmán
pone en acción una estrategia que consiste en recurrir a una serie de modulaciones discursivas
que simulan las voces de diversos sujetos que avalan lo justo de su demanda y la legitimidad de
su causa. Esta pluralidad de actos de habla provoca una consolidación polifónica del texto, dada
tanto por las voces de las letras y de la historiografía (crónica, apología, elegía, discurso indígena,
hablante singular y colectivo) como por el discurso procesal y contractual entre el Rey y sus
súbditos (servicio al príncipe, deberes del monarca, inculpación, exculpación, registro de la
audiencia y del proceso).
LA ROTULACION DEL EXPEDIENTE PROCESAL
El extenso título de estas "coplas" de Alonso Enríquez permite distinguir dos segmentos
paratextuales que en forma explícita aluden a su carácter de "crónica apologética" y de discurso
procesal:
"Nueva obra y breve en prosa y metro" es el enunciado base que informa sobre las
pretensiones literarias del autor y remite a su competencia y a su trayectoria en las letras. Con
este título el escritor alude a "obras" anteriores, como es el Libro... de su vida y las versiones
precedentes sobre la muerte de Almagro -escritas en "prosa" y en "romance"-, mostrando además
que tiene la ductilidad necesaria para reescribir, ahora en "coplas", una relación "abreviada" del
muy conocido episodio de la conquista de Nueva Castilla.
El segundo segmento actúa como subtítulo y permite filiar esta obra como "documento" o
como "escrito" presentado en un proceso. De este modo, la Nueva obra... simula ser un discurso
natural que reproduciría esa defensa oral a favor de Almagro que fuera hecha en España -
alrededor de 1548, ante el rey Carlos V y las Cortes- por el mismo Alonso Enríquez de Guzmán.
De aquí se deriva que el discurso procesal -que concierne a los actos de acusación, de defensa y
de determinación de lo justo e injusto (Mortara 2000: 28)- sea el tipo textual que sirve de soporte
a la Nueva obra., y que da pie a una variada clase de discursos. El efecto de esta pluralidad de
voces -y de actos de habla- se objetiva en la actualización de una serie de formaciones discursivas
propias de la tradición retórica, de la oratoria y del discurso procesal ("letrado") que corresponden
a la argumentación, la alabanza o elogio, el derecho a petitorio judicial, la demanda o querella
criminal y la exculpación e inculpación (Mortara 2000). El texto adquiere así una estructura
multívoca, dialógica y apelativa que, en su conjunto, está destinada a persuadir de la verdad
jurídica, historiográfíca y moral de una querella entablada justamente, y de la calidad de la
palabra de quien la sostiene como hombre de letras y de leyes.
En tal sentido, las coplas de la Nueva obra... pueden ser entendidas como un enunciado oral
identificable como un suceso verbal, histórico, particular, único e irrepetible en el tiempo y en el
espacio "dicho por alguien, en algún sitio en alguna vez", vale decir, un acto verbal proferido por
una persona real en una ocasión concreta, en respuesta a un conjunto preciso de circunstancias
(Herrnstein 1993), tal como habría abogado Alonso Enríquez.
La exposición oral de esta querella constaría en un "expediente" que contiene los antecedentes
relativos a la causa entablada en la Corte, resumida y caratulada en los siguientes términos
actuariales:
sobre la muerte del Ilustre Señor Adelantado Don Diego de Almagro, Gober-
nador y Capitán General por su Católica y Real Majestad el Emperador y Rey
Nuestro Señor en el Nuevo Reino de Toledo llamado Perú, descubridor y
conquistador y sustentador de esta rica provincia.
Como discurso procesal, la Nueva obra... constituiría, entonces, ese "treslado", transcripción
fiel o registro escrito de la causa o expediente acumulado en torno a la defensa de Diego de
Almagro. Dada a conocer públicamente, la "obra" reproduciría por "escrito" las argumentaciones
presentadas a los jueces para que arbitren justicia acerca de la ilegalidad de los cargos que se
imputaron a Almagro para sentenciarlo a muerte. Como "demanda" y presentación legal, en ella
se aboga por la inculpación de Hernando Pizarro, en tanto victimario, y se solicita el dictamen de
una justa y reparadora sentencia que restituya la probidad al Adelantado.
