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Sin Patrón. Fábricas y empresas recuperadas por sus trabajadores 1 Un pacto para vivir Es la mayor fábrica recuperada, con una gestión obrera modelo. Creó empleo, conquistó el mercado y logró comprometer a toda una comunidad en su defensa ante las continuas amenazas de desalojo. Amén. Zanón es una de las más extrañas fábricas de las que se tengan noticia. Entrar allí es como ingresar en un trueno de máquinas incomprensibles, robots minuciosos, y personas sonrientes que realizan algo que ciertos sectores judiciales consideran un delito: trabajar. Cuando el trueno amaina se escucha música de fondo. Uno de los temas favoritos sigue siendo del conjunto argentino Bersuit Vergarabat: Un pacto para vivir. Extraña fábrica. Zanón no cesaba de dar ganancias, pero sus dueños generaron un conflicto desmesurado para echar obreros, reconvertir la planta y aumentar más aun la rentabilidad. (El caso evoca al que imaginó el señor Esopo 600 años antes de Cristo, sobre el dueño de una gallina que ponía huevos de oro, fábula que no ha circulado en el ambiente empresario argentino). La patronal era apoyada por los sindicalistas. La maniobra chocó contra la tozudez casi inocente de los obreros, que no podían creer que la empresa para la que habían trabajado toda una vida los estuviese sometiendo a semejante injuria. El señor Luis Zanón, hombre de sonrisa, intenciones y amistades

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Sin Patrón.Fábricas y empresas recuperadas

por sus trabajadores

1Un pacto para vivirEs la mayor fábrica recuperada, con una gestión obrera modelo. Creó empleo, conquistó el mercado y logró comprometer a toda una comunidad en su defensa ante las continuas amenazas de desalojo. Amén.

Zanón es una de las más extrañas fábricas de las que se tengan noticia.

Entrar allí es como ingresar en un trueno de máquinas incomprensibles, robots minuciosos, y personas sonrientes que realizan algo que ciertos sectores judiciales consideran un delito: trabajar.

Cuando el trueno amaina se escucha música de fondo. Uno de los temas favoritos sigue siendo del conjunto argentino Bersuit Vergarabat: Un pacto para vivir.

Extraña fábrica. Zanón no cesaba de dar ganancias, pero sus dueños generaron un conflicto desmesurado para echar obreros, reconvertir la planta y aumentar más aun la rentabilidad. (El caso evoca al que imaginó el señor Esopo 600 años antes de Cristo, sobre el dueño de una gallina que ponía huevos de oro, fábula que no ha circulado en el ambiente empresario argentino).

La patronal era apoyada por los sindicalistas. La maniobra chocó contra la tozudez casi inocente de los obreros, que no podían creer que la empresa para la que habían trabajado toda una vida los estuviese sometiendo a semejante injuria. El señor Luis Zanón, hombre de sonrisa, intenciones y amistades postizas (la más notoria, tal vez, Carlos Menem), terminó abandonando la planta, en lo que la jueza Norma Rivero consideró más tarde un lock out ofensivo.

A partir de entonces empezó otra danza judicial.

(Aclaración para no iniciados: la justicia argentina tiene más caras que un dado. A veces todo depende del azar, aunque también es sabido que quienes manejan el negocio pueden usar dados cargados).

El negocio pasó a ser el desalojo, que los obreros resistieron en cinco oportunidades, mientras ocurren otros dos hechos que convierten a Zanón en una de las fábricas más extrañas de las que se tengan noticias.

Resisten trabajando y produciendo cada vez más. Aumentaron la planta de personal en un 80 por ciento y crearon una cooperativa para que la justicia los reconozca. Se llama FaSinPat (Fábrica Sin Patrón).

Son sistemáticamente acosados de diferentes modos: judicial, policial, político, mañoso. Otra vez, el dado es el mismo, todo depende de cuál sea la cara que les toque en suerte. O

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en desgracia.

Veteranos del delito. ¿En qué formas Zanón es criminalizada? “De todas las formas, y desde el primer día”, dice Raúl Godoy, hombre de gorra eterna y referente del reclamo obrero. “De entrada nos acusaron de usurpadores. En octubre de 2001 tomamos la fábrica, en noviembre hicimos un corte en la ruta, y ahí ya me iniciaron un proceso. Usan como pruebas fotos donde dibujan circulitos para identificar a los que andan buscando. Es cómico: usan un video de la televisión donde se ve cómo hay una gran asamblea en la ruta votando por el corte, con gente de la Universidad del Comahue, docentes, el MTD de Neuquén, la gente de Zanón, vecinos... pero me procesaron solamente a mí como supuesto instigador. Empezó una persecución más seleccionada”.

