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Camara averna

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Novela de terror gore, suspenso y acertijos,

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Jorge Araya Poblete

Cámara Averna

2012

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Cámara Averna por Jorge Araya Poblete se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.

Permitida su distribución gratuita como archivo digital íntegro.Prohibida su distribución parcial.Prohibida su impresión por cualquier medio sin permiso escrito del autor.Prohibida su comercialización por cualquier medio sin permiso escrito del autor.

©2012 Jorge Araya Poblete. Todos los derechos reservados.

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Presentación

La lucha del bien contra el mal es un tema recurrente en la historia y la literatura desde el principio de los tiempos. Independiente de credos religiosos o políticos, todo conflicto termina tarde o temprano en un vencedor y un vencido, y generalmente quien triunfa se arroga la potestad del bien, relegando al perdedor a la categoría del mal. Particularmente en el ámbito religioso, la lucha del bien contra el mal es algo más específica, definiendo una suerte de enemigo común a todos los credos, al que denominamos en occidente el demonio. Así, y pese a los conflictos y diferencias entre las diversas religiones existentes, y sin olvidar los genocidios cometidos en nombre de la fe, a la hora de definir un enemigo todos confluyen en ese concepto común que engloba en general todas aquellas características que consideramos negativas.

“Cámara Averna” es una nivola (novela breve) que sitúa este conflicto en la capital de Chile. Sus protagonistas, miembros del Arzobispado de Santiago y de la Policía de Investigaciones, luchan desde sus trincheras para acabar con un enemigo que en un principio parecía estar radicado en una comunidad ecológica que ocultaba en sus filas a un grupo de seguidores del demonio, pero que luego revela su verdadero fondo.

Salvo lugares comunes y fechas, esta novela es absolutamente ficticia. Ninguno de los actos, personas, ceremonias o sitios ocultos están basados en la realidad; del mismo modo, las actitudes, decisiones o acciones ejecutadas por los personajes no pretenden representar actitudes, decisiones o acciones propias de miembros de las instituciones aludidas en la vida real. Espero disfruten de la lectura.

Jorge Araya Poblete Octubre de 2012

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Prólogo La catacumba estaba extremadamente fría. Los siglos que estuvo sellada hacían el aire casi irrespirable, por lo que luego de destruir la puerta de piedra con explosivos, el grupo debió esperar una media hora antes de entrar; de todos modos usarían trajes con oxígeno para no correr riesgo de contagiarse con algún tipo de microorganismo presente en ese anacrónico ambiente, y que fuera rebelde a los medicamentos del siglo XX. Los profanadores llevaban años esperando entrar a esa construcción, así que dejar media hora por seguridad no era nada de importancia; además, la ubicación del sitio lo hacía prácticamente inaccesible para la población normal y para otros grupos de profanadores. La inversión en tiempo y dinero por fin daría sus frutos, pues si todo lo que las leyendas decían acerca del sitio era cierto, se harían de una fortuna incomprensible para la mayoría de los bolsillos humanos, y si no, venderían la ubicación o los hallazgos a coleccionistas que sin duda pagarían lo suficiente como para poder retirarse de esa complicada y peligrosa forma de vida.

El tiempo había pasado y el encargado del grupo decidió que ya era seguro entrar. Luego de ponerse el traje que lo conectaba a la fuente de oxígeno ingresó al lugar, saliendo de él sin el casco y ensimismado, para llamar a sus compañeros a que lo ayudaran a rescatar la fortuna que se encontraba tras la destruida puerta, tal y como lo relataba la leyenda. Los hombres jubilosos entraron en la habitación, quedando pasmados con la magnificencia del tesoro: ninguno de ellos, en todos los años que llevaban en el negocio, habían visto tal cantidad de oro y joyas acumulado en un solo sitio. El último en entrar, el más avezado y desconfiado del grupo, lo hizo con su casco y traje de oxígeno puesto: le había tocado ver una que otra trampa preparada por compañeros de labor, así que siempre entraba al final y nunca confiaba en nadie más que en él mismo. Pasados diez minutos sin que nada ocurriera decidió que ya era seguro sacarse el casco; justo en ese momento todos los hombres empezaron a toser descontroladamente, y uno tras otro empezaron a botar abundante sangre por la boca, muriendo desangrados ante sus ojos. El tipo desenfundó su pistola y apuntó a la cabeza al líder del grupo, descerrajándole un preciso tiro en medio de los ojos: luego del movimiento de la cabeza producto del impacto de la bala, su cuello se enderezó, quedando de frente al espantado tipo que no alcanzó a reaccionar para evitar ser atravesado de la cara a la nuca por una especie de estaca de hierro. Nadie notó que a los pies del líder del grupo estaba toda su sangre derramada: la leyenda se estaba cumpliendo, y el espíritu estaba listo para cumplir su misión.

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I

Veinte minutos. Eso había demorado el celular sin sonar. Era una suerte de karma o de maldición en la vida del profesor Pérez, cada vez que estaba desocupado o durmiendo su teléfono móvil descansaba con él, quedando mudo como si estuviera apagado o en modo silencioso; pero no podía pasar más de veinte minutos ocupado para que su aparato comenzara a sonar y lo sacara de su concentración y a veces de sus obligaciones. De todos modos no era algo tan terrible, su tiempo de descanso u ocio era completo para él, y siempre que empezaba a hacer algo que le gustaba, lo podía terminar o dejar de lado según su gusto o conveniencia: dentro de todo se consideraba un hombre afortunado. En esa ocasión su moderno teléfono lo había interrumpido en medio de una clase sobre introducción a los grandes filósofos griegos; la llamada fue un salvavidas para sus alumnos, que ya empezaban a cabecear con la información que el profesor les estaba entregando, y para él, al evitar tener que despertar a quienes descubriera dormidos. Pese a que el profesor intentaba hacer amena la clase, no era el tema que más lo motivaba, y para sus alumnos significaba casi una tortura tener que memorizar un ramo que olvidarían en cuanto dieran por aprobado. La historia de la filosofía parecía no tener cabida en la sociedad moderna, pese a lo cual se seguía impartiendo en colegios y universidades: gracias a ello existían muchos sitios de internet y aplicaciones para teléfonos celulares que ayudaban con la materia necesaria para rendir pruebas sin mayor dificultad. Lo que sus alumnos jamás sabrían era que la aplicación más popular la había diseñado un amigo suyo, y fue él quien le entregó la información resumida para su publicación, por lo cual siempre en sus pruebas había tres o cuatro preguntas que quedaban sin responder. Luego de un par de susurros acerca del tono del teléfono del profesor, y de los correspondientes codazos por parte de sus vecinos de asiento a los dormilones, el profesor detuvo la clase, se excusó y contestó la llamada a la salida de la sala.

–¿Aló?–¿Con el profesor Carlos Pérez?–Sí, con él.–Buenas tardes profesor, usted habla con Marcos Antúnez, secretario del arzobispado de Santiago.–Buenas tardes señor Antúnez, ¿en qué lo puedo ayudar?–Profesor, me encargaron que me contactara con usted por un problema eclesiástico.–Disculpe señor Antúnez, le deben haber dado mi número por error, yo no soy teólogo ni nada parecido, soy profesor de filosofía–No creo que haya algún error. Me dieron su número por sus trabajos acerca de sectas religiosas y cultos no convencionales.–Ah, eso… bueno, déme la dirección del arzobispado, le devolveré el llamado cuando tenga mi agenda a mano para ponernos de acuerdo en la fecha y hora en que coincidamos para reunirnos.–Profesor…– dijo la voz, por primera vez dubitativa – si bien es cierto es un problema eclesiástico, la iglesia no puede verse involucrada en este asunto. Si usted acepta ayudarnos, le pediré que me deje un mail de contacto para enviarle la dirección donde le explicarán todo, y para que usted me envíe un número de cuenta bancaria para depositarle sus honorarios. Si no, le agradezco su tiempo,

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me disculpo por haberlo interrumpido, y no tendrá más noticias de mi parte.–¿Y si necesito algo de tiempo para pensarlo?– dijo el profesor Pérez, algo confundido con la extraña llamada.–En ese caso le sugiero que me deje el mail para enviarle la dirección donde dirigirse. Una vez que conozca el caso decida a conciencia: si la respuesta es positiva me envía un número de cuenta bancaria, y si es negativa, envíeme un número sólo con ceros.–Eso quiere decir que ni por teléfono ni por mail obtendré información– dijo contrariado el profesor.–Por su seguridad y la nuestra, no.–Está bien, anote mi mail. Si por alguna casualidad decido no ir…–… me enviará un número de cuenta sólo con ceros, no lo olvide.

Luego de darle un correo personal, el profesor cortó lleno de dudas. No habían pasado ni treinta segundos cuando en el teléfono sonó el tono de correo entrante. Al revisar el remitente se encontró con una cuenta con números y que provenía de un proveedor gratuito, que no traía asunto, y que sólo incluía un domicilio y una comuna. De inmediato reenvió el correo a otra de sus cuentas para tener un respaldo ante cualquier eventualidad, y entró a la sala para intentar continuar con su clase. Sería un poco complicado tratar de retomar la vida y obras de personajes que soñaron e idearon una forma de pensar hace más de veinte siglos y que aún tenía algo de validez en nuestro tiempo luego de la extraña llamada: ese era uno de los inconvenientes de enseñar a pensar en la era del reaccionar.

Terminada la jornada en la universidad, el profesor Pérez se dirigió a su hogar. Luego de refrescarse un poco puso a calentar su cena, mientras bebía una copa de vino para hacer menos aburrida la espera. Para aprovechar en algo el tiempo encendió su computador y se metió en el buscador a tratar de encontrar la ubicación del domicilio que le enviaron por correo, y el camino más corto desde su casa hasta el lugar, para programar la visita para el fin de semana; le desagradaba el hecho de llegar sin avisar, pero el tal señor Antúnez no le dejó un número de contacto, y lo más probable era que la llamada que recibió proviniera de algún teléfono de prepago. Al profesor le parecía muy inverosímil que la iglesia necesitara de un profesor de filosofía con estudios en sectas para resolver un problema “eclesiástico”, de hecho estaba casi seguro que se trataba de alguna broma estudiantil o en el peor de los casos, de una suerte de estafa telefónica o fraude; sin embargo la curiosidad era mayor que el riesgo, y pese a todo iría al lugar.

Ese sábado Carlos Pérez se levantó más temprano que de costumbre. Había decidido usar una tenida semiformal, pensando en que la reunión podría ser cierta y que su interlocutor fuera alguien de peso en la curia nacional; del mismo modo en uno de sus bolsillos llevaba un pequeño spray de gas mostaza, en la eventualidad de encontrarse con una broma que se saliera de los cánones que él manejaba, o que debiera enfrentarse a alguna situación de riesgo en una comuna que no habituaba. Luego de cuarenta minutos manejando llegó al domicilio sin mayor dificultad; era una casa de un piso de fachada austera pero elegante, que destacaba dentro del entorno por sus exageradamente altas rejas, que inclusive abarcaban los muros que la separaban de las casas vecinas, y que sobrepasaban sin dificultad los tres metros de altura. El profesor tocó el citófono, y un par de

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minutos más tarde estaba entrando a la casa, siendo recibido por una añosa mujer que usaba un tocado parecido al de las religiosas.

–Buenos días señor Pérez, adelante.–Buenos días, disculpe haber llegado sin avisar pero…–No se preocupe profesor, llevo casi veinte años trabajando para monseñor y siempre se ha estilado recibir a las visitas así– cuando Pérez escuchó la palabra “monseñor” entendió que la situación era seria, y que debería tratar de ser un poco más formal que de costumbre en su trato.– Asiento profesor, monseñor viene enseguida. ¿Quiere una bebida, un té o un café?–No, muchas gracias, desayuné hace poco.

Pérez se estaba poniendo nervioso, la situación se estaba tornando algo extraña, y no le gustaba esa sensación de incertidumbre, ni menos jugar a anticiparse a los hechos. De improviso la puerta por donde salió la mujer que lo recibió se abrió, y ante la sorpresa de Pérez, entró a la habitación monseñor Ulises Simonetti, el cardenal arzobispo de Santiago.

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II

Ulises Simonetti era un hombre que representaba mucho menos que los sesenta y ocho años que tenía. Su cabello apenas entrecano y sus escasas arrugas lo hacían ver como alguien a quien no le correspondía el título de arzobispo de Santiago, ni menos el de cardenal. Siempre se mostraba jovial con la prensa y con quienes debía interactuar en el día a día; sin embargo, en esa oportunidad su semblante y su actitud corporal eran extremadamente serias.

–Señor Pérez, muchas gracias por venir. Por favor, no quiero formalismos ni cargos, simplemente dígame Ulises, o padre Simonetti.–Gracias… padre Simonetti– dijo aliviado en parte el profesor, al saber cómo tratar a su interlocutor en ese ambiente serio pero informal–. Por favor, cuénteme en qué lo puedo ayudar.–Supongo que debe haberle extrañado el que contactáramos a un laico para que nos asesore en estos menesteres, señor Pérez.–Ehh… de hecho es algo incómodo además de extraño. Yo no soy católico, de hecho no profeso ninguna fe, y tampoco se cuáles son los menesteres que requieren de mi asesoría– respondió Pérez.–Bueno, el hecho que no sea católico o creyente no importa mucho en estos instantes. Lo que me extraña es que no sepa por qué está acá.–A mi me contactó un señor de apellido Antúnez durante…–Ah, por eso– interrumpió el cardenal–, Marcos es así, chapado a la antigua, no confía en teléfonos ni menos en internet. Siempre anda viendo conspiradores en todos lados, en especial desde que empezaron toda esta vergonzosa seguidilla de denuncias contra nuestra iglesia.–¿Se refiere a los casos de pedofilia?– preguntó algo incómodo Pérez.–Por supuesto. La mayor parte de la culpa es nuestra, por no darnos cuenta a tiempo de lo que estaba pasando, y de muchos que creyeron que era mejor ocultar todo para proteger el nombre de la iglesia. Lamentablemente esa desidia y ocultamiento llevaron a que el problema llegara a tal dimensión que al final, cuando todo explotó, terminara perjudicando más a la iglesia– dijo el cardenal, haciendo una mueca de disconformidad–. Lo lamentable es que unos pocos han intentado inventar casos para sacar ganancias económicas de este escándalo, y ello ha llevado a que la crisis de confianza dentro de nuestro credo sea de ambas partes… pero bueno, ese no es el problema que nos tiene reunidos hoy, profesor.–¿Y cuál es el problema o menester que nos tiene acá, padre?–Necesitamos toda la información que tenga acerca de una secta que usted mencionó en su último libro, unos que se hacen llamar Hijos de la Madre Tierra.–¿Que mencioné? Disculpe padre, pero el libro tiene cerca de cincuenta páginas acerca de ellos, no es una mención sino dos capítulos completos– dijo algo contrariado Pérez.–Creo que me expresé mal, profesor. Obviamente leí su libro, de hecho lo leí por interés personal a poco tiempo de haber salido a la venta, y sé que son dos capítulos dedicados a ellos; el asunto es que en esos capítulos usted habla de su estructura, su marco dogmático, su misión y visión, sus objetivos y un par de cosas que investigó en fuentes ajenas a la secta– dijo el cardenal–. Lo que necesitamos es aquello que no escribió, aquellas cosas que uno dice o sugiere en una entrevista y que luego pide que no se revelen, o que se haga parcialmente.–Bueno, creo que tengo algo de información adicional acerca de esa gente y sus

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costumbres– dijo Pérez–. Déme un par de días y le enviaré vía mail los datos que tengo. Ahora, si usted tampoco confía en el correo electrónico, puede pedirle a alguien que vaya a buscar copias impresas a mi oficina.–Profesor– dijo con voz ceremoniosa y condescendiente el cardenal, como si estuviera en algún púlpito listo a iniciar un sermón–, como usted debe imaginar nosotros tenemos acceso a toda la información pública de esta secta, salvo uno que otro detalle técnico acerca de finanzas o de infraestructura que no es de dominio público hoy en día. Por otro lado, debe ser obvio que no es la primera persona a la que contactamos respecto de este tema, llevamos meses de investigación acuciosa sobre ellos. Lo que necesitamos de usted es lo que le dije recién, esos detalles que no se imprimen ni se respaldan.

Carlos Pérez se sentía extraño, casi como si estuviera metido en la trama de una película de suspenso. ¿Qué podrían haberle dicho fuera de la investigación que aún no estuviera en conocimiento del cardenal?

–Padre Simonetti, de verdad me encantaría ayudarlo, pero no creo que me hayan dicho algo de verdad importante o comprometedor. Las reuniones que sostuvimos fueron en su parcela, pero en la primera casa, que está casi en la entrada; luego me hicieron una visita guiada en la que siempre estuve acompañado, para conocer sus instalaciones y conversar con la gente, pero siempre a vista y paciencia de uno de los líderes del grupo. –¿Y no vio ninguna actitud extraña, algo que saliera de lo común o que le llamara su atención?– volvió a preguntar el cardenal.–La verdad… la verdad es que en mi última visita andaban algo desconcentrados. Según recuerdo hablaban entre ellos acerca de un viaje que tendrían en el corto plazo. De hecho esa vez se notaba que actuaban su cordialidad, como si quisieran que me fuera lo antes posible– dijo Pérez.–¿Cuándo ocurrió eso?– preguntó interesado Simonetti.–Dos meses antes de publicar el libro, hace un año y medio ya.–¿No dieron a entender nada acerca del viaje, a dónde irían, cuánto tiempo demorarían, algo más específico?–Déjeme recordar… parece que lo estaban planificando para este año– respondió Pérez, tratando de hacer memoria–. Tal vez es para fuera de Santiago, si no me equivoco, porque hablaban de arrendar un par de buses… o tal vez eran para otra cosa, ni idea.–Un par de buses… pero eso también podría ser para mover gente y cosas dentro de la capital– comentó el cardenal.–Claro, puede ser.–¿Es lo único extraño que recuerda, profesor?–Que no esté escrito en el libro, sí– dijo algo desanimado Pérez.–Bueno, le agradezco su visita y sus ganas de colaborar. Si de pronto recordara algo, le agradecería que le envíe un mail a Marcos para concertar una nueva visita. Por favor envíele a él su número de cuenta para pagar su colaboración.–No se preocupe padre, no podría cobrar por una conversación donde no aporto nada útil.–Profesor Pérez, el saber que ese viaje tal vez aún no se haya realizado ya es un dato que me sirve, no se engañe– respondió el cardenal–. Gracias por su buena voluntad profesor, lo tendré en mis oraciones.–Gracias a usted padre.

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–Profesor, ¿hacia dónde va usted? Si quiere lo puedo llevar, voy al sector de Mapocho– dijo el cardenal.–No se preocupe padre, ando en mi… – de pronto Pérez quedó mudo, como concentrado en un recuerdo.–¿Le pasa algo, profesor?–No, nada… es que cuando dijo Mapocho…–¿Sí?–Es que me pareció recordar algo no muy común que digamos. –¿Y qué sería?–Uno de los guías de mi visita conversaba con otros miembros del grupo, y a todos les preguntaba si sabían dónde había alguna bajada cómoda al lecho del río Mapocho. Si mal no recuerdo uno de los miembros jóvenes del grupo le dijo que el lugar más fácil para bajar estaba en…–… Providencia– interrumpió el cardenal.–¿Cómo supo?– dijo desconcertado el profesor.–No lo sabía, simplemente lo intuí– dijo pensativo Simonetti–. Gracias profesor, no sabe en verdad cuánto nos ayuda ese dato que me dio.–Por nada padre.

El profesor Pérez salió de la casa del cardenal. No entendía por qué, pero se sentía satisfecho y hasta alegre con la conversación de esa mañana.

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III

Carlos Pérez se levantó a las seis de la mañana, como todos los lunes. Luego de la breve visita al cardenal había tenido un fin de semana bastante tranquilo, y como todo buen profesor debía volver a su trabajo para aportar con sus conocimientos a la formación de las nuevas generaciones. Las clases de esa semana no tenían nada de especial, y salvo por un par de alumnos de post grado que lo andaban persiguiendo por la revisión de unas tesis, no se veía nada que lo sacara de su rutina en el corto plazo. El profesor conducía su vehículo por la ruta acostumbrada, y ya se había metido al atochamiento esperable antes de la entrada a la carretera; frente a él se veía una tapa de alcantarilla levemente solevantada, la que pasó sin problemas entre las ruedas de su auto, y sobre la cual quedó detenido algunos segundos por lo lento del tráfico a esa hora. Mientras esperaba a que los vehículos que lo antecedían avanzaran, por su mente pasaron una serie de ideas locas, como que la gente de los Hijos de la Madre Tierra se hubieran enterado de su conversación con el cardenal y le hubieran colocado una bomba debajo de la tapa de alcantarillado, o lo estuvieran esperando ocultos en ese lugar para asaltarlo y quizás secuestrarlo, o hasta matarlo. Lo mejor de todo es que no era paranoico, así es que esas ideas más que nada lo entretenían y lo distraían del aburrimiento del taco de ida, y lo sacaban un poco de la rutina de ir escuchando la misma música de cada mañana.

Faltando un par de minutos para el inicio de la clase el profesor Pérez ya estaba en el auditorio con el proyector instalado, y conectando su computador portátil para empezar a mostrar la presentación de ese curso, y complementarla con sendas reflexiones que ayudaran a sus estudiantes a aprender a pensar y a despertar en unos cuantos la necesidad de buscar más información; así, Pérez buscaba dejar su legado en las nuevas generaciones, perpetuando en quienes lo quisieran el gusto por pensar, aprender y enseñar. En ese instante el grueso del curso entró a la sala, tomando ubicación en los asientos, y sacando cuadernos, grabadoras o computadores portátiles para tomar apuntes y complementar el material enviado por correo electrónico. Pérez se sentó en la silla que había tras la mesa donde se ubicaba su computador, y empezó a dictar su clase.

Veinte minutos más tarde el celular, como ya era costumbre, empezó a sonar y a despertar a quienes dormían plácidamente, ocultos en la penumbra del salón. Pérez dejó de hablar, pero extrañamente se quedó en el lugar sin contestar el teléfono; sus alumnos se miraron sorprendidos, pues el profesor jamás dejaba sonar el celular más de tres veces antes de contestar y salir de la sala, y la llamada ya llevaba un minuto sin provocar reacción alguna en el docente. De pronto una de las alumnas dio un grito de espanto que congeló a todos en la sala: nadie podía controlar a la muchacha y tampoco entendían el motivo del destemplado chillido, y por qué no se detenía. Uno de sus compañeros se paró para ir a verla, y en cuanto se puso delante de ella resbaló y cayó al suelo; al mirar la mano con que atajó el golpe vio que estaba ensangrentada, pero no alcanzó a buscar en su cuerpo alguna herida: la posa de sangre en que resbaló era enorme, y venía de debajo de la mesa de la cabecera del auditorio. Carlos Pérez yacía muerto y desangrado a vista y paciencia de todos sus alumnos.

El auditorio donde impartía sus clases el profesor Carlos Pérez estaba convertido

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en una suerte de laboratorio de criminalística. El cadáver yacía en su silla, cubierto por una gran lona blanca, mientras otra lona tapaba la sangre que no había quedado impregnada en la ropa del joven que un par de horas antes había resbalado en ella. Mientras funcionarios de Investigaciones hacían un prolijo inventario de todo lo que había en el lugar, el fiscal a cargo se informaba de lo que había sucedido. Luego de un somero interrogatorio a todos los estudiantes, la policía y el fiscal concluyeron que había que dar con quien hizo la llamada previa a la muerte del profesor. En esos instantes el equipo del Servicio Médico Legal llegó a hacer el examen inicial y a retirar el cadáver; en cuanto descubrieron la lona y luego de un par de minutos de observaciones in situ, todos quedaron estupefactos. Los susurros llamaron la atención del inspector a cargo y del fiscal, quienes se dirigieron al grupo que rodeaba el cuerpo.

–¿Qué está pasando detective, encontraron algo de interés para el proceso?– preguntó la inspectora Martínez, sin obtener respuesta alguna–. Ya pues hombre, ¿qué le pasa?–Inspectora– intervino el funcionario del Servicio Médico Legal–, el detective no sabe cómo explicarle lo que encontramos. De hecho ninguno de los que está acá tiene alguna explicación para… esto.–¿Y a qué se supone que se refiere con “esto”?– preguntó el fiscal de turno.–Por favor, miren las ropas del occiso. –¿Qué tienen? Yo no veo nada especial, está todo limpio. Y no me gustan los acertijos, señor– respondió molesto el fiscal.–No es un acertijo señor. Usted tiene razón, está todo limpio– comentó el funcionario.–¿Y eso qué tiene de raro?– preguntó incómodo el fiscal.–Lo raro es que la ropa no tiene manchas de sangre– dijo la inspectora Martínez, luego de mirar el cuerpo del profesor–. Hay que esperar la autopsia para saber cómo es que se desangró, pero a primera vista no se ve mancha alguna en su ropa.

El fiscal se acercó incrédulo; luego de mirar por varios minutos el cadáver, comprobó que efectivamente no se veía por dónde podría haber perdido la sangre el profesor sin siquiera rozar la ropa.

–Espero su informe Martínez, hay que dar rápido con el loco que hizo esto antes que se les ocurra nombrar un ministro en visita y el caso se nos escape de las manos. Y quiero urgente el informe del tanatólogo– dijo el fiscal, saliendo ofuscado del salón y permitiendo la salida de los alumnos, previo empadronamiento. Cuando estaba en la puerta y sin mirar atrás exclamó–. Martínez, no se olvide de encontrar al que hizo la llamada, quiero hablar con él antes que la prensa. –Ya escucharon al fiscal, pericien ese celular y encuentren al que llamó al occiso.

La inspectora Beatriz Martínez ya estaba habituada a lidiar con el carácter de los fiscales. Era cosa de todos los días en la Brigada de Homicidios que la fiscalía quisiera la información instantánea y clasificada, así que no le causaba mayor problema escuchar arrebatos de distinto calibre. Pero en esa ocasión el caso era particularmente extraño, y si algo de lo que había ocurrido se filtraba a los medios podía causar una debacle de proporciones; por ello la inspectora se había

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encargado de hablar con los estudiantes antes que el fiscal les permitiera retirarse, para prohibirles expresamente contar el más mínimo detalle de lo ocurrido. Además, a ese fiscal le encantaban las cámaras, así que él se encargaría de hablar con la prensa para informar sólo lo prudente. Mientras los funcionarios del Servicio Médico Legal terminaban de meter el cuerpo en la bolsa para ponerlo en la camilla y trasladarlo al Instituto Médico Legal en Avenida La Paz, y la inspectora se dedicaba a mirar una y otra vez la silla donde estuvo sentado el profesor, sin encontrar en ella la más mínima gota de sangre o de algún otro fluido, pese a estar usando una luz ultravioleta, el detective a cargo del celular se dirigió a ella con cara de asustado.

–Inspectora.–Dígame Gómez, ¿ya tiene información de quién llamó al occiso?–Parece que sí, inspectora– dijo nervioso el detective.–¿Cómo que parece? O tiene o no tiene.–Tengo información, pero…–¿Pero qué? Habla rápido hombre, no quiero al fiscal molestando más de la cuenta– dijo la inspectora más bien ansiosa.–Busqué en la memoria del teléfono la última llamada efectuada y la última recibida. La última efectuada es a una pizzería, ayer a eso de las veinte horas. La última recibida…–¿Por qué no te dejas de huevadas Gómez?– exclamó a viva voz Martínez, concitando la atención de todos quienes trabajaban con ella, pues no era una mujer ni expresiva ni asidua a los improperios.–Conseguí el número y llamé a un amigo que trabaja en la compañía de origen. El número está registrado a nombre del cardenal- respondió en voz baja el detective.–¿Qué cardenal?– preguntó la inspectora–. Espera, ¿me estás diciendo que la última llamada que recibió el profesor… es del cardenal Simonetti?–Lo confirmé tres veces inspectora, revisé una y otra vez el número por si me había equivocado al escribirlo o al dictarlo, de hecho hasta lo envié por mensaje de texto para evitar errores, y las tres veces me lo corroboraron. –Mierda– dijo entre dientes la inspectora–. Dame el número, trataré de concertar una entrevista con él.–Inspectora, me tomé la libertad de llamarlo, me dijo que la recibirá en el arzobispado de Santiago hoy a las tres de la tarde– contestó el detective, quien ya conocía el modus operandi de su jefa.–Gracias Gómez, me ahorraste actuar la diplomacia.

Beatriz Martínez se fue de inmediato al cuartel de la brigada, necesitaba ordenar los primeros hallazgos de la investigación y tomarse algunas tazas de aguas de hierbas tranquilizantes, pues la entrevista de la tarde podría transformarse en una experiencia desagradable. Ella había estado a cargo de la investigación de uno de los últimos casos de pedofilia denunciados, por lo que su relación con la iglesia no había sido de las mejores en el último tiempo; si bien es cierto no conocía en persona al cardenal, había tenido un par de intercambios de palabra vía telefónica que no habían terminado de buena manera. De todos modos su trabajo era así, un día podía estar en medio de un tiroteo con narcotraficantes y al siguiente entrevistándose con el cardenal. No quedaba más que esperar la hora para la cita y ver qué tenía que decir el prelado acerca del profesor desangrado.

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IV

Cinco para las tres de la tarde la inspectora Beatriz Martínez estaba sentada en una salita del arzobispado de Santiago, en espera de la llamada de la secretaria del lugar para iniciar su entrevista. Martínez intentaría aclarar las dudas acerca de la relación del cardenal con el profesor muerto, y la extraña coincidencia de su llamado con la hora de muerte de Carlos Pérez. A las tres en punto la secretaria le avisó que podía pasar a la oficina; en cuanto se asomó a la puerta, se encontró con el cardenal de pie al lado de ella, esperándola.

–Buenas tardes, inspectora Beatriz Martínez, de la brigada de homicidios de la PDI– dijo la mujer, casi como un mantra.–Adelante inspectora, mi nombre es Ulises Simonetti. Por favor, asiento, dígame en qué la puedo ayudar.–Señor cardenal…–Padre Simonetti, o Ulises, no importa tanta ceremonia acá dentro– interrumpió el cardenal.–Señor Simonetti– dijo la inspectora, tratando de desmarcarse de títulos religiosos–, antes que nada deseo disculparme por los altercados telefónicos que hemos tenido hasta…–Inspectora, soy un sacerdote católico, llevo treinta años en la curia y le aseguro que nuestros altercados apenas dan para conversaciones respecto de otras llamadas que he recibido– dijo el cardenal, interrumpiendo de nuevo a Martínez–. Olvide esos desencuentros, que además ocurrieron sin vernos las caras. Cuénteme, en qué le puedo ser útil.–Necesito que me cuente qué sabe usted acerca de la muerte del profesor de filosofía, don Carlos Pérez.–¿Qué?– dijo con el rostro desencajado el cardenal–. No puede ser… estuve con él este sábado conversando un tema acerca de una secta, y lo llamé hoy en la mañana para concertar una nueva entrevista, pero nunca contestó… Dios santo, no sabía de su muerte. Ojalá el Señor lo tenga en su santo reino… espere, usted me dijo que es de la brigada de homicidios, ¿acaso el profesor fue asesinado?–Es eso lo que estoy investigando.–Y debo suponer que quiere hablar conmigo porque fui la última persona que llamó al profesor.–No padre. Según los testigos, el profesor murió cuando usted lo llamó.–¿Cómo, acaso usted está diciendo que la llamada fue la que lo mató?– preguntó el cardenal, entre asombrado y molesto.–No padre, estoy diciendo que según los testigos el profesor murió en cuanto recibió la llamada a su celular. La causa de muerte la sabremos cuando el patólogo forense entregue el resultado de la autopsia. Lo que me interesa conversar con usted es su vínculo con el occiso– dijo inmutable la inspectora.–El profesor Pérez era un filósofo y connotado experto en sectas y cultos informales, inspectora. Su último libro tenía dos capítulos acerca de una secta chilena bastante discreta, que se hacen llamar los Hijos de la Madre Tierra. Hace un tiempo estamos interesados en los pasos que siguen los miembros de este grupo, pues hay algunas denuncias respecto de actividades que, sin ser delito para la ley del hombre, sí son considerados como tal para la ley divina.–Ya veo– dijo Martínez–, entonces lo contactó para obtener información adicional a la publicada.

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–No sólo eso, sino también para conocer sus apreciaciones personales acerca de ellos. Tal como lo conversé con él el sábado, quería que me contara aquello que no se escribe, esos datos que uno conoce al hablar con la gente, aunque no lo digan expresamente. Nosotros ya teníamos los datos del libro, y varias entrevistas a otras personas que tuvieron contacto con miembros de la secta, la entrevista con él fue una más de varias para tratar de armar nuestro rompecabezas.–¿Me podría dar los nombres de las otras personas que entrevistaron? Tal vez los necesite en algún momento, dadas las circunstancias de la muerte del profesor.–Claro, le daré el teléfono de mi secretario personal para que él le entregue toda la información de la que disponemos… disculpe, recién me dijo que no saben la causa de muerte del profesor, y ahora habla de las circunstancias de su muerte, ¿puedo saber a qué se refiere?– preguntó extrañado el cardenal.–Es parte de la investigación, no le puedo contar nada– replicó escueta la inspectora–. Gracias por su colaboración señor cardenal, más adelante uno de mis colegas lo llamará para pedirle el número de su secretario.–Inspectora, disculpe que insista, ¿cómo murió el profesor?– dijo el cardenal, intentando alcanzar a la inspectora que se dirigía rauda a la puerta de salida–. Por favor, no me diga que murió… desangrado.–¿Por qué lo pregunta, padre?– dijo la inspectora, ocultando su sorpresa.–Esto es culpa mía… dios santo, perdóname por involucrar a un inocente…– murmuró el cardenal, mirando al techo de su oficina.–¿A qué se refiere con que es su culpa, padre?– preguntó extrañada Martínez.–A que esto pasó por meterse con esa secta. Si no lo hubiera llamado para pedir su ayuda, nada de esto estaría sucediendo.–Es bastante raro lo que me está contando, padre. Según lo que usted me cuenta el profesor estuvo con ellos, los entrevistó directamente; además, el libro fue publicado hace al menos un año. Si yo quisiera vengarme no esperaría tanto, o habría hecho algo para evitar la publicación.–Usted no entiende inspectora, no es tan simple, no es… humano.–No padre, no entiendo de cosas no humanas, soy sólo una inspectora de la Policía de Investigaciones haciendo un procedimiento sobre la muerte de un humano, causada necesariamente por otro humano. Lo que entiendo es que tengo un cadáver desangrado sin asesino conocido…–Y sin alguna herida que explique por qué se desangró– interrumpió el cardenal–. Siéntese inspectora, debemos hablar de cosas no humanas.

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V

El cardenal y la inspectora bebían café en silencio. Mientras Simonetti tenía clavada su vista en la humeante taza recién servida, como si estuviera escudriñando el brebaje para encontrar cómo hablar con la detective, Martínez lo miraba tratando de leer su postura corporal o sus gestos, para así obtener algo que le sirviera para entender en qué se estaba metiendo. El mutismo de ambos fue interrumpido por un par de golpes en la puerta, y la entrada del secretario del cardenal.

–Buenos días señorita– dijo cortés el hombre, dirigiéndose a la inspectora–. Monseñor, acá está el listado de personas que me pidió.–Gracias Marcos. ¿Están todos?–Sí monseñor, y tal como me pidió, también incluí a quienes teníamos pendientes de contactar. Supongo que por ahora no debo llamarlos– preguntó Antúnez.–No Marcos– respondió escueto el cardenal.–Bueno monseñor, los dejo. Señorita– dijo el secretario, haciendo una suerte de venia a la joven antes de salir de la oficina y cerrar la puerta.–Acá está el listado de los contactos hechos y los pendientes, inspectora. Ojalá sirva para impedir más muertes.–Muertes debidas a causas no humanas, supongo– dijo la inspectora–. Bien padre, lo escucho.–La labor de la iglesia abarca muchos aspectos inspectora, tanto humanos como divinos. Tal como existen personas buenas y malas, también existen seres del bien y del mal en el ámbito de la divinidad. La mayoría de las veces, los seres del mal utilizan a los humanos por medio de la seducción o de la posesión para acarrear males a nuestra raza y así perjudicar la obra de dios.–¿La mayoría de las veces? ¿Me quiere decir acaso que un fantasma mató al profesor Pérez?– preguntó la inspectora Martínez.–No adelante juicios, inspectora. Como le decía, la mayoría de las veces los seres del mal, sirvientes del demonio o el demonio como tal, utilizan la seducción o la posesión como arma para dañar al hombre y con ello indirectamente a dios; pero en contadas ocasiones hay algunos demonios que intentan hacer de las suyas sin ayuda de un cuerpo físico, o utilizando uno que otro ocasionalmente.–Ya. ¿Y eso qué tiene que ver con la muerte de Pérez o con la secta que él estudió?– preguntó la inspectora, tratando de encontrar algo de racionalidad en el relato del cardenal.–Los Hijos de la Madre Tierra son un grupo de personas con personalidad jurídica, que se definen como ecológicos, agnósticos y apolíticos, y que viven en comunidad con el objetivo de vivir dentro de la sociedad pero al margen de las necesidades creadas según ellos por el estado de nuestra evolución actual. Ellos generan su propia energía por métodos renovables, cultivan su comida, crían sus animales, reciclan y procesan sus desechos, sin pedirle ni entregarle nada a la sociedad.–¿Y qué tiene eso de malo, o de maléfico?– preguntó la inspectora.–¿Eso? Nada, por supuesto. Esa es la definición bajo la cual se crearon, y la pantalla tras la cual se escudan– dijo el cardenal, acomodándose en su asiento–. El asunto es que hace un año atrás un párroco pidió una audiencia conmigo para tratar un tema canónico. En dicha audiencia me contó que recibió en confesión una información de labios de alguien que abandonó esta comunidad.

