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SUMARIO
NÚMERO 4
EDITORIAL PORTADA pg. 1
FOTOS ANTIGUAS pg. 2
SUMARIO pg.3
FAMILIA GONZÁLEZ pg. 4
ADELA DEL POZO RUBIO pg. 5
CUANDO YO ESTUDIABA…. Pg. 6
MIGUEL MORA DE LA OSA pg. 7
JAVIER MONTÓN PÉREZ pg. 8
VICTOR DE LA VEGA pg. 9
FELIX GONZÁLEZ Pg.10
JULIÁN RECUENCO pg. 11
PILAR ESCAMILLA PARDO pg.12
JAIME RODRÍGUEZ LAGUÍA pg. 13
FRANCISCO PAGE pg. 14, 15
MIGUEL ANGEL ORTEGA pg. 16
DAVID VALVERDE pg. 17
FERNANDO OLMEDILLA pg. 18,19
RUTH OLMEDILLA pg, 20,21
EDUARDO DE LAS HERAS pg. 22
MARTA FERNÁNDEZ pg. 23
JAVIER BARRIOS pg. 24,25
CRISTINA MUÑOZ pg. 26,27
ENCARNACIÓN REAL pg. 28
BEATRIZ JIMENEZ pg. 29
OROSIA MARTÍNEZ pg. 30
ISABEL LÓPEZ REBENAQUE pg. 31 ADIVINA QUIÉN………. Pg. 32,33
PROMOCIONES 2009/10 pg. 34,35,36
75º ANIVERSARIO DEL
COLEGIO RAMÓN Y CAJAL
De nuevo estamos con todos
vosotros, en esta ocasión para ce-
lebrar el 75 CUMPLEAÑOS de
nuestro colegio. Esta edición se ha
llevado a cabo gracias a las aporta-
ciones de muchas personas que
han sido alumnos o maestros de es-
te centro, a las que desde aquí
agradecemos su colaboración. A
través de sus artículos y de sus fo-
tos nos hacen recordar otros tiem-
pos, reír, llorar, pensar …
Son sólo unos pocos recuer-
dos, pero consiguen reflejar la im-
portancia que la educación que
hemos recibido tiene en nuestras
vidas. Disfrutad con su lectura.
EL GRUPO
C.I.P RAMÓN Y CAJAL
C/ Garcilaso de la Vega, 2.
Cuenca Teléfono: 969 213 665
16000841.cp@edu.jccm.es
Edición: Colegio Publico de Infantil y Primaria
“Ramón y Cajal”.
Dirección: Gloria Argudo y Miguel Molero
Redacción: Luis Blasco y Pablo Vellisca.
Colaboración: Maribel Mena
ISBN : CU-249-2010 El Grupo
4
RECUERDOS DE LA FAMILIA GONZÁLEZ
PEDRO GONZÁLEZ MARTÍNEZ
(43 AÑOS)
Mis mejores recuerdos de
este colegio son las normas
de recreo, jugando al balón.
Lo peor era, cada vez que
llagaba a casa, las regañinas
de mi madre cuando llegaba
con las zapatillas rotas.
PEDRO IVÁN GONZÁLEZ MARTÍNEZ
(23 AÑOS)
Mis mejores recuerdos son las ex-
cursiones en autobús y las caras de
nuestros padres al despedirnos, que
parecía que nos mandaban al fin del
mundo. Recuerdo a mis compañeros,
profesores y tengo muchos y muy
buenos recuerdos más.
GERMÁN GONZÁLEZ MARTÍNEZ
(18 AÑOS)
Un colegio significa la niñez y la infan-
cia de las personas que acuden a él. Yo
tuve una niñez feliz y una bonita infan-
cia. Eso es para mí este colegio.
5
ADELA DEL POZO RUBIO Recuerdo que mi maestra se llamaba Dña. Victoriana. A juzgar por la edad que
debo tener en la foto, debe de rondar el año 1936, es decir, de los primeros años del
colegio. Yo soy la niña de la primera fila a la derecha del niño borroso.
Soy la abuela de Lara y Andrea Carrasco Collado.
6
CUANDO YO ESTUDIABA EN EL COLE
Soy maestra y actual-
mente imparto clase de
inglés en un pueblo de Cuen-
ca y recuerdo con gran son-
risa la enorme diferencia en
el colegio en estos casi 30
años.
Éramos 45 niños, todos
metidos en la misma clase.
Nuestra maestra de
inglés, doña Cristina, llevaba
un radiocasete en un mueble
con ruedas que transportaba
de clase en clase, nada que
ver con las nuevas tecnolog-
ías con las que contamos aho-
ra. Cuando tenía que repetir
un listening o una canción, y
rebobinaba, corría el riesgo
de pasarse de tema.
Nos reíamos mucho cuando hacíamos los role-play. Todavía hoy nos
acordamos de un diálogo en inglés que realizaron mi amiga Miriam y su
hermano Fernando: “Oh! You’ve got paint everywhere!” Se lo tomaron
muy en serio, como auténticos actores, y fue muy divertido.
De aquella época conservo a un grupo de maravillosas amigas: Mª
Amor, Rebeca, Mª Luisa, Amelia, Miriam.
Quién nos iba a decir entonces que nuestra amistad duraría tanto
tiempo.
Cristina Mora de la Osa
7
Recuerdo que hace ya 15 años que dejé
la escuela y mis recuerdos son muchos y muy
buenos. No sabría por donde empezar aun-
que voy contar varios que les tengo especial
cariño.
Uno era que al empezar cada curso
tenía mucha ilusión y muchas ganas de ver a
mis amigos y volver a jugar con ellos, pero lo
que más me gustaba es que era un año ma-
yor, y eso no sólo significaba cambiar de
clase sino que en el recreo significaba más
espacio para jugar, os lo explico:
En la hora del recreo cada curso tenía
su zona y según ibas avanzando el espacio
del patio de recreo aumentaba, con lo cual
al empezar el curso ya sabías que ibas a te-
ner más espacio para jugar. A mi me hacía
mucha ilusión, y si a eso le sumas nueva aula,
y volver a ver a mis amigos pues estaba en-
cantado.
También recuerdo que para aquel entonces nuestro horario estaba partido
de mañanas hasta las 12 y media o una del medio día y luego volvíamos a las
15:30, pues bien, siempre me quedaba jugando con mis amigos en el patio del co-
legio hasta las 14:15 más o menos, me iba corriendo a casa porque si no mi madre
me regañaba, pero en cuanto comía rápido salía corriendo para llegar allí media
hora antes de entrar y seguir jugando con todos ellos. En aquellos tiempos nos
pasábamos el día jugando en el patio y te divertías mucho y cualquier momento
que teníamos por pequeño que era, se aprovechaba al máximo.
Mi paso por el colegio fue tan gratificante que hoy en día no sólo sigo man-
teniendo el contacto con mis amigos sino que seguimos siendo una gran pandilla a
pesar de los años, e incluso con las personas con las que ya no tengo tanto con-
tacto, cuando nos vemos , nos paramos para saludarnos porque seguimos tenien-
do una gran relación.
Un saludo muy grande a todo el Ramón y Cajal.
Miguel Mora de la Osa
8
JAVIER MONTÓN PÉREZ (1971-1976)
Recuerdo que sólo se daban clases hasta 5º de EGB. Los niños está-
bamos en la planta baja y las niñas en la 1º planta. Las maestras de párvu-
los se llamaban Dña. Josefina y Evangelina, la de primero era Dña. Con-
chita, en 2º D. Federico, en 3º Benedicto, en 4º D. Hortensio y en 5º D.
