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Los soldados

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Novela de suspenso gore

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Jorge Araya Poblete

Los Soldados

2012

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Los Soldados por Jorge Araya Poblete se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.

Permitida su distribución gratuita como archivo digital íntegro.Prohibida su distribución parcial.Prohibida su impresión por cualquier medio sin permiso escrito del autor.Prohibida su comercialización por cualquier medio sin permiso escrito del autor.

©2012 Jorge Araya Poblete. Todos los derechos reservados.

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Presentación

Una vez terminado mi proyecto anterior, “Vilú, la renovación de los tiempos”, me vi enfrentado a una disyuntiva: luego de años de dedicarme a los cuentos de terror, había terminado de escribir una nivola de aventuras, y mis dos novelas previas, si bien es cierto estaban inspiradas en personajes relacionados con el terror, se basaban en conflictos más relacionados con la esfera filosófica. Es por ello que me di a la tarea de escribir una nivola de terror puro partiendo desde cero, sin más norte que asustar por todos los medios posibles. Cinco meses después llega a ustedes mi nueva creación, “Los Soldados”.

“Los Soldados” es una nivola de terror, en que se ven mezclados el suspenso, la ciencia y la brujería, todo dentro de un entorno gore. En ella los protagonistas juegan en los límites de la crueldad y la maldad, inclusive quienes intentan lograr un bien superior. Ambientada en Santiago de Chile, en un tiempo similar al presente, con un lenguaje adecuado a las brutales circunstancias que deben vivir todos sus personajes, no está ajena a la tristeza y amargura que resultan de la crudeza de su desarrollo. Esta nivola está pensada en lectores con criterio formado que gusten del terror y de las sorpresas en el contexto de una lectura rápida, no exenta de detalles que permiten darle sentido a la historia. Ojalá la disfruten, tal como yo disfruté al idearla y escribirla. Y si quedan con ganas de más terror y suspenso, sigan mis cuentos en mi blog de siempre, Doctor Blood: http://doctorblood.blogspot.com

Jorge Araya Poblete Junio de 2012

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I

Miguel Cáceres era cartero por herencia. Su progenitor había sido cartero, y era lo único que supo hacer medianamente bien en la vida, pues como padre con suerte funcionaba apenas como proveedor. Mujeriego, bebedor y violento, su aporte a la crianza de su hijo fue llevarlo a los quince años a la oficina de correos a que aprendiera el oficio, pues ya en el colegio no lo recibirían más, fruto de sus malísimas calificaciones y las violentas reacciones para con sus compañeros de curso: aquellas golpizas que recibía desde que tenía uso de razón le enseñaron que los problemas se solucionaban a golpes. Luego de un lapsus de dos años, de los dieciocho a los veinte para hacer el servicio militar, donde a golpes le enseñaron que los golpes no eran la solución ni las respuestas a las visicitudes de la existencia sino sólo una herramienta a usar en casos extremos, Miguel volvió al correo para convertirse definitivamente en cartero. Ahora su padre estaba jubilado, y Miguel hacía todo lo posible por no ser como quien le dio la vida y el oficio.

La madre de Miguel era una mujer abnegada. Madre de vocación y profesión, poco pudo hacer para evitar que sus hijos sufrieran las agresiones de su padre, salvo cruzarse en su camino repetidas veces y recibir golpes que no iban dirigidos a ella en ese momento. La mujer ayudaba al sustento del hogar haciendo costuras menores, zurcidos y adornos en tela para las fiestas, oficio que de alguna manera inculcó a sus hijos, que pese a ser hombres supieron usar de algún modo en sus vidas. El hermano mayor se dedicó a zapatero, por lo que las lecciones de su madre tuvieron utilidad en su destino; por su parte Miguel usó dichos conocimientos para ayudarse en el regimiento al poder coser los botones y las rasgaduras del uniforme, y en su oficio para reparar repetidas veces su bolso sin tener que andar pidiendo alguno de repuesto o quedando a merced de la buena voluntad de sus compañeros.

Los arranques de violencia de su padre y el servicio militar hicieron de Miguel un hombre rudo. Luego de terminados los dos años en el ejército se encontró con que en su hogar nada había cambiado, salvo él. En cuanto vio a su padre volver a insultar a su madre y amenazarla le dijo que no lo volviera a hacer pues él no toleraría que las cosas siguieran así; a la media hora, cuando encontró a la mujer con la cara hinchada y los dedos de su padre nítidamente dibujados en su piel, buscó al viejo cartero y le quebró la mano de un pisotón, luego de golpearlo hasta que sus puños quedaran adoloridos, dejándole en claro que si lo denunciaba o si le hacía algo en venganza a su madre no lo mataría, sino que lo dejaría en silla de ruedas por el resto de sus días. Desde ese día en adelante su hogar nunca fue lo mismo: quien ahora inculcaba el temor era él, pero ya no por acción sino sólo por presencia.

Pasado el tiempo Miguel tenía un nombre hecho en la oficina de correos: el “guapo”, no por lo agraciado sino por lo valiente y decidido. Miguel no andaba buscando peleas ni amenazando gente, pero a diferencia de su padre que era violento en su casa y un cobarde fuera de ella, no se dejaba amenazar ni agredir, y defendía sin miedo a sus colegas y amigos. Las primeras veces debió hacer la diferencia entre él y su padre con los más viejos, luego poner en su lugar a los agresivos y finalmente defender sus derechos frente a la jefatura. En todas esas

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ocasiones se portó educado pero firme, con lo cual de a poco entendieron que estaban frente a una generación diferente y a una persona que valía como tal. Sólo en una ocasión debió usar la fuerza, cuando un par de jóvenes menores que él intentaron robarle la vieja bicicleta de su padre que ahora él usaba para poder venderla y comprar algo de droga; si no hubiera sido por un colega que venía de vuelta a pie a media cuadra del intento de asalto nadie se hubiera enterado, pues no le interesaba vanagloriarse de lastimar a nadie, sin importar el motivo. De todas maneras estaba seguro que su colega había exagerado: si bien es cierto golpeó a los dos y los dejó aturdidos sin mucho esfuerzo, no tenía certeza de haberlos elevado del piso al golpearlos. De todos modos desde ese día todos quienes lo rodeaban empezaron a tratarlo con más respeto que de costumbre.

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II

Tres años después Miguel seguía trabajando en la misma empresa de correos. Su padre ya no vivía con su madre, y su hermano mayor junto a su esposa eran quienes vivían con la mujer y se preocupaban de cuidarla y darle una vejez digna dentro de lo posible, ayudados en algo con el aporte sacado del exiguo sueldo de cartero que recibía; Miguel se había casado hacía pocos meses, así que tampoco contaba con tantos medios como para compartirlos con la familia. Ana, su mujer, también trabajaba en el correo, atendiendo público en la misma oficina que hacía las veces de central para Miguel; habían decidido no tener hijos por ahora, en espera de un futuro mejor, o de al menos la estabilidad suficiente como para darle a sus hijos una niñez mejor que la que ellos tuvieron. La vida transcurría sin mayores sobresaltos, en espera que las cosas se dieran de una vez por todas para empezar a convertir proyectos en realidades.

Una tarde cualquiera de otoño, Miguel iba en su destartalada bicicleta por la vereda haciendo su ruta de siempre, esquivando peatones y perros con la pericia que le daba la experiencia. Los tiempos habían cambiado bastante y el oficio de cartero no había quedado ajeno a dichos cambios. En la era de Internet y del correo electrónico, la correspondencia estaba reducida a cuentas, promociones, revistas, suscripciones y una que otra carta de persona a persona, cosa que no se veía a veces en meses. Pero además la imagen del cartero estaba mal considerada, ya no era respetada como antaño; dos días atrás grupo de seis de jóvenes con poleras de club deportivo le preguntaron por una dirección, y en un descuido lo derribaron y le quitaron su bicicleta recién comprada; pese a sus habilidades apenas logró rescatar el bolso con las cartas y golpear a los cuatro que no se pudieron montar en su vehículo; gracias a eso, ahora tenía que usar nuevamente la que tenía en desuso en su casa, trayendo de vuelta todos los recuerdos que quería dejar en el pasado, y la rabia de tener que pagar las cuotas de la bicicleta nueva que le habían robado.

Miguel iba dando la vuelta en una esquina no muy concurrida de su ruta de costumbre. Muchos temían ese sector por ser un conocido barrio de narcotraficantes; sin embargo Miguel simplemente los ignoraba, si tenía que dejarles alguna correspondencia lo hacía tal como con cualquier domicilio, sin pensar si en el sobre que llevaba iba una carta, una cuenta, dinero o algo ilegal. De hecho la peligrosidad del lugar no radicaba en los peces grandes sino en los pequeños, que a veces tenían sangrientas disputas por media cuadra de “territorio”; cuando eso ocurría, Miguel daba la vuelta, seguía por otro sector, y una vez hubieran recogido a heridos y muertos él hacía su trabajo. De hecho el robo que sufrió fue en la ruta alternativa que tuvo que tomar para evitar una balacera de “soldados” de los traficantes mayores. Ahora de vuelta en su ruta de siempre se sentía más seguro, aunque de todos modos igual ansiaba encontrarse en algún momento con los dos que le escaparon durante el robo, no ya para recuperar su bicicleta nueva, sino para incrustrales la vieja en alguna parte oculta de sus cuerpos.

Justo cuando pasaba al lado de un frondoso árbol de grueso tronco y de enormes raíces que ya estaban levantando el pavimento, un sujeto de dimensiones descomunales se cruza en su camino y lo derriba. A diferencia de la vez anterior

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ahora era uno solo, lo que le parecía más justo y según él le daba alguna posibilidad de repeler el ataque; pero el tipo que lo había derribado no era un tipo común y corriente, de hecho ni siquiera era del barrio. Nunca había visto a alguien de ese tamaño y con esa fuerza, parecía sacado de algún espectáculo de lucha libre americana, pero con fuerza y agresividad de verdad. En diez segundos le lanzó desde el suelo toda la artillería de golpes que conocía, logrando solamente lastimarse manos y pies.

El miedo se apoderó del cartero cuando vio que el individuo monstruoso sacó una cuerda sucia medio amarillenta con una marca roja hecha al parecer con pintura por lo desteñida; sin mayor esfuerzo el gigantón estiró a Miguel en el suelo cuan largo era, y puso la cuerda sobre su cuerpo: luego de eso, simplemente lo dejó botado y siguió su camino. Miguel quedó casi petrificado en el pavimento sin saber bien qué había sucedido, no creía que existiera gente así ni entendía por qué no le había robado nada o por qué lo había dejado vivo. De pronto vio aparecer un carabinero que venía hacia ellos por la misma acera doblando la esquina, al parecer sin haber notado lo de la agresión. El cartero intentó pararse para avisar al suboficial, pero ni siquiera logró incorporarse cuando vio desde el suelo que el tipo, sin mediar provocación, tomó del cuello al policía, lo levantó a más de un metro de la superficie sin dificultad para luego azotarlo contra el pavimento con una violencia digna de un adicto que no consumía drogas por varios días. El gigantón metió la mano a uno de sus bolsillos y volvió a sacar la cuerda sucia con la marca: al ver que la estatura del carabinero medio mareado correspondía exactamente con el largo del cordel hasta la pintura roja, descargó un certero puñetazo en su frente que azotó su cabeza contra el piso, haciéndole perder el conocimiento.

Mientras Miguel se lograba poner de pie apoyado en el árbol en que se ocultaba el asaltante, fue testigo de un espectáculo macabro: de entre sus ropas el tipo sacó una especie de espada de forma extraña y visiblemente muy afilada por la opacidad y el desgaste de la hoja, medianamente corta y que en manos del gigante se veía casi como un cuchillo, y la pasó por el cuerpo del policía de la cabeza a los pies, dividiéndolo en dos mitades y dejando un charco de sangre en el cemento que crecía rápidamente segundo tras segundo. Casi al borde de los vómitos y el desmayo el cartero vio que de pronto apareció una camioneta vieja, llena de abolladuras y aparentemente modificada por el estruendoso ruido de su motor y tubo de escape; en la parte trasera el gigante lanzó las dos mitades del cadáver del desafortunado policía con la misma facilidad con que lo levantó antes de partirlo a la mitad. Cuando el tipo se aprestaba a huir con sus eventuales cómplices, se dio vuelta y miró al cartero casi sin expresión, luego de lo cual se subió a la parte de atrás al parecer evitando aplastar las mitades del cuerpo del policía, desapareciendo en el vehículo a una altísima velocidad. Miguel estaba en shock: la muerte del carabinero lo descompensó, pero la imagen del asesino, cuya mitad derecha era diferente a la izquierda, lo dejó paralizado.

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III

Miguel estaba sentado en uno de los asientos traseros del furgón policial habilitado como cuartel móvil. Un par de minutos después de la huida de la camioneta había llegado el compañero del carabinero asesinado, quien encontró su gorra partida a la mitad en el suelo sobre el charco de cerca de cuatro litros de sangre que había en el pavimento; seis metros más allá vio a Miguel apoyado en un árbol, una desvencijada bicicleta y un bolso de cuero en el suelo. Cuando se acercó a hablarle no reciibó respuesta: el cartero estaba en shock, pegado contra el tronco con todas sus fuerzas. Fueron necesarios cuatro carabineros para lograr separarlo del árbol y subirlo al furgón, junto con su bicicleta y su bolso. Llevaba cerca de media hora sentado inmóvil en el asiento del vehículo policial, sin saber qué decir: sabía que más que testigo era el principal sospechoso, así que debía medir con cuidado sus palabras si quería pasar lo que quedaba del día y la noche en su casa o en un hospital y no en un calabozo.

A los pocos minutos llegó una ambulancia, de donde bajaron dos paramédicos y un kinesiólogo quienes evaluaron su estado de salud y determinaron que salvo el miedo y las magulladuras en sus nudillos, estaba en óptimas condiciones. Media hora más tarde, cuando ya estaban terminando de tomar muestras por doquier el personal de criminalística de investigaciones y del servicio médico legal, apareció un hombre bajo en un vehículo fiscal que saludó a todo mundo de mano y escuchó de aquellos que se le acercaban todos los detalles que cada cual manejaba. Luego de terminar esa suerte de ronda se acercó al furgón donde se encontraba el cartero, se sentó frente a él y luego de saludarlo de mano se presentó.

– Buenas tardes, Pedro Gómez, fiscal a cargo del caso. – Buenas tardes señor, soy Miguel...– Miguel Cáceres, veinticuatro años, cartero de Correos de Chile, suboficial de reserva del Ejército de Chile, casado, sin hijos, sin antecedentes penales– recitó el fiscal mientras leía un documento que recién le habían entregado– . ¿Qué fue lo que pasó aquí?– Señor Gómez... es que... yo no hice...– Señor Cáceres, no lo estoy acusando de nada, quiero escuchar de sus labios qué fue lo que vio– dijo el fiscal.– Señor fiscal... no sé... no sé cómo explicarle... no sé si me podrá creer...– A ver Cáceres, a mi no me sobra el tiempo. Sea lo que sea, cuénteme de una vez con sus palabras qué mierda pasó acá– dijo ofuscado el fiscal.

Miguel miraba asuatado al hombre. Pese a su estatura y a su pobre estado físico, imponía respeto en cuanto empezaba a hablar. A sabiendas que estaba en un problema mayor, y que probablemente no tendría ninguna posibilidad de salvarse de que le achacaran la responsabilidad de lo que había ocurrido aunque dijera la verdad, se decidió y le relató con todos los detalles que fue capaz de recordar lo ocurrido al fiscal. Terminada la historia, y luego que Gómez lo escuchara atentamente, Miguel miró al piso del vehículo esperando que al menos le hubiera creído la parte creíble de la historia: que andaba en su bicicleta repartiendo cartas.

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– ¿Eso es todo, está seguro que no omitió nada?– preguntó el fiscal.– No señor, por loco que parezca eso es todo lo que ocurrió.– Bien.– ¿Bien?– dijo en tono de interrogación Miguel.– Sí, bien. Ahora escúchame huevoncito, y escúchame bien. Te vas a bajar del furgón, te vas a ir en tu bicicleta a la oficina de correos, le vas a decir a tu jefe que tuviste un accidente de trayecto y te vas a ir a tu casa. En tu casa le vas a decir a tu esposa lo mismo que a tu jefe. Te vas a bañar, vas a comer y a dormir, y cuando despiertes mañana te vas a olvidar de lo que pasó hoy. Nadie te va a culpar de nada porque no hiciste nada, pero el precio de tu tranquilidad se llama silencio, ¿estamos?– dijo a media voz pero con el mismo tono enérgico el fiscal, mientras Miguel lo miraba con ojos desorbitados– . ¿Qué parte no te quedó clara, huevón?– Pero señor...– ¿Qué parte no te quedó clara? ¿O quieres que vayamos a la comisaría y que mañana en las noticias aparezca tu cuerpo sobre la poza de sangre de ese paco? Pesca tus mugres y has lo que te digo.

Miguel no entendía nada, salvo que el fiscal hablaba como un oficial militar al que había que obedecer como se hacía en la milicia: sin cuestionar. De inmediato sacó su bicicleta, recogió el bolso con las cartas que quedaban, se montó en ella y empezó a pedalear hacia la oficina de correos sin mirar atrás. No entendía nada, no quería entender nada, sólo quería alejarse de esa pesadilla que había vivido por accidente y tratar de olvidar lo más rápido posible. Tal como le ordenaron cumplió el itinerario, y a la mañana siguiente estaba nuevamente en su trabajo listo a seguir repartiendo cartas, sin poder borrar de su cabeza la imagen del carabinero partido a la mitad, y la cara del asesino que parecía haber sido armado de dos hombres diferentes.

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IV

Medianoche. Miguel miraba el techo de su habitación mientras Ana dormía plácidamente. Miguel temía dormir, hacía seis días que se había enfrentado a esa especie de monstruo, y llevaba cinco noches de pesadillas e insomnio. Por más que había intentado sacar de su cabeza todo lo que había visto y vivido, o al menos dejarlo en un rincón lo suficientemente oculto como para que no interfiriera con su vida, le era imposible seguir funcionando. Lo peor de todo fue la amenaza del supuesto fiscal, que con cada análisis de sus palabras se acercaba más a la definición de oficial de alto rango de alguna fuerza armada: el precio de la tranquilidad era el silencio. Su esposa lo había notado extraño esos días, pero él había hecho todo lo posible por desviar su atención hacia problemas laborales y así no sentir la presión de ocultar todo lo que pasó esa tarde, o que por error algo se le escapara frente a ella y eso la hiciera correr un riesgo que no le correspondía. Sabía que debía guardar silencio y lo haría, pero probablemente buscaría en algún momento y de alguna forma las respuestas que necesitaba para recuperar su paz interior.

Miguel había pedido cambio de ruta al menos por un mes, necesitaba alejarse físicamente de lo que le había tocado vivir, y si seguía recorriendo el mismo trayecto jornada tras jornada terminaría volviéndose loco. Su jefe lo destinó a un acomodado barrio de la capital, donde no conocía a nadie ni vería los mismos rostros de costumbre, y hasta donde la calidad de la correspondencia que le tocaría despachar era diferente. De hecho el primer día lo pasó bastante mal al recorrer las calles en la desvencijada bicicleta que perteneció a su padre, y ver que todas las personas que trabajaban en la comuna usaban al menos bicicletas del año: el resto usaba motos de diversos tamaños y hasta automóviles los que llevaban más tiempo en el lugar. Esa tarde habló con su jefe y consiguió que por lo menos le prestaran una moto tipo scooter en desuso, la que se dedicó a arreglar y dejar brillante esa misma noche.

Miguel andaba haciendo su nueva ruta sin mayores contratiempos. Esa semana había sido relativamente movida, pues habían llegado una gran cantidad de catálogos de tiendas del extranjero, por lo cual tenía que hacer entregas casi casa por medio. Las casas del sector eran enormes, con grandes y altos muros perimetrales que impedían ver al interior, debiendo dejar la correspondencia en alguna gaveta incrustada en la pared, en espera que a fin de mes le dieran su pago; inclusive en algunas de ellas un guardia recibía la correspondencia y le cancelaba de inmediato cada entrega, esperando a que se alejara para abrir la puerta y entrar a la casa. Era algo extraño para él ese mundo, donde la gente tenía todo lo que quería tener y más, pero vivían con miedo a que el resto supiera qué tenían en verdad; a veces Miguel pensaba que el miedo era más bien a que el resto viera que pese a tener de todo seguían siendo tan infelices como los que tenían menos, o como antes de llegar adonde estaban en ese momento.

El cartero iba llegando a una esquina bastante transitada por vehículos último modelo. En general era una calle bastante bien mantenida, pero hacía un par de semanas que se había empezado a construir un nuevo condominio, por lo cual los grandes camiones usados para la movilización de los materiales habían roto en varias partes el pavimento, haciendo más peligroso que de costumbre el tránsito

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en dicha zona. Cuando vio un claro entre un todo terreno y un camión aceleró su moto para pasar, logrando reventar el neumático delantero del scooter. De inmediato se subió a la vereda y sacó la cámara de repuesto que traía para hacer rápido el cambio y seguir su recorrido. Esa esquina estaba convertida en un desastre, el ruido de las bocinas era ensordecedor; sin embargo esa mañana los bocinazos eran más destemplados y continuos que de costumbre, lo que empezaba a molestar en demasía a quienes estaban al principio de la fila y que no podían avanzar. La curiosidad lo hizo acercarse al borde de la acera para ver qué pasaba; al parecer había un accidente o un asalto, por la conmoción que se notaba varias cuadras atrás. Justo cuando se disponía a encadenar la moto para ir a ver si podía ayudar en algo se escuchó un fuerte golpe y el típico sonido cuando dos vehículos se rozan lateralmente; en ese instante una camioneta se subió a la vereda y empezó a avanzar con rapidez, atropellando a cuando peatón encontraba a su paso. Miguel vio cómo la camioneta se venía encima suyo a gran velocidad; luego de esquivarla sin mayor dificultad decidió jugársela y saltar a la parte de atrás a ver si podía hacer algo para detener al desquiciado que manejaba asesinando peatones por doquier. Cuando cayó en la superficie metálica se apoyó en algo líquido, caliente y viscoso; al mirar vio a su lado una imagen ya conocida, pero más espeluznante aún que la primera vez: a menos de diez centímetros de su mano yacía el cuerpo de un macizo hombre con ropa deportiva, partido a la mitad de arriba abajo, tal como el carabinero de la primera ocasión.

Miguel aguantó las náuseas e intentó acercarse a la cabina para meter la mano por el vidrio del conductor, a ver si lograba detener su marcha y obtener alguna respuesta, o al menos impedir que siguiera atropellando inocentes. Cuando ya se había puesto justo detrás, estaba metiendo la mano por la ventanilla y había rozado la cabellera del conductor, un fuerte golpe tras él lo desestabilizó; de inmediato lo dieron vuelta de un tirón en el hombro, quedando frente a frente con quien había partido a la mitad minutos antes al deportista. Su sorpresa fue enorme al ver que el tipo, al igual que el del primer asesinato que presenció, parecía estar hecho de dos mitades de dos individuos distintos pero de la misma talla. Un par de segundos antes de recibir un descomunal puñetazo en la cara y ser arrojado al pavimento desde el vehículo en movimiento, logró reconocer en la mitad izquierda del asesino las facciones del carabinero y la placa de identificación en su pecho.

Media hora más tarde, Miguel estaba siendo examinado en la parte de atrás de una ambulancia del SAMU, cuando de improviso la puerta fue abierta por un carabinero, permitiendo que subiera al vehículo otra cara conocida por él, quien pidió al paramédico que los dejara a solas un par de minutos para poder agilizar el procedimiento judicial. Una vez se cerró la puerta la desagradable voz de Gómez resonó en los oídos de Miguel.

– Una de dos, o tienes mala suerte o eres un huevón profesional. ¿No te dije el otro día que te alejaras de esto?– Sí mi coronel– respondió con seguridad Miguel adivinando el rango de Gómez por su edad y su forma de ser, causando un breve desconcierto en el falso fiscal.– Veo que no eres huevón. Entonces tienes mala suerte, demasiada para mi gusto.– Mire coronel, no tengo idea de qué pasa acá. Lo que sé es que pedí cambio de

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ruta y me encontré con este loco de la camioneta que andaba atropellando gente como si nada. Intenté pescarlo pero un nuevo asesino fabricado con la mitad del carabinero y la de otro tipo me atacó y me tiró abajo.– ¿Estás seguro que una de las mitades del asesino era del carabinero?– preguntó preocupado el coronel Gómez– . Mierda, esto es peor de lo que creía.– ¿Eso es malo? O sea... no sé cómo preguntar.– Lo mejor es que no preguntes. Trata de seguir tu vida y de no meterte en problemas. Ojalá no nos veamos de nuevo. Si eso pasa te regalo un sahumerio, porque ya serías el rey de la mala cueva.– Coronel, disculpe pero... ¿está seguro que no puedo ayudar?– preguntó tímidamente Miguel.– Tal vez podrías pero no debes. Esto no es nada de lo que puedas imaginar o llegar a creer. Ahora bájate de esta huevada de ambulancia.

Miguel se bajó de la ambulancia y partió a recoger la moto y su bolso con correspondencia. Al parecer no era tanta su mala suerte como decía el ya descubierto coronel Gómez: alguien le había cambiado el neumático pinchado a su moto, ahorrándole ese problema, tal vez como agradecimiento por su intento de salvar a los peatones. Desde ese día en adelante, su ruta se hizo un poco más grata, y vio cómo los guardias de las mansiones lo miraban con un poco más de respeto y un par de ellos con algo que asemejaba admiración.

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V

Miguel llevaba un par de meses en la nueva ruta. Desde el último incidente en que su imagen cambió para mucha de la gente que trabajaba en el sector, nada había vuelto a ocurrir; al parecer la mala suerte que le había atribuido el coronel Gómez no era tal, sino sólo un par de desafortunadas coincidencias. Ahora el cartero hacía su recorrido con total tranquilidad, sólo preocupado de entregar la correspondencia a tiempo y en buenas condiciones, para así recibir buenas propinas y poder darle un mejor pasar a su familia. Por fin estaba empezando a sentir algo de agrado en su oficio.

Cuando llegó a la oficina a buscar todo lo que tendría que repartir esa mañana, se encontró de sorpresa con su jefe, que parecía estar esperándolo con un voluminoso paquete que debería ser entregado, por su tamaño, por uno de los vehículos encargados de traslados mayores. – Buenos días Cáceres, tengo un encargo especial para usted.– Buenos días jefe. Dígame.– Necesito que deje para más tarde sus entregas normales y lleve primero esta encomienda al domicilio. Tenemos con licencia médica al conductor de turno y con día administrativo a su reemplazante, así que necesito que despache en la moto esta caja, y cuando se desocupe venga a buscar la correspondencia normal del día.– No hay problema jefe.

Miguel sabía que ese “necesito” era el modo formal que usaba su jefe para dar órdenes, así que no se haría problemas con intentar cuestionar o discutir la entrega. Además, era lógico que si no había quién despachara dicha encomienda, lo hiciera el que hacía la ruta regularmente. Luego de intentar infructuosamente colgar de algún lugar de la moto el bolso con la correspondencia para evitar tener que hacer dos viajes, acomodó la encomienda y partió a entregarla lo antes posible para no atrasarse tanto con sus entregas habituales. Veinte minutos más tarde había dado con la dirección, llegando a una típica mansión de dimensiones colosales al pie de los cerros del sector y rodeada por un par de canchas de golf, una de un club de campo y la otra, al parecer, parte del mismo domicilio. Luego de tocar el citófono varias veces durante tres o cuatro minutos, se escuchó una voz de hombre añoso reclamando que nadie lo escuchaba ni tomaba en cuenta mientras se acercaba con lentitud al casi infranqueable portón metálico. Un par de minutos después se escuchó una voz desde adentro.

– ¿Quién es?– El cartero– respondió Miguel.– ¿Qué, aún existen los carteros?– Sí señor, traigo una encomienda– al notar la desconfianza en la voz del hombre, y viendo que el tiempo pasaba rápidamente atrasando su trabajo, decidió cambiar su discurso – . Señor, si desea puedo volver mañana y dejarla con el personal a cargo, no hay problema.

Justo cuando Miguel terminaba de hablar, el sonido de una llave en la cerradura y el crujido de las bisagras metálicas dejaban ver al dueño de casa, un hombre viejo

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y con la espalda bastante curvada, pese a lo cual aún llegaba a la estatura del cartero con la espalda recta.

– No es ese el problema joven, es que creí que con todo esto de la modernidad ya no habían carteros en Chile. ¿Qué trae ahí? Ah, ya veo, mi encargo que hice por internet. Yo creí que por haberlo pedido por el computador lo traería un robot o algo así– dijo el anciano, luego de lo cual lanzó una estruendosa carcajada – . ¿Lo puedo molestar y pedirle que la entre usted? Se ve bastante pesada y el doctor me dijo que por mi columna no puedo levantar cosas pesadas. Deje su moto adentro, así estará más tranquilo.– Por supuesto señor– respondió contrariado Miguel, a sabiendas que ahora sí que perdería tiempo; al menos esperaba que no se tratara de un viejo tacaño y le diera alguna propina que valiera la pena, y no sólo una perorata de aquellas.– ¿Y hace cuánto que es cartero? Parece demasiado joven para hacer un oficio tan viejo– preguntó el anciano, mientras avanzaba con dificultad hacia la casa situada doscientos metros más allá de la reja, separada de ella por un espectacular jardín de rosas de todos los colores, y con una senda pavimentada para el movimiento de vehículos, los cuales no estaban a la vista en ese momento – . Disculpe que pregunte y hable tanto, pero en esta casa parezco más bien en una cárcel con aislamiento, no converso con nadie más que con los guardias, jardineros y personal de mantención de este elefante blanco.– No se preocupe, no es molestia señor. Tengo veinticuatro años y soy cartero oficialmente hace cuatro, desde que terminé el servicio militar. Llegué a este oficio por mi padre, que era cartero también.– Vaya, tradición familiar. Yo también seguí los pasos de mi padre, soy militar retirado, y tal como él luego de retirarme decidí hacer carrera diplomática. Fui agregado militar y cultural en varias embajadas de Chile en el mundo– comentó el anciano – . ¿Y pretende que alguno de sus hijos también sea cartero?– No tengo hijos señor, y la verdad es que no, no me gustaría que tuvieran este trabajo.– Vaya, qué coincidencia, yo tampoco quise que mis hijos siguieran mis pasos. Tuve tres hijos, y me preocupé que ninguno hiciera carrera militar, los tres son profesionales universitarios, y si han salido del país, ha sido de vacaciones– dijo el anciano tratando de apurar en algo su cansino caminar – . Pero claro, con veinticuatro años está joven aún como para tener hijos... disculpe joven, debo estar aburriéndolo con tanta conversa, el problema es que, como le decía, estoy acostumbrado a hablarle siempre a la misma gente, y ya se saben todas mis historias al revés y al derecho. De hecho temo haberlas contado más de una vez al mes, esta maldita memoria que se me quedó en alguna parte de mi vida...– No hay problema señor– respondió cordialmente Miguel, mientras seguían acercándose a la mansión – . ¿Y pasó algo especial para que lo dejaron solo?– No, fue un error de coordinación que cometí. Como mi secretario personal está de vacaciones y es él quien ordena mi agenda, estaba medio perdido con la organización de la casa. Por eso no me di cuenta, y casi toda la gente pidió permiso para hacer trámites hoy en la mañana. Lo más probable es que llegue una avalancha de gente a mediodía, y que más de alguno ponga cara de culpa por dejar botado al viejo a su suerte. El único personal que no salió es la señora Marta, la cocinera, pero ella tiene como diez años más que yo, y estoy seguro que no escuchó el timbre, y aunque lo hubiera escuchado se hubiera demorado el doble del tiempo en atender la puerta, y hartos minutos y gritos más en

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escucharlo– dijo el anciano, soltando otra sonora risotada – . Bueno, al fin llegamos, pase por favor, y deje esa caja en el suelo.

Cuando Miguel entró a la mansión detrás del dueño, entendió por fin el celo de algunos guardias al esperar a que se alejara para entrar a entregar la correspondencia: el nivel de lujo era tal, que bien valía la pena cualquier inversión en seguridad. Mármol en pisos, escaleras y muros, pinturas aparentemente antiguas, y esculturas extrañas por doquier adornaban el salón de entrada de la portentosa mansión donde habitaba el anciano.

– Déjela ahí no más, en un rato empezará a volver el personal y ellos se encargarán de dejarla donde corresponde– dijo el dueño de casa– . Veo que le gustaron mis chiches. Todas estas cosas las traje desde los lugares en que estuve trabajando fuera del país. Vamos, pregunte no más, cada cosa en esta casa tiene historia... pero claro, si está muy apurado...– No... no tanto– respondió Miguel, a sabiendas que debía dar por perdida la mañana completa.– Mire lo que quiera, sé que muchas cosas le llamarán la atención. Venga, en este muro tengo más chucherías colgadas para que mire.

Miguel entendía la suerte de obsesión del viejo por mostrarle la casa. Si era cierto lo que decía, debía ser muy aburrida y triste su vida, rodeado de objetos pero sin nadie a su alrededor; aunque lo más probable es que no fuera tan así, y que el anciano y su familia tuvieran una movida vida social. De todos modos no lo dañaría tanto mirar un poco en ese pedazo de mundo que para él era otro mundo.

El muro que el anciano le había recomendado era efectivamente el más entretenido de ver, pues tenía una variedad incontable de armas de todos los tamaños fijadas a la pared. De pronto los ojos del cartero quedaron pegados en una extraña espada que le parecía muy familiar. Cuando llegó al lado de ella casi se desmayó: era la misma que había visto en manos de los dos asesinos con que se había topado.

– Vaya, sabía que mi pieza favorita le llamaría la atención. Y es una gran coincidencia, pues tiene mucho que ver con la encomienda que acaba de traerme.

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VI

“Entonces tienes mala suerte, demasiada para mi gusto”. Las palabras del coronel Gómez retumbaban casi con eco en la cabeza de Miguel, luego de ver en la pared de la mansión del anciano la misma espada con la que había visto partir a la mitad a una persona, y que había sido responsable de la vivisección de otra muy cerca suyo. Parecía que todo se hubiera confabulado para que él llegara a ese lugar: la enfermedad del conductor del vehículo de reparto y el permiso de su reemplazante por un lado, la enfermedad del secretario y el permiso equivocado del personal de la mansión por el otro. Al parecer la suerte estaba jugando a su antojo con él, y aún no había querido internalizar la relación de los asesinatos con el anciano, y con la encomienda que había traído. De todos modos debía irse con cuidado, suponer que el anciano tenía alguna culpa respecto de lo sucedido era al menos aventurado. Mientras tanto el anciano lo miraba ávido, esperando su primera pregunta para poder explayarse.

– Ehh... esa espada es preciosa... pero está muy arriba como para poder admirar sus detalles– dijo juiciosamente Miguel,empezando a tantear el terreno.– Veo que es muy detallista, joven. – Es que dan ganas de verla más de cerca, ¿de dónde viene?– Esa espada es un alfanje, un tipo de espada cuya historia parte en China, con un arma llamada dao. De ahí pasó a India y luego a oriente medio donde fue adoptada por los musulmanes. Es una especie de sable corto curvado en su tercio extremo, con filo en un solo borde.– Es bellísimo. Yo recuerdo haber leído algo alguna vez de las espadas musulmanas, pero creo que no se llamaban así. Bueno, además en las fotos se veían más largas– comentó Miguel, esperando no haber dicho alguna estupidez.– Qué bien, por fin encuentro a alguien que entiende algo de lo que hablo, y que no aparenta un falso interés– dijo casi emocionado el anciano– . Lo que usted vio se llama cimitarra, es la espada original de los musulmanes, que tenía casi un carácter sagrado para ellos. El alfanje es una derivación de las cimitarras, es más corto, y además tiene más enanchado el extremo de ataque, que es la única parte con doble filo. De hecho hasta en Chile existe un derivado de este tipo de armas.– ¿Qué, acá en Chile?– dijo algo asustado Miguel, pensando en que tal vez ya era demasiado tarde para detener lo que estaba sucediendo – . ¿Y de dónde salieron esos alfanjes chilenos?– Lo más seguro es que alguna vez haya visto uno, o inclusive que haya pasado uno por sus manos, dependiendo de dónde le tocó hacer el servicio militar... ¿o es que acaso en el ejército ya no se usa el corvo?

Cuando Miguel escuchó la palabra “corvo”, sintió que su alma volvía a su cuerpo. Era lógico, los corvos tienen el tercio de ataque curvado y con doble filo. Al parecer había que seguir escuchando al anciano antes de saber qué tenía que ver con los asesinatos.

– Sí, aún se usa pero a mi no me tocó... pero cuénteme más de la forma de ese alfanje.– Bueno, sí, dejemos de lado la curiosidad del corvo. Estos alfanjes son españoles, del siglo XIII de nuestra era, de casi un siglo antes que terminara la edad de oro de los musulmanes en la península ibérica, que duró cerca de

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ochocientos años. Ellos llevaron todo su arte y su cultura a Andalucía, haciéndose fuertes principalmente en Granada. Allí, un maestro armero forjó este tipo de espada basado en las cimitarras pero con variantes. Como puede ver desde acá el tercio de ataque es del doble del ancho del resto de la hoja, el ángulo es algo mayor dándole una forma de quiebre más brusco, no tiene filo sino sólo en el tercio de ataque y por ambos lados. Además como ya notó es más corta, mide alrededor de unos setenta centímetros más la empuñadura. Ah, eso me faltaba, el maestro armero le agregó un cubremano bastante más grande que el original.– Es sencillamente espectacular este alfanje, y más aún la historia de cómo se creó.– ¿Cierto?– dijo el anciano, feliz con el interés de su incidental huésped– . Lo triste fue que este maestro logró crear este portento demasiado viejo, y sólo alcanzó a fabricar doce de estas espadas, aparte del modelo original. Cuando murió, su hijo mayor que heredó su taller y sus conocimientos, debió deshacerse de los alfanjes.– ¿Y eso por qué?– Pasa que en esa época, en las postrimerías del siglo XIII, el reino nazarí de Granada ya convivía con los reyes castellanos, por ende la influencia católica se hacía sentir con fuerza en los territorios que limitaban con los de los musulmanes. Cuando el armero falleció, su hijo se mudó a Aragón, donde mostró los alfanjes a la clase militar y a la realeza del lugar. Lamentablemente en dicha exposición también estaba presente un prominente miembro de la curia local, quien exigió que las espadas fueran destruidas dado su evidente carácter maléfico. El joven armero se retiró indignado, y en vez de destruirlas las ocultó convenientemente en el doble fondo de un baúl. Así, luego de siglos de dar vueltas por todos lados y de pasar por quien sabe cuántas manos, el baúl llegó a mis manos cuando me desempeñaba como agregado militar en España. De hecho fue un regalo de un general español por mi notable desempeño en dicho cargo. Sólo cuando estuve en mi casa en Chile, y después de haberme retirado, me dio por empezar a intrusear en todas los obsequios que recibí durante mi carrera militar y diplomática, y di con el doble fondo del pesado baúl y con esas maravillosas armas.

Miguel estaba impresionado, la memoria del anciano era envidiable, y su capacidad para mantener entretenido a alguien con sus relatos era casi de otro mundo. Pero aún quedaban un par de cabos sueltos por atar.

– De verdad le agradezco el tiempo que se ha tomado en contarme la historia de ese alfanje. No quiero ser imprudente pero hay un par de detalles que no me quedan claros. Por ejemplo, ¿por qué el sacerdote aragonés dijo que las espadas eran maléficas?– Se nota que le interesa mucho la historia de esta joya, joven. El sacerdote dijo que los alfanjes era maléficos por dos razones, bastante obvias para su forma de pensar en aquella época por lo demás. La primera era que estaban hechas en base a modelos musulmanes, o sea herejes. La segunda era su número: trece espadas.– Pero usted dijo que eran doce... ¿y qué tiene de maléfico el trece para la iglesia católica?– Tal vez para la de hoy no mucho, pero recuerde que a la mesa de la última cena había trece comensales, Jesús y los doce apóstoles; no creo que deba insinuarle

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el carácter maléfico del número habiendo dicho esto. Lo otro es que parece que no me prestó la suficiente atención– dijo con un dejo de sarcasmo el anciano, aparentemente feliz por haber atrapado al joven– . Efectivamente las espadas que el maestro fabricó fueron doce, pero a ellas debe sumar el original: ahí están sus trece espadas.– Ya veo, por eso es que en la pared hay doce pares de soportes, para colgar las doce espadas... ¿eso quiere decir que la que está en la pared es la original?– Así es, esa que queda en la pared es la primera que hizo el maestro armero, y que usó de modelo para fabricar las otras doce. – ¿Y qué pasó con las otras doce espadas, si es que se puede saber?– preguntó con algo de temor Miguel, tratando de no tocar directamente el asunto que le interesaba averiguar.– Ese fue un episodio que me desagrada demasiado, y que le costó la cabeza a todos los guardias– al escuchar las palabras del anciano, Miguel palideció– . Sí, sé que es malo dejar cesantes a tantas personas a la vez, pero lo merecían. – Ah claro, no es una decisión fácil– respondió más tranquilo Miguel.– Fue en enero de este año que entraron a robar. Nunca habían entrado a robar a mi casa... bueno, una vez, pero eso fue en otra casa, y el pobre desgraciado aún debe estar arrancando de miedo cuando me vio aparecer de uniforme y con un fusil de guerra... pero bueno. En enero yo estaba de vacaciones en el campo. De pronto recibí un telefonazo en la mañana de mi secretario, contándome que la noche anterior habían entrado a robar a la casa. Cuando llegué, me enteré que estos mal nacidos no robaron dinero ni especies, sino sólo las doce espadas. Los malditos deben haber estado dateados, vinieron sólo a eso. Si tan solo hubiera estado aquí para haberlos enfrentado a balazos...

