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Del eurocentrismo al policentrismo (Ella Shohat y Robert Stam, Multiculturalismo, cine y medios de comunicación, Barcelona, Paidós, 2002, pp. 31-70) El mito de Occidente «Occidente», como su contrapartida orientalizante, es un constructo ficticio decorado con mitos y fantasías. En un sentido geográfico, el concepto es relativo. Lo que Occidente llama «Oriente Medio» es, desde una perspectiva china, «Asia Occidental». En árabe, la palabra utilizada para denominar al Oeste (Magreb) se refiere al norte de África, la parte más occidental del mundo árabe, en oposición a Mashreq, la parte oriental (en árabe «Oeste» y «extranjero» comparten la misma raíz: gh.r.b.). Los Mares del Sur, al Oeste de Estados Unidos, son considerados desde un punto de vista cultural como «Oriente». Además, el uso ambiguo del término «Occidente» viene lastrado, como ha señalado Raymond Williams en Keywords, por una larga historia. 1 Para Williams, esta historia se remonta a la división entre Imperio Romano de Oriente y de Occidente, a la división entre Iglesia Cristiana de Oriente y de Occidente, a la definición de Occidente como judeocristiano y de Oriente como musulmán, hindú y budista y, finalmente, a la división de Europa, tras la Segunda Guerra Mundial, entre el Occidente capitalista y el Este comunista. Así pues, la política determina sobremanera la geografía cultural. Hoy día Israel es considerado normalmente como un país «occidental», mientras que Turquía (en su mayor parte al Oeste de Israel), Egipto, Libia y Marruecos son todos «orientales». A veces lo «occidental» excluye Latinoamérica, lo cual resulta sorprendente si se tiene en cuenta que la mayor parte su población, independientemente de su origen étnico, se encuentra situada geográficamente en el hemisferio occidental, tiene en general como propia una lengua europea y vive en sociedades donde el modo de vida europeo es hegemónico. Nuestra intención no es reivindicar la «occidentalidad» de Latinoamérica —el nombre mismo fue acuñado por los franceses en el siglo XIX—, sino simplemente llamar la atención sobre las arbitrariedades de las cartografías de identidad más comunes de lugares indiscutiblemente híbridos como Latinoamérica, que son a la vez occidentales y no occidentales, simultáneamente africanos, indígenas y europeos. Aunque el discurso triunfalista del eurocentrismo —desde Platón a la OTAN— equipara la historia con el avance de la Razón Occidental, la misma Europa no es más que una síntesis de muchas culturas, occidentales y no occidentales. La noción de una Europa «pura» que nace de la Grecia clásica se apoya en flagrantes exclusiones: desde las influencias semíticas y africanas que dieron forma a la misma Grecia clásica, hasta la osmosis de culturas islámica, judía y sefardí, que desempeñó un papel crucial en la Europa de la Alta Edad Media (período que fue en realidad de supremacía oriental y al que también se le denomina con el término eurocéntrico de Edad de las Tinieblas) e incluso en la Edad Media y el Renacimiento. Como señala Jon Pieterse, todas las célebres «etapas» del progreso europeo —Grecia, Roma, Cristiandad, Renacimiento, Ilustración— son «momentos de mezcla cultural». 2 El arte occidental siempre ha estado en deuda con —y trasformado por— el arte no occidental, desde la influencia árabe en la poesía de amor cortés, hasta la influencia africana en la pintura moderna, pasando por el impacto de formas asiáticas (Kabuki, teatro No, teatro balines o escritura ideográfica) en el teatro y cine europeos, y la influencia de formas de danza africanizadas en coreógrafos como Martha Graham y George Balanchine. 3 «Occidente» es pues un patrimonio colectivo, una mezcla omnívora de culturas; no es que simplemente «bebiera» de fuentes no europeas, sino que «está hecho de ellas». 4 Hay cierta idealización de «Occidente» que organiza el conocimiento de manera que resulte complaciente para el imaginario eurocéntrico. La ciencia y la tecnología, por ejemplo, se consideran normalmente como «occidentales». Esta actitud se corresponde en el campo de la teoría con la asunción de que toda teoría es «occidental», o que movimientos como el feminismo y la deconstrucción, sin importar donde aparezcan, son «occidentales»; esta visión conlleva la idea de que Occidente es la «mente» y la refinación teórica, mientras que lo no occidental es el «cuerpo» y la materia prima sin refinar. Sin embargo, hasta hace pocos siglos, era Europa quien tomaba prestada ciencia y tecnología: el alfabeto, el álgebra y la astronomía llegaron de fuera de Europa. De hecho, para algunos historiadores, el primer artilugio tecnológico que Europa exportó fue un reloj en 1338. 5 1 Raymond Williams, Keywords: A Vocabulary of Culture and Society, Nueva York, Oxford University Press, 1976. 2 Jan Pieterse, «Unpacking the West: How European is Europe?», artículo sin publicar facilitado por el autor, 1992. 3 Sobre la influencia africana en la danza moderna, véase Brenda Dixon, «The Afrocentric Paradigm», Designfor Arts in Education, n° 92, enero-febrero de 1991, págs. 15-22. 4 Pieterse, «Unpacking the West», pág. 16. 5 Véase C. M. Cipolla, Before the Industrial Revolution European Society and Economy 1000-1700, Nueva York, W.W. Norton, 1980, pág. 222.

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Del eurocentrismo al policentrismo

(Ella Shohat y Robert Stam, Multiculturalismo, cine y medios de comunicación, Barcelona, Paidós, 2002, pp. 31-70)

El mito de Occidente

«Occidente», como su contrapartida orientalizante, es un constructo ficticio decorado con mitos y fantasías. En un sentido geográfico, el concepto es relativo. Lo que Occidente llama «Oriente Medio» es, desde una perspectiva china, «Asia Occidental». En árabe, la palabra utilizada para denominar al Oeste (Magreb) se refiere al norte de África, la parte más occidental del mundo árabe, en oposición a Mashreq, la parte oriental (en árabe «Oeste» y «extranjero» comparten la misma raíz: gh.r.b.). Los Mares del Sur, al Oeste de Estados Unidos, son considerados desde un punto de vista cultural como «Oriente».

Además, el uso ambiguo del término «Occidente» viene lastrado, como ha señalado Raymond Williams en Keywords, por una larga historia.1 Para Williams, esta historia se remonta a la división entre Imperio Romano de Oriente y de Occidente, a la división entre Iglesia Cristiana de Oriente y de Occidente, a la definición de Occidente como judeocristiano y de Oriente como musulmán, hindú y budista y, finalmente, a la división de Europa, tras la Segunda Guerra Mundial, entre el Occidente capitalista y el Este comunista. Así pues, la política determina sobremanera la geografía cultural. Hoy día Israel es considerado normalmente como un país «occidental», mientras que Turquía (en su mayor parte al Oeste de Israel), Egipto, Libia y Marruecos son todos «orientales». A veces lo «occidental» excluye Latinoamérica, lo cual resulta sorprendente si se tiene en cuenta que la mayor parte su población, independientemente de su origen étnico, se encuentra situada geográficamente en el hemisferio occidental, tiene en general como propia una lengua europea y vive en sociedades donde el modo de vida europeo es hegemónico. Nuestra intención no es reivindicar la «occidentalidad» de Latinoamérica —el nombre mismo fue acuñado por los franceses en el siglo XIX—, sino simplemente llamar la atención sobre las arbitrariedades de las cartografías de identidad más comunes de lugares indiscutiblemente híbridos como Latinoamérica, que son a la vez occidentales y no occidentales, simultáneamente africanos, indígenas y europeos.

Aunque el discurso triunfalista del eurocentrismo —desde Platón a la OTAN— equipara la historia con el avance de la Razón Occidental, la misma Europa no es más que una síntesis de muchas culturas, occidentales y no occidentales. La noción de una Europa «pura» que nace de la Grecia clásica se apoya en flagrantes exclusiones: desde las influencias semíticas y africanas que dieron forma a la misma Grecia clásica, hasta la osmosis de culturas islámica, judía y sefardí, que desempeñó un papel crucial en la Europa de la Alta Edad Media (período que fue en realidad de supremacía oriental y al que también se le denomina con el término eurocéntrico de Edad de las Tinieblas) e incluso en la Edad Media y el Renacimiento. Como señala Jon Pieterse, todas las célebres «etapas» del progreso europeo —Grecia, Roma, Cristiandad, Renacimiento, Ilustración— son «momentos de mezcla cultural».2 El arte occidental siempre ha estado en deuda con —y trasformado por— el arte no occidental, desde la influencia árabe en la poesía de amor cortés, hasta la influencia africana en la pintura moderna, pasando por el impacto de formas asiáticas (Kabuki, teatro No, teatro balines o escritura ideográfica) en el teatro y cine europeos, y la influencia de formas de danza africanizadas en coreógrafos como Martha Graham y George Balanchine.3 «Occidente» es pues un patrimonio colectivo, una mezcla omnívora de culturas; no es que simplemente «bebiera» de fuentes no europeas, sino que «está hecho de ellas».4

Hay cierta idealización de «Occidente» que organiza el conocimiento de manera que resulte complaciente para el imaginario eurocéntrico. La ciencia y la tecnología, por ejemplo, se consideran normalmente como «occidentales». Esta actitud se corresponde en el campo de la teoría con la asunción de que toda teoría es «occidental», o que movimientos como el feminismo y la deconstrucción, sin importar donde aparezcan, son «occidentales»; esta visión conlleva la idea de que Occidente es la «mente» y la refinación teórica, mientras que lo no occidental es el «cuerpo» y la materia prima sin refinar. Sin embargo, hasta hace pocos siglos, era Europa quien tomaba prestada ciencia y tecnología: el alfabeto, el álgebra y la astronomía llegaron de fuera de Europa. De hecho, para algunos historiadores, el primer artilugio tecnológico que Europa exportó fue un reloj en 1338.5

1 Raymond Williams, Keywords: A Vocabulary of Culture and Society, Nueva York, Oxford University Press, 1976. 2 Jan Pieterse, «Unpacking the West: How European is Europe?», artículo sin publicar facilitado por el autor, 1992. 3 Sobre la influencia africana en la danza moderna, véase Brenda Dixon, «The Afrocentric Paradigm», Designfor Arts in Education, n° 92, enero-febrero de 1991, págs. 15-22. 4 Pieterse, «Unpacking the West», pág. 16. 5 Véase C. M. Cipolla, Before the Industrial Revolution European Society and Economy 1000-1700, Nueva York, W.W. Norton, 1980, pág. 222.

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Hasta las carabelas que usó Enrique el Navegante tenían como modelo las embarcaciones árabes de vela latina.6

Europa tomó de China, y del Extremo Oriente, la imprenta, la pólvora, la brújula, el mecanismo de relojería, los puentes de arco rebajado y la cartografía cuantitativa.7 Aparte de la existencia histórica de ciencias y tecnologías no europeas (ciencia del Antiguo Egipto, agricultura africana, astronomía dogón, matemáticas mayas, arquitectura, técnicas de riego y vulcanización aztecas), no debemos ignorar la interdependencia de los distintos mundos. Aunque es indudable que la punta de lanza del desarrollo tecnológico en los últimos siglos ha estado centrada en Europa Occidental y Norteamérica, también es cierto que este desarrollo ha sido una empresa común (de la que el Primer Mundo era accionista mayoritario) facilitada en aquel entonces por la explotación colonial y hoy día por la neocolonial «fuga de cerebros» del «Tercer Mundo». Así pues, si las revoluciones industriales de Europa fueron posibles gracias al control de los recursos de los territorios colonizados y la explotación del trabajo de los esclavos —la revolución industrial de Gran Bretaña, por ejemplo, fue financiada en buena parte por la riqueza generada por la explotación de las minas y plantaciones latinoamericanas—, entonces, ¿en qué sentido se puede hablar sólo de ciencia, industria y tecnología «occidentales»? En resumidas cuentas, «Occidente» y lo «no occidental» no pueden plantearse como antónimos, porque de hecho los dos mundos se entrelazan en un espacio inestable de criollización y sincretismo. En este sentido, el «mito de Occidente» y el «mito de Oriente» forman los dos lados de un mismo signo colonial. Si Edward Said, en Orientalismo, señala la construcción eurocéntrica de Oriente en la literatura europea, otros como Martin Bernal, en Atenea Negra, señalan otro proceso complementario en la construcción europea de Occidente mediante la «omisión» de Oriente (y África).

Lo cierto es que hoy día el mundo entero es prácticamente una entidad abigarrada. El colonialismo surgió de una situación que había sido «casi siempre» sincrética (por ejemplo entre judíos, cristianos y musulmanes en la España musulmana, entre las naciones africanas antes del colonialismo, entre los indígenas americanos antes de 1492) y tras la emancipación de las colonias se han producido diásporas y migraciones de todo tipo que han dado lugar a corrientes de mezcla cultural. Dentro de estas fluctuaciones, «mayorías» y «minorías» pueden intercambiar sus posiciones fácilmente, en especial porque las «minorías» internas son casi siempre fragmentos dispersos de lo que una vez fueron «mayorías» en otra parte, y de ahí la aparición de movimientos que se denominan con el prefijo «pan». El campo en constante expansión de «estudios interculturales comparativos» (estudios de la frontera Norte/Sur, estudios panafricanos, estudios de la diáspora africana, estudios poscoloniales) toma nota de estas dispersiones y supera el marco de la nación-estado para explorar los transnacionalismos palimpsésticos que quedan tras el colonialismo.

El legado del colonialismo

Tal como sugerimos antes, el eurocentrismo contemporáneo es el residuo discursivo o el sedimento del colonialismo, el proceso por el cual las potencias europeas alcanzaron posiciones de hegemonía económica, militar, política y cultural en buena parte de Asia, África y el continente americano. El colonialismo se reveló tanto en el control a distancia de los recursos (Indochina francesa, Congo belga, Filipinas) como, de una manera más directa, en los asentamientos europeos (Argelia, Sudáfrica, Australia, el continente americano). Usaremos el término «imperialismo» para referirnos a una fase o forma específica del colonialismo que va aproximadamente desde 1870 a 1914, cuando la conquista del territorio quedó ligada a la búsqueda sistemática de mercados y a la exportación expansionista de capital, y también, en un sentido más amplio, a las políticas intervencionistas del Primer Mundo tras la emancipación de las colonias.

La colonización per se es previa al último colonialismo europeo, pues ya había sido practicada por griegos, romanos, aztecas, incas y muchos otros grupos. Las palabras «colonización», «cultura» y «culto» (en el sentido de religión) derivan del mismo verbo latino, coló, cuyo participio pasado es cultus y cuyo participio futuro es culturus, y ponen en juego una serie de valores y prácticas que incluyen la ocupación del territorio, el cultivo de la tierra, la afirmación de los orígenes y los antepasados y la transmisión de valores heredados a las nuevas generaciones.8 Aunque antes ya había naciones que a menudo se anexionaban territorios colindantes, la novedad del colonialismo europeo es su alcance planetario, su afiliación con un poder institucional global y su modo imperativo, su intento de someter al mundo a un régimen de poder y verdad único y «universal». El colonialismo es el etnocentrismo armado, institucionalizado y hecho global. El proceso colonial tuvo sus orígenes en las expansiones europeas internas (las Cruzadas, la expansión de Inglaterra en Irlanda, la reconquista española), dio un enorme salto con los «viajes de los descubrimientos» y con la institución de la esclavitud en el Nuevo Mundo, y llegó a su apogeo con el imperialismo finisecular, cuando la proporción de la superficie terrestre controlada por las potencias europeas aumentó de un 67% (en 1844) a un 84%, 4% (en 1914), una situación que empezó a

6 J. Pieterse, «Unpacking the West», citando la obra de J. Merson, Road to Xanadu, Londres, Weidenfeld and Nicolson, 1989. 7 Véase Joseph Needham, The Grand Titration: Science and Society in East and West, Toronto, University of Toronto Press, 1969. 8 Véase Alfredo Bosi, Dialética da Colonizafao, Sao Paulo, Companhia das Letras, 1992, págs. 11-19.

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remitir sólo con la desintegración de los imperios coloniales europeos después de la Segunda Guerra Mundial.9 Algunas de las principales consecuencias del colonialismo fueron la destrucción de los pueblos indígenas y sus culturas, la esclavización de africanos e indígenas americanos, la colonización de África y Asia y el racismo no sólo dentro del mundo colonizado sino en la misma Europa.

