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Diez ¿Quién es judío? Estrategias de membresía y admisión en la comunidad judía Doniel Hartman Introducción En tanto concepto ideal, una comunidad está constituida por un conjunto de individuos que comparten algo en común. Aquello que comparten sirve de base y locus de su espacio cultural compartido y le confiere un lugar e identidad distintos a su comunidad. En el contexto de este paradigma ideal, un vehículo central para expresar y mantener este espacio compartido se da mediante políticas de membresía. Estas políticas están determinadas en conformidad con el contenido de aquello que los miembros de la comunidad tienen en común y en virtud de lo cual la comunidad existe y habita su propio espacio. Una comunidad obtiene poder para determinar y gobernar su identidad y carácter colectivo, mediante sus políticas de admisión y, en consecuencia, mediante su habilidad de excluir. No obstante, en la realidad lo que define a la mayoría de las comunidades no es un espacio cultural común ni un ethos colectivo, sino, en el mejor de los casos, la búsqueda de este espacio y ethos compartido. La mayoría de las veces, las comunidades no eligen a la mayor parte de sus miembros; los heredan, y con esta diversa membresía aparecen nociones diferentes del telos de su empresa colectiva. El desafío real que enfrentan las comunidades consiste en determinar cómo desarrollar una identidad colectiva compartida a pesar de esta diversidad. En este contexto, la búsqueda de una política de membresía es una experiencia compleja y, muchas veces, dicha experiencia se bifurca. La asignación de membresía presupone un telos común y de mutuo acuerdo, y una identidad compartida que la política de membresía exhibe y apoya. De no haber tal acuerdo, cualquier política de membresía particular solamente reflejará la voluntad y el punto de vista de una parte de la comunidad. Cuando esto sucede, aquellos cuya idea de la identidad colectiva queda excluida de la política de admisión propuesta, incluso si su propia membresía no es cuestionada y es, muchas veces, eximida, 1

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Diez ¿Quién es judío? Estrategias de membresía y admisión en la comunidad judía

Doniel Hartman

Introducción

En tanto concepto ideal, una comunidad está constituida por un conjunto de individuos que comparten algo en común. Aquello que comparten sirve de base y locus de su espacio cultural compartido y le confiere un lugar e identidad distintos a su comunidad. En el contexto de este paradigma ideal, un vehículo central para expresar y mantener este espacio compartido se da mediante políticas de membresía. Estas políticas están determinadas en conformidad con el contenido de aquello que los miembros de la comunidad tienen en común y en virtud de lo cual la comunidad existe y habita su propio espacio. Una comunidad obtiene poder para determinar y gobernar su identidad y carácter colectivo, mediante sus políticas de admisión y, en consecuencia, mediante su habilidad de excluir.

No obstante, en la realidad lo que define a la mayoría de las comunidades no es un espacio cultural común ni un ethos colectivo, sino, en el mejor de los casos, la búsqueda de este espacio y ethos compartido. La mayoría de las veces, las comunidades no eligen a la mayor parte de sus miembros; los heredan, y con esta diversa membresía aparecen nociones diferentes del telos de su empresa colectiva. El desafío real que enfrentan las comunidades consiste en determinar cómo desarrollar una identidad colectiva compartida a pesar de esta diversidad.

En este contexto, la búsqueda de una política de membresía es una experiencia compleja y, muchas veces, dicha experiencia se bifurca. La asignación de membresía presupone un telos común y de mutuo acuerdo, y una identidad compartida que la política de membresía exhibe y apoya. De no haber tal acuerdo, cualquier política de membresía particular solamente reflejará la voluntad y el punto de vista de una parte de la comunidad. Cuando esto sucede, aquellos cuya idea de la identidad colectiva queda excluida de la política de admisión propuesta, incluso si su propia membresía no es cuestionada y es, muchas veces, eximida, sienten que quedan al margen. Cuando la condición para los nuevos miembros es que representen solamente la perspectiva particular de un segmento de la sociedad, entonces la comunidad está declarando que todos los demás miembros son ciudadanos de segunda clase, una aberración inherente que esperan que algún día desaparezca. La proliferación de estos tipos de sentimientos divisivos entre los miembros mina la vida colectiva de una comunidad.

Aquí reside el desafío y la dificultad que hay con las políticas de admisión en las comunidades desordenadas, diversas y multiculturales dentro de las que nos encontramos. Por un lado, toda política de membresía o de admisión debe representar la realidad

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vivida por la comunidad y la composición real de sus miembros. Sin embargo, dada la falta de una identidad colectiva compartida, las políticas de admisión tendrán una cualidad prescriptiva de suyo. Dependiendo del grado de la naturaleza ideal de las políticas, los miembros en aumento estarán alienados de la comunidad en la que viven.

Este es el aprieto en el que se encuentra la comunidad judía moderna con sus políticas de membresía. Durante los dos últimos siglos, la diversidad -junto a un posterior denominacionalismo de un alcance sin precedentes- se ha enraizado en la comunidad. A partir de ello, se ha vuelto cada vez más difícil establecer un ethos compartido en torno al cual la comunidad judía pueda permanecer unida. En este contexto, no sorprende que una de las expresiones más sobresalientes de este denominacionalismo sea la amarga polémica en la que deriva inevitablemente toda discusión acerca de la política de membresía y admisión. Al ser un pueblo dividido por el problema acerca de qué es lo que constituye el judaísmo, hemos sido incapaces de llegar a nada cercano a un consenso en torno a la pregunta “¿quién es judío?”, y todos los intentos en la actualidad parecen solamente profundizar la naturaleza divisiva de la vida colectiva judía contemporánea.

El propósito de este artículo es indagar los fundamentos de esta realidad polémica y ofrecer algunas sugerencias respecto a cómo empezar a aliviarla. Con este propósito, primero examinaré los aspectos fundamentales de las políticas de membresía clásicas del judaísmo y evaluaré sus implicancias para la compleja realidad de la vida judía contemporánea.

El problema de la membresía aparece desde la primera oración de Abraham, el precursor del pueblo judío: “Vete de tu tierra y de tu familia y de la casa paterna a la tierra que te señalaré. Y haré de ti una gran nación” (Génesis 12:1-2). ¿Quiénes constituirán esta “gran nación”? La ley judía identifica tres criterios distintos utilizados para destinar la membresía: nacimiento, matrimonio con un hombre judío, y conversión. Si bien los tres estuvieron presentes en distinta medida a lo largo de diferentes períodos de discusión legal judía, no coexisten en ningún momento histórico. Así, por ejemplo, en el período bíblico, la conversión no era un mecanismo de membresía. Desde el período de Ezra y Nejemia, el matrimonio con un miembro masculino había dejado de vincular a una persona a la comunidad. A partir del período rabínico en adelante, el nacimiento y la conversión pasaron a ser los únicos métodos exclusivos para adquirir la membresía.

