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ETIQUETA NEGRA 113 SEPTEMBER 11, 2013 UN EXPERTO EN ÁNGELES Y SANTOS PERSIGUE A LADRONES DE LIBROS ¿Es un bibliotecario uno de los últimos combatientes contra la corrupción? Un perfil de David HidalgoFotografías de Nicolas Villaume Un hombre ingresó a la Casa Rosada, el palacio presidencial de Argentina, con una caja negra en las manos. Se trataba de un estuche sin señas, forrado con terciopelo, y tenía un libro en su interior. Era la réplica de un antiguo tratado de quiromancia que había pertenecido a la biblioteca del libertador José de San Martín. Pocos rasgos más intrigantes en la historia universal del poder que la curiosidad de un gran estratega militar por leer el futuro en la palma de una mano. El salón de la Casa Rosada se fue colmando de ministros, diplomáticos y altos funcionarios peruanos y argentinos. Minutos antes del mediodía, llegaron los presidentes. Ramón Mujica, el portador de ese libro para adivinos, se sentó en la mesa circular de los gobernantes y colocó la caja negra a la vista. Era una escena insólita en América Latina: dos presidentes estaban a punto de quedar intrigados por un libro. Ollanta Humala visitaba a Cristina Kirchner en un viaje relámpago para firmar varios acuerdos, desde la lucha antidroga hasta el traslado de presos. Ramón Mujica viajaba en la comitiva como director de la Biblioteca Nacional del Perú. Cuando llegó su turno de firmar el convenio cultural, Mujica se las arregló para romper el protocolo: en vez de regresar a su silla, junto a las demás autoridades, dio unos pasos hasta la mesa de honor y entregó la caja negra a Ollanta Humala, quien se levantó para recibirlo. Por unos segundos Mujica le dijo unas palabras que sólo Cristina Kirchner pudo escuchar. Humala no resistió la tentación de abrir el estuche en ese instante y la presidenta de Argentina se sumergió durante varios minutos en ese libro lleno de dibujos de manos marcadas con signos extraños. La política, como el esoterismo, es un reino de símbolos: entre los títulos que le corresponden como presidenta de Argentina, Cristina Kirchner ejerce el de Gran Maestre de la Orden del Libertador San Martín. Nadie parecía recordarlo cuando, minutos después, le tocó imponer al presidente del Perú un collar de oro con la imagen de un cóndor, una espada sobre una corona de laureles y la efigie de San Martín rodeada de brillantes. Acaso el único

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ETIQUETA NEGRA 113 ���SEPTEMBER 11, 2013

UN EXPERTO ��� EN ÁNGELES Y SANTOS ��� PERSIGUE A LADRONES ��� DE LIBROS ¿Es un bibliotecario uno de los últimos combatientes contra la corrupción?

Un perfil de David Hidalgo ���Fotografías de Nicolas Villaume

Un hombre ingresó a la Casa Rosada, el palacio presidencial de Argentina, con una caja negra en las manos. Se trataba de un estuche sin señas, forrado con terciopelo, y tenía un libro en su interior. Era la réplica de un antiguo tratado de quiromancia que había pertenecido a la biblioteca del libertador José de San Martín. Pocos rasgos más intrigantes en la historia universal del poder que la curiosidad de un gran estratega militar por leer el futuro en la palma de una mano. El salón de la Casa Rosada se fue colmando de ministros, diplomáticos y altos funcionarios peruanos y argentinos. Minutos antes del mediodía, llegaron los presidentes. Ramón Mujica, el portador de ese libro para adivinos, se sentó en la mesa circular de los gobernantes y colocó la caja negra a la vista. Era una escena insólita en América Latina: dos presidentes estaban a punto de quedar intrigados por un libro.

���Ollanta Humala visitaba a Cristina Kirchner en un viaje relámpago para firmar varios acuerdos, desde la lucha antidroga hasta el traslado de presos. Ramón Mujica viajaba en la comitiva como director de la Biblioteca Nacional del Perú. Cuando llegó su turno de firmar el convenio cultural, Mujica se las arregló para romper el protocolo: en vez de regresar a su silla, junto a las demás autoridades, dio unos pasos hasta la mesa de honor y entregó la caja negra a Ollanta Humala, quien se levantó para recibirlo. Por unos segundos Mujica le dijo unas palabras que sólo Cristina Kirchner pudo escuchar. Humala no resistió la tentación de abrir el estuche en ese instante y la presidenta de Argentina se sumergió durante varios minutos en ese libro lleno de dibujos de manos marcadas con signos extraños. La política, como el esoterismo, es un reino de símbolos: entre los títulos que le corresponden como presidenta de Argentina, Cristina Kirchner ejerce el de Gran Maestre de la Orden del Libertador San Martín. Nadie parecía recordarlo cuando, minutos después, le tocó imponer al presidente del Perú un collar de oro con la imagen de un cóndor, una espada sobre una corona de laureles y la efigie de San Martín rodeada de brillantes. Acaso el único

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que valoraba la coincidencia era el bibliotecario que acaba de romper el protocolo para entregarle un libro de quiromancia.

Ramón Mujica llevaba meses persiguiendo ladrones de libros antiguos en Lima y había hallado pruebas de que una de las rutas del tráfico pasaba por Buenos Aires. Atraer la atención de ambos presidentes con un detalle enigmático era un movimiento digno de un prestidigitador: los políticos cautivan a la gente con discursos; los bibliotecarios, con misterios. Un tratado de quiromancia como ese es más que un manual de instrucciones para leer el futuro: es una máquina del tiempo y de conocimiento, un objeto capaz de transportar a un lector a otro mundo y a otra mentalidad. «Este libro es impreso medio siglo después de la invención de la imprenta por Guttemberg [sic]», dice una anotación en la primera página de ese ejemplar. Trescientos años más tarde, estuvo en la colección que el general San Martín donó para fundar la Biblioteca de Lima y fortalecer con libros la libertad ganada por las armas. El tratado de quiromancia sería robado durante la guerra que enfrentó a Perú y Chile al final de ese siglo de rebeliones ilustradas. «Lo recobré del poder de un soldado chileno en 1881, por dos reales de plata», dice la misma anotación. La firma es del tradicionista Ricardo Palma, el director que en ese tiempo reconstruyó la Biblioteca Nacional del Perú a fuerza de pedir libros de puerta en puerta. Mujica, el hombre de la caja negra, es su más reciente sucesor. También es un hombre en busca de tesoros perdidos.

[II]

Ramón Mujica es un experto en el poder de los símbolos antiguos. Durante años se ha dedicado a descifrar mensajes en las imágenes religiosas de grabados, pinturas y esculturas del tiempo de los virreyes del Perú. A inicios de los años noventa del siglo pasado, entusiasmó a la comunidad académica con un libro que arrojó luces sobre uno de los temas más intrigantes de la época colonial: la aparente obsesión de sus artistas por pintar retratos de ángeles arcabuceros. Varias series de cuadros sobrevivientes de aquel tiempo muestran a esos personajes celestes vestidos con trajes militares y con armas, como soldados con alas. El mayor enigma de esas obras era que numerosas pinturas tienen inscripciones con nombres de ángeles que no aparecen en la Biblia. Nombres que nunca fueron reconocidos por la Iglesia Católica. Mujica, un erudito fascinado con la historia de las religiones, hurgó en bibliotecas americanas y europeas en busca de pistas. Encontró documentos desconocidos sobre el tema. En vez de un estudio sobre historia del arte, lo que hizo parecía un esfuerzo por resolver un acertijo de la antigüedad clásica: combinó referencias de disciplinas como los estudios bíblicos, la patrística — el estudio de los escritos de los padres de la Iglesia

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primitiva—, la filosofía neoplatónica medieval, la magia renacentista, la teología tridentina y la antropología. Sus hallazgos revelaron la existencia en América de un antiguo culto angélico, que reivindicaba la devoción a siete ángeles específicos como príncipes del cielo y guerreros del Apocalipsis. En su momento, este culto había sido investigado por el Santo Oficio debido a sus aparentes vinculaciones heréticas con la cábala y la magia. Sin embargo, tras una serie de complejas reinterpretaciones, terminó convertido en la doctrina político-religiosa que facilitó «la Conquista espiritual del Nuevo Mundo»: las pinturas de ángeles soldados abrieron los caminos de los Andes a los evangelizadores de la monarquía española.

���Mujica puede contar esta historia como si fuera una novela de misterio. Más que un estudioso encerrado en una torre de marfil, parece un científico de la era victoriana, uno de esos exploradores que se vestían como catedráticos para presentar sus hallazgos ante sus colegas de la comunidad científica. Algunos detalles de su biografía explican el origen de su curiosidad: es hijo de Manuel Mujica Gallo, un recordado mecenas que combinó una activa vida política con su acentuada pasión por el arte, y estudió Antropología en el New College de Florida, una universidad experimental de estilo socrático, de la que se graduó con una tesis sobre los conceptos del amor y la guerra en la poesía hispano-árabe del siglo XII. De regreso al Perú, durante una época repartió su tiempo entre el negocio familiar de bienes raíces y las visitas diarias a los conventos de Lima: por las mañanas daba directivas y firmaba cheques, y por las tardes se internaba en bibliotecas religiosas sumidas en un silencio monástico.