En particular, el enunciado del subtítulo actúa a la manera de un extenso paratexto que
anuncia la heterogénea condición de obra, crónica y testimonio de un litigante y hombre de letras,
y pone de manifiesto los diversos componentes que regirán la perspectiva de su enunciación. El
subtítulo regula el relato básico sobre la muerte del Conquistador, conforme al discurso de la
elegía, y explícita las razones de la escritura según los preceptos historiográficos, la retórica de la
conquista y el discurso procesal. Sucesivas anotaciones al manuscrito original califican al autor
como un "testigo de vista" (1550), lo que es un aval para los efectos de la verdad que encierra esta
crónica-relación y para la validez de la demanda o sustanciación de la causa que entabla su
autor. Posteriormente, éste será identificado por su nombre (1589) y por su inconfundible
apelativo de "caballero noble y desbaratado" que diera a conocer en su Libro... Tal apelativo da
cuenta de un abolengo que lo hace digno de crédito, según lo probó al actuar como docto
consejero de los conquistadores y testamentario de Almagro.
No obstante, a Enríquez de Guzmán no le faltan razones para ocultarse como autor de la
Nueva obra..., aunque hacia 1548 se hayan producido sucesos favorables para actualizar el pleito
en favor de Almagro. Ese año fue decapitado Gonzalo Pizarro, y Hernando permanece en la prisión
española de Medina del Campo por intervención de los almagristas. Así y todo, pesa en la opinión
real y en las Cortes la muerte de Francisco Pizarro (junio 26 de 1541) tras la rebelión de Diego de
Almagro, el Mozo, derrotado, a su vez, por el licenciado Vaca de Castro en la batalla de Chupas
(septiembre 16 de 1542).
Frente a este contexto histórico, la Nueva obra... pone en práctica una perspectiva procesal
que atiende a prefigurar la visión de un cronista digno de crédito que debe proporcionar una
imagen afamada y no degradada de Almagro. Esta imagen es diferente a la versión que ofrece
Enrique Volpe, ' donde -al situarlo en la desolación del desierto- Almagro habla desde la
percepción de su fracaso y de la imposibilidad de la fama. Diferente también es la novela de
Antonio Gil cuando, en vísperas de su ejecución, el Descubridor sólo tiene presente el despojo del
Cuzco y la ruina de su expedición a Chile. Enríquez de Guzmán completa esta tercera fase de la
historia del Adelantado haciendo su defensa postuma. Tal propósito vindicativo y de restitución
de la fama de Almagro exige recurrir a una estrategia de persuasión y de interpretación de la
materia histórica conforme a los cánones de la conquista y en términos de prolija defensa,
ajustada a derecho.
Para tales efectos, el subtítulo acota la perspectiva apologética, según la cual se enunciará la
crónica y la querella: proporciona una imagen "Ilustre" de Almagro y, por tanto, su derecho a la
fama y a la honra; declara que Almagro ejerció legalmente los cargos de gobernador y de "capitán
general" del territorio; sostiene que Almagro, a diferencia de lo que afirman sus detractores (como
Valdivia, a raíz de su fracasada empresa a Chile) está en posesión de las virtudes exigibles a todo
Adelantado, cuales son: "descubridor", "conquistador", "pacificador" y "sustentador" del Nuevo
Reino de Toledo
El autor elogia y da testimonio de estos atributos que, como testamentario y caballero que es,
lo obligan al cumplimiento de un deber y éste no es otro sino abogar, restituirle la fama y pleitear
a favor de Diego de Almagro.
