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CAPÍTULO 5: LA BAJADA AL PUEBLO

Parte2

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CAPÍTULO 5: LA BAJADA AL PUEBLO

Había llegado el “Abenddämmerung”, que es el nombre que recibe el

momento del atardecer en algunos países centros europeos.

– Ye ¡Si fumáis, tomad algo de mi tabaco! –comentó el hombre que les

estaba enseñando el camino de regreso a los chicos, mientras se enchufaba

una pipa de caño largo y se echaba una mano al pecho.

(Como recordareis los chicos volvían de la escalada, y ahora buscaban el camino

de Hallstatt.)

Y así lo hicieron. Fumaron y hablaron un buen rato del tiempo, de lo que

quedaba de camino y otras cosas por el estilo.

–Ay... Se me olvidaba. Que cabeza señor... Id con cuidado muchachos,

se dice que últimamente, por aquí se han visto a viajeros extraños en verdad.

Abrid bien los ojos y no os confiéis demasiado, tengo la impresión que no

han venido hacer nada bueno…

– ¿Cómo? ¿Cómo es eso? –pregunto Ben en un tono desenfadado.

–Sí. Son varios ya los que me han comentado algo. Unos dicen que han

visto a un pequeño grupo de cinco o seis personas y que uno de ellos llevaba

una cicatriz terrible sobre un ojo… Otro me dijo que parecían perdidos,

pues al parecer, pasaron dos veces sobre el camino del molino. Um… Ya veis

que no es muy difícil perderse por aquí, todo se parece y hasta con un buen

mapa es posible llegar a despistarse alguna vez. También dicen que les han

visto armas bajo las ropas en la posada del señor Giscard ¿Saben en dónde

está la posada del señor Giscard?

–Sí, no es difícil de encontrar –sacudió Ben la cabeza.

–Pues ya veis. Quizá no sea yo muy inteligente, pero creerme cuando os

digo que me doy cuenta cuando alguien exagera una historia; y hay bastante

de cierto en esto... Hace tiempo ese tipo de rumores solo podían significar

una cosa. No creo que sea el caso –dijo el viejo–. Pero... Solo digo que os

andéis con ojo. Las cosas muchas veces no son como deberían ser –dijo de

nuevo el viejo ayudándose de la vara para rascarse–. No creo que os

encontréis con ellos, pero toda precaución es poca, hacedme caso. Si veis

algo parecido, solo por precaución sería mejor no acercarse demasiado y dar

un pequeño rodeo.

– ¡Si! ¡Claro! Gracias –respondió Peter.

– ¿De dónde se sacara la gente estas historias? –murmuró Ben.

–La gente tiende a hablar siempre de más –dijo el viejo– Pero te

sorprendería los restos de viejas cosas que algún lugar puede guardar aún

sepultado por la guerra. Quizá haya alguien que tiene algo de lo que a lo

mejor ni se imagina su valor. Por aquí anqué no lo parezca, cuando yo era

joven vivían marqueses en caseríos y villas enormes; y se rumorea que

escondían cosas en lugares ocultos.

–A mí me parece que nos quiere tomar el pelo señor –exclamó sonriente

Ben.

–JA, JA. Nada que ver muchacho…No soy yo ese tipo de persona –dijo

el viejo sonriendo– Yo no digo que todas las historias que se cuentan sean

ciertas, desde luego eso sería del todo imposible; pero no se me confíen

demasiado. Solo digo eso ¡Bueno! avisados quedan…

– Vale, vale, gracias. Una cosa ¿La posada del señor Giscard es la que

llaman la Santa Palacete?

– Así es. Y el caso es que… Mire, voy a contarle una historia. Según tengo

entendido sabe usted, esa finca fue en principio un monasterio. A partir de

un incendio que hubo lo reformaron y lo convirtieron en una residencia, y

como no funcionó muy bien, Giscard acabo comprándolo por un saquillo de

monedas. Con el tiempo lo convirtió en la posada que es hoy, y se dice, que

fueron las mismas monjas las que quemaron el antiguo monasterio por que

el cura no compartía nada de las limosnas.

–Pues me alegro de no haber conocido a esas monjas, vaya, ja, ja, ja. Y la

verdad es que tiene toda la pinta de que eso era una iglesia ahora que lo dice.

La tarde fue pasando y se convirtió en una noche clara. Tras despedirse un

par de veces en un cruce del viejo, a los dos amigos les gustó caminar por la

noche amenos un rato más. Adelante empezaron a ver de lejos a gente que

iba en dirección contraria en carro, y otros varios que iban en su dirección.

Lo cierto es que casi todos los ignoraban, y algunos pocos les gritaban como

haciendo algún tipo de gracia. Como Ben decía: Estúpidos siempre hay en

todos lados. Así que mientras descendían por el margen del camino, Ben

oyó como se acercaba un trote ligero. Se giró y oyó a un hombre cantando

tras los árboles. De repente un carro pequeño apareció girando por la curva.

Tenía con una capota marrón y un farolillo que apenas daba para iluminar

un par de metros por delante. Este era tirado por dos caballos de lomos

poderosos, y los chicos se quedaron mirando al conductor, el cual paró en

seco a su lado.

La historia de la vuelta a casa continúa unas páginas más adelante; pero hay

que hacer un inciso por lo que ocurría en el barco.

CAPÍTULO 6: ACLARACIONES

El frio entraba por la puerta, o lo que quedaba de ella. El habitáculo

estaba patas arriba, pendían del techo ondeando unas lámparas de aceite que

habían fijado momentáneamente con unas cuerdas y unos clavos. Tras

inspeccionar de arriba abajo el barco Michael regreso donde estaban

Vincenzo y Alessandra.

– Bien, les contare ahora esa historia –dijo Michael tras sentarse cerca del

balcón, y enchufarse una pipa que tenía una cazoleta de color azul grisáceo.

–Empezare la historia con Luciano, ya que este es el punto que nos reúne

a todos aquí, por un motivo u otro; y es el comienzo de todo esto. Tu abuelo

Alessandra, era un hombre que hizo muchas cosas. No sabría ni por dónde

empezar. Él era el jefe de una banda con ánimos de lucro, aunque a decir

verdad en poco tiempo pasó a ser bastante más que eso. El siempre salía

victorioso en cada disputa en la que mediaba, así que con el tiempo su

nombre se fue haciendo más y más conocido. En poco tiempo llego a

convertirse en alguien realmente bastante famoso, aunque no le gustase

demasiado. Fue un buen hombre tengo que decir. Fuerte y justo, pero

bueno… (Continuó bajando la voz). Luciano en cierto momento, a

mediados de… sería agosto; empezó a desvariar sobre unas personas; y a

obsesionarse con un mapa.