Godoy es integrante del Partido de Trabajadores por el Socialismo (PTS), una fuerza que en Neuquén quedó ubicada en el último puesto en las elecciones de 2003, debajo incluso de otros partidos de izquierda, sin haber podido capitalizar el prestigio de la lucha de Zanón y de su máximo referente: Godoy ha logrado ser respetado hasta por los apartidarios y apolíticos, pero la propia asamblea de Zanón votó en contra de que cualquiera de los obreros se presentase como candidato.

Presiones y persecuciones. Hubo amenazas a Godoy por parte de un comisario llamado Herrera, que la justicia no tomó en cuenta. Amenazas y exhibición de armas de fuego por parte de la policía contra las pequeñas hijas de Godoy, a quien además le desvalijaron la casa en un robo que los vecinos describieron como “operativo comando”.

Un caso paradigmático fue el del secuestro y robo perpetrado por dos delincuentes fugados de la Unidad u, a quienes el diario Río Negro definió como “dos veteranos del delito”. El principal era “un Gordo Valor de Neuquén” ejemplifica Godoy, para referirse a esos delincuentes cuya frontera con los policías es de una infinita levedad. Su nombre: Nelson Gómez Tejada. Su compinche fue Juan Antonio Gómez. Veteranos del delito no por su edad (37 y 25 años), sino por su constancia.

Ambos señores fueron a la casa de Miguel Vázquez, obrero de Zanón. Los vecinos denunciaron movimientos extraños porque Gómez estaba en el techo de la casa cortando los cables de luz y teléfono. Llegó la policía, que departió amablemente con Gómez Tejada y se retiró del lugar. Los dos Gómez estaban en ese momento fugados de la Unidad 11 y con pedido de captura pero la policía, acaso en un gesto humanitario, no quiso cercenar su libertad.

Gómez Tejada, armado, entró en la casa, retuvo a la familia y robó el dinero con el que al día siguiente se pagaría a los obreros de Zanón, más de 20.000 pesos. Otro obrero, Miguel Papatryphonos, llegó en su Fiat Uno a buscar a Vázquez. Gómez Tejada se llevó a ambos, y se robó también el Fiat Uno. El cúmulo de denuncias logró que la policía lo detuviera, y a las pocas m semanas volvió a fugarse de la Unidad 11, cual niño que se hace la rabona en la escuela.

Godoy: “Después les hicieron juicio pero salieron sobreseídos porque dicen que no había pruebas, ¡y cuando cometieron el robo estaban fugados de la cárcel!”. El dinero nunca apareció. El diario de Río Negro, en sus crónicas del juicio, comentó cómo la fiscalía “interrogó a fondo a las víctimas, como si fueran los acusados”. Los obreros terminaron arrojando sobre el edificio de Tribunales huevos, tomates y zapallos podridos, símbolo de su opinión sobre la justicia.

Celulares pinchados. Hubo más. El intento de secuestro de Carlos Acuña, responsable de prensa de Zanón –se salvó llamando la atención a los gritos cuando quisieron subirlo a un auto– amenazas telefónicas, autos misteriosos: lo de siempre en Argentina. Ninguna

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denuncia efectuada por los trabajadores prosperó. La justicia criminaliza la protesta, pero no siempre criminaliza el crimen.

Otro operativo comando sucedió en diciembre de 2003, cuando personas con armas largas llegaron a Zanón, se dirigieron al sector de ventas al público, ataron a los trabajadores que estaban allí, dejaron un generoso recordatorio de culatazos, y se llevaron la recaudación del día, fugando con toda comodidad e intrepidez hacia la zona donde está la comisaría

La persecución también exhibe innovaciones tecnológicas, como los teléfonos celulares intervenidos (o “pinchados” según la vieja pero vigente jerga de tiempos de la dictadura). Godoy: “Para nosotros es un folklore. Estamos en una reunión conversando, llaman a otro compañero que está afuera, y le pasan la grabación de nuestras voces, todo lo que estamos hablando. Usan tu propio celular como una radio. Recibo un mensaje, según el identificador de llamadas se trata de un compañero, pero en realidad me pasan la grabación de una reunión. Ya nos da risa. El otro día le dije a uno: saca el celular, boludo, que estás transmitiendo toda la reunión. Eso acá es de lo más normal”.

Los trabajadores tienen causas en la Corte provincial, tribunales de primera instancia, jueces de instrucción, laborales, cámaras: “Nunca se sabe de dónde va a salir el disparo”, señala Godoy.