En una secuencia de la película Fadjal (1979), de Safi Faye, se evoca desde el punto de vista de las víctimas la experiencia del colonialismo cultural. La escena muestra una clase en una aldea de Senegal, donde los alumnos descalzos recitan frases de la lección de historia: «Luis XIV, el Rey Sol, fue el mejor rey de Francia». En el filme de Faye se representa el robo y la sustitución de la identidad cultural. La historia «auténtica», se les dice a los alumnos, está en Europa; sólo los europeos son sujetos históricos que viven en un tiempo en evolución. «Nuestros antepasados los galos», según los libros de bachillerato para los alumnos de las colonias de Vietnam y Senegal, «eran rubios y tenían ojos azules». El colonialismo, en palabras de Ngügï wa Thiong'o, aniquiló «la creencia de la gente en sus nombres, en su lengua, en su capacidad y en definitiva en ellos mismos» y les hizo ver su pasado como «fracaso improductivo».10 El colonialismo exalta la cultura europea y denigra la cultura indígena. Las religiones de los colonizados se equiparan desde las instituciones con la superstición y el «satanismo». Así, se prohibieron las «danzas del espíritu» de los indígenas americanos y se suprimieron religiones de la diáspora africana como la Santería y el Candomblé, normalmente porque los hechiceros, profetas y visionarios desempeñaban un papel central en la resistencia. Las instituciones colonialistas intentaron despojar a los pueblos de los complejos y ricos atributos culturales que conformaban su identidad como comunidad y su sentimiento de pertenencia a un grupo, dejando tras de sí un legado de pérdida traumática y de resistencia.

Aunque la mayoría del dominio colonial directo ha desaparecido, una gran parte del mundo se ve afectada por el neocolonialismo; es decir, en una conjetura en la que el control militar y político directo ha dado paso a formas de control cuyo eje es una estrecha alianza entre el capital extranjero y la élite indígena. En parte como resultado del colonialismo, la escena global contemporánea está ahora dominada por un círculo de poderosas naciones-estado, básicamente por algunos países de Europa Occidental, los Estados Unidos y Japón. Esta dominación es económica (el «G-8», el FMI, el Banco Mundial, el GATT); política (los cinco países con veto en el consejo de Seguridad de las Naciones Unidas); y tecno-informativo-cultural (Hollywood, UPI, Reuters, France Press, CNN).11 La dominación neocolonial se ejerce a través del deterioro de las condiciones comerciales y los «programas de austeridad», por los que el Banco Mundial y el FMI, a menudo con la complicidad interesada de las élites del Tercer Mundo, imponen condiciones que los países del Primer Mundo nunca tolerarían para sí mismos.12 Los corolarios del neocolonialismo han sido: pobreza generalizada (incluso en países ricos en recursos naturales), hambrunas pujantes (incluso en países que antes eran capaces de autoabastecerse), la paralizante «trampa de la deuda», la apertura de sus recursos a los intereses extranjeros y, de manera no infrecuente, la opresión política interna.

«La teoría de la dependencia» (Latinoamérica), «la teoría del subdesarrollo» (África) y «las teorías de los sistemas mundiales» dan a entender que un sistema global jerárquico controlado por los países capitalistas y sus corporaciones multinacionales genera simultáneamente la riqueza del Primer Mundo y la pobreza del Tercer Mundo, que vienen a ser las dos caras de una misma moneda.13 Como dice Eduardo Galeano: «Nuestra derrota (la de Latinoamérica) siempre quedó implícita en la victoria de otros; nuestra riqueza siempre ha generado nuestra pobreza y ha alimentado la prosperidad ajena: la de los imperios y la de sus capataces nativos».14 La teoría de la dependencia rechazó las premisas eurocéntricas de las teorías de «modernización» que culpaban a las tradiciones culturales del subdesarrollo del Tercer Mundo y suponían que el Tercer Mundo sólo necesitaba seguir los pasos de Occidente para llegar al «despegue» económico. La teoría de la dependencia ha sido criticada por su «metrocentrismo», por su apoyo a una teoría marxista no revisada de base-superestructura, por su incapacidad para conceptualizar la interacción de las dinámicas global y local, porque no tiene en cuenta el «residuo» de las formaciones precapitalistas, por su ceguera a los poderes modernizadores de incluso los regímenes reaccionarios, por su insensibilidad no sólo a las cuestiones de género y de clase sino también a la «relativa autonomía de la esfera cultural».15 La teoría de la dependencia fue a veces culpable de ser un

9 Véase H. Magdoff, Imperialism: From the Colonial Age to the Present, Nueva York, Monthly Review Press, 1978, pág. 108. 10 Ngügï wa Thiong'o, Decolonizing the Mina: The Politics of Language in African Literature, Londres y Nairobi, James Currey/Heinemann Kenya, 1986. 11 Véase Heinz Dieterich, «Five Centuries of the New World Order», Latin American Perspectives. vol. 19, n° 3, verano de 1992. 12 Véase Jon Bennet, The Hunger Machine, Cambridge Polity Press, 1987, pág. 19. 13 Andre Gunder Frank, Capitalism and Underdevelopment in Latin America, Harmondsworth, Penguin, 1971, pág. 33. 14 Eduardo Galeano, The Open Veins of Latin America, Nueva York, Monthly Review Press, 1973, pág. 12. 15 Se puede encontrar un resumen de las críticas de los sistemas mundiales en Jan Nederveen Pieterse Empire and Emanciparon, Londres, Pluto Press, 1990, págs. 29-45. Véase también Geoffrey Reeves, Communications and the Third World, Londres, Routledge, 1993. Para una crítica feminista, véase Inderpal Grewal y Caren Kaplan, «Introduction: Transnational Feminist Practices and Questions of Post-modernity», en Grewal y Kaplan. (comps.), Scattered Hegemonies: Postmodernity and Transnational Feminist Practices, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1994.

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prometeísmo de izquierdas que considera al Primer Mundo como un actor todopoderoso, y al Tercer Mundo como un bloque homogéneo que acepta pasivamente la huella del Primer Mundo.16 Dadas estas deficiencias, no queremos dar a entender aquí que la dependencia neocolonial constituya la explicación completa de la posición de subordinación del Tercer Mundo, sino simplemente que cualquier explicación adecuada de esa situación tiene que hacer referencia a esa dependencia.

Nuestra preocupación aquí sobrepasa el ámbito de la economía política en sí, y llega al papel de los discursos a la hora de dar forma a las prácticas colonialistas. El sentido foucaultiano del término discurso se refiere a un archivo de imágenes y afirmaciones multiinstitucionales y transindividuales que proporcionan un lenguaje común que representa el conocimiento sobre un cierto tema. Como «regímenes de la verdad», los discursos están revestidos por estructuras institucionales que excluyen voces, estéticas y representaciones concretas. Peter Hulme define el discurso colonial como «un conjunto de prácticas con una base lingüística que se ven unificadas por el despliegue común de relaciones coloniales».17 Este conjunto discursivo, que para Hulme lo incluye todo, desde los documentos burocráticos hasta las novelas románticas, produce para Europa el mundo no europeo. No obstante, podríamos distinguir entre el discurso colonial y el producto histórico de las instituciones coloniales, y el discurso colonialista/imperialista como el aparato ideológico y lingüístico que justifica, contemporáneamente o incluso de manera retroactiva, las prácticas coloniales/imperiales.

Raza y racismo

El racismo, aunque no es exclusividad de Occidente, y no se limita tampoco a la situación colonial (el antisemitismo es un claro ejemplo), ha sido históricamente a la vez un aliado y un producto en parte del colonialismo. Las víctimas más obvias del racismo son aquellas cuya identidad fue forjada dentro del caldero colonial: los africanos, los asiáticos y los pueblos indígenas del continente americano así como quienes fueron desplazados por el colonialismo, como los asiáticos y los caribeños en Gran Bretaña o los árabes en Francia. La cultura colonialista construyó un sentimiento de superioridad europea ontológica a «razas inferiores sin ley». Según Mes Harmand, la «legitimación básica de la conquista de los pueblos indígenas es la convicción de nuestra superioridad, no sólo mecánica, económica y militar, sino también moral».18 Tales pronunciamientos imperiales pueden considerarse claros ejemplos de la definición que da Albert Memmi de racismo como «la asignación final y generalizada de los valores de diferencias reales o imaginadas, en beneficio del acusador y en perjuicio de la víctima, para justificar la agresión y el privilegio del primero».19 Aunque el racismo puede ser irracional e incluso autodestructivo, normalmente aparece tras situaciones de opresión concretas. Así pues, a los pueblos indígenas americanos se les denominaba «bestias» y «salvajes» porque los europeos blancos estaban expropiándoles las tierras, y a los mexicanos se les ridiculizaba llamándolos «bandidos» o greasers porque los anglos estaban ocupando el territorio mexicano, y generalmente se les ridiculizaba diciendo que carecían de cultura e historia porque el colonialismo, en nombre de las ganancias que les reportaba, estaba destruyendo la base material de su cultura y la historia archivada en la memoria. El racismo implica un doble movimiento de agresión y narcisismo, el insulto al acusado viene rematado con un cumplido para el acusador. El pensamiento racista es tautológico y circular: somos poderosos porque tenemos razón, y tenemos razón porque somos poderosos. Es también esencializante, ahistórico, metafísico y proyecta una diferencia a través del tiempo histórico: «todos ellos siempre han sido y serán así».

Las categorías raciales no son naturales sino constructos, no categorías absolutas sino relativas, situacionales, e incluso categorías narrativas, engendradas por procesos históricos de diferenciación. La categorización de la misma persona puede variar con el tiempo, el lugar y el contexto. Las autodefiniciones subjetivas y la movilización política también sabotean las definiciones rígidas. Los africanos, antes del colonialismo, no pensaban que fueran negros sino miembros de grupos específicos: bantú, fon, bausa, igbo, del mismo modo que los europeos, antes de la invención de «blancura», pensaban que eran galeses, sicilianos, etc. A veces, las categorías llegan a funcionar como una forma de solidaridad. En la Gran Bretaña actual, los asiáticos, africanos y caribeños políticamente activos se refieren a sí mismos como «negros». En Israel, a los judíos sefardíes (que en su mayoría provienen de Asia y África) se les llama (y se llaman a sí mismos) negros y su movimiento político de los años setenta se llamaba «Panteras Negras» en honor al grupo liberacionista de ese nombre.20

16 Véase Ingrid Sarti, «Communication and Cultural Dependency: A Misconception», en Emile G. McAnany, Jorge Schnitman y Noreene Janus. (comps.), Communication and Social Structure, Nueva York, Praeger, 1981, págs. 317-334. 17 Véase Peter Hulme. Colonial Encounters: Europe and the Native Caribbean 1492-1797, Londres, Methuen, 1986, pág. 2. 18 Citado en Philip D. Curtin (comp.), Imperialism, Nueva York, Walker, 1971, págs. 194-195. 19 Albert Memmi, Dominated Man, Boston, Beacon Press, 1968, pag. 186. 20 Según los impresos del censo de los Estados Unidos, los habitantes de Oriente Medio son blancos, a pesar de que hay gente de todos los tonos de piel y a pesar de que no sean raros los insultos racistas que profieren los euroamericanos. Para una discusión sobre el tema, véase Joseph Massad, «Palestinians and the Limits of Racialized Discourse», Social Text, n° 34, 1993.

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El racismo, del mismo modo, no se mueve «de manera ordenada e inmutable a través del tiempo y la historia».21 Que el racismo sea posicional y relacional significa que diversos grupos han ocupado el lugar funcional de los oprimidos.22 El racismo es por encima de todo una relación social —«una jerarquización sistematizada que se intenta establecer a toda costa», tal como dice Fanón—23 anclada en estructuras materiales e insertada en configuraciones históricas de poder. De hecho, la definición de Memmi, basada en una especie de premisa donde hay un encuentro casi individualizado de racista y víctima, no explica de manera completa formas de racismo que están más escondidas y son más indirectas y abstractas, más «democráticas». Como el racismo es un sistema jerárquico complejo, un conjunto estructurado de prácticas y discursos institucionales y sociales, las personas no tienen que expresar o practicar actitudes racistas para beneficiarse del mismo. El racismo no puede reducirse, como se hace en Perro blanco (White Dog, 1982), de Samuel Fuller, a los delirios caninos de maníacos patológicos. No se trata tampoco, tal como dice Whitney Young, de «levantarse por la mañana con el deseo de colgar a un negro de un árbol», sino de las «humillaciones sutiles» y la «arrogancia supina» que acompaña un privilegio que se considera incuestionable.24

En una sociedad sistemáticamente racista, ni siquiera las víctimas del racismo están exentas de un discurso racista hegemónico. El racismo «se escurre» y circula lateralmente; los oprimidos pueden perpetuar el sistema hegemónico convirtiendo a otros que están «a un mismo nivel» en chivos expiatorios, lo cual beneficia a los que están en lo alto de la jerarquía. Como el racismo es un discurso a la vez que una praxis, un miembro de una comunidad oprimida puede adoptar un discurso opresivo: el negro antinegro, el judío que se odia a sí mismo. En la película de Samuel Fuller Corredor sin retorno (Shock Corridor, 1963) se muestra el odio hacia uno mismo mediante un personaje negro que se imagina a sí mismo como líder del Ku-Klux-Klan. Si el racismo genera contradicciones en las víctimas del racismo, no es menos contradictorio desde su propio punto de vista, y a menudo enmascara una atracción al objeto del odio. Así, la denigración obsesiva puede enmascarar una perversa identificación; la repulsión puede recubrir el deseo. Ernest Renán, un antisemita recalcitrante, se pasó la vida estudiando la cultura religiosa judía que decía despreciar.25 El racista colonialista, del mismo modo, se siente en peligro por algo que le atrae irremediablemente. En el siguiente pasaje, un escritor británico habla de los atractivos de la India:

Es sobre todo en la atmósfera religiosa de la India donde el caballero inglés siente que se desliza hacia un mundo sin explotar, misterioso, y este sentimiento es la esencia del romance. Hace bien en resistir la seducción que esta atmósfera ejerce en los que sienten curiosidad por ella (...) El inglés en la India sabe rodearse a sí mismo, en la medida de lo posible, de una atmósfera inglesa, y defenderse a sí mismo del embrujo de esa tierra mediante el deporte, los juegos, los clubes, la cháchara de chicas recién importadas, y la asistencia regular a la iglesia.26

Estas propuestas casi cómicas para el mantenimiento de la esencia inglesa ante la tentación ajena, que recuerdan los consejos del sacerdote a los jóvenes con tendencia a la masturbación, expresan el terror ante lo que se imagina como una atracción exótica, aunque aquí el objeto explícito del temor es la religión.

Estas contradicciones en la idea misma del racismo, mencionadas primero por Fanón y que hoy se discuten desde el punto de vista psicoanalítico, necesitan historizarse. A veces, el racismo puede constituir una forma disfrazada de autorrechazo genealógico. Los estudiosos indígenas americanos señalan que, al identificarse con la Roma imperial, los padres fundadores de los Estados Unidos rechazaron el pasado tribal y colectivo de sus propios ancestros del norte de Europa que fueron conquistados por Roma.27

A veces es más revelador, pues, analizar al estereotipador que deconstruir el estereotipo. Cuando los estereotipos antinegro (por ejemplo, la repulsiva bestialidad) se recodifican como positivos (pongamos, la libertad de libido) nos dice más sobre el imaginario erótico blanco que sobre los objetos de su fascinación. La adulación de la agilidad física de los negros tiene como corolario tácito la asunción de una cierta incapacidad mental. El elogio del talento «natural» en la actuación da a entender que los logros de los negros no tienen nada que ver con el trabajo o la disciplina. La adopción de palabras y de símbolos de los indígenas americanos por parte de los euroamericanos para nombres de coches, equipos de deporte, etc. señala, con toda probabilidad, una

21 Paul Gilroy, There Ain't No Black in the Union Jack, Londres, Hutchinson, 1987, pág. 11. 22 Cedric J. Robinson, Black Marxism: The Making of the Black Radical Tradition, Londres, Zed, 1983, pág. 27. 23 Frantz Fanón, «Racism and Culture», en Presence Afrícaine, nos 8/9/10 (1956). 24 Whitney Young, «Exceptional Children: Text of a Keynote Speech», 1970, citado en Judith H. Katz, White Awareness, Norman, Okla, University of Oklahoma Press, 1978. 25 Véase Tzvetan Todorov, On Human Diversity: Nationalism, Racism and Exoticism in French Thought, trad. Catherine Porter, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1993. 26 Citado en Benita Parry, Delusions and Discoveries: Studies on India in the British Imagination 1880-1930, Berkeley, University of California Press, 1972. 27 Véase John Mohawk y Oren Lyons (comps.), Exiled in the Land of the Free, Santa Fe, Calif., Clear Light, 1992, pág. 117.

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forma extrañamente indirecta de admiración, una forma de «ambivalencia» que no es bienvenida entre aquellos a los que invoca (de ahí las protestas de los indígenas americanos respecto al público de los partidos de fútbol americano tomahawk chop, lo cual consideran como una proyección blanca de la violencia de cortar cabelleras que resulta históricamente problemática pero simbólicamente apoyada).