En una época en que el mundo entraba a una vorágine de conquistas tecnológicas, Mujica frecuentaba recintos donde la mayor tecnología permitida eran sus anteojos redondos de carey. El hombre que quería resolver un enigma sobre ángeles se asomó a la oscuridad del pasado con la curiosidad como linterna. «Un estudioso —escribió Virginia Woolf— es un entusiasta concentrado, solitario, sedentario, que busca en los libros ese grano especial de verdad en el cual ha puesto todo su afán». Mujica lo encontró en antiguos tomos amarillentos, algunos de los cuales no habían sido leídos en siglos. Su mayor descubrimiento no fue hallar esos libros y documentos, sino entender lo que revelaban acerca de las ideas y costumbres, miedos y esperanzas del tiempo en que fueron escritos. «Es obligatorio beber de las fuentes que animaron a nuestros artistas con el fin de comprender el significado de sus visiones y el sentido final de sus obras», explicó Mujica en su estudio sobre las pinturas de ángeles.

Fue esta certeza sobre el valor de los libros antiguos como valiosos artefactos de la memoria la que lo motivó a lanzar un mensaje de alerta desde Lima a Buenos Aires una mañana de agosto del 2012, tres meses

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antes del episodio con el tratado de quiromancia y los presidentes de Perú y Argentina. Ese día Mujica iba a contar detalles sobre el sofisticado robo de un manuscrito de la Biblioteca Nacional del Perú. Esta vez el experto en ángeles no actuaría con un sigilo de convento, sino con la resonancia de la era digital: revelaría el caso en una teleconferencia con un grupo de invitados a la embajada del Perú en la capital argentina. El libro robado era un catecismo del siglo XVIII escrito en quechua, una evidencia de cómo los evangelizadores españoles reciclaban palabras del idioma nativo para predicar conceptos occidentales como el cielo y el infierno, los ángeles o el diablo. Pertenecía a una de las colecciones más importantes de la Biblioteca Nacional, pero nadie supo de su desaparición hasta que un académico francés lo redescubrió de manera casual en una prestigiosa biblioteca de Washington. Entonces se supo que esa institución lo había comprado a una librería anticuaria de Buenos Aires. Tras una odisea por ambos extremos del continente, el libro había sido devuelto, y ahora el director de la Biblioteca Nacional trataba de obtener aliados en una cruzada internacional para detener el tráfico de libros. «Con la aparición del manuscrito se puede reconstruir el circuito del robo», dijo Mujica al grupo que lo escuchaba desde una pantalla gigante, media docena de personas entre las que estaba Horacio González, director de la Biblioteca Nacional de la República Argentina, y Alberto Casares, presidente de la Asociación de Libreros Anticuarios de ese país. El autor del robo, explicó Mujica, no sólo se había llevado el ejemplar —como ha ocurrido en otras bibliotecas del mundo—, sino que había eliminado casi todos los rastros de su existencia, desde las fichas bibliográficas hasta el registro de la bóveda donde había estado guardado. El ladrón también se cuidó de eliminar las papeletas de los investigadores que habían visto ese libro en años recientes. Había sido, en palabras de Mujica, un trabajo interno.

[III]

Una tarde Mujica me contó cómo había descubierto la gravedad de los robos en la Biblioteca Nacional. Había ocurrido en su segundo mes de director. Durante una reunión en su despacho, una funcionaria le dio una noticia: alguien había tratado de robarse parte del archivo que perteneció a un antiguo presidente del Perú. Unos operarios de mantenimiento habían encontrado siete carpetas con documentos escondidas al interior de un mueble viejo en la azotea de la antigua sede de la BNP, un edificio del Centro de Lima que por casi doscientos años guardó los mayores tesoros bibliográficos del país. Los técnicos que acudieron a verificar el hallazgo se toparon con más de cuatro mil páginas de la correspondencia del mariscal Andrés Avelino Cáceres, dos veces gobernante del Perú en el siglo XIX, y uno de sus mayores héroes militares. Eran papeles históricos que debían estar en la bóveda.

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El hallazgo accidental había ocurrido el mismo día en que el presidente Humala firmó la resolución suprema que nombró a Ramón Mujica director de la Biblioteca Nacional del Perú. Sin embargo, Mujica no recibió la noticia de los robos al tomar el cargo ni en las semanas siguientes, sino hasta que regresó de un viaje. Su reacción inmediata fue presentarse en el viejo local de la Biblioteca con una comitiva de funcionarios y personal de seguridad para esclarecer el robo. «Estaba consternado —recordó una trabajadora que presenció la escena—. Decía que no entendía por qué le habían ocultado eso». Allí se enteró de que desde el día del hallazgo, la jefa del Archivo, Martha Uriarte, había tenido que hacer malabares en su oficina para proteger los documentos de Cáceres: cada tarde, antes de irse a casa, los cambiaba de estante en secreto, para evitar que algún intruso de la mafia se los volviera a llevar durante la noche. Uriarte no confiaba en nadie y por eso esperaba el retorno del director para entregárselos en persona. El asunto era más grave que un intento frustrado de robo. Otra funcionaria había dado una orden general para ocultárselo. «Sentí indignación: me di cuenta de que todas las personas que me habían sonreído, que me habían felicitado, que me habían dicho que iban a trabajar conmigo, todas estaban mintiendo», dice Mujica sobre algunos de los funcionarios de la BNP al recordar el incidente.

No era el primer caso conocido de hurto en la Biblioteca Nacional. En años recientes, antes del nombramiento de Mujica, varias denuncias periodísticas habían revelado el robo de grabados y de tomos completos de sus fondos más valiosos, cuyo acceso solo está permitido a investigadores. El problema no había terminado ni siquiera con la mudanza de la antigua sede del centro de Lima a un nuevo edificio en uno de los distritos más residenciales de la ciudad. La respuesta oficial seguía pareciendo una política para aliviar goteras: cada denuncia era asumida como un caso aislado y no como la operación de una mafia. Así había ocurrido incluso cuando un par de académicos peruanos, especialistas en religiosidad colonial, entregaron a un diario limeño la prueba documental de uno de los robos. Se trataba de la copia microfilmada de un grabado del siglo XVII que muestra un retrato de Nicolás de Ayllón, un noble indígena a quien la Iglesia Católica llegó a declarar venerable, el segundo de los cuatro pasos a la santidad. Los investigadores habían estudiado el grabado en físico para unos libros que estaban preparando. Tiempo después, esa página había desaparecido del tomo original. El tema no había pasado inadvertido para Mujica: el experto en ángeles es también una autoridad en la historia de los santos. Durante sus propias investigaciones, había trabajado con documentos y libros de la misma época. Alguna vez había tenido el grabado de Ayllón en sus manos. Por eso, días antes de sentarse como nuevo director de la Biblioteca, Mujica indagó sobre este caso con dos de

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sus antecesores, un sociólogo y un historiador. Según recuerda, uno de ellos le dijo que el caso Ayllón era una manipulación periodística. El hallazgo del archivo de Andrés Avelino Cáceres en la azotea del edificio antiguo acabaría con cualquier duda: los robos eran sistemáticos.

El experto en ángeles y santos se había transformado en una especie de fiscal con buenos modales. Su habitual elocuencia de palabras relacionadas con el arte y la historia había dado un giro hacia un lenguaje jurídico de expresiones como «sospechosos», «delito», «evidencia», «pruebas». Este vocabulario era un síntoma de las circunstancias: su primer año y medio como director de la Biblioteca Nacional del Perú había resultado más típico de una procuraduría anticorrupción que de una institución con fines académicos. El hurto frustrado en el edificio antiguo fue apenas un primer punto de inflexión: en lugar de intimidarse por la mafia de traficantes de libros, Mujica lideró una cruzada para combatirla. En los meses siguientes ordenó que se hicieran denuncias penales y que se contactara por correo electrónico a más de siete mil usuarios para consultarles si sabían de algún otro robo. Las presiones internas para traerse abajo las pesquisas, provenientes de ciertos grupos de trabajadores de la Biblioteca, lo empujaron a una medida extrema: el cierre total durante unos meses para hacer un inventario de tesoros bibliográficos. Fue entonces cuando confirmó que cerca de mil ejemplares antiguos habían desaparecido de sus bóvedas. El día que hizo pública la cifra, Mujica mostró una evidencia de la obscenidad de los ladrones de libros: un video del momento exacto en que un vigilante de la bóveda principal entró a llevarse un tomo del siglo XVII que acababa de ser inventariado. Por primera vez se tenía una prueba indiscutible de que la mafia estaba adentro. «Si a Ricardo Palma lo llamaron el Bibliotecario Mendigo, a este historiador de arte colonial le caería bien el título de bibliotecario detective», dijo sobre Mujica uno de los principales diarios de Lima. El ejemplar robado en el video era una biografía de Toribio de Mogrovejo, el santo que impartía sacramentos a otros santos en la Lima virreinal. Mujica lo convertiría en el símbolo de su campaña para recuperar los libros robados.