Miguel empezó a atar cabos. Si había un coronel de ejército metido en la investigación, tenía relación con el grado de oficial en retiro del anciano, y con el especial robo que sufrió. Lo más probable es que los asesinatos se hubieran cometido con algunas, o quizás con todas las espadas robadas: el que él conociera de dos crímenes no quería decir nada, y si empezaba a sacar la cuenta del número de asesinos multiplicado por dos, llegaría eventualmente a una cantidad al menos desagradable. Ahora sólo le quedaba una pregunta, que debía hacer rápido antes que llegara el personal de la mansión.

– Lo bueno es que a usted y a su secretario no les pasó nada con el asalto, bueno, por lo menos a su secretario que estaba acá.– Sí, es cierto, la vida y la salud son bienes más altos que cualquier espada...– Bueno, le agradezco el tiempo que se tomó en explicarme esta historia, pero aún me queda una última pregunta, si no es impertinente de mi parte seguir molestándolo.– Moleste no más joven, cuando lleguen mis guardias y el resto del personal esto se pondrá tan aburrido como siempre.– Si recuerdo bien, usted me dijo que el alfanje tenía que ver con la encomienda...– Ah, eso. Por favor, ¿podría poner la caja encima de esa mesa y abrirla?– Por supuesto.

Miguel tomó la encomienda y la colocó encima de la mesa que el anciano le indicó. Con cuidado sacó un cuchillo cartonero que usaba para cortar nudos y cintas de embalaje, para que su anfitrión no desconfiara de él, y luego de cortar

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las cintas y cordones que protegían el paquete, logró sacar la tapa de grueso cartón acolchado con espuma plástica por dentro. Ahí, dentro de la caja, habían doce espadas idénticas a la que estaba colgada en el muro del anciano.

– ¿Qué demonios...?– No, no crea que recuperé las originales. Estas son doce réplicas de la original, las mandé hacer a España, donde los descendientes del armero que las creó hace ocho siglos atrás. El hijo del armero que heredó estos alfanjes, antes de ocultar las piezas en el baúl, dibujó todos los diseños del modelo original y los guardó en los archivos de su armería. A petición mía los buscaron y recrearon estas maravillosas piezas. De hecho les gustó tanto el modelo cuando lo encontraron y fabricaron que decidieron agregarlo a su catálogo por internet.– Así que por fin podrá reponer las espadas en sus soportes... ojalá alguna vez pueda recuperar las originales– dijo Miguel, luego de aclarar todas sus dudas y poder contemplar a corta distancia una de esas maravillosas reproducciones– . Bueno, creo que no le quitaré más tiempo, le agradezco por toda la paciencia que tuvo para contarme la historia de esas espadas. Que le vaya bien, y cuídese.– Qué pena que tenga que volver a trabajar... espere aquí, le debo la propina por traer la encomienda, por ayudarme a subirla y abrirla, y por escuchar las historias de un viejo que no tiene a quién aburrir con sus recuerdos– dijo el anciano mientras iba lo más rápido que podía a un gran escritorio que había en la habitación contigua. Al volver, traía en una mano un billete de veinte mil pesos completamente estirado y nuevo, casi como luciéndolo, y una bolsa de tela negra.– Señor, no es necesario tanto dinero...– Vamos, perdió mucho tiempo de su trabajo conmigo, lo justo es justo. Tome y guárdelo para que no se lo roben. Y por favor sostenga esta bolsa abierta por mi.

Miguel recibió el dinero a regañadientes, guardándolo en su vieja billetera. Luego sostuvo la bolsa negra por el borde, y vio como el anciano sacaba de la caja una de las espadas, la depositaba con cuidado en su interior, amarraba el extremo abierto con una gruesa cuerda negra y la ponía en sus manos.

– ¿Dónde quiere que la deje?– preguntó Miguel, pensando que de todos modos quedaría un par de soportes en la pared sin ocupar.– En su casa, colgada en su living, o donde a usted le parezca. Es suya.– ¿Qué? No, por ningún motivo, no puedo...– Mire joven, soy un hombre viejo cuyo único patrimonio cierto en la vida es el conocimiento. Usted ha sido el único que se dio el tiempo de aprender de mi. Tranquilamente podría haber dejado la caja a la entrada de la puerta y haberse ido a repartir cartas al resto del barrio. En vez de eso me permitió regalarle un trocito de historia, que tal vez no le sirva para repartir cartas, pero que de una u otra forma cambió o cambiará en algo su vida. Ahora, yo entiendo que el conocimiento es intangible, cosa poco entendible en nuestra sociedad actual; entonces, para hacer tangible el trocito de historia que me permitió entregarle, también le doy la forma física de lo conversado: una réplica del alfanje. Llévelo con cuidado, es acero 440C con filo real, si la manipula mal puede herirse o herir a alguien.– Yo... nadie me había regalado nada como esto, no sé cómo agradecerle– respondió Miguel, asiendo con cuidado la empuñadura del regalo por sobre el saco de tela.

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– ¿No sabe cómo? Diga “gracias”... vamos, dígalo.– Gracias.– De nada. Ah, y no se preocupe por la colección, no me costará mucho pedir una nueva réplica, tengo los medios de sobra para hacerlo. Además el armero me contaba por correo electrónico, que hace un par de meses empezaron a aumentar los pedidos de este modelo desde Chile, así que no me extrañaría que el alfanje de reposición me llegue de cortesía.

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VII

Miguel avanzaba con lentitud en su moto por el barrio. Después de salir de la mansión del anciano se devolvió a la oficina de correos a buscar su bolso. Al terminar las entregas del día, por curiosidad decidió pasar de nuevo por la mansión que visitó en la mañana; a esa hora tres grandes vehículos negros dificultaban el tránsito vehicular haciendo las veces de barreras, y sendas rejas metálicas portátiles obligaban a los pocos peatones que circulaban por el lugar a cruzar a la acera del frente, o a identificarse para poder pasar ese verdadero cerco de seguridad tras el cual estaba la reja de entrada, franqueada por un guardia tanto o más alto que el primer asesino que vio en el barrio en el que hacía entregas antes. Si no hubiera sido por la cadena de sucesos gatillados en la mañana, jamás hubiera podido siquiera ver de cerca la reja externa, y acercarse aunque fuera un poco al origen del misterio de los asesinatos. Pero no sacaba nada con darle vueltas al asunto de la suerte que tuvo ese día, lo más preocupante de todo fue la frase final del anciano: hacía un par de meses los pedidos de ese alfanje iban en aumento, y todos venían desde Chile. Parece que tendría que echar mano a su trabajo para ver si lograba averiguar algo acerca de quién o quiénes pedían esas magníficas espadas.

Miguel iba de vuelta a la oficina de correos, ya había terminado sus entregas del día y ahora debía devolver en la sucursal donde trabajaba algunas cartas que fueron rechazadas por quienes vivían en los domicilios y no conocían a quienes iban dirigidas. Era habitual tener algunos rechazos diarios, lo que enlentecía el proceso de entrega y alargaba un poco la jornada de la tarde, pero estaba dentro de lo previsible; la única diferencia era que en esos instantes llevaba firmemente atada al marco de la moto la gruesa bolsa de tela negra que guardaba en su interior el maravilloso regalo tangible que le había hecho el anciano por la mañana. Aún no había decidido si la escondería, si se la mostraría a Ana y luego la guardaría o si la pondría en alguna suerte de atril o soporte en la pared en su casa; tal vez usaría soportes similares a los que tenía en su mansión el anciano, obviamente de menor calidad y de un precio accesible a su bolsillo. Cuando iba a mitad de camino, y justo después que el semáforo diera verde en el cruce de una importante avenida y se disponía a reanudar su marcha, un fuerte impacto lo derribó sobre su lado derecho, dejándolo tendido en el pavimento pero sin soltar el manillar de su vehículo. Luego de ello vendría para Miguel una historia ya conocida.

Miguel sujetaba instintivamente el manillar de la moto. Por su izquierda apareció una nueva creatura hecha por dos mitades distintas, esta vez de hombres con una gran diferencia de edad, lo que no parecía presentar alguna merma en la fuerza del monstruo. De entre sus ropas sacó el ya característico cordel amarillo con la marca roja con el cual lo midió: la medida que portaba daba exacto con la talla de Miguel, el cual alcanzó a darse cuenta cuando el ser enrollaba la cuerda en su mano y se aprestaba a aturdirlo. En ese momento el cartero echó mano a lo único que lo podría salvar de la muerte segura que lo esperaba a manos de la creatura: con su mano derecha desató el lazo que cerraba la bolsa negra y sacó la réplica que le habían regalado esa mañana, a sabiendas que era lo único que podía hacer, sin tener alguna certeza de qué sucedería, mientras con su mano izquierda tapaba los ojos de la bestia.

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Cuando el ser sacó de su cara la mano de su víctima, vio con extrañeza que ésta usaba una espada como la suya. La incertidumbre lo dejó paralizado, pues no sabía qué hacer frente a alguien con el cuerpo entero que usaba un arma igual a la que le habían entregado. Miguel aprovechó esos breves segundos de desconcierto de la bestia para lanzar con todas sus fuerzas un golpe con el filo de la espada hacia el cuello de su atacante. La perfectamente bien trabajada hoja de acero cortó sin dificultad el cuello del monstruo hasta llegar a la mitad del cuerpo, donde pareció chocar contra una barrera extremadamente dura que hizo rebotar el arma y salir por donde había entrado. La bestia se llevó la mano izquierda hacia el cuello mientras caía sentado pesadamente en el pavimento, sin entender qué le había sucedido; parecía que la herida no había sido suficiente como para terminar con él, pero sí como para darle tiempo a Miguel para arrastrar su moto, ponerse de pie y partir. En ese momento Miguel vio lo indefenso que parecía el pobre desgraciado sentado en el piso y pensó en cortar la mitad derecha de su cuello, así tal vez lograba decapitarlo y terminar con el sufrimiento que debía estar padeciendo con medio cuello cercenado; de paso también libraba al mundo de una de esas bestias asesinas y hasta aprendía el punto débil de esas creaturas. Cuando se aprestaba a cortar la mitad indemne del cuello, un ya familiar derrapar de neumáticos lo hizo desistir y subir a su moto para alejarse del lugar y ver lo que habría de pasar. A una cuadra de distancia vio detenerse la vieja camioneta modificada, encargada de recoger a las víctimas y a los victimarios, y que luego pasarían a engrosar las filas de ese extraño grupo; del destartalado vehículo se bajó corriendo el acompañante del conductor, que resultó ser también una creatura, quien sin mayor esfuerzo tomó con una mano de una pierna al herido y lo lanzó a la parte de atrás de la camioneta, para luego subir a la cabina y desaparecer, dejando un rastro de humo y huellas de neumáticos en el pavimento.

Miguel estaba impresionado con la espada, aparte de su belleza era de una calidad increíble, pues casi no sintió en su antebrazo el golpe que le dio a su rival, y no requirió de demasiada fuerza para llegar hasta la mitad del cuello; si no hubiera sido por ese tope invisible que hizo rebotar la hoja y hacerla salir por donde entró, probablemente hubiera decapitado a la creatura. Al revisar el filo se dio cuenta que estaba intacto, y la hoja había quedado apenas humedecida por algo gelatinoso que a primera vista no tenía consistencia ni color de sangre. Sin perder tiempo sacó de su bolsillo un pañuelo, con el que limpió la espada para guardarla inmediatamente en la bolsa de tela donde venía: no quería tener que darle explicaciones a los carabineros de por qué andaba blandiendo una espada en el cruce de dos avenidas en pleno barrio alto de Santiago. Cuando ya tenía envuelta el arma, y se aprestaba a encender su moto para seguir su camino hacia la oficina de correos, otro fuerte empellón lo volvió a derribar con vehículo y todo; en cuanto se vio en el piso intentó volver a sacar la espada, pero en el acto un pesado zapato aplastó su cara contra el pavimento y sintió el característico sonido del pasar bala de una pistola de alto calibre que luego se apoyó en su sien, a la vez que una ya conocida voz se hacía escuchar por su oído no aplastado.

– Espero que tengas una buena explicación para esto, huevoncito.

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VIII

Pedro Gómez apuntaba a la cabeza al cartero. Hasta ese instante había sido bastante condescendiente con el muchacho, pero al parecer el tipo estaba metido hasta el cuello en todo ese asunto, o bien era un tipo con un sino realmente de temer. Si no obtenía las respuestas que quería, probablemente se desharía de él de inmediato: no pensaba seguir perdiendo su tiempo mientras seguían ocurriendo asesinatos a diestra y siniestra. Con un rápido movimiento separó la bolsa de la moto sin dejar de apuntar a Miguel; un par de minutos después una van apareció para llevarse a ambos hombres a bordo, mientras que una camioneta de doble cabina se hacía cargo de llevar su scooter. Una vez lo sentaron dentro del vehículo esposado a la espalda, ambos móviles emprendieron viaje con rumbo incierto.

– Ya cartero, empieza a hablar, ¿desde cuándo estás metido en esta cuestión?– Mi coronel...– No me hagas la pata mierda, ni intentes hacerte el vivo conmigo, esa espada tiene más años que la cresta, y sólo una persona era dueña de todas esas armas. ¿Estuviste metido en esto desde el principio?– Coronel Gómez, si me deja explicar...– Córtala, me vas a dar las respuestas que quiero por las malas o por las peores. ¿Estuviste metido en el robo de principios de año? Por tu bien responde lo que te pregunto, mierda.– No coronel, no tuve que ver con el robo de las espadas originales.– Entonces ¿cómo y cuándo conseguiste esa...?– de pronto Gómez cayó en cuenta de la frase que dijo Miguel– . A ver, para, ¿qué dijiste?– Dije que no tuve que ver con el robo de las espadas originales– contestó Miguel mirando al piso de la van, a sabiendas que algunos interrogadores se ponían más violentos cuando los miraban a los ojos.– ¿De dónde sacaste que esta no es una espada original?– Porque venía en una caja de encomienda que entregué esta mañana en un domicilio de Vitacura.– ¿Y cómo supiste que en esa caja iba esa espada?– preguntó Gómez con voz neutra.– No sabía. Después de conversar con el dueño de la casa donde entregué...– ¿Qué?– interrumpió Gómez, denotando rabia en sus palabras– , ¿de nuevo tratas de hacerte el huevón conmigo? Sé exactamente de dónde vienen esas espadas, así que no juegues conmigo mierda.– No estoy jugando a nada, el anciano dueño de casa...– ¿Qué te dije, huevón?– gritó Gómez completamente descontrolado, poniendo la pistola en la frente de Miguel y amartillando el arma– . Deja de hacerte el tonto conmigo y empieza a hablar, antes que tenga que mandar a cambiarle el tapiz a esta camioneta.– ¡Por favor, no dispares! ¡El anciano me dijo que se había confundido su secretario personal, y le habían dado permiso a todos los guardias por error, por eso estaba solo con una cocinera sorda!– gritó desesperado Miguel con los ojos cerrados, rogando porque el coronel le creyera la extraña historia. De un momento a otro dejó de sentir el cañón del arma en su frente y la respiración del militar en su cara. Cuando abrió los ojos Pedro Gómez estaba afirmado en el asiento de la van.

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– La Marta está sorda como tapia hace años... voy a hacer una llamada huevón, si no me responden lo que me dijiste la bala que está en la recámara terminará en tu cabeza– en esos momentos Miguel no entendía nada, no sabía cómo el coronel Gómez sabía el nombre de la cocinera. Mientras tanto el militar sacó su celular, buscó un número en la memoria y lo marcó.– Aló, tío Gabriel, ¿cómo está? Oiga tío, ¿cómo es eso de que estuvo solo en la mañana? Ah... ya... oiga, ¿y le llegó la caja que pidió por internet? Qué bien, o sea que ya tiene las doce espadas... Ah... ¿y por qué tiene una menos?– desde esa última pregunta pasaron cinco minutos en que Gómez sólo movía su cabeza asintiendo, como si su interlocutor lo pudiera ver– . Ah ya... ¿y cómo va a...? Ah claro... ya tío Gabriel, qué rico que ya tiene sus chiches para colgar. Cuídese mucho, adiós.

Con sumo cuidado Pedro Gómez le sacó el cargador a la pistola, corrió el carro y sacó la bala que estaba en la recámara, para luego colocar nuevamente el proyectil en el cargador y devolverlo al arma, la cual guardó en su espalda. Después sacó una pequeña llave de su bolsillo y le quitó las esposas a Miguel, para finalmente apoyarse con calma en el respaldo del asiento.

– Te debo un sahumerio parece– dijo Gómez mirando al cartero– . De verdad no entiendo cómo sales de una y caes en otra... ¿siempre has sido así?– No coronel. Y no creo tener mala suerte por lo que me ha pasado en estas últimas semanas, simplemente las cosas se han dado así.– Espera un poco– Gómez golpeó la ventanilla de la van para hablar con el conductor– . Te vamos a dejar a un par de cuadras de tu pega, con tu moto, sano y salvo, y aquí no ha pasado nada.– Supongo que le llevará de vuelta la espada a su tío.– No, esa réplica es tuya, cualquiera que aguante a mi tío contar sus historias merece el regalo que él le haya dado. Ya, llegamos, bájate.– Coronel, ¿le puedo pedir un favor inmenso?– preguntó Miguel sin mirar a Gómez.– ¿Qué quieres?– ¿Me podría dar algún número de celular? En una de esas mi suerte me ayuda y logro encontrar algo útil para usted, uno nunca sabe...– Ya, esa es mi tarjeta, ahí está mi número. Es privado, si empiezan a aparecer llamadas de desconocidos sabré que eres tú y...– Sí, ya sé. Gracias coronel.– Bájate huevón. Y cómprate ese puto sahumerio...

Miguel vio alejarse la van y la otra camioneta. Mientras reacomodaba la espada en el marco de la moto pensaba en el juego de coincidencias que le habían salvado la vida aquella tarde, y que casi se la habían quitado al mismo tiempo. Había llegado el momento de adelantarse a los hechos, y empezar a buscar el origen de esos monstruos que día tras día mataban gente para engrosar sus filas, de incierto pero posiblemente nefasto propósito. Pero antes había que llegar a la oficina a entregar las cartas rechazadas: no podía arriesgar su trabajo pese a lo intrascendente de este y a lo vital de su incipiente investigación.

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IX

Miguel llegó a la oficina de correos una hora después de lo habitual. Al entrar se encontró con Ana y su jefe. Su esposa se levantó de inmediato, al ver que el cartero tenía marcada en la cara la huella de un zapato, y en la sien y en medio de la frente unas marcas redondas idénticas.

– Dios mío Miguel, ¿qué te pasó, estás bien?– preguntó asustada la joven, mientras acariciaba las marcas de su marido y limpiaba las huellas de tierra.– ¿Te sientes bien Miguel? Parece que te hubieran pisado la cara. ¿Tuviste un accidente acaso?– agregó su jefe.– Me asaltaron– inventó Miguel, tratando de pensar lo más rápido posible, para hilar una historia medianamente coherente, mientras en su cabeza seguía dando vueltas aquella verdad que no podría contar– . Estos desgraciados me esperaron a la salida de la casa donde entregué la encomienda para robarme la propina. Me botaron y me pisaron la cara para amedrentarme.– Supongo que le entregaste la plata a esos tipos...– preguntó nerviosa Ana.– ¿O te hiciste el valiente como siempre?– dijo el jefe.– Para suerte mía y mala suerte de esos desgraciados, el dueño de casa me había regalado una espada de fantasía, pero metálica. Cuando la saqué, tiraron sus cuchillos y salieron corriendo a perderse los hijos de perra– terminó de inventar Miguel, feliz de haber incorporado todos los elementos a su cuento.– Pero ¿cómo se te ocurre...? A veces se te olvida que no eres solo, parece– lo recriminó Ana– , ¿qué hubiera pasado si alguno hubiera sacado una pistola, le hubieras pegado con la espada?– Por supuesto que lo hubiera hecho, con lo loco que es– intervino el jefe– . Bueno, al menos sólo te llegó un susto y un pisotón en la cara, la sacaste barata. Pero por favor trata de no confiarte, eres un buen empleado y baleado no me sirves.– Está bien jefe, trataré de no correr más riesgos. Hasta mañana, nos vemos.

Ana y Miguel subieron a la moto. Mientras hacían en silencio el viaje a casa, Ana pensaba en lo loco y arriesgado que era su marido, y que debería tratar de apaciguar sus ánimos antes de los treinta, para que en el futuro no terminara siendo el típico viejo verde que toma un segundo aire y cambia a su pareja por una más joven; por su parte Miguel rogaba por que su historia hubiera sido convincente, pues ahora necesitaría de toda su astucia para conseguir que su mujer lo ayudara sin saberlo. En cuanto llegaron al edificio donde vivían y guardaron la moto, Miguel desató la bolsa negra del marco del vehículo y subieron al departamento, para que su esposa pudiera verla con detención.

– Bien, este es el juguete con el que asusté a los asaltantes, ¿impresionante, cierto?– empezó diciendo Miguel mientras desenfundaba la espada.– Es preciosa, pero algo me asusta– dijo Ana al ver la espada en manos de su esposo– . ¿Y por qué te regaló algo tan caro el caballero ese, oye?– Es una historia extraña pero bonita– dijo Miguel, luego de lo cual relató todo lo que pasó en la mansión del anciano, desde la perspectiva de ese hombre para evitar dejar escapar algún detalle revelador. Cuando terminó, Ana estaba como petrificada.– Vaya, qué increíble la historia de la espada... ¿así que es importada de España?

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– Así dijo este caballero.– Oye, parece que me estás mintiendo– dijo de pronto Ana, con la espada en sus manos– , me dijiste en la oficina que la espada era de fantasía pero esta cosa tiene filo, y harto mejor que el del cuchillo que usamos para los asados, ¿o acaso las fantasías vienen con filo ahora?– Tuve que decir eso para que el jefe no empezara a molestar con que la mostrara en la oficina– mintió Miguel– , ¿te imaginas si entra un cliente despistado, el sustito que se hubiera llevado?– Eso es verdad... oye, ¿me dijiste que esta espada es nueva?– Sí, por lo menos la sacamos de la caja que entregué, ¿por qué lo preguntas?– dijo Miguel, algo preocupado por la excesiva curiosidad de su esposa.– Porque esta cosa está usada– sentenció Ana – . Mira acá, en la parte del filo se ve como un poco romo o abollado, y más atrás está como sucia o rallada. Estos españoles están vendiendo espadas usadas, o mal terminadas.

Miguel palideció, su esposa fue capaz de notar la zona en que la hoja cortó el cuello del monstruo y el lugar exacto donde rebotó al llegar a la división de los dos cuerpos. De pronto se le ocurrió cómo podría aprovechar ese comentario a su favor.

– Chucha, tienes razón... capaz que estén enviando espadas de segunda mano o de mala calidad para acá, y quizás cuánto cobraron por cada una.– Es una lata, importarlas ya es caro para que más encima los perjudiquen vendiéndoles usadas por nuevas.– Mmm... oye, se me estaba ocurriendo algo, ¿tienes acceso al registro de las direcciones de las encomiendas, cierto?– dijo Miguel, empezando a armar su plan.– Claro, está todo registrado en el computador... ¿en qué estás pensando?– En que podrías buscar a qué direcciones han llegado encomiendas de ese remitente, para que yo pueda pasar de una carrera a preguntarle a los destinatarios sobre la calidad de las espadas, en una de esas hasta se pueden poner de acuerdo para reclamar en grupo– terminó Miguel, esperando por la respuesta de Ana.– Bueno, de poder puedo... oye, ¿no estás metido en nada raro, cierto? Con la plata que ganamos es suficiente, no hay para qué...– Ana, no hay nada raro de por medio, es que de verdad me gustaría saber por qué estas espadas tan raras y caras vienen falladas. No vamos a gastar ni un peso en hacerlo, y en una de esas hasta nos llega alguna propina, que nunca está de más.– Sí, y por último ayudamos a algunas personas entre medio... está bien, mañana sacaré la guía de la encomienda para buscar la dirección del remitente de esa caja, y de ahí revisaré en la base de datos nacional si es que han llegado otros pedidos. En cuanto tenga los domicilios de los receptores te pasaré la lista para empezar a limpiarla y ver a quién más le han llegado espadas usadas o de mala calidad.– Gracias amor, te pasaste– dijo Miguel, para luego besar a su esposa. Gracias a lo aparentemente lógico de la historia, había logrado que ella lo ayudara sin saber en qué, y por ende sin hacerle correr algún riesgo. El cartero sólo esperaba que cuando tuviera las direcciones no fuera demasiado tarde como para detener la ola de asesinatos.

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X

Ana Villagrán era una mujer sencilla pero feliz. Hija de un matrimonio de empleados públicos, había hecho varios cursos técnicos después de salir del colegio para tratar de obtener un mejor trabajo que el de vendedora de multitienda. El destino la llevó hasta esa oficina de correos donde haría una práctica no remunerada, para que le dieran el certificado de aprobación del curso; fue tal el empeño que puso en hacer las cosas bien desde un principio, que en cuanto terminó el período por el cual iba enviada por el instituto, fue contratada para reemplazar a una funcionaria que acababa de jubilar. Llevaba cerca de seis meses trabajando cuando conoció a Miguel, quien era dos años mayor que ella, y que había entrado a trabajar más o menos en la misma fecha. Desde el principio fue tema de conversación el hecho de estar medio año trabajando en el mismo lugar sin siquiera haberse visto, y que luego de verse por primera vez se hicieran casi inseparables. Luego de casarse y arrendar un pequeño departamento, se habían dedicado a ahorrar, para tratar de forjarse un futuro que les permitiera cumplir con las leyes de la vida: tener hijos, criarlos, guiarlos, y entregarlos al mundo para que ellos hicieran su propio destino y su pequeño aporte al futuro de la humanidad. Con el accidente que había obligado al cambio de comuna de Miguel, las propinas habían mejorado notoriamente, y todo ese dinero estaba yendo al fondo de ahorro. Y ahora que investigarían lo de las espadas falladas, era probable que el destino les sonriera aún más temprano, permitiéndoles de una vez por todas empezar a cumplir los sueños que la sociedad les había asignado.

Miguel venía de vuelta de sus entregas de la tarde. Ese día no había quedado correspondencia sobrante así que terminaría a la hora y podría irse con Ana, sin tener que hacerla esperar hasta desocuparse. Cuando terminó de poner al día la bitácora de entregas, su esposa lo esperaba arreglada a la salida de oficina con cara de apurada; el viaje fue igual de tranquilo de siempre, pero más silencioso. Cuando llegaron al edificio y después de guardar la moto, ambos subieron al departamento sin cruzar palabras. En cuanto entraron y cerraron la puerta Miguel le habló a Ana, algo preocupado por su actitud.

– ¿Pasa algo amor? ¿Por qué no me dirigiste la palabra esta tarde?– dijo Miguel. Ana sin responder le entregó un papel con una dirección y una gran sonrisa– . ¿Qué es esto?– Lo que me pediste. Crucé datos y encontré una sola dirección adonde habían recibido correspondencia y encomiendas desde el remitente de España. Nadie más ha enviado o recibido nada de esa empresa española, que no sea el domicilio del caballero que te regaló la espada fallada, y esta. ¿Fácil, cierto?– Amor, eres increíble, de verdad creí que te demorarías varios días en encontrar el dato. En cuanto tenga tiempo iré a ver si esta persona también recibió alguna espada fallada, para ponerla en contacto con el señor que conocí, a ver si quieren hacer algo contra los españoles.

Mientras abrazaba a su esposa, Miguel pensaba en lo desagradable pero necesario que era en ese instante mentirle: si por algún motivo se enterara de todas las implicancias del asunto, de ninguna manera lo dejaría involucrarse. Ahora sólo faltaba organizar su trabajo para algún día disponer del tiempo necesario para ir al domicilio, y saber quiénes eran los asesinos. Por supuesto

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que para dicha ocasión debería prepararse, no podía llegar a tocar la puerta y esperar a que salieran los asesinos a entregarse por las buenas, más aún si se trataba de esas creaturas hechas de mitades de personas y que tenían fuerza sobrehumana. Lo más seguro es que tendría que ir en más de una ocasión, primero a mirar y luego a hacer algo para detener esa barbarie; para eso tenía a mano el teléfono de Pedro Gómez, quien estaría dispuesto a ayudarlo si eso le permitía acabar con esa ralea de monstruos, y más encima recuperar las espadas de su tío Gabriel. Lo mejor era no dilatar más la situación: trataría de hacerse un tiempo al día siguiente para ir a ubicar la dirección, y ver si podía obtener algo de información útil.

Al día siguiente, Miguel llegó a la oficina de correos con Ana, y de inmediato fue a ver el recorrido que debería hacer. La suerte, esa que según el coronel Gómez le era esquiva, en esos momentos le mostraba una leve sonrisa: el listado de direcciones era algo más breve que el de un día común, y muchos de ellos correspondían a departamentos y condominios, los que le cancelaban a fin de mes la cuota de correspondencia. Si bien es cierto era bastante exigua en relación a las propinas que le daban en las mansiones, para ese día era lo que necesitaba, así se podría desocupar más temprano y tendría el tiempo suficiente como para llegar al domicilio que había encontrado Ana, que quedaba al otro lado de la capital, en Maipú. Así, sin darle más vueltas al asunto, salió con su bolso cargado para entregar todo lo antes que pudiera, para hacer el viaje que le interesaba concretar en esa jornada. Si todo salía como lo tenía pensado, cerca de las once de la mañana habría terminado las entregas, y podría dedicar el resto de la mañana y la hora de colación para ir a su esperado destino.

A las diez y media Miguel iba en su moto rumbo a Maipú. A mitad de mañana las calles estaban relativamente expeditas, así que no sería mayor problema hacer el viaje de ida; lo más seguro es que ese día se quedaría sin almorzar y saldría más tarde del trabajo, pues no tendría la misma suerte en el periplo de vuelta, pero el eventual resultado bien valía la pena. El problema se podría presentar en encontrar la dirección, pues quien va por primera vez a Maipú tiende a perderse en su intrincada red de calles y pasajes; sin embargo la ya no tan esquiva diosa fortuna le volvía a sonreír: cuando llegó a la plaza de la comuna y sacó su vieja revista con los planos de Santiago para intentar ubicar la calle, un colega suyo que llevaba años trabajando en la zona lo vio con cara de perdido, y le dio las indicaciones para llegar sin mayores dificultades a su objetivo. A ese paso, y si se seguían dando las cosas, era probable que ni siquiera tuviera que renunciar a su almuerzo, pues cinco minutos después de despedirse de su colega dio con el domicilio.

El número correspondía a una vieja y deslavada casona de adobe, que casi parecía sacada de un libro de historia, al ver en la cuadra siguiente una serie de pequeños edificios de departamentos de reciente construcción y vivos colores, característicos de los programas de vivienda del estado para familias de escasos recursos y emergentes. Era frecuente en esa comuna hacer ese tipo de construcciones, lo que llevaba a que cada vez quedaran más casas viejas en el recuerdo de sus antiguos moradores, y debajo de alguna retroexcavadora o bulldozer. Por el momento esa cuadra completa se salvaba, y la vieja casa destacaba dentro del conjunto como la más vieja y descuidada entre las viejas

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descuidadas. La casa era típica de principios del siglo XX: sin antejardín, muro de un solo color de más de tres metros de altura, puerta al centro y dos ventanas laterales, dando a entender un pasillo central que servía de distribuidor a los dormitorios que se alineaban a cada lado del corredor, que hacía las veces de columna vertebral de la edificación. Generalmente esas casonas de adobe tenían un patio al fondo, cuyo muro trasero colindaba con el muro trasero de la casa que daba a la cuadra siguiente. Nunca se podía saber el tamaño de esas casas mirando el frente, pues el fondo podía ser de entre cuatro a diez veces la extensión de la fachada, y eso justamente les daba un aire de misterio y hasta de grandeza en algunos casos, dependiendo del cuidado que se les diera. En esas condiciones, el único sentimiento que generaba la edificación era lástima.

Ahora que Miguel había dado con la ubicación, debía decidir cómo acercarse; tal vez lo mejor era llegar como cartero extraviado, y pedir ayuda para ubicar una dirección, apelando a lo complicado que era encontrar un domicilio para alguien nuevo en la comuna. Por supuesto, para ello debería conseguir un arma de fuego, o andar con la espada en el marco de la moto para defenderse. De todos modos algo no le gustaba: esas casas no tenían estacionamiento, y si no había dónde guardar la camioneta destartalada era mu probable que no fuera el único lugar donde se guarecían los monstruos. Cuando Miguel se aprestaba a acercarse a la vieja casona, a ver si lograba ver algo a través de los sucios vidrios, un fuerte golpe en su nuca lo aturdió.

Miguel lentamente empezó a reaccionar luego del golpe en la nuca, con un dolor continuo en dicha zona, y aún algo de dificultad para moverse. Ya sabía que en cuanto despertara se encontraría nuevamente con Gómez apuntándole a la cabeza, probablemente con un fusil o algo peor, pues ahora no estaba en el piso de un vehículo. Al abrir los ojos se encontró en lo que parecía un dormitorio de casa, similar a la que estaba vigilando: por un instante creyó haber sido capturado por los monstruos, y estar a punto de ser asesinado o partido a la mitad. Sus ojos empezaron a recorrer el lugar, y de pronto se toparon con una desvencijada silla de madera donde estaba sentado un viejo flaco de brazos marcados, con cara de pocos amigos y un bate de madera en sus manos.

– Eres muy tonto, pendejo. Si no te hubiera aturdido y arrastrado a mi casa, ya estarías muerto o tal vez algo mucho peor– dijo con voz de cigarro recién apagado.– ¿Quién es usted, y cómo sabe lo que me hubiera pasado en esa casa?– preguntó Miguel mientras pensaba en cómo escapar sin que el el viejo lo matara a palos.– Soy un viejo que lleva hartos años más que tú en esta tierra, que pega harto más fuerte de lo que parece, y que sabe harto más que tú de espadas y monstruos hechos de mitades de personas.

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XI

Miguel miraba distraído la habitación donde se encontraba. El dolor de cabeza por un lado, y las palabras del viejo musculoso por el otro, lo tenían mareado y le dificultaban fijarse en los detalles para ver cómo diablos escapar de esa casa. De pronto cayó en cuenta que no estaba retenido, pues no tenía ninguna amarra y la puerta que daba al pasillo estaba abierta; el problema era que el solo intentar girar sentado en el suelo lo mareaba, así que las posibilidades de ponerse de pie siquiera eran mínimas en ese instante. Un par de minutos después apareció el viejo con una bolsa con hielo y sin el madero; el viejo le pasó la bolsa a Miguel para que se la pusiera en la nuca para el dolor, y se volvió a sentar en su crujiente silla.

– ¿Qué querías hacer pendejo, dártelas de superhéroe entrando a esa casa maldita?– preguntó el viejo con voz de cigarro– , ¿y qué ibas a hacer dentro, agarrar a balazos a esos monstruos?– No ando armado...– Entonces eres huevón... ¿sabes a qué te ibas a enfrentar, pendejo?– Miguel... me llamo Miguel, no “pendejo”, “viejo”. ¿Tienes nombre?– Ah perdón, olvidé mi manual de Carreño– dijo el viejo cambiando la voz de cigarro por una de cigarro irónico– . Estimado don Miguel, mi nombre es Esteban... ¿ahora me vas a decir qué mierda ibas a hacer en esa casa?– Esteban... don Esteban... ya he visto a esos monstruos antes, los he visto matar gente partiéndolos a la mitad cuan largos son. Inclusive vi al que asesinaron la primera vez convertido en un nuevo monstruo... bueno, su mitad. La última vez que me los encontré, uno de ellos me midió con un cordel y di con la medida exacta... si no hubiera sido porque andaba trayendo una réplica de las espadas que ellos usan con la cual lo herí, ya estaría muerto, o formando parte de un nuevo monstruo...– ¿Qué? ¿Réplicas de espadas, de qué diablos estás hablando? A ver, cuéntame lo que te pasó y lo que sepas o creas saber de estos engendros.

El viejo se paró, a los pocos segundos volvió con otra vieja silla y un vaso de agua. De un tirón paró a Miguel y lo sentó en la silla, pasándole en la mano libre el vaso de agua. Miguel sintió como su cabeza giraba descontroladamente luego del brusco cambio de posición, el que lentamente empezó a ceder. Después de tomarse medio vaso de un solo trago le contó con lujo de detalles la historia a Esteban. Terminado el relato, el viejo se tomó la cabeza y la movió entre sus manos con una mueca de decepción.

– Sonamos. Ándate a tu casa mejor, y espera a que te maten de noche, o que te pillen de improviso. Si están empezando a usar espadas nuevas quieren decir que descubrieron cómo modificar la maldición... parece que ya no hay nada que hacer.– ¿Maldición, qué maldición?– preguntó extrañado Miguel.– Da lo mismo, ya no vale la pena que te cuente la historia de estos engendros, llegaste demasiado tarde.– Pero si voy a morir si o si, por lo menos merezco saber a qué me estoy enfrentando.– ¿Tienes tiempo?– preguntó Esteban luego de lanzar un cansado suspiro que impregnó el aire con olor a cigarro de mala calidad.

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– Por supuesto Esteban, si pude escuchar la historia de las espadas puedo escuchar la suya.– Bueno, qué más da, ya no importa que pierda mi tiempo contigo– dijo apesadumbrado el viejo– . Estas creaturas son una mezcla de dos trabajos tan geniales como malévolos, el de un científico y el de un brujo.– ¿Qué, pero no dijo que era una maldición o algo así?– El asunto no es tan sencillo. Hay un desgraciado ambicioso que sueña con apoderarse del planeta. Primero empezó por la política, luego con el tráfico de drogas y armas; ambas cosas lo enriquecieron, pero a la vez le enseñaron que había miles de cerdos más ambiciosos y poderosos que él delante de la fila de potenciales dueños del planeta, así que si quería cumplir su pesadilla debía buscar por otro lado. Con la plata y los contactos logrados con sus carteles de armas y drogas, y con el manejo de gente corrupta gracias a su carrera política, el desgraciado este empezó a buscar por áreas en las que nunca se había metido. Gracias a sus contactos llegó a sus oídos la existencia de un científico, que estaba hace años trabajando clandestinamente en experimentos acerca de la vida eterna y la fuerza sobrehumana.– Vaya, yo creí que eso pasaba en las películas no más– comentó Miguel.– No, estos hijos de perra son peores que los de las películas. Los experimentos de ese tipo siempre se han hecho, los más publicitados fueron los de los nazis en las décadas del treinta y el cuarenta. Cuando terminó la segunda guerra mundial, esos científicos no fueron enjuiciados, encarcelados o ejecutados, sino que reclutados por instituciones de gobierno de Europa y Norteamérica, donde siguieron desarrollando sus aberraciones. Por supuesto que estos malnacidos entrenaron a la siguiente generación de malnacidos, para perpetuar sus aberraciones y que alguien tuviera la sangre fría de terminar lo que ellos empezaron. Uno de estos hijos de hiena es el que fue contratado por el traficante con delirio de grandeza.

A Miguel le costaba creer todo lo que Esteban le contaba. Era difícil imaginar que un científico fuera capaz de crear algo así, pero él era testigo presencial y casi víctima de esas creaturas. Luego de tragar un poco de saliva, el viejo continuó.

