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DOM PROSPERO GUERANGER AliAD E S L E S ME S • ' « A , /j - EL AÑO LITURfilCO <-• J' PRIMERA EDICION ESPAÑOLA TRADUCIDA Y ADAPTADA PARA LOS PAISES HISPANO-AMERICANOS POR LOS MONJES DE SANTO DOMINGO DE SILOS III EL TIEMPO CON UN SUPLEMENTO PARA 1  9  s EDICIONES DIEQO DE SILOE, 18 BURGOS

3 Tiempo Pascual Gueranger

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D O M P R O S P E R O G U E R A N G E R
AliAD E S LESMES
• ' «A ,/j-
EL A Ñ O L IT U R f ilC O
<-• J'
HISPANO-AMERICANOS POR LOS MONJES DE
SANTO DOM INGO DE SILOS
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CON UN SUPLEMENTO PARA
DIEQO DE S ILOE, 18
BURGOS
Xih ¡ l ohK ta t :
F R . F R A N C I S C U S S A N C H H Z , O. S . B.
Cennor ordinis
I m p r i m í p o t e s t :
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Abbas  Silensis
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M l i i l « h s t a t :
D R . J O S Í B R A V O
C e n s o r
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P o r m a n d a d o
d e S u E x c i a . K v d m a . e l A r z o b i s p o , m i S e ñ o r ,
D R . M A R I A N O B A R R I O C A N A I.
Can. - Secr . ¡
PRINTED IN SPAIN
 
E L TI E M P O P A S C U A L
C A P I T U L O P R I M E R O
H I S T O R I A D E L T I E M P O P A S C U A L
D E F I N I C I Ó N D E L T I E M P O P A S C U A L . — S e d a e l
nombre de
  Tiempo pascual
te del
  Año litúrgico
hacia la cual converge el Ciclo completo. Se com-
prenderá esto fácilmente, si se considera la gran-
deza de la ñesta de Pascua, que la antigüedad
cristiana embelleció con el nombre de   Fiesta
de las fiestas, Solemn idad, de las solemnidades,
a la manera, nos dice San Gregorio Papa en
su Homilía sobre este gran día, que lo más augus-
to en el Santuario era llamado el
  Santo de los
  Cantar de los can-
que se une con la Santa Iglesia. Ciertamente, en
el día de Pascua es cuando la misión del Verbo
encarnado obtiene el fin que estuvo anhelando
hasta entonces; en el día de Pascua el género
 
humano es levantado de su caída y entra en po-
sesión de todo lo que había perdido por el pe-
cado de Adán.
sangre de un precio infinito para nuestro rescate.
Mas en el día de la Pascua, no es ya una víctima
inmolada y vencida por la muerte, la que con-
templamos; es un vencedor que aniquila a la
muerte, hija del pecado, y proclama la vida, la
vida inmortal que nos ha conquistado. No es
ya la humildad de los pañales, ni los dolores de
la agonía y de la cruz; es la gloria, primero para
él, después para nosotros. En el día de Pascua,
Dios recupera, en el Hombre-Dios resucitado, su
obra primera: el tránsito por la muerte no ha
dejado en él huella ninguna, como tampoco la
dejó el pecado, cuya semejanza se había dignado
asumir el Cordero divino; y no es solamente él
quien vuelve a la vida inmortal; es todo el gé-
nero humano. "Así como por un hombre vino
la muerte al mundo, nos dice el Apóstol, por un
hombre debe venir también la resurrección de
los muertos. Y así como en Adán mueren todos,
así en Cristo todos serán vivificados"
L A P R E P A R A C I Ó N D E L A P A S C U A
. — A s í , p u e s , e l
aniversario de este acontecimiento constituye
cada año el gran día, el día de la alegría, el día
1   I Cor.,  X V , 21, 22.
 
 
por excelencia; a él converge todo el Año litúr-
gico y sobre él está fundado. Mas, como este día
es santo entre todos, ya que nos abre las puertas
de la vida celestial, donde entraremos resucita-
dos como Cristo, la Iglesia no ha querido luciera
sobre nosotros antes de que hubiésemos puri-
ficado nuestros cuerpos por el ayuno y corregido
nuestras almas por la compunción. Con este fin
instituyó la penitencia cuaresmal, y también nos
advirtió desde Septuagésima que habla l legado
el tiempo de aspirar a las alegrías serenas de la
Pascua y de disponernos a los sentimientos que
su venida debe despertar. Ya hemos terminado
esta preparación y el Sol de la Resurrección se
eleva sobre nosotros.
SANTIDAD DEL DOMINGO
. — Ma s no ba s t a f e s t e -
ja r el día solemne que contemp ló a Cristo -Luz
huyendo de las sombras del sepulcro; a otro ani-
versario debemos tributar el culto de nuestra
gratitud. El Verbo encarnado resucitó el primer
día de la semana, el día en que el Verbo increa-
do del Padre había comenzado la obra de la
creación, al sacar la luz del seno del caos y se-
pararla de las tinieblas, inaugurando así el pri-
mero de los días. Por tanto, en la Pascua nuestro
divino resucitado santifica por segunda vez el
domingo y desde entonces el sábado deja de ser
el día sagrado. Nuestra resurrección en Jesucris-
to, realizada en domingo, colma la gloria de este
primero de los días; el precepto divino del sábado
 
es abolido con toda la ley mosaica; y los Apósto-
les mandarán en lo sucesivo a todo fiel celebrar
como día sagrado el primer día de la semana, en
el que la gloria de la primera creación se une
a la de la divina regeneración.
FE CH A DE LA F IESTA DE PAS CU A . — L a r e s u r r e c -
c ión del Hombre-Dios real izada en demingo, pe-
dia no se la solemnizase anualmente en otro
día de la semana. De aquí la necesidad de se-
parar la Pascua de los cristianos de la de los
judíos que, f i jada de modo irrevocable en el ca-
torce de la luna de marzo, aniversario de la sa-
lida de Egipto, caía sucesivamente en cada uno
de los días de la semana. Esta Pascua no era
más que una figura; la nuestra es la realidad
ante la cual la sombra desaparece. Era necesa-
rio, pues, que la Iglesia rompiese este último
lazo con la sinagoga, y proclamase su emancipa-
ción celebrando la más solemne de las fiestas
un día que no coincidiese nunca con aquel en
que los judíos celebrasen su Pascua, en lo suce-
sivo estéril de esperanzas. Los Apóstoles deter-
minaron que desde entonces la Pascua para los
cristianos no sería ya el catorce de la luna de
m arzo, aun c uan do ese día cayese en do m ingo,
sino que se celebraría en todo el universo el do-
mingo siguiente al día en que el calendario ca-
ducado de la sinagoga continuaba colocándola.
Con todo, en consideración al gran número
de judíos que habían recibido el bautismo y que
 
formaban entonces el núcleo de la Iglesia cris-
tiana, para no herir su sensibilidad, se deter-
minó que se aplicase con prudencia y paulati-
namente la ley relativa al día de la nueva
Pascua. Además, Jerusalén no tardaría en su-
cumbir debajo de las águilas romanas, según el
vaticinio del Salvador; y la nueva ciudad que se
levantaría sobre sus ruinas y que albergaría a
la colonia cristiana, tendría también su Iglesia,
pero una Iglesia completamente disgregada del
elemento judaico, que la justicia divina había
visiblemente reprobado en aquellos mismos lu-
gares. La mayor parte de los Apóstoles no tuvie-
ron que luchar contra las costumbres judías en
sus predicaciones en tierras lejanas, ni en la fun-
dación de las Iglesias que establecieron en tantas
regiones, aun fuera de los límites del imperio ro-
mano; sus principales conquistas las hacían en-
tre lós gentiles. La Iglesia de Roma, que llegaría
a ser Madre y Maestra de todas las demás, jamás
conoció otra Pascua que aquella que hermana
al domingo el recuerdo del primer día del mundo
y la memoria de la gloriosa resurrección del Hijo
de Dios y de todos nosotros, que somos sus m ie m -
bros.
L A C O S TU M B R E DE A S I A M E N O R . — U n a s o l a
provincia de la Iglesia, el Asia Menor, rehusó
largo tiempo asociarse a este acuerdo. San Juan,
que pasó muchos afios en Efesó y terminó allí
 
su vida, creyó no debía exigir, de los numerosos
cristianos que de las sinag oga s ha bía n pa sado a la
Iglesia en aquellas regiones, el renunciamiento
a la costuftibre judía en la celebración de la
Pascua; y los ñeles salidos de la gentilidad que
fueron a acrecentar la población de aquellas f lo-
recientes cristiandades, l legaron a apasionarse
con exceso en la defensa de una costumbre que
se remontaba a los orígenes de la Iglesia del
Asia Menor. Como consecuencia, al correr de los
años, esta anomalía degeneraba en escándalo;
al lí se aspir ab an efluvios juda izante s y la un idad
del culto cristiano sufría una divergencia que
impedía a los fieles vivir unidos en las alegrías
de la Pascua y en las santas tristezas que la
preceden.
desde el año 185, puso toda su solicitud sobre
este abuso y creyó que había llegado el momento
de hacer triunfar la unidad exterior sobre un
punto tan esencial y tan central en el culto cris-
tiano. Anteriormente, con el Papa San Aniceto,
hac ia el año 150, la Sede Apo stólica ha bía in -
tentado, por medio de negociaciones amistosas,
atraer las Iglesias de Asia Menor a la práctica
universal; no fué posible triunfar sobre un pre-
juicio fundado en una tradición conceptuada
como inviolable en aquellas regiones. San Víc-
tor creyó tendría más éxito que sus predece-
 