El racismo, pues, gusta de hacer falsos cumplidos o echar piropos con la esperanza de que se los devuelvan, y el primitivismo y el exotismo son ejemplos de ello. Una película primitivista como La selva esmeralda (The Emerald Forest, 1985) alaba «el modo de vida natural» de la «gente invisible», pero de una manera romantizada que tiene poca relevancia para las luchas concretas de los pueblos indígenas. En un ejemplo de solipsismo, el exotismo aísla su objeto para dar satisfacción al amante de lo exótico, y usa al «otro» colonizado como una ficción erótica que da al mundo cierto embrujo. Phyllis Rose compara el racismo con el exotismo:

Mientras los racistas se ven amenazados por la diferencia, el amante de lo exótico la encuentra divertida... El racismo es como un niño pobre que creció necesitando a alguien a quien dañar. El exotismo creció rico y un poco aburrido. El racista está rodeado de peligros; el amante de lo exótico, de juguetes usados.28

Las actitudes raciales son multiformes, fragmentadas, hasta esquizofrénicas. Las barrigas multiculturales, llenas de tacos, falafel y chowmein, están acompañadas a veces de mentes monoculturales. Los inmigrantes de color del Tercer Mundo a los Estados Unidos bajo la presión del dualismo imperante de blanco/negro pueden adoptar actitudes contradictorias, identificándose con otras minorías pero también pueden estar tentados de afirmar su frágil sentimiento de pertenencia nacional expresando rechazo hacia los negros. Como sugiere Toni Morrison, cuando los inmigrantes desembarcaron, la segunda palabra que aprendieron fue «negro».29 El racismo también provoca otro tipo de esquizofrenia: la misma sociedad dominante que adora a los afroamericanos famosos, expresa una paranoia desbocada hacia la subclase de los jóvenes de los guetos urbanos. En Latinoamérica, las mismas élites europeizadas que invocan con orgullo su cultura mestiza se niegan de manera rotunda a ceder ningún poder a la mayoría mestiza. Así pues, las mismísimas «victorias» culturales —pues sí supone una diferencia que millones de personas adoren a famosos de alguna «minoría»— enmascaran las derrotas políticas. Las categorías raciales, en definitiva, son contradictorias, y mientras estas contradicciones no ofrecen tregua para las víctimas de racismo, cualquier análisis complejo deber ser tenido en cuenta.

El racismo a menudo viaja acompañado por el sexismo, el clasismo y la homofobia. Así, los sistemas de estratificación social se superponen, de manera contradictoria y reafirmadora. Como producto histórico, las causas del racismo son a la vez económicas (como mecanismo expiatorio ligado al resentimiento económico o al oportunismo), psicológicas (relacionadas con las proyecciones de identidades temerosas, contradictorias o inseguras), y discursivas (pero aunque el racismo siempre tiene una dimensión discursiva, no es sólo un discurso; el porrazo de un policía no es un discurso, aunque los discursos inciden en las percepciones publicas sobre por qué y cómo la policía da porrazos). El racismo ofrece sus propios perversos «placeres»: un fácil e inmerecido sentimiento de superioridad, una manera fácil de aglutinar la identidad de grupo que se apoya en la frágil base de una antipatía arbitraria. Estos «placeres» explican el racismo de los débiles, el racismo que va en contra del propio interés del racista, como cuando los euroamericanos de clase trabajadora rechazan los programas de ayuda que les son beneficiosos porque también lo son para los afroamericanos.

El racismo rastrea sus huellas profundamente psíquicas en el miedo al «otro» (asociado al animal reprimido que le sigue a todas partes a uno) y en las actitudes fóbicas hacia la naturaleza y el cuerpo. Como escribe Ralph Ellison, para los negros fue «una desgracia quedar atrapados asociativamente en el lado negativo del dualismo más básico de la mente del hombre blanco, y quedar encadenados a casi todo lo que reprimiría su consciencia».30 Los pares de palabras «blanco» y «negro» se prestan al maniqueísmo de bien/mal; materia/espíritu»; «diablo/ángel».31 Y como el habla cotidiana de cada día asocia lo negro con algo negativo («oveja negra», «día negro»), y «negro» y «blanco» como contrarios («no es ni blanco ni negro») más que como partes de una gama, de un espectro, los negros han sido situados casi siempre en el lado del mal.32 Esta resistencia a la tentación maniquea ha hecho que muchos —desde Franz Boaz en los años veinte a Jesse Jackson en los años ochenta— hayan sugerido un cambio de terminología: pasar de una basada en el color y la raza a otra basada en la cultura;

28 Phyllis Rose, Jazz Cleopatra: Josephine Baker in Her Time, Nueva York, Random House, 1989, pág. 44. 29 Véase Toni Morrison, «The Pain of Being Black», Time, 22 de mayo de 1989, pág. 120. 30 Ralph Ellison, Shadow and Act, Nueva York, Vintage 1972, pág. 48. 31 El Oxford English Dictionary, cuando describe el significado de la palabra «negro» antes del siglo XVI, cita las siguientes asociaciones: «profundamente manchado de suciedad, ensuciado, sucio... Que tiene intenciones de matar o algo similar, maligno; relativo a la muerte, mortal; ruinoso, desastroso, siniestro... malvado, inicuo, atroz; horrible, perverso». Spike Lee llama la atención sobre estas definiciones del diccionario en Malcom X (1992). 32 En las informaciones de cine/televisión sobre el movimiento por los derechos civiles, los racistas blancos justifican su hostilidad a la integración con el argumento de que «Nosotros somos blancos, ellos son negros», una perogrullada que no quiere decir nada a no ser que se refirieran a que los «contrarios» morales nunca pueden mezclarse sin que haya conflicto.

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por ejemplo, no hablar de blancos o negros sino de euroamericanos y de afroamericanos.

Cualquier análisis del racismo siempre requiere hacer ciertas distinciones. En primer lugar, racismo y etnocentrismo son dos cosas distintas. Cualquier grupo puede ser etnocéntrico, ya que ve el mundo a través de la propia cultura. Pero ver el mundo a través de la cultura de uno no es necesariamente racista, ni tampoco es racista simplemente darse cuenta de las diferencias físicas o culturales, o detestar a miembros concretos de un grupo o incluso que no le gusten a uno los rasgos culturales de grupos específicos. Lo que es racista es estigmatizar la diferencia para justificar una ventaja injusta o un abuso de poder, sea la ventaja o el abuso de tipo económico, político, cultural o psicológico. Aunque gentes de cualquier grupo pueden mantener opiniones racistas —no hay inmunidad genética contra el racismo, no todos los grupos disfrutan de poder para practicar el racismo; es decir, para traducir una actitud racial en opresión social. Los analistas también distinguen entre racismos exclusivos de exterminación o racismos inclusivos de explotación;33 entre racismo abierto, expresado mediante acciones hostiles, y racismo encubierto, donde la hostilidad no es obvia o explícita. El racismo, tal como dice Stuart Hall, también puede ser inferencial, o sea que puede consistir en «representaciones de acontecimientos y situaciones aparentemente normales (...) con unas premisas y proposiciones racistas que forman parte de un conjunto de prejuicios incuestionables».34 Finalmente, la distinción convencional entre racismo individual y racismo institucional es problemática pues el racismo es por definición «la expresión o la activación del poder de un grupo».35 El racismo, pues, es tanto individual como sistémico, es parte del tejido y la psique del sistema social, y es a la vez enloquecedoramente abstracto y absolutamente cotidiano. No es meramente una cuestión de actitud, sino un aparato discursivo e institucional que es históricamente contingente y que está vinculado a la distribución drásticamente desigual de los recursos y oportunidades, el reparto injusto de la justicia, la riqueza el placer y el dolor. No se trata tanto de un error de la lógica como de un abuso de poder; se trata menos de una «actitud», que de retrasar las esperanzas y de destruir vidas.

Dentro de la gramática transformacional del racismo colonial, destacan varios mecanismos clave: (1) la postura de carencia, es decir, la proyección del racialmente estigmatizado como deficiente desde el punto de vista de las normas europeas, como carente de orden, inteligencia, modestia sexual, civilización material, e incluso historia. Así, el ideólogo colonialista Georges Hardy planteaba la «mente africana» como una serie de carencias: de memoria, de sentido de la verdad, de capacidad de abstracción, etc.36 Esta idea de carencia coincide con lo que puede denominarse racismo de sorpresa: «¡Así que usted es el médico!», «¡Así que en África también hay universidades...!». El racismo también implica (2) la manía de la jerarquía, de ordenar en un ránking no sólo a los pueblos (los europeos por encima de los no europeos, los zulúes por encima de los bosquimanos) sino también los artefactos y las prácticas culturales (la agricultura por encima el nomadismo, el ladrillo por encima de la paja, la melodía por encima de la percusión). El racismo también implica los procesos interrelacionados de (3) echar la culpa a la víctima, y (4) el rechazo de empatía, evitar la simpatía por la gente atrapada en la lucha por la supervivencia dentro del orden social existente, el mantenimiento de una distancia escéptica, fría ante las denuncias de opresión. El racismo implica (5) la desvalorización sistemática de la vida, lo cual llega a veces en su forma extrema a la incitación al asesinato. Así, L. Frank Baum (el autor de El Mago de Oz), en 1891, recomienda de manera despreocupada el genocidio: «la perfecta seguridad de los asentamientos fronterizos quedará asegurada mediante el aniquilamiento de los pocos indios que quedan. ¿Por qué no el aniquilamiento?... Es mejor que mueran a que vivan esa vida de miserables infelices que son».37 El racismo en este sentido funciona menos al nivel cerebral de opinión que al nivel visceral de solidaridad étnica o antipatía de nosotros hacia ellos, un estadio previo al de asumir la idea del «nosotros».

Los medios de comunicación dominantes desvalorizan constantemente las vidas de la gente de color mientras que consideran sacrosanta la vida de los euroamericanos. La des valorización de la vida tiene como corolario la afición de los medios de comunicación a asociar el Tercer Mundo con una muerte imprevisible, innecesaria y violenta, o con desastres naturales o enfermedades, por lo que el muerto o el agonizante se han convertido en signo visual de la realidad humana en el Tercer Mundo.

Finalmente, el racismo tiene sus dobles sentidos y paradojas: si no eres como nosotros, eres inferior; si eres como nosotros, pues no eres un negro, un indio o un asiático «de verdad». El racismo, pues, combina dos procedimientos complementarios: la negación de la diferencia y la negación de la igualdad. Mientras intenta

33 Véase Etienne Balibar e Immanuel Wallerstein, Race, Nailon and Class: Ambiguous identities, Londres, Verso, 1991, págs. 37-67. 34 Véase Stuart Hall, «The Whites of Their Eyes: Racist Ideologies and the Media», en George Bridges y Rosalind Brundt (comps.), Süver Linings: Some Strategiesfor the Eighties, Londres, Lawrence and Wishart, 1981, pág. 36. 35 Philomena Essed, Understanding Everyday Racism, Londres, Sage, 1991, pág. 37. 36 Citado en David Spurr, The Rhetoric ofEmpire Colonial Discourse in Journalism, Travel Writing, and Imperial Administration, Durham, NC, Duke, 1993, pág. 105. 37 Originalmente en Aberdeen Saturday Pioneer, 20 de diciembre de 1891, pero citado en David E. Stannard, American Holocaust: Columbas and the Conquest ofthe New World, Nueva York, Oxford University Press, 1992, pág. 126.

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ofuscar las diferencias en las experiencias históricas, niega la igualdad de la aspiración humana. Enfrentado con exigencias de corrección «afirmativa» de las injusticias históricas, el grupo dominante se convierte en partidario de la igualdad (que todo el mundo sea tratado de igual manera), olvidándose de sus propias ventajas heredadas y negando las diferencias de las posiciones y las experiencias que uno tiene. Una árida estación blanca (Dry White Season, 1989) plasma esta cuestión cuando el activista negro rechaza la afirmación del abogado sudafricano liberal blanco de que comparten una misma experiencia vital: «¿así que tú también conociste las cartillas de ahorro, el encarcelamiento y la humillación?». La idea liberal de un «daltonismo racial» que considera el progreso como «superador» de la raza, del mismo modo, equipara al racismo blanco y al nacionalismo cultural negro como igualmente «obsesionados con la raza». Pero el nacionalismo negro ve la racionalidad integracionista simplemente como un «discurso particular del poder» usado por los europeos blancos para justificar su estatus privilegiado.38 De hecho, algunos teóricos sociales consideran el liberalismo como excluyente por naturaleza, como una forma sublimada de darwinismo social, ya que las afirmaciones liberales sobre la igualdad y los derechos en realidad esconden otro conjunto no reconocido de credenciales sociales (blancura, masculinidad, americanidad, propiedad) que constituye la verdadera base de la inclusión.39 El hecho de que no reconozcan esta ley de la selva es lo que da paso a (6) un discurso de discriminación revertida, es decir, una situación en la cual los que se han beneficiado durante mucho tiempo del favoritismo institucional recurren al lenguaje meritocrático de los logros personales y a la contravictimización. Este discurso se retrotrae a los días de la esclavitud, cuando un francés advertía que su abolición «arruinaría Francia, y que por liberar a 500.000 negros se esclavizaría a 25 millones de blancos».40

El Tercer Mundo

La definición de «Tercer Mundo» surge de manera lógica de nuestra discusión de colonialismo y de racismo, pues el «Tercer Mundo» se refiere a las naciones y «minorías» colonizadas, neocolonizadas o descolonizadas cuyas desventajas estructurales han sido modeladas por el proceso colonial y por la desigual división del trabajo internacional. El término mismo se acuñó como resultado del vocabulario condescendiente para el que estas naciones eran «atrasadas», «subdesarrolladas» y «primitivas». Como coalición política, el «Tercer Mundo» se une en torno al entusiasmo generado por las luchas anticoloniales de Vietnam y Argelia, y surge concretamente de la conferencia de Bandung de países asiáticos y africanos no alineados de 1955. Acuñado por el demógrafo francés Alfred Sauvy en los años cincuenta como analogía del «tercer estado» de la Francia revolucionaria —es decir el pueblo llano, en contraste con el primer estado (la nobleza) y el segundo (el clero)—, el término considera tres mundos: el Primer Mundo capitalista de Europa, los Estados Unidos, Australia y Japón; el segundo mundo del bloque comunista (el lugar de China en este modelo fue objeto de muchos debates); y el Tercer Mundo propiamente dicho. La definición fundamental de «Tercer Mundo» tiene más que ver con la prolongada dominación estructural que con las crudas categorías económicas («los pobres»), las categorías de desarrollo («los atrasados»), las categorías raciales («los no blancos»), las categorías geográficas («Oriente», «el Sur»). Estas otras categorizaciones son imprecisas porque el Tercer Mundo no es necesariamente pobre en recursos (Venezuela e Irak son ricos en petróleo), ni está formado simplemente por no blancos (Argentina e Irlanda son predominantemente blancos), ni todas sus sociedades son no industrializadas (Brasil, Argentina y la India son países con un alto desarrollo industrial), ni son culturalmente «atrasados» en lo que respecta a «arte elevado» (un hecho reconocido recientemente por el prestigio internacional de escritores como Rushdie, Fuentes, Brathwait, Ngügi, Walcott, Soyinka, Mahfouz y Morrison).

Nuestro trabajo se sitúa en una coyuntura precisa de la historia del Tercer Mundo. Por un lado, los últimos años han sido testigos de luchas anticoloniales y revolucionarias que todavía se siguen produciendo. Por otro lado, el período de «euforia tercermundista», cuando parecía que los izquierdistas del Primer Mundo y las guerrillas del Tercer Mundo conseguirían juntos hacer la revolución global, ha dado paso a la caída del comunismo, el aplazamiento indefinido de la tan deseada «revolución tricontinental», el reconocimiento de que los pobres de la tierra no son unánimemente revolucionarios (ni siquiera aliados unos de otros), la aparición de una serie de déspotas en el Tercer Mundo y el reconocimiento de que la geopolítica internacional y el sistema económico global han obligado incluso a los regímenes socialistas a hacer un poco las paces con el capitalismo transnacional.