– Este alumno de los carniceros nazis empezó a desarrollar su propia teoría en monos, apostando a que lograría hacer un animal más poderoso mezclando genes mejorados, gracias a repetidas cruzas de sus animales. De hecho logró mejores monos, pero ninguno espectacular. Cuando ya estaba pensando en botar todo a la basura por sus magros resultados, encontró un documento de uno de sus tutores, que hablaba acerca de reimplantación de miembros en soldados accidentados recientes. El documento del mentor de este demente describía cómo amputaba miembros a prisioneros de guerra, y después intentaba reimplantárselos. Dentro de sus pruebas había relatos de intentos de trasplante de miembros de un prisionero a otro, logrando malos resultados por eso que hablan ahora del rechazo, pero que en su época no se sabía mucho al parecer. El asunto es que en algunos casos resultó, y en uno en particular pasó algo raro: en aquel pobre desgraciado en que probaron cortando más arriba, o sea donde le cortaron el brazo casi desde la base del cuello y agarrando un pedazo de tórax, y luego le implantaron lo mismo pero cortado a otro pobre prisionero, el brazo pegado terminó teniendo más fuerza que la que tenía alguno de esos dos tipos. Se suponía que el experimento después se sumaría a los esfuerzos por crear el

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supersoldado o über soldat, pero justo terminó la guerra y todo pasó al olvido.– ¿O sea que hace más de sesenta años ya se sabía de algo como eso?– dijo sorprendido Miguel.– Sí, y todo ese conocimiento pasó a los países triunfadores, quienes los siguieron mejorando. Los resultados de ese tipo se usaron para las cirugías de reimplante de accidentados, que era el objetivo original, y terminaron sirviendo de mucho en la medicina moderna. Bueno, el asunto es que este otro científico, el que siguió la huella del nazi, se fijó en el detalle de la extensión de la amputación e hizo la prueba con sus monos, logrando al tercer intento que pasara lo mismo: el brazo implantado en el mono desarrolló más fuerza que la de los dos monos originales. – Chucha, qué increíble, esto es una locura– intervino Miguel.– Claro... bueno, una vez que le resultó, empezó a probar ampliando más la zona amputada, hasta que un día se decidió: eligió dos monos gemelos idénticos, del mismo peso y la misma estatura, partió a ambos a la mitad y se dispuso a intentar unirlos. Uno de los dos engendros sobrevivió, y tal como él esperaba el resultado fue un mono con una fuerza que parecía como de seis.– Qué espantoso, por culpa de ese loco de mierda está quedando la grande ahora– reflexionó en voz alta Miguel.– En parte. El problema que tuvo este maniático es que los engendros tenían demasiada fuerza y agresividad, y por ello eran incontrolables, de hecho hubo que matarlos a todos después que asesinaron al cuidador que los alimentaba, al que adoraban antes de ser divididos y reimplantados. Bueno, después de eso el científico terminó con el proyecto, y cuando estaba buscando alguna vieja nueva idea para desarrollar de ahí en adelante, pero esta vez más inclinada hacia el lado de la vida eterna, fue contactado por el megalómano millonario, quien lo contrató para seguir con su idea original. Cuando el científico le contó a este loco lo que había pasado con los monos y su cambio de temperamento, el millonario le sugirió la posibilidad de experimentar con seres humanos, lo que el científico aceptó de inmediato.– O sea que ese par de hijos de perra son culpables de todo esto... ¿y de dónde sacó cuerpos para experimentar ese loco?– preguntó Miguel, cada vez más asqueado con la situación.– En un principio usó a traficantes menores, vendedores de droga de poca monta y adictos en mal estado, a los que raptó y le llevó al científico loco. Más adelante, cuando empezó a hacerse notorio el descenso de los dealers locales, el desgraciado contactó a quienes le compraban armas, y le pidió que le regalaran prisioneros de guerra condenados a muerte, o los que tuvieran a mano. – Esto es... no tiene nombre.– Sí lo tiene, pero es muy feo... en fin, este gallo, el científico, tuvo hartos problemas, no había cómo diablos cortar los cuerpos a la mitad, tenía que usar una sierra como de aserradero porque hacerlo como cirugía era demasiado lento y todos morían desangrados a mitad del procedimiento. Pasados varios meses, y cuando por fin logró depurar el proceso y más encima encontrar gente de la misma talla para lograr una unión medianamente pasable, en cuanto terminaba de unirlos e intentaba reanimarlos, el corazón latía un par de minutos y se detenía para siempre. De ahí en adelante estuvo dos o tres años experimentando, y cada vez pasaba lo mismo. De hecho mejoró hasta llevar casi a la perfección el procedimiento quirúrgico, pero nadie sobrevivía.– ¿Dos o tres años? ¿A cuánta gente mataron para experimentar estos

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psicópatas?– Te aseguro que no quieres saberlo... bueno, el asunto es que el científico se dio por vencido: el procedimiento funcionaba en monos pero no en humanos, y no había una causa científica para ello.– Bueno y entonces, ¿por qué ahora estamos siendo invadidos y atacados por estos engendros?– Porque el megalómano entendió que si no había causa científica para que la unión no funcionara, había que buscar por otro lado.

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XII

Esteban Ramírez miraba de reojo a Miguel, quien seguía con la bolsa de hielo en la nuca, para que se le quitara luego el dolor por el golpe que le dio. Cuando lo vio intruseando en la casa maldita supo que debía detenerlo a como diera lugar, o terminaría muerto como todos los que se acercaban a ese lugar. No tenía idea que el joven sabía algo respecto de lo que pasaba, ni tampoco acerca de las réplicas de las espadas. Ahora le estaba contando el origen de todo lo que estaba sucediendo, a sabiendas que el muchacho podría tener algo que hacer al respecto. Miguel se sacó la bolsa de hielo de la nuca para enderezarse, y tratar de seguir el hilo de lo que Esteban le estaba contando.

– ¿A qué te refieres con buscar por otro lado, al brujo que nombraste al principio?– preguntó Miguel, concentrado en la conversación pese al dolor.– Sí. El millonario loco es bastante obsesivo para sus cosas. Dentro de todo lo que leyó, se dio cuenta que los nazis, sus musos inspiradores, usaban a magos y brujos para sus experimentos, e inclusive tenían una división de estudios paranormales, que dependía directamente de Hitler. Así que este tipo usó sus influencias y su dinero, para encontrar a alguien que pudiera darle una respuesta primero, y una eventual solución después. Por supuesto llegaron muchos charlatanes tratando de sacarle plata: lo único que ganaron fue un balazo en la cabeza.– ¿O sea que este tipo dispara primero y pregunta después? ¿Se cree pistolero de película acaso?– interrumpió algo abrumado por la liviandad con la que algunos enfrentan la muerte humana.– Se nota que no tienes ni idea al nivel que trabajan los traficantes de armas y drogas de talla mundial, para ellos existe el “yo” y nada más. Cualquier cosa que limite sus caprichos se elimina y punto, sin remordimientos ni sentimientos raros– respondió secamente Esteban.– O sea que estos monstruos se diferencian de sus creadores exclusivamente por el laboratorio por el que pasaron– concluyó Miguel.– No, el asunto es mucho más complejo, y tiene que ver con la solución al problema que tenía el científico– retrucó Esteban– . Luego de muchos intentos fallidos y charlatanes asesinados, apareció un tipo mezcla de brujo y parapsicólogo, que llegó por su cuenta donde el traficante. El tipo irrumpió en un restaurante, donde el traficante almorzaba despreocupado con algunos cabecillas de otros carteles de armas, sin haber sido notado por ninguno de los guardaespaldas de los comensales, lo que provocó la ira de quienes estaban a la mesa. En cuanto se paró al lado del megalómano, seis pistolas apuntaron a su cabeza; el tipo le dijo al oído al loco dos o tres detalles de su vida que nadie vivo conocía, y le dijo que tenía la solución a su problema. El loco lo miró, dio por terminado el almuerzo, mató a sus guardaespaldas por ineptos, y partió en la limusina hacia su mansión sin decir nada en todo el viaje. Cuando llegaron a la casa, el traficante se encerró con este tipo en su estudio, y se pusieron a hablar acerca de la solución del problema del científico.– Vaya, esto cada vez se ve más feo. ¿Y cuál era el problema según este tipo?– preguntó Miguel, algo ansioso por saber de una vez por todas la solución del enigma.– El alma– respondió Esteban.– ¿Qué, cuál alma?– preguntó confundido Miguel.

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– El alma humana. Según este tipo, los animales tienen una especie de alma grupal, en que cada uno tiene un pedazo o parte del alma total de cada especie, a diferencia del humano que tiene un alma individual.– No entiendo nada Esteban.– Deja ver si te lo puedo explicar– dijo el viejo impregnando el todo con su aliento a cigarro– . Cuando el científico unía las mitades de dos animales, el trozo de alma grupal permanecía tal cual en el nuevo cuerpo, pues al no ser individual, puede fraccionarse sin perder su integridad esencial. Con el humano no pasa eso, al partir el cuerpo, el científico no podía partir el alma, así que ésta se liberaba causando la muerte del cuerpo.– Ahora entiendo, y hasta suena lógico– respondió Miguel sin separar la bolsa de hielo de su nuca– . Supongo que esa respuesta satisfizo al millonario traficante... y bueno, ¿qué solución traía este brujo para ese problema?– Partir el alma– respondió con simpleza Esteban.– ¿Qué?– exclamó Miguel sacando la bolsa de su cuello y mirando fijamente a Esteban con cara de confusión– , ¿no acabas de decirme que el alma humana no se podía partir?– No, te dije que el científico no puede, pero este brujo sí.

Miguel estaba espantado con los ribetes que estaba tomando la conversación, una cosa era partir cuerpos y generar monstruos sin alma, y otra muy distinta era dotar de almas a esos engendros. Pero si más encima las almas eran partidas, la situación se ponía sencillamente espeluznante.

– Mierda... ¿pero cómo...?– Este brujo es uno de los más poderosos del planeta. Su poder casi ilimitado viene del infierno...– Espera... ¿del infierno?– El brujo tiene pacto con el diablo, de ahí viene su poder. El asunto es que este tipo conoce un... cómo decirlo... procedimiento para partir el alma humana en dos mitades, y para unir dos de esas mitades en un alma nueva. – Ehh... esto es tremendo... es que... ¿y qué pasa con la otra mitad... con las dos mitades sobrantes?– preguntó Miguel, tratando de darle algún orden lógico a su mente, algo descontrolada con la revelación de Esteban.– Vamos por partes. El brujo este descubrió unos manuscritos antiguos, hechos por satanistas arcanos, que recibieron de boca de demonios poderosos un conjuro que era capaz de robarle el alma a aquellos que estaban a punto de morir y que habían sido excomulgados, o no habían alcanzado a recibir la extremaunción. Estos satanistas empezaron a experimentar con el conjuro, logrando que, siendo grabado en un objeto material, en este caso un medallón, hiciera las veces de recitación de dicho conjuro.– ¿Y para qué querían un conjuro así, para apoderarse de esas almas al momento de su muerte?– preguntó asustado Miguel.– Exacto. El asunto es que algunos años después otro demonio, satisfecho con la ocurrencia de los satanistas de la época, les entregó un conjuro acortado que hacía la misma tarea, y les ordenó que lo grabaran en un cuchillo de doble filo.– Ya veo, supongo que así les podría servir no sólo con moribundos, sino tal vez con infieles vivos– sugirió el cartero.– No, según el escrito no era esa la idea– retrucó Esteban– . La idea era que podían usar el arma para defenderse de los religiosos, que organizaban cacerías

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contra los infieles y los satanistas de la época.– ¿La inquisición?– Exacto, ya había empezado lo de la inquisición. Bueno, el asunto es que uno de los satanistas conoció en España, en lo que se llamaba reino de Aragón, al hijo del armero que había fabricado las espadas esas de las que tienes una réplica. Cuando supo que las espadas habían sido hechas en tierra pagana, con forma pagana, y al ver la rabia del joven armero al tener que esconder sus armas y no poder usarlas ni menos fabricarlas o venderlas, le ofreció el conjuro para que las grabara y así fueran armas contra los católicos. El joven aceptó, pero por respeto a su padre grabó todas las espadas excepto la original, que quedó intacta.– Por eso es que no la robaron, porque no les servía– dedujo Miguel.– Correcto– respondió Esteban– . Bueno, luego que escondieran las espadas, todos estos satanistas se hicieron de algún arma blanca para poder usarla como talismán de defensa contra las huestes de dios. Cada cual, dependiendo de su oficio, gusto o capacidad, grabó el conjuro con sus propias manos para poder defenderse si es que fuera necesario. Cuentan que uno de los malditos era soldado, y decidió tallar la frase maldita en su espada. Una noche, luego de haber bebido sin control, se enfrascó en una riña con otro militar que también estaba ebrio, y terminaron yéndose a las armas. En el fragor de la disputa el maldito le lanzó un golpe al hombro a su rival con lo que quedó descubierto, con lo cual le pudo cortar la cabeza. Dicen que la muerte fue tan violenta que luego que cayó el cuerpo al suelo el alma quedó de pie, pero le faltaba una parte.– ¿La cabeza?– preguntó Miguel.– La cabeza– reafirmó Esteban– . El conjuro era tan poderoso, que fue capaz de cortar el alma justo donde el soldado hizo el corte. El pobre maldito se dio cuenta de lo que había hecho de inmediato, así que botó la espada, huyó a un convento, confesó todo y se quedó a vivir una vida de penitencia para tratar de salvar su alma.– Qué horrible... ¿pero cómo un alma puede quedar descabezada? De verdad que no lo logro imaginar– dijo Miguel, entre triste y asustado con el cariz que tomaba el relato.– Por supuesto. Dice la leyenda que el alma sin cabeza vagó un tiempo por el mundo, hasta que la divinidad se apiadó de él y le devolvió su cabeza para que pudiera encontrar su camino al más allá; como el pobre desgraciado era católico, de inmediato se le abrieron las puertas del cielo. El asunto es que este evento no pasó desapercibido en ese mundo oculto en que se desenvuelven los verdaderos guerreros del bien y del mal, pero en esos momentos este descubrimiento pasó casi al olvido.– ¿A qué te refieres con los verdaderos guerreros? ¿Acaso los de la inquisición no lo eran?– preguntó algo extrañado Miguel.– Primero responde esta pregunta– dijo Esteban– , ¿de verdad crees que algún brujo o bruja puede ser quemado por fuego físico? ¿Podrías decirme que crees que alguno de los que terminaron en la hoguera tenía algún poder especial o sobrenatural, y no lo usó para escapar de la tortura y la muerte?– Chucha, jamás lo había pensado– respondió dubitativo el cartero– . Si lo pones desde ese punto de vista claro, suena extraño que alguien con algún poder venido del infierno, del demonio, o de como se llame, pueda sufrir tortura y morir tan fácil sin usar sus poderes para defenderse o hasta vengarse.– Te aseguro que ningún brujo o bruja murió a manos de la inquisición. Los verdaderos guerreros del bien y del mal luchan sus batallas entre ellos, tienen sus

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propias huestes y sus propias jerarquías... hasta ahora.– ¿Qué quiere decir eso?– Que la irrupción del megalómano y su idea de apoderarse del planeta, cambió el paradigma de lucha de bien contra mal. – O sea que ahora gente que no tiene nada que ver, está metida en una guerra que no le corresponde– dijo Miguel.– Y para la que no están preparados– agregó Esteban– , y más encima en un bando que no eligieron, gracias a la intervención de este trío de psicópatas. Bueno, como te contaba, este brujo moderno descubrió el manuscrito donde se relataba este conjuro. Luego de investigar un tiempo decidió probar el conocimiento descrito en el texto: grabó una espada japonesa con el conjuro, secuestró un niño y probó su efecto.– ¿Un niño, por qué un niño?– preguntó espantado Miguel.– Porque este tipo es medio debilucho y no se la podía con alguien adulto. Además, entendía que el conjuro servía sólo para cortar el alma, el corte del cuerpo es un asunto netamente físico. Y por supuesto imaginarás que dividir un cuerpo de arriba abajo requiere muchísima fuerza. El asunto es que una vez que secuestró al niño lo amarró en una mesa, lo drogó para que no opusiera resistencia, e hizo la prueba con la espada... el maldito hijo de hiena malparida logró cortar por la mitad el cuerpo del niño, luego de diez minutos aserruchando con la espada maldita.– Dios...– Al terminar la carnicería, se dio cuenta que el niño había muerto muy rápido, y el alma se había liberado. Para que el experimento resultara, debía hacerlo de un solo corte. Fue ahí cuando se decidió a contactar al millonario y ofrecerle su descubrimiento. Éste lo reclutó de inmediato, y consiguió otro niño para experimentar, y un profesor de karate que supiera cortar con esa espada.– Pero esto es...– musitó Miguel.– Es, nada más. Cuando el maestro que sabía cortar con esa espada, logró partir el cuerpo de arriba abajo de un solo corte, el alma del niño efectivamente quedó dividida en dos, metida en la mitad de cuerpo en que se repartía físicamente...

Miguel estaba llorando. Recién había sido capaz de dimensionar el trasfondo de lo que le había tocado ver y vivir, y entendía que estaba frente a una maldad que no sabía que pudiera existir en la tierra que lo había visto nacer y crecer. Pero su llanto no era sólo de dolor, al ver la realidad cruda que escondía la lucha del bien contra el mal, sino también de impotencia al sentir que no importaba cuánto se esforzara, sus posibilidades de ayudar en algo para acabar con esa guerra eran mínimas.

– ¿Te sientes bien?– dijo Esteban, sacándolo de su llanto abruptamente.– Sí, es que es demasiado todo esto... ya, el brujo logró dividir el alma junto con el cuerpo, y luego el científico loco tomaría las dos mitades de cuerpos distintos y las uniría... ¿y qué hay de las mitades de alma?– El brujo consiguió una especie de conjuro usado por los... digamos... brujos del bien, que se creó para unir un alma a otro cuerpo, y lo modificó para poder...– Espera, ¿cómo es eso?– preguntó confundido Miguel.– Existe un conjuro que permite tomar un alma, y unirla a un cuerpo distinto al original. Se usa en contadas ocasiones, sólo cuando el cuerpo de alguien que debe completar una misión importante para la humanidad no puede mantenerse

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vivo. En ese caso se consigue un cuerpo que no esté en tal mal estado, de un alma que esté a punto de partir, y se intercambian las almas con el fin de que la misión se concrete.– Estoy seguro de haber escuchado o leído algo así, pero no logro recordar dónde o cuándo fue– dijo Miguel, intentando hacer memoria.– Sí, en los años sesenta y setenta, un tipo que se hacía llamar Lobsang Rampa, escribió varios libros acerca del Tibet, y en uno de ellos relata que ese proceso se hizo con su alma. No tengo idea si fue verdad o literatura, pero ese es el proceso original. El asunto es que este brujo modificó esa fórmula recitada, para unir dos mitades de almas de dos individuos diferentes...– ¿Pero cómo pudo conseguir ese conjuro?– De boca de un brujo del bien, al que engatusó– dijo Esteban, mirando al piso con rabia.– ¿Y quién pudo contarle algo así, cómo tan gil?– preguntó enrabiado Miguel.– Su hermano mayor, que es uno de los que se podría definir como brujo del bien– respondió Esteban.– ¿Y acaso el estúpido no sabía que su hermano menor era brujo satanista, cómo tan tarado por la mierda?– exclamó casi iracundo Miguel.– No, nunca me di cuenta que mi hermano menor trabajaba para el mal...

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Esteban Ramírez miraba el piso de la habitación, como escudriñando en un paraje boscoso alguna planicie para dejarse caer, y luego desaparecer en el espesor de los árboles. Sus facciones expresaban nada, la máscara de mutismo en que se había convertido su cara no dejaba entrar o salir sentimientos; ahora sólo esperaba la siguiente pregunta indiscreta de Miguel, quien también miraba al piso, como buscando cómo seguir preguntando luego de una confesión tan terrible como la que había escuchado un par de minutos atrás. De improviso Miguel enderezó su cabeza y quedó mirando directamente a Esteban: había encontrado en la rendija entre dos de las viejas tablas la pregunta que necesitaba hacer.

– ¿Cómo te convertiste en brujo?– disparó Miguel.– No te conviertes, naces– respondió Esteban, exhalando nuevamente hedor a tabaco– . Mi hermano y yo nacimos con esa capacidad, cualidad, don, dale el nombre que quieras. No entraré en detalles, el asunto es que yo elegí mi camino, él eligió el suyo, pero me hizo creer que seguía el mío para obtener ganancias de mis conocimientos. Es así que consiguió que yo le dijera dónde buscar para obtener ese conjuro. – Ajá– dijo escuetamente Miguel.– Bueno, Manuel, mi hermano... el brujo consiguió unir finalmente dos mitades de distintas almas, formando algo así como un alma mixta, con una característica distintiva: sin voluntad. Desde el momento en que se crea esa entidad nueva, pasa a seguir irrestrictamente las órdenes de su creador, o de quien éste determine.– Por eso es que estos seres hacen lo que sea por lograr su cometido.– Así es. Y si a eso le sumas lo que te comenté hace un rato, acerca del aumento de la fuerza y agresividad del cuerpo formado por dos mitades distintas, la mezcla es malignamente perfecta. Cuando lograron hacer el trabajo completo, esto es partir el cuerpo y el alma de dos personas, unir dos mitades de almas y dos mitades de cuerpos, y lograr que ese producto sobreviviera e inclusive se pusiera de pie y obedeciera órdenes, se sintieron los dueños del mundo.– Vaya... ¿pero por qué necesitaban las espadas antiguas, aparte del significado medio esotérico que tiene su forma, su origen y su número?– preguntó Miguel.– Por todo eso que acabas de nombrar. Cuando hicieron la prueba con la espada japonesa el esfuerzo que había que hacer para lograr el corte era enorme, sin contar que se requería el entrenamiento de un maestro de espada, cosa que no es muy rápida de lograr. Con esas espadas paganas, el trabajo es extremadamente fácil de hacer y de enseñar.– O sea que los engendros aprendieron de inmediato el trabajo que debían hacer– comentó Miguel.– No. El problema con estas creaturas, es que su capacidad de aprendizaje es limitadísima, por eso es que tuvieron que inventar lo del cordel con marcas, para que no les costara medir cuál cuerpo les serviría y cuál no.– Vaya, o sea que son tontos... eso podría ser una ventaja, limitaría su capacidad de tomar decisiones... tal vez por eso cuando le di el corte en el cuello a uno de ellos no supo reaccionar.– Puede ser. Bueno, estos desgraciados siguieron con sus experimentos. Los primeros dos engendros que crearon tenían bastante fuerza, pero eran un poco bajos, más bien de talla normal. A ellos los entrenaron para manejar vehículos, y

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usarlos para el transporte de los cuerpos que fueran capturando. Por su parte Manuel... el brujo, se hizo de la ubicación de las espadas, y con ayuda del megalómano asaltó la casa y robó las doce que estaban con el conjuro grabado, dejando aquella que no servía a sus propósitos. Mientras tanto los contactos del traficante le consiguieron a un par de guerrilleros enormes, que fueron los que le dieron vida al primer engendro entrenado para hacer la tarea completa: encontrar, medir, cortar, subir las partes al vehículo y huir.– El gigante...– murmuró Miguel.– Ese mismo. A él le pasaron la primera espada, y le dieron las dimensiones marcadas en una cuerda, para ver si era capaz de hacer el trabajo, ayudado por los dos que aprendieron a manejar. Lo soltaron un lunes por la tarde, el viernes por la noche aparecieron los tres con dos cadáveres partidos a la mitad, de exactamente la misma estatura y las mismas proporciones. Esa noche maldita, el brujo y el científico se pusieron manos a la obra, y el domingo de madrugada dieron a luz a un nuevo engendro.– ¿Un nuevo engendro?– preguntó extrañado Miguel– , pero si eran cuatro mitades, ¿por qué no dos engendros?– Por motivos que desconozco, sólo se puede formar uno– respondió secamente Esteban.– ¿Y qué pasa con la otra mitad de alma?– Queda capturada en la mitad de cuerpo que se desecha– dijo Esteban, mirando al piso.– ¿Y eso hasta cuándo?– preguntó asustado Miguel, temiendo escuchar la respuesta que temía escuchar.– No lo sé, nadie lo sabe, simplemente queda ahí, sufriendo. Supongo que si en algún momento el engendro muere, deja de funcionar, o lo que sea que le pase, y esas dos mitades de alma se liberan... tal vez queden unidas para siempre... qué sé yo– dijo Esteban sin despegar los ojos del piso, como escudriñando cada grano de tierra y mugre que se repartía en el suelo.– Maldición... – Bueno, de ahí en adelante cada vez se demoraban menos en obtener dos cuerpos iguales y proporcionales, y el par de hijos de hiena depuraban más y más el proceso de unión de cuerpos, con lo que todo empezó a hacerse más y más expedito.– O sea que esta cosa está llena de engendros – dijo casi angustiado Miguel.– No, no tanto porque están limitados por el número de espadas, recuerda que son sólo doce.– O sea que hay sólo doce asesinos capturando cuerpos... eso significa que el número de asesinos no aumenta.– Pero ahora que me contaste que están encargando espadas, quiere decir que encontraron el modo de lograr que las réplicas funcionen igual que las originales– comentó Esteban– . Ahora ya no hay límite para estos engendros, y los planes de sus creadores.

Miguel miraba la misma tabla del piso que miraba Esteban, como si en los nudos de la vieja madera, o en las rendijas de más de un siglo de uso, hubiera alguna respuesta al dilema. De todos modos Miguel no se conformaba con esperar que la muerte lo partiera en dos en cualquier instante, sin siquiera dar la pelea.

– Esteban, ¿hay algo que se pueda hacer, por muy pequeño que sea, para luchar

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contra estos monstruos?– Hay algo, pero es casi impracticable– respondió Esteban– . Estos engendros tienen una especie de punto débil, que bien manejado puede destruirlos, pero lograrlo implica acercarse a muy corta distancia.– ¿Combate cuerpo a cuerpo?– preguntó Miguel– . Eso al menos lo puedo intentar. Si estoy en la mira del cordel de alguno de estos engendros, quiero por lo menos intentar no irme solo.– Bueno, igual debo preparar algo antes de...

De pronto el celular de Miguel interrumpió la conversación. La llamada era de su oficina de correos, lo necesitaban urgente. Luego de intentar postergar infructuosamente su retorno debió comprometerse a partir de inmediato.

– Esteban, me llaman del trabajo, dicen que me necesitan urgente.– No te preocupes, mientras ves lo de tu trabajo, yo me encargaré de preparar todo para que cuando vengas te pueda enseñar cómo inhabilitar a estos monstruos. En una de esas tenemos suerte, y nos logramos acercar a sus creadores. Si puedes vuelve hoy a la noche. Por si acaso anota mi número.– Gracias por la confianza Esteban. Nos vemos.

Miguel salió de la casa. No sabía bien dónde estaba, sólo que no era la calle donde estaba la casona desde donde habían pedido las espadas. Luego que Esteban le dijera cómo llegar a la plaza, para que de ahí pudiera rehacer la ruta, Miguel partió raudo en la moto para salir lo antes posible de lo que fuera que le iban a pedir en la oficina, y así poder volver a la noche a la casa de Esteban y prepararse a dar la pelea a los engendros. Cuando por fin pudo ganarle la batalla al tráfico y llegó a la central de correos, se encontró con su jefe y todo el personal en la puerta, la oficina con la cortina a medio cerrar y cercada con cinta amarilla rotulada como “Carabineros de Chile”, y con varios tipos con buzos blancos que entraban y salían, aparentemente recolectando muestras. Cuando detuvo el vehículo su jefe fue de inmediato donde él y lo abrazó.

– Jefe, ¿qué pasa?– Miguel, tenemos que hablar, venga conmigo– dijo una voz conocida tras de él, con el mismo tono marcial de las tres ocasiones en que se habían topado.

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XIV

Miguel estaba confundido, no sabía por qué la oficina donde trabajaba parecía película policial, por qué su jefe lo abrazaba sin decir nada, ni menos qué podría estar haciendo el coronel Gómez en su lugar de trabajo, a vista y paciencia de todos. De pronto vio frente a él a sus compañeros, algunos con sus ropas con evidentes manchas rojas. Entre ellos no estaba Ana.

– Miguel... te juro... no pudimos hacer nada...– balbuceaba su jefe mientras lo miraba con ojos llenos de lágrimas y evidentemente tembloroso.– Jefe, ¿qué le pasa?– Miguel, venga por favor, tenemos que hablar– volvió a decirle Gómez. Cuando Miguel se dio vuelta, vio a Gómez evitando su mirada y con el rostro apesadumbrado.– ¿Qué pasa... señor fiscal?– dijo Miguel, alcanzando a corregirse antes de llamar por su grado a Gómez.– Vamos al retén móvil Miguel, tenemos que conversar. Ahora.

Miguel siguió a Gómez al furgón que hacía las veces de retén móvil. Si bien era cierto que la voz del coronel sonaba enérgica como de costumbre, había un dejo de desgano en sus palabras; además, no recordaba haberlo visto caminar con los hombros caídos y arrastrando los pies. Al llegar al móvil ambos subieron a la parte de atrás, luego de cual, y como ya era costumbre, Gómez cerró la puerta por dentro.

– Está bien coronel, ¿qué pasó ahora? Le aseguro que esta vez no hice nada, yo no estaba en la oficina, andaba en...– Miguel... mientras tú estabas haciendo tu trabajo, hace como dos horas, llegó uno de los monstruos a la oficina de correos... – interrumpió con voz algo trémula el militar.– ¿Qué, pero...?– de pronto Miguel quedó paralizado– . Ana...– El encargado de la oficina dijo que el monstruo entró de improviso, saltó sin problemas el mesón, derribó a dos mujeres y las midió con un cordel. Luego vio a su esposa, Ana Villagrán, quien estaba clasificando correspondencia. Un par de funcionarios de sexo masculino se abalanzaron sobre el monstruo para detenerlo, siendo repelidos violentamente, y quedando con heridas de mediana gravedad. El monstruo derribó a su esposa, la midió con el cordel, y al corresponder su talla con la marca que traía...– Gómez detuvo la lectura, y miró con algo que parecía pena a Miguel.– Necesito entrar a la oficina– dijo el cartero con voz acongojada.– No vayas, ya sabes lo que encontrarás: nada– dijo el coronel mientras sujetaba el brazo de Miguel– . No vale la pena sufrir por...– Suéltame.– Miguel, es en serio, no te dejaré...– ¡Suéltame milico conchetumadre!– gritó Miguel, soltándose de la mano de Gómez, y descargando un feroz puñetazo a su frente que lo conmocionó de inmediato.

Miguel salió como un muerto viviente del furgón. Dos carabineros, su jefe y tres detectives trataron de contenerlo, terminando todos en el suelo con los nudillos de

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Miguel marcados en alguna parte de sus caras. Al entrar a la oficina encontró todo desordenado y desparramado por el piso; luego miró más allá del mesón, donde Ana solía trabajar, encontrando una enorme posa de sangre que empezaba lentamente a coagularse sobre las baldosas azules. Al pasar al otro lado encontró en el suelo la cartera y el celular de su esposa, flanqueados por rótulos de papel que los numeraban; alrededor y bajo la sangre una gran cantidad de cartas se repartían desordenadamente sobre el piso. Antes que sus ojos se opacaran por las lágrimas, y que su conciencia se borrara luego de llamar con un grito desgarrador a Ana, logró ver en el suelo las huellas sanguinolentas de dos zapatos distintos y del mismo tamaño saliendo de la oficina.

Una hora más tarde, Miguel despertó en una camilla de un atestado servicio de urgencias de un hospital que no reconocía. Tenía puesta una vía venosa en su brazo, donde goteaba un suero con algún tipo de calmante. Pese a toda la gente que había golpeado no estaba esposado a la camilla, pero había un par de carabineros custodiándolo. Cuando despertó, uno de ellos dio el aviso por radio. Un par de minutos más tarde apareció Pedro Gómez con un vistoso parche en su frente.

– ¿Cómo te sientes Miguel?– preguntó el militar.– Quiero irme.– Miguel, no estás detenido pero no creo...– Me importa una raja lo que creas, milico de mierda. Yo era el siguiente, no Ana. Ahora llama al doctor para que me saquen esta huevada del brazo y me den el alta. – Miguel, yo de verdad que entiendo...– Tú no entiendes nada conchetumadre. Ahora llama al matasanos para que me den el alta, o te juro que lo único bueno que te va a quedar de tu cara de marica es el parche.

Gómez no contestó, dio la vuelta y se fue; dos minutos más tarde una paramédico le retiró la vía del brazo y dejó un sobre con unos calmantes que había indicado el médico de turno, por si los necesitaba para ayudarse a dormir. Miguel le dio las gracias a la muchacha con cara de asustada, y salió de la urgencia sin rumbo definido. Buscó un paradero y ubicó en el letrero el número del recorrido que lo dejara cerca de la oficina de correos. Cuando llegó a la oficina estaba oscureciendo, ahí estaba su jefe junto a uno de los guardias cuidando el lugar, pues el personal de investigaciones dejó todo abierto y cercado para volver más tarde, a ver si les faltaba alguna otra muestra por recolectar. Miguel se acercó a su jefe para disculparse por el golpe que le había dado unas horas antes, pero éste lo abrazó y dejó que llorara en su hombro, hasta que la pena de ese momento se decidiera a dejarlo en paz. Una vez que se separaron, el jefe le pasó la llave de la moto que le había entregado para trabajar, junto con los papeles del vehículo.

– La moto es tuya. Ahora tienes un nuevo trabajo: encontrar al hijo de puta que le hizo esto a la Anita, y pagarle con la misma moneda. Cuando termines vuelve, que tu bolso te estará esperando. Cuídate Miguel.

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XV

Manejar pasada la medianoche en Santiago tiene un aire especial. Ver la ciudad desordenadamente iluminada al cambiar de comuna o inclusive de calle, moverse por vías vacías o con escaso tráfico, detenerse en los semáforos sin tener que mirar el retrovisor cada cinco segundos para evitar el mal rato al no acelerar en el segundo exacto del cambio de luz, escuchar la radio sin que el sonido de la ciudad obligue a subir el volumen o a apagarla, cambia la experiencia de manejo y da lugar a disfrutar el recorrido, y hasta a viajar más lento para descubrir esos detalles que el día mantiene ocultos. Todo ese nuevo entorno no significaba nada para Miguel. La moto iba a su máxima velocidad, no importaba nada más que llegar luego donde Esteban, para saber qué hacer contra esos monstruos. Si antes la motivación había sido el miedo, ahora era la venganza: ya no había nada a qué temer, pues su vida había terminado con la muerte física de su mujer. Ahora necesitaba luego las respuestas que el brujo tenía, para lograr acabar con ellos y tratar de darle el descanso al alma de Ana, que debería estar sufriendo en esos instantes, y a la cual él amaría eternamente. Diez minutos antes de la una de la mañana, Miguel golpeaba monótonamente la puerta de la vieja casa de Maipú.

– Pucha cabro, se pasaron para explotarte en la pega– dijo Esteban cuando abrió la puerta, dejando en el suelo el madero con el que lo había aturdido el día anterior– . Me tenías preocupado, ¿por qué no me llamaste, o no tienes plata en el celular...? A ti te pasa algo, estás más pálido que cuando te pegué.– Mataron a mi Ana– dijo secamente Miguel.– ¿A quién?– Ana, mi esposa.– Chucha... dios mío, pasa, te traeré un trago, un café, lo que quieras... no deberías haber venido hombre, anda a velar a tu señora, esto puede esperar...– No entiendes Esteban– dijo al borde de las lágrimas el cartero– , uno de los engendros mató a Anita, la... la partió a la mitad y se la llevó... no tengo nada que velar, y esto no puede esperar, necesito encontrarlos luego para acabar con toda esta mierda y ver si logro que su alma pueda descansar en paz lo antes posible.

Esteban estaba como petrificado. Cuando logró caer en cuenta de lo que Miguel le había dicho, cayó sentado en una de sus viejas sillas de madera y paja prensada, buscando tal como antes una respuesta entre las tablas del destartalado y viejo suelo de madera; lo peor de todo es que no parecía haber en alguna parte una pregunta lógica que formular respecto de toda esa barbarie.

– Muchacho...– Esteban, lo único que le pido, por respeto a mi o a mi esposa, es que no me salga con esos discursos de siempre que usan en estos casos. No quiero condescendencia ni consuelo, quiero venganza, y que el alma de Anita descanse en paz. El resto es un mero trámite, así que por favor deja de mirar esas tablas y dime qué hacer– dijo con una mezcla de enojo y pena el joven cartero.– La respuesta que buscas está debajo de esa tabla. Ayúdame a levantarla– respondió algo enigmático Esteban.

Miguel miró a su alrededor y vio un cuchillo romo en la mesa, el que usó para hacer palanca entre la tabla que le había indicado Esteban y la adyacente. Con

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algo de dificultad logró separarla lo suficiente, para que el viejo metiera sus dedos en el espacio libre, pudiera tirarla y finalmente sacarla de su lugar. Bajo ella había un espacio oscuro, desde el cual Esteban sacó una bolsa negra de tela, muy parecida a la que el anciano Gabriel usara para envolver la espada, que aún estaba atada al marco de su moto. Con cuidado Esteban volvió la tabla a su lugar, y luego desató la amarra que tenía la bolsa, que era más o menos de la mitad del tamaño de su espada.

– ¿Qué diablos es eso, una espada en miniatura?– dijo Miguel algo contrariado.– No... bueno, tal vez sí– respondió Esteban– , por lo menos es lo único que conozco que podría servir de algo para combatir a estos engendros de satanás.

Mientras hablaba, Esteban sacó el contenido de la bolsa. Ahí, dentro de una extraña funda de cuero, había un corvo de guerra antiguo. El viejo desabrochó el tope superior que sujetaba el mango, y luego desenfundó la punta que venía cubierta en su extremo de ataque, dejando ver el bien trabajado doble filo del arma. Finalmente tomó la hoja por la mitad, entregándole el arma por el mango a Miguel.

– El viejo dijo que el corvo era algo así como el alfanje chileno– comentó Miguel, mientras miraba con detenimiento el arma– , ¿tiene algo que ver con eso?– Sí, de hecho tiene todo que ver.– ¿O sea que toda esta mierda de matanza está basada exclusivamente en la forma del arma y su origen?– No, la matanza está basada en el odio y la ambición humanas– respondió Esteban– . Estos son instrumentos que facilitan su materialización. Y bueno, gracias al poder de los dogmas, son excelentes instrumentos.– ¿Sabes? No me interesa saber más que lo necesario, al menos por hoy– agregó Miguel, quien seguía mirando el filo del corvo sin borrar de su mente la enorme posa de sangre que quedó en la oficina de correos.– Está bien Miguel. Cuando te llamaron preparé el corvo para que...– Espera, ¿cómo que preparaste el corvo?– dijo Miguel algo sorprendido– . Esa tabla está ahí hace como cien años, costó mucho soltarla...– Esa tabla está ahí, en esa posición, hace no más de dos horas– respondió Esteban.– No entiendo nada.– Como te empecé a contar, cuando te llamaron saqué el corvo de este mismo lugar. La tabla estaba sobrepuesta con un poco de presión, al presionarla de un lado se levantó el otro y salió de inmediato. – ¿Y a qué te refieres con que lo preparaste, le sacaste filo, lo puliste para que brillara, lo... qué es eso?– dijo Miguel interrumpiendo su pregunta, al ver un grabado al lado del cubremano del corvo.– A eso me refiero con prepararlo. Grabé a un lado de la hoja tu nombre, y del otro lado una combinación de letras y símbolos que tienen el efecto que necesitas para vencer a los engendros. Finalmente lo...– Para. ¿Por qué grabaste mi nombre?– Bueno, como dijiste que querías saber sólo lo justo y necesario, no te conté todo– dijo Esteban– . El corvo lleva tu nombre para que nadie más que tú lo pueda usar. En manos de cualquier otro ser, es sólo un simple corvo. – Entiendo– respondió Miguel, pensando en lo que pasaría si no llevara su

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nombre y cayera en malas manos, como el conjuro de las espadas– . ¿Y cuál se supone que es el efecto que necesito para vencer a los engendros?– Antes que te fueras en la tarde, te alcancé a decir que estos engendros tienen una especie de punto débil– respondió Esteban– . Para que el cuerpo armado por el científico pueda contener y mantener el alma fusionada por el brujo, se necesita algo así como un punto de unión, un sitio físico donde quede fijada esa alma a ese cuerpo.– Mierda– dijo entre dientes Miguel, a sabiendas que lo que Esteban le contaba, le podría estar sucediendo a la mitad del alma de Ana.– Ese punto queda ubicado bajo el ombligo, en lo que los hindúes llaman segundo chakra– continuó Esteban, adivinando lo que pasaba por la mente del joven– . Para que la unión funcione, el brujo le enseñó al científico a empezar y terminar la sutura en ese punto, porque es en ese lugar en que él empieza y termina la unión de las mitades de alma. – ¿Eso quiere decir que cuerpo y alma se unen en ese punto?– Por lo menos en estos engendros, sí. En ese espacio donde empieza y termina la sutura está el punto de unión de las dos mitades de cuerpo con las dos mitades de alma. – Entonces el corvo es capaz de cortar esa unión...– No el corvo, sino la combinación de letras y símbolos que va del otro lado de la hoja del arma. El corvo provee el medio físico para que actúe el conjuro, tal como en su momento lo hizo el talismán de los satanistas medievales.– Por eso me dijiste que era casi imposible– dijo apesadumbrado Miguel, sintiendo que su venganza se alejaba a pasos agigantados– , esto debe hacerse cuerpo a cuerpo, y con la fuerza de estos monstruos es impensable.– Casi, esa es la palabra clave– respondió Esteban– . Es cierto, es demasiado difícil, pero aunque cueste es practicable. Préstame el arma.– Bien.– Ahora acércate a la distancia que se te acercó el monstruo cuando te midió– pidió Esteban. Miguel se acercó a unos veinte centímetros de Esteban– . Mira abajo.

