1. Coleccin Das felices (trece crnicas y una coda)
2. MONTE VILA EDITORES LATINOAMERICANA Das felices (trece
crnicas y una coda) Nelson Gonzlez Leal
3. 1a edicin, 2005 ILUSTRACIN DE PORTADA Jpiter e Io, circa
1531-32 CORREGGIO leo sobre lienzo 163.5 x 74 cm Kunsthistorisches
Museum, Viena MONTE VILA EDITORES LATINOAMERICANA C.A., 2002
Apartado Postal 70712, Caracas, Venezuela Telefax: (58-212)
263.8508 [email protected] www.monteavila.com.ve Hecho el
Depsito de Ley Depsito Legal N lfxxxxxxxxx ISBN 980-01-1176-x
4. A todos los personajes que poblaron el camino de los das
felices. A mis padres, por el resto.
5. La casa Aquello fue tormenta y negrura. Primero el relmpago
fil- trndose como aguja lquida a travs de mis prpados en sueo,
luego el trueno. De repente, todo fue como en los primeros tiempos:
una aguda y sonora humedad rodeando el espacio, sombras y miedo. El
miedo realmente lleg des- pus, en ese da acuoso y turbio, en el que
apenas lograba respirar. La membrana que encapullaba mi cuerpo era
fuer- te y opona una ligera resistencia al movimiento. El segundo
tronar, lento, profundo, terrible, como puede imaginarse uno la ira
del demonio, desgarr el centro de mi pecho, lo hizo aicos, lleg al
corazn. Un hlito de susto, de pavor, de es- panto, inund la
pesantez del aire y rebot en ste como un fantasma de goma, para
regresar de inmediato hacia el dila- tado iris de mis pupilas. No
guardo precedencia alguna de aquel momento. No reconozco picnic, ni
caminatas por el parque, ni circos con elefantes y mujer barbuda,
ni montaas rusas, ni algodones de azcar. Slo aquel inicio oscuro,
rodeado por el miedo. S que intent gritar, pero la terrible negrura
con que se en- contraron mis ojos al abrirse, espantados por el
trueno, me rob el habla y tambin el aire. Ni siquiera pude moverme.
Estaba all, con apenas 6 7 aos tal vez menos, solo, tendido en una
hamaca, sin luz, bajo una tormenta feroz que azotaba el techo y las
paredes del casern de mis abuelos. Escuchaba la tormenta, los
relmpagos encendan a brevsi- mos intervalos la soledad de la
habitacin y en mis odos 3
6. se duplicaba, como en una caja de resonancias magnticas, el
retumbar del cielo y del torrente que flua en la parte tra- sera de
la casa. De pronto tuve conciencia: hacia all, hacia atrs, hacia el
final del patio, sobre el borde del rayano, se abra la telrica
herida de una caada. Fue entonces cuando escuch los gritos, los
jadeos y la- mentos, y supe que no me haban dejado solo para irse a
contemplar la lluvia. Hacia el fondo, atravesando el largo pasillo
que daba a la cocina y adhera con el patio, apartan- do un poco el
limonero y la acacia, despus de saltar con ex- trema atencin la
pared de bahareque, hacia all, justo esa noche, tronaban los
demonios. La casa de mi primera infancia fue ms bien un casern de
siete habitaciones y un pasillo largo y estrecho por donde se
llegaba a la cocina. All, plantado entre el local de un car- nicero
italiano, cuyo hijo gustaba de colgar gatos en las vi- gas que
sobresalan de los techos hacia los callejones, y una casa un tanto
menos grande y ms discreta, cuyo patio sola- mos atravesar como si
de un campo de batalla se tratase, por cuidarnos de los feroces
mastines que de cuando en cuando vencan sus ataduras y se
desbandaban al acecho de algn incauto, all, repito, estaba sembrado
el casern. Era en ple- na avenida La Limpia, justo en diagonal al,
para entonces ya antiguo, cine Alczar, en donde tuve contacto con
la maravi- lla de la gran pantalla desde muy chico, gracias a que
el por- tero era nada menos que mi padrino de bautismo. Pasando la
casa de los perros quedaba otra, grande, lbrega, con un patio
frondoso y un porche perennemente seco y vaco. De sta recuerdo unas
nias hermosas que, sobre todo por las tardes, solan dejarse ver
entre el quicio de las ventanas, y la historia nunca corroborada de
que en su patio, oculta entre la fronda, deambulaba una Sayona.
Creo, incluso, que algu- na noche, la ms cerrada de todas, de
lluvia seguramente, llegu a escuchar su llanto. No s si ella
sobrevivi al feroz paso de la tormenta, ni si las races del rbol
que era su casa porque la leyenda dice 4
7. 5 que La Sayona habita en la copa de los rboles, desde donde
emite su agudo y enloquecedor lamento resistieron la des- garradura
del agua. Nunca supe tampoco qu fue de las ni- as que asomaban su
rostro por los quicios, para brindarnos muy de cuando en cuando una
belleza tenue, serena, distin- ta, casi angelical, se dira que no
de este mundo. Tampoco me enter de la suerte de los perros vecinos,
a los que desde entonces no volv a ver. En fin, no pude conocer las
conse- cuencias de la borrasca. No me fue permitido enterarme de si
se haba ensaado con casas y avenidas, con hombres y mujeres, con
techos y faroles, con risas y con llantos. Slo s que fue impasible.
Tanto como el terror que desde enton- ces se hizo parte del
relmpago, la noche y el trueno. Nunca pude ver de otra manera la
casa, sino como un lu- gar hecho para el espanto. Su largo pasillo,
sus siete habita- ciones, su ancho patio, resultaron ilesos, no
sucumbieron ante la ferocidad del agua. Era como si una imantacin
anti- gua la hubiese dotado de un aura suprema, de una especie de
privilegio ante el indmito fuero de la naturaleza. Desde entonces
la imagin invencible y perenne, sobre- natural, y asociada
indefectiblemente al miedo. Pocos aos despus de aquella noche tal
vez dos o tres abandonamos la casa. Mis padres lograron comprar
vivienda en una urbanizacin lejana y asumieron la aventura de la
indepen- dencia. La casa qued all, todava habitada por mis abuelos
y algunos de mis tos, que aos ms tarde tambin, cada uno al asumir
su propio derrotero, terminaran por abandonarla. Yo volv a ella
muchos aos despus, ya con las sienes comen- zando a platearse y la
mirada confundida entre tanto nuevo edificio. Encontr slo un campo
vaco, demarcado por rayas amarillas y nmeros seriados. Era de noche
y amenazaba una borrasca. No pude ver mucho. Tampoco supe de nada.
Ni de las nias que se asomaban por los quicios de las ven- tanas
para dejarnos ver la celestial belleza de sus rostros, ni de los
perros, ni de mis tos trajeados de impermeable ama- rillo y grandes
botas de goma, que atravesaban la casa dando
8. 6 seales y gritos, demandando paciencia y prontitud,
luchando contra los demonios que all, al final, al borde del
rayano, im- ponan la angustia y el miedo. No supe de nada, no me
fue per- mitido enterarme sobre el destino del rbol donde habitaba
La Sayona, cuyo lugar yace demarcado en aquel suelo de concre- to,
que ahora sirve de estacionamiento a una macropapelera, por un
nmero inocuo, simple, que nada dice, que nunca asus- ta, que mueve
a risa.
9. 7 Gatos y fantasmas Los fantasmas no hacen dao; en verdad,
ni siquiera asus- tan. Espanta lo que nos cuentan sobre ellos, lo
que los vivos inventan acerca de los muertos. Lo s porque en mi
casa siempre ha habido fantasmas, y son ms bien como ngeles. Yo los
percibo atareados, en la ardua labor de mantenerse en silencio,
porque de lo contrario estallaran de risa ante nues- tro intil
temor a la muerte. Aunque igual no los escuchara- mos, pero se
apagara alguna luz, dejara de funcionar algn electrodomstico, se
abrira una puerta de repente, as sola, sin ser tocada por nadie, o
sencillamente dejara de llover. S, los fantasmas son los
responsables de que no llueva, por eso no son ciertas las historias
que mezclan fantasmas y tormentas. Como ven, ellos se ren casi todo
el tiempo de nosotros. De pequeo conoc a uno y me dijo su nombre:
Severo. Como yo era un nio y l tambin, prefer llamarlo Severito. He
olvidado casi todo sobre nuestros encuentros, menos los largos
recorridos por la casa, su gran facilidad para la risa y aquel
testimonio que me acompaa desde entonces. Por sus propias palabras
supe que a los fantasmas tambin les per- turba la oscuridad, porque
les aterra encontrarse con el te- mor de algn vivo, y no hay nada
que les d ms susto que el miedo. Lo peor es que no pueden gritar
como nosotros, porque si su risa provoca el cese de la lluvia, o la
solitaria apertura de una puerta, o el cortocircuito de algn
conductor elctrico, su grito induce el temblor.
10. Por eso los fantasmas prefieren las horas diurnas para an-
dar por los parques y jardines, la presencia de los animales, y los
cuentos de hadas. Son grandes lectores los fantasmas y muy amigos,
por ejemplo, de los gatos, a quienes eligen como lazarillos
nocturnos. De all que mi niez estuviera signada por la presencia de
los gatos. Gatos y fantasmas son en verdad como una sola cosa, una
misma esencia, casi un mismo recuerdo. Severito me inculc la
confianza y el amor por los gatos y el rechazo a la salvaje
costumbre de colgarlos de las vigas del techo, que se hizo tan
popular como divertimento entre mis otros compaeros de juego, los
humanos. Tambin me ense a amar la lectura, la placidez del silencio
y la tran- quilidad vespertina de los patios. All, en la casa de mi
ni- ez, flanqueados por un limonero y una acacia jugbamos a las
escondidas y l siempre ganaba. Mis padres observaban estos juegos
con la condescendencia propia del adulto que ignora las verdades
del mundo y ve en el nio al ignorante. Juzgaban aquello como
veleidades infantiles, o como anun- cios de una tierna quimera. A
Severito esto siempre le daba risa y dejaba con frecuencia la casa
a oscuras. Que era vieja, que el inservible alambrado elctrico, que
las filtraciones cuando la lluvia, que los inventos de mi to El
Negro me- tindose a fontanero y electricista, que la noche, que el
da, que la luna, que el agua, que el paso de las horas y el silen-
cio, que las garras de los gatos, que los fantasmas. Eso intentaba
explicar yo a mis cinco aos de edad. Pre- tenda hacerles entender
la causa de los constantes apagones y de mi extrema alegra, y por
qu uno y otro hecho estaban re- lacionados, pero ellos continuaban
con la lluvia, con lo viejo, con mi to, con la luna. Una de
aquellas tardes, ms bien ya cercana la hora de la noche, los ms
adultos, los otros nios de siete, ocho, diez y once aos,
inauguraron la costumbre de encender fogatas en el patio para
reunirse alrededor de stas e iniciar rondas de 8
11. cuentos fantsticos. Hablaban de fantasmas, por supuesto, y
yo los escuchaba, impresionado, atnito, sin entender muy bien a qu
se referan. Qu era aquello de calaveras ruido- sas, de cadenas
arrastradas por los pisos, de histricas y ma- cabras risas, de
lvidas y flotantes figuras, de cuerpos atravesados por sangrantes
cuchillos, de mujeres de cabello hirsuto devoradoras de nios, de
locas ancianas volando en escobas? Y Severito, que nunca me
desamparaba, era inca- paz de contener la risa, y entonces se abra
alguna puerta, estallaba alguna bombilla, o dejaba de funcionar la
licuado- ra donde nuestra abuela preparaba solcita un delicioso Ce-
relac con hielo picado, para calmar nuestra sed y hacernos crecer
fuertes y sanos. En ese momento se haca presente la sospecha, todos
en- mudecan, se observaban con ojos gigantescos y a la primera
palabra, temblorosa y parca, salan despavoridos a ocultarse bajo
las camas o en los rincones.Yo, contagiado por aquella reaccin,
culminaba mi carrera entre las piernas de mi ma- dre, buscando con
desespero su regazo. Entonces Severito desapareca, tambin espantado
por el miedo. Aquellas horas al borde de las fogatas se hicieron
parte del divertimento cotidiano de los ms adultos. Un da, o me-
jor, una tarde ya al borde de la noche, se sum al convite nuestro
vecino de junto, el hijo del italiano avaro y dueo de aquella
carnicera que bien pudo llamarse Sicilia, pero cu- yo nombre en
verdad no recuerdo. Desde all, desde aquel recinto de la carne
muerta, de los animales degollados, del estupor por la sangre y las
vsceras colgantes, que a m me espantaba ms que los cuentos de
fantasmas, lleg aquel ni- o con la historia de los gatos negros,
los mensajeros del diablo, los responsables de la mayor mala suerte
del hombre, los que por las noches invadan las habitaciones
oscuras, con sigilo, con furtiva presencia y perversa intencin,
para tre- parse a las camas y de un zarpazo hacer aicos la garganta
del durmiente.Y no era una simple historia, l los haba visto.