El caso, es que Luciano intentó por todos los medios que disponía obtener

eso sin resultado –hizo Michael una pausa–, o eso creía yo. Pero el caso es

que finalmente ocurrió lo que ocurrió (prefacio-2, antes del primer

capítulo). No quiero dar muchas vueltas a esto, esta es la historia que todos

conocen, pero hay algo más que decir. Unos años más tarde, me entere que

el socio de Luciano en la mayor parte de las ocasiones, resulta que se había

convertido en algo así como una especie de leyenda que circulaba por todos

lados. Un hombre que, según cuentan, cometía todo tipo de actos

deleznables. Dicen que incluso el rey William de Inglaterra lo busca, y que

ya ha mandado a varios de sus mejores generales a por él. A este hombre

algunos lo conocen como Gabriel, otros como Barton, y “ese”, es al hombre

al que estamos buscando. Según ustedes, es quien tiene el tal mapa, y si es

así, apostaría a que está esperando a que aparezcáis por allí… Viaje con él

en una ocasión, y he de decir que no es ningún fanfarrón.

–Comprendo lo que dices –dijo la mujer echándole una mirada de arriba

abajo al comprender que Michael estaba acabando–. Lo cierto es que no lo

conocí todo lo que me hubiera gustado, pero hay una cosa que no tengo muy

clara aun.

Vincenzo: ¡Alessandra! –interrumpió–. Ahora sabemos que ese Barton

de alguna manera se hizo con el mapa. Sabemos que ese mapa legalmente

pertenece a nuestra familia, y no hace falta saber nada más.

–Si... –dijo Alessandra con una sonrisa de soslayo hacia el Gordo

segundos más tarde–. Entiendo que ese hombre es “de mucho cuidado”.

– ¡Sin duda, ragazza! No necesitamos más detalles por parte de Michael.

Lo importante es que la buena fortuna por fin ha dado la vuelta y ahora nos

sonríe. Aprovechémoslo y levantemos el ánimo sin reparo –dijo mientras

llenaba unas copas–. Salud y que aproveche.

CAPÍTULO 7: EL REGRESO A HALLSTATT

*Ben y su amigo, estaban ya cerca de Hallstatt. Bueno, cerca en términos

austriacos.*

Un carro se detenía junto a Ben y su amigo Peter.

– ¡Sooooooo, caballos! ¿A dónde vais muchachos? ¿No es un poco tarde

ya? –les dijo una mujer desde el asiento delantero del carro.

– ¡A Hallstatt! –dijeron los chicos.

–Venga, subid.

– ¿Si? ¡Gracias! –respondieron los dos casi a la vez.

Subieron sin pensárselo dos veces, pues tras todo el matute que tenían en las

piernas, deseaban que alguien parara. Se sentaron del tirón en unos fardos

de paja que había atados con unas cuerdas en la parte de atrás, y el conductor

que estaba delante junto a la mujer enseguida les dijo.

–Parecéis cansados –comento echando una mirada, mientras Ben y Peter

apoyaban los sacos una esquina.

–Sí. Venimos del Alpe. Ahora volvíamos ya a ver si tomamos unas

cervezas o algo antes de la fiesta. Esta noche es la fiesta de los cristianos en

Hallstatt.

–Ah, muy bien, muy bien –dijo la mujer–. Nosotros también salimos a

tomar algo. Hemos quedado con unos amigos en una nueva aldea que están

haciendo tras esos picos de allí –dijo señalando a unas montañas que

aparecían ahora al tomar una curva cerrada–. Supongo que podríamos

desviarnos un poco y dejarlos en su pueblo, solo perderíamos unos pocos

minutos Franzy. Míralos, parece que están muy cansados, pobrecitos…

– ¡Claro! ¡No hay problema flacucha! –respondió expulsando una

bocanada de humo.

– ¿Sí? ¡Pues muchas gracias! –dijo Peter con su típica sonrisa dentuda casi

de oreja a oreja –. Genial.

–Ja, ja. Vaale, pero Anna, no te olvides que quisiera que fueras a ver a los

Hicksberger esta noche; ya sabes que mi madre nos dijo que no los

olvidáramos –dijo Franzy, quien tenía el pelo largo y unos ojos lánguidos.

–Puf… Esta noche estoy demasiado cansada para ir Franzy…–respondió

Anna, meciéndose cómodamente–. ¿No puedes ir tú solo cariño?

–En fin, qué remedio… –contesto echando otra bocanada de humo a un

lado.

Y así, los acercaron hacia Hallstatt entre las muchas preguntas y las chillonas

risas de la charlatana Anna; y de la humareda de olor intenso a hierba que

producía Franzy. No era mucho exagerar decir que el tipo prácticamente

parecía una hoguera.

Tras un rato Franzy cantaba una canción extraña a los oídos de Ben. Se llama

"Natalie" –dijo el hombre–, mientras Peter charlaba con la chica. Pasados

unos diez minutos más o menos, aquel humo se les iba subiendo a la cabeza,

pues resulta que se acumulaba y se estancaba allí donde estaban ellos. Así,

poco a poco empezaron a sentirse más relajados, por así decirlo, y a sentir

que todo les hacía un poco más de gracia de lo normal.

Esto la verdad, tampoco es que les molestara mucho, y por dios que les

pareció mil veces mejor que reanudar la larga caminata que había por

delante. Así que se fueron sintiendo cada vez más más relajados poco a poco.

–Si quieren les pagamos algo por las molestias –dijo Peter–. Nos habéis

ahorrado una pateada de escándalo.

– No te digo... Ni se moleste en intentarlo ¡Mira! Haré como que no he

escuchado eso –respondió Franzy–. Hoy por ti y mañana por mí, eso va así.

¿O no Anna?

– ¡Muy cierto guapetón! –Dijo Anna, dándole un beso–. Si os sentís en

deuda pagad enseñándonos alguna canción. Seguro que sabréis alguna buena

¿verdad? –dijo mientras meneaba los dedos índices como un chiquillo.

