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Invisble federico núñez 2014

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InvIsIble

FederIco núñez

Editorial dunkEnBuenos Aires

2014

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Hecho el depósito que prevé la ley 11. 723Impreso en la Argentina© 2014 Federico Núñeze-mail: [email protected] 978-987-02-7690-6

Impreso por Editorial DunkenAyacucho 357 (C1025AAG) - Capital FederalTel/fax: 4954-7700 / 4954-7300E-mail: [email protected]ágina web: www.dunken.com.ar

Contenido y corrección a cargo de el/los autor/es. Foto de tapa: Carlos “Tito” Núñez.

Núñez, Federico Invisible. 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Dunken, 2014. 72 p. ; 21x15 cm.

ISBN 978-987-02-7690-6

1. Narrativa Argentina. 2. Cuento. I. Título CDD A863

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Este libro está dedicado a mis seres amados, a quienes me acompañan (y a quienes acompaño) desde hace tiempo, pero ante todo, a Salva.

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PrÓloGo

“Los ejercicios de prosa narrativa que integran este libro fueron ejecutados” entre los años 2013 y su continua-dor. Ciertamente engendrados mucho antes, sin embargo, el pasaje a la escritura y su posterior visión del mundo se hicieron esperar hasta estos tiempos.

Para completarlos, estará el “hipócrita lector”, que con su mochila cargada de futuro les dará forma (y contenido, sobre todo esto último).

Cargados de ideología, política, prejuicios, denuncias y no sé cuántas otras subjetividades, estos relatos del alma no dejan de ser otra cosa que literatura. Ficción. Es por esto, que a partir de ellos se puede reflexionar, jugar, llorar, soñar.

No me interesa una escritura que apunte a la belleza. Para eso está el mercado que bien se encarga de adornar las realidades y de posicionar en las cumbres de papel a gentes que tienen el pasatiempo de gastar plata en lujosas ediciones. Esto es diferente. Mucho más sencillo, humilde, sin tantas pretensiones. Sin tanto deseo de anquilosarse en cánones aristocráticos. Ni de los otros, que también mien-ten, por más seductores que parezcan.

Anclados en una realidad puntual, estos cuentos salen a dialogar con la mirada y la cosmovisión de quien los lea. No para buscar adeptos, más bien para provocar, y así se-guir construyendo diálogo. Aunque sea desde las puteadas.

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8 FEDErICo NúñEz

Armar un libro es un acto subversivo en estos tiempos que corren, y corren, y corren, y no paran. Nunca. Agarrar un objeto como este y ponerse a andar más lento en la montaña rusa capitalista también es subversivo.

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vIAJe

Las clases en la facultad habían terminado. Eso era bueno en ese momento, ya que es un bajón estudiar algo que no te convence con gente que no te convence, por un lado, y por otro, los gurises que estaban cursando en otros lugares volvían a la ciudad para, por lo menos, pasar un mes de desprendimiento responsabilizatorio.

Lo habíamos estado hablando ya en alguna salida nocturna, mientras escuchábamos el último disco de Willy Crook e ingeríamos alguna bebida espirituosa que nos ayu-dara en eso de la inspiración. Por lo tanto, era inminente una remada piragüística hasta la isla Camba Cuá, no sólo a pasar la tardecita, sino también, en busca de alargar esa estadía y volvernos recién al otro día.

Es por eso que en menos de una noche de sábado ha-blamos, arreglamos y nos comprometimos a realizar esa experiencia.

Corría diciembre y faltaban unos días para el lechón y el cordero de navidad. La tarde y su calor nos estaban matando. Aprontamos algunos paquetes de galletitas, unas latas de paté, unas cuantas cositas secundarias que hacen a la supervivencia de los seres humanos en lugares inhóspi-tos y, obviamente, muchas botellas cargadas de cerveza y otras tantas cajas de vino.

Serían como las cuatro de la tarde del… cuando nos dispusimos un grupo de 6, 7 u 8 chiquilines que rondába-

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mos los 20,21 años ir a buscar las dos naves que nos lleva-rían hasta la isla en un par de horas.

Nos reunimos en la casa de uno de mis amigos que se ubicaba muy cerca del puerto, en la cual dejamos anterior-mente las embarcaciones y sus correspondientes palas, y sin esperar mucho más, agarramos cada una de éstas en dos grupos de tres, ya que un par se iban cargadísimos en una lanchita con el tío de uno de los gurises, y sin esperar más, empezamos la caminata piragua al hombro hasta el muellecito del club costero.

Una cuadra era interminable. Tuvimos que obligato-riamente abrir una cervecita para no sufrir deshidratación aguda.

Agarramos por la Posadas derecho al puerto, con la sensación de ya tener las patas dentro del agua, pero con las recomendaciones dando vueltas en la cabeza de cada uno de nuestros padres preocupados, debido a que en la tele decían que era inminente la declaración del estado de sitio porque era una manera de organizar (controlar) al pueblo entre tanto saqueo por todas partes.

Faltando unas cuadras para llegar al río, a cada lado de la calle por la cual nos dirigíamos, no entendíamos tal amontonadero de gente, esperando algo. Padres, madres con hijos chiquitos en los brazos, otros gurisitos corriendo entre los cajones rotos que dejaba la empresa afuera del de-pósito, y otros elementos paisajísticos que no hacían pintar demasiado bien esta cosa de mandar al pueblo reclamador a sus casas.

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De todas maneras, nosotros, dignos navegantes de la eternidad, seguimos nuestro camino, sorteando la marea humana, ansiosos por llegar al agua de nuestros sueños.

Por fin descargamos las piraguas en la costa, y sin es-perar mucho más, después de reacomodar las sensaciones encontradas en la última parte del camino, tres en cada embarcación… y a otra cosa mariposa.

Chau recomendaciones, chau federales, chau facultad, chau bocinas de autos en la plaza, chau caretas entrando al boliche…

Sin embargo, cuando íbamos saliendo por el canal del riacho por donde entran y salen al puerto los enormes barcos, con la Stella Maris frente a nosotros… a nuestras ignorantes espaldas, las sirenas de los patrulleros y los tiros no dejaban que les digamos chau a las caras de esas gentes que habíamos cruzado hacía sólo unos minutos.

Lo demás ocurrido en ese diciembre… incluso esa no-che en la Camba Cuá… eso es parte de otra historia.

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lA cosA

Hasta el último segundo de su existencia, él seguía pensando firmemente que ella era suya.

Para él, podía ser: un pantalón, unos zapatos, un auto… una mujer. Su mujer. Un objeto que le pertenecía desde que la conoció. Un objeto que le habían concedido por derecho divino. Ese derecho como el de las iglesias.

El colorado Gallardo, tipo cuarentón, de casi dos metros, empleado a dedo y conveniencia del municipio de ese ignoto pueblucho de frontera, alcohólico, bardero, sinvergüenza, putanguero y otras yerbas, además de todo, era un cobarde golpeador de mujer. De la suya. De la que el cielo ya hacía siete años le había entregado como de su propiedad.

Esa noche de febrero, húmeda y cargada de calor, en la que los mosquitos chotos no dejan pegar un ojo y ponen coloradas las palmas de las manos, esa noche, ni antes ni después, esa, esa pobre mujer que había sido entregada al colorado Gallardo, iba a dejar de sufrir. Iba a ser devuelta, según las creencias de las chusmas del lugar, a donde per-tenecía. Al cielo. Ya no a los puños y al sucio colgajo del colorado. Ella, decían las viejas, iba a estar mejor.

El colorado, esa noche, volvió del quilombo bien borra-cho, cargado de rabia y más macho que nunca.

Llegó, entró, buscó a la que era suya y sin pensarlo (nunca lo hacía), le tiró con el candado y la cadena que servían para cerrar el portón de la casa.

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Ella, no pudo hacer nada. Sólo sangrar cada vez más. Ya ni emitía sonido alguno. Ni lágrimas tenía para contra-rrestar la bestialidad del colorado.

No duró más que dos minutos, pero como siempre, duraba una eternidad. Era infinito el dolor que ella podía sentir no en el cuerpo, en la carne, sino, más profundo.

Ella, ya ni lágrimas tenía para contragolpear el ataque del colorado Gallardo.

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InvIsIble

“Los ojos de los niños cuando el mundo los disfraza de cautivos”.

O.B.