[IV]

Frente al escritorio de Ramón Mujica, en su estudio particular, se ve un grupo de condenados en un clímax del dolor: hay un hombre desnudo colgado de cabeza que es apaleado con un garrote. Unos pasos más allá, otro hombre es torturado con chorros de agua que entran por el embudo que le han insertado en la boca. En el mismo ambiente, un tercer hombre está amarrado a una cama cubierta de afiladas puntas de fierro. Algo más abajo se ve a un cuarto sujeto forzado a copular con un sapo gigante, muy cerca de tres personas que gritan de horror mientras las meten a una gran

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olla con agua hirviente. La imagen más imponente de este lugar muestra casi veinte variedades de sufrimiento. Es una pintura del infierno. Las víctimas son pecadores, los verdugos son demonios. Para un visitante, la agonía eterna en un cuadro del tamaño de un gran televisor puede causar un efecto dramático. Frente al escritorio de Mujica, es la evidencia de su interés en el profetismo, el apocalipsis, la iconografía sobre el final de los tiempos. «No son castigos imaginarios», me explica sobre las imágenes de la pintura. «[Casi todos] son castigos que practicaba el sistema judicial virreinal». Era la justicia de la época en que se publicaron los libros ahora robados por los mafiosos.

���En este lugar Mujica ha escrito varios de sus propios libros. Junto al escritorio tiene una pintura de piso a techo sobre el triunfo de la independencia americana. El personaje central es una mujer que representa a la Patria. Debajo lleva una especie de leyenda a pincel que dice:

���El genio de la Independencia Americana, coronado por las manos de la Prudencia y la Esperanza, y llevando en las suyas el símbolo de la Libertad, empieza su carrera triunfante. Seis caballos tiran de su carro en representación de las repúblicas de México, Guatemala, Colombia, Buenos Aires, Perú y Chile. La Templanza y la Justicia la dirigen.

���La interpretación, en palabras de Mujica, es algo como esto: la Patria desciende del cielo, pisoteando las nubes negras del coloniaje. Lleva la escuadra de la masonería y el gorro frigio de la Revolución Francesa. Es coronada con rosas por la Esperanza, que lleva el ancla de Santa Rosa, y la Prudencia, que porta el espejo donde se ven los defectos y la vara sanadora de Hermes. Alrededor de ella vuelan ángeles que cargan símbolos masónicos: uno muestra el martillo del escultor y la paleta del pintor, otro sostiene la cornucopia que aparece en el Escudo Nacional del Perú; un tercer ángel tira del Uróboros o serpiente que se devora a sí misma, y el cuarto carga el libro cerrado de los masones. «Es un cuadro único», dice Mujica sobre esta pieza anónima de inicios del siglo XIX. La imagen podría ser motivo de un concurso sobre la influencia esotérica en la gesta de la Independencia Americana. También sugiere una verdad más esencial: toda gran conquista humana está salpicada de secretos.

El primer ambiente de su estudio es una biblioteca especializada en historia del arte que cubre tres paredes. Mujica habla de sus cuadros con el mismo entusiasmo que de los libros antiguos. Es una pasión heredada de su padre, quien llegó a formar un museo privado y fue amigo de Picasso. Hay algo contradictorio entre su tono racional de historiador y las inflexiones de voz que utiliza para enfatizar ciertos detalles reveladores de cada pintura, en especial los retratos de santos y otros personajes del arte religioso. Es como

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un estado de asombro recurrente ante las cosas ocultas, esas que nadie más capta con la misma facilidad. «Santidad significa que una idea o una cosa posee cierto valor extraordinario, cuya presencia obliga al hombre a enmudecer», escribió el psiquiatra Carl Jung, un gran estudioso de los símbolos antiguos. Visto de ese modo por un iniciado, estos cuadros ya no son solo cuadros, sino ventanas: portales que uno puede atravesar por un instante para escuchar la voz perdida de sus personajes, tocar sus túnicas, oler el aire que acaba de rozar sus cuerpos bienaventurados o malditos y quizá hasta percibir sus tormentos o instantes de iluminación, como un voyeur del Día del Juicio Final. El director de la Biblioteca Nacional tuvo hace un tiempo una experiencia parecida. Dice que vio un milagro a través de un sueño.

Una noche Mujica soñó que entraba en una galería de arte para ver una exhibición del pintor peruano Pepo León. Entre los cuadros de la muestra, distinguió uno que lo conmovió: la imagen del cadáver de Jesucristo sentado y vestido a medias con una túnica blanca, con heridas en las palmas de las manos y el rostro cubierto por un lienzo suspendido en el aire. En el lienzo se veía el rostro de Santa Rosa. Era la representación del instante exacto en que el rostro de Cristo empieza a imprimirse milagrosamente en una pieza de tela, como en el paño de la Verónica durante su camino al Calvario, pero con las facciones de la santa limeña. Mujica buscó al artista de inmediato. Le dijo que había visto en sueños un cuadro suyo que todavía no estaba pintado en la realidad. Quería preguntarle si aceptaría hacerlo por encargo, como se hacía durante la Edad Media o el Renacimiento. «Sólo él era capaz de representar el momento mismo del milagro que se produjo en mi sueño», me dice Mujica, ahora de pie frente a la pieza colgada en una habitación extrema del estudio. Es, asegura, la recreación exacta de lo que vio. Una pintura visionaria. «Aquí Santa Rosa es la Vera Imago, la verdadera imagen, la efigie viviente de Cristo», dice antes de regresar a su oficina en la Biblioteca Nacional para seguir con el caso de los ladrones de libros.

No es casual que esas pinturas de la Patria y la santa compartan refugio en este estudio privado. En su libro sobre Santa Rosa de Lima, Mujica demuestra que la imagen de la limeña no ha sido uno, sino muchos símbolos a la vez: la mística, la contrarreformista, la enemiga de los piratas, el emblema de la corona española para la extirpación de idolatrías, la profeta de la restauración del Imperio de los Incas y hasta un blasón político, símbolo del incipiente patriotismo criollo. A principios del siglo XIX, en medio de la guerra emancipadora, el general Simón Bolívar escribió una carta en que se quejaba de que los combatientes de América del Sur no tuvieran un ícono unificador como la Virgen de Guadalupe para los patriotas mexicanos, quienes la llevaban en sus banderas durante la

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lucha por la libertad. Bolívar decía que aquella imagen les había dado una mezcla de fervor e impulso político. Meses después, en el decisivo Congreso de Tucumán, en Argentina, los patriotas sudamericanos eligieron como emblema a la santa limeña. El encargado de llevarla como símbolo fue el libertador que leía tratados de quiromancia. «‘Entre las instrucciones que se entregaron al General San Martín para el Ejército Libertador de Chile y del Perú’ –cita Mujica– se decía que ‘la campaña libertadora estaba bajo el Patronato de Santa Rosa de Lima’». El libro en que Ramón Mujica desentraña esta historia se titula Rosa Limensis, en referencia al título de un fascinante tratado de 1711 que incluye cuarenta jeroglíficos sobre la primera santa americana. Es una joya de la literatura emblemática de la Colonia. Lo había consultado varios años antes como investigador en la propia Biblioteca Nacional y fue una de las primeras reliquias que quiso volver a ver apenas se instaló en su oficina de director. Cuando la mandó pedir a los encargados de la bóveda, le informaron que no estaba. Se la habían robado.

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ETIQUETA VERDE 07 ���APRIL 16, 2013

EL FOTÓGRAFO QUE LLEGÓ ���TRAS LA AVALANCHA ���SÓLO ENCONTRÓ EL RUIDO ���DE LAS PIEDRAS Después de un derrumbe en los Andes del Perú, Nicolas Villaume ���subió al nevado caído para mostrarnos un desastre que nadie puede ver. ���El calentamiento global es un fenómeno tan imperceptible como ���un grifo que gotea: el planeta se calienta un grado por siglo. ���¿Cómo fotografiar una catástrofe invisible?

Un texto de Juan Francisco Ugarte ���Fotografías de Nicolas Villaume

Fotografía de Nicolas Villaume El domingo once de abril de 2010, una montaña de hielo se quebró en los Andes del Perú. A cinco mil metros sobre el nivel del mar, un trozo de glaciar cayó sobre una laguna y originó una ola de veinticinco metros.

El ruido fue el mismo que el estrépito de un trueno. En una catástrofe que ocurre a las alturas, el sonido es la única forma de medir el peligro. Eran las ocho de la mañana cuando el agua empezó a caer por el nevado Hualcán, desde donde se precipitó el hielo. En Carhuaz, departamento de Áncash, no era un buen día para la desgracia: el pueblo celebraba la procesión de Cuasimodo, una fiesta religiosa que sucede el domingo después a Semana Santa. En la plaza la escena estaba montada: alfombras de flores amarillas en las pistas, hombres en corbata y sombrero, y un Cristo metido en un altar, guardado para después. Desde allí, a quince kilómetros montaña abajo, el ruido del agua se escuchó como el motor de una excavadora Caterpillar. Ya no era sólo agua, sino una masa de lodo, maderas y piedras. Con los ojos mirando de un lado a otro, los habitantes de Carhuaz buscaron el sonido apiñados en las calles. No lo sabían, pero iban a ser testigos de un desastre que ninguno puede ver: un glaciar que se

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derrite como un grifo que gotea y nadie cierra. El agua llegó veinte minutos después. Un grupo de policías ordenó la fuga. Algunos escaparon de casa hacia lugares más altos. Otros partieron en camiones de carga a ciudades vecinas. A Huaraz. A Recuay. A Caraz. Lo que iba a ser una fiesta tremenda se convirtió en una diáspora imprevista. Pero la crecida sólo bajó por el río Chucchún, una corriente que traza la ruta desde el nevado hasta Acopampa, el distrito más cercano a la montaña. Y el más afectado. En menos de una hora se formó allí un paisaje de barro. Barro encima de los puentes. Barro en la entrada de las casas. Barro sobre animales muertos. Pero una ola en la montaña no es una noticia de último minuto para el planeta. En el siglo seis, una marea de ocho metros cubrió Ginebra después de que un montón de tierra impactara en el lago local. En Italia, una tonelada de roca cayó a la represa de Vajont, al norte de Venecia, y ocasionó un tsunami de más de noventa metros que destruyó el pueblo de Longarone. En el Perú, a sólo unos kilómetros de Carhuaz, un terremoto hizo que en el nevado contiguo se produjera una avalancha que sepultó a dos pueblos enteros. Pero esa mañana de abril, la ola gigante no pasó de ser un susto que estropeó la fiesta de Cuasimodo. Horas más tarde, cuando muchos de los que habían partido volvieron en los mismos camiones, la fiesta fue otra: reunidos a ambos lados del río, como forzosos asistentes a una despedida, los pobladores vieron al lodo llevarse parte de sus cosas. Fue sólo una cuestión de horas. Para la noche, el río sólo arrastraba a los mismos pasajeros de siempre: piedras, ramas y basura.