Ser judío en tanto etnicidad compartida

En la Biblia, el primer criterio destacado para la admisión a la gran nación de Abraham era el nacimiento; específicamente, ser descendiente de Abraham:

Y se le apareció el Eterno a Abram diciéndole: “A tu simiente daré esta tierra”. (Génesis 12-7; el énfasis es nuestro)

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Y estableceré Mi Pacto contigo y tu simiente después de ti en todas sus generaciones. Será un Pacto eterno: Yo seré Dios para ti y para tu simiente después de ti. Y te daré a ti y a tu simiente después de ti la tierra de tus peregrinaciones: toda la tierra de Canaán, como posesión eterna, y Yo seré el Dios de tu descendencia. (Génesis 17:7-8; el énfasis es nuestro)

Tanto un síntoma como un símbolo de su fundación étnica, la “gran nación” lleva el nombre del nieto de Abraham, Yaakov (llamado también Israel): Bnei Israel. En su expresión más literal y racial, los miembros de Israel son mencionados como los únicos portadores de una “simiente sagrada” (Ezra 9:2) común, una noción que se predica ante la presencia de un linaje común. El filósofo y poeta medieval judío, Yehúda Ha-Levi (1086-1145), del mismo modo fundamentó la elección de Abraham y su descendencia en un mito de un origen ancestral común que se originó con Adán.1

Descendencia de línea materna y de línea paterna

Si el nacimiento define si se es judío, la pregunta acerca de quién determina este linaje –si el padre o la madre- pasa a ser más y más significativa en los tiempos modernos, puesto que los porcentajes de niños que sólo tienen un progenitor judío son cada vez más elevados debido al aumento de los matrimonios entre judíos y no judíos.

En la Biblia, la afiliación étnica y, en consecuencia, el estatus de membresía se transmite a la descendencia de padres judíos. Así, Bnei Israel son los descendientes de los hijos varones del nieto varón de Abraham. Sin importar la identidad de la esposa, el padre es quien determina la membresía, la afiliación tribal, la participación en la tierra y el estatus legal en la vida ritual de la comunidad.

Esta política para determinar la etnicidad tuvo vigencia en la medida en que el matrimonio entre judíos y no judíos era considerado legal. Cuando fue prohibido, primero por Ezra y luego en el derecho rabínico, se restringió el poder exclusivo de la etnicidad por línea paterna. A partir de entonces, se adoptó una política que combinaba el linaje por vía paterna con el que provenía de vía materna. En aquellos casos donde la ley judía sancionaba legalmente el matrimonio, la membresía se determinaba según la afiliación paterna. “Donde haya un acto de matrimonio (kidushín) y no hay pecado, la descendencia se sigue del padre”. 2

De este modo, por ejemplo, que una persona sea Cohen, Levy o Israel, se determina según el estatus del padre. Sin embargo, cuando el matrimonio es inconstitucional y en consecuencia, legalmente no es real, la afiliación de la madre determina la nacionalidad del niño. En esos casos donde la madre no tiene un vínculo matrimonial legal y válido con el padre del niño, la descendencia se sigue de la madre. 3

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La implicancia principal de este giro hacia los lazos por vía materna como factores determinantes de que una persona sea judía compromete el caso del matrimonio entre judíos y no judíos. Si bien está permitido en ciertas circunstancias en la Biblia, en la literatura rabínica y en la literatura legal posterior, este caso no es que está prohibido sin más, sino que está desprovisto de toda significación legal, y por ello, es considerado fundamentalmente un acto que no es. En otras palabras, un judío y un no judío no pueden ingresar a un vínculo matrimonial, y su conexión no posee ramificaciones legales reconocidas. Como resultado de ello, cuando el esposo/padre es miembro de una comunidad religiosa distinta de la de la esposa/madre, él no tiene responsabilidades que puedan ser implementadas legalmente ni vínculos con la esposa/madre ni con el hijo de ambos. En tales casos, se le da precedencia al nexo de la madre y el hijo por sobre el del padre. De esta manera, los rabinos decretaron que en esas situaciones, ser judío se determina por descendencia de línea materna.

Esta postura tuvo vigencia por casi dos mil años y todavía es aplicada por el movimiento conservador y por el ortodoxo, por el movimiento reformista fuera de los Estados Unidos, por israelíes tradicionalistas y laicos, y por las leyes del Estado de Israel tal como están representadas en la Ley del Retorno. No obstante, el judaísmo reformista en los Estados Unidos en 1983 adoptó formalmente la postura de que ambas descendencias, la de línea materna o la paterna, son suficientes para determinar y conferir membresía de la nación judía siempre y cuando el niño sea criado como judío.

La etnicidad compartida en tanto condición suficiente o necesaria

Un problema central referido a la asignación de membresía judía sobre la base de la etnicidad de una persona es si el nacimiento, que era claramente necesario en la Biblia, también es visto como suficiente en sí mismo para conferir membresías. Esto es, suponiendo que los fundamentos de la comunidad son étnicos, ¿acaso la etnicidad compartida sirve también como la característica central que define a la comunidad? ¿O acaso la membresía requiere de otros factores, como la fe compartida y una conducta en común? En la tradición es posible encontrar dos respuestas distintas a esta pregunta, cada una de ellas con consecuencias de largo alcance tanto para el problema de la membresía en general como para la viabilidad de la vida judía colectiva en la era moderna, en particular.

Una perspectiva sostiene que el nacimiento no sólo es una condición necesaria para la membresía, sino que también es suficiente. Así, la tierra le está garantizada de forma incondicional a la descendencia de Abraham, únicamente en virtud de este hecho biológico. De este modo, incluso cuando se considera que la gente no es merecedora [de la membresía], el estado de elección y sus promesas se mantienen vigentes:

Y después de que el Eterno tu Dios los haya destruido no digas en tu corazón: “Por mi rectitud me ha traído el Eterno hasta aquí para

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poseer esta tierra”; […] sino por las iniquidades cometidas por esos pueblos el Eterno tu Dios los expulsa delante de ti, y para cumplir la palabra que el Eterno juró a tus padres Abraham, Isaac y Jacob. (Deuteronomio 9:4-5; el énfasis es nuestro)

De hecho, incluso cuando los pecados de Israel traen como resultado el exilio, la mayoría de las narraciones bíblicas consideran que el exilio es temporal, y que la redención y el regreso son porciones inevitables de la historia:

Es que ni siquiera por todo eso, cuando estuvieren en tierras ajenas, los desecharé totalmente ni Me dejaré llevar por Mi ira para anular Mi Pacto con ellos, por cuanto Yo soy su Dios, el Eterno. (Levítico 26:41-44)

El pacto con Israel, basado en la promesa de Dios a Abraham, Yitzjak y Yaakov a sus descendientes, es inviolable a pesar de la conducta de Israel. Los hijos pueden desviarse, pero nunca dejarán de ser los hijos de uno.

En los textos post-bíblicos, la fuente paradigmática de la irrevocabilidad del pacto es la afirmación rabínica, aceptada en la Edad Media casi de modo universal como una ley: “Israel ha pecado” (Josué, 7:11), Rabi Aba hijo de Zavda dijo: A pesar de que haya pecado, sigue siendo un israelita. 4 Cuando la etnicidad compartida es vista como necesaria y suficiente, hay un sentido básico de pertenencia que trasciende la fe y el comportamiento, y que no se ve afectado por diferencias ideológicas ni por el pecado. Poniendo de lado las divisiones y debates actuales, un judío es un judío. Aunque pueda estar dividida en profundidad, la comunidad todavía posee un fundamento común que puede ser invocado y con el que se puede contar para consolidar su unidad básica.