9
12. Lo haban hecho con su abuela y con su hermana, a las que
nunca conocimos porque un gato negro se las haba llevado, all en
tierra italiana. Y l, adems, poda demostrarlo, por- que tena uno en
su poder, sometido a su dominio, vencido, y deba ensernoslo. Hacia
all fuimos todos, con el corazn en la garganta y las manos
crispadas. Nos condujo al callejn de la carnicera. Al llegar, apart
unas cajas de plstico en cuyo fondo revolo- teaban algunas moscas,
sobre lo que supuse era una reciente mancha de sangre. Luego
encendi una bombilla, pequea, dbil, cmplice, y seal hacia el techo,
hacia una de sus vi- gas. De inmediato, al trmino del grito de
espanto de los ms adultos, comenz el temblor. Nunca ms supe de
Severito y dej de asistir a aquellos convites vespertinos. Adems,
desde aquel da la lluvia se hi- zo parte de las horas nocturnas, de
los ruidos de la casa, de la quejumbre antigua, de los nuevos
apagones, del rechinar de las puertas. Tampoco volv a jugar a las
escondidas, porque los otros, mis compaeros humanos, resultaban
demasiado fciles de encontrar. Opt tambin por el silencio y la
escasa risa, por la contemplacin de los rboles del patio, por una
temprana aoranza. A cambio, la casa se libr de los gatos, pudo
conservar intactos los muebles, olorosos a lavanda los pisos y los
rincones, y mi to, El Negro, logr por fin reparar el cableado
elctrico. Al tiempo, ya en la precoz adolescencia record por una
vez a Severito y una de sus ltimas revelaciones: por la noche no
hay mejor compaero que un gato, porque ellos, como los fantasmas,
se resguardan en la sombra para vigilar en silencio a los seres que
aman. 10
13. El to Nerio El to Nerio fue un hombre diferente y no por su
dificultad pa- ra articular un discurso comprensible, sino pese a
ello. Sometido a la burla y al desdn de quienes por tener la
capaci- dad del habla intacta se creyeron especiales, el to Nerio
vivi al margen de necios compromisos, de ambiguas y siempre in-
teresadas manifestaciones de afecto, y de indigestos pleitos de
familia. Ms an, estoy seguro de que el to Nerio muri feliz,
sometido slo a una culpa, la de no haber tenido el temple necesario
para levantarse en armas y en soberana ira contra quienes nunca lo
dejaron en paz. Ahora debe ser un maestro de ceremonias all en el
cielo, porque all, entre los ngeles, no se necesita de tanto
lenguaje hueco para apren- der a amar y sonrer. Yo recuerdo al to
Nerio viniendo a buscarnos cada tarde a casa de nuestros abuelos
para llevarnos a recorrer un periplo delicioso y radiante. Mi
hermana, asida a su mano izquierda, y yo a su derecha, caminbamos
confiados en el tino y la hu- milde sabidura de aquel pariente que
apenas poda articular palabras, porque sabamos que, guiados por l,
llegaramos a los predios de Ludovino y sus cepillados de zapote,
para lue- go, apenas una hora despus, abordar las sillas altas del
quiosco de arepas de Pipo y hartarnos de tumbarranchos. Era aquella
nuestra rutina favorita, aventura gastronmica inolvidable. Quizs
alguna vez nos desviamos a un parque de diversiones, o hacia la
carpa rada de algn viejo circo. Quizs 11
14. fuimos testigos de la forma en que el to Nerio se
comunicaba con los animales y de cmo stos lo observaban, cuan
largo, moreno y delgaducho era, con cierta sorpresa al principio y
ya luego con sereno placer. Puede ser que en alguna ocasin lo
confundieran con uno de los tres bufones de narices rojas y ojos
estrellados y comenzaran a darle de bofetadas, a lo que l habra
respondido con una perorata indescifrable y estrafalaria, es decir,
con un acto circense digno de maravillas que hara desternillar de
risa al pblico asistente; en especial a los nios, pasmados de
afecto por aquel hombre cmico y extrao. Tal vez todo esto haya sido
posible, pero en mi memoria prevalece la jugosa y dulce textura del
zapote y la abundancia harinosa y condimentada de la arepa
tumbarrancho, y se me hace la boca agua cada vez que lo recuerdo, y
no me bastan tantos aos de ausencia para agradecrselo. A mi to
Nerio le decan turuleco porque no lograban en- tenderlo, pero yo,
que lo nico que hice fue prestar atencin a sus palabras, sostuve
conversaciones sencillas con l, co- mo aquella en la que me explic,
una vez que fuimos a la playa con toda la familia, por qu los
cangrejos se entierran en la arena cuando llega a la orilla la
marea. De mis charlas con el to Nerio no guardo revelaciones ni
secretos, slo fantasas y risas, momentos gratos, extensos silencios
y un paciente ejercicio de entendimiento. El to Nerio, lo supe ya
de adulto, tuvo un accidente cuando nio. Parece que una noche, o
una tarde el tiempo exacto no lo tengo claro, cay de la hamaca
donde dor- ma y recibi un fuerte golpe en la cabeza. Desde entonces
perdi la facultad de articular palabras con soltura y el habla se
le fue haciendo una poco clara lenguarada. Es decir, el to Nerio
fue algo as como una Babel de un solo idioma, y yo me dediqu a la
gustosa tarea de ser su intrprete. Lo fui ante mi hermana, que
entenda a ratos sus pala- bras. Tambin ante mis otros tos, que no
hacan demasiado por escucharlo. Hice otro tanto ante mis abuelos,
que lo ob- 12
15. servaban con triste misericordia. Con mi hermano poco pu-
de hacer, porque l era de poco hablar y se tema ms bien que algo
del to Nerio se le hubiese contagiado. Con mi ma- dre tuve menos
trabajo, porque ella sola tomarse con sano buen humor la dificultad
para entenderlo y terminaba por enfrascarse con l en unas
conversaciones extravagantes y despreocupadas. Y mi padre, pues
simplemente se tumbaba a la bartola y lo dejaba hacer. Creo que
gracias a esta actitud de mi padre su hermano mayor, el to Nerio
fue un hombre completo. Un ciudadano con cdula de identidad y hasta
trabajo para ganarse la vida. Una vez supe que haba sido portero en
una discoteca y aunque no poda imaginar a aquel hombre embebido en
una discusin con alguna atrevi- da chica o con un gan que quisieran
pasarse de listos y colarse en la fiesta, me sent orgulloso. El to
Nerio no men- digaba el dinero con que nos ofreca helados y tardes
de risa. Quizs alguna vez mi padre lo ayud con algo de efec- tivo,
pero en general el to Nerio ganaba su pan y su presti- gio ante mis
ojos por su propio medio y a pesar, o gracias ms bien, a no tener
una lengua presta para la splica. Creo que al to Nerio podra
describrsele mejor como un personaje sacado de las viejas pelculas
de Tintn; algo as como el tan ansiado hombre que fumando esperaba
la flaca Vitola y que nunca lleg por ocuparse en pasear sobrinos a
las cuatro de la tarde. Adems, al to Nerio le encantaba Tintn,
usaba mostacho al estilo Jorge Negrete y fumaba co- mo charro
mexicano. Quizs haya sido por estas caractersti- cas que en una
ocasin lo confundieron con un actor azteca y lo abordaron con
histrico desespero para pedirle autgra- fos. El to Nerio
simplemente se dedic a firmar cuanto pape- lito colocaban en sus
manos, y ya para despedirse larg una perorata que dej lvidas a
aquellas impertinentes y distradas fanticas.Y es que al to Nerio
vivan confundindolo con pa- yasos, actores de cine o vendedores de
helados. Ludovino, por ejemplo, quera contratarlo para que le
vendiera de puerta 13
16. en puerta sus ricos cepillados de zapote, pero el to Nerio,
que slo trabajaba de noche porque en las maanas dorma a pierna
tendida y por las tardes se dedicaba a pasear a sus sobrinos, se
neg de manera rotunda. Adems, a l tambin le gustaba el zapote y
corra el riesgo de terminar comin- doselos todos. Hoy, a tantos aos
de su ausencia, slo puedo recordar momentos gratos con el to Nerio
y agradecer de igual for- ma que mis padres me dejaran recorrer
aquellos deliciosos y frescos caminos infantiles asido a la mano
derecha de aquel hombre singular, con quien algn da espero
encontrarme de nuevo para terminar de hablar sobre los cangrejos y
el agua de la playa que moja nuestros pies, mientras saboreamos un
dulce y cremoso cepillado de zapote que l me habr lleva- do a
comprar, de seguro, en el viejo negocio de Ludovino. 14
17. Trazando el diamante Tumbaron los rboles y limpiaron el
patio. Lo dejaron tan li- so y claro que no hubo forma de imaginar
otra cosa: era el campo perfecto, el mejor terreno para jugar
bisbol. Ese mismo da buscamos cal, perforamos el fondo de una lata
de leche vaca, cortamos a la mitad un palo de escoba, hicimos un
agujero del dimetro justo del palo en la tapa de la lata, llenamos
la lata de cal, introdujimos el medio palo por el agujero de la
tapa y con un par de clavos nos aseguramos de prensarlo, tapamos la
lata y la cruzamos de un extremo a otro del tope con varias tiras
de cinta adhesiva negra. Estbamos listos, ya podamos trazar el
diamante. Pero faltaban las reglas; antes de cualquier trazado tena
que haber reglas claras porque el espacio, si bien era amplio, no
bastaba para sustituir un verdadero campo de juego. Lo ms
complicado fue decidir hacia qu lado quedara el ho- me, es decir,
el cajn de bateo. Si lo ubicbamos orientado de la casa hacia el
fondo del patio, correramos el riesgo de perder muchas pelotas,
puesto que la vecina del fondo era una vieja huraa, amargada,
peleona. Y adems, criaba al perro ms detestable y fiero de la
comarca. Si, por el contrario, ubicbamos el cajn del fondo del
patio hacia la casa, tendramos que cuidarnos de un par de ventanas
que, desafiantes de nuestro anhelo, cumplan la labor de airear la
cocina y el ltimo dormitorio de aquel largo casern de sie- te
habitaciones. Pero este reto, y el de considerar como home run a
toda pelota que pasara por encima del techo de la casa, 15
18. ubicada ya sobre un terrapln que se levantaba casi
cincuenta centmentro sobre el nivel del patio, fueron razones
suficientes para hacernos tomar esta segunda opcin. Decidido esto,
y algunas reglas ms, como la de que toda pelota que saliera del
campo por sobre alguna de las bardas laterales del patio en
realidad, simples muros de bahare- que era considerada out, y la de
que cualquier batazo que diera de lleno en los tres metros de
terrapln forrado de ce- mento que haca de divisor entre la puerta
del fondo de la casa y el patio, era considerado como extrabase o
tubey, como solamos pronunciarlo en aquella poca, para acoger- nos
a la grafa original, two base, trazamos el diamante. El campo era
algunos metros ms largo y ancho que el antiguo casern. De la puerta
del fondo al muro que lindaba con la casa posterior, haba espacio
suficiente para levantar otra edificacin de siete habitaciones, y
aun aadir dos o tres aposentos ms y un pequeo solar. Por los lados,
se pro- longaba hacia la casa en dos largos pero dbiles brazos, que