Un año después de la ola, en marzo de 2011, un fotógrafo francés se tropieza con el cadáver de una rata. Acaba de llegar a Carhuaz para conocer la laguna 513, esa masa turquesa de nombre tan técnico como olvidable de donde se levantó la ola de veinticinco metros. Pero lo primero que ve, tirado como un desecho cualquiera, es el roedor aplastado en la pista que nadie quiere limpiar. No es el único. Desde hace unos años se ha hecho común ver a estos bichos urbanos en la sierra del Perú. Nicolas Villaume —metro ochenta y cinco, pelo castaño, frente amplia— se detiene a mirar el cadáver. Levanta la cámara. Dispara. Años atrás, a casi tres mil metros sobre el nivel del mar, una rata era una anomalía. Hoy habitan las zonas más altas de la ciudad. En un lugar donde, con una lentitud de tres generaciones, los nevados han empezado a convertirse en aburridos paisajes de rocas, estos roedores sólo son un síntoma del desastre que se prepara todos los días y nadie percibe: el planeta se calienta al ritmo de un grado centígrado cada siglo. Esa tragedia en cámara lenta que llamamos calentamiento global. Una catástrofe muda que sólo conocemos por la estadística: en el último medio siglo, la Península Antártica —esa lengua blanca que abastece de agua a Sudamérica— ha perdido en hielo el equivalente a todo el territorio de Haití en el lapso de tiempo en que un

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hombre nace, crece y envejece. Y Nicolas Villaume, un francés obsesionado con el medio ambiente, ha venido hasta aquí para fotografiarla. ���Este es su último viaje. Antes tuvo que recorrer el mundo para registrar la escena de un mismo crimen: los rastros de una calentura trastornada. En el Himalaya visitó a los Zanskaris, una comunidad que perdió todos sus nevados y que ahora está obligada a vivir en otra parte. En el pueblo de Doko, en Etiopía, fotografió los cultivos estropeados por las lluvias. Cuando viajó a Alaska descubrió que el frío ahí ya no es tan helado: el permafrost y los caribús están desapareciendo por la subida de temperatura. En Papúa Nueva Guinea retrató la isla de Manus después de que en 2008 una tormenta destruyera parte de la aldea. Nicolas Villaume ha dedicado cuatro años de su vida a elaborar versiones de una misma fotografía. Sabe que el cambio climático no sólo significa exceso de calor y nevados derretidos, sino también sequías en lugares donde antes el agua llegaba sin problemas, trastornos de lluvias en sitios de altura, incendios recurrentes en bosques, cultivos estériles y conflictos de hambre en zonas de agricultura. Pero para muchos todo esto no implica una preocupación actual, sino una serie de eventos que preparan su golpe de gracia para el futuro. Villaume entiende que documentar una catástrofe que la mayoría de gente no llegará a experimentar, puede parecer una tarea inútil. Su proyecto tiene mucho de cazafantasma: capturar aquello que no podemos ver. O lo que es igual: hacernos ver lo que preferimos ignorar. Decir que un fotógrafo es un observador entrenado parece un lugar común, pero Villaume, más que observador, es alguien condenado a llegar tarde. Su empresa es una paradoja: representar el futuro con el pasado. Cuando puede fotografiar el cambio climático, el desastre ya ocurrió. Un día un científico de la organización francesa IRD (Instituto de Investigación para el Desarrollo) le contó sobre una ola gigantesca en las montañas del Perú. Era lo que buscaba: un hecho insólito para llamar la atención sobre el calentamiento global. Quería mostrar que no se trata de una tragedia futurista, sino de una tragedia en directo, que ocurre en este mismo instante. Llegar tarde es su fatalidad: la única forma que tiene para hacer visible lo invisible.

Pero esta vez Nicolas Villaume llegará más tarde de lo normal.

Una noche antes de partir al nevado Hualcán, mientras paseaba por una calle mal iluminada, el fotógrafo que camina por todo el mundo para mostrar un desastre invisible se cayó. La pierna derecha en el hoyo de una canaleta. El cuerpo doblado en dos. La rodilla fracturada. Ese mismo día, temprano por la mañana, había hecho algunas entrevistas a los pobladores de Acopampa. El cielo era lechoso. No había sol. Sabía que sería difícil tomar las fotos con una luz como esa. Pero estaba decidido a subir la montaña. Meses atrás, en Ecuador, que unos insectos raros le comieran el

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pie no impidió que cruzara el páramo calcinado de Mojandita. Para llegar a la India tuvo que soportar un viaje de una semana, recorrer en jeep caminos sinuosos de arena, piedras y peñascos, y aprender a adaptarse en menos de cinco días a un clima imposible. Una caída al hueco de una canaleta es un inconveniente sólo para principiantes. Y esa misma noche, Villaume estaba empecinado en recuperarse. Un amigo de Huaraz lo llevó a donde un huesero. Fue peor: le doblaron la pierna, se la estiraron, el dolor aumentó aunque el hombre que se lo provocaba decía que era normal, que pronto pasaría. Sólo cuando escuchó el rechinar de los huesos tomó una decisión. Iba a esperar. Esta vez, llegaría quince meses más tarde.

El día de la ola en Carhuaz nadie pensó en el calentamiento global. Desconocían que la caída de hielo era consecuencia de un fenómeno llamado ‘retroceso glaciar’. Que ocurre desde los años setenta en la Cordillera Blanca, esa mancha pálida en los Andes que corta por la mitad al departamento de Áncash. Que las caídas a la laguna suceden casi siempre sin que nadie las perciba. Que la misma laguna se formó por el deshielo del glaciar hace cincuenta años. Que en 1992, por miedo a un desastre, un glaciólogo se empecinó en hacer un túnel para conducir el agua desde la montaña hasta el río. Y que, gracias a este túnel metido a veinte metros en el dique de la laguna 513, ese día la enorme ola no sepultó a la ciudad.

El hombre que salvó a más de sesenta mil personas con dos décadas de anticipación dice que los residentes al pie del Hualcán están mal informados. «Piensan que la desglaciación les conviene porque trae más agua a la ciudad», explica César Portocarrero. «Pero eso cambiará. En menos de cincuenta años se ha perdido el treinta por ciento de los nevados», advierte el glaciólogo que pronto se quedará sin trabajo por culpa de un planeta recalentado. Que tarde o temprano el agua se acabará es quizá la idea que más se repite sobre el calentamiento global. Desde la década de los sesenta, en que un nuevo concepto de cambio climático empezó a difundirse, el discurso ecologista ha adquirido popularidad en los países más desarrollados. Pero fue un documental —UNA VERDAD INCÓMODA, de Al Gore— lo que provocó aquel estallido de preocupación por el medio ambiente más parecido a un fanatismo religioso. Nadie ha visto el calentamiento global, pero hay una legión de creyentes que temen su poder.

Al día siguiente de la ola en Carhuaz, los noticieros de la televisión diferían tanto en sus titulares que un espectador distraído pudo creer que eran noticias distintas. Uno decía que lo que bajó por la montaña había sido un huaico. Otro, en menos de cinco minutos, describió el hecho como alud, huaico y aluvión, los tres juntos, arrasando con toda la ciudad. Y para otro ni siquiera existió un bloque de hielo: el aluvión era una lluvia insólita que

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rebalsó la laguna. Algo sí parece cierto: más allá de un discurso repetido, nadie está seguro de qué demonios trata el calentamiento global. Pensamos que es lo mismo al cambio climático. Y a fuerza de usarlo siempre, ignoramos que ‘cambio climático’ no se refiere a un solo fenómeno, sino a varios, y que entre ellos está el aumento en la temperatura del planeta. Calentamiento global es una expresión sin gracia metafórica, tan universal como intangible, que remite a calor excesivo y a fin del mundo, y nos confunde. Ahora hay evangelistas del medio ambiente en todas partes. Hasta en los concursos de belleza. Miss Tierra (o Miss Earth) es un certamen anual en Filipinas donde se elige como reina a aquella que sea más bella y tenga la mejor propuesta para no contaminar el mundo. Eso es el calentamiento global: una confusión desarreglada convertida en banalidad con maquillaje.