En los últimos años también hemos sido testigos de una crisis terminológica que gira en torno al término «Tercer Mundo» mismo, ahora visto como una molesta reliquia de un período de mayor militarismo. Para Shiva Naipaul, el término es sintomático de una «universalidad incruenta que priva a los individuos y a sus sociedades de sus particularidades».41 Haciéndose eco de las palabras de Naipaul, pero desde una perspectiva marxista,

38 Gary Peller, «Raceagainst Integration», Tikkun, vol. VI, n° 1, enero-febrero de 199l,págs. 54-66. 39 Véase U. S. Mehta, «Liberal Strategies of Exclusion» Politics and Society, vol. 18, n° 4, 1990, págs. 429-430. 40 Véase Todorov, On Human Diversity, pág. 259. 41 Citado en David Rieff, Los Angeles: Capital of the Third World, Nueva York, Simon and Schuster, 1991, págs. 239-240

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Aijaz Ahmad dice que la teoría del Tercer Mundo es una «interpelación ideológica abierta» que recubre la opresión de clase en los tres mundos, mientras que limita al socialismo al (ahora inexistente) «Segundo Mundo».42 Escritoras feministas del Tercer Mundo como Nawal El Saadawi, Assia Djebar, Gayatri Spivak, y Lelia Gonzales han mostrado las limitaciones de género del nacionalismo del Tercer Mundo. Aparte de problemas puntuales como los imperialismos del Tercer Mundo (el de Indonesia sobre Timor, por ejemplo), además, países como Turquía o Irán difícilmente encajan en un modelo tripartito, ya que nunca fueron directamente colonizados, aunque forman parte de los países económicamente «periféricos» sujetos a la dominación indirecta de los europeos.43 La teoría de los tres mundos, no sólo allana heterogeneidades, enmascara contradicciones y evita diferencias, también oculta parecidos (por ejemplo la presencia común de los pueblos indígenas del «Cuarto Mundo» tanto en los países del «Primer Mundo» como en los del «Tercer Mundo»).

El discurso nacionalista del Tercer Mundo a menudo presupone una identidad nacional sin cuestionarla, pero la mayoría de las naciones-estado contemporáneas son formaciones «mixtas». Un país como Brasil, del que se puede decir que es tercermundista en cuanto a raza (hay una mayoría mestiza) y en cuanto a su economía (dado su estatus dependiente económicamente), sigue estando dominado por una élite europeizada. Los Estados Unidos, un país del «Primer Mundo» que siempre ha tenido minorías de indígenas americanos y de afroamericanos, se está «tercermundializando» por las oleadas migratorias posteriores a la independencia. La vida contemporánea en los Estados Unidos entreteje los destinos del Primer y el Tercer Mundo. La canción «Are my hands clean?» de Sweet Honey in The Rock, rastrea el origen de una camisa a la venta en Sears hasta el algodón de El Salvador, el petróleo de Venezuela, las refinerías de Trinidad y las fábricas de Haití y Carolina del Sur. Así pues, como ha expresado de manera sucinta Trinh T. Minh-ha, no hay Tercer Mundo sin Primer Mundo, y no hay Primer Mundo sin Tercer Mundo. La lucha Primer Mundo-Tercer Mundo tiene lugar no sólo entre las naciones sino dentro de las naciones.

Pero, incluso dentro de la actual situación de «hegemonías dispersas», por usar las palabras de Arjun Appadurai,44 el hilo histórico o la inercia de la dominación occidental sigue teniendo una presencia poderosa. A pesar de sus problemas, el término «Tercer Mundo» conserva un valor heurístico como una etiqueta para identificar las «formaciones imperializadas» (incluidas algunas dentro del Tercer Mundo), y da de este modo el estatus de mayoría a un grupo que constituye tres cuartas partes de la población mundial. Los países de Latinoamérica, Asia, y África sufren una «exclusión del poder de decisión y una experiencia opresiva del desarrollo global y de la industrialización, que hace que sus economías estén obligadas a ser complementarias de las de los países capitalistas avanzados».45 Según datos de la ONU, el Primer Mundo, aunque en él sólo vive una quinta parte de la población mundial, disfruta del 60% de la riqueza global, que en buena medida ha sido sacada del Tercer Mundo.46

Desde el punto de vista económico y geopolítico, además, el término «Tercer Mundo» tiene ciertas ventajas comparado con otras expresiones. Aunque la polaridad «Norte-Sur» describe útilmente el mundo como una división entre ricos y pobres, por la cual las economías de mercado industriales (el Primer Mundo) y las antiguas economías no regidas por el mercado (Segundo Mundo) forman la mayoría de los consumidores de materias primas producidas por el Tercer Mundo y situadas en su mayor parte en el hemisferio sur, no por eso deja de ser engañosa no sólo porque algunos países ricos (como Australia) están situados en el Sur, sino también por la corriente de «tercermundialización» de un Segundo Mundo que depende cada vez más de Occidente. La polaridad Norte-Sur también deja de lado el hecho de que fue el Primer Mundo y no el Segundo Mundo el que explotó de manera más atroz al Tercer Mundo. Finalmente, la idea de naciones «proletarias» frente a naciones «burguesas» esconde la naturaleza clasista y patriarcal de los tres mundos. El término «Tercer Mundo», como los otros, entonces, sólo es útil a nivel esquemático; debe ser visto como provisional e ilustra sólo en parte una realidad. Mantendremos la expresión «Tercer Mundo», por tanto, para señalar tanto la inercia silenciosa del colonialismo y la colectividad vigorizante de una crítica radical, pero con la salvedad de que el término oculta cuestiones fundamentales de raza, clase, género y cultura. Al mismo tiempo, quisiéramos reivindicar un marco conceptual más flexible que acomodara dinámicas diferentes e incluso contradictorias de diversas partes del mundo.

42 Véase especialmente Aijaz Ahmad, «Jameson's Rhetoric of Otherness and the National Allegory.», Social Text, n° 17, otoño de 1987 págs. 3-25, y Julianne Burton, «Marginal Cinemas», Screen, vol. 26, n™ 3-4, mayo-agosto de 1985. 43 Como señala Arjun Appadurai: «... para la gente de Irian Jaya la indonesización puede ser más preocupante que el imperialismo americano, del mismo modo que la japonización puede serlo para los coreanos, la indianización para los cingaleses, la vietnamización para los camboyanos... la comunidad soñada por uno, es la prisión política de otro...». Véase Arjun Appadurai, «Disjuncture and Difference in the Global Cultural Economy», Public Culture, vol. 2, n° 2, 1990, págs. 1-24 44 Un concepto relacionado, las «hegemonías repartidas», de Inderpal Grewal, aparece mencionado por Grewal y Kaplan en su «Introduction: Transnational Feminist Practices and Questions of Post-modemity», que aborda la relación entre lo «local» y lo «global». 45 Véase Pierre Jalee, The Third World in World Economy, Nueva York, Monthly Review Press, 1969, págs. ix-x. 46 Citado en ibid., págs. 3-8.

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Cine del Tercer Mundo

En cuanto al cine, el término «Tercer Mundo» parece apropiado ya que llama la atención respecto a la enorme cantidad de producciones cinematográficas de Asia, África, Latinoamérica y al cine minoritario del Primer Mundo. Del mismo modo que la gente de color forma la mayoría global, así los cines de la gente de color forman la mayoría del cine, y es sólo la idea de Hollywood como el único cine «de verdad» lo que oculta este hecho. Por su parte, hay quienes, como Roy Armes, definen (en 1987) el «cine del Tercer Mundo» de manera general como el conjunto de películas producidas por países del Tercer Mundo; hay otros, como Paul Willemen (en 1989), que prefieren hablar de «Tercer Cine» como un proyecto ideológico, es decir, como un conjunto de filmes que se apuntan a un cierto programa estético y político, estén o no estén producidos por las mismas gentes del Tercer Mundo. La noción de «Tercer Cine» surge de la revolución cubana, desde el peronismo y la «tercera vía» de Perón, en Argentina, y de movimientos cinematográficos como el Cinema Novo de Brasil. Estéticamente, el movimiento tiene influencias de corrientes tan diversas como el Montaje Soviético, el teatro épico brechtiano, el neorrealismo italiano, e incluso el «documental social» de Grierson. El término fue lanzado como una consigna de lucha a finales de los sesenta por Fernando Solanas y Octavio Getino, quienes definen el Tercer Cine como «el cine que reconocen [la lucha antiimperialista del Tercer Mundo y sus equivalentes dentro de los países imperialistas] (...) como la manifestación cultural científica y artística más gigantesca de nuestro tiempos (...) en una palabra, la descolonización de la cultura».47 Aunque el «Tercer Cine» y el «Cine del Tercer Mundo» no sean entendidos como entidades preconstituidas «esenciales», sino como proyectos colectivos que se están creando, nos parece que ambos conceptos son útiles por el uso polémico y táctico que se puede hacer desde una práctica cultural con tendencias políticas.

Desde el punto de vista puramente taxonómico, podemos establecer varias áreas de significado con elementos en común:

1. Un núcleo de películas «tercermundistas» producidas por y para los pueblos del Tercer Mundo (sin importar dónde estén) y que se adhieren a los principios del «Tercer Cine».

2. Un círculo más amplio de producciones cinematográficas de pueblos del Tercer Mundo (definidas con retroactividad como tales) se adhieran o no las películas a los principios del Tercer Cine y sin tener en cuenta el período en que se hicieron.

3. Otro círculo de películas hechas por gente del Primer o del Segundo Mundo en apoyo de los pueblos del Tercer Mundo y que se adhieren a los principios del Tercer Cine.

4. Un círculo final, de estatus un tanto anómalo, que es a la vez un cine «de dentro» y «de fuera» y que comprende películas híbridas de la diáspora reciente, como por ejemplo las de Mona Hatoum o Hanif Kureishi, que ambos construyen basándose en y cuestionando las convenciones del «Tercer Cine».

Con mucho, la categoría más grande sería la segunda: las producciones cinematográficas de países a los que ahora designamos del «Tercer Mundo». Este grupo incluiría las importantes industrias cinematográficas de países como India, Egipto, México, Argentina y China, así como las industrias surgidas después de la independencia o la revolución como Cuba, Argelia, Senegal, Indonesia y muchas otras. Lo que nosotros llamamos ahora «Cine del Tercer Mundo» no empezó en los años sesenta, como a menudo se cree. Incluso antes del principio del siglo XX, el cine era un fenómeno mundial, al menos en lo que al consumo se refiere. Por ejemplo, el cinematógrafo Lumiére no fue sólo a Londres o Nueva York sino también a Buenos Aires, a la ciudad de México y a Shanghai. La hela época cinematográfica del Brasil ocurrió entre 1908 y 1911, antes de que se introdujeran en el país las compañías de distribución norteamericanas tras la Primera Guerra Mundial. En los años veinte, en India se producían más películas que en Gran Bretaña. Países como Filipinas producían más de cincuenta películas al año en los años treinta, Hong Kong hacía más de 200 filmes al año en los años cincuenta y Turquía casi 300 películas al año en los años setenta (un rasgo importante de la producción del Tercer Mundo es la presencia de directoras y productoras: Aziza Amir y Assia Daghir en Egipto; Carmen Santos y Gilda de Abreu en Brasil; Emilia Saleny en Argentina y Adela Sequeyro, Matilde Landeta, Cándida Beltrán Rondón y Eva Liminano en México). El «Cine del Tercer Mundo», tomado en un sentido amplio, lejos de ser un apéndice marginal del cine del Primer Mundo, produce de hecho la mayoría de los largometrajes en el mundo. Si uno excluye las películas hechas para la televisión, India es el líder mundial de películas de ficción, ya que allí se estrenan entre 700 y 1.000 largometrajes al año. Si contamos a los países asiáticos juntos, éstos producen más de la mitad del total mundial anual. Birmania, Pakistán, Corea del Sur, Tailandia, Filipinas, Indonesia y Bangladesh producen cada uno más de cincuenta películas al año. Desgraciadamente, las Historias del Cine «normales», los

47 Véase Fernando Solanas y Octavio Getino, «Towards a Third Cinema», en Bill Nichols (comp.), Movies and Methods, vol. 1, Berkeley, University of California Press, 1976.

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medios de comunicación en general, por no decir nada de las tiendas de alquiler de vídeo ni los multicines, apenas prestan ninguna atención hacia esa abundancia fílmica.

Entre las tendencias más destacables de los últimos años, destaca un notable incremento de la producción fílmica de Asia; la emergencia de gigantes mediáticos en México y Brasil (la Rede Globo de Brasil es hoy la cuarta red audiovisual del mundo); la aparición (y el posterior declive) de producción centralizada y subvencionada por el estado en países tanto del ámbito socialista como capitalistas (Cuba, Argelia, México, Brasil), y la aparición de instituciones y países del Primer Mundo (Gran Bretaña, Japón, España, Canadá, Francia, Holanda, Italia y Alemania) como fuentes de financiación de cineastas del Tercer Mundo. Por su parte, las serias crisis de «austeridad» provocadas por el FMI y el colapso de los antiguos modelos desarrollistas han llevado a la «dolarización» de la producción cinematográfica y, por tanto, al aumento de coproducciones internacionales o a la búsqueda de formatos alternativos como el vídeo. Además, el exilio voluntario o forzoso de cineastas del Tercer Mundo ha generado una especie de cine del Tercer Mundo diaspórico dentro del Primer Mundo. A la vez, la diversificación de los modelos estéticos ha significado que los cineastas han descartado en parte el modelo tercermundista didáctico predominante en los años sesenta en favor de «políticas del placer» posmodernas donde se incorporan la música, el humor y la sexualidad. Esta diversificación es evidente incluso en trayectorias de cineastas individuales, entre la austera Vidas secas (1963), de dos Santos, y su exuberante Na estrada da vida (1980), o entre el Solanas combativo de La hora de los hornos (1968) y su lúdico Tangos: exilio de Gardel (1983).

En los estudios cinematográficos, el sinónimo de eurocentrismo es hollywood-centrismo. Un manual sobre el cine clásico nos dice que «debido a la imitación a escala mundial del modo de producción de Hollywood, otras prácticas alternativas han dejado de ser lanzadas a escala industrial. No existe una alternativa pura y absoluta a Hollywood».48 La formulación hasta cierto punto tautológica —como toda la industria imita a Hollywood, entonces no hay alternativa— hace de Hollywood el centro de referencia de la historia del cine, cuando de hecho la producción de cine capitalista apareció más o menos a la vez en muchos países, incluidos los que ahora llamamos países del «Tercer Mundo». La formulación hollywoodcéntrica reduciría la gigantesca industria cinematográfica de la India, que produce más películas que Hollywood y cuya estética híbrida mezcla los códigos de continuidad y los valores de producción de Hollywood con los valores antiilusionistas de la mitología hindú, a una mera «imitación» de Hollywood. Incluso esa rama de los estudios cinematográficos que es crítica con Hollywood a menudo pone a Hollywood como un tipo de lengua de la que las formas restantes no son más que variantes dialectales; así la vanguardia se convierte en un carnaval de negaciones del cine dominante.

Así pues, a pesar de su posición hegemónica, Hollywood sólo contribuye a una pequeña parte de la producción mundial anual de largometrajes. Aunque sea discutible que el cine del Tercer Mundo sea un cine para mayorías, es cierto que apenas tiene presencia en cines, tiendas de vídeo o incluso en cursos universitarios de cine, y cuando se enseña normalmente está marginado. Quisiéramos proponer, por tanto, la multiculturalización de los planes de estudio de los estudios cinematográficos. Incluso bajo la presente organización de los estudios (cines nacionales, autores, géneros y teoría), se pueden preparar fácilmente cursos de ámbito nacional sobre los cines de India, China, Egipto, México y Senegal; cursos sobre cine de autor con cineastas como Ray, Sembene, Chahine, Rocha; cursos sobre géneros como el melodrama que incluiría no sólo ejemplos norteamericanos sino también egipcios, indios, filipinos y argentinos (junto a las telenovelas mexicanas y brasileñas); cursos sobre musicales que incluirían las chanchadas brasileñas, las películas argentinas de tangos, las películas mexicanas de cabareteras, las películas de bailarinas egipcias, las «mitológicas» hindúes, junto a las producciones típicas de Hollywood; cursos de teoría feminista que incluirían el trabajo de Sara Maldorod, María Novaro, Parida Ben Lyazid, Tracey Moffat, Sara Gómez, Pratibha Parmar, Laleen Jaya-manne; cursos sobre cine «poscolonial» que estudiarían el trabajo de cineastas diaspóricos o del exilio como Raúl Ruiz, Parvaz Sayad, Mona Hatoum, Indu Krishnan, Hanif Kureishi, Haile Gerima, y de movimientos como el cine «Black British» y el cine francés «Beur».

A pesar de la imbricación del «Primer» y del «Tercer» mundos, la distribución global de poder todavía tiende a considerar a los países del Primer Mundo «transmisores» y a reducir a la mayoría de los países del Tercer Mundo al papel de «receptores» (una consecuencia de esta situación es que las minorías del Primer Mundo tienen el poder de proyectar sus proyecciones culturales por todo el mundo). En este sentido, el cine hereda las estructuras establecidas por la infraestructura de comunicaciones del imperio, las redes de telégrafo y de teléfono y los aparatos de información que ligan los territorios coloniales a la metrópolis, permitiendo a los países imperialistas controlar las comunicaciones globales y modelar la imagen de lo que pasa en el mundo. En el cine, este proceso homogeneizador se intensificó de manera breve después de la Primera Guerra Mundial, cuando las compañías de distribución de los Estados Unidos (y en segundo término, las compañías europeas)

48 David Bordwell, Janet Staiger y Kristin Thompson, The Classical Hollywood Cinema, Nueva York, Columbia University Press, 1985.