la envolvan hasta entrelazarse hacia el frente en un por- che. Eran
dos estrechos callejones, que tomaron al tiempo la categora de
franjas donde, al caer la pelota, se decretaba otro tipo de
extrabase, el tribey. Aunque no era con toda propiedad un campo de
bisbol, aquel patio llano y desbrozado resultaba suficiente para
unos nios de entre siete y diez aos. Era como una especie de campo
de fogueo, y all desarrollbamos nuestro particu- lar summer
training, nuestra propia y maravillosa temporada de verano,
tratando de emular a los grandes que veamos por la tele. Mi
hermano, mucho ms diestro que yo y en ver- dad ms gil y valiente
para enfrentar la endiablada veloci- dad de la pelota, imit siempre
las argucias y maromas de Concepcin, el gran capitn de Cincinnatti,
la eterna e in- vencible maquinaria roja. Pancho Pez, nuestro
vecino de junto, de mayor edad y ms fuerte contextura que el resto,
se desvelaba por imitar la potencia y los records del imbati-
16
19. ble Reggie Jackson y juro que, al verlo por primera vez
sacar la pelota por encima del techo del casern, dej de considerar
a Jackson como imbatible. Y yo, que rea en- tre una sincera
admiracin por la eficacia y galanura de los Rojos, y un maravillado
asombro por la mtica y abrumante presencia de los Piratas, termin
por imitar a Tekulve. Jams olvidar cmo cada pitcher de aquel
legendario equi- po mostraba las consecuencias de su destreza a
todo el que osa- ra desafiarlo: al frente de su gorra brillaba una
estrella plateada por cada una de sus victorias. Este recurso slo
lo haba visto emplear a aquellos eficaces pilotos norteamericanos
que duran- te la Segunda Guerra Mundial mermaron, metralla a
metralla, a los temibles ceros japoneses. Este recurso era, hasta
enton- ces, y segn vi en la teleserie que los hizo populares,
potestad absoluta de los felinos del aire, los
terriblesTigresVoladores.Y eso era para m, entonces, el gran Kent
Tekulve, el hombre que lanzaba la pelota por debajo del brazo con
una velocidad pas- mosa: una especie de Tigre Volador, un miembro
de aquel irre- ductible escuadrn de pilotos voluntarios, y su gorra
era como el flanco frontal de cualquiera de sus Mustang P-51: la
muestra ms elocuente de su temible eficacia. Hoy no recuerdo cuntas
estrellas acumulTekulve, lo cier- to es que si bien mi hermano lleg
a encaminarse por la ruta de Concepcin al participar en dos
campeonatos nacionales de bisbol y uno latinoamericano, y obtener
el galardn de mejor roba bases en el primero de ellos, y Pancho Pez
lleg hasta la categora junior desbaratando pelotas a batazo limpio,
yo no alcanc ms all de la categora infantil, resignado a ser una
especie de utility, que, en verdad, no serva para mucho.Y to- do
esto porque la constante forja de maromas y aspavientos sobre aquel
artesanal campo de bisbol, as como la devocin que demostramos al
presentarnos puntuales cada dos tardes para iniciar el juego,
terminaron por convencer a nuestros pa- dres de inscribirnos en un
equipo verdadero; es decir, con to- das las de la ley y la singular
parafernalia del caso. As fue 17
20. como obtuvimos nuestro primer, y en mi caso nico, unifor-
me de beisbolista: sudadera rojiblanca, spikes Frazzani, guantes
Tamanaco, pantalones a la altura del tobillo con lis- tas rojas y
una hermosa chamarra donde poda leerse el gla- moroso nombre de
Perfumera Flor de Pars. El resto fue una historia extraa, porque a
pesar de nuestra reciente inauguracin en un verdadero equipo de
bisbol desde donde, adems, se nos brindaba la posibilidad de ejer-
citar otra verdad: la de desplazarnos al certero ataque de una
Spalding, entre los linderos de un diamante trazado con exac- titud
profesional, nunca dejamos de asistir puntualmente a nuestro patio
libre de rboles y torpemente desbrozado. Y as fue tambin como
empezamos el juego de una doble vida, que nos fue absorbiendo el
tiempo, el apetito y todo asombro infantil, hasta llegar a
colmarnos entre la risa y el hasto. Jugar en el patio del casern,
armados de una pelota ar- tesanal un pequeo envase de cartn relleno
con una piedra redonda, al que hacamos un ovillo a fuerza de cinta
adhesiva negra, los guantes que nuestros tos haban empleado en su
poca de pretendidos beisbolistas, el improvisado trazador de cal, y
las reglas, nuestras propias reglas para el tubey, el tribey y el
jonrn, era una aventura fantstica, libre de ataduras pro-
fesionales, de normas absurdas como las de iniciar un preca-
lentamiento de dos horas antes del partido, de llevar un uniforme
pulcro y bien arreglado, de no permitir groseras en el campo, y
sobre todo la ms absurda de todas, de jugar con- tra un equipo
contrario.All, en el patio de la casa, nadie era del equipo
contrario, pues todos ramos amigos y vecinos, contertulios de las
rondas nocturnas para cuentos de fantasmas y adoradores de los
mismos bigleaguers. Nos dividamos, eso s. Haba que hacerlo para
conformar dos bandos, y por su- puesto que uno siempre deseaba
ganar el partido, pero al final, ganara quien ganara, todos
terminbamos compartiendo las mismas botellas familiares de
Coca-Cola, los mismos chistes y las mismas risas. En aquel patio,
en aquellos juegos, slo ha- 18
21. 19 ba un rival al que vencer, el perro de la vecina del
fondo, quien se haca dueo y seor, con toda la fiereza de su raza,
de cuanta pelota era mandada de foul hacia atrs. As fue la rutina
de aquellos tiempos. Si por las maanas emprendamos el camino al
campo real y dedicbamos dos horas a un arduo y sofisticado
entrenamiento deportivo, pa- ra emplearlo cada fin de semana en
tratar de vencer al equi- po contrario, por las tardes, apenas
concluido el reposo del almuerzo, corramos al patio para iniciar el
verdadero juego, trazando siempre el diamante con el rstico y
artesanal tra- zador de cal, a pesar de la inquebrantable tozudez
de nues- tros padres, quienes lucharon por imponer una regla que
nosotros nunca contemplamos, porque estaban hartos ya de tanta
ventana rota.
22. Rafailito Rafailito era el borracho de la cuadra. Viva tras
los predios del antiguo cine Alczar, en una casucha que ola siempre
a alcanfor y cuero viejo. En verdad poda decirse que el aroma no
provena de los rincones o de los muebles, sino de la pro- pia piel
de su madre, una anciana con gesto de espanto per- manente, devota
y terca. Dado aquello, nunca pude saber si el alcoholismo de
Rafailito era la causa de la mala vida de aque- lla mujer, o si por
el contrario, la mala vida de la mujer era la causa del alcoholismo
de Rafailito. Cuando lo conoc era ya un hombre de treinta aos y
deca estar enamorado de mi ta Ailsa, y lo que s no creo es que el
desaire de ella fuera la cau- sa de su mal, porque ya Rafailito
cargaba con el gusto por la bebida en el tiempo que comenz a
aparecer en nuestra casa. Con l se entenda bien el to Alirio,
hombre de rondas y jugadas de naipes, de hipdromos y esquinas de
apuestas, buen afilador de espuelas y mejor contertulio de
reideros. Quizs el conocimiento y manejo de aquel mundo, de su
lenguaje y sus cuitas, le otorgaban el temple necesario para tratar
a aquel borracho con cierta condescendencia y fami- liaridad. Yo no
s si fue Rafailito quien le puso el apodo de El Ciego, o si ya l lo
ostentaba para entonces, pero lo cierto es que nunca o pronunciar
aquel mote con mayor n- fasis en las slabas, lo que era ya mucho
lograr para un hom- bre que viva con la lengua adormecida por el
alcohol. En aquella condicin Rafailito era una especie de susto
ambulante, o algo as como un portador de las siete plagas 21
23. de Egipto, porque cuando asomaba su cara salvo el to Alirio
el resto de la gente pona pies en polvorosa y lo de- jaba solo, o
bien con cualquiera que por esa especie de ver- genza o de sentido
de humanidad que an no ha terminado de extinguirse en algunas
almas, se quedara en el lugar para escucharlo. Rafailito emprenda
entonces una extensa mon- serga al final de la que,
invariablemente, solicitaba algo de dinero para ayudar en la casa o
para comprar cigarrillos, que al cabo resultaba el mismo fin. La
historia de Rafailito nunca pude conocerla bien, por- que l contaba
siempre algo distinto, pero yo intua la au- sencia de un padre, o
peor an, la presencia de uno en peores condiciones que l. De igual
forma sospech un ca- rcter castrador y obtuso en la figura materna
y el rechazo despectivo de los hermanos, si es que los haba. Creo
que por estas virtuales circunstancias, Rafailito no se me hizo una
plaga como a los dems y pronto dej de causarme es- panto o fastidio
para convertirse en un personaje curioso y amigable. Y es que
tambin supuse una tremenda soledad a su alrededor y la bsqueda
desesperada de afecto, de ese ca- rio simple y sereno que nunca
obtuvo de la familia, y en- tonces lo sent como una especie de
pariente lejano y solitario que llegaba con ansias de ternura y
libertad. Por ello establec una connivencia tcita con el to Alirio.
El asunto era simple: si el to Alirio era capaz de com- prender a
aquel personaje triste, yo deba aprender lo mismo que l para
hacerme de su temple. As comenc a seguirlo en todas sus andanzas y
a mis escasos nueve aos afil es- puelas de gallo, llen formularios
del cinco y seis, apost en las esquinas a ganador, arm quinielas
con el bisbol de grandes ligas y me dediqu a observar la tcnica de
entrena- miento de los ms oscuros y fruncidos boxeadores de la
cuadra de mi abuelo, y al trmino de todo esto corra al por- che de
la casa, siempre a las seis de la tarde, para esperar la aparicin
de Rafailito, anclado a la vera del to Alirio. 22
24. Entonces, cuando Rafailito asomaba su tambaleante pre-
sencia por las esquinas del Alczar, yo me imaginaba esme- rilando
las espuelas de un marote con gesto recio y sereno, dispuesto a la
conversa. Y en silencio con ese silencio propio de los iniciados me
converta en testigo de aquella indiscreta y etlica alternancia:
revelacin de asuntos fami- liares, penas, dolores, demandas y
necesidades, entre el llan- to y la rabia, para concluir con la
invariable splica de dinero. De este lado, El Ciego, con mejor
vista que nunca y cual franco esclarecido por extraas divinidades,
procuraba dar algn consejo, reprender algunos puntos, apoyar otros
y, si caba, obsequiar algunas monedas para la compra de los
cigarrillos. La imagen final del encuentro era, como el the end de
un filme polaco de la posguerra, un borrachito de gesto conforme
que se iba entre silbos y tambaleos camino al horizonte, mientras
un endeble chiquillo lo observaba con cara de maravilla. No costaba
mucho imaginar aquello como una produc- cin cinematogrfica.