Alfonso.
9
VÍCTOR DE LA VEGA GIL (1936-1939)
Recuerdo que cuando yo tenía 8 años formé parte de la 1º promoción de escola-
res de este centro. Poseo una foto que nos hicieron en la cara norte de este edificio
(que lo vi construir). En dicha foto, me veo acompañado por gente que aún hoy nos ve-
mos de vez en cuando (como pasa con Luis el veterinario, hueso se le ha dicho siempre
y a Antonio Ortega un años más joven que yo). Los hay (bastantes) que ya durmieron
el sueño de los justos.
Empezando por el maestro que se llamaba D. Francisco Chist ( que se fue de vo-
luntario al frente republicano y cayó muerto el primer día del combate de Talavera
de la Reina) y otro maestro, D. Ángel Moya, que murió fusilado como otros tantos.
También recuerdo que uno de la foto (el que está arriba y primero de la izquierda),
alumno de los mayores se llamaba Jesús Royuela murió hacia el 50 ó 51. Se me agol-
pan los recuerdos pero veo que, como todo lo que he escrito, es intrascendente.
POST ESCRIPTUM: También me acuerdo cuando para festejar el día de la Re-
pública, nos dieron un plato de natillas y una bandera tricolor que yo la tuve hasta el
año 38 ó 39.
10
FÉLIX GONZÁLEZ (1969-1970)
Recuerdo que, en el mes de mayo, todas las tardes
cantábamos cánticos religiosos en honor a María, cosa
que a los niños, digo niños como género masculino, no nos
gustaba demasiado, pero que obligatoriamente teníamos
que hacer también antes de entrar a clase. Durante los
primeros cursos de 1º y 2º de EGB, cantábamos también
obligatoriamente el “Cara al Sol” entonces no sabíamos
qué significaba y lo hacíamos sin pensar en los vínculos
políticos, pero nunca ha marcado como se esperaba nues-
tras vidas, era algo más del “Grupo”.
11
A la memoria de mis antiguos amigos y compañeros
José Antonio González Huélamo y Luis Miguel Tello
En estos momentos me encuentro apoyado sobre el respaldo de uno de los bancos del parque,
muy cerca de la pequeña construcción que hace la función de servicio público para los usuarios de este
lugar. A la izquierda puedo ver aún la casa donde entonces vivía, donde vive todavía, el otro nuestros
amigos, Francis, el cuarto mosquetero. Es invierno, y los castaños y los plátanos del paseo, desnudas ya
sus ramas, son por encima de mi cabeza como mudos esqueletos. Cerca de mí se encuentra también el
pedestal de piedra sobre el que doña Gregoria de la Cuba mantiene aún el sueño de bronce que dura
cerca ya de un siglo, desde que el gran escultor de Cuenca, Luis Marco Pérez, la dejara instalada allí,
en este rincón del parque.
Miro entonces hacia fuera del recinto, y pienso que aquel gran edificio que se extiende al otro
lado de la calle apenas ha cambiado nada en estos últimos treinta años, a pesar del a reciente restau-
ración a la que se ha visto sometido. La misma estructura simétrica de su fachada principal, con esos
dos pequeños porches a los lados, a la altura de las puertas, que entonces nos servían para refugiarnos
de la lluvia, de esta misma lluvia que ahora golpea con suavidad en la superficie de los charcos que se
extienden por el parque. El mismo sencillo almohadillado de los extremos, y los grandes ventanales
rectangulares de su piso superior, o los no menos amplios de su piso de abajo, cerrados por un enreja-
do muy sencillo, y enmarcados en lado de arriba con medias circunferencias, que le dan al conjunto
ese aire de falso renacimiento que era propio de la época en la que fue construido, un poco antes de la
Guerra Civil. Sí, es el mismo edificio, al menos en su aspecto externo, aunque es cierto que interior-
mente han sido rebajados sus altos techos y se ha cambiado de madera por un suelo más moderno.
Ahora, cuando se hace el silencio en el parque, todavía me parece poder escuchar la algarabía
de los alumnos, cuando después de haber escuchado por fin el deseado último timbrazo del día, sus
puertas se abrían de par en par con fin de devolvernos a esa especie de libertad que para nosotros
significaba el final de la clase. Entonces, casi sin mirar si por la calle cruzaba algún vehículo (entonces
había menos coches en Cuenca, es cierto, y el peligro de ser atropellados era menor que ahora), saltá-
bamos a la carrera la baja valla de color verde y nos dirigíamos hacia el centro del parque con el fin de
dar comienzo cuanto antes de nuestro tradicional partido de fútbol; y siempre, eso sí, con el temor de
que viniera el guarda a regañarnos, amenazándonos con quitarnos el balón si no dejábamos inmediata-
mente de jugar.
Otras veces era el partió trasero del propio colegio el que nos servía de campo de fútbol, aun-
que todavía no estaban instaladas las porterías, y teníamos que inventárnoslas aplicando sendos pares
de árboles. En otras ocasiones, el patio lateral nos servía incluso de campo de tenis. Visto ahora, ni el
uno ni el otro reunían condiciones para jugar, pero entonces a nosotros nos parecían casi como esta-
dios olímpicos.
Pero no todos los recuerdos son igual de felices, Aquel fue el año, cuando estábamos en cuarto,
qn que uo de nuestros maestros, don Teodoro Cordente, ya no pudo volver aquella tarde a darnos cla-
se, ni al día siguiente, ni al otro, ni al otro…Fue un recuerdo que siempre ha permanecido en el corazón
de quien esto escribe, y no se borrará nunca aunque los inviernos sigan sucediéndose a un lado y a otro
del parque. Poe ello, si vosotros lo encontráis alguna vez en alguno de los parques y colegios que se en-
cuentran allá en donde ahora estéis, no dejéis de decirte que de alguna manera él sigue vivo en mi me-
moria.
Julián Recuenco
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-“EL GRUPO” - El curso pasado acompañé a mi hijo al Colegio Ramón y Cajal en su primer día
de clase. Empezaba Educación Infantil y tuvimos que dirigirnos al Aula de Música, que provisionalmente iban a ocupar, porque la que iba a ser su clase estaba en obras. Me vinieron a la mente recuerdos de cuando yo comencé primer curso de E.G.B., en el leja-no 1.971, en que “el Grupo” también estaba en obras ¡iban a poner la calefacción!, moti-vo por el cual pasamos gran parte del año en el lúgubre edificio de las Josefinas Viejas, en la cercana Calle del Agua.
Con mi hijo de la mano, recorrí entusiasmada los pasillos y subimos a la primera planta. Todo estaba prácticamente igual, aunque antaño todo esto me pareciera inmen-so y ahora familiar y casi acogedor. Y pensar que en estos pasillos rezábamos, cantába-mos himnos e incluso hacíamos gimnasia.
También comprobé que el despacho del Director, entonces Don Eduardo de las Heras, con el que tanto nos amenazaban en aquellos tiempos y que tanto había crecido en nuestra desbordante imaginación infantil parecía haber encogido, o eso o es que el mobiliario y los papeles le han robado con los años su aspecto imponente.
Pude acercarme a las aulas donde estuve los últimos cursos y de las que manten-go recuerdos más vivos... mis compañeras, algunas de ellas amigas hasta ahora, las fi-chas, los exámenes, los juegos, aquel teatro de las flores que con tanta ilusión prepara-mos y para el que nos pusimos nuestros mejores vestidos y sobre todo las maestras (Doña Victoria, Doña Albinita, Doña Josefa,...), estupendas docentes que junto con pro-fesionales que se han ido incorporando al “Grupo” a lo largo de su andadura le han da-do la merecida fama que tiene y han forjado los cimientos educativos y éticos de tantos adultos actuales.