testimonio unánime de todas las Iglesias, ordenó
se reuniesen concilios en los diversos países en
que el Evangelio había penetrado, y se exami-
nase en ellos la cuestión de la Pas cu a. L a u n a -
nimidad fué perfecta en todas partes; y el his-
toriador Eusebio, que escribía siglo y medio
después, atestigua que todavía en su tiempo se
guardaba el recuerdo de las decisiones que ha-
bían tomado en esta encuesta, además del con-
cilio de Roma, los de las Galias, de Acaya, del
.Ponto, de Palestina y de Osrhoena en Mesopo-
tamia. El concilio de Efeso, presidido por Polí-
crato, obispo de aquella ciudad, resistió solo a
las insinuaciones del Pontífice y al ejemplo de
la Iglesia Universal.
podía tolerarse por más tiempo, publicó una sen-
tencia por la que separaba de la comunión de
la Santa Sede las Iglesias refractarias del Asia
Menor. Esta pena severa, que no se imponía por
parte de Roma sino después de prolongadas ins-
tancias encaminadas a extirpar los prejuicios
asiáticos, excitó la conm iseración de m ucho s o bis-
pos. San Ireneo, que ocupaba entonces la silla
de Lyon, intercedió ante el Papa, en favor de
dichas Iglesias, que no habían pecado, según él,
sino por falta de luces; y obtuvo la revocación
de una medida cuyo rigor parecía desproporcio-
nado con la falta. Esta indulgencia produjo su
efecto: al siglo siguiente, San Anatolio, obispo
 
de Laodicea, atestigua en su l ibro sobre la Pas-
cua, escrito en 276, que las Iglesia s del Asia M e -
nor se habían adaptado analmente, desde hacia
algún tiempo, a la práctica romana.
L A O B R A DE L C O N C I L I O DE N I C E A . — P o r u n a c o -
incidencia extraña, hacia la misma época, las
Iglesias de Siria, de Cilicia, y de Mesopotamia
dieron el escándalo de una nueva desaveniencia
en la celebración de la Pascua. Dejaron la cos-
tumbre cristiana y apostólica, para adoptar el
rito judío del catorce de la luna de marzo. Este
cisma en la liturgia, afligió a la Iglesia; y uno
de los primeros cuidados del concilio de Nicea
fu é pro m ulg ar la obligación universal de c e-
lebrar la Pascua en domingo. El decreto resta-
bleció la unanimidad; y los Padres del concilio
ordenaron "que sin controversia, los hermanos
de Oriente solemnizasen la Pascua en el mis-
mo día que los romanos, los alejandrinos y to-
dos los demás fieles" '. La cuestión parecía tan
grave por su conexión con la esencia misma de
la l iturgia cristiana, que San Atanasio, resumien-
do las razones que habían impulsado la convoca-
toria del concilio de Nicea, asigna como motivos
de su reunión la conden ación de la he re jía a rr ia -
na y el restablecimiento de la unión en la so-
lemnidad de la Pascua
2
 
13
El concilio de Nicea r eg lam en tó tam bién >que
el obispo de Alejandría fuese el encargado de
mandar hacer los cálculos astronómicos que ayu-
dasen cada año a determinar el día preciso de la
Pascua, y que enviase al Papa el resultado de
los descubrimientos realizados por los sabios de
aquella ciudad, tenidos por los más certeros en
sus cómputos. El Pontífice romano dirigiría des-
pués a todas las Iglesias cartas en que intimase
la celebración uniforme de la magna fiesta del
cristianismo. De este modo, la unidad de la Igle-
sia se trasparentaba por la unidad de la liturgia;
y la Silla apostólica, fundamento de la primera,
era al mismo tiempo el medio para la segunda.
Además, ya antes del concilio de Nicea, el Pon-
tífice romano tenía como costumbre dirigir cada
año a todas las Iglesias una encíclica pascual
en que señalaba el día en que debía celebrarse
la solemnidad de la Resurrección. Así nos lo
muestra la carta sinodal de los Padres del con-
cilio de Arlés, en 314, dirig ida al pap a S an S il -
vestre. "En primer lugar, dicen los Padres, pe-
dímos que la observación de la Pascua del Señor
sea uniforme en cuanto al tiempo y en cuanto al
día,  en todo el mundo,  y que dir ijáis a todos ca r-
tas para este fin,
1
cia de medios astronómicos acarreaba perturba-
ciones en la manera de computar el día de la
Pascua. Es verdad que dicha fiesta quedó defi-
nitivam ente f ijada en dom ingo; nin gu na Iglesia
se permitió en adelante celebrarla en el mismo
día que los judíos; mas, por desconocer la fecha
precisa del equinoccio de primavera, sucedía que
el día propio de la solemnidad variaba algunos
años según los lugares. Paulatinamente fué des-
cartándose la regla que había dado el concilio de
Nic ea de conside rar el 21 de m arzo como el día
del equinoccio. El calendario exigía una reforma
que nadie estaba prep arad o pa ra real izar ; se m ul-
tiplicaban los calendarios en contradicción los
unos con los otros, de manera que Roma y Ale-
jandría no siempre l legaban a entenderse. Por
este motivo, de tiempo en tiempo, la Pascua se
celebró sin la unanimidad absoluta que el con-
cil io de Nicea había procurado; pero se procedía
de buena fe por ambas partes.
LA REFORMA DEL CALENDARIO . — O c c i d e n t e s e
agru pó en torno de Rom a, que terminó por tr iu n-
far de algunas oposiciones en Escocia y en Irlan-
da, cuyas Iglesias se habían dejado extraviar
por ciclos erróneos. Finalmente la ciencia hizo
adelantos considerables en el siglo xvi, y permi-
t ió a Gregorio XII I emprender y terminar la re-
forma del calendario. Se trataba de restablecer el
equinoccio en el 21 de m arzo, con form e a la d is-
posición del concilio de Nicea. Por una bula del
 
24 de febrero de 1581, el Pontífice tomó esta me-
dida suprimiendo diez días del año siguiente, del
4 al 15 de octubre; de este modo restablecía la
obra de Julio César, que en su tiempo también
había tomado medidas acertadas sobre las com-
putaciones astronómicas. Pero la Pascua era la
idea fundamental y e l f in de la reforma implan-
  tad a por Greg orio X II I . Los recuerdos del co n-
ci l io de Nicea y sus normas dominaban siempre
sobre esta cuestión capital del año litúrgico; y
así, una vez más, el Romano Pontíf ice señalaba
la celebración de la Pascua al universo, no sólo
por un año, sino por largos siglos.
Las naciones herejes experimentaron, a su
pesar, la autoridad divina de la Iglesia en esta
prom ulgación solemne que inf luía a l mismo t iem -
po en la vida religiosa y en la civil; y protes-
taron contra el calendario como habían protes-
tado contra la regla de la fe. Inglaterra y los
Estados luteranos de Alemania prefirieron con-
servar aún mucho tiempo el calendario erróneo
que la ciencia rechazaba, antes que aceptar de
manos de un papa una reforma reconocida por
el mundo como indispensable. Hoy es Rusia la
única nación europea que, por odio a la Roma
de San Pedro, persiste en tener su calendario
retrasado diez o doce días respecto del que se
usa en el mundo civilizado.
H E C H O S M I L A G R O S O S . — T o d o s e s t o s p o r m e n o -
res, que damos en síntesis, muestran la gran
 
de la Pascua; y el cielo ha manifestado más de
una vez con prodigios que no le era indiferente
esta sagrada fecha. En la época en que la con-
fusión de ciclos y la imperfección de medios as-
tronómicos ponían tanta incertidumbre sobre la
fecha exacta del equinoccio de primavera, en
ciertas ocasiones los hechos milagrosos suplie-
ron las indicaciones que ni la ciencia ni la auto-
ridad podían suministrar con certeza. Pascasino,
obispo de Lilibea en Sicilia, atestigua en carta di-
rigida a San León Magno en 444, que, en el ponti-
ficado de San Zósimo, siendo cónsul Honorio por
undécima vez y Constancio por la segunda, una
intervención celestial vino a revelar el auténtico
día de la Pascua en una población humilde y
religiosa. En un paraje olvidado de Sicilia se es-
condía entre montañas inaccesibles y espesos
bosques u n a alde a llamada^ M eltin a. Su iglesia
era de las más pobres, pero Dios se abajó hasta
ella en su bondad; porque cada año, durante la
noche pascual, en el momento en que el sacer-
dote se dirigía hacia el baptisterio para bendecir
el agua, la fuente sagrada se encontraba mila-
grosamente l lena, sin que hubiese ningún canal,
ni otra fuente próxima que la al imentase. Ter-
desaparecía por sí misma y la pila quedaba seca.
Ahora bien, en el año referido sucedió que, ha-
biéndose reunido el pueblo durante la noche que,
 
17
tisterio, se vio la pila seca sin agua. Los cate-
cúmenos esperaron en vano la presencia del l í -
quido por el cual se les debía conferir la rege-
neración, y se retiraron al amanecer del día. El
22 de abril siguiente, el diez antes de las calendas
de mayo, la fuente apareció l lena hasta los bor-
des, atestiguando que este día era la verdadera
Pascua para aquel año.
fin idéntico, la noche de Pascua, en Lucania, cer-
ca de la pequeña isla de Leucotea, en un lugar
l lamado Marci l ianum. Había a l l í una gran fuen-
te que se había escogido para la administración
del bautismo en la noche de Pascua. Apenas el
sacerdote había comenzado las solemnes preces
de la bendición debajo de la bóveda natural que
cubría dicha fuente, cuando el agua, como que-
riendo tener parte en los transportes de la ale-
gría pascual, creció en el estanque; de manera
que si antes se elevaba hasta la quinta grada,
ahora se la veía subir hasta la séptima, como
anticipándose a las maravil las de la gracia, de
que el la iba a ser instrumento; mostrando Dios
de este modo que la misma naturaleza insensible
puede asociarse, cuando él lo permite, a las san-
tas alegrías del más grande de los días del año
' C a s i o d o r o :
  Variarum,
 