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–¿Y no se supone que lo que se dice en el confesionario es secreto?–Sí, así es inspectora– respondió el cardenal–. Pero como la confesión era tan trascendente para nuestra iglesia, el párroco pidió a esta persona permiso para contarle este secreto a sus superiores.–Y esta persona lo autorizó– concluyó Martínez.–No, de hecho se lo prohibió expresamente. El asunto es que a los dos días apareció su cadáver degollado y desangrado en una de las riberas del canal San Carlos, en La Reina. Como comprenderá, una vez fallecido el secreto ya no era tal, así que pudo contarme lo que habló con esta desafortunada persona.–Pero en ese caso había un cadáver degollado, ahí había una explicación clara de la causa del sangrado de la víctima– replicó la inspectora.–Eso fue lo que todos creímos en su momento. Pero el párroco me contó que el detective a cargo de las diligencias lo llamó para contarle que, si bien era cierto el cadáver estaba desangrado y tenía ese corte en el cuello, la autopsia demostró que la sangre no salió por la herida, y que el corte fue hecho cuando el cuerpo ya estaba muerto y desangrado, como si quisieran despistar o algo así.–¿Y por casualidad ese detective imprudente le dijo la causa de muerte que encontró el forense?– preguntó incómoda la inspectora.–Sí. –¿Y cuál fue la causa?–No recuerdo el término técnico, pero en castellano murió desangrado sin causa demostrable.–Y según usted esto es obra del demonio.–No sé si del demonio como tal o de algún demonio menor– respondió el cardenal.–¿Y no será acaso que el demonio poseyó a un vampiro y él está desangrando católicos?– dijo molesta Martínez–. ¿En serio pensó que yo creería ese cuento, cardenal?–Señorita inspectora…–Qué manera de perder el tiempo con usted. Dígale a su secretario que incluya el teléfono de ese cura, necesito entrevistarlo también, a ver si le puedo sacar algo útil a él.–No puedo darle su teléfono, inspectora– dijo el cardenal, cabizbajo–. El párroco fue encontrado muerto en uno de los confesionarios de su parroquia dos semanas después de nuestra entrevista. Su cuerpo estaba desangrado, y no tenía heridas visibles.–Un asesino serial, es lo único que me faltaba por la…– dijo Martínez, mordiéndose la lengua para evitar el improperio que necesitaba decir–, gracias por su tiempo cardenal, me pondré en contacto en cuanto tenga la orden del fiscal para interrogarlo formalmente en el cuartel de la brigada de homicidios.–Inspectora, hay algo más que necesito contarle.–Guárdelo para el interrogatorio cardenal. Gracias de nuevo y adiós– dijo Martínez, apurando su salida.–Por nada inspectora, quedo a su disposición– respondió el cardenal Simonetti algo apesadumbrado, mientras la inspectora Martínez era acompañada hasta la salida por el secretario Antúnez. El secretario sonrió al ver por la ventana alejarse a la mujer, visiblemente enojada, y pateando cuanta basura encontraba botada en el pavimento, hasta subir a su vehículo y salir rauda con rumbo desconocido.

El cardenal Simonetti tenía la vista perdida en el techo de su oficina, sentía que

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sin tener culpa en las muertes acaecidas, era responsable en parte al menos de lo que le ocurrió al profesor Pérez. Lo único que le quedaba por hacer era intentar adelantarse para evitar más muertes innecesarias. En cuanto terminó su café se dirigió a la secretaría.

–Marcos, necesito que canceles mi agenda de mañana. Tengo que hacer un trámite urgente e impostergable, y no sé a qué hora me desocupe.–¿Necesita que lo acompañe, monseñor?– preguntó el secretario.–No Marcos, debo ir solo.

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VI

Siete de la mañana. Por el parque creado en las riberas del río Mapocho, entre las Torres de Tajamar y la Embajada de Estados Unidos, en plena comuna de Providencia, un número indeterminado de personas trotan o andan en bicicleta todos los días para escapar un poco del sedentarismo y el estrés propios de la vida citadina. El variopinto grupo en general no toma en cuenta al resto de las personas y entre sí mismos, pues cada cual hace suyo el pedazo de tierra o pasto que queda a cada segundo bajo sus pies; del mismo modo todos tratan de respetar a quienes transitan alrededor de ellos, para así también ser respetados en su tiempo, espacio e individualidad. Dentro del grupo que transitaba por la ribera sur iba un hombre alto y delgado, ataviado con ropa deportiva negra, y que cubría su cabeza con la capucha de la chaqueta de polar que usaba, cosa bastante frecuente entre aquellos que no querían resfriarse con las bajas temperaturas de la mañana. El hombre no corría ni trotaba sino sólo caminaba a tranco apurado, y miraba a cada rato hacia el río, como esperando el mejor momento para bajar; ello tampoco alteraba a los deportistas, pues era habitual que algunos usaran el sector seco del lecho del río como lugar de consumo de drogas, para ayudar a quienes vivían debajo de los puentes que cruzaban el Mapocho, o inclusive para practicar el llamado sexo express, que no era otra cosa que sexo incidental con desconocidos. De un momento a otro el hombre desapareció de la ribera y a los pocos minutos se le vio paseando por el lecho seco cubierto de adoquines. El cardenal Simonetti había logrado pasar desapercibido, y ahora podía buscar con tranquilidad lo que suponía era el origen de las muertes.

El cardenal avanzaba raudo por el lecho seco del río en dirección poniente. Su estatura y buena condición física, producto de su costumbre de salir a trotar todas las mañanas al menos una hora desde los veinte años, le permitían recorrer la superficie de adoquines sin dificultad. Para no levantar sospechas decidió ir trotando, así nadie pensaría que era un suicida o un drogadicto, sino sólo un corredor loco que buscaba una pista de obstáculos de uso exclusivo. De todos modos, y si llegaba a ser detenido por carabineros, simplemente diría que estaba buscando niños y adolescentes, de los que acostumbraban a vivir bajo los puentes, para evangelizarlos o tratar de sacarlos de sus adicciones: las circunstancias que estaba viviendo ameritaban una que otra mentira piadosa con tal de detener las muertes.

Media hora más tarde el cardenal Simonetti había llegado al sector del Museo de Bellas Artes. Con cuidado empezó a revisar las piedras de la muralla sur del río, hasta dar con una de forma ovalada dentro del conjunto de piedras polimorfas. Al presionarla con fuerza, una sección completa de un metro de ancho por metro y medio de alto se desplazó, dejando al descubierto una especie de túnel perpendicular al trayecto que había recorrido. “El padre Conti tenía razón” pensó para sí, al recordar la conversación que sostuvo con él poco antes de su muerte: había encontrado la puerta que tanto anhelaban los Hijos de la Madre Tierra.

“–Monseñor, buenos días, gracias por recibirme. –Buenos días padre Conti. Según me contó mi secretario, usted pidió una audiencia respecto de un problema con una secta, unos que se hacen llamar

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Hijos de la Madre Tierra.–Así es monseñor. Tal como le conté al señor Antúnez, recibí un secreto de confesión de un ex miembro de dicha secta…–Disculpe padre– interrumpió el cardenal–, me tomé el tiempo de investigar a esta gente y según averigüé son algo así como un grupo de ecologistas que viven en comunidad.–Eso es lo que todos saben de ellos. Pero según me confesó este feligrés…–Padre Conti, ¿está consciente de los problemas que puede acarrearle el revelar un secreto de confesión? Esto puede llevar a una severa crisis de confianza de sus feligreses.–Monseñor, lo tengo claro, pero el secreto ya no es tal: esta persona fue encontrada muerta hace una semana en el canal San Carlos.–Ah… ¿él fue a quien encontró un barrendero del parque? Ese fue un desafortunado episodio, apareció en todos los canales de televisión por lo sangriento del hallazgo. Según recuerdo en las noticias dijeron que lo habían asaltado y lo mataron de una puñalada.–Esa es la versión oficial, monseñor– dijo el padre Conti–. El detective a cargo me contó que si bien es cierto el cuerpo tenía un corte profundo en el cuello, esta persona no perdió sangre por esa herida.–¿Y por dónde se supone que la perdió, padre?–Nadie lo sabe monseñor, la autopsia tampoco arrojó información que explicara cómo es que murió desangrado. Es por eso que necesito contarle lo que en vida me confesó, porque es información relevante que no será considerada por jueces o policías, ni menos por forenses.–Está bien padre, lo escucho.–Esta persona me confesó que la ecología no es más que una pantalla que usan para ocultar su esencia y sus verdaderos planes– dijo el párroco–. Los líderes del grupo viven aparte del resto, en una casona dentro de sus terrenos a quien nadie tiene acceso sin su permiso. Ellos efectivamente viven de lo que producen y de la energía que generan…–Espere un momento padre, ¿producen su propia energía?–Si monseñor, energía limpia, de fuentes renovables y no contaminantes. También procesan sus desechos, educan a sus hijos…–¿Y no se le ha pasado por la cabeza que ese hecho de generar su propia energía sea motivo de persecución?– volvió a interrumpir Simonetti–. Como debe saber, ya ha ocurrido varias veces en Europa.–Monseñor, ellos no son perseguidos por nadie. Esto no pasa por un asunto humano, acá hay un problema de culto satánico.–Ah, eso… en ese caso debemos derivar el caso al Vaticano para que…–Monseñor, por favor, escúcheme– interrumpió por primera vez el párroco–. La situación es mucho más grave que la simple existencia de un culto al demonio. Esta gente tiene el acceso a algo que llaman la Cámara Averna, que es algo así como una habitación llena de tesoros, y cuya pieza principal se llama…–La Llave del Averno– intervino el cardenal, dejando congelado al párroco–. Padre Conti, esa leyenda aparece en un libro escrito por un profesor chileno experto en sectas, y en él confirma que es eso, una leyenda. Él estuvo con los Hijos de la Madre Tierra, y ellos le contaron esta historia, reconociéndola como una anécdota con la cual los relacionan para intentar denostarlos. Entiendo su preocupación, más aún por la muerte de su feligrés, pero al parecer esto es sólo un caso policial.

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–Monseñor, creo que no me escuchó bien, ellos tienen el acceso a esa cámara. La describen como una catacumba de grandes dimensiones, llena de estos tesoros que están puestos ahí para confundir al que busca la llave del Averno. Lo que no saben si es o no cierto, es que al fondo de la catacumba hay una puerta con una cerradura que se abre con la consabida llave.–¿Y qué se supone que significa que tienen el acceso?–Significa que saben dónde está la puerta de entrada, y dónde se ubica la cámara– dijo el padre Conti.–Y supongo que esta persona le indicó cuáles son esas ubicaciones.–Sí monseñor. La puerta está en la pared sur del río Mapocho, a la altura del Museo de Bellas Artes.–Ajá. ¿Me quiere hacer creer que en un sector donde transita una gran cantidad de gente drogadicta, pintores de murales, e inclusive grupos de ayuda humanitaria, existe una puerta que nadie ha visto nunca? ¿Qué falta ahora, un sortilegio para abrirla, alguna clave, un “ábrete Mapocho” o algo así?– replicó molesto el cardenal.–Monseñor, yo tampoco le creí a esta persona hasta que supe de su muerte. Cuando ello ocurrió decidí ir a investigar, y bajé al río junto con un grupo de laicos que lleva comida y abrigo a quienes viven bajo los puentes. Cuando ellos estaban cumpliendo su misión me alejé un poco y busqué la señal que me dijo que correspondía con la puerta, una piedra ovalada en medio de los adoquines de formas irregulares. Luego de una media hora la encontré, y al presionarla sentí que la muralla parecía ceder, y una corriente de aire caliente me impidió seguir. Monseñor, no espero que me crea a ciegas, así que le saqué una foto a la piedra y su ubicación, y me tomé la libertad de enviarla al correo del arzobispado, para que usted la descargue y la vea.–Está bien padre, la veré en su momento. ¿Hay algo más que me quiera contar?– dijo el cardenal.–Sí monseñor. Esta persona también me dijo la ubicación de la Cámara Averna: está quinientos metros por debajo de la catedral de Santiago. –O sea que debajo de la estación del metro Plaza de Armas está la puerta del infierno– dijo en tono irónico el cardenal–. Está bien padre Conti, creo que es suficiente por hoy. Converse con mi secretario para concertar una nueva cita y decidir qué haremos con esta información.–Gracias por su tiempo, monseñor. “

De inmediato el cardenal se agachó para intentar entrar, pero una fuerte corriente de aire caliente pareció inundar todo su ser, partiendo por su cabeza. Poco antes que su cerebro se desconectara para siempre, pudo ver la oscuridad más profunda que ojos humanos hubieran contemplado jamás.

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VII

Beatriz Martínez iba en el asiento del copiloto del móvil de la brigada de homicidios. Su cara enrojecida a más no poder era signo inequívoco de la ira que la consumía en ese instante, por lo que los cuatro otros ocupantes del vehículo guardaban un hermético silencio para no tener que soportar a la inspectora descargando su rabia en ellos. Había muy pocas cosas que descontrolaran más a la mujer que enterarse de un caso por medio de la prensa. Esa mañana, justo al llegar al edificio de la brigada, el detective Gómez la llamó nervioso a viva voz para que viera un extra noticioso; en él informaban que unos vagabundos habían encontrado el cadáver del cardenal Ulises Simonetti en el lecho del río Mapocho, a la altura del Mercado Central, completamente desangrado y sin signos de lesiones o heridas que explicaran su extraño deceso y el inusual lugar donde se hallaba. En esos momentos recibió una llamada del fiscal a cargo del caso del profesor Pérez, que la urgía a llegar luego al lugar para tratar de poner las cosas en orden y evitar más filtraciones a la prensa. De inmediato reunió a su equipo y partieron raudos para empezar a trabajar y ver cómo detener al asesino y a la prensa.

Cuando llegaron, la situación no podía ser peor. El sector donde estaba el cadáver correspondía con una de las salidas de la estación Cal y Canto del Metro de Santiago, con uno de los sectores de trasbordo de la locomoción colectiva, y casi frente al Mercado Central por un lado, y a la Vega Central y el terminal de flores por el otro, por lo que la zona estaba llena de curiosos sacando fotos y videos con las cámaras de sus teléfonos en las riberas del río y en los puentes que colindaban con el lugar. Carabineros hacía lo posible por contener a los intrusos, pero era tal la presión que ejercían que era casi imposible trabajar normalmente en la superficie. El rostro de la inspectora Martínez se enrojeció más aún cuando tuvieron que encender sirenas y balizas para poder pasar y estacionarse cerca del lugar. En cuanto bajaron un capitán de Carabineros se acercó a ella.

–Buenos días inspectora Martínez, capitán Juan Carrasco. El fiscal me avisó de su llegada. Dígame en qué la puedo ayudar.–Buenos días capitán, necesito que saque a los curiosos a como dé lugar. ¿Ya se comunicaron los del arzobispado?–Sí inspectora, tengo entendido que el nuncio apostólico junto a otros obispos vienen para acá. Respecto de los curiosos, no sé si podamos…–Capitán, no quiero a esta chusma intruseando por acá, aunque sea con fuerzas especiales córralos.–Inspectora, eso no es posible, debe…–Capitán…–Capitán, soy el detective Wenceslao Gómez. A lo que se refiere la inspectora es a que necesitamos que por favor amplíe en dos cuadras a la redonda el cerco de seguridad. Tanto su gente como nosotros necesitamos trabajar concentrados y con tanto mirón será difícil. Además, cuando lleguen los dignatarios religiosos necesitarán cierta privacidad– intervino el detective, tomando luego por el hombro al capitán y llevándolo a un lado–. Mientras la inspectora y otro colega se preparan a bajar, usted y yo nos preocuparemos del entorno– terminó el detective, quien miró a Martínez y le guiñó un ojo, para que pudiera seguir con su trabajo y se ahorrara otro mal rato. Era tanto lo que conocía a su jefa que sabía que si no

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intervenía, hubiera sido capaz de disparar al aire con tal de alejar a la gente, lo que se hubiera convertido en un problema insoluble.

Luego de pasada la rabia, y una vez que recuperó su color de piel normal, la inspectora y dos detectives se dispusieron a bajar por una escalera instalada por bomberos hacia el lecho del río. Cuando los detectives ya estaban abajo y ella se aprestaba a seguirlos, apareció a su lado Gómez.

–Listo jefa, ampliamos el cerco de seguridad, y en cuanto lleguen los del arzobispado, el capitán me avisará para que hablemos con ellos– dijo el detective, sonriendo.–Paco de mierda, se salvó de una patada en las bolas por huevón– dijo la inspectora, empezando a enrojecerse tenuemente–. Gracias Gómez, me sacaste del apuro.–De ese apuro querrá decir. Mire– dijo Gómez, apuntando a un vehículo que se estacionaba al lado del móvil en que ellos llegaron, y del cual se bajó el fiscal–. Bajemos altiro mejor, que el fiscal se entretenga con el capitán por mientras.

En cuanto llegaron abajo, Martínez y Gómez se dirigieron al sitio donde estaba el cadáver. Cubierto por unas especies de biombos estaba el cuerpo del cardenal Simonetti, ataviado con ropa deportiva negra, y una gran posa de sangre a su lado. Cerca del lugar se encontraba un carabinero joven, de mirada seria y algo de nerviosismo en su actitud, que conversaba con uno de los peritos del Labocar. De inmediato los detectives se dirigieron al policía.

–Buenos días, soy la inspectora Beatriz Martínez, ¿usted encontró el cadáver?–Buenos días inspectora, carabinero Calfucura. No, yo no encontré el cuerpo. Yo iba a tomar locomoción para dirigirme a la comisaría cuando vi a tres o cuatro personas gritando descontroladamente en la ribera sur del río. Cuando me acerqué me indicaron este lugar y ahí vi el cuerpo, tal y como está ahora. De inmediato bajé como pude con una cuerda de un cargador de la Vega y avisé a mis superiores, quienes enviaron ayuda.–¿Y qué pasó que se llenó de tanta prensa?– preguntó la inspectora, intentando controlar su rabia.–Había un móvil de un canal de televisión, de un matinal, parece que iban a hacer una nota de la exposición que hay en la Estación Mapocho. Cuando escucharon a la gente gritar y me vieron bajar, vinieron altiro. De todas maneras no he hablado con nadie más que con mis superiores, la gente del Labocar y ahora ustedes.–¿Había alguien cerca del occiso?– preguntó Gómez, mientras la inspectora se tranquilizaba.–Sí, había un lolito que estaba aspirando neoprén. Lo atajé antes que arrancara y le pregunté qué vio. Me dijo que el cardenal andaba trotando acá abajo, que de repente se afirmó en la muralla, que un par de minutos después empezó a correr a toda velocidad y de pronto se desmayó. El chico relata que él vino corriendo a verlo, y que cuando llegó lo encontró con los ojos abiertos y la posa de sangre al lado, y que eso lo asustó y lo hizo mantenerse alejado.–¿No andaba armado, algún cuchillo cartonero, un punzón, un palo?– preguntó la inspectora.–No lo detuve ni lo revisé– respondió el carabinero–. Es un niño chico, de estos que viven en las caletas bajo los puentes para poder aspirar neoprén tranquilos.

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–Pero pudo haber sido él quien mató al cardenal.–Inspectora, con todo respeto, usted podrá ser muy buena en su trabajo, pero definitivamente no conoce a estos niños– replicó el carabinero–. Ellos no asesinan gente para robarles y poder comprar su droga, prefieren pedir que atacar a alguien, porque saben que si caen por agresión los llevarán al Servicio Nacional de Menores y no podrán seguir consumiendo. Además, estos cabros están acostumbrados a curas y voluntarios que les traen comida e intentan convencerlos de salir de acá, así que menos atacan a los que bajan. Estos cabros no son malos, simplemente no tuvieron disciplina ni cariño cuando lo necesitaron.–Gracias por su ayuda carabinero Calfucura, si necesitamos algo más estaremos en contacto– dijo Gómez.

El detective se alejó del carabinero y se acercó al cuerpo seguido de la inspectora, quien empezó a enrojecer nuevamente.

–¿Qué mierda les pasa a estos huevones? ¿Y qué mierda te pasa a ti, que andas apañando todo?– dijo enrabiada Martínez.–Jefa, cálmate– respondió con suavidad Gómez–. El fiscal te tiene con la bala pasada, estás reaccionando mal y si sigues así te vas a meter en un problema de verdad y por las puras. El fiscal podrá joder todo lo que quiera, pero hay plazos legales, y mientras nos mantengamos dentro de ellos no hay drama. Y deja tranquilos a los pacos, no te hagas mala sangre.–Más encima tenía que ser alguien famoso… el cardenal, por la chucha, ¿cómo se le ocurre bajar acá desarmado?–Jefa, los cardenales no andan armados– dijo Gómez, sacando una sonrisa en la inspectora.–Tienes razón Gómez, es el fiscal el que me tiene así. Tratemos de ver qué encontramos.–Jefa, mira– dijo el detective, apuntando a la escalera de bomberos, por la cual venían bajando dos obispos y el secretario del cardenal, junto con el fiscal–. ¿Hablo yo o habla usted?–Hablo yo, es mi pega.

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VIII

El río Mapocho funciona como un gran vaso sanguíneo que atraviesa Santiago de oriente a poniente. Por él viaja un cauce de diverso caudal dependiendo de la época del año, siempre condimentado con una gran cantidad de desechos que le dan un permanente color oscuro y una turbiedad suficiente como para no poder ver a través de él. Pese a sus características sigue atrayendo a la gente, que circula a su alrededor las veinticuatro horas del día. Esa mañana, el río estaba más visitado que de costumbre, y ahora con visitas ilustres que intentaban asumir y entender la muerte de un inocente.

El fiscal se acercó junto con el obispo auxiliar de Santiago y el nuncio apostólico del Vaticano a hablar con los detectives; por su parte Marcos Antúnez, el secretario personal del cardenal, se aproximó al biombo que rodeaba el cuerpo de Ulises Simonetti e ingresó a él: por debajo se veía cómo el hombre se arrodillaba al lado del cuerpo para rezar en silencio junto a quien acompañó y sirvió por varios años, y a quien quería y respetaba más que a nadie en todo el arzobispado. La distancia y el biombo impedían ver las lágrimas rodando por su rostro algo arrugado, pero dejaban entrever el temblor en las piernas del secretario. Mientras el obispo y el nuncio decidieron acompañar a Antúnez en su oración y su dolor, el fiscal se quedó con los detectives; su rostro de hastío hacía prever el tenor de la conversación.

–Martínez, Gómez, ¿qué han averiguado?– preguntó el fiscal Henríquez.–No mucho señor. La única declaración con que contamos es con la de un carabinero de apellido Calfucura, que fue el primero en llegar al sitio del suceso– dijo la inspectora.–Sí, su superior ya me informó. Según el carabinero el niño que andaba cerca y que vio al cardenal morir no tuvo nada que ver. Traten de ubicarlo, quiero que lo interroguen para saber exactamente qué es lo que vio.–¿Usted cree que está metido en esto?– preguntó Gómez.–Para nada, este asesino es un psicópata que mata en serie, el problema es que aún no encontramos el patrón– respondió Henríquez–. Un niño que esté metido en el neoprén no tiene posibilidades de elaborar algo tan complicado y sin sentido.–Yo creo que sé cuál es el patrón de este asesino, señor fiscal– intervino Martínez–. Los cuatro muertos tienen relación con… –Espere inspectora, ¿cuáles cuatro muertos?– interrumpió el fiscal–. Hasta donde sabemos son dos, el profesor Pérez y el cardenal Simonetti.–Hay dos más que siguen el patrón, un civil al que aún no he investigado y un sacerdote, que fue quien confesó a este civil y que murió igual que el resto: desangrado y sin evidencias de heridas que expliquen cómo perdieron toda su sangre.–¿Y cuál es ese patrón?– preguntó Henríquez.–Todos los muertos tienen relación con una…– de pronto la inspectora se calló, pues los dignatarios religiosos y el secretario personal del cardenal se sumaron al grupo.–Monseñor Bardi, padre Gutiérrez, señor Antúnez, ellos son la inspectora Martínez y el detective Gómez de la PDI, los policías a cargo de la investigación de la muerte del cardenal.–Usted estaba ayer en el arzobispado– dijo Antúnez al ver a la inspectora–, le

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estaba pidiendo una información al cardenal acerca de una investigación eclesiástica.–Así es– respondió Martínez–, pero era de un tema distinto del que nos compete hoy– dijo la inspectora, evitando hablar de la secta frente a tanta gente.–Monseñor Simonetti estaba muy interesado en ayudarla– replicó el secretario–. De hecho me dejó otros documentos anoche para que se los hiciera llegar, supongo que él pensaba llamarla hoy…–dijo el hombre, cuya voz se quebró mientras hablaba.–Tranquilo Marcos, Ulises ya está en presencia de nuestro dios; no sufras por él, somos nosotros los que quedamos en esta tierra expuestos a la vida– dijo el cardenal Bardi, nuncio apostólico del Vaticano–. Ahora debemos honrar su memoria siguiendo su camino, y tratando de ayudar a encontrar a quien le hizo esto para poder guiarlo nuevamente a la senda del bien.–Señores, dejemos trabajar a la gente de Investigaciones. Acompáñenme, yo trataré de aclarar sus dudas– dijo el fiscal, guiando a sus interlocutores a la escalera.–No olvide contactarme inspectora, recuerde que tengo información para usted– dijo Antúnez antes de irse con el fiscal y los dignatarios religiosos.

Una vez que todos subieron, Martínez y Gómez se dirigieron a ver el cuerpo de Simonetti. El cadáver estaba acostado de espaldas, mirando al cielo con una mueca de terror casi indescriptible; a su derecha estaba toda su sangre vaciada sobre el lecho seco del río, sin contacto con el cuerpo. A su lado la gente del Servicio Médico Legal se disponía a levantar el cadáver.

–¿Qué está pasando Beatriz, hay un vampiro en Santiago que desangra gente y no se toma la sangre?– dijo el funcionario a cargo del grupo.–Y parece que tampoco tiene colmillos, porque no tiene foco de sangrado, igual que el profesor del otro día– dijo su asistente.–No es divertido, se los aseguro– respondió Martínez–. Ahora aparte de aguantar al fiscal tendré que aguantar a la iglesia a mis espaldas, por la chucha.–Paciencia, no te queda otra. –Oye, ¿me podrían conseguir el informe de autopsia del profesor y del cardenal? El fiscal a veces se pone misterioso y se acabrona con los documentos– dijo la inspectora.–Trataré de conseguirlo, aunque ya el correo de brujas dice que no encontraron ninguna herida que explique un cadáver desangrado. Te metiste en un caso de aquellos preciosa, ojalá salgas bien parada.–Gracias por los buenos deseos– respondió la inspectora, para luego alejarse junto a Gómez y subir al nivel de la calle.

Martínez y Gómez se dirigieron al móvil a descansar un par de minutos, el trabajo se veía arduo y estaba claro que las presiones eclesiásticas serían tanto o más densas que las judiciales, así que había que buscar luego alguna pista que ayudara a aclarar el caso, antes que apareciera otro cadáver. Los policías se sentaron en los asientos de adelante y cerraron las ventanillas para no ser interrumpidos

–¿Qué se viene ahora inspectora, apurar el resultado de las autopsias, interrogar al niño que encontró el cadáver, volver a entrevistar al carabinero, ir a buscar los

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nuevos documentos donde el secretario del cardenal?– preguntó Gómez–. Si quieres me puedo hacer cargo de la parte fome y dejarte a ti la visita a ese tal Marcos Antúnez.–No sé si sólo ir a visitar o a buscar documentos, Gómez– dijo la inspectora–. Ese tipo sabe algo, tal vez el cardenal le dejó alguna información no escrita, y por eso su reacción de hoy.–¿Crees que sabe algo, o que está metido en esto?–El tipo me es sospechoso, las cuatro muertes tienen que ver con una confesión que le hicieron a un cura y que éste le informó al cardenal. El único que sabe de esto y que queda vivo es él, así que una de dos: o es el asesino, o es la próxima víctima.–Tú también sabes de esto inspectora, yo que tú me cuidaría– dijo Gómez–. Si quieres te acompaño.–No Gómez, necesito a alguien de confianza para que pueda vengar mi posible muerte.

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IX Beatriz Martínez estaba sentada en la secretaría del arzobispado, exactamente veinticuatro horas después de su primera visita. Las oficinas estaban agitadas por todos los sucesos acaecidos en la mañana; de todos modos, Marcos Antúnez le dijo a la inspectora que a las tres de la tarde se haría un tiempo para entregarle los nuevos documentos que le había dejado el cardenal. Tal como el día anterior, a las tres en punto la secretaria la hizo pasar a la oficina del cardenal, donde su secretario personal ordenaba papeles y contestaba correos electrónicos de varias partes del mundo.

–Buenas tardes inspectora, disculpe que la haya hecho esperar, ha sido un día de locos– dijo Antúnez.–No se preocupe, yo llegué adelantada padre Antúnez– contestó la inspectora.–Soy laico señorita, dígame Marcos o como usted prefiera, pero no padre– dijo algo agresivo el hombre–. Disculpe por favor, no fue mi intención hablar golpeado. Esta situación me tiene mal, yo trabajaba con el cardenal desde que era obispo auxiliar de Santiago, hace ya dieciocho años. Ayer en la tarde se despidió como siempre, me dijo que tenía un trámite urgente esta mañana, y que no quería que lo acompañara. Ahora estoy recibiendo y agradeciendo condolencias desde todo el mundo, recibiendo instrucciones del secretario personal de Su Santidad el Papa para hacérselas llegar al nuncio, preparando comunicados de prensa y citas con los medios…–¿Y usted cómo está?– preguntó la inspectora al ver el rostro algo descompuesto de Antúnez.–Mal… apenas vi las noticias esta mañana llamé al nuncio y a los obispos para avisarles y me vine casi volando para acá. Cuando llegamos y el fiscal nos permitió bajar a ver los restos del cardenal… dios santo, ¿qué bestia puede hacer algo así? Sólo alcancé a rezar un padrenuestro por su alma al lado de sus restos, y de ahí empezar a correr de un lado a otro… aún no logro asimilar esta vorágine.–¿El cardenal Simonetti le dijo algo respecto de los documentos que me tiene que entregar? ¿Usted sabe o sospecha si esto tiene relación con su homicidio?– preguntó directamente la inspectora.–Señorita, el cardenal no dejó ningún documento más, todo se lo entregué ayer– confesó el secretario–. Le mentí porque necesitaba que usted viniera para mostrarle algo, y si no le decía que era de parte del cardenal, probablemente no hubiera venido.–Tiene razón, no hubiera venido si hubiera sabido la verdad– dijo levemente enrojecida la inspectora–. Bueno, ya estoy acá, veamos qué tiene que mostrarme.–Tiempo atrás vino a conversar con el cardenal un sacerdote de apellido Conti, que al poco tiempo murió desangrado en uno de los confesionarios de su parroquia– dijo Antúnez, mientras buscaba algo en el computador–. Recuerdo que este sacerdote envió al correo del arzobispado un par de fotografías, y justo ayer el cardenal estuvo revisando ese correo. Acá está, mire.

La inspectora se acercó a la pantalla. En ella estaban desplegadas dos fotografías digitales de mediana resolución, aparentemente tomadas con la cámara de un teléfono celular. En una de ellas se veía una imagen tomada desde el lecho del río Mapocho, del lado de la ribera sur, y que dejaba ver el lado oriente del puente Patronato. La siguiente fotografía mostraba el acercamiento de la pared de piedra

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del río.

–Esto queda como a quinientos metros de donde estaba el cadáver del cardenal Simonetti– dijo la inspectora–. ¿Qué relación cree usted que tiene con las muertes acaecidas?–Creo que no vio bien el detalle de la foto del muro del río, señorita– dijo Antúnez.–¿Qué se supone que debo ver?– preguntó Martínez.–A mi me costó darme cuenta, pero al revisarla con calma descubrí al centro de la foto una piedra distinta.–¿Eso de ahí? ¿Qué tiene de rara una piedra ovalada?– inquirió la inspectora, apuntando a la pantalla.–Nada, si no fuera porque todo el resto del murallón de la ribera tiene piedras polimorfas, y el mismo lecho tienen sólo piedras cuadradas o rectangulares.–¿Y eso es algún tipo de simbología satánica, o es el signo de esa secta de los Hijos de la Tierra?–Hijos de la Madre Tierra– corrigió Antúnez–. Que yo sepa no, no usan ningún distintivo, y hasta donde sé, una piedra ovalada no es signo de ningún culto satánico o parecido.–¿Y entonces?–Inspectora, es cierto que las sectas usan simbologías para identificarse y comunicarse entre ellas, pero a veces algunos cambios sutiles son suficientes como para marcar algo– dijo Antúnez–. Si todo sigue un patrón y hay una variación en un punto específico, hay que considerarlo como una marca, un distintivo, o inclusive la entrada a algún lugar. El cardenal vio estas fotos, y fue encontrado muerto a quinientos metros de ese sitio. Tal vez lo estaba buscando.–O tal vez lo encontró y por eso lo mataron. ¿Me puede enviar las fotos a mi correo personal? Necesito revisarlas con calma– dijo Martínez. –Por supuesto inspectora, lo que sea que ayude a encontrar al asesino del cardenal. Yo estaré todo el día acá, y puede que hasta me quede esta noche y varios días más hasta tarde, tengo que ayudar a los obispos y al nuncio en todo lo que pueda, se vienen momentos tristes y complejos para nuestra iglesia de Santiago, y alguien debe encargarse de los aspectos administrativos. Si necesita más información, o lo que sea en que la pueda ayudar, aquí estaré– dijo Antúnez, mientras en la pantalla del computador se veía a cada segundo nuevos mensajes con carácter de urgente en la bandeja de entrada.

Luego de dejarle su dirección de correo electrónico y despedirse, Beatriz Martínez salió de las oficinas del arzobispado de Santiago. A sus afueras se había congregado una gran cantidad de personas con cara de tristeza, que estaban rezando o dejando flores para expresar su dolor por la partida tan violenta de su querido pastor. Junto con ellos, un tumulto de equipos de prensa dificultaban el acceso y el desplazamiento con sus aparatos de transmisión, cámaras e interminables metros de cableado, y un séquito de periodistas despachaban en vivo e intentaban mostrar con sus voces apesadumbradas y su retórica rebuscada y mal utilizada, la tristeza que inundaba el ambiente. En cuanto la inspectora salió, un par de periodistas y sus cámaras se abalanzaron sobre ella, pero al ver que no era religiosa ni se veía triste, siguieron con sus despachos originales. Si hubiera andado con su placa, su chaqueta distintiva, o en el vehículo institucional, tal vez no se hubiera salvado del acoso.

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Quince minutos más tarde la inspectora se encontraba en el cuartel, con la foto del muro del río desplegada en la pantalla, ampliándola al máximo posible para tratar de descubrir algo de evidencia. Un par de minutos más tarde apareció el detective Gómez, con cara de cansancio, quien se dejó caer en la silla que estaba frente al escritorio de Martínez.