Dejé a mi hijo en su clase y me marché contenta porque sabía que se quedaba en buenas manos, aunque un poco emocionada porque no podía evitar pensar en la impor-tancia que estos próximos años van a tener para su futuro, igual que ocurrirá con mi hija a la que también espero acompañar al inicio del otoño del 2.011 cuando empiece su trayectoria escolar en “el Grupo”.
Pasado y futuro, recuerdos y motivos que me llevan a la reflexión, y aprovechan-
do la ocasión que nos brinda el 75 Aniversario de nuestro Colegio, a manifestar un de-seo: Que entre todos, Instituciones, autoridades educativas, maestros, padres, alum-nos,... y en la medida de las posibilidades de cada uno, cuidemos el Ramón y Cajal, nues-tro querido “ El Grupo”, para que este Colegio, de imponente y vetusta figura, aunque de frágil y necesitado interior, les pueda seguir dejando a nuestros hijos un poso tan im-
portante como nos dejó a otros alumnos que por él pasamos.
PILAR ESCAMILLA PARDO
(Alumna del Colegio Ramón y
Cajal entre 1971 y 1975)
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RECUERDOS DEL GRUPO
Estaba en el recreo de mi cole cuando recibo la llamada de un teléfono desconocido, aunque la voz al otro lado del espacio me re-sultó familiar. Era Gloria, vuestra secretaria, y, tras los saludos de rigor, se le ocurre pedirme que refleje en estas líneas mis vivencias como antiguo alumno de vuestro colegio. La verdad es que no puedo decir que me cueste trabajo reflotar esos recuerdos —a pesar de ser “antiguos”—, porque mi estancia en el “Ramón y Cajal” me dejó una profunda huella que en no pocas ocasiones procuro actualizar. Corría el año 1966 cuando me convertí en alumno de este centro, que para nosotros era —y casi continúa siendo — “El Grupo”. En aquella época no llegué a valorar la belleza y magnitud del edificio, que ahora me parecen poco comunes. Aquellas paredes tan anchas; aque-llos ventanales tan inmensos; aquellas aulas tan altas con el suelo cubierto de madera; aquellos pupitres de madera vieja, donde nos sentábamos de dos en dos, aquellos pasillos tan anchos y espaciosos, donde nos hacían formar en prietas filas para cantar himnos de épocas que no han de volver. Todo era tan grande… Comencé mi andadura en lo que ahora hemos dado en llamar Educación Infantil, pero por entonces era párvulos, o mejor, “parvulitos”, con el babi de rayas y doña Evangelina limpiándome los mocos y enseñándome a leer y escribir. Un enorme cajón de madera, donde se guardaba la leña que alimentaba la gris estufa, era una compañera más de clase. Al otro lado, don Federico, el maestro de 1º, con su tradicional “entre pan y pan, chicha”. Él era el encargado de dirigir los cantos y formaciones diarios del pasillo. Don José, don Juan, don Alfonso y don Gerardo espera-ban nuestro paso por sus respectivos cursos, y arriba, nada más subir las amplísimas escaleras, enfrente de ellas, don Eduardo, al frente de todo e imponiendo respeto y prestancia. Era pasar a una clase y todo el mundo se levantaba para recibirlo. Aún puedo verlo pasear por la Hoz del Huécar, le saludo y él me saluda, pero no puedo asegurar que me recuerde de aquella época. A mí me queda de él una imagen de abajo arriba, no solo por mi baja estatura, sino por la inmensidad de su persona, por el respeto que infundía. Aunque eso podría decirse de todos los maestros. Como veréis, he puesto un “don” o un “doña” delante de cada nombre, porque enton-ces se tenía un algo de veneración por cada maestro que ahora se va perdiendo, y no precisa-mente por el “tuteo”. Recuerdo las “flores a María”, que celebrábamos cada mayo en la planta superior; y los colines que nos mandaba comprar don Alfonso durante el recreo en la panadería cercana. Re-cuerdo algún que otro palmetazo por no saber las provincias de Castilla la Vieja, y aún conservo algún cuaderno de apuntes con los títulos de colores. Recuerdo los partidazos sin porterías que echábamos en el patio, entonces sin cemento, y que nos pelábamos el morro por tocar el silbato a la carrera para indicar que el recreo había terminado. Recuerdo las acacias, inseparables com-pañeras de juegos, cuyas dulces flores nos comíamos cada primavera. Recuerdo las partidas de “gua” y las carreras de chapas…
Aun después de dejar la escuela, el Grupo fue escenario de juegos, de peleas, de travesu-
ras y de mis primeros enamoramientos infantiles. Era lo que traía el vivir tan cerca de él y del
Parque de San Julián, del que también guardo innumerables recuerdos. Aún hoy no puedo evitar
dirigir la mirada al colegio que tanto significó para mí cada vez que paso cerca porque, más allá
de los conocimientos almacenados, en él y con mis maestros y compañeros comencé a ser per-
sona, que es al fin y al cabo lo que estáis haciendo ahora. Seguro que dentro de unos años vo-
sotros también tendréis recuerdos de los momentos, buenos o malos, da igual, vividos en el
“Ramón y Cajal”, el Grupo.
JAIME RODRIGUEZ LAGUIA ( Alumno del colegio Ramón y Cajal en los años 70)
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Carta para un niño o una niña de este colegio Francisco Page
Apreciado amigo, apreciada amiga:
Cuando veas a un señor o una señora mayores, piensa que también fueron niños. La única
diferencia contigo es que eso les pasó en otro tiempo, en tiempos de Maricastaña que es una señora
a la que nadie conoce porque vivió hace muchos, muchos años. Te lo repito, todos los mayores
fuimos alguna vez como tú; también tuvimos padres, madres, abuelitos, hermanos y amigos con
los que regañar por una tontería. Yo era niño cuando la señora Maricastaña aún no había nacido,
fíjate si hace tiempo.
La casualidad quiso que estudiase en la escuela que lleva el nombre de don Santiago Ramón
y Cajal, la tuya. Por las mañanas, con el frío, bajaba desde los Tiradores Altos, calle Real abajo,
con mi cartera de material –así se llamaba entonces al cuero–. Llegaba al patio en donde tú te di-
viertes dando vueltas, pero yo no podía dar vueltas porque los chicos y las chicas estábamos sepa-
rados: ellas, detrás; nosotros, delante. Cada uno jugaba a lo suyo; las chicas, por ejemplo, a la
comba, al corro de la patata y a la rayuela. Nosotros jugábamos a correr, al fútbol, al chompo, al
tejo, a la dola, a churro va, a contarnos películas o a mirar embobados a la calle donde no había ni
coches, ni gente.
De pronto sonaba un pito (pirrí, pirrí) y entrábamos en fila. Las chicas, arriba; los guachos,
abajo. Nada más entrar, los maestros de entonces nos hacían cantar unas canciones muy tontas que
nadie entendía y que todos canturreábamos mal, muy mal, cambiándoles las letras. Entonces hacía-
mos un montón de cosas sin entenderlas. Un maestro mandón, don Nosequé, gritaba; «a cubrirse,
AR; firmes, AR; media vuelta, AR». ¿Tú lo entiendes? Pues yo tampoco. Luego nos hablaban de
cosas que aún me dan miedo (que Dios ve lo que haces aunque estés con la puerta cerrada, que si
reírse es de tontos, que si patatín y patatán), un lío relío que a mi amigo Vidal le valió un tortazo
muy gordo.