San Gregorio de Tours habla de una fuente
que existía en su tiempo en cierta iglesia de An-
dalucía, en un lugar l lamado Osen, en la que
ocurría un hecho milagroso que servía también
para comprobar e l verdadero día de Pascua. To-
dos los años el obispo se dirigía con su pueblo
a esta iglesia el Jueves santo. El seno de la fuen-
te tenía forma de cruz y estaba adornado de
mosaicos. Se comprobaba si estaba enteramente
seca; y después de algunas preces todos salían
de la iglesia, y el obispo cancelaba la puerta
con su sello. El Sábado santo el obispo volvía
rodeado de su pueblo; se abrían las puertas des-
pués de haber verificado la integridad del sello,
y, al entrar en el recinto sagrado, contemplaban
la fuente colmada de agua hasta por encima de
la superficie del suelo, sin que jamás se desbor-
dase. El obispo pronunciaba los exorcismos sobre
aquel la agua milagrosa y derramaba sobre e l la
el crisma. Luego se bautizaba a los catecúmenos;
y, cuando el sacramento había sido conferido a
todos, el agua desaparecía inmediatamente, sin
que se supiese adonde se iba
  1
mejantes. Juan Mosch habla, en el siglo vn, de
una fuente bautismal de Licia que se l lenaba de
agua cada año, la vigilia de la fiesta de Pascua;
mas permanecía los cincuenta días completos, y
 
Pentecostés
recordado las leyes de los emperadores cristia-
nos que prohibían los procesos civiles y crimi-
nales durante todo el curso de la quincena de
Pascua, es decir, después del domingo de Ramos
hasta la octava de la Resurrección. San Agustín,
en un sermón pronunciado en esta octava, ex-
horta a los fieles a extender a todo el resto del
año la suspensión de los procesos, querellas y
enemistades, que la ley civil quería suspender
al menos durante estos quince días.
EL DEBER DE LA COMUNIÓN. — L a I g l e s i a im po ne
a todos sus hijos la obligación de recibir la Sa-
grada Eucaristía en tiempo de Pascua; y este de-
ber se funda en la intención del Salvador, que,
aunque no fijó por sí mismo la época del año
en que los cristianos debían acercarse a este
augusto sacramento, dejó a su Iglesia el cuida-
do y la obligación de determinarla. En los pri-
meros siglos la comunión era frecuente, y aun
diaria según los lugares. Más tarde los fieles se
resfriaron con respecto a este divino misterio;
y vemos, según el canon 18 del concilio de Agda,
en 506, que en las Galias muchos cristianos ha-
blan decaído de su primitivo fervor. Se declaró
entonces que los seglares que no comulgasen en
Navidad, Pascua y Pentecostés, no serían consi-
1
 
derados como católicos. Esta disposición del con-
cilio de Agda se adoptó como ley casi general
en la Iglesia de Occidente. La encontramos en»
otros lugares en los reglamentos de Egberto,
arzobispo de York, y en el tercer concilio de
Tours. Con todo, en diversos lugares, vemos pres-
crita la comunión para los domingos de Cuares-
ma, para los tres últimos días de la Semana San-
ta, y para la fiesta de Pascua.
A principios del siglo   XII I , en el IV concilio
gen eral de Let rán , en 1215, la Iglesia, con side-
rando la tibieza que invadía constantemente a la
sociedad, determinó muy a pesar suyo que los
cristianos no estarían estrictamente obligados a
hacer más que una sola comunión al año, y que
esta comunión se haría en la Pascua. A fin de
hacer comprender a los fieles que esta condescen-
dencia es el límite máximo que puede concederse
a su negligencia, el santo concilio declara que a
aquel que osare infringir esta ley, se le podrá
prohibir la entrada en la iglesia durante toda su
vida, y priv arle de la sepultu ra eclesiástica de s-
pués de su muerte, como si él mismo hubiese
renunciado al lazo exterior de la unidad católi-
ca'. Estas disposiciones de un concilio ecumé-
nico muestran la gran importancia del deber que
con ellas se sancionaba; al mismo tiempo nos
1
  M ás ta rde , el papa E ug en io IV , en l a cons t i tuc i ón
  Fide
digna,  da da en e l año 1440, de c la ró qu e es ta com un ión anu al
pod ía hace rse desde e l domingo de Ramos has ta e l domingo
de
  Quasimodo
de una nación católica donde millones de cris-
tianos desafían cada año las amenazas de la
Iglesia su Madre, al rehusar someterse a un de-
ber cuyo cumplimiento constituye la vida de sus
almas, al mismo tiempo que es la profesión esen-
cial de su fe. Y cuando es necesario también
excluir del número de los que no se muestran
sordos a la voz de la Iglesia y vienen a sentarse
al festín pascual, a aquellos para los cuales la
penitencia cuaresmal es como si no existiese,
hay que temer e inquietarse por la suerte de ese
pueblo si algunos indicios no vienen de tiempo
en tiempo a levantar las esperanzas, y a pro-
meter un futuro de generaciones más cristianas
que la nuestra.
RITOS LITÚRGICOS
. — E l pe r íod o de c in cu en ta
días que separa la fiesta de Pascua de la de Pen-
tecostés ha sido constantemente objeto de res-
peto particular en la Iglesia. La primera semana,
consagrada principalmente a los misterios de la
Resurrección, debía ser celebrada con esplen-
dor especial; pero el resto de los cincuenta días
no dejó de tener también sus honores. Además
de la alegría que distingue a toda esta parte del
año, y cuya expresión es el   Aleluya,  la tradición
cristiana asigna dos usos al tiempo pascual que
le diferencian del resto del año. El primero es la
abolición del ayuno durante los cuarenta días:
es la extensión del precepto antiguo que prohibe
 
el ayuno el domingo; todo este gozoso período
debía ser considerado como un solo y único do-
mingo. Las Reglas religiosas, aun las más auste-
ras, de Oriente y de Occidente aceptaron esta
práctica.
vado l iteralmente en la Iglesia de Oriente, con-
siste en no doblar las rodillas en los oficios de
Pascua a Pentecostés. Nuestros usos occidentales
han modificado esta costumbre, que se observó
entre nosotros durante muchos siglos. La Iglesia
latina admitió después de mucho tiempo la ge-
nuflexión en la misa durante el tiempo pascual;
y los únicos vestigios que ella ha conservado de
la antigua disciplina en esto, se han hecho casi
imperceptibles a los fieles que no están familia-
rizados con las rúbricas del servicio divino.
Así, pues, el tiempo pascual es todo él como
una f iesta continuada; ya lo proclamaba Tertu-
liano en el siglo ni, cuando, al reprochar a cier-
tos cristianos sensuales el sentimiento que expe-
r imentaban de haber renunciado por su bautis -
mo a tantas f iestas como ilustraban el año paga-
no, les decía: "Si amáis las fiestas, también las
encontráis entre nosotros: no fiestas de un solo
día, sino de muchos. Entre los paganos la fiesta
se celebra una sola vez al año; para vosotros
ahora cada ocho días es fiesta. Reunid todas las
solemnidades de los gentiles, no llegaréis a la
cincuentena de nuestro Pentecostés" ' . San Am-
 
HIS TO RIA DEL T IEMP O PASCU AL 23
brosio, escribiendo a los fieles sobre este mismo
tema hace la siguiente observación: "Si los ju-
díos, no contentos con su sábado semanal, cele-
bra n otro sába do que se pro long a d ura nte todo
un año, ¡cuánto más debemos nosotros hacer
pa ra hon rar la Resurrección del Señ or Po r esto
nos han enseñado a celebrar los cincuenta días
de Pentecostés como parte integral de la Pas-
cua. Son siete semanas completas, y la fiesta de
Pentecostés da comienzo a la semana octava.
Durante estos cincuenta días la Iglesia suspen-
de el ayuno, como en el domingo, en que el Se-
ñor resucitó; y todos estos días son como un
solo y mismo domingo" ' .
 
C A P I T U L O I I
M I S T I C A D E L T I E M P O P A S C U A L
C O R O N A C I Ó N D E L A Ñ O L I T Ú R G I C O . — D e t o d a s l a s
estaciones del Año litúrgico, el Tiempo pascual,
es ciertamente el más fecundo en misterios; más
aún: puede decirse que este tiempo es el culmen
de toda la mística de la liturgia en el período
anual. Quien tenga la dicha de entrar con ple-
nitud de espíritu y de corazón en el amor y en
la inteligencia del misterio pascual, ha llegado
a la medula misma de la vida sobrenatural; y por
esta razón, nuestra Madre la Santa Iglesia, aco-
modándose a nuestra flaqueza, nos propone de
nuevo cada año esta iniciación. Todo lo que ha
precedido no es más que la preparación; la es-
pera del Adviento, las alegrías del tiempo de Na-
vidad, los graves y severos pensamientos de Sep-
tuagésim a, la comp unción y la penitencia de C u a -
resma, el espectáculo desgarrador de la Pasión,
toda esta gama de sentimientos y maravillas, no
han servido sino para l legar al término a que he-
mos llegado. Y a fin de hacernos comprender que
en la solemnidad pascual se trata del mayor in-
terés del hombre terrestre, Dios ha querido que
 