–¿Cómo te fue con tu parte de la pega, pudiste hablar con el cabro chico y estrujar al carabinero?– preguntó Beatriz, sin despegar la vista de la pantalla.–Mal. Hablé de nuevo con Calfucura y su historia es la misma, no hay más detalles de su parte. Logré que me ayudara a encontrar al niño que vio al cardenal morir. Tiene como doce años, es flaquito, jamás le hubiera podido hacer algo a un hombre tan alto como el cardenal, a menos que le hubiera dado un punzazo en la ingle, cosa que no pasó. Él duerme y aspira neoprén junto a otros ocho o diez chicos de varias edades bajo el puente de Recoleta…–Gómez, olvida la formalidad y los detalles lateros, dime si el pendejo te dijo algo útil– interrumpió Martínez.–No jefa, nada nuevo ni útil– dijo Gómez con tono lacónico.–Pero te confirmó que el cardenal se afirmó en el muro del río, y que de ahí salió corriendo como loco, ¿cierto?–Sí jefa.–¿Por casualidad te dijo cuánto rato estuvo afirmado en el muro el cardenal?–Un par de minutos, según recuerda.–¿Y no te dijo nada respecto a que estuviera buscando algo en el muro, o que al afirmarse hubiera parecido como que estuviera entrando en la pared?–¿Que qué? ¿Entrando en la pared? O sea… no, sólo lo vio afirmarse…–¿Te dijo en qué parte del río había pasado eso? ¿No se refirió por casualidad al puente Patronato?– siguió preguntando la inspectora, sin dejar de mover el mouse, y acercándose cada cierto rato a la pantalla.–¿Cómo supiste que el cardenal se afirmó pocos metros al oriente del puente Patronato? No me digas que ese tal Antúnez confesó algo.–No confesó nada, pero me entregó la foto del lugar en que él creía que el cardenal se afirmó esta mañana, antes de salir corriendo y morir desangrado– dijo la inspectora.–¿Pero cómo?– dijo Gómez, poniéndose de inmediato de pie para pararse al lado de Martínez y ver la pantalla. Ahí estaba desplegada una foto de un pedazo de muro del río, ampliada varias veces, y que ya dejaba ver algunos evidentes píxeles por la poca resolución de la cámara del teléfono con que se tomó–. ¿Y por qué supone este tipo que se afirmó ahí, si no hay nada especial salvo una piedra distinta en medio de la monotonía de ese muro?–Ese justamente es el detalle– respondió la inspectora, odiándose al no haber sido capaz de ver la piedra ovalada la primera vez–. Según este tipo, una piedra diferente en un universo de piedras iguales puede ser una señal o distintivo de algo.–¿Una señal de los locos de la secta?– preguntó Gómez.–Este tipo dice que no, pero no le creo. Estoy casi segura que los ecologistas esos tienen algo que ver. Hay que buscar la dirección donde tienen la parcela para ir a hablar con ellos.–¿Y no será mejor pedirle al fiscal una orden para allanar y ver qué pasa ahí? En una de esas están fabricando algún químico que desangra a la gente, y si aparecemos a conversar pueden esconder todo.

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–Déjate de ver series yanquis y leer esas huevadas de teorías de conspiración Gómez, te recuerdo que estamos trabajando en una serie de asesinatos con un patrón común– dijo algo ofuscada Martínez–. Y no olvides que una de las víctimas fue el cardenal, y que ahora también debemos responderle a la iglesia.–Disculpa jefa, es que a veces se me arranca la moto, lo sabes… ¿qué hacemos entonces? –Tenemos dos tareas pendientes, una es entrevistar a la gente de la secta, a ver qué saben de todo esto. –Supongo que no me dirás que la otra es bajar al río a investigar esa piedrita ovalada– dijo Gómez–. Déjale esa pega a los del laboratorio.–No podemos desentendernos de nuestro trabajo Gómez. Para ganar tiempo…–Para ganar tiempo nada– interrumpió Gómez–. De ahora en adelante vamos a hacer la pega juntos, no quiero que me avisen que encontraron a mi jefa desangrada y resulte que no pude hacer nada para ayudar.–¿Para ayudar a desangrarme?– preguntó Martínez.–No te hagas la loca, jefa. Pensabas enviarme a mí a la entrevista y bajar tú al río. Vamos juntos al río y después entrevistamos a los locos.–Está bien Gómez. Déjame llamar a un amigo de operaciones especiales, iremos equipados. Estamos muy jóvenes para terminar desangrados porque sí.

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X

La Plaza de Armas se encontraba cerrada por vallas policiales que cercaban el acceso a la catedral de Santiago, y dejaban el espacio necesario para la ceremonia fúnebre que se llevaría a cabo ese día. Un fuerte contingente policial había sido destinado para mantener a la gente dentro del lugar establecido por las autoridades; sin embargo su presencia parecía casi innecesaria, ya que las personas que habían hecho vigilia la noche y madrugada que recién terminaban sólo portaban flores, velas, cruces y rosarios, para rogar por el eterno descanso del alma del cardenal Ulises Simonetti. Dentro del templo y frente al altar mayor, el féretro con los restos del cardenal desangrado esperaba rodeado de cuatro enormes cirios, de muchos sacerdotes, y de todos sus familiares cercanos y lejanos, a que llegaran las autoridades políticas y religiosas para empezar el responso fúnebre que despediría su cuerpo, para luego iniciar la caravana que lo llevaría al Cementerio Católico; pese a que el nuncio apostólico sugirió que sus restos descansaran en una cripta en la misma catedral, su familia presentó una suerte de testamento en donde él solicitaba descansar en el mausoleo familiar. Varios kilómetros al sur de la capilla ardiente, en el living de una pequeña casa de San Miguel, y rodeada de cuatro luces con forma de vela facilitadas por una funeraria, la urna sellada con los restos del profesor Carlos Pérez era velada por su viuda, su hija, y algunos colegas de la universidad, quienes esperaban que luego despuntara el alba para que llegara el hijo mayor, quien se había encargado de hacer todos los trámites de rigor en el Servicio Médico Legal, y que ahora descansaba en su casa luego de toda la agitación vivida, para recorrer el largo trayecto hasta el Cementerio General donde harían un breve responso y dejarían descansar los restos del desafortunado hombre, en espera de encontrar al responsable de su temprana partida. Algunas decenas de cuadras al nororiente de la catedral capitalina, dos siluetas bajaban al lecho del río Mapocho por una escalera facilitada por Bomberos de la comuna de Recoleta, portando grandes bolsos y enfundados en sendos trajes con el distintivo de la PDI en sus espaldas.

–Creo que es demasiada parafernalia para revisar una piedra, inspectora– dijo algo incómodo el detective Gómez–. Lo de la escalera de bomberos está bien, es imprescindible, ¿pero el buzo del laboratorio de criminalística, por qué?–Porque estamos en misión oficial y debemos ser identificables y ubicables ante cualquier eventualidad– respondió la inspectora Martínez–. Están pasando cosas muy raras y no vamos a dejar cabos sueltos.–¿Y el equipo de oxígeno?– preguntó Gómez.–Tú me diste la idea de algún químico o algo. Si es eso lo que provocó las muertes, debemos evitar ser blancos de la misma suerte que corrieron las víctimas de esta locura– dijo la inspectora, dejando en el suelo su mochila.–Jefa, mira, ahí está la piedra ovalada– dijo Gómez, como si hubiera encontrado un trofeo.–¡No la toques sin guantes!– gritó la inspectora, retirando al detective del lugar–. Vamos, hay que ponernos todo lo que nos pasaron los de operaciones especiales para que el examen de la pared sea seguro. Y no olvides que hay que tomar muestras de lo que se pueda.–Claro, le paso un hisopo a la piedra para que lo analicen y encuentren miles de bichos y quizás qué otra porquería– dijo Gómez, mientras frotaba la piedra ovalada con una vara de madera cubierta por algodón en su extremo, para luego

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guardarla en una bolsa plástica autosellable.–No es asunto tuyo las porquerías que haya en la pared, es pega del laboratorio y punto. Ahora déjate de reclamar, ponte los guantes, el equipo de respiración y enciende la cámara de video, no quiero que nada de lo que pase quede sin registrar. –Sí jefa. Hora de inicio del procedimiento: ocho de la mañana. Tenemos autonomía de oxígeno de treinta minutos, así que debemos terminar en veinticinco minutos a lo más.–Correcto Gómez– dijo Martínez–. Empecemos.

La inspectora Martínez y el detective Gómez empezaron a revisar los bordes de la piedra. De inmediato notaron que no estaba sellada con cemento alrededor, sino que se podía apreciar un espacio de menos de un milímetro a su alrededor, dando la impresión de poder desplazarse. Pese a estar con guantes, Martínez dudó un poco antes de manipular la piedra; luego de revisar los bordes y cerciorarse que no hubiera algo que la hiciera pensar en una trampa, se decidió a presionar la pequeña roca de suave superficie y evidentemente trabajada, primero con suavidad, y aumentando gradualmente la fuerza hasta que cedió y se desplazó hacia el espesor de la pared, seguida de un notorio “clic”.

–¿Escuchaste eso Gómez?–Sí inspectora, fue lo suficientemente fuerte como para que quedara registrado en el micrófono de la cámara– respondió el detective, tocando por sobre el buzo institucional la empuñadura de su pistola SIG Sauer P228 de 9 milímetros.

Martínez siguió presionando la piedra sin que nada sucediera, hasta que de pronto un segundo clic se escuchó: en ese instante un bloque de piedras y cemento de forma rectangular de un metro de ancho por metro y medio de alto, en cuyo centro se encontraba la piedra ovalada, empezó a desplazarse con lentitud hacia el espesor del muro del río. La inspectora retrocedió, mientras Gómez avanzó con prudencia hacia esa suerte de puerta que de un momento a otro dejó de moverse, sin que quedara espacio visible pues no alcanzó a desplazarse más de cinco centímetros. Martínez presionó otra vez gradualmente la piedra ovalada, hasta que la puerta de piedra inició de nuevo su movimiento; en esta oportunidad la inspectora no dejó de presionar, hasta que de improviso se escuchó un fuerte crujido, señal de que la puerta de piedra había terminado de penetrar en el espesor de la muralla de piedra, de algo menos de veinte centímetros de grosor, dejando ver a su alrededor una oscuridad total. Cuando ambos policías se aproximaron, una fuerte corriente de aire caliente traspasó sus trajes, haciéndolos retroceder otra vez más.

–¿Qué chucha hay allá abajo, una caldera?– dijo Gómez.–Capaz que sea el infierno– dijo Martínez, dejando ver una sonrisa a través de la máscara de oxígeno.–¿Acaso leyó el libro del profesor Pérez?–No, no he tenido tiempo, ¿por qué lo preguntas?–Por la broma del infierno– dijo Gómez–. Cuando murió el profesor Pérez y antes de la muerte del cardenal, empecé a investigar acerca del pasado del occiso, y me encontré con un libro que escribió acerca de sectas, y que fue por lo que el cardenal lo llamó. No leí el libro entero, me centré en los dos capítulos en que se

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refiere a los ecologistas, y ahí habla de una cámara averna, que es como la cueva de Alí Babá para estos locos, llena de tesoros y con una puerta trasera o algo así.–¿En un solo día leíste todo eso?– preguntó sorprendida la inspectora.–Una lectura superficial, si tampoco soy experto en eso jefa.–Y según lo que leíste, los Hijos de la Madre Tierra andan en busca de esa cámara y sus tesoros. –Eso entendí. Igual trataré de leer el libro entero después, en una de esas está todo ahí y estamos perdiendo el tiempo acá– dijo Gómez.–¿Qué pasa Wenceslao, no quieres entrar, te dio miedo acaso?–Si ya estamos disfrazados y todo hay que entrar jefa, pero no es algo que me vuelva loco. –No te preocupes, yo voy adelante para que puedas seguir grabando. Vamos.

Beatriz Martínez estaba decidida, había que entrar a ver si dentro de esa muralla estaba al menos la causa de la muerte del cardenal. La inspectora apoyó sus dos manos en la puerta e intentó moverla sin lograr nada; luego de un par de intentos se dio cuenta que no había empujado la piedra ovalada. En cuanto la presionó, la muralla siguió desplazándose, dejando ver en el suelo de roca un par de delgadas canaletas que hacían las veces de rieles sobre los que se movía pesadamente la puerta de piedra, mientras seguía saliendo aire caliente desde la oscuridad. Luego de haberse movido más de un metro y medio, de pronto la puerta se detuvo y no volvió a avanzar, al parecer por haber llegado al final de las canaletas de piedra. Gómez y Martínez se dispusieron a entrar; mientras la inspectora sacaba una linterna de mano y empuñaba su arma de servicio con la otra, el detective usó el foco de la cámara para iluminar el interior y sacó su pistola con su mano libre. A una señal ambos entraron lentamente, cada cual por un lado de la puerta de piedra; en cuanto salieron del espacio demarcado por las canaletas en el suelo, la puerta se cerró violentamente tras ellos, dejándolos encerrados.

–Jefa, ¿estás bien?– preguntó el detective, apuntando la cámara a la inspectora, quien dirigía su linterna y su arma hacia la puerta recién cerrada–. ¿No tocó nada que pudiera cerrar la puerta?–No Gómez, nada. Simplemente salimos del espacio delante de la puerta y se cerró– respondió la inspectora, quien enfundó su pistola y empezó a palpar la pared de piedra–. Cresta, no hay ningún mecanismo interno. Estamos encerrados, Gómez.–Mala cueva no más– dijo el detective luego de exhalar un sonoro suspiro–. Supongo que lo único que nos queda por hacer es avanzar, no creo que te quieras quedar acá llorando hasta que se nos acabe el oxígeno. –Claro que no. Ya estamos en esta huevada hasta el cuello, hay que ver si existe otra salida. No dejes de grabar, en el peor de los casos el video puede servir cuando encuentren nuestros restos– dijo Martínez.–Si es que los encuentran– respondió Gómez antes de iniciar la marcha.

El túnel en que se encontraban era más amplio que la puerta, tenía cerca de dos metros de alto por dos de ancho, y al igual que el lecho del río estaba formado por piedras casi cuadradas unidas por cemento. El túnel se internaba en las profundidades de la tierra, avanzando hacia el sur poniente según la brújula de Martínez, pues el grueso de las paredes de roca impedía el funcionamiento adecuado de los GPS que ambos policías portaban. Al avanzar, sentían como si

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cada vez la marcha fuera en un plano más inclinado; a través de los muros era posible sentir la vibración de los trenes del ferrocarril subterráneo al pasar aparentemente cerca de ellos. La monotonía del entorno hacía la caminata bastante desagradable, hasta que de pronto se encontraron de frente con una suerte de bifurcación: el camino recto terminaba a unos tres metros en una estructura oscura, y hacia el poniente se abría un nuevo túnel perpendicular al eje del que los policías recorrían.

–Miremos primero qué hay al fondo, antes de seguir por el túnel lateral– dijo la inspectora, poniéndose al lado de Gómez.–Esta cosa parece una reja… pero este armatoste es viejísimo, nunca había visto barrotes de ese grosor– dijo Gómez al ver que la reja estaba formada por barras de acero de diez centímetros de ancho por tres de espesor, dejando espacios entre ellos de no más de cinco centímetros; como los barrotes estaban colocados verticales y horizontales, parecían estar frente a una puerta de acero con agujeros cuadrados. A través de los espacios de cinco centímetros de lado, los policías pudieron ver y grabar lo que había más allá: el mismo túnel que nuevamente empezaba a bajar a las entrañas del planeta.

–¿Cómo diablos se abre esta cosa? No le veo cerradura, ni una argolla ni nada. Debe ser pesadísima– comentó Gómez mientras grababa a través de los espacios que dejaba la estructura de acero.–Creo que no se abre. Fíjate, los barrotes están ensartados en las paredes de piedra, no hay marco ni bisagras. Más que una reja, esto es una muralla de acero– dijo Martínez, algo desilusionada–. No hay nada más que podamos descubrir o hacer acá, veamos a dónde nos lleva el túnel lateral.–Está bien jefa. Ojalá esta cosa tenga una salida al aire libre luego, si no tendremos que sacarnos las máscaras y respirar lo que sea que haya en este ambiente– dijo Gómez.–Cierto, nos quedan como doce minutos de autonomía– agregó Martínez–. Apurémonos mejor.

Los policías entraron al túnel perpendicular, y de inmediato notaron que era ostensiblemente más pequeño y que no parecía tener inclinación. Su marcha apresurada se detuvo diez minutos más tarde, al encontrarse con el final del pasadizo de piedras y cemento.

–Qué mierda… estamos cagados jefa, es un túnel sin salida, y no veo ninguna piedra ovalada que abra una nueva puerta– dijo Gómez algo asustado.–Deja la cámara encendida en el suelo y ayúdame a empujar todo lo que haya, el piso, el techo, las paredes, debe haber algún modo de salir de aquí.–Jefa, queda minuto y medio de oxígeno…–Y si te agitas quedará menos, así que cálmate y ayúdame– dijo la inspectora.

Los policías empezaron a empujar piedra por piedra sin que nada se moviera de su lugar. De pronto Gómez se detuvo y se agachó, entrecruzando sus manos.

–¿Qué estás haciendo?– preguntó extrañada Martínez.–Te hago una silla de manos para que te encarames al techo, veo algo como luz aquí arriba– respondió Gómez.

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De inmediato la inspectora usó las manos del detective como estribo para alcanzar el techo, donde efectivamente había algo de luz. Cuando estaba hurgando en la oscuridad encontró un espacio entre piedras donde pudo meter su mano y tocar una barra metálica que crujió y cayó sobre ellos, derribándolos: era una escala, que subía hasta una estructura similar a la reja de acero del túnel inicial, pero más pequeña, redondeada, y con bordes palpables. La inspectora intentó forzar esa especie de tapa metálica, sin lograr moverla; al darse cuenta, Gómez pasó por detrás de ella en la escala, y entre ambos empujaron hasta que la tapa cedió y cayó pesadamente hacia fuera, provocando un ruido apagado. Los dos policías salieron rápidamente al aire libre y de inmediato se sacaron las máscaras, algunos segundos antes de agotarse el suministro de oxígeno. Martínez y Gómez se encontraban en una especie de patio de tierra alargado que colindaba con un largo corredor techado, de apariencia antigua pero bien preservado. De improviso se escuchó una puerta abrir, y al instante Martínez y Gómez desenfundaron sus armas y apuntaron al origen del ruido.

–Policía, levante las… ¿usted?

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XI

Marcos Antúnez estaba preocupado de coordinar todo en la catedral. Ya le habían avisado que en pocos minutos más empezarían a desfilar las autoridades políticas por el lugar, lo que tenía en alerta a Carabineros y a los equipos de seguridad destacados en el lugar. Para él era exagerado pues la gente venía a despedir a un cardenal, no a una manifestación política ni nada parecido, pero no le quedaba nada más que acatar y tratar de facilitar el trabajo de todos; así, su viejo amigo Ulises Simonetti tendría la despedida que alguien como él se merecía. Cuando estuvo seguro que todo estaba listo, y una vez que el jefe de seguridad le avisó que los primeros ministros llegarían en quince minutos más, decidió salir al patio del museo de la catedral a respirar algo de aire, antes que sus pulmones se llenaran de incienso en la ceremonia en que más tarde participaría. En cuanto abrió la puerta dos pistolas apuntaron a su cabeza.

–Policía, levante las… ¿usted?– dijo sorprendida la inspectora Martínez, ataviada con un extraño traje blanco. A su lado estaba el detective Gómez con una vestimenta similar, y en el suelo había una tapa de alcantarillado y dos tubos de oxígeno.–Detectives, ¿cómo llegaron al patio de la catedral?– preguntó Antúnez, algo nervioso al ver que los policías no bajaban sus armas.–¿El patio de la catedral? ¿Qué mierda pasa acá?– dijo Gómez, mientras enfundaba su pistola y empezaba a sacarse el traje blanco que cubría su vestimenta habitual.–Disculpen pero aún no logro entender cómo llegaron al patio del museo de la catedral, ¿estaban metidos en el alcantarillado acaso?–Nos debes una explicación Antúnez– dijo la inspectora, mientras hacía el mismo ritual que el detective Gómez–, nunca dijiste que la piedra ovalada abría un túnel que conecta el río con la catedral.–Sigo sin entender nada inspectora, ¿acaso bajaron a ver lo de la foto que le mostré y terminaron acá?– preguntó Antúnez.–No se haga el tonto Antúnez, es imposible que no supieran de este túnel, es antiquísimo– dijo Gómez–. ¿Acaso el cardenal quería llegar rápido a la catedral por el pasadizo y algo salió mal?–Detective, estamos a punto de iniciar las ceremonias fúnebres del cardenal Simonetti, no voy a deshonrar su memoria mintiéndoles, ni menos en la casa que nos ha albergado tantos años– dijo Antúnez preocupado, al darse cuenta que cada vez faltaba menos para la llegada de las autoridades–. Puedo jurar ante dios, la biblia, y todo lo sagrado que existe en este lugar, que nadie que yo conozca ni yo mismo, sabíamos de la existencia de este túnel. Además, no logro entender cuál es la utilidad de un túnel entre el río y la catedral.–No te creo Antúnez– dijo Martínez–. Por respeto al cardenal dejaremos que ayudes con la ceremonia, pero en cuanto termi…–¿Inspectora, qué le pasa?– preguntó asustado Antúnez al ver que la mujer se quedaba tiesa y muda, de pie frente a ellos.–Jefa… Beatriz… ¡Beatriz, qué pasa!– gritó espantado Gómez, al ver que Beatriz Martínez de a poco tomaba un color rojo intenso en su piel, para luego caer desmayada.

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Los hombres intentaron acercarse a ayudar a la inspectora. Justo en ese instante su cuerpo tuvo un violento espasmo que la remeció por completo en el suelo, luego de lo cual, y ante los incrédulos ojos del secretario del cardenal y de su compañero de trabajo, por la piel y la ropa de la mujer vieron salir una cantidad inmensa de sangre, que cayó y se aposó al lado de su cuerpo, el cual quedó completamente pálido y sin vida.

–Rápido, pida ayuda… ¡vaya a buscar ayuda, mierda!– gritó Gómez, mientras sacaba su radio transmisor y se acercaba al cuerpo de la mujer. Antúnez entró lo más rápido que pudo a buscar al oficial de Carabineros a cargo de la seguridad, quien lo acompañó junto con tres funcionarios. Cuando llegaron al patio la escena era dantesca: el cuerpo de la joven inspectora yacía desangrado en el patio de la catedral, tal como encontraron el cuerpo del cardenal, del profesor y de las otras víctimas, con toda su sangre al lado del cuerpo y sin herida alguna. A su lado estaba arrodillado su compañero sujetando su mano, sin saber ni entender lo que estaba sucediendo en esos instantes.–Detective…– murmuró el oficial de Carabineros.–Está muerta… el túnel… el túnel la mató…– dijo Gómez, casi paralizado al lado de su amiga y compañera de trabajo.

Wenceslao Gómez cayó sentado al lado del cuerpo de Beatriz, sin saber qué hacer ni cómo entender lo que estaba viviendo en esos momentos. No hacía ni dos minutos que habían salido sanos y salvos del extraño túnel, justo antes que se les acabara el oxígeno, y ahora ella yacía en el piso, desangrada ante sus ojos, como si su cuerpo hubiera sido una centrífuga y la sangre hubiera escapado de él siguiendo una inercia inexistente. Todo era inexplicable, el traje de la mujer estaba indemne, su ropa también, nunca se sacó la máscara dentro del túnel, era una persona sana; nada hacía sentido a lo que Gómez y Antúnez habían visto, y sin embargo habían sido testigos de la muerte más extraña que hubieran podido imaginar. La cabeza de Gómez parecía estallar al pensar cómo haría para contarle al esposo de Beatriz lo que le había ocurrido, sin siquiera querer preocuparse de las explicaciones que le pedirían sus superiores; mientras tanto Marcos Antúnez rezaba en silencio por el reposo del alma de la desafortunada mujer, y no lograba sacarse de la cabeza la imagen del cardenal muriendo del mismo modo en el lecho del río Mapocho. Su alma estaba dolida: la fe que había profesado desde niño no era capaz de explicar muertes tan terribles como la que había ocurrido frente a sus ojos.

En la entrada de la catedral algo extraño estaba pasando, hacía ya diez minutos había llegado uno de los primeros vehículos oficiales, que traía en su interior al alcalde de Santiago directamente desde su domicilio; se había alcanzado a detener y de pronto, justo cuando el alcalde estaba por abrir la puerta para bajarse, partió raudo junto a su escolta. Desde ese momento el cordón policial se congregó a las puertas de la basílica de la capital, haciendo que los medios de prensa se retiraran del templo y sus escalinatas. Un par de minutos después llegó un vehículo sin identificación del cual bajaron sus cuatro ocupantes y entraron corriendo por la puerta principal. Cinco minutos más tarde, y sin mediar explicación alguna, todo volvió a la normalidad con la vuelta del vehículo del alcalde y la llegada de los primeros ministros.

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En esos instantes, en el interior del patio de la catedral, se había decidido no detener la ceremonia ni menos salir por la puerta principal. Pese a la violenta e inexplicable muerte de la inspectora había que seguir con las exequias del cardenal, y sacar un cuerpo en una camilla del Servicio Médico Legal por la puerta principal de la catedral de Santiago sólo lograría generar temor y especulaciones en la población, y una presión mediática que podría tornarse inmanejable. En un par de minutos se decidió sacar el cuerpo por la salida de calle Bandera, por detrás del altar del templo, y para evitar que los periodistas se abalanzaran a intrusear, hicieron que un vehículo llegara a la puerta principal de la iglesia para distraer a todos y dejar trabajar en paz a la gente del Médico Legal. El cuerpo de Beatriz Martínez fue profusamente fotografiado antes de ser subido a la camilla metálica, y mientras un par de funcionarios se quedaron en el patio tratando de recoger muestras de la sangre de la malograda mujer antes que la tierra se encargara de absorberla en su totalidad, Wenceslao Gómez ayudó a llevar el cuerpo de su jefa y amiga al vehículo, para luego irse en él por algunas cuadras y después ser llevado al cuartel en un móvil que lo esperaba, a informar a sus superiores. En la catedral, Marcos Antúnez trataba de coordinar todo, mientras en su cabeza se seguía repitiendo una y otra vez la fatídica secuencia de la muerte de la mujer, impidiéndole seguir con la concentración que quería las palabras del nuncio. Decenas de cuadras al norte, bomberos de Recoleta recuperaban su escalera, mientras tres funcionarios de la PDI recogían los bolsos del instrumental y el vehículo institucional estacionado en la ribera sur del río Mapocho.

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XII

A los pies de la cordillera de Los Andes, y poco antes del límite oriental de la comuna de Peñalolén en el sector sur oriente de Santiago, se encontraba un terreno de algunas hectáreas con abundante vegetación, fauna cordillerana, un pequeño torrente de agua y tres casas de madera de diverso tamaño. En su entorno destacaban ruedas de agua, molinos de viento de variadas alturas, placas solares y un terreno de compostaje, que compartían espacio con cultivos vegetales, crianza de aves de corral, algunos ovinos y caprinos, y una que otra mascota que corría y jugaba libre por todos lados. Sus vecinos los conocían como los “ecologistas”, pero ellos se hacían llamar los Hijos de la Madre Tierra.

A las tres de la mañana uno de los cuidadores vio en la pantalla de vigilancia que una de las alarmas silenciosas se había activado; de inmediato llamó por radio para enviar a los guardias a revisar el perímetro, sin recibir respuesta alguna. En cuanto se dispuso a salir de su caseta para ir a avisar a la casa principal, y antes de alcanzar a desenfundar su arma, el cañón de una pistola en su sien y una mano tapando su boca lo persuadieron de no moverse de donde y como estaba. Cinco minutos después, sendos golpes de arietes derribaron todas las entradas de las tres casas despertando asustados a sus moradores, y potentes focos enceguecieron a los habitantes de la comunidad; eso, junto al ensordecedor grito de “¡PDI, todos al suelo!”, terminaron con una tranquila noche de sueño en ese oasis que mezclaba modernidad con naturaleza.

Luego de hacer la misma pregunta en las tres casas y comparar las respuestas, los policías le entregaron el nombre de quien aparecía como líder de la comunidad al encargado del procedimiento. El hombre se acercó a la casa principal, en donde se encontraban cuatro muchachas desnudas y dos hombres adultos con sus calzoncillos a medio poder. En cuanto vieron el rostro desencajado y lleno de odio del policía, ataviado con un grueso chaleco antibalas, casco, antiparras, y con su pistola de servicio desenfundada, empezaron a hablar atropelladamente.

–Oficial… no es lo que cree… no hacemos nada malo…– dijo el más gordo y joven.–Las niñas son mayores de edad… están por su voluntad… no hemos hecho nada malo…– agregó el más viejo.–Héctor Ocampo, ¿quién es?– preguntó el policía.–Quiero ver su identificación… no puede entrar…–Pregunté quién chucha es Héctor Ocampo, mierda– dijo el policía, pasando bala en su arma.–Yo… yo soy…– dijo el hombre mayor.–Ven conmigo huevón– dijo Wenceslao Gómez, tomando al hombre con violencia por el brazo–. Que el guatón y las pendejas se vistan, a este lo interrogo en la van.

El detective Gómez tironeaba con violencia al hombre que buscaba, quien amenazaba con abogados, demandas y escándalos públicos si no lo soltaban y salían del lugar por las buenas. En cuanto llegaron a la van con el logotipo de Investigaciones, el conductor se bajó y le pasó las llaves al detective, quien abrió

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la parte de atrás para lanzar a su detenido en el frío piso del vehículo.

–Detective, exijo que me diga…–Cállate huevón– interrumpió el policía, azotando la espalda del hombre contra la puerta de la van–. Escúchame maricón, tengo veinte minutos antes que llegue el fiscal, si no me dices lo que quiero te meto un balazo por la raja, te planto un arma y droga y esta huevada pasa por defensa propia, ¿entendiste, mierda?– preguntó el detective, poniéndole la pistola en la frente al tipo.–Sí… sí señor– respondió Ocampo. –¿Tú eres el líder de esta secta?–No es en sí una secta, nosotros somos…–Responde lo que te pregunto conchetumadre, guarda tu discurso para el fiscal– dijo el policía, apretando el cañón del arma contra la frente del asustado hombre.–Sí, soy el líder de la comunidad Hijos de la Madre Tierra.–¿Desde cuándo saben lo del túnel bajo el río Mapocho?– preguntó Gómez.–No sé de qué habla– dijo asustado el tipo, rogando por que no lo golpeara tan fuerte.–A ver huevón, deja aclararte el panorama– dijo Gómez, alejando el arma de la cara de Ocampo–. Hasta ahora murieron dos curas, un profesor, y un ex socio de tu club, cosa que me importa muy poco. Ayer, luego de meternos al túnel, mi compañera murió desangrada. Yo tuve que decirle a su marido cómo murió, y explicarle a nuestros jefes todo lo que sucedió. Si te intentas hacer el huevón conmigo te va a ir mal, así que vas a hablar por las buenas o por las malas.–Detective, le juro que no sé… ¿dijo que encontraron un túnel bajo el río Mapocho?, ¿qué tiene que ver eso con nosotros?–Gómez, el fiscal llamó, dice que está atrasado y que llegará como en una hora más– dijo otro detective, que se acercó al vehículo y habló a través de la puerta del conductor.–Gracias Pérez– respondió Gómez–. Cagaste huevón, tengo una hora para hacerte confesar– dijo el detective, girando hacia Ocampo, mientras sacaba de entre sus ropas un aparato de choques eléctricos a batería, con el cual le aplicó una descarga de bajo voltaje, suficiente como para provocar un dolor insoportable en su pierna derecha.–P… por favor… están equivocados… yo… no sé nada de…–El siguiente toque es con el doble del voltaje, y en los cocos. Adivina dónde será el tercero– dijo Gómez, sin dejar ver expresión alguna en su rostro.–Detective… le juro…–Gómez, ven un momento, acá hay alguien que parece que sabe algo– dijo Pérez, nuevamente a través de la puerta delantera.–Voy. Tú esperas acá huevón, estamos recién empezando– dijo el detective, para luego dejar esposado a Ocampo con las manos a la espalda.

Gómez bajó de la van y se dirigió a otro de los vehículos. En él estaba una de las jóvenes que habían encontrado junto con los dos hombres en la casa principal. La muchacha estaba ahora vestida, con una polera y la chaqueta de una de las policías, y sin nada abajo más que la ropa interior. El detective se sentó junto a la joven, quien miraba al piso e intentaba que su larga cabellera cubriera su rostro.

–¿Cómo te llamas?–Da lo mismo– respondió la joven, sin despegar la vista del piso del vehículo.

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–Por lo menos necesito saber tu edad.–Diecinueve cumplidos. A estos huevones les gusto porque tengo cara de cabra chica.–El detective Pérez me dijo que sabes algo del túnel del río Mapocho.–Sí, escuché una vez esa historia.–¿Quién te la contó?–Roberto.–¿Cuál de los dos es Roberto, el joven o el viejo?– preguntó el detective, sospechando que el nombre Héctor Ocampo fuera una suerte de alias.–Ninguno de esos dos– respondió la muchacha–. Roberto ya no está acá, se fue de la comunidad porque se peleó con el jefe por mi culpa. Yo pololeaba con él, hasta que los jefes decidieron que tenía que estar con ellos. Dicen que se murió, ¿es cierto?–Sí, está muerto– contestó Gómez, algo incómodo por el relato de la joven.–Qué lata, era bueno en la cama, mejor que estos dos juntos.–¿No te moleste que te usen de concubina estos viejos?– preguntó Gómez.–No hay nada en qué entretenerse en esta mierda. Mis papás se vinieron para acá y me trajeron. Ahora estoy en contacto con mi abuela materna para irme con ella, a ver si puedo estudiar algo, trabajar, tener internet de nuevo, comer carne y no ver más esa puta soya que me obligan a comer acá– dijo la chica con bastante vehemencia.–Ya veo. ¿Acá no saben nada de esto entonces?–Que yo sepa no, Roberto fue el único que habló una vez de eso. Luego de contarme se fue… igual raro, ya no estábamos pololeando, nadie lo echó; pero después de contarme eso se peleó con los jefes y se fue.–Cuéntame exactamente qué sabes.–Roberto me contó que había descubierto algo como un pozo del tesoro. Me dijo que había que entrar por Patronato… tenía un nombre raro esa cosa… cámara perna o algo así. También me dijo que los tesoros eran para distraer porque lo importante era una llave que abría no sé qué puerta.–¿Te contó cómo lo descubrió?– preguntó el detective.–Me dijo que lo había descubierto acá dentro, pero no cómo. Debe haber encontrado algo escrito, o haber escuchado a alguno de los locos que viven en este antro.–¿A qué te refieres con locos, hay gente trastornada acá?–A todos los que viven acá– dijo la muchacha casi con rabia–. Se encierran en esta parcela, no te dejan comer carne, no hay internet, no hay tele ni radio, no dejan que usemos celulares. Más encima los viejos se creen curas, y andan rezando tonteras en italiano. Si vieras las misas que hacen estos locos.–Lo imagino– comentó Gómez, tratando de enfocarse en su misión–. Entonces según tú, los líderes no saben nada del túnel.–O si saben, se lo tienen muy bien guardado, porque nunca se les ha salido nada, ni siquiera en la cama.–Está bien. Gracias por tu cooperación, y ojalá te vaya bien con tu abuela.–Gracias tío– respondió la joven, sin dejar de mirar al piso del vehículo.

El detective Gómez se dirigió a la van. En el camino lo detuvo su colega.

–Oye Gómez, si estos huevones cachan que no hay orden del fiscal ni nada, cagamos– dijo en voz baja Pérez.

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–Ya tengo la información que necesitaba. Igual hay algo extraño en todo esto, algo que no cuadra… pero bueno, ya veremos qué pasa. Necesito más datos concretos para hablar con el fiscal– dijo Gómez, continuando su camino al vehículo. Cuando llegó, Ocampo estaba semisentado, tratando que las esposas no lastimaran tanto sus muñecas.–Date vuelta huevón– dijo Gómez, tomando por las esposas al hombre y sacándoselas–. Te salvaste por ahora, hay una confesión que te exculpa.–Gracias detective, le dije que no sabía nada. Y le juro que lo entiendo y lo perdono, su corazón está en tinieblas por la pérdida de su compañera y ello lo lleva al camino de la violencia. ¿Cuándo llegará el fiscal?–No vendrá, le dije que por ahora no es necesario. Pero si en algún instante descubro algo, volveremos.–Nuestras puertas estarán siempre abiertas para usted y su gente, detective– dijo Ocampo–. Y ya no es necesario que venga de madrugada asustando a mi gente, a partir de hoy nuestra casa es también la suya.–Claro– dijo Gómez, mientras hacía bajar al líder de la van y ordenaba el retiro del operativo.