A un costado, como agachado sobre el cordón, miraba sin entender demasiado, una foto aparecida en el diario de propaganda municipal. El bigotudo careta que aparecía retratado, ahora, además de intendente y empresario, era también capitán de un lujoso yate recorredor del Uruguay las tardes de sol y viento calmo, de seguridad comprada a cambio de sumisión.

El de la foto, se parecía mucho a ese que en ese mo-mento salía del hotel, y que con la mirada inquisidora lo obligaba a correrse del paisaje, porque molestaba el trans-parente caminar de quienes paseaban durante las tardes de domingo, cargando impunemente su mentira acumulada en las espaldas y, sobre todo, en los corazones.

También pasaba la “señora bien”. Que como toda seño-ra bien, en estos pueblos, es la “señora de”.

Ella era menos disimulada que el anterior. Parecía como si esta clase de gente a la que pertenecía el Jona le diera algún tipo de alergia.

Los síntomas eran como la luz y como la mujer del sereno: veloces, muy veloces. Nariz fruncidísima, ojos

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como el dos de oro, jeta torcida, y otras señales propias del desprecio y la ignorancia.

Por fin terminó la coca y emprendió el viaje. A ningún lugar, ya que nadie lo esperaba en la casa. Hacía mucho tiempo que su independencia le otorgaba cierta madurez. Madurez que lo había salvado ya varias veces de situacio-nes que se presentan en la selva de la que somos parte y de las que la inmensa mayoría no tiene ni idea.

Tranquilos en la placita, las hamacas iban y venían: Ciro, el Julián, Pocho y la Jesica. El olor a porro se sentía desde la cuadra anterior al parquecito, tal vez por eso el Jona había cambiado el curso de su caminata nocturna.

Allí las miradas no eran como las que hacía un rato lo ponían en relación de semejanza con una cucaracha o una rata. En esas hamacas, en esa comunión de mocos chorreando y de puños manchados, el Jona descansaba de tantos dedos señalándolo. En la calle, en la escuela, con razón, sin razón, de frente, de atrás, susurros, gritos… como sea, allí, en ese momento, con sus cuatro amigos circunstanciales, el Jona compartía el porro y la soledad.

Sigue pateando.Algunas cuadras más adelante, lo aguardaba un rancho

lleno de tentaciones.Dentro del aguantadero, Gastón, el transa, le ofrece

seguir viaje por unos pesos a cambio de tener que bancarse una catarata de vidrios circulando en contramano por sus orificios nasales. Ahora no solo mocos, humo, tierra, sino que la fiesta del vidrio se ubicaba en el interior de la pobre ñata del gurí.

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–Te la debo guacho – se despedía el Jona y salió volan-do con una bicicleta de yapa en el bolsillo.

–Pa’ cuando te agarre la pachorra guachín!–dijo el Gastón.El Jona para ese entonces ya viajaba en una nube de

pedos, sin molestar a nadie.Ya eran como las dos de la mañana, y entre el frío y la

neblina, el paisaje que el guacho pintaba era desalentador, inseguro pero de rancho y a dormir. Llegando a la esquina que lo hacía enfilar para la cama fría, apareció re loco Ciro:

–Eh Jona… ¿vamo’ a reventar el kiosquito del Gastón? En dos patadas lo hacemo’ bosta… dale che…

Quién sabe por qué. Si por miedo a la reacción del Ciro o porque lo vio desarmado, recontra quemado y le dio lástima, la cosa es que se tanteó la cintura y enfilaron para lo del tranza.

Cuando iban llegando al lugar, los cruzó la policía, que ya los conocía bastante. También sabían que entre esos ranchos estaba el aguantadero, pero claro, como eran refugiados del intendente y del diputado, mejor era seguir sin chistar.

Los mocosos, esperaron que la cana se aleje. vieron la luz de la sirena casi desaparecer y juntaron valor.

El Jona se mandó pegando una patada desarmada en la chapa oxidada que hacía las veces de puerta en el kiosquito y atrás saltó el Ciro con el 22 apuntando a cualquier lado. Tan en cualquiera estaban los pendejos, que Ciro trastabilló contra su compañero de asalto y ambos se cayeron, con tanta mala suerte, que hicieron mierda la mesa que exhibía

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las bolsitas recién armadas entre una cantidad espectacular de fasos y pastillas, balanzas y billetes, cuchillos y pistolas.

Lo demás, es puro descontrol.El Ciro salió como podía con un balazo en la rodilla

izquierda usando como escudo a su amigo. El Gastón, ha-ciendo uso del privilegio de buen transa, aprovechó la ca-tarata de balas que sus compinches de la barrabrava y pro-yecto de punteros largaban contra los dos pobres gurises.

Al toque, la yuta apareció y reventó lo que quedaba del rancho, ahora algo más parecido a una cueva, dejando escapar no sólo a los transas, sino al cobarde del Ciro.

En dos segundos, oficiales, comisario y hasta los pe-rros estaban cagándose de risa del terrible hallazgo que la ingenuidad de los pendejos había provocado. risas que reflejaban tanto el reviente de la cueva como el futuro e inminente ascenso meteórico del comisario.

Al llegar la ambulancia, hecho en el cual nadie había reparado, metiéndose lentamente entre el minúsculo gru-pejo de vecinos que se juntaron para chusmear qué pasaba, los enfermeros se encontraron con un único cuerpo, ya frío, deshilachado por los balazos, todo bañado de sangre… todavía tibia, aunque tendida en la muerte.

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el cHAncHo

El chancho no daba vueltas, y menos si lo acompaña-ban los ratas que le hacían una y otra vez el aguante.

Ese día, al costado de la ruta catorce, mientras los autos pasaban ciegos entre los camiones, el obrador estaba quieto. Bien callado que estaba. Ni el cuidador apareció. Seguramente dormiría la resaca en el fondo del prostíbulo también cercano, y en el cual más de una noche-madruga-da-mañana había gastado los pocos mangos que no le había mandado a los hijos.

Ese día, al costado de la ruta catorce, mientras la vida miraba para el otro lado, como siempre, el Chancho rodea-do de ratas, sacaba la cuchilla y firmaba (como siempre) de esa manera diez años más de explotación del lugar que venía manejando ya hacía veinte o treinta.

–La cosa es simple tordo… –le decía al secretario del intendente el día anterior, en el instante en el que se entera-ba que Froilán, su oponente comercial y partidario se había presentado de última a la licitación mentirosa.

–… si se ponen pesado’ vamo’ a tener que hablar con estos boludos… –y salió de la municipalidad ya imaginan-do que tendría que hacerlo (como si le costara).

No le había costado nada nunca. Es decir, casi nunca. Tal vez allá lejos en el tiempo, cuando comenzaba a abrirse camino en el partido algunos parásitos como él lo habían matado a palos.

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Disputas. Peleas. Enfrentamientos. Todo en busca de un lugarcito cerca del Pato. Es que ése era el lugar a ocu-par por todos aquellos que aspiraban a un puestito en la muni… y más allá.

Transa, drogas, casino, puteríos de mala muerte, cha-cras escondidas para firmar y ponerle punto final a miles de negocios que iban haciéndolo el Chancho respetado no sólo por sus pares porcinos, sino también por aquellos de traje y corbata que vivían la careta de una vida demasiado artificial.

Demasiado?… nunca es demasiado.Siempre conseguía lo que quería, como los niños y los

gatos.Se paseaba por el pueblo, ahora, en su auto de alta

gama transado con “el” empresario del lugar. También de arreglos incansables, de evasiones infinitas con su compa-ñero Pato…

El Chancho no se cansaba jamás de cagarle la vida a la pobre gente. Porque en vez de tomar partido de sus privile-gios ganados a puño, cuchilla y balas, servía a los que tenía arriba y se burlaba y aprovechaba de los que tenía abajo.

La ideología chanchera enarbolaba la bandera de la co-rrupción, del oportunismo, del panquequismo… cualquier ismo era oportuno para pegar a su ideología barata… de la cual se aprovechaban los señores feudales del pueblito.