tés, que tienen un mismo fin, se ofreciesen a la
Iglesia naciente con un pasado que contaba ya
quince siglos: período incalculable que a la di-
vina Sabiduría no pareció demasiado prolongado,
para preparar, por medio de figuras, las grandes
realidades que nosotros poseemos ahora.
En estos días se juntan las dos grandes ma-
nifestaciones de la bondad de Dios para con los
hombres: la Pascua de Israel y la Pascua cris-
tiana; el Pentecostés del Sinaí y el Pentecostés
de la Iglesia; los símbolos concedidos a un solo
pueblo, y las verdades mostradas sin sombras a
la plenitud de las naciones. Mostrarem os pa rticu -
larmente la realización de las figuras antiguas
en las realidades de la nueva Pascua y Pente-
costés, el crepúsculo de la ley mosaica ilumina-
do por el día perfecto del Evangelio; mas ¿no nos
sentimos desde ahora impresionados de santo
respeto, al pensar que las solemnidades que ce-
lebramos cuentan ya más de tres mil años de
existencia, y que deben renovarse cada añ o h asta
que resuene la voz del ángel que clam ará : " Y a
no habrá más t iempo"
  (Apoc.,
las puertas de la eternidad?
L A PA SC UA DE LA ETERNIDAD. —   L a e t e r n i d a d
bienaventurada es la verdadera Pascua; y por
esta razón la Pascua terrena es la fiesta de las
fiestas, la Solemnidad de las solemnidades. El
género humano había muerto, estaba abatido
 
con la sentencia que le retenía en el polvo del
sepulcro; las puertas de la vida se le habían ce-
rrado. Mas he aquí, que el Hijo de Dios se levanta
del sepulcro y entra en posesión de la vida eter-
na; y no es él solamente el que ya no morirá; su
Apóstol nos enseña que "es el primogénito entre
los muertos"
re, pues, que nos consideremos ya como resuci-
tados con él y como en posesión de la vida eter-
na. Estos cincuenta días del tiempo pascual, nos
enseñan los Padres, son imagen de la bienaven-
turada eternidad. Están consagrados plenamente
a la alegría; está desterrada toda tristeza; y la
Iglesia no sabe decir nada a su Esposo sin mez-
clar el
  ese grito del cielo que resuena
sin fin en las calles y plazas de la Jerusalén ce-
lestial, como nos lo dice la liturgia
 1
vados de este cántico de admiración y de gozo;
sólo nos restaba morir con Cristo nuestra vícti-
ma; mas ahora que hemos salido del sepulcro
con él, y que no queremos morir en lo sucesivo
con la muerte que mata al alma y que hizo ex-
pirar sobre la cruz a nuestro Redentor, el   Ale-
luya,  vuelve a ser nuestro.
L A P A S C U A D E L A N A T U R A L E Z A . — L a s a b i d u r í a
providencial de Dios, que ha ordenado en plena
armonía la obra visible de este mundo y la obra
sobrenatural de la gracia, quiso colocar la resu-
1
 
27
que la misma naturaleza parece también resu-
citar del sepulcro. Los campos se visten de ver-
dor, la arboleda del bosque recobra su follaje, el
acento de las aves pone notas armoniosas en las
auras, y el sol, símbolo radiante de Jesucristo
triunfador, lanza torrentes de luz sobre la tie-
rra regenerada. En tiempo de Navidad, este as-
tro, abriéndose paso con premura entre las som-
bras que amenazaban extinguirle para siempre,
se muestra en armonía con el nacimiento del
Emmanuel, en el misterio de una noche profun-
da, envuelto en pañales de humildad; hoy, apro-
piándonos las palabras del salmista, "es un gi-
gante que se lanza a la carrera; y no hay cria-
tura que no se sienta reanimada por su vivifi-
cante calor".  (Sal.,  XVIII, 7.) Escuchad su voz
en el
vierno ha pasado, las lluvias han cesado; las
flores despuntan en nuestra tierra; se han oído
los arrullos de la tortolilla, la higuera arroja sus
NOBLEZA DEL DOMINGO. — H em os exp l i c ado en
el capítulo anterior por qué el Hijo de Dios quiso
escoger el domingo con preferencia a los demás
días, para triunfar de la muerte y proclamar la
vida. No podía mostrar más enérgicamente que
 
abriendo en su persona la inmortalidad al hom-
bre el día mismo en que había sacado la luz de
la nada. No solamente el aniversario de su resu-
rrección será en adelante el más grande de los
días; sino, cada semana, el domingo será también
una Pascua, un día sagrado. Israel festejaba por
orden de Dios el sábado, para honrar el reposo
del Señor después de los seis días de su obra; la
Santa Iglesia, que es la Esposa, se asocia tam bién
a la obra del Esposo. Ella deja pasar el sábado, el
día que su Esposo estuvo en el reposo del sepul-
cro; pero, iluminada de los esplendores de la Re-
surrección, consagra desde entonces a la con-
templación de la obra divina el primer día de la
semana, que vió sucesivamente salir de las som-
bras la luz material, primera manifestación de
la vida sobre el caos, y también a aquel que,
siendo el esplendor eterno del Padre, se dignó de-
cirnos: "Yo soy la luz del mundo."   (San Juan,
VIII, 12.)
con su sábado; a nosotros Cristianos nos basta
el octavo día, aquel que rebasa la medida del
tiempo; nos basta el día de la eternidad, el día
en que la luz ya no tendrá eclipses, ni se dará
con medida, sino que iluminará sin fln y sin
límites. Así hablan los santos doctores de nues-
tra fe, cuando nos revelan las grandezas del do-
mingo y la razón de la abrogación del sábado.
Sin duda convenía al hombre tomar como día dé
 
su reposo religioso y semanal aquel mismo día
en que el autor de este mundo visible descansó;
pero con todo, no ex istía entonces m ás que el
recuerdo de la creación material. El Verbo divi-
no se muestra en este mundo, que él había crea-
do en el principio; esta vez oculta los fulgores de
su divinidad con el velo de nuestra carne; viene
para dar cumplimiento a las figuras. Antes de
abrogar el sábado, quiere realizarle en su per-
sona, como todo lo demás de la ley, pasándole por
completo como un día de reposo, después de los
trabajos de la Pasión, en el nicho fúnebre del
sepulcro; pero apenas da comienzo el día octa-
vo, cuando el divino cautivo se lanza a la vida
e inaugura el reino de la gloria. "Dejemos, pues,
dice Ruperto, dejemos al judío, esclavo del amor
de los bienes de este mundo, entregarse a las ale-
grías pretéritas de su sábado, que no recuerdan
más que el aniversario de una creación mate-
rial. Absorto en las cosas terrenales, no supo re-
conocer al Señor que creó al mundo; no quiso
ver en él al Rey de los judíos, porque proclama-
ba :
nuestro Sábado es el octavo día, que al mismo
tiempo es el prim ero ; y el gozo que en él sa bo rea-
mos no procede del recuerdo de la creación, sino
más bien de que el mundo fué en él redimido"'.
El misterio del septenario seguido de un día
octavo, que es el día sagrado, recibe una apli-
i
 
cación nueva y aún más amplia en la misma
disposición del Tiempo Pascual. Este tiempo se
compone de siete semanas, que forman una
semana de semanas cuyo día siguiente, el
día de Pentecostés, también es un domingo.
Estos números misteriosos, que Dios señaló el
primero instituyendo en el desierto de Sinaí el
primer Pentecostés, cincuenta días después de
la primera Pascua, fueron recogidos por los Após-
toles para aplicarlos al período pascual de los
cristianos. Esto mismo nos lo enseña San Hi-
lario de Poitiers, cuya doctrina repiten San Isi-
doro, Amalar lo, Rabano Mauro, y generalmente
todos los antiguos expositores de los misterios
de la liturgia. "Si multiplicamos el septenario
por siete, dice, vemos que este santo tiempo es
en verdad el Sábado de los sábados; pero lo
que le corona y le eleva a la plenitud del Evan-
gelio, es el octavo día que sigue, día que es a
la vez el primero y el octavo. Los Apóstoles die-
ron a estas siete semanas un carácter tan sa-
grado que durante su duración nadie debe doblar
la rodil la para adorar, ni turbar con el ayuno las
alegrías espirituales de esta fiesta prolongada. El
mismo carácter se extiende a cada domingo, ya
que este día, el siguiente al sábado, ha llegado a
ser, por la aplicación del progreso evangélico, la
perfección del sábado, y el día que transcurri-
mos en fiesta y en alegría"
 1
.
 
Así, pues, encontramos en la estructura del
Tiempo pascual ampliamente el misterio que
nos recuerda cada domingo; en adelante todo
data para nosotros del primer día de la semana,
ya que la resurrección de Cristo le ha iluminado
para siempre con su gloria, de la que no era más
que una sombra la creación de la luz material.
Acabamos de ver que esta institución estaba ya
esbozada en la antigua ley, aunque el pueblo de
Israel no poseía el secreto. El Pentecostés judío
caía el quincuagésimo día después de Pascua, y
este día era el que seguía a las siete semanas.
Otra f igura de nuestro Tiempo pascual se encon-
traba también en una de las instituciones que
Dios dió a Moisés para su pueblo en el Año ju-
bilar. Cada cincuenta años volvían a sus prime-
ros poseedores las casas y los campos que habían
sido vendidos durante los cuarenta y nueve años
precedentes, y los israelitas que por pobreza se
habían visto obligados a esclavizarse, recobra-
ban la l ibertad. Este año, l lamado propiamente
el año sabático, seguía a las siete semanas de
años que habían precedido, y significaban tam-
bién nuestro octavo día, en que el Hijo resucitado
de María, nos l ibraría de la esclavitud del se-
pulcro y nos pondría en posesión de la herencia
de nuestra inmortalidad.
tinguen el Tiempo pascual en la disciplina de
ahora, se reducen a dos principales: la repetí-
 
hablado, y el empleo de los colores blanco y rojo,
según lo piden las dos solemnidades, de las cua-
les la una abre este período y la otra le termina.
El color blanco le exige el misterio de la Resu-
rrección, que es el misterio de la luz eterna, luz
sin sombras ni manchas, y que produce en aque-
llos que le contemplan el sentimiento de una ine-
fable pureza y de una beatitud cada vez mayor.
Pentecostés, que ya en esta vida nos da al Es-
píritu Santo con su fuego que abrasa, con su
amor que consume, exige la expresión de un co-
lor distinto. La Santa Iglesia ha escogido el ro-
jo para expresar el misterio del divino Pará-
clito manifestado en las lenguas de fuego que
descendieron sobre todos los que estaban ence-
rrados en el Cenáculo. Ya antes dijimos que ape-
nas queda en la liturgia latina alguna huella de
la antigua costumbre de no doblar la rodilla en
el Tiempo pascual.
didas en el transcurso de la Semána Santa, lo
serán también durante los ocho primeros días
del Tiempo pascual; pero después vuelven a rea-
parecer en el Ciclo, alegres y copiosas, en torno
al Sol divino. Ellas le harán cortejo en su glo-
riosa Ascensión; mas es tal la grandeza del mis-
terio de Pentecostés, que, desde la vigilia de este
día, de nuevo quedan suspendidas hasta la ter-
minación completa del Tiempo pascual.
 