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empezaron a dominar los mercados del Tercer Mundo, proceso que se aceleró aún más después de la Segunda Guerra Mundial, con el crecimiento de las corporaciones de medios de comunicación transnacionales. La continuada dependencia económica de los cines del Tercer Mundo los hace vulnerables a las presiones neocoloniales. Por ejemplo, cuando los países dependientes intentan fortalecer sus propias industrias cinematográficas poniendo barreras a las películas extranjeras, entonces los países del Primer Mundo pueden amenazar con represalias otros temas económicos como los precios o la compra de las materias primas. Las películas de Hollywood, además, a menudo cubren sus gastos en el mercado doméstico y pueden por lo tanto colocarse en los países del Tercer Mundo a precios muy bajos.

Mientras el cine del Tercer Mundo está inundado de series de TV, música popular, programas de noticias y películas norteamericanas, el Primer Mundo no recibe casi nada de la vasta producción del Tercer Mundo, y lo que recibe viene normalmente a través de corporaciones transnacionales. Un claro indicador de esta americanización global es que incluso las compañías aéreas de países del Tercer Mundo programan comedias de Hollywood, de modo que un avión de las líneas aéreas de Tailandia con destino a India, lleno de musulmanes, hindúes y sijs, exhibe Cariño, he encogido a los niños (Honey, I Shrunk the Kids, 1989) como su idea de «universal». Por supuesto, estos procesos no son enteramente negativos. Las mismas multinacionales que diseminan intrascendentes películas de éxito y telecomedias enlatadas también difunden músicas de la diáspora africana como el reggae y el rap alrededor del mundo. El problema no está en el intercambio sino en las desiguales condiciones en que el intercambio tiene lugar.

Al mismo tiempo, la tesis del imperialismo de los medios de comunicación necesita ser drásticamente ajustada en la era contemporánea. Primero, es simplista imaginar un Primer Mundo activo que fuerza de manera unilateral sus productos en un Tercer Mundo pasivo. Segundo, la cultura de masas global no es que sustituya a la cultura local sino que coexiste con ella proporcionando una lengua franca cultural con un acento «local». Tercero, hay importantes corrientes que empujan en otras direcciones como demuestran la existencia de países del Tercer Mundo (México, Brasil, India y Egipto) que dominan sus propios mercados e inclusos se convierten en exportadores culturales. La versión de la televisión india del Mahabarata obtuvo un 90 por ciento de las audiencias durante los tres años que duró49 y la Rede Globo de Brasil ahora exporta sus telenovelas a más de ochenta países en todo el mundo. Uno de los grandes éxitos televisivos en la nueva Rusia es la venerable telenovela mexicana Los ricos también lloran. Además, debemos distinguir entre la propiedad del control de los media, que es un asunto de economía política, y la cuestión específicamente cultural de las implicaciones de esta dominación para los receptores. La teoría de «la jeringuilla» es inadecuada para el Tercer Mundo como lo es para el Primero. Primero, en todas partes los espectadores participan activamente con textos y las comunidades específicas incorporan y transforman las influencias extranjeras. Para Arjun Appadurai, la situación cultural global es ahora más interactiva; los Estados Unidos ya no son los dominadores de un sistema mundial de imágenes, sino sólo un modo de construcción transnacional compleja de «paisajes imaginarios». En esta nueva conjetura, dice, la invención de la tradición, etnicidad y de otros marcadores de etnicidad se convierte en «resbaladiza pues la búsqueda de certezas se ve frustrada por los flujos de comunicación transnacional».50 Ahora el problema principal es el de la tensión entre la homogeneización y la heterogeneización cultural; como bien documentan analistas marxistas como Mattelart y Schiller, las tendencias hegemónicas son simultáneamente «indigenizadas» dentro de una economía cultural global disyuntiva y compleja. Al mismo tiempo, añadiríamos, los modelos de dominación canalizan incluso los «flujos» de un mundo «multipolar»; esa misma hegemonía que unifica el mundo a través de las redes globales de bienes circulantes y de información también los distribuye según estructuras jerárquicas de poder, incluso si esas hegemonías son ahora mucho más sutiles y están más dispersas.

El Cuarto Mundo y los medios de comunicación indígenas

El concepto de «Tercer Mundo» también oculta la presencia de un «Cuarto Mundo» que existe dentro de todos los otros mundos; a saber, los pueblos a los que se denomina de forma variada como «indígenas», «tribus»

49 Véase Mark Schapiro. «Bollywood Babylon», Image, 28 de junio de 1992. 50 Appadurai sugiere cinco dimensiones para estos flujos culturales globales:

1. El paisaje étnico (el paisaje de las personas que constituyen el mundo cambiante en el que vive la gente). 2. El paisaje tecnológico (la configuración global de las tecnologías que se mueven a gran velocidad y a través de fronteras que antes

eran impermeables). 3. El paisaje financiero (la coordenada global de especulación monetaria y de transferencias de capitales). 4. El paisaje mediático (la distribución de las capacidades de producir y diseminar información y el complejo repertorio de imágenes y

narrativas que generan estas capacidades). 5. El paisaje ideológico (las ideologías de los estados y las contraideologías de los movimientos en torno a las cuales las naciones-estado

han organizado sus culturas políticas). Véase Arjun Appadurai, «Disjunction and Difference in the Global Cultural Economy», Public Culture, vol. 2, n° 2, primavera, 1990, págs. 1-24.

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o «primeras naciones»; en resumidas cuentas, los descendientes de los habitantes originarios que aún viven en los territorios dominados o bien por la conquista o por la colonización.51 Hay unas 3.000 naciones de indígenas, que representan a 250 millones de personas, según algunos cálculos, y están repartidas por 200 estados que ejercen soberanía sobre ellas52 (en un sentido más amplio, por supuesto, todos los pueblos pueden retrotraerse a algún tipo de comunidad indígena, todos dependen de la tierra y todos están ligados a un destino planetario). Como comunidades de naciones sin estado, los pueblos indígenas apenas aparecen por la pantalla global y a menudo no se les identifica siquiera con los nombres que ellos mismos han escogido; al contrario, se les llama «rebeldes» «guerrilleros» o «separatistas» o gente que está involucrada en «guerras civiles».53 Los pueblos del Cuarto Mundo, como naciones a veces soberanas a pequeña escala, tienden a practicar la propiedad y la custodia comunal de la tierra, el cuidado de los niños es una tarea compartida por la comunidad, y producen de manera cooperativa. A diferencia de las culturas basadas en el consumo que están orientadas hacia la acumulación y la expansión, las sociedades del Cuarto Mundo están preparadas para satisfacer necesidades de subsistencia, y usan una variedad de mecanismos culturales para repartir la riqueza y evitar la concentración de bienes materiales.

Hasta 1820, los pueblos indígenas aún controlaban la mitad del planeta, pero su número ha disminuido a raíz de las arremetidas de las naciones-estado europeas y no europeas.54 Como escribió Charles Darwin, «dondequiera que ha ido el hombre europeo, la muerte parece acechar al aborigen».55 Aunque la guerras contra los indios, tal como ilustraban los westerns de Hollywood de manera distorsionada para que parecieran un «destino evidente», son los ejemplos más conocidos de las guerras de los europeos contra pueblos tribales, ha habido guerras similares en Latinoamérica (por ejemplo las campañas militares contra los indios araucanos y tehuelches en Chile y en Argentina), en África (las campañas de los alemanes contra los herero) y en Asia (donde las campañas contra los pueblos tribales fueron llevadas a cabo por los japoneses en Formosa, por los franceses en Indochina y por los británicos en Birmania y Assam). A diferencia de las guerras convencionales, estas guerras eran esencialmente guerras «etnocidas» pues su finalidad era la destrucción de un modo de vida y subyugar —si no diezmar— a poblaciones enteras. La justificación moral tras la que se escudaba tal práctica a menudo se formulaba mediante el darwinismo social de «la ley del más fuerte» y el imparable avance del «progreso».56 Lo que se esperaba de los pueblos indígenas es que se marchitaran bajo la luz del progreso europeo. Tampoco es que los pueblos indígenas fueran «salvados» por la descolonización. Los gobiernos del Tercer Mundo han sometido brutalmente a los pueblos del Cuarto Mundo como cuando el gobierno de Uganda «abolió» a finales de los años sesenta al pueblo de cazadores-recolectores ik sacándolos de sus tierras en camiones.57 Este proceso, sin embargo, no es inevitable, y a veces ha sido invertido gracias al activismo político. El gobierno brasileño, después de haber permitido durante muchos años la invasión de tierras indígenas, ha declarado enormes extensiones de terreno prohibidas cediendo un territorio del tamaño de Suiza a los kayapo del Amazonas y un territorio del tamaño de Portugal a los yanomami. También Ecuador ha concedido a los indígenas la administración de una franja de selva del tamaño aproximado de Connecticut.

Recientemente, la gente del Primer Mundo se ha sensibilizado respecto a la situación de los pueblos del Cuarto Mundo, y las campañas de movilización en torno a la crisis ecológica global han puesto de manifiesto que los pueblos indígenas a menudo han sabido guardar mejor los recursos naturales (los monumentos de tales civilizaciones, como dice Daryl Posey, no son ciudades y templos, sino, por el contrario, el entorno natural mismo).58 Para bien o para mal, esta preocupación ha sido llevada a la pantalla por cineastas en películas de ficción con conciencia ecológica como La selva esmeralda (The Emerald Forest, 1985), Iracema (1975), Quarup (1989), Jugando en los campos del Señor (At Play in the Fields of the Lord, 1989), e incluso Lambada, el baile prohibido (The Forbidden Dance, 1990). Los pueblos del Cuarto Mundo han desempeñado papeles en

51 Para una definición más completa, véase el «Special Rapporteur on the Problem of Discrimination against Indigenous Populations for the UN Sub-Commission on Prevention of Discrimination and Protection of Minorities», resumido y citado en Saddruddin Aga Khan y Hassan bin Talal, Indigenous Peoples: A Global Questfor Justice, Londres, Zed, 1987. El término «Cuarto Mundo» ha sido utilizado de muy diversas maneras. El discurso de la economía global a veces lo usa para referirse a los países del Tercer Mundo sin apenas recursos, mientras que Gordon Brotherston lo usa para referirse al continente americano como «el cuarto continente», después de Asia, Europa, y África. Véase Brotherston, Book of the Fourth World, Cambridge, Cambridge University Press. 1992. 52 Jason W. Clay calcula que hay 5.000 naciones de este tipo esparcidas por el mundo. Véase su «People, Not States, Make a Nation», Mother Jones, noviembre-diciembre de 1990. 53 Cultural Survival Quarterly, citado en Jerry Mander, In the Absence of the sacred: The Failure of Technology and the Survival of the Indian Nations, San Francisco, Sierra Club, 1992, pág. 6. 54 Véase John H. Bodley, Victims of Progress, Mountain View, Calif., Mayfield, 1990, pág. 5. 55 Citado en Hermán Merivale, Lectures of Colonization and Colantes, Londres, Green, Longman and Roberts, 1861, pág. 541. 56 En 1907, Paul Rohrbach justificaba la política alemana de apropiarse las mejores tierras de los herero así:

Para gente del nivel cultural de los nativos del Sur de África, la pérdida de la libre barbarie nacional y el desarrollo de una clase de trabajadores al servicio y dependencia de los blancos es fundamentalmente una ley de vida de primera magnitud.

Citado en John H. Wellington, South West África and Its Human Issues, Oxford, Oxford University Press, 1967, pág. 196. 57 Véase Colin M. Tumbull, The Mountain People, Nueva York, Simón and Schuster, 1972. 58 Citado en Julián Burger, The Gaia Atlas of First Peoples, Nueva York, Doubleday, 1990, pág. 34. Una gran proporción de las medicinas obtenidas de plantas usadas en todo el mundo fueron descubiertas a raíz de los hallazgos de la medicina indígena. Los hanunno de las Filipinas, por ejemplo, reconocen 1.600 especies de plantas en sus bosques, 400 más que los científicos que trabajan en la misma zona.

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documentales del Primer Mundo, como por ejemplo When the Mountains Tremble (1983), que es un testimonio de Rigoberta Menchú y de los pueblos indígenas de Guatemala, y en filmes del Tercer Mundo. En los años cincuenta y sesenta, la escuela de Cuzco de Perú hizo películas de ficción en las que se incorporaban elementos del documental como Kukuli (1961) y Jarawu (1966) en quechua. En Bolivia, Jorge Sanjinés ha realizado largometrajes como Ukamau (1966) en aymará, y La sangre del cóndor (Yawar Mallku, 1969) en quechua, con la colaboración de los pueblos indígenas mismos. Esta última película, por ejemplo, trata de las revueltas indígenas populares contra la política de esterilización apoyada por los Estados Unidos. Los pueblos del Cuarto Mundo aparecen más a menudo en «películas etnográficas», que últimamente han intentado despojarse de cualquier vestigio de actitudes colonialistas. Mientras en las antiguas películas etnográficas la voz del narrador en off, segura de sí misma y con tono «científico», enseñaba la «verdad» sobre sujetos de esos pueblos que no podían contestar (mientras a veces se les empujaba a actuar para el espectador realizando prácticas que estaban fuera de uso), las nuevas películas etnográficas intentan conseguir un «cine participativo», «antropología dialógica», «distancia reflexiva» y «cine interactivo».59 Esta nueva «modestia» de los cineastas se ha puesto de manifiesto al experimentar el artista una duda sobre su propia capacidad de hablar «por» el otro, en un buen número de documentales y filmes experimentales que descartan el elitismo encubierto del modelo etnográfico o pedagógico en favor de una aquiescencia de lo relativo, lo plural y lo contingente.

El desafío reflexivo de la representación típica de filmes más recientes como Reassemblage (1982) fue anticipada en Petit á petit (1969), donde Jean Rouch hace que el protagonista africano, Damoure, «haga antropología» entre la «extraña tribu» de los parisinos, midiendo sus cráneos e interrogándoles sobre sus extrañas costumbres. Algunas películas brasileñas de los años setenta como Congo (1977), de Artur Ornar, se burlaban de que los cineastas eurobrasileños pudieran decir nada de valor sobre la cultura afrobrasileña o indígena. En la película de Sergio Bianchi Mato eles? (1983), un venerable indio le pregunta al director cuánto dinero exactamente va a sacar de la película, que es la pregunta inconveniente que en el proceso de edición va directamente al cubo de la basura. Así que el cineasta acepta algunos de los riesgos de un diálogo real, de desafío potencial de los interlocutores. La cuestión cambia de cómo uno representa «al otro», a cómo uno colabora con «el otro» en un espacio compartido. Garantizar la participación efectiva del «otro» en todas las fases de producción pasa a ser el objetivo que raramente se consigue.

El desarrollo reciente más destacable ha sido la aparición de los «medios de comunicación indígenas», es decir, el uso de tecnología audiovisual (cámaras y reproductores de vídeo) para propósitos culturales y políticos de los pueblos indígenas. El sintagma es un oxímoron, como señala Faye Ginsburg, pues evoca tanto el entendimiento de los propios grupos aborígenes como las vastas estructuras institucionales de la televisión y el cine.60 Dentro de los «medios de comunicación indígenas», los productores son los receptores, junto con las comunidades vecinas y, de vez en cuando, lejanas instituciones culturales o festivales como los festivales de cine de los indios americanos que se celebran en Nueva York y en San Francisco. Los tres centros más activos de producción indígena en los medios de comunicación son los indígenas de Norteamérica (inuit, yup'ik), los indios de la cuenca amazónica (nambiquara, kapayo) y los aborígenes australianos (warlpiri, pitjanjajari). En 1982, la Inuit Broadcasting Corporation (IBC) empezó a emitir una programación regular de televisión para apoyar la cultura inuit y divulgarla por todo el norte de Canadá. Según cuenta Kate Madden, la programación inuit evidencia los valores culturales inuit. El programa de noticias Qagik (Reunión), por ejemplo, difiere sobremanera de las normas y convenciones occidentales pues se evita contar historias que puedan causar molestias a una familia o que se entrometan en su vida privada, y también se abstiene de reflejar cualquier tipo de jerarquía entre los corresponsales y los presentadores.61

Los «medios de comunicación indígenas» suponen un vehículo que dota de ciertos poderes a las comunidades que están luchando contra los desplazamientos geográficos, el deterioro económico y ecológico y la aniquilación cultural.62 Aunque en algunas ocasiones están subvencionados por gobiernos liberales o por grupos de apoyo internacionales, estos medios suelen operar a pequeña escala, con presupuestos muy bajos y equipos locales. Los autores de películas y de vídeos se enfrentan a lo que Ginsburg denomina un «dilema faustiano»; por un lado, usan nuevas tecnologías para la afirmación cultural pero, por otro lado, diseminan el uso de una tecnología que sólo puede albergar su propia desintegración. Importantes analistas de los medios de comunicación indígenas como Ginsburg y Terence Turner ven tal trabajo no como algo cerrado en un mundo

59 Véase, por ejemplo, David MacDougall, «Beyond Observational Cinema», en Paul Hockings (comp.), Principies of visual Anthropology, La Haya, Mouton, 1975. 60 Véase Faye Ginsburg, «Aboriginal Media and the Australian Imaginary», Public Culture, vol. 5, n° 3, primavera de 1993. 61 Véase Kate Madden, «Video and Cultural Identity: The Inuit Broadcasting Experience» en Felipe Korsenny y Stella Ting-Toomey (comps.), Mass-Media Effects across Cultures, Londres, Sage, 1992. 62 Los medios de comunicación indígenas han permanecido fuera del alcance del público del Primer Mundo a excepción de los contados festivales (por ejemplo, los festivales de vídeo de los indígenas americanos que tienen lugar regularmente en San Francisco y en Nueva York, o el Festival de Cine de los Pueblos Indígenas Latinoamericanos que tiene lugar en México y en Río de Janeiro).