Y así lo hicieron. Recorrieron el último tramo de la carretera cuesta abajo y

rápidamente, cantando tanto Ben como Peter una canción. Llegaron en un

santiamén. Cuando finalmente llegaron al llano que daba a la entrada del

pueblo, Ben y Peter se bajaron y se despidieron de aquella pareja como de

unos amigos a los que sabían que tardarían en volver a ver, si es que volvían

a hacerlo alguna vez. Habían simpatizado bastante con ellos pese al poco

tiempo que habían compartido, y Anna en ese instante bajo y les planto un

beso a cada uno en la mejilla. También les dio una bolsita de hierba,

guiñándoles un ojo y haciendo el gesto de silencio sobre la boca. Mientras

Franzy reanudo la marcha arreando a los caballos, haciendo que Anna tuviera

que volver corriendo torpemente para montar de un salto. Se alejaron

formando una polvareda de tierra por el camino por el que habían venido, y

Ben y Peter se despidieron agitando la mano en alto. Entonces se giraron y

empezaron a andar comentando algunas cosas, como por ejemplo la forma

tan obsesiva con la que fumaba Franzy.

– ¡Fuma demasiado ese hombre! ¡En serio! –comento Peter

encasquetándose su sombrero de paja, con los ojos bastante enrojecidos.

En este punto se dirigieron hacia la entrada del pueblo con los sacos al

hombro cual trofeo. Por aquel entonces la entrada y todo el perímetro de

Hallstatt estaba rodeado por una amplia empalizada con unas grandes

puertas cerradas a cal y canto, y estaban guardadas por un centinela que les

dijo: ¡Alto ahi! ¿Quién va? Ah… Pasen, pasen. Hace una noche estupenda

¿verdad chicos?

–Si es cierto. Buenas noches Arthur –respondió Ben.

– Parece que les ha ido muy bien al final con las setas, Eh. Ayer vi por

aquí sus amigos refunfuñando como patos. Ja, ja, ja.

–Son unos cobarditas, Arthur –respondió Peter, el cual presumía de ser

muy gallito y de no tenerle miedo a nada.

¨Y pasaron por la puerta¨

–Joder Peter, la verdad es que estoy seco –dijo Ben tragando con algo de

dificultad–. Tengo la lengua como un trapo. Podíamos ir a tomar algo.

– ¡Venga! –respondió este con los ojos haciéndole casi chiribitas.

Bajaron por la calle principal, y tras girar la esquina vieron llena una de sus

cantinas favoritas «La Libélula»; así que se giraron y entraron en «La taberna de

Logan» poco después. Este estaba bastante menos cargado de gente aunque

ambos garitos tenían una amalgama de luces cobrizas y opacas mediante unas

tulipas.

– ¡Bienvenidos! –Dijo el cantinero mientras limpiaba unas jarras cuando

entraron los chavales por la puerta–. Vosotros diréis ¿Qué os pongo

campeones?

– Gracias –Dijo Peter apoyando las manos sobre la barra–. Llegamos

cansadísimos, Logan… Algo fuerte y fresco.

–Perfecto. ¿Entonces os quedareis un rato u os iréis pronto a dormir? –

dijo el cantinero como arengando un poco a los chicos.

–Ya veremos Logan… Para mí un “Raja Británica” de esos, y para él una

“Mula Tibetana” cuando puedas –dijo Ben tras mirar un rato en el tablón de

las opciones del día–. Invito yo Peter. Y ¡Chst! Ya está.

El cantinero se puso enseguida a preparar las dos bebidas tras apagar su

cigarrillo en un cenicero de cerámica. Logan primero pico una pera que agito

con un buen chorro de wiski, y luego le añadió un poco de jarabe de anís,

el zumo de una lima y medio vaso de hielo picado. La Mula de Peter la

preparo a continuación. Pico una piña y unas ramas de cilantro, que luego

roció con el zumo de una lima, que luego mezclo con vodka, un poco de

vino y algo de hielo picado también en un vaso grande, al que ya le había

volcado previamente unos 10 ml de cerveza de jengibre.

Los chicos cogieron las bebidas y se acomodaron tranquilamente frente una

mesa que había junto a la pared del bar.

– ¡No metas la barba en la bebida Bill! ¡Joder! –Escuchó Ben diciendo a

uno de sus vecinos– ¡Es asqueroso!

– ¡Pues ves con cuidado no vaya a meterla en el tuya, piltrafa! –Le

respondió este cabreándose como una mona–. Abrase visto... me lo dice el

que bebe como una vaca sedienta. ¡Anda y ves a que te dé un poco el aire!

¡Va tira!

Allí sentados finalmente en unas sillas de respaldo ancho y acolchado se

sacaron una buena parte del cansancio, y fueron entrando en calor (como ya

entenderéis).

– ¡Peter! –Exclamo Ben con un tono humorístico– en verdad que este

viaje ha sido algo para recordar. ¡Mira qué eres buen compañero! En vez de

dedicar este tiempo a aprender música como habías planeado, te vienes

conmigo a la montaña y casi acabo con los dos… Espero que no se cabree

mucho contigo tu padre cuando se entere.

–Bueno, en cuanto me haya bebido esto y tenga las setas en la sartén bien

habrá valido la pena. Pero escúchame. Tengo una pregunta.

–Dispara.

–Veras, no te lo mencionaré más si ha de inquietarte ¿Pero qué te

parecería si de repente aparecieran por aquí unos hombres como los que dijo

el hombre ese que nos indicó el camino? Lo de los saqueadores y todo eso.

–Pues no sé Peter. Supongo que mis primeros pensamientos irían para

Doris. No lo sé. Tendría que verme en la situación, la verdad.

– Ya… La verdad es que he estado dándole vueltas a eso, pero tras

pensarlo durante un buen rato, yo también creo que aquel hombre nos

estaba tomando el pelo. En fin.

– Di que sí. Salud –respondió brindando.

Pasados unos cuarenta y cinco minutos después salieron de allí, y dieron unas

vueltas por las calles del pueblo sin mucha prisa. Iban ya bastante contentos,

y pensaron en que ya iba siendo un poco tarde para ir a visitar la huerta del

viejo Auguste (el panadero). Decidieron irse en poco tiempo a sus casas,

pues en unas pocas horas empezaría la fiesta. Caminaron como una decena

de calles hasta llegar al punto más elevado del pueblo, desde donde se veían

las ruinas de un antiguo monasterio.

– ¡Malditos druidas! ¡Hip!... Si no hubieran hechizado el bosque no

tendríamos que caminar tanto... ¡Malditos sean todos ellos! Ja, ja, ja, ja –

chillo Peter como poseído por un momento.