Los ritos de la Iglesia primitiva con respecto
a los neófitos que fueron regenerados en la no-
che de Pascua, ofrecen también numerosas pin-
celadas del más conmovedor interés. No es éste
el momento de tratar de ellos, ya que solamente
se refieren a las dos octavas, la de Pascua y la
de Pentecostés. Daremos su explicación a medida
que se nos vayan presentando a través de la Li-
turgia.
ni*
2
 
C A P I T U L O I I I
P R A C T I C A D E L T I E M P O P A S C U A L
LA ALEGRÍA ESPIRITUAL . — L a p rá ct ic a de este
santo tiempo se resum e en aleg ría espiritual
que debe producir en las almas resucitadas con
Jesucristo, alegría que es un anticipo de la bien-
aventuranza eterna, y que el cristiano debe ya
desde ahora mantener en sí , buscando cada vez
con más ardor la Vida que alienta a nuestro di-
vino Jefe, y huyendo constantemente de la muer-
te, hija del pecado. Durante el período que ha
precedido, debimos afligirnos, l lorar nuestras
faltas, entregarnos a la expiación, seguir a Je-
sucristo hasta el Calvario. La Iglesia nos incita
ahora a la alegría. Ella misma ha desechado to-
das sus tristezas; ya no gime como la paloma;
canta como la Esposa que ha hallado de nuevo al
Esposo.
cual más universal, ella se acom oda a la flaque-
za de sus hijos. Después de haberles recordado
la necesidad de la expiación, concentró toda la
 
HISTORIA DEL TIEM PO PAS CU AL 35
días que acaban de transcurrir; y después, dan-
do libertad a nuestros cuerpos al mismo tiempo
que a los sentimientos de nuestras almas, nos
ha hecho l legar a una región donde todo es ale-
gría, luz y vida, donde todo es gozo, calma, dul-
zura y esperanza de la inmortalidad. De este
modo ha producido en las almas, aun las menos
elevadas, un sentimiento análogo al que experi-
mentan las más perfectas; de suerte, que en el
concierto de las alabanzas que suben de la tierra
a nuestro adorable tr iunfador, no hay disonan-
cias, y, todos, fervorosos y tibios, unen sus voces
con júbilo universal.
Ruperto, Abad de Deutz, e l más profundo l i -
turgista del siglo xn, expresa así esta feliz es-
tratagema de la Santa Ig lesia : "Hay, dice, hom-
bres carnales que no saben abrir sus ojos para
contemplar los bienes espirituales, a no ser a
impulso de ciertos incentivos corporales que los
estimulan. La Iglesia supo encontrar un medio
proporcionado a su flaqueza para moverlos. Con
este fin estableció el ayuno cuaresmal, que es el
diezmo del año ofrendado a Dios; este espacio
de tiempo no termina sino con la solemnidad
de la Pascua, a la que luego siguen cincuenta
días consecutivos sin un solo ayuno. Así los hom-
bres mortifican sus cuerpos, sostenidos por la es-
peranza de que la f iesta de Pascua vendrá a
librarlos de este yugo de penitencia; por sus an-
helos se anticipan a la solemnidad; cada uno
 
dado, convencidos de que el número decrece pro-
gresivamente, y por eso esta fiesta, deseada de
todos, es amada por todos, como lo es la luz para
los que caminan en las tinieblas, la fuente co-
piosa para los que tienen sed y la tienda levan-
tada por el Señor mismo para el viajero fati-
gado" ' .
los cristianos, como expone San Bernardo, na-
die claudicaba en el deber, en que justos y pe-
cadores caminaban unidos en la práctica de las
observancias cr ist ianas Ah ora la Pascu a no pr o-
duce la misma sensación en nuestra sociedad.
Ciertamente la causa radica en la molicie y en
la falsa conciencia, que arrastra a tantos hom-
bres a preterir la ley de la Cuaresma, como si
no existiese para ellos. De aquí proviene que tan-
tos fieles vean llegar la Pascua como una gran
fiesta, es verdad, pero apenas, se dejan impre-
sionar por el anhelo de alegría intensa que lleva
impresa la Iglesia durante estos días en toda su
actitud. Pero todavía están mucho menos dis-
puestos para conservar y fomentar, durante un
período de cincuenta días, la alegría de que par-
ticiparon en corta medida, el día tan deseado
por los verdaderos cristianos. No ayunaron, no
gua rdaro n la abstinencia dura nte la san ta C u a -
resma; ni siquiera la misma condescendencia
de la Iglesia para con su flaqueza fué suficiente;
 
Aleluya?
para seguir a Cristo resucitado, cuya vida es ya
más del cielo que de la tierra
Pero no desarmonicemos las intenciones de
la Iglesia, entristeciéndonos con pensamientos
descorazonadores; pidamos más bien al divino
Resucitado que con su bondad omnipotente ilu-
mine esas almas con los fulgores de su victoria
sobre el mundo y la carne y que las levante has-
ta sí. Nada debe distraernos de nuestra felicidad
en estos días. El mismo Rey de la gloria nos dice:
"¿Acaso los hijos del Esposo pueden entristecer-
se mientras el Esposo está con ellos?"
  (S. Matth.
días con nosotros; ya no padecerá más, ya no
morirá: estén, pues, nuestros sentimientos en
armonía con su estado de gloria y de felicidad
que debe perdurar siempre. Es cierto que nos
dejará para ascender a la diestra de su Padre;
pero desde allí nos enviará el divino Consolador
que permanecerá en nosotros, para que no que-
demos huérfanos.
  (San Juan,
durante estos días: "Los hijos del Esposo no
deben entristecerse mientras el Esposo esté con
 
penitencia de la Cuaresma nos fueron saluda-
bles, la alegría pascual no lo será menos. Jesús
en cruz y Jesús resucitado es siempre el mismo
Jesús; pero en este momento nos quiere en tor-
no suyo, con su Santa Madre, con sus discípulos,
con Magdalena, todos deslumhrados y extasiados
por su gloria, olvidando en esas horas demasiado
fugaces, las angustias de la Pasión.
EL DESEO QE LA PASCUA ETERNA. — P e ro este
tiempo lleno de delicias tendrá fin; sólo nos
quedará el recuerdo de la gloria y de la fami-
l iaridad con nuestro Redentor. ¿Qué haremos
después nosotros en este mundo cuando el que
era su vida y su luz no sea ya visible? Cristiano,
aspirarás a una nueva Pascua. Cada año te traerá
esta dicha que supiste com pren der; y de una P as -
cua a otra Pascua l legarás a la Pascua eterna
que durará mientras Dios sea Dios, y cuyos ful-
gores llegarán hasta ti como un preludio de los
goces que ella te reserva. Pero esto no es todo;
escucha a la Santa Iglesia; ha previsto la des-
ilusión con que puedes ser tentado y en la que
puedes caer; escucha lo que ella pide para ti
al Señor: "Haz que tus siervos expresen en su
vida el misterio que han recibido por la fe"
  1
. El
misterio de la Pascua no debe dejar de ser vi-
 
sible sobre la tierra; Jesús resucitado sube al
cielo; pero deja en nosotros la impronta de su re-
surrección; y la debemos conservar hasta que
retorne.
VIDA NUEVA EN CRISTO. — Y   en e f ec to , ¿por qué
esta divina impronta no ha de permanecer en
nosotros, sabiendo, como sabemos, que todos los
misterios de nuestro Jefe nos son comunes con
él? Después de su venida en carne mortal, no
dió ni un solo paso sin nosotros. Si nació en
Belén, nosotros nacimos con él; si fué crucifi-
cado en Jerusalén, nuestro viejo hombre, según
la doctrina de San Pablo, estuvo unido a la cruz
con él; si fué sepultado, nosotros lo fuimos con
él: de aquí se sigue que, si resucita de entre los
muertos, nosotros también debemos caminar en
una nueva vida.
  (Rom.,  V I ,
los muertos, añade el mismo Apóstol, no muere
ya otra vez; la muerte na tiene ya dominio sobre
él; porque muriendo, m urió al pecado una vez p a -
ra siempre; pero viviendo, vive para Dios". (Ibíd.,
9-10.) Nosotros somos sus propios miembros: su
suerte debe ser la nuestra. Morir de nuevo por
el pecado será renunciar a él, separarnos de él,
hacer para nosotros inútil esta muerte y esta
resurrección que compartimos con él. Velemos,
pues, para mantenernos en esta vida que no es
nuestra, pero que nos pertenece como propia;
porque quien la conquistó a la muerte, nos la
 