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ETIQUETA VERDE 08 ���JUNE 07, 2013

¿POR QUÉ LIBERAR A LOS ANIMALES DEL CIRCO ���NO ES UN ACTO DE BONDAD? ¿Por qué liberar a los animales del circo ���no es un acto de bondad?

Una crónica de Sol Amaya ���Ilustraciones de Giuliana Origgi

San Som es una estrella de circo sin empleo. La policía lo está buscando. Él y sus hermanos —Simba, Mufasa, Vicente, Pucara, Antártida, Malvina y Argentina— son fugitivos y viven escondidos en un campo despoblado en algún punto de la provincia de

Buenos Aires. La culpa es de los ambientalistas, dice Gabriel Ayroldi, el domador del Circo Mágico Houdini, uno de los últimos que aún presentan animales en Argentina. San Som y todos los leones de la especie Panthera leo aparecen en la Lista Roja de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza. Por eso Ayroldi se ha alejado de las carpas y reparte su tiempo enfrentando jueces y preocupándose de alimentar a sus leones escondidos. Los ha retirado del show porque un juez ordenó que se separe de ellos, y varias organizaciones en contra de los espectáculos circenses quieren devolverlos a su hábitat natural. No se percatan de que su hábitat natural es este circo argentino. Son descendientes de una generación criada en la década del setenta en un zoológico de la provincia de Mendoza. Jamás han vivido fuera de una jaula ni pisado la sabana africana. Sus padres fueron leones estelares que, en la época dorada del circo criollo, desfilaban por las calles de los pueblos en automóviles seguidos de elefantes, chimpancés y camellos. Hoy viven lejos de los aplausos de niños y adultos, escondidos entre campos de soja y el rugido de los tractores que la cosechan. Al teléfono, la voz de Ayroldi dice que no puede revelar

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dónde están. Está seguro de que los ambientalistas han intervenido su línea. La única vez que estuve frente a San Som me sudaban las manos y me asaltó un cosquilleo en la boca del estómago igual al que se siente antes de caer en picada en una montaña rusa. Nos separaban veinte centímetros y ningún vidrio o reja. San Som me miraba con ojos vidriosos y de un tono cítrico. Me rodeaba como el gato enjaulado que era. A veces se inclinaba hacia atrás, como tomando impulso. Levantaba la cola y estiraba sus garras delanteras. Los leones son criaturas que pesan dos o tres veces lo que un adulto promedio. Duermen tres cuartas partes del día, pero cuando están despiertos pueden cazar presas de hasta el doble de su propio peso. La puerta de escape de la jaula estaba cerrada. Era 2010 y entre él y yo se interponía Gabriel Ayroldi. De pantalones negros y chaqueta roja decorada con brillos, Ayroldi no empuñaba un látigo, sino un balde con trozos de carne. Un león hambriento puede comer más de cuarenta kilos de carne en una semana. El domador se acercaba a San Som y lo besaba haciéndole cosquillas con su bigote azabache. El león le devolvía un lengüetazo y después recibía un premio del balde. Eran estrellas de un circo con los días contados. «No te muevas. No lo intentes. Ni se te ocurra». Su voz era la de un coronel en campo de batalla. Las instrucciones eran para mí. San Som podía espantarse. Un león asustado se defiende con garras y dientes.

—Dale de comer —me sugería Ayroldi, e insistía en que era como alimentar a un gatito.

Acerqué hacia sus fauces enormes y abiertas un minúsculo y tembloroso trozo de carne. San Som parecía burlarse. Los colmillos sobresalían entre sus labios negros. Se fue acercando desconfiado. Alcancé a sentir su aliento sobre mi mano. Estiró su lengua, y a toda velocidad envolvió en ella la carne y volvió a alejarse de mí.

—Mirá la camarita —me gritaba desde afuera el fotógrafo, e insinuaba que diera la espalda al león, contra lo que indican todos los manuales de supervivencia para exploradores.

San Som era apenas el más fuerte de los ocho felinos que rugían en sus jaulas, como aprobando la actuación. Más allá de las rejas, a salvo del peligro, un grupo de niños aplaudía y se reía. En nuestra imaginación, los leones son fieros, los domadores son valientes señores de bigote engominado y el espectáculo de verlos juntos es digno de festejo. En la vida real, el asunto es bastante más triste.

Pan y circo, escribía el poeta romano Juvenal en el siglo I. Pan y circo ordenó el Estado argentino a mediados del siglo XX. En 1944 una ley aprobada por Perón obligó a los gobiernos provinciales de la Argentina a prestar terrenos a los circos, de preferencia cerca de plazas públicas o de

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fácil acceso desde el centro de las ciudades. Los pueblos esperaban el espectáculo con entusiasmo. Medio siglo después, la Ciudad Autónoma de Buenos Aires prohibió por ley los espectáculos circenses con animales de cualquier especie. Otros distritos siguieron el mismo camino. La normativa sólo confirmaba que la popularidad del circo palidecía. Los vecinos, que habían visto leones salvajes en los documentales de naturaleza y en el cine, ya no sonreían ante el show de los animales amaestrados.

Divertirse a costa de los animales empezó a ser políticamente incorrecto en el siglo XX. A finales de los años setenta se firmó la Declaración Universal de los Derechos del Animal, según la cual ningún animal debe ser explotado para diversión del hombre. El documento afirma que las exhibiciones de animales y los espectáculos que los presenten son incompatibles con su dignidad. Cualquier entretenimiento a costa de leones, delfines o incluso mascotas sería una ofensa para ellos. Una interpretación estricta de esta declaración llamaría a la clausura de zoológicos, hipódromos y parques acuáticos. Pero sólo los circos con animales han empezado a ser ilegales. Lo más chocante parece no ser el cautiverio, sino el trato hacia los animales. En un zoológico existen cuidadores, mientras que en un circo son domadores que obligan al animal a ir más allá de su naturaleza. En Dumbo el villano es el domador que maltrataba a la madre del elefante bebé y lo separaba de su cría. La historia no es exagerada. En los circos de la vida real no se usaban látigos, pero sí ankus, una especie de palo con un pico puntiagudo que causaba heridas pequeñas pero profundas. A veces se le colocaba una flor en la punta para que el efecto fuera menos violento a la vista del público. Es el mismo instrumento que August, el borracho y violento dueño del circo en la película Agua Para Elefantes, usaba para castigar a Rosy, el paquidermo que se había convertido en su nueva estrella.

Para los leones, Ayroldi utilizaba el sistema clásico de garrote o zanahoria: si el animal obedecía una orden, obtenía un bocadillo de carne clavado en la punta de un palo. El palo servía para amedrentar, como los golpes en el hocico que reciben los perros durante el adiestramiento. Entre 2007 y 2012 visité más de una docena de veces a Ayroldi. Jamás vi que los golpeara. Pero tampoco fui testigo de que los leones lo desobedecieran. En el show, el domador pedía al león que saltara de una silla a otra haciendo un gesto con la mano. Algunas veces los felinos se negaban. Ayroldi repetía la orden. Si el animal no hacía caso, para desilusión del público, el espectáculo de los leones terminaba. Eso asegura Ayroldi, y también que nunca los forzó a trabajar cuando no querían, ni los lastimó. Explica que no sólo lo hacía por bondad, sino por una razón práctica: el animal sabe por instinto que su fuerza y agilidad es mucho mayor que la del palo de un domador.

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Obligar al felino más feroz de la sabana a balancearse sobre un banquito bajo los reflectores es contra natura. Libera ONG, una agrupación internacional con sede en Argentina en contra de los espectáculos de circo con animales, reconoce que tal vez no siempre haya violencia contra todos los animales durante la doma, pero considera que la práctica es contraria a su bienestar. Lo que en el siglo pasado hacía que el público aplaudiera de pie, hoy es visto como una película de terror. No debería causar gracia que un elefante se siente sobre una banqueta o le robe el sombrero al domador. Tampoco deberíamos aplaudir a un león que salta a través de una serie de aros o juega con una pelota. Los ambientalistas sostienen que hay un acto de represión al domar a un animal. Pero el filósofo español Fernando Savater dice que derechos sólo pueden tener las personas, porque es algo que nos concedemos unos humanos a otros. Un pacto de nuestra especie.

���Hoy no quedan tantos lugares en el mundo donde un león pueda devorar a una persona a menos que los dos se encuentren dentro de la jaula de un circo. Los especialistas estiman que sólo quedan entre treinta y dos mil y treinta y cinco mil leones en estado salvaje. También que en los últimos veinte años la población mundial de leones ha caído en un treinta por ciento. Por ese motivo son una especie vulnerable, es decir, aún no están en la fase más grave del peligro de extinción, pero van en ese camino. Los más pesimistas creen que en menos de quince años los Panthera leo serán sólo un recuerdo en los libros de zoología y los afiches antiguos de circo. Las bestias, como adversarios y amenazas han desaparecido, y los seres humanos sacralizamos todo lo que desaparece, dice Savater. Glorificamos a las bestias que no podemos tener en casa —agrega—, pues como no las tratamos con frecuencia creemos que necesitan que las defendamos. Por eso rechazamos los circos y vemos a los domadores como villanos. Gabriel Ayroldi ha perdido el timbre de militar en la voz. Me cuenta con tristeza que su circo ya no tiene tantos seguidores. Ahora cuando llega con su familia a un pueblo, los vecinos lo acusan de maltratador de animales y se quejan de que desaparecen gatos y perros callejeros, pues, según la leyenda urbana, se convierten en alimento para los leones. El día que yo acerqué un pedazo de carne a las fauces de San Som tuve que caminar con cuidado entre decenas de huesos de vaca que había en el interior de la jaula para poder acercarme al felino. Eran las mismas carcasas que cubrían el suelo de las jaulas en las que dormían sus hermanos.              