Sin embargo, esta noción del nacimiento como el criterio fundacional para la asignación de membresías no es la única voz que emana de la Biblia y de la ley judía. Es interesante destacar que, a partir de Itzjak y Yaakov, el estatus de “descendencia” por sí solo no se considera suficiente. Itzjak e Ismael compartieron al mismo padre; Yaakov y Esav compartieron al mismo padre y a la misma madre, pero ni Ismael ni Esav fueron considerados patriarcas del pueblo judío, y ellos y sus descendientes no fueron incluidos en la nación israelita. Entonces, hay alguna condición adicional más allá de la descendencia biológica y de la ascendencia étnica que parece ser un factor en la definición bíblica de membresía. No obstante, no se explica de qué condición se trata.

Los comentarios rabínicos, intentando rellenar este vacío, señalaron la fe y la piedad de la descendencia elegida, o a la inversa, los aspectos inadecuados de los que no fueron elegidos. De esta

1 J. Ha-Levi (1988) (trad. N. D. Korobkin), The Book of the Kuzari , Northvale, Jason Aronson, 1.95, p. 103. 2 Mishná Kidushín 3:12.3 Ibíd.4 TB Tratado Sanhedrín 44 a.

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manera, Ismael, el hijo desheredado, es descrito en algunas ocasiones como un idólatra, un adúltero y un asesino.5 La Mishná explica que, desde que eran embriones, Esav practicaba la idolatría mientras que Yaakov anhelaba estudiar la Torá.6 Ya de adulto, Esav es descrito como un adúltero, un asesino y un hereje.7 Mientras que estas caracterizaciones no aparecen en ninguna parte del relato bíblico, sí muestran la noción -presente en la narración de la elección de Itzjak y Yaakov- de que la etnicidad común por si sola no era considerada suficiente. En muchos sentidos, el paradigma a favor de la política de admisión basada en la piedad está presente en el mismo Abraham. La elección de Abraham empieza con –y está condicionada por- un acto de fe: “Vete de tu tierra […] Y haré de ti un pueblo grande” (Génesis 12:1-2). Además, a lo largo de su vida, la fe de Abraham tuvo que pasar a través de una serie de pruebas y desafíos de lealtad para justificar su estatus de elegido. Solamente después de pasar la prueba final de la akedá, el sacrificio de Itzjak, señala Dios: “Por Mí juré –dice el Eterno- que por haber hecho tú cosa semejante y no Me negaste a tu propio hijo único, he de bendecirte sobremanera” (Génesis 22:16; el énfasis es nuestro). La promesa inicial de Génesis 12 ha de ser ratificada por una vida de fidelidad y fe en Dios.

Sin embargo, es interesante resaltar que mientras Abraham, Itzjak y Yaakov requieren de otro factor además del nacimiento para darle sustancia a su elección, posteriormente este requisito parece esfumarse. Todos los hijos varones de Yaakov sin excepción, son clasificados como miembros y nadie fuera de la familia viaja a Egipto ni es contabilizado en el censo nacional.

No obstante, el problema dista de haber sido resuelto. Cuando se hubo completado el Éxodo, y Dios declara la elección incondicional de Israel –Y os consideraré pueblo Mío y seré vuestro Dios (Éxodo, 6:7)- el texto bíblico abandona su forma narrativa exclusiva e introduce un código legal que sirve para regular las creencias y prácticas de Israel. Ser el pueblo de Dios no es una simple herencia adquirida al nacer y concedida para toda la vida, sino una identidad dinámica compuesta de requisitos y expectativas:

Y le dijo el Eterno: “Así le dirás a la casa de Jacob (Yaakov). Esto anunciarás a los hijos de Israel: Vosotros visteis lo que hice a Egipto y cómo los traje con alas de águila ante Mí. Escuchad ahora Mi voz y guardad Mi Pacto. Seréis para Mí propiedad preciada entre todos los pueblos”. (Éxodo, 19: 3-6)

Ser la “nación sagrada” y la “propiedad preciada” de Dios requiere de más que la certificación de ser descendientes de Abraham. Israel debe “escuchad ahora Mi voz y guardad Mi Pacto”.

5 Tosefta Sotá, cap. 66 Génesis Rabá 63.7 TB Tratado Baba Batra 16 b.

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Más que un requisito para mantener el estatus de “elegido” por parte de Israel, la fidelidad del pacto es descrita como el propósito final de la elección per se. Como dice Isaías:

Vosotros sois Mis testigos dice el Eterno, y Mi siervo a quien he elegido, para que sepáis y Me creáis, y comprendáis que Yo soy Él. Antes de Mí no había ningún Dios formado, ni lo habrá después de Mí. Y soy, Yo soy el Eterno, y fuera de Mí no hay salvador. (Isaías 43:10-11; el énfasis es nuestro)

Israel no hereda una promesa –hereda un propósito-. El cumplimiento de este propósito luego se vuelve una condición que, de ser rechazada por Israel, anula el pacto:

Y tu número quedará reducido a unos pocos, a pesar de haber sido como las estrellas del cielo por tu multitud, todo ello por no obedecer la voz del Eterno tu Dios. Y ocurrirá que el Eterno, que antes se alegraba de favorecerte y multiplicarte, se regocijará en tu exterminio. (Deuteronomio 28:62-63; el énfasis es nuestro)

Además, incluso aquellos textos que hablan del aspecto no violable del pacto, no basan esta promesa únicamente en las raíces genéticas de Israel, sino en una visión de su posterior e inevitable retorno a Dios:

Y los que quedaren serán consumidos por sus propios pecados y por los de sus padres, en las tierras de vuestros enemigos. Pero si confesaren sus iniquidades y las de sus padres, con las transgresiones a Mis mandatos, reconociendo que por obrar contrariamente a Mis juicios los llevé a las tierras de sus enemigos, y si se humillaren sus corazones incircuncisos y aceptaren la justicia de los castigos por sus pecados, Me acordaré de Mi Pacto con Yaakov, de Mi Pacto con Itzjak y de Mi Pacto con Abraham. (Levítico 26:39-42)

Si bien [el pueblo de] Israel es elegido en virtud de su ascendencia, debe hacerse merecedor y justificar esta elección para hacerla suya de forma permanente. Sólo después de que se arrepienta, Dios reactivará su pacto. Israel es una comunidad étnica, pero la etnicidad compartida no agota la definición de su espacio colectivo. Junto con la etnicidad hay un sistema de fe y de comportamiento que Israel debe acatar si el pueblo ha de seguir siendo Israel.

Una de las expresiones más extremas del carácter condicional de la membresía aparece en los escritos de Maimónides, donde en una cantidad de lugares él asume la postura de que la etnicidad no sólo no es suficiente sino que de hecho casi no es relevante. La condición central y necesaria para la membresía es la fe:

Cuando todos estos fundamentos sean entendidos y creídos por una persona a la perfección, aquella ingresa a la comunidad de Israel y uno se encuentra obligado a amarla y compadecerla y a actuar hacia esa persona de todas las maneras en que el Creador ha ordenado que se actúe hacia un hermano, con amor y fraternidad. Incluso si esta persona fuese a cometer todas las transgresiones

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posibles, por lujuria y por haber sido dominada por una inclinación maligna, esta persona será castigada de acuerdo a su rebelión, pero tiene una porción [del mundo por venir]; es uno de los pecadores de Israel. Pero si un hombre duda de cualquiera de estos fundamentos, abandona la comunidad [de Israel], niega lo fundamental, y es denominado sectario, epikuros, y uno que arranca las plantaciones. Se requiere odiarlo y destruirlo. 8

Según Maimónides, la membresía en Israel es contingente a la aceptación de ciertos principios de fe. Quien los asuma será considerado parte de Israel, mientras que quien los rechace, a pesar de sus raíces étnicas, será expulsado del espacio cultural compartido de Israel.