Cuentan que en una oportunidad entró al quilombo de su gato oficial y al ver que ésta se encontraba chamuyando con un cliente, agarró del cogote a este último por atrás y se los tiró a sus ratas, quienes lo llevaron al patio del local clandestino y comenzaron a pegarle por cada rincón de

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su redonda y extensa humanidad. obviamente, él, gran macho, clineó y pateó en el suelo al minino, quien desde allá abajo le gritaba que por favor le diera la posibilidad de reivindicarse… en la habitación. Nada pudo torcer el fatí-dico destino del chamuyero y el felino: dos días más tarde encontraron sus cuerpos flotando en el arroyo que servía como pileta de desperdicios del frigorífico del pueblo, en el cual nuestro amigo Chancho, tenía más de un delegado sindical trabajando para él.

Así se manejaba y no le importaba. Tanta era su impu-nidad, que su lujoso chiquero, en medio de la ranchada, no era muy diferente a una de esas casas alrededor del centro de la ciudad, de nuevos ricos peregrinos del 1 a 1, de la soja roja o de la obra pública ganada en licitación ilícita… ¡andá a saber!

Por eso, por lo otro, por lo demás, el Chancho pasaba la cuchilla por la garganta tensa de quien se le pusiera en el camino.

Como esa tarde. Al costado de la ruta. La catorce. Mientras el obrador era sólo escenografía y propaganda del Estado, el chancho sucio dejaba sin anuncios la ahora carne inerte del que trató de jugar en su chiquero.

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Un AnTIGAl

–¿viste, ahí… al costadito… por donde nadie se anima a caminar?… Bueno, porái ando yo –le dijo con lágrimas en los ojos Salvador a su nieto… y allí se encontraron.

Como en la letra, Salvador andaba hacía tiempo sin molestar a nadie. Era su justificación para muchas cues-tiones existenciales (y de las otras). Le gustaba recorrer la vida por ese “caminito al costado del mundo… buscando algún rumbo…” o ninguno, ya que tenía muy clarito lo que seguía…

Cuando se dio cuenta allá por su infancia (hoy la de su nieto), empezó a cortar el viento cerca del río. Ese lugar de rincón preferido e intransferible por nada de lo material que tanto seduce; lo refugiaba siestas y post-siestas inter-minables, llenas de hojas, pasto, arena y agua.

¿Quién va al río en otoño o invierno? Salvador. Siem-pre. Y ahora, su nieto.

¿Qué más puede pedirse? El sol también acompaña las caminatas, las lecturas, las charlas con fondo de riacho picado, peligroso para bordear la isla en piragua. “Mejor hacia el finde, después de los amargos y el asado”.

Basta de tanta tecnología cegadora, de tanta informa-ción desinformadora, de tanto verso anti-poético saliendo en la continua búsqueda de oídos sordos.

Ya no existen días o noches. Ya no más tiempo que te corre con el cuchillo para descuartizar ilusiones.

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El encuentro de sus dos planetas les posibilitó la sal-vación.

La suya.Algo tal vez bien pequeño para las demás gentes con-

fundidas por las luces de la ciudad. Esto era otra cosa. Bien cerquita. Ahí, a dos pasos. Casi en el mismísimo caos. Pero diferente. Es una cuestión de elección.

Animarse a sentir. A ver las cosas desde una perspec-tiva distinta a la que propone el mundo de las utilidades.

Ellos dos. Un viejo y un gurí, se animan, lo descubren, lo cuidan. ¿Cuánta experiencia para mañana? Nada de mer-cancías. ¿Qué valor posee? ¿Importa?

Salvador y su nieto armaron su historia sin esperar que nadie les muestre el camino que debían seguir. Sin man-datos previos. Sin acusaciones superfluas que incidieran. Todo era dejado atrás en un chasquido, cual pase de magia que invita a sonreír en el peor de los momentos.

Las tardes de lluvia se fueron convirtiendo de a poco en las más esperadas. Las más valiosas. Acompañados por el Tuka, perro callejero que se les había agregado hacía ya como siete años humanos. veía poco. Escuchaba un poco menos. Casi no le quedaban dientes sanos. Sin embargo, él seguía a sus no-amos a dónde sea. Cuando sea. Sin correas ni palos disciplinadores. Sin silbidos domesticadores. El lazo que los unía era invisible, pero bien fuerte.

Es raro ver esta pintura de seres de carne y hueso (acá de papel, puro papel y tinta), que sin importar nada hacen la suya. Se envidia esa firme convicción siempre idolatrada y alejada. No obstante, allí está. En ellos: abuelo, nieto y perro. Cada tarde de cualquier estación paseando frente a

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aguas que ayer, hoy y mañana acompañan el universo de quienes se le animan a la vida de verdad, no a la de cartón barato que aparece en el último lcd que te compraste en infinitas cuotas.

–¿viste, ahí?… eso es el dique… –y otra catarata in-formativa guardada en la memoria del abuelo que en el pasado, durante largos años, se levantaba para pasar varias horas en el ministerio de obras públicas.

La escuela, la universidad, la placita, el club, el río, las puteadas al nuevo puente molesto, todo era material de conversación. Era, para los dos, encontrarse con otra vida muy distinta a la de sus “hoy”.

Tal vez ellos sabían que su espacio era el refugio contra la destrucción del paso del tiempo. Como esa tarde que desde el tronco tirado sobre el pasto bien verde observaban la actividad constructora de lo que sólo era un capricho económico. veinte camiones cruzando por lo alto del puen-te no terminado (ochenta viajes entre ida y vuelta de cada uno), con el propósito de desgarrar la isla que nos miraba del otro lado. Sabían que ya no había vuelta atrás. Que isleños, animales y árboles no podían enfrentar a toda la maquinaria que funcionaba contra algo tan mínimo como lo era el hombre y su entorno.

Ninguna bandera (esos pedazos de tela por los que la gente antes hasta moría), ningún representante del pueblo ya reclamaba contra la nefasta obra del señor de saco y cor-bata. Se conocían los arreglos a los que habían llegado con algunas organizaciones, y las dos o tres que no quisieron transar, estaban compuestas ahora por uno o dos román-ticos activistas verdolagas, que sin ganas se reunían cada tanto, únicamente para… hablar.

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Ya no quedaba nada por hacer.El río se tendría que acostumbrar al pedazo de cemen-

to que lo atravesaba. También se acostumbrarían los pája-ros y las culebras a los ruidosos automóviles que llegarían de todos lados a conocer el nuevo proyecto turístico en manos de exitosos empresarios.

Esa tarde, frente al riacho, viendo a los camiones pene-trar en la isla, el nieto, ingenuo, le preguntaría a su abuelo, si ellos también caerían en la volteada, si ellos serían presas del acostumbramiento, entonces, por primera vez en todo este camino que recorrerían juntos, Salvador miró al gurí a los ojos, y con enorme dolor, le habló con el silencio.

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el MIlITAnTe

Era sabido y era simple. Demasiado simple. Ir, militar, festejar y regresar…

Subió al auto cagándose de risa y de frío. El viaje no era largo, pero cerca de dos horas para matear y hablar, entre otras cosas, del turco, iban a tener.

Sabían que Junio se portaba de esa manera: fresco, ne-blina, oscuro, para que luego salga el sol y sea un día bien peronista (¡y a lavarse las patas, carajo!).

El que más claro lo tenía era el militante, ya que hacía mucho su vida caminaba entre vinitos, asados, discusiones y una lista larga de costumbres muy bien aprehendidas, sobre todo, aquellas que algún tipo de relación tenían con las noches, las madrugadas y los amaneceres fuera de casa.

Era sabido y era simple. Demasiado simple. Ir, militar, festejar y regresar al pueblo para contarle a los gurises que el acto había sido un éxito: el político famoso ya era ganador, los alcahuetes provincianos, hasta el más gorila pero bien oportunista, tenía su puestito en principio por algunos años y quién sabe por cuánto más si la estructura se la bancaba… que siempre en estos lugares se la re ban-ca. Además, para agregarle otros colores, siempre uno u otro puntero cercano al Carita te tiraba un chusmerío que, aunque no fuera cierto (casi nunca lo eran), te invitaba a la ilusión… para después, dejarte con la cara larga como bolsillo lleno de piedras.

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Siempre la historia era así, y nadie quería modificarla. Nadie lo necesitaba. Todo parecía encajar perfectamente como en un sistema, en el cual cada engranaje tiene su es-pecífica función, y su ausencia o malformación, hace que todo caiga y desaparezca.

Tal vez sea por esto que se lo recuerde y se lo extrañe al militante. No porque fuese una pieza más.