EL DISCURSO DE LA PROSA: LAS RAZONES DE LA DEFENSA
Caratulado el expediente procesal, el texto en prosa constituye una suerte de proemio o
epítome sobre el juicio "Almagro versus Pizarro", en el cual se apela a los lectores y auditores
antes de pasar al verdadero argumento que ha de tratarse (Mortara 2000: 70). En la proferición
del alegato en favor del defendido, la prosa deja de manifiesto los indicios y los procedimientos de
interpretación de los hechos testimoniados que regirán el discurso del poeta-orador. El objetivo es
persuadir al tribunal de manera que éste sea benévolo, atento y dócil a lo demandado (Mortara
2000: 71).
Tales procedimientos de interpretación y de persuasión suponen, a la vez, que tras el defensor
está presente un auditorio colectivo que -como partícipe de la ética de la conquista- es capaz de
deliberar sobre el asunto y, además, está capacitado para valorar que esta "escritura-
transcripción" del proceso es, justamente, la obra que se le ofrece. A ellos se dirige acusación
contra Hernán Pizarra, desplegar su capacidad para persuadir al monarca y, así, obtener justicia.
Y es también en tal sentido como la crónica actualiza el discurso procesal por cuanto su autor
debe proporcionar las suficientes informaciones sobre "cuyas bases el tribunal y los jueces
pueden formarse una opinión pública acerca de una secuencia de acontecimientos, el
encadenamiento de una acción, los motivos de un acto o el sentido de los que han ocurrido"
(Ricoeur 1983; Barraza 1997).
Conforme a tal estrategia, el discurso de la prosa inaugura una estructura argumentativa
dual, centrada en las imágenes disímiles de los rivales. Almagro es un conquistador digno de
honra, de memoria, de defensa y de que se escriba sobre él, pues supera los arquetipos y virtudes
de héroes de la historia y de la épica como Alejandro, Julio César y Héctor, aventajándolos en
"franqueza", "valentía" y "nobleza". Pizarra es su antítesis, pues su actuación contra su rival lo
revela como "cobarde", "no franco" e indigno de "nobleza".
A partir de esta alabanza a Almagro, Enríquez de Guzmán sitúa el componente de una ética
cristiana y caballeresca como uno de los niveles de argumentación que preside su discurso: las
nobles virtudes de Almagro provocaron la envidia, la deslealtad, el escarnio, y también la pérdida
de su honra, el despojo de sus bienes y una muerte inmisericorde.
EL DISCURSO EN METRO: LA DEMANDA DE UN DEBIDO PROCESO
Desde un comienzo, el discurso de las coplas acota el circuito que comprenderá el debate
procesal, previa identificación del tribunal ante quien se recurre y se presenta la querella. A este
tribunal -compuesto por Carlos V, las Cortes, su Presidente y los rectos y dignos Oidores- se les
dirige una petición de justicia y se les apela, en conciencia, como arbitros que deben impartirla.
Conforme a la retórica judicial, tal petitorio pone de manifiesto, aquí, el concepto de narración
entendida como "relato persuasivo de una acción tal como ha sucedido", destinada a informar al
oyente sobre el tema de la controversia (Mortara 2000: 76).
Las expectativas de éxito de este petitorio radican en que se apela a la suprema autoridad del
rey. Se recurre al monarca en tanto es depositario de potestad para administrar justicia, corregir
agravios legales y sentenciar a quienes hayan quebrantado la ley, según se expone en las coplas 1
y 2. En ellas, el hablante aparece enunciado como un "yo" que representa a una colectividad y que
apela al cumplimiento de las leyes del vasallaje, basadas en la "obediencia" o en el "servicio que se
debe al príncipe". Tal obediencia ha sido institucionalizada como un vínculo contractual ante ese
"señor natural" (c. 3) que es el Emperador, relación que otorga el derecho u petición que asiste a
todo súbdito.