dió con todo lo que es suyo. Pecadores que ha-
béis recuperado la vida de la gracia en la so-
lemnidad pascual, no volváis a morir; haced
obras de vida resucitada. Vosotros, justos, a quie -
nes ha reanimado el misterio pascual, dad mues-
tras de una vida más abundante en vuestros sen-
timientos y en vuestras obras. De este modo todos
caminaréis en la  vida nueva  que nos recomienda
el Apóstol.
terio de la Resurrección de Jesucristo; irán aflo-
rando por sí mismas en nuestro sencillo comen-
tario, y pondrán en mayor evidencia el deber
de imitación impuesto al flel con respecto a su
divino Jefe, al mismo tiempo que nos ayudarán
a comprender la magnificencia y la amplitud de
la obra capital del Hombre-Dios. Es ahora en el
Tiempo pascual, con sus tres magnas manifes-
taciones del amor y del poder divinos, Resurrec-
ción, Ascensión, venida del Espíritu Santo; es
aho ra ^cuando la Redención llega a su punto
culminante. En el orden de los tiempos, todo
ha servido para preparar este final, desde la pro-
mesa que el Señor irritado y misericordioso hizo
a nuestros primeros padres después que pecaron;
y en el orden de la liturgia, desde las semanas
de espera del Adviento; he aquí que hemos lle-
gado al término, y Dios se nos muestra con un
poder y una sabiduría que sobrepasa infinita-
mente todo lo que nosotros podemos vislumbrar.
Los mismos espíritus celestes se sobrecogen de
 
HISTORIA DEL TIE M PO PA SC UA L 41
admiración y de pavor; lo canta la Iglesia en
uno de los himnos del Tiempo pascual: "Los
Angeles, dice, están enmudecidos de terror al ver
el cambio que se opera en el estado de la natu-
raleza humana. La carne pecó, y la carne es
quien la purifica; un Dios viene para reinar, y
la carne se une en él a la divinidad" \
Además el Tiempo pascual pertenece a la
  Vi-
porque no manifiesta solamente, como los tiem-
pos que le han precedido, los abatimientos y pa-
decimientos del Hombre-Dios. Nos le muestra
en toda su gloria; nos le hace ver expresando en
su humanidad el último grado de la transfor-
mación de la criatura en Dios. La venida del Es-
píritu Santo asocia también sus esplendores a
esta iluminación; ella revela al alma las rela-
ciones que deben unirla con la tercera de las di-
vinas Personas. Así se manifiesta el camino y el
progreso del alma fiel, que, habiendo llegado a
ser objeto de la adopción del Padre celestial, es
iniciada en esta feliz vocación por las lecciones
y los ejem plos del Verbo encarnado, y consum ada
por la visita y la inhabitación del Espíritu San-
to. Este es el origen de todo el conjunto de ejer-
cicios que la conducen a la imitación de su di-
vino modelo, y la preparan a la   unión  a que es
 
invitada por aquel que "ha dado a todos los que
le recibieron, el poder de llegar a ser hijos de
Dios, por un nacimiento que no es de la carne,
ni de la sangre, sino de Dios mismo."
  (San Juan,
 
E L S A N T O D I A D E P A S C U A
M A I T I N E S
L A R E S U R R E C C I Ó N DE C R I S T O . — L a n o c h e d e l
Sábado al Domingo ve por f in agonizar sus lar-
gas horas; se aproxima el alborear del día. María,
con el corazón angustiado, pero animosa y pa-
ciente, espera el instante en que volverá a ver
a su Hi jo. Magdalena y sus compañeras han ve-
lado toda la noche, y no tardarán en ponerse
en camino hacia el santo sepulcro.
En el seno del limbo, el alma del divino Re-
dentor se dispone a dar la señal de partida a
aquellas miríadas de almas justas tanto tiempo
cautivas, que le circundan respetuosas y amo-
rosas. La muerte se cierne sobre el sepulcro don-
de retiene a su víctima. Desde el día en que de-
voró a Abel , ha absorbido a innumerables gene-
raciones; pero jamás había estrechado entre sus
del paraíso terrenal había tenido cumplimiento
tan prodigioso; pero nunca tampoco vió la tum-
ba sus esperanzas burladas con un mentís tan
cruel. Más de una vez el poder divino la había
arrancado sus víctimas: el Hijo de la viuda de
 
Naín, la hija del jefe de la sinagoga, el hermano
de Marta y de Magdalena le habían sido arre-
batados; pero ella los aguardaba en la segunda
muerte. En cambio, de otro se había escrito:
"Oh muerte, yo seré tu muerte; sepulcro, yo se-
ré tu ruina."
Así como el honor de la divina Majestad no
podía permitir que el cuerpo unido a un Dios
aguardase en el polvo, como el de los pecadores,
el momento en que la trompeta del ángel nos
llamará a todos al juicio supremo; del mismo
modo convenía que las horas durante las cuales
la muerte debía prevalecer fuesen abreviadas.
"Esta generación perversa, había dicho Jesús,
pide un prodigio; y sólo le será dado el del pro-
feta Jonás."  (S. Mateo,  X I I , 39.) Tres días de se-
pultura: el ñn de la jornada del viernes, la no-
che siguiente, el sábado todo él completo con
su noche, y las primeras horas del domingo. Era
suficiente: suficiente para la justicia divina ya
satisfecha; bastante para certificar la muerte de
llante de los triunfos; bastante para el corazón
desolado de la más amante de las madres.
"Nadie me arranca la vida, sino que yo la
doy de mi propia voluntad; y soy dueño de darla
y dueño de recobrarla."
 
labra del maestro. El domingo, día de la luz, co-
mienza a alborear; los primeros fulgores de la
aurora pugnan ya con las t inieblas. Inmediata-
mente el alma divina del Redentor sale de la
prisión del limbo, seguida de la multitud de al-
mas santas que la rodeab an. Atraviesa en un p a r-
padear de ojos el espacio y, penetrando en el
sepulcro, se reintegra al cuerpo del que se había
separado tres días antes en medio de los esterto-
res de la agonía. El cuerpo sagrado se reanima,
se levanta y se desprende de los lienzos, de los
aromas y de las fajas con que estaba ceñido. Las
cicatrices han desaparecido; la sangre ha vuelto
a las ven as; y de aquellos miem bros lacerados por
los azotes, de aquella cabeza desgarrada por las
espinas, de aquellos pies y de aquellas manos
atravesadas por los clavos, irradia una luz ful-
gurante que l lena la caverna. Los santos ángeles
que adoraron con ternura al niño de Belén, ado-
ran con temblor al vencedor del sepulcro. Plie-
gan con respeto y dejan sobre la tierra, en que
el cuerpo inmóvil reposaba poco ha, los lienzos
con que la piedad de dos discípulos y de santas
mujeres le habían envuelto.
ya en aquel sarcófago fúnebre; con más rapi -
dez que la luz que penetra por el cristal, fran-
quea el obstáculo que le opone la piedra de en-
trada a la caverna, que la potestad pública ha-
bía sel lado y rodeado de soldados armados. Todo
 
de María en el establo sin haber hecho sentir
ninguna violencia en el seno materno. Estos dos
misterios de nuestra fe se aunan y proclaman
el inicial y el último término de la misión del
Hijo de Dios: al principio, una Virgen-Madre;
al fin, un sepulcro sellado que devuelve a quien
retenía cautivo.
L A DERROTA DE LA MU ERTE . — E l m á s p r o f u n d o
silencio reina todavía, en este momento en que
el Hombre-Dios acaba de romper el cetro de la
muerte. Su liberación y la nuestra no le han cos-
tado nin gún esfuerzo. ¡Oh mu erte ¿qué te qu e-
da ya de tu imperio? El pecado nos había entre-
gado a ti; tú gozabas de tu conquista; y he aquí
que has caído hasta el abismo. Jesús, de quien tú
te sentías tan orgullosa por tenerle debajo de tu
ley, se te ha escapado; y todos nosotros, después
de habernos poseído tú, también nos escapare-
mos de tu dominio. El sepulcro que nos preparas,
se convertirá en nuestra cuna para una vida
nueva; por que tu vencedor es el
  primogénito
entre los muertos (Apoc.,  I, 5) ; y hoy es la P as -
cua, el tránsito, la liberación, para Jesús y para
todos sus hermanos. La ruta que él ha abierto,
todos nosotros la seguiremos; y día vendrá en
 