Después del «AR, AR, AR» pasabas a clase donde te sentabas en un pupitre con dos asientos
y sendos orificios para insertar tinteros porque los mayores escribían con pluma de plumín; los pe-
queños, con lápiz de una marca muy graciosa Juan Sindel. Los cuadernos no eran de cuadritos,
sólo de una raya o de dos. El maestro tenía una vara a la que llamaba puntero, y una palmeta a la
que le había puesto nombre (todavía no sé en qué oficina se le pone el nombre a las palmetas). De
la pared colgaba de todo: santos, vírgenes, almanaques donde estaba dibujada la luna que iba a
haber por la noche, una pizarra negra en la que se escribía con tiza cuadrada, los retratos de un se-
ñor muy mayor con bigote y de otro muy repeinado que se parecía a mi vecino que se había ido a
trabajar de albañil a Alemania.
Lo mejor de la escuela era el recreo sólo que cuando empezaba había que subir al piso de las
chicas donde una señora te daba un el vaso de leche americana para crecer mucho y llegar al techo
que estaba tan alto como ahora. Menos mal que ya se había inventado el cola-cao porque la leche
estaba malísima.
Por la tarde, en casa, nos íbamos a jugar a las eras de Santa Teresa, a cazar bichos del campo
o a merendar un bocadillo de mantequilla con sabor a cosas, o uno de carne de membrillo, o de
chocolate Dulcinea (alza la pata y mea), o de mortadela. Había bocadillos así de grandes de casi de
todo que nos comíamos en la calle.
15
Las otras cosas que me pasaron en el colegio de don Santiago Ramón y Cajal las
recuerdo bien y mal. Unas me gustaban, me gustan, y otras no. Pero cuando miro atrás,
al momento en que era tan alto como tú, siento nostalgia y por dentro de mi cabezota
me corre una lágrima invisible que me reconforta porque gracias a algunos de aquellos
maestros he llegado a ser buena persona, más o menos. Por eso, a lo mejor, me hice yo
también maestro. Ahora te cuento mi vida como si mi vida fuera importante. No te
equivoques, la vida importante es la tuya.
Ojala que cuando te empieces a hacer viejo y te duela todo puedas mirarte al espe-
jo y pensar en la mucha suerte que has tenido, tanta como yo porque hoy puedo recor-
dar que fui a la escuela, que llevaba un babi blan-
co, que tenía amigos entre estos muros (algunos se
me han muerto) y que veía a las niñas correr por el
patio coronadas de hojas de chopo, amarillas, co-
mo si fueran princesas de un cuento infantil. Y re-
cordar es como volver a ser niño.
Sin nada más que contarte, se despide
Paco Page
Post Data
Esta escuela se iba a haber llamado Rodolfo
Llopis, que era un hombre muy listo y muy impor-
tante durante la II República Española pero, cuan-
do el alcalde de entonces se lo propuso, don Ro-
dolfo se excusó diciendo que era mejor ponerle el
nombre de un gran escritor o un científico. Eligie-
ron a nuestro premio Nóbel de Fisiología y Medi-
cina, Santiago Ramón y Cajal, que había venido
algunas veces a Cuenca. En 1935, para las ferias
de septiembre, en los pasillos del colegio se orga-
nizó una exposición de arte a la que acudió mucha gente.
Aquí hemos estudiado muchos chicos y chicas. Yo me acuerdo de Carmen y de
María su hermana, de Meli, del Buti, de uno al que llamábamos Valiente, de Molina, de
Vidal, de la señorita Angelines, de don Federico, don Félix y don Juan.
Se me olvidaba. Del colegio me gustan las ventanas, los pasillos amplios, los te-
chos. También me encantaba un chopo inmenso que había en la parte del patio de las
chicas y que alguien mandó cortar por no sé qué.
Si pudiera volvería a la escuela a estudiar más que entonces, por ejemplo los ríos,
los adjetivos calificativos, el volumen de la cabeza de mi amigo Calabaza o la música
de reloj de péndulo cuando anda al revés.
16
LECHE, CANCIONES, FLORES Y DUDAS.
Durante el invierno nos calentábamos con la estufa de leña que había en el centro de la clase
y por las tardes nos traían botellines de leche. Quizás nos la regalasen los americanos porque por
entonces los españoles andábamos desnutridos, pero yo solía derramarla sobre la mesa porque olía
a vómito y la leche sola me producía arcadas. Claro, que también me daba asco limpiarla con las
hojas del cuaderno, así que, si me hubiesen preguntado (aunque nadie le pregunta nada a un niño
de siete años), hubiera dicho que prefería recitar la tabla de multiplicar al revés, asunto asaz inútil
en el que, sin embargo, adquirí
pronto gran destreza.
En mayo los chicos sub-
íamos en comandita al primer
piso. Allí estaban nuestras flo-
res y las que traían las chicas,
que recibían las clases en esas
aulas. Por las chicas, por las
flores, porque había más luz o
porque incluso entonces en ma-
yo ya era primavera, el caso es
que aquella galería parecía otro
colegio, más alegre, más diáfa-
no y más limpio que el nuestro.
Subíamos en comandita, digo,
un poco antes de terminar la
jornada, formábamos en filas y
cantábamos aquello de:
Venid y vamos todos / con flores a porfía. / Con flores a María / que madre nuestra es.
Como nunca nos lo explicó nadie, todavía no sé que significa «con flores a porfía». Tampo-
co terminé de saber con certeza si la camisa era nueva o vieja. Me refiero a la de la canción que
cantábamos cada mañana. Formábamos en el corredor de abajo, antes de entrar a clase, y nos se-
parábamos uno del anterior por la longitud del brazo del de atrás, tampoco supe nunca a qué esa
manía:
Cara al sol con la camisa nueva (o vieja) / que tú bordaste en rojo ayer, /
me hallará la muerte si me lleva / y no te vuelvo a ver.
Formaré junto a mis compañeros / que hacen guardia sobre los luceros,
impasible el ademán, / y están presentes en nuestro afán.
A veces pensé en preguntar qué era hacer guardia sobre los luceros, el ademán y el afán ese
que teníamos, pero temía que me mandasen a ver al director y me quedé con la duda.
Y es que decían que lo peor que podía pasarte era que te llevasen al director. El maestro de
segundo nos retorcía el lóbulo de las orejas y nos entraban ganas de chillar como lechones pero -
según se contaba- eso no era nada si quien te corregía era el director.
Fueron, en fin, tres años, los que anduve por el colegio. Aprendí a hacer raíces cuadradas, a
distinguir cuándo el maestro se había quedado dormido detrás de sus gafas negras de sol y supon-
go que muchas cosas que no recuerdo que aprendí entonces. Al cuarto año el gobierno decidió que
a los colegios tenían que ir muchos más niños y mucho más tiempo y como no cabíamos en el
Grupo nos marchamos al Cristo.
Pero esa es otra historia, supongo.
Miguel Ángel Ortega
17
Entre las etapas de mi vida que con más ilusión y felicidad recuerdo está sin duda la que pa-
samos en el colegio Ramón y Cajal. Sus modestas instalaciones han visto ya pasar a 75 generaciones.
Permitidme hablar de la que yo conocí.