La membresía a través del matrimonio

La segunda opción para adquirir la membresía de Israel, presente antes del siglo VI a.e.c., cuando se consideró ilegal por Ezra, es mediante el matrimonio con un judío, o para ser más precisos, con un varón judío. La unidad étnica familiar, si bien es definida comúnmente como una entidad exclusiva abierta solamente a aquellos que poseen lazos de sangre, está abierta de hecho a “extranjeros” mediante la institución del matrimonio. Los bnei Israel no se formaron únicamente por hombres y mujeres descendientes de israelitas, sino muchas veces por hombres israelitas y mujeres no israelitas que se casaron y entraron a la comunidad. Dado el sesgo por vía materna de la Biblia, el camino de la membresía a través del matrimonio sólo le era accesible a las mujeres. Puesto que una mujer no transmitía etnicidad, no podía transmitir la condición de judío a una pareja no judía. La primera evidencia de este proceso de adquisición de membresía aparece cuando las matriarcas y las posteriores esposas de los hijos de Yaakov son integradas como miembros, a pesar de que su ascendencia no provenía de Abraham. En cambio, al no haber hombres israelitas con los cuales se pudiera casar (salvo sus hermanos) Dina, la hija de Yaakov, desaparece en definitiva de la historia, y ni ella ni sus posibles descendientes son mencionados entre los israelitas que bajan a Egipto (Éxodo 1).

Si bien el matrimonio con alguien que no era israelita era aceptado y prevalecía, no existía sin limitaciones. La primera evidencia de restricciones está presente en la orden de Abraham a su sirviente “Ruégote pongas tu mano debajo de mi muslo, y te juramentaré por el Eterno, Dios del cielo y de la tierra, que no tomarás mujer para mi hijo de las hijas de los cananeos entre quienes habito, sino que irás a mi tierra y a mi familia, y tomarás allí mujer para mi hijo [Itzjak]” (Génesis 24:2-4). La preferencia por las mujeres de Ur de los Caldeos, el lugar de nacimiento de Abraham, ante las mujeres cananeas, no podría haber sido el resultado de una afinidad ideológica con las

8 Maimónides, Introduction to Perek Helek, en M. Kneller (1986), Dogma in Medieval Thought , Oxford, Oxford University Press, p. 16 (el énfasis es nuestro). Véase también Maimónides, Leyes sobre la idolatría, 2.5.

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primeras, que fuese distinta de las últimas, puesto que ambas eran igual de idólatras. Tampoco se basa en lazos familiares, ya que como se señaló anteriormente, el pacto es con los descendientes de Abraham. Sin embargo, la Biblia no proporciona ninguna justificación explícita para dicha restricción.

Esta limitación respecto del matrimonio entre judíos y las mujeres cananeas locales, cumplida también por Yaakov pero ya no por sus hijos, se hace obligatoria para Israel cuando hereda la tierra:

Cuando el Eterno tu Dios te haya traído a la tierra que vas a heredar y hayas arrojado de ella a muchos pueblos delante de ti; los meteos, los guergueseos, los amorreos, los cananeos, los pereceos, los heveos y los jebuseos, siete pueblos más numerosos y fuertes que tú, y cuando el Eterno tu Dios te los haya entregado ante ti y los hayas derrotado, los destruirás totalmente. No harás pacto alguno con ellos ni les concederás gracias. Tampoco te emparentarás con ellos: no darás tu hija a uno de ellos, ni una hija de ellos tomarás para tu hijo, por cuanto ella apartará a tu hijo de Mí y éste servirá a otros dioses, con lo que recaerá la cólera del Eterno sobre vosotros hasta exterminarte. Sólo así haréis: derribaréis sus altares, destruiréis sus estatuas, talaréis sus árboles sagrados y quemaréis sus imágenes con fuego. (Deuteronomio 7:1-5)

La prohibición bíblica del matrimonio exogámico, similar a la orden de Abraham a su sirviente, está enmarcada por fronteras geográficas. En general, el matrimonio entre varones israelitas y mujeres no israelitas no está prohibido. De hecho, de estarlo, no habría necesidad de la prohibición específica de las siete naciones cananeas. El motivo de la restricción geográfica, tal como se explica en Deuteronomio, es el resultado del temor de la influencia de la pareja idólatra: “por cuanto ella apartará a tu hijo de Mí y éste servirá a otros dioses”. No obstante, esta influencia es sensible en términos geográficos, puesto que el poder de la idolatría también lo es, y por definición está limitado a un lugar específico. El ídolo de una tierra extraña no posee poder ni autoridad sobre los habitantes de la tierra de Israel. Solamente la idolatría autóctona puede servir de alternativa al culto a Dios. Además, la proximidad de la familia del idólatra exacerba aún más los peligros de la posible influencia. Estos temores también pueden haber estado en el origen de la orden que Abraham recibió.

Dada la prohibición limitada del matrimonio con otros pueblos, se puede articular la siguiente regla: el matrimonio entre pueblos distintos está permitido y es un proceso de adquisición de membresía siempre y cuando la parte no judía se integre al contexto nacional y religioso israelita. De haber algún riesgo de que ocurra lo opuesto, esto es, que el israelita sea incorporado al mundo religioso y nacional del idólatra, entonces se prohíbe el matrimonio. De este modo, tanto el matrimonio entre mujeres israelitas y varones no israelitas como el matrimonio entre idólatras autóctonos en la Tierra de Israel están fuera de la ley.

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Así, la membresía a través del matrimonio es una extensión del enfoque que consideraba que la etnicidad compartida era una categoría necesaria, aunque no suficiente, para la membresía. Mediante los lazos del matrimonio, una mujer no israelita recibe la afiliación de su pareja. Sin embargo, esto no sólo ocurre por medio de las consecuencias legales del matrimonio, como en el caso, por ejemplo, de las leyes de Nüremberg y la Ley del Retorno del Estado de Israel. Esta mujer se une a Israel puesto que el matrimonio incluye la aceptación de la afiliación religiosa y nacional de la pareja. Si esto no se da, entonces el matrimonio por sí solo no es suficiente para conferir membresías y, de hecho, está prohibido.

La asignación de membresías mediante el matrimonio en la Biblia es, de esta manera, precursora en términos conceptuales de la asignación rabínica de membresía mediante la conversión. Sin embargo, en la Biblia, esta conversión de identidad es alcanzada sin un proceso formal de transformación de identidad y membresía. Un paradigma de esta conversión/matrimonio está presente en el Libro de Ruth, ya que Ruth suele ser identificada erróneamente como la primera conversa. Ruth la moabita se casa con un hijo de Naomi y Elimelej durante su estadía en Moab. El matrimonio con miembros de otros pueblos es mencionado como algo de hecho, sin censura explícita o implícita. La naturaleza del estatus y la relación de Ruth con la religión y el pueblo de Israel mientras ella se encuentra en Moab no se discute. Sin embargo, al retorno de Naomi a Israel tras las muertes de su marido y sus dos hijos, y al final de la hambruna que allí hubo, Naomi le pide a sus nueras que vuelva cada cual al hogar de su madre. Naomi no describe a la nuera que decide quedarse en Moab y volver a su familia simplemente como alguien que abandona a la familia de Naomi, sino como alguien que regresa a “su pueblo y a sus dioses” (Ruth, 1:15). De ahí se desprende que la vida de las nueras antes de haberse casado con los hijos de Naomi incluía una conexión con otro pueblo y otro dios. Lo que para la Biblia es honorable acerca de Rut es precisamente el hecho de que haya sido fiel a Naomi. La consecuencia de esta lealtad y de su regreso con Naomi a la Tierra de Israel es la preservación de la asociación de Ruth con el Dios y el pueblo de Israel.