Bastaban dos actores, un buen direc- tor y algo de paciencia, y al
dar el consabido grito de luces!, cmara!, !accin! comenzar a rodar
la pelcula como todo un profesional. Esto pensaba al encontrarme
frente a aquellos dos personajes, el borracho impertinente y el
paciente to que lo escucha, aconseja y reprende, para acabar, de
todas formas, cumplindole alguno de sus capri- chos de ebrio
irredimible. Y como Rafailito siempre emer- ga en una especie de
dolly in de los predios ocultos tras la estructura del viejo cine
Alczar, pues me vena al dedillo tamaa quimera, que lograba
armonizar con las escenas pre- vias del nio dado a menesteres de
adulto. Lstima que yo slo fuera eso, un chiquillo de nueve aos de
edad y no un gran director de cine, y que al Alczar me lo
describieran siempre como un lugar de en- tretenimiento exclusivo
para mayores. Lstima tambin que nos mudamos de casa, de escenario y
de personajes. 23
25. Todo esto me llev a olvidar los viejos guiones y a darme a
la tarea de redactar unos nuevos. As se me fueron desdibujando los
primeros personajes: la vieja casa de los abuelos, la larga y
ruidosa avenida La Limpia, los marotes de cresta colorida, el cine
Alczar con su puerta en arco, Aracelys y el primer be- so a
escondidas en un callejn, Pantera, el malandro inasible y siempre
enamorado de mi ta menor, y Rafailito, el borra- cho de la cuadra,
de quien hoy no s absolutamente nada y al que ni siquiera pude
brindarle un happy end. 24
26. 25 Un Peacemaker a la cintura Todo cambi con la llegada del
primer hombre a la casa, a nuestra nueva casa. Creo que tendramos
apenas un ao de establecidos y yo deambulaba entre los gratos
recuerdos del viejo casern de los abuelos, donde viva una aventura
gti- ca cada noche, al tener que cruzar el largo y penumbroso
pasillo que comunicaba nuestro dormitorio con la cocina. Cada cruce
era una victoria de la valenta e insuflaba mi nimo para otra prxima
tentativa, para otro desafo al sorti- legio de la noche, de sus
sombras, de sus ruidos siempre es- pectrales, pero sobre todo, de
lo que en mi imaginacin infantil haban hecho nacer las historias de
los mayores: que si a dos casas de la nuestra habitaba una Sayona,
que si en la carnicera vecina destazaban gatos negros por las
noches, que si los aullidos de los perros alertaban el paso de
demo- nios sedientos de almas inocentes, que si los callejones que
bordeaban el casern eran el lugar perfecto para las embos- cadas
espectrales, que si no se dorma temprano el riesgo de confrontar a
uno de estos aparecidos era mayor, que la no- che, la larga y
cerrada noche, era slo potestad de estos se- ores y, por supuesto,
de los adultos que ya llevaban varios aos trajinndolos y podan
entenderse mejor con ellos. Frente a esto, estaba la tarea de
adaptarme a la rida y di- minuta dimensin del nuevo hogar. No haba
all un solo pasi- llo que trasponer, ni algn espectro al cual
birlarle la intencin del miedo. Era este un nuevo barrio, con nueva
gente, nuevas
27. costumbres y otros desafos. El peligro estaba afuera, en
las calles, entre las estrechas veredas que entrecruzaban la ur-
banizacin, para convertirla en una especie de laberinto donde
pululaban un millar de Minotauros. Y para entonces yo an no conoca
al buen Teseo ni a la hermosa Ariadna. En la tarea de observar la
calle, a la gente, de adaptarme a las nuevas costumbres, al nuevo
lenguaje, a los nuevos compaeros de escuela, se me iba el tiempo y
la nostalgia. Por las noches me levantaba semidormido buscando el
viejo y sombro pasillo de los abuelos, y despertaba del todo con un
ligero sobresalto al encontrarme en la cocina luego de tan slo
algunos pocos pasos. El asunto comenz a complicarse cuando se
mezclaron las dudas y los miedos con las nuevas historias: por all
no pululaban espectros, sino hombres de carne y hueso, tor- vos,
malintencionados, dispuestos al uso del pual y la ma- ledicencia.
Ladrones, malandros, marihuaneros, guapos de barrio, tozudos
borrachines, gente de verdad, seres huma- nos sombros y terribles,
de esos que asustan al ms espe- luznante de los demonios.Y todo en
mitad de aquel espacio que, definitivamente, no serva como
fortaleza. En la casa de los abuelos la trama era distinta, haba
tanto lugar donde esconderse, tanto recoveco donde obtener
cobertura, tanta distancia para poner de por medio, que uno poda
desafiar y burlarse de los demonios y luego correr para perderlos,
u ocultarse para confundirlos, o sencillamente cerrarles una puerta
en las narices con suficiente tiempo. Pero all, en la nueva casa,
las distancias eran tan cortas que los rboles del patio, frondosos,
oscuros y desafiantes por las noches, po- dan llegar hasta las
puertas de nuestras habitaciones con muy poco esfuerzo, y a
cualquiera que saltara el bahareque del patio le bastaban dos
zancadas para llegar a la puerta de la cocina. El asunto era, en
verdad, mucho ms aterrador y peligroso; era simplemente ms real.
Pero como he dicho, todo cambi con la llegada del pri- mer hombre
que me ense a desafiar nuevamente el mie- 26
28. do. Lo conoc una tarde, despus de que mi padre termin con l
para irse a tomar su acostumbrada siesta. Era alto, co- mo de un
metro ochenta, delgado, de piernas largas y cade- ras estrechas. En
su mirada poda adivinarse el talante del mar: profundo, sereno,
pero dispuesto a estallar con una fu- ria devastadora en cualquier
momento. En el entrecejo se le adivinaba una voluntad incontenible,
y en sus manos, de de- dos largos y callosos, los muchos aos de
dura faena, que seguramente le haban servido para desarrollar la
discreta musculatura que moldeaba la estrechez de su camisa. Pas a
mi lado y apenas hizo un gesto de saludo con la cabeza. Not que no
deba tener ms de veinticinco aos, a pesar de lo curtido de la piel
y del gesto de dureza en el semblante. Sin ms protocolo se recost
en la barra y pidi un whisky, luego mir alrededor, como midiendo
las distancias, y una vez que pareci tenerlo todo cubierto, volvi
al trago con una calma tal, que se dira ya dueo y seor de todo
cuanto all pudiera acontecer. Fue entonces, al levantar su pie para
dejarlo descansar en el pescante inferior de la barra, cuando vi la
fornitura; de ella colgaba, como adormecida por un lar- go e
incmodo silencio, la pesadez de un Colt 45. Aquel hombre se llamaba
John Howard y vena dispues- to a vengar la muerte de su padre, un
viejo pistolero que le haba enseado el perfecto uso de las armas.
Como l, co- noc a muchos. Arrojados, sinceros, desafiantes de la
dure- za y del miedo, nobles en el fondo, discretos, serenos, y
letales con el revlver y con los puos. Me ensearon que lo
importante era la confianza en uno mismo, nico don que permite
conservar la serenidad y armarse de la pacien- cia necesaria para
saber apreciar todo oportuno momento. Todos llegaron de la mano de
mi padre, afanoso lector de Marcial LaFuente Estefana. Nunca antes
los haba visto, ni me haban hablado de ellos, o tal vez no me haba
percatado de su existencia, entretenido como andaba entre pasillos
y fantasmas. Los conoc all, en la nueva casa. Llegaron para 27
29. instalarse en mis tardes como exquisitos convidados a una
nueva tertulia, a un nuevo y maravilloso misterio, el de la lec-
tura, que logr desafiar a los ms agresivos espectros de la no- che
y de mi an preadolescente imaginacin. Ya no hubo demonios que
pudieran abrumarme, ni malandros que motiva- ran el miedo por las
noches; tampoco historias que superaran a aquellas que contaba
LaFuente. Desde entonces, siempre an- duve acompaado por uno de
ellos, por John Howard o cual- quiera de sus hermanos, o por uno de
los ceudos marshalls de Abilene, o por un ranger con estrella de
cinco puntas en el pecho y un Peacemaker calibre 45 al cinto. Lo
dems fue puro hechizo y gallarda, el inicio de otro nuevo mundo: la
apasionante lectura de novelas de vaque- ros, la refundacin
silenciosa, sutil, pausada y eficaz, de un nuevo talante y de un
destino distinto, terrible y seguro. Hoy, despus de tanta tarde
entre libros del oeste, deseando la belleza sublime de tanta miss
Hurt y el rido propsito re- fundador de tanta Abilene desesperada,
puedo comprender que desde entonces, cada vez que escribo, me
cuelgo mi Peacemaker a la cintura. 28
30. Dostoievski sobre la cama de un boxeador Siempre ramos dos
en el convite y tambin en el combate, y siempre dbamos la vuelta a
nuestra historia para quedar a ma- no con el resto. As fue durante
aquella poca en que descubri- mos a Dostoievski sobre la cama de un
boxeador. Venamos de la travesura y hacia la travesura bamos, para
entrar y salir de cuando en cuando, y no sin un primigenio azoro,
de la malicia de los cantos que llaman poesa y la audacia perspicaz
de la prosa narrativa. A estas alturas slo recuerdo el apellido de
aquel pgil y, sin duda, su nacionalidad: Mendoza era natural de
Colombia, hablaba con acento cachaco y tena una sonrisa fcil,
aunque detrs de sta se adivinaba una gran pena. l per- teneca a la
cuadra boxstica de mi abuelo, pero en verdad haca ms las veces de
pen que de gladiador. Era un mandadero ms que un adversario y creo
que, simplemente, no tena muchas ganas de andar lanzando puetazos.
Fuerza tena, sin duda, pero no la voluntad de emplearla contra algn
competidor porque, segn su lgica de buena gente, no le encontraba
sentido a eso de andar aporreando a un semejante para ganarse unos
pesos. Pero la miseria de su condicin social y la creciente
violencia poltica en su pas lo haban obligado a asumir la condicin
de exiliado. Mendoza buscaba refugio, un lugar sereno y tranquilo
don- de comenzar de nuevo o, simplemente, donde iniciar la vi- da
que tanto aoraba y que su inquebrantable fe le haca creer posible.
Era, en suma, un hombre ingenuo. 29
31. De esa manera se lo coment a Severo y no quiso creer- me,
quizs porque poda intuir cosas que estaban fuera de mi alcance o
porque simplemente no era de este mundo, y los seres que no son de
este mundo, pues no saben bien de las cosas terrenales. Esto tambin
se lo dije y se ofendi un poco. Al cabo me respondi que no se
trataba de desconoci- miento o de una tozuda actitud de descredo.
El asunto era sencillo: Mendoza, el humilde boxeador que no quera
lan- zar los puos, tarde o temprano tendra que ceder ante los
requerimientos de sus necesidades. Si quera sobrevivir y permanecer
en nuestra tierra, no poda andar por all reci- tando pasajes de
libros extraos, ni mucho menos enfrentan- do con estos a sus
contrincantes. O peleaba o abandonaba el boxeo para retornar
vencido por el infortunio, porque nin- gn boxeador, que l supiera,
haba noqueado a un adversa- rio con el tormento y la redencin de
Raskolnikov. Lo triste era que aquellas lecturas no alcanzaban
siquiera a abrirle el camino para un oficio menos peligroso ni
humi- llante. No, Mendoza, que pese a saber de memoria los avata-
res de la Rusia imperial, o de la Francia monrquica, no haba
alcanzado en su patria a obtener ms que el ttulo de secundaria y,
adems, no tena en orden sus papeles de inmi- gracin, deba
conformarse con la ardua e ingrata tarea de saltar la soga y
golpear el saco para, entre lectura y reflexin, entre canto potico
y ensoamiento narrativo, subir a un cua- driltero con la preparacin
suficiente para reventarle el hga- do a cualquier paisano, antes de
que ste se lo reventara a l. Y eso haca Mendoza noche a noche, no
golpear, sino leer, porque de hgados y mandbulas deba encargarse,
por for- tuna, con no tanta prontitud ni frecuencia. Sus peleas se
dis- tanciaban lo suficiente para permitirle una reconfortante
consagracin a los libros. Y es que en verdad Mendoza no ganaba, ms
bien perda siempre, por lo que mi abuelo ha- ba decidido emplearlo
de relleno en espectculos mayores, y aprovecharlo tambin para pen
de cuadra. As fue como, 30
32. en este otro ejercicio, practicado a la luz de una dbil
bombi- lla, en un cuartucho dado ms al refugio de las ratas que de
los hombres, yo comenc a acompaarlo. Hasta entonces mis lecturas
eran pocas y sobre todo llenas de distintas mara- villas, de
extraos descubrimientos, de falsas pistas y oscu- ros asesinatos,
de desafos a la velocidad de un brazo que extrae un revlver experto
en escupir plomo con precisin matemtica.Yo era, sencillamente, y
gracias a los gustos y la bondad de mi padre, un afanado lector de
Marcial LaFuente, de las historietas de Cosecha Roja, del enigmtico
Kalimn y su inseparable amigo Soln, a quien el gran hind nunca ce-
saba de recomendarle serenidad y paciencia, esas mismas que intent
asumir en el extrao trance al que me impulsaban aquellas nuevas,
complicadas y extensas lecturas. Pero estando en esto, cre entender
por qu Mendoza no ganaba una pelea. No poda quedar sino agotado y
triste des- pus de tan largas y trgicas historias! Leer aquello y
habitar aquel maloliente cuartucho, rodeado de implementos disea-
dos para el combate, era como bajar al infierno y olvidar el camino
de regreso. Fue entonces cuando, en acuerdo con Severo, mi
inseparable compaero de aventuras, planeamos darle la vuelta a
aquellas historias para colocar a Mendoza mano a mano con el resto.