–Ja, ja, ja... ¡Calla canalla, anda! Creo amigo mío que ya has bebido lo

suyo. JA, JA. Yo pienso igual, pero no hables mal de ellos anda, que ya sabes

que da mal fario –dijo bajando la voz y empujándolo por la espalda–. Venga,

vamos vaamos tirando que te conozco.

Poco después pasaron por una pendiente que pasaba por la entrada de una

pequeña plaza rodeada de casas picudas rodeadas de cientos de pinos. Allí es

donde vivía Peter, que se despidió de Ben citándolo para verse más tarde.

–Venga, pues ya nos vemos más tarde. Quedamos cerca del roble ¿no?

–Vale, quedamos así Peter. Venga, nos vemos allí –dijo Ben levantando

el pulgar.

CAPITULO 8: EL ACUERDO

El barco Reina Victoria llego a eso de las tres de la mañana a Eslovenia.

Hecho amarres en el puerto de un poblado costero principalmente ocupado

por unas personas que vivían del cultivo de pequeños huertos, que producían

una excelente hierba para fumar según habían escuchado. El puerto a estas

horas estaba casi vacío, salvo por unos hombres que formaron dos filas a los

bordes de la Reina Victoria sorprendiendo tanto al Don como a Alessandra.

Vincenzo se asomó un par de veces antes de sacar la cabeza. También

observo detenidamente los cientos de vigas metálicas que recorrían de punta

a punta y en forma de semicírculo todo el muelle; y miro detenidamente la

gran cantidad de luces que alumbraban un camino granate.

La primera en asomar por la cubierta fue Alessandra, la cual bajó con calma

por las escaleras, dejando a más de un marinero con una mirada boba. El

siguiente en bajar fue Vincenzo ocultado bajo un montón de ropa. Este le

tendió el brazo a la señorita Alessandra para andar hacia el exterior. Detrás

de ellos venia Michael cabizbajo.

– ¡Contramaestre, espérenos en el sitio acordado! No se olvide ¡No

tolerare otro fallo más, demasiados! –grito Michael.

*El contramaestre, es la persona encargada de conducir a la marinería. Es

personal de maestranza y es el responsable directo de ejecutar las directivas

en cuanto al mantenimiento que emite el capitán del barco.*

Un minuto después, un hombre de los que formaban las filas se colocó a la

derecha de Michael. Este era uno de los hombres de su mayor confianza, y

era un tipo corpulento y de pocas palabras. Su aspecto era basto; frente

arrugada, cejas espesas y unas grandes ojeras pronunciadas. A este hombre

le gustaba vestir con pieles gruesas salvo en verano, y dependiendo del lugar.

– Capitán, me alegro de verle. Tengo buenas noticias.

–Michael: Comandante Jacob ¿Qué tal esta?… cuéntame.

–Jacob: Velázquez y los demás deben estar la cerca del lugar. (Este era

Jacob, y era comandante por orden de Michael. Tenía su propio barco y

tripulación). Tengo noticias de que están ya cerca, de… Hum, Hallstatt. Y

a estas alturas quizá hayan llegado ya. Perdóname, pero acabo de escuchar

que recibisteis un ataque en la mar. Quiero saber quién ha sido –dijo con

una mirada medianamente encendida.

–Michael: No fue nada Jacob, no se preocupe. Sin embargo escuchar que

esos cinco ya deben estar allí son buenas noticias, desde luego. Me alegro de

oír eso.

–Jacob: Si, seguro capitán. Pero insisto en saber la identidad de él, o de

los atacantes.

–Michael: Fue un tal Gunnar, y algunos hombres más. Su cuerpo está

ahora en el almacén criando malvas. Hágame el favor y ocúpese de cobrar la

recompensa Jacob, y gaste ese dinero en su barco. Mejóralo todo lo que

puedas ¡Ah! y échale un ojo de mi parte al contramaestre. Me equivoque al

ascenderlo. Habla mucho, y casi todo lo que sale de su boca es meditado y

medido para su interés. Es un tipo rencoroso, cruel, irrespetuoso y se

procesa un amor desmedido por el mismo... Nunca me ha gustado ese tipo

de gente que se cree superior, pero este tengo que admitir que se me está

atragantando. En fin… ¿Sabe qué? Espero que, tengo el presentimiento

Jacob que hay algo aún en todo este asunto que se me escapa. Este viaje…

Tengo “esa sensación” si sabe lo que le quiero decir... Lo huelo.

–Jacob: Si, yo también tengo esas sensaciones a veces, te entiendo. Y ese

ataque no creo fuera algo fortuito. Mire por donde pisa capitán. ¿Si no

ordena nada más?

–Michael: Nada más. Échales un ojo a los hombres y ocúpese de la

recompensa. Nos veremos pronto Jacob.

–Jacob: Tenga un buen viaje capitán –dijo mirando hacia abajo y viendo

que tenía las botas manchadas de barro por el lateral de la bota se la sacudió

rápidamente.

En la parte exterior del puerto, y dejando atrás ya el barco, les esperaba una

diligencia. Estaba enlazada a cuatro caballos oscuros y había un hombre con

un sombrero curioso, que llevaba las riendas desde un asiento

probablemente hecho por él mismo. Los tres subieron y se acomodaron para

empezar la marcha hacia la próxima parada.

Dentro, Don Vincenzo abrió una botella de una caja que había frente a sus

pies y tras un buen rato hablando de varias cosas que no vienen a cuenta,

Alessandra puso el acento al asunto del que aun pensaba.

–Sí. Eso fue lo que ocurrió –dijo Alessandra con calma mirando unas

notas en un libro que había sacado del bolso y que casi se le había resbalado

de las manos–. En primer lugar fuimos a la isla de Capri (Italia), como iba

diciendo, pensamos que podía estar allí ese Gabriel. Llegamos tarde allí,

como de costumbre, pero acertamos de lleno. Ahora sabemos que es hacia

Hallstatt a donde se dirige si no es que ya está allí.

– ¡Y muy bien hecho, señorita! –Dijo el Don dándole una palmadita en el

hombro con una dura sonrisa–. Hay siempre en ti más de lo que espero

preciosa. Pero bueno… ¿Por qué iba a volver ese Gabriel a Austria, estando

allí en busca y captura? –farfullaba Vincenzo mientras saboreaba un puro y

mientras se le enrojecía la nariz mediante la luz de la brasa.

–Parece ser Don, que tenía sus razones... como ya dije, un tipo le vio

enviando una carta. Esa carta por fortuna pudimos interceptarla, e iba

dirigida a una mujer. Resumiéndoles lo que allí ponía –dijo aclarando esto–

le explicaba algunas cosas que había hecho en los últimos meses, y que tenía

muchas ganas de volver a verla.