Y dijo Ruth: “No me ruegues que te deje y que no te siga más, porque dondequiera que tú vayas, ire yo, y dondequiera hayas de vivir, he de vivir yo. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios mi Dios”. (Ruth, 1:16)

Si bien fuentes rabínicas posteriores consideraron que esta declaración era un momento de conversión, Ruth no se convirtió de ningún modo formal, ni pasó por ningún proceso de cambio de su identidad religiosa o nacional (a menos que, por supuesto, se considere que Naomi, su suegra, fuese la primera rabina). En cambio, ella se une a la comunidad y a su religión mediante el matrimonio y permanece allí a pesar del fallecimiento de su esposo. En tanto tal,

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para usar las palabras del Libro de Rut, ella es como “Rajel y como Leá las dos que edificaron la casa de Israel” (Ruth, 4:11).

En el Libro de Ezra y posteriormente en fuentes rabínicas, el matrimonio con otros pueblos queda prohibido. En el que se describe como el primer Midrash, el Libro de Ezra expande la prohibición del matrimonio entre pueblos con los nuevos habitantes de la Tierra de Israel, “haciendo conforme a sus abominaciones, o sea de los cananeos, los hititas, los pereceos, los jebuseos, los amonitas, los moabitas, los egipcios y los amorreos” (Ezra, 9:1). En consecuencia, todo aquel que se haya casado con mujeres locales estará forzado a anular su matrimonio, y sin contar con otra solución ya que en ese entonces la conversión no era una alternativa. Desde el período de Ezra en adelante, tanto el matrimonio con otros pueblos como la asignación de membresía correspondiente fueron derogadas.

Sin embargo, dado el predominio del matrimonio interconfesional en la comunidad judía contemporánea, no es del todo absurdo proyectar que en un futuro cercano habrá una postura que defienda su regreso, probablemente haciendo la misma distinción que aparece en la Biblia. Cuando una pareja elige el judaísmo como su religión y la de sus hijos, entonces está permitido el matrimonio entre judíos y no judíos. Este último sólo será prohibido si la religión de la parte no judía o la falta de afiliación religiosa/nacional determina la identidad de la familia. En muchas formas podría ser visto como una extensión lógica de la postura del movimiento reformista en Estados Unidos, según la cual la condición de judío depende de la ascendencia por vía paterna o materna, siempre y cuando el niño o niña reciba educación e identidad judía. Si se considera que el matrimonio es creador de una familia judía capaz de conferir membresía e identidad judía, es difícil sostener una política de rechazo del matrimonio per se, así como considerar que el estatus de la parte no judía es el de alguien que no pertenece a la comunidad. De hecho, con el predominio del matrimonio entre judíos y no judíos, el pueblo judío alrededor del mundo habría iniciado ya –informalmente- este proceso.

Membresía a través de la conversión

El tercer camino para adquirir la membresía es la conversión, considerada legal por primera vez en la época del Segundo Templo. Se trató de una consecuencia de la idea de que la identidad judía trascendía la etnicidad pura y, como se mencionó, una formalización del proceso que pasaron las esposas no israelitas cuando se casaban con sus maridos israelitas. Una perspectiva exclusivista y etnocentrista de ser judío no habría permitido la posibilidad de la conversión, tal como queda demostrado en el Libro de Ezra.

Cuando se incorporó la conversión a la tradición legal, surgió la pregunta sobre cuál sería un rito de pasaje válido. Es posible identificar en la ley judía dos escuelas de pensamiento distintas acerca de este proceso. La primera, predominante en la literatura rabínica y posteriormente en la halájica previa al siglo XIX, considera

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como rito formal aquella conversión en la que alguien que no es miembro pasa a serlo sin darle mucha consideración a su futuro compromiso y fidelidad a la ley judía. Esta postura toma la conversión en términos minimalistas, como una entrada a la membresía pero no como el terreno principal para determinar la naturaleza ni la calidad de vida judía. Así como el miembro que nace en una religión puede elegir desviarse y pecar, del mismo modo un converso puede ser un miembro pecaminoso. Un converso está sujeto a las mismas consecuencias ante el pecado que alguien que nació judío: sanciones y políticas de marginalización y exclusión.

Un ejemplo paradigmático de esta perspectiva aparece en la discusión talmúdica sobre el enfoque de Hilel el Anciano acerca del proceso de conversión:

Nuestros rabinos enseñaron: cierto pagano se presentó una vez ante Shamai y le preguntó: “¿Cuántas torot posees?” “Dos”, respondió, “la Torá escrita y la Torá oral”. “Te creo con respecto a la escrita, pero no con respecto a la Torá oral; haz de mi un converso con la condición de que me enseñes [únicamente] la Torá Escrita”. [Pero] lo regañó y lo repelió con furia. Cuando se presentó ante Hilel, éste lo convirtió. El primer día, le enseñó Alef, Bet, Guimel, Dalet [las cuatro primeras letras del alfabeto hebreo]; al día siguiente le revirtió [el orden]. “Pero ayer no me lo enseñaste así”, protestó. “¿Acaso debes únicamente confiar en mí? Entonces confía en mí también con respecto a la Torá Oral”.

En otra ocasión, ocurrió que cierto pagano se presentó ante Shamai y le dijo, “Haz de mí un converso, con la condición de que me enseñes toda la Torá mientras me paro en un solo pie”. Inmediatamente después lo repelió con la vara que tenía en su mano. Cuando se presentó ante Hilel, éste lo convirtió. Entonces, le dijo: “Lo que repudias, no se lo hagas a tu prójimo: esa es toda la Torá, y el resto es su comentario; ve y apréndelo”.

En otra ocasión ocurrió que cierto pagano pasaba detrás de un Beit Midrash, cuando oyó la voz de un maestro que recitaba, “Y estas son las prendas que deberán hacer; un joshen y un efod”. Dijo él, “¿Para quién son?” “Para el Gran Sacerdote”, le dijeron. Entonces se dijo el pagano a sí mismo, “Me convertiré, para ser un Gran Sacerdote”. Entonces se presentó ante Shamai y le dijo, “Haz de mí un converso con la condición de que me elijas Gran Sacerdote”. Pero él lo repelió con la vara que tenía en su mano. Entonces se presentó ante Hilel, quien lo convirtió.9

En cada uno de los casos mencionados, Hilel convierte a la persona en cuestión, incluso cuando su compromiso de cuidar la ley judía (ni qué decir de su motivación para convertirse) era sumamente sospechoso. En el primer caso, a pesar de que la vasta mayoría de la ley judía está enraizada en la Torá Oral, Hilel sigue estando dispuesto a convertir a la persona que rechaza la Torá en su totalidad. En el segundo caso, la persona que está dispuesta a convertirse siempre y cuando el proceso no tome más de unos momentos no sólo no está

9 TB Tratado Shabat, 31 a.

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comprometida con la observancia sino que se burla del proceso. Lo más probable es que se esté convirtiendo como un favor a su pareja o a su familia. En el último caso, la persona se quiere convertir simplemente porque cree que obtendrá alguna ganancia financiera. Ninguna de las leyes ni la fe del judaísmo le importan. En ninguno de los casos Hilel presenta objeciones ni precondiciones antes de asentir al pedido del candidato a converso. Para él, el mero deseo de convertirse es suficiente. Solamente después de que la conversión se haya completado, empieza el proceso educativo; un proceso que, según el texto, Hilel inicia inmediatamente con cada judío nuevo.