Lo planeamos para una tarde en que l haba ido a cumplir en el
gimnasio su acostumbrado entrenamiento boxstico. Severo y yo,
sigilosos como serpientes que aguardan el paso de una incauta
presa, nos aproximamos a escasos veinte metros de la entrada a la
habitacin y, una vez all, encendimos con un fsforo un pedazo de
papel peridico. Dispuestos a granjearle una necesaria libertad a
Mendoza, observamos nuestros rostros que, iluminados por la
flameante luz de aquella improvisada antorcha, semejaban el
hiertico rictus de un inquisidor, y ya avanzbamos a nuestro
objetivo cuando las altisonantes voces de un grupo de boxeadores
que en ese momento llegaban al lu- gar nos obligaron a escapar. Lo
que aconteci de inmediato 31
33. es una historia digna de cualquiera de aquellos libros que
Mendoza tuvo a bien legarme a su regreso a Colombia: en mi huida,
impulsado por el temor a una espeluznante repri- menda, solt la
antorcha sin percatarme de que en ese instan- te cruzaba por encima
de una tanquilla de electricidad. No bien haba logrado guarecerme
en los predios de una casa vecina cuando una explosin terrible
estremeci la distancia, los cimientos de la casa y todo nuestro
nimo. La tapa de la tanquilla, que seguramente llevaba tiempo
acumulando ga- ses, haba volado hacindose pedazos y uno de ellos
hie- rro humeante y retorcido fue a detener su cada sobre el techo
de un automvil estacionado a pocos metros del lugar. Las
averiguaciones posteriores arrojaron la verdad y una multa que
pagaron mis familiares. Severo qued exento de culpa por ser slo un
fantasma sin cuerpo ni razn. Mendoza no pudo aguantar la risa y se
la pas carcajada tras carcajada el resto de los das que le quedaron
en el pas, y como pre- mio a mi atrevimiento, y a lo que consider
una gran creati- vidad, me leg su caja de libros, con Dostoievski
al frente. Mi padre, al enterarse de mis motivos para tal aventura,
decidi cambiar de tctica y en vez de ponerme frente a un pelotn de
fusilamiento, me llev a conocer el hielo. 32
34. 33 El triste temple de los domingos He escuchado decir
tanto sobre el triste temple de los domin- gos, que sospecho un
acuerdo universal sobre el tema. Pese al esfuerzo de los
programadores de televisin, que se han dado a la tarea de calificar
a las maanas de domingo como de ale- gre despertar, algo de lejano
y laxo se mueve entre sus horas. Algo as como lo que amenaza con
revelarnos siempre la letra T, que tanto tanto me gusta: todo toldo
tiene tubo tuvo todo tratamiento torpe taciturno trama tarde
traicin tan temida tanta tarde de domingo sin accin. Todo domingo
es as, len- to, absorto, repetitivo, tardo, tonto, y casi siempre
torpe. Todo domingo es cuerpo macilento sobre el aire y la
esperanza de una mejor semana. Todo domingo es gula y
arrepentimiento. Es, me ha dicho alguien con simpleza de infante,
un absoluto tiempo para las iglesias, para el sermn del cura y la
limosna, pero yo no puedo creerle, porque tambin existen los circos
y dan funcin los domingos. Con ritmo tamborileante, tambin con T en
el inicio, los circos que llegaron a la ciudad lo hicieron con
trama de do- mingo hacia las cuatro de la tarde. Venan en camiones
enor- mes en cuyo costado, con tinta roja, azul y verde, dibujaban
su nombre en letras imperiales, bordeadas de elefantes, mo- nos y
jirafas. Sobre las tarimas aferradas a la plataforma sie-
tecincuenta, lindas muchachas de aspecto siempre frgil y extranjero
hacan malabares y venias, mientras tres irreduc- tibles payasos se
desternillaban de risa y bofetadas, para de- leite de los ms
pequeos, los reyes de la casa, a quienes
35. traemos trayendo tan trasatlnticamente tremendas maravi-
llas del mundo. Todo toldo tiene tubo y las carpas se abran y
montaban en lo que demora una tarde en morir, mientras nosotros,
aperplejados por el concierto de enanos y gigan- tescos animales
que se movan al unsono, como si de una comparsa de feria se
tratara, idebamos la forma de conven- cer a nuestros padres para
que nos llevaran a conocer aque- llas maravillas. Mis favoritos
siempre fueron los magos. Los grandes pres- tidigitadores capaces
de cortar en dos a su bella acompaante y de volverla a unir con un
simple pase de manos. So mu- chas veces con ser uno de ellos e
inventar el mayor acto mgi- co del que se tuviera noticia. Un acto
que no consista en desaparecer algo, asunto tan fcil y poco
creativo, sino en apa- recer cosas, como un da ms a la semana que
se colocara an- tes del domingo para retrasar su llegada. Un jueves
ms, por ejemplo, para prolongar mis series favoritas de TV, o las
tardes de bisbol en el estadio municipal Alejandro Borges, o las
visitas de Aracelis para su acostumbrada noche de muecas con mi
hermana. Luego de los magos estaban los equilibristas, arriesgando
su vida sobre la cuerda floja a no s cuntos inmensos me- tros del
suelo. El primer da que vi esta maravilla quise unir ambas
especialidades en un solo acto: un mago que mien- tras avanzara en
difcil equilibrio sobre la cuerda, sin malla debajo, hiciera
aparecer centauros y sirenas sobre las gra- das, donde el pblico
expectante morira de asombro. Luego habra que sacarlos y reponer la
taquilla, porque el espec- tculo debe continuar. Los circos
llegaban siempre los domingos y hacan fun- ciones de gala con costo
preferencial para los nios. Se que- daban tres o cuatro semanas y
partan, tambin en domingo, para ausentarse por largos meses. Yo no
recuerdo haber ido sino a dos funciones en compaa de algn to o una
ta a quien no le gustaban los payasos, y en eso estbamos de 34
36. acuerdo, pues ninguna gracia encontraba en eso de humi-
llarse para deleite de otros y no poda comprender cmo el pblico en
vez de orientarlos para que dejaran de cometer tanta torpeza,
aupaba y se rea de su desfachatez. Mayor desconcierto me produjo
descubrir a algunos nios en el afn de imitarlos, colocndose narices
falsas, estrambticas pelucas y dndose bofetadas. Era, sin duda, ese
morbo tan humano que impulsa a la gente a continuar imitndolos en
esos programas televisivos que llaman reality shows, o en aquellos
de variedades al estilo Don Francisco, versiones modernas, pero
nada creativas, de los circos antiguos. El equilibrio sobre la
cuerda floja era un acto preciso y valiente. El del
prestidigitador, sereno y mgico. Ambos de- ban estar unidos para
bien de aquel mundo de maravillas que se engendraba tarde a tarde
bajo las carpas, y as lo pro- puse a algunos compaeros de juego,
que no se entusiasma- ron mucho con la idea y me consideraron algo
loco. A los dueos del circo jams pude conocerlos; tal vez si
hubiese hablado con ellos hoy da, ese impresionante espectculo
llevara mi nombre, o por lo menos habra alguna carpa don- de se
hablara de m. Pero el circo se fue; levant sus tendales un domingo
y dej la tierra de nuevo yerma, triste, macilen- ta y terrible bajo
el calcinante sol del medioda. A m no me qued ms remedio que
guardarme las ideas en compaa de algn que otro interesante partido
de bisbol por TV y el ladrido de los perros en el fondo del patio,
para continuar padeciendo las maanas taciturnas de ese da que a
capri- cho, o por mala traduccin del hebreo, hemos confundido
siempre con el ltimo cuando en verdad es el primero. Ya de adulto
he vuelto a presenciar la llegada de algn circo a la ciudad. Entran
con igual parafernalia, aunque aho- ra anuncian sus maravillas
mediante megfonos incorpora- dos en los techos de los camiones y
sobre sus plataformas sietecincuenta danzan y se contorsionan
grupos de chicas de ojos rasgados y rostro hiertico. Hace tiempo
que variaron 35
37. la oferta, ahora son grandes felinos, gordos elefantes,
ele- gantes magos y familias enteras de equilibristas y danzari-
nes quienes ofrecen el entretenimiento central. Se quedan hasta dos
y tres meses, cobran sumas elevadas por entrada y taquilla, y las
mejores funciones las ofrecen durante la se- mana. Para los
domingos slo han quedado algunos viejos y tristes payasos bajo
tanto toldo ya sin tubo. 36
38. Entre el plstico y la plvora Uno de los juegos preferidos
de mi infancia fue el de la esce- nificacin de grandes batallas.
Confrontaciones devastadoras entre ejrcitos verdes, rojos y azules,
entre unidades motori- zadas del desierto y divisiones panzer,
entre infantes de ma- rina y comandos de la SS, especialmente
planificadas para iniciarse en diciembre, por ser la fecha en que
podamos pro- veernos de suficientes pertrechos blicos. Misiles,
dinamita, descargas de obuses, seales luminosas para guiar a las
tro- pas en las incursiones nocturnas, todo poda comprarse en
cualquier quincalla de esquina, bajo la excusa de estar adqui-
riendo fuegos artificiales con que animar las festividades de-
cembrinas. As proveamos nuestro arsenal y preparbamos el campo para
la guerra. Yo sola resguardarme tras una im- provisada Lnea
Maginot, mientras mi vecino de junto, con- vertido entonces en el
comandante de una temible divisin de panzers alemanes, avanzaba
lanzando a diestra y siniestra triquitraques, recmaras y
tumbarranchos. Mi estrategia era siempre aguardar su acercamiento,
aun a riesgo de perder algunos buenos soldaditos de plstico en el
trance, porque una vez que lo tena a tiro de fusil, ordenaba fuego
a discre- cin, lanzando primero una descarga de silbadores,
petardos locos que producan un silbo infernal capaz de quebrar el
nimo de los ms impertrritos agentes de inteligencia de la Gestapo;
luego, tras iluminar con algunas bengalas el terre- no, empleaba el
arma secreta: misiles dirigidos y de alta po- tencia explosiva,
cohetes envarillados de largo alcance. 37
39. Todas las confrontaciones culminaban en una hecatombe y
podan durar varias horas. Al final recogamos los heridos y
premibamos a los sobrevivientes, mediante una merecida ceremonia de
condecoracin. En aquellos momentos pude observar a varios hroes.