Cuando Miguel miró, Esteban tenía el corvo tomado con la punta hacia abajo y adelante. Con un rápido y corto movimiento de su antebrazo hacia arriba, flectando el brazo, la punta del arma hizo un movimiento semicircular hacia adelante y arriba rozando la ropa bajo el ombligo de Miguel, quien vio cómo el desplazamiento era casi imperceptible si no estaba atento al brazo de quien lo encaraba. Cuando Esteban le devolvió el corvo, Miguel dejó entrever una tenue sonrisa.

– Se puede, sólo hay que evitar que el monstruo mire hacia abajo– dijo esperanzado el cartero.– Y para alguien con tu fuerza y entrenamiento, será menos difícil que para otros. Bueno, no olvidemos tu sed de venganza– dijo Esteban mientras miraba a Miguel ensayar una y otra vez el movimiento.– ¿Y qué viene después?– Vamos por partes, aún no sabemos si lograrás matar al primero, ni si esto resultará como lo esperamos.– Yo haré que resulte Esteban, necesito que resulte, el alma de Ana...– dijo Miguel con la voz medio quebrada.

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– Tranquilo hombre, necesitas vivir tu duelo.– Gracias Esteban... antes de irme quiero preguntarte algo, ¿por qué si la tabla estaba suelta cuando sacaste el corvo sin grabar, nos costó tanto sacarla luego que devolviste el arma preparada a su lugar?– La respuesta está al otro lado del conjuro...

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XVI

Miguel llegó a su hogar cerca de las tres de la mañana, con la cara casi congelada por ir manejando la moto con un casco sin máscara, y sin usar algún medio de protección. Cuando llegó a su departamento, lo encontró con la puerta abierta e iluminado; al medio del living comedor había una especie de altar con una foto de Ana, rodeada por cuatro cirios, y una corona de flores de fondo. Al entrar fue recibido por los brazos de su madre, su hermano, su jefe, amigos del trabajo y los padres de Ana, a quienes abrazó con fuerza y con quienes lloró larga y amargamente, logrando por fin vaciar todas las lágrimas que le debía a la vida ese día. Nadie en el departamento aparte de él entendía por qué tanta crueldad en la muerte de la joven, ni por qué le había tocado a ella, ni menos la fuerza incontrolable del asesino; y lo peor de todo era que no tenían su cuerpo para velar. Aquello que era tan básico para cualquier ser humano, los restos mortales de su ser querido, no estaban presentes en ese momento en el velatorio, agregando otra gota de dolor al océano de sufrimiento que los ahogaba segundo tras segundo. Ninguno de los dolientes quiso dejar solo esa noche a Miguel; recién al despuntar el alba decidieron irse a descansar, y dejar al joven viudo con sus recuerdos y sentimientos. Antes de partir, dejaron en el refrigerador y en el microondas algunas cosas listas para calentar y servir, por si el cartero decidía que valía la pena atenuar un poco su pena apagando algo el hambre.

Miguel pasó el resto del día mirando el departamento. Cada detalle le recordaba a su Ana, cada rincón, cada adorno, cada desorden inclusive pasaba por su mano. Era casi imposible entender su vida desde ese instante en adelante sin su compañera, y sabía que una vez que la hubiera vengado, y si es que lograba liberar su alma del martirio, nada lo ataría a este mundo. Cerca de las cinco de la tarde, y luego de recorrer cientos de veces el pequeño hogar que hasta la noche anterior los vio por última vez como familia, tomó su moto y partió a la oficina.

El retorno a ese lugar fue otro golpe más que debió soportar. Cuando llegó, aún había gente limpiando y ordenando toda la debacle de la jornada anterior; pese a ello todavía quedaban restos de sangre pegados a algunos muebles, a una pared, y en una parte del piso en que el parquet se había despegado del cemento. Al entrar se hizo un silencio absoluto, sin que nadie supiera bien qué hacer o decir: unos optaron por acercarse a abrazarlo, otros lo miraron y bajaron la mirada, el resto simplemente intentó seguir trabajando para evitar causar más dolor al joven viudo. De pronto apareció su jefe, quien lo saludó efusivamente.

– ¿Cómo estás Miguel, necesitas algo, andas con plata, quieres ir a comer o conversar?– Necesito volver a trabajar– respondió escuetamente el joven.– Pero hombre... quedamos en que buscarías al hijo de...– Jefe, todo esto empezó en la pega. No tengo que buscar a quien mató a mi Anita, llegará solo cuando deba llegar, y ahí le cobraré cuentas. Encerrado en la casa llorando mi pena no lograré nada. Déjeme volver, es lo mejor para todos, se lo aseguro.– ¿Y cuándo quieres volver, la próxima semana?– preguntó casi convencido su jefe.– Mañana.

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– ¿Estás seguro de esto, que no necesitas más tiempo para reordenar en algo tu vida?– No necesito tiempo para ordenar algo que ya no tengo. Si necesito llorar, tengo la noche. Nos vemos mañana jefe. Cuídese.– Hasta mañana Miguel– dijo a regañadientes el encargado de la oficina.

A la mañana siguiente, Miguel llegó temprano en su moto al trabajo con uniforme, y una banda negra en su manga izquierda, con evidentes signos de no haber dormido en toda la noche. Luego de saludar a todo el mundo, cargó su bolso con correspondencia y se dispuso a iniciar su ruta de siempre, en espera del encuentro con alguno de los engendros. Bajo la polera del uniforme, y fijada al lado derecho de su cinturón, estaba la cartuchera con el corvo grabado, listo a ser puesto a prueba en la guerra que estaba por empezar.

Miguel siguió asignado a su misma ruta de costumbre. Hacía el recorrido habitual, pero ahora fijándose en cada bocinazo, cada vehículo, cada corredor o ciclista que se acercaba desde cualquier lugar, y no le despegaba la vista hasta que lo veía desaparecer. Su recorrido era más lento que de costumbre, pero sin por ello dejar de cumplir su misión natural: entregar correspondencia. Algunos de los conserjes y guardias le preguntaban por lo cansado que se veía, y por el luto que llevaba: él sólo agradecía la preocupación con una sonrisa y una mirada perdida que atravesaba a quien le hablaba, para luego seguir con su recorrido, su trabajo y su misión.

Una semana más tarde, Miguel seguía trabajando sin encontrar a ningún engendro. Algo parecía haber sucedido después del asesinato de su esposa, y eso lo tenía muy preocupado, a sabiendas de lo que ocurría con las almas de los cautivos; pese a ello, no dejaba de llegar todos los días a primera hora a la oficina a llenar su bolso de cartas, para no estar sólo dando vueltas sin rumbo ni sentido. Había momentos en el día en que quería olvidarse de todo y atacar la casa de Maipú, pero sabía que si Esteban lo había detenido era por algo, y no haría nada sin ponerse a prueba primero en un mano a mano; además, no había ninguna certeza que el corvo sirviera para lo que había sido preparado, si el efecto del conjuro era lo suficientemente poderoso como para contrarrestar el trabajo mancomunado de brujo y científico, o si él sería capaz de acertar el corte donde debía. Mientras cavilaba, seguía avanzando por las calles del barrio alto entregando cuentas, catálogos, propaganda y una que otra carta de verdad, la mayoría de las veces de un anciano a otro. Pese a los días transcurridos, el dolor en su alma no se atenuaba, y cada jornada que terminaba sin el resultado que él buscaba, era una noche más de sufrimiento pensando en el alma de su amada. Su única distracción en las largas noches en vela, era practicar con el corvo contra un saco de cuero, hecho con tres o cuatro bolsos viejos relleno de piedras y retazos de tela, para darle un peso adecuado, que tenía colgado de un perno instalado en el techo de la terraza del departamento; a veces estaba tres o cuatro horas lanzando el corte en gancho ascendente, tratando que fuera sólo con la muñeca para no llamar la atención de su eventual agresor. De a poco acostumbró ambas muñecas a soportar el dolor de impactar el cuero seco y el peso de las piedras, manteniendo la fuerza como para abrir un boquete de varios centímetros en la zona de impacto. Cada corte le daba algo más de confianza para cuando debiera usarlo en la vida real, y sentía que había alguna esperanza para el alma

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de su amada.

Dos semanas más tarde, Miguel seguía recorriendo las calles de su sector asignado, haciendo su misma labor que de costumbre. Ya estaba algo aburrido de mirar a todos lados en cada semáforo, a la espera de un ataque que parecía no iba a suceder nunca. Luego de salir de un edificio de enormes departamentos, fue en busca de su moto que había dejado fuera de la reja del estacionamiento, para no tener que esperar a que hubiera alguien en portería para poder salir. Cuando acababa de encender el motor y no llevaba más de tres metros avanzados, un enorme golpe lo lanzó contra la reja en la que rebotó, cayendo de espaldas. De inmediato un engendro se paró sobre él, y sacó el consabido sucio cordel para medirlo: había llegado el momento, era él o el monstruo, la posibilidad de detener los asesinatos, o el fin de su sueño y la perpetuación de la obra de los malditos ideólogos y del sufrimiento de decenas de almas, incluida la de su amada y la suya propia. Tal como cuando cortó el cuello del monstruo con la espada, Miguel puso su mano izquierda en la cara de su eventual rival para distraerlo, mientras con su mano derecha soltaba el broche de la funda, y tiraba con suavidad hacia atrás el corvo. Tal como había ensayado tantas veces, y justo cuando el engendro sacaba de su cara la mano del cartero, éste hizo el movimiento corto en gancho ascendente: de inmediato sintió en su muñeca el impacto, que resultó ser bastante menor que el que sentía cuando atacaba el saco de cuero. Luego siguió el movimiento desgarrando con toda facilidad la piel del monstruo justo por debajo del ombligo, hasta sacar la filosa punta de la hoja del cuerpo del enemigo. Su tarea estaba concluida.

El tiempo parece estancarse en algunas circunstancias de la vida, lo que sólo termina por confirmar lo subjetivo de su existencia. Luego de sacar el corvo del cuerpo del engendro y guardar con el mismo movimiento el arma en su funda, Miguel sentía estar viviendo una eternidad tirado en el piso con el monstruo de pie sobre él, con la cuerda en una de sus manos y paralizado. Las facciones de la creatura eran espantosas, y pese a la perfección en el funcionamiento del ser, se notaba claramente que la cara no estaba del todo bien acabada. La mitad derecha estaba caída cerca de medio centímetro bajo la izquierda, por lo que su labio parecía colgar de un lado, y su nariz estar más levantada del otro; la piel era de un color violáceo de distinta tonalidad a cada lado de la sutura, y los ojos parecían servir sólo para mirar pues carecían de expresión. De pronto el monstruo se llevó la mano al bajo vientre y vio su abdomen que empezaba a abrirse violentamente hacia arriba y abajo, lanzando un espantoso grito disfónico de dos tonalidades distintas y disarmónicas, mientras de la herida manaba un abundante líquido gelatinoso azulado de olor nauseabundo que parecía acelerar más la separación de las dos mitades. Miguel había alcanzado a salir de debajo del cuerpo herido del monstruo antes que empezara a separarse y vaciarse, y pudo ver con asco que al llegar la separación al lado contrario del cuerpo, donde termina el tórax y empieza la zona lumbar, se producía una rotura explosiva desde ese punto de unión, lanzando ambas mitades del cuerpos a varios metros de distancia, quedando en el lugar la gelatinosa solución azulada adherida firmemente al pavimento. Miguel estaba sonriendo: justo antes de salir de debajo del monstruo agónico, sus ojos lo miraron con dolor, y la voz disfónica y disarmónica pronunció un inconfundible “gracias”.

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XVIICerca de las ocho de la noche, Esteban estaba tomando onces. El viejo no estaba acostumbrado al orden en las comidas, así que simplemente se sentaba a comer cuando el cuerpo le decía que era el momento. Ese día había estado muy nervioso sin causa aparente, por lo que no había probado bocado desde el desayuno, como a las seis de la mañana. Durante todo el día estuvo yendo y viniendo dentro de la casa con el madero en una mano y un librito de sortilegios en la otra, esperando sin saber qué ni por qué. Luego de trece horas logró por fin dejar de sentirse extraño, volviendo su apetito a la normalidad. El viejo no había alcanzado a tomar dos sorbos de té cuando tres fuertes golpes sonaron en su puerta, devolviendo esa suerte de angustia a su lugar. Tres segundos después estaba soltando los seguros de la entrada con la mano en la que llevaba antes el librito, mientras sostenía en la otra el madero en ristre.

– ¿Quién es?– preguntó listo para descargar el golpe con su arma favorita.– Miguel– respondió desde afuera el cartero.– Pasa muchacho– dijo el viejo abriendo la puerta y tirando hacia adentro al joven– . Me tenías preocupado, hace tres semanas que no sé nada de ti. ¿Cómo has estado, cómo va tu pena? – Mi pena soy yo... pero ese no es el motivo de mi visita. Te tengo excelentes noticias Esteban: ayer me atacó uno de los engendros.– ¿Qué? Bueno, está claro que te salvaste... ¿eso quiere decir...?– Sí, el corvo que me pasaste funcionó a la perfección.– Por favor, siéntate y cuéntame todo, ¿quieres té o algo?

Miguel se tomó un té. Hacía semanas que no disfrutaba del sabor de algo de lo que comía por inercia, para tener las fuerzas físicas para seguir su búsqueda. Ahora por fin veía una pequeña luz al final de un casi eterno túnel de oscuridad y soledad.

– ¿Así que te dio las gracias antes de partirse? Vaya, creo que deberé averiguar con ciertos contactos para saber qué pasó con esas almas– dijo Esteban, sorprendido por esa parte del relato. – Fue increíble ver cómo se dividía en dos el cuerpo, y esa gelatina azul asquerosa... igual asusta que haya que esperar el ataque para poder actuar. Si caigo mal y me golpeo la cabeza, hasta ahí no más llegué– dijo preocupado Miguel– . Sería bastante fome que después de haber probado el punto débil de estos engendros, no pudiera completar mi trabajo por un accidente.– De ahora en adelante hay que andar con mucho cuidado, cualquier paso que demos puede ser en falso y por ende, el último– dijo con gravedad Esteban, intoxicando con olor a cigarro el comedor– . ¿Qué diablos será esa gelatina azul de la que hablas?– ¿Qué, no sabes qué es?– preguntó extrañado Miguel– . Yo venía a preguntarte eso justamente, como pareces saber todo acerca de estos engendros.– Lo que sé de estos engendros es gracias a que me metí a investigar una vez que descubrí la verdad acerca de Manuel, mi hermano. Pero no hay información acerca de esa gelatina o lo que sea. Debe ser algo así como la sangre de los engendros, pero como te digo no sabía de aquello.– Bueno, lo que sea no impidió que el corvo hiciera su trabajo. ¿Y qué se viene ahora, esperar a que me sigan persiguiendo, e ir matando a estos bichos de a uno

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hasta que me manden de nuevo al gigante y se acabe la aventura?– preguntó Miguel.– No, ahora que sabemos que el conjuro funciona, llegó la hora de atacar. Vamos por la casa donde querías entrar cuando nos conocimos.

Miguel estaba algo sorprendido, por primera vez veía a Esteban dando el primer paso, y no esperando a que las cosas sucedieran. Al parecer el golpe recibido al saber lo de la traición de su hermano casi había terminado con sus ganas de seguir su misión en la vida, y su primer y único logro había sido suficiente como para devolverlo al camino de la lucha contra el mal. Pero lo que sonaba muy bien como idea, se veía casi inconcebible en la realidad, al menos según recordaba de la conversación que tuvo con el viejo brujo, luego de su intento de mirar por la ventana de la casa.

– ¿Qué te pasó que te quedaste tan pensativo?– dijo Esteban, sacando de sus cavilaciones a Miguel– . Parece que no esperabas que te dijera algo así. ¿Qué creías, que de verdad seguiríamos esperando por otro golpe de suerte? La suerte no existe muchacho, para ganar una batalla hay que ir a buscar al enemigo, y no esperar a que llegue cuando él lo decida.– Después del palo del otro día, creí que seguía sin ser una buena idea.– Hay grandes diferencias con el otro día. Hoy tienes más experiencia, un arma probada en combate, un motivo para vengarte, y nadie por quien sobrevivir a esta guerra... – dijo Esteban, cayendo en cuenta a destiempo de sus palabras – disculpa Miguel, se me salió, no fue mi intención meter el dedo en la herida en algo tan reciente...– No te preocupes Esteban, tienes razón – respondió Miguel, tan apesadumbrado como antes –. Si Ana estuviera a salvo, pensaría dos veces antes de ir a meterme a algún lado, o seguir en esta locura; ahora que está muerta no tengo mucho por que seguir viviendo, y si más encima tengo alguna mínima posibilidad de salvar su alma del martirio que debe estar pasando, correré cualquier riesgo.– Bueno, ahora debemos abocarnos a planificar el ataque– dijo Esteban un poco más esperanzado al escuchar las palabras, y el tono seguro de Miguel– . Hay que ponerle fecha y hora al asalto.– Yo supongo que será mejor de noche, para pillarlos de sorpresa– sugirió Miguel– , en una de esas logramos cortar a algunos mientras duermen, y con eso ahorramos energías y corremos menos riesgos de que se nos lancen encima en grupo.– ”Logramos” es mucha gente, el que tiene el corvo consagrado eres tú– corrigió Esteban– . El que va a cortar monstruos eres sólo tú.– Espera, ¿cómo es eso, acaso no te puedes hacer uno tú también?– preguntó extrañado Miguel.– No, yo no soy guerrero, esa no es mi misión en esta historia: el llamado a cortar engendros eres tú. No tengo más corvos como ese, y definitivamente las armas con filo no son para mi– respondió Esteban, mientras acariciaba su madero.– Deja ver si entiendo, yo voy a entrar con un corvo... ¿cómo le dijiste? , consagrado, ¿y tú vas a pelear con un palo?– dijo el cartero incrédulo– , ¿acaso te volviste loco, de verdad crees que porque lograste aturdirme servirá de algo contra esas bestias?– Si hubieras estado del lado equivocado, te aseguro que ese palo te hubiera muerto a la primera.

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– No te entiendo, ¿qué tiene dentro, un fierro?– Dentro no tiene nada, y si tuviera un fierro mataría indiscriminadamente. Toma, revísalo.

Miguel tomó el pesado madero. Medía cerca de ochenta centímetros de largo, y alrededor de diez centímetros de ancho en cada cara. La empuñadura había sido pasada por torno para hacerla cilíndrica, y permitir que fuera más cómoda para tomar. Cuando empezó a girarlo, para ver si las caras estaban pulidas o fueron cortadas sin mayor dedicación, pudo notar una serie de símbolos grabados a fuego en sus superficies, algunos de larga data, otros más recientes, en algo que parecía ser un idioma oriental y con otros diseños intercalados que no se parecían a nada que él hubiera visto. Por lo oscuro de la madera no era fácil darse cuenta a simple vista de la presencia de los grabados: sólo mirándolo con detención y de cerca, se evidenciaban las imágenes. Al mirar la última cara que le faltaba vio un diseño que creía haber visto antes.

– Esta cosa es maravillosa...– dijo Miguel, sorprendido –, oye, ¿por qué aparece a este lado el mismo grabado de mi corvo?– Esa “cosa” como tú la llamas, es una de las armas más poderosas existentes actualmente en el planeta, contra quienes eligieron el camino del mal – corrigió Esteban –. Un golpe de este madero consagrado, además del daño que provoca por su peso y mi fuerza, es capaz de soltar un alma en comunión con los demonios, y alejarla definitivamente de su encarnación actual.– O sea un cachuchazo y está muerto– dijo con un esbozo de sonrisa Miguel– . ¿Y qué pasa después con esa alma dedicada al mal?– Ese no es tema tuyo ni mío– respondió secamente Esteban– . Tenía la corazonada que el sortilegio en el corvo funcionaría, así que lo agregué a mi arma para darle más poder. Tal vez no logre separar las dos mitades del alma, pero al menos debería moverla un poco de su lugar como para que el engendro se desmaye, y tú y el corvo puedan hacer su parte del trabajo.– ¿Y se puede saber de dónde la sacaste? – preguntó curioso Miguel –. No recuerdo haber visto siquiera una madera así, ¿es negra o está quemada?– Es ébano de Gabón, del oeste de África, una de las maderas más dura que se conoce, y la más negra que existe en la tierra. De allá me trajeron el madero y yo hice mi trabajo en él, dándole forma y agregando conjuros que lo potenciaron cada vez más, en la medida que mis conocimientos me abrían ciertas puertas. Podría ser más poderoso aún, pero con lo que tiene y lo que le agregué hace poco, basta y sobra para nuestro trabajo. – De verdad casi me aterra esta... no sé cómo decirle, arma, amuleto, talismán. Es demasiado lo que no sé.– Es demasiado lo que sabes– corrigió Esteban– , el asunto es que aún no te has dado cuenta. Ya no eres el cartero, ahora eres un guerrero, presto a librar una batalla importantísima dentro de una guerra que te está empezando a corresponder librar. Ahora ándate a tu casa, nos vemos mañana a las ocho de la noche en punto.– ¿Y para qué tengo que estar a las ocho acá, me estás invitando a comer acaso? – preguntó Miguel –. Si quieres puedo traer...– No es una invitación a comer ni a una reunión muchacho. Mañana a las ocho nos juntaremos acá, para atacar la casona. Ven con ropa cómoda, no olvides el corvo. Ah, y por si acaso trae la espada.

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XVIIIMientras se vestía, Miguel recordaba sus años en el servicio militar. Al empezar, cuando le decían que tocaba campaña, era una tortura pensar en lo que los instructores tendrían preparado, lo que lo hacía dormir poco y mal, y por ende rendir de manera deficiente en el campo de batalla. Cerca del fin, la campaña era sólo un paso más dentro del servicio, que se cumplía porque había que cumplirlo, y ya no generaba mayor ansiedad. La noche anterior, Esteban lo había sorprendido con el anuncio del ataque a la casona de Maipú, lo que no logró causarle la ansiedad que le provocaba andar circulando, a la espera de ser atacado: ahora ellos darían el primer golpe, y tratarían que fuera contundente. Durante el día, Miguel siguió haciendo su trabajo habitual, y cuando terminó de repartir la correspondencia de la jornada, volvió al departamento a preparar todo. Para la ocasión decidió ponerse ropa oscura, para que fuera difícil verlo si no había iluminación en el lugar, no muy gruesa pese al frío para no transpirar demasiado, y calzar zapatillas en vez de bototos para estar más cómodo. Luego de colocarse el corvo al cinto, sacó la bolsa con la espada y el casco, y bajó para recoger la moto e iniciar el viaje. En cuanto salió del estacionamiento donde guardaba el vehículo, completamente ataviado y con la bolsa negra fija al marco de la moto, una figura conocida le cortó el paso.

– Miguel.– Coronel.– ¿Cómo has estado?– Bien coronel, aprendiendo a vivir de nuevo de a poco.– ¿Y a dónde vas tan de negro muchacho, es el luto o vas de comando?– preguntó directamente Pedro Gómez.– Voy a arreglar un problema– respondió algo nervioso Miguel, ocultando su cara con la visera del casco.– Vaya, debe ser grave el problema para que lleves esa espada. ¿Estás seguro que no está metido en nada turbio? No sería extraño después de...– Coronel, voy atrasado. Si quiere después nos juntamos a conversar, pero ahora no.– Está bien. Recuerda que tienes mi número.

Miguel no respondió, y partió rumbo a Maipú en la moto, extrañado por la repentina preocupación del coronel por sus acciones, luego que tuvo que sacarle casi a la fuerza el número de teléfono, para tener algo en qué apoyarse. Las ideas paranoides lo acompañaron en su trayecto a la casa de Esteban, elucubrando cientos de descabelladas teorías, tanto o más locas que todo lo que había vivido hasta ese instante. El viaje fue un poco más breve: al ser la tercera vez que lo hacía, ya conocía un par de atajos con tránsito más expedito, para no tener que lidiar con conductores agresivos, y así enfocar su rabia en aquellos que la merecían, o incluso necesitaban. Diez para las ocho de la noche, Miguel se detuvo en la puerta de la casa de Esteban; antes que alcanzara a golpear el viejo abrió, esta vez sin el palo en su mano.

– Mete la moto, será una larga noche.

Sin responder, Miguel metió la moto al pasillo de la vieja casa de Esteban. Luego de bajar el soporte para que quedara derecha sin tener que apoyarla en la pared,

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y así no seguir descascarando la casi histórica pintura de las paredes de adobe, se desprendió del casco y sacó la bolsa con la espada, terciándosela cruzada sobre la espalda, lista para ser desenfundada sobre el hombro izquierdo. Esteban lo miró con cierta curiosidad al ver la vestimenta oscura y el modo en que se puso la bolsa con la espada.

– ¿Ahora te crees ninja acaso?– dijo el viejo, mientras seguía mirando la estampa de Miguel– . ¿Y desde cuándo eres zurdo?– Es la ropa más cómoda que tengo para pelear, y la más adecuada para entrar en la oscuridad a esa casa. Y no soy zurdo, me puse la espada a ese lado para usarla como machete, si es que necesito complementar el ataque con el corvo– respondió Miguel, quien recién se fijó en Esteban– . ¿Y a ti qué diablos te picó, así vas a salir a la calle?

Esteban no contestó. Estaba vestido con una especie de sotana con capucha, como de monje de claustro, atada a la cintura con un cordel grueso, similar a los que se usaban en los antiguos veleros. Llevaba la capucha abajo, y al caminar se podía ver que seguía usando debajo su pantalón y zapatos de siempre.

– No me ha picado ningún diablo, muchacho. Te dije que la noche sería larga, aún quedan cosas por hacer antes de ir en busca de los engendros, y para esas cosas necesito ropa especial, que obviamente no sirve para pelear. Ahora pásame la espada y deja de reírte.

Miguel sacó con facilidad la espada con la mano izquierda por sobre el hombro, tal como lo había ensayado varias veces. Con la misma agilidad la lanzó al aire para luego tomarla por la hoja, justo de la parte sin filo, y ofrecer la empuñadura a Esteban. El viejo la tomó, la admiró algunos segundos, y luego desapareció con ella a una habitación contigua, ordenándole a Miguel que no lo siguiera. El cartero obedeció, y empezó a matar el tiempo jugando con el corvo, repitiendo los movimientos una y otra vez con ambas manos, lanzándolo al aire e inclusive practicando algunos cortes con el arma tomada al revés, con lo cual el pequeño alfanje se convertía en una especie de hacha con punta. Una hora más tarde, ya aburrido de practicar, y con las muñecas algo cansadas, Miguel estaba sentado frente al viejo televisor que había en la habitación, viendo lo que hubiera a esa hora para matar el tiempo. De pronto las tablas empezaron a crujir, y Esteban apareció en la puerta con la espada en la mano, y sin la sotana.

– Toma, ahora tu espada está lista– dijo Esteban, entregándole el arma a Miguel, quien de inmediato revisó la zona de la hoja adyacente al cubremano, encontrando lo que esperaba.– Por eso el traje, tenías que hacerle los grabados a la espada... pero uno de ellos es desconocido para mi.– Claro, a un lado lleva tu nombre, tal como el corvo. Al otro lado lleva un conjuro especial, no es el mismo del corvo porque no está hecho para separar las mitades del alma. Es uno muy poderoso que uso en mi madero, si se usa en algún alma maligna la acaba de inmediato.– ¿Aunque el corte no sea mortal? – preguntó el cartero.– Aunque le roces el dedo con la hoja al desgraciado.– Vaya, increíble... no, en realidad ya nada es increíble– dijo Miguel– . Entonces

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estamos casi listos, falta sólo que te cambies de ropa para que iniciemos el asalto a la casa.– Yo estoy bien así, no necesito disfraz para esto. Me da lo mismo si los desgraciados me ven o no, yo voy a matar o morir, sin términos medios– respondió Esteban.

Por primera vez Miguel se dedicó a mirar la ropa de Esteban. Usaba unos bototos gruesos y viejos, un pantalón de cotelé café oscuro, y una camisa de manga larga que alguna vez fue blanca, y ahora sólo alcanzaba a ser medio amarillenta, y que usaba arremangada por encima de los codos, dejando libres sus gruesos y demasiado marcados antebrazos para su delgada figura. Su pelo cano le daba un aspecto de obrero jubilado o gásfiter, pero nada que se pareciera a un brujo poderoso que luchaba contra las huestes del mal, quizás desde antes que él estuviera en este mundo. Esa misma experiencia era la que probablemente le hacía ver la confrontación en blanco y negro, sin dejar lugar a la escala de grises.

– Está bien, es cosa tuya como te vistas. ¿Tenemos algún plan para entrar a la casa, o también será a lo bruto?– El único plan que se me ocurre, es ver si alguna ventana o la puerta están sin trabas o sin llave, para tratar de entrar en silencio– respondió Esteban– . Si no andamos de suerte, ando con mi diablito para hacer palanca en la cerradura, y abrir por las malas la puerta de entrada. Dentro de la casa yo pego y tú cortas, si es humano con la espada, si es engendro con el corvo, como ya aprendiste. Lo más probable es que haya algún humano a cargo de la casa, a ese hay que dejarlo hasta el final para conseguir información.– ¿Qué tipo de información?– preguntó Miguel.– La existencia y ubicación de otras casas, y la ubicación del millonario megalómano. Lo más seguro es que no esté ahí, y que no quieran contarnos por las buenas dónde encontrarlo.– ¿Y qué pasa si tu hermano está en la casa?– preguntó directamente Miguel.– Si te toca a ti, espada, si me toca a mi, palo... bueno, en mi caso todos son palo– respondió fríamente Esteban.– ¿Estás seguro que será así de fácil si te lo encuentras?– Si no fuera así, te llamo para que tú te encargues de él. De todos modos, desde que descubrí que su alma apunta a la inversa de la mía, el vínculo terrenal ya no tiene importancia.– ¿Y no sería más útil dejarlo para el final? En una de esas él nos puede dar mucha más información – sugirió Miguel.– Tal vez pueda, pero es peligroso, el maldito es tan poderoso como yo.– ¿Y eso es mucho?– preguntó Miguel.– Es equilibrado. En esta batalla necesitamos desequilibrio a nuestro favor, no es lucha de caballeros, es sucia. Bueno, basta de tanta cháchara, llegó la hora de partir.

Miguel y Esteban salieron de la casa, dejando las luces apagadas y la puerta con candado. Los dos hombres se dirigieron hasta la vieja casona donde se habían conocido algún tiempo atrás. La oscuridad aportada por los árboles, y la mala iluminación de las calles, les daba el marco adecuado para acercarse sin levantar sospechas. Como Esteban suponía no había nada abierto, así que debería echar mano al diablito de acero para empezar la misión.

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XIX

Un crujido. Una brisa helada. Dos sombras de hombre agazapadas. El chasquido de un picaporte al cerrarse. Pasos. Oídos que se percatan. Una sombra enciende la luz del pasillo. Un grito que precede al principio de la batalla.

– ¡Ladrones!

Sin mediar provocación, Esteban se lanzó sobre el guardia que encendió la luz y dio la voz de alarma, descargando en su cabeza un feroz golpe: sólo sus capacidades extrasensoriales le permitieron sentir que en cuanto el talismán arma que usó tocó la cabeza del tipo, su alma se desprendió e inició su corto viaje al infierno. De inmediato todas las puertas de las habitaciones alrededor del largo corredor empezaron a abrirse, saliendo tres o cuatro individuos de cada una de ellas. En el instante en que Miguel vio que todos los que salieron a enfrentarlos eran humanos, decidió dejar en su funda el corvo, sacar con su mano derecha la espada sobre su cabeza, y empezar a golpear furiosamente con el filo a diestra y siniestra. La carnicería no se hizo esperar: el filo trabajado de la hoja de acero 440C, la dureza y densidad del ébano de Gabón, y la furia y fuerzas casi descontroladas de Miguel y Esteban, estaban dejando un reguero de sangre y trozos de carne humana desparramados por doquier, que se impregnaban en la madera del piso hinchando las tablas, y se pegaba a las paredes manchándolas quizás para siempre. El olor a muerte empezaba a llenar el ambiente, saturando los pulmones de los asaltantes, que respiraban una espesa mezcla de aire y fluidos que obnubilaba en parte su juicio, y los llevaba a ser cada vez más violentos al combatir a la verdadera jauría de ocupantes, que parecían salir de todas y ninguna parte. El ruido violentaba los oídos, saturando el ambiente con una vorágine de gritos de guerra, seguidos de alaridos de dolor y gemidos pre mortem, todos al unísono. Pero sólo Esteban podía ver la parte terrible de la escena: cada golpe del madero y de la espada, terminaban indefectiblemente en la violenta salida del alma dedicada al mal, hacia su justo destino: el infierno. Y como era tal la cantidad de almas que partían a la vez, en el suelo de la casa se abrió una suerte de agujero de la más profunda oscuridad que pudiera existir en el universo, encargado de absorber las almas de los malditos, y facilitar su camino hacia el sufrimiento y el castigo eternos. Muchas de ellas intentaban resistirse, pero eran arrancadas de cuajo de donde intentaban asirse, inclusive de a pedazos si es que tenían alguna posibilidad de presentar algo de lucha contra la inconmensurable fuerza del mal proyectada en el suelo de la vieja casona. Esteban veía cómo Miguel pisaba el suelo de madera sobre el cual estaba el vórtice del averno sin saber ni sentir nada, salvo la necesidad de acabar con quienes se lanzaban en su contra, para acabarlo y librarse de reunirse tan tempranamente con quien adoraban, sin haber tenido el tiempo de disfrutar en la tierra de sus iniquidades.

Cinco minutos más tarde, la toma de la casona había terminado. Doce cuerpos enteros y veintitrés a pedazos, yacían desparramados e impregnados a lo largo del pasillo que daba a la puerta de entrada y al patio posterior. Miguel y Esteban también estaban salpicados de sangre y vísceras, tal como sus armas, que brillaban con la luz de los tubos fluorescentes que iluminaban el pasadizo, cuando ella se reflejaba en los fluidos derramados por doquier. Treinta y cinco muertos y

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ningún engendro era una cosecha provechosa, pero incomprensible para la guerra que estaban librando; lamentablemente, el tenor de las armas que usaron les impidieron dejar a alguien con vida para interrogar, y saber bien qué es lo que habían hecho. Una vez que sus agitadas respiraciones volvieron a la frecuencia e intensidad normal, los dos hombres empezaron a recorrer una a una las habitaciones, por si alguien se había escondido en algún ropero o bajo las camas, pero no encontraron más que más sangre y despojos humanos, arrastrados por sus zapatos. Cuando estaban a punto de llegar al patio para empezar a revisarlo, Miguel pisó una vieja alfombra sobrepuesta en el piso, de lo que correspondía al comedor de la casa, tropezando con una especie de agujero. Esteban se fijó e hizo un ademán al joven para que no hiciera ruido, mientras él levantaba la alfombra. Al hacerlo, encontró un sacado en una de las tablas que en el fondo, a unos diez centímetros de la superficie, escondía una argolla de acero. Esteban tomó con firmeza la argolla, mientras Miguel desenfundaba la espada y soltaba el seguro de la funda de su corvo; con suavidad el viejo tiró de la argolla, levantando una larga puerta en el piso de un metro de ancho por dos de largo. En el instante en que Miguel se agachó para intentar ver, un fuerte empellón lo dejó en el piso haciéndolo soltar la espada: antes que Esteban lograra siquiera levantar su madero, el joven instintivamente puso su mano izquierda en la cara del atacante, y repitió su consabido y ensayado reflejo con la mano derecha, cortando bajo el ombligo de su agresor, desencadenando la misma reacción que la primera vez, sin alcanzar a huir de debajo de su rival en esta ocasión. Esteban retrocedió y vio cómo el engendro daba un grito distónico ensordecedor y luego estallaba en dos mitades, dejando a Miguel cubierto de una especie de gelatina azulada viscosa. En ese instante otro ser, más pequeño que el anterior, salió por la misma puerta del suelo, intentando huir: Esteban rápidamente pasó el madero a su mano izquierda, y con la derecha descargó un feroz puñetazo que aturdió al pequeño hombre, que resultó no estar formado por mitades. Por fin tendrían alguien con quien aclarar las dudas que la contienda había dejado, y que les hiciera una visita guiada por el subterráneo de la casona.

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XX

– ¡Mierda! No sé cómo chucha me voy a sacar esta baba azulosa que me pegó el engendro– reclamó a la nada Miguel, al ponerse de pie luego de acabar con el único monstruo con que se habían topado en el asalto a la casa– . Cagó la ropa, menos mal que es vieja... ¿qué miras tanto? No creo verme peor que tú, cuando usabas esa especie de sotana hace un rato.– Eres un guerrero increíble, muchacho– respondió Esteban– . Creí que lo había visto todo cuando nos batimos contra los humanos que nos atacaron, pero el modo en que reaccionaste cuando te derribó el engendro, es algo completamente fuera de serie.– Para tu edad peleaste increíble también– dijo Miguel– . Ese palo en tus manos es peor que una ametralladora. Y el puñetazo que le diste a ese petiso me llegó a doler a mí. Supongo que no lo apaleaste para que no muriera por los conjuros que le escribiste al madero, ¿cierto?– Por supuesto, sino hubiera acabado como todo el resto... bueno, tal vez más entero. – Oye, ¿qué estás haciendo?– preguntó Miguel, al ver a Esteban dejando al hombre pequeño aturdido en el suelo, y sacando de su espalda el diablito con el que había abierto la puerta minutos antes.– Juan Segura vivió muchos años. No tantos como yo, pero muchos.

Esteban cerró la puerta del suelo. Tomó la argolla de acero, metió a través de ella el diablito y luego le dio tres o cuatro golpes con el madero, ensartando los ganchos de la herramienta en la madera del piso, haciendo las veces de traba.

– Si queda algún otro engendro allá abajo, primero deberá romper el diablito, la argolla y la puerta, y nos dará tiempo a atacar, y no sólo a defendernos– dijo Esteban, luego de lo cual despejó una parte del piso, y colocó una silla– . Ya cabro, llegó la hora de obtener respuestas. Sienta acá a ese huevón petiso.

Miguel tomó de un brazo al tipo y lo sentó en la silla. Pese a usar sólo una delgada polera, sudaba copiosamente, y todavía no reaccionaba luego del puñetazo que le dio Esteban. Miguel se pasó las manos por ambos brazos y la cara, para juntar en sus palmas una considerable cantidad de la gelatina azul que lo cubría, lanzándosela al rostro al tipo, quien de inmediato reaccionó.

– ¡Sáquenme esa mierda de encima, sáquenmela!– Cállate huevón, deja de chillar como mina– dijo Esteban.– ¿Quiénes son ustedes, qué hacen acá? Suéltenme o se arrepentirán, mis amigos...– ¿Cuáles amigos, esos que están desparramados en el pasillo, o el engendro que está partido en dos y que me dejó tapado de esa mierda azul que tanto te gusta?– interrumpió Miguel.– Conchesumadre – dijo entre dientes el ahora cautivo– . Me van a matar.– Si nos dices lo que necesitamos saber podemos hacer un trato– dijo Esteban.– A ustedes también los van a matar... ¿qué chucha hicieron, y cómo mierda pudieron matar a uno de los soldados?– ¿Soldado? Ah, el engendro. Tenemos lo nuestro– respondió Miguel– . Ya huevón, el asunto es simple, necesitamos encontrar al brujo y al científico, y tú

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nos vas a ayudar.

El tipo agachó la cabeza y quedó mirando al suelo en silencio. Esteban lo sacó de su mutismo de una sonora cachetada, que dejó sangrando al tipo.

– ¿Crees que eso es suficiente para hacerme hablar, viejo de mierda? No saben en lo que se metieron, los van a... – de pronto el hombre enmudeció cuando vio que Miguel sacaba de su espalda la espada– ¿quién mierda son ustedes?– Yo que tú le respondo al viejo, tiene mucha menos paciencia que yo– dijo Miguel, luego de lo cual guardó nuevamente la espada en su espalda, mientras el tipo volvía a pegar la mirada al piso– . ¿Así quieres que sea? Por mi está bien. Como yo soy el que tiene más paciencia, me toca partir.