La fuente legal central, que define el proceso de conversión en el Talmud, aparece en el Tratado Yevamot. Al igual que el enfoque de Hilel, no pone como condición para convertirse al judaísmo ningún compromiso previo con la fe o la práctica. Difiere en que pone énfasis en asegurarse de que el converso sepa en qué se está metiendo. Un proceso válido de conversión no tiene que garantizar la observancia futura, pero debe dejarle claro a quien se está por convertir qué es lo que está asumiendo para sí, en términos políticos, legales y religiosos:

Nuestros rabinos enseñaron: si en el momento un hombre desea volverse un converso, uno debe dirigirse a él de la siguiente manera: “¿cuáles son tus motivos para querer volverte un converso; acaso no sabes que Israel en este momento es perseguido y oprimido, detestado, abusado y sobrepasado de aflicciones?” Si contesta, “lo se y aún así no soy digno de ello”, es aceptado inmediatamente, y se le ha de instruir en algunos de los mandamientos menores y en algunos de los mayores. Se le informa del pecado [de no cumplir con los mandamientos de] recoger las espigas sobrantes, la gavilla olvidada, la esquina de la parcela de tierra y el diezmo del pobre. También se le habla del castigo por transgredir los mandamientos. Además, se dirigen a él de este modo: “Que sepas que antes de que estuviese en esta condición, si hubieses comido cebo no habrías sido merecedor del castigo de karet, si hubieses profanado el shabat no habrías sido merecedor del castigo de apedreamiento; pero ahora, si comieras cebo serías castigado con karet; si profanaras el shabat, serías castigado con apedreamiento”. Y así como se le informa del castigo por la trasgresión de los mandamientos, del mismo modo se le informa de la recompensa por su cumplimiento. Se le dice: “Que sepas que el mundo por venir fue hecho sólo para los justos, y que [el pueblo de] Israel en este momento es incapaz de soportar mucha prosperidad o mucho sufrimiento”. Sin embargo, él no ha de ser demasiado persuadido ni disuadido. Si aceptara, ha de ser circuncidado de inmediato. De quedar alguna señal que haga que la circuncisión sea inválida, deberá ser circuncidado nuevamente. Apenas se cure se debe preparar su limpieza inmediatamente, y dos hombres de conocimientos deberán pararse a su lado y familiarizarlo con algunos de los mandamientos menores y con algunos de los de mayor importancia. Al levantarse luego de su lavado, se le habrá de considerar un israelita en todo sentido.10

10 TB Tratado Yevamot, 47 a-b.

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Los rabinos y posteriormente las tres codificaciones medievales más importantes de la ley judía determinan una condición para la aceptación del converso: debe quedarle claro que la conversión al judaísmo no sólo lo une a Dios a través de una relación nueva, sino también a una comunidad en particular, cuyos miembros han estado sufriendo como consecuencia de su propia afiliación. Cuando el candidato a converso señala que entiende y acepta este giro, el Talmud y todas las codificaciones posteriores reconocen que “es aceptado de inmediato”.

El posterior proceso de absorción a la fe apunta a hacer que el converso sea consciente de ciertos aspectos que podrían influir en su decisión. Dichos aspectos incluyen un conocimiento básico de la ley judía y, en particular, del pecado de no cumplir con las obligaciones hacia los pobres y las consecuencias de las transgresiones. Este último punto es importante porque su propósito no consiste en fomentar un compromiso con la observancia, sino todo lo contrario. Dado que el nivel o la calidad de la observancia del potencial converso no están predeterminados ni han sido comprometidos de antemano, es importante que esa persona sea consciente de las consecuencias de cualquier decisión donde se viole la ley. Antes de la conversión, la persona podía comer lo que quisiera, cuidar el shabat de cualquier modo, etc. Al ser judío, el converso será considerado responsable de los desvíos del sistema legal, al igual que cualquier otro judío. El objetivo de todas estas últimas instrucciones, que se dan después de que “es aceptado de inmediato”, es proporcionar información que pueda influir –y probablemente intervenir- en la decisión del converso de continuar. Sin embargo, desde la perspectiva de la ley judía, esa persona ya ha sido aceptada.

A diferencia de este enfoque incondicional hacia la conversión, la opinión minoritaria en el derecho rabínico y medieval exige un compromiso previo de fidelidad de parte de los conversos a toda o a gran parte de la ley judía. En otras palabras, la conversión sólo se le otorga a quienes estén comprometidos a ser ciudadanos ideales. Una de las primeras representaciones de esta postura aparece en el Sifra sobre Levítico 19:34. Levítico dice: “Tratarás al guer (literalmente, extranjero, pero en el Midrash se interpreta de modo tal que se refiere al converso) que vive contigo como a uno de tus ciudadanos”. Al respecto, el Sifra señala:

“Ciudadano”. Esto se refiere a un ciudadano que ha aceptado para sí (de forma obligatoria) todas las palabras de la Torá. Del mismo modo se refiere el converso a quien ha aceptado para sí (de forma obligatoria) todas las palabras de la Torá. De esto dijeron: Un converso que aceptó para sí (de forma obligatoria) todas las palabras de la Torá salvo una, no es aceptado. Rabi Yosi hijo de Rabi Yehudá dijo: Incluso si (la excepción) es un asunto menor de minucia rabínica.11

11 Sifra Kidushín, 8.3 sobre Levítico 19:34.

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Este Midrash antepone un modelo de conversión que depende en forma condicional de la aceptación total de parte del converso de la totalidad de la ley judía. Si bien un judío étnico puede rechazar la ley y seguir siendo judío por su etnicidad, un converso sólo puede volverse miembro en la medida en que represente la noción ideal del ethos o “espacio cultural” compartido de la comunidad judía. Dada la falta de raíces étnicas, el converso sólo podrá ser miembro mediante la aceptación de los ideales, los valores y la forma de vida de un judío.

Aunque sigue siendo tema de debate, este último enfoque respecto de la conversión ha pasado a ser más dominante en la ortodoxia contemporánea desde mediados del siglo XIX. Un ejemplo de esta postura, Rabi Moshé Feinstein, una autoridad halájica ortodoxa del siglo XX, decretó lo siguiente:

Con respecto a lo que su señoría debatió sobre el estatus de un converso que no aceptó para sí las mitzvot, si es considerado un converso, es simple y claro que no lo es en absoluto, incluso [si sólo descubrimos que no aceptó las mitzvot] tras el hecho […]. E incluso si esta persona declaró en forma oral que acepta los mandamientos, pero sabemos que esta aceptación no es fidedigna, [la conversión] queda invalidada […]. Y en general, no entiendo el razonamiento de los rabinos que fallan sobre este asunto, pues según ellos, qué beneficio le están dando a la comunidad de Israel de este modo, al aceptar conversos como esos, acerca de quienes es cierto que Dios y el pueblo de Israel no están satisfechos que tales conversos se asimilen a Israel. En términos legales, simplemente no se trata de un converso. 12