Nombres como Doña Evangelina, Doña María Luisa, Don Alfonso, Don Adolfo, Don Jose
Luis, Doña Cristina, Don Clemente, … y otros tantos que mi mala memoria ha ido olvidando, han formado parte de él. De cada uno recuerdo anécdotas que pese a la edad, dudo mucho que caigan en
el olvido. La campanilla que Doña Evangelina utilizaba para mandarnos callar, los primeros cánticos
con Doña María Luisa, el bonachón de Don Alfonso que, de cuando en cuando, sacaba la “batuta
mágica” a pasear para castigar al que no se portara bien; la seriedad de Don Adolfo, Don José Luis, el profesor “enrollado” de Educación Física a la vez que Director, los primeros chapurreos en inglés
con Doña Cristina, el vago pasear de Don Clemente entre los pupitres de los alumnos mientras redac-
taba un dictado …
Otro de los grandes valores que me llevo del Ramón y Cajal son mis compañeros/as de clase.
Puedo decir que de los 30-35 alumnos/as que éramos por clase, 20 años después sigo manteniendo el contacto con la gran mayoría de ellos/as, algunos/as de los cuales muy importantes en mi vida.
Puede que sus aulas no fueran las más grandes, que el suelo del patio estuviera roto, que no
hubiera porterías ni canastas, que no tuviera ordenadores … pero el Ramón y Cajal era el centro neurálgico para nuestra generación. Daba igual si estábamos a mitad de semana, vacaciones o fines
de semana, siempre terminábamos allí para hablar, dar una vuelta, cambiar cromos o jugar a cual-
quier cosa. Recuerdo los interminables partidos de fútbol, las culeras, las carreras de coches al salir al recreo en el bordillo del muro, jugar a la vaquilla, el periódico del colegio, las roturas de cristales, el
viaje a Palma de Mallorca de 8º EGB, la caída de parte del techo durante unas Navidades, las temidas
vacunas, saltar la valla para entrar en las instalaciones, ¡ incluso hubo un tiempo en el que pasábamos entre ellas!
Ha llovido mucho tiempo y sin embargo cuando paso con el coche por allí no puedo evitar
mirar el edificio y esbozar una sonrisa. Por estos recuerdos, y porque pasen muchas más generacio-nes, permitidme tirar de las orejas a este gran colegio.
David Valverde
18
Hola, soy Fernando Olmedilla Lacasa, tengo 30 años y fui alumno durante la década
de los 80 en el Colegio Ramón y Cajal. Pasé por el centro desde parvulitos hasta octavo de
E.G.B., en fin, toda la docencia hasta el Instituto.
Fue una época que siempre recordaré de forma agradable y cariñosa, gracias al cen-
tro, alumnos y profesorado, y a la compañía “inevitable” y necesaria de mi hermana melliza
Miriam. Nada más comenzar el curso de parvulitos, tuvimos que ser trasladados de centro
porque se estaba cambiando el suelo de madera, sí, de madera. Siempre se llamaba a clase
después del recreo con la campanilla de Doña Josefina y Doña Evangelina. La entrada al co-
legio la diferenciaban por edad distinguiendo a los más pequeños que accedíamos por la
puerta izquierda de la fachada principal, mientras el resto lo hacía por la derecha, hacia las
clases de esa zona y hacia la escalera que conecta con la planta superior.
Doña Conchita y posteriormente Don Alfonso nos enseñaron a querer aprender, sa-
ber y conocer. Existía una especial cercanía entre profesores y alumnos, pese a encontrar-
nos en clase de más de 40 chicos (y chicas), en las que entiendo que conseguir un cierto or-
den sólo se lograba con la educación que nos inculcaban del respeto al tutor y al mayor.
Lógicamente, el ambiente que existía lo recuerdo muy cercano ya que casi todos los estu-
diantes pertenecíamos a calles de alrededor, y el punto de encuentro por la tarde siempre
era el patio del colegio para continuar nuestros partidos de fútbol o baloncesto en lo que
nos era más que suficiente los espacios que todavía existen.
Como recuerdos puntuales de sucesos repetidos durante los años, en el mes de mayo,
mes de las flores y mes de la Virgen, siempre comenzábamos la clase con el canto a la Vir-
gen María. En la época de San Mateo, ese espíritu de vaquillas nos hacía que por una sola
vez al año, chicos y chicas jugásemos juntos, formando un tapón en el “pasillo” del patio,
paralelo al parque de San Julián, y mientras uno hacía de vaca, los demás corríamos para
que no nos pillara. Durante el curso, siempre masificábamos las paredes de clase y de los
pasillos con murales de todas las actividades que realizábamos, desde pretecnología a cien-
cias naturales. El día de Jueves Lardero, o bien no asistíamos a clase, o bien se organizaba
para ir las dos primeras horas y ya salir corriendo con nuestros bocatas al campo a lardear
y pasar normalmente muuucho frío. Durante una época se nos suministraba un líquido de co-
lor verde o rosa fosforito que venía en un recipiente de plástico blanco con tapón a rosca
rojo… lo adivináis, ¿no?, sí señor, era el maravilloso flúor que sí o sí teníamos que tomar pa-
ra enjuagar la boca y después escupir, echar o muchas más cosas. Otra época del año se
dedicaba a realizarnos pruebas médicas en la biblioteca, pasando de dos en dos y acabando
con el siempre recordado pinchazo en el brazo y su posterior tarde febril, aunque al menos
podemos agradecer que ya en nuestro curso no nos dejaba ninguna marca en el cuerpo. Y ya
en fin de curso solíamos recibir una primera hora de clase donde se despedía el tutor hasta
después del verano para salir posteriormente corriendo a jugar durante el resto de la ma-
ñana al patio y así decir adiós al curso.
Como anécdotas, comentar que carecíamos de ordenadores, ni siquiera un 3.8.2, to-
tal, ¡para qué!, si apenas alguno tenía una videoconsola de 32 ó 64k. Sí recuerdo LA televi-
sión que estaba en la clase de octavo y que gracias a la afición al deporte de algún profesor
pudimos disfrutar de una escalada mítica de Induráin en el Tour de Francia y algún partido
de la selección española – de vez en cuando también veíamos algún video educativo-.
19
Por último, siempre recordaré al profesorado con gran cariño, a los ya ci-
tados como Don Alfonso, y a Don José Luis, que me y nos hizo querer las ma-
temáticas, Doña Cristina, Don Adolfo, Don Miguel, que tanto se volcó en formar
un equipo de voleibol y balonmano (campeones a nivel Castilla La Mancha), Don
Clemente, y un largo etcétera que no dejaría de citar nunca.
Mi recuerdo es el de una gran familia formada por profesores, padres y
alumnos, y al cual se va a añadir con la presencia el año que viene de una sobrina
y espero que dentro de poco de mi hija. Además, he tenido la fortuna de poder
haber sido contratado para trabajar profesionalmente este año en el centro.
Siempre, estando más cerca o más lejos, tendré el Ramón y Cajal en mi
corazón. Enhorabuena por haber llegado a estos maravillosos 75 años, y ahora a
por los 100.
Fernando Olmedilla Lacasa
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Mi nombre es Ruth Olmedilla Lacasa. Estudié en el Colegio Público Ramón y Cajal
desde 1979 hasta 1989, es decir, desde Parvulitos hasta 8º de E.G.B. Los años que pasé en este Colegio fueron quizá los más entrañables de mi infancia y
juventud. Allí hice grandes amigos que todavía conservo y allí aprendí a querer saber más gracias al interés que todos mis profesores pusieron.