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               Tweet ETIQUETA NEGRA 104 ���AUGUST 06, 2012

ENAMÓRATE DE TU PROFESOR ¿Por qué es deseable la seducción ���entre un maestro y sus alumnos?

Un ensayo de William Deresiewicz ���Ilustraciones de Sheila Alvarado ���Traducción de Carlos Cavero

El catedrático ensimismado, ese bondadoso personaje de antaño, desapareció hace bastante tiempo. Otra imagen ocupa su lugar, una que ilustra no sólo nuestra hostilidad cultural hacia el intelecto, sino también nuestra desesperada confusión

ante la naturaleza del amor. Hay un patrón muy consistente en las recientes películas sobre académicos. En Historias de familia, Jeff Daniels interpreta a un catedrático de literatura y escritor frustrado que se acuesta con sus alumnas, descuida a su esposa e intimida a sus hijos. En Cosas que importan, William Hurt representa al catedrático y escritor frustrado que se acuesta con sus alumnas, descuida a su esposa e intimida a sus hijos. En Jóvenes prodigiosas, Michael Douglas da vida a un catedrático y escritor frustrado que se acuesta con sus alumnas, acaba de ser abandonado por su tercera esposa y es incapaz de responsabilizarse del hijo concebido en el affaire con la rectora. El personaje de Jeff Daniels es vanidoso, egoísta, resentido e inmaduro. El de William Hurt es vanidoso, egoísta, arrogante y autocompasivo. El de Michael Douglas es vanidoso, egoísta, resentido y autocompasivo. Hurt, en su papel, se emborracha. Douglas se emborracha, fuma hierba y toma pastillas. Los tres viven comparándose con escritores de éxito (dos en el caso de Douglas y, en el de Daniels, con su propia esposa), cuya presencia los vuelve aún más insignificantes. En Ya no somos dos, Mark Ruffalo y Peter Krause se reparten el papel protagónico:

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ambos son catedráticos de lengua que descuidan a sus esposas y les son infieles, pero Krause es el escritor arrogante y libidinoso que seduce a sus alumnas, mientras que Ruffalo encarna al pasivo fracaso andante que siente lástima de sí mismo. El estereotipo se divide de manera distinta en Una canción de amor para Bobby Long, con John Travolta como el catedrático alcohólico y arruinado, y Gabriel Macht como el escritor alcohólico en pleno bloqueo literario.

Pero no siempre estos personajes dictan el curso de literatura. En La vida de David Gale, Kevin Spacey es un profesor de filosofía amargado, libertino y destruido por dentro. En Pequeña Miss Sunshine, Steve Carell es un erudito proustiano suicida que se odia a sí mismo. Ambos personajes se enamoran de sus estudiantes con resultados desastrosos. Y aunque este estereotipo ha recuperado vigencia recientemente, sus raíces se remontan a unas cuantas décadas.

¿Qué sucede aquí? Si la imagen del catedrático ensimismado representaba la inocencia del idealismo, ¿qué significa este nuevo estereotipo? ¿Por qué tantos de estos profesores fracasados son además escritores frustrados?, ¿por qué se relaciona tan a menudo la banalidad profesional con la indecencia sexual? (En Ya no somos dos, «ir a la biblioteca» viene a ser un eufemismo para «ir a acostarse con una alumna».) ¿Por qué todos los catedráticos son hombres y por qué los casados son tan miserables como esposos?

El catedrático de literatura que es además un escritor frustrado, alcohólico, amargado, irresponsable con su familia y seductor con sus alumnas es el símbolo de la esterilidad creativa. Y es estéril en su creatividad porque no ama a nadie sino a sí mismo. De allí nacen su vanidad, su arrogancia y su egoísmo; su autocompasión, pasividad y resentimiento. De allí nacen también su ambición y su fracaso. Entonces ese apetito lujurioso por llevar a la cama a sus alumnas no es señal de virilidad, sino de impotencia: sólo puede con las presas fáciles; se alimenta de la vitalidad de sus estudiantes; es incapaz de madurar. Otras castraciones simbólicas abundan en el género. John Travolta se tambalea en una bata de baño, Michael Douglas se tambalea en una bata de baño que además es rosada, el catedrático que interpreta Steve Carell es gay. Aunque más importante aún es el hecho de que casi todos tienen que medirse frente a una mujer mil veces más fuerte, por lo general la esposa, cuyo poder yace precisamente en su habilidad para amar: para sacrificar, para comprender, para relacionarse. Hacia el final de la película, suele suceder que el académico también ha aprendido a amar y, tras ser profundamente humillado cual Rochester en Jane Eyre, es digno de la redención femenina.

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Hay diversos factores que no debemos pasar por alto en toda esta historia. En primer lugar, si bien este nuevo estereotipo nos presenta la imagen político-periodística de la academia como bastión de los esnobs sabelotodo, liberales y decadentes, su énfasis es distinto. El liberalismo, protagonista de los medios de comunicación, suele mantenerse al margen (casi nunca nos enteramos de los ideales políticos de estos catedráticos del cine), mientras que la decadencia sí es primordial. El elitismo y el intelectualismo se minimizan: el primero generalmente aparece como arrogancia personal y no como una actitud cultural de mayor alcance; y el segundo, como un inevitable puñado de frases célebres. En segundo lugar, este nuevo estereotipo no es exclusividad del cine. La mayor parte de la docena de películas que he mencionado son adaptaciones de novelas, cuentos u obras de teatro. Otras posibles muestras incluyen Herzog, de SaulBellow, la colección Kepesh, de Philip Roth, y la novela de Wallace Stegner, Crossing to safety. Sobre la belleza, de Zadie Smith, es un claro ejemplo, así como numerosas obras del floreciente género de la ficción. Richard Powers nos muestra cuán reflexivas se han vuelto estas dos imágenes con su visión de la heroína de El escarabajo de oro: variaciones, aquel «juego sexual» con la ropa puesta entre ella y su asesor de tesis, quien se vio de pronto excitado por primera vez en su labor universitaria, mientras ambos comparaban los méritos relativos de Volpone y Como gustéis.

Quizá el hecho de mayor trascendencia sobre el nuevo estereotipo académico y el paradigma narrativo en el que suele ubicarse sea que se trata del medio que une la superioridad de los valores femeninos a los masculinos. El amor, la comunidad y el autosacrificio de ellas frente a la ambición, el éxito y la fama de ellos.

Entonces ¿por qué se presenta a los académicos como el instrumento ideal para dar esta lección? Sí, abundan las películas en las que un abogado de alto vuelo, exitoso ejecutivo o incluso un artista (hombre o mujer) comprende que la familia y la amistad valen más que el dinero y el éxito, pero a estos personajes se les concede primero la riqueza y el éxito, antes de descubrir lo que en realidad importa (y se les permite conservar su riqueza y prestigio al final). La ambición es un sentimiento así de censurable sólo cuando viene de un académico. Sólo para él es esta ambición su propia tumba, incluso bajo sus propias reglas. La explicación yace en otro hecho notable sobre el nuevo estereotipo (aunque también formaba parte del antiguo): este personaje es siempre un profesor de humanidades. Aquellos que no enseñan literatura son profesores de historia, filosofía, historia del arte o francés. Y el patrón es el mismo en las novelas y obras de teatro en cuestión tanto como lo es en las películas. Al parecer, en el imaginario popular, ‘catedrático’ quiere decir ‘catedrático de humanidades’. Claro que los catedráticos de ciencias abundan en el cine y

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la literatura, pero se les sobreentiende como científicos, no como catedráticos. Los sociólogos aparecen de sobra en la prensa, pero por lo general los encontramos en la categoría de ‘erudito’ o ‘experto’. Los estereotipos nacen de la separación de realidades complejas —los académicos juegan múltiples roles— en simplificaciones recíprocamente aisladas. Basta con mencionar la palabra ‘catedrático’ para que en el imaginario popular, hoy como antaño, aparezca la imagen del ratón de biblioteca que cita frases célebres como una máquina. Y es precisamente este personaje el que se ha vuelto caso ejemplar de cuán banal es la ambición.