EL SANT O DIA DE PASCU A 47
ga,  serás anonadada a tu vez por el reino de la
inmortalidad.  (I Cor.,  XV, 26.) Pero desde ahora
nosotros contemplamos tu caída, y repetimos pa-
ra tu vergüenza, este grito del gran Apóstol:
"Oh muerte, ¿dónde está tu victoria? ¿Dónde
está tu aguijón? Por un momento triunfaste, y
he aquí que has sido devorada en tu triunfo."
(Ibíd.,
  55).
APERTURA DEL SEPULCRO. — P er o e l sep u lc r o
no va a permanecer siempre sellado; es nece-
sario que se abra, y que testimonie con claridad
meridiana que aquel cuyo cuerpo inanimado le
habitó por algunas horas, le ha dejado para siem-
pre. De pronto la tierra tiembla, como en el mo-
mento en que Jesús expiró sobre la cruz; mas
este estremecimiento del globo no significa ya
terror; simboliza alegría. El Angel del Señor des-
ciende del cielo; hace rodar la piedra de la en-
trada, y se sienta sobre ella con majestad; tiene
por vestido una túnica de brillante blancura y
su mirada irradia resplandores. Ante su presen-
cia los guardianes del sepulcro caen por tierra
despavoridos; quedan como muertos hasta que
la bondad divina calma su terror; se levantan y,
dejando aquel lugar, entran en la ciudad a dar
cuenta de lo que han visto.
L A A P A R I C I Ó N A N U E S T R A S E Ñ O R A
. — M i e n t r a s
tanto Jesús resucitado, cuya gloria aún no ha
contemplado ninguna criatura mortal, ha fran-
 
queado el espacio y en un instante se ha reuni-
do con su Santísima Madre. Es el Hijo de Dios,
es el vencedor de la muerte; pero es también el
hijo de María. María estuvo junto a él hasta que
expiró; ella unió el sacrificio de su corazón de
madre al que ofrecía él mismo sobre la cruz; es
justo, pues, que las prim era s ale grías de la R e -
surrección sean para ella. El santo Evangelio no
refiere la aparición del Salvador a su Madre,
mientras que se extiende sobre todas las demás:
la razón es obvia. Las otras apariciones tenían
como fin promulgar el hecho de la Resurrección;
ésta la exigía el corazón de un hijo, y de un
hijo como Jesús. La naturaleza y la gracia re-
c lamaban esta entrevista primera, cuyo conmo-
vedor misterio hace las delicias de las almas cris-
l ibros sagrados; la tradición de los Padres, co-
menzando por San Ambrosio bastaba para t ras -
mitírnosla, dado caso que nuestros corazones no
la hubieren presentido; y cuando nos pregun-
tamos, por qué el Salvador, que debía salir del
sepulcro el domingo, quiso hacerla en las pri-
meras horas de este día, aun antes de que el sol
hubiese i luminado al universo, asentimos fácil -
mente a la opinión de los autores que han atri -
buido esta prisa del Hijo de Dios, a la inquietud
que experimentaba su corazón por poner térmi-
no a la dolorosa espera de la más tierna y más
afligida de las madres.
pansiones del Hijo y de la Madre, en esta hora
tan deseada? Los ojos de María, yertos por el
llanto y el insomnio, se abren de pronto a la sua-
ve y dulce luz que le anuncia la llegada de su
querido Hijo; la voz de Jesús que resuena en sus
oídos, no ya con el acento doloroso que en días
pasados descendía de la cruz y traspasaba como
una espada su corazón maternal, sino jovial y
amorosa, propia de un hijo que viene a con-
tar sus triunfos a aquella que le dió a luz; el
aspecto de aquel cuerpo que ella recibió en sus
brazos, hacía tres días, ensangrentado e inani-
mado, ahora es fúlgido y pletórico de vida, ra-
diante con los reflejos de la divinidad, a que es-
taba unido; las ternezas de un tal hijo, sus pa-
labras cariñosas, sus abrazos, que son los de un
Dios; para evocar la sublimidad de esta escena,
no conocemos más que la frase de Ruperto, que
nos pinta la efusión gozosa que llenó entonces
el corazón de María, como un torrente de dicha
que la embriagaba y la quitaba el sentimiento
de los dolores tan punzantes que había sufrido ' .
Mas este torrente de delicias, que el Hijo de
Dios había preparado a su Madre, no fué tan
súbito como este autor del siglo xn da a enten-
der. Nuestro Señor mismo quiso describir esta
escena en una revelación que hizo a Santa Te-
 
resa. Se dignó confiarla, que la postración de su
divina Madre era tan profunda, que no habría
tardado en sucumbir a tal martirio; y que, cuan-
do se apareció a ella en el instante en que aca-
baba de salir del sepulcro, necesitó cierto tiem-
po para volver en sí, antes de encontrarse en
estado de poder gustar aquella alegría; y el Se-
ñor añade que permaneció mucho tiempo a su
lado, ya que esta presencia prolongada la era
necesaria
Madre, que la vimos sacrif icar a su propio Hijo
por nosotros en el Calvario, participemos con
afecto filial de la felicidad con que Jesús se
dignó colmarla en este instante, y aprendamos
también a compadecer los dolores de su corazón
maternal. Es la primera manifestación de Jesús
crucificado: recompensa de la fe que veló siem-
pre en el corazón de María, aun durante el ló-
brego eclipse que se prolongó durante tres días.
Pero es tiempo que Cristo se muestre a otros,
y que la gloria de su resurrección comience a
brillar sobre el mundo. Primero se hizo visible
a aquella que entre todas las criaturas, era la
más querida y la única digna de tal honor; aho-
ra en su bondad, va a recompensar con su visita
l lena de consuelos, a las almas abnegadas que
han permanecido fieles a su amor, en un duelo
i V ida   de Santa Teresa escrita por ella m isma,  en las
Ad i c i ones .
 
reconocimiento que ni la muerte ni la tumba
pudieron enervar.
LAS SANTAS MUJERES EN EL SEPULCRO . — A y e r ,
cuando la caída del sol comenzaba a anunciar
que, según el uso judaico, al gran sábado suce-
día e l domingo, Magdalena y sus compañeras
fueron por la ciudad a comprar perfumes para
embalsamar de nuevo el cuerpo de su querido
Maestro, tan pronto como la luz del día las per-
mitiese ir a cumplir este piadoso deber. Han pa-
sado la noche en vela, y cuando las sombras no
se han disipado por completo, Magdalena con
María, madre de Santiago, y Salomé están de
camino hacia el Calvario, cerca del cual se en-
cuentra el sepulcro en que reposa Jesús. En su
aflicción, ni siquiera se han preguntado con qué
ayuda podrán remover la piedra que cierra la
entrada de la gruta; menos aún han pensado en
el sello del poder público que será necesario rom-
per previamente. Llegan al alborear del día; y
lo primero que impresiona sus miradas, es la
piedra que cerraba la entrada porque quitada
de su lugar, quedaba l ibre la entrada en la cá-
mara del sepulcro. Él ángel del Señor que había
recibido el encargo de remover
se ha bía se nta do e n ella como i
quiso dejarlas por más tiempo (
que eran presa, y así las dijo: "
do, sé bien que buscáis a Jesí
 
pero ya no está aquí; ha resucitado, como lo ha-
bía predicho; venid y ved el sitio donde estuvo
sepultado el Señor."
Era demasiado para estas almas cuyo amor
hacia el m aestro las en aj en ab a, pero que no le co-
nocían aún por el espíritu. Quedaron "conster-
nadas", nos dice el santo Evangelista. Es un di-
funto a quien buscan, un difunto querido; las
dicen que ha resucitado; y esta noticia no des-
pierta en ellas ningún recuerdo. Dos ángeles se
las aparecen en la gruta completamente i lumi-
nada por e l resplandor que despiden. Deslumbra-
das por esta luz inesperada, Magdalena y sus
compañeras, nos dice San Lucas, fijaron en tie-
rra sus ojos tristes y asombrados. "¿Por qué bus-
cáis entre los muertos, las dicen los ángeles, aquel
que vive? Recordad, pues, lo que os dijo en Ga-
lilea: que sería crucificado y que al tercer día
resucitar ía . " Estas palabras causan cierta im-
presión sobre las santas mujeres, y en medio de
su conmoción, un tenue recuerdo del pasado pa-
rece aflorar en su memoria. "Id, pues, continúan
los ángeles; decid a los discípulos y a Pedro que
ha resucitado, y que los precederá a Gali lea."
Salen apresuradas del sepulcro y vuelven a la
ciudad, llevando, en medio de su terror, un senti-
m iento de íntimo gozo, que las pen etra a su pesar.
Con todo, no h an visto más qu e a los áng eles y un
sepulcro abierto y vacío. Ante su relato, los após-
toles: lejos de dejarse ganar la confianza, atribu-
 
refieren acordes. La resurrección predicha tan
claramente y en muchas ocasiones por su maes-
tro, tampoco les viene a la memoria. Magdalena
se dirige en particular a Pedro y a Juan; pero
¡su fe es todav ía débil H ab ía ido a em ba lsa -
mar el cuerpo de su querido maestro, y no le ha-
l ló. Su decepción dolorosa se expansiona tam-
bién delante de los dos Apóstoles diciendo: "Se
han llevado del sepulcro al Señor y no sé dónde
le han puesto."
PEDRO Y JUAN EN EL SEPULCRO . — P e d r o y J u a n
se determinan a ir al lugar. Entran en la gruta;
ven los lienzos puestos en orden sobre la losa
de piedra en que había estado el cuerpo de su
Maestro; pero los espíritus celestes que montan
guardia, no se les muestran. Con todo eso, Juan
recibe entonces la fe, y de ello nos da testimonio;
en adelante creerá en la resurrección de Jesús.
No hacemos más que pasar rápidamente sobre
los relatos que tendremos ocasión de meditar
más adelante, cuando la l iturgia vuelva a po-
nerlos a nuestra vista. Ahora sólo nos propo-
nemos seguir en su conjunto los acontecimien-
tos de este día, el más grande de los días.
Hasta ahora Jesús sólo se ha aparecido a su
Madre: las mujeres sólo han visto a Angeles
que las han hablado. Estos bienaventurados Es-
 