Miguel amarró las manos y las piernas del tipo a la silla, para luego empujarla y hacerlo caer al suelo de espaldas. Acto seguido se agachó a su lado, y con una pasmosa parsimonia empezó a dar puñetazos con la mano como si fuera un martillo sobre la cara del tipo, que a los treinta segundos sangraba por la boca y la nariz, y a los dos minutos por todos los cortes que se había ganado en las cejas, mejillas y mentón. Cinco minutos más tarde, y cuando el tipo ya lloraba de dolor, Miguel se detuvo.

– Te dije mariconcito que soy el de la paciencia, soy capaz de pegarte diez horas seguidas si quiero. Piensa que en cinco minutos te tengo la cara hecha mierda, ¿te imaginas lo que soy capaz de hacer en un cuarto de hora?– No... no puedo hablar... no sé nada...– Lástima, se me acaba de terminar la paciencia. Esteban, te lo regalo.

En ese momento, Esteban dio dos pasos y levantó de un puntapié en las costillas al tipo, quien cayó pesadamente, golpeándose la espalda contra el respaldo de la silla, y lesionándose las muñecas atadas a la espalda. Desde ese momento, Esteban se dedicó a hacer rodar el cuerpo del menudo hombre por el suelo durante cinco o diez minutos, que parecieron horas en la mareada cabeza del tipo, hasta que una de las patadas y posterior rodada terminó por desarmar la silla. Cuando el hombre creía que por fin tendría un descanso, Miguel lo levantó de la amarra de las muñecas y lo sentó encima de la estufa apagada.

– Me toca– dijo el cartero, para luego descargar un puñetazo que terminó por quebrar la ya debilitada nariz del hombre, la que empezó a sangrar profusamente.– Por favor... para...– Deja pensar... no, no quiero– dijo mientras echaba el brazo atrás para tomar vuelo y seguir golpeando.– ¡Para, por la mierda, para! ¡Les voy a decir todo lo que sé, pero por favor, no me sigan pegando!– No le creo al petiso– dijo Esteban, golpeando en repetidas oportunidades las costillas del tipo– . No está blando, le falta un cuarto de hora por lado para que la suelte toda.– ¡Te lo juro viejo, voy a hablar, dejen de pegarme!– No le creo a este huevón– dijo Esteban mirando a Miguel.– Yo tampoco. Escuchemos un par de mentiras y de ahí le seguimos dando– respondió Miguel.

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– ¡Por favor, no más, les juro que no mentiré!– Bueno, empecemos a escuchar mentiras– dijo Esteban, sujetando por el hombro al sujeto– . Veamos huevón... ¿tienes nombre?– Héctor– dijo el hombre, luego de lo cual recibió un nuevo puñetazo bajo el esternón– . ¡Raúl, me llamo Raúl!– ¿Cómo supiste que el mariconcito te mintió con el nombre?– preguntó Miguel.– Porque este maricón es conocido del chofer del camión de gas licuado, y él me dijo su verdadero nombre – dijo Esteban, para luego volver a golpear en las costillas a Raúl– . Partimos mal maricón, primera pregunta y al tiro una mentira. Te voy a seguir ablandando otra media hora mejor.– ¡No, por favor, no te mentiré más, te lo juro!– Vamos a la segunda mentira para poder seguir pegándote. ¿Qué es este lugar?– preguntó Miguel, mientras apretaba con fuerza el hombro de Raúl.– Una bodega, y un centro de mantención.– ¿Y qué eran todos esos cadáveres Raúl, bodegueros?– preguntó con un dejo de ironía Miguel.– No, esos son... eran los guardias. Su pega era mantener en secreto el subterráneo, a cualquier precio.– Harto caro les , parece– dijo Esteban– . Igual no me cuadra que tuvieran treinta y cinco tipos acá arriba, sólo para proteger la puerta de una bodega y un... ¿qué más dijiste, algo de mantención? – Un centro de mantención. Para los jefes era vital que nadie sospechara siquiera que existe un subterráneo. – ¿Qué se supone que tiene la bodega?– preguntó Esteban.– Espadas y sobrantes.– ¿Qué?– dijo Miguel.– Espadas, como la que traes en la espalda. Hay cajas y cajas selladas, llenas de espadas iguales a la tuya. Cuando llegan las encomiendas las abro, las reviso y cuento, y luego las vuelvo a sellar.– ¿Y a qué te refieres con sobrantes?– volvió a preguntar Miguel.– A las mitades sobrantes de los soldados. De todos modos, los jefes ya están buscando otra casa más grande que esta para guardar sobrantes. Dicen por ahí que cuando repartan todas esas espadas, la cantidad de sobrantes aumentará hasta las nubes.

Miguel palideció. El solo hecho de pensar que bajo sus pies podía estar la mitad del cuerpo de su amada, lo descompensó sobremanera. En ese instante Esteban hizo una pregunta que sorprendió a Raúl, y al mismo Miguel.

– ¿Cuántos sobrantes se han descompuesto?– ¿Qué? – dijo Raúl, mirando con espanto a Esteban – ¿Cómo supiste que se nos habían descompuesto sobrantes? ¿Qué mierda...?– Cállate y responde, maricón– interrumpió Esteban, con un nuevo puñetazo en la cara de Raúl.– Dos. Lo más raro es que eran las mitades que conformaban al mismo soldado.

Miguel miró a Esteban y comprendió todo. Cuando él venció al primer engendro y éste se separó, las mitades de alma se liberaron de su prisión, y lograron restaurar las almas originales. Al perder las mitades de cuerpo sobrante su correspondiente mitad de alma, siguieron su proceso normal de descomposición.

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– ¿Entendiste Miguel?– Gracias Esteban, me sacaste otro peso de encima– respondió Miguel, pensando en Ana.– Ya Raúl, bajemos a ver la famosa bodega– dijo el viejo.– Pero aún falta algo, ¿qué es eso de centro de mantención?– preguntó Miguel.– Donde les damos mantención a los soldados. Esa es la parte que usa más espacio en el subterráneo. La bodega de espadas es pequeña, un cuartucho. La bodega de sobrantes es enorme, pero la sala de mantención la triplica en tamaño.– Aún no entiendo a qué mierda te refieres con mantención de los soldados– dijo algo alterado Miguel– . ¿Por qué no hablas claro de una vez, acaso le hacen alineación, le cambian los neumáticos y el aceite?– Por favor no me pegues, es que no hay otro modo de explicarlo. Todos los soldados deben venir acá al menos una vez a la semana, para que puedan seguir funcionando– contó asustado Raúl al ver la cara de Miguel.– A ver, para... ¿qué significa eso?– preguntó Esteban.– La sangre de los soldados dura siete días. Como no comen ni toman nada, ni tampoco les funcionan bien los órganos internos, les tenemos que aportar todo lo necesario para vivir una semana en la sangre. Pasado ese plazo hay que cambiarla toda o si no, dejan de funcionar.– ¿Y de dónde cresta sacan tanta sangre?– dijo aterrado Miguel, elucubrando las más espeluznantes respuestas que pudieran existir.– La fabricamos con una fórmula que inventó uno de los jefes– respondió Raúl, calmando en parte a Miguel.– Supongo que cuando bajemos nos mostrarás todo– dijo Esteban amenazante.– Por supuesto, lo que quieran, les mostraré la bodega, el congelador de los sobrantes, las máquinas que cargan a los soldados, los soldados en mantención...– Y la sangre– agregó Miguel.– Pero si la sangre ya la conoces– dijo Raúl.– ¿Y de dónde se supone que la conozco, huevón?– Es el gel azulado que tienes impregnado en tu ropa y tu piel...

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XXI

Mientras Esteban soltaba los ganchos del diablito clavados en el piso, para liberar la argolla y poder abrir la puerta del subterráneo, Miguel vigilaba a Raúl, quien seguía amarrado de pies y manos. El menudo hombre sudaba copiosamente, y su sudor se mezclaba con la sangre que manaba por las heridas que había recibido hasta ese momento. Los tres hombres luchaban en silencio en sus mentes contra sus pensamientos. Raúl sabía que no le quedaba mucho de vida, pues si no lo mataban sus dos captores, serían los guardias de los jefes quienes acabarían con él, en cuanto llegaran a dejar y buscar soldados. Esteban usaba una sola mano para soltar el diablito, pues tenía firmemente tomado con la otra su madero, ante la eventualidad que alguien o algo se les abalanzara, en cuanto levantara la puerta del subterráneo. Miguel era el más ansioso de los tres, no sabía si los atacarían desde abajo o desde la calle, no sabía si encontraría entre los sobrantes la mitad del cuerpo de su esposa, no sabía cuántos engendros habría esperándolos para atacarlos en las raíces de la vieja casona. Cuando Esteban pudo por fin desclavar el diablito del piso de madera, se lo colgó al cinturón y le puso el pie encima a la puerta.

– Última oportunidad Raúl, si me mientes en esta, te juro que antes de morir te dejo inválido. ¿Con cuánta gente trabajas allá abajo? – dijo el viejo con cara inexpresiva.– Te juro que con nadie. El soldado que los atacó, era uno que estaba terminando su mantención. Cuando escuché el alboroto me asusté, lo desconecté de la máquina, lo desperté, y le ordené atacar a cualquier desconocido que encontrara en su camino. No hay ningún soldado despierto abajo, y nadie más que yo baja al subterráneo.– Hasta hoy día– dijo Esteban, mientras levantaba con cuidado la puerta de madera del piso del comedor de la casona.

Cuando Esteban terminó de abrir la puerta completamente, dejándola invertida sobre el piso del comedor, una bocanada de aire caliente inundó el ambiente. La escalera se encontraba completamente iluminada con tubos fluorescentes a cada lado, permitiendo una bajada segura. Miguel sacó el corvo, y con su filosa punta cortó la amarra que fijaba los pies de Raúl, para luego ponerlo de pie y pasar el cordel por su cuello, sosteniéndolo con la mano izquierda desde su nuca, con la cual empujó a su rehén hacia la escalera.

– Ya mariconcito, tú vas por delante. Cualquier cosa extraña que aparezca te dará primero a ti, y como te llevo sujeto por el cuello te usaré de escudo hasta que te decapite con los tirones de la cuerda. Vamos, y espero por tu bien que no haya sorpresas.– Te juro que no aparecerá nada que no les haya contado, no habrá sorpresas allá abajo.

Raúl empezó a bajar la escalera con seguridad, pese a no poder mirar los escalones; estaba entrando a su territorio, y pese a la incomodidad de las amarras en manos y cuello, y el dolor generalizado en el cuerpo, sentía algo de mayor seguridad al volver a su hábitat de esos meses. Sabía a ciencia cierta que lo que verían sus captores era suficiente como para espantar a cualquier persona

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normal, pero del mismo modo tenía claro que esos dos no cabían en dicha definición. Ahora sólo le quedaba guiarlos bien, y esperar que lo mataran sin dolor luego de terminar de sacarle toda la información que se les ocurriera.

Al llegar al subterráneo, Miguel y Esteban se encontraron con un largo pasillo que al parecer tenía mayor extensión que el patio de la casa, flanqueado por paredes cubiertas de azulejos oscuros, que reflejaban la luz de los tubos fluorescentes, con varias puertas metálicas de grandes manillas, distribuidas simétricamente a lo largo del pasadizo. Miguel tiró de la cuerda del cuello a Raúl.

– ¿Qué mierda es esto?– La bodega de los sobrantes. Pero antes debo mostrarles otra cosa, detrás de la escalera.– No te pases de listo, Raúl– advirtió Esteban– . Miguel te tiene del cuello, y estás a la distancia perfecta para mi diablito.– Son las espadas, detrás de la escalera están guardadas las espadas. Ahí está el interruptor de la luz.

Esteban apretó el botón. De detrás de la escalera se vio una tenue claridad en la pared, a través de los espacios que dejaban los escalones: era la luz que escapaba por los bordes de la puerta, donde estaban guardadas las espadas. Con cuidado el viejo abrió la puerta, dejando ver un pequeño cuarto, repleto de cajas de cartón de treinta centímetros de alto y sesenta de ancho, impidiendo ver el muro posterior de dicha habitación.

– Veintisiete cajas, tres torres de nueve cajas cada una– contó Esteban.– En realidad son ochenta, son tres veces lo que se alcanza a ver hacia el fondo, menos una– corrigió Raúl.– ¿Cuántas espadas vienen por caja, doce?– preguntó Miguel, recordando la encomienda que le había tocado llevar a la mansión de Gabriel.– No, traen veinte cada una.– ¿Mil seiscientas espadas? – dijo algo contrariado Miguel – Dios, esto es una locura. ¿Qué haremos con ellas, Esteban?– Tranquilo, primero miremos todo antes de decidir qué hacer. Ya Raúl, veamos a los sobrantes.

Miguel llevó a Raúl hasta la primera puerta metálica, lo puso delante de ella, y cubierto por su cuerpo tiró de la manilla, que cedió sin mayor esfuerzo. Al abrirse la puerta de la cámara, automáticamente se encendieron una serie de luces en el techo y las paredes, iluminando por completo la macabra habitación, y evidenciando la crudeza de los eventos que se estaban desarrollando: el sitio no era ni más ni menos que una conservadora industrial de carne, con barras de acero ubicadas a dos metros y algo de altura, que atravesaban de una a otra pared, y de las cuales colgaban las mitades de los cuerpos humanos sobrantes del proceso de creación de los engendros, por medio de ganchos de acero que les permitían desplazarlos a lo largo de las barras. En el suelo se veían las manchas de los fluidos que estilaban de los restos, y que eran recogidos por sendas canaletas y cañerías distribuidas por todo el piso del lugar. La temperatura cercana a 0 ºC permitía conservar los restos en buenas condiciones, tal como se conserva una pieza de animal destazado por el matarife en el matadero. Sin

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embargo, había una diferencia evidente que estremeció a Miguel y a Esteban: al mirar en cada ojo, se veía como si aún estuviesen vitales, y lo dilatado de sus pupilas daba a entender el miedo que la mitad de alma encerrada estaba sufriendo en ese instante, en cada uno de esos medios cuerpos.

– Parece que se dieron cuenta– dijo Raúl.– ¿De qué, de sus ojos?– preguntó Esteban.– Que están vivos. Todos los medios cuerpos están vivos. No sé cómo lograron eso los jefes, pero cada mitad de cuerpo está tan viva como la mitad que anda dando vueltas por ahí. De hecho el proceso es tan perfecto, que hasta les puedo decir quiénes son los que tienen que venir a mantención mañana. Fíjense en ese– dijo Raúl, indicando a uno de las mitades de cuerpo– , ¿ven que su ojo está como seco? A ese le toca mantención. Así sé cuántos vendrán cada día – dijo el hombre, con un dejo de orgullo.– ¿Y todas las cámaras frigoríficas están llenas?– preguntó Miguel.– No, sólo tres, las otras están en espera de la explosión demográfica– dijo con un esbozo de sonrisa Raúl.– ¿Y eso cuándo se supone que ocurrirá?– inquirió Esteban.– No hay fecha que yo sepa. De todos modos lo sabré cuando vengan por las espadas– respondió Raúl.– Veamos las otras cámaras que están con cuerpos– dijo Miguel.– ¿Para qué, si son todos iguales?– dijo Raúl, quien soltó un suspiro contenido cuando Miguel tiró fuerte de la cuerda en su cuello– . Está bien, entendí, veremos las tres cámaras.

Los tres hombres revisaron las tres cámaras, sin encontrar el cuerpo de Ana. Miguel se notaba angustiado, y apretaba cada vez con más fuerza la cuerda en el cuello de Raúl.

– ¿No hay otros refugios con cámaras en Santiago?– No hay nada más, este es el primero y el único, al menos por ahora que yo sepa. Si los jefes adelantaron la habilitación de otro, no me lo han informado.– Miguel, mira– dijo Esteban, indicando dos medios cuerpos que se veían diferentes.– Maldición, se están descomponiendo, ¿qué diablos...?– dijo Raúl, al reconocer en las dos mitades al engendro que soltó para que atacara a los invasores.– Parece que la descomposición empieza en cuanto se liberan las mitades de alma– comentó Miguel.– ¿Qué quiere decir...?– empezó a preguntar Raúl, hasta que sintió la presión de la cuerda en su cuello.– No está, Esteban– dijo Miguel, refiriéndose a Ana.– Hay que seguir buscando, recuerda que estamos recién empezando– dijo Esteban, para luego pararse frente a Raúl, engancharle los genitales con el diablito y levantarlo lentamente ante la desesperación del menudo hombre– . ¿Seguro que en las otras cámaras no hay nada?– Si quieren las podemos abrir, no hay ninguna con llave o algo parecido.

Esteban dio media vuelta y abrió las cámaras una por una, comprobando que estaban efectivamente vacías, y con sus sistemas de refrigeración apagados. Cuando terminó de revisarlas, volvió donde Raúl y Miguel, repitiendo nuevamente

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el enganche a su rehén. – Acá no hay nada más que ver. Revisé las paredes, por si había alguna puerta falsa o algo, y no encontré nada. Tú dijiste que acá había una máquina, o algo de mantención de los engendros, y que era más grande que la bodega y los congeladores, ¿dónde se supone que está eso?– En el segundo subterráneo.– ¿Y por dónde se baja?– preguntó Miguel.– El muro del fondo del pasillo es una puerta oculta, se abre pisando fuerte el guardapolvo. Si te acercas al muro, sentirás una corriente de aire caliente.

Miguel llevó por delante a Raúl, lo colocó frente al muro donde terminaba el pasillo, y desde el cual efectivamente se sentía venir una oleada de aire muy caliente. Luego de detenerse, apretó nuevamente la cuerda en el cuello del rehén.

– Está bien, haz los honores.

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XXII

Los tres hombres en el corredor del subterráneo miraban fijamente la pared del fondo. Dos de ellos estaban expectantes, el otro estaba adolorido pero seguro de sus acciones. Sin mayores aspavientos, Raúl pisó el guardapolvo de la muralla, activando un mecanismo hidráulico que desplazó el muro hacia la izquierda, dejando a la vista una escalera descendente, y liberando una gran cantidad de calor almacenado, que parecía esperar ese momento para poder huir de su lugar de origen. Raúl respiraba con dificultad, por la presión de la cuerda en su cuello.

– Antes que pregunten, no, no hay nadie abajo que los pueda atacar– dijo el cautivo.– Por tu bien será mejor que así sea– dijo Esteban– . Bajemos luego para ver qué hay allá abajo.

Los tres hombres bajaron, tal como siempre precedidos por Raúl, quien hacía más bien de escudo que de guía en esos momentos. Al llegar abajo, se encontraron con un galpón enorme, que abarcaba mucha más superficie que el subterráneo anterior, de mucha mayor altura, y que daba la sensación de estar en algún tipo de industria de la primera mitad del siglo veinte. El calor húmedo emanaba de todos lados, principalmente de una gran máquina ubicada en el muro más alejado de la escalera, mucho más allá del límite del patio de la casa en la superficie. Antes de llegar a dicho artilugio, el galpón estaba dividido en varias secciones, todas separadas por delgadas paredes, y aisladas del galpón como tal por sendas puertas de metal.

– La máquina del fondo es la que fabrica la sangre que alimenta a los soldados– dijo Raúl, antes que le apretaran el cuello y le preguntaran– . Una vez al mes viene uno de los jefes, y supervisa personalmente la carga de los insumos y el producto final. Luego que él se va, empezamos a reemplazar la sangre sin nutrientes de los soldados por la que sale de la máquina, con lo que quedan listos para funcionar sin problemas durante una semana.– ¿Qué son esas secciones del galpón?– preguntó Esteban, mirando la marcada separación en al menos tres grupos de las puertas metálicas.– Los que están más cerca de la máquina son los que se están cargando, la sección intermedia es de los que están en espera para iniciar el proceso. Y esta parte que está cerca de la escalera, es la de los que están listos para volver a la central de operaciones.– O sea que los más peligrosos para nosotros son estos– dijo Miguel.– Sí, pero están dormidos. El proceso los deja medios aturdidos, y hay que despertarlos para que puedan reaccionar y ser un verdadero peligro– intervino Raúl.– ¿Cuántos engendros hay en esta parte del subterráneo?– preguntó Esteban.– En el papel que está colgado en cada puerta dice. En estos instantes hay poco, cinco por cubículo.– Treinta en total en espera de salir a matar– dijo Miguel tirando de la amarra, y pasándole el cordel con el cuello de Raúl a Esteban– . Toma, cuida mi mascota, hay que empezar a desarmar monstruos de inmediato.

Raúl instintivamente quiso reaccionar, y oponer algo de resistencia a lo que

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suponía iba a pasar, pero de inmediato sintió el fuerte apretón de la cuerda en su cuello, y vio cómo el gancho del diablito aparecía en su entrepierna. Miguel desenfundó el corvo y entró al primer cubículo, reapareciendo a los cinco segundos y cerrando violentamente la puerta tras de sí. Un par de segundos después, se escuchó el sonido del golpe de las dos mitades del cuerpo al rebotar contra las paredes del lugar, luego de lo cual Miguel repitió el mismo proceso cuatro veces más en la misma habitación, para después hacer lo mismo en las cinco restantes de esa sección. Así, en algo más de seis minutos, el cartero dio cuenta de los treinta engendros que habían terminado su proceso de renovación de sangre, para ganar siete días más de vida.

– Estoy muerto– susurró Raúl.– No todavía, estamos aún en lo mejor– dijo Esteban, tirando de la cuerda del rehén– . ¿Cómo es la cosa en los cubículos de los que están en espera de recargarse?– En este instante hay sólo cinco en espera de cargarse de sangre.– ¿Y por qué había tantos cargados entonces?– preguntó Miguel, mientras limpiaba con su pañuelo la hoja del corvo.– En general traen cuatro o cinco por día, y los vienen a buscar cada siete o diez. Para traerlos viene un solo encargado en una camioneta pickup, para llevarlos viene un minibus con vidrios polarizados y sin asientos, para amontonarlos y que quepan todos en un solo viaje. Ah bueno, antes que me lo pregunten, a veces la camioneta, además de traer a los soldados a recargarse, también trae sobrantes, pero para eso no hay fechas, frecuencias o cantidades– relató Raúl.– Vamos a ver a los que están en espera– dijo Esteban a Raúl, poniendo al menudo hombre como siempre frente a cada puerta que abría, a modo de escudo. Tal como éste había dicho, sólo en la primera habitación había cinco cuerpos, las otras estaban vacías.– Me toca de nuevo– dijo Miguel una vez que terminaron la revisión, dando cuenta en algo más de un minuto de los cinco engendros.– Bueno Raúl, por fin vamos a conocer tu juguete, muéstranos la maquinita esa– dijo Esteban, tirando del cordel en el cuello de Raúl, y sonriendo para tratar que Miguel dejara algo de lado su frustración: hasta ese instante no había rastros de nada que hubiera pertenecido a Ana.

Raúl avanzó hasta la máquina ubicada en el muro posterior del galpón. Al llegar a ella, Miguel y Esteban vieron que el artilugio parecía ser un ingenio creado con varias máquinas fusionadas malamente, pero que en su conjunto lograban su objetivo final. Claramente se veía conformada al menos, por una mezcladora de cemento pequeña conectada a algo como una amasadora industrial; luego el contenido se vaciaba a un contenedor, con varios rociadores que lanzaban a presión potentes chorros de agua a altas temperaturas, que terminaban fluidificando la espesa masa inicial. Luego, una nueva mezcladora más pequeña revolvía y homogeneizaba el líquido, que después se perdía en las entrañas de un gran motor, adosado a una especie de división hechiza de tabiquería, justo en el rincón donde confluían las dos paredes posteriores del galpón.

– Así que acá preparan la mierda azul viscosa que le inyectan a los engendros– dijo Esteban, sin soltar a Raúl– . ¿Qué se supone que hace ese motor escondido en el tabique?

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– Es un compresor, recibe la mezcla lista y la reparte hacia las salas que les faltan por ver. – Vamos a ver entonces, quiero acabar luego con todo esto– dijo Miguel.

Los tres hombres entraron a una de las salas, que estaba habilitada tal y como una de hospital. Había ocho camillas, cuatro por lado, adosadas por la cabecera a las paredes, dejando un estrecho pasillo central y un escaso espacio entre una y otra. De la pared y por encima de cada cabecera, salía una gruesa manguera terminada en una voluminosa aguja hueca como de jeringa, pero de seis o siete veces su diámetro. De las ocho camillas habilitadas había cuatro en uso; en ellas los engendros estaban acostados y durmiendo profundamente, como si estuvieran anestesiados. Las agujas que salían de las mangueras estaban enterradas en sus cuellos, del lado izquierdo, dejando ver cómo fluía el viscoso líquido azulado que se perdía bajo la piel y revitalizaba a las creaturas. Bajo cada camilla había una especie de recipiente, colocado justo por debajo de los glúteos de los engendros, lugar en que había un agujero.

– ¿Para qué son los hoyos en las camillas, para que los monstruos no tengan que levantarse para ir al baño?– preguntó irónico Esteban.– Para el intercambio de sangre– respondió Raúl– . La sangre sin nutrientes se bota por el ano, en la medida que la sangre recién fabricada se inyecta en los vasos del cuello.– ¿Cuánto se demoran en cargar a cada engendro?– preguntó Miguel, con una evidente voz de desilusión.– De dos a tres horas más o menos.– ¿Hay engendros en las otras salas?– preguntó de nuevo Miguel.– No, es la única. – ¿Y por qué había cinco en espera si queda tanto espacio disponible?– preguntó Esteban.– Porque de verdad trabajo solo– dijo Raúl– . No tengo ayudantes acá abajo, y nadie, salvo los que traen y llevan engendros, baja a este lugar. Cuando sentí el escándalo arriba y decidí subir, estaba ubicando a estos cuatro que venían de la sala previa. Si ustedes no hubieran aparecido, a esta hora ya tendría a los nueve en carga. De todas maneras están todas las puertas abiertas para que revisen que no hay nadie más, ya tengo claro que no confían en mí.

Nuevamente usando a Raúl como escudo, los hombres revisaron las otras salas de recambio de sangre de los engendros, no encontrando nada salvo las instalaciones. Mientras Miguel entraba a la habitación ocupada por los cuatro cuerpos para acabar con ellos, Esteban buscó una silla en la cual sentó a Raúl, pasando la amarra del cuello por entre el respaldo, para luego atarlo de manos y pies, y tirarlo al suelo. Cuando Miguel salió de la habitación por última vez, y luego que el último engendro se hubiera desarmado, ambos hombres se dirigieron a la máquina.

– ¿Qué hacemos, desconectamos las mangueras, hacemos mierda la máquina, rompemos los motores?– preguntó Miguel.– Primero hagamos mierda la máquina; después hay que tratar de sacarle toda la información que le quede al petiso. De ahí hay que quemar la casa completa. Dale una vuelta de nuevo a las salas, a ver si hay alguna puerta que comunique con

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otro subterráneo o algún cubículo oculto. Por mientras mi diablito y yo jugaremos con la máquina.

Miguel empezó a recorrer de nuevo cada una de las salas, a golpear guardapolvos, recovecos y cualquier cosa sobresaliente, en espera de algo que abriera algún escondite secreto, o una nueva escalera. Mientras tanto, Esteban cortó todas las correas de transmisión de la máquina, inhabilitándola, pese a lo cual el motor seguía funcionando. Cuando el viejo empezó a desconectar mangueras a tirones, dio con la principal, la que alimentaba de combustible al motor: además de detenerse la máquina por completo, un no despreciable chorro de petróleo diésel empezó a inundar el piso del subterráneo. Esteban entonces arrastró a Raúl, atado a su silla, para que se empapara en combustible, mientras Miguel se les unía.

– Ya Raúl, vamos a conversar un poco, antes de decidir tu destino– dijo Esteban.– No soy idiota viejo, mi destino es morir junto con la casa, no nos veamos la suerte entre gitanos– dijo Raúl algo apesadumbrado– . Ustedes destruyeron mi trabajo, y al terminar con la casa no le seré útil a nadie. Pregunten lo que quieran, lo que sepa se los diré. Lo único que les pediré son dos cosas.– ¿Qué quieres?– preguntó Miguel.– Una es que me maten rápido, me gustaría no sufrir más.– ¿Y la otra?– Que se encarguen que mi cuerpo no pueda ser utilizado para crear un soldado.– Sé cómo hacer eso– dijo Miguel, acariciando la espada en su espalda.– Gracias. Bueno, pregunten luego, ya quiero acabar con todo esto– dijo Raúl satisfecho, mientras el piso se seguía saturando de combustible.

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XXIIIEn la oscuridad de las cámaras frigoríficas, setenta y ocho ojos perdían su brillo, setenta y ocho mitades de cuerpo empezaban el irreversible proceso de putrefacción, y treinta y nueve almas recuperaban su integridad y podían por fin iniciar el camino elegido hacia su creador, para descansar y seguir con el plan trazado por la eternidad para todos los soplos de vida desencarnados, y que fue bruscamente cortado y manipulado por los poderes del mal físico y espiritual, al servicio de la ambición de un verdadero soplo de muerte en vida. El trabajo del brujo y el guerrero apenas había empezado, pero para esas afortunadas treinta y nueve almas, ese inicio había sido suficiente para dejar de sufrir.

Mientras el suelo del subterráneo, y el cuerpo y la ropa de Raúl se seguían impregnando de petróleo diésel, Miguel y Esteban preparaban su interrogatorio final, antes de cumplir los dos últimos deseos del menudo hombre.

– ¿Dónde está la casa donde arman los engendros?– empezó a preguntar Miguel.– Nunca me lo han dicho ni lo he preguntado. Mi trabajo es... era la mantención de los soldados y nada más– respondió apesadumbrado Raúl.– ¿Por qué siempre le has dicho soldados a los engendros?– intervino Esteban– Si son soldados como les dices, entonces deben conformar un ejército, ¿para qué?– Por ahora para generar más soldados, después ni idea, supongo que habrá un fin mayor detrás de todo esto. De todas maneras, ahora se les hará más difícil la pega a los jefes.– ¿Por qué, porque les desarmamos treinta y ocho soldados, acaso son tan pocos?– dijo Miguel.– No, porque ya no habrá dónde cambiarles la sangre– respondió Raúl– . Si se cumplen los siete días y no se les cambia la sangre, los soldados morirán. Lo más probable es que los jefes inventen alguna solución, pero los que traerán mañana definitivamente no tendrán tiempo, y al llegar la noche morirán. – Lo más probable es que tengan más de una de estas casas, y nadie sepa de la existencia de las otras. Es un modo de evitar filtraciones de seguridad, no puedes mentir si no sabes la verdad.– Les digo que esta es la única, cuando estuve con los jefes...– ¿Qué dijiste huevón?– interrumpió Esteban– ¿No dijiste que no tenías idea de dónde está la casa donde arman los engendros?– Me refería a cuando los jefes vinieron para acá...– ¿De verdad crees que somos huevones, mariconcito?– dijo Miguel, luego de soltarle un par de dientes de un puñetazo a Raúl– . O sea que no podemos creerte nada que no te saquemos a la mala. Será, te llevaré a la escalera del subterráneo, te prenderé fuego, y te tiraré rodando escalones abajo para que tu cuerpo encienda el diésel que está desparramado acá abajo mientras escapamos con Esteban. ¿Sabías que el diésel no explota, cierto maricón? Te demorarás varios minutos en morir quemándote, conchetumadre. Ya, vamos– terminó Miguel, mientras tomaba del cuello a Raúl y lo arrastraba hacia la escala.– ¿Dónde te lo llevas?– dijo Esteban, poniéndole un pie encima de uno de los tobillos a Raúl, mientras Miguel lo seguía tirando del cuello– . Déjamelo acá no más, prendámosle fuego directo, no hay para qué subirlo.– ¡Está bien mierda, está bien!– aulló de dolor y miedo Raúl– ¡Les diré todo pero

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por favor, no sigan torturándome!– ¿Qué hacemos viejo? Ah, ya sé– dijo Miguel sin mirar a Raúl, mientras sacaba una moneda de uno de sus bolsillos– . Si sale cara lo quemamos arriba y lo hacemos rodar prendido escalera abajo, si sale sello lo encendemos acá mismo.– Ya, tira luego la moneda, me está mareando el olor a marica mezclado con diésel– respondió Esteban.– ¡Ya, córtenla, la casa queda en Ñuñoa, cerca de una cúpula de cobre enorme, como una iglesia pero sin cruz!– gritó desesperado Raúl, viendo cómo Miguel lanzaba la moneda al aire.– ¿Qué significa esa tontera?– dijo Esteban– . A ver, deja ver qué salió en la moneda.– ¿Seguro que queda ahí?– preguntó Miguel, atajando la moneda mientras caía al suelo.– A dos cuadras cortas hacia la cordillera, tengo arriba la dirección... no te estoy mintiendo, en el primer piso, primer dormitorio a la izquierda de la puerta en el suelo. Busca en el velador, ahí está una agenda vieja de tapas café, tráela para buscar la dirección– suplicó Raúl.– Si no vuelvo en cinco minutos... sello– dijo Miguel, sacando la espada de su espalda.– Está bien, demórate lo que quieras– respondió Esteban, poniéndole el zapato en la cara a Raúl.

Miguel subió raudo la escalera. Dos minutos después, apareció con la agenda café y la espada enfundada.

– Ya huevón, es tu última oportunidad de morir rápido y con poco dolor– dijo Miguel, soltándole las manos a Raúl– . Muéstrame cuál es la dirección.

Raúl empezó a ojear la agenda, botado de lado en el piso. En un instante de descuido, tiró del pantalón de Esteban haciéndolo perder el equilibrio, mientras con su otra mano tomó el madero del viejo para usarlo como arma: en ese instante los grabados del talismán arma hicieron efecto, matando en el acto a Raúl. Esteban vio cómo el alma consagrada al mal del guardián de la casa quedaba de pie, siendo inmediatamente tomada de una pierna por una oscura mano que parecía venir de más abajo, desintegrándose ambas en un grito inaudible.

– Murió en su ley el bastardo– dijo Esteban– , y ya debe haber llegado al infierno el hijo de puta. Oye, ¿de verdad le creíste lo de la dirección?– Por supuesto– respondió Miguel, aún sorprendido por la rápida y extraña muerte de Raúl con sólo tocar el madero– . El petiso no sabía de lo que hablaba, pero ese lugar existe en Ñuñoa. Queda en una calle que se llama Chile-España, a una cuadra de Simón Bolívar.– ¿Y qué diablos puede ser una cúpula de cobre enorme en medio de Ñuñoa?– Una mezquita, la única de Santiago– respondió Miguel– . ¿De verdad te parece extraño que la vida se ría en nuestras caras con esta coincidencia?– No, nunca me ha parecido raro lo irónico de la vida. Bueno, encendamos esto de una vez, quiero irme luego de acá– dijo Esteban, buscando algo para encender el combustible.– Espera un poco, hay que complicarle las cosas a estos desgraciados– retrucó

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Miguel, mientras guardaba la agenda de Raúl– . Ayúdame a bajar las cajas con las espadas, quiero que se carbonicen acá abajo.– No servirá de mucho, el calor no será suficiente como para fundirlas.– Tal vez no, pero una vez que esté todo quemado les costará mucho más sacarlas. , espero que alguno de los gases de los congeladores y el sistema eléctrico nos ayuden un poco, aumentando la temperatura de esta fogata.– Tienes razón, en una de esas los materiales derretidos echan a perder el filo o el acero. Vamos– dijo Esteban, subiendo al primer subterráneo con Miguel para empezar a bajar las cajas con espadas.

Una hora más tarde, los dos hombres habían bajado las ochenta pesadas cajas, y distribuido las mil seiscientas espadas por el piso de madera, que había absorbido una parte importante del combustible. Miguel se había encargado además de abrir todas las puertas de los congeladores del primer subterráneo donde estaban colgados las mitades de los cuerpos, viendo que de inmediato muchos de los restos habían empezado a descomponerse mucho más rápido que un cuerpo normal. Al volver al segundo subterráneo, vio que Esteban había arrastrado hasta el descanso de la escalera el cadáver de Raúl, para usarlo como una suerte de mecha para encender el combustible y alcanzar a escapar sin riesgo. Miguel miró por última vez el lúgubre y enorme lugar, que se veía imponente con todas las luces encendidas.

– ¿Estamos listos?– preguntó Esteban, sacando su encendedor.– Sí. ¿Estás seguro que no quieres llevarte una espada? En una de esas te puede servir de algo.– Ya viste lo que soy capaz de hacer con mi compañero de madera, muchacho. Además, el espadachín eres tú, yo simplemente los apaleo.– ¿Y si sale alguien que no esté maldito?– preguntó Miguel.– ¿Ya no te acuerdas de cómo te dejé con un solo golpe, cuando nos conocimos algunos metros más arriba?– Tienes razón viejo, si no te matan los conjuros te mata el palo– respondió Miguel, para luego quedar concentrado en la nada por largos segundos.– ¿Qué te pasa, aún te complica el que no hayamos encontrado nada de tu esposa por acá?– preguntó Esteban, interpretando el silencio de Miguel–. Sabes que tarde o temprano la encontraremos, y ahora que tenemos la agenda no debería costar mucho dar con la dirección de la casa.– Lo sé. A veces me da miedo pensar en encontrar... no sé si podré... – dijo el joven, mientras acariciaba la empuñadura del corvo.– Yo te ayudaré, lo que importa es que su alma deje de sufrir. Ya muchacho, pronto amanecerá, tenemos que salir de aquí– dijo Esteban, luego de lo cual encendió una de las piernas del pantalón de Raúl–. ¿Listo?– Listo.

Esteban empujó el cadáver escalera abajo, el cual rodó rápidamente hasta llegar al suelo del segundo subterráneo. Los dos hombres subieron corriendo la escalera para llegar al primer subterráneo; cuando llegaron a la escala que los sacaría a la superficie, un par de pequeñas explosiones se sintieron bajo sus pies, dándole al parecer la razón a Miguel. Al llegar arriba, pasaron entre los cadáveres de los guardias, y luego de asegurarse de no ser vistos por nadie, salieron por la puerta principal rumbo a la casa de Esteban.

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XXIV

Miguel despertó algo confundido y mareado. Estaba acostado en una cama que no era la suya, aún con toda la ropa negra, y con el corvo y la espada encima del velador. De pronto reconoció las paredes de adobe: de inmediato se puso de pie, y se dirigió al comedor de la casa de Esteban, donde éste tomaba desayuno y veía un extra noticioso que daban por televisión.

– ¿Cómo te sientes muchacho, quieres desayunar?– Aún aturdido...– Estos giles interrumpieron el matinal para dar un extra. Dicen que una casa se incendió, explotó y se derrumbó a pocas cuadras de acá. Los pacos suponen que fue un atentado, y los tiras que era un laboratorio de drogas. ¿Qué crees tú?– dijo Esteban, estirándole una taza de café a Miguel mientras revisaba la agenda.– Que la dichosa agenda fue el último volador de luces de Raúl– dijo Miguel–. Anoche la revisé, y no hay ningún domicilio siquiera cercano a Ñuñoa. La agenda es enorme, pero no tiene más de cincuenta direcciones anotadas. Creo que no habrá más opción que visitarlas una a una, hasta dar con la que buscamos.– Yo tengo otra– dijo Esteban, mientras miraba el extra noticioso en todos los canales de televisión abierta, a ver si alguno daba más información– . ¿Se te pasó lo aturdido?– Sí... ¿cuál es esa opción?– Desayuna rápido, me tienes que sacar a dar una vuelta en moto.

Miguel tragó lo que pudo en cinco minutos, se duchó en cinco minutos, y cinco minutos después estaba junto a Esteban detrás de las patrullas de Carabineros e Investigaciones, esperando. El viejo miraba para todos lados, y el joven lo miraba confundido.

– ¿Qué estamos haciendo acá, delatándonos?– preguntó Miguel.– No, estamos esperando mi opción.– ¿Y cuál es esa?– Ahí viene– dijo Esteban, apuntando a una vieja y conocida camioneta.– ¿Qué mierda hacen acá los engendros?– preguntó sorprendido Miguel.– Estos monstruos no piensan, siguen órdenes. Si les ordenan llevar cuerpos a mantención, simplemente lo hacen. No ven noticias ni nada, obedecen órdenes. Mira, están tiesos al volante, no saben qué hacer. – ¿Qué hacemos, atacamos?– ¿Te volviste loco, o todavía andas con la adrenalina a mil?– dijo Esteban–. Hay que hacer lo que ellos, esperar.

Diez minutos más tarde, un vehículo del año con vidrios polarizados se detuvo a una cuadra de la casa destruida. De él bajó un hombre que se fue corriendo a la camioneta; se acercó a la cabina y le dijo algo al conductor, para luego volver rápidamente al auto y desparecer tras el contingente de vehículos de emergencia.

– Ya cabro, enciende la moto que nos vamos de paseo– dijo Esteban, subiéndose al asiento trasero.– ¿Sigo al auto nuevo?– preguntó Miguel.– No, a nuestros amigos– respondió Esteban, indicando a la camioneta que justo

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en ese instante se ponía en marcha.