– Me cuesta creer eso... –dijo Michael resoplando.

–Pero no es algo raro Michael –Respondió Alessandra–. En general, diría

que conozco el corazón de los hombres mejor que tú, y por amor te digo

que se han cometido las mayores idioteces y locuras de la humanidad.

–Puede ser, pero no deja de ser algo estúpido –sentenció Michael–. Y

perdóneme el atrevimiento querida pero ¿siempre se viste así para viajar? –

preguntó ladeando la cabeza.

– ¿Se siente incómodo Michael? (Hoy llevaba un atrevido vestido corto

de color azul amoratado) Creía que los capitanes no se asombraban con tanta

facilidad.

–Para nada me siento incómodo señorita –respondió–. Todo lo

contrario, quizás me sienta demasiado cómodo.

–Ja, ja. Tenga cuidado Michael, algunas mujeres son más peligrosas que

los cuchillos de cocina –dijo Don Vincenzo en un tono socarrón.

– Bueno… Quizá sí, pero si me disculpan… –respondió, y cerró los ojos

para dormir un poco mientras el Don comenzaba una de sus interminables

historias llenas de opiniones personales sobre cualquier cosa.

Marcharon toda la noche y todo el día.

Llegada la tarde y pararon en un área arbolada para que las bestias bebieran,

comieran del pasto y descansaran un rato. En aquella zona de pronto

encontraron un grupo de caravanas que estaban acampadas al otro lado del

camino. El Don no se lo pensó dos veces y fue a hablar con ellos,

probablemente para ver si podía conseguir algo de pan y charla, si es que eso

era posible. Michael se alejó a una zona retirada. Se sentó sobre una roca

grande que se apoyaba en un tronco, metió la mano dentro de su chaqueta

y sacó un estuche alargado de cuero. En él, guardaba una hoja de un papel

amarillento. Tras des-doblarlo con mucho cuidado (cosa que hacía bastante

a menudo); se puso a leerlo.

El papel decía esto:

Michael, si estás leyendo esto seguramente las cosas se han torcido un poco, y no

quería irme sin despedirme.

De ser así no estaré para asistirte en la caída, que tarde o temprano siempre llega, pero

sé que eres extremadamente capaz de cuidar tus raspones. No puedo heredarte mi

experiencia, no podría ser tuya. Tendrás que adquirirla, y lamento no estar para

cuando solicites mi consejo, pero sí puedo decirte esto. Intenta escurrir tus problemas,

la solución suele estar en tus manos aunque a veces cueste creerlo. Evítate los

sufrimientos que puedas, no puedes cegarte a la realidad, a veces sufrir es necesario,

pero veras que eso es así.

A veces, escucharás cosas que no te gustarán, siempre hay gente que no vera bien lo

haces, hagas lo que hagas, pero tú sigue por el camino que pienses que es el correcto.

Para terminar quiero decirte que pongo mi esperanza en ti y en Gabriel.

Luciano.

– ¡Dime! ¿Quién va? –dijo Michael un tanto extrañado cuando escucho

unas pisadas acercándose tras él.

Mientras, el Don se presentaba a aquellos viajantes, cuando de repente el

olor de té recién hecho le cosquilleó en la nariz, y le transmitió como por

encanto una sensación de bienestar, igual a la que sentía cuando estaba en su

casa de Italia. Varias semanas atrás Vincenzo había ido al mercado a comprar

un té de aroma muy similar con el intendente de un familia noble, al puesto

de Andrea, que quedaba en la calle principal del bazar, más abajo de la

mezquita y poco antes del puesto de los fabricantes de sombreros, siempre

tan atareados. La reputación de las infusiones de Andrea le precedía, era la

mejor especialista de la ciudad, y se debía a sus inconfundibles mezclas.

Tenía muy bien alineadas una multitud de especias, hierbas y flores secas de

las que esta alquimista se servía para inventar nuevas e insólitas asociaciones.

El caso es que Vincenzo se mostró muy amable y tras hablar un rato con los

hombres de las caravanas le sirvieron una taza de té ligeramente ahumado,

aromatizada con pétalos diminutos y las hojitas de unas plantas de naturaleza

imprecisa que crecían a orillas de los lagos de Austria. Solo aquellos hombres

conocían y protegían esos rincones de visitantes inoportunos con un secreto

impenetrable. Algo que incomodo un poco al principio a Vincenzo. Bueno,

al principio, y al final.

Alessandra a su vez se acercaba a Michael mientras este doblaba el papel y

volvía a guardarlo en el interior de su chaqueta. Ella se sentó sobre sus

rodillas sin pensárselo dos veces.

–Soy yo, Alessandra. Tengo que hablarte Michael, y será mejor que vaya

derecha al grano. No tenemos mucho tiempo. He oído decir –decía

pensativa–, que las cosas se están poniendo muy difíciles hoy en día por

cualquier sitio. Yo por mi parte ya estoy cansada de todo este tipo de

asuntos... No me apetecen más ¿Sabes? Entré en todo esto para ayudar a mi

padre, pero mi sitio ya está a su lado y no aquí. Estoy francamente harta de

este tipo de cosas. Tengo que volver pronto a casa o me consumiré. Pero la

veinteava parte del total de una fortuna prácticamente increíble, le hace a

una pensárselo dos veces. Eso sería todo cuanto necesito para todos mis

propósitos.

–Claro. Es una buena parte sin duda. Entonces como ya pensaba ese

resulta ser el mapa de un tesoro. Está bien, has picado mi curiosidad. Dime

¿A dónde quieres llegar? –respondió Michael suspicaz.

–No te pongas nervioso –dijo Alessandra–. Y no hace falta que te hagas el

tonto conmigo. Seguro que también te habrán prometido una parte similar.

–Puede… pero tengo que decirte que tu comportamiento no me está

gustando nada. Te lo advierto ¿En qué te atañe esto a ti? –preguntó Michael

levantando ahora la cabeza ásperamente.

–En mucho me parece guapo. Sin dar rodeos, necesito tu ayuda

desesperadamente. Escúchame, conozco bien a Vincenzo para saber que

antes de entregarle una mínima parte de un dineral así, preferirá antes

enterrarnos él mismo aunque tenga que cavar con sus propias manos. No lo

dudes, su avaricia no tiene límite.

– ¿Entonces se supone que quieres ayudarme? –preguntó seriamente.