Cuando ya no quedaba ningún vehículo, y una vez hubieron cerrado de nuevo las puertas, la gente empezó a volver a sus dormitorios. El hombre joven se acercó a Ocampo, junto con la muchacha.

–¿Estás bien, papá?– preguntaron ambos, casi al unísono.–Sí, les aseguro que un par de golpes y una descarga eléctrica no son suficientes como para causarme daño. Estos huevones juran que estábamos en una orgía, y eso los enojó más. ¿Te creyeron lo del pololeo con Roberto?– preguntó Ocampo a su hija.–Parece que sí, o al menos algo ¿Y qué haremos ahora?– preguntó la muchacha, mientras se vestía.–Esperaremos un poco a que los tiras se dejen de intrusear. Luego apuraremos la expedición a la Cámara Averna.

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XIII

Wenceslao Gómez estaba sentado en su escritorio leyendo el libro del malogrado profesor Carlos Pérez. El detective sentía que la pérdida del académico era mucho peor que la del cardenal, desde el punto de vista de la investigación, por la calidad de información que debía manejar para poder haber escrito un texto así. La cantidad de detalles que entregaba respecto de la formación de las sectas, sus motivaciones, objetivos generales y organigrama eran casi un universo en sí. Ahí justamente se describía el aprovechamiento sexual de algunos líderes, el aislamiento de la sociedad, las conductas extremas y la obediencia al límite de lo normal; si bien era cierto en los capítulos referidos a los Hijos de la Madre Tierra no había referencias explícitas de alguna de estas conductas, su visita le permitió aclarar muchas dudas. Luego de leer un par de veces los capítulos iniciales del libro, le quedaba claro que la conversación con la muchacha había sido un montaje para intentar despistarlo, producto de la lealtad irrestricta que se estilaba en esos grupos; además, no cuadraba que una chica de diecinueve años hubiera ingresado contra su voluntad al lugar, hubiera ejercido de esclava sexual voluntaria, y luego decidiera irse sin que nadie intentara impedírselo.

Gómez seguía tratando de encontrar explicaciones en el libro de Carlos Pérez, sin embargo, no había hallado nada que fuera capaz de dilucidar lo que le había tocado ver la mañana en que salieron del túnel al patio de la catedral. Gómez llevaba seis años en la institución, y la brigada de homicidios era un lugar donde se veía de todo, pero nunca hubiera podido imaginar algo tan extraño como la muerte de Beatriz. La imagen del cuerpo de su amiga dando una violenta sacudida para luego liberar toda su sangre desde su anatomía era imborrable y totalmente irracional. Ya habían pasado cinco días desde la muerte del cardenal, cuatro desde el deceso de Beatriz y tres desde el asalto a la comunidad ecológica; ahora con más calma podía volver a la catedral a inspeccionar la zona de la exclusa por donde habían salido, y a conversar con Marcos Antúnez. Sin embargo, sabía que lo único a lo que podía aspirar era a encontrar la conexión entre la secta y el túnel: el resto era un misterio que debería resolver por otros medios. Sin darle más vueltas al asunto fue a buscar el vehículo policial para dirigirse a la catedral de Santiago.

Marcos Antúnez trabajaba febril pero melancólico. Pese a haber adquirido más responsabilidades que nunca al tener que ayudar al obispo auxiliar de Santiago y al nuncio con la administración de las tareas episcopales, en espera que el papa nombrara al nuevo cardenal, su alma parecía estar desconectada de toda esa realidad, que por primera vez en su vida le parecía demasiado ajena. Tan absorto estaba en sus pensamientos, que no se dio cuenta cuando la secretaria le avisó la llegada del detective Gómez, y sólo reaccionó cuando éste había entrado a la oficina.

–Señor Antúnez, buenos días.–Detective Gómez… buenos días, disculpe, ni me di cuenta que lo había hecho pasar. Asiento, ¿quiere un café o algo?– dijo Antúnez, notoriamente sorprendido y a la vez desconcentrado.–No gracias. ¿Está bien señor Antúnez? Veo que todo lo que hemos vivido le está pasando la cuenta, lo encuentro demacrado, como si estuviera enfermo.

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–Lo estoy detective, estoy enfermo pero no del cuerpo sino del alma.–Entiendo, fue muy fuerte ver la muerte de la inspectora Martínez. Y supongo que el pensar que su amigo el cardenal murió del mismo modo lo tiene trastocado.–No detective, no es eso, es peor aún– dijo Antúnez–. Convivir con la muerte es parte de la vida, y en más de una ocasión he asistido en su agonía a muchos sacerdotes añosos. El asunto es… esto destrozó mi fe, detective. –No entiendo.–Hasta hace una semana era un hombre de convicciones firmes y claras inspector, gracias a los años conviviendo con la curia santiaguina– dijo Antúnez, con los ojos algo vidriosos–. Pero en estos cinco o seis días me tocó enterarme de la muerte de un sacerdote en su confesionario, de la muerte de un cardenal, y para rematar, vi morir a una inocente en el patio de la basílica de Santiago, el lugar más sagrado de la capital, en las maléficas e inconfundibles manos de satanás.–Señor Antúnez, la muerte de las víctimas tiene una causa lógica que debemos…–Detective, no intente jugar conmigo– interrumpió Antúnez–. Usted y yo sabemos que no tiene nada de lógico un túnel que conecte el río Mapocho con la catedral, menos aún el modo en que han muerto todas estas personas, ¿o acaso el forense entregó alguna causa de muerte real en las autopsias?, ¿y usted ya había visto a alguien morir al desangrarse por la piel? Aunque no lo entendamos, y aunque usted no lo crea, esto es obra del demonio.–Si usted logra convencer a mis superiores de eso sería genial– dijo Gómez, esbozando una sonrisa algo irónica–. Lamentablemente usted y yo sabemos que no existe evidencia de la existencia de los demonios.–¿Qué más evidencia que sus sentidos necesita, detective?–Evidencia científica señor Antúnez, algo que resulte irrefutable para el fiscal– dijo con seriedad Gómez–. Algo tiene que haber en ese túnel, que está matando gente por doquier.–¿Y no le parece raro que lo que haya en el túnel haya matado a todos los que se acercaron al lugar, menos a usted?– preguntó Antúnez–. ¿Tampoco es extraño que las dos primeras víctimas hayan tardado días en morir, y luego las muertes fueran tan rápidas?–Señor Antúnez, el hecho de no saber hasta ahora qué pasó, no me habilita para sospechar causas raras con el solo fin de darle tranquilidad a la gente y que el fiscal me deje en paz. Mi labor es buscar la verdad, y usaré el tiempo que me da la ley para averiguarla– respondió Gómez.–¿Y si no encuentra la verdad, detective? ¿Y si las evidencias terminan por descartar la participación de terceros, qué hará, decir que no hay verdad? El hecho que un juez cierre un caso por falta de pruebas no quiere decir que no pasó nada, sino que simplemente no se encontró la causa, ¿podrá vivir con la muerte de su colega si es que el juez dice que se archive por falta de pruebas?– preguntó el secretario del cardenal. –Mis sentimientos o creencias no cuentan, señor Antúnez. Desde que vi morir a Beatriz que no logro dormir; la sola idea de pensar que me podría haber ocurrido a mi en vez de ella me paraliza, y el no saber por qué fue ella y yo no me tiene con un extraño sentimiento de culpa. Pero nada de ello queda registrado en algún informe, o se le hace saber al fiscal ni menos al juez. Debo hacer mi trabajo a como dé lugar, y así honrar la memoria de mi compañera– dijo Gómez, visiblemente emocionado–. Necesito ir al patio de la catedral, si es posible.–Por supuesto detective, vamos.

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Antúnez y Gómez avanzaron por los intrincados pasillos que separaban la oficina en que se encontraban hasta el corredor que daba al patio del museo de la catedral. En un momento Antúnez pareció no querer avanzar, luego de lo cual reanudó la marcha, hasta abrir la puerta que comunicaba con el fatídico patio.

–Disculpe detective, desde que murió la inspectora no me he atrevido a volver a este lugar. Me cuesta mucho ver el sitio donde ella dejó de existir– dijo Antúnez, con la voz quebrada.–Es difícil volver acá– respondió Gómez.–¿Necesita que lo acompañe?–No, gracias señor Antúnez, si necesito algo lo buscaré– dijo Gómez, para empezar a recorrer el lugar mientras Antúnez desaparecía por el pasillo techado.

Wenceslao Gómez caminaba de un lado a otro, tratando de ver aquello que no tuvo tiempo de ver el día de su primera visita al lugar. En la tierra aún se apreciaba la humedad provocada por la sangre derramada por su amiga Beatriz; algunos metros más allá estaba la tapa de acero aún botada en el suelo, y la exclusa por la que habían salido estaba cubierta por una lona sujeta con piedras. El día de la muerte de Beatriz, y una vez que la comitiva que acompañaba los restos del cardenal abandonó la catedral, un equipo de expertos en emanaciones tóxicas bajaron al túnel y lo recorrieron por completo, revisando con sus equipos en busca de cualquier sustancia conocida o desconocida en el ambiente que pudiera ser riesgosa en el corto, mediano o largo plazo para el ser humano, sin encontrar rastro alguno de toxinas, sustancias corrosivas o venenos: el túnel, salvo las bacterias habituales de cualquier lugar, no era peligroso. Ahora que sabía que podía bajar sin tanta parafernalia de seguridad, Gómez pensaba dar el siguiente paso lógico: investigar la pared en que parecía terminar el túnel bajo la catedral, a ver si era un muro falso, y luego buscar la reja que cerraba el túnel antes de la bifurcación, y descubrir el modo de abrirla. De inmediato salió de la basílica y se dirigió a su vehículo para ir a buscar algunas linternas y bajar a ver el fondo del túnel que quedaba bajo el fatídico patio de la catedral.

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XIV

Por el camino de piedra una caravana de marchantes avanzaba con lentitud a la hora del crepúsculo, iluminados por antorchas de madera. La cadencia de sus pasos marcaba un ritmo que asemejaba el latido del corazón del planeta, y la fila de cuerpos iluminados mantenía dicha cadencia, como si de ello dependiera la vida de todos en el lugar. El espectáculo era sobrecogedor: más de doscientas personas, todas con sus antorchas, avanzaban con rumbo definido por el camino de piedra sin perder el ritmo. De pronto, una de las antorchas pareció desviarse hacia un lado, llevando consigo a otra de las antorchas y deteniendo la columna tras de sí, generando una sonora carcajada en el grupo: una de las mujeres no se fijó en que una de las piedras del lecho del río Mapocho estaba solevantada y tropezó con ella, cayendo estrepitosamente y arrastrando con ella al niño que la ayudaba a cargar la mesa plegable. Luego de ayudarlos a ponerse de pie y una vez que estuvieron seguros que nada les había sucedido, reiniciaron su marcha hacia una de las comunidades de adictos y vagabundos que viven bajo los puentes del río, conocidas como caletas, para armar una especie de campamento en donde les darían comida, ropa, útiles de aseo y compañía por varias horas. La gente miraba sorprendida desde la costanera el largo camino de antorchas que abarcaba algunas cuadras, y que finalmente se detuvo y se congregó cerca de la Vega y el Mercado Central: además de ayudar al prójimo y darles algo de compañía, los Hijos de la Madre Tierra querían aprovechar la instancia para homenajear al cardenal dejando una ofrenda en el sitio donde murió. De inmediato hombres, mujeres y niños empezaron a desplegar mesas y sillas para poner todos los alimentos cultivados por ellos mismos y empezar a preparar las porciones que regalarían: al poco rato las personas sin hogar ni pasado que viven o sobreviven en dicho lugar se acercaron a recibir la ayuda que no habían pedido pero que de todos modos necesitaban y agradecían.

El variopinto grupo de personas concitó la atención de los medios y de transeúntes, llevando a que los canales de televisión abierta desplegaran sus antenas móviles para despachar en directo e informar acerca del gran operativo de solidaridad que se estaba llevando a cabo; del mismo modo, mucha gente desinteresada quiso bajar para ayudar a los desvalidos, poniéndose a las órdenes de quienes organizaban la campaña, y aprendiendo de ellos acerca de su movimiento para así dejar un poco de lado los prejuicios con que se cataloga a quienes no se conoce. Así, todos los objetivos de la comunidad ecológica se estaban cumpliendo a la vez y a cabalidad, llenando de alegría y orgullo a quienes la conformaban. Algunos metros al oriente, los tres líderes de la comunidad entraban por el portal al túnel que los debería llevar a la tan ansiada Cámara Averna, abriendo para ellos la puerta de un gigantesco tesoro material y un insospechado poder sobre los habitantes del planeta.

Héctor Ocampo había organizado junto a sus hijos el operativo de ayuda a los habitantes de las caletas del río Mapocho, como pantalla para poder encontrar la puerta de entrada al túnel que conectaba el mundo real con la Cámara Averna, mítico lugar que había descubierto hacía ya varios años, cuando se estaba iniciando en la demonología. Antes de crear la secta, Ocampo había sido un joven problemático y aproblemado, que había buscado su destino en todos lados, sin lograr encontrar algo que lo hiciera sentirse pleno como persona. Luego de

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intentar varios oficios, e inclusive probar suerte estudiando alguna carrera técnica, sintió el llamado de la fe e ingresó al seminario para iniciar el largo y complejo camino al sacerdocio. A poco de haber empezado descubrió un poder importante que le exigía menos y le ofrecía más en menos tiempo: el culto satánico. En cuanto fue expulsado del seminario al no tener la fe necesaria para poder seguir completo el camino de dios, Ocampo empezó a buscar a alguien que lo pudiera guiar en los oscuros y ocultos conocimientos acerca del demonio. Luego de un largo peregrinar repleto de falsos demonólogos, brujos sin poder real y algunos autoproclamados maestros nigromantes, Ocampo conoció en un café del centro de Santiago a un viejo inversionista acaudalado que le ofreció trabajo de estafeta en su oficina, y que resultó ser el sacerdote satánico más conocido y poderoso del país. El viejo discípulo del demonio lo inició en el camino del mal y en los ritos necesarios para consagrar su alma a satanás. Luego de una ceremonia similar a un bautizo cristiano, pero que en vez de agua utilizaba sangre, Ocampo empezó a aumentar sus conocimientos y su influencia en los círculos de poder vinculados a su culto, llegando en pocos años a ser dueño de una empresa pionera en la elaboración de alimentos amigables con el medio ambiente. Así, mientras su fortuna y sus influencias crecían, Ocampo seguía buscando algo que lo llenara y le diera la posibilidad de sentirse pleno.

Poco antes de morir, su maestro le regaló un libro acerca de misterios religiosos y su relación con el mal. En el volumen se describían una serie de leyendas que para el común de las personas eran de origen judeocristiano, pero que en su génesis y simbología ocultaban su origen satánico, y que de hecho eran usados por los conocedores de las ciencias del mal como herramientas para sus ceremonias. Al final del texto venía un apéndice, donde se describía la leyenda de la Cámara Averna, que era una suerte de recámara subterránea llena de tesoros, dentro de los cuales se encuentra una pieza central conocida como Llave del Averno, descrita como una llave de oro macizo que abriría las puertas del infierno hacia la tierra, liberando a las huestes del mal para tomar posesión del planeta en nombre de satanás. El mismo apéndice refería más adelante que la simbología del relato se basaba en la búsqueda de la verdad por parte del iniciado para entender las razones de la predominancia del mal sobre el bien en la realidad, y que la llave se refería a la apertura del alma del iniciado al camino del mal, para consagrar su vida al demonio y con ello encontrar su camino a su propio paraíso, perversamente relacionado por los textos judeocristianos con el reino de Hades de los mitos griegos.

Luego de la muerte de su maestro, Héctor Ocampo se alejó un poco de la formalidad del culto del mal, sin por ello dejar de ayudar a sus correligionarios o de asistir ocasionalmente a alguna de las ceremonias en que se reunían a conversar acerca de la vida en el lado siniestro de la realidad. En una de aquellas reuniones conoció a un brujo extranjero, quien se había aislado en una comunidad que creó, y en la cual podía continuar sus estudios y ejercer su culto sin las presiones de la sociedad por sus conductas algo atípicas; esa conversación fue el estímulo necesario para crear una comunidad ecológica en Peñalolén, que sirviera de pantalla para su culto satánico. El nombre Hijos de la Madre Tierra nació de la necesidad de mostrar al mundo que su visión y misión se centraba en el cuidado y preservación del planeta para las futuras generaciones, por lo cual trabajarían la tierra del modo más natural posible, y usarían sólo energías

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renovables y amigables con el medio ambiente; de inmediato varios de los miembros del culto se sumaron a su idea, y el número se completó con sendos ecologistas que vieron que por fin alguien se salía del discurso y pasaba a la acción, creando un microsistema autosustentable y que no dañaba al entorno. Lo que esos ecologistas no sabían era que el nombre “Madre Tierra” también se refería a la eventual ubicación física de la Cámara Averna.

Una tarde de verano, Ocampo paseaba por el Parque Forestal, con una copia del apéndice del libro que le regalara su difunto maestro, escrito a máquina por él mismo para no dañar el libro en alguna fotocopiadora. Mientras caminaba por el borde del río Mapocho, leía una y otra vez el texto, buscando alguna clave que lo ayudara a relacionar la descripción del sitio con el mundo real, pues sospechaba que la simbología descrita estaba ahí para despistar a aquellos iniciados poco ambiciosos que se conformaban sólo con la retórica del mal, y no con una vida consagrada al pecado. De pronto escuchó un batir de alas cerca de él, y al levantar la cabeza vio una enorme gaviota que había pasado a escasos centímetros de su pelo. Ocampo se distrajo de su lectura y se puso a observar al ave que sobrevolaba el río en busca de algo de comer, compartiendo hogar con palomas, mirlos y toda la variedad de aves menores de la capital. Algunos segundos después la gaviota aterrizó en la parte del lecho seco del Mapocho y empezó a caminar sobre las piedras, buscando qué comer. En ese instante se fijó de un modo distinto en las piedras que formaban el lecho y las paredes del río, e instintivamente abrió el texto en la parte en que describía el viaje hacia la cámara:

“El camino hacia la Cámarano es para aquellos con pereza,

está cubierto y rodeado de piedras que cantan con la naturaleza”

De inmediato Ocampo se concentró, y logró escuchar el ruido de la sucia agua corriendo sobre las piedras, y provocando un ruido característico en su superficie. Sorprendido siguió leyendo aquello que hasta ese momento sólo había hojeado, y que ahora por fin estaba interpretando:

“Cerca del cruce de la vía Dominica se esconde la ruta a la Cámara oscura,

a la diestra del Patrón se indica y a espaldas del canto de natura”

Ocampo estaba confundido, cada vez que había leído esa frase sentía que hacía referencia a la orden de Santo Domingo, lo que en ocasiones hizo pensar a más de alguien, que el camino hacia la Cámara Averna empezaba en alguna iglesia de dicha orden. Pero luego de su descubrimiento dicha idea no le hacía sentido, pues no había cerca del río alguna calle con ese nombre, y la iglesia de Santo Domingo se encontraba lejos de donde estaba, la que no tenía mayor relación con el torrente fluvial, ni siquiera antes de ser canalizado, pues su segundo brazo

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pasaba por el sur del cerro Santa Lucía, bastante lejos del emplazamiento histórico de dicho templo. De pronto Ocampo recordó otra iglesia, ubicada en la calle Recoleta, conocida como Recoleta Dominica: si bien es cierto no estaba cerca del río, la calle en que se encuentra cruza el Mapocho por medio de un puente; la única opción de que el texto no fuera una simple alegoría era que se refiriera a ese cruce. Ocampo empezó a avanzar hacia el puente Recoleta; una cuadra antes de llegar había otro puente, algo más angosto, cuyo letrero terminó por convencerlo de la verosimilitud del texto: Patronato. Ahí estaba el sitio descrito, “a la diestra del Patrón se indica”. Si todo era como pensaba, el texto se refería a un lugar al oriente de dicho puente, y por ende “a espaldas del canto de natura” debería ser en el lado sur del torrente del Mapocho.

“Discípulos del Mal encarnados, buscad del camino la oculta cerradura,que abre el viaje hacia los desalmadosque yacen ocultos en la cámara oscura;

para recibir los tesoros triunfalescortada de la vida su delgada hebra

buscad lo distinto en universo de iguales,piedra sobre piedra sobre piedro sobre piedra”

Ocampo por fin estaba seguro, en la ribera sur del río debía estar la puerta que abría el camino hacia la Cámara Averna, sólo había que encontrar ese algo distinto que permitiera abrir la puerta. Luego de un largo rato de darle vueltas al texto, se sentó en un banco de madera a descansar y a tratar de aclarar sus ideas. En ese instante se fijó en el error que había cometido al transcribir el texto, pues en vez de escribir “piedra” puso “piedro” en una ocasión; era raro, estaba seguro de haber transcrito todo tal y como estaba en el original; de hecho cabía la posibilidad que el original estuviera mal escrito, y que él simplemente hubiera escrito el mismo error. De repente se fijó en la forma de la frase: justo después de decir que buscara lo distinto dentro de todo el resto de cosas iguales, cambia una letra “a” por una “o”. Instintivamente se puso de pie y se acercó a la baranda del río: en cuanto vio que todas las piedras que formaban la ribera eran polimorfas, y las del lecho eran cuadradas e iguales, supo que debía buscar una piedra distinta, y si su instinto no fallaba, debería buscar una piedra redonda dentro del universo de piedras polimorfas.

Tres años y cinco muertos después, Héctor Ocampo estaba por fin en el lecho seco del río, en la ribera sur, y al oriente del puente Patronato, buscando la piedra redonda que le mencionó alguna vez a su amigo Roberto, quien decidió abandonar la secta para dar rienda suelta a su ambición y llegar antes que ninguno a la cámara y así poder adueñarse de todos sus tesoros. Ocampo sabía que su amigo envidiaba sus logros y siempre había deseado ser al menos similar a él, para sentirse desde el punto de vista económico como un igual. Lo que nunca esperó fue la sucia jugada que hizo al hablar con un cura y contarle la historia, para así ponerlo en problemas con la iglesia católica y por ende sacarlo del camino; de hecho ello lo llevó a contratar a un asesino a sueldo para que lo acabara antes que pudiera seguir buscando el camino a la cámara. El tipo dijo

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que había cumplido su misión, y había llevado una foto del cuerpo degollado como prueba, pero según las evidencias algo tarde, pues ya habían entrado al camino los detectives; pese a que el sicario nunca pudo explicar por qué no se veía sangre en la herida ni en la ropa de Roberto, ni por qué estaba toda aposada perfectamente al lado del cuerpo, prefirió pagarle y despacharlo para no hacerse de un nuevo enemigo; además, ahora tenía otra nube que opacaba su cielo: las autoridades. Aparte que la policía ya conocía el túnel, lo que tarde o temprano terminaría con ellos dando con la Cámara Averna, el problema radicaba en la comunicación que según el detective del allanamiento había con la catedral, pues en ninguna parte se aludía a eso en el texto. Lo único que esperaba era que no hubiera más de un túnel, y que nadie hubiera estado antes allí como para modificarlo y dificultar más aún la consecución de su objetivo final. En ese instante una voz lo sacó de sus cavilaciones.

–¡Papá, encontré una piedra ovalada!

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XVI

Héctor Ocampo irradiaba felicidad. Mientras la columna de miembros de su comunidad ecológica avanzaba con antorchas por el lecho seco del río para hacer el operativo comunitario y el homenaje al cardenal, su hija había dado con la dichosa piedra ovalada, simbolizada en el texto con el cambio de una “a” por una “o”, sindicada como la “cerradura que abre el camino a la Cámara”. Sus plegarias al señor de las tinieblas habían sido escuchadas, y la ruta al reino del mal en la tierra estaba cada vez más despejada.

–Déjame ver Alejandra… sí, esa es. Ojalá los tiras no hayan roto ni descubierto nada importante.–Por lo menos ya la encontramos, ahora es cosa que el resto de la gente de la comunidad nos siga haciendo pantalla mientras investigamos– dijo Antonio, hijo de Héctor y hermano de Alejandra, el tercero de los líderes de la secta.–Quedan a lo menos cincuenta personas en la columna, apurémonos y nadie notará nuestra ausencia– dijo Alejandra.–No se preocupen, le dije a Víctor y a Alejandro que se hicieran cargo de todo– dijo Héctor–. Además, si alguien ajeno al grupo pregunta por nosotros, ellos dirán que tuvimos que devolvernos a la comunidad por una situación de emergencia. Está todo bien planificado, como siempre. Bien, comencemos.

Héctor se paró delante de la piedra ovalada, custodiado por sus dos hijos. Luego de recitar un par de frases en latín que aparecían en el texto, presionó con fuerza la piedra, iniciando de inmediato la apertura de la puerta y la consabida salida de aire caliente por sus bordes. El hombre emocionado entró al túnel junto a sus dos hijos, luego de lo cual la puerta se cerró herméticamente tras ellos; un par de segundos después, sendas linternas led salían de sus bolsillos e iluminaban totalmente el lugar.

–Mejor que cualquier antorcha– dijo Antonio, esbozando una invisible sonrisa.

El padre y sus dos hijos empezaron el recorrido, esperanzados en encontrar la Cámara Averna para ayudar a cumplir con el destino reservado al príncipe de las tinieblas, dictado eones atrás por quienes dictan designios en nuestra realidad. La caminata era lenta pero adecuada a las circunstancias: el estar en un lugar desconocido, sin más iluminación que la propia, y más encima en una misión sagrada, les impedía avanzar más rápido, ora por los peligros que pudieran encontrar, ora por la emoción que implicaba ser los artífices de la rebelión del mal sobre el bien. Sin que sus hijos supieran, Héctor recitaba en voz baja una serie de frases contenidas en el texto y que le hacían sentido como una oración, que le permitía estar listo a sacrificar lo que fuera por lograr su cometido, fuera esto su propia vida, la de sus hijos, o las de todos en su secta. De improviso una corriente de aire frío les llegó desde el poniente, dejando ver la bifurcación del túnel que daba al patio de la catedral; Ocampo se detuvo, sacó el texto, y luego de revisarlo un par de minutos decidió avanzar por el trazado original, encontrándose de frente con la reja de acero.

–Hay algo malo acá– dijo desilusionado el hombre.–¿Qué cosa papá?– preguntó Alejandra.

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–Todo. No hay referencia alguna en el texto a un segundo túnel, ni menos a una reja que cierre el paso en alguna parte. El texto habla de la caminata, de las piedras y al final de la puerta, pero nunca nombra una reja– dijo Héctor, apesadumbrado.

Padre e hijos se acercaron a la estructura de acero, y empezaron a revisar su conformación, intentando entender cómo el texto no hacía referencia alguna a tan portentosa y aparentemente infranqueable barrera. De pronto Antonio dejó de fijarse en los fierros, y empezó a escudriñar las piedras que sostenían la separación entre ellos y el destino de la humanidad.

–Papá, mira– dijo el joven apuntando su linterna a las piedras.–¿Qué hay que mirar? Son piedras, tal como todas las otras– dijo Héctor.–Fíjate bien papá, su color parece distinto y el tamaño es menor que las que las rodean. Estas están puestas después que las del túnel– dijo Antonio.–Definitivamente necesito lentes, tienes toda la razón, Antonio– dijo Héctor, quien pudo ver lo que su hijo había notado al acercarse a centímetros de la reja. Efectivamente, las piedras en que se anclaban los anchos y gruesos barrotes de la reja se veían más claras y de menor tamaño que aquellas que conformaban el túnel. Al aproximarse más, Héctor vio que había más cemento rodeando cada piedra que el que se veía en el resto de la estructura, e inclusive que el que recordaba haber visto en el mismo río. En los lugares en que estaban enclavados los barrotes, parecían haber armado los trozos de piedra alrededor de cada extremo; ello abrió una ventana de esperanza en la mente del líder de la secta.

–Miren, los barrotes no están metidos en las piedras, sino que armaron las piedras alrededor de cada barrote– dijo a sus hijos.–¿Y eso qué, acaso es útil para nosotros?– preguntó Alejandra.–Por supuesto, quiere decir que el anclaje es más débil que la pared y que la misma reja. Tal vez si la forzamos entre los tres logremos soltarla y sacarla– dijo el padre.–Démosle entonces– dijo Antonio, recibiendo una mirada de reproche de su padre por su coloquial lenguaje en ese lugar y en tamaña misión.

Los dos hombres y la mujer tomaron de distintas partes la reja y empezaron a moverse y a intentar moverla con todas sus fuerzas y el peso de sus cuerpos. Luego de un par de minutos de denodados esfuerzos, y sin siquiera lograr un mísero crujido de la estructura, confirmaron que pese a su construcción de menor calidad y en un tiempo más reciente, estaba perfectamente fijada y cumpliendo su objetivo de impedir el paso de cualquier persona al lugar.

–Vamos a tener que traer maquinaria para romper esta cosa, un martillo neumático o algún rotomartillo. Ni pensar en una galleta, esos barrotes no se pueden cortar– dijo Antonio mientras examinaba la reja.–No entiendo esto, ¿quién diablos pudo poner esto?– dijo Héctor apesadumbrado–. Esta cosa debe pesar unos doscientos kilos o más… no entiendo nada. Esta reja es más grande que el túnel, capaz que hayan metido las barras de acero de a una y hayan armado esto acá.–Es la única manera, se ve imposible mover esta cosa de otro modo– dijo Antonio–. Fíjate, se ve que es soldadura al arco, mira las junturas de cada barrote.

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–Es verdad– dijo impresionado Héctor–. Eso quiere decir que esta cosa es del siglo veinte… parece que hay mucha gente que ha entrado a este túnel.–Eso nos da mayores… ¿qué tanto escarbas, Ale?– preguntó Antonio al ver a su hermana escudriñar y manipular las piedras que rodeaban la reja.–Si todo es como ustedes dicen, será más fácil encontrar una que otra piedra suelta que nos ayude a liberar la reja, a ver si de algún modo logramos pasar. Tiene que haber al menos una piedra que esté mal pegada– dijo la joven, mientras intentaba meter sus dedos en los espacios que quedaban entre las piedras.–Tiene razón– dijo su padre–. Antonio, ayúdame con las piedras de arriba, yo veré las de las paredes y la Ale sigue con las de abajo.

Padre e hijos empezaron a manipular una a una las piedras que enmarcaban cada uno de los enormes barrotes de la reja. Mientras Alejandra revisaba pacientemente una por una cada piedra, intentando sentir si al asirla el cemento alrededor crujía o cedía al menos un poco, Antonio y Héctor intentaban mover rápido y por la fuerza las piedras, como si estuvieran desesperados por ganarle a la extraña reja. De pronto Alejandra vio coronada su paciencia: al llegar a las piedras que separaban los barrotes centrales, y específicamente al tomar la que estaba entre medio de los dos barrotes, no logró desplazarla ni que crujiera el cemento a su alrededor, pero al traccionarla la sacó con algo de dificultad, dejando un profundo espacio vacío al medio.

–Miren, la del medio salió– mostró Alejandra, satisfecha–. ¿Qué tal si pruebas con el mismo espacio allá arriba?– le dijo a su hermano.–Deja ver– respondió Antonio, quien logró meter sus dedos por los bordes de la piedra, y luego de un par de intentos, pudo sacar una piedra de igual forma que la que tenía en las manos su hermana.–Prueben con todas las piedras que separan los barrotes verticales– dijo Héctor, alejándose de su labor y de la reja.

Los jóvenes siguieron metiendo los dedos entre los barrotes y cada vez con más facilidad lograban liberar las piedras separadoras. El padre por mientras iluminaba todo y miraba a un metro de distancia, como si quisiera tener una vista panorámica de lo que estaba pasando. Una vez terminada la labor, quedaron dos especies de rieles de piedra en los que estaban colocados los barrotes. que pese a su reciente libertad, seguían pareciendo una barrera infranqueable. De pronto Héctor se acercó a la reja, para sacar las piedras que quedaban entre los barrotes de los bordes y la pared vertical del muro; en ese instante sonrió.

–¿Qué pasa papá, descubriste algo?– preguntó Antonio.–Sí, que el que hizo esta cosa era un genio– respondió Héctor–. Fíjate en las soldaduras, estos barrotes no están pegados como creíamos. El que armó esto le puso soldadura al hacer los barrotes para despistar, y acá solamente los pintó.–No puede ser– dijo Alejandra. En ese instante su padre tomó con sus dos manos el barrote que estaba a cinco centímetros de la pared vertical, y luego de un gran esfuerzo logró desplazarlo y dejarlo apegado al muro. Al mostrarle sus manos a sus hijos, éstas estaban con cáscaras de pintura negra adheridas a sus palmas por la transpiración.–Ayúdenme, tenemos que correr todos los barrotes hacia el mismo lado, ya sé

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cómo los instalaron– dijo Héctor.

Luego de algunos minutos de esfuerzo mancomunado, los tres líderes de la secta lograron desplazar todos los barrotes hacia una de las paredes. En cuando terminaron, el padre tomó el que quedaba en el borde libre desequilibrándolo, y llevando su extremo superior hacia el otro muro. Un par de centímetros antes de topar, el barrote se salió de su cárcel de piedra.

–Déjate de pajarear y ayúdame con este fierro, está muy pesado para mi– dijo Héctor a Antonio, quien estaba tan estupefacto como su hermana al ver que el barrote salía íntegro de la pared con un simple tirón–. Listo, salió. Ahora ustedes saquen el resto, par de flojos.

Antonio y Alejandra estaban sorprendidos, su padre había descubierto sin mucho esfuerzo el truco del armado de la reja, así que sólo bastaba con sacar todos los barrotes verticales y luego encargarse de los horizontales, para que el camino a la Cámara Averna quedara despejado.

–Cuando terminen de sacar los verticales hagan lo mismo con los horizontales– dijo el padre, sentado en el suelo–. Ah, y antes que pregunten, suelten las piedras de los barrotes de abajo hacia arriba, si lo hacen al revés al llegar a la mitad de la reja se reventarán los dedos y ya no me servirán de nada– agregó Héctor, para luego apuntar su linterna hacia el texto, tratando de imaginar quién y cómo había ideado esa reja para dificultarles el paso.–Buena, mientras el viejo lee su papelito de siempre que ya se debe saber de memoria, nosotros hacemos la pega pesada– reclamaba Antonio.–Déjalo, necesita descansar, no sabemos cuánto trayecto nos queda– respondió Alejandra–. Además, en una de esas hay más rejas o trampas en esta lesera y haya que guardarlo para más adelante.–Cierto, era un comentario. De más que el viejo está emocionado con este descubrimiento, por fin su sueño está por hacerse realidad y eso lo debe tener en otra– dijo Antonio, al sacar el último barrote vertical–. Ya, vamos por los horizontales. ¿Cómo lo hacemos, cada cual saca las piedras de un lado, o yo sujeto el barrote al medio y tú sacas las piedras de los dos lados?–Me gusta más la idea de que sujetes el barrote mientras yo me encargo de las piedras. ¿Viste que si piensas te salen buenas ideas?–Ya, pero no te acostumbres– respondió sonriendo el joven.

A un par de metros de distancia y sentado en el suelo, Héctor intentaba imaginar qué se les vendría en el resto del trayecto. Su esperanza era que esa reja fuera el primer y único obstáculo en el camino, dada la dificultad para crearla y más aún para instalarla. Era difícil aceptar que tantas personas hubieran estado en esa ruta, tal vez sin saber todo lo que dicho sitio implicaba, y que ellos, verdaderos conocedores de esa verdad y discípulos del mal, que por derecho propio merecían recorrer y honrar esa vía, fueran los últimos en encontrarla y usarla. Su consuelo era que ellos estaban llamados a cumplir con la misión sagrada de abrir la puerta física que desencadenaría el imperio del mal sobre la faz de la tierra, y que una vez cumplida dicha misión, disfrutarían del justo premio por su sacrificio. Lo que aún no tenía claro era por qué todo estaba tan oculto en un lugar de difícil acceso, tal vez el objetivo era impedir que los cristianos, declarados enemigos del

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señor del mal, intentaran destruir o esconder el acceso al que debía ser el indefectible destino de la humanidad; por otra parte cabía la posibilidad que la Cámara entrañara algún otro secreto o poder, que en manos equivocadas pudieran interferir con su fin último. Nuevamente sus cavilaciones fueron interrumpidas, ahora por la voz de su hijo.

–Papá, terminamos de sacar la reja, ahora podemos seguir nuestro camino.