Este yo colectivo -conocedor de la institucionalidad vigente- expone los atributos propios de la
majestad imperial. Entre ellos, el status de Emperador y de protector de la Iglesia; depositario por
derecho divino de plena potestad sobre todo lo humano y cuya misión es acrecentar la fe en las
Indias; en suma, arbitro y detentador de la justicia. Recabados tales atributos, el "yo colectivo" y
Enríquez de Guzmán orientan el discurso que el rey ignora porque no ha sido bien u
oportunamente informado (Las Casas 1972). Tal premisa permite que todo vasallo pueda servir al
príncipe "haciéndole saber" sus cuitas -el caso de Almagro, por ejemplo- como buen informante o
vasallo leal, honrado, documentado y digno de ser oído en tales trances. Y Enríquez de Guzmán,
aunque "desbaratado", es reconocido -desde su Libro...- como caballero de "noble linaje aunque
pobre en hacienda", hombre letrado, testigo presencial de la conquista, docto consejero de los
rivales y testamentario leal de Almagro.
Las coplas 3 y 4 concluyen exponiendo el caso: si el Emperador dicta leyes en representación
de Dios, debe oír a los peticionarios e intervenir para imponer el derecho, dado que Hernán
Pizarra no tenía la calidad legal de juez para procesar y dictar sentencia ejecutoria contra
Almagro, proceso que, por tal razón, fue mal sustanciado y, por lo mismo, fallado "contra derecho"
(c. 4).
LA RELACION TESTIMONIAL Y LA RETORICA JUDICIAL
Entre las coplas 5 y 9, el hablante reproduce la voz de un cronista, quien hace una relación
de los sucesos de la conquista del Perú. Su relato, conforme a los requerimientos procesales, pone
de relieve una estructura dual que permite desplegar una perspectiva argumentativa y de
interpretación de los hechos destinada a constituir la defensa de Almagro y los fundamentos de
las acusaciones contra Hernán Pizarra.
Conforme a su relación de los hechos -"que (por lo demás) en estos sus reinos muy público ha
sido", c. 5. El paréntesis es nuestro- el pacto entre Francisco Pizarra y Almagro era garantía de
paz en el Perú. Y, ante la división del territorio, Almagro no ha hecho sino conducirse conforme a
lo que el servicio y el interés del príncipe le exige: ha defendido con sus armas una jurisdicción
ganada y otorgada legalmente por "provisiones", frente al despojo que ha tramado Hernán Pizarro;
ha conservado la paz y el "sosiego" del nuevo Reino del Perú, evitando la "alteración" de los indios
y la pérdida del territorio (ce. 5 y 6); ha arriesgado la vida por "sustentar" el territorio para el
Emperador y evitar la acción de usurpadores como Hernán Pizarro, (cc.7 y 9); ha procedido como
vencedor magnánimo y clemente en la hora de la victoria, pues concede el perdón a su rival, a
pesar de hallarlo "digno de muerte" por rebelión (c. 7); hace cumplir las normas del vasallaje, pues
obliga a que Pizarro rinda el homenaje que debe al legítimo Gobernador y al Rey, enviándolo preso
para que sea juzgado por las Cortes (c. 8).
Estos atributos del comportamiento de Almagro constituyen -según el hablante de las coplas-
los fundamentos de la apología y del elogio destinados a obtener un fallo favorable. Los méritos y
servicios del Adelantado son superiores, encomiables y dignos de justicia frente a los "deservicios"
del acusado, Hernán Pizarro. Este, en efecto, se ha mostrado indigno de honra y de nobleza desde
el momento que no obedece al homenaje exigido de presentarse ante el Rey (c. 9), sino que se alza
contra Almagro; al triunfar contra Almagro no valora la clemencia ni el perdón que recibiera del
vencido (c. 10); deshonra la imagen de la conquista ante los indios quienes, por tal razón, llaman
"tiranos" a los españoles (c. 9); y con su actuación provoca "la perdición" de estados y vidas de
buenos españoles cristianos en el Perú (c. 9).