En el imaginario popular, el profesor de Humanidades no tiene razones para ser ambicioso. Nadie sabe con exactitud a qué se dedica, y en cuanto a lo que se sabe, nadie cree que valga la pena. Es por esto que, cuando el conejillo de Indias de este experimento humanístico se hace público, suele ridiculizarse como banal, enigmático o tonto. Hay otros prejuicios en juego: «sólo enseñan los que no sirven para trabajar en su carrera». El crítico es un eunuco o parásito; el intelectual, un inútil; y el escalafón académico es un sistema para perennizar la mediocridad. Tal vez sea el simple hecho de que los académicos no ambicionen riqueza, poder o verdadera fama lo que los hace blancos perfectos de tales acusaciones. En nuestra cultura, el conformarse con algo menos que estos objetivos mefistofélicos es de por sí castrante. ���Los académicos sí son ambiciosos, pero de un modo pobre y patético. Tal vez esto explique también por qué son los culpables perfectos del delito de falta de pasión. Nadie espera que un abogado se apasione por la ley: su móvil es el dinero. Nadie espera que un gasfitero se apasione por las cañerías: lo hace para mantener a su familia. No obstante, si se trata de un catedrático, la única excusa para dedicarse a un oficio tan frívolo a cambio de un sueldo tan mísero es su amor por el curso. Si le quitamos eso, ¿qué le queda? Además de una vanidad sin fundamento y su enclenque ambición, no le queda nada. Los catedráticos son, en el imaginario popular, hombrecillos ridículos que se vanaglorian de nada. No llama la atención entonces que merezcan una lección.

Sin embargo, nada de esto explica por qué el nuevo estereotipo académico ha surgido justo ahora. La primera posibilidad es que los académicos de hoy se representan como fracasados arrogantes, lujuriosos y alcohólicos porque simplemente son así. Si prestamos atención a varios de los elementos constantes de la imagen pedagógica, no cabe duda de que es verdad. La pedantería y el elitismo son tentaciones inherentes a la labor académica, y Max Weber escribió hace ya casi un siglo que, para los catedráticos, la vanidad es una especie de enfermedad profesional. Justamente por no poseer el tipo de riqueza que acumulan médicos y

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abogados ni el estatus que esta otorga, los académicos son más propensos a alardear de su superioridad intelectual que los miembros de otras élites profesionales. Por otro lado, los catedráticos no son los únicos ni la abrumadora mayoría de quienes sufren esa tácita desesperación y sus resultados. Los catedráticos hombres no son menos dedicados o fieles como esposos que el promedio; de hecho, en comparación con hombres más adinerados, son quizá mejores. (El considerable número de catedráticas de hoy es un hecho del que el imaginario popular aún no se ha percatado).

La segunda posibilidad es que los guionistas y novelistas contemporáneos sientan animadversión hacia los profesores, sobre todo hacia los de Literatura. Puede haber algo de cierto en esta hipótesis si tenemos en cuenta el rumor de que los guionistas suelen ser exestudiantes o graduados en Literatura, y que los novelistas tienden a organizar sesiones de narrativa que los pone en frecuente contacto con catedráticos, y que a veces ellos mismos son catedráticos de Literatura, y que, al fin y al cabo, debido a la relación entre artista y crítico, tienen un motivo especial para sentir recelo por los catedráticos.

El aspecto en que el nuevo estereotipo se aleja más de la realidad actual —aunque al hacerlo refleja lo que sucede en la cultura estadounidense de hoy, y con más claridad revela el estado actual de la psique americana— tiene que ver con el sexo. Tal como hemos visto, algo que casi todos los catedráticos del cine y de la literatura tienen en común es que se acuestan con sus estudiantes. Esto es verdad hasta cuando el profesor no se ajusta al nuevo estereotipo de ninguna otra manera. La lujuria es en realidad casi la única emoción que el catedrático del cine expresa hacia sus estudiantes. En las contadas escenas en que estos maestros realmente enseñan, la meta es exhibir el salón de clase o la oficina como la madriguera misma de la tensión sexual. La mente popular no puede concebir qué otro tipo de relación, por no mencionar qué otro tipo de intimidad, puede mantener un catedrático con sus alumnos. Y es obvio que no puede imaginar qué otro tipo de placer se puede obtener enseñando en una universidad.

¿Por qué ha surgido en las últimas décadas esta idea de los campus como antros de perdición, donde tenebrosos hombres maduros reposan a la espera de núbiles jovencitas? Las universidades mixtas existen desde principios del siglo XIX, y muchísimas universidades, sobre todo públicas, han sido mixtas desde hace bastante en ese siglo. Sin embargo, la gran fiebre por la educación mixta en las universidades privadas de élite de Estados Unidos, que lideran la marcha en formar la imagen pública de la vida universitaria, no se hizo presente sino hasta finales de los sesenta. Al mismo tiempo, las mujeres se fueron convirtiendo en una presencia cada

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vez más notoria en estas universidades que ya habían sido mixtas desde antes. Otra revolución sucedía por aquel entonces: la revolución sexual. De pronto, los catedráticos tenían a su alcance a abundantes jovencitas, y así, las jóvenes reafirmaban su sexualidad con nuevas libertades y atrevimientos. La conclusión popular fue inevitable. Desde entonces, la cultura estadounidense no ha cesado en su creciente sexualización. Esto significa, para la mayoría, que es la cultura la que está sexualizando a los jóvenes. No es casualidad que la preocupación por la explotación sexual infantil haya alcanzado dimensiones de pánico moral. En la figura del profesor, los estadounidenses pueden disfrutar de manera indirecta la experiencia de estar cerca de todos esos cuerpos jóvenes y firmes sin dejar de condenar, al mismo tiempo, el deseo de disfrutarlo: el viejo truco puritano.

La situación se vuelve intensa e irónica ante dos nuevos fenómenos. El estilo sobreprotector de crianza de los baby-boomers ha presionado a las universidades para volver al loco parentis, y las ha obligado a volver al mismo papel paternalista contra el que los boomers se manifestaron en sus tiempos universitarios. Los profesores son los padres sustitutos a quienes los padres entregan a sus hijos, y el surgimiento y expulsión del fantasma del catedrático depredador sexual puede ser una forma de purgar la ansiedad que esa transacción suscita. Aunque ya bastante antes de que los hijos de los baby-boomers llegaran a la universidad, la campaña feminista contra el acoso sexual —más efectiva en el ámbito académico, la institución más receptiva a los dilemas del feminismo— había convertido a las universidades en el lugar de trabajo más autovigilado de la sociedad americana, sobre todo en términos de relaciones entre profesores y estudiantes. Con esto no pretendo decir que el contacto sexual entre alumnos y profesores, bien acogido o no, nunca ocurra, pero la creencia de que este contacto es la norma no es un hecho sino producto de la más pura fantasía.

Aún así, hay algo de cierto tras el nuevo estereotipo sexualizado del académico, sólo que no es lo que el común de las personas imagina. Tampoco es uno que la sociedad sea capaz de comprender. Las relaciones entre catedráticos y estudiantes pueden ser verdaderamente intensas e íntimas, tal como lo sospecha con escalofríos nuestra cultura. Pero esta intimidad, cuando sucede, es mental. Incluso me atrevería a afirmar que en muchos casos es la intimidad del alma. Y así la relación entre catedrático y alumno, en el mejor de los casos, es fuente de dos problemas para la imaginación estadounidense: comienza con el intelecto, esa sospechosa facultad, e involucra un tipo de amor que no es erótico ni familiar, los dos únicos que nuestra cultura concibe. Eros, en el verdadero sentido de la palabra, habita en el corazón de la relación pedagógica, pero no es el

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catedrático el único que se enamora.

Las universidades mixtas han existido desde principios del siglo XIX. Sin embargo, con la revolución sexual a finales de los setenta, los catedráticos tenían a su alcance a abundantes jovencitas que reafirmaban su sexualidad con nuevas libertades y atrevimientos. En la figura del profesor, los estadounidenses pueden disfrutar de manera indirecta la experiencia de estar cerca de todos esos cuerpos jóvenes y firmes sin dejar de condenar, al mismo tiempo, el deseo de disfrutarlo: el viejo truco puritano El amor es una llama, y un buen maestro despierta en los alumnos el ardiente deseo por su atención y aprobación, por su voz y presencia, lo cual resulta erótico en su urgencia e intensidad. El profesor enciende estos sentimientos con tan sólo estar de pie ante sus alumnos en el aula abordando temas como Shakespeare, la Antropología o la Física, pero los frutos de la mente son así de dulces, y el intelecto posee el poder de despertar nuevas fuerzas en el alma. Los alumnos suelen confundir este terremoto emocional con atracción sexual, y si el instructor en cuestión es un estúpido, un inexperto o un cínico, echará mano de esa confusión para su propio placer. No obstante, la mayoría de catedráticos comprende que el arte de la pedagogía no sólo consiste en despertar deseo, sino también en canalizarlo hacia el verdadero objetivo, es decir, llevarlo del profesor hacia el tema de estudio. Enseñar es —según W. B. Yeats— como encender una fogata, no como llenar un balde, y es así como la enseñanza se ilumina. El catedrático se convierte en la musa inspiradora del estudiante, el personaje a quien se consagra todo el trabajo del semestre: las horas de estudio, las presentaciones en el aula, los ensayos, por mencionar sólo algunos. El estudiante atento lo comprende así. En cierta ocasión que conversaba con una de mis jefas de práctica sobre el tema, le pregunté si alguna vez se había enamorado de algún profesor en la universidad.

—Sí —fue la respuesta de la joven universitaria. ���—¿Y querías acostarte con él? ���—No. Lo que yo quería con él era sexo cerebral.