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XVII

Marcos Antúnez estaba a las ocho de la mañana en las oficinas del arzobispado de Santiago. El día anterior había sido bastante pesado, y el actual se veía peor aún. Luego de la visita del detective Gómez y de tener que volver al patio de la catedral, estuvo todo el resto del día dándole vueltas a la imagen de la inspectora muriendo frente a sus ojos, e imaginando al resto de las víctimas pereciendo del mismo modo. Cerca de la hora de salida, Gómez le había dicho que volvería a la mañana siguiente a explorar el túnel desde la entrada de la catedral hasta su unión con el túnel del río Mapocho, por lo que nuevamente debería ir al fatídico patio. Luego de hablar un par de cosas triviales Gómez se retiró, y cuando Antúnez se disponía a apagar el computador llegó un correo electrónico desde el Vaticano, que informaba que el papa anunciaría el nombre del nuevo cardenal de Santiago el mismo día de la nueva expedición del detective, por lo que el nuncio le solicitó que llamara a una conferencia de prensa para comunicar la buena nueva en cuanto recibieran la información. Para rematar la noche, el bus que tomó Antúnez para irse a su casa se metió en un atochamiento enorme al tratar de cruzar por uno de los puentes del río Mapocho: por un momento creyó que un nuevo cadáver había aparecido, pero luego se tranquilizó cuando un pasajero le contó lo del operativo de ayuda a la gente sin hogar, y el homenaje que le habían hecho al cardenal. Su tranquilidad desapareció cuando llegó a su casa, encendió el televisor, y vio con estupor que los organizadores del evento benéfico no eran otros que los Hijos de la Madre Tierra.

A las ocho y media tres golpes secos en la puerta lo sacaron de su concentración: el detective Gómez había llegado antes que la secretaria de la oficina, y había decidido entrar para no perder más tiempo y evitar la parsimonia y la ceremonia de la mujer para avisar su llegada.

–Buenos días señor Antúnez, creo que llegué un poco temprano, ¿cómo ha estado?– dijo Gómez, estrechando la mano del secretario.–Buenos días detective. No se preocupe, estoy acá desde las ocho, la que no ha llegado es la secretaria de recepción. Tuve que venirme antes porque el papa nombrará hoy al nuevo cardenal, y debo encargarme de la conferencia de prensa al respecto. ¿Quiere un café, o irá de inmediato al patio?– preguntó incómodo Antúnez, a sabiendas que debería volver a llevar a Gómez al lugar.–Creo que esta vez aceptaré su café, señor Antúnez. ¿Vio las noticias anoche?–¿Usted lo dice por el espectáculo que hicieron anoche los Hijos de la Madre Tierra? De hecho estuve metido en un taco en el bus gracias a todo el show que montaron. Estaba lleno de móviles de televisión, periodistas, fotógrafos, carabineros, fue una locura– comentó Antúnez, notoriamente incómodo–. ¿Hasta qué hora estuvieron esos tipos?–Hasta esta mañana según supe, creo que terminaron de desmontar todo su aparataje y salir del río como a las seis, hace apenas un par de horas.–Y más encima le hicieron un homenaje al cardenal, los malditos cínicos…–Veo que no son santos de su devoción, Antúnez– dijo Gómez en evidente tono irónico–. ¿Qué le incomoda de esta gente? –¿Que qué me incomoda? Que desde que aparecieron en nuestras vidas empezó a morir gente que queríamos a nuestro alrededor, y que eran bastante más útiles para la sociedad que toda esa maldita secta, ¿le parece poco acaso?– respondió

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enojado Antúnez.–O sea que pese a que las muertes son obra de satanás, ellos igual tienen culpa según usted.–No sé si culpa detective, no soy quién para juzgar– dijo Antúnez, algo más calmado–. Disculpe detective, todo esto ha pasado muy rápido, aún no me acostumbro a esta vorágine, y las responsabilidades me han impedido vivir mi duelo.–Lo entiendo Antúnez, estamos en las mismas– respondió Gómez–. Yo tampoco he tenido tiempo de sentarme a pensar, o de ir a dejar una flor a la tumba de Beatriz. Tenía ganas de ir hoy, pero prefiero usar mi tiempo en empezar a dilucidar todo esto, partiendo por la boca del túnel que da a su patio.–¿Pero no se supone que ya lo recorrieron completo de nuevo?–La gente que lo recorrió era del laboratorio, para descartar presencia de algún tóxico que pudiera relacionarse con las muertes. Yo voy a revisar las características del túnel, si hay alguna puerta secreta u otra cosa que me permita entender de dónde salió todo esto.–Veo que aún no se convence del carácter maléfico de estas muertes detective– dijo Antúnez.–No, aún no me convenzo. Ahora, y sólo por darle el beneficio de la duda, si llegara a haber algo sobrenatural en todo esto, de todos modos hubo decisiones o acciones humanas que gatillaron los sucesos, y si hay intencionalidad de por medio quiero saberlo, para tomar cartas en el asunto.–¿Qué cartas, denunciar a alguien al fiscal por ser seguidor del demonio, pedirle al juez que encarcele a otro por hacer hechizos? ¿O acaso pretende hacer justicia por su propia mano detective?–Sé que algo debo hacer, que no puedo quedarme tranquilo viendo a la gente morir sin intentar algo. Cuando obtenga alguna respuesta, sabré qué decisión tomar en consecuencia– respondió Gómez, con la vista perdida en el café–. Pasando a otro asunto, ¿está seguro de no haber oído nunca nada de ese túnel, ni siquiera un rumor o un comentario de pasillo?–Nada detective. Yo llevo cerca de veinticinco años trabajando en el arzobispado, y cuando llegué ya estaba esa tapa ahí. Siempre creí que era del alcantarillado, por lo que nunca pregunté ni le di importancia alguna– respondió Antúnez–. Antes me encantaba sentarme en algún banco en ese patio por lo tranquilo, silencioso y solitario del lugar. Hubo días inclusive en que me iba con mi almuerzo a comer a ese patio, donde podía estar en comunión con la naturaleza y con mis pensamientos. Le juro que jamás se me pasó por la mente que hubiera algo raro bajo esa tapa metálica, menos un túnel que comunicara con el río Mapocho. De hecho no recuerdo siquiera haber leído en algún libro de historia algo tan descabellado como esto.–¿Y no habrá en alguna parte algo por escrito, algún registro informal escondido o perdido por ahí? –Probablemente lo haya…– dijo Antúnez, tratando de hacer memoria–, es que es muy extraño, la catedral se empezó a construir en 1748, y no se ha movido de este lugar; por otro lado la canalización del río Mapocho, luego de la eliminación de los tajamares, fue a fines del siglo diecinueve, eso quiere decir que el túnel debe estar en ese lugar al menos unos 120 o 130 años.–Es demasiado tiempo como para que quede algún testigo vivo– comentó Gómez.–Bueno, hay un sacerdote, el padre Oróstegui, que lleva como sesenta años acá. Puede que no sea suficiente, pero nos puede contar al menos si el túnel estaba

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acá desde que él llegó, y si alguna vez sucedió algo llamativo. ¿Quiere que lo ubique detective?– preguntó Antúnez.–Bueno, si ni a él ni a usted les incomoda…–Déme unos minutos, ya vengo– dijo Antúnez, saliendo de la oficina.

Wenceslao Gómez se quedó en la oficina terminando su café. Dos minutos más tarde Antúnez apareció con un viejo sacerdote de lento e inestable caminar:

–Padre Oróstegui, él es el detective Gómez– dijo ceremonioso Antúnez–. El detective necesita preguntarle algo.–Buenos días padre– dijo Gómez.–Buenos días. Lo que sea, yo no fui– dijo el viejo sacerdote, lanzando luego una sonora carcajada.–No se preocupe padre, no es una acusación ni nada, sólo quería preguntarle qué sabe usted acerca de esa tapa de alcantarilla que está en el patio interior de la catedral.–¿Esa donde murió esa niñita de la policía el día de las exequias del cardenal? Esa cosa la pusieron ahí cuando yo era seminarista– dijo el sacerdote.–Perdón padre, ¿en qué año fue eso?– dijo Gómez algo descolocado.–Si no me equivoco fue varios años después de terminada la segunda guerra mundial, deje recordar… debe haber sido por 1950, si no me equivoco.–¿Qué?– dijo Antúnez, completamente desconcertado–. Pero padre, usted nunca había contado algo de eso.–Si ya nadie me pregunta cosas hace como quince años, Marcos. El único con el que hablaba y me escuchaba era Ulises… ojalá encuentren al desgraciado que lo mató, ese… no merece perdón de dios– dijo el sacerdote con la voz entrecortada.–Padre, ¿usted vio cómo es que se hizo esa… alcantarilla?– preguntó Gómez.–Fue muy extraño. En esa época todo era más hermético que hoy, no había televisión y los periódicos y radios eran respetuosos con la iglesia, así que era muy fácil guardar secretos. Recuerdo que una mañana cualquiera me habían enviado a la catedral a conversar con uno de los sacerdotes, cuando de pronto aparecieron unos hermanos muy extraños.–¿Extraños en qué sentido?– dijo Gómez.–En que andaban con la insignia clásica de los jesuitas, y parecían como enojados o preocupados. Andaban con muchas herramientas, y trabajaban en silencio, parecían como esos guardias ingleses, que si les hablas no te contestan.–¿Y tiene algo de extraño unos jesuitas en la catedral, padre?–Es que los jesuitas son en general conversadores y grandilocuentes, no callados. Además, estaban ellos cavando el pozo en vez de pagarle a alguien por el trabajo y simplemente supervisarlo.–¿Se acuerda cuánto tiempo estuvieron trabajando?– preguntó el detective.–Hartos meses. Me tocaba venir seguido en esa época a la catedral, y cada vez que pasaba por el patio estaban ellos trabajando. Parece que fue como un año, o algo así.–¿Y no hay algo más extraño que recuerde, padre?–Muchas cosas, pasó de todo en esa época. Recuerdo que uno de los curas desapareció, y después de eso cada vez que iban a bajar se juntaban a rezar antes. También recuerdo que bajaron unos fierros enormes y muy pesados, poco antes de terminar, y que eran como barrotes de una reja pero extremadamente anchos y gruesos. También bajaron piedras de varias formas y argamasa... o tal

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vez era cemento... bueno, era para pegarlas y que quedaran como las piedras del río Mapocho.–¿O sea que el túnel llega hasta el río?– preguntó Gómez, intrigado por todo lo que sabía el sacerdote.–¿Al Mapocho? No, sólo dije que bajaron piedras similares a las del río, nada más. Además que es ridículo un túnel entre el río y la catedral, ¿no creen?– dijo el sacerdote, sacando una sonrisa imperceptible a sus interrogadores–. No, estuvieron poco tiempo como para hacer un túnel tan largo, la tierra de acá es muy dura, no se avanza mucho… bueno, no en esos años, en que había que picar con picota, cavar y sacar con pala y todo a mano. Ahora con esto del metro parece que sembraran túneles bajo tierra.–Disculpe padre– intervino Antúnez, mientras trataba de salir de su asombro–, ¿quedó algún registro de esa faena, vio a alguno de esos sacerdotes escribir algo?–Claro Marcos, existe el reporte y yo lo tengo, en una de mis repisas.–¿Y por qué lo tiene usted, padre?– preguntó nuevamente el secretario.–Porque el párroco de esa época me lo regaló. Como me veía venir seguido y veía mi interés en esta labor, decidió regalarme el libro, para que yo lo cuidara. ¿Lo quieren ver?– preguntó el sacerdote, como si un niño ofreciera traer un juguete nuevo y envidiable para compartir con los amigos del barrio.–Lo seguimos padre– dijo Gómez poniéndose de pie, para apurar la marcha del sacerdote y el secretario.

Los tres hombres salieron de la oficina y se dirigieron al despacho del padre Oróstegui, a pocos metros de donde estaban. Su oficina era pequeña, y estaba ocupada mayormente por espaciosos libreros llenos de viejos libros, algunos inclusive del siglo XIX, lo que le daba al lugar el aspecto de una biblioteca en miniatura. En cuanto entraron el sacerdote los hizo sentarse en unos antiguos sillones de cuero resquebrajado por el tiempo, mientras él buscaba el libro.

–Este es– dijo de pronto, sacando un delgado volumen de no más de cincuenta páginas–. Este es el registro de lo que hicieron esos jesuitas.

Oróstegui le entregó el libro a Gómez, quien junto a Antúnez empezó a revisarlo, mientras el anciano sacerdote se sentaba tras su escritorio a mirarlos. Todas sus visitas terminaban del mismo modo, con alguno de sus vetustos libros en manos del visitante, quien agachaba su cabeza y le ignoraba totalmente. Al parecer debería dedicarse a su pasatiempo habitual: ver gente leer en silencio en su oficina.

–Un libro manuscrito, qué genial… esto es raro, no entiendo a qué se refieren estos números y letras– dijo Gómez–. Padre Oróstegui, ¿usted sabe qué significa este lenguaje?– preguntó el detective al sorprendido sacerdote.–Claro, son las anotaciones del topógrafo, para marcar la ubicación de cada cosa que armaron bajo tierra. Si revisa más adelante verá unos planos de todo lo que construyeron– dijo el sacerdote.–Antúnez, mire– dijo Gómez mostrándole los mapas al secretario.–¿Qué se supone que deba ver? Es el plano de un túnel recto.–El túnel real no es recto, es una bifurcación. De verdad que no entiendo qué puede significar esto.

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–Fácil– intervino el viejo sacerdote–, los jesuitas hicieron el túnel para conectarlo con otro que ya existía previamente.–Y entonces, ¿quién hizo el otro túnel?

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XVIII

Los libros desordenados encima de la mesa eran el reflejo fiel de lo que sucedía en la oficina del padre Oróstegui. Mientras el sacerdote revisaba con parsimonia, Gómez y Antúnez hojeaban casi febrilmente uno a uno todos los libros de la biblioteca, buscando alguna referencia al túnel que partía en el río Mapocho, y al cual se había conectado el nuevo pasadizo subterráneo, obra de un grupo de jesuitas a mediados del siglo XX. Cada dibujo extraño, cada anotación difícil de entender era llevaba al sacerdote, quien la traducía o la explicaba: luego de tanto tiempo en el lugar, se sabía los libros casi de memoria. De hecho le había mencionado al secretario y al detective que no encontrarían nada de lo que estaban buscando entre sus textos, pero de todos modos decidieron revisar para asegurarse de no pasar por alto algún detalle eventualmente olvidado por Oróstegui. Al cabo de casi tres horas de revisión, no encontraron ninguna referencia a un túnel que partiera desde el río hacia alguna parte.

–Les dije que no había nada– dijo el sacerdote–. Por lo menos su desconfianza sirvió para estar acompañado al menos medio día este año; ah, y para desempolvar mis libros y revivir uno que otro recuerdo.–Lo único que queda claro es lo del túnel bajo la catedral, gracias al libro– dijo Antúnez.–Pero saber la fecha de construcción no nos dice mucho que digamos– comentó Gómez–. Lo que describe el libro es todo lo que vi, inclusive la reja de fierro que aparece dibujada fuera del plano del túnel, en la zona achurada. –¿Y qué van a hacer ahora, jóvenes?– preguntó el sacerdote.–Yo bajaré al túnel, a ver qué encuentro. El señor Antúnez y usted pueden volver a sus actividades normales, si llegara a necesitar algo los ubicaré– dijo el detective–. Padre Oróstegui, gracias por su ayuda, fue un honor y un placer haberlo conocido.–Por nada joven, si yo y mis libros podemos servir de algo más adelante, aquí estaré. Trate eso sí que no sea muy adelante, según el doctor es posible que el señor me llame a su reino en cualquier momento– dijo el sacerdote estrechando la mano del detective–. Ah, antes que se vaya tome, es un pequeño presente que le puede servir en algún momento– concluyó, entregándole un rosario con la otra mano–. Y si no es católico, tómelo como un adorno o un chiche, regalo de un viejo solitario y conversador.–Gracias padre– respondió Gómez, para luego salir de la oficina junto a Antúnez.

Antúnez y Gómez entraron a la oficina de la secretaría del arzobispado. Cuando llegaron, la secretaria de recepción ya había llegado, y estaba ordenando un poco el desorden causado por todos los sucesos recientemente acaecidos. Ambos hombres estaban algo desilusionados, pues si bien es cierto habían avanzado en la obtención de respuestas, éstas habían llegado a un límite desde el cual no parecía posible seguir avanzando.

–¿Qué vamos a hacer ahora?– preguntó Antúnez.–“Vamos” es demasiada gente. Como les dije adentro, yo investigaré el túnel y usted seguirá su labor en el arzobispado. Si tengo alguna novedad, se la comentaré– respondió Gómez.–¿Está seguro que no puedo ayudarlo?

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–Tal vez pueda, pero no debe– dijo el detective–. El asunto es simple, señor Antúnez, el único que maneja fuera de la policía todos estos antecedentes es usted. Si algo me llega a pasar, es posible que el fiscal ordene demoler o bloquear el túnel, o peor aún, que decida que el túnel no tiene relación con la investigación y simplemente lo deje ahí.–¿Y eso es tan malo?–Si por alguna casualidad usted tiene razón en que esto es obra del diablo, por supuesto. Antúnez, su ventaja en este ajedrez es la fe: si me pasa algo, el único que puede investigar esa arista que nadie más tomaría en cuenta es usted.–Es que… de verdad siento que podría hacer algo más– replicó Antúnez–. Estoy seguro que esto no es natural detective, me preocupa su seguridad al bajar a ese túnel, porque si no encuentra nada raro de este lado, está claro que empezará a buscar en el antiguo, y de ese no sabemos nada.–¿De verdad quiere ayudar Antúnez? Entonces busque toda la información que había recopilado el cardenal, puede que haya algo ahí que pueda servir. Si él no logró nada más que lo que el profesor sabía, trate de buscar información por otra fuente, acá mismo en la catedral o con alguien del arzobispado que sepa de demonios y esas cosas, en una de esas hay algún otro sacerdote añoso que tenga alguna sorpresa guardada como la del padre Oróstegui.–Tal vez alguien de la Congregación para la Doctrina de la Fe… – murmuró Antúnez.–Usted sabe de eso. Mientras usted recaba información, yo trataré de investigar en el túnel algo que no haya visto en mi primera incursión– dijo Gómez.

Antúnez acompañó a Gómez al patio de la catedral, pese a lo incómodo que le resultaba volver al lugar. Entre los dos sacaron la lona, y mientras Antúnez la doblaba para guardarla, Gómez sacó una huincha plástica con el logo de la PDI, con la cual cercó el perímetro de la entrada del túnel alrededor de los árboles. Una vez que estuvo todo listo, el detective revisó la batería de su teléfono móvil y su radio, se colocó un cintillo con una linterna en su cabeza, revisó la carga de otra linterna de mano que llevaba en uno de los bolsillos de la chaqueta institucional, y finalmente sacó su arma de servicio, revisó el cargador, pasó la bala a la recámara y le colocó el seguro antes de guardarla en su funda. Cuando estaba por dirigirse a la exclusa vio la mirada de preocupación de Antúnez, por lo cual sacó el rosario que le había regalado el padre Oróstegui y se lo colgó al cuello.

–Bien señor Antúnez, voy a ver qué hay en el famoso túnel que hicieron los jesuitas. Usted vaya a investigar todo lo que encuentre, a ver si nos sirve de algo el trabajo del cardenal– dijo el detective.–Cuídese– respondió escuetamente el secretario, para luego dar la vuelta y dirigirse al pasillo que lo llevaría de vuelta a la oficina.

Wenceslao Gómez se acercó al agujero de entrada de la exclusa; al lado de ella seguía botada la tapa de fierro que habían sacado días atrás. Con cuidado ubicó el primer peldaño de la escala, luego de lo cual encendió inmediatamente la linterna del cintillo para poder ver por dónde bajaba. Al llegar abajo identificó de inmediato todas y cada una de las piedras del final de túnel, las que conocía de memoria luego de ver una y otra vez el video que él mismo había grabado hasta un poco antes de la muerte de Beatriz. Luego de algunos minutos de manipular

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las piedras y sus junturas a ver si lograba encontrar otra puerta secreta activada por algún extraño mecanismo, e inclusive de patearlas con violencia para descargar su ira contenida y a ver si se lograba escuchar alguna suerte de eco o reverberación que evidenciara alguna habitación oculta, el detective se dedicó a revisar con suma detención las paredes del túnel. Dentro de todo no era una gran estructura, pero su construcción debió haber sido bastante compleja, al tener que perforar el túnel con herramientas de mano, y lograr emparejar tan perfectamente las paredes para poder luego encementar y colocar las piedras en su lugar. Con paciencia Gómez empezó a recorrer el túnel, examinando piso, paredes y techo, a ver si algo se les había pasado la primera vez. A cada minuto el detective debía luchar contra los recuerdos, pues a cada paso rememoraba su expedición anterior en el lugar; la diferencia sustancial con la primera vez, aparte de hacerlo solo, era que ahora se movía con comodidad, en ausencia del traje, el balón de oxígeno y la máscara. El aire se sentía algo enrarecido, no sabía si producto de la antigüedad del lugar, del encierro permanente por décadas, o de la llegada de los olores del río Mapocho; sin embargo ello no importaba en la medida que no hubiera algún tóxico en el ambiente que pusiera en riesgo su vida y la investigación en curso; al fin y al cabo, todos sus esfuerzos tenían un objetivo claro del cual no se apartaría: honrar la memoria de su joven colega y amiga, de la cual aún no tenía causa de muerte, lo que mantenía sumida a su familia en la peor enfermedad posible del alma humana: la incertidumbre.

Gómez se movía con extrema lentitud por el túnel, tratando de no perder detalle que pudiera ser útil para descubrir el origen de las muertes. De vez en cuando, cuando veía alguna zona de cemento resquebrajado o alguna piedra de menor tamaño sacaba la linterna de mano para iluminar más aún la zona y poder buscar con mayor minuciosidad una posibilidad de respuesta a la pregunta que lo tenía metido en ese túnel. Luego de más de dos horas de revisión exhaustiva, llegó a la desembocadura en el túnel antiguo. Visto desde ese lado eran evidentes las diferencias: el cemento del túnel viejo se veía más oscuro que el de los jesuitas, así como la tonalidad de las piedras, que eran evidentemente más grandes en el túnel original; el espacio entre las piedras era mucho mayor en el túnel nuevo, se veía más orden en la distribución y colocación de las piedras en la construcción inicial, y el túnel de los jesuitas era algo más bajo y angosto. La pulcritud se perdía al instante de ver el empalme del túnel nuevo con el viejo, donde se apreciaban algunas de las piedras viejas quebradas y sin pulir, con gran cantidad de cemento para intentar emparejar la destrucción de la pared. Una vez que estuvo seguro de no haber dejado pasar ninguna piedra distinta que pudiera corresponder a una cerradura encubierta, decidió entrar al túnel original. Lo más obvio era revisar por completo el trayecto desde el río hasta la reja infranqueable, pues el lugar podría tener muchas sorpresas ocultas que terminaran por darle alguna suerte de explicación lógica a todo lo sucedido. En cuanto giró hacia el sur se encontró con una imagen imposible; automáticamente desenfundó su pistola y encendió la linterna de mano, colocándola al lado del cañón de su Sig Sauer:

–Pero qué mierda…

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XIX

“En nombre del Señor Nuestro Diosy de Nuestro Señor Jesucristo, su único hijo,

y del Espíritu Santo, te ordenamos:

Si intentas seguir tu camino hacia el infierno, que desistas, para que tu alma pecadora logre encontrar el camino hacia el bien.

Si intentas salir de este túnel, que te devuelvas a las entrañas de la tierray dejes en paz a la humanidad.

Si no haces caso, pecador encarnado, no verás la luz divinay morirás la muerte segunda en el lago de fuego eterno.

Si no haces caso, demonio desencarnado, las huestes de Gabriel y Rafaelcaerán con violencia sobre ti y aumentarán tu sufrimiento

sin dejarte volver al seno de Lucifer.”

–Jesuitas de mierda, siempre se han creído superiores al resto del mundo– dijo visiblemente irritado Héctor Ocampo.–¿Estás seguro que es de ellos, papá?– preguntó Antonio, mientras miraba con estupor el mensaje escrito con sangre en la pared de piedra.

Una vez que los tres líderes de la secta lograron remover por completo los barrotes de acero, reiniciaron la marcha por el túnel hacia la Cámara Averna. A los diez metros de avance se encontraron con el mensaje escrito en la pared, firmado con tres letras: IHS.

–Mira las letras al final– dijo Alejandra–, es la firma de los jesuitas, IHS.–¿Qué significa eso?–¿Ya se te olvidó, porro?– dijo su padre–. Significa "Iesus Hominum Salvator", Jesús salvador de la humanidad. Es la frase con la que estos pedantes se identifican.–¿Y qué se supone que es, un aviso, un conjuro, una amenaza?– preguntó Alejandra.–Es una mezcla de todo– respondió Héctor–, pero como ellos creen que se las saben todas lo hacen a su pinta. Esa frase no tiene poder, pese a estar escrita con la sangre de uno de ellos.–¿Y cómo sabes que es la sangre de uno de ellos?– preguntó intrigado Antonio.–Definitivamente no me tomaste mucho en cuenta cuando te instruí junto a tu hermana– dijo algo enojado Héctor–. ¿Recuerdas haber leído en alguna parte de sacrificios animales o humanos por parte de sacerdotes católicos, para usar sangre con fines mágicos acaso?–No papá– respondió cabizbajo el joven.–Entonces, ¿de qué otro modo pueden haber obtenido la sangre que no fuera sacándola de sus propios cuerpos autoinfiriéndose heridas?– volvió a preguntar su padre.–Ya papá, no te enojes, que te sube la presión– intervino Alejandra–. Déjalo,

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tenemos una tarea importante pendiente en estos momentos. Cuando salgamos de acá con la misión cumplida, yo me encargaré que este porro estudie y se ponga al día con los conocimientos que debe tener.–Está bien, a la salida hablaremos– dijo Héctor, con la sensación de haber decidido mal al darle el tercer cargo de importancia a su hijo–. Ayúdenme a revisar… Alejandra, ayúdame a revisar por si hay algún mensaje oculto en alguna parte. Antonio, sujeta las linternas e ilumínanos, ¿sabes cómo hacerlo?

Mientras el joven masticaba su rabia alumbrando el mensaje en la pared, padre e hija se dedicaron a revisar si los jesuitas había usado agua bendita, o habían dejado alguna reliquia religiosa para potenciar el sortilegio. Una vez se aseguraron de estar en presencia de una simple amenaza sin poder real alguno, decidieron reiniciar la marcha.

El resto del túnel era de una monotonía simplemente agotadora; salvo una suave curva hacia el poniente y una inclinación descendente no había nada que diferenciara un tramo de otro. Piedra tras piedra, todas perfecta y casi obsesivamente ordenadas por todos lados, generaban la imposibilidad de determinar cuánto se había avanzado y la sensación de estar siempre en el mismo lugar, pese a estar avanzando continuamente, y con la lentitud necesaria como para notar eventuales mensajes, piedras atípicas que escondieran nuevas puertas, o inclusive alguna trampa dejada por los jesuitas o por el constructor del túnel. La potencia de las luces led de las linternas era suficiente como para iluminar claramente a diez metros de distancia, lo que les permitía un adecuado rango de seguridad en su marcha, y del mismo modo a cada instante reafirmaba la monotonía de la construcción. Por seguridad, y ante la imposibilidad de saber cuánto deberían recorrer, Héctor decidió que usarían sólo una de las linternas, para así tener energía de reserva y no quedar a oscuras; de todos modos, cada uno llevaba una pequeña linterna a dínamo, como respaldo ante algún accidente o necesidad de permanencia prolongada en el lugar.

El túnel seguía internándose con lentitud en las entrañas de la tierra; de vez en cuando padre e hijos sentían las paredes vibrar, signo inequívoco de estar pasando cerca de los túneles del Metro de Santiago, construidos con posterioridad y que no se habían topado con la estructura, y al parecer tampoco se habían enterado de su existencia. De pronto la luz permitió ver una nueva curva hacia el poniente, bastante más cerrada que la primera que pasaron. Héctor de inmediato se detuvo.

–Con cuidado, esa curva se ve muy marcada, y si la vista no me falla el túnel se inclina bastante en esa zona– dijo el hombre algo preocupado.–Tienes razón, las piedras cambian su alineación en la misma curva– dijo Antonio–. Me acercaré con cuidado a ver tras la acodadura– agregó el muchacho, sacando su linterna del bolsillo.–¿Por qué irás tú?– preguntó Héctor.–Ya me dejaste claro que soy el prescindible de este grupo por mi falta de conocimientos, así que soy el indicado para correr el riesgo. Además, dudo que pase algo extraño a tan poca distancia de ustedes y dentro de un túnel tan estrecho– dijo el joven, decidido.–No trates de hacerte el héroe o la víctima, Antonio– dijo Héctor–, acá nadie es

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prescindible. Simplemente tú no has cumplido con las responsabilidades que implica tener el lugar que tienes en nuestro grupo, nada más. Como dijo tu hermana, a la salida veremos eso, no ahora.–Bueno papá, gracias. De todos modos el indicado para ir soy yo, soy más rápido y fuerte que tú y mi hermana, si llegara a haber una trampa me será más fácil notarla o esquivarla– respondió Antonio–. Ya, no le pongan tanto, si voy a estar a la vista de ustedes en todo momento.–Está bien, cuídate– dijo Héctor.–Toma– agregó su hermana, pasándole el extremo de una cuerda alrededor de la cintura y atándolo con firmeza.–, si pasa algo con esto te podremos sujetar y tirar.

Antonio sonrió, y con cuidado avanzó los tres metros que lo separaban de la acodadura del túnel. Lentamente se ubicó en la pared contraria al sentido de la curva, para tener una mejor panorámica de lo que venía más allá. Una vez que vio que el piso y el techo parecían seguros, y luego de afirmarse y empujar la pared para cerciorarse que no hubiera alguna piedra suelta que pudiera ocultar una trampa, dobló su cintura y metió la mitad del cuerpo y la linterna hacia delante. Su padre se extrañó al verlo inmóvil y notar que la luz de la linterna empezaba de a poco a bajar: al acercarse un metro vio en el rostro de su hijo una inconfundible expresión de sorpresa.

–Antonio, ¿qué te pasa, estás bien?– preguntó Héctor, acercándose con prudencia a su hijo sin soltar la cuerda de seguridad.–Vengan a ver esto, se van a ir de poto– dijo el joven, sin despegar la vista de lo que estaba viendo.

Padre e hija se aproximaron al sitio donde estaba Antonio, quedando estupefactos: ante sus ojos el túnel se abría a unos diez metros de distancia a un espacio del doble de ancho y de alto, cubierto por las mismas piedras de todo el trayecto de la construcción. En el lugar en que se alcanzaba el tamaño máximo del túnel, había un par de columnas de algo menos de cuatro metros de altura, apoyadas en un par de grandes rocas rectangulares, y sosteniendo una especie de viga de piedra de cuatro metros de largo y medio metro de ancho, hecha de una sola pieza. En el espacio dejado por los pilares y la viga había una gran cantidad de polvo apilado en el piso y cientos de pequeños trozos de una especie de lámina de piedra como de cinco centímetros de espesor. Más allá del dintel, todo era oscuridad absoluta.

–Al fin llegamos. Gracias, gran señor del dolor y la oscuridad eterna, por permitirnos descubrir tu Cámara Averna.

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XX

La familia Ocampo estaba ensimismada mirando el portal de piedra. Tanto los pilares como las piedras de sostén y la viga eran de un color similar a las piedras que tapizaban el túnel, con acabados pulcros y austeros, sin simbología que permitiera aventurar una eventual fecha de creación. El polvo molido y los trozos de piedras desparramados en el suelo parecían ser de un color rosado pálido, en los cuales se dejaban ver atisbos de inscripciones casi ininteligibles. Héctor recogía al azar algunos trozos e intentaba hacerlos coincidir entre ellos, para así obtener algo que poder leer o interpretar, mientras sus hijos miraban casi paralizados ese extraño lugar, que no parecía corresponder con ninguna ruina de alguna cultura precolombina, ni tampoco seguía los patrones arquitectónicos de los conquistadores españoles. Todo en ese sitio era extraño, y había que empezar a buscar respuestas para tomar decisiones acerca del siguiente paso.

–Les dije que se iban a ir de poto– comentó satisfecho Antonio, recibiendo un fuerte puñetazo en la nariz de parte de su enojado padre.–Ya que no entiendes por las buenas entenderás por las otras, pedazo de tarado. A partir de ahora no quiero más palabras banales. Estamos en tierra sagrada, tal vez el lugar más sagrado en este malagradecido y sucio planeta, y no dejaré que vuelvas a faltarle el respeto al príncipe de mal con tu lenguaje infantil. Y si no te quedó claro, al siguiente improperio te reviento un ojo en su cuenca– dijo Héctor, sujetando por el cuello a Antonio y arrinconándolo contra una de las paredes, mientras con la otra mano apuntaba su dedo medio hacia uno de los ojos de su hijo–. Y antes que intentes defender a este estúpido, la amenaza también corre para ti, Alejandra.–Está bien papá, ahora suéltalo y sigamos lo nuestro– dijo con suavidad Alejandra, luego de lo cual el padre liberó a su hijo.–Parece que aún no entienden quiénes son y en qué estamos, creen que esto es una especie de juego o algo así. Estamos en la misión de nuestras vidas, que cambiará el destino de la humanidad y que inclusive puede hasta significar un cambio en el paradigma universal de la divinidad– dijo Héctor, mirando airado a sus descendientes–. Por fin los discípulos de lucifer saldremos de las sombras, aplastaremos a la manga de cobardes que le rezan al dios de la bondad, e impondremos el imperio del mal sobre la faz del planeta. Y por si no se han dado cuenta, por el hecho de hacer este trabajo seremos considerados los libertadores de la humanidad, y reinaremos en este patético mundo físico hasta que el príncipe de las tinieblas nos llame a su presencia, para seguir reinando en el paraíso cierto del infierno.–Papá… no quiero interrumpirte pero quiero mostrarte algo– dijo Antonio, enderezándose luego de dejar caer la sangre de su nariz quebrada, y mostrándole a su padre un escombro que había recogido al verlo casi pegado contra una de las piedras del suelo.–¿Qué es esto?– dijo Héctor, quitando de las manos de su hijo el objeto, que parecía ser un pedazo de cartón muy grueso chamuscado.–Parece que es el resto de un cartucho de dinamita o pólvora luego de haber explotado– dijo el joven, tratando de tapar con un pañuelo su hemorragia.–¿Qué quiere decir eso, que alguien hizo explotar esta puerta de piedra?– preguntó Alejandra.–Es lógico, viendo el tamaño de las piedras y la cantidad de polvo que está

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desparramado por acá– dijo Antonio, ahora con la cara apuntando al techo, esperando que ello ayudara a detener su abundante sangrado, y sin siquiera pensar en la posición final de su nariz.–Jesuitas mal nacidos, si hicieron algo… no, no pueden, no tienen el poder ni saben cómo– reflexionó Héctor en voz alta–. Si hubieran logrado hacer algo no habrían puesto ese sortilegio inútil en la pared.–¿De verdad crees que los jesuitas usaron explosivos para volar la puerta?– preguntó Antonio, adolorido.–¿Y quién más pudo haber sido? No creo que este túnel sea de dominio público, no al menos hasta ahora, en que se metieron los de la PDI– dijo Alejandra.–Tal vez Antonio tenga razón, no sé si los jesuitas usen explosivos… de poder pueden, pero no me queda claro que ellos lo hayan hecho– respondió Héctor.–¿Qué dice el texto respecto de esta puerta, papá?– preguntó Antonio, luego de enderezar su cabeza una vez que logró detener la hemorragia.–“Por la ruta de piedras a las entrañas del planeta, con paciencia y cuidado sigue avanzando, que al final de tu viaje lograrás tu cometido, y encontrarás lo que estás buscando”– recitó Héctor de memoria–. “Abre la puerta con reverencia y temor, no abuses de tu falso valor, pasando el pétreo dintel verás con pavor, el destino en forma de vapor”.–No entiendo nada, tradúzcanme ustedes por favor– dijo Antonio.–Parece sólo un poema, no tiene mucho sentido, salvo la advertencia al cruzar el dintel– dijo Alejandra.–¿El destino el forma de vapor? La verdad es que no sé a qué se pueda referir– comentó Héctor.–¿Y qué más dice, algo del tesoro, la llave o algo más?– preguntó Antonio.–Tomen, léanlo. Yo por mientras seguiré tratando de armar algún mensaje con los restos de la puerta– dijo Héctor, entregándole a su hijo la copia del texto.