EL DISCURSO TESTIMONIAL Y EL TESTIGO DE VISTA
Entre las coplas 10 y 29 la relación de la Nueva obra... presenta un encuentro entre el
discurso del cronista, en su calidad de testigo de vista de un proceso injusto que recurre al rey
por justicia, y el poeta quien fue también testigo del trance y habla desde el "corazón de la
experiencia" (Ricoeur 1983). La voz del testigo litigante -ahora, en calidad de poetase interioriza y
participa emotivamente del suceso. Conmovido e indignado por un ajusticiamiento ilegal, el
hablante de las coplas profiere ahora un discurso elegiaco por la muerte ignominiosa de un ilustre
conquistador, estilo conveniente para dar fe de su competencia literaria y para los efectos que
quiere lograr en este proceso.
En esta fase de su discurso, y como acusador de Hernán Pizarro, Alonso Enríquez recurre a la
alteridad del sujeto de la enunciación, y estratégicamente se enmascara en la tercera persona,
hablando de sí mismo como si fuera otro (ce. 19, 20 y 21). Así, destaca que un tal "Enríquez de
Guzmán" tuvo el privilegio de ser nombrado el primero entre tres tes laméntanos de Almagro, en
virtud de la "calidad de su persona" (c. 20), por el hecho de su fama como "muy buen caballero" y
por su condición de "amigo leal" (c. 19). A este testamentario se le habría obligado a hacer su
defensa postuma, pues se le confió lo más "secreto de la discordia" (c.19). El hablante de las
coplas asevera también que "Enríquez" tiene reputación de hábil mediador y consejero, por lo
cual, llevado por el "servicio que convenía a la lealtad y al interés del rey" (c. 20), daba prudentes
consejos a los adversarios, los que, de haber sido tomados en cuenta, hubieran impedido los
enfrentamientos.
Se comprende así que la ocasión de hacer testamento sea propicia para que Enríquez de
Guzmán pueda referirse a sí mismo como privilegiado testigo de la contienda y al rol que le
compete como cronista y como honrado caballero. El hecho de ser nombrado testamentario lo
obliga a representar a Almagro e informar al Rey y a las Cortes de "cuan sin justicia sin mal
padeció" el Adelantado (c. 22). Por lo mismo, su oculta-miento como el autor de la Nueva obra...
podría entenderse también como La estrategia necesaria del querellante y "leal amigo", obligado
por promesa hecha en trance de muerte. Distanciado por la imparcialidad de la tercera persona,
el discurso de la defensa desarrolla la acusación argumentando que Hernán Pizarro carece de
elevación moral, pues ha procedido con absoluto abuso de poder e incumplimiento de los
fundamentos legales que debieron regir el debido proceso contra Almagro. Tal conducta hace de
Pizarro una persona "odiosa", de innecesaria "crueldad", de extrema rigurosidad (c.10) y falta de
lealtad (c. 31) y clemencia, a quien no conmueven la edad, la enfermedad, las súplicas ni las
manifestaciones de humildad de Almagro (ce. 12, 13, 14 y 15). Por el contrario, sabiendo lo
irremediable de su muerte, dice el hablante que Almagro se muestra católico y piadoso. Hace
testamento. Dispone mandas cristianas. Reparte sus bienes. Nombra heredero al rey, de quien
pide protección para su hijo. Pide confesión y perdona a sus enemigos (ce. 16, 17, 18, 19 y 25).
En conclusión: Almagro muere ilustre pues "vive en su fama y le tiene encumbrada" (c. 24).
No obstante, para los efectos de la crónica apologética, la recusación presentada no basta que
se base exclusivamente en rasgos morales. Ante el tribunal, la relación del testigo pone de
manifiesto los vicios legales con que se llevó a cabo el juicio sumario contra Almagro: denegación
del derecho de apelación que éste podía dirigir a las Cortes (ce. 10 y 11); no esperar el veredicto de
ellas; dictar falsa sentencia de traidor en contra de Almagro, usurpando el nombre del Rey (c. 26);
asesinato ruin en celda y escarnio público en la plaza del Cuzco (ce. 24, 26, 27).