–Trato simplemente de evitarme problemas Michael. Creo que tú ya te

habías dado cuenta de algo de todo esto, y pienso que ya tienes tus propios

planes. Me gustaría hacer un trato contigo, he venido para hacerte una oferta

que te ruego que no rechaces.

– ¿Una oferta? ¡Ja! De acuerdo oigámosla por curiosidad. ¿Qué me ofreces?

–dijo Michael, pensando que quizás había caído en manos de una pilla.

–No soy ninguna aprovechada si es en lo que estás pensando. Verás...

tengo una información que te daré a cambio de que me lleves contigo al oro

o lo que sea, una vez que lo encuentren y claro está, recibir el porcentaje

que ya tenía acordado con Vincenzo –respondió Alessandra con una lenta

sonrisa, como adivinando todos los pensamientos de Michael–. Soy buena

calando a la gente, y creo que tú eres el tipo de hombre que cumple con sus

promesas –soltó con un tono meloso.

–Lo soy ¿Pero qué tipo de información podría valer eso?

–Tal vez una información acerca de Luciano.

–Querida... por tu bien espero que empieces a medir tus palabras –dijo

levándola de sus rodillas sin demasiada suavidad–. No te atrevas a pensar que

esto es un juego. Como diría mi amigo Velázquez: me resulta ya muy difícil

aguantar algún tipo de cosas.

– ¡Claro que no es un juego Michael! –Dijo rápidamente Alessandra un

poco incómoda al observarle–. Me cuesta mucho decir esto, pero trabajando

para Don Vincenzo empecé a preguntarme cosas, y bueno…

–Está bien, trato hecho. Cuéntamelo todo y no te dejes nada.

Conversaron entonces durante bastante tiempo, y así Michael y Alessandra

llegaron al principio de un acuerdo al que todavía le quedaban algunos

momentos difíciles por delante.

CAPITULO 9: LA FIESTA DE LOS CRISTIANOS

Como todos los años la gente había decorado las paredes, los árboles y los

tejados de la calle principal con esmero. Había llegado la noche y con ella

“la fiesta de los cristianos”. Eran algo así como las doce de la noche, y el

pasacalle giraba en ese momento por la calle mayor de Hallstatt.

La música retumbaba con un ritmo alegre por todos los rincones.

Frente a los músicos, que iban dándole con ganas a los instrumentos, y

cerrando el pasacalle iban muchos hombres y mujeres con vestidos de

pastores parecidos a los que veríais en el portal del belén.

Las gentes ciertamente os daríais cuenta de que estaban encantadas con el

espectáculo de este año, y hacían llover unos papeles cortados en trozos muy

pequeños por encima de los instrumentos, y de las danzas de los fuertes

pisotones que iban por las calles. Resulta que las personas que no acudían al

“Kalerre” esa noche se acumulaban sobretodo en la parte conocida como la

de “los caracoles”; bajo unas casas de varios pisos pintados en un color

anaranjado. La zona de los caracoles era conocida por las luces que salían por

sus muchísimas ventanas, iluminando en la noche gran parte de una enorme

ladera verde.

La gente mayor estaba sentada en unas sillas de madera y se pasaban el rato

fumando, bebiendo y aplaudiendo de vez en cuando para animar a cada

grupo; aunque bien mirado, eran las mujeres del pasacalles las que animaban

todo aquello. Pero en fin, fuera como fuese, el caso es que en el parque de

los Aros, el ruido era ensordecedor.

– ¡Mire, mire a mi nieta como lo hace Doctor! ¡Ay madre! ¿Es o no es la

más guapa de todas? –decía eufórica Juliett, la que era abuela también de

Peter.

– Lo es en verdad ¡Pero tenga cuidado abuela, y no vaya a caer rendida

del cansancio! –El doctor medito un segundo y dijo en seguida– Me alegra

ver que ya está de mejor ánimo, ya vera como todo se va arreglando Juliett.

– Seguro que si ¡Hay que ver qué buen médico y amigo eres, Fibrethl! No

tengo ni idea de cómo podré pagarte todo lo que has hecho por mí.

–No se preocupe y no padezca por eso –dijo tranquilamente, pues era un

doctor digamos especial. Su particular filosofía de vida solo le permitía

cobrar a la gente adinerada–. Esta noche, por lo pronto, te daré algo que

pienso que te calentará el corazón.

– ¿A si? ¿Y qué es eso? –pregunto con curiosidad.

–Hace unos días telegrafié a la capital, y Arnold ha contestado que vendrá;

al fin le han dado permiso y mañana estará aquí y todo irá bien. ¿No te alegras

de que lo haya hecho?

Juliett se puso a llorar, se levantó precipitadamente de la silla, y de pronto

le echó los brazos al cuello, y exclamó riendo y llorando.

– ¡Oh, Fibrethl! ¡Que dios te bendiga! –Reía histéricamente abrazando a

su amigo (y es que hacía dos años que no había podido ver Arnold por unos

asuntos u otros. Arnold era su esposo desde hace mucho tiempo.)

A pocos metros de ellos estaba Ben. Este año Benjamin había decidido que

no iba a disfrazarse, y estaba sentado en la rama más gorda del roble del

parque, saboreando en un cuenco un poco de “Gluhwein” mientras

observaba tranquilamente el pasacalle y descansaba las piernas.

*Para estar un poco más al tanto de esta fiesta, diré algo más al respecto.

Resulta que había cuatro grupos en el pueblo, y solo tres marchaban. Iban a

diferentes horas de pasacalles y se citaban en el "Kalerre", que es y era el lugar

de llegada común. Cuando se juntan allí, tendían a beber sin compasión el

sabroso "Gluhwein" (una bebida alcohólica típica de Austria, hecha con vino

tinto, canela, clavo, naranja y hielo) que servían gratuitamente a la orilla del lago.

Allí a las improvisaciones que los músicos reunidos creaban, entonadas por el

licor, hay que decir que a partir de cierta hora, más que melodías, lo que se

escuchaba era más bien un suplicio para los oídos; pero bueno, podríamos decir

que así es y así es como les gusta que sea.

Más tarde, (y no explayándome mucho en esto) se detiene la música por un rato

para quemar unas enormes hogueras de entorno a unos ocho metros de alto, que

encendían las mujeres más atrevidas. Y lo hacían (que esto es curioso),

escupiendo alcohol de quemar desde la boca hacia unas antorchas sobre los

montículos de leña de castaño, abedul y hojarasca.