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tradicional sino más bien como algo relacionado con «mediar entre límites, mediar rupturas del tiempo y la historia y contribuir al proceso de construcción de la identidad mediante la negociación «de poderosas relaciones con la tierra, el mito y el ritual».63 A veces el trabajo va más allá de la mera afirmación de la identidad y se convierte en «un medio de invención cultural que refleja y combina elementos de las sociedades minoritarias y las dominantes».64 Los medios de comunicación indígenas superan así la jerarquía antropológica normal de científico-antropólogo-cineasta por un lado, y objeto de estudio y de espectáculo por el otro. Al mismo tiempo, «los medios de comunicación indígenas» no deberían ser vistos como la panacea ni de los problemas concretos con que se encuentran los indígenas ni de las aporías de la antropología. También pueden hacer que se produzcan divisiones entre diversas facciones dentro de las comunidades indígenas, y ser utilizados por los medios de comunicación internacionales como símbolos simplistas de las ironías de la era posmoderna.65 Las imágenes ampliamente diseminadas de los kayapo empuñando sus videocámaras, que aparecieron en Time y el New York Times Magazine, tienen el poder de sorprender que parte de la premisa de que los «nativos» deben ser pintorescos y alocrónicos; los indios «de verdad» no llevan cámaras de vídeo.

En Brasil, el Centro de Trabalho Indigenista y Mekaron Opoi D'joi (Los Creadores de Imágenes) han estado colaborando con los indígenas, enseñándoles realización y edición y ofreciéndoles tecnología y material para proteger el territorio indígena y consolidar la resistencia. En O Espirito da Televisao (1991), los miembros de la tribu waipai, a los que se les acaba de enseñar qué es una televisión reflexionan sobre los diferentes usos del vídeo para ponerse en contacto con otras tribus y defenderse contra la invasión de los agentes federales, los buscadores de oro y los madereros. Tomando un enfoque eminentemente pragmático, los waipai piden a los cineastas que oculten su debilidad del mundo exterior; «exagera nuestra fuerza —dicen— para que los blancos no ocupen nuestra tierra». En Arco de Zo'e (1993), el jefe Wai-Wai explica su visita a los Zo'e, un grupo con el que se ha establecido contacto recientemente y al que los Waipai sólo habían conocido a través de sus imágenes de vídeo. Los dos grupos comparan técnicas de caza y de tejer, comidas rituales, mitos e historia. La película comunica la diversidad de las culturas indígenas —al jefe Wai-Wai le cuesta acostumbrarse a la desnudez absoluta de sus anfitriones, por ejemplo—. En estas películas/vídeos, el espectador «de fuera» ya no es un interlocutor privilegiado; el vídeo es más que nada un facilitador de los intercambios entre los grupos indígenas. A un nivel secundario, a «los de fuera» se les permite ver esos intercambios e incluso apoyar la causa (económicamente o de cualquier otra manera) pero no hay narrativa romántica redentora que despierte la conciencia de un espectador que de algún modo «salvará el mundo». En estos vídeos, el espectador no indio se tiene que acostumbrar a «indios» que se ríen, son irónicos y que están dispuestos a declarar la absoluta necesidad de matar a los invasores no indios.

Entre los grupos más avispados de indígenas respecto al uso de los medios de comunicación están los kayapo, un grupo de hablantes de la lengua go del centro de Brasil que vive en catorce comunidades repartidas por una zona del tamaño de Gran Bretaña. Cuando un equipo de documental de Granada Televisión fue a Brasil a filmar a los kayapo en 1987, éstos pidieron cámaras de vídeo, reproductores, monitores y cintas como retribución por su cooperación. Subsecuentemente han usado el vídeo para grabar sus propias ceremonias tradicionales, manifestaciones y encuentros con funcionarios (como equivalente de un documento legal). Han documentado su conocimiento tradicional del entorno forestal, y planean grabar la transmisión de mitos y de historia oral. Para los kayapo, como dice Turner, el vídeo se ha convertido «no sólo en un medio de representación de la cultura (...) sino en el fin de una acción social y en la objetivación de la conciencia».66 Los kayapo no sólo mandaron una delegación a la Convención Constitucional Brasileña para ejercer presión sobre los delegados que debatían los derechos de los indígenas, sino que también se grabaron a sí mismos en ese proceso con lo que consiguieron la atención internacional para su causa.

En el documental de Granada Televisión Kayapo: Out of the Forest (1989), vemos a los kayapo y a otros pueblos indígenas realizar un ritual en protesta por la construcción de una presa hidroeléctrica (si el ingeniero de La selva esmeralda destruye la presa que él mismo ha diseñado, los kayapo intentan evitar que presas como ésa nunca se lleguen a construir). Uno de los líderes, el jefe Pombo, señala que el nombre de la presa (Kararao) procede del grito de guerra kayapo. Otro jefe, Raoni, logra llamar la atención de los medios de comunicación internacionales al aparecer con la estrella de rock Sting. Hay un momento en que una mujer le pone el machete en la cara al portavoz de la compañía mientras le riñe en kayapo. Otra mujer, en un destacado ejemplo de

63 Paye Ginsburg, «Indigenous Media: Faustian Contract or Global Village?», Cultural Anthropology. vol. 6. n° 1, 1991, pág. 94. 64 Ibid. 65 Para una visión crítica del proyecto kayapo, véase Rachel Moore, «Marketing Alterity», Visual Anthropology Review, vol. 8, n° 2, otoño de 1992, y James C. Faris, «Anthropological Transparency: Film, Representation and Politics», en Peter tan Crawford y David Turton (comps.), Film as Ethnography, Manchester, Manchester University Press, 1992. Para la respuesta de Terence Turner a Fads, véase Turner, «Defiant Images: The Kayapo Appropriation of "Video"», Forman Lecture, Festival RAI de Cine y Vídeo, Manchester, 1992, que aparecerá en Anthropology Today. 66 Véase la descripción que hace Terence Turner de su larga colaboración con los kayapo en «Visual Media, Cultural Politics and Anthropological Practice», Independent, vol. 14, n° 1, enero-febrero de 1991.

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escritura colonialista, le dice al portador que tome nota de su nombre ya que ella será una de las que mueran a causa de la presa. El espectador enamorado de la «modernidad» se plantea la asociación inmediata entre la presa hidroeléctrica y las fuerzas del «progreso» que son por definición buenas.

Lo poscolonial y lo híbrido

Los casos de los kayapo y otros medios de comunicación indígenas ponen en evidencia algunas de las ambigüedades teóricas del término hoy tan en boga de «poscolonialidad». Mientras los pueblos del Cuarto Mundo destacan un discurso indígena de reclamaciones territoriales, de estrechos vínculos con la naturaleza y de resistencia activa a las incursiones coloniales, el pensamiento colonial destaca en la desterritorialización, en la naturaleza artificiosa del nacionalismo y de las fronteras nacionales y en la obsolescencia del discurso anticolonialista. A pesar de la vertiginosa variedad de significados que evoca el término «poscolonial», no deja de ser curioso que la teoría poscolonial no haya conseguido fijar el mismísimo término «poscolonial». La amplia aceptación del término a finales de los años ochenta, para designar los estudios sobre las relaciones coloniales y sus consecuencias, coincidía claramente con el ocaso del antiguo paradigma de «Tercer Mundo». El nuevo término se impuso por su aura de prestigio teórico, en contraste con el aura combativa de que disfrutara el término «Tercer Mundo» dentro de círculos académicos progresistas. El término «poscolonial» proviene de los análisis del discurso derivados del «postestructuralismo» del mundo universitario angloamericano y se deriva del sustantivo con connotaciones teóricas «poscolonialidad», un término que marca un estado, situación, condición o época contemporáneos. El prefijo «pos», en este sentido, se alinea con «poscolonialismo», «posmodernismo»,67 «posfeminismo» y, más importante aún, con «postestructuralismo», todos ellos comparten la noción de un «movimiento más allá» de discursos obsoletos. Dentro de la lógica de estos alineamientos, las diseminaciones textuales del postestructuralismo se combinan fácilmente con las dispersiones diaspóricas de la poscolonialidad. Sin embargo, mientras estos otros «pos» se refieren a la superación de paradigmas políticos, estéticos y filosóficos pasados de moda, «poscolonial» da a entender tanto la superación de la teoría nacionalista anticolonial como un movimiento más allá de un punto específico en la historia. Este último sentido alinea «poscolonial» con otros «pos» —«posguerra fría», «postindependencia», «posrevolucionario»—, todos los cuales subrayan el cierre de un período histórico y el paso a otro. Los dos «pos» son por lo tanto referencialmente distintos, el primero señala los «avances» de la disciplina de la historia intelectual, y el último las cronologías de la historia tout court, lo cual implica una tensión entre teleologías históricas y filosóficas.

Ya que el «pos» en «poscolonial» sugiere por un lado un estadio «posterior» a la desaparición del colonialismo, el término está imbuido, dejando de lado las intenciones de quienes emplean ese término, de una espacio-temporalidad ambigua. «Poscolonial» tiende a asociarse con países del «Tercer Mundo» que obtuvieron su independencia después de la Segunda Guerra Mundial, aunque también se refiere a la presencia diaspórica del «Tercer Mundo» en las metrópolis del «Primer Mundo». En parte de la teoría literaria poscolonial, el término se expande de manera exponencial hasta incluir producciones literarias de todas las sociedades «afectadas» por el colonialismo, entre ellas Gran Bretaña y los Estados Unidos.68 Pero dado que casi todos los países se han visto afectados por el colonialismo, ya sea como colonizadores, colonizados o las dos cosas a la vez, la formulación que incluya a todos homogeneizará formaciones raciales y nacionales muy diferentes. Situar a Australia y a la India en una situación «colonial» similar respecto al centro del imperio, por ejemplo, equipara la situación de los colonos europeos con la de las poblaciones indígenas colonizadas por los europeos, como si los dos grupos se hubieran separado del «centro» de la misma manera. Las diferencias cruciales entre la opresión genocida que Europa ejerció sobre los indígenas, por un lado, y la dominación europea de las élites «criollas» europeas, por otro, se igualan de un plumazo utilizando así el prefijo «pos».

El término «poscolonial» también difumina la asignación de perspectivas. Dado que la experiencia colonial es compartida, aunque asimétricamente, por el (ex-)colonizador y el (ex-)colonizado, ¿indica «pos» la perspectiva del excolonizado (argelino, pongamos por caso), el excolonizador (francés en este caso), el colono

67 Para más información sobre las relaciones entre posmodernismo y poscolonialismo, véase Kwame Anthony Appiah, «Is the Post —in Postmodernism the Post— in Postcolonial?», Critical Inquiry, n° 17, invierno de 1991. Aunque por un lado el creciente apoyo institucional a los estudios «poscoloniales» es un éxito para lo PC (políticamente correcto), también es motivo de cautela para las gentes de color y para quienes practiquen los estudios étnicos, que se sienten desplazados por el aumento de los estudios poscoloniales en los debates que tienen lugar en los Estados Unidos sobre racismo. 68 Como en el fragmento que sigue a continuación:

Las literaturas de los países africanos, Australia, Bangladesh, Canadá, los países caribeños, India, Malasia, Malta, Nueva Zelanda, Pakistán, Singapur, las islas del Pacífico Sur y Sri Lanka son todas ellas literaturas poscoloniales. La literatura de los Estados Unidos debería también clasificarse bajo esa categoría (...) Cada una de estas literaturas tiene en común, además de sus características regionales particulares, el hecho de que emergieron en su estado actual, a partir de la experiencia de colonización y se reafirmaron al destacar la tensión con la potencia imperial y al destacar sus diferencias respecto a lo que el centro del imperio creía. Esto es lo que las hace claramente poscoloniales.

Véase Bill Ashcroft, Gareth Griffiths y Helen Tiffin, The Empire Writes Back: Theory and Practice in Post-Colonial Literatures, Londres, Routledge, 1989, pág. 2. No queremos dar a entender que este uso generalizado de «poscolonial» sea típico o paradigmático.

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excolonial (pied noir) o el inmigrante desplazado en la metrópolis (argelino en Francia)? Ya que la mayoría de la población mundial vive en el período subsiguiente al colonialismo, el «pos» neutraliza las notables diferencias entre Francia y Argelia, Gran Bretaña e Irak, los Estados Unidos y Brasil. La eliminación de estas perspectivas genera una curiosa ambigüedad. Mientras «discurso colonial» se refiere al discurso producido por los colonizadores, «discurso poscolonial» se refiere no al discurso colonialista de después del fin del colonialismo sino a los escritos teóricos de tendencia izquierdista que intentan superar las supuestas dicotomías de la combatividad tercermundista. Para dejar claro que con el término «poscolonial» se privilegia y distancia la narrativa colonial podemos sustituir el significado de los términos. Aunque uno puede considerar una dualidad entre colonizador y colonizado e incluso entre neocolonizador y neocolonizado, no tiene sentido hablar de «poscolonizador» ni de «poscolonizado». Aunque tanto «colonialismo» como «neocolonialismo» expresan opresión y posibilidad de resistencia, «poscolonial» no presupone ninguna dominación clara y no sugiere ninguna oposición clara. Esta contradicción, aunque resulta sugerente en un contexto académico postestructuralista, también hace que «poscolonial» sea un instrumento no demasiado robusto para criticar la distribución desigual de poder y recursos globales.

Aparte de la dudosa espacialidad, lo «poscolonial» también simplifica las diversas cronologías. Los estados coloniales de América obtuvieron su independencia, en su mayoría, durante los siglos XVIII y XIX. La mayoría de los países de África y de Asia, por el contrario, consiguieron la independencia durante el siglo XX; algunos en los años treinta (Irak), otros en los cuarenta (India, Líbano) y aún otros en los años sesenta (Argelia, Senegal) y en los setenta (Angola, Mozambique). Otros aún no la han conseguido. Entonces, ¿puede decirse con precisión cuando empieza lo «poscolonial», y cuáles son las relaciones entre esos comienzos? Si el «pos» se refiere a las luchas nacionalistas de los años cincuenta y sesenta, ¿qué marco temporal se le aplica a las luchas anticoloniales contemporáneas! ¿Cuál es el estatus de escritores y cineastas palestinos como Sahar Khalifeh, Mahmoud Darwish, Emil Habiby y Michel Khleifi que trabajan a la vez en cuanto que escritores «poscoloniales»? ¿Es que acaso son pre-«poscoloniales»? La temporalidad homogeneizadora de «poscolonialidad» corre el riesgo de reproducir el discurso colonial del otro alocrónico y quedar a la zaga del Occidente genuinamente poscolonial. El significado globalizante del término minimiza las multiplicidades de los espacios, así como los vínculos políticos y discursivos entre las teorías poscoloniales y las luchas anticoloniales (o antineocoloniales) contemporáneas y los discursos de América Central, Oriente Medio, Sudáfrica y Filipinas, luchas que no se pueden menospreciar como si fueran simples repeticiones adoctrinadas de discursos obsoletos.69

Poner el término «poscolonial» en relación con otros términos como «neocolonial» y «postindependencia» ayuda a aclarar todos estos conceptos. Ya que «pos» significa «después de», potencialmente impide que se hagan articulaciones convincentes de «neocolonialidad». Para países previamente colonizados, la independencia formal raramente ha supuesto el fin de la hegemonía. La independencia formal de Egipto de 1923 no evitó que la dominación británica provocara la revolución de 1952. La independencia «criolla» formal de Latinoamérica, del mismo modo, no ha evitado la hegemonía del «libre comercio» angloamericano ni las intervenciones militares al estilo de la doctrina Monroe (el término «revolución» implicaba una postindependencia cuyo contenido era una hegemonía sofocante). Tales procesos distinguen la historia de Centro y Sudamérica de la de muchos otros estados coloniales, pues, aunque comparten los orígenes históricos con Norteamérica (conquista europea, genocidio, esclavitud), estas regiones han estado sujetas a una dominación estructural en algunos niveles más severa, paradójicamente, que la de países del Tercer Mundo que obtuvieron la independencia más recientemente como Libia o India.