De aquí se derivan graves consecuencias para la acusación contra Hernán Pizarro: autor de
un crimen antes que de una ejecución legal; desacato a la autoridad real, al declarar haber
obrado en nombre del Rey, razón por la cual merece castigo, y difamación de la honra de Almagro
al acusarlo injustamente de "traidor y sin fidelidad al príncipe", "alborotador" y causante de "tanta
pendencia" (c. 27).
Por lo tanto, el fin que persigue esta crónica apologética de Enríquez no es otro que castigar a
Pizarro con cárcel perpetua y reparar y restituir la honra a Almagro. Conforme a la voz de la
defensa, Almagro no es traidor, como fue pregonado, sino fiel servidor y protector del interés real
(c. 9), como lo prueban sus heridas de guerra (c. 14), la pérdida de un ojo y la recta justicia con
que gobernaba el Cuzco (c. 27) en nombre del Rey.
EL DISCURSO ELEGIACO
Según se ha advertido hasta aquí, la Nueva obra... es un discurso que muestra una actuación
polifónica del hablante como un hombre de "letras" y como un "letrado" competente en el discurso
de las leyes. Por lo mismo, en este texto el propósito de obtener justicia y la restitución de la fama
de Almagro no radica exclusivamente en la relación fidedigna hecha por el testigo de vista ni en la
recusación de los vicios legales del proceso seguido al Conquistador.
Desde el "corazón de la experiencia" (Ricoeur 1983), la mirada del testigo se aproxima a la
petición de clemencia de Almagro y capta prestamente el apasionamiento de los bandos en pugna.
Así, mientras el sentenciado pide un notario, los pizarristas vocean furiosamente su muerte (c.16).
Esta certera percepción del conflicto se entrega expresivamente en la descripción del
ajusticiamiento, ocasión en que el hablante observa cómo "el testamento sinado y firmado /
llegase presto el verdugo cruel / y hecha un garrote y un grueso cordel / a la garganta del
Adelantado / dale una vuelta el cordel fue quebrado / como de nuevo con otro apretó /
naturalmente don Diego murió..." (c. 24). Esta adhesión sentimental provocada por la injusta
muerte de Almagro da paso al discurso elegiaco que permite a nuestro autor poner en juego su
habilidad retórica con fines judiciales, la que se manifiesta en la capacidad para interiorizar el
episodio y apelar al pathos de su auditorio, más allá de su constancia histórica. El hablante
adjetiva y revela el detalle de los objetos con gran afectividad: la cárcel es "oscura y fragosa"; el
verdugo es "cruel"; Almagro es "el triste don Diego". La sonoridad, acentuación y ritmo del verso se
hacen más perceptibles: Almagro "con lágrimas riega las tristes mejillas" (c. 12) y exhibe "su cana
cabeza con muchas heridas" (c.14). Hay recurrencia a procedimientos léxico-semánticos propios
de la argumentación retórica: "En las discordias de estos adversarios" (c. 20), "heredero de todo
pues todo en su nombre he ganado" (c. 18). Se explicitan las confrontaciones antitéticas presentes
en los rivales: sentencias "no rectas ni justas mas muy rigurosas" (c. 20); "Don Diego murió / mas
vive en su fama y le tiene encumbrada" (c. 24). Sinonimias: "sus tristes clamores con pena
mostraron" (c. 28); "en mi muerte, Señor, no matáis" (c. 15). Gradaciones: "sangre muy clara,
excelente" (c. 21); Alvarado, otro testamentario, "es letrado, muy rico y muy docto" (c. 22). Ironías
patéticas: con un "grueso cordel" apretado a su cuello "naturalmente don Diego murió"; "veis pues
¡oh! muy poderoso Señor, / la gran justicia que a Almagro fue hecha" (c.23).