Pese a tratar a cada profesor “de usted”, recuerdo a todos mis maestros con gran ca-
riño y cercanía. De hecho, todavía me encuentro con alguno de ellos por la calle y nos para-mos a hablar un rato. ¡Me sorprende tanto que después de tantos años y de tantos alumnos como han pasado por el Centro todavía se acuerden de mi nombre! Podría decir que, por las reducidas dimensiones del Colegio, nuestra pequeña comunidad escolar se ha sentido siem-pre como una gran familia.
Todavía no me explico cómo eran capaces nuestros profesores de controlar civiliza-damente a los cuarenta alumnos que entrábamos en cada clase. Ahora esto es impensable. También es cierto que la amplitud de las aulas y, sobre todo, el que los techos fueran de gran altura, no daba sensación de agobio alguno.
En Parvulitos tuvimos como “profes” a Doña Josefina y a Doña Evangelina. De estos
años no me acuerdo mucho, pues era muy pequeña, pero sí recuerdo que cada día, al aca-bar el recreo, designaban a algún alumno para que fuera corriendo alrededor del patio tocan-do la campanilla para que entrásemos ordenadamente a clase.
De 1º a 5º de E.G.B. tuve como “profes” a Doña Conchita, a Don Hortensio y a Don
Alfonso. Aún recuerdo cuando Doña Conchita no me daba la solución a algún que otro pro-blema básico de matemáticas y me hacía pensar y pensar hasta que lo acababa resolviendo. ¡Cómo se lo he agradecido durante toda mi vida! Ella fue la primera que me enseñó a lograr mis metas por pequeñas que fueran y costaran lo que costaran. De las clases con Don Hor-tensio me vienen a la memoria aquellas en las que dejaba los últimos minutos para echar carreras a ver quién encontraba antes una palabra en el diccionario, el cual teníamos que llevar todos los días. Esto hizo que nos familiarizáramos con este “libro” de tanta utilidad y que ahora tan poco se usa, y que constantemente quisiéramos aprender nuevos vocablos. De las clases con Don Alfonso recuerdo la inmensa cantidad de murales que teníamos que hacer en grupo y la fijación que tenía en que todos nos supiéramos la tabla de multiplicar al dedillo, sacándonos a la pizarra a recitarla.
Momentos curiosos en estos cursos, cuando nos poníamos todos de pie al entrar el
profesor en el aula, rezábamos el Padre Nuestro y escribíamos la fecha cada día en la piza-rra, o cuando llegaba el mes de mayo y llevábamos flores a la Virgen María y le cantábamos. En el recreo, los chicos y chicas de 8º de E.G.B. vendían tortas de manteca (que traían de la panadería de la calle de atrás) para sacar dinerillo para el viaje de fin de curso.
Durante estos años nos hacían tests psicotécnicos que tanto nos gustaban por salirse
fuera de la actividad común. De niña nunca supe qué aplicación tenían; sólo, que eran diver-tidos. También venía el doctor a hacernos la revisión médica y a proporcionarnos el tan temi-do pinchazo…
Curiosamente, y al contrario de lo que es habitual hoy en día en los colegios, no hac-íamos excursiones hasta llegar a 6º, 7º u 8º de E.G.B.
En este último ciclo pasamos a ser “los mayores” y tuvimos como profesores a Doña
Consuelo, que era la directora, a Don José, a Don Adolfo, a Don José Luis y a Don Alejan-dro, el “profe guay” de inglés.
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Doña Consuelo, con su marcado carácter, consiguió que todos escribiéramos co-rrectamente y no pusiéramos faltas de ortografía. Don José nos hizo quebrar los sesos con sus problemas de matemáticas y nos hizo amar y respetar la Naturaleza. Alguna vez, a fi-nal de curso, nos dejó ver un partido de la Selección Española de Fútbol en la única tele (creo que aún era en blanco y negro) que había en el Centro. Don Adolfo nos enseñó Geo-grafía e Historia, y todavía recuerdo sus mapas con los ríos y las montañas. Con Don José Luis jugábamos al voleibol y al baloncesto, y le he de agradecer que me ayudara a tener tanto cuidado con mis manos, pues soy violinista y en aquella época temía retorcerme algún dedo con las pelotas. Con Don Alejandro, que nos dejaba llamarle de tú (lo cual nos chocó mucho en un principio), representábamos teatros que habíamos compuesto nosotros mismos en inglés y lo pasábamos estupendamente hablando sin miedo en este idioma. También me acuerdo de las clases de Educación Artística o Plástica, donde hacíamos vir-guerías con marquetería.
Como habréis podido apreciar, he hablado más de lo que hacíamos con cada profe-
sor que del Centro en sí, y es porque mis recuerdos son tan personales y familiares que no podía ser de otra forma.
Mis hermanos también fueron alumnos del Ramón y Cajal y puedo afirmar que tam-
bién fueron gratos años los que pasaron allí. Este próximo curso, mi hija va a empezar In-fantil en “mi cole”. Soy consciente de que la vida y el sistema educativo han cambiado mu-cho, pero deseo que su paso por este Centro sea tan maravilloso como lo fue el mío y el de mis hermanos.
RUTH OLMEDILLA LACASA
FOTO REALIZADA EN EL COLEGIO EN EL AÑO 1944 .A LAS HERMANAS OLIMPIA Y LOURDES MU-
ÑOZ ALICIARTE. LOURDES ES ABUELA DEL ALUMNO ALEJANDRO BASCUÑANA SALCEDO , QUE
CURSA EDUCACIÓN INFANTIL 3 AÑOS.
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EL GRUPO ESCOLAR “RAMÓN Y CAJAL”
En septiembre de 1928 se puso la primera pie-
dra del grupo escolar, quedaron interrumpidas en agos-
to de 1931 por problemas con el contratista. Se rescin-
dió la contrata y las autoridades republicanas decidie-
ron la continuación de las obras, terminándose el grupo
en abril de 1933, aunque la reopción definitiva no se
llevó a cabo hasta 1934. El ayuntamiento conquense,
con una falta de previsión difícilmente disculpable,
empleó todo el curso 33-34 en la construcción del mo-
biliario de la escuela.
Por fin, en el curso 33-34 las puertas del grupo escolar
de seis secciones, estuvieron abiertas para los escolares
conquenses.
Al iniciarse la Guerra Civil se interrumpió el
uso educativo del edificio, que albergó entonces a los
soldados de un hospital militar.
Tras la conclusión de la guerra y hasta nuestros días el edificio se ha dedicado sola-
mente a la enseñanza.
El ayuntamiento propuso designar al Grupo con el nombre de Rodolfo Llopis, pero el
político declinó la deferencia, adoptándose entonces la decisión de titularlo con el nombre de
Ramón y Cajal.
El edificio fue proyectado por el arquitecto Guillermo Díaz Flores sobre un solar de
2827 m².
(Estos datos se han obtenido de la tesis doctoral de Doña María del Pilar García Salmerón)
D. Eduardo de las Heras
Director de “El Grupo” ( 1964-1986)
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Hace ya más de 50 años, desde una aldea pequeña de Cuenca, un grupo de seis ni-ñas venía andando hasta el Colegio Ramón y Cajal, al que llamaban “El Grupo”.
Todos los días se hacían más de doce kilómetros, entre ida y vuelta, para asistir a cla-se.
En esta aldea, donde habían nacido, no vivían más de diez familias, dedicadas a la agricultura y ganadería. Tenían sólo dos calles la del Real y la del céntimo. Este caserío nun-ca ha sido muy conocido entre los conquenses hasta ahora, porque justamente están hacien-do allí la estación del AVE, se llama La Estrella.