Las estructuras hegemónicas y los marcos conceptuales generados durante los últimos quinientos años no pueden desvanecerse con un «pos». Al dar a entender que el colonialismo se ha terminado, «poscolonial» difumina sus efectos deformantes en el presente. Carece de un análisis político de relaciones de poder contemporáneas, como por ejemplo la participación militar de los Estados Unidos en Granada, Panamá, Kuwait e Irak, o los estrechos vínculos entre los intereses económicos y políticos de los Estados Unidos y los de las élites locales. Pues cualesquiera que sean las connotaciones de «pos» como el lugar de continuidades y de discontinuidades,70 su atracción teleológica evoca la alegre eliminación del espacio conceptual.71 Mientras

69 Véase, por ejemplo, Zachary Lockman y Joel Beinin (comps.), Intifada: The Palestinian Upri-sing against Israeli Occupation, Boston, South End Press, 1989, concretamente Edward W. Said, «Intifada and Independence» págs. 5-22; también Edward W. Said, After the Last Sky, Nueva York, Pantheon Books, 1986. 70 Para debates sobre los «pos», véase, por ejemplo, Robert Young, «Poststructuralism: The End of Theory», Oxford Literary Review, vol. 5, nos 1-2, 1982; R. Radhakrishnan, «The Postmodern Event and the End of Logocentrism», Boundary 2, vol. 12, n° 1, otoño de 1983; Geoffrey Bennington, «Postal Politics and the Institution of the Nation», en Homi K. Bhahha (comp.), Nation and Narration, Londres y Nueva York, Routledge, 1990. 71 Aunque uno se puede imaginar fácilmente el término «poscolonial» viajando hacia los países del Tercer Mundo (más probablemente mediante la diáspora india de los universitarios angloamericanos que a través de la India), es significativo que el término se usa escasamente en los círculos intelectuales africanos, del Oriente Medio y latinoamericanos, a excepción del sentido restringido a la historia refiriéndose al período inmediatamente posterior al dominio colonial.

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«neocolonial» también implica una transición, destaca una repetición con una diferencia, una regeneración del colonialismo a través de otros medios. «Neocolonialismo» designa de manera útil la hegemonía geoeconómica, mientras que «poscolonial» minimiza de manera sutil la dominación contemporánea. «Postindependencia», sin embargo, evoca los logros de una historia de resistencia. Traslada el foco de atención a la misma nación-estado emergente, y abre un espacio analítico para asuntos «internos» candentes como religión, género, y orientación sexual, ninguno de los cuales son reducibles a epifenómenos de colonialismo o de neocolonialismo. «Postindependencia» celebra el «estado-nación»; pero, al asumir el poder y la responsabilidad de esos estados, los regímenes del Tercer Mundo también tienen que rendir cuentas.

La circulación teórica de «poscolonial» sugiere una superación de «neocolonialismo» y de «Tercer Mundo» como categorías pasadas de moda, incluso irrelevantes. Sin embargo, estos términos desplazados siguen teniendo cierto significado desde el punto de vista económico y político, y se difuminan cuando uno se enfrenta con la política en torno a la cultura modulada de manera diferente. Sustituir «Tercer Mundo» por «poscolonial» tiene ventajas y desventajas. «Tercer Mundo» todavía sugiere un proyecto común de resistencias (vinculadas), y ha servido para conferirle poderes a coaliciones intercomunitarias de gentes de color del Primer Mundo. Tal vez sea este sentido de proyecto de movilización común lo que le falta a «poscolonial». Si «poscolonial» y «postindependencia» inciden en la ruptura con el colonialismo, y «neocolonial» destaca las continuidades estructurales, «Tercer Mundo» implica que la historia compartida del neocolonialismo y el racismo «interno» forman una base suficiente en la que formar una alianza. Si no se ven tales causas comunes, entonces «Tercer Mundo» debe ser descartado. Nuestra afirmación de la relevancia política de «neocolonialismo» e incluso de los más problemáticos «Tercer» y «Cuarto Mundo» no pretende seguir una inercia intelectual sino señalar la necesidad de desplegar todos estos conceptos de una manera relacional, contingente y diferencial. No es que un marco conceptual esté «bien» y el otro «mal» sino más bien que cada marco sólo aclara de manera parcial las cuestiones. Podemos usarlos como parte de un conjunto móvil de coordenadas, como un conjunto más flexible de lentes transculturales y disciplinarias adecuadas a la compleja política de la situación contemporánea mientras mantienen la posibilidad de la acción y la resistencia.72

Así, la teoría poscolonial, en tanto que estudia identidades sobrepuestas, complejas, ha dado lugar a multitud de términos que tienen que ver con la mezcla cultural: religiosa (sincretismo), biológica (hibridación), genético-humana (mestizaje), y lingüística (criollización). La palabra «sincretismo» en los escritos poscoloniales destaca las múltiples identidades generadas por los desplazamientos geográficos característicos de la era postindependencia y presupone un marco teórico, influenciado por el postestructuralismo antiesencialista que se niega a definir la identidad de una manera purista. Han sido básicamente los intelectuales de la diáspora, híbridos ellos mismos (no por coincidencia), quienes han elaborado este marco híbrido. Y aunque los temas son viejos —«sincretismo», «hibridación», creolité y mestizaje ya fueron invocados hace décadas por los varios modernismos latinoamericanos—, el momento histórico es nuevo.

Los impulsos que hay detrás de la celebración de la hibridación son asimismo variados. Por un lado, la celebración contrarresta la fetichización colonialista de la «pureza» racial. El discurso colonialista consideraba a las diferentes razas como especies diferentes, creadas en momentos distintos, y por lo tanto prohibía la procreación entre ellos. La hostilidad al mestizaje se resume en términos peyorativos como «medio negro/blanco/...», «cruce», «ñapango», «zampaigo» y «mulato» (palabra que en inglés connota infertilidad). Pero aunque reaccione contra la manía colonialista de la pureza, la teoría de la hibridación contemporánea también se contrapone a las definiciones demasiado rígidas que marcan el discurso tercermundista. Como nos recuerda la teoría poscolonial, aunque el alambre de espino que separaba la medina del barrio europeo de Argel haya desaparecido, no se puede decir lo mismo de los vestigios de la cultura francesa. La misma cultura francesa se ha «argelinizado» mientras que los norteafricanos que viven en Europa ocupan un nuevo espacio de identidad «beur», que no es ni francés puro ni simplemente norteafricano.

La celebración de la hibridación (a través de un cambio de valencia de los términos estigmatizados) coincide con el nuevo momento histórico de los desplazamientos posteriores a la independencia que han generado identidades duales o múltiples (franco-argelino, indo-canadiense, palestino-libanés-británico, indo-ugandés-americano, egipcio-libanés-brasileño). Como producto de una mezcla conflictiva, las identidades posteriores a la independencia tienen una carga semántica más fuerte en la unión de esos elementos que, pongamos, las identidades múltiples que surgen de un desplazamiento entre países. Además, las identidades diaspóricas no son homogéneas. En algunos casos, hay desplazamientos cualitativamente diferentes que se acumulan encima de otros desplazamientos previos. Para las comunidades de la diáspora africana, como señala

72 Para más información sobre «poscolonial», véase Shohat, «Notes on the Postcolonial» y Anne McClintock, «The Ángel of Progress: Pitfalls of the Term "Post-coloniahsm"», Social Text, nos 31-32, primavera de 1992. págs. 84-98; Ruth Frankenberg y Lata Mani, «Crosscurrents, Crosstalk: Race, "Post-coloniality" and the Politics of Location», en Cultural Studies, vol. 7, n° 2, mayo de 1993.Véase también Public Culture, n° 5, otoño de 1992.

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Stuart Hall, los desplazamientos a Europa son resultado de una historia traumática sobrepuesta a un desplazamiento que se retrotrae a la travesía atlántica del comercio de esclavos.73

Desde el punto de vista contemporáneo, la teoría poscolonial trata con mucha eficacia las contradicciones culturales generadas por la circulación global de gentes y de bienes culturales en un mundo interconectado y mediatizado, que tiene como resultado un sincretismo «massmediático» y mercantilizado. Hay unas cuantas películas británicas —Sammy y Rosie se lo montan (Sammy and Rosie Get Laid, 1997), Londres me mata (London Kills Me, 1991), La radio pirata (Young Soul Rebels, 1991) y The Buddha of Suburbio (1993)— que son testigos de la tensión que se crea en la hibridación poscolonial de los oriundos en lo que fue una vez la «madre patria». En el vecindario multicultural de Sammy y Rosie se lo montan, los habitantes tienen conexiones con las partes antes colonizadas del mundo. Hay muchas películas que se centran en las diásporas poscoloniales al Primer Mundo: por ejemplo, la diáspora india a Canadá (Massala, 1991) o a los Estados Unidos (Unbidden Voices, 1989; Knowing Her Place, 1990; Mississippi Massala) o la diáspora iraní a Nueva York (The Mission, 1985). En realidad se podría hablar de un género de películas híbridas poscoloniales. Un festival de películas híbridas mostró filmes y vídeos sobre ghanianos en Inglaterra (Testament, 1988), argelinos en Francia, El té del harén de Arquímedes (Le thé au harem d'Archiméde, 1985), y chinos en los Estados Unidos (Full Moon over New York, 1990).74

La subversión de la valencia para lo que antes eran tropos racistas («sincrético» por ejemplo recuerda el prejuicio cristiano contra las religiones africanas) y la subversión de nociones puristas de identidad no deberían empañar la acción problemática de la «hibridación poscolonial». Una celebración del sincretismo y de la hibridación per se, si no se articula con cuestiones sobre las hegemonías históricas, corre el riesgo de santificar el hecho consumado de la violencia colonial. Para los oprimidos, incluso el sincretismo artístico no es un juego sino una forma sublimada de dolor histórico. Como un término descriptivo que lo abarca todo, «hibridación» no consigue diferenciar entre las diversas modalidades de hibridación: la imposición colonial, la asimilación obligatoria, la participación política, el mimetismo cultural, y muchos otros. Las élites siempre han saqueado desde su posición privilegiada culturas subalternas, mientras que los dominados siempre han cargado de «significado» y han parodiado tanto como imitado las prácticas de la élite. La hibridación, en otras palabras, tiene enormes connotaciones relativas al poder y es asimétrica. Mientras la cultura europea históricamente ha celebrado la asimilación de los «nativos» como parte de la misión civilizadora, la asimilación en dirección opuesta fue ridiculizada o considerada como una vuelta a la barbarie. La hibridación es también participativa. En Latinoamérica, la identidad nacional a menudo se ha articulado de manera oficial como híbrida y sincrética a través de ideologías hipócritamente integracionistas que pasan por alto sutiles hegemonías raciales.

Como sugerimos antes, el sincretismo siempre ha calado en la historia y las artes. Desde el punto de vista arquitectónico, la gran mezquita de Córdoba hibridiza los diversos estilos que han pasado por España: cartaginés, griego, romano, bizantino y árabe. El sincretismo arquitectónico puede llegar a ser esquizoide, como en la Iglesia del Triunfo de Cuzco donde los ángeles parecen nobles españoles pero los querubines tienen cara de indígenas. Sin embargo, aunque la hibridación haya existido desde tiempos inmemoriales como civilizaciones que entran en conflicto, se combinan y se sintetizan, la hibridación, con la colonización europea del continente americano, llegó a una especie de paroxismo violento. A pesar de que hubo mezcla de poblaciones anterior a la conquista, el proceso colonizador iniciado por Colón aceleró y dio forma activamente a un nuevo mundo de prácticas e ideologías de mezcla, haciendo del continente americano el escenario de combinaciones sin precedentes de indígenas, africanos y europeos, y más tarde de las diásporas inmigratorias de todas las partes del mundo. Estas combinaciones han generado, especialmente en el Caribe y en Sudamérica, un amplio vocabulario de términos descriptivos de raza para dar cuenta de todas las permutaciones (mestizo/a mulato/a, criollo/a, moreno/a). La mezcla no sólo ha sido una realidad, sino también una ideología en la que el género y la raza han desempeñado papeles principales. El término inglés miscegenation (del latín «mezclar» —misce— y «raza», «especie» —genus—) tiene más connotaciones peyorativas que el español mestizaje. El término miscegenation denota un tabú de mezcla sexual mientras que «mestizaje» se refiere a los resultados a largo plazo de tal mezcla.

A lo largo y ancho del continente americano, encontramos figuras literarias e históricas, especialmente figuras femeninas (Pocahontas, Sacagawea, Malinche, Iracema, Guadalupe), que se han convertido en el foco de intensas discusiones y luchas simbólicas sobre la política de mestizaje. En México, la figura mítica de la Virgen de Guadalupe le da una cara mestiza a la religión católica, al sustituir a la diosa azteca Tonantzin y al equipararla de manera maniquea con Malintzin (Malinche), la indígena esclava, traidora y traductora.75 Nuevo Mundo

73 Stuart Hall, «Cultural Identity and Cinematic Representation», Framework, n° 36, 1989, págs. 68-81. 74 El ciclo de películas «El Estado Híbrido» a cargo de Coco Fuseo en 1991 era un programa de «historia paralela», un proyecto interdisciplinario de un año de duración producido por Exit Art y dirigido por Jeanette Ingberman y Papo Cob. 75 Para una explicación sobre Malinche y sus implicaciones para la identidad chicana contemporánea, véase Norma Alarcón, «Traddutora, Traditora: A Paradigmatic Figure of Chicana Feminism», reimpreso en Inderpal Grewal y Caren Kaplan (comps.), Scattered Hegemonies,

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(1982), de Gabriel Retes, alude al recuerdo de Guadalupe en su historia sobre la represión de tipo inquisitorial practicada contra los pueblos indígenas de México. En el filme, la conversión forzada viene de la mano de violaciones, tortura y asesinato, todo presidido por sacerdotes. A los indígenas como a los judíos conversos, se les obliga a fingir lealtad a la religión católica. La resistencia adquiere forma artística, visual; literalmente esconden sus deidades detrás o dentro de los santos católicos. El clímax del filme implica la «milagrosa» aparición de una virgen mestiza —una clarísima referencia a la Virgen de Guadalupe— modelada por un pintor indígena a quien la Iglesia tiene sometido a presión. El filme da a entender que la conversión en masa de los indígenas al cristianismo viene precedida por la mendacidad y la manipulación, y que el sincretismo indígena es parte de una táctica de la supervivencia cultural.

Por otra parte, en los Estados Unidos, la historia de Pocahontas se lee oficialmente como un ejemplo de una noble salvaje que se sacrifica para rescatar al objeto (blanco) de su amor de la barbarie de su propia tribu, una lectura que excluye la narrativa de violación, destrucción cultural y genocidio. Sin embargo, algunas «comunidades interpretativas» de indígenas americanos leen la historia de Pocahontas no como un romance sino como una historia de supervivencia, donde el hijo de Pocahontas es una figura crucial en el significado de la historia.76 Pocahontas aprende el modo de comportarse de los ingleses para ser una embajadora de su comunidad y así poder rescatarla. Así pues, la controvertida cuestión de la valencia de historias de mezcla racial tiene implicaciones para las identidades de la comunidad contemporánea. La lectura de la mezcla como una elección simple para el indígena codifica implícitamente una narrativa occidentalizante triunfalista, mientras que la lectura de la mezcla como estrategia de supervivencia señala una historia de colonización.