Esta actitud elegiaca manifiesta el grado en que la crónica deja paso a la poeticidad en un
discurso apologético y, básicamente, de referencia historiográfica y procesal, como se condensa en
las coplas 28 y 29. En ellas, se reitera la estrategia de distanciamiento del testigo y acusador con
respecto a la materia que denuncia, para actuar como sujeto imparcial de ella. Expuesto al
escarnio en la plaza pública, y cuando "todos los suyos desamparan" a Almagro, el discurso
elegiaco es proferido como el homenaje de un yo colectivo, no español, sino representado por la
voz y el lamento hiperbólico de la "gente de Indias" a quien Almagro conquistara ejemplarmente y
cuyo llanto se oye por toda la tierra:
Todos los suyos le desampararon
solo en la plaza sin ellos estaba
pero la gente de Indias lloraba
y a muy altas voces sobre él lamentaron
con tristes clamores su pena mostraron
sus grandes gemidos, Señor, retenían
toda la tierra do que se oían.
Como si el Sol entonces faltara
que es a quien ellos veneran y adoran
sobre don Diego lamentan y lloran
cada cual de ellos su pena declaran
El Cielo, decían, ya nos desampara
pues tan padre nuestro tan presto faltó
maldiga la tierra a quien tal le paró
hasta que compre su muerte muy cara (ce. 28, 29).
Como se advierte en estas coplas, Enríquez de Guzmán incorpora tempranamente a su
discurso otras variables de su competencia "letrada", como son los formantes propios del mundo
indígena, perceptibles en elegías similares sobre la muerte de Atahualpa. El hecho es que en este
pasaje se demuestra que la muerte de Almagro ha originado entre los indígenas un extenso
lamento que el autor reproduce de manera resumida (c. 30) y que, en ese discurso indígena,
Almagro es asociado al dios Sol de los Incas, pues se afirma que los protegía como un padre y a
su muerte experimentan un desamparo total que sólo puede ser reparado con un acto de justicia.
LA PETICION DE MERCED
Desde las coplas 30 a la 39 se procede a presentar expresamente la querella contra Hernán
Pizarro, la que es entendida como "petición de justicia" por el sumario "proceso tan sin razón" (c.
30) que efectuó contra Almagro. En la formulación de la demanda, el defensor aboga para
invalidar las acusaciones de traición y de desacato que pesan sobre el Adelantado, volcándolas en
contra de Pizarro. Posesionado de su rol, focaliza su argumentación no sólo con justificaciones
legales. Ahora, mediante la proferición de su discurso en primera persona se identifica como ése
yo que "dice, expresa y alega" (c. 37), en alternancia con el "nosotros" colectivo que se querella
("suplicamos, acorremos, rogamos, encargamos, pedimos, quejamos, acusamos, presentamos") y
que es indicio de los conquistadores del Cuzco ("pues por ejemplo de vos la tomamos", c. 34), de
las normas sociales de entonces (suplicamos según "vuestros preceptos", c. 36) y de los
numerosos adeptos de Almagro ("la querella que nos presentamos", c. 30).
Por lo demás, la alternancia y la versatilidad de los sujetos de la enunciación de las coplas
constituye una estrategia de proferición cuyo objeto es que la demanda sea juzgada no como un
pleito personal ni de bandos, sino como una querella imparcial y ocasión propicia para dictar una
sentencia ejemplarizadora, válida para todos los subditos. Por lo mismo, en esta fase de la Nueva
obra... la apelación identifica expresamente a los miembros del tribunal -el Rey, el Consejo Real, la
Corte, su Presidente y Oidores- como jueces que deben acoger la causa del litigante y sentenciar
conforme a sus "justas conciencias" (c. 36).