Al contrario. Seguramente se lo recuerda por su di-ferencia. Una figurita única e irrepetible en la zona. Un personaje poco común para su tiempo.

Era de allá pero vivía acá. Su trabajo era hacer esto, pero hacía aquello y lo otro… y lo otro. recorría el pedre-gullo y tragaba polvillo, pero lo hacía de trajecito y de za-patos. Era padre, hijo, esposo, amigo, laburante, aficionado, vago, picarón, compañero, peronista… ante todo, tal vez, era peronista… de Perón.

Él no sabía de redes sociales, de agrupaciones oportu-nistas, de candidatos de cartón, de pedir para hacer.

Eso. Hacía lo que hacía por el partido del General, con mucha voluntad, no para recibir algo a cambio, sino, para trabajar por los que tenía a su lado, por la gente de la escuela, del club, por los viejos, los pobres, por la gente que necesitaba una mano. Ahí estaba el militante. Dando siempre una mano.

No para escalar más cerca de los dueños feudales del partido en la región. Para nada. Él era eso porque había elegido laburar para la gente

Era sabido y era simple. Demasiado simple. Ir, militar, festejar y regresar…

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En ese momento, el militante reía futuro. Incierto, com-plicado, hasta cansador, pero lo reía, lo veía… lo esperaba.

veía a la patrona en la casa y en la escuela, a las hijas y a los hijos. La radio. El partido.

Sentía el peso de la bolsa recontra cargada en la espal-da, que no le molestaba tenerla, porque él la había llenado con cada cosa que tenía adentro.

Él sabía lo que venía. Lo que estaba pasando le pasaba a él.

Habían fallado en las internas, sin embargo, quedaba mucho por hacer. Nunca se deja de hacer para el partido. Más en el lugar que a él le tocaba.

En medio de gringos que se creían alemanes, el mili-tante también militaba identidad. No se dejaba llevar por delante.

Tampoco lo pasaban por encima cuando su equipo perdía un clásico, tenía que poner más alto el volumen y aguantarse los gritos y bocinazos de los xeneixes. Y se la bancaba.

Esa mañana, quién sabe qué programa de alguna radio de la zona vendrían escuchando en el Falcon, tomando unos verdes, hablando de fóbal, de política, de Santa Anita, de la familia, de la bufanda… ¿Quién sabe?

El militante iba al acto, militaba y volvía. Eso. Nada más.

Pero Junio es traicionero. Junio tiene esas cosas que te confunden.

No te avisa, no te espera, no te da otra oportunidad, Junio, Junio… es traicionero.

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el cUlPAble

El tipo está ahí, frente al juez, su gente, Dios… y algu-nas cuantas personas que esperan ansiosas que el hijo de puta se pudra en la cárcel.

Él sabe muy bien que tiene las de ganar, porque su en-torno es oscuro, difuso, silencioso. Lo cubre un manto de perdón importado de otros mundos.

Tal vez un viaje a algún lugar inhóspito del planeta lo haga perder en los días de la gente que lo mira y quiere que se muera.

o quizá, una mano celestial con anillos de oro lo guíe al más allá de los terrestres que piden justicia.

Este hombre aparentemente “bien”, busca la salida que lo aleje de la realidad que estalla y lo roza, lo salpica… pero nada más. Quiere, necesita imperiosamente salirse del terrible quilombo en el que se metió por su propia per-versidad, demencia, enfermedad… ¿quién sabe?, capaz que su infancia se vio aniquilada por hechos como los que él luego, con todos sus años a cuesta, reproduciría y callaría una y otra vez, una y otra vez…

Sin escrúpulos, de todas maneras, Dios, su Dios, es-taba junto a él, y lo perdonaba. En el confesionario de la capilla cuasi abandonada, en los baños del convento, en la piecita de la casa lujosa. En todos lados. Siempre. Su dios ciego lo perdonaba. Y así seguía.

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Por eso, por la religión, por la política, por la plata, porque sí. Porque la sociedad de los hipócritas lo tapa. Porque de esto la gente se olvida en poco tiempo. Porque es imprescindible para lavar la culpa futura de quienes lo es-conden hoy. Es por esto, que él siente la libertad muy cerca.

Ante esa sensación, la sala pinta otro paisaje para sus días por venir. Sin embargo, sabe perfectamente que la justicia es divina, ante todo. Ante todo, él, a pesar de ser un terrible hijo de puta, juega en el equipo de un Dios distraído.

Es el día. última mañana y últimos minutos de la espera interminable, cansadora, de la que es parte hace meses y meses.

Debería seguir esperando. Y por qué no, por el resto de su vida.

No es prejuicio. Las pruebas en su contra abundan. Desborda la sala una catarata de verdades. Apabullan lo real. Pero… La tradición, en estos lugares, lo ampara.

Mientras tanto, ve impasible como esas personas que lo putean sin parar lloran sin consuelo. Con la esperanza intacta de que él, un hijo de puta infinito, Eterno, pase el resto de su vida en la cárcel. Sufriendo. Padeciendo algo de lo que esos chiquitos sufrieron y padecieron hace tiem-po, aún, cuando ni siquiera encontraban explicación a las atrocidades de las que eran víctimas.

Perpetuo cobarde con un Dios descuidado.Tan descuidado su Dios, que ni cuenta se dieron (ni el

hombre ni su Dios), del ínfimo segundo en el que la bala, como por obra de la justicia divina, le entró por la nuca.

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leGrAdo

La camilla fría, arrumbrada, pegajosa, con olor a hu-medad haciendo composé con la pieza sucia.

Los ojitos vidriosos puestos en un cuadrito de la vir-gen (¿virgen?) María y de una cruz sosteniendo al señor de barbas más parecido a Bin Laden sin turbante que a un multimillonario de Wall Street.

El sonido de una olla puesta al fuego hirviendo hace un rato que viene desde el otro ambiente de la cueva de la muerte. Una señora gorda, renga, fuma un cigarrillo negro desde esa misma puerta que comunica quirófano criminal con cocina pseudoesterilizadora.

Todo estaba listo para llevar a cabo el acto. Todo, me-nos ella.

Dos años antes su vida se vio trastocada por un hecho imprevisto, indeseado. Su rapto.

Nadie vio nada. Nadie escuchó sus gritos. Nadie, a esa hora tempranísima de la tarde, se dio por avisado que esa niña estaba siendo asesinada en vida (primero), por dos muchachones inescrupulosos. retirada para siempre de su natural inocencia.

Luego, la ruta era conocida.Escondida, maltratada, humillada, abusada hasta el

hartazgo, hasta el cansancio, hasta horas antes de llegar al lugar con la foto del talibán sin turbante.

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Es la misma ruta del prensado, de la merca, de las pastillas, de una lista interminable de cosas encubiertas por la corrupción de los hombres democráticos del interior, ideadas por los salvajes civilizados del centro.

Llegó cansada. De todo.De las cosas. De la vida. De las cosas de su vida. De

toda la muerte que tenía la vida que le tocaba vivir desde esa fatídica siesta provinciana.

Sabía muy bien, entre gritos, lágrimas y mugre (mucha mugre), que si tenía muerte en su vida, ahora la muerte se le venía de repente. Sin pedirle permiso. Toda de una.

En ese momento se acordó de su familia (de cada uno-una de quienes la conformaban). Se acordó del noviecito. Se hizo de infinitos recuerdos. Todos juntos en uno solo. Como si de verdad pudiera amontonarlos en una bolsa tipo linyera para llevárselos hacia donde se estaba yendo (de a poquito).

Sin embargo, un recuerdo del presente le arrebataba la vaga atención que podía construir en ese instante.

En segundos, la vieja chimenea gorda y su ayudanta, pondrían manos a la obra para raspar-limpiar-destruir lo poco que quedaba de esa niña provinciana secuestrada una siesta sin oídos.

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clÁsIco

En este lugar del planeta, un domingo a las tres de la tarde, no es un momento más en la vida de los seres huma-nos. No es de esos instantes fugaces que cantan los poetas en sus versos.

A esa hora el pronóstico del tiempo no le interesa a na-die. No importa salir corriendo atragantado con un pedazo del chorizo extra-tocino que formó parte del asado que degustamos dignamente en el patio del rancho. No.

La cosa es así.A esa hora, gurises, muchachones, tipos, y también,

féminas de voz ronca, nos juntamos todos y todas en la esquina del kiosquito a escabiar y fumar antes del partido.