Miguel y Esteban subieron a la moto, y empezaron a seguir descaradamente la camioneta blanca. El lento tráfico facilitaba la misión de ambos hombres, y al no haber evidencia de inteligencia por parte de los engendros, no tenían el problema de ocultarse para no ser descubiertos: de hecho, la moto viajaba exactamente detrás de la camioneta, que en su parte de atrás llevaba una lona que cubría su contenido. Una hora más tarde el vehículo blanco se detenía frente a una vieja casa, en el sector de Exposición con Antofagasta en Santiago, a algunas cuadras al sur de la Estación Central de ferrocarriles. La edificación era muy similar a la de Maipú, pero a diferencia de aquella, ésta tenía una amplia cortina metálica al lado. Mientras Miguel y Esteban pasaban de largo, y se parapetaban detrás de un quiosco de diarios cerrado, el copiloto de la camioneta se bajó y abrió la mal cuidada cortina para que entrara el vehículo; cuando el motor de la camioneta se detuvo, la cortina se cerró desde dentro.

– El muy maricón del Raúl nos mintió hasta el final– dijo con rabia Miguel– , le sacamos la cresta varias veces, y ni así la soltó el petiso.– Recuerda que el tipo ese no era un trabajador, sino que tenía su alma vendida al diablo– respondió Esteban– , lo de él era un asunto de dogma, de fanatismo religioso si lo quieres decir de algún modo.– ¿Y qué haremos ahora, lo mismo que en la otra casa?– preguntó Miguel– No creo que resulte acá, el lugar debe estar lleno de engendros, y si en ella trabajan Manuel y el científico, debe tener bastante más seguridad que la otra. En una de esas, hasta hay guardias armados.– Sí, tienes razón, tampoco creo que sea buena idea. Ya sabemos la ubicación, ahora hay que planificar qué nos conviene hacer y cuándo. En una de esas hasta le podemos pedir ayuda a tu amigo ese... ¿cómo es que se llama el milico?– ¿Pedro Gómez? El coronel no es mi amigo, y la verdad es que nunca he confiado en él– dijo Miguel, algo contrariado –. Hay algo extraño, aparece siempre en momentos inoportunos, u oportunos para él, no sé... nunca he sabido qué se trae entre manos; además, me sigue teniendo con la bala pasada eso que sea sobrino del dueño de la espada original.– Bueno, eso lo conversaremos en su momento. Ahora necesitamos descansar, estos también necesitarán pensar así que no estamos tan urgidos como para hacer algo loco al tiro. Ven a mi casa esta noche para que planifiquemos qué hacer. Y ahora sí trae algo para comer.– Está bien Esteban, nos vemos a la noche. ¿Te llevo a tu casa?– No, gracias. Tengo un par de conocidos por acá, y pasaré a visitarlos a ver si consigo algún dato que nos pueda servir. Cuídate muchacho, chao.– Chao, nos vemos a la noche.

Media hora más tarde, Miguel estaba guardando la moto luego de la agitada noche anterior, y el breve viaje de ese día. Pese a haber dormido bastante, estaba con el cuerpo muy adolorido por la batalla del día anterior; en esos momentos a lo único que aspiraba era a volver a bañarse, ahora con agua caliente, y a cambiarse esa ropa que ya parecía estar transformándose en su segunda piel. Cuando llegó al piso donde vivía, Pedro Gómez lo esperaba parado frente a la puerta.

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– Hola Miguel. Te demoraste en volver, es la quinta vez que subo a tu departamento. ¿Cómo estuvo la salida de ayer, vienes recién volviendo?– ¿Qué quiere coronel?– respondió escuetamente el cartero.– Vengo a cobrarte la palabra. Me dijiste ayer que si quería hablar, nos juntáramos en otro momento a conversar. Bien, ahora es otro momento.

“Milico de mierda” pensó para sí Miguel, a sabiendas que si Gómez lo quería presionar, tenía los medios y la autoridad para hacerlo.

– Si no le molesta esperar a que me bañe y me cambie de ropa, pase.– ¿Qué está pasando Miguel, en qué te metiste?– preguntó en voz baja Gómez–. Desde que tu mujer murió cambiaste totalmente, te pusiste violento, estás yendo muy seguido a Maipú, y justo hoy...– ¿Me estás siguiendo, Gómez?– Sí, te estoy siguiendo. Necesito saber de dónde vienen todas esas muertes, qué relación tienen con las espadas que le robaron a mi tío, todo. Sé que no eres el asesino, y que la estás pasando muy mal ahora, pero si me dejas ayudarte...– Escúcheme coronel– dijo Miguel tratando de controlarse–, entiendo que esté preocupado por todo lo que está pasando, entiendo que tenga superiores que lo presionan por resultados, y hasta entiendo que quiera sorprender a su tío recuperando las espadas originales, pero usted no puede hacer nada, sus recursos militares no sirven para esto. Esto no es humano, y por ende no puede intervenirse si no es con recursos especiales. Si en algún instante necesito apoyo militar lo llamaré de inmediato, en cuanto el problema se haya solucionado le avisaré, si quiere o necesita seguir investigando hágalo, si tiene que hacerme seguimientos cumpla con su deber, pero no se entrometa en mis cosas.– Está bien Miguel, no te molestaré tan seguido– respondió el coronel– . Sólo tengo una pregunta, ¿quién es el tal Esteban Ramírez?– Un viejo cascarrabias con poca paciencia y mucha fuerza, al que no hay que molestar.– Bueno, estaré siguiéndote a distancia prudente, e intentaré no intervenir en tus cosas. Adiós– dijo el coronel Gómez.– Adiós.– ¡Mierda!– dijo Gómez, luego de golpear la espalda de Miguel antes de irse.– ¿Qué le pasó?– preguntó extrañado el cartero.– Cómprale una funda buena a tu espada si te la vas a andar dando de ninja, apenas te toqué y el filo de mierda me cortó la palma.– Esperaba que un oficial de ejército tuviera mejor tolerancia al dolor– respondió Miguel, esbozando una sonrisa.– No te rías, eso dolió mucho. Ojalá no se me infecte– dijo Gómez, cubriéndose la palma con un pañuelo de bolsillo, mientras bajaba la escalera profiriendo improperios.– No me río de tu herida...– alcanzó a decir Miguel, sin ser escuchado. Su sonrisa no era de burla sino de tranquilidad, al ver que el coronel no cayó fulminado por el conjuro grabado en la hoja del arma.

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XXV

Nueve de la noche. Miguel hacía el ya conocido trayecto hacia Maipú, a la casa de Esteban, zigzagueando en su moto entre los vehículos para llegar rápido, y tratar de definir los pasos a seguir para entrar a la vivienda de Estación Central, y terminar de una vez por todas con los engendros y sus creadores. Después de bañarse y comer algo se quedó dormido, lo que lo obligó a correr para alcanzar a conversar todo esa misma noche, y decidir cómo sobrevivir a la vorágine en que estaban metidos. Cuando llegó, Esteban estaba en la puerta de su hogar, regando un viejo árbol que daba a una de sus ventanas.

– Te demoraste de nuevo, Miguel – dijo con su voz de tabaco Esteban.– Lo sé, me quedé dormido, disculpa. Adivina quién me estaba esperando en la puerta de mi departamento.– ¿El milico? Parece que es medio insistente el tipo ese.– Sí. Pero al menos saqué algo en limpio – comentó Miguel. – ¿Qué, te dijo algo acaso?– No, se cortó con mi espada.– ¿Y? – preguntó Esteban, sin entender el comentario del cartero.– Sobrevivió. – Bueno, por lo menos sabemos para quién no trabaja. De todos modos no hay tiempo para dedicarle a ese tipo, si es que no nos va a ayudar; suficiente tenemos con los que viven en la casa de Estación Central.– Es verdad.– Ya, entra la moto, el árbol ya comió, ahora nos toca a nosotros – dijo Esteban, mientras enrollaba la manguera.

Luego de entrar la moto y comer algo hablando trivialidades, los dos hombres se dispusieron a planificar la incursión a la casa de los engendros, donde esperaban encontrar al menos al brujo y al científico, además de las creaturas fabricadas por ambos, y así poder acabar de una vez y para siempre con esa pesadilla, y si era posible, salvar el alma de Ana.

– Bueno Esteban, tú eres el estratega y yo el ejecutor, dime cuál crees que sea el mejor modo de entrar a la casa – dijo Miguel –. Porque supongo que la idea no es entrar a sangre y fuego como con la otra, sino ya estaríamos a esta hora por allá.– En esta casa es todo diferente – respondió Esteban –. Acá no pelearemos contra muchos humanos y un engendro, lo más seguro es que la proporción esté invertida. Lo más probable es que entremos de madrugada y matando uno a uno lo más silenciosamente posible, y así dejar un número ínfimo para enfrentar cara a cara.– ¿Acaso tienes un diablito con silenciador, para no despertar a nadie al forzar la puerta esta vez? – preguntó algo irónico Miguel.– Tengo algo mejor que eso muchacho – respondió Esteban –, tengo amigos y mucha suerte. ¿Recuerdas que te dije que pasaría a visitar a conocidos del barrio?– Claro. No me digas que obtuviste algún dato de cómo entrar a la casa...– Mejor que eso – interrumpió Esteban –, uno de mis conocidos es primo del dueño del sitio que colinda con el muro trasero de la casa de los engendros. Ese primo sale de vacaciones mañana, y no tenía quién le cuidara la casa, hasta esta

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tarde.– Esa no la cuentas dos veces. ¿Así que a partir de mañana te quedarás a cargo de esa casa? O sea que lo más seguro es que visitemos a nuestros vecinos mañana en la noche.– Sí. Según me contaban los dueños de casa, sus vecinos funcionan como una especie de microempresa, o al menos eso es lo que todos saben en el sector. No son ruidosos ni peleadores, y la camioneta se la pasa todo el día entrando y saliendo. Dicen que nunca han visto a nadie extraño, aunque son pocas las veces en que ven gente fuera de la camioneta.– O sea que montaron una fachada perfecta – dijo Miguel –. ¿Y entraste a la casa que vamos a cuidar, alcanzaste a ver algo de nuestros vecinitos?– No, por más que quise pasar al patio fue imposible. Pero no te preocupes, de un u otro modo nos las arreglaremos para entrar prudentemente y lograr nuestro cometido.– ¿Crees que tengamos la suerte que estén los tres desgraciados mayores acá cuando entremos? Supongo que frente a una crisis necesitarán reunirse a decidir qué hacer.– Lo más seguro es que no – respondió Esteban –. Puede que el científico y mi hermano estén, pero el millonario jamás estará acá, ese tipo es manipulador, está acostumbrado a mandar a que el resto haga las cosas por él, así que lo más probable es que haya enviado a alguien por él, o simplemente haya llamado por teléfono para informar su decisión.– Pero si somos capaces de pescar a los dos líderes operativos, tendremos todo el aparato desarmado – dijo Miguel –, sin ellos esta cosa queda muerta, y nos da bastante tiempo como para buscar al autor intelectual de toda esta maldita locura.– Recuerda muchacho, no los vamos a pescar, los vamos a matar – aclaró Esteban –. No somos policías ni tribunales, somos guerreros, y nuestra misión es acabar con estas bestias y sus engendros.– Lo sé... oye, ¿qué haremos para enfrentar a tanto engendro junto con un solo corvo? – preguntó algo preocupado Miguel.– Estuve pensando en eso. El madero es lo suficientemente potente como para al menos aturdir a los monstruos; si yo los golpeo primero será suficiente como para dormirlos un buen rato y te dará tiempo de desarmarlos con el corvo. Además, recuerda que muchos de ellos deben estar muriendo por la falta de recambio de sangre, y otros estarán bastante débiles, así que nos encontraremos con un panorama menos desfavorable que el que imaginamos en un principio.– Igual será muy difícil, y no debemos olvidar a los seres humanos normales, esos también darán la pelea – dijo Miguel –. ¿No crees que ahora sí sería recomendable llevar armas de fuego?– Si quieres llevar algún fierro es cosa tuya, tú sabes bien cuál es mi arma – contestó Esteban.– No entiendo tu manía de hacerlo todo por el camino difícil... está bien, si resultó una vez a espada, corvo y palo, podría resultar una segunda. Espero que tengas razón.– Sé de lo que hablo muchacho, y tú también lo sabes, el problema que tienes es que te falta confianza. Parece que aún no crees todo lo que hiciste, y lo que puedes llegar a hacer.– De hecho aún me cuesta creer todo esto– dijo Miguel, con evidente cansancio en su voz– . Imagínate que todavía no logro creer que en esa casa de adobe haya habido dos subterráneos gigantes con toda esa tecnología, menos aún toda esta

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mierda de gente partida a la mitad, brujos, científicos, millonarios... cresta, quizás con qué nos encontraremos en esa casa maldita.– Tranquilo muchacho, lo que sea que haya lo enfrentaremos y lo venceremos– dijo Esteban– . Y si resulta que hay diez casas entre esa y el millonario, atacaremos las diez malditas casas hasta acabar con esto de una vez y para siempre. Y no te preocupes tanto, yo siempre tengo hartos aces bajo la manga, no es fácil pillarme desprevenido. – Lo sé Esteban, es que de verdad me duele demasiado lo de Ana... ¿sabes? Una vez que terminemos esto, ya sea que ganemos o muramos, no tengo futuro. No queda más en la vida para mi que esta cruzada irracional; por eso es que hago todo esto, a mi no me gusta matar, ni pelear, ni torturar ni nada. Yo tenía una vida simple, y ahora ya no me queda ninguna atadura más que la venganza, y la pequeña esperanza que una vez terminado todo esto, el mundo tendrá un problema menos para poder seguir destruyéndose como siempre lo hemos hecho– dijo Miguel mirando a la nada, mientras sus enrojecidos ojos luchaban por contener las lágrimas.– Vamos paso a paso muchacho, no nos adelantemos – dijo el viejo en un tono más bien condescendiente – . Primero ataquemos a estos huevones, y de ahí veremos qué más sigue. Y cuando terminemos con esto... bueno, ahí conversaremos más tranquilos de eso que llaman futuro. Toma, acá está anotada la dirección, mañana nos vemos a las siete de la tarde, para que definamos bien cómo atacar. Y trata de dormir, tenemos que estar descansados para lo que se viene.– Está bien Esteban. Gracias por la paciencia, mañana hablamos.– No, mañana atacamos y destruimos todo lo que podamos. Más adelante hablamos.

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XXVI

Pasadas las doce de la noche, Miguel llegaba de vuelta a su departamento. Cuando intentó poner la llave en la cerradura, la puerta se abrió sola. Al medio del living e iluminado por la luminaria urbana, cuya luz traspasaba la delgada cortina que daba hacia la calle, estaba un hombre sentado en una silla. Su mano derecha colgando entre sus piernas dejaba ver el reflejo de metal cromado.

– Tenemos que hablar.– No sea tan melodramático, coronel– dijo Miguel mientras cerraba la puerta y encendía la luz– . Si quiere hablar, hable.– ¿De verdad te parece tan natural todo lo que está pasando Miguel? ¿No te extraña que un coronel de ejército esté metido en una investigación policial?– Cuando te conocí te pasabas por fiscal, supongo que lo sigues haciendo– respondió el cartero.– Por supuesto, la policía no debe saber lo que soy. Pero no te pregunté eso.– Supongo que está metido en esto porque su tío, un ex militar y ex agregado diplomático, tiene el peso y las influencias suficientes como para pedir que lo ayuden para recuperar sus espadas– contestó Miguel, tratando de entender hacia dónde iba el diálogo con Gómez.– No Miguel, te aseguro que en el ejército un ex militar o un coronel no tienen tanto peso como para conseguir este despliegue de recursos.– ¿Entonces coronel, está acá ayudando a las policías o a la patria?– dijo con ironía el joven.– Al planeta.– Ah sí, al planeta, cómo no lo entendí desde el principio... ¿De verdad tengo tanta cara de huevón, Gómez?– Miguel, esto va más...– Estoy hablando en serio milico– interrumpió con voz seca el cartero– , ¿de verdad me estás viendo la cara?– Miguel, lo que se está formando es un ejército de seres sin voluntad, completamente gobernables y extremadamente poderosos, ¿no entiendes acaso lo que eso significa para la seguridad del planeta?– ¿Y cómo sabes que es un ejército, Gómez?– preguntó algo suspicaz el cartero– . Porque yo estoy al tanto de eso hace un par de días, y tú ya lo sabías desde antes al parecer. ¿Y por qué estás con la pistola en la mano, tienes miedo de algo acaso?– Mira Miguel, estás bastante raro desde que conociste al tal Esteban. Ese tipo me da mala espina...– Tú me das más mala espina, con la pistola en la mano dentro de mi propiedad– interrumpió Miguel.– Déjame terminar. Tú sabes que tengo recursos para investigar a la gente, y ese viejo no tiene antecedentes. Nunca le han sacado un parte, nunca ha estado detenido, nunca ha tenido una riña, nada. Tampoco tiene cuentas en el banco, jubilación o trabajo conocido; salvo su inscripción de nacimiento en el registro civil y el carnet de identidad, no tiene ningún documento más.– ¿Y desde cuándo es delito no haber cometido delitos milico, o crees acaso que todos somo como tú?– No estás escuchando nada. Estás enceguecido por algo de ese viejo. – No te metas con Esteban milico, no te conviene meterte con ese viejo. Y no te

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quiero ver de nuevo en mi departamento o en mi trabajo molestando, y córtala con seguirme.– Te seguiré con mayor razón aún ahora, Miguel.

De improviso Miguel se abalanzó sobre Gómez, quitándole el arma con facilidad y arrojándolo al piso, luego de lo cual pasó la bala, le sacó el seguro y amartilló la pistola. El rostro de temor de Pedro Gómez era evidente.

– Muchacho...– Estoy hablando en serio milico. No me sigas, no me molestes, no te metas en mis cosas, ni menos acoses a Esteban. El show se acabó, si te vuelvo a ver te voy a meter una bala donde se me antoje huevón. Y si mandas a tus perros a seguirme, te los devolveré con las patas por delante y luego iré por ti. Y antes que preguntes huevadas sí, te estoy amenazando. Ahora sal de mi casa.– Miguel...– ¡Sal, mierda!– gritó Miguel disparando por la puerta al aire.

Pedro Gómez se paró y salió corriendo del departamento. Miguel con cuidado descargó la pistola y la guardó, para luego cerrar la puerta y sentarse en el sillón a oscuras, a sabiendas que el militar dejaría de ser evidente, pero no desaparecería. Para el cartero era claro que el militar estaba más involucrado en la historia que lo que él sabía o tal vez creía, así que debería cuidarse, pues no sabía hasta dónde llegaban las atribuciones y los recursos del coronel. Esa noche dormiría en el sillón, tapado con una frazada, con la pistola en un mano y el corvo en la otra; seguramente a la mañana siguiente seguiría durmiendo para estar listo para la noche, a sabiendas que entre las sombras él y Esteban serían observados por la gente de Gómez.

Esteban había llegado hacía poco rato a la casa del barrio Estación Central. La noche anterior habían quedado de acuerdo de juntarse con Miguel en el lugar, que usarían para invadir a los engendros y sus creadores; el viejo había preparado todo, para que no quedara ningún cabo suelto esa noche. Pese a todo estaba algo preocupado, pues un hombre de apariencia normal lo había seguido casi desde la puerta de su casa hasta la del domicilio donde pasaría esa noche; cuando entró a la casa y volvió a salir, para tratar de encontrar al tipo y encararlo, se encontró con la calle vacía, salvo por un camión repartidor de gas y dos jóvenes del barrio que aspiraban neoprén sentados en el pavimento, a cien metros de donde estaba. De pronto una voz a sus espaldas lo sacó de su estado de alerta.

– ¿Qué pasa Esteban?– Hola Miguel, llegaste temprano... nada, estaba mirando por si acaso. Podría jurar que alguien me siguió en la micro.– Entremos a la casa Esteban, debo contarte algo antes que nos preparemos para atacar– respondió Miguel.

Una vez que la moto quedó guardada dentro del pasillo de la casa, Miguel le contó a Esteban de la visita que había recibido la noche anterior.

– Entonces el que me siguió debe haber sido milico también. No me gusta cuando

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se mete gente que cree saber de lo que habla, pero que al final por ignorancia nos puede perjudicar– dijo Esteban, mostrando una evidente preocupación por lo acontecido.–¿Qué quieres hacer, postergar esto un par de noches hasta que desparezcan estos tipos?–No, nada de postergar, estos no se aburren fácil, pueden estar meses siguiéndonos. Lo mejor es ignorarlos y atacar hoy en la noche, tal como lo habíamos conversado. Parece que te saliste con la tuya– dijo Esteban, mirando la polera solevantada de Miguel.–¿Por qué lo dices?–Andas con una pistola. ¿Para qué es, para defenderte de los milicos?–Obvio. De hecho es la que le quité al coronel. Si me obligan a dispararle a alguien, tendrán que explicar por qué la bala es de un arma oficial.–No sé muchacho, no me gusta andar con esta gente detrás nuestro. Sinceramente prefiero a los engendros, al menos con ellos siempre sabes a qué atenerte.–No le pongas tanto Esteban– dijo Miguel–, a Gómez le gusta la parafernalia y abusar de su poder, pero no es tan peligroso como parece.–Cuidado muchacho, que el tipo haya mostrado algo de debilidad no lo hace menos peligroso. Lo peor que podemos hacer es subestimarlo.–Es cierto, hay que mantener la distancia para saber bien en qué pasos anda, sin que él sepa los nuestros– agregó Miguel. –Está bien, olvidémonos de él y preocupémonos de lo nuestro– dijo Esteban–. Vamos al patio a intrusear a nuestros vecinos.–¿No has salido al patio?–No, hasta ahora no había podido. Ahora veremos cómo está el panorama, y qué tan difícil será entrar.

Los dos hombres cruzaron el largo pasillo de la vieja casa, hasta llegar a la mampara de madera y vidrio que separaba el interior del domicilio del patio de tierra. Parecía que todas las casas de la época estuvieran hechas con el mismo plano, pues el tamaño y la distribución de las piezas era muy similar a la casa que ya habían asaltado y quemado, e inclusive que el mismo viejo caserón de adobe de Esteban. Al fondo del patio, y pegados al muro donde se dirigían había un par de árboles, unos damascos de seis a ocho metros de altura, que daban en el día algo de sombra, y de noche podrían servir para observar sin ser vistos. El muro tenía cerca de dos metros de alto y varios agujeros en su extensión, que permitían fisgonear algo del patio de la construcción colindante el cual, salvo malezas y un tronco seco, estaba totalmente desocupado. Pasado el peladero se veía una mampara de madera con una puerta similar a la de la casa en que estaban, cuyos vidrios estaban tapiados de modo tal de no dejar nada a la vista desde el patio; a su lado estaba el espacio que daba a la cortina metálica por la entrada principal, el cual no tenía cierre posterior, y dejaba ver la parte delantera de un viejo minibus. En todo lo que lograron mirar, Esteban y Miguel no vieron a nadie vigilando, ni algún sistema de seguridad, o alarmas aparte de los vidrios tapiados. Los hombres volvieron en silencio al interior de la casa.

–¿Qué te pareció?– preguntó Esteban, mientras se servía una taza de café.–Demasiado desocupado, a la hora que entremos seremos visibles de todos lados– respondió Miguel–. Al menos para llegar a la casa no habrá problemas, si

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no entramos por la mampara podemos hacerlo por el espacio que deja el estacionamiento del bus y la camioneta.–Supongo que lo más seguro debe ser a través del estacionamiento, dependiendo del tipo de puerta que tengan. Esa que da al patio me da mala espina, debe tener algún tipo de traba por dentro, o crujir mucho por lo descuidada y vieja que está.–Estamos de acuerdo entonces, entraremos por donde están estacionados los vehículos. ¿A qué hora lo haremos?– preguntó Miguel –. Supongo que esperaremos a que oscurezca.–Por supuesto. Lo bueno es que andamos de suerte, aparte de estar nublándose esta noche habrá luna nueva, así que estará un poco más oscuro que de costumbre. No sé si quieres comer o beber algo, o sólo descansar hasta que llegue la hora– dijo Esteban.–Mejor comamos algo, nunca se sabe con qué nos podemos encontrar en estas casas.

Los dos hombres comieron en calma, dejando pasar la hora hasta que estuviera lo suficientemente oscuro, como para que el salto de la muralla fuera seguro y en lo posible, imperceptible. Luego de ver el noticiario en televisión, donde aparecían las investigaciones que hacían las policías para esclarecer la explosión en Maipú, Esteban y Miguel empezaron a aperarse. El cartero iba como la vez anterior, entero de negro, con la espada a la espalda, el corvo al cinto, y ahora además con la pistola metida en el borde del pantalón, al lado izquierdo del abdomen. El viejo por su parte también se había decidido por ropa oscura: un beatle y un pantalón de tela negros eran su atavío, y el enorme talismán de madera, su arma contra las almas del mal. Cerca de las diez y media de la noche los hombres apagaron las luces del pasillo de la casa, dejando sólo encendidas las ampolletas de los dormitorios que daban a la calle. Silenciosamente salieron al patio y llegaron a la muralla. Cada cual subió a uno de los durazneros, para poder apreciar que todo seguía tal cual, oscuro y vacío. A una señal de Esteban, ambos hombres usaron los árboles como escalera para llegar al tope del muro y saltarlo para caer al patio colindante, e iniciar lo que esperaban fuera la última parte de su misión.

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XXVII

Steven Hughes miraba la pantalla de su computador, tratando de idear algo para arreglar el problema que tenía entre manos, desde que la central de reabastecimiento de los soldados había sido totalmente destruida por un extraño incendio que hizo explotar toda su ingeniería. El día anterior vio con estupor en las noticias cómo la instalación subterránea en Maipú había desaparecido por completo, dejando a varios de los soldados en riesgo vital, y poniendo en jaque todo el proyecto de conquista mundial en que se había embarcado; fue tal la premura y la desinformación, que debió ir en persona a instruir a los soldados de la camioneta que se devolvieran a la central, donde él decidiría qué hacer para salvar la situación. Lo único bueno es que no tenía limitaciones económicas, pues el millonario gestor de la idea no escatimaba en gastos a la hora de jugársela por el proyecto, así que sólo bastaba con utilizar los planos iniciales para hacer por mientras una máquina de reabastecimiento temporal, para salvar a los soldados a los que les quedaba una o dos días de sustento: los que había que reabastecer esa jornada morirían sin que hubiera nada que pudiera hacer, pues en el incendio también se habían consumido las reservas de la fórmula revitalizadora, y el proceso de fabricación demoraba al menos un día. Hughes nunca había tenido un contratiempo de esa envergadura, mientras trabajó para el gobierno norteamericano con los científicos nazis a fines de los años sesenta y principios de los setenta como ayudante de laboratorio, pero obviamente nunca había trabajado en un proyecto tendiente a conquistar el planeta, al menos de manera tan explícita. De todos modos, y gracias a las estrictas reglas de sus mentores, había desarrollado la capacidad de no inquietarse frente a los contratiempos, y ser capaz de buscar o inventar soluciones a problemas que no existían hasta ese entonces. En esos instantes él estaba a cargo casi de todo el funcionamiento de la central pues Manuel Ramírez, el brujo que lo ayudaba con la creación de los engendros y que frente a todos era su igual, había estado ausente en varias ocasiones, y le había endosado la responsabilidad de tomar las decisiones en esos momentos adversos para el proyecto.

Si había algo que desagradaba a Steven, era tener que trabajar con gente que no fuera de la esfera científica; el hecho de tener que traducir a lenguaje coloquial las complejidades con las que él trabajaba era desgastante, más aún cuando el nivel educacional de los funcionarios del proyecto era apenas un poco mayor que el de los soldados. Cuento aparte era el convivir y compartir responsabilidades con Manuel: durante el período en que trabajó con los científicos nazis reclutados por los gobiernos ganadores de la segunda guerra mundial, aprendió que ellos estaban acostumbrados a trabajar codo a codo con todo tipo de magos, brujos y psíquicos de la división de estudios paranormales que Hitler había instaurado en su proyecto de Tercer Reich. Unos cuantos de sus mentores siguieron trabajando en las instalaciones norteamericanas con algunos parapsicólogos; todos ellos eran seres que fabricaban a su alrededor un aura de misterio y solemnidad, vestidos siempre con ropas oscuras, elegantes y más fastuosas que las del resto del equipo, a la usanza y gusto del führer para el que alguna vez sirvieron. Todas sus intervenciones eran similares, y consistían en declamaciones en latín y alemán, que la mayoría de las veces apoyaban las decisiones de los científicos con los que trabajaban, y unas pocas buscaban lograr ganancias personales. Manuel Ramírez era, desde esa perspectiva, un personaje atípico. Poco

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preocupado de la imagen, el brujo casi siempre era el que llevaba la batuta desde que llegó al equipo a solucionar el problema de la escasa sobrevida de los soldados: Steven no estaba del todo convencido de la existencia del alma humana, pero si el concurso de Manuel facilitaba las cosas para llegar al resultado final, podía obviar la falta de evidencia científica de dicho soplo vital etéreo. Manuel era un personaje simple, que hablaba un castellano fácil de entender para él, y que era temido y respetado por el personal con el que trabajaban, y con el cual siempre podían contar cuando había algún imprevisto. Eran frecuentes las reuniones de ellos con el dueño del proyecto para evaluar avances y decidir eventuales cambios, y Manuel siempre hacía aportes útiles al trabajo según las expectativas de Steven; así, la relación entre ambos, si bien es cierto no era de amistad, les permitía crear un clima de trabajo adecuado para la finalidad del proyecto.

–Don Steven, ¿está muy ocupado?– dijo la voz de uno de los encargados de mantenimiento de los subterráneos de la casa, sacándolo de su concentración.–Dime Arturo.–Don Steven, ya estuve buscando el espacio que usted me dijo para instalar la máquina y las camillas para los monstruos... para los soldados que tienen que ser recargados. En el primer subterráneo al fondo, hay un espacio no ocupado como de cinco por tres metros donde cabría la máquina, y habría que acostar a los soldados en el piso mientras se recargan– dijo el encargado. –Muy bien Arturo, bajaré en un rato a mirar para empezar a trabajar en el armado lo antes posible.

Steven estaba habituado a los funcionarios que trabajaban en el lugar. Eran gente común, a los que les costaba pronunciar su nombre y entender su forzado castellano, aprendido gracias a los años de ensayo y error viviendo en Chile. También había notado que algunos, pese a haber pasado por una extraña ceremonia de juramento a algo así como el diablo con Manuel, aún tenían cierta reticencia con los soldados, así que era muy frecuente escucharlos desdecirse luego de haberlos llamado monstruos, engendros y hasta demonios. De pronto en el rostro de Steven se dibujó una sonrisa: había descubierto el modo de achicar un poco las dimensiones de la máquina, cambiando el motor diesel por uno eléctrico, con lo cual además evitaría un accidente similar al que había sufrido la planta de reabastecimiento. Tan contento y ensimismado estaba en su trabajo, que no fue capaz de notar el evidente aumento del silencio en el lugar.

Miguel y Esteban avanzaban sigilosos, apegados a la pared trasera del patio, para llegar al muro lateral que daba directo al espacio donde estaba estacionado el minibus y más hacia la calle, la conocida camioneta blanca. Miguel llevaba en la mano derecha el corvo, mientras la izquierda iba afirmada en su cinturón, al lado de la empuñadura de la pistola; Esteban por su parte cargaba su talismán en la izquierda y no dejaba ver su mano derecha, oculta entre sus ropas. Cuando llegaron donde estaba el minibus y empezaron a avanzar entre éste y el muro, apareció uno de los funcionarios de la casa por el lado contrario. En cuanto Miguel vio que nadie lo seguía se acercó por su espalda, le tapó la boca y enterró la punta del corvo en su pecho, atravesándole el corazón; luego de sujetarlo algunos segundos hasta que su cuerpo se apagara, y no fuera capaz de hacer algún ruido producto de un reflejo post mortem, empujó el cadáver hasta que quedara debajo

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del vehículo. Justo en ese instante, un segundo ser humano apareció por la puerta que daba a la casa: antes que alcanzara a reaccionar, se escuchó un golpe seco tras él, cayendo bruscamente hacia adelante y alcanzando apenas a ser contenido por Miguel. Tras él estaba Esteban con el madero ensangrentado: cuando el cartero se fijó, la nuca y el cuello del hombre sangraban profusamente. Luego de ocultar el cuerpo en el mismo lugar que el primero, ambos intrusos volvieron a apegarse al muro para avanzar hacia la casa. Cuando llegaron al espacio que separaba el minibus de la camioneta, vieron un marco de puerta iluminado desde el cual se escuchaban algunas voces ininteligibles a la distancia a la que estaban. Mientras Esteban se quedaba en el lado oculto de la puerta, Miguel se asomó lenta y sigilosamente a ver si podía ver algo. De improviso una imagen fantasmagórica apareció en la puerta y se abalanzó sobre Miguel: en el instante en que el poderoso cuerpo lo derribó, el mismo sonido seco que precedió a la muerte del segundo hombre se escuchó a su espalda, y una mano se encargó de detener la puerta, evitando que se golpeara y llamara la atención de los demás. Miguel vio que el engendro había quedado aturdido con el golpe del madero de Esteban, tal y como lo habían presupuesto. Cuando el cartero se disponía a cortar con el corvo bajo el ombligo de su atacante, el viejo lo detuvo con un ademán: de entre sus ropas sacó una cuerda gruesa de metro y medio de largo con un nudo de lazo en uno de sus extremos, el cual pasó alrededor del abdomen del engendro, justo por debajo de sus costillas, luego de lo cual le indicó a Miguel que cortara. Cuando el cartero hizo el corte con el corvo intentó cubrirse, siendo nuevamente detenido por Esteban: el proceso de separación de la costura se produjo tal cual, pero al final el cuerpo no explotó para separarse, sino que sus mitades quedaron sueltas pero sujetas por la cuerda, dando paso a un flujo abundante de la sangre azulina del cuerpo. Esteban se acercó al oído de Miguel para susurrarle:

–Te dije que siempre tengo ases bajo la manga. Toma, acá tienes algunas cuerdas, es hora de entrar a la casa.

Miguel estaba sorprendido pero no había tiempo que perder, y tal como con los dos muertos anteriores arrastró el cadáver dividido del engendro hacia debajo del minibus. Cuando los dos hombres volvieron a flanquear la puerta y se aprestaban a entrar, una luz en la techumbre sobre los vehículos se encendió, dejando ver bajo el minibus una creciente posa de una mezcla heterogénea azulino rojiza que avanzaba lenta pero continuamente por entre los neumáticos. En ese momento Miguel, quien estaba más cerca de puerta y de la ampolleta, hizo lo único que se le vino a la mente: asiendo fuertemente la cuerda por el extremo libre, lanzó la punta con el lazo como un látigo, reventando la ampolleta apenas un segundo después que ésta había sido encendida. Al instante se escuchó un murmullo largo dentro de la casa, señal inequívoca de que habían llamado la atención de los moradores, y que la situación se complicaría irreversiblemente. De pronto Miguel vio desparecer a Esteban a la entrada del estacionamiento, luego de lo cual apareció por encima del techo de la camioneta su mano derecha, indicándole algo en la pared que no logró identificar, hasta que dicha mano manipuló el algo, cortando el suministro eléctrico de la casa: Esteban había encontrado el interruptor automático que alimentaba las luces de la edificación.

Miguel estaba muy nervioso y alerta, pues sabía que ya se había gatillado todo en

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la casa, y se vendría una lucha peor que la anterior. Gracias a la luz de la calle que se dejaba ver a través de los bordes abollados de la cortina metálica, pudo darse cuenta cuando Esteban volvió a flanquear la puerta donde él se encontraba, a la espera de la salida de quien fuera para acabarlo en el acto. Los pasos, los choques y algunas luces de linternas se percibían al interior de la casona de madera y adobe, como preámbulo de lo que estaba por acontecer. Nuevamente la puerta se abrió, y una silueta emergió de ella con una pequeña linterna de mano, seguido de otra silueta de menor tamaño; en cuanto los asaltantes escucharon que las siluetas hablaban con voces normales, dieron cuenta de ellos silenciosamente. Así, en la medida que humanos y engendros salían por la puerta a investigar al patio eran asesinados, en espera de terminar con los moradores del piso lo antes posible, para poder entrar a destruir todo lo que encontraran en el o los subterráneos que debía haber, tal como en la primera vivienda. Luego de cuatro o cinco minutos en que salían uno tras otro a mirar y morir, el flujo de personas se detuvo; Miguel y Esteban decidieron esperar antes de dar el siguiente paso. Cinco minutos más tarde la casa se encontraba en absoluto silencio, por lo que Esteban decidió dar la luz en el tablero para entrar, y buscar eventuales soldados o personas ocultas esperando en algún recoveco de la morada.

Miguel y Esteban entraron al lugar. El estacionamiento daba a la cocina de la casa, la cual estaba repleta de ollas, cubiertos y vajilla sucios. Al otro lado de la habitación estaba la puerta que daba al pasillo de la casa; tal como al entrar, ambos hombres flanquearon dicha puerta, y luego de asegurarse que el pasillo estuviera libre de rivales se aventuraron a recorrerlo. Los hombres se acercaron a las habitaciones más cercanas a la entrada. En la primera a la derecha de la puerta no había nadie; al parecer dicha pieza era ocupada como una suerte de sala de reuniones, pues había una mesa redonda mediana al centro con seis sillas a su alrededor, y pegados a las paredes había un par de muebles, con estantes llenos de carpetas con documentación. Cuando Miguel se aprestaba a sacar alguna de las carpetas para examinar su contenido, se escuchó el sonido característico del pasar de bala en un arma semiautomática, y una potente y grave voz que venía de la habitación a la izquierda de la entrada.

–What the hell...!

En ese preciso instante Esteban giró rápidamente, quedando de frente al hombre que llevaba una pistola Luger en su mano derecha. Los ojos del hombre se abrieron con estupor al ver a los invasores, impidiéndole fijarse que la mano izquierda del viejo giraba con todas sus fuerzas contra su cabeza, y que ella traía un voluminoso madero que impactó con su sien, matándolo en el acto. En ese momento, de la habitación que daba frente a la cocina, salió un hombre con un cuchillo en su mano.

–¡Don Steven!– exclamó, luego de lo cual se abalanzó sobre Esteban, siendo derribado, desarmado e inmovilizado por Miguel en el acto.–Esteban, ¿puedo usar uno de los lazos que me quedan para amarrar a este gallo sin matarlo?–Sí, ese no mata, sólo sirve para contener a los engendros– respondió el viejo.–Ahora te vas a quedar callado huevón– le dijo Miguel al hombre inmovilizado,

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asestándole un potente puñetazo en la nuca que lo aturdió.–Listo, ahora podemos recorrer el resto de la casa. Después despertamos a ese huevón para que nos guíe por el o los subterráneos– dijo Miguel, quien vio a Esteban acercarse al cuerpo de Steven Hugues y quitarle de la mano la Luger, para guardarla en su cinturón.–¿No que no necesitabas armas de fuego, Esteban?– preguntó Miguel al viejo.–No, no la necesito, de hecho ya viste que ni los engendros aguantaron mi madero y mis cuerdas– respondió Esteban–. Lo que pasa es que cuando cabro chico veía en las películas de guerra estas pistolas, y nunca había visto una de cerca. Ahora tengo una de verdad, y creo que la guardaré de recuerdo.–¿Fuiste niño alguna vez?– dijo Miguel esbozando una sonrisa–. Oye, podrías haberme contado lo de las cuerdas.–Ah, eso... no alcancé a contarte, se me ocurrió a última hora para evitar el ruido de los cuerpos de los monstruos al separarse las mitades. Esas cuerdas están preparadas sólo para contener las mitades de los engendros, nada más, así que si las necesitas para otras cosas las puedes usar, como lo hiciste con la ampolleta y con ese compadre. Ya, basta de cháchara, revisemos el resto de las piezas a ver si hay alguien o algo que nos sirva.

Miguel y Esteban recorrieron con cuidado el lugar, sin encontrar más moradores ni engendros. A diferencia de la primera construcción, ésta parecía una suerte de casa matriz de alguna empresa, pues todos los dormitorios estaban habilitados como oficinas. Cuando los dos hombres se aseguraron que no quedara nadie vivo en ese nivel, pudieron empezar a revisar la documentación. En las oficinas cercanas a la calle, desde donde había salido Steven Hugues, había variados impresos acerca de la máquina alimentadora del fluido que reabastecía a los engendros, planos de la casa que habían asaltado, y bocetos del tendido eléctrico para mantener funcionando todos los congeladores donde mantenían las mitades de los cuerpos. En la pantalla del computador, que estaba encendido sobre el escritorio del científico, se veía la foto de un motor eléctrico que pretendía usar para la máquina provisoria, además de algunos planos de lo que parecía ser una nueva instalación, de mayores dimensiones que la que habían destruido. Miguel siguió recorriendo y revisando el resto de las oficinas, encontrando guías de despacho de insumos, que aparentemente eran usados para hacer la mezcla que alimentaba a los engendros, las facturas de las espadas, y de todo lo usado para habilitar las dos casas. De pronto Miguel escuchó a Esteban, quien lo llamaba desde la misma oficina de la entrada.