En cuanto a la argumentación legal de la querella destinada a lograr la inculpación de Pizarro
y la exculpación de Almagro, "de todo lo impuesto por su enemigo" (c. 35), ella tiene como
fundamentos los derechos sobre el Cuzco, el cumplimiento de los requisitos de la guerra justa y
las leyes del homenaje que se debe al rey. Para tales propósitos, el cronista-defensor debe
impugnar varios hechos: que la acusación de traición, que sustenta el ajusticiamiento de
Almagro, no fue ratificada por el Rey sino formulada sin fundamentos por Pizarro y sin aportar las
pruebas del caso (c. 31); que la toma del Cuzco fue un acto legal conforme a las normas de la
guerra justa (Ercilla 1980: 224) y no una traición al Rey, puesto que Almagro tenía las provisiones
de Gobernador de la ciudad y Pizarro sólo la autorización de su hermano Francisco, por lo que el
culpable de alzamiento y de traición es Pizarro (c. 33); que la contienda civil que emprende
Hernán Pizarro contraría las leyes de la guerra justa, pues obedece "sólo a su propio interés"
antes que al interés público o al debido servicio al Rey, que es lo que debe guiar a los
conquistadores (c. 34); y que, obligado a la contienda, Almagro se guía por el interés real, acata la
voluntad del monarca y la de Dios, todo lo cual es favorable para la conquista y pacificación de
estas tierras.
La síntesis de la argumentación de Enríquez de Guzmán se expone en las coplas 37, 38 y 39,
y se sostiene, principalmente, en causales que desvirtúan las actuaciones de Pizarro y
manifiestan su desacato al príncipe, hechos que las "justas conciencias" (c. 36) de los ilustres y
doctos integrantes de la Corte deben considerar en este pleito. Ella es planteada como: a.
Inclemencia. Almagro pudo dar muerte a Pizarro cuando lo hizo prisionero, pero en un acto de
clemencia propio de la guerra justa y de la nobleza del conquistador, lo dejó libre; y b. Desacato.
Almagro recurrió al Rey para que dicte sentencia. Al quedar en libertad, Pizarro debía cumplir la
norma del vasallo y presentarse a rendir homenaje, pero no concurrió donde el monarca.
Además, sin tomar "espejo y dechado" (c. 37) en la clemencia de Almagro, Pizarro tomó
venganza "por sus manos" (c. 39) como prueba de su condición de tiranía y usurpación de poder,
razón suficiente para que deba ser castigado. "Sólo por esto se debe punir"(c. 39) es el verso final
con que Enríquez de Guzmán concluye sus coplas apologéticas, cuyo corolario de seis versos ha
sido tachado por el censor.
En suma, se advierte cómo las formas discursivas y textuales que componen la Nueva obra...
corresponden a aquéllas que pertenecen a un universo cultural, sean o no precisadas mediante la
metalengua correspondiente por parte de su autor (Mignolo 1978: 62). En tal sentido, esta obra
pone de relieve que lo literario puede ser entendido como "un conjunto de motivaciones y normas
que hacen posible la producción y recuperación de textos en cuanto estructuras verbo-simbólicas
en función cultural" (Mignolo 1978: 57).
La Nueva obra... -en tanto "crónica apologética"- integra en sí una suma de eventos de habla y
de ejecución del lenguaje conforme a las exigencias y estipulaciones de una situación
comunicativa histórica, concreta, en la cual se inscribe. En tal sentido, como señala Van Dijk, "los
actos de habla sólo pueden ser actos sociales si se llevan a cabo en un contexto comunicativo
(pragmático) definido como un conjunto de datos a base de los cuales se puede determinar si los
actos de habla son o no son los adecuados", vale decir si conducen a la satisfacción que se
pretende mediante la actuación lingüística. La amplitud de los registros de los actos de habla que
emplea Alonso Enríquez está, naturalmente, en directa relación con un contexto socio-cultural
beligerante y a priori adverso para él, ante el cual debe (auto)legitimarse para ser oído como
"poeta" y "letrado", tanto como para afamar a su defendido de modo que le sea restituida la honra
(Barraza 1998a). Al respecto, Van Dijk explicita que "la condición general de la satisfacción
(verbal, por ejemplo) es que una persona haga algo y que el resultado o las consecuencias de ese
hacer sean idénticas a las que el agente quería causar" (1978: 60. El paréntesis es nuestro).
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