Hablamos de todo, pero sobre todo, del inminente match que disputará el súper team de nuestro corazón. Ya nos hacemos la cabeza con el gol de recontra frentazo del Tinga, ese artista del nivel y del cucharín, del fratacho y el revoque (del fino, al otro se le anima cualquiera, como a la hermana del Moncho en el barrio), pero eso durante la se-mana, que dura hasta el sábado al mediodía (puntual a las doce y un minuto lo encontrás en el bar del Mauro gargan-teando una fresca), ya que cada domingo se convierte en el goleador más grande y menos pago de toda la Argentina (producto del modelo de producción, dicen). Pero la histo-ria del pichichi del sur, argentinos y argentinas, gente de Latinoamérica y alrededores, es digna de texto propio (el

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próximo, el que sigue, el que está a continuación, no se lo pierda… es un golazo… de la incipiente narrativa surera).

volvamos al kiosquito… y a la hinchada.Afinamos el garguero con unas líricas que el Chito

copió a mano mientras miraba El Aguante, ese espacio dedicado a los que somos de palo según el cantito, o como también lo creía el grupo que financia este programa agi-tador, pero no de los que están en algunas tribunas, sino de todo un pueblo. Afuera de la cancha nos querían, para poder ellos decidir con comodidad.

Pobres ilusos.Estamos adentro.“…esta tarde cueste lo que cueste, esta tarde tenemos

que ganar…”.Las bombas las traía el rata. De los bombos y demás

instrumentos musicales (eeesaaa), se encargaban el Pato y el Coco, hermanos mayores de una serie de quince. Todos en la hinchada. Menos el último. Éste iba en los brazos de la madre.

A dos cuadras del club concentraban religiosamente los borrachines de verdad, esos que iban a la cancha con la única intención de manguearle unos pesos al primero que se les cruce.

“-¡Eh vieja, una moneda pa’l tinto!” o “-¡No te ortivé locooo… ta’ todo bien!”, eran las frases de cabecera de es-tos tres o cuatro personajes que cada tanto (cada domingo que nos tocaba ser locales), se agarraban a piñas entre ellos. Como para no aburrirse.

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Es que era muy difícil no irse a las manos cuando uno de ellos batía recontraempedo a otro:

“-¡che cuernudo, pásame la cajita!”, para qué. Encima era verdad. La jermu de uno de ellos siempre terminaba encamada con alguien que podía valorar algo de lo que estos aparatos eran incapaces.

Y así se pasaban la tarde, cerca de uno de los corners, donde aprovechaban a putear, escupir y hasta tirar vino caliente a los oponentes de su querido equipo.

De esta manera, si bien la fiesta, como se puede ob-servar comenzaba siempre antes, era a eso de las cuatro de la tarde que los jugadores entraban en fila a la cancha y nosotros, los gurises de la hinchada, mandábamos toda la carne al asador para apoyarlos cuando veíamos que el primero de estos gladiadores agarraba la pelota y la ponía a volar por los aires: “alto, fuerte y lejos”, como decía el relator de LT 11.

No importa la tele, las vedettes, las botineras, los au-tos, no importa nada.

En la cancha los azules y a su lado bien cerquita la banda.

Es mentira eso que los de afuera son de palo… (ya lo dije, no me importa la repetición), y menos cuando los con-trarios son los del taita. A esos había que ganarles adentro y afuera de la cancha. Muy complicado era el asunto siem-pre. Pero le poníamos garra.

La primera hinchada que amedrentaba al referí, ya había logrado más de la mitad del triunfo de los suyos. Teníamos que cuidarnos un poco en la estrategia que bus-cábamos para dicho propósito, ya que muchas veces se nos

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iba la mano y terminábamos por romperle la cabeza de un toscazo a él o a uno de los línimas.

Sin embargo, nosotros teníamos a los mejores. o, tal vez, no a los mejores, pero sí a los más voluntariosos, a los que más huevo ponían adentro de la cancha durante los noventa minutos. Y eso ya era mucho. Muchísimo.

Ese domingo, el último de mis domingos en el estadio sureño, el recuerdo que se metió en la cabeza de todos los que estábamos ahí, no fue el gol del Tinga, el cascotazo en la cabeza a uno de los árbitros, no fue la nueva canción de la hinchada. Nada de eso se recuerda. Todo lo que nos queda de esa tarde es la sensación de haber perdido la ra-zón. De haber sido capturados por la locura en su estado pleno. Algo fuera de lo creíble en este bendito planeta y sus alrededores.

Tal vez porque nunca lo pensamos, quizás porque so-mos animales de costumbres arraigadas en el fondo de los mismísimos huesos. Aún hoy, cerca de veinte años después de ocurrido el mágico hecho, nos resistimos a pensar que fue realidad y jugamos a que sólo estuvo en el centro de la fantasía más cósmica. Como si fuera una escena corta de Hora de aventuras. La mejor escena corta de Hora de aventuras.

Fue el “tres”, señores y señoras. Ni el nueve goleador, ni el win derecho, ni el extremo izquierdo. Mucho menos el enganche de moda. Fue el marcador de punta izquierdo. El tres.

El Flaco Lazza, alto, fino, huesudo, intrascendente por más de doscientos partidos, esa tarde, la tarde de la glorio-

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sa final, se convirtió en el protagonista de lo que iba a ser el recuerdo eterno del primer campeonato sureño.

Como está pintado anteriormente, todo estaba listo para que ese papel lo juegue otro, incluso, hasta la propia hinchada disputaba el protagónico. Sin embargo, el Flaco se adueñó del mismo y quedó por siempre en el primer plano de esa imagen ganadora.

Y es que como él, era un intrascendente momento del match, esos que nadie está mirando, porque en realidad el empate estaba firmado. Ya nos íbamos para el alargue. Todos cansados adentro. Todos a los gritos afuera.

Era la última pelota del juego. Uno que traba de un lado y otro, del otro, en el medio de la cancha. El balón, luego de sonar seco por el choque de ambas patas, sale rodando casi imperceptiblemente hacia un costadito del centro marcado por la línea de cal, y de pronto, sin espe-rar que nadie la acaricie hasta dentro de algunos minutos, antes de que el referí toque su pito y nos haga desfallecer de ansiedad, el gran Flaco, con su poderosa zurda, le da un beso a la redonda, y desde aproximadamente ochenta metros neto, la pone a volar, alto, fuerte y lejos, hasta tras-pasar las nubes del cielo celeste.

Un profundo silencio repercutió en el estadio. Todos y todas esperando el desenlace de tan inesperado, sorpresivo, impensado acto en todo el mundo futbolero.

El único que tenía una mirada de absoluta confianza en la realidad del acto que estaba aconteciendo en ese instante, era el flaco ser humano que le había pegado a la de cuero.

El mismo ser delgado al que domingo tras domingo, al-gún hincha furioso desde la montañita que estaba atrás del

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arco (popular pa’ los muchachos), cargaba sus pulmones de aire caliente y largaba al viento un enorme:

“¡Buuuurrooooo… andá a patiar calefones!!!”, o el tan esperado: “MATUUUUUNGooo!”.

Fue infinito el segundo en que la esférica recorrió el firmamento, mientras nos hacíamos visera con las manos para que el sol nos deje ser testigos de eso que estaba pa-sando delante de nosotros.

Y sí. Por fin. La cosa redonda formada por casquitos cosidos, todos ellos de negro y blanco, se le coló al arque-rito de ellos, ahí, donde nunca llegan los de guante, ahí donde se forma un perfecto ángulo recto… ahí, donde tejen su nido las arañas…

¡GooooooooooooooooooLLLLLLL!!!!!!!!!!!!

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el PescAdor

“De pronto sentí el río en mí,corría en mí

con sus orillas trémulas de señas,con sus hondos reflejos apenas estrellados.

Corría el río en mí con sus ramajes.Era yo un río en el anochecer,

y suspiraban en mí los árboles,y el sendero y las hierbas se apagaban en mí”.

J.L.O.

otra vez frente al río. Temprano, como cada día. ob-servando en el agua la vida que transcurre sin freno…

El rancho era un colador durante las noches de julio. El chiflete aún sonaba en las orejas del pescador.