Soldados que continuaban el com- bate aunque una de sus piernas se
hubiera fundido por el efecto del fogonazo de un triquitraque. Haba
otros que no aguantaban la descarga, sobre todo aquellos que caan
bajo la demoledora accin de una recmara para quedar hechos un
amasijo de polmeros. Pero siempre estaba la expectativa de los
refuerzos, tropas frescas venidas de las quincallas cercanas, o de
las tiendas de juguetes. Una de stas, llamada Acedo y ubicada en el
cen- tro de la ciudad, era el mayor centro de acopio. All permane-
can las reservas a la espera de la orden de movilizarse. Una vez
recibida, se desplazaban raudos hasta nuestras manos en comandos de
granaderos, francotiradores e infantes con fusil o metralleta,
siempre bajo las rdenes de un teniente que por- taba con gallarda
su pistola automtica y conminaba al avan- ce, nunca a la retirada,
y digo nunca porque estos soldados jams retrocedan. En verdad, no
recuerdo haber visto llegar a alguno de estos valientes soldaditos
de plstico con el gesto de la derrota, ni con el rostro
descompuesto por el temor. Sus facciones eran duras, decisorias,
tenaces, dirase que haban sido moldeadas para la lucha eterna. Lo
que no olvido es a aquel capitn de granaderos que a fuerza de
resistencia y plante, luego de soportar toda una tarde la feroz
descarga de seis o siete fosforitos, logr vencer el asedio de una
unidad de zapadores italianos y dar el parte al alto mando. Gracias
a es- to, llegaron los aliados. Pronto cont entre mis filas con
tropas australianas y entonces el caqui se hizo parte de la
variopinta gama de aquellas batallas. Ellos siempre iban con traje
de pantaln corto y camisa arremangada, y eran fanticos de las
ametra- lladoras, por lo cual pude incluir los triquitraques en
nuestro 38
40. arsenal. Con este nuevo contingente mi ejrcito se fortaleca
y daba un paso decisivo hacia la victoria. Al cabo, digamos tres o
cuatro das despus, todo acababa, mi contrincante y yo recogamos los
brtulos, las municiones restantes, los he- ridos y los hroes, y
dejbamos el campo chamuscado y con olor a plvora, para dar paso al
tiempo de los mayores. El patio de la casa deba ser preparado para
las parrillas, la cer- vezada y el lanzamiento de los cohetones,
las velas romanas y las girndulas, que celebraran, con alegres y
vistosos mo- tivos de luces, el nacimiento del nio Jess. Llegaba,
era cierto, el turno para el cese de las batallas, el momento de la
paz devota y del regocijo comunal. Los ve- cinos cantaban
villancicos y nosotros, los nios, calzbamos nuestros patines y
enfilbamos, cargados de pber adrenali- na, hacia la plaza mayor. El
trayecto era largo, pero ya ve- namos del juego de las
confrontaciones blicas y nada ni nadie poda detenernos. Era as cada
diciembre de nuestra infancia. Desde la es- cuela comenzbamos a
trazar las estrategias para el inicio de las batallas. Las
dibujbamos en los cuadernos, las trazba- mos en las pizarras cuando
no nos observaba la maestra, y las practicbamos mentalmente durante
el recreo. Yo siem- pre hablaba de la ventaja de estar bien
fortificado y de con- tar con una va rpida para el repliegue. A mi
vecino de junto, Pancho Pez, le convenca ms la tctica del avasalla-
miento motorizado. A Carlito, el hijo del italiano dueo de la
carnicera que flanqueaba la casa de mis abuelos, en cuyo patio
escenificbamos las batallas, le gustaba darse a la ta- rea de
emplear dinamiteros, fuerzas especiales que pudieran penetrar el
campo o cualquier fuerte, sembrarlo de explosi- vos y luego, desde
cierta distancia, pulsar el detonador. Ese era siempre el prembulo
infantil al cumplimiento de los inevitables compromisos que nos
imponan los adultos: las procesiones de la virgen, las noches de
gaitas y parrandas, la visita de antiguos, extraos, lejanos y
tediosos familiares, 39
41. y el irse a la cama a la hora en que apenas comenzaba la
no- che y el divertimento de los fantasmas. Esa era nuestra histo-
ria cotidiana durante los afanosos y frescos das de diciembre,
nuestra victoria simple y serena, escenificada entre el plstico y
la plvora. Cada da de aquellos ha quedado grabado en mi memoria
como un lugar comn para el contento, que se quiebra slo la tarde en
que, ya en el inicio de mi educacin secundaria y mudado de casa,
intent escenificar una nueva batalla. Esta vez no contaba con
espacio suficiente para trazar la fortifi- cada Lnea Maginot, as
que tuve que conformarme con un terreno angosto, al pie de un rbol
de mango, rodeado por una playa de cemento. Estaba solo, con
algunos soldados que tenan la misin de tomar el terreno enemigo, y
no era diciembre. Acomet, sin embargo, la tarea. Trac caminos,
excav trincheras, distribu puntos de control, ubiqu estrat-
gicamente las bateras antiareas, y ya cuando estaba listo para
iniciar el combate, lleg uno de mis nuevos compae- ros de clase, un
estudiante del liceo de apellido Medina que, segn me dijo luego de
observarme como si hubiese descu- bierto la propia encarnacin de la
imbecilidad, ya estaba muy grandecito para andar jugando con
soldaditos de plsti- co. La verdad yo no supe qu responder, me qued
all, pas- mado, inerme, sintindome cada vez ms tonto y pequeo, y
mis soldados, que estaban ansiosos de victoria, no se movie- ron ni
un pice, ni siquiera se lanzaron pecho a tierra cuando la bomba del
Enola, piloteado por Medina, cay sobre noso- tros para hacernos
aicos, para deformarnos el alma y el contento entre tanto plstico y
plvora que, an sin haber de- tonado un solo cohete, se me volvieron
retorcidos e intiles. 40
42. La llegada del Viernes Negro Fue un ao premonitorio.
Nosotros habamos tomado el li- ceo Manuel Segundo Snchez para
reclamar no s qu cosas de desasistencia municipal, aunque la causa
verdadera fue poltica. Mandaban los copeyanos y haba que joderlos.
Aquello fue emocionante. Toda una operacin comando. Entramos por la
noche, violando cerraduras, puertas y por- tones. Encadenamos las
entradas, bloqueamos con grandes piedras y cauchos el
estacionamiento. Nos armamos hasta los dientes. Tampoco era mentira
que aquel lugar, el viejo y rooso li- ceo Manuel Segundo Snchez, se
converta en nido de ma- landros por las noches. Si por el da era
nuestro centro de jugarretas y de heroicos levantamientos, con la
llegada de la luna, como un viejo castillo gtico plantado en la
mitad de un fro y distante valle, se poblaba de presencias
disformes, de si- gilosas sombras, de furtivos sonidos, lamentos y
gritos, de au- llidos de perros. Y nada podan hacer los vigilantes
ni la comunidad, ms que asomarse de cuando en cuando a las ven-
tanas de sus casas para atisbar sin ser vistos las fechoras de
aquellas sombras invasoras, que como espectros lunares baila- ban y
rean al son de la madrugada. Por eso nos preparamos. Recibimos la
asistencia tcnica de unos cuadros de la Juventud de Accin
Democrtica. Nos ins- truyeron en la seguridad, en el manejo de
armas y en la vigilan- cia nocturna. Nos apertrecharon tambin. Yo
no sola andar armado, ni haca guardias; era el lder. Acept slo una
Baby 41
43. Browning por un par de das, despus de todo me encontra- ba
bien flanqueado. A mi alrededor giraban siempre los her- manos
Ferreira, Vctor Cervantes El Niche que luego, algo muy luego, se
hara funcionario de la Polica Tcnica Judicial y el tristemente
clebre Neiro Mendoza. Neiro era nuestra mejor carta de defensa.
Aunque haba que mantenerlo controlado para evitar el desbocamiento
de su carcter explosivo, era el candidato perfecto para enfrentar
el peligro. No conoca el miedo ni la piedad. Se cuadraba a la
derecha y lanzaba el primer golpe con la izquierda, lo que le daba
siempre la ventaja del factor sorpresa. Era un perro de pelea y
estaba enamorado de mi hermana. Por eso, meterse conmigo era
meterse con l, y eso a nadie le convena. Estbamos listos, pues.
Treinta mocetones con ganas de quemar adrenalina, de llamar la
atencin, de hacernos los hroes. Los expertos de la JAD llegaron,
instruyeron y luego se marcharon para no volver. El resto nos
corresponda a nosotros, y a nuestras amigas y compaeras de estudio,
que nos llevaban la comida preparada por nuestras madres, la ropa
limpia, las noticias y, por supuesto, el amor. Ellas nunca dejaron
de ampararnos, de calmar nuestros miedos, de besar nuestra boca, de
acariciar nuestro sexo cuando la urgencia del roce lo dispona. Sin
ellas, no hubisemos llegado tan lejos. El resto del
apertrechamiento con que contbamos, ade- ms de armas, inclua un
reflector que colocamos sobre el te- cho de la oficina de control
de estudios, flanqueado por un centinela con un Winchester de
repeticin. Desde la primera noche estuvimos listos para enfrentar
cualquier intento de desalojarnos, cualquier agresin. Nos habamos
propuesto mantener la toma por treinta das, y nada, ni siquiera el
temi- ble Carae Goma, el malandro ms malandro de la zona, y todos
sus secuaces, nos haran abandonar la plaza. Alguien haba dicho que
ellos eran quienes convocaban los espectros lunares en el patio
central del liceo. Nos advirtieron sobre sus 42
44. danzas macabras, sus sacrificios a la diosa Cannabis, sus
des- manes alcohlicos, sus orgas. Nosotros sabamos quines eran. Ms
de una vez nos haba- mos cruzado con ellos en los alrededores del
liceo e, incluso, con el atrevimiento propio de esa edad
adolescente, termina- mos quitndole plata a los que estaban
acostumbrados a quitar- la. Ellos saban quines ramos nosotros.
Haban compartido juegos callejeros con los chamos del liceo. Al
Carae Goma le encantaba jugar pelotica de goma. Era un experto,
tena un bra- zo portentoso para golpear la bola y colocarla entre
la primera y la segunda base. Nunca nos habamos enfrentado. Nunca
ha- bamos discutido. Pero no era lo mismo el cruce circunstancial
en la calle, que el posicionamiento sobre el control de un espa-
cio que ellos haban tomado como altar nocturno. Debe- ramos
enfrentarlos? Se atreveran a intentar el desalojo?Todo era posible,
ya he dicho que aquel era un tiempo premonitorio. Sucedi como a los
quince das. Llegaron en un jeep, a eso de las diez y media de la
noche. Eran dos y estaban tra- jeados como guerreros del silencio y
la nocturnidad, y mejor armados que nosotros, sin duda. Bajaron
despacio, con la parsimonia propia de quien se sabe dueo de la
tierra que pisa. Eran altos, dobles, fuertes. Sus rostros, que
adivinamos cruzados por marcas de guerra, iban cubiertos por la
sombra cmplice de una visera. No era posible ver, ni adivinar, el
color de sus ojos; anteojos oscuros los cubran. El centinela,
cumpliendo a cabalmente su tarea, los ilumin con el reflec- tor y
ellos volaron sus cristales de un solo plomazo. Tenan poder de
fuego, llevaban placa, eran de la Disip. Venan por nosotros, eso
era seguro. Alguien del bando contrario, algn maldito de la
Juventud Revolucionaria Cope- yana haba soplado, o bien el
representante del gobernador de- cidi agotar el dilogo, o algn
vecino inconsecuente haba puesto la queja. Neiro, en un alarde de
congruencia del nimo, propuso enfrentarlos y mont su nueve.Yo le
orden bajarla y decid acercarme hasta ellos para conversar. Mis
compaeros 43
45. no me dejaron solo, guardaron las armas y avanzaron con-
migo. En el aire se senta la angustiosa y trmula densidad de
nuestra respiracin. El dilogo fue parco; inquirieron nuestra
identidad y nuestras razones. Se las dimos. Dijeron que tenan
informa- cin de que ese sitio que defendamos era guarida de malan-
dros por las noches. No lo desmentimos y le aseguramos que tenamos
el control. Dijeron que haban visto al mucha- cho del techo con lo
que les pareci un rifle. No los des- mentimos y les aseguramos que
por eso tenamos el control. Nos advirtieron que era peligroso, que
ellos saban muy bien de esas cosas. Les dijimos que no lo dudbamos
y que nosotros habamos tenido nuestro entrenamiento y contba- mos
con apoyo. Nos preguntaron que si acaso habamos vis- to a algunos
de estos malandros rondando la zona. Negativo, contestamos. Nos
aseguraron que pronto sera as, volvieron a su jeep y se marcharon.