Es así, por ir finalizando, una entretenida fiesta que viene más que bien a la

población de Hallstatt por el dinero que se dejan los forasteros que acuden cada

año, así que nadie se queja si todo sale bien salvo quizá los barrenderos, que

cada día siguiente al pasacalles se las desean putas de seguro.*

Volviendo al pasacalle, Scarlett la empleada de correos estaba por allí

colorada y mantenía la estabilidad a duras penas. Logan, el dueño de la

cantina, hacía unos malabarismos con unas manzanas dignos de un

malabarista. Y hasta Catherine, la gruñona esposa del tío Auguste, bailaba

por allí como medio poseída luciendo un elegante vestido amarillo y negro

a rayas.

Un grupito de unos nueve niños disfrazados, pasaron corriendo por debajo

del roble donde estaba Ben, escondiendo algo bajo un jersey y riendo... sin

duda éstos niños habían querido perderse y alguna trastada estaban

planeando. Los niños cada generación se espabilan antes, como decía Doris.

Ben chillo:

– ¡Ye! ¡Boniatos! ¡No salgáis fuera del pueblo, eh! Que dicen que hay una

manada de lobos cazando conejos –dijo para precaver a los niños de algún

peligro, aunque esto no era cierto.

Minutos después tanto las mujeres que desfilaban en grupos de a cinco,

como las que lo hacían acompañadas por sus parejas; ya iban “entonadas”.

Mientras Ben movía su cabeza de un lado a otro al ritmo de la música, bebía

a pequeños sorbos de su cuenco sobre la rama. De repente vio sacudiendo

una pandereta a esa chica que vio pasar por la ventana de la panadería, en el

primer capítulo.

–Fíjate… –se dijo–. Pues sí que lo hace bien si…

Y tal vez porque ya le dolía el culo de estar sentado, o quizá por un descuido,

bajo de un salto, sacudió su pantalón y comenzó a seguirla disimuladamente

por la acera. En ese momento cruzaron por un momento la mirada.

–Venga… hoy es el día Benjamín, al final sí que vas a ir al Kalerre –se dijo

a sí mismo como animándose.

Caminó entonces mirandola a cierta distancia mientras avanzaban por la

calle, y fue así como calle tras calle, coquetearon un poco.

–Lástima no tener tan solo un poco más de bebida. No me vendría mal –

pensó.

La chica tendría casi los treinta años quizás, o quizás había madurado bastante

rápido. Es difícil adivinar la edad de algunas chicas cuando están entre esos

números, o eso pensaba Ben. Ella no era muy alta pero tenía unas piernas

fuertes. También había algo que a Ben le gustaba pero no podía explicar. Así

que nada, allá iba el bueno de Ben, siguiéndola como buenamente podía

entre tanta gente.

Un rato más tarde, la marcha se encontraba ya mediada la calle Badergraben,

y por allí habían montado unos extranjeros unos puestos ambulantes de

comida. Había manzanas de caramelo, pescaditos fritos, costillas a la brasa

con miel, y huevos escalfados y salpimentados con hierbas. Ben compro

rápidamente entre los vapores, un aperitivo que devoro al instante, a apenas

unos doscientos metros ya del Kalerre (Ya se veía la gran explanada de

césped a lo lejos). Muchas de las mujeres a estas alturas estaban pensando

más en atiborrarse de bebida que en desfilar como tocaba; y Ben también

dejaba arrastrar de algún modo.

Esta chica de repente beso una tras otra a las mujeres con las que desfilaba,

para terminar arrimándose a la parte opuesta de la calle de donde estaba Ben,

y se sumergió entre la gente.

Ben al ver esto se sorprendió al encontrarse driblando unos pinos rugosos

que habían frente a él para cruzar al otro lado por en medio del desfile.

Tropezó con una señora y casi cayó al suelo, pero trastabillándose consiguió

llegar al otro lado para comenzar a buscarla lo más rápido que pudo. Miró a

la derecha, a la izquierda, entre las personas. De nuevo al desfile, pero nada

que hacer. Ya no estaba.

– ¡ Um! –susurró golpeándose con fuerza con la palma de la mano sobre

el muslo.

Tras casi un minuto, Ben ya iba haciéndose a la idea de que se había

esfumado, cuando por entre unos carruajes que había al final de una calle,

vio una sombra alejándose rápidamente. La luz de una casa había proyectado

esta sombra frente a un muro de piedras con forma de “L” que estaba bajo

una cuesta. Ben se quedó allí parado unos segundos viendo cómo se alejaba.

Durante un instante pensó en si ir tras ella o no; pero se percató de que

mientras se decidiera o no a hacerlo, ya la habría perdido de vista. Así que

Ben comenzó a caminar ligeramente en la misma dirección.

–Esto no está bien –pensó–. Si Peter me viera seguro que me daría una

buena colleja, pero bueno… Si no va a estar complicado poder hablar con

ella esta noche...

Consiguió ver tras unas zancadas que la sombra efectivamente era la de esa

chica, y que además parecía tener bastante prisa. No paraba de correr a

bastante buen ritmo en dirección al límite del poblado, sin coger apenas

aliento.

Ben ni olfateó el hecho de que la chica corría quizá con demasiada prisa,

aunque bueno, probablemente a vosotros os hubiera pasado igual si os

encontrarais en esa situación. Ben en ese momento podría haber metido el

pie en un cubo de agua y ni haberse dado cuenta.

-¿Qué haces chaval?- le habría dicho algo parecido a una voz interior. Y así

habría sido seguramente de no haber llegado el momento, en el que llegaron

a la última calle de lo que sería el perímetro del pueblo. Momento en el que

la chica se detuvo para tomar un respiro, pasarse la mano por la frente, y

adentrarse en el ahora oscuro bosque de roble de los druidas.

Ben echó su cabeza hacia atrás. Quizá incluso algo preocupado. Todo el

mundo allí sabía que no era aconsejable entrar en el bosque solo salvo que

lo conocieras muy bien, y aun así nunca debía hacerse de noche (era algo que

enseñaban los más mayores a lo más jóvenes prácticamente desde el

nacimiento, y duraba con cientos de historias diferentes durante toda la

infancia y la adolescencia). Pero ¿Por qué se metería en plena fiesta? Nadie

al que él conociera haría algo así; y no encontraba ninguna respuesta que le

convenciera aunque fuera por un momento.

–Al carajo –se dijo.