Sin importar qué piense cada uno acerca del carácter suficiente de la etnicidad compartida o qué es lo que constituye una conversión válida, estos dos caminos de admisión representan visiones divergentes de la identidad central del pueblo judío. Un camino considera que la identidad judía es, fundamentalmente, un compuesto cuyos miembros, en primer lugar, están vinculados por lazos de etnicidad compartida, mientras que el otro ve la identidad judía colectiva representada en un conjunto de valores, ideales y prácticas comunes. Al adoptar ambos caminos para la admisión [de miembros], la tradición judía se negó a elegir uno de los dos y en cambio eligió vivir con una tensión interna que en muchos sentidos, es imposible de resolver. Por un lado, las raíces étnicas de la comunidad crean una noción de ser judío como familia, un pueblo conectado mediante lazos de lealtad y responsabilidad más allá de sus prácticas y sus creencias. Aunque hubiesen pecado, los israelitas siguen siendo israelitas. Al mismo tiempo, mediante el énfasis de un telos compartido –aceptar conversos y limitar los lazos de lealtad en determinados casos extremos de desviación- la comunidad está diciendo que si bien la etnicidad es un fundamento, no es suficiente para definir todo lo que viene de la mano de ser judío. Si bien uno se

12 M. Feinstein (1974), Responsa Igrot Moshe, Yoreh Deah , Nueva York, Rabbi M. Feinstein, 1.157.

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hace judío por el nacimiento, y ese hecho (en la mayoría de casos) no puede deshacerse, la comunidad judía eligió definirse en términos que trascienden la categoría racial.

La situación moderna

Uno de los aspectos más perturbadores y desafiantes de la vida colectiva judía contemporánea es su incapacidad de llegar a un consenso acerca de las reglas que gobiernan cualquiera de los criterios de admisión mencionados anteriormente. Respecto a la etnicidad compartida, desde la adopción por parte del movimiento reformista de los Estados Unidos de la descendencia por vía paterna en tanto camino para la admisión, se ha debatido la cuestión acerca de quién nace judío, por primera vez en la historia judía. Acerca de la membresía mediante el matrimonio entre judíos y no judíos, la discrepancia es más sutil pero también más dominante. Oficialmente, todas las corrientes judías se unen en su rechazo de este camino para la adquisición de la membresía. Sin embargo, aunque los círculos oficiales judíos estén por fin unidos, casi el cincuenta por ciento del pueblo judío fuera de Israel actúa de otro modo. De ser un acto marginal que simbolizaba un rechazo del judaísmo y del pueblo judío, el matrimonio entre judíos y no judíos ha ingresado a la vida judía común. El matrimonio entre judíos y no judíos no sólo no es visto en términos negativos, sino que la pareja no judía suele integrarse tanto al judaísmo como al pueblo judío. Un amplio segmento del pueblo judío ha comenzado un proceso para reinstituir la noción bíblica de membresía a través del matrimonio, ignorando la política de los rabinos y de los judíos más tradicionales. Finalmente, en relación con la admisión mediante la conversión, no hay ningún entendimiento acordado de antemano respecto de qué es lo que debería incluirse en el proceso, en particular cuando se trata del resultado de la adopción por parte de la ortodoxia de una política de conversión que determina la fe y la observancia ortodoxa como condiciones de base. Si una persona puede volverse miembro mediante la conversión sólo en la medida en que él, o ella pueda representar los valores, ideales y prácticas de la vida judía en su totalidad, tal como lo entiende la ortodoxia, entonces por definición, las conversiones del movimiento conservador, el reformista y el reconstruccionista son insignificantes según la ortodoxia.

La discrepancia anterior desafía la vida colectiva judía de distintas maneras. Aunque la discrepancia acerca de la conversión aparentemente es menos significativa, dada la cantidad relativamente pequeña de conversos involucrados, no es accidental que haya sido la fuente de algunos de los debates más divisivos y rencorosos entre las distintas denominaciones. Tal como se indicó anteriormente, las políticas particulares de admisión que reflejan la forma de entender las cosas de un grupo de miembros sirven para distanciar a todos aquellos que no comparten dicha forma de ver las cosas. De esta manera, una política que confiere legitimidad sólo a

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aquellos conversos dispuestos a ser ortodoxos no sólo afecta a los conversos, sino a todos aquellos que no son ortodoxos. Mediante esta política, los judíos no ortodoxos sienten que están siendo desheredados. Cuando además se conecta esta política al Estado de Israel y a su Ley del Retorno, los judíos no ortodoxos sienten que Israel, el foco de la identidad y la memoria judía colectiva, está siendo apartado de ellos. La proliferación de estos sentimientos genera fuerzas de bifurcación que amenazan la unidad colectiva judía.

Las discrepancias en torno al nacimiento, y al matrimonio entre judíos y no judíos presentan una amenaza aún mayor. El nacimiento, que bien podría no ser visto como una condición suficiente para expresar la identidad judía colectiva, proporcionó una especie de protección para la comunidad a lo largo de la historia. Incluso si no estuviésemos de acuerdo con respecto a asuntos de creencia y derecho, estas discrepancias rara vez serían causantes de expulsión mutua. Un israelita, por más que haya pecado, seguía siendo considerado un israelita. Al debatir quién es un judío de nacimiento, considerando que casi la mitad de los niños judíos nacidos hoy en Estados Unidos sólo tienen un padre o madre judío, la comunidad judía contemporánea ha perdido esa protección. Ahora, como se señaló anteriormente, las comunidades complejas casi nunca se definen por aquello que los diversos miembros tienen en común. La mayoría de veces y en el mejor de los casos, pueden aspirar a unirse mediante la búsqueda de una identidad colectiva difícil de alcanzar. Sin embargo, dicha búsqueda presupone un acuerdo sobre la composición de personas que están construyendo una vida en común. Cuando los judíos discuten acerca de quién nace judío, la discrepancia se extiende al problema de con quiénes debemos debatir el problema de la identidad judía colectiva. Si una parte ve a la otra como a un intruso, no tienen por qué tomar en serio sus opiniones, ya que la búsqueda de una identidad colectiva se hace sólo entre miembros. En dicha realidad no se espera alcanzar forma alguna de entendimiento colectivo de las fronteras, el sentido y el telos del proyecto colectivo judío.

Además, una consecuencia de la ausencia de un acuerdo básico respecto de quién forma parte de la comunidad es que el matrimonio entre judíos de distintas denominaciones puede llegar a verse amenazado. La aceptación de los demás como socios en el matrimonio constituye el sentido mínimo de acomodación mutua, una expresión de nuestra disposición a considerar judíos a los demás a pesar de nuestras discrepancias. Si esto desaparece, la comunidad en tanto entidad unida dejará de existir oficialmente.

¿Dónde nos deja esta situación? El proceso de diversidad ideológica y denominacionalismo, que se inició hace unos doscientos años, ha alcanzado su etapa crítica y ha derivado en una amplia división respecto de la membresía per se –no solamente en relación con quién debería pertenecer sino con quién pertenece ya-. Dicha condición no puede ser ignorada por mucho más tiempo y requiere la

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atención urgente de todos los judíos de todas las denominaciones. Debemos decidir si queremos ser parte de un pueblo, compartir y vivir juntos como socios en la misma “casa”, o si queremos mudarnos y crear comunidades separadas. Si queremos quedarnos, entonces se necesitará nuestra atención compartida y una disposición común a hacer algo al respecto.