Antonio y Alejandra tomaron el texto y buscaron lo que su padre les había recitado. Luego de encontrarlo y confirmar que lo enunciado por el líder de la secta era lo mismo que estaba escrito, siguieron leyendo a partir de dichas frases:

“Sigue tu trayecto, discípulo del mal,pasando la puerta se inicia el camino,bajo suelo sagrado el fuego de Baal

encenderá en tu alma tu añorado destino”

–¿Es idea mía o esta cosa no cuadra, Ale?– preguntó Antonio a su hermana.–¿Por qué lo dices, por lo de Baal? Que el papá no te escuche que no sabes quién es el señor Baal, sino te sacará los dientes de a uno– respondió la muchacha.–Claro que conozco a Baal, si hasta han usado su nombre en películas. Me refiero a que en el párrafo anterior habla del dintel de piedra, y en este se refiere a la puerta, y dice que ahí se inicia el camino, no que termina.–Es una alegoría, muchacho– respondió a sus espaldas su padre–. Se refiere a que pasando esta puerta se inicia el camino del demonio hacia la superficie de la tierra, para iniciar su conquista, está escrito desde la perspectiva del que está dentro de esta cámara.

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–Perdona papá, pero no es eso lo que entiendo– refutó Antonio–. Sé que no soy el más docto, pero no me tranquiliza tu explicación. Además, si este es el final, ¿por qué hay más versos en el texto?–No tengo tiempo de explicarte todo Antonio, además me has demostrado que no estás preparado para entender este conocimiento. No prolonguemos más esto, llegó la hora de entrar a la Cámara Averna y terminar con nuestra misión.

Héctor se dirigió decidido al dintel de piedra, con cuidado iluminó con su linterna lo que había más allá del marco formado por la viga y las columnas, y vio que todo se veía igual que en el túnel donde se encontraba. Tras él sus hijos intentaban iluminar más allá, tratando de descubrir algo raro para tomar las precauciones del caso. Héctor avanzó, cruzó el dintel, y nada extraño le sucedió.

–¿Ven? No hay tal vapor que generaría pavor, era sólo un recurso poético del que escribió esto para simbolizar el pavor que sentirán los humanos al ver la magnificencia del poder de la oscuridad.–Papá, mira allá al fondo, parece que ahí termina la cámara– dijo Alejandra, apuntando hacia una muralla al fondo y que apenas se alcanzaba a ver tenuemente gracias al reflejo de la linterna.–Yo que ustedes no estaría tan contento, parece que están mirando demasiado alto– intervino Antonio.–¿A qué te refieres…– empezó a decir su hermana mientras bajaba la linterna e iluminaba lo que Antonio ya había visto–, ¿qué diablos pasó acá?

Padre e hija miraban estupefactos lo que Antonio ya había atisbado con su linterna. Con lentitud se acercaron hacia el muro posterior, situado a unos quince metros de donde estuvo la puerta de piedra detonada, encontrando una enorme cantidad de piezas de oro y joyas, apiladas unas sobre otras, y casi si dejar espacio para ver debajo de los dos metros la pared del fondo. Delante de ese descomunal tesoro había ocho esqueletos distribuidos en el suelo, vestidos con extraños y viejos trajes como de cuero reseco, y con rudimentarios cascos de acero como de buzos de principios del siglo veinte al lado de ellos. Seis de los restos estaban tirados con las manos cerca del cuello y el cráneo, como si se hubieran asfixiado o hubieran sufrido un repentino dolor de cabeza; uno tenía un agujero redondo al centro de la frente y otro de mucho mayor tamaño en la nuca, y el último estaba aún con el casco atornillado al anillo metálico del traje, con una barra de fierro entrando por el vidrio anterior y saliendo por el posterior, y con un viejo revólver al lado de su mano derecha. A primera vista no había señal alguna de una llave o una puerta, y al iluminar con cuidado las piedras del suelo de la cámara se podían ver aún los restos de la sangre coagulada, que al no encontrar por donde filtrarse, se terminó pegando como cáscara al piso del sitio. Antonio se acercó con cuidado a los esqueletos para ver si había algo que explicara la muerte de los seis sin causa evidente.

–Estos no parecen jesuitas, aunque con estos trajes de buzo puede ser cualquiera– dijo el joven. –Definitivamente no lo son, nadie trae su escarapela, ni una cruz al cuello. Estos son profanadores de tumbas o buscadores de tesoros– dijo evidentemente incómodo Héctor–. Este sitio ha sido visitado demasiadas veces para mi gusto, y todas han sido por personas que no saben a lo que vienen, o cuyos motivos están

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alejados de nuestra misión de vida. Antes de seguir debemos limpiar este lugar, y dejarlo en las condiciones adecuadas para que cuando abramos la puerta, el príncipe de las tinieblas nos sepa dignos de estar en su presencia.

De inmediato Antonio se sacó la mochila que llevaba en su espalda y vació con cuidado su contenido sobre un paño negro que colocó en el suelo. Alejandra empezó a ordenar el pequeño ofertorio que estaban armando, colocando un par de velas negras en pequeñas palmatorias de oro opaco, dejando entre ambas una copita de plata cubierta por un pañuelo de seda negra, sobre el cual colocó una daga, cuya afilada hoja de doble filo reflejó de inmediato las llamas de las velas, una vez que la muchacha las encendió. De inmediato Héctor empezó a recitar una letanía en latín que exaltaba las virtudes del demonio, y que era seguida y respondida por sus hijos. Llegado el momento, cada uno tomó la daga, se autoinfirieron heridas punzantes en sus dedos anulares, y dejaron caer tres gotas de sangre en la pequeña copa, para que finalmente el padre ofreciera esa sangre al demonio, y terminara por esparcir hacia los cuatro puntos cardinales el contenido de la copita. Una vez finalizada la ceremonia, padre e hijos se sintieron satisfechos, luego de lo cual limpiaron los utensilios y guardaron todo nuevamente en la mochila de Antonio.

–Ahora somos dignos de seguir nuestra misión, y el lugar es digno de recibir al señor de la oscuridad– dijo ceremoniosamente Héctor–. Empecemos a buscar la llave, y a despejar la pared posterior para dejar a la vista la ansiada puerta.–Papá, mira– dijo Antonio, apuntando hacia el suelo de piedra, justo donde se encontraban las joyas–. Parece que la puerta no está en la pared, sino en el suelo.–Tienes razón– dijo Alejandra–, eso que hay ahí es el borde de un marco de madera.–No la toquen, primero hay que despejar todo para encontrar la cerradura y saber de qué forma debe ser la Llave del Averno– dijo Héctor–. Recuerden que no es obligatorio que tenga forma de llave, sino que debe encajar en el o los espacios que tenga la puerta destinados a ello.

Con cuidado y celeridad los líderes de la secta empezaron a mover las piezas de oro que conformaban el magnífico tesoro. Luego de la ceremonia la ambición por dichos bienes materiales parecía haberse atenuado o inclusive desaparecido, pues lo único que los movía era despejar rápido la puerta para conseguir aquello que se había convertido en el motor de sus existencias. Del mismo modo en que las piezas eran cambiadas de lugar con las precauciones necesarias para no alterar ninguna, los restos de los ocho fallecidos eran movidos con brusquedad, al punto de llegar a separar algunos brazos tratando de hacer espacio: esos infieles habían invadido un sitio sagrado movidos sólo por la ambición de riqueza, y habían pagado el precio por su errada decisión; lo único que en ese momento esperaba Héctor era que las almas de esos bastardos hubieran encontrado el camino al cielo, pues por su sacrilegio no merecían entrar al reino del demonio y disfrutar del sufrimiento eterno pese a ser pecadores sin remedio.

Después de cerca de media hora de arduo trabajo, padre e hijos lograron despejar por completo la puerta ubicada en el suelo de la cámara; de todos modos, también se preocuparon de despejar la pared posterior del lugar y parte de los

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muros laterales, para asegurarse que no hubiera un pasadizo oculto a alguna cámara secundaria, y que la puerta no fuera más que una trampa más para los buscadores de tesoros. La puerta medía un metro y cincuenta centímetros de largo y de ancho, estaba compuesta por dos hojas de madera de una sola pieza cada una, y tenía un par de grandes argollas metálicas oxidadas al medio de cada hoja. Hacia el centro había una pieza cubierta con una protección metálica ovalada ubicada en una de las hojas, que cubría un agujero al medio de medio centímetro de ancho por tres centímetros de largo: habían dado con la cerradura.

–Bien, la encontramos, ahora sabemos el tamaño que debe tener la llave para encajar en la cerradura y completar nuestra misión– dijo Héctor.–Espera un poco papá, déjame revisar bien– intervino Antonio, arrodillándose encima de la puerta y metiendo por el agujero metálico el haz de luz de su linterna–. El agujero interno es más delgado, tiene como dos milímetros de ancho, y en uno de los extremos hay una ampliación ovalada del agujero.–Déjame ver eso– dijo Héctor, aproximándose a revisar lo que su hijo había descrito–. Tienes razón, esto tiene la forma de esas llaves antiguas cilíndricas con una lámina rectangular hacia abajo, donde viene el dibujo de los dientes de la cerradura– sentenció el padre, luego de lo cual estornudó sonoramente.–¿Te resfriaste papá, o te afectó el polvo y la antigüedad de este lugar?– preguntó Alejandra.–Debe haber sido el polvo de todo lo que movimos. Bien, empecemos a buscar una llave con forma de llave antigua, como la del ropero de mi dormitorio– respondió Héctor, sin notar una tenue nube de vapor que había salido del agujero de la cerradura que recién había revisado, y que había penetrado íntegra por su nariz, haciéndolo estornudar.

El padre y sus hijos empezaron a buscar con cuidado dentro de las piezas de oro desparramadas por todo el piso del lugar. Pese a la belleza del tesoro, y la pulcritud y creatividad del orfebre vaciadas en esa habitación, el foco de atención del trío estaba centrado en encontrar la llave que abriera las puertas del reino del mal en la tierra. Por las manos de padre e hijos pasaban copas, tazones, platos, fuentes, cuchillos con empuñaduras ricamente trabajadas, cadenas, colgantes antropomorfos, zoomorfos y otros de forma abstracta, que inmediatamente eran lanzadas al rincón de los objetos revisados para no entorpecer la labor de búsqueda. Una por una las piezas eran revisadas y escudriñadas, pues existía la posibilidad que la llave estuviera oculta en el doble fondo de un plato o botella, dentro de la empuñadura de los cuchillos, u oculta en alguno de los colgantes de formas geométricas. De pronto Alejandra sonrió: al tomar uno de los jarrones sintió un ruido metálico en su interior; al darlo vuelta para vaciar el contenido en su mano, se encontró con una llave de oro del tamaño del agujero de la cerradura.

–La encontré papá– dijo la joven, emocionada por tener en sus manos al fin el objeto que liberaría a su gente de la obligación de ocultar su dogma.–Es bastante sencilla– dijo Alejandro, tomando la llave con un respeto que jamás en su vida había manifestado por otra cosa o persona.–Es lo que es, una llave– dijo Héctor–. La llave no importa, importa lo que abre, y lo que su apertura dejará libre sobre la faz de esta ingrata tierra. Pásame la mochila Antonio, necesito que ayudes a tu hermana a abrir la puerta.–¿No la abrirás tú?– preguntó Alejandra.

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–Ustedes son los herederos de este nuevo reino en el mundo material, llegó la hora que tomen las responsabilidades que les corresponden. Yo estaré detrás de ustedes, rezando al demonio para que nada se interponga entre sus huestes y la conquista de la humanidad– respondió su padre, mientras se sentaba en el suelo y sacaba de la mochila de su hijo los objetos del ofertorio maligno.–¿Quién abrirá la puerta, tú o yo?– preguntó Alejandra.–Tú– dijo Antonio–. Tú eres quien ha estudiado en serio y consagrado su vida al culto, tú mereces ese honor. Cuando gires la llave, yo te ayudaré con una de las hojas de la puerta para que la abramos de par en par. Papá, ¿hay algo en el escrito acerca de cómo abrir la puerta?– dijo el joven dirigiéndose a su padre.–No, nada más de lo que les he relatado, lo que queda es sólo poesía. Hagan lo suyo– respondió Héctor, mientras ordenaba los artefactos sobre el paño negro.–Ya Alejandra, dale– dijo Antonio, mirando orgulloso a su hermana.

Alejandra se acercó temerosa a la cerradura, con cuidado de no romper la puerta, y cerciorándose que ésta pudiera soportar su peso. Cuando llegó al centro sacó de su bolsillo la llave y la colocó en la cerradura, entrando sin ninguna dificultad hasta topar al fondo. Luego la giró un poco a izquierda y derecha, logrando seguir el giro a la derecha hasta completar dos vueltas, tras lo cual se trabó. Después de terminar el giro la muchacha sacó la llave de la cerradura, se apoyó en la hoja libre de la puerta y con cuidado tomó la argolla de acero de la otra hoja, para intentar moverla y cerciorarse que logró soltarla: en cuanto la tiró, la puerta tendió a abrirse sin mayor dificultad.

–Listo, la cerradura está abierta– dijo Alejandra, quien junto a su hermano giraron a mirar la reacción de su padre, quien se encontraba con los ojos cerrados y orando en voz baja.–Hagamos lo nuestro– dijo Antonio, quien de inmediato se dirigió al lado de una de las hojas de madera y tomó firmemente su argolla.

Alejandra hizo lo propio por su lado. Con un ademán, la muchacha le indicó a su hermano, y ambos abrieron al mismo tiempo ambas hojas de la puerta, de la cual salió una fuerte corriente de aire caliente. Ambos jóvenes terminaron de abrir completamente las pesadas compuertas de madera, dejando un oscuro cuadrado de un metro y cincuenta centímetros de lado. La poca luminosidad del lugar les impedía ver qué había abajo, por lo que Antonio sacó su linterna e iluminó el interior de la cavidad. Tanto él como su hermana quedaron con una expresión de asombro.

–¿Una escalera?– dijeron a coro–. Oye papá…

En ese instante Héctor apareció detrás de ambos jóvenes en silencio, pasó con rapidez sus manos por delante de los cuellos de sus hijos y con un solo movimiento degolló a ambos, a ella con el cuchillo ritual, a él con uno de los cuchillos enchapados en oro que había rescatado del tesoro. Los cuerpos de ambos muchachos cayeron al suelo y empezaron a desangrarse rápidamente, despojándose de sus vidas sin saber qué les había pasado. Héctor soltó los cuchillos, y luego de ver la mayor oscuridad que había contemplado en su vida, cayó al suelo, convulsionó, y siguió el mismo destino de todos los buscadores de la Cámara Averna.

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XXI

Wenceslao Gómez estaba parapetado con la Sig Sauer P228 en su mano derecha y la linterna en su mano izquierda, a la entrada del túnel viejo, oculto tras la pared del nuevo. Con cuidado se acercó y asomó la cabeza, corroborando la imagen que había visto segundos antes y que lo había llevado a reaccionar tan rápidamente: tres metros más allá, en el lugar donde estaba la infranqueable reja de acero que había descubierto con Beatriz no había nada, y los barrotes que la formaban estaban botados en el suelo, con su pintura bastante descascarada. Después de cerciorarse que no había nadie en ese instante en el túnel, empezó a avanzar hacia el sitio lentamente; al llegar, vio que aparte de los fierros había varias piedras rectangulares esparcidas por el piso, de una coloración distinta al de las piedras del túnel original. Al ver la profunda hendidura que formaba un surco en las piedras del túnel y que abarcaba todo su perímetro, entendió el sistema de la reja, cosa que no alcanzó a hacer junto con la inspectora en su primera inspección, por la premura del tiempo generada por el límite en la cantidad de oxígeno que cada cual llevaba. Era increíble el ingenio para armar esa barrera, y le quedaba claro por sus características que ella había sido obra de los jesuitas, al parecer en un intento por impedir que alguien más entrara, o tal vez saliera. Luego de avanzar algunos metros encontró la inscripción escrita en sangre sobre la pared: un escalofrío recorrió su espalda al ver la amenaza a quien no obedeciera y siguiera avanzando, e instintivamente se llevó la mano al rosario que llevaba colgado al cuello, para después continuar su marcha mientras intentaba recitar en su mente aquellas oraciones que aprendió al hacer la primera comunión, y que nunca más sintió necesidad de rezar, hasta ese instante.

Gómez estaba intrigado, no sabía quién podría haber descubierto cómo desmontar la reja, hasta que recordó el espectáculo de la noche anterior, cuando los Hijos de la Madre Tierra bajaron al lecho del río. En ese momento entendió que todo el operativo para los pobres y adictos, y la ceremonia en memoria del cardenal no habían sido más que una pantalla para poder entrar al túnel y descubrir si la leyenda era o no cierta. Lo más seguro era que buscaran el famoso tesoro para poder seguir comprando propiedades y agrandar el terreno, para seguir con sus aberraciones sexuales. Pero ese no era su objetivo en ese tiempo y lugar, luego vería cómo encargarse de poner tras las rejas a esa manga de degenerados y rescatar a la gente de bien engañada y encerrada a la fuerza, por ahora debía avanzar para encontrar quién o qué podía estar detrás de las muertes acaecidas: pese a no encontrar ninguna razón lógica ni tener alguna hipótesis, seguía resistiéndose a creer en la conclusión a la que había llegado Antúnez, acerca de la responsabilidad del demonio en los decesos. Para peor estaba esa especie de conjuro católico escrito con sangre en la pared, una suerte de advertencia a quien quisiera entrar o salir del lugar; era de suponer que quienes lo escribieron fueron los mismos que colocaron la reja, y tal vez los mismos que construyeron el túnel desde la catedral. Ello ya encarnaba un dilema mayor, pues si fueron efectivamente jesuitas quienes hicieron el túnel y la reja, ¿de dónde sacaron la sangre para escribir en la pared? En ese momento agradecía no llevar consigo nada que le permitiera identificar si ese fluído era o no humano.

Con el paso de los minutos y la monotonía de la marcha, Gómez empezó a relajarse. Había devuelto el arma con el seguro puesto y la bala pasada a su

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funda, y ahora sólo se dedicaba a revisar los detalles de ese tubo cuadrado de rocas y concreto, por si hubiera alguna otra piedra distinta que señalara un nuevo túnel oculto dentro del túnel; ello hacía que su avance fuera bastante lento, pero le daba la tranquilidad de no dejar que nada se le escapara, pues ese era el único modo cierto de quedar en paz con la muerte de su compañera, y luego darle los detalles al fiscal y a sus superiores, para que enviaran a los peritos a que investigaran la construcción subterránea, sin poner en riesgo la vida de nadie más. A veces deseaba avanzar rápido y llegar luego al final, para ver si existía la mentada cámara averna, pero sabía que mientras más rápido lo hiciera más detalles se saltaría, por lo que debía extremar su paciencia en esos momentos.

A esas alturas, Wenceslao Gómez había perdido el sentido del tiempo, ya no sabía si llevaba diez minutos o diez horas caminando, pues todas las piedras eran casi idénticas, y lo único que lo sacaba de esa enfermante monotonía era el ruido y la vibración provocada por el paso de los trenes del ferrocarril subterráneo en las cercanías de su trayecto; sin ello, ya se habría puesto a gritar para al menos escuchar su propia voz y no sentirse tan aislado como estaba. De pronto el haz de luz de su linterna le permitió ver el giro al poniente del túnel y la inclinación del eje de las piedras que conformaban su pared lateral. Tratando de mantener la calma se fijó con un poco más de rapidez en el resto de las piedras que lo separaban de aquel sitio, y al no ver ninguna ovalada decidió apurar un poco el paso. Cuando estaba a punto de acercarse al muro vio que en algunas de las rocas se reflejaba algo de luz. De inmediato desenfundó su arma, le sacó el seguro, apagó su linterna y se colocó de espaldas contra la pared. Lentamente se acercó al borde del lugar donde el túnel daba la vuelta y bajaba, luego de lo cual encendió nuevamente su luz y gritó con todas sus fuerzas:

–¡Policía, levanten las manos y arrojen sus armas!

La voz del detective resonó con más eco del que podía esperar para el tamaño del túnel, pero sin obtener respuesta alguna. Con cuidado se agachó y se asomó tras su linterna y su pistola; al no ver a nadie en el lugar decidió cambiar de pared para poder ver todo el sitio. La sorpresa que se llevó al ver cómo el túnel se agrandaba hasta abarcar el doble de su tamaño original sólo fue superada al ver los pilares y la viga de piedra que enmarcaban la puerta de la cámara, y los trozos dispersos de piedra rosada sobre el piso.

–Piedra caliza, ¿quién mierda haría una puerta de piedra caliza?

La forma y el tamaño de la viga de piedra y los pilares lo sorprendieron de modo tal, que no se fijó en el obstáculo en el piso con el que tropezó y casi cayó: al iluminarlo vio uno de los esqueletos vestido con el traje de cuero. En ese instante recordó la luz y de nuevo se puso en alerta, apuntando su linterna hacia el piso, donde encontró dispersos los restos de los otros esqueletos, incluido uno con un agujero de entrada de proyectil en la frente con salida por la nuca, y otro ataviado con un casco de buzo antiguo atravesado por una barra de acero. Gómez siguió avanzando cuidadosamente, encontrando el origen de la luz: en el suelo había una linterna encendida a la cual aún le quedaba un poco de energía, cuyo haz de luz se reflejaba en una copa de oro. Al seguir escudriñando descubrió una enorme cantidad de piezas del mismo material, desparramadas en el piso. Mientras se

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maravillaba al ver el número y tamaño de piezas de orfebrería tiradas en el suelo de piedras, la luz de su linterna se reflejó al apuntar al suelo: al observar con cuidado se dio cuenta que el reflejo no era en alguna de las piezas de oro, sino en un charco de líquido rojo. Con evidente temor Gómez siguió el contorno de la posa, para terminar confirmando el peor de sus temores: el líquido era sangre fresca, estaba encharcada en el piso al lado de un cadáver, sin contacto con éste. Tratando de no mover demasiado el cuerpo lo revisó superficialmente, confirmando que no había foco de sangrado; cuando vio el pálido rostro, de inmediato reconoció a Héctor Ocampo, el líder de los Hijos de la Madre Tierra.

–Hasta que te saliste con la tuya, huevón– le dijo al cuerpo desangrado.

El temor de a poco se empezaba a apoderar de la mente de Gómez, pues hasta ese instante todo lo que había leído en el libro del profesor Pérez había resultado ser cierto, y la presencia del líder de la secta relacionada con el relato en el mismo libro le daba mayor peso a la evidencia. ¿Y qué pasaría si todo el resto de la leyenda era real, y no sólo una parábola como le habían dicho al malogrado profesor? Si eso era así, las posibilidades de que Antúnez tuviera razón se acrecentaban, lo que lo dejaba en una muy mala posición, pues quería decir que a pocos metros suyo debía estar una puerta con destino incierto pero de todos modos de mal augurio. Luego de terminar de cavilar, Gómez siguió recorriendo el suelo con la luz de su linterna; a no más de un metro del cuerpo de Héctor Ocampo apareció una imagen horrorosa: botados en el piso había dos cuerpos más, ataviados tal como el líder de la secta con ropas oscuras, y cuyos torsos parecían apoyados contra un gran espacio en el suelo de la habitación. Una inspección rápida del entorno le permitió ver que el espacio estaba rodeado por un marco de madera, y a los lados había dos hojas de madera de una puerta, abiertas de par en par. Lentamente el detective se acercó a las puertas para examinarlas, encontrando en ambas grandes argollas metálicas y en una de ellas una cerradura; bajo ella y sobre el suelo había una pequeña llave de oro.

–Mierda, la llave del averno. Entonces esta puerta es… chucha– dijo el detective, sujetando con fuerza la cruz del rosario que llevaba al cuello.

Gómez ahora apuntó el haz de luz nuevamente hacia los cuerpos, para ver quiénes eran y qué había pasado con ellos. Con estupor descubrió una daga al lado de cada cadáver, y al aproximarse vio que cada uno tenía un corte en el cuello muy preciso, signo inequívoco de que habían sido asesinados por la espalda, de los cuales había manado una abundante cantidad de sangre. Con cuidado levantó las cabezas de ambos, reconociendo al gordo y a la muchacha que estaban en la orgía junto a Ocampo.

–Maldito hijo de perra, los degollaste por la espalda maricón– dijo mirando el cadáver de Ocampo.

Luego de dejar los cuerpos tal como estaban, Gómez siguió la sangre de ambos cadáveres con su linterna, pensando que tal vez Ocampo los había degollado como sacrificio humano con algún desconocido fin: de todos modos era relativamente esperable si creían que ese lugar era la puerta del infierno. Pero al iluminar vio que no había un pozo con fuego al fondo, sino una larga escalera de

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la misma piedra con que estaba construido el túnel.

–Qué chucha, ¿más túneles?

En ese instante se devolvió hacia el cuerpo de Ocampo, pues creyó ver cerca de él un mapa o algo parecido. Cuando lo tomó, vio que era un legajo de papeles de no tanta antigüedad escritos a máquina, con una serie de versos extraños, muchos de los cuales estaban subrayados. El que estaba en la página abierta llamó de inmediato su atención:

“Sigue tu trayecto, discípulo del mal,pasando la puerta se inicia el camino,bajo suelo sagrado el fuego de Baal

encenderá en tu alma tu añorado destino”

En cuanto lo leyó entendió la verdad: la puerta era el inicio del camino hacia la verdadera cámara averna. Al parecer le quedaba mucho todavía a su investigación.

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XXII

–Buenos días– dijo el secretario–, ¿tiene cita con el obispo?–Buenos días. Sí, mi nombre es Marcos Antúnez, secretario del arzobispado de Santiago.–Espere aquí, le avisaré a monseñor.

Marcos Antúnez estaba acostumbrado a la formalidad de rigor, mal que mal había pasado una parte importante de su vida al servicio de obispos, arzobispos y hasta de un cardenal, así que sabía respetar y hacer respetar los tiempos que las investiduras de las autoridades eclesiásticas reclamaban. Un par de minutos después salió el secretario a la sala de estar.

–Adelante señor Antúnez.–Muchas gracias– dijo Antúnez mientras el secretario salía de la oficina, para luego girar hacia su nuevo interlocutor–. Monseñor Carmona, buenos días, gracias por recibirme.–Marcos, ¿cómo ha estado? Entiendo por el momento que está pasando, en el pasado alguna vez asesinaron a un amigo cercano y sé cómo se siente ese golpe en el alma– dijo el anciano sacerdote–. El homicidio de Ulises fue una cosa muy cruel, a todos nos costará reponernos.–Gracias monseñor– respondió Antúnez, algo apesadumbrado–. He recibido el apoyo de toda la gente del arzobispado estos días así que me he sentido muy acompañado, y además he tenido demasiado trabajo, por lo que no me queda demasiado tiempo para pensar.–De todos modos mis puertas siempre estarán abiertas para usted, si necesita algo no dude en contactarme. Bueno Marcos, ¿qué lo trae por acá, alguna materia eclesiástica o algo personal?–Una mezcla de ambas, monseñor– dijo Antúnez, mientras abría el maletín que traía y sacaba de él el libro del padre Oróstegui–. Necesito conversar con usted respecto del contenido de este libro.–Vaya… veo que Oróstegui perdió el don de guardar secretos– dijo el obispo Carmona en cuanto vio el libro–. ¿Por qué me buscó a mí, señor Antúnez?–Porque usted es un representante de la Congregación para la Doctrina de la Fe en Chile, y es jesuita.–Ya veo, y por ello supone que yo sé algo más respecto de este túnel. Le vuelvo a hacer la pregunta, ¿por qué me buscó a mí?– preguntó duramente el obispo.–Monseñor… es un tema sensible…–Cualquier tema que implique a la doctrina de la fe es sensible, señor Antúnez. Lo mejor es que me diga directa y abiertamente qué necesita de mí, y así sabré de inmediato si puedo o si debo ayudarlo– dijo el obispo en un tono algo menos agresivo pero no por ello menos firme.–Monseñor, necesito que me diga qué sabe usted acerca del túnel con el cual empalma la obra de sus hermanos jesuitas– dijo Antúnez.–Así es mejor, señor Antúnez– dijo el obispo Carmona–. Déme unos minutos, debo buscar un par de libros para explicarle lo que sabemos acerca de ese túnel.

Marcos Antúnez quedó incómodo con la respuesta del obispo Carmona, al parecer el tema era de dominio absoluto del obispo y de otros miembros de la congregación, o de los jesuitas tal vez; además, el hecho que el obispo utilizara la

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palabra “secreto” al referirse al libro y su contenido, denotaba que dentro de la curia era un tema que debía mantenerse sin ser comentado ni menos difundido. Ello lo complicaba más aún, pues si era tema secreto el obispo no podía comentarlo, y ahora estaba buscando bibliografía para documentar la conversación que tendrían; cuando Antúnez vio que el viejo sacerdote estaba encaramado en el librero más alto y más antiguo de la habitación, y que sacaba de un rincón algunos vetustos libros que estaban ocultos tras una tabla que aparentaba ser parte del mueble, entendió que la situación era mucho más compleja que lo que él creía o más bien esperaba. El anciano obispo bajó con cuidado del escabel en que se había encaramado para no caer ni menos dañar los volúmenes, y luego de sacudir un poco sus ropas del polvo se sentó en su gran sillón, dejando con extremo cuidado los libros al lado del que había traído Antúnez.

–¿Sabe un poco de historia, señor Antúnez?– preguntó el obispo al secretario–, ¿sabe por casualidad cuál era el trabajo de la congregación para la doctrina de la fe hasta 1908?–Por supuesto monseñor, por eso acudí a usted– respondió Antúnez–. La actual congregación es la heredera de la Sagrada Congregación de la Romana y Universal Inquisición.–Por tanto entiende que todo lo que conversemos está basado en el conocimiento más complejo e incomprendido de nuestra iglesia católica apostólica romana, y se apoya estrictamente en nuestros dogmas de fe– dijo el obispo–. Prefiero recalcar esto desde el principio, para que no tengamos malos entendidos más adelante: lo que le diga no es mi idea, conocimiento ni opinión, sino los de la iglesia.–Sí monseñor… disculpe mi ignorancia, ¿por qué me va a ayudar si el tema es considerado un secreto?–Porque al parecer usted ya sabe bastante, y debo suponer que si está aquí es porque esto tiene alguna relación con la muerte de Ulises. ¿Puede contarme lo que sabe?–Por supuesto monseñor.

Antúnez le contó con lujo de detalles al obispo Carmona la historia completa, incluyendo lo que sabía acerca de la secta, y la investigación que conducía el detective Gómez.

–Así que el detective bajó al túnel. Qué pena, ojalá dios lo acepte en su santo reino– dijo con voz apesadumbrada el obispo.–¿A qué se refiere monseñor?– preguntó extrañado Antúnez.–A que si bajó al túnel morirá, y muy probablemente su alma sea poseída por satanás– dijo derechamente el obispo–. Este tema es considerado secreto por la iglesia, porque mientras más personas lo sepan más riesgo hay que el demonio y sus huestes queden libres sobre la faz de la tierra.–Monseñor… ¿está seguro de esto que estamos hablando?–Sabía que lo preguntaría Marcos, por eso saqué estos libros de mi escondite; espero contar con su lealtad, y que no divulgará el lugar de donde salieron.–Por supuesto monseñor– se apresuró a responder Antúnez.–Bien. Este libro es un acta de uno de los últimos actos de la Inquisición como tal en Chile, que data de 1898, acerca de una posesión demoníaca– dijo el obispo Carmona, abriendo el libro más grande de los que había sacado–. En este libro

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consta el proceso eclesiástico completo, incluyendo las intervenciones de los médicos de aquel entonces, que estaban empezando recién a aprender acerca de lo que hoy conocemos como psiquiatría. Como supondrá, en aquel tiempo el tratamiento para cualquier problema de salud mental era la internación lejos de la sociedad, que terminaba más temprano que tarde en la alienación de los menos enfermos y en el empeoramiento de los más graves.–¿Y cómo se hacía para diferenciar entre enfermos mentales y poseídos, quién tomaba esa decisión?– preguntó Antúnez, mientras miraba embelesado el libro e intentaba leer algo del texto manuscrito en castellano antiguo. –Eso dependía en general de la familia: si la familia era católica, el sacerdote tomaba la decisión; si la familia tenía dudas, dejaba todo en manos del médico. En esa época a nivel social la iglesia tenía mucho más peso que en la actualidad, así que en general nuestra opinión era escuchada y más que respetada, obedecida… pero bueno, hay que adaptarse a la evolución de los tiempos– razonó el obispo.–¿Y en este caso primó el criterio eclesiástico?–Este caso fue complicado. El hombre era un pordiosero acostumbrado a pedir limosna para ir a tomarse la plata en las fondas que estaban cruzando a la ribera norte del río Mapocho. En el invierno de 1897 el hombre cayó ebrio al río, y cuando fue sacado venía completamente sobrio y con claros signos de posesión demoníaca, según consta en el acta.–¿Qué signos, esto que dice acá de hablar lenguas antiguas a la perfección, renegar de objetos sagrados e insultar a los sacerdotes?– preguntó Antúnez, mientras interpretaba el texto en español antiguo.–Correcto Marcos. El asunto es que este pordiosero fue examinado por dos médicos, que no fueron capaces de diagnosticar ninguna causa orgánica de lo que le sucedía, ni pudieron hacer encajar el caso en los posibles diagnósticos psiquiátricos, como sí se había logrado hacer cuarenta años antes con la llamada endemoniada de Santiago. –Perdón monseñor, pero hasta donde yo sabía en ese caso se practicó un exorcismo– intervino Antúnez.–Sí, pero un médico chileno del siglo XX logró dar con el diagnóstico, el que publicó en un libro donde recorre la relación entre el demonio y la psiquiatría. En nuestra labor Marcos, siempre debemos descartar toda explicación científica antes de asegurar que estamos en presencia de alguna posesión.–Por supuesto monseñor, eso le da credibilidad a la misión de la congregación.–Exacto. Bueno, el asunto es que, una vez que los sacerdotes a cargo descartaron la explicación médica, dentro de lo cual también estuvo en consideración el abuso del alcohol, había que buscar la interpretación religiosa– dijo el obispo–. Para ello se dispuso que tres sacerdotes interrogaran por medios ortodoxos al poseído, de acuerdo a los cánones establecidos para la época.–¿Quiere decir que lo torturaron?– preguntó algo temeroso el secretario.–Sí, eso era lo dictado por los cánones de esa época.–¿Y qué sacaron en limpio?–En esa página aparece la respuesta– dijo el obispo, mostrando a Antúnez la conclusión del proceso.–¿Nada?–Absolutamente nada. Estuvieron diez días haciéndole todas las aberraciones imaginables, y lo único que obtenían eran carcajadas e insultos en latín.–¿Y por qué hay algunas páginas escritas después del término del proceso?–

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preguntó Antúnez.–Hojéalas y verás por qué esto se mantuvo en secreto.

Antúnez empezó a leer las páginas siguientes. En ellas se describía que el pordiosero de un día para otro dejó de presentar signos de posesión, por lo que los sacerdotes decidieron llamar nuevamente a los médicos para que se hicieran cargo del caso. El acta luego narraba una historia conocida para el secretario: cuando el hombre iba a ser llevado al sanatorio mental sufrió un desmayo, luego del cual le vino una convulsión, para finalmente perder toda su sangre por la piel, a vista y paciencia de hombres de ciencia y de fe.