píritus las han mandado ir a anunciar la resu-
rrección de su maestro a los discípulos y a Pe-
dro. No reciben esta comisión para María; es
fácil comprender la razón: el hijo se había reu-
nido ya con su madre, y la misteriosa y con-
movedora entrevista se prolongó aún durante
estos preludios. Pero ya el sol brilla con toda
su fuerza, y las horas de la mañana avanzan; es
el Hombre-Dios quien va a proclamar por s í mis-
mo el triunfo que el género humano acaba de
conseguir en él sobre la muerte. Sigamos con
santo respeto el orden de estas manifestaciones,
y esforcémonos respetuosamente por descubrir
sus misterios.
A P AR IC IÓ N A M A R Í A - M A G D A L E N A . — M a g d a l e n a ,
después de la vuelta de los Apóstoles,, no pudo
resistir el deseo de visitar de nuevo la tumba
de su maestro. El pensamiento del cuerpo des-
aparecido, que tal vez sea objeto de mofa para
los enemigos de Jesús y yazga sin honor ni se-
pultura, atormenta su alma ardiente y descon-
certada. Vuelve y al poco tiempo llega a la en-
trada del sepulcro. Allí, en su inconsolable dolor,
se entrega a sus sollozos; después, al asomarse
al interior de la gruta, ve a dos ángeles sentados,
cada uno en un extremo de la losa, sobre la que
había visto extendido el cuerpo de Jesús. No les
interroga; el los son los que la hablan: "Mujer,
la dicen, ¿por qué l loras?" "Porque han tomado
 
la respuesta de los ángeles. De pronto se da de
cara con un hombre y este hombre es Jesús.
Magdalena no le reconoce; está buscando el cuer-
po muerto de su maestro, quiere sepultarle de
nuevo. El amor la transporta, pero la fe no ilu-
mina su amor: no siente que aquel cuyos inani-
mados despojos busca está vivo allí , cerca de ella.
Jesús, en su inefable condescendencia, se dig-
na hacerla oír su voz: "Mujer, la dice, ¿por qué
l loras? ¿A quién buscas?" Magdalena no reco-
noció esta voz; su corazón está como embotado
oor una excesiva y cegadora sensibilidad; no
reconoce todavía a Jesús por el espíritu. Con
todo, sus ojos se han detenido sobre él; pero.su
imaginación, que la encadena, la hace ver en
este hombre al guarda del jardín que rodea al
sepulcro. Tal vez sea él, se dice, el que ha ro-
bado el tesoro que yo busco; y sin reflexionar
por más tiempo, así impresionada, se dirige a
él mismo y humildemente le dice: "Señor, si le
has llevado tú, dime dónde le has puesto y yo le
tomaré:" Era demasiado para el corazón del Re-
dentor de los hombres, para aquel que se dignó
alabar altamente en casa del fariseo el amol-
de la pobre pecadora; y ya no podía retardar
el recompensar esta terneza; va a declararse.
Entonces con un acento que trae a la memoria
de Magdalena tantos recuerdos de divina fami-
 
56 EL TIEMP O PASCUA L
labra : " ¡ M a r í a " ; " ¡M ae stro " , responde e lla con
efusión, i luminada súbitamente por los esplen-
dores del misterio.
Se lanza hacia él y posa sus labios en aque-
llos sagrados pies con cuyo abrazo había recibido
antes el perdón. Jesús la detiene; no ha llegado
el momento de entregarse a largos desahogos. Es
necesario que Magdalena, primer testigo de la
resurrección del Hombre-Dios sea elevada en re-
compensa de su amor, al más alto grado de
honra. No conviene que María revele a otros los
secretos de su corazón maternal; es la Magda-
lena quien ha de dar testimonio de lo que ha
visto y oído en el jardín. Ella será, como dicen
lps santos Doctores, el Apóstol de los mismos
Apóstoles. Jesús la dice: "Vete a mis hermanos
y diles que subo a mi Padre y el suyo, a mi
Dios y a su Dios."
Tal es la segunda aparición de Jesús resu-
citado, la aparición a María Magdalena, la pr i -
mera en el orden del testimonio. La meditare-
mos de nuevo el jueves. Pero adoremos desde
ahora la bondad del Señor, que antes de procu-
rar establecer la fe de su resurrección en sus
Apóstoles, se digna primeramente recompensar
el amor de esta mujer, que le siguió hasta la cruz
y aun más allá del sepulcro, y que siendo deudo-
ra en mayor grado que los otros, supo también
amar más que los otros. Al mostrarse primero
a Magdalena, Jesús quiso satisfacer ante todo
 
después.
Maestro, vuelve a la ciudad y no tarda en ha-
llarse entre los discípulos; "He visto al Señor,
les dice, y me ha dicho esto." Pero la fe no ha
penetrado todavía en sus almas; Juan sólo ha
recibido este don en el sepulcro, aunque sus ojos
no han visto más que el sepulcro vacío. Recor-
demos que, después de haber huido como los
otros, volvió al Calvario para recoger el último
suspiro de Jesús, y que allí fué hecho hijo adop-
tivo de María.
A P A R I C I Ó N DE L A S S A N T A S M U J E R E S . — E n t r e t a n -
to, M aría, m adre de Santiago, y Salomé, que h a -
bían acompañado a Magdalena en su vis ita a l
sepulcro, vuelven solas a Jerusalén. De pronto
Jesús se las aparece y las detiene. "Os saludo",
las dice. Con estas palabras, el corazón se las
l lena de ternura y de admiración. Se precipitan
a sus pies sagrados con fervor, se los besan y le
rinden sus adoraciones. Es la tercera aparición
del Salvador resucitado, menos íntima pero más
famil iar que aquel la con que Magdalena fué fa-
vorecida. Jesús no terminará la jornada sin ma-
nifestarse a aquellos que están llamados a ser
los heraldos de su gloria; pero, más que nada,
 
y triunfando de la debilidad de su sexo, le conso-
laron en la cruz con una fidelidad que no en-
contró en aquellos que había escogido y colmado
de sus favores. Alrededor de la cuna donde se
mostraba por vez primera a los hombres, con-
vocó a pobres pastores, sirviéndose del ministe-
rio de los ángeles, antes de llamar a los reyes
por medio de una estrella; hoy que ha llegado al
culmen de su gloria y ha puesto con su resu-
rrección el sello a todas sus acciones y certificado
su origen divino afianzando nuestra fe con el
más irrefragable de todos los prodigios, espera,
antes de instruir y de esclarecer a sus Apóstoles,
a que unas pobres mujeres sean por él mismo
instruidas, consoladas, colmadas, en fin, con
pruebas de su amor. ¡Qué nobleza la de esta con-
ducta tan   suave  y tan fuerte del Señor, nuestro
Dios, y con cuánta razón nos dijo por el Pro-
feta: "Mis pensamientos no son vuestros pen-
samientos "
  (Isaías,
las circunstancias de su venida a este mundo,
¿qué ruido habríamos hecho para llevar a todos
los hombres, reyes y pueblos, junto a su cuna?
¿Con qué estrépito habríamos publicado en
todas las naciones el milagro de los milagros, la
Resurrección del crucificado, la muerte vencida
y la inmortalidad reconquistada? El Hijo de
 
59
(Cor.,  I, 24), obró de otra manera . En el in s-
tante de su nacimiento, no quiso por primeros
adoradores sino hombres sencillos, cuyos rela-
tos no debían transcender más allá de Belén; y
he aquí que actualmente la fecha de este na-
cimiento es la era de todos los pueblos civiliza-
dos. Como primeros testigos de su resurrección,
no quiso sino débiles mujeres; y he aquí que
este mismo día, en el preciso momento en que
nos encontramos, todo el universo celebra el
aniversario de esta Resurrección; todo se renue-
va, un fervor desconocido en el resto del año se
deja sentir en los más indiferentes; el incrédulo
que codea al creyente, sabe, por lo menos, que
hoy es Pascua; y del seno mismo de las nacio-
nes infieles, innumerables voces cristianas se
unen a las nuestras para elevar de todos los
puntos del globo, hacia Jesús resucitado, la acla-
mación que nos aúna a todos en un solo pueblo,
el gozoso   Aleluya.  " O h Señ or", podemos exclamar,
como exclamó Moisés cuando el pueblo elegido
celebró la prim era Pascu a y atravesó a pie enjuto
el mar Rojo, "oh Señor, ¿quién entre los fuertes
es semejante a ti?"
La hora de Tercia reúne en la Basílica a todo
el pueblo de la ciudad. El sol, cuya salida ha sido
alegre, parece derramar luz más intensa; el
 
flores. Debajo de los mosaicos del ábside, cuyos
esmaltes brillan con claridad nueva, los muros
se ven cubiertos con tapices preciosos; guirnal-
das de flores que penden en festones del arco
triunfal, corren a lo largo de las columnas de
la nave mayor, y de allí se prolongan a las naves
laterales. Numerosas lámparas, al imentadas con
el aceite de oliva más refinado, refulgen en torno
al altar, suspendidas del baldaquino. Surgiendo
de su esbelta columna, el Cirio pascual, que no
se ha apagado desde las primeras horas de la
vigilia de ayer, eleva su llama siempre vivaz, y
embalsama el lugar santo con el aroma de los
perfumes que impregnan su mecha. Símbolo mis-
terioso de Cristo-Luz, alegra las miradas de los
fieles y parece decir a todos: "¡A le lu y a ¡Cristo
ha resuc itado "
grupo numeroso de neófitos, revestidos de blanco
como los ángeles que aparecieron junto al se-
pulcro; en estos tiernos y nobles retoños se re-
fleja más vivamente el misterio de Cristo resu-
citado del sepulcro. Ayer todavía estaban muer-
tos por el pecado; ahora están llenos de vida
la muerte. Feliz pensamiento de la Santa Igle-
sia, haber escogido para el día de su regenera-
ción, aquel mismo en que el Hombre-Dios con-
quistó para nosotros la inmortalidad.
 
LA ESTACIÓN
lebraba antiguamente en la Basí l ica de Santa
María la Mayor. Por una admirable delicadeza,
esta reina de las numerosas iglesias dedicadas a
la Madre de Dios, fué designada para la función
de este día. Roma tributaba el homenaje de la
solemnidad pascual a aquella que, más que nin-
guna criatura, tuvo derecho a experimentar las
alegrías, por las angustias que había sufrido su
corazón maternal, y por su fide