–Miguel, ven por favor, mira lo que encontré– dijo el viejo, mostrándole al cartero una serie de papeles–. Acá están los planos de esta casa. Llegó la hora de entrevistar al loco del cuchillo, para que nos explique por qué esta cosa tiene tres subterráneos.–Y si estoy viendo bien el plano, para saber por qué el de más abajo es más pequeño que los otros– agregó Miguel, haciendo que Esteban notara el detalle–. En la otra casa los subterráneos iban creciendo en la medida que estaban más abajo, acá no es así.–No lo había notado, tienes razón. Ojalá no haya demasiados engendros allá abajo.–Ojalá que estén los que deben estar– comentó Miguel–. Vamos a despertar al loco del cuchillo para que nos haga un recorrido por la mansión.

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XXVIII

Miguel y Esteban llegaron al lado de Arturo, el único sobreviviente de la incursión al primer piso de la casa. Los dos hombres sabían que estaban cada vez más cerca del desenlace de la cruzada en que se habían visto envueltos, y que era muy probable que en pocos minutos debieran enfrentar sus mayores temores: el engendro gigante, el hermano de Esteban, y Ana. Miguel le dio un puntapié en las costillas al hombre en el suelo para despertarlo, quien reaccionó al instante con un apagado quejido.

–Don Steven... maricones de mierda...–Párate huevón, tenemos que hablar– dijo Esteban, levantando al hombre por las amarras en sus muñecas y azotándolo contra la muralla–. ¿Cómo te llamas huevón?–Ándate a la chucha, viejo de mierda asesino.–Este salió medio sordo parece. De nuevo, ¿cómo te llamas, huevón sordo?– dijo Esteban levantando los brazos atados a la espalda del hombre, casi dislocándolos.–¡Arturo, me llamo Arturo!– gritó el hombre desesperado.–Ahora escuchó– dijo Miguel–. ¿Quién era ese gringo, Arturo?–Don Steven, uno de los jefes... pobrecito, lo mataste viejo de mierda, y era tan bueno...–Sí, super bueno, partiendo gente a la mitad para fabricar monstruos– dijo Esteban mientras volvía a apretar las articulaciones de Arturo–. A ver hombre, si cooperas esto será bastante fácil y rápido, trata de no hacerte el héroe ni el huevón con nosotros. ¿Dónde están Manuel y el millonario?–¿Saben de don Manuel? ¿Quiénes son ustedes?–Somos los que quemamos la casa de Maipú donde reabastecían a los engendros, los que matamos a todos los ocupantes de este piso, y tus actuales dueños– intervino Miguel–. Ahora respóndele al caballero antes que te saque los brazos, mira que tiene poca paciencia.–Don Manuel no viene hace un par de días a la casa, dicen que está donde el patrón decidiendo dónde instalar una nueva casa de reabastecimiento. Don Steven estaba a cargo de todo.–Suena lógico. No te creo nada pero suena lógico– dijo Esteban mientras seguía tirando los brazos de Arturo–. Encontré unos planos de la casa, según lo que entendí tiene tres subterráneos. Nos vas a hacer un tour para conocer las instalaciones y matar lo que quede vivo. Obviamente entiendes que si encontramos más abajo a Manuel o al millonario, tu muerte será exageradamente lenta y dolorosa– terminó Esteban, mientras Arturo se mantenía en silencio.–Ya huevón, dinos por dónde se baja al primero, y qué encontraremos ahí– dijo Miguel.–Ándate a la mierda, encuentra solo la puerta– respondió furioso Arturo.–Como quieras– dijo Miguel–. ¿Me los prestas, Esteban?– dijo el cartero, tomando a Arturo desde el pelo de la nuca, luego de lo cual lo llevó a un muro de la casa, azotándole tres o cuatro veces la cabeza.–¿Qué estás haciendo conchetumadre? ¡Suéltame!– gritó Arturo.–Uso tu cabeza para encontrar la puerta. Probaré cada centímetro de muro de la casa con tu cabeza, hasta que algo se abra, alguna puerta o tu cráneo, da lo mismo.

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–Y después yo haré lo mismo con tu cabeza pero contra el piso, por si la puerta está en el suelo, como en la otra casa– agregó Esteban.–Ahí en el suelo, antes de llegar a la mampara clausurada del patio– dijo Arturo, mirando el piso.

Miguel movió una raída alfombra que había casi al llegar al muro, dejando al descubierto una argolla de acero similar a la de la casa de Maipú; mientras tanto Esteban pasaba la cuerda por delante del cuello de Arturo.

–¿Para qué me pasas el cordel por el cuello?–Costumbre. La primera vez funcionó... ya Miguel, abre la puerta, este huevón va de escudo por si sale algún monstruo malas pulgas...–¿Qué, están locos? ¡Me van a matar!– gritó asustado Arturo.–Mejor tú que nosotros– dijo Esteban, tirando de la cuerda del cuello –. Abre la puerta, Miguel.–No... por favor...–Está pesada... pero ya cedió. ¿Estamos listos?– dijo Miguel, levantando la puerta con la mano izquierda y empuñando el corvo con la derecha.–No saben lo que están haciendo... por favor... – suplicaba sudoroso Arturo.

En cuanto Miguel terminó de abrir la puerta, uno de los monstruos se asomó en actitud agresiva, pero notoriamente debilitado. Sus ojos se veían opacos, y por entre las suturas de la piel se veía escapar algo del fluido azulino; pese a ello, se notaba que tenía las fuerzas suficientes como para derribar a las tres personas que lo miraban fijamente en esos momentos. Miguel lanzó la puerta, para que quedara afirmada en la pared tapiada del fondo de la casa, mientras sujetaba con firmeza el corvo con la mano derecha, y echaba mano a una de las cuerdas con la izquierda.

–Soldado, en reposo. Vuelva a descansar y espere instrucciones– le dijo Arturo al engendro con voz firme, quien de inmediato pareció relajarse y se devolvió escalera abajo.–¿Qué mierda fue eso?– preguntó Miguel desconcertado.–Los soldados obedecen órdenes– respondió escuetamente Arturo.–¿Cualquier orden?– preguntó Esteban.–Cualquier orden que le de alguno de los jefes, o quienes estamos consagrados al príncipe de las tinieblas– dijo Arturo.–Bajemos entonces– dijo Esteban, apretando la cuerda alrededor del cuello de Arturo–. En cuanto lleguemos abajo, le dirás a los engendros que se acuesten y duerman. Sin trucos huevón, aún no sabes de lo que somos capaces, y si intentas alguna imbecilidad serás el último en morir, te lo aseguro.

Arturo, Esteban y Miguel bajaron al primer subterráneo. Arturo indicó dónde estaba el interruptor de la luz del piso. Cuando Miguel apretó el botón, innumerables tubos flourescentes iniciaron el proceso de encendido con su particular secuencia de destellos hasta la iluminación total, dejando a la vista un panorama abrumador. En una especie de galpón de no más de tres metros de altura se alineaban filas de camarotes de tres niveles; parados entre ellos estaban cientos de engendros en actitud de alerta, todos con la musculatura tensa y los ojos algo opacos. El hedor en el lugar era casi irrespirable, y de muchos de ellos

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se veía gotear algo de fluido vital. Los dos hombres quedaron casi paralizados, mientras eran observados por ese ejército de poderosos entes sin voluntad, y de fuerza ilimitada. En ese momento, Esteban apretó la cuerda en el cuello de Arturo.

–Ya sabes qué hacer huevón, no quiero trucos– susurró en el oído de su cautivo.–¡Soldados, acuéstense a dormir!– gritó Arturo, luego de lo cual los engendros se acostaron ordenadamente en sus camarotes y cerraron los ojos.–Cresta, esto es increíble... realmente es un ejército cercano a la perfección, no hay posibilidad de cuestionar las órdenes ni de sublevarse, y si pierdes muchos soldados simplemente fabricas más...– dijo atemorizado Miguel, mientras empezaba a caminar entre los camarotes.

La escena en ese galpón subterráneo era sencillamente dantesca. Miguel miraba los cuerpos acostados y durmiendo en sus camas, con los ojos cerrados, que parecían congelados en el tiempo y el espacio, a sabiendas que bastaba una palabra de Arturo para que lo mataran y partieran en dos, y no podía dejar de pensar que algún tiempo atrás dichos engendros habían sido dos personas con vida, con familia, con deudas, con conflictos. Al moverse en los estrechos espacios entre camarotes, el cartero podía ver las vestimentas unidas de los engendros, las suturas que unían las dos mitades de cuerpos, las diferentes tonalidades de piel, las asimetrías en narices y labios, los rebordes colgantes en algunos casos inclusive; a veces sentía estar en un espectáculo de variedades, donde algún artista maquillaba y vestía las dos mitades de su cuerpo diferente, y luego actuaba girando hacia un lado y otro haciendo de dos personajes. Pero esto era real, sin maquillajes, sin show, sin voluntad, sin vida... tal como Ana, que debería estar en alguna parte en esa casa maldita, posiblemente a la espera de la orden de alguno de los bastardos con poder sobre ellos, y con la otra mitad de su cuerpo y su alma colgadas de un gancho de carnicería en un congelador de matadero.

–¿Cuántos camarotes hay acá?– preguntó Miguel a Arturo, aún desencajado al caminar en el galpón.–Hay cinco filas de veinte camarotes, en total son cien camarotes para trescientos soldados, y están todos llenos– dijo Arturo, preocupado por el destino de la obra de los jefes y el patrón.–Seiscientas personas... seiscientas almas encarceladas por la ambición de un hombre y la maldad de sus dos cómplices... uno de ellos era el gringo, “tan bueno que era”– dijo irónico Esteban mientras apretaba el cordel en el cuello de Arturo.–Ustedes jamás entenderán, los jefes y el patrón le sirven al príncipe de las tinieblas. Cuando toda la humanidad esté convertida en soldados y en conversos consagrados a Luzbel...–¿Qué, acaso la manga de huevones va a salir en naves espaciales a satanizar el universo, conchetumadre?– interrumpió con rabia Miguel, mientras apretaba el corvo en su mano.–No vale la pena con estos estúpidos muchacho, es sólo pérdida de tiempo y energía– dijo Esteban tirando de la cuerda y enrojeciendo levemente el rostro de Arturo –. Llegó la hora Miguel, empieza a hacer tu parte del trabajo.

Miguel desenfundó el corvo. Mirando a su alrededor descubrió colgados en una de las paredes del galpón unos delantales de hule y mascarillas, aparentemente

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usados; de inmediato se colocó uno de cada uno y se acercó al primer camarote, haciendo el corte subumbilical en menos de diez segundos a los tres ocupantes del mueble, sin que emitieran algún quejido de dolor o que intentaran abrir los ojos; apenas había pasado al segundo camarote de la primera fila, cuando los cuerpos empezaron a separarse con la misma violencia de siempre, arrojando una de las mitades de cada cuerpo contra la pared y la otra hacia el pasillo, quedando todo regado del vital fluido azulino. Arturo intentó reaccionar, pero en el instante Esteban apretó más la cuerda en su cuello con una mano y tapó su boca con la otra. A los seis minutos de comenzado su trabajo, Miguel había dado cuenta de la primera fila de camarotes, y en media hora había acabado con los trescientos engendros. El cuerpo de Miguel ardía de dolor luego del esfuerzo hecho, pero una agradable sensación de tranquilidad lo invadía: no sabía si era su imaginación o un simple delirio por el cansancio, pero estaba seguro que cada una de las seiscientas almas que había liberado le daba las gracias, antes de retomar el camino truncado por el secuestro del que habían sido víctimas.

Arturo estaba pálido, pese a lo apretada que tenía la cuerda alrededor del cuello. El hombre miraba con estupor cómo el esfuerzo de años de los jefes se iba al tarro de la basura, y hasta agradecía que don Steven no hubiera vivido para ver esa debacle: el científico hasta donde él sabía era ateo, don Manuel aseguraba que nunca quiso unirse al culto a Luzbel, por lo que su visión de mundo pasaba netamente por hechos comprobables. Seguramente ello le impediría tener la entereza moral para soportar todo lo que él debía tolerar en esos instantes, y lo más probable era que su reacción frente a esa situación le hubiera ocasionado la muerte, si no lo mataba antes su corazón. Por lo menos su fe en el príncipe de las tinieblas le servía para poder sobrellevar lo que estaba sucediendo y habría de suceder, a sabiendas que luego de terminada esa pesadilla, don Manuel y el patrón, o tal vez otros más, volverían a la lucha contra las huestes del bien.

Miguel se sacó la mascarilla y el delantal, usando el reverso de este último para limpiar la hoja de su corvo. Luego de enfundarlo se dirigió con seguridad a Arturo.

–¿Dónde está la mujer?– preguntó al apesadumbrado hombre.–No sé de qué...– empezó a decir Arturo, mientras sus palabras eran interrumpidas por un puñetazo que le fracturó la nariz.–¿Dónde está la mujer?– volvió a preguntar el cartero.–Nunca se han convertido mujeres, es parte del...– intentó decir el hombre, siendo callado de un nuevo golpe de puño que esta vez le soltó tres dientes.–Déjalo terminar Miguel, después le sacas la chucha– dijo Esteban.–No– respondió secamente Miguel–. Me cansó esta mierda, si este maricón no me dice dónde está Ana no me sirve. Ni siquiera me tomaré el tiempo de torturarlo, si no me responde lo parto– dijo mientras desenfundaba la espada que llevaba a su espalda, lo que dejó petrificado a Arturo–. Ya sabes qué es esto y lo que hace, ¿cierto maricón? Si no me dices dónde está la o las mujeres, te parto a la mitad y tu mierda de alma quedará dividida en dos para siempre, sin poder ir a donde sea que vayan los hijos de hiena como tú.–Te... te lo juro... es parte del proceso... no hay mujeres... no puede haberlas... don Manuel dijo... por favor, si me quieres torturar o matar hazlo, pero no con la espada... te lo suplico...– balbuceaba Arturo, mientras veía a Miguel levantar la hoja de acero, y a Esteban retroceder a una distancia prudente.

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–¿Por qué no puede haber mujeres?– preguntó Esteban, como tratando de darle tiempo a Arturo.–Don Manuel dijo que no servían, que algo pasaba con las espadas y los musulmanes, no entendí bien...–¿Y con qué mierda partieron a mi Ana, hijo de puta?– gritó Miguel entre dientes mientras ponía el filo de la hoja en el cuello de Arturo–, ¿para qué la partieron los maracos si se supone que las mujeres no sirven, por gusto?–No sé, le juro que no sé, tal vez... ¿venganza?–Imposible huevón, cuando la mataron aún no tenía el corvo, y apenas me había enfrentado a los engendros un par de veces. Ya mierda, se me acabó la paciencia, habla o tu alma queda partida en dos mitades para siempre– dijo Miguel, a sabiendas que su espada no haría eso.–Espera un poco– dijo Esteban–, ¿qué hay en los otros dos subterráneos? ¿Más monstruos, mitades de cuerpos, qué?–Si no está Ana, no me interesan los subterráneos– dijo Miguel, mientras empezaba a girar con gran fuerza y velocidad la espada, para que al dar el corte lograra dividir el cuerpo de un solo golpe.–Por favor... no uses esa espada conmigo... te lo imploro...–No la usaré si me dices que Ana está acá.–Pero es que no está... en el subterráneo que viene están los soldados especiales, y en el del fondo, el pequeño que aparece en el plano, está la sala donde los jefes hacían la unión de los soldados... pero te juro que jamás ha pasado una mujer por acá... ¿y si don Manuel la llevó donde el patrón?– dijo casi desesperado Arturo.–¿Soldados especiales?–preguntó Esteban–. Lo lamento Miguel, pero la mascota vuelve a mis manos por ahora.

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XXIX

Arturo Norambuena estaba petrificado. Si la destrucción de la casa de Maipú lo había dejado en shock, al ver cómo los planes se estaban retrasando sin una fecha probable de reinicio, lo que había ocurrido recién era el final de su existencia. Para un hombre de su edad, delincuente de toda la vida, haber encontrado un grupo de personas para los que hacer el mal estaba bien, y que le dieran un objetivo real en su existencia, más que delinquir para sobrevivir, era la máxima realización posible. Pero todo ello había acabado en una tarde. Ahora era el único sobreviviente de una masacre terrible, en que todos sus compañeros habían sido asesinados, incluido uno de los jefes, y en que los ejecutores del plan maestro, los soldados a los que tanto cuidaban, yacían desparramados por el piso del primer subterráneo. Y ahora uno de los asesinos amenazaba con partir en dos su alma, si es que no le entregaba un soldado formado por mitades de mujeres, cosa que jamás había sucedido. De pronto sus pensamientos quedaron en nada, cuando la cuerda volvió a hacer presión en su adolorido cuello.

–A ver huevoncito, ¿cómo es eso de soldados especiales?– preguntó Esteban, mientras Miguel enfundaba la espada.–Los choferes de los vehículos y el primer soldado creado... ellos tienen alguna capacidad de toma de decisiones, por eso les decimos especiales, y están aislados del resto. Los jefes temían que al juntarlos con los demás, pudieran darles órdenes o ideas...– respondió Arturo con dificultad, por la fuerza con que Esteban apretaba su garganta.–El gigante que me atacó la primera vez, sabía que me faltaba alguien– dijo Miguel–. ¿Y qué decisiones pueden tomar esas bestias?–No es mucho, pueden ubicar una dirección, pueden ir y volver de un lugar a otro, pueden cambiar de ruta, devolverse a buscar algo si se les cae, atacar con el vehículo si es que sienten que la misión está en peligro, bajarse a recoger a algún soldado herido...–Eso es todo lo que hicieron cuando los encontré por segunda vez... ¿y el gigante?–Está allá abajo– respondió Arturo.–¿Ese obedece órdenes?– preguntó Esteban.–No muchas... desde lo de Maipú han estado extraños, como si les faltara algo, pese a que les cambiaron la sangre hace cuatro días.–Tal vez la destrucción de sus mitades lo tiene así. ¿Y los choferes?– inquirió Miguel, bastante preocupado.–Desde que trajeron la camioneta de vuelta, no han salido del subterráneo. –¿Qué hacemos, usamos a este huevón de escudo como siempre, o bajamos a pelear y dejamos a este amarrado a alguna viga, o muerto?– preguntó Esteban.–Tú lo dijiste el otro día, el del corvo soy yo, es mi misión– respondió Miguel–. Espera con el huevón acá. Toma, quédate con la espada, si quien sale de la escalera no soy yo, decapita a esta mierda y dale en el cuello a los engendros, no los matarás pero te dará tiempo de escapar y volver a terminar el trabajo más adelante.–¿Estás seguro, muchacho? Porque mi madero y yo...–Estoy seguro Esteban. Ya huevón, ¿dónde está la bajada al segundo subterráneo?– preguntó Miguel a Arturo.–Al fondo de este nivel, hay una escalera en el suelo oculta bajo un tapete largo,

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detrás del último camarote de la tercera fila.–¿Y cómo está la iluminación de ese subterráneo?– preguntó Esteban.–El interruptor está a la derecha de la escalera, debería ser visible con la luz que hay acá– respondió Arturo.–Ya Esteban, toma la espada, ya sabes qué hacer si no sobrevivo– dijo Miguel decidido, sacando el arma de su espalda y pasándosela por la empuñadura al viejo brujo.–No Miguel, la espada no es lo mío y lo sabes– respondió Esteban, rechazando el arma–. Yo y mi madero hemos librado muchas batallas juntos, y hemos crecido con los años, yo en conocimientos, él en poder. No lo voy a reemplazar ahora; además, la espada te puede servir si llegaras a tener problemas con el corvo. Si las cosas llegaran a salir mal, a este huevón le rebano el cuello con el cordel, y a los monstruos los deshago a palos en tu nombre. ¿Aún quieres ir a pelear solo esta batalla?–Sí, debo hacerlo, se lo debo a Ana, y me lo debo a mí mismo.–Está bien muchacho. Éxito, la suerte es para perdedores– dijo Esteban, apretando inconscientemente el cordel.–Creo que terminada esta guerra volveré a ser un perdedor, así que también tomaré la suerte– dijo Miguel.

El cartero se acercó decidido al lugar indicado por Arturo. Ahí en el piso había un tapete empapado en la sangre azulina que mantenía vivos a los engendros; luego de despegarlo del suelo de madera, descubrió la argolla que le permitiría bajar al siguiente subterráneo y enfrentar a los engendros con voluntad. Con el mayor sigilo posible levantó la pesada puerta y la abrió completa, quedando ésta apoyada contra el muro. La luz de los tubos fluorescentes que iluminaban el nivel en que se encontraban, le permitió ver sin problemas el interruptor a la mitad de la escala; al encender la luz, se encontró con el mismo panorama del primer nivel: un galpón de similares dimensiones, y con la misma cantidad y distribución de camarotes. Cuando Miguel intentó devolverse, para avisarle a Esteban de las dimensiones del lugar, y que eventualmente podría haber más engendros, un poderoso tirón lo lanzó por los aires contra uno de los camarotes, cayendo pesadamente al suelo algo mareado: instintivamente llevó su mano al cinto para desenfundar el corvo, cuando otro tirón lo hizo volar un par de metros más, para terminar rebotando contra una de las paredes del nivel en que estaba, soltando en la caída su pequeña arma. En ese instante se acercaron de frente a él dos engendros de baja estatura y piel oscura, decididos al parecer a seguir azotándolo contra las paredes, hasta terminar con su vida. Cuando llegaron donde estaba, ambos lo quedaron mirando extrañados, y uno de ellos se dirigió al otro con voz bitonal.

–No conozco... no de acá... no malo...–dijo con dificultad el monstruo para sorpresa de Miguel, quien vio cómo el otro engendro asentía. Ese fue el momento preciso de desconcierto que aprovechó el cartero para sacar de su espalda la espada, y aprovechando el movimiento cortar el cuello a uno de ellos; tal como la vez anterior en que debió hacerlo, la hoja cortó sin dificultad y rebotó al llegar a la unión con la otra mitad del cuerpo, efecto que usó Miguel para rotar la hoja y con el impulso hacer lo mismo con el cuello del otro monstruo. Ambos seres quedaron inmóviles, cada cual con una mano en la herida propinada por su agresor, sin saber qué hacer, y dejando ver entre sus dedos un tenue tinte azulino. Miguel se

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puso de pie lo más rápido que pudo, para recuperar su corvo y terminar con el sufrimiento de las cuatro almas cautivas en esas dos creaturas, que ahora se veían casi desvalidas. Cuando volvió frente a ellos ninguno parecía asustado o triste, y el dolor en la herida de sus cuellos parecía ser menor que la incertidumbre.

–¿Matar?– dijo de pronto aquel que había hablado previamente, a lo que Miguel sólo atinó a responder positivamente con un ademán con su cabeza.–Bien, por fin morir. Hazlo...

Miguel prefirió no pensar, y simplemente hizo el corte bajo el ombligo del engendro, el cual de inmediato soltó las dos mitades de los cuerpos y liberó de una vez por todas las almas cautivas. Cuando las mitades habían saltado lejos, dejando un reguero de sangre azulina, Miguel se acercó al otro engendro para ejecutarlo, siendo recibido por una mueca que parecía querer ser una sonrisa. En cuanto el cartero hizo el corte mortal, el engendro lo miró y le dio las gracias, para en segundos terminar como su compañero, desparramado sobre las paredes y el piso. Mientras Miguel se preocupaba de limpiar la hoja del corvo, recordó que había un tercer engendro en el galpón: el gigante que lo atacó la primera vez, de quien no había visto nada hasta ese instante. De inmediato tomó la espada con la mano derecha y el corvo con la izquierda, listo a que el engendro saltara sobre él desde cualquier lugar, para ofrecerle pelea en uno de los enfrentamientos que más temía y esperaba. Cautelosamente avanzó entre las filas de camarotes, a sabiendas que el engendro gigante estaba en algún lugar, probablemente parapetado luego de ver morir a sus últimos dos compañeros de condición. Cuando llegó al final del pasillo, Miguel vio un gran bulto apoyado contra la pared: ahí estaba, sentado en el suelo usando el muro como respaldo, el monstruo que lo había iniciado en esa vorágine que había acabado con la vida de demasiadas personas, dentro de ellas su esposa. Al verlo aparecer el engendro se puso de pie, elevándose por sobre los dos metros quince de estatura, en una postura aparentemente relajada. Cuando llegó a su lado, Miguel pudo fijarse en los detalles que divisó a la distancia la primera vez: aparte de su imponente estatura y su gran envergadura física, el engendro estaba hecho con dos mitades de hombres de color, uno de tonalidad de piel evidentemente más clara que el otro. Ambas mitades parecían curtidas por la vida, y cada una tenía cicatrices previas a la unificación de sus cuerpos y almas; ambos cuerpos lucían tatuajes en sus brazos, y cada mitad parecía luchar por ser más musculosa que la otra. Tal como los otros dos engendros que habitaban en ese piso, el gigante estaba perfectamente bien unido desde el punto de vista quirúrgico, no había pliegues ni rebordes sobrantes en alguna porción visible de la piel, ni tampoco se veían asimetrías importantes en el rostro: al parecer el proceso se fue adaptando a las necesidades del objetivo final, dentro de lo cual la estética no formaba parte. Miguel miraba atemorizado al gigante, sabía a ciencia cierta que si decidía atacarlo, sus reflejos no serían suficientes para contrarrestar la fuerza enorme del engendro; sin embargo, el ser lo miraba en silencio, como esperando a que él dijera o hiciera algo. De pronto el gigante tomó aire profundamente, dejando salir una voz bitonal grave y fuerte.

– Te conozco... eras chico... maté a otro más alto...– Sí, me capturaste y me liberaste, hace varias semanas.

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– Maté a muchos... antes de ahora... también matamos...– ¿Cuando eras dos personas distintas?– se atrevió a preguntar Miguel.– Sí... era mejor... ahora duele...– ¿Qué te duele, el cuerpo, la cicatriz, el matar gente para convertirlos en soldados como tú?– El alma...– dijo el gigante, con evidente tristeza en su extraña voz.– ¿Sabes a qué vengo?– preguntó intrigado Miguel, al ver esa suerte de infantil lucidez del engendro.– A matar– respondió a secas el engendro.– A separar lo que nunca debió estar unido– dijo Miguel, mientras guardaba la espada y cambiaba de mano el corvo–. ¿Me dejarás hacerlo?– Dolió cuando nos mataron... dolió cuando nos unieron... dolerá cuando nos separes...– Pero luego de ello el dolor cesará– inventó Miguel, sin saber si era verdad o no.– Hicimos mal antes... antes de ahora... seguirá doliendo... todo es dolor...– dijo el gigante, mientras Miguel intentaba pensar de qué modo evitar una pelea con el enorme engendro–. No quedan más... todos muertos... debo morir...– ¿Quieres que lo haga?– Necesito... debo... debemos morir... ojalá duela menos...–dijo finalmente el gigante, quien acto seguido rompió su ropa para dejar el abdomen descubierto.

Miguel se sentía extraño. Una cosa era matar en combate a engendros y humanos que se defendían y lo atacaban, otra era matar a los engendros acostados en sus camarotes, pero el giro que había tomado la situación era demasiado complejo. Los engendros especiales eran más humanos de lo que parecían, pues no sólo hablaban y razonaban sino también sentían, y eran capaces de expresarlo. Y ahora se veía enfrentado al mayor y más peligroso e invencible de todos, y estaba ahí parado, esperando a morir y que ello disminuyera un poco su cuota de dolor continuo. Miguel sujetó con firmeza el corvo, y antes que las dudas lo siguieran acosando recordó que el gigante, tal como el resto, no eran uno sino dos personas atadas de cuerpo y alma contra su voluntad, y cumpliendo órdenes que la mayoría de las veces no querían cumplir; con la misma precisión y velocidad de siempre hizo el corte bajo el ombligo del gigante, quien no emitió sonido alguno. Instintivamente el engendro intentó contener con sus manos sus dos mitades unidas, mientras empezaba a manar el líquido azulino desde todas partes. Antes de terminar de dividirse logró mantener unidas las mitades de su cabeza, miró a Miguel y le dijo:

–Duele menos... a ambos... gracias...– luego de lo cual las dos mitades de su enorme cuerpo salieron proyectadas en ambos sentidos, dejando una gran posa de sangre azulina en el suelo del subterráneo.

Miguel dio la vuelta y se dirigió al primer subterráneo. Después de subir la escalera, caminó en silencio a donde estaban Arturo y Esteban, y sin mediar palabra descargó un violento puñetazo en la cara de Arturo, para después usar su camisa para limpiar la hoja de su corvo. Una vez el acero estuvo brillante y capaz de reflejar su rostro con nitidez, guardó el arma en su funda.

–Bajemos, este huevón nos debe una explicación– dijo Miguel, dirigiéndose de inmediato a la escalera.

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–¿Cómo estás?– se atrevió a preguntar Esteban mientras arrastraba a Arturo, quien volvía a sangrar de su nariz.–Bien, por fin estoy bien.

Cuando llegaron abajo, Arturo y Esteban quedaron petrificados. Esteban no quería creer que el subterráneo era del mismo tamaño que el anterior, y que tenía la misma cantidad de camarotes: era ilógico pensar que habían gastado tantos recursos para sólo tener tres soldados especiales. Arturo miraba con pena las mitades separadas de los dos conductores y el gigante: ahí yacían en el piso los tres engendros originales, los prototipos que sirvieron a don Steven y a don Manuel para aprender a crear el ejército que había sido destruido un rato antes. Ahora no quedaba nada, la destrucción había sido total, y el hombre sabía que tarde o temprano encontrarían al patrón, y el proyecto acabaría por siempre. Un puñetazo en el abdomen sacó al hombre de su amarga contemplación, señal del inicio de un nuevo interrogatorio.

–¿Trescientos camarotes para tres soldados, de verdad esperas que crea eso?– dijo Miguel enrabiado.–No para los tres solamente, para los otros que se seguían creando y para los que ustedes mataron en lo de Maipú y acá.–En Maipú había cuarenta, y definitivamente acá no maté a doscientos sesenta– respondió Miguel.–Acá había sesenta en el primer piso, eran los más nuevos, ellos eran los que dormían en este galpón. Los otros camarotes estaban pensados para ser llenados en el corto plazo... hasta que ustedes aparecieron, hijos de...–¿Y los tres especiales descansaban con ellos? ¿No que los jefes tenían miedo que les indujeran ideas?– preguntó Esteban.–Era más fácil hacer pensar a los más antiguos que a los más nuevos– contestó Arturo.–Terminemos el tour– interrumpió Miguel–. Muéstranos el tercer subterráneo, donde fabricaban a los engendros. Quiero que dejes de ser útil para poder matarte de una vez.

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XXX

Arturo, Esteban y Miguel llegaron al primer piso de la casa. Para Arturo fue dificultoso subir las escalas con la amarra tan apretada en su cuello, las manos atadas a la espalda y los dos hombres amenazándolo a cada segundo; de hecho estaba seguro que no le habían creído que la entrada al tercer subterráneo no era por el segundo galpón sino por una de las habitaciones, pese a que habían revisado tabla por tabla el suelo de dicho subterráneo, buscando alguna suerte de puerta oculta o pasadizo secreto, como los de la casa de Maipú. En cuanto llegaron arriba, Esteban tiró con violencia de la cuerda, sentándolo en una silla.

–Ya huevón, pongámosle que la entrada no está allá abajo. Nos hiciste subir hasta acá, así que nos vas a mostrar la puta puerta. Ah, y si por casualidad lo hiciste para ganar tiempo, te juro que te voy a volar un diente por cada minutos que perdimos, y ya vamos en seis– dijo Esteban.–En la habitación a la izquierda que da al comedor...–¿Esta?– dijo Miguel, indicando el dormitorio más cercano a la puerta de entrada al primer subterráneo.–Ahí. Al centro de la habitación, debajo del tapete donde está puesta la silla del computador.

Miguel sacó la silla del computador y levantó el tapete, dejando al descubierto una tapa de madera cuadrada de metro y medio de lado, con la ya conocida argolla de acero en uno de sus bordes. Empuñando el corvo con la mano derecha como siempre, el cartero tiró de la argolla y levantó la tapa: bajo el piso de la habitación había una escalera de caracol de acero, que se internaba en las profundidades de la tierra, y en el marco de la tapa se veía un pedal metálico redondo de cinco centímetros de diámetro. Instintivamente Miguel lo pisó, encendiendo una serie de luces que iluminaban el tubo en el que se encontraba la escala, y que luego parecían perderse en las profundidades de la tierra.

–Esto se ve mucho más moderno y producido que el resto– dijo Miguel–. Esteban, trae al huevón para que baje delante de nosotros, a ver si hay alguna trampa en esta mierda de túnel parado que hicieron acá, si es que es la entrada al subterráneo.–Por su bien tiene que serlo, ya van nueve dientes... perdón, minutos– respondió el viejo brujo.–Para que no haya sorpresas, les aviso que la escala tiene diez metros, y que da a un pequeño corredor de tres o cuatro metros que desemboca en la entrada de la sala, que queda justo debajo del segundo subterráneo– dijo Arturo–. La puerta es de una madera gruesa, y está siempre cerrada con llave.–¿Dijiste que la puerta es de madera? Acá está la llave– dijo Miguel, desenfundando la pistola que le había quitado a Pedro Gómez–. Ya, basta de cháchara, bajemos de una vez– dijo el cartero, con la secreta esperanza que en la habitación hubiera algún indicio de Ana.

Esteban tiró de la cuerda a Arturo, para levantarlo y llevarlo a la habitación. El hombre empezó a bajar de inmediato, siendo escoltado por sus dos captores hasta los pies de la escala metálica, diez metros más abajo. Tal como les había dicho, la escala desembocaba en un corto pasillo que terminaba en una puerta de

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madera de dos hojas, con una voluminosa cerradura al medio. Miguel desenfundó la pistola, y al no poder girar la manilla de la puerta, pasó la bala y descargó un disparo que reventó el mecanismo e hizo que ambas hojas se abrieran de par en par.

–¿Dónde está el interruptor? Esta cosa parece boca de lobo– dijo Esteban.–No lo sé, apenas he venido unas tres veces, cuando los jefes ya estaban acá– respondió Arturo.–¿A qué, a traer mitades de cuerpo? Me imagino lo enredado que debió ser bajar la escala cargando tanto peso– dijo Miguel, mientras buscaba a tientas en las paredes el interruptor de la luz.–Las mitades de soldados no entraban por acá– dijo Arturo–. En el estacionamiento, entre la camioneta y el minibus, hay un agujero en el cemento cerrado por una tapa metálica, que se activa con un hidráulico. Eso abre una especie de resbalín metálico, por donde se deslizaban las mitades y caían acá. Esta sala era exclusiva para que trabajaran don Manuel y don Steven, y cuando terminaban de armar cada soldado, tenían que salir caminando por sus medios y subir solos la escalera al nivel de arriba. Éramos pocos los que bajábamos acá, y sólo por situaciones especiales.

De pronto Miguel dio con el interruptor y lo encendió. De inmediato una serie de luces rojas iluminaron escasamente la mitad de la habitación, dejando visible hacia el fondo una cortina; con sumo cuidado, el cartero exploró la habitación sin fijarse mucho en lo que había a su alrededor, hasta que vio lo que buscaba: en la pared adyacente a la cortina divisoria había otro interruptor, que al encenderlo iluminó por completo con los consabidos tubos fluorescentes el lugar. Miguel corrió la cortina para poder observar completo el panorama. La cortina hacía las veces de muro, pues cada lado parecía un mundo diferente. El lado que estaba oculto tenía una abertura en la pared, de dos metros de largo por cincuenta centímetros de alto, que daba a una plancha metálica del mismo largo que la abertura y de un metro de ancho, con cientos de agujeros y una baranda plegable, similar a las de las camillas de las ambulancias. Al lado de esa plataforma había otra camilla metálica del mismo tamaño, con ruedas, amarras y barandas. En el suelo, a metro y medio de la plataforma, habían unos topes que coincidían con la ubicación de las ruedas de la camilla; un metro pasados dichos topes había una serie de muebles metálicos cerrados, cuyas partes posteriores daban a las cortinas divisorias. En el suelo, además de los topes, se veían varias canaletas en el cemento, que confluían a un resumidero cubierto por una rejilla metálica, para evitar el paso de sólidos. En la pared perpendicular, que daba a la cabecera de la camilla, se veía una especie de depósito plástico, que tenía en su extremo inferior una manguera delgada con una aguja en su extremo, desde donde goteaba la sangre azulina que nutría a los engendros. Pasada la cortina, en el lado iluminado en un principio por las luces rojas, estaba todo pintado de negro. Al centro del lugar había una plataforma de las mismas dimensiones de la camilla del otro lado, de un metro de alto, hecha de madera en su superficie, y rodeada de paños negros clavados a la plataforma, que impedían ver qué había por debajo; la madera era café oscura, algo rojiza, y no tenía ningún tipo de pintura o barniz. En el muro que daba a la puerta había un mueble cerrado también de madera rojiza. En las paredes había diseños que no se veían con la luz blanca de los tubos fluorescentes, pero sí a la luz roja; Miguel apagó las luces blancas algunos

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segundos para poder ver dichos diseños, que a primera vista parecían letras de un alfabeto desconocido. Salvo esos dibujos, no había nada más en las paredes.

–Esta cosa parece sacada de esas películas de terror en blanco y negro– dijo Miguel, mientras miraba una y otra vez a su alrededor–. Es como una mezcla entre laboratorio de Frankenstein y un altar de misa negra.–Eso es exactamente– comentó Esteban–. Por eso Manuel y Steven trabajaban solos acá, y apenas separados por una cortina, así cada cual tendría una perspectiva del trabajo del otro, para saber cuándo habría que apurar alguno de los procesos.–¿Reconoces los símbolos visibles a la luz roja?– preguntó Miguel.–Sí, son conjuros en hebreo y sánscrito, sirven para pedir energía a algunos demonios– leyó Esteban, evidentemente asqueado–. El color negro de las paredes y las cortinas, ayuda a mantener retenida la energía en el lugar– terminó el viejo, para luego tirar de la cuerda en el cuello de Arturo–. ¿Viste alguna vez el proceso completo?–Sí. Yo trabajaba directamente con don Steven, y él me invitó una tarde a ver el armado completo. Don Manuel no estaba muy contento que digamos, pero por respeto a don Steven no se negó. Además, como él mismo me había iniciado en el culto a Luzbel, no había problema en que me quedara.–¿Una iniciación satánica?– dijo Miguel–. Suena horroroso.–Es tan horroroso como un bautizo católico– respondió Arturo–. La ceremonia en el fondo es similar, cambian algunos símbolos nada más. Y claro, a quien se dedica el alma.–No te distraigas huevón, cuéntanos del proceso de armado de los engendros– interrumpió Esteban.–Está bien. El proceso empezaba allá, en esa plataforma pegada a la pared, era ahí donde caían las mitades de personas, por esa abertura que está conectada al estacionamiento de la camioneta. Don Steven, además de darle a los soldados el cordel marcado con el tamaño adecuado, les decía si necesitaba la mitad izquierda o derecha, así tiraban por el agujero sólo la mitad pedida, y dejaban la otra en la camioneta para después ir a dejarla a la casa de Maipú. Además el soldado especial, al que le decían el gigante, podía elegir personas grandes para dividir y traer a esta casa, y a si a don Steven y a don Manuel les servían, las usaban para nuevos soldados, y luego les daban un cordel con el tamaño adecuado para buscar la otra mitad y completar la creación.–Así que el gigante también podía elegir a nuevos engendros. Parece que me salvó el ser bajo– comentó Miguel.–Bueno, una vez que don Steven tenía la mitad necesaria del cuerpo, la arrastraba de la plataforma a la camilla, y de ahí llevaba la camilla hasta esos topes en el suelo– continuó Arturo–. De inmediato sacaba sus suturas y empezaba a unir las dos mitades de cuerpo, partiendo desde debajo del ombligo hacia arriba, dando la vuelta y terminando a menos de medio centímetro del inicio de la sutura. Luego soltaba la camilla de los topes, y la llevaba al otro lado de la cortina. Ahí le pasaba el cuerpo a don Manuel, acostándolo en el altar de madera que está al medio de este sector de la habitación. Don Manuel le ponía una mano donde empezaba y terminaba la sutura de las mitades, y recitaba algo en una lengua desconocida, primero en voz baja y luego de a poco empezaba a subir el volumen, hasta que el cuerpo se sacudía solo. Cuando eso pasaba, echaban de nuevo el cuerpo a la camilla, don Steven lo llevaba de vuelta a su mitad de la

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habitación, y le clavaba esa aguja conectada a la manguera en el cuello, para llenar el cuerpo de la sangre azulina que les permitía sobrevivir por una semana sin necesidad de alimentarse ni nada.–Suena tan fácil todo– dijo Miguel–. ¿Y cuánto demoraba todo el proceso?–La parte de la sutura era la más lenta, como tres horas y media o cuatro horas, porque don Steven también cosía cosas por dentro, venas, tripas, cosas así; lo de afuera era lo de menos. La ceremonia de don Manuel era variable, cinco minutos a lo más. La carga de sangre demoraba como tres horas.–¿Siete horas para hacer un solo engendro? ¿O sea que con suerte hacían tres por día?– preguntó Esteban.–Al principio era uno diario, por lo menos así fue con los soldados especiales. Pero una vez que la cosa se hizo más mecánica, y empezaron a llegar más y más mitades, se llegaron a hacer hasta cinco por día. Don Steven cosía uno, se lo pasaba a don Manuel, empezaba a coser otro y mientras lo hacía, conectaba el que le devolvía don Manuel. Cuando ese estaba cargado, lo despertaban y le ordenaban que esperara de pie en el corredor de afuera; al terminar de coser al quinto, don Steven se iba a dormir y cuando despertaba a la mañana siguiente, bajaba y le ordenaba a ese que se parara para empezar el proceso de nuevo. Mientras eso ocurría, don Manuel le ordenaba a los cinco que estaban listos que subieran la escalera, y los guiaba hasta el primer subterráneo del otro lado para que estuvieran listos a cumplir órdenes. En terminar a los trescientos sesenta y tres soldados se tomaron en total como tres meses.–Pareciera que la pega más pesada se la llevaba el científico– comentó Miguel–. ¿Qué hacía Manuel con todo el tiempo libre que le quedaba?–Don Manuel tenía que estar acá para cuando don Steven terminara con cada soldado. El resto del tiempo don Manuel se encargaba de organizar la compra de insumos, la mantención de la casa, la coordinación con la casa de Maipú, el trabajo de los soldados, y el entrenamiento de los novicios para que aprendieran a capturar nuevas mitades; además, se reunía muy seguido con el patrón. Él venía casi todos los días para acá, y se encerraba con don Manuel a conversar en la misma oficina donde está la escalera. Parece que a veces se les unía don Steven, pero no era lo habitual. Un par de veces ambos fueron a la casa del patrón.–¿Sabes dónde está esa casa? No intentes hacerte el huevón o el héroe con nosotros, mariconcito. De tu respuesta depende qué tan rápido mueras– dijo Esteban apretando con violencia la cuerda.–Una... una de las veces los llevé en auto para allá. No entré a la casa, sólo conduje de ida, y cuando me llamaron los fui a buscar– respondió casi asfixiado Arturo–. En la primera oficina está la agenda con la dirección.–Vamos todos para allá, ya nos hicieron la talla una vez– dijo Esteban, tirando a Arturo fuera de la habitación y llevándolo a través del pasillo hacia la escalera de caracol.