A la maana siguiente supimos la verdad. No venan por nosotros,
buscaban a Carae Goma. Minutos antes de acer- carse al liceo haban
estado en casa del malandro, preguntan- do por l. Los atendi la
madre, les asegur que no estaba, que llevaba meses sin verlo. Ellos
entraron igual, con la mis- ma parsimonia que demostraron al
bajarse del jeep frente a nosotros. Hurgaron un poco aqu, un poco
all, sin mucho esfuerzo. Saban que no estaba, pero necesitaban ver
a la ma- dre para decirle Seora, vaya preparando las galleticas y
el caf, porque de esta noche no pasa su hijo. Aqul fue un tiempo
premonitorio. Ao 1982. Gobierno de Luis Herrera Campins. Al ao
siguiente vendra el Viernes Negro. 44
46. Pamperito Ah, cuerpo cobarde! Cmo se menea! Yo cargo una
pea que Dios me la guarde! S, el desplazamiento del cuerpo, el
meneo bamboleante, como si de un barco a la deriva se tra- tara, y
los fantasmas que lo acompaan, las visiones, los aparecidos, como
si en vez de brazos tuviera velas, y mstil en vez de cabeza, y
jarcias por piernas. Entonces, de proa a popa se mueve el alma y el
pecho recoge una cierta alegra, una pequea satisfaccin, y se
inflama como la vela bastar- da de un bergantn. As, impulsada por
el viento de la tarde, apareca ella, con la botella de ron en la
mano y aquel tema de Gualberto Ibarreto como himno que se canta a
la victoria del cuerpo sobre el alcohol. La llamaban Pamperito y
era porque no le gustaba la de pecho cuadrado, sino la cilndrica,
la del caba- llito frenao. sa que es capaz de moverse sin distincin
en- tre los patios de las casas ms tristes y cualquier candombe
sambenitero, en los que ella era, por cierto y por igual, prin-
cipal invitada. Cuentan que poda beberse hasta cinco bote- llas
seguidas sin que le picara ni coquito; que despus estaba tan fresca
como cuando haba comenzado, aunque yo la llegu a ver trastabillante
y mala en ms de una ocasin. Pamperito era joven; el furor de su
cuerpo, mediano y ter- so, no pasaba de los treinta y cinco aos
pese a los visibles estragos del alcohol. Era delgada pero no
raqutica, de bien torneadas piernas y mirada afable y detenida,
intensa, loca, locuaz. Su leyenda fue parte de ese espacio vital en
el que 45
47. se turnaron los amores idlicos de la adolescencia con los
arrebatos constantes de la urgencia sexual. Sin embargo, pa- ra m
no pas de ser ms que eso, una mujer legendaria, una hembra local
que super en impudicia y consecuencia a la mismsima Linda Lovelace,
pues Pamperito no se hizo escla- va del arrepentimiento; ninguna
histrica y absurda invoca- cin religiosa la llev a mutar sus goces
telricos, concretos, visibles y deliciosos, por anodinos y
entusiastas misterios ce- lestiales. Ninguno de aquellos fantasmas
que poblaron sus das, como contramaestres del delirium tremens,
lograron su arrepentimiento vano. Pamperito tena con qu ofrecer la
entrada a ese telurismo propio de las hembras de barrio, que asumen
sin recato la in- vocacin de los sexos, mientras dan y dan hasta
agotar la ca- balgadura. El asunto era que ella lo demostraba de
una forma sencilla, bastaba slo con obsequiarle una botella de ron
para observar su cuerpo desnudo, cimbreante y parco, siempre parco
en la primera entrega. Quizs con la segunda botella la moderacin
del desnudo pudiera dar paso a cierto atrevimien- to de la piel, a
cierto apetito de las manos, la boca, la lengua. Con la tercera, si
el obsequiante an se mantena en pie, ven- dra el triunfo de los
sexos, el desbocamiento, la absoluta lo- cura y el impreciso
delirio. Ron Pampero, si no, no, esa era la consigna, el invariable
santo y sea. Si no, nada que ver. Ni un piquito, caballero, porque
el meneo viene a fuerza de pea y cuerpo cobarde. Y es que Pamperito
era pegajosa y cetrina, pero no tonta. Para poder entrar en el
fragor maldito de su sexo como di- ra algn viejo bolerista si la
hubiese conocido haba que bailarla, invitarla a algn lugar bonito,
darle de comer, y de beber, sobre todo de beber, pero Pampero.
Ningn otro elxir o nctar dionisiaco poda lograr la cobarda de su
cuerpo, la lenta, pero segura, doblez del alma, y luego el
ensancha- miento del pecho, el batir de las velas que impulsaban
toda la cuaderna hacia la humedad profunda y el frenes. Entonces,
46
48. Pamperito bata cadera y cintura como si acompaara, esta
vez, una guaracha de Celia Cruz. Azcar!, cuentan que grita- ba en
el paroxismo de la entrega, ardiendo de puro ron. Cuentan que en
una oportunidad abord la noche en com- paa de siete mocetones y
tres botellas ardientes. Dicen que los llev hasta un almacn
abandonado y los pas por el filo de su sexo uno a uno, degollando
su precaria virginidad, mientras el ardor guardado en las botellas
resbalaba por su cuerpo. Bail con ellos, dicen. Ri con ellos,
dicen. Tir con ellos, dicen. Los hizo caminar por la tabla y los
lanz al mar, para quedar luego dispersa y triste, mirando la figura
de su hija que la observaba desde la entrada al almacn. Esa noche
las veredas del barrio no escucharon santo y sea y el cuerpo se
hizo ms cobarde que nunca. En un al- macn abandonado le dieron los
siete, uno tras otro, y ella los recibi como si de parejas de baile
se tratara, mientras el azcar de su sangre brotaba de los labios
como espumarajos de rabia y el viento de la tarde dejaba entre las
jarcias una quejumbre ciega. Yo no estaba en la comparsa, me
entrete- na ms bien jugando al domin, es decir, ejerciendo un ofi-
cio menos colrico, evitando el delirio, conjurando la tropela,
exorcizando los fantasmas; aunque de buena gana hubiera gritado
Azcar!, pero ya no daba tiempo. La vi morir de mengua; en verdad no
a ella, sino al cuer- po, a sus ganas, al furor. Lo vi dilatarse en
el vadeo del pesar hasta encallar en dudosos arrecifes. Ah cuerpo
co- barde! Ya no se menea! Cuando abandon el barrio ya nadie
hablaba de Pamperito, ms que para sealarla como la responsable de
una candidez perdida. Yo la vi, poco antes de mi ausencia, ms
borracha que nunca y en mala sociedad. Cuatro sujetos mal encara-
dos la flanqueaban; alguien dijo que eran policas. Me fui con
cierta tristeza en el cuerpo, temiendo que aquella histo- ria se
perdiera entre guarachas y mambos, entre tertulias y sealamientos
de viejas comadres, entre fatdicos cantos 47
49. milagreros, o entre las no menos fatdicas garras de aquella
ley vestida de azul. Imagin a aquellos hombres que la flanqueaban
como emisarios del Instituto Nacional de Menores, como ngeles-
funcionarios de ese poder que emborrona planillas con letra de
ejecutante primerizo y que observan con mirada de gavi- ln a toda
tierna paloma. Pero creo que me equivoqu. Lo cierto es que jams
volv a intentar una aproximacin, ni siquiera una mirada
clandestina, sobre aquella historia. La limi- t al olvido, o ms
bien a la ignorancia. Y no fue sino hasta nueve o diez aos despus
que volv a toparme con el ardor maldito y telrico del sexo de
Pamperito, aunque no directa- mente nunca haba sido directamente,
en realidad. Nunca fui uno de sus predilectos.Y nunca me gust el
ron, sino a tra- vs de las noticias que un antiguo vecino del
barrio me propor- cion, en una de esas tpicas tertulias de
reencuentros, donde cierta nostalgia frugal se hace siempre
presente. La verdad, segn mi informante, es que Pamperito nunca
tuvo problemas con la ley, ni tampoco con los vecinos, ni mu- cho
menos para seguir apertrechndose del divino ron, que no dej de
manar sobre su cuerpo como una fortuna venida del cielo. Aunque en
realidad llegaba, como siempre, de la mano de algn zagaletn que
terminaba por birlar a la madre el res- to de un mandado para poder
cumplir con el anhelo de hacer- se parte de una leyenda: la de la
mujer que se tir a siete, uno tras otro, en una sola noche. El
resto de la historia no evadi el terreno de lo previsible y sin
embargo me result extraa y morbosamente reconfor- tante. Supe de
algunas de las ltimas andanzas de Pamperito: haba superado su
propio rcord en botellas ingeridas antes de tirarse a siete, y la
hija andaba de novia con uno de los siete que se tiraba de cuando
en cuando a la madre.Y as todo iba quedando en familia, como en un
buen barrio, como debe ser. Y el cuerpo volvi a menearse, con
gracia y cobarda. 48
50. 49 Desagravio del Hornet, veinte aos despus El asunto fue
as: mi padre quera regalarme un carro y lo hizo. Un Hornet de
segunda, blanco, un tanto golpeadito, pero con su motor funcionando
a la perfeccin. Haba que gastarle poco para ponerlo a tono, algn
retoque aqu y all y una nueva tapicera, no le haca falta nada ms,
pero a m no me gustaba. No era un asunto contra el Hornet, que
permaneca all, en el garaje de la casa, aguardando a un amable
piloto que lo condujera. De seguro l hubiese cumplido con su labor;
me hubiese llevado de aqu para all a cumplir mis tareas y reca-
dos, a mis clases universitarias, que era, en verdad, su mi- sin.
Pero a m no me gustaba, no el Hornet, que estaba hasta bonito, sino
el hecho de tener un carro. Porque yo no quera un carro, sino una
moto. Un caballo indomable de potente ci- lindrada que me
transportara como una centella al ms leja- no de los destinos, con
una carajita atrs, por supuesto. Y es que ese era el gancho. Pobre
Hornet, no tena el sufi- ciente pedigr para apoyar el
levante.Adems, yo no quera di- ferenciarme de los otros chicos del
barrio, o mejor dicho, no completamente. Ellos andaban en moto, y
yo tambin tena que hacerlo, pero en la mejor, en la ms potente, en
la propia. Yo estaba destinado a ser el Fonsi de aquella
urbanizacin, de aquella zona baja, llena de trucos y miedos. Una
urbanizacin de nuevo cuo que ostentaba un nombre pretenciosamente
an- tiguo: Cuatricentenaria. Nunca supe de dnde le vino creo que no
lo supo nadie, y tampoco importaba mucho para
51. aquellos brbaros pobladores de ese nuevo mundo, lleno de
promesas de buenaventura y de casitas del Inavi, donde el aire
apenas circulaba y el calor se hacia tan irreverente y violento que
era capaz de vaporizar hasta las lminas de as- besto que entramaban
la techumbre. All recib el Hornet, mientras que sin comprender por
qu extrao y torcido criterio de la pertinencia y del destino, mi
hermana obtuvo la moto. S, mi padre le obsequi a ella el regalo que
yo ms deseaba, aunque en sus justas dimen- siones: pequea, ligera,
de apenas 80 cilindradas, pero moto al fin. Es decir, vehculo de
dos ruedas y cuatro velocidades donde la traccin de sangre tambin
funciona. Y no slo la de sangre, sino la de carcter, la de
voluntad, la de cojones. Haba que tenerlos para montarse en un
vehculo de dos rue- das, cuyo motor era capaz de impulsarlo a 80
kilmetros por hora en la mayor orfandad de equilibrio que se haya
visto en la historia. Domear su potencia, comprender los misterios
de su equilibrio, medir bien su peso, alcanzar su prestancia, po-
nerse a tono con su valor, esa era la consigna y, sobre todo, el
reto.Y haba que aceptarlo y ganar, porque sobre ella, so- bre el
rugido sereno y al mismo tiempo amenazante de su motor, el mundo se
tornaba otro. Ya no haba calles extra- as, ni veredas ocultas.