Preparando el trasmallo con los ojos llenos de soledad, las manos eran la prueba fiel de un oficio que lo ha acom-pañado desde siempre, y que indudablemente, lo había curtido para afrontar lo que viene… lo que siempre está por venir.

Él no sabe casi nada del capitalismo, de la globaliza-ción, del control del tiempo en lugares recontracerrados (el culo de una muñeca es menos asfixiante que una fábrica del siglo XXI).

No sabe de la burocracia que funciona como obstáculo ante lo que debe hacer un ser humano y lo que en realidad

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termina haciendo, y por consiguiente, termina siendo. Hace un tiempo largo que ya no se pregunta si puede o no traspasar la puerta cuidada por el guardián. Nunca leyó ese cuento. Para el pescador, la única instancia de trámite aburrido es la de preparar su herramienta de trabajo; sin embargo, él aprendió a jugar el oficio.

Juega con cada amanecer que se levanta. vive en su oficio. Hace muchísimo que sus muñecas no son esposadas por las agujas del sistema. Su sistema, el que armó y afir-mó por cuenta propia, lo mantiene surcando las olas mansi-tas del riacho bajo el sol tempranero, y cerca del mediodía, lo ubica en el medio del río grande, ancho, amontonándole a veces los surubíes, a veces los sábalos.

A veces, cuando levanta lo atrapado entre las redes, piensa en el gurí que ese mismo río le quitó, y sin la me-nor vergüenza, lo dejó solo para todo el partido. respira profundo, junta lo que le corresponde juntar, y sin dudarlo, agarra los remos para volver al rancho.

Sabe que cuando esté llegando, en la orilla, van a estar esperándolo el Finito y el Careta, los dos perros que se salvaron después de la última inundación. Esa de la que nadie se enteró (la distracción puede ser muy traicionera para los pueblos).

Pone la olla en el fueguito armado a base de ramas de unos sauces resecos que fue acumulando en un rincón del ranchito para que las lluvias no se lo mojen.

Está fresco. Sale alto guiso. Bien carrero. Era una sana costumbre heredada de la que fue su mujer. Ahora, patrona de un policía con el que se mandó a mudar hace unos años

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después de un bailongo en el club. Fin de año de mierda el que le tocó hace unos años.

Come y mira como perdiendo la mirada en el infinito.Igual que esas aguas, su alma fluye sin frontera. A él

no le importa hacia dónde va lo que ve. No le importa a qué mar va a desembocar el agua y su ruido.

Las llamas se van adormeciendo y el pescador se ex-tingue para renacer con el sol de otro mañana.

Sin certezas, como él prefiere.Al costado del catre, sus perros ya descansan profun-

damente.Solo. Dejado a un lado por el mundo. Dejando a un

lado el mundo, el pescador tiene su canoa, sus cachorros, su trasmallo… Tiene el río. Un río diferente todos los días de su vida.

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reTrATo (Gris tríptico)

El espejo.

Estaba destruido. Pero de verdad. Sumamente destrui-do.

Por donde se lo mire.¿El tiempo… el paso del tiempo?Seguro. Sin embargo, había sido presa de otros factores

que él bien podría haber controlado.Es que en sus cuarenta años decidió poco. Casi que

sus decisiones se resumían a sólo un par de hechos de real importancia.

Tal vez acompañar a su joven ex novia allá en su ado-lescencia a continuar con el embarazo de su hijo Manuel, era uno.

El otro, el que también repercutiría hasta sus cuarenta actuales, el de la resolución impulsiva de dejar todo lo que era, y empezar a caminar otras tierras.

Escapar fue la solución a su infinita necesidad de jus-tificar su derruida existencia.

Tuvo que cagarse en todos y en todo; correr como los caballos en las carreras, con esa única posibilidad de ver sólo para adelante, con la llegada en los ojos. Nada más.

Lo demás, dejó de existir. Él dejó de existir en el mun-do que lo acompañaba hasta ese momento. Se las tomó.

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El mundo frente a la ventana en una mañana lluviosa.

Un poco de verde, algo de rojo y muchos, infinitos grises.

Todo estaba ahí adelante. Afuera. Hostigándolo recu-rrentemente. Cuestionándolo, dejando el tendal de recuer-dos inquietantes.

respirar hondo no le daba salidas. Él era el dueño de las salidas y no se animaba. No quería enfrentar el pasado, para poder abrazar el presente y, de esa manera, comenzar de una vez por todas a construir su mañana.

Flotar lejos de ese punto que lo hacía prisionero para levantar la cabeza y mirar, por ejemplo, los ojos de quien había abandonado sin razones.

Pero también, y por sobre todas las cosas, dibujarse un posible personaje de lo que podría llevar adelante en los días que vienen… que vendrán.

¿…?¿…?¿…?

Las ramas de un árbol que van y que vienen en su jue-go con el viento.

Mientras una hoja caía desde muy alto, dando vueltas, haciendo los remolinos pertinentes de esas cosas que ocu-rren sin explicaciones mundanas, se levantó, agarró bien fuerte su diminuta mochila comprada hace diez años, y atrás dejó el dolor.

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Una pálida voz pálida, abría las puertas sin llaves de su angustia.

Ayer, ahora, también quedaba atrás.Y envuelto en incertidumbres, viajando con sus marcas

superficiales y con las cicatrices abiertas, apostaba por pri-mera vez en toda su descolorida vida, a él mismo.

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AnTenor

Después de matear con la patrona, le da un beso en la mejilla, bien cerca de los labios, le pasa la mano más trabajadora de los tiempos (dejará para la posteridad esa sana costumbre y cosmovisión a su sangre), por el pelo gris de la Blanca, y por más que él quisiera con toda su fuerza salir de a caballo hacia el medio del campo, ahora sólo debe resignarse al fondo de su casa, lugar del galpón, lugar de un presente lleno de recuerdos de lo que fue.

Así enfrenta la existencia, rengueando en busca del refugio; rengueando por la puta rodilla quebrada cuando joven, en aquella caída del cojudo (esa vez lo pudo voltear, debe haber sido la única). única pero necesaria para hacer que la recuerde hasta el último día de su vida en la tierra.

Sentado en la masa del carro, amortiguada con el cojín más antiguo de la historia, calentando un fierro en la fra-gua, que luego será herradura.

Con las guascas engrasadas, la lezna al costado, ro-deada de agujas colchoneras, para preparar aquellas rien-das que el Sixtito le había encomendado hace unos días, oportunidad en la que cayó cerca de las once y al rato, ya estaban aprontando un asado para dos, mientras ya abrían la primera Marcela del encuentro, que seguro va hasta las tres o cuatro de la siesta.

Dando vuelta la tierra con la pala de punta para hacer la quinta que se arma lentamente con los tomates, lechugas,

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rabanitos, zanahorias, los choclos que la Blanca mete en el puchero.

Siempre, cada día de esos días, baja rengueando, pri-mero murmurando, pero a los dos minutos, mientras les da de comer al requemau y al rocillo, empieza (y no lo soñé), suavemente a hablar con él, con él mismo. No sé si con él cuando era, con el que es, con otro que fue y ahora se le aparece para arreglar algún asunto.

Quién sabe.No sé ni me lo imagino, pero debe ser mala espina,

porque le grita al ratito nomás. Se calienta y no parece importarle que lo escuchemos con esos que vienen a ha-blar– le.

Alguno de su antiguo pueblo, del que vino cuando mozo.

Alguno del “hipódramo” en el que trabaja hasta que pueda subir al pingo viejo.

Alguno que entra temprano y sale junto a cientos de trabajadores en el Ministerio, alguno de ellos.

¿Quién sabe?Un amargo, un vino, una “machenga”.Un bozal. Un caballo. Un corral lleno de gallinas.Un árbol cargado de moras. Una discusión eterna con

quien venga a meterse con su mundo.Un carro con ladrillos, con bolsas de harina saliditas

del molino que bordea el Uruguay, con los gurises acompa-ñándolo a trabajar desde chiquitos, y los caballos. Siempre los pingos.

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Una charla con la Blanca abajo del parral, un amargo, una caricia con la mano más trabajadora de los tiempos, por el pelo gris de su Blanca.

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¿HAsTA MAñAnA?

La noche iba llegando.Nizar y Jallid se disponían a prender un fueguito para

darle batalla al destino (siempre era dar batalla).Su destino, como el de tantos otros seres humanos,

allí, estaba siendo escrito por personas que venían desde muy lejos. Gente que era mandada a matar por razones mezquinas. Su egoísmo no sabía de límites. Ni el tiempo podía ya con ellos.