Cuando los tres hombres llegaron a la primera oficina, Arturo les mostró el cajón donde estaba la agenda. Miguel la sacó y buscó en la letra “P”, de “patrón”: cuando la vio, puso cara de desconcierto.

–¿Qué pasa muchacho?– preguntó Esteban.–Esta calle queda en Vitacura, la dirección parece ser la de la mansión de... –¿Mansión?– interrumpió Arturo– ¿Qué mansión? La casa es elegante pero no es grande, tiene apenas un estacionamiento y un antejardín normal, eso no da para

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mansión. La de la cuadra que viene es una cuestión monumental, con cancha de golf y todo. –¿Y no se supone que el “patrón” es un viejo millonario excéntrico o algo así?– preguntó Esteban.–Ustedes preguntaron por la casa, y esa es la que yo conozco. Ah, y el patrón no es viejo, es más joven que don Steven y que don Manuel. Tiene pelo negro entrecano, contextura media, pinta de militar retirado. Recuerdo que antes que me enviaran de vuelta don Manuel lo saludó por su nombre... cómo fue que le dijo... ah sí, don Pedro...

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XXXIMiguel se abalanzó sobre Arturo, y lo levantó del cuello con las dos manos, azotándolo contra la muralla, arrastrando a Esteban quien no alcanzó a soltar la cuerda.

–¿Qué dijiste conchetumadre, que el patrón se llama... Pedro?– preguntó entre dientes Miguel, apretando cada vez más fuerte la garganta de Arturo.–Sí... suéltame... no puedo... respirar...–¡Tranquilo cabro, suéltalo!– gritó Esteban.–Milico hijo de puta... todo este tiempo hueveándome el maricón para despistarme...– dijo el cartero, mientras soltaba a Arturo, quien cayó pesadamente al suelo, y logró a tiempo tomar una gran bocanada de aire.–Cálmate, puede ser alcance de nombres. No es raro que un militar se llame Pedro y viva en Vitacura...– dijo Esteban.–¿A una cuadra de la casa de su tío, donde convenientemente estaban las espadas que el maricón necesitaba? Yo no creo en coincidencias Esteban, esta huevada está clara para mi– dijo casi fuera de sí Miguel.

Miguel empezó a patear los muebles enfurecido. De pronto sacó la pistola del pantalón y la amartilló sobre la frente de Arturo.

–Si tienes alguna otra cosa útil que decir, hazlo ahora. Si no, ya no me sirves de nada.–No, ya saben todo lo que sé– respondió Arturo–. Ustedes ya acabaron con todo lo que me quedaba en la vida. Sólo espero que el patrón y don Manuel...–Miguel, baja esa arma– interrumpió Esteban–. Yo le prometí a esta mierda que si colaboraba moriría rápido, y soy hombre de palabra. ¿Le puedes soltar las amarras, por favor?

El cartero desamartilló con cuidado el arma, la guardó en su cinto, sacó la cuerda del cuello de Arturo y le soltó las amarras de las manos, ante la sorpresa del hombre.

–Antes de terminar, ¿esos tambores que hay al lado del minibus qué tienen?– preguntó Esteban.–Bencina... ¿por qué me soltaron?– preguntó temeroso Arturo.–Para que atajes esto– dijo Esteban, arrojándole a Arturo el madero. El hombre arrodillado en el suelo lo atrapó en sus manos, muriendo en el acto.–Ya Miguel, ayúdame con los tambores de bencina, quiero terminar con esto para ir a visitar a tu amigo el milico.–Ahora entiendo lo de morir rápido, olvidaba que este bastardo se había... ¿cómo se dice, bautizado en el diablo?– dijo Miguel.–Da lo mismo como se diga, no perdamos más tiempo.–Está bien. ¿Cómo haremos para destruir la casa?–Como soy el más viejo, vaciaré el tambor en la zona de descarga del estacionamiento, para que llegue por el conducto al subterráneo donde armaban los cuerpos. Tú te llevas el otro y lo desparramas en los subterráneos que servían de barracas a los engendros.

Mientras Esteban encontraba una especie de pedal en el pavimento que abría la

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compuerta de los cuerpos en el estacionamiento, y se aprestaba a abrir uno de los tambores de bencina para vaciarlo desde ahí, Miguel conseguía un carro de dos ruedas, tradicionalmente llamado “yegua”, para montar el otro tambor, y llevarlo al interior de la casa. Con bastante esfuerzo logró bajar la yegua con el tambor por las dos escaleras, para vaciar más de la mitad de su contenido en el segundo subterráneo. Al mirar por última vez al gigante, pensó en que hubieran bastado algunos centímetros más de estatura, para que en esos instantes él formara parte del ejército de engendros; el ver las mitades inertes de los cuerpos del gigante y los conductores en ese nivel, y del resto de los engendros en el piso superior, le daban la tranquilidad al saber que más de seiscientas almas habían recuperado su tranquilidad gracias a su esfuerzo y al de Esteban. Cuando estaba por terminar de vaciar el resto del contenido del tambor en el primer subterráneo, un grito lo sacó de su concentración.

–¡Apúrate muchacho, enciende luego tus subterráneos que estoy listo con el mío!–¡Ya voy!

Miguel empapó un par de paños en bencina y los encendió, lanzó uno al subterráneo más profundo, y cuando vio que las llamas envolvían todo lanzó el otro en el primero. Cuando vio que las lenguas de fuego salían por la puerta, se dirigió hacia el estacionamiento. Justo cuando estaba por salir, vio que la oficina en donde estaba la escalera de caracol se estaba llenando de humo.

–¿Qué hiciste Esteban?– le dijo a su compañero, al encontrarlo al lado de la abertura en el estacionamiento, donde se encontraba la camioneta.–Como te demoraste tanto, le saqué la camisa a ese tal Arturo, hice una pelota, la mojé en bencina, la encendí y la tiré rodando por el hoyo. Por tu pregunta debo suponer que se encendió el asunto abajo.–Por lo menos ya salió el humo por la escala de caracol.–Bueno, terminamos aquí entonces. Volvamos a la casa que se supone estamos cuidando. Ya estamos más cerca de nuestro objetivo– dijo Esteban–. Ah, y trata de tranquilizarte, antes de matar a ese par de malditos tenemos que saber si hay alguien más en esto, o si queda algún lugar donde guarden otra sorpresa.–No sé si me logre controlar Esteban, ese milico hijo de puta es el culpable de la muerte de mi Ana, y el muy cínico hasta me ofreció ayuda. Si le hubiera aceptado...–Pero no lo hiciste porque te dio mala espina. Tal vez el huevón no es adorador del diablo, y por eso no le pasó nada al cortarse con tu espada, y hace esto sólo por ambición de poder– comentó Esteban.–Lo que sé es que una vez que termine de torturarlo para saber dónde dejó botados los restos de mi Ana o qué mierda hizo con ella, le meteré la espada por la raja y se la sacaré por el hocico. Si quieres después lo matas.–Ya muchacho, salgamos de acá antes que el incendio se agrande y alguien nos vea.

Los dos hombres se fueron sigilosamente hasta el muro del fondo del sitio. Luego de saltarlo y volver a la casa que usaban como pantalla, se escucharon los primeros gritos de los vecinos de la otra cuadra, por las llamas que envolvían todo. Media hora más tarde estaban mirando cómo los bomberos intentaban apagar el gigantesco incendio, junto al resto de los mirones del barrio.

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XXXII

Esteban despertó a la mañana siguiente con mucha hambre. Luego del asalto a la casa de los engendros, de haber acabado con todos sus moradores tal y como estaba planeado, y de haber ido a mirar cómo las llamas consumían todo junto a los vecinos de ese barrio, se había acostado demasiado cansado, y había despertado casi a mediodía sin haber comido en más de trece horas, cosa nada habitual para él. De inmediato se duchó, y luego de vestirse se dirigió a la cocina. Ahí estaba Miguel, sentado viendo en la televisión las noticias acerca del incendio de la casa contigua, con un semblante que dejaba ver que había pasado la noche en vela.

–¿Cómo estás muchacho? Aparte de trasnochado, claro.–Bien Esteban, bien– respondió con voz lejana el cartero.–¿Comiste algo anoche o ahora en la mañana?–Sí Esteban, comí.–No te creo nada muchacho. ¿Cómo se supone que haremos el asalto a la casa del milico, si no comes ni duermes?–El odio y la necesidad de venganza son mayores que el cansancio y el hambre, viejo. Además, siempre que atacamos lo hacemos de noche, no veo por qué tendríamos que cambiar de conducta justo ahora, ¿o crees que hay que atacar de día, para que tu hermano el brujo y este milico no alcancen a reaccionar?–No creo que tengan un plan B después de lo que hicimos, a menos que pretendan escapar del país y rehacerse en otro lado del continente o del mundo– reflexionó Esteban–. Tal vez deberíamos darnos una vuelta por la casa ahora en la tarde, a ver si hay algo de movimiento. –¿Tú crees que puedan intentar escapar?–Yo en su lugar lo haría. A ver, deja preparar unos panes con algo para comer rápido, y encontremos esa maldita dirección de una vez por todas.

Mientras Esteban preparaba algo para comer, Miguel se duchó y se cambió de ropa: a sabiendas que la situación podía tomar rumbos inesperados, había tomado la precaución de llevar una muda. Los dos hombres almorzaron viendo las noticias, para asegurarse que no hubiera sospecha sobre ellos respecto del incendio. Como el trayecto y la incursión la harían de día, los hombres tenían que ir con ropa común, pues sería demasiado llamativo circular en una motoneta vestidos de negro, más aún en una comuna del barrio alto donde la seguridad era otro servicio básico. Miguel amarró la bolsa con la espada al marco del vehículo, y cubrió con sus ropas el corvo y la pistola; por su lado, Esteban echó su talismán a una simple bolsa de plástico de supermercado, la que llevaría colgando en su mano. Luego de revisar completa la agenda donde estaba la dirección, para asegurarse que no fuera un nuevo intento de despiste por parte de los iniciados en el culto satánico, Esteban arrancó la hoja con la dirección y la guardó en su bolsillo, para después desechar el resto. A las tres de la tarde los dos hombres estaban cerrando, tal vez por última vez, la puerta de la casa que les sirvió de pantalla y refugio para acabar con el ejército de engendros, e iniciaban el que esperaban fuera el periplo final en la sangrienta aventura que les había tocado vivir.

Cuarenta minutos después, la moto con los dos hombres se detenía frente al

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domicilio que aparecía en el papel, que efectivamente estaba a una casa de la calle donde empezaba la mansión de Gabriel, el dueño original de las espadas. Miguel estacionó la moto a la vuelta de la esquina, y se dirigió con Esteban a la dirección que buscaban; justo en ese momento estaba llegando a la casa un automóvil sedán, que entró al estacionamiento del antejardín, desde donde descendió Pedro Gómez, quien a la distancia se veía bastante demacrado. Cuando cerró la puerta de entrada de la casa, ambos hombres se acercaron a la reja tratando de no despertar sospechas. En el instante en que los guardias de una caseta de seguridad que había justo en donde empezaba la mansión de Gabriel se enfrascaban en una discusión dentro de la garita, ambos hombres saltaron la reja de la casa de Pedro Gómez, y se dirigieron raudos a la puerta del estacionamiento techado, que Gómez había dejado abierta por descuido o desazón, entrando al lugar sin tocar el auto.

–¿Qué hacemos ahora?– susurró Esteban–. Tú decides.–Yo entraré por esa puerta lateral– dijo Miguel, indicando una puerta en el estacionamiento que daba a un pasillo de la casa–. Tú busca otra entrada por atrás, o trata de forzar la puerta delantera. Uno de nosotros debe pillarlo por sorpresa y maniatarlo, para después encontrar a tu hermano Manuel. Cuando tengamos a los dos juntos, veremos qué hacer.–Está bien. Por favor muchacho, trata de no volverte loco, antes de matarlo hay que averiguar si queda algo más que destruir, para erradicar esta lacra del planeta para siempre– dijo Esteban, palmoteando suavemente la espalda de Miguel. –Bueno viejo, por lo menos lo intentaré. Cuídate, y nos vemos luego.–Cuídate muchacho.

Mientras Esteban desparecía por la puerta trasera del estacionamiento hacia un patio posterior, Miguel entraba sigilosamente al pasillo de la casa. El lugar era elegante y sobrio, las paredes blancas contrastaban con una alfombra azul oscuro que cubría por completo el piso de la casa. Al fondo del pasillo se veía una escalera de caracol de madera, que parecía desparecer en el techo gracias a su forma y ubicación; al otro extremo el pasillo daba a una especie de sala de estar, desde donde se escuchaba una suave melodía orquestada. De pronto Miguel notó que el techo crujía sobre su cabeza; algunos segundos más tarde, vio unos zapatos lustrados bajando la escala del fondo del pasillo, con el clásico pantalón gris que Gómez parecía usar cada vez que se encontraba con él. Ese era el momento preciso: Miguel sacó la pistola y pasó bala lo más silenciosamente posible, y llegó a los pies de la escala justo cuando Pedro Gómez terminaba de bajarla; en cuanto lo vio, Miguel amartilló el arma y apuntó a su cara.

–¿Qué mierda... Miguel?–Cállate conchetumadre, lo sé todo.–Tranquilo muchacho, el gatillo de esa arma es algo sensible... ¿qué quieres decir con eso de “lo sé todo”?–Conmigo no te hagas el huevón, Gómez. Vamos a la sala de estar, y cuidado con intentar alguna tontera o te mato de una.–Miguel, no sé qué te pasa pero...–¡Camina mierda!– gritó Miguel, empujando violentamente por el pasillo a Gómez, quien caminó en silencio hasta la sala de estar.–Muchacho, cálmate, ¿por qué no me dices a qué viniste?

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–A matarte mierda, a matarte luego que me digas qué hiciste con los restos de mi Ana. –Miguel, no sé qué te está pasando pero...– intentó decir Gómez, siendo interrumpido por un intempestivo puntapié en la entrepierna que lo dejó en el suelo medio aturdido de dolor.–¿Todavía crees que soy el mismo cartero huevón de antes, milico hijo de puta?– gritó entre dientes Miguel apuntando a la cara de Gómez–. Esteban y yo destruimos las dos casas, ya no te quedan engendros para apoderarte del mundo, conchetumadre. El científico está muerto, ahora sólo falta que el viejo encuentre a su hermano Manuel: ahí conversaremos los cuatro, y una vez que sepa qué hicieron con Ana y me haya cansado de torturarte y mutilarte, recién ahí decidiré cómo te voy a matar.–Te juro que no entiendo nada de lo que hablas Miguel, ¿qué casas, quién es ese tal Manuel?– preguntó Gómez mientras se apoyaba en la pared para incorporarse–. Algo te metió en la cabeza ese tal Esteban, te dije que no confiaras en él, que no...–No me metió nada en la cabeza, mierda– respondió Miguel–. Yo viví todo, vi los congeladores, las salas de reabastecimiento, la máquina de la sangre, las barracas subterráneas, el laboratorio, el altar, todo. Yo maté uno por uno a todos los engendros. Ya no te queda nada Gómez, entiende, se acabó, sólo falta que me digas qué hiciste con Ana y dónde están sus restos, y ya no quedará nada en esta tierra para ninguno de nosotros.–Miguel, no sé cómo hacerte entender...–Cállate huevón– interrumpió Miguel–. El ayudante del científico nos dio tu dirección, y hasta recordó tu nombre poco antes de morir. No tienes coartada, no te queda nada.–Miguel, por dios...–¿Cuál dios mierda, el dios al que todos invocamos cuando estamos en problemas, o tu dios personal? ¿O acaso te convertiste al satanismo y ahora tu dios es el diablo?–Miguel, por... ¿qué...?

De improviso Pedro Gómez desvió su mirada y una expresión de terror se apoderó de su rostro. Miguel hizo el ademán de mirar, y en ese instante vio cómo el militar se llevaba la mano al cinto, aparentemente buscando un arma. El cartero estaba decidido, apuntó directo a la frente de Gómez y cuando estaba a punto de disparar, sintió un dolor agudo en su nuca que lo lanzó hacia adelante sin control. Antes de perder el conocimiento vio cómo Gómez alcanzaba con su mano una pistolera que llevaba en el cinturón bajo la chaqueta, y antes que lograra sacar el arma, dos explosiones consecutivas en su pecho lo proyectaban contra el muro y lo hacían caer inerte sobre la alfombra de su casa.

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XXXIII

Miguel corría desesperado por un oscuro pasadizo que sólo dejaba ver destellos de tubos fluorescentes en mal estado, que se encendían y apagaban sin ritmo alguno, dificultando la visibilidad del trayecto que recorría a toda velocidad. El cartero sabía que no podía detenerse, que de ello dependía su vida, que probablemente lo venían siguiendo para matarlo. De pronto vio que el pasadizo doblaba en ángulo recto hacia un sector bien iluminado; cuando dio esa vuelta se encontró de frente con Ana, quien estaba afirmada contra una de las paredes. Al tomar su mano la mitad de su cuerpo se desprendió de la pared, cayendo sobre él y dejándolo completamente ensangrentado. En ese instante una fuerte bofetada lo despertó de su pesadilla: la sangre era un vaso de agua que le habían lanzado a la cara para despertarlo, lo que fue rematado por el golpe. Lentamente su vista se empezó a aclarar y sus sentidos se reactivaron, descubriendo que estaba atado de pies y manos a una silla, tal como lo habían hecho con Raúl primero y con Arturo después.

–Ahora te demoraste menos en despertar del palo, cartero– dijo una voz tras de sí que inmediatamente reconoció.–¿Esteban? ¿Qué chucha pasa, viejo?–Esteban no existe cartero, nunca ha existido. Mi nombre es Manuel– dijo su camarada de armas parándose delante de él, con la misma ropa que llevaba cuando se separaron en el estacionamiento de la casa de Pedro Gómez.–Manuel es tu hermano...–¿Aún no entiendes nada, Miguel?– dijo el ahora desconocido que le hablaba–. Nunca hubo dos brujos, siempre fui uno, Manuel Ramírez. No existen los brujos buenos y los brujos malos, pedazo de estúpido, existimos los brujos y todos trabajamos para el mal.

Miguel estaba desconcertado, no entendía nada de lo que estaba sucediendo: estaba medio mojado, golpeado, maniatado, y hablando con quien lo había ayudado a terminar con todos los engendros, y que ahora se presentaba como el único de los líderes del grupo que quedaba con vida, luego de la muerte de Gómez.

–Esteban...–¡Manuel, mierda!– dijo el hombre abofeteándolo nuevamente.–¿Qué mierda es esto, qué chucha está pasando?– preguntó Miguel, con su rostro casi desencajado.–Tal vez debamos responderle algunas cosas a nuestro joven amigo, Manuel.

Luego de escuchar esas palabras de una voz que le sonaba familiar, las luces del lugar se encendieron: estaba sentado al medio de una sala magnífica, rodeado de obras de arte. Frente a él había un muro con doce pares de soportes vacíos, y la espada más antigua que había visto en su vida.

–¿Gabriel?– dijo estupefacto Miguel, una vez que reconoció el lugar y vio de dónde provenía la voz.–Don Gabriel para ti cartero, demórate un poco más, somos de clases y realidades distintas– respondió el viejo multimillonario.

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–Antes que vuelvas a preguntar qué pasa y a decirme Esteban, contestaré tus dudas – intervino Manuel.–¿Qué pasó con nuestra cruzada?– preguntó temeroso Miguel.–¿Nuestra cruzada? Este no es más tonto porque no nació antes– dijo Gabriel, soltando una gran carcajada–. A ver estúpido, lo que tú llamas cruzada es simplemente la ejecución maestra de un plan que cambió todo el trabajo que habíamos avanzado con Manuel, luego que él descubriera un nuevo manuscrito.–No entiendo nada... –A ver pendejo, trataré de explicarlo de un modo simple– respondió Manuel–. Con Gabriel y Steven estábamos trabajando en el armado de un ejército de soldados poderosos y sin voluntad para apoderarnos del planeta. Como viste en las dos casas que teníamos, el proceso era extremadamente lento, y no podíamos fabricar más de cinco soldados diarios que había que reabastecer cada siete días, además que los más antiguos empezaban a mostrar signos de recuperar algo de conciencia de su realidad, y a cuestionar nuestro actuar. Por otro lado, Steven estaba empezando a reclamar porque a él le tocaba más pega que a mi, y yo demostraba más poder sobre la gente que él. En los ratos libres que quedaban, Gabriel iba a la casa y nos reuníamos a espaldas del gringo para ver cómo acelerar el proceso de armado, o al menos mejorar los soldados para que duraran más tiempo sin tener que realimentarlos.–Por mientras el gringo se quemaba las pestañas cosiendo el ejército original, e inyectándole la gelatina azulina babosa que llamaba sangre a la tropa – intervino Gabriel, casi divertido.–Gabriel llevaba a la casa cada manuscrito antiguo que encontraba, a ver si había algo que yo pudiera usar para cambiar el modo de trabajar– prosiguió Manuel–. Todo lo que caía en mis manos eran embrujos menores, y conjuros que yo ya conocía y que alguna vez había probado sin suerte. Un día Gabriel me invitó a esta casa y mientras conversábamos, se me ocurrió recurrir a la fuente: le pedí que mandara traer el viejo baúl de doble fondo, donde estaban escondidas las espadas. Me puse a intrusear y adivina qué: el baúl tenía otro fondo falso por debajo del doble fondo. Ahí venía el manuscrito con el conjuro original grabado en las espadas; pero el papel traía más información, que nadie había visto por siglos. –Y que obviamente tu amigo Esteban Manuel sabía interpretar... ¿o es Manuel Esteban? – dijo Gabriel, sonriendo aparatosamente.–El brujo que escribió el manuscrito, previó que el poder del conjuro era enorme, y que eventualmente podría pasar lo que le pasó al soldado borracho que grabó la frase en su espada: podía ser capaz de cortar un alma. Así que el brujo hizo una ceremonia, se contactó con algunos demonios, y consiguió un sortilegio capaz de reponer ese pedazo de alma cercenada al alma original.–Y ya podrás adivinar lo que tu compañero de cruzada Esteban... o sea Manuel, hizo con ese desconocido conjuro– dijo Gabriel.–Modifiqué convenientemente el conjuro, para lograr reunir las dos mitades de un alma partida en dos con las espadas. Lo bueno del nuevo sortilegioo es que no queda rearmada el alma original, sino que se genera un alma nueva, sin voluntad, tal como al unir dos mitades de almas distintas. El proceso permite además que las dos mitades de cuerpo se unan sin necesidad de suturas, cirugías, o algún otro tipo de intervención anatómica humana, manteniendo el exceso de fortaleza física que lograba el trabajo previo; por supuesto que tiene un punto de unión bioesotérico, pero ya no queda bajo el ombligo.–Te faltó contarle a nuestro amiguito, que se acabó esa gelatina de mierda que

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inventó Steven para mantener vivos los cuerpos– agregó Gabriel.–Es cierto, los soldados nuevos ya no necesitan recargar sangre sintética una vez a la semana, ahora basta con que se alimenten como un humano normal y listo– dijo Manuel.

Miguel había quedado casi paralizado en la silla, en esos instantes su única esperanza era estar en una pesadilla para poder despertar en cualquier otra circunstancia que no fuera esa.

–¿Qué pasó con Gómez, qué monos pintaba en todo esto?– preguntó Miguel, intentando ordenar sus ideas y ganar algo de tiempo, a ver si encontraba alguna salida a toda esa situación.–Pedrito, mi sobrino querido...–dijo Gabriel, poniendo cara de pena irónica–. Pedro fue un tonto útil en esta historia. Cuando todo el plan original estuvo armado, tuvimos que inventar lo del robo de las espadas, para que no hubiera forma que me relacionaran con los asesinatos. La idea era que esto quedara en manos de la policía y los tribunales, pero mi estúpido sobrino metió su cuchara para ayudar según él, y empezó a obtener resultados. Tuve que invertir algunos millones para pagar ciertas pruebas que desviaran su atención de mi, hasta que la diosa fortuna me sonrió, y apareció un cartero estúpido a dejarme la encomienda con las réplicas de las espadas, un día en que mis guardias habían salido. Obviamente me aproveché de ello, te conté la historia que necesitabas saber, del modo en que quise que la supieras, y después contacté a Manuel para que te metiéramos en el plan.–Luego vino tu incursión a la casa de Maipú, cuando te aturdí por primera vez– prosiguió Manuel, exhalando su característico olor a tabaco–. De ahí en más urdimos con Gabriel esta nueva idea para cambiar de planes sin que se notara que habíamos sido nosotros.–¿Qué pasó en la casa hace un rato con Gómez?– preguntó Miguel.–Ah, eso. Cuando el tipo me vio entrar con el palo y la Luger de Steven, intentó desenfundar– dijo Manuel–. Ahí te pegué en la nuca con mi madero, y le disparé dos tiros en el pecho al milico ese. Tuvo suerte el hijo de perra, una de las balas le atravesó el corazón, murió instantáneamente.–No entiendo aún... ¿qué fue entonces lo que hicimos en esas casas, por qué destruimos todo lo que ustedes habían logrado?– preguntó Miguel, arrepentido por no haber escuchado a tiempo a Gómez.–A este huevón le faltan palos para el puente– dijo Gabriel–. ¿No escuchaste cuando Manuel te dijo que ya no necesitaremos suturas, sangre azul, o procesos de siete horas? Lo que hicimos fue acabar con todo lo antiguo sin que los huevones que trabajaban para nosotros nos pudieran delatar, o intentar chantajear.–Pero Raúl y Arturo...–Raúl y Arturo no eran sólo empleados– interrumpió Manuel–. Ellos estaban bautizados en Satanás, así que simplemente les pedí que me ayudaran invocando su juramento sagrado, con la condición que su muerte no fuera dolorosa. Se sacrificaron felices en nombre de Luzbel.–¿Y el científico, Steven?– preguntó Miguel.–El gringo no sabía nada de esto, los únicos informados eran Raúl y Arturo. Por eso lo maté con el palo y no con los conjuros– respondió Manuel.–¿Y cómo es que el palo pudo matar a los que bautizaste y no a ti?

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–Yo estoy a otro nivel, Miguel. Yo no estoy sólo bautizado en Luzbel, tengo varios otros... cómo decirlo... sacramentos en su nombre, si los quieres llamar de algún modo. Además los conjuros los grabo yo, y sé cómo contrarrestarlos o hacerlo inofensivos para mí.

Miguel miraba el piso, tratando de encontrarle explicación a lo que estaba pasando en ese instante. Todos los sacrificios habían sido en vano, lo habían engañado brutalmente, y usado para cumplir sus planes. Ya todo estaba claro, sólo faltaba la pregunta final que acabaría con su muerte en vida.

–¿Qué hicieron con Ana?– preguntó temeroso el cartero.–Por fin, ya me tenían lateado con tanta pregunta huevona– dijo aliviado Gabriel, abriendo una puerta que daba a otra sala–. Ana, entra.

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XXXIV

Miguel no sentía las manos ni los pies, era tal la fuerza con la que tiraba las amarras, que la sangre no lograba circular normalmente. Su corazón latía a una frecuencia altísima, dificultándole la respiración y provocando, junto con la angustia, una desagradable sensación de opresión en el pecho. Sus ojos estaban clavados en la puerta que abrió Gabriel; un par de segundos después entró por ella Ana, vestida con tenida militar, con una tenue línea que dividía su cara y cuello en dos de arriba abajo, con la mirada perdida y los ojos opacos.

–Acá está Ana, el resultado del conjuro modificado por Manuel– dijo Gabriel, orgulloso–. ¿Qué te parece huevón, quedó mejor que nueva, cierto?–Hijos de puta...–Sí, mi madre tenía como cinco amantes y todos le daban plata, tienes razón carterito– respondió Gabriel con una risotada–. De la madre de Manuel no sé nada, y este viejo pega muy fuerte, así que mejor no opinaré.–¿Por qué ella, por qué?– preguntó entre lágrimas Miguel.–Por varias razones– respondió Manuel–. Era quien teníamos a mano, nunca habíamos experimentado con mujeres, y su desaparición fue lo que te llevó a ayudarme a destruir todo.–Ana...–No te escucha, sólo escucha a Manuel y a mi– dijo Gabriel–. Es un soldado cien veces mejor que los anteriores. Ahora que sabemos cómo hacerlos, nada nos detendrá en nuestra conquista del planeta. En menos de un año tendremos a toda la humanidad a nuestros pies.–Y a varios millones de devotos de Luzbel gobernando las naciones, y dando a la luz pública nuestro vapuleado culto– agregó Manuel–. Por fin los creyentes en dios sabrán qué se siente vivir proscritos; claro, aquellos que no hayan sido transformados en soldados.–Maricones de mierda, podrían haber usado a cualquiera, podrían haber experimentado conmigo... podrían haber secuestrado a Ana y haberme obligado a obedecerlos, pero no hacerle esto a su alma... malditos hijos de puta...–No Miguel, ninguna de esas cosas te hubiera hecho actuar con odio– respondió Manuel–. El odio es el verdadero motor de la existencia en la tierra, no el amor como te venden las religiones.–Ya, acabemos con esta conversación, me latearon con tanta fiosofía, religión y no sé qué– dijo Gabriel–. Ahora llegó el momento de hacer la prueba final a nuestro nuevo soldado. Manuel, ¿tienes por ahí el juguete que le pasaste a tu amigo el carterito?–Acá está Gabriel– dijo Manuel, sacando de entre sus ropas el corvo.–Excelente juguete... Ana, toma el corvo– dijo Gabriel.

Ana miró a Manuel y se dirigió hacia él, tomando el corvo de su mano. Los movimientos de la mujer se veían completamente normales, hasta naturales. Si no fuera por la mirada muerta y la línea que mostraba la división y posterior unión de las mitades de su cuerpo, nadie podría notar que no era un ser humano normal.

–Ana, ve donde tu esposo... el hombre atado a la silla, y córtale el cuello con el corvo– dijo Gabriel–. Después veremos si la soldadito obedece otro tipo de órdenes, y sin uniforme– comentó el millonario, con una sonrisa libidinosa.

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Miguel miraba a los hombres con asco y rabia, y a su esposa con una tristeza enorme, pues sabía que su alma seguiría presa de las órdenes de Gabriel y Manuel en ese cuerpo reconstruido por el tiempo que ellos quisieran. Ya había decidido no oponer resistencia y dejarse degollar, si en alguna parte de Ana quedaba algo de su alma original, no quería causarle otro sufrimiento más que todos los que ya había padecido. Ana avanzó con el corvo en la mano, se detuvo frente a la silla de Miguel, lo tomó del cuello exponiendo su tráquea y levantó la hoja de acero. Cuando sus miradas se cruzaron Miguel le sonrió, y la mujer quedó detenida en esa posición, sin reaccionar.

–Ana, córtale el cuello a ese hombre– repitió Gabriel con algo de rabia en su voz–. ¿Qué le pasa a esta mierda que no obedece, Manuel?–No sé, esto no debería suceder, el conjuro es perfecto... – dijo Manuel, desviando su mirada con expresión de espanto hacia Ana, quien soltó la cabeza de Miguel y empezó a cortar las amarras de quien fuera su esposo.–¿Qué chucha está haciendo esta huevona?– gritó Gabriel, mientras se acercaba a la pared donde estaba la espada original para bajarla.

Miguel no entendía lo que pasaba, de pronto Ana le soltó el pelo y se fue detrás de la silla para cortar las amarras de sus muñecas y luego seguir con las de sus tobillos. Cuando la mujer terminó, Miguel intentó ponerse de pie, sintiendo un intenso dolor en sus tobillos producto de lo apretado de las amarras. De pronto vio que Gabriel se abalanzaba sobre él con la espada en ristre, mientras Manuel sacaba la pistola e intentaba pasar la bala para poder usarla: en ese instante Miguel pudo incorporarse con firmeza, le quitó el corvo a Ana y alcanzó a bloquear el ataque de Gabriel, para luego girar el brazo y enterrar la punta del corvo en el abdomen del millonario, quien soltó un grito y cayó sentado al suelo. Al ver la escena, Manuel botó la pistola y sacó su madero; justo cuando iba a golpear a Miguel en la cabeza se escuchó un disparo, luego de lo cual la puerta del salón se abrió. Menos de un segundo después dos disparos más se sintieron, y el cuerpo de Manuel salió proyectado dos o tres metros con sendos agujeros en la zona del corazón. Cuando toda la vorágine terminó, apareció por la puerta Pedro Gómez.

–Cómprate ese sahumerio de una vez muchacho– dijo el militar con la camisa abierta, dejando ver el chaleco antibalas con los dos proyectiles de la Luger enterrados a la altura del tórax.–Gómez... parece que te debo una disculpa, este par de malditos me engatusaron hasta el final– dijo Miguel, al ver la cara descompuesta de Pedro Gómez.–Te dije que Esteban Ramírez no existía, por eso nunca apareció en mis investigaciones... pero el tío Gabriel...– dijo con rabia Gómez, para luego dirigirse donde estaba el millonario, botado en el suelo con la herida de corvo en el abdomen– ¿Por qué tío, por qué mierda hiciste todo esto?–Por algo que nunca tuviste, maldito maricón de mierda, algo que nunca te permitirá llegar al tope de tu cagada de carrera militar: ambición. Lo tuve todo, pero siempre quise más, y casi logré que el mundo fuera mío... pero tenías que meterte a intrusear conchetumadre, y ayudar al cartero cagón ese...– de pronto Gabriel enmudeció al ver que Miguel llevaba en sus manos una de las espadas

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originales conjuradas–. ¿De dónde sacaste eso, cagón?–La traía Ana en una funda en su espalda, tal como yo usaba la mía, esa réplica que me regalaste y que no sirve para cortar almas, ¿te acuerdas? Cuando cojeabas y no podías ni caminar.–¿Qué mierda vas a hacer con esa espada, matarme acaso? ¿Crees que le tengo miedo a la muerte?– dijo desafiante Gabriel.–Claro que te voy a matar, pero lo voy a hacer del mismo modo en que lo hicieron con Ana.–Espera... no puedes... no sabes cómo... no tienes la experiencia... Pedro, detenlo, este huevón va a dejar mi alma en las mitades de mi cuerpo... Pedro, por favor, soy tu tío...–Yo soy ateo, tío– dijo con desdén Gómez–, no sé de eso de almas. Y si existiera, dudo que tengas una.

Miguel se acercó decidido, pateó con fuerza la herida de Gabriel quien se retorció de dolor, luego lo puso de pie a tirones, y cuando el millonario se dobló para poner la cabeza colgando entre las piernas, el cartero descargó con toda su ira un golpe seco con la espada conjurada a dos manos en su espalda, logrando separar el cuerpo del megalómano en dos mitades de un solo corte, las que cayeron en la alfombras descargando sangre a raudales por doqiuer. Con la punta de la espada Miguel dejó el área de corte de ambas mitades contra el piso, para poder mirar los ojos del millonario: tal como pensaba, cada ojo en su mitad de cuerpo mantenía su vitalidad, y dejaba ver una expresión de dolor inconmensurable, mientras a cada segundo se seguía vaciando de sangre. Luego que ambas mitades de cuerpo dejaron de moverse, y una vez que cada ojo no fue capaz de expresar más dolor ni tampoco menos, Miguel dejó de lado el cadáver con alma y fue donde Ana, quien seguía impávida al lado de la silla.

–Ana, ¿sabes quién soy?–Miguel– respondió con voz neutra.–¿Sabes qué eres?–Soldado... duele ser soldado... ayúdame...–No sé cómo ayudarte amor, si tan sólo supiera...– dijo Miguel al borde de las lágrimas, mientras Ana seguía impávida y Gómez miraba a la distancia, en silencio.–Nuca– dijo Ana, quien luego se levantó el pelo, dejando al descubierto un pequeño espacio en la unión de sus dos mitades, justo en el limite entre cuello y espalda.–¿Qué pasa Miguel?– preguntó Gómez, al ver que el cartero dejaba la espada en el suelo y recogía el corvo–. ¿Qué vas a hacer?–Matar– respondió Ana.–¿Estás segura que es ahí?– preguntó Miguel.–Sí– respondió a secas Ana.–¿Te puedes arrodillar y agachar la cabeza?– dijo Miguel con el corvo temblando en su mano.–Sí– dijo la soldado, para luego arrodillarse y doblar la cabeza.–Perdóname amor mío– dijo Miguel al hacer el corte mortal en la herida de la nuca de su mujer.–Gracias...– alcanzó a responder Ana, mientras su cuerpo se partía en dos. Sólo el traje que usaba evitó que ambas mitades salieran proyectadas, quedando

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dividida dentro de su ropa y dejando una gran posa de sangre en lo que quedaba de alfombra seca.

Miguel limpió por última vez la hoja del corvo y lanzó el arma contra la pared, quedando ensartado por la punta, justo por debajo de los ganchos que sujetaban la espada original. Sin mirar a Gómez inició la marcha hacia la puerta de salida.

–¿Qué pasó?– preguntó el militar.–Se acabó todo, coronel– respondió Miguel.–Te equivocaste de nuevo– dijo Gómez, golpeando con la empuñadura de su pistola en la nuca a Miguel, quien cayó desvanecido al suelo. En ese instante, al otro lado del salón, Manuel se incorporó, se sacó la camisa y el chaleco antibalas con los dos proyectiles a la altura del corazón.

–Qué bien resultó todo– dijo Gómez–. Nos deshicimos del loco de mi tío, aprendimos a hacer un soldado tan obediente que fue capaz de mostrar su punto débil y dejarse matar, y conseguimos el cuerpo perfecto para iniciar la conquista del planeta. Con Miguel sin voluntad y con fuerza ilimitada, seremos invencibles. ¿Quién hará los honores?– dijo Gómez, recogiendo la espada conjurada.–Tú eres el militar, a ti te gustan las armas, yo sólo uso un madero– respondió satisfecho Manuel.

FIN

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