–Murió desangrado… maldición– murmuró Antúnez.–Como comprenderás Marcos, esta noticia fue ocultada gracias a los oficios de la iglesia, quienes impidieron que esto pasara a mayores, desatando quizás qué crisis en un país que venía saliendo hacía poco tiempo de una guerra civil– comentó el obispo–. El asunto es que dentro de todo el proceso los sacerdotes descubrieron, al leer con calma el acta completa, que el pordiosero había nombrado en latín un libro que contenía información acerca del origen del demonio que lo poseyó, y que estaba oculto en una cripta bajo una iglesia que databa de la época de la colonia. Este es el libro– dijo Carmona, pasándole a Antúnez un segundo volumen, mucho más antiguo pero bien conservado.–¿Qué dice aquí? ¿El Camino de la Cámara Averna?– leyó incrédulo el secretario del cardenal.–Sí, el texto maldito que relata en versos cómo llegar a una de las puertas del infierno.–Es increíble que este libro tenga dos siglos y medio, está demasiado bien conservado… de hecho está mucho más limpio que los otros libros de su librero, monseñor– dijo algo nervioso Antúnez.–Este libro ha tenido algo de movimiento estos últimos dos años, una vez lo vino a estudiar con un permiso emanado del Vaticano un profesor de filosofía que escribía un libro sobre sectas chilenas…–El profesor Pérez– interrumpió Antúnez.–Y la segunda vez fue hace pocos meses, cuando lo vino a revisar Ulises Simonetti– dijo el obispo, mientras Antúnez parecía mirar hacia el infinito en la pared detrás del escritorio.–Yo leí el libro del profesor Pérez, vi la traducción de algunos de los versos al castellano, y luego las interpretaciones de dichos versos. Ahí decía claramente que eran sólo alegorías, enseñanzas eventualmente apócrifas en forma de parábolas– dijo el secretario.–Marcos, este códice no tiene traducción al español moderno, ni página de interpretaciones, ni en ninguna parte se refiera a un sentido alegórico o educativo. Este códice no es un texto de alguna secta cristiana herética o disidente, este es un libro satánico, que está bajo mi custodia exclusivamente por mi trabajo con la congregación para la doctrina de la fe. Nosotros somos los herederos de la santa inquisición, y nuestro trabajo de lucha contra brujos y demonios sigue más activo que nunca– dijo el obispo Carmona.–Pero supongo que habrá más copias de este libro– dijo Antúnez–, sino ¿cómo es que los líderes de la secta de los Hijos de la Madre Tierra accedieron a esa información?–Hay algunos manuscritos que aún circulan por ahí, que en general están en

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manos de uno que otro culto satánico, dentro de los cuales se cuenta la traducción que poseen los de esa secta que mencionaste recién.–¿En general? ¿A qué se refiere con eso monseñor?– preguntó extrañado Antúnez.–A que una copia cayó en manos laicas, y ello terminó en la necesidad de hacer el túnel que conecta el patio de la catedral con el trazado original. Acá está esa parte de la historia– dijo el obispo, pasándole un tercer volumen a Antúnez, muy parecido al que él traía consigo de la biblioteca del padre Oróstegui. Luego de hojear las primeras páginas quedó estupefacto.–¿Buscadores de tesoros?

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XXIII

Marcos Antúnez estaba algo confundido con las vueltas de la historia: ¿qué tenían que ver unos buscadores de tesoros con el túnel construido por los jesuitas?

–Veo que aún no ha perdido su capacidad de asombro Marcos, lo felicito por ello– dijo el obispo.–Perdone monseñor, pero no entiendo mucho la relación entre los jesuitas y los buscadores de tesoros. Además, el libro es algo extenso, y no sé si tenga el tiempo para leerlo y alcanzar a ayudar al detective Gómez– dijo el secretario del cardenal.–Yo te resumiré la historia Marcos, a sabiendas que la vida del detective ya está perdida– dijo el obispo Carmona–. Como sabrás, gente imprudente hay en todos lados, inclusive dentro de la iglesia católica. Un sacerdote de aquellos consiguió una copia de este códice, con el afán de convertirse en algún instante en exorcista: él creía que su estudio le facilitaría el entendimiento de estos grupos de adoradores del demonio, y le abriría las puertas de un modo más rápido que al resto. El libro le fue robado a este sacerdote, junto con todas sus pertenencias camino a la parroquia. El ladrón resultó ser más bien inteligente, pues se dio cuenta de lo antiguo que era el libro e inmediatamente empezó a contactar gente en el bajo mundo que tuviera contactos con coleccionistas de arte de dudoso origen. El asunto es que luego de algunos meses de espera, el ladrón consiguió un interesado para el libro, quien le pagó una fortuna por la copia del códice. Ese comprador resultó ser un cazador de tesoros y profanador de tumbas de renombre, que viajaba por todo el mundo buscando hacer grandes sumas de dinero con los restos, recuerdos y tesoros de otros. El tipo llegó a Chile junto a siete delincuentes más que hacían las veces de cómplices, y con los cuales compartía parte de las ganancias. Contactados por el sacerdote al que le robaron el libro, algunos hermanos jesuitas lograron dar con el vendedor y ladrón, de quien obtuvieron información suficiente como para dar con el paradero del comprador. –¿Y por qué no dejaron todo en manos de la policía? Esos tipos en general son agresivos y peligrosos– dijo Antúnez.–Porque el comprador hacía todo de modo tal que pareciera legal, y en esos años los policías no tenían tantos medios como hoy en día para investigar: era mucho más fácil evadir la justicia en ese entonces, Marcos.–¿Y por qué los jesuitas, monseñor?–La Compañía de Jesús en esos años era también distinta, los sacerdotes se sentían de verdad el ejército de Cristo en la tierra, así que no lo pensaban dos veces antes de enfrascarse en luchas contra el mal, viniera de donde viniera– dijo el obispo–. Con la ayuda del Vaticano conseguimos otra copia del texto, y los hermanos lograron descifrar el códice, encontrando la entrada al túnel. Luego de armarse de reliquias santas facilitadas también por Su Santidad el Papa, los hermanos decidieron entrar, y al final del trayecto se encontraron con los ocho cadáveres de los expedicionarios en una cámara llena de tesoros y con una puerta en el piso, señalada por el códice como el verdadero inicio de la ruta a la Cámara Averna. Los hermanos dejaron todo tal cual, y luego de salir y ver que no podían sellar de modo alguno la puerta, decidieron hacer el túnel lateral para empalmar el patio de la catedral con la ruta, para poder vigilarla o intervenirla cuando fuese necesario.

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–Monseñor, ¿por qué decidieron hacer el túnel desde la catedral?–Primero, porque en esa época la iglesia aún era una autoridad social con el poder suficiente como para ocultar información a los poderes del estado. Segundo, porque el códice refiere expresamente que la cámara se encuentra exactamente debajo de la catedral de Santiago. Si algo llegara a pasar, lo primero con lo que arrasarían sería con esta basílica, así que el túnel serviría para detener a quienes intentaran entrar a la cámara, como también para atacar a los demonios.–Pero…–Sé a dónde van tus dudas, pero lamentablemente no tengo respuestas Marcos– dijo el obispo, dejando al secretario titubeando–. No sé si la cámara estaba antes que la catedral o viceversa, así que no te puedo decir si la catedral está ahí para proteger esa puerta, o si la puerta fue instalada ahí como burla o desafío, la situación es así y debemos aceptar ese hecho como cualquier dogma.

Marcos Antúnez estaba pegado a la silla sin saber qué hacer ni decir. La Cámara Averna no era una leyenda, estaba ahí, cientos de metros bajo tierra resguardando las puertas del infierno, y un detective estaba en las entrañas del planeta, protegido apenas con un rosario colgado al cuello.

–Monseñor, ¿sabe por qué hay gente que ha muerto desangrada por completo sin tener heridas en el cuerpo por donde salga la sangre?–No Marcos, lamentablemente no. Hay una parte del códice donde se supone que se refiere a ese tema, pero está escrito en una mezcla de lenguas antiguas poco conocidas, articuladas con una especie de esqueleto lingüístico que nadie ha logrado descifrar hasta ahora. Yo logré traducir las palabras sangre, alma, cuerpo, demonio y presencia, pero no pude formar algo parecido a una frase.–¿Y se sabe de cuándo es el túnel original?– preguntó Antúnez.–Ahí hay alguna controversia al respecto. La mayoría de los expertos sugieren que la cámara está en su lugar desde tiempos inmemoriales. Respecto del túnel, parece haber sido creado cuando se hicieron los primeros tajamares del río Mapocho, por ahí por 1750 si no me equivoco.–Entonces el libro se escribió más o menos en la misma época en que se hizo el túnel– concluyó Antúnez.–Eso sugiere la evidencia Marcos– dijo el cardenal, abriendo el cuarto y último volumen que había sacado del escondite del librero–. Según este libro, durante la primera mitad del siglo XVIII llegó desde España un hombre acaudalado, un terrateniente que dejó varios castillos en Europa para venir al virreinato del Perú. Este hombre traía mala fama y mucho dinero, llegó al puerto del Callao y desde ahí se embarcó de inmediato hasta Valparaíso, en donde contrató esclavos y caballares para trasladar un gran cargamento hacia unas tierras que había comprado en el sector de La Chimba, en la ribera norte del río Mapocho. –¿Y ese libro, de dónde salió?– preguntó Antúnez, extrañado porque era el único que el obispo no le pasó para que lo revisara.–Este libro es otra acta de la inquisición. El hombre traía desde España un proceso pendiente por magia negra y devoción al demonio que no pudo ser comprobado, pues todos los testigos fueron convenientemente asesinados en diversas circunstancias. En el mismo barco en que llegó a Valparaíso venía un emisario con correspondencia desde España, para que el inquisidor encargado de la Capitanía General de Chile siguiera el caso, y esta es el acta del trabajo de ese

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inquisidor.–O sea que el tipo sí era un discípulo del demonio.–Un adorador a lo sumo, lo de discípulo implica otras cosas– corrigió el obispo–. Bueno, el asunto es que cuando se empezaron a construir los tajamares para contener el río Mapocho, este hombre de inmediato se ofreció a colaborar, construyendo todo lo aledaño a sus terrenos, que correspondían a la ribera norte en el sector que hoy en día conocemos como Recoleta. Luego de ello, y dado que sus trabajadores y esclavos eran evidentemente más eficientes que la gente dependiente del gobernador, también se ofreció para construir los tajamares de la ribera sur que quedaran frente a los que su gente había construido, lo que obviamente fue aceptado de inmediato. Según las actas, en hacer dichos tajamares se demoraron el doble del tiempo que en construir los primeros, cosa que en esa época no levantó mayores suspicacias ni generó tampoco problema alguno; de hecho el gobernador en agradecimiento le dio varias dispensas en cuanto a impuestos a este hombre, y hasta dispuso para él algunas tierras más en el mismo sector, las que fueron rechazadas para que fueran repartidas entre otros terratenientes pues él no las necesitaba. –¿Y se pudo en algún momento probar sus vínculos con el satanismo?–No, en esa época todo lo relacionado con el tema se manejaba entre sombras, recuerde que el tener alguna relación con algo en contra de la iglesia católica significaba la muerte. Además las influencias de este tipo eran tales, que hasta los sacerdotes del Santiago de ese entonces lo tenían bajo su cuidado, gracias en gran parte a los generosos aportes económicos que este hombre hacía a las arcas de la institución.–O sea que tenía comprada su seguridad– dijo Antúnez.–Mientras la inquisición no dijera lo contrario, sí. Y como nunca hubo pruebas suficientes como para pasar por encima del gobernador ni del resto de la curia santiaguina, nada le sucedió y murió de viejo en sus tierras de La Chimba.–Según entiendo entonces, este hombre sabía de la existencia de la cámara, y vino sólo a hacer el túnel que la comunicara al exterior– dijo Antúnez–. Lo que no me cuadra es que haya muerto de viejo y no desangrado.–Lamentablemente en el acta no hay alguna reseña acerca de su participación in situ en la construcción del túnel o en su habilitación. En el texto consta que muchos de sus esclavos e inclusive algunos trabajadores desaparecieron, pero ese dato no es muy útil, pues en esa época no existía preocupación alguna por la seguridad laboral, y muchas veces al haber accidentes la gente quedaba sepultada en el lugar del evento– dijo el obispo.–Claro, no son atribuibles sus muertes a la cámara sin dejar lugar a dudas– dijo Antúnez cerrando los libros y devolviéndoselos al obispo Carmona–. Monseñor, muchísimas gracias por su tiempo, ahora entiendo todo lo que implica este túnel y la cámara averna. –¿Qué harás ahora Marcos?– preguntó el obispo algo preocupado.–Lo que debo hacer monseñor, bajar al túnel a ayudar al detective Gómez.–No hay nada que puedas hacer por él Marcos, si el detective bajó al túnel ya es hombre muerto– dijo con voz lacónica el obispo.–¿Y cómo sabe eso, monseñor?– preguntó incómodo Antúnez.–Siéntate Marcos, necesito explicarte la segunda parte del libro que no te pasé.–¿Qué, el final del acta de la inquisición?–No, el códice original de “El Camino de la Cámara Averna”.

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XXIV

Wenceslao Gómez era un policía joven, que había logrado la suficiente experiencia en las calles como para saber que el miedo es útil al enfrentar los peligros, pues permite mantener el estado de alerta frente a las sorpresas que el trabajo que había elegido como camino de vida suponía, pero que su exceso podía llevarlo a tomar decisiones erradas, al sobredimensionar situaciones que mal que mal eran cotidianas. Con el paso del tiempo el umbral de su miedo había crecido, por lo cual no era tan fácil asustarlo; pese a ello, era capaz de mantenerse lo suficientemente concentrado como para cometer sólo errores menores. Mientras bajaba con lentitud la escalera tras la cámara falsa, sentía una sensación incómoda: más que el miedo de siempre o el de antaño, que lo movían a seguir adelante para terminar luego con la misión, o la incertidumbre de no saber qué podría haber tras la siguiente puerta o detrás de tal o cual muro, ahora sentía un nivel tal de pavor que a cada rato debía luchar contra el instinto que le decía que huyera corriendo de ese lugar maldito, y que tratara de conseguir explosivos para sellar el túnel y no saber nunca más de toda esa asquerosa historia. Ese mismo pavor era el que lo llevaba a avanzar con extrema lentitud por la escalera, con una luz tenue en su mano izquierda, en cuya muñeca llevaba enrollado ahora el rosario, y la pistola sin seguro y con la bala pasada en la mano derecha, la que mantenía muy apegada a su cuerpo ante la aparición de lo que fuera que intentara arrebatarle su arma, su sangre y su vida. Del mismo modo, el detective pisaba los escalones de lado para hacer el menor ruido posible y lograr la mayor adherencia que su calzado fuera capaz de entregar. Luego de algunos minutos bajando con lentitud, la linterna de Gómez dio contra el piso de un nuevo túnel, que ahora se dirigía en línea recta hacia el poniente.

–Todavía no se me quita lo huevón– dijo en voz alta, al darse cuenta que estuvo a punto de identificarse como policía antes de entrar al nuevo túnel–. Rico me voy a ver gritando “policía, arriba las manos y suelte ese tridente”; si no soy más huevón porque no nací antes…

Gómez empezó a avanzar por el túnel, que era del mismo tamaño que el que lo llevó a la cámara falsa. El uso continuo de las linternas había agotado en gran parte sus baterías, así que ahora avanzaba a tientas con el remanente de energía de una, guardando la otra para lo que se venía más adelante. El texto que traía en sus manos no se leía demasiado auspicioso al respecto, luego del verso que le había hecho entender que la cámara a la que había llegado no era la que buscaba:

“Llegas a las entrañasde los pilares de la divinidad

a la puerta extrañate acercas con humildad

a sabiendas que al abrirla sellas tu suerteliberar a tu dios y abrazar tu muerte”

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“Estos tipos deben haber creído que por escribir en verso era menos malo lo que hacían” dijo para sí Gómez, tratando de entender lo de los pilares de la divinidad, mientras aún era capaz de escuchar el sonido de los trenes del Metro de Santiago en los túneles que ya estaban más arriba del sector en que se encontraba. Al seguir avanzando por el verdadero tubo de piedra en que se encontraba, intentaba concentrarse en el ruido de los trenes pasando por sus túneles para evitar imaginar lo que pasaría al encontrar la segunda cámara: no sonaba muy auspicioso lo de abrir la puerta para liberar a un “dios” que estaba encerrado en las profundidades de la tierra, y que terminaría con la muerte de quien lo liberara. Su oído entrenado le permitió reconocer de pronto un cambio en el sonido de los trenes, producto probablemente de la mayor profundidad a la que se encontraba: al estar antes de la primera cámara y de la escalera, se escuchaba el sonido y la vibración que luego desaparecía por completo para reaparecer cuando venía el siguiente tren; en el túnel en que se estaba en esos instantes, la vibración parecía mantenerse un tiempo largo antes de desaparecer, habiendo períodos de mayor ruido. De pronto pareció comprender la diferencia: los ruidos que escuchaba no eran de trenes pasando, sino deteniéndose y partiendo, lo que explicaba la mayor duración de los sonidos. En ese instante comprendió que estaba exactamente debajo de la estación Plaza de Armas del tren subterráneo. Al seguir caminando y con el paso de los minutos el sonido empezó a disminuir levemente de intensidad, lo que probablemente querría decir que se había alejado un poco del andén del metro. Justo cuando esperaba escuchar la llegada del siguiente convoy, vio delante de él una nueva vuelta del túnel, acompañada de un nuevo desnivel descendente.

Gómez avanzaba pensando exclusivamente en los ruidos que lo rodeaban. De pronto una idea se apoderó de su mente, aclarando en parte el verso que estaba viviendo: “las entrañas de los pilares de la divinidad” tenía que ser un lugar debajo de la catedral. Era obvio, y de hecho correspondía con la conclusión que había sacado el profesor Pérez en su libro. En esos momentos se dio cuenta que estaba pensando más lento que de costumbre, lo que empezó a asustarlo: existía la posibilidad que pasada la puerta posterior de la cámara sí hubiera algo en el aire dañino para su salud, o inclusive que por la profundidad en que se encontraba hubiera menos oxígeno o más monóxido de carbono acumulado, eventualmente filtrado desde los túneles del tren subterráneo. De inmediato sacó una pequeña botella con agua, bebió un sorbo y mojó un poco su cara para intentar despejarse y volver a pensar rápido como antes: estaba en un lugar peligroso, con riesgos que escapaban a sus posibilidades de reacción y defensa, por ende debía estar más alerta que siempre, para al menos alcanzar a huir y en el mejor de los casos, alertar a las autoridades de lo que estaba debajo del centro cívico del país.

Con la mente más conectada con la realidad del momento y nuevamente en control de la situación, Gómez siguió su lento avance. Un par de metros más adelante se encontró con una nueva vuelta e inclinación del túnel, similar a la que había antes de la llegada a la primera cámara. Tal como la primera vez, decidió parapetarse en la muralla para asomarse con cuidado y evitar riesgos innecesarios; en esta ocasión no había ampliación del túnel ni una puerta magnífica destruida, ni pilares flanqueando el lugar: el túnel mantenía su tamaño, y diez metros hacia el poniente y abajo se encontraba una sencilla puerta de madera de dos hojas, con un picaporte aparentemente del mismo material, sin

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ninguna inscripción ni dibujo que la distinguiera de una puerta cualquiera de alguna vieja casa o choza del siglo XVIII. Antes de siquiera tocarla, Gómez se sentó en el suelo de piedra y sacó el cuadernillo de papeles que tenía en su poder Ocampo, para leer qué seguía después del último verso que había leído.

“Discípulo del mal encarnadotu misión has de cumplir, regocijado;

desnuda tu mano de armadurapara que sirva de llave a la cerradura,

no sirve la materia muertapara liberar completa puerta”

“Sólo por el firme roce de tu pielse liberará en el mundo la hiel

pues quiso la bastarda esposa romanaque no se abra por espíritu sino por piel humana”

El detective leyó una y otra vez el verso. Estaba claro que esa puerta no necesitaba una llave, sino ser abierta por manos humanas. Lo que no quedaba claro era quién la había hecho, pues el texto hacía sospechar que fue alguien de la iglesia católica, “la bastarda esposa romana” según recordaba que afirmara el libro del profesor Pérez, lo que lo confundía más aún: ¿acaso esa era una entrada real al infierno, y algún dignatario o enviado de la iglesia había colocado una puerta con algún poder especial que impidiera la estampida de los demonios sobre la faz de la tierra? Ahora su misión había tomado un trasfondo realmente trascendental, pues si esa era una barrera que marcaba el acceso al infierno, no debía intentar abrirla por ningún motivo; si no, era muy probable que se liberara irreversiblemente lo que estaba encerrado tras esa simple estructura física hacia su mundo, y que allí estuviera la causa de todas las muertes acaecidas hasta ese instante. Con mucho cuidado Gómez se acercó a una de las hojas de madera con su linterna de mejor calidad y pilas sin uso, para tratar de escudriñar alguna rendija que le permitiera ver más allá sin necesariamente tocarla. En un momento de descuido el detective se desequilibró, cayendo sobre la puerta y debiendo detener el golpe poniendo sus manos sobre la madera.

Cinco segundos después, Wenceslao Gómez aún estaba con los ojos cerrados y muy apretados, luego de seguir afirmado sobre la madera para recobrar el equilibrio. Al parecer no era su piel la llamada a abrir la puerta, pues nada sucedió; ello le permitiría seguir investigando con un poco más de tranquilidad, a sabiendas que la separación no se movería de su lugar por su mano, al menos. Con un poco más de confianza se acercó al espacio que quedaba entre las dos hojas de madera y colocó su linterna para tratar de ver más allá, encontrando un espacio tan mínimo que no daba pie para que el haz de luz traspasara el límite de la barrera. Luego siguió revisando la madera a ver si había rendijas o agujeros debidos al paso del tiempo que le dieran alguna ventana visual para saber qué había más allá de la puerta. Un par de minutos más tarde la frustración se apoderó de su alma: había llegado hasta la verdadera Cámara Averna, y no había

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obtenido absolutamente nada. Hasta ese punto, todas las muertes acaecidas habían sido en vano, y lo que fuera que desangró a tantas personas quedaría impune e inclusive podría seguir haciéndolo en el futuro. El detective Gómez sopesó las opciones que tenía, y se decidió: si había llegado a ese lugar valía la pena intentar llegar al fondo, pese a que el precio podía ser su propia vida. Sin titubear guardó su arma, se persignó, y tomó el picaporte de madera con la mano en que llevaba enrollado el rosario: sólo cuando sus ojos se nublaron y la oscuridad más profunda que podía imaginar se apoderó de su alma, supo la consecuencia de su errada decisión.

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XXV

Marcos Antúnez estaba pegado a la silla. El obispo Carmona atesoraba en sus manos el único libro que no le había entregado a su interlocutor; más que un libro parecía estar cuidando una suerte de reliquia sagrada, pues pese a tenerlo bien sujeto, cada cierto tiempo lo miraba como para asegurarse que seguía en su poder.

–No entiendo monseñor, ¿a qué se refiere con el códice original, a que hay más texto luego de esa parte indescifrable al final del libro que conocemos?– preguntó sorprendido Antúnez.–Sí Marcos. Después del texto que ya viste, viene la continuación del códice original.–¿Y cómo es que no se conoce esa parte?–Cuando se hizo el cierre del proceso, luego de la muerte del terrateniente y de su entierro, y dado que no tenía herederos, la iglesia presionó por la posibilidad de revisar sus pertenencias. En esa revisión se encontraron las copias manuscritas del códice, las que fueron estudiadas exhaustivamente por el inquisidor en persona– dijo el obispo–. Cuando vio el tenor de la parte final del texto, decidió quedarse con una copia completa, la que anexó al acta del proceso, para luego sacar de las otras copias existentes esas páginas. Para evitar que se notara que las había arrancado, tuvo que dejar el texto indescifrable dentro del texto de dominio… digamos público, para luego devolver las copias a la casa del occiso para que el gobernador decidiera acerca de la repartición de sus bienes. Finalmente el inquisidor envió por barco su informe al Vaticano, que es la otra copia de este libro completo, y una carta aparte donde sugería que si se descubrían en Europa otras copias del códice, se procediera a eliminar de ellas el capítulo final.–Debo suponer entonces que el capítulo final del códice aclara que esto no es alegórico sino textual– dijo Antúnez.–Exacto. Lo que vas a escuchar ahora no lo conoce nadie, salvo yo, y si te lo voy a contar es porque decidiste bajar a un lugar maldito y prohibido a hacer algo imposible por alguien que ya no tiene salvación, al menos en el plano físico– respondió el obispo.–¿Y si no debo bajar por qué me lo contará monseñor, para disuadirme?–No, porque conozco la naturaleza humana y sé que de todos modos bajarás a intentar salvar al policía– respondió el obispo Carmona–. Pero bueno, vamos al grano. En la parte final del códice conocido, los versos se refieren a que la puerta se debe abrir desde afuera, y sólo por manos humanas, pues es el modo de mantener contenidos a los demonios en las profundidades del infierno. –Eso quiere decir que si nadie baja, esa puerta no se podrá abrir, y todo seguirá igual– dijo Antúnez.–Eso fue así, hasta que se les ocurrió abrir la puerta del túnel en el río. Verás, las jerarquías en el plano del mal se manejan distinto al plano del bien– dijo el obispo cerrando el libro y los ojos, como queriendo concentrarse en un tema del que no se hablaba muy frecuentemente–. En el plano del bien, el amor de dios por sus creaciones celestiales y terrenales es suficiente como para que dichas creaciones, que son fruto de su amor, perduren en el tiempo y puedan aspirar a la vida eterna luego de morir. En cambio en el plano del mal, las criaturas no vienen del mal como tal, sino son obras del amor de dios que se descarriaron; ello implica que al

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abandonar el seno de su creador y negarlo para poder seguir el camino del mal, ya no tienen ese influjo vital que les da vida eterna, por tanto necesitan de toda la energía posible para sobrevivir: ello hace que la mayoría del tiempo los demonios estén en una suerte de estado de animación suspendida, como si pasaran durmiendo, hasta que alguien les dé la fuerza que requieren para despertar y seguir haciendo el mal. Esta fuerza la obtienen del miedo, de la tentación, y de los sacrificios que sus seguidores hacen en sus nombres; así, si nadie los recuerda siguen donde están, pero en cuanto encuentran la energía suficiente se reactivan y empiezan nuevamente a seguir con su misión maligna.–No entiendo monseñor, ¿los demonios no pueden traspasar la puerta porque les falta fuerza vital?–Casi todos. Los demonios más poderosos sí son capaces de salir al túnel, pero no tienen la fuerza suficiente como para abrir la puerta, así que necesitan de seres humanos ambiciosos para que la abran por ellos; además, se aprovechan de las circunstancias para poseerlos y así ganar más energía.–Vaya, o sea que al abrir la puerta se desencadenó todo esto… ojalá supiéramos por qué se desangra la gente, en una de esas encontraríamos el modo de evitarlo.–Sabemos por qué se desangra la gente– dijo el obispo bajando la vista.–Pero monseñor, hace un rato me dijo que no sabía, que estaba escrito en un idioma indescifrable– dijo sorprendido Antúnez.–Lamentablemente tuve que mentirte hace un rato– dijo el obispo, para luego suspirar aparatosamente–. Tenía la esperanza que no quisieras bajar, y con ello evitar más problemas. Pero ya que lo decidiste, te lo contaré pues es una parte importante que debes saber acerca del lugar al que vas a entrar. Efectivamente el texto era indescifrable para los inquisidores de hasta la primera mitad del siglo XX. Hace algunos años atrás decidí digitar esa parte en mi computador, y conseguir un programa de cruce de letras y palabras: luego de un rato me entregó el texto ordenado, listo para interpretar.–¿Y qué dice ese texto?– preguntó Antúnez.–El texto habla de la posesión demoníaca– dijo el obispo Carmona–. Desde que empezaron a intrusear en el túnel, empezaron a morir desangrados. El demonio en cuestión posee el cuerpo del que se asoma, lo usa para lo que sea que lo necesite, y cuando ya no queda más energía útil, lo abandona violentamente. Es ese proceso, el de abandonar un cuerpo al que le queda poco soplo vital, el que arrastra la sangre con el espíritu del demonio; y como el espíritu del demonio no sigue las leyes de la física pero la sangre sí, cae al lado del cuerpo y se aposa.–Es espantoso– dijo Antúnez, sobrecogido por el relato–. ¿Eso quiere decir que ya van como tres demonios que han usado energía humana para potenciarse?–No, según el códice es uno solo, Baal, quien está en el túnel esperando a que entren curiosos para potenciarse cada vez más. Así, una vez que la puerta se abra en algún instante, él será quien tenga el poder suficiente como para erguirse como el líder del mal en la superficie del planeta.–Hay algo que no entiendo monseñor. Se supone que cuando un demonio posee el cuerpo de alguien se apodera de éste y puede gobernarlo a su voluntad; si es así, ¿por qué este demonio no ha usado a alguno de los poseídos para que abra la puerta y lo libere de una vez?–Marcos, la lucha del bien contra el mal, como imaginarás, existe desde el principio de los tiempos, y no toda la historia está bien documentada, ni existe tampoco claridad absoluta al respecto– dijo el obispo–. Hay algunos textos cristianos de dudoso origen, que se refieren a algunos fragmentos de esta lucha

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del bien contra el mal, en especial en aquellas ocasiones en que triunfó el bien y logró alejar del hombre, la creación divina por excelencia, a estos seres malignos. Una de esas historias habla acerca de distintas puertas del infierno repartidas en varias partes del mundo. En uno de esos textos olvidados se relata una feroz batalla entre los arcángeles de dios y los ángeles rebeldes fieles a lucifer, que se habían repartido sobre la faz de la tierra para tratar de llevar al hombre a un camino irreversible de perdición y pecado, que transformaría a la semilla divina en un árbol de frutos podridos. Esta batalla diezmó a la población humana de ese entonces, de preferencia a aquellos que habían caído seducidos por la oferta del mal, de bienestar físico en el corto plazo. Finalmente, y gracias al poder del soplo divino que se mantenía vivo en sus almas, las huestes del bien acorralaron a los seres del mal en las entrañas de la tierra, para luego sellar las entradas con poderosas puertas inviolables para estos seres. –No lo entiendo monseñor, ¿qué puede ser tan poderoso como para que no pueda ser abierto por estos demonios, pero sí por manos humanas?– preguntó Antúnez, cada vez más perplejo con el relato.–La corteza del Árbol del Bien y del Mal del Jardín del Edén.–¿Qué?–Lo único capaz de contener a estos demonios en las entrañas del planeta es la madera del árbol del bien y del mal del jardín del edén– repitió el obispo–. Dios, en su infinita sabiduría, sabía que las huestes del mal podrían recobrar fuerzas si no eran contenidas adecuadamente, así que envió a uno de sus querubines a sacar un pequeño trozo de corteza del árbol, con el cual fabricó las puertas suficientes para todas las entradas existentes en las profundidades de la tierra. Los ángeles guerreros se encargaron luego de colocar y fijar estas puertas en su lugar, para después provocar los cataclismos necesarios para que la tierra sobre ellas terminara de sellar estas entradas. Hay algunas leyendas que dicen que en cada sitio donde hay una puerta en la profundidad, hay una iglesia en la superficie que sirve como punto de referencia, o inclusive como reforzamiento para la defensa de dicha entrada, pero no hay certeza de ello. Por lo menos en nuestro caso parece ser así.

Antúnez estaba pegado a la silla, como si el peso de lo que estaba sucediendo cayera sobre sus hombros; el desconcierto era tal que no sabía si seguir preguntando o no, pues cada vez que lo hacía la situación parecía empeorar.

–Monseñor… debo suponer que el detective Gómez en algún instante fue o será poseído por este demonio para absorber su energía y luego… morirá como el resto, y que el peligro en este instante es que alguien más que conozca esta historia intente abrir la puerta. ¿Hay algo que hacer para impedir que ello suceda?– preguntó Antúnez–. Supongo que a estas alturas ya no sacamos nada con intentar bloquear los túneles.–No, lo de los túneles ya no sirve de nada. Baal pudo salir a la superficie desde el principio– dijo el obispo–. Si se mantiene en los túneles es porque quiere, y porque sabe que si intentamos bloquear los túneles puede salir y apoderarse de cualquiera de nosotros para reponer energía. –Lo que aún no logro entender es por qué no usa a alguno de los poseídos para abrir la puerta.–Ah eso, casi lo olvido– dijo el obispo mientras esbozaba una sonrisa–. Cuerpo y alma es una unidad que empieza y termina con la vida. Cuando un espíritu del

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mal posee un cuerpo humano desplaza al alma a un punto indeterminado, alterando por completo la unidad original. Por ende, cuando un cuerpo poseído por un espíritu del mal intenta abrir la puerta, la madera del árbol sagrado por excelencia lo desconoce y no responde. Debe ser un alma que tenga el soplo vital divino, el amor de dios en su esencia, quien la abra.–O sea que basta con que alguien creyente en el demonio baje y manipule la puerta, para que esta se abra– dijo apesadumbrado Antúnez.–Marcos… hay algo– dijo el obispo Carmona, desviando la mirada de la de Antúnez por un par de segundos, para luego clavar sus ojos en los del secretario–. Quiero que entiendas que las situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas. ¿Estás consciente que bajar al túnel significa una muerte segura, y que tu esfuerzo salvará probablemente la seguridad de esa puerta, pero que no implica que obligatoriamente las otras sigan seguras?–Monseñor, mucha gente ya ha muerto por esto sin saber por qué, yo seré el único que entraré a ese túnel a sabiendas de lo que me sucederá, y con la certeza de tener un objetivo que cumplir– dijo Antúnez–. Como todo humano le temo a la muerte, pero si ello evita que el imperio del demonio se instaure en la tierra, mi sacrificio valdrá la pena.–Está bien, dame un minuto.

El obispo Carmona se puso de pie, y con sumo cuidado sacó un cuadro de la pared. Tras él había un trozo de muro falso que también removió, tras el cual se veía la puerta de acero de una vieja caja fuerte de cerradura con clave de rueda. Luego de girar en cuatro o cinco oportunidades el mecanismo, giró la manilla y tiró de la pesada puerta, que se abrió con un fuerte crujido. El obispo se persignó ante la caja de seguridad abierta, luego de lo cual sacó de su interior una pequeña caja de madera envuelta en un paño de color morado.

–¿Qué es eso, monseñor?– preguntó Antúnez.–Lo que sellará esta entrada al infierno para siempre.

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XXVI

Marcos Antúnez miraba con cierta curiosidad al obispo Carmona. El sacerdote jesuita, que pasaba largamente de los ochenta años, parecía mantener la misma fuerza que tenía en su juventud, luego de verlo encaramado en las alturas del librero y ahora ganándole al peso del acero y del óxido de la puerta de la vieja caja de seguridad. Estaba claro que si pudiera, él mismo bajaría a los túneles a hacer la tarea que Antúnez se había decidido a cumplir; sin embargo, su avanzada edad le permitía hacer esfuerzos medianos y breves, no así recorrer un trayecto como el que implicaba bajar a las entrañas de la tierra. Después de cerrar la caja fuerte, el obispo dejó lentamente el paquete de tela morado sobre la mesa; ceremoniosamente empezó a desdoblar el paño hasta que quedó extendido cubriendo la mitad de la superficie de la mesa, con una caja de madera con una pequeña cerradura en una de sus caras. El obispo sacó el crucifijo que llevaba al cuello, y con un movimiento fuerte separó la imagen del cristo de la cruz, desde donde cayó una diminuta llave que usó para abrir la caja, luego de la cual la devolvió a su lugar, recolocando el cristo en su crucifijo.

–¿Qué hay en la caja, monseñor?– preguntó Antúnez, intentando ver más allá de la sobria tapa de madera.–La reliquia más poderosa que existe en el planeta, desde que apareció en la faz de la tierra– dijo el obispo, mientras giraba la caja hacia Antúnez. El secretario miró en su interior, el que estaba forrado de un fino terciopelo del mismo color morado de la tela que la envolvía. Al centro de la caja había una pequeña botella alargada de tapa rosca y con una argolla en su extremo, dentro de la cual pasaba una larga y gruesa cadena bañada en oro. Dentro de la botella se alcanzaba a distinguir un trozo de madera grueso y fusiforme.–Monseñor… ¿es eso lo que creo?– preguntó Antúnez.–Si crees que es una astilla de la cruz donde murió nuestro señor Jesucristo para redimir nuestros pecados, sí, crees bien.–Es increíble– dijo Antúnez mientras miraba anonadado el contenido de la botellita–. Y que hayan hecho un collar para llevarla colgada al cuello es más espectacular aún, ¿cuál era la idea de tener tal reliquia colgada al cuello?–Defenderse de los demonios contra los que se lucha en los exorcismos– respondió el obispo–. Esto Marcos, más que una reliquia, es un arma creada por los inquisidores para luchar contra satanás. –¿Y qué se supone que haga con esto?– preguntó Antúnez.–La llevarás al cuello cuando bajes al túnel– respondió el obispo–. Cuando llegues a la puerta del infierno, buscarás una rendija en la madera con esta forma. Cuando la encuentres, colocarás la astilla de la cruz en esa rendija, y con ello la puerta se sellará para siempre. Ojalá nunca hubiera necesitado usar esto, o que esta desgracia hubiera ocurrido unos veinte años atrás, para ser yo quien bajara al túnel a cumplir esta misión… pero dios quiso que no fuera así, que fueras tú quien decidiera bajar a cumplir esta cruzada sagrada.–No se preocupe monseñor, haré todo lo posible porque resulte bien– respondió emocionado Antúnez.–Sé que lo harás Marcos, y sé que Baal no te detendrá, porque está seguro que irás a abrir la puerta para él. Ni siquiera es capaz de imaginar la sorpresa que se llevará el mil veces maldito– dijo en tono airado el viejo obispo–. Toma, llévate también este frasco de agua bendita, lo tengo guardado desde la visita de Su

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Santidad el Papa, él la bendijo; te puede servir por si Baal aún tiene poseído algún cuerpo, para sacarlo de ese continente y enviarlo de vuelta al pozo de donde nuca debió haber salido– agregó el vetusto jesuita, entregándole a Antúnez una pequeña botella de tapa rosca que tenía guardada en uno de los cajones de su también viejo escritorio.–Gracias monseñor, le agradezco toda su ayuda, haré lo posible por que todo salga bien y no haya más muertos ni heridos en esta…–Guerra santa Marcos, guerra santa– dijo el obispo Carmona. –Gracias de nuevo por todo monseñor– dijo Antúnez, poniéndose de pie–. Creo que llegó la hora de partir, me voy a la catedral, no hay para qué alargar más esto.–Me voy contigo Marcos, esperaré allá el resultado de tu misión– dijo el obispo, quien le avisó a su secretario de su salida para que lo esperara su vehículo–. Aprovecharé de pasar a saludar a algunos conocidos y a hablar con Oróstegui, hace años que no veo a ese viejo hablador.–Está bien monseñor, vamos.