Nizar y Jallid, sólo prendían el fueguito para calentar la comida que venía en una lata, y así pasar con fuerza la noche.

Miraban hacia el cielo y encontraban una y otra vez los rayos luminosos que viajaban de un lado a otro de la frontera. Puta frontera que hace rato asesina sin piedad a esos y esas que se parecen, y alimenta y llena los bolsillos de los que desde muy lejos miran sentados la tele, y se ríen, se friegan las manos, sucias de dinero, húmedas de sangre.

Nizar miraba la estrella y nadaba encandilado en el recuerdo de su mujer y sus dos niños mutilados por una de esas bombas que ahora escuchaba.

Jallid, soñando el sol de algún día, aún evocaba las imágenes de sus padres fusilados en el (una y otra vez) paisaje desolado.

Destruido. Asquerosamente devastado por los extran-jeros dueños del dolor. regadores del dolor.

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Lejos de ese pozo que contenía ocultos a los dos hom-bres que trataban de defenderse, seguro que muy lejos, en algún punto del planeta, un niño jugaba en la lluvia con sus amigos, una señora pintarrajeada entraba a un shopping en la metrópolis, el tipo del bote pasaba largas horas en el medio del riacho, unos señores de trajes y corbatas firma-ban un contrato multimillonario que esclavizaba a miles de personas…

Sin embargo, en ese mugroso pozo, los dos hermanos, esperaban su muerte, como la de otros tantos.

Siempre, hace largo tiempo, era de esa forma la vida cerca de la frontera. vivir casi sin agua, casi sin árboles, casi sin familia, casi sin vida.

Todo era muerte.Hasta el aire dejaba entrever muerte. No existía chan-

ce. Aunque sabían, ellos no desconocían que la única posi-bilidad de un minuto de verdadera vida era pelear.

Pelear por su libertad robada desde el nacimiento. La mínima posibilidad de sentirse vivos por un segundo. Combatir al otro.

resistir hasta el final.Aguantar.Soportar.Cerrar un rato los ojos mientras el de al lado quedaba

haciendo guardia. Difícil que el silbido de las balas y el rugido de las bombas dejen disfrutar un paréntesis de si-lencio pacífico.

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¿Cuándo terminaría todo esto? ¿Tiene final la codicia de esos señores que distante (s) miran la guerra sentados frente al televisor mil pulgadas?

Jallid y Nizar, tenían la amarga certeza de un mañana que no llegaría. Un futuro que era demasiado lejano. Deste-rrados de su propia tierra. Expatriados de su propia patria.

Tierra castigada. Por los de enfrente. Por los de más lejos.

Ellos no entendían esa idea de lo que podía venir. Es ahora. En este pozo. No hay mañana. Es todo presente en esta frontera.

Sabían que a la noche le seguía un amanecer. Pero todo lo que llegaba era dolor, sangre, muerte.

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lAs ArMAs, lAs cArGA el PolIcÍA…

“¿Contexto de peligrosidad?”.Con este fundamento algún resentido toma su arma

junto a un grupo de “balas para todos” o de “locos por el plomo” y hacen la repartija, para que tengan y guarden.

Bala o plomo que termina perforando la piel oscura de ese otro, de ese otro que es parte del… contexto peligroso, tan peligroso que hay que tirar.

Daniel bajó de la cuatro por cuatro que entró a toda vela a la villa, encapuchado y armado hasta los dientes. La excusa era el transa que se perfila a narco ¡y hay que reventar todo!… a todo lo que se cruce delante de sus ojos duros por el efecto de la merca que consumió cinco minu-tos antes con el mismo grupito que ahora andaba a los tiros para que no haya drogas en la calle.

Hay que reventar porque no hubo arreglo entre el hijo de puta que vende la merca y el hijo de puta que sale en la tele vanagloriándose de los operativos en los que le sacan la droga al malo para quedársela en la comisaría buena y después devolverla a las calles desde el mismísimo patru-llero.

Hay que reventar, a quién sea, porque el arreglo entre narco, policía y político neomenemista estrella del oscuro poder oligarca, falló… como siempre, no hubo acuerdo mo-netario. Y ahora, se pelean como en chiquero de prostíbulo, embadurnados de aceite Patito, a manotazo limpio, como la Ley manda.

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Daniel, con los ojos duros y el cerebro cargado de muerte, entra con sus pares, como en el lejano oeste y no tienen que dudar, porque allí donde están ahora, en la villa, lugar en el que se encuentran trabajando para que la sociedad esté tranquila y no se le acerquen los ladrones de gorritos y de yoguinetas Adibos compradas en La Salada adentro de las medias, ese “negro de mierda”, ese “villero haragán”, ese “mantenido por Cristina”, ese otro que lo único que tiene de peligroso es estar excluido (por esa mis-ma sociedad careta que siempre le da-dio la espalda, pide balas para ganar “seguridad en este país de mierda”), allí, todos son potenciales… peligrosos.

En este cada vez más común contexto, el universo de Daniel el duro defensor de la sociedad bien y el de Fran-kito el negrito mantenido por el Estado, esa madrugada se encontraron. Al reverendo pedo.

¿Por qué?¿Para qué?…”¡Eeeen un rincón, con su uniforme lavadito, empol-

vadito, todo arregladito para la ocasión, gorrita a prueba de puteadas villeras y cobertora de ideas prejuiciosas, alentadoras en contra de cualquiera que no sea clarito, maneje un auto moderno y que salga del country forrado de la desilusión y falta de oportunidades de los que salen a trabajar a las cinco de la matina para ganar dos mangos. Con el corazón reventando de resentimiento porque no puede ser lo que son los que lo coimean para llevar a cabo tranquilamente los diversos chanchuyos y demás negocia-dos oscuros… Daaaaaniel eeeel duuurooooo… con el caño en la mano defensora de los vecinos que están esperando el noticiero de las trece en el trece que seguro comienza

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con una muerte, de alguien aparentemente común, víctima de la inseguridad…

En el ooootro, con algunos añitos en este mágico mun-do de los pobres, en el mundo donde la única verdad es la realidad, donde el que se la aguanta es el que la tiene re-clara y gana. El niño de los moquitos de oro, con la mirada perdida más encantadora del mundo, porque seguro que busca a su viejo que nunca lo reconoció. Con las manos más sucias pero de las caricias sanadoras en la cara de su vieja cuando le caen las lágrimas porque el patrón la violó de nuevo, como todos los días… él no sabe que esto ocurre, él sólo ve a su madre moquear y le hace el aguan-te. Con los pies callejeros que empujan el carrito prestado para juntar unos cartones, hacer unos pesitos, dárselos a su mamá, y esperar que ella le dé los dos manguitos para que vaya, ya entrada la noche (y a veces más tarde), al quiosquito de acá a la vuelta y se compre tres chupetines por dos pesos… así como lo ven, preguntándose quién mierda es el que está apuntándole con ese arma detrás del casco, ese… es Frrraaaanquitooooo, el neeeegriiiitoooooo, con un chupetín en la boca que hace un rato compró en el quiosco que está abierto las veinticuatro horas del día y la noche a la vuelta de su casilla ventilada a más no poder…

Y sí.El duro y el negrito se encontraron en plena cacería.En plena carnicería justificada por el contexto.Y sí, usted señora televidente del noticioso malicioso,

usted señor rey de la comodidad ganada a costa de disci-plina. Ustedes estaban esperando que ellos se encuentren, y que el cana cagón, rudo, pero cagón, se lo cruce al pibe

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y le grite, le dé una paliza, lo cague a patadas en el piso y le meta plomo porque total es un villero, un negro, y no importa que sea un gurisito, no debemos confiarnos, porque hoy, ahora, ahí, es un chikito comiendo el chupetín que compró en un kiosquito a la vuelta de su casilla, pero mañana… ayyy! Mañana seguro que va a ser un chorro, un asesino, un drogón que sale a robarle a la gente decente…

Y sí, una vez más, vos sentado en el living de tu casa, leyendo el gran diario después de un día de oficina, o vos, sentado en la mesa comiendo con tu familia frente al tó-tem televisor, vos te alegras cuando te (des) informan que entraron en operativo en una villa y mataron a unos negros de mierda.