Pensó en seguirla un poco más. Ben miró hacia el suelo, crujió un poco el

cuello, y abriendo las manos entró también hacia el interior del bosque con

los ojos más abiertos que un búho.

CAPITULO 10: UN GRUPO DE CARAVANAS

Don Vincenzo estaba sentado junto a las caravanas, sobre una alfombra

gigantesca de color rojo, que estaba llena de dibujos. Estaba junto al jefe de

la gran expedición. Parece ser que la expedición era cercana a las mil

personas, y allí el jefe contaba historias que la gente escuchaba con atención.

Cerca de allí, a poco espacio de donde estaba el Don, había una enorme

tienda que compartía la mayor parte de aquella gente. Era una carpa

enorme, casi como la de un circo, y es donde más tarde Vincenzo negociaría

la compra de algunos alimentos una vez que fueran más amigos. Pero el Don

saboreaba ahora uno de los momentos más agradables de la jornada: la

escandalera de los últimos remates de la instalación del campamento de

aquellas gentes, y la degustación del té. Después de un día de viaje agotador,

que seguramente le había parecido extraordinario, había escogido un sitio

para descansar con mucha fortuna, donde además la conversación era muy

interesante. Charlaron animados hasta que la noche oscureció del todo (allí

más tarde se les unirían Michael y Alessandra).

•Thomas: (Que es quien era el jefe de la expedición) Usted y a sus amigos,

van a pasar la noche en un lugar especial. Este lugar se nota que rebosa de

calma señor Vincenzo, y si se fija, hasta el entorno parece proporcionar buen

refugio.

•Vincenzo: Desde luego, es un sitio francamente bonito. Falta mucho de

aquí a mañana y tenemos toda la noche para charlar señor Thomas. Tendré

paciencia, vaya con sus hijos Mansur y Charmer a terminar de aparejar a los

animales si quiere. Nosotros no tenemos ninguna prisa –dijo

tranquilamente.

Paso un buen rato. Tras acabar la faena los viajeros, encendieron unas

pequeñas hogueras cada pocos metros, y se pusieron a ahumar carne. Puede

decirse que se lo montaban realmente bien. Algunos de los hombres jugaban

al ajedrez por allí o a las cartas, mientras otros bailaban o hacían palmas. Un

poco más allá había unas mujeres se masajeaban las unas a las otras o se

lavaban el pelo mientras charlaban animosamente. O simplemente

descansaban los pies en un barreño de agua. Allí cada uno estaba a lo suyo

como se suele decir.

– Hola… –dijo Alessandra a una de las mujeres que parecía disfrutar del

tiempo de ocio, la cual estaba con un niño de unos cuatro años.

– Hola.

– Madre mía, menuda expedición tenéis aquí montada.

– Si, ya ves, somos unos cuantos ¿verdad? –respondió sonriente.

– Pues sí, demasiados para mí. Y menudo olor a carne asada, me van a

rugir las tripas al final –comento pasándole un peine que la mujer había

señalado.

– Ja, ja, si somos un montón de bocas. Tranquila que algo abra para todos.

– Ojala. De donde yo vengo no se ve nada parecido a esto, la verdad.

– ¿Sí? Así somos nosotros, nos gustan las cosas un poco excesivas.

– ¿De dónde sois?

– Yo soy de Altausse, pero realmente aquí todos vivimos en movimiento

de aquí para allá ¿Y usted?

– Yo y el calvo somos de Italia, y el otro hombre, la verdad es que no lo

sé ahora mismo. Mira que guapo es tu niño ¿Cuánto tiempo tiene?

– Cuatro años.

– Que alto que esta. Madre mía…

– Je, je. Si. Será por el queso, no para de comerlo el muy glotón. Se puede

comer una bola entera él solo de una sentada, le encanta –dijo la señora

acomodándose mientras Michael se unía ahora a ellos con un plato de guiso

en una mano, y un trozo de pan en la otra.

Vincenzo por su parte hablo toda la noche con aquellas amables personas de

decenas de buenas cosas, y casi sin darse cuenta llego la mañana. El tiempo

paso asombrosamente rápidamente para Alessandra, quien se sentía muy a

gusto en la compañía de las mujeres de aquella expedición. De alguna

manera se sentía como en casa, y probablemente fue la mejor noche de todo

aquel viaje para ella. Tras amanecer, la partida de aquellas personas ya era

inminente. Los cambiantes relieves producían un murmullo que, según

Charmer y Mansur (dos chicos muy agradables), provenía de antiguas

ciudades, sepultadas bajo la arena a través de siglos. Aseguraban los hijos de

Thomas, que los habitantes de aquellos antiguos parajes no los habían

abandonado del todo, y que si guardabas mucho silencio, aún se les podía oír

recitar viejas fórmulas mágicas de protección en las primeras luces del día,

entonadas sin descanso para alejar a las personas de malas intenciones. Los

dos hermanos, como tantos otros antes que ellos, transmitían esto en viejas

historias seductoras, y se las narraban a quien les prestara atención.

En la inmensidad del bosque los laboriosos viajeros además de estar de

expedición por razones que no quisieron compartir, mantenían a raya los

caminos y sembraban árboles y toda suerte de plantas, regadas con un

sistema de canales que conducía sabiamente el agua desde algún lugar.

Michael nunca supo nada más de ellos, ni por qué hacían aquellas cosas, pero

en aquel momento pensó en su labor, y le asombro la tupida barrera casi a

escuadra de álamos altos y elegantes que esa gente cuidaba con tanto esmero.

Escucho decir que aquello marcaba la frontera entre la aparente quietud del

bosque y la animación del reino de los hombres, según ellos. Probablemente

eso era mero misticismo que había trascendido a través de las generaciones

pensó. Él no creía en la brujería, ni en los ritos que esa gente practicaba;

pero lo respetó de principio a fin.

A las órdenes de Thomas, jefe de la caravana, y de sus asistentes principales,

Aiem y Kheo, los mil viajeros se pusieron en marcha tras despedirse del Don

y de los demás con mucha cortesía. Thomas tenía animales bien cuidados y

mejor alimentados que tiraban con fuerza sin mucho esfuerzo, y enseguida

desaparecieron por el camino.

Vincenzo y los demás se quedaron en esa zona un poco más. Al mediodía

almorzaron pan tostado, café y mantequilla. Vincenzo había canjeado todo

esto por un pequeño anillo de oro la noche anterior. Después de darse un

baño frio en un estanque natural que Thomas les habían enseñado, montaron

en el carruaje y marcharon para llegar a Hallstatt ya del tirón.