Aquí no estoy diciendo nada nuevo. Todo esto lo sabía ya Sócrates, el maestro más grande de todos, y lo expuso en su total magnitud en El banquete, la dramatización que Platón compuso sobre la pedagogía erótica de su mentor. Todos tenemos un ‘embarazo mental’, tal como Sócrates explicó a sus colegas, y sentimos atracción por las almas bellas porque nos fecundan con ideas que suplican por venir a este mundo. Estas imágenes parecen contradecirse: ¿Estamos ya embarazados o es acaso la proximidad de las almas bellas la que nos fecunda? Ambas son ciertas: el verdadero maestro nos asiste en el descubrimiento de lo que ya sabíamos, sólo que no

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sabíamos que ya lo sabíamos. Las imágenes son sexuales adrede. El Simposio, donde las mentes más brillantes de Atenas pasaban la noche bebiendo, disertando sobre el amor y recostados en divanes de dos en dos, está cargado de tensión sexual. Sin embargo, lo que Sócrates quiere enseñar a sus compañeros es que la belleza del alma supera a la de los cuerpos.

Y justo cuando Sócrates expone este concepto, aparece Alcibiades, el joven más bello de Atenas. Alcibiades era la brillante oveja negra de la desaparecida política ateniense del siglo V antes de Cristo, una mezcla de John F. Kennedy y James Dean. Sócrates debe haber visto en él al estudiante más prometedor que jamás tendría, ya que su amor por Alcibiades fue legendario. Sin embargo, no se trataba del tipo de amor que su amado discípulo imaginó, y entonces Alcibiades se quejó de cómo ese hombre maduro, luego de seducirlo con su verbo celestial, se rehusó a tocarlo. El hermoso y joven pupilo se había enamorado, para su propia sorpresa, del feo y viejo maestro. Al final, Alcibiades nos cuenta que se las ingenió para quedarse a solas con Sócrates —digamos, fuera del ‘horario de atención’— únicamente para descubrir que todo lo que su maestro deseaba era seguir conversando. El Eros de las almas (sexo cerebral para nosotros los mortales) no sólo supera al carnal, sino que brinda mayor satisfacción.

¿Podrá existir una cultura menos preparada que la nuestra para aceptar estas ideas? El sexo es el dios que adoramos con mayor fervor; negar que es nuestro mayor placer constituye una blasfemia cultural. De cualquier forma, ¿cómo se puede tener un Eros de las almas si ni siquiera se tiene alma? Nuestra incapacidad para comprender la intimidad, sea esta sexual o familiar tiene que ver con el empobrecimiento de nuestro vocabulario espiritual. La religión todavía nos habla del alma, pero al menos para el entendimiento popular esta es un ente por demás distante de nuestro ser de carne y hueso. Lo que debería significar es el ser, el corazón y la mente, o el corazón-mente, mientras madura a través de la experiencia. Es esto lo que Keats quiere decir cuando llama al mundo ‘valle que forja las almas’. Y al no ser capaces de comprender el alma en este sentido, somos asimismo incapaces de comprender el principio de Sócrates, según el cual los frutos del alma superan a los de la carne: las ideas son más valiosas que los hijos.

Otra blasfemia. Si existe un dios que nuestra cultura adore tan religiosamente como el sexo, son los hijos. Pero sexo e hijos, intimidad sexual e intimidad familiar, tienen algo en común, más allá del hecho de que una lleva a la otra: ambas nos pertenecen como criaturas de la naturaleza, no como creadores en la cultura. Después de Rousseau, Darwin

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y Freud, y con la psicología evolucionaria predicando el nuevo evangelio moral, nos hemos convencido de que nuestro ser natural es el más auténtico. Pensamos que ser natural significa ser saludable y libre. La cultura significa confinamiento y deformación. Fueron los griegos quienes concibieron el concepto de manera distinta. Para ellos, nuestro bien más precioso no es lo que compartimos con los animales, lo que nos dio natura, sino la cultura que hemos forjado a partir de ella (y que en realidad hemos forjado en contra de ella).

Por esta razón los griegos consideraban la relación del maestro con el joven aún más íntima y valiosa que la propia relación con los padres. Nuestros padres nos traen al mundo, pero es el maestro quien nos trae a la cultura. La transmisión natural es fácil; cualquier animal es capaz de realizarla. La transmisión cultural es compleja; es indispensable un maestro. Sin embargo, Sócrates redefinió el significado de la enseñanza. Sus pupilos ya habían sido educados en sus culturas cuando llegaban a él. Sócrates deseaba arrancarlos de esa educación, enseñarles a cuestionar sus valores. Sus enseñanzas no eran culturales sino más bien contraculturales. Los atenienses captaron la idea de Sócrates de manera muy eficiente cuando lo condenaron por corromper a la juventud, y si hoy en día a los padres les preocupa confiar sus hijos a los catedráticos, esta posibilidad contracultural es lo que realmente debería preocuparlos. Enseñar es una actividad subversiva —sostiene Neil Postman—, y lo es hoy más que nunca antes, en estos tiempos en que los hijos están saturados de mensajes culturales desde su mismo nacimiento. Ya no hace falta ningún entrenamiento para aprender a inclinarse ante los dioses urbanos (sexo o hijos, dinero o nación). Sin embargo, suele hacer falta un maestro que ayude a cuestionar a estos dioses. La labor del maestro —según Keats— es guiarnos a través del valle donde se forja el alma. Todos nacimos una vez, dentro de la naturaleza y dentro de la cultura que pronto se vuelve una segunda naturaleza. Y entonces, si hemos sido bendecidos con esa gracia, hemos nacido por segunda vez. ¿Qué aprovechará al hombre, si ganase todo el mundo y perdiese su alma?

Este es el tipo de sexo que los catedráticos mantienen con sus alumnos en la privacidad del campus: sexo cerebral. Y es por eso que toleramos los sueldos mediocres y el desprecio intelectual, por no mencionar el océano de humillaciones que son la universidad y el el escalafón académico. De sobra sé que no todos los profesores y alumnos comparten mi pensamiento y acción, y tampoco es algo que se permita en cualquier universidad. En numerosas aulas existen los sabelotodos y las divas, así como los haraganes y zombies de pupitre. No interesa quién ocupa qué posición, si el instructor está dictando cuatro clases en tres diferentes universidades o si son quinientos alumnos en la sala de conferencias. Sin embargo, existen

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muchísimos más auténticos maestros y estudiantes en todos los niveles del sistema universitario que los que pueden imaginar quienes llevan sus riendas. De hecho, los muchachos que han adolecido de recursos educacionales suelen ser más ávidos de aprender y de cambiar sus más sólidas convicciones que sus compañeros más afortunados. Además, suele ser fuera de las universidades de élite —donde los proyectos de investigación individual y el talento para el manejo burocrático son las claves del éxito— donde más germina la flor de la auténtica enseñanza.

Los catedráticos no se sienten atraídos entonces por los cuerpos de sus estudiantes sino por sus almas. Los jóvenes mantienen su curiosidad por las ideas, todavía creen en su importancia, en su fuerza redentora. Sócrates declaró en El banquete que lo más duro de ser ignorante es sentirse conforme consigo mismo, pero esto no es verdad para muchos jovencitos que ingresan a la universidad. Ellos se reconocen como incompletos, y aceptan, acaso de manera intuitiva, que se completarán como personas experimentando a Eros. Así, salen en búsqueda de profesores con quienes involucrarse, algo que nosotros también perseguimos. Al final, enseñar significa relación. No se trata de mera instrucción sino de tutela. El mismo Sócrates sostiene que el lazo entre maestro y alumno dura toda la vida, incluso cuando estos dejan de estar juntos. Y, en efecto, así es. El alumno se supera, y yo sé que hasta los más cercanos a mí el día de hoy no serán pronto más que nombres en mi agenda, y luego sólo vagos recuerdos. Sin embargo, nuestros sentimientos por los maestros o alumnos que han calado más hondo en nuestro interior, como aquellos que sentimos por los amigos perdidos en el pasado, jamás se marchitan. Son parte de nosotros, y hasta el menor pensamiento los trae de vuelta a la vida, y así sabemos que algún día volveremos a ver sus rostros en los cielos.

La verdad es que estas posibilidades no son tan ajenas a la cultura estadounidense como he estado tratando de decir. El nuevo estereotipo que ha dominado la imagen de los académicos en el cine en tiempos recientes se ha vuelto, de forma mucho más esporádica, un nuevo modelo de lo que el catedrático puede ser y encarnar, justamente a la par con las líneas que he plasmado. Está allí en La sonrisa de la Mona Lisa en el personaje de Julia Roberts, en el catedrático ciego que inculca a Cameron Diaz el amor por la poesía, y de manera más obvia en Martes con mi viejo profesor, aquel fenómeno cultural de épicas proporciones. Robin Williams nos regaló una versión académica en La sociedad de los poetas muertos. Sin embargo, parece que nos hace falta mantener una prudente distancia de la idea o al menos de la persona que la encarna. Tanto La sonrisa de la Mona Lisa como La sociedad de los poetas muertos suceden en los años cincuenta en universidades sólo para hombres o sólo para mujeres. Los mentores de Cameron Diaz y Morrie Schwartz están jubilados y

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muriéndose. La relación socrática resulta tan alarmante en nuestra cultura que su fuego debe apagarse antes de que osemos acercarnos. Aun así, miles de jovencitos parten rumbo a la universidad, al menos con la tenue esperanza de saborearla. Se ha convertido en una especie de memoria cultural reprimida, una posibilidad imaginativa fantasmal. En nuestra cultura sextupefacta y antiintelectual, el erotismo de las almas ha pasado a ser el amor que no se atreve a decir su nombre.

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