Eso sí, jamás te van a contar que Daniel el duro cagó a balazos a Frankito el negrito… porque ya es parte del número de los malos que estaban en ese feo lugar de gente pobre que a vos no te gusta.

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reHÉn

Persona retenida por alguien como garantía para obli-gar a otras a cumplir determinadas condiciones.

Según la escuela de los medios masivos de La Corpo-ración, pensar en rehenes implica, seguramente, pensar en adolescentes marginales salidos de una mugrosa villa que mejor que algún día sea prendida fuego por Gendarmería y otras fuerzas amigas.

Pensar en esto, nos sugiere que esos guachines, con gorrita, joguineta ardidas y altas llantas nikel, de piel oscura, maltratan, abusan, someten cada segundo de esa situación dolorosa para toda la sociedad (de consumo tele-visivo), a toda una familia de barrios acomodados o a unos comerciantes del centro porteño.

Los medios apuntan a ese tipo de tensos momentos.Lucha de cosmovisiones, de poderes, de miserias, de

clases, muy a la orden del cliente a fines de los noventa y comienzo de lo que fueron los dos mil narcotraficantiza-dos, a fuerza de policía corrupta y enano cabezón (ese de la canción de la banda contestataria), es por eso, tal vez, que hoy al postular una situación similar, los actores serían, para el común de las gentes, los mismos: el negro malo y el clase media blanquito buenísimo.

Sin embargo, esa tarde de otoño, a María todo lo que la tele le había enseñado acerca de los héroes y los villanos,

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se le desvanecería tal como lo haría un castillito de arena en la orilla del riacho en el momento que llegan las olas producidas por el paso de una lancha a escasos metros de las boyas hechas con bidones de plástico, ya que el muni-cipio no tiene plata para poner en el balneario municipal y popular.

La mujer entró al hospital con el ojo hecho pelota, quién sabe por qué, o mejor dicho, alguien sí sabía, pero estaba de mal humor como para atender a la muchedumbre sin plata.

–Esto en Washington no pasa –le comentaba el oculis-ta a su ayudante, mofándose del sistema de salud pública y ante la mala suerte de su circunstancial paciente.

–Pensar que invertí miles para terminar atendiendo esta gente que, en definitiva, vive de nosotros, los que pa-gamos impuestos que después se lo lleva la negrada.

María le comenta que se levantó temprano y que no pudo ir a trabajar por lo que le estaba pasando en su ojo. Que si bien tiene una obra social, no consiguió que la pudieran atender en las clínicas ni en los consultorios pri-vados. Que por eso, estaba esperándolo hacía unas cuatro o cinco horas, sentada en la guardia primero, luego en el pasillo del consultorio, sin chistar.

María no pudo comenzar a describir lo que sentía, ya que en el momento que empezaba a hablar, el eminente of-talmólogo de simposios en Washingtones de todo el primer mundo, le largó una catarata de palabras en clave de gritos:

“…pero vos quién te crees que sos?”, “…no tenés que hablar…”, y nuevamente el slogan promotor “yo estudié en Washington…”, y otras tantas expresiones típicas del clase

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media individualista que sale a dar paseos de a caballo con el dueño del campo.

Ante este circo del anteproyecto fallido de oligarca mal garcado, María dejó escapar las primeras lágrimas de bronca e impotencia.

Esta aparente muestra de debilidad femenina, al señor médico de cansancio ideológico, lo envalentonó, y como si estuviera vengando a todos los de su olorosa estirpe, le arrimó a la pobre mujer el cuchillo de su prejuicio al cuello:

–¿Sabés que si no te quiero atender, no te atiendo, no? Entonces, mejor… cállate.

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los ellos (casi como una poesía epistolar a M.l.)

“El criminal nace, no se hace…”, decía una ancianita pedorra.

Sentados en un banco de la plazao en el cordón de la vereda,en la que se erige un glorioso kiosquitoen una esquina cualquiera,allí,siempre,estaban los ellos escabiando una birra bien fresca.

Aún sin edad para el trabajo,alguno ya le hacía al laburo,obviamente en negro,como la ley manda,como la sociedad obliga.

Bancándose el filo de las miradas burguesasesas que como refucilos cada tantito no más fajaban lo más profundo de la existencia de los inocentes muchachitos,ya que a esa hora de la tardeo se trabajao se va a la escuelao se está en la casa encerrado…o tal vez,

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alguno de esos ilustres personajes que los señalanimaginan, desean, imploran que esos negros estén bien guardados en un instituto para menoresy no ahí afeando el paisaje.

(Son épocas del Turco de los Llanos, tiempos del Rey Carlos I)Años de fiestasde ventas al por mayor,pero también,de calles infestadas de miseria y dolor.Esto último demasiado oculto.Meticulosamente escondido.Mucha fantasía de cartón.Ese mismo cartón que años más tarde va a alimentar la panza de miles de argentinos.

Allí,en la esquina,se pasaban algunas horas intercambiandoideas, sonrisas, sueños,cosas profundas que los paseantes honrados no percibían,ya que una burbuja muy fuerte de mala educación formaly casera,de costumbres pueblerinas del siglo anterior,no permitían hacerlo.

Esos adolescentes eran la prueba del olvido.Una marca más en la eterna cadena del manotazo opresor de una clase sobre la otra.

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Los ellos eranlos que aparecían en las letras de las canciones,en las series de las nueve,en el noticioso del horario central.Nunca eran a los que se les escuchaba la voz.Eran una y otra vez silenciados, mutiladosborrados de la faz de la Tierra,desaparecidos de la realidad… virtual.Pero en la calle,en la otra realidadla real,los ellos heríanal sordo,al ciego,al mudo…a ese desentendido bañándose en el bienestar individual.

Los ellos ocupaban un lugar bajísimo en la escala social, casi que estaban cayéndose de esa escala,pegaban los últimos manotazos tratando de agarrarse bien fuerte para no desprenderse y caer en el olvido…casi imposible sostenerse…Para el brilloso caminante que pasaba frente a ellosen cualquier momento uno de esos energúmenosse paraba y le metía un cuchillo en la garganta…Para la clarísima señora dueña del departamento que está ubicado frente a la plaza grande, esa de las luces,en cualquier momento uno de ellos se le abalanza sobre el canichito blanco que lleva sobre sus brazos,se lo arrebata,

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para luego salir disparado hacia los márgenes marginales de la ciudad yasí,más tarde,llamarla por teléfono y extorsionarla con un rescate…

Para la purísima doctora asesina madre de chicos como ellos pero que tienen la posibilidad de escuela-casa-club privado-baño caliente igual que la comida-y todos esos lujos que los ellos no pueden darse porque ni papá olvidado ni mamá a cada rato tienen un trabajo digno para poder hacerlo…en cualquier momentouno de esosque se parecen a esos que aparecen en el noticiero de Santo, el posta,uno de esos es como esos “pibes chorros” del terror…

Los ellos,para los pulcros e intachables ciudadanos,nacen así,y luego,alguien desde la oscuridad más negra y hedionda,más baja y asquerosa,alguien,los arma con navajas, cuchillos, pistolas,en primera instancia,para luegosuministrarles las más peligrosas de las drogas,cualquieralas que se les ocurra

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esas se las dan para que estallen como animales y pongan en default a una sociedad llena de progreso.

Los ellos no se merecen escuelastampoco alimentoni trabajo.Mucho menos hospitales.

Los ellos están condenados de antemano a la extinción,esa linda palabrita que tanto le gusta a la señora respetable,sin embargoestán,son,seguirán siendo…pero no lo que esa fina señora pretende,sino,lo que son,un reflejo del egoísmo que escondepero que se le escapa a chorros grasosoa la “gente como uno”.

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Prólogo ............................................................................. 7viaje ................................................................................. 9La cosa ........................................................................... 13Invisible .......................................................................... 15El chancho ...................................................................... 19Un antigal ....................................................................... 23El militante ..................................................................... 27El culpable ...................................................................... 31Legrado .......................................................................... 33Clásico ............................................................................ 35El pescador ..................................................................... 41retrato (Gris tríptico) ..................................................... 45Antenor .......................................................................... 49¿Hasta mañana? ............................................................. 53Las armas, las carga el policía… ................................... 57rehén ............................................................................. 61Los ellos (Casi como una poesía epistolar a M.L.) ......... 65

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