Vinieron al colegio durante pocos años, sobre todo la más pequeña, mi madre, porque el resto de amigos, primos y hermanos terminaron sus estudios y dejaron de ir para dedicarse: los chicos al campo, y las chicas al cuidado de hermanos menores o la casa. Esto le ocurrió a su hermana mayor, mi tía Pepi, que a pesar de ser brillante en sus notas no pudo continuar.
Sagrario, que así se llama mi madre, también tuvo que dejar de asistir a clase porque sus padres no querían que anduviera una niña sola y tan pequeña por esos caminos.
Los años de colegio los recuerda con gran ilusión, fueron divertidos, aunque muchas veces muy duros, sobre todo por los largos y fríos inviernos de aquellos años, con grandes nevadas y escarchas.
Las veces que nevaba no asistían a clase porque la nieve alcanzaba casi medio metro de altura. Los hombres hacían un camino con palas para llegar a la fuente de La Estrella y po-der abastecerse de agua y otro para llegar hasta los corrales y poder dar de comer al ganado. Para que no perdieran clase, mi abuelo Apolonio, que había aprendido a escribir durante la Guerra Civil española, les ponía cuentas y caligrafía en una pequeña pizarra que tenían en casa. Y los días de frío y escarcha, sus madres calentaban guijarros en la lumbre, los envolv-ían con papeles para mantener el calor y se los metían a las niñas en los bolsillos de los abri-gos para que no se les enfriaran las manos.
El otoño y la primavera eran diferentes, el recorrido se hacía más divertido y corto. Hasta llegar a Cuenca, podían ir por dos caminos, muchas veces se dividía el grupo para ver quien llegaba antes, y entre risas y juegos se hacía más corto el trayecto hasta el colegio.
Sagrario, recuerda con cariño a aquellas maestras, Dª Remedios y Dª Victoria Vaquero que le enseñaron a leer, escribir, matemáticas, catecismo y una tarde a la semana lo dedica-ban a labores de costura. En aquel momento D. Félix Palomino era el director del centro.
Había clases separadas los chicos estaban en un aula y las chicas en otra, aunque durante los recreos salían todos juntos pero normalmente ellos jugaban al fútbol y ellas a la comba, el escondite o el “pillao”.
Todos los días antes del recreo tenían que hacer cola para recibir su ración de leche en polvo. Otro buen recuerdo que tiene es cuando celebraban el mes de Mayo, dedicado a la Virgen María. Ella traía ramos de flores recogidas por el camino y recitaba pequeñas poesías.
Como antes había jornada partida, se quedaban a comer en el comedor del colegio, el plato preferido de mi madre eran las albóndigas y los macarrones ya que ese tipo de comidas no se hacían habitualmente en casa.
Tenían preferencia al comedor al vivir fuera de Cuenca, aunque había temporadas que por falta de espacio, no les correspondía y se tenían que ir a comer a casa de un familiar que vivía por el barrio de Tiradores, luego vuelta a clase por la tarde y después regresaban de nuevo a La Estrella. Y así a lo largo de varios años.
En la actualidad, tiene sesenta años y justo este verano se jubila, supongo que ahora que por fin tiene tiempo, retomará aquellos estudios que en su momento no pudo terminar por diversas circunstancias de la vida.
El setenta y cinco aniversario del colegio Ramón y Cajal le ha servido para volver a recordar aquellos maravillosos años de su infancia aunque a veces duros para un niño.
MARTA FERNÁNDEZ ALCALDE
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Aprovecho la invitación que me hace el colegio, para fe-
licitar al claustro de profesores por el 75 Aniversario de su
fundación.
Sintiéndome una parte pequeña de la historia del “Grupo
Escolar Ramón y Cajal”, quiero hacer un homenaje a todos
los maestros que han pasado por las aulas.
Sobre todo hacer mención especial a los maestros que, en
un pasado no tan lejano, hicieron de mí y de mis compañeros
lo que ahora somos y que me permito nombrar por orden de
aparición en mi etapa escolar: Dª Petra, Dª Candelaria, D. Fe-
derico, D. Juan y D. Félix. De todos ellos guardo un recuerdo
muy especial y raro es el día que por un motivo u otro no
están presentes en mis actos y pensamientos.
Quisiera decirles a todos los alumnos, que actualmente
pueblan las aulas, que aprovechen el tiempo, respeten a sus
profesores y guarden un grato recuerdo de ellos.
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Podría escribir miles de maravillosas vivencias, pero re-
cordaré con especial cariño las fechas navideñas, días en los
que realizábamos un magnífico Belén.
Los meses previos a la navidad, vendíamos rifas para sor-
tear una espléndida cesta de navidad, y con las ganancias se
hacía un viaje cultural que difícilmente podremos olvidar to-
dos los asistentes.
Espero y deseo que alumnos y profesores disfrutéis de es-
te aniversario.
Un fuerte abrazo.
JAVIER BARRIOS
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Mi primer cole
Tenía nueve años cuando abandoné el aula del Ramón y Cajal. Mis padres habían tras-
ladado el domicilio familiar a otro sitio y la causa era obvia. Dejábamos el piso que me vio
nacer, muy cerca del Colegio, y nos trasladábamos a una casa más grande, con jardín, a la
que pronto llegó Thor. Un mastín leonés con lunares blancos y negros con el que jugaba,
sobre todo los inviernos, porque la nieve le motivaba muchísimo.
¡Ay mi colegio! Mi primer cole.
Miles de sentimientos y recuerdos invaden esta cabeza, la mía, al recordar lo vivido
en esos pasillos largos, en el tiro de escalera por donde subían los mayores y en el aula de
la planta baja en donde impartían su magisterio nuestros profesores: doña Josefina, doña
Evangelina, don Hortensio y don José (que nos daba religión) porque, las clases de gimna-
sia, las daba don José Luís pero en el patio. Son tantas cosas …
Mi primer colegio. Esto, lo de “primer”, que suena a eso, a primero, supone mucho
para alguien que, como yo, que como todos los niños de esos años, abandonan un buen día
el nido del hogar para llegar, por vez primera, a un enorme edificio rodeado de rejas y con
un patio en el que, además de otros niños-as, se encuentran unos desconocidos con bata
blanca que, curiosamente, no se olvidarán en la vida. Es el impacto del primer día, lo de
“primer”, lo de primero, apenas percibido al otro lado de las lágrimas, porque una no en-
tendía por qué la dejaban allí. En aquél caserón lleno de desconocidos a los que, pocos días
después, vería con otros ojos porque, regresando al “primer”, por primera vez me veía ro-
deada de niños (al margen de mis primos y primas) que, como yo, buscaban amparo en som-
bras que curiosamente nos pertenecían; descubriendo, no recuerdo si con asombro, que
todos nos sentíamos igual y que nos buscábamos como polluelos, sobre todo en el patio, pa-
ra compartir el juguete y empezar a conocer a los desconocidos por su nombre. Desconoci-
dos que pronto serían mis primeros amigos porque, eso sí, no en el “primer” ni en el
“según”. Durante días y días mis padres me preguntaban lo mismo: “¿Cuántos amiguitos tie-
nes?”.
Mis primeros amigos y compañeros de aula, recreo y de un patio que sin ser nada del
otro mundo era mi patio. Tal cual. Tan desnudo, tan de ladrillo visto, tan visible a través de
sus rejas y tan complicado para los chicos que jugaban al fútbol ¡Paff! El balón, una vez
superada la reja, al tiempo que caía en plena calle, hacía que todos los chicos corrieran a la
valla gritando que echaran el balón. Siempre había alguien dispuesto, incluso a sacarlo des-
de debajo de algún coche, y devolverlo al patio mientras nosotras, refugiadas en los por-
ches, intercambiábamos colecciones de hojas, jugábamos a la goma en días de escasa lluvia
o a la vaquilla, la mosca etc. pero en su callejón.