El sincretismo es también lingüístico. Así, el inglés del Nuevo Mundo que ya sincretiza sus fuentes latina y germánica se enriquece más con palabras y expresiones de origen indígena y africano. Pero el sincretismo lingüístico también atraviesa el poder. El punto de partida de la película de Ruiz Het Dak Van de Walvis (1981), por ejemplo, fue el hecho de que algunas tribus de Chile, debido al traumático recuerdo del genocidio, hablaban sus propias lenguas sólo entre sus habitantes y nunca delante de un europeo. La fábula resultante trata sobre la visita de un antropólogo francés a los últimos sobrevivientes de una tribu de la Patagonia cuya lengua ha resistido todo intento de interpretación. El filme utiliza francés, inglés, alemán, español, holandés y la lengua inventada de los indios de la Patagonia. En un momento dado, el antropólogo descubre que la misteriosa lengua indígena consiste de una sola frase; no importa lo que se les diga, los indígenas siempre responden yamas guían. Cuando el antropólogo descubre más tarde que los indios cambian de nombre cada mes e inventan una nueva lengua cada día, vuelve a Europa desesperado. En este caso, rehusar el diálogo se convierte en una manera de resistir. No dejar que el antropólogo consiga interpretar su lengua se convierte en un arma de los débiles contra la hibridación no dialógica.

Las connotaciones sobre el poder de la naturaleza del sincretismo ocurren incluso en áreas tan inocuas como la música y la cocina. Bajo los regímenes de esclavos del Nuevo Mundo, los instrumentos musicales africanos (especialmente los tambores, que estaban asociados con rebeliones) fueron prohibidos explícitamente —un hecho que parece más remoto hoy en día cuando los instrumentos africanos se han convertido en parte habitual de los grupos pop—. El sincretismo culinario, del mismo modo, podría parecer a primera vista un asunto relacionado con el placer de degustar alimentos, pero los conflictos políticos también pueden afectar a la comida y despertar recuerdos culturales traumáticos. La Inquisición identificaba a los judíos sefardíes conversos a través de la presencia doméstica de unos coladores para la sangre de la carne o a través de costumbres como no mezclar leche con productos cárnicos. Así, las costumbres culinarias respecto a la carne del kasher/taref judío y del halal/haram (permitido/prohibido) musulmán que no permiten mezclar ciertas prácticas culinarias y religiosas estaban controladas por quienes eran ajenos a ellas.

La hibridación no siempre existe a un nivel consciente. Estudios recientes del Southwest Jewish Archives señalan que hay tradiciones judías sefardíes reprimidas que permanecen vivas incluso en familias méxicoamericanas católicas de Texas y Nuevo México, aunque los miembros de las familias no sean conscientes de los orígenes de esos rituales. No entienden por qué sus abuelas hacen pan sin levadura llamado «pan semita» o por qué sus abuelos del campo matan un cordero en primavera y derraman su sangre en la entrada de la casa. La película Last Marranos (1990), por otra parte, relata la cultura de judíos conversos portugueses

Minneapolis, University of Minnesota Press, 1994; Gloria Anzaldua, «La Conciencia de la Mestiza: Towards a New Consciousness», en Gloria Anzaldua (comp.), Making Face, Making Soul, Haciendo Caras: Creative and Crítical Perspectives by Women of Color, San Francisco, Spinsters/Aunt Lute, 1987, págs. 377-389; Rachel Phillips, «Marina/Malin-che: Masks and Shadows», en Beth Miller (comp.), Women in Híspame Literature: Icons and Fallen Idols, Berkeley, University of California Press, 1983, págs. 97-114; Jean Franco, «On the Impossibility of Antigone and the Inevitability of La Malinche: Rewriting the National Allegory», en Jean Franco, Plotting Women: Gender and Representaron in México, Nueva York, Columbia University Press, págs. 129-146. 76 Rayna Green, «The Pocahontas Perplex: The Image of Indian Women in American Culture», en Ellen Carol Dubois y Vicki L. Ruiz (comps.), Unequal Sisters: A Multicultural Reader in U.S. Women 's History, Nueva York, Routledge, 1990; Beth Brant, «Grandmothers of a New World», Woman of Power, n° 16, primavera de 1990, págs. 4-47.

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contemporáneos que han estado ocultando su origen durante quinientos años. Asisten a misa y puertas afuera viven una vida de católicos, pero de puertas adentro encienden velas los viernes, cocinan matzah en la Pascua judía y dicen «Adonai» en vez de «Señor», dando lugar a una tradición judeocatólica sincrética, que celebra la Navidad, por ejemplo, como el «cumpleaños de Moisés». En la ausencia de textos en los que basarse, las ceremonias se convirtieron en tradición oral, pasaron poco a poco bajo control de las mujeres. Los intentos actuales por «rejudaizar» a los conversos resultan problemáticos porque, irónicamente, son vividos por los ancianos como una alteración de lo que, para ellos, aunque sea híbrida, es su forma tradicional de comportamiento.77

El terror cultural de la esclavitud racial generó formas religiosas de la diáspora africana influidas por el cristianismo y las religiones africanas: Santería, Umbanda, Vodun, Xangó, etc. Para los africanos del Nuevo Mundo, el sincretismo era un modo de ocultar sus propias prácticas religiosas bajo una fachada eurocristiana. Tanto las religiones indígenas como las africanas de América desarrollaron una cultura de camuflaje destinada a engañar al amo incorporando a los orixás africanos o las deidades indígenas en las prácticas cristianas. Transformaron la represión histórica en una afirmación de la cultura africana en la diáspora. La película de Dos Santos Amuleto de Ogum (1985) celebra Umbanda, la religión sincrética brasileña que combina elementos afrobrasileños (los orixás, las posesiones de espíritus) con el catolicismo, la Cabala y el espiritismo de Alain Kardec. Amuleto toma en cuenta los valores umbandistas sin explicarlos ni justificarlos al no iniciado. Se supone que el público va a reconocer la ceremonia que «cierra» el cuerpo del protagonista, para reconocer la protección de Ogum: el dios guerrero del metal y el símbolo, en Brasil, de la lucha por la justicia. A la vez, el filme no idealiza Umbanda: en la película un sacerdote trabaja por la liberación popular, mientras el otro es un glotón y un charlatán.

Una película como Amuleto, apunta la necesidad de algún tipo de esquema para trazar las diferentes relaciones de poder dentro del sincretismo. Desde el punto de vista del mestizaje, por ejemplo, la gama abarcaría dos extremos: la violación y las uniones voluntarias, y entre los dos, el matrimonio estaría diseñado para la asimilación o la movilidad social. La mezcla racial podría ser también una estrategia de supervivencia, ya que los grupos indígenas a veces aceptaban a los europeos en matrimonio para llenar los grupos en momentos de crisis demográficas. Desde el punto de vista de la religión, la gama iría desde las prácticas de tipo inquisitorial y la conversión forzosa en un extremo, a la aceptación voluntaria en el otro, con todo tipo de formas intermedias entre las dos: sincretismo afrocristiano de base (de abajo arriba) para ocultar la fe en los espíritus africanos, incorporación dirigida (de arriba abajo) con intenciones proselitistas (el sacerdote o pastor que añade tambores como acompañamiento a las canciones de la iglesia o que traduce la Biblia a las lenguas indígenas). Del mismo modo, el sincretismo de base estratégico puede adoptar la forma de apropiación selectiva de la cultura dominante (de ahí las lecturas antiesclavistas «subversivas» de la Biblia dentro de la cultura afroamericana) o una vida dual de participaciones paralelas (por la cual algunos grupos indígenas practicaron tanto la religión dominante como la propia tradición). Los sincretismos más igualitarios tienen que ver con lo que podría llamarse «sincretismo lateral», y se encuentra, por ejemplo en colaboraciones mutuamente enriquecedoras entre las diversas modalidades de música afrodiaspórica (volveremos a las manifestaciones artísticas de sincretismo en el capítulo «Las estéticas de las resistencias»).

Multiculturalismo policéntrico

Si la discusión de la teoría de la hibridación poscolonial ha sido restringida en su mayor parte al mundo universitario, los debates sobre la mezcla multiculturalista han tenido lugar en el foro más amplio de la prensa, la radio y la televisión. Mientras el discurso poscolonial normalmente se centra en situaciones fuera de los Estados Unidos, el multiculturalismo se ve a menudo como un debate específicamente americano. En el contexto norteamericano, el multiculturalismo ha catalizado una serie de respuestas políticas, cada una con sus metáforas favoritas, muchas de ellas culinarias: crisol, el cocido étnico, el revoltillo, la bullabesa, la ensaladilla, etc. Para los neoconservadores, el multiculturalismo es la palabra que representa «la oposición de izquierdas» y la «gente de color», dos chivos expiatorios ideales ahora que la guerra fría ha terminado. Los neoconservadores prefieren una imagen de pureza y de «niveles aceptables», de fortalezas medievales defendidas contra el asedio bárbaro. Los militantes nacionalistas, por su parte, prefieren originales metáforas de raíces, fuentes culturales de las que beben, y consideran el multiculturalismo ambivalente algo en que pueden participar los círculos oficiales y también un instrumento estratégico para el cambio y la regeneración nacional. Los liberales, finalmente, invocan una «diversidad» amable que aparece en los folletos de publicidad de las universidades, pero que rechaza las tendencias antieurocéntricas de versiones más radicales del multiculturalismo. Planteando el ideal de «daltonismo racial», los liberales prefieren metáforas que evoquen un pluralismo inocuo: metáforas de artesanía como «hermoso mosaico» o culinarias como la «experiencia smorgasbord».

77 Véase Ella Shohat, «Staging the Quincentenary: The Middle East and the Americas», Third Text, n° 21, invierno de 1992-1993.

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El concepto de «multiculturalismo», pues, está abierto polisémicamente a varias interpretaciones y sujeto a los embates de diversas tendencias políticas; se ha convertido en una palabra vacía de significado en la que diversos grupos proyectan sus esperanzas y sus temores. En la versión más frecuente, degenera fácilmente en un pluralismo de imagen decretado por el estado o por una empresa del tipo United-Colors-of-Benetton por el cual el poder establecido promociona la «oferta del mes» étnica con intenciones ideológicas o comerciales.

Para nosotros, la palabra «multiculturalismo» no tiene esencia; señala un debate. Conscientes de su ambigüedad, nos gustaría poder contar con ella para hacer una crítica radical de las relaciones de poder y convertirla en grito de un intercomunitarismo recíproco y más sustantivo (si el término no sirve para esta función debería ser abandonado). En buena parte de la discusión sobre el multiculturalismo falta la idea de relacionalidad étnica y responsabilidad de la comunidad. Los neoconservadores acusan a los multiculturalistas de separar a las gentes, de balcanizar el país, de destacar lo que divide a la gente en lugar de señalar lo que les une, de crear comunidades «étnicas» que forman enclaves sellados herméticamente, cada uno con su milicia simbólica o real (las imágenes televisivas de los conflictos en Sudáfrica y la ex Yugoslavia, por no decir en Los Ángeles o Nueva York, refuerza tales miedos). Nadie reconoce que la distribución desigual del poder genera en sí misma violencia y divisiones; se ignora que el multiculturalismo ofrece una visión de las relaciones sociales más igualitaria. Un multiculturalismo radical, según nuestro punto de vista, tiene menos que ver con artefactos, cánones y representaciones que con las comunidades que hay «detrás» de los artefactos. En este sentido, un multiculturalismo cultural reclama una reestructuración profunda y una reconceptualización de las relaciones de poder entre las comunidades culturales. Rechazando un discurso fragmentador-guetizante, hermana comunidades minoritarias, y desafía la jerarquía que hace que unas comunidades sean «minoritarias» y otras «mayoritarias» y «normativas» Así, lo que los neoconservadores en realidad encuentran amenazante sobre las formas más radicales de multiculturalismo es el reagrupamiento político e intelectual por el que distintas «minorías» se convierten en una mayoría que quiere algo más que se le «tolere» formar coaliciones intercomunitarias activas.78

Los asuntos relacionados con el multiculturalismo, el colonialismo y la raza deben discutirse «en relación». Ni las comunidades, ni las sociedades, ni las naciones, ni siquiera los continentes existen de manera autónoma, sino en una red de relacionalidad densamente tejida. Las comunidades sociales y sus manifestaciones «dialogan» las unas con las otras; son «conscientes de la existencia de la otra y se reflejan la una a la otra» dentro del espacio común de la esfera de la comunicación hablada.79 La diversidad racial y nacional es por lo tanto fundamental para cada manifestación, incluso la que superficialmente ignora o excluye a los grupos con los que está en relación. Este acercamiento dialógico es en este sentido profundamente antisegregacionista. Aunque la segregación puede estar impuesta temporalmente por un acuerdo sociopolítico, nunca puede ser absoluta, especialmente en el ámbito de la cultura. Todas las manifestaciones tienen lugar inevitablemente sobre un fondo de posibles respuestas de otros puntos de vista étnicos y sociales.

Nos gustaría distinguir, por tanto, entre un pluralismo participativo, marcado en su nacimiento por sus raíces históricas en las desigualdades sistemáticas de la conquista, la esclavitud y la explotación80 y lo que vemos más como un multiculturalismo policéntrico radical y relacional. La idea de policentrismo, a nuestro modo de ver, engloba al multiculturalismo. Implica una reestructuración de las relaciones intercomunitarias dentro y más allá de la nación-estado según los imperativos internos de diversas comunidades.81 Dentro de una visión policéntrica, el mundo tiene muchos centros culturales dinámicos y muchas posiciones estratégicas posibles. El énfasis en el «policentrismo», para nosotros, no está en los puntos de origen principales o espaciales sino en el campo del poder, de la energía y de la lucha. «Poli», para nosotros, no se refiere a una lista finita de centros de poder sino que introduce un principio sistemático de diferenciación, relacionalidad y unión. No se debe favorecer epistemológicamente a ninguna comunidad o parte del mundo, sea cual sea su poder político o económico

El multiculturalismo policéntrico difiere del pluralismo liberal de las siguientes maneras. Primero, a diferencia del discurso pluralista-liberal de los universales éticos — libertad, tolerancia, caridad —, el multiculturalismo policéntrico considera toda la historia cultural en relación al poder social. El multiculturalismo policéntrico no es sobre «la hipersensibilidad» hacia otros grupos; es sobre la dispersión-repartición del poder, sobre dar poder a los que no tienen, sobre transformar los discursos y las instituciones que requieren subordinación. El multiculturalismo policéntrico exige cambios no sólo en las imágenes sino en las relaciones de poder. En segundo lugar, el multiculturalismo policéntrico no predica una pseudoigualdad de todos los puntos de vista; está del lado de los que están mal representados, los marginados y los oprimidos. En tercer lugar, mientras el pluralismo se basa en la premisa de un orden de culturas jerárquico y establecido y es acumulativo a

78 La palabra «intercomunitarismo», por lo que sabemos, la usaron primero Huey Newton y los Black Panthers (Panteras Negras). 79 M. M. Bakhtin, «The Problem of Speech Genres», en Speech Genres and Other Late Esssays, Austin, University of Texas, 1986, pág. 91. 80 Véase Y. N. Kly, The Anti-Social Contract, Atlanta, Ga., Clarity Press, 1989. 81 Samir Amin habla de policentrismo económico de manera parecida en su libro Delinking: Towards a Polycentric World, Londres, Zed, 1985.

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regañadientes — «permite» de forma benévola que otras voces se añadan a la ideología mayoritaria —, el multiculturalismo policéntrico es festivo. Piensa e imagina «desde la periferia» y ve comunidades minoritarias no como «grupos de intereses» que deben añadirse a un núcleo preexistente sino como participantes generativos, activos, en el centro mismo de una historia conflictual y compartida. En cuarto lugar, el multiculturalismo policéntrico le da una «ventaja epistemológica» a quienes se han visto empujados por circunstancias históricas a lo que W. B. Du Bois ha llamado «doble consciencia», a quienes se ven obligados a negociar los «márgenes» y el «centro» (o los muchos márgenes y muchos centros), pues de ese modo quedan mejor situados para «deconstruir» los discursos restringidamente nacionales o dominantes. En quinto lugar, el multiculturalismo policéntrico rechaza un concepto de identidades (o comunidades) que sea esencialista, fijo y unificado como conjuntos consolidados de costumbres significados y experiencia. Por el contrario, ve las identidades como múltiples, inestables, históricamente situadas, productos de identificaciones polimorfas y diferenciación que siguen ocurriendo.82 En sexto lugar, el multiculturalismo policéntrico supera las estrechas definiciones de política de identidad, y abre el camino para afiliaciones basadas en identificaciones y deseos sociales compartidos. En séptimo lugar, el multiculturalismo policéntrico es recíproco, dialógico; considera que todos los actos de intercambio cultural o verbal ocurren no entre individuos o culturas marcadamente discretos sino entre comunidades e individuos cambiantes y permeables. Dentro de la lucha por la hegemonía y la resistencia que está teniendo lugar, cada acto de interlocución cultural cambia a los dos interlocutores (así, usaremos el término «multiculturalismo» en el sentido más radical que hemos descrito aquí).

82 Para encontrar un punto de vista similar, véase Joan Scott, «Multiculturalism and trie Politics of Identity», October, n" 61, verano de 1992 y Stuart Hall, «Minimal Selves», en Identity: The Real Me, Londres, ICA, 1987.