El viaje a la catedral fue relativamente breve. El obispo Carmona se dedicó a hablar trivialidades, a sabiendas de lo que le esperaba a Antúnez una vez que bajara al túnel. En cuanto llegaron, el secretario dejó al obispo para que pasara a saludar a los viejos conocidos de la catedral, y para que probablemente después fuera a la pequeña oficina de Oróstegui a recordar viejos tiempos; Antúnez, por su parte, se dirigió en silencio a su oficina para ultimar la agenda de la semana y dejar todo listo para el inicio en el cargo del nuevo cardenal arzobispo de Santiago, recién nombrado por el Vaticano; si su misión no tendría retorno, debía al menos dejar todo ordenado para su sucesor. Luego de terminar de dejar toda la documentación al día y ordenada cronológicamente, Antúnez buscó entre sus cosas una tenida deportiva que guardaba en el lugar, y que usaba cuando tenía algo de tiempo libre para hacer un poco de calistenia y trotar, y así mantener un estado físico adecuado a las exigencias del ajetreo de las altas esferas eclesiásticas; como no conocía las características del túnel, prefería ir con ropa cómoda y zapatillas en vez de zapatos, para evitar accidentes que pudieran retrasar o impedir su misión. El secretario sacó de entre sus pertenencias un bolso pequeño, en el cual guardó un par de linternas que tenía para los cortes de luz, y la copia de “El Camino de la Cámara Averna” que le había pasado el obispo Carmona, y que le podría servir como guía dentro del túnel: en esas circunstancias, la parte eliminada no le prestaría ayuda alguna en su viaje. Una vez que sintió que estaba listo, inició la breve caminata hacia el patio de la catedral, en donde aún estaba todo rodeado por la cinta de seguridad que colocó el detective Gómez. Antúnez pasó por debajo de ella luego de persignarse en el lugar donde murió Beatriz Martínez, y sin que nadie lo viera empezó a bajar al túnel, en lo que probablemente sería el último periplo de su vida.

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XXVII

Marcos Antúnez estaba impresionado al ver la construcción que habían hecho los jesuitas hacía ya sesenta años. Luego de escuchar el relato del padre Oróstegui, era increíble pensar que ese túnel tan perfectamente acabado fuera hecho a pulso y por unos pocos sacerdotes; la cantidad de material que debieron remover y el peso de las piedras que fueron necesarias para tapizar ese enorme túnel era tal, que hasta con la tecnología del siglo XXI demoraría varios meses de trabajo arduo, pese a lo que pensaba el padre Oróstegui acerca de sembrar agujeros bajo tierra. La perfección de los ángulos, el tamaño preciso de cada piedra, la uniformidad en el tamaño de cada pieza de ese rompecabezas, pese a lo monótono, era admirable. A cada paso que daba Antúnez se sorprendía más al ver la capacidad de los constructores para hacer ese trabajo en tan poco espacio. De pronto el hombre recordó a lo que iba, por lo que apuró un poco su marcha.

Unos pocos minutos más tarde Antúnez estaba llegando a la desembocadura del túnel nuevo en el viejo. La imagen era sobrecogedora, pues si la manufactura de la obra de los jesuitas era magnífica, ésta era casi perfecta. Con algo de pena miró hacia el sector del túnel que se dirigía hacia el río Mapocho, pues le hubiera encantado recorrerlo in extenso, pero la premura del tiempo y la importancia de su misión estaban por sobre cualquier consideración o preferencia suya o de alguien más. Dios lo había llamado a desempeñar la cruzada más peligrosa y trascendental que cualquier ser humano podía haber enfrentado desde el principio de los tiempos, como era sellar una de las puertas del infierno hacia la tierra, y ello valía cualquier sacrificio, incluida su vida. De inmediato enfiló sus pasos hacia las entrañas de la tierra, para empezar a sorprenderse con todo lo que el camino hacia la cámara averna le tenía deparado.

En cuanto empezó su marcha aparecieron los gruesos barrotes de acero botados en el piso del túnel, y que se veían extremadamente pesados, tal y como estaban descritos en el libro de registro de obra de los jesuitas. Diez metros más adelante se encontró con el texto en forma de conjuro escrito por los constructores del túnel bajo la catedral, del cual no había información: un escalofrío recorrió su espalda al leer el texto y darse cuenta que había sido escrito con sangre. Luego de persignarse ante tamaña frase reinició su caminata con paso seguro, en espera de la próxima sorpresa que debería depararle su viaje.

La marcha por el túnel era monótona. Antúnez estaba seguro que todos quienes hubieran entrado al lugar debían haber sentido lo mismo, pues no había nada distinto que permitiera que la vista diferenciara entre lo ya visto y lo por ver; sin embargo, no le quedaba claro si alguien había sentido la sensación de encierro que él vivía en esos momentos. Si bien es cierto el túnel era medianamente angosto, contaba con el espacio necesario para avanzar holgado; pese a ello igual se sentía invadido por la incómoda sensación de que las paredes podrían empezar a avanzar encima de él, encerrándolo y asfixiándolo en cualquier momento. De pronto su vista por fin se topó con algo diferente, una curva cerrada que parecía presentar una inclinación mayor que la del resto del trayecto. En cuanto salió de dicha curva se encontró con la imponente imagen de los pilares de piedra sosteniendo la enorme viga a cuatro metros de altura, y los restos de piedra picada y molida en el piso: había llegado a la primera cámara.

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Lentamente Antúnez avanzó hacia el lugar, a sabiendas que debería encontrarse en algún instante con los restos de los profanadores de tumbas. Cuando llegó donde ellos, se encontró con una imagen menos incómoda que lo que imaginaba, pues los esqueletos estaban envueltos en trajes de buzo antiguos, y sin mayores signos de deterioro, salvo por uno que tenía un agujero en el cráneo y el otro con una barra de acero atravesada en el casco de metal; lo único atípico era que los cuerpos no parecían estar en su ubicación original, sino que habían sido movidos bruscamente. Su linterna empezó a iluminar el sector donde estaban acumuladas las piezas de oro, pero ello no alcanzó para sacarlo del estupor y el espanto que le causó ver una enorme posa de sangre sobre las rocas.

–Por favor dios, que no sea el detective Gómez…

Con gran lentitud empezó a buscar con la luz algún cuerpo cercano, rogando por no encontrarse con la característica chaqueta azul con letras amarillas de la PDI. Antúnez logró respirar con algo más de tranquilidad cuando vio en el suelo tendido un cuerpo ataviado con ropa oscura; con algo de temor iluminó su rostro, logrando reconocer inmediatamente al líder de la secta satánica que estaba detrás de todo, pues en el libro del profesor Pérez aparecía una foto del hombre. De inmediato el secretario alejó la luz de esa fuerte imagen para poder seguir escudriñando en la cámara en que se encontraba: la linterna casi cayó de sus manos cuando iluminó dos pares de piernas tendidas en el suelo. Luego de recobrar algo de compostura empezó a guiar la luz hacia los cuerpos, descubriendo los cadáveres que colgaban hacia una compuerta en el piso de la cámara, pero sin ninguna posa de sangre alrededor; sólo cuando se asomó hacia la escalera bajo la puerta logró ver las heridas en los cuellos de ambos jóvenes y la sangre derramada. La situación en que se encontraba era espantosa, la presencia de esos cadáveres no estaba en sus expectativas, ya no sentía la curiosidad de seguir escudriñando en la habitación en que se encontraba, y el saber que debía bajar por esas escaleras bañadas de sangre le revolvía el estómago. Recién a esas alturas de su viaje, Marcos Antúnez empezaba a entender lo que significaba una lucha entre el bien y el mal.

Luego de un par de minutos sentado en el suelo, Antúnez se sintió capaz de seguir revisando la cámara en que se encontraba; el hombre sabía que ninguno de los escenarios era promisorio, pero necesitaba mirar un poco antes a de atreverse a bajar por la escalera cubierta de sangre, para tratar de despejar algo su mente. Pese a la magnificencia del tesoro, le era imposible despegar la vista de los cadáveres de los dos jóvenes, aparentemente asesinados por mano de Ocampo y producto probablemente de la posesión satánica. Después de varios intentos se rindió a la realidad: por más que intentara mirar hacia otros lados, y que quisiera fijarse en las piezas de oro que colmaban casi todo el lugar, o en las puertas de madera abiertas de par en par en el piso del lugar, su foco de atención no se despegaría de todos los muertos que yacían en dicha habitación. Lo mejor que podía hacer era encontrar algún espacio de la escalera sin sangre y seguir su viaje hasta la verdadera cámara averna para sellarla para siempre. Tratando de aguantar las náuseas se dirigió al marco de la entrada de la compuerta en el suelo de la cámara en que se encontraba, y con sumo cuidado pasó por en medio de los dos cuerpos; luego, y muy lentamente, buscó en cada peldaño aquellas piedras que estuvieran limpias del viscoso fluído, para poder bajar sin resbalar y

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caer, lo que lo dejaría empapado de sangre coagulada. Cuando llegó abajo, vio que en las piedras había huellas de zapato marcadas en sangre en el piso: al parecer el detective Gómez no se preocupó mucho de donde estaba pisando.

Antúnez siguió avanzando con lentitud por el túnel. La luz de su linterna le permitía ver claramente las huellas rojas de los zapatos del detective, que con el avance de la marcha se hacían cada vez menos visibles. Era notorio que el túnel iba en descenso, y que estaba pasando relativamente cerca del metro bajo la Plaza de Armas, por el continuo ruido de los trenes al pasar. De pronto las huellas en el piso se hicieron casi imperceptibles, hasta que de un momento a otro desaparecieron por completo. Extrañamente, Antúnez se empezó a sentir solo.

El secretario seguía caminando, acompañado sólo del ruido de los trenes, que a cada minuto se hacía más imperceptible. De repente vio una nueva curva del túnel, tan inclinada como aquella que estaba antes de la primera cámara. Instintivamente Antúnez sujetó con fuerza el frasco que llevaba colgado al cuello con la reliquia de la cruz, y buscó en su bolsillo la botellita de agua bendita.

–Detective Gómez, soy Marcos Antúnez, el secretario del cardenal, ¿está ahí?– gritó Antúnez, con la esperanza de obtener respuesta y por fin una buena noticia dentro de su amargo recorrido–. ¿Detective Gómez?

Antúnez se acercó con cuidado a la curva del túnel, e iluminó con su linterna para ver si se trataba de la entrada a la cámara averna, o era sólo una curva más en su recorrido. Luego de ver que el túnel no se enanchaba siguió caminando con confianza, para quedar paralizado a los cinco metros de avance, cuando la luz de su linterna se reflejó en un líquido rojo aposado sobre las piedras a tres metros de él. Al avanzar un par de pasos más, el haz de luz dio con la chaqueta azul de letras amarillas que esperaba no encontrar en esas circunstancias.

–Dios mío… detective Gómez…

El secretario se acercó lentamente al cuerpo. El cadáver de Wenceslao Gómez se encontraba tirado en el suelo, con la cabeza levemente apoyada en la pared del túnel, mientras en el suelo a medio metro de él se encontraba toda su sangre. Antúnez se acercó en silencio, cerró los párpados del detective, e hizo sobre él la señal de la cruz para luego rezar por el descanso de su alma.

–Ojalá no hayas sufrido detective, y que dios te tenga en su santo reino– dijo Antúnez, mientras enderezaba el cuerpo para dejarlo en una posición algo más adecuada para alguien que había muerto en una verdadera guerra santa–. Parece que me toca completar esta misión detective, por ti y por todos los caídos en esta lucha contra el demonio.

Antúnez levantó la cabeza y dirigió la luz hacia el fondo. Ahí, dos metros más allá, se encontraba la puerta hecha con madera de la corteza del árbol del bien y del mal del jardín del Edén, encargada de contener a los demonios en el infierno e impedir que invadieran la tierra que dios le había dado a los hombres, y que por ese solo hecho merecían a perpetuidad. La puerta era extremadamente simple, y estaba hecha íntegramente de madera, incluida una pieza que hacía las veces de

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picaporte para mantenerla cerrada. Antúnez se acercó a la puerta, y luego de iluminar la botella en que traía la reliquia de la cruz de Cristo y de fijarse bien en su forma, empezó a escudriñar en la superficie de las dos hojas de madera hasta encontrar una rendija que tuviera la misma forma fusiforme, para hacerla calzar en su sitio y mantener a los demonios encerrados en su infierno para siempre. Después de un par de minutos de revisar detenidamente la puerta, descubrió en la hoja de madera en que iba el picaporte el espacio preciso donde calzaba la reliquia de la cruz. El momento crucial de su misión había llegado: con sumo cuidado desatornilló la tapa metálica en que iba la cadena y liberó el frasco de vidrio, para luego, y aguantando la respiración, dejar caer la astilla de cuatro centímetros de largo por tres milímetros de ancho en la palma de su mano, mientras no dejaba de rezar en voz baja para mantener la concentración y no dejarse seducir o amedrentar por algún demonio que estuviera a su alrededor en esos instantes. La sensación que invadió su alma en cuanto ese objeto sagrado tocó la piel de su mano fue lo más increíble que le había sucedido en toda su existencia, todos los dolores y sufrimientos que había vivido hasta ese entonces se vieron compensados de una vez y para siempre: ser uno de los pocos seres humanos vivos que hubiera tocado un trozo de la madera en la que el cristo murió para redimir los pecados de la humanidad, era un privilegio tal, que ya no le importaba morir. Ese solo roce de la astilla con su mano había reafirmado su fe, y le había dado la fortaleza necesaria para morir por la humanidad. Sin dejar de rezar el rosario en ningún instante, en honor a la madre de Jesús en la tierra y para impedir que el demonio intentara poseer su alma, Marcos Antúnez sujetó con firmeza la astilla y la colocó en la rendija del picaporte de la puerta. Luego de un par de segundos de presión la soltó, sin que nada sucediera.

Antúnez estaba estupefacto. Luego del esfuerzo que significó llegar a ese lugar, y del precio que debieron pagar tantas personas para lograr sellar para siempre esa puerta del infierno, nada parecía haber sucedido. La astilla estaba colocada en la rendija, sin que hubiera provocado efecto alguno sobre ninguna de las dos hojas de madera. De pronto una extraña idea se apoderó de él, haciéndole girar el picaporte, ante lo cual la puerta no cedió; luego de ver que el intento instintivo no funcionó, decidió cerciorarse y mover la puerta con fuerza, a ver si se movía, sin obtener resultado. La reliquia de la cruz había logrado su cometido, la puerta del infierno estaba sellada, y al parecer sus oraciones lo protegieron lo suficiente como para que el demonio no se apoderara de su alma ni lo desangrara. Su misión en ese lugar, y la tarea más importante de su vida, estaba cumplida. Con algo de pena miró el cuerpo del detective Gómez, luego de lo cual dio la vuelta para empezar el retorno a la catedral. No había alcanzado a dar tres pasos cuando un intempestivo crujido y un largo chirrido lo hicieron voltear bruscamente.

–Dios santo…

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XXVIII

El obispo Carmona había hecho un largo periplo por toda la catedral, saludando y conversando con aquellos que alguna vez pidieron su consejo como seminaristas, y que ahora se desempeñaban en el sacerdocio, casi todos ellos ya por varias décadas. Luego de contar en decenas de oportunidades en qué estaba su vida y qué había hecho durante todos esos años, decidió hacer la última escala de su recorrido. En cuanto llegó a la pequeña y vieja oficina, golpeó con fuerza la dura puerta; pasados algunos segundos, el padre Oróstegui abrió, y se fundió en un largo abrazo con su viejo amigo.

–Hermano mío, tanto tiempo sin verte, ¿cómo has estado?– dijo Oróstegui.–Bien, muy bien, ¿y tú, qué ha sido de ti todos estos años?– respondió el obispo mientras ambos entraban y se acomodaban en las sillas del escritorio, el único lugar donde no había libros amontonados.–Bien, tan sordo como siempre– dijo el sacerdote, soltando una fuerte carcajada–. Si no hubiera sido porque golpeaste con ganas, aún estarías parado afuera.–Hay cosas que nunca se olvidan amigo mío, entre ellas tu sordera– respondió el obispo Carmona, hablando en voz muy alta–. ¿En qué estás ahora, qué haces para matar el aburrimiento? –Bueno, como puedes ver vivo rodeado de libros. Desde que llegué a la catedral he estado en esta misma oficina, custodiando estos textos como celador más que como sacerdote, lo que me ha tenido prácticamente aislado del resto del mundo. La gente casi no habla conmigo, salvo que necesiten alguno de los textos de mi biblioteca, o que les explique o traduzca algo. Como ya llevo tanto tiempo haciendo lo mismo, conozco los libros y sus diversas interpretaciones casi de memoria; aparte de eso, a veces temo olvidar cómo se habla. Pero cuéntame, ¿qué ha sido de ti, cómo va la vida de obispo?–Como supondrás mi vida no es muy distinta a la tuya, salvo por los privilegios del cargo: oficina más grande, libreros más espaciosos, vehículo cuando lo necesito, un secretario que organiza las escasas salidas que hago y que de vez en cuando intenta ordenar mi desorden, cosas así. Pero a la hora de la verdad, también estoy encerrado y rodeado de libros, y en general la gente me busca por lo mismo que a ti: por información.–Es extraño el destino que nos tocó– dijo Oróstegui.–Sí, extraño pero dentro de todo bueno.

Los dos viejos sacerdotes se dedicaron a conversar acerca de la vida mientras tomaban café y recordaban la época del seminario y los primeros años de sacerdocio. El tiempo dentro de la oficina parecía no avanzar, y la charla de los hombres se empezó a hacer cada vez menos trivial.

–Oye, venía a devolverte este libro– dijo Carmona, entregándole a Oróstegui el manuscrito del acta de construcción del túnel que le había prestado a Antúnez.–Ah, veo que Marcos te ubicó también para sacarte información.–Sí, estaba algo confundido con lo de los túneles. Aproveché de conversar largo y tendido con él, para que supiera la historia completa de una buena vez.–¿Y qué dijo que haría?– preguntó evidentemente interesado Oróstegui.–Que iba a bajar para intentar ayudar al detective que bajó primero.–Ah. Ese Marcos… quedó muy mal luego de la muerte de Ulises, era esperable

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que quisiera bajar en busca de venganza– dijo Oróstegui–. Supongo que eso es lo que te trajo hasta aquí. –Sí, me vine con él para aprovechar de vernos. Esta historia ya tomó un rumbo irreversible.–¿Sabes? Parece que fuera ayer cuando empezó la construcción del túnel bajo el patio, y ya llevamos sesenta años– dijo Oróstegui–. Es increíble que ya no quede nada para que todo termine. –La nada y el todo son relativos, seis años, sesenta años... –Sesenta años… por mucho que los recuerdos sigan vívidos en nuestras mentes, nuestros cuerpos sí acusan el golpe. Cansa un poco llegar a esta edad, de hecho a mi me tiene bastante agotado esto de los dolores y de la sordera, que cada día empeoran más y más.–Pero no ha sido una mala vida dentro de todo, no nos podemos quejar– respondió Carmona.–Es cierto, hemos tenido que hacer sacrificios pero están dentro de lo esperable. Al fin y al cabo el precio a pagar no ha sido tan alto para la recompensa final.–Claro, pero igual se sienten los años. Bueno, da lo mismo, ahora sólo queda esperar a que Marcos cumpla su misión– dijo Carmona.–¿Le entregaste la reliquia?– preguntó Oróstegui.–Sí, le mostré los textos originales, las anotaciones, todo. El tipo sabe toda la historia, y ahora simplemente debemos esperar a tener noticias de él, lo que debe suceder de un momento a otro.–¿Estaba muy emocionado cuando vio la reliquia? Porque yo la vi apenas una vez, y aún no olvido ese momento– dijo Oróstegui–. Ojalá la cuide y la use como corresponde.–Sí, estaba muy emocionado y ya sabe perfectamente cómo usarla; además, estaba motivado por todas las muertes acaecidas, y por la reciente bajada del detective que andaba en sus mismos pasos.–Sí, a él también lo conocí, se veía un muchacho muy simpático y animoso, aunque se sentía triste– dijo Oróstegui–. Le regalé un rosario para su viaje, ojalá le haya servido de consuelo al menos.–Lo más probable es que no haya necesitado consuelo, ya sabemos que las posesiones que ejecuta Baal son bastante rápidas e insensibles para las almas de los poseídos.–Cierto… ¿te sientes conforme con lo que hemos hecho todos estos años?– preguntó Oróstegui, cambiando de inmediato de semblante a uno sin expresión.–Sí, creo que hemos cumplido con nuestra misión– respondió el obispo Carmona–. Han sido sesenta años de espera para que todo esté listo y dispuesto, y creo que este sacrificio ha valido la pena.–El asunto que me interesa es que la recompensa sea la adecuada– dijo con una voz cada vez más extraña el padre Oróstegui–. Ah, y que Marcos no se vaya a equivocar en su cometido, no me gusta depender de otras personas para algo tan trascendental como esto.–Tú sabes bien que el más indicado para esto es él, no te pongas quisquilloso– dijo Carmona–. El tipo tiene claro lo que tiene que hacer, sabe cómo hacerlo, y está decidido a cumplir con lo necesario. El resto no depende de él ni de nosotros.–A eso voy, a que no quiero que pase algo que eche por la borda tantos años de esfuerzos– dijo Oróstegui.–No te preocupes, todo está saliendo según lo planificado– dijo Carmona–. Muchos pensaron que el túnel bajo la catedral significaba el final de todo, y

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míranos ahora, estamos a las puertas de que todo se concrete, y el dichoso túnel terminó siendo más útil de lo que cualquiera hubiera pensado.–Temo por Marcos– replicó majaderamente Oróstegui, visiblemente angustiado–, si llega a sospechar algo, o a equivocarse con la reliquia, perdimos y para siempre esta vez.–No será así, no seas tan negativo hombre, el tipo está convencido que lo que lleva es una astilla de la cruz del cristo– dijo Carmona–. De todos modos ya no depende de nosotros, ya hicimos nuestra parte y ahora sólo nos queda esperar.–Lo sé, pero sabes cuánto odio esperar, llevamos sesenta años esperando dentro de los cuerpos de estos paganos, desde que los poseímos cuando eran seminaristas e intruseaban en el túnel de los jesuitas, y ya no lo soporto. Sesenta años adorando a un dios perdedor, a su hijo y a su séquito de santitos y ángeles cobardes, y maldiciendo al dios de la oscuridad; sesenta años predicando mentiras a una sarta de estúpidos y débiles, sesenta años casi perdidos. Malditos humanos, no sé cómo toleran cuerpos tan débiles y mal hechos. Y así se vanaglorian tanto de la perfección de la creación divina. –Queda lo menos, tranquilízate. En cualquier momento sabremos el resultado de nuestro trabajo y recibiremos nuestra merecida recompensa. Y en el peor de los casos, sesenta años no son nada al lado de la eternidad, y otro traspié no significará el fin de nuestros esfuerzos, sino una caída más de la que nos volveremos a parar, como ha ocurrido ya tantas veces.

En ese instante un pequeño temblor remeció sólo a la catedral, el que fue apenas percibido por los cuerpos de los dos viejos sacerdotes.

–Llegó el momento, Valafar– dijo el demonio dentro del cuerpo de Oróstegui.–Llegó el ansiado momento, Andras– respondió el demonio dentro del cuerpo de Carmona.

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XXIX

Marcos Antúnez estaba tieso a unos cuatro metros de la puerta de la cámara averna, la cual luego de un crujido se había abierto sola, dejando al descubierto un espacio negro, que se sentía impenetrable a esa distancia. Antúnez había alumbrado con su linterna infructuosamente el lugar, pues la extraña oscuridad parecía ser capaz de absorber la luz y mantener su estado basal. El secretario del cardenal no se atrevía a acercarse al lugar, y le era imposible alejarse. Ahí, a cerca de quinientos metros debajo de la catedral de Santiago, su espacio vital se había restringido al área bajo sus pies. Su alma se horrorizó cuando de todas partes y de ninguna, una voz inundó sus oídos.

–Gracias por abrir la puerta– dijo la voz.–¿Quién eres? Aléjate de mi… yo…–Me conocen como Baal, soy el comandante general de las huestes del señor lucifer, encargado de conquistar la tierra y postrarla a sus pies. Nuevamente gracias por liberarnos.–Yo… yo no venía a liberarte… la puerta tenía que sellarse… esto no puede estar pasando… –dijo Antúnez mirando a todos lados, como tratando de encontrar a quien le hablaba.–Probablemente fuiste enviado por Andras o Valafar, los dos generales que están en la tierra ayudándonos a salir– dijo Baal–. ¿Así que venías a sellar la puerta? ¿Y con qué, si se puede saber?–Con una reliquia de la cruz de cristo.–Ah, ya veo, te hicieron creer eso. Muy inteligente la jugada.–¿Qué quieres decir con jugada, de qué hablas?– dijo Antúnez, subiendo cada vez más el volumen de su voz.–Me refiero a que te engañaron para hacerte creer que venías a sellar la puerta, cuando en realidad venías a abrirla– dijo Baal–. La astilla que te entregaron era el trozo faltante de la puerta, una astilla del árbol del jardín del Edén, aquel que nos prohibieron volver a ver y disfrutar gracias al egoísmo del dios al que le rezas. Pero llegó el tiempo de la venganza, ahora la tierra será nuestra, le daremos a tu dios donde más le duele.–Pero la astilla de la cruz…–Pobre tonto, ¿sabías que si juntaras todas las que se dicen astillas de la cruz habría madera suficiente para crucificar como a cincuenta de ustedes, tarado? Lo que tuviste en tus profanas manos es más sagrado que un pedazo de árbol en que murió el cuerpo del hijo del egoísta, es una astilla de la corteza del árbol del bien y del mal, el poseedor de la llave de la sabiduría y que está vedado a todos, salvo a los más cercanos a tu dichoso dios.–Pero el códice… en ninguna parte decía nada de esto…–El códice… ah, el libro de versos que dice cómo llegar hasta acá. Déjame recitarte el verso que se refiere a este momento:

“Discípulo del mal encarnadotu misión has de cumplir, regocijado;

desnuda tu mano de armadurapara que sirva de llave a la cerradura,

no sirve la materia muertapara liberar completa puerta”

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“Sólo por el firme roce de tu pielse liberará en el mundo la hiel

pues quiso la bastarda esposa romanaque no se abra por espíritu sino por piel humana”

–¿Eso era, cierto? ¿En qué parte dice algo de sellar la puerta con una astilla?–Pero ahí dice discípulo del mal, y yo soy católico…–Claro, un católico que pecó de soberbia al creer que sólo en sus manos estaba el salvar a la humanidad, y de ira al bajar acá para vengar la muerte de sus amiguitos. Dos de siete pecados capitales es un buen comienzo para ser considerado como seguidor de mi señor.

Antúnez estaba consternado, no podía creer que por su culpa esa puerta del infierno estaba abierta, y no había nada que pudiera hacer para salvar esa aberrante situación. Mientras el hombre intentaba entender el momento que estaba viviendo, la voz de Baal volvió a invadir todo el lugar.

–Y antes que lo preguntes, el verso aquel dice expresamente “no sirve la materia muerta, para liberar completa puerta”. Por si no lo entiendes, quiere decir que la llave no es de un material muerto como el metal, sino de materia viva, como es el árbol del bien y del mal. Y dice claramente, “para liberar completa puerta”: tu dichosa iglesia, la “bastarda esposa romana”, hizo que le sacaran una astilla a cada puerta, para que quedara incompleta y no se pudiera abrir. Lo bueno es que para nosotros es relativamente fácil ubicar estos artículos.–No puede ser…–¿De verdad creíste que un cura de verdad tendría una astilla de la cruz guardada en una caja fuerte, en vez de mostrarla en una vitrina para que toda la manga de cínicos e idiotas le rezara día y noche? Ya veo por qué te escogieron, eres lo suficientemente estúpido como para tragarte todo lo que te cuentan.–¿Y… qué va a pasar ahora?– preguntó Antúnez, mirando a todos lados.–¿Qué crees que va a pasar, que nos vamos a quedar conversando eternamente acá, o que te invitaré a pasar al infierno? Este es el día más glorioso para la humanidad, desde que lucifer fue liberado del yugo del dios del egoísmo. Es el día en que todos mis generales y sus huestes se pondrán a mis órdenes para que arrasemos con el culto a tu dios de la faz de la tierra, e instauremos obediencia y culto al dios de la libertad, el gran señor lucifer.–No podrás, la iglesia no lo permitirá… el papa…–¿Debo recordarte que Valafar lleva sesenta años en el cuerpo de un obispo, y Andras el mismo tiempo en el cuerpo de un cura bibliotecario? No sabes de lo que hablas, ¿crees acaso que nos ahuyentarán con agua bendita como la que llevas en esa botellita que aún no has sacado, y que estás guardando para atacarme? ¿O acaso lo harán con rosarios, o con espinas de una corona, o con astillas de cruz, o trocitos de tela o de cuerpo de algún santito? Ningún alma encarnada tiene poder sobre nosotros, idiota.–Pero dios… dios mandará a sus ángeles comandados por Jesucristo…–Tu dios, tus ángeles y tu cristo está ocupados en otra guerra santa en otro universo. No elegimos el instante al azar, esperamos el momento preciso en que no nos puedan atacar.–¿Qué?– dijo Antúnez, entendiendo menos que al entrar al túnel.–Ah, cierto, tu iglesia romana te dijo que son los únicos seres con vida en el

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universo… ¿qué se siente descubrir que has vivido en un engaño orquestado por quienes creías que jamás te mentirían?–Esto… esto no está pasando… estoy alucinando... todo esto es por culpa del encierro, eso es– dijo en voz alta Antúnez–. Todo esto es producto de mi imaginación, no hay nadie aquí.–Claro que no hay nadie acá, salvo tú, yo, que según tú soy tu imaginación… ah, y el cadáver de tu amigo Wenceslao Gómez. Pobre, creyó que podía abrir la puerta y encontrar al que mató a su bella amiguita Beatriz, a tu curita Ulises, al otro cura ese y al que le fue con el cuento... ah, también al de la secta que hice que degollara a sus hijos. Bueno, y al que mató al profanador de tumbas luego que matara a sus socios, y al loco que se cayó al río hace no recuerdo cuántos años. Vaya, pucha que soy malo, mira a todos los que he muerto. Bueno, tu detective me encontró, pero parece que no le fue muy bien que digamos– dijo en tono burlón la voz de Baal.–¿Qué mierda quieres de mi, hijo de hiena? ¿Por qué no me matas de una vez?– gritó Antúnez.–No sé, parece que me divierte hablar contigo, por lo menos este rato me he divertido. ¿Y qué hay de ti, te has divertido hablando conmigo, te caigo bien luego de contarte toda la verdad?–Maldito hijo de perra, te odio con toda mi alma, desgraciado.–Gracias por los cumplidos, Marcos– dijo la voz de Baal en tono irónico–. Bueno, creo que ya está llegando la hora de la gran arremetida, mis huestes están impacientándose, necesitan salir a asolar la faz de la tierra para entregársela a nuestro señor lucifer. –Van a ser derrotados, dios no permitirá esto, volverán al infierno de donde nunca debieron haber salido, y a ti te matarán por tus pecados– dijo Antúnez, convecido de sus palabras.–No puede ser muerto quien nunca ha estado vivo, Marcos. Pero bueno, ya no es hora que entiendas ese u otro misterio. Debo ir a comandar mis tropas, la humanidad nos espera ansiosa, aunque aún no lo sepan– dijo con firmeza la voz de Baal–. Mira, pese a que bajaste engañado, todavía te debo el que hayas abierto la puerta que mantenía encerradas a mis huestes y congelada mi misión, así que tengo una oferta para ti: si decides abandonar a tu dios y le juras lealtad irrestricta y devoción a mi gran señor lucifer, tu alma será privilegiada y premiada en el nuevo reino de la oscuridad sobre la tierra. No sé si pueda conseguirte un puesto de poder, pero al menos me encargaré que no te toque pasar muchos malos ratos.–Jamás– dijo Antúnez, decidido–, no me importa morir, pero voy a morir en mi fe. Eso no me lo podrás arrebatar, demonio mal parido.–¿De verdad no te sabes ningún insulto fuerte, Marcos?– preguntó divertida la voz de Baal.–No juegues conmigo maldito desgraciado, ya te di mi respuesta, y es definitiva. He dedicado toda mi vida a servir a mi iglesia y a varios de sus dignatarios, y no voy a tirar mi lugar reservado en el reino de dios por el simple miedo a la muerte. Podrás acabar con mi cuerpo, pero jamás con mi alma– dijo Antúnez, mirando a todos lados.–Vaya bicho raro el que me enviaron Valafar y Andras– dijo la voz de Baal–. Bueno, al menos tienes claras tus convicciones y al parecer eres medianamente consecuente. Eso lo respeto, aunque para lo que viene ahora para tu planeta no sirve de nada.

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–Termina cuando quieras con mi vida, maldito mal parido– dijo con voz firme Antúnez–. Sé que mi cuerpo sufrirá, pero al final del tormento mi alma descansará en paz en el cielo.–Está bien tonto– dijo con seriedad la voz de Baal–, supongo que morir por tus convicciones equipara un poco tu estupidez. –Atácame cuando quieras, ya no te temo– dijo Antúnez, girando hacia todos lados–. Quiero verte atacarme, a ver si tienes las agallas de mostrarte frente a mi.–¿Mostrarme frente a ti? ¿Y quién te dijo que estoy fuera de ti?

En ese instante la vista de Marcos Antúnez se nubló, y una oscuridad apenas comparable con la que alcanzó a ver tras la puerta del infierno lo invadió por completo.

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Epílogo

Un suave temblor se empezó a sentir bajo la catedral de Santiago. Pasados los segundos, el movimiento telúrico comenzó a aumentar en intensidad, hasta parecer un verdadero cataclismo. En ese mismo instante, y justo un par de segundos después de iniciado el temblor, Valafar y Andras abandonaron violentamente los cuerpos del obispo Carmona y el padre Oróstegui, dejándolos botados en el piso de la oficina del viejo sacerdote, junto a dos grandes posas de sangre. Cuando el temblor estaba alcanzando su intensidad máxima, la ribera sur del río Mapocho a la altura del puente Patronato pareció explotar, luego de lo cual una inmensa nube de demonios empezó a oscurecer el cielo del lugar, a medida que salían en número incontable por donde estuvo la puerta del túnel hacia la Cámara Averna. En ese mismo instante, la catedral de Santiago estalló en mil pedazos por la fuerza del torrente de demonios que salían de debajo de ella, los que de inmediato ocultaron el sol por sobre la Plaza de Armas. Baal estaba por encima de todos, guiando a los generales para que distribuyeran sus huestes lo más rápido posible por doquier, para no dar pie a ninguna reacción. En poco menos de un minuto, el ejército de demonios a su cargo había cubierto por completo el planeta, apoderándose de todo a su paso, y arrasando con toda alma que no quisiera rendir culto a lucifer. Baal sonrió, al ver que por fin sus planes se habían cumplido. Quinientos metros bajo tierra, el cuerpo desangrado de Marcos Antúnez yacía sin vida junto al del detective Wenceslao Gómez, en el piso de piedra a la entrada de la Cámara Averna, con una mueca de tristeza en su ya frío rostro.

FIN

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