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Las rejas. Hay una anécdota con ese enrejado que cerraba perimetralmente el re-
cinto. Todo porque, un buen día, en la hora de recreo y como en los cuentos…una señora
de las muchas que pasaban por allí nos ofreció caramelos y salimos por las rejas del
patio ¿?, sí, por entre las rejas del patio para cogerlos. Estábamos tan contentas con
nuestros caramelos que no nos percatamos de dos cosas: que nos habíamos “escapado”
estando en la calle y que, en lugar de regresar pasando por entre los barrotes, lo hici-
mos por la puerta principal. Con la miel en los labios pusimos nuestros pies en el patio al
tiempo que aparecía, como en las películas, doña Josefina cargada de razones que des-
embocaron en uno de los castigos ejemplares de la época. Castigo que de alguna forma
caló hondo en nuestras conciencias porque, como en los cuentos infantiles, vino lleno de
moralejas.
Cambié de casa, de barrio y de colegio.
Aquél perro, Thor, mi perro, se fue para siempre un día de tormenta. También yo
me marché, como muchos de mis amigos, a continuar estudios en Madrid regresando a
mi ciudad, Cuenca, para trabajar, curiosamente, en un centro que pilla de paso del
Ramón y Cajal. Tan de paso que, muchos días, aún sin detenerme, entre las rejas que
marcan el recinto, contemplo de otra manera a mi patio y vuelvo a ver, como a cámara
lenta, el momento en el que, llorando, me despido de don Hortensio y de mis compañe-
ros amigos.
La letrilla de una canción, creo que de un tango, asevera que veinte años son nada.
Nada más cierto porque, veinte años más tarde, el Ramón y Cajal sigue siendo mí Cole-
gio.
Cristina Muñoz Sánchez
8º CURSO DE CHICAS 1977-78
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Tengo el gusto de participar con mis recuerdos porque en el año 1942 vini-
mos del pueblo a vivir a Cuenca. Yo tenía 8 años cuando empecé el colegio.
Tengo muy buenos recuerdos de las profesoras que tuve ( Dña. Adoración, Dña.
Pilar y Dña. Gracia). Los apellidos no los recuerdo pero los nombres están to-
davía en mi memoria. De ellas aprendí cosas que yo he practicado siempre en
mis clases ( pues he sido maestra) y ha sido un gran éxito, ya que eran para mis
alumnos una gran motivación.
Encarnación Real
Juanjo Real
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Un día 15 de septiembre
al colegio vine
por primera vez.
Y josefina nos esperaba
con pinturas y papel.
En sillas y mesas pequeñas por primera
vez me senté
y con otros niños
me relacioné.
Leonor y yo jugábamos
sin cesar
y muñecas de plastilina hacíamos para
adornar.
Josefina nos enseñaba
canciones y nanas.
Al año siguiente ya no éramos 27
pues dos niños tuvieron que marchar,
por el trabajo de sus papás.
Seguíamos con Josefina
Que a leer nos enseñó y
también algo de disciplina.
Leer sumar y contar
aparte de jugar, en
estos dos años,
hemos aprendido cantidad.
Beatriz Jiménez Linuesa
En primero de primaria,
la cosa va a cambiar
niños vienen, niños se van
y una maestra nueva nos viene a enseñar.
Se llamaba Mª Luisa y
nos enseñó a multiplicar
y … algo sobre frases
nos pudo explicar.
Hacíamos jardines de flores,
pudiendo doblar el papel de colores.
Vino otro profesor
todavía no era director
llevaba bigote y vestía chándal
y zapatillas de deporte.
No nos enseñó a sumar, sino a nuestro cuerpo a desarrollar.
Doña Emilia nos enseñó
en segundo de primaria
y con bata blanca,
el GIRASOL nos explicaba.
En tercero fue ya distinto
nuestros libros ya cambiaban,
y una señorita nueva,
en la clase nos esperaba.
Mi señorita doña Pepita,
en clase nos recibió,
y una narración,
en la pizarra escribió.
Doña Cristina nos explicaba
el inglés,
Aunque al principio
no tuviéramos mucho interés.
También nos daban Religión
una monja y con razón
sobre el libro explicaba
y sobre Dios nos hablaba.
Y en cuarto, quinto y sexto,
Doña Pepita nos ilustraba
aunque cada curso se complicaba,
Doña Pepita muy bien nos explicaba.
Todo lo comprendíamos,
aunque a veces nos hiciéramos un lío.
También de excursión nos llevó,
y a ver obras al auditorio
un montón.
Risas y peleas no faltaban,
pues estaban los de clase,
que la nota siempre
daban.
¡Oh! No horror que sexto ya llegó, Del colegio marcharemos,
Y aún instituto iremos
ya nos separaremos, y
nunca más juntas,
en clase estaremos.
Pero … ESPERANZA
hay que tener,
pues en el futuro,
quizás nos volveremos a ver.
VIDA ESCOLAR HECHA POESÍA
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Orosia Martínez Merchante
Orosia trabajó en nuestro centro durante muchos años como conserje. En estas fotos
podemos ver a sus hijas Araceli y Visi Mancheño (1943) y a parte del claustro en diferentes
actividades y viajes. Entre los que aparecen en las fotografías están:Doña Victoria Palomino,
Don Félix, Doña Remedios Don Juan y su señora y por supuesto a Orosia.
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75 ANIVERSARIO DEL COLEGIO “RAMÓN Y CAJAL”
Querido Colegio Ramón y Cajal:
En tu larga vida de docencia ¡cuántas vivencias! de tantas genera-
ciones conquenses conoces. Eres el Colegio preferido por un montón de
niños que yo recuerdo, en el que me incluyo, y profesionales dispuestos a
ejercer su vocación de maestros, suerte que a mí me aconteció, precisa-
mente, en los últimos 20 años de mi vida al servicio de la enseñanza.
En mis recuerdos te considero algo mío y un buen testigo de infini-
dad de inquietudes, alegrías, ilusiones, preocupaciones, retos… Cuantas
veces al final de la tarea, cuando las risas y el bullicio de los alumnos
habían cesado, me colmaba de paz deambular por tus pasillos llenos de
luz y color, mi espíritu se sentía feliz y pletórico. Era el momento de la re-
flexión por lo acaecido en el Aula, siempre susceptible de mejorarlo, u otros aspectos relacionados con las exigencias vigentes.
Quiero felicitarte y mantener siempre viva la imagen de un edificio
bello, noble, de arquitectura singular… pero de manera especial las emo-
ciones vividas en el trabajo cotidiano del Aula, festivales, concursos. En
la elaboración de esas actividades creadoras de mensajes trascendentes…
Mostrar mi gratitud a mis numerosos y estupendos alumnos y decir-les que el convivir con ellos ha sido el mejor premio recibido en mi tarea
docente. A mis queridos compañeros, artífices de las mayores competen-
cias. Su acogida, trato, ayuda y cariño me han enriquecido humana y
profesionalmente…
También quiero agradecer al resto de la Comunidad Educativa el res-
peto y la paciencia que me han demostrado. Y a ti querido Colegio el de-
seo de una larga vida para que dentro de tus muros se formen los alum-nos que un día demuestren ser los MEJORES.
Isabel López Rebenaque
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