Tampoco lugares donde no aparcar, ni donde resultar un desconocido
cualquiera. No, la moto, ese pletrico animal de dos ruedas, ese
purasangre mecni- co y consumidor de un alimento menos tierno, pero
de ori- gen an ms milenario que la alfalfa, era el boleto hacia la
divinidad, sobre ella cabalgaba Dios, aunque con casco de proteccin
y siempre alerta. As que mi hermana andaba de aqu para all sobre
una hermosa Honda 80 cc, color escarlata, tipo Enduro, llamada por
el atrabiliario mundo de los motociclistas Diablito ro- jo,
mientras yo me conformaba con sentarme en el porche de la casa para
verla pasar y, de cuando en cuando, voltear la cabeza hacia aquel
animal apacible y parco llamado Hornet, 50
52. que yaca acurrucado hacia el final del garaje. Si mi
hermana andaba saltando aceras y veredas en un pequeo demonio es-
carlata demostrando tener tantos ovarios como cojones cualquier
atrabiliario, yo me sentaba tarde a tarde en el por- che de la casa
para observar con cierta resignacin, y el atrabiliarismo un tanto
encogido, es cierto a aquel animal blancuzco que ante mis ojos no
llegaba ni a querubn rebelde. A las pocas semanas, como era de
esperarse, mi hermana termin por repudiar la moto, luego de una
cada que arroj como saldo el despellejamiento de su rodilla derecha
y ju- ro que yo no tuve nada que ver con la falla en los frenos.
Por fin logr, entonces, poner mano sobre aquel manubrio color
nquel, cuyos extremos estaban recubiertos por un os- tentoso forro
de hule, de un negro tan profundo como las noches donde comenzara a
perderme, cabalgando sobre el lomo de mi diablo rojo. Aquello fue
como enfrentarse a esa especie de demonio de Tazmania que Disney
nos ha hecho llegar a miles de re- voluciones por minuto. Conmigo,
el diablito rojo conoci otros lugares, otras reas, otras geografas,
y un cuerpo dis- tinto al de mi hermana, sentado a horcajadas sobre
su dulce y clido lomo. As entr al torbellino de la velocidad, al
desbocamiento de los saltos y piruetas sobre arena y fango, al reto
cada vez ms adrenalnico del motocross. S, decid que aquel diabli-
llo escarlata deba honrar su calidad de (en)duro, de resis- tente,
y otorgarme la mayor emocin posible. Y no pudo, se qued corto, no
estaba hecho para eso. Era un Enduro, pero no un Cross. Una moto de
pavitas, pues. As que se la devol- v a mi hermana cuidando esta vez
de que la pasta de los frenos estuviese en su justo lugar. Sin
embargo mi herma- na no la acept, ya no le interesaba andar a
horcajadas por aceras y ramales, resecndose el cabello y pelndose
las rodillas. Termin por pedirle a mis padres que la vendieran,
junto con el Hornet. 51
53. Y as fue como concluy mi primera etapa de motociclis- ta; y
digo la primera porque yo no desist en el empeo de convertirme en
el Fonsi del barrio, y para ello necesitaba ms potencia, ms
velocidad, ms categora, y ms chicas para compartir la cabalgadura.
As que, a la vuelta de un par de meses, comenz la segunda. El
obsequio hizo temblar mis piernas. Mis ojos no dejaran de admirar
nunca esas lneas aerodinmicas que enmarcaban un poderoso motor de
cuatro tiempos y 250 cilindradas cbi- cas, repartidas en dos
preciosos y bien aceitados cilindros, cu- ya armazn externa estaba
compuesta por una aleacin que contena nquel. Nquel! El metal ms
escaso en la corteza terrestre, aquel que constituye junto con el
hierro el ncleo de la Tierra. De color y brillo de plata, duro,
tenaz y resistente a la corrosin, vibraba entre mis piernas como la
manifestacin de un fenmeno csmico. Era una Honda CBN 250. Era la
moto.Y yo comenzaba a ser Dios. Pero en realidad no pas de ser sino
un frugal mulo del Fonsi; un adolescente queriendo beberse el mundo
de un sorbo, inquieto, atrevido y loco, como todos. La moto me dio,
sin embargo, el espacio que deseaba: respeto, admira- cin y chicas.
Y tambin un accidente que, aunque no ins- taur en m el miedo, s en
mis padres y les dio la razn en sus reservas. Entonces lo supe. Mi
padre haba preferido ob- sequiarme el Hornet porque no quera
colocar en mis manos en las manos de un joven dscolo y temerario un
boleto hacia la muerte. Cuatro das despus del accidente, con el
brazo izquierdo enyesado y el resto del cuerpo adolorido abord el
Hornet conducido por mi madre. Mis padres haban tenido el acier- to
de no venderlo. En l me traslad hasta la clnica para hacerme unas
segundas placas radiogrficas. Tuve suerte, las placas no mostraron
lesin alguna, y el Hornet continu su camino sin contratiempos.
52
54. 53 El aire de lo violento Supe del aire de lo violento
desde los primeros das de la adolescencia. Cambi la voz, observ la
salida de los prime- ros pelillos del bigote, di el primer beso
hmedo, fum un primer cigarrillo y lanc mis primeras maldiciones, al
ampa- ro de las bulliciosas y estrechas veredas de una urbanizacin
construida por Inavi durante el gobierno de Caldera el primero, se
comprende, a ochocientos treinta kilmetros de Caracas. Casas
unifamiliares, pegadas unas a otras como hermanas siamesas, y
sufriendo su mismo destino de humi- llante dependencia. Casas para
familias de obreros, de traba- jadores que se partan el lomo por un
salario mnimo en la cantidad y en la llegada, de gente pobre, en
fin aunque con la siempre audaz esperanza de salir de abajo. Con
apenas un bao, un par de cuartitos, sala-comedor y un tos- co y
breve espacio para la cocina, bajo un techo construido con uno de
los ms txicos materiales de edificacin que se conozcan, el asbesto,
fui forjando una leyenda de muchacho duro, displicente con el
miedo, metdico en la conjura de los dbiles, sereno, taciturno,
informado. No poda ser de otra manera en una urbanizacin que de-
riv en barrio apenas nombrada. La ley de la selva se instau- r
desde los ms visibles rincones y esquinas de sus calles, se entram
por las veredas, abri puertas y ventanas, invadi casas, como la
primera que corresponda a mis padres, quie- nes decidieron, con ese
aire de paciente buena voluntad que los ha caracterizado en cada
una de sus esperanzas, cortar
55. 54 por lo sano y aceptar una nueva opcin doscientos metros
distante de la invadida. Supe despus que mi padre haba guardado sus
energas para otra lucha; que si no emple sus conocimientos como
instructor de comandos antiguerrilleros en la Digepol para lanzar
una operacin nocturna y liberar la casa, la primera, la que nos
corresponda, la que estaba envidiablemente ubi- cada en una esquina
de la avenida principal, fue porque in- tuy el brasero que se
avecinaba. Aquello se volvi candela y haba que estar bien con Dios
y con el Diablo. Por eso mi padre se concentr en la casa, en la
nueva, en la segunda, en la que estaba un tanto escondida en una
calle paralela y ha- ca esquina con una infame vereda, y la
convirti en la ms cmoda, grande y vistosa de todo el sector. No s
si mi pa- dre supo la envidia que despert y el riesgo a que nos
someta; tal vez s, porque paulatinamente al agregado de paredes y
columnas, de ventanas y puertas, de aires acon- dicionados y pisos,
fue sumando retazos de su historia como polica poltico, seales, ms
bien, como para que todos comprendieran de dnde provena su exacta y
medida pa- ciencia. Adems, cambi todo, menos el techo. Dej el as-
besto para demostrar que nada txico ni siquiera la mayor de las
toxinas, el chisme, la envidia, la maledicencia poda afectarnos.
Fuimos una familia blindada, eso es cierto. La dureza metdica del
rostro de mi padre y la agradable sonrisa de mi madre configuraron
la frmula perfecta para enhebrar esta cota de malla. Adems, ellos
fueron inteligentes. No s si de manera ex profesa, pero supieron
intercambiar estos roles cuando result necesario y pertinente. Y yo
aport lo mo. Me mezcl. Selectivamente, eso s. No escog pendejos ni
fracasados. Tampoco aviones o cohetes quemados. No, yo me mezcl con
lo ms fresco, con lo de mayor energa, con lo porvenir dentro del
barrio, con las ms discretas, pero al mis- mo tiempo ardientes,
chispas del brasero, y me hice su lder.
56. 55 Escog a Yova, por ejemplo. Malandro, conejo, jbaro, leal
e inteligente, con apenas las suficientes entradas y escapa- das
del retn como para ganarse el respeto de los compinches. Con l
anduve, bajo su sombra me cobij del malandraje abun- dante,
aprendiendo su lenguaje, sus maneras, jalando de cuan- do en cuando
y, sobre todo, escuchndolos, sin menosprecio, sin menoscabo de sus
ideas ni de sus sueos. Una tarde re- cuerdo bien cuando yo ya
andaba a horcajadas sobre mi re- cin adquirida CBN 250 cc Honda,
regalo de mi padre por mi graduacin de bachiller un regalo de
veinte mil bolvares, cancelado chan con chan, Yova se me acerc y me
dijo: Fonsi me llamaban as, ya imaginan por qu, prstame la moto
para ir hasta la farmacia, necesito comprar un medica- mento
paraTarznTarzn era su padre, un viejo borracho y dspota que se la
pasaba dando gritos por las calles de la urba- nizacin.Yo aunque
por dentro se me desat el gusanillo de la duda ni siquiera demor un
segundo en entregarle la llave, y le dije: Yo me voy a baar, chamo,
cuando regreses djamela en el porche.Y as lo hizo. A los pocos das
me enter de la jugada. AYova le haban ofrecido cinco mil bolvares
para que me robara la moto. l no respondi de inmediato. Lo que hizo
fue pedrmela pres- tada, ir con ella hasta donde estaban los
ofertantes, decirles que haba robado la moto para l y que de ahora
en adelan- te me la prestara a m cuando yo la necesitara, as que si
al- guien se robaba el CBN 250 no me estaba robando a m sino a l,
al Yova, al hermano del Pescao, al protegido del Carae Goma, el que
entraba y sala del retn cuando le da- ba la gana, entendieron? De l
supe luego, tiempo despus, cuando ya me iniciaba en la universidad
y mis atenciones eran slo para carajitas propuestas a la concordia
de los sexos y la discordia del com- promiso, cuando andaba dando
vueltas en esa militancia juve- nil contra todo aquello que oliera
a derecha y que se haba iniciado lo confieso desde mis primeros
tiempos de liceo
57. 56 con la Juventud de Accin Democrtica, cuando ya emborro-
naba carteleras universitarias con mis primeros poemas mal del que
me cur despus, para fortuna de los amantes de la poesa, cuando
andaba distrado y feliz, bebindome ese cctel de efervescencia
escolstica, en fin, supe de nuevo del Yova. Tuve noticias de l,
haba apualado a un viejo