Si fuese posible imaginar un compromiso que requiera que todas las partes renuncien a algo de su “verdad” denominacional por el bien del pueblo, podríamos empezar el proceso de rectificación de la situación actual y comenzar a construir una política de membresía compartida. El problema es que es difícil visualizar cómo sería un compromiso semejante. La ortodoxia no va a reconocer los procesos de conversión no ortodoxos ni sus cortes rabínicas, y el matrimonio entre judíos y no judíos como una opción aceptable de matrimonio para los judíos no va a desaparecer.

La amenaza que enfrenta nuestra vida colectiva es real y tenemos la responsabilidad religiosa de reaccionar. Dada la ausencia de una política compartida de admisión, sugiero la adopción de la política que sostiene que la membresía debería determinarse según cualquiera de las políticas de membresía tradicionales delineadas anteriormente. Lo que está en cuestión no es si yo, personalmente, acepto la descendencia por vía materna o paterna ni si prefiero tal o cual proceso de conversión, sino que todos debemos reconocer que no podemos determinar las políticas de membresía de un pueblo en su totalidad sobre la base de nuestras propias afiliaciones denominacionales. El espacio colectivo compartido de una comunidad debe estar determinado por los miembros de la comunidad en su totalidad, y nuestra comunidad –nos guste o no- está dividida. Hemos escuchado la variada narrativa de tres mil y cuatro mil años de antigüedad que relata cómo ciertas personas se han vuelto parte de nuestro pueblo y han llegado a distintas conclusiones. En la medida en que una persona permanezca dentro de las fronteras de esta narrativa (sin consenso) considero que es nuestro deber reconocer la legitimidad del reclamo de pertenencia al pueblo judío de dicha persona.

No obstante, no soy ingenuo y esa misma realidad denominacional que logró evitar que alcanzáramos un consenso compartido recibirá la sugerencia anterior con una amplia condena. Sin embargo, necesitamos ignorar la crítica inicial y desmenuzar los argumentos con mayor cuidado para ver si, de hecho, su alcance puede no ser limitado. Adoptar esta política y otorgarles membresía a personas cuyo estatus sea cuestionado no tiene por qué ser un problema en la mayoría de las áreas de la vida judía colectiva. En primer lugar, el Estado de Israel, en tanto hogar de una población judía variada y centro de la vida judía para los judíos de todas las denominaciones alrededor del mundo, debe ser el primero en regirse por esta política. La ciudadanía en el Estado no es una categoría halájica, tal como se evidencia a través de los ciudadanos no judíos

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que viven allí. Fundamentalmente, la Ley del Retorno de Israel sigue ya líneas similares, y debemos renovar nuestro compromiso tanto para no cambiarlo como para expandir los derechos de todas las denominaciones a conferir membresía judía dentro del Estado. En las comunidades judías alrededor del mundo, a un nivel institucional –ya sea sinagogas, federaciones judías, centros comunitarios, colegios, campamentos y demás- con la excepción de la asignación de ciertas funciones rituales, tampoco hay impedimentos legales a esta aplicación amplia. Incluso esas funciones rituales, tales como ser considerado parte de un minián y recibir una aliá, no justifican la institución de procedimientos de confirmación de membresía con el dolor, la humillación y la politización que suelen generar. Además, no hay motivo halájico por el que el hijo o hija de un hombre judío no pueda ir a un colegio conservador u ortodoxo, si sus padres quisieran enviarlo/a a estudiar allí. El derecho a una educación judía no debe limitarse exclusivamente a la definición denominacional de quienes son miembros. Lo mismo se da con los puestos de liderazgo en todo lo anterior. Como norma general, todas las instituciones judías, incluyendo el Estado de Israel, deberían estar dispuestas a asignar membresía siguiendo los mismos criterios utilizados para conceder honores a cambio de contribuciones financieras. Quien sea suficientemente judío como para que aceptemos su dinero (o para hacer el sacrificio personal de servir en el Ejército de Defensa de Israel), debería ser considerado como un miembro también en términos de membresía.

De hecho, el único lugar donde todavía hay problemas es el matrimonio, donde las diferencias de opinión acerca de la membresía conducen a una limitación que muchos consideran que no puede superarse. Mientras que se le puede dar la bienvenida en un colegio al hijo de otra persona, o se le puede permitir que se siente en una reunión de comité, las diversas políticas denominacionales –por dar un ejemplo- en relación con la conversión, harán que muchas personas se abstengan de casarse. Si bien en teoría esto traería consecuencias graves, a nivel colectivo en realidad esta situación no requiere necesariamente de una solución comunitaria. En definitiva la mayoría de judíos de hecho se rigen por la política sugerida anteriormente. Aunque la mayoría de judíos no están dispuestos a casarse fuera de la religión, ciertamente están dispuestos a aceptar la descendencia por vía paterna y la conversión, incluso mediante una denominación que no sea la suya. Este es el caso también de aquellos que insisten en que su cónyuge sea judío o judía. El problema es más agudo en los círculos más tradicionales, en particular en la ortodoxia. Aquí también, el problema en la mayoría de casos tiene una solución funcional. Alguien que se case según la ortodoxia acepta las definiciones de membresía de dicha corriente y está dispuesto a pasar por una conversión. Si la ortodoxia no quiere verse con una fuente reducida de potenciales recursos matrimoniales, utilizará en estos casos los precedentes fijados por Hilel y adoptará procesos de conversión que sean sensibles y cordiales. A lo largo de los años se

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sabrá que el cortejo y el posterior matrimonio con un judío ortodoxo podrá exigir esto, y solamente aquellos con esa inclinación se embarcarán en este camino. En caso de que la persona no quiera convertirse, a la pareja todavía le quedan muchas opciones si a pesar de todo quieren casarse. Hay muchos casos que terminarán en tragedias individuales, y si bien no estoy trivializando el sufrimiento personal que puede resultar de ello, la medida será lo suficientemente pequeña como para evitar consecuencias en el futuro de la vida colectiva judía.

Entonces queda un problema que debemos enfrentar, y es si estamos comprometidos con el pueblo judío como para dejar de jugar a las “políticas denominacionales” con nuestro futuro. Si bien se prefiere una política de membresía común y compartida, no es una necesidad. Todo lo que se necesita es que asumamos que el judaísmo es un proyecto colectivo y que nuestro pueblo es más grande que cualquiera de nuestras corrientes individuales. Tenemos que aprender que aceptar este axioma no exige la violación de ningún compromiso halájico o principio de la fe; tampoco presupone algún consenso idílico sobre estos asuntos. Somos un pueblo dividido en términos ideológicos y lo seguiremos siendo. Lo que necesitamos hacer es separar los compromisos ideológicos de la necesidad de asumir posturas políticas, y distinguir los principios halájicos de la necesidad de restarnos legitimidad los unos a los otros, constantemente. Una vez que hayamos hecho esto nos daremos cuenta de que en la mayoría de aspectos, y de hecho en los más importantes de nuestra vida colectiva, podemos aceptarnos los unos a los otros como judíos a pesar de que no estemos de acuerdo con el judaísmo que los demás profesen. Si bien en teoría nuestras lealtades denominacionales nos han enseñado que este compromiso es imposible, tal como se sostuvo anteriormente, casi en todas las instancias se trata de un compromiso que es eminente y funcionalmente viable, y donde no pueda realizarse, suele haber soluciones ad hoc disponibles. Todo lo que se necesita es una voluntad saludable a sobrevivir, no como individuos sino como pueblo.

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