En el año 2004 la sorpresa fue en el juzgado porteño que lleva adelante la quiebra, cuando la delegación de trabajadores se encontró con el propio Luis Zanón, que además de su sonrisa tenía otros implantes: funcionarios del Banco Mundial, del Banco Interfinanzas y de la burocracia sindical ceramista desplazada del sindicato. Los bancos son acreedores de Zanón, y los sindicalistas pertenecen al biotipo que ha engordado gracias a sus buenas relaciones con las patronales.

Medita Godoy: “Eso muestra la magnitud de lo que tenemos enfrente. El peligro es grande porque muchos planetas se están alineando contra nosotros y en general contra las fábricas recuperadas. Quieren verte arrodillado, demostrar que los trabajadores no sirven para nada, y menos para manejar empresas”.

¿Dónde está el dinero? Tal vez sea cierto. Los trabajadores no sirven para manejar empresas al estilo que propugnan la banca internacional y el soviet empresario.

Ejemplos: expulsaron a la burocracia sindical (y no la engordaron), pusieron en marcha una fábrica que la patronal había abandonado, y no despiden personal sino que dan trabajo.

La planta tiene 80.000 metros cuadrados cubiertos y ocupa nueve hectáreas en total. La recorrida por esos galpones que llegan hasta el horizonte muestra máquinas con pantallas que tienen una lluvia de puntos verdes, tipo Matrix, hombres y mujeres concentrados en lo suyo pero que se dan tiempo para conversar, pinzas enormes, orugas mecánicas con tenazas que agarran cerámicos y los apilan. Guanacos mecánicos que escupen pegamento para las cajas de cartón. Chapas que se mueven como manos de hierro que empaquetan todo. Más allá, también dentro del galpón, hay unos embudos gigantes, de cuatro o cinco pisos de altura, que mezclan una sustancia barrosa. Pasa un vehículo interno de carga de material que se desliza sobre vías, como un tren, haciendo sonar una alarma: no lo maneja nadie. Luego se escucha la suavidad de Un pacto para vivir.

Las cajas de cartón dicen FaSinPat, la marca de los cerámicos

En la página web, www.fasinpat.com.ar se exhiben los modelos y diseños producidos en la planta, tanto en cerámicos de mono-cocción (hay 13 colecciones distintas, entre ellas Mapuche y Obrero), porcelanato natural y porcelanato pulido (otras doce colecciones). Estos últimos productos ubican a FaSinPat –potencialmente– en un nivel capaz de

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competir internacionalmente ya que de hecho Zanón, antes de degollar a la gallina de los huevos de oro, exportaba a Australia y diez países europeos. Y uno de sus proyectos, cuenta Cristian Moya, era enfocar la planta exclusivamente a la fabricación de porcelanato: “Es lo más en pisos a nivel mundial, un piso pulido, espejado. Somos la única planta latinoamericana con tres pulidoras, y la única que elabora todo, desde la materia prima hasta el producto terminado. Es inexplicable y absurdo que con esa posibilidad hayan llevado las cosas al extremo de matar vida”.

Algunas hipótesis sostienen que el señor Zanón iba transfiriendo sus ganancias al exterior, otros barruntan que las volcó al juego especulativo financiero de los 90, y todos coinciden en que cualquiera de esas posibilidades eran prácticas cotidianas en la época menemista y su apéndice delarruísta.

Sigue la recorrida. En la sala de administración hay una asamblea (los celulares quedan afuera) y se ven afiches: “Exigimos trabajo genuino, nos dan balas de plomo y represión” y “Clarín, periodismo de infantería”. Hay dibujos de chicos de primaria: imágenes de obreros trabajando, algo que en amplias zonas de Argentina se ha convertido en realismo mágico.

El truco del fútbol. El entrerriano Miguel Ramírez y Reinaldo Giménez son dos de los jóvenes veteranos de la fábrica. Toman mate y repasan la historia. Hasta 1998 todo parecía ir razonablemente bien. Giménez: “Zanón estaba ganando 44 millones de dólares anuales y en el 94 llegó a 67 millones. Pero empezaron a hacer recortes de insumos y repuestos, nos sacaron hasta las medias de trabajo, todo con la complicidad del sindicato”.

El Sindicato de Obreros y Empleados Ceramistas de Neuquén (SOECN) y la comisión interna de Zanón estaban controlados por los hermanos Montes, quienes mantenían una relación romántica con la patronal.

Ramírez: “Zanón era muy falso. Venía un par de veces al año, recorría la fábrica, le palmeaba la espalda a alguno. A ése lo echaban: descubrimos que era su forma de marcar a los que no le gustaban”. Estratagema típica: “Si querían despedir a cinco compañeros, anunciaban veinte despidos. Entonces el sindicato se hacía el que intervenía, luchaba y negociaba, y terminaba diciendo: Bueno, logramos que reincorporen a quince. Y así echaban a los cinco que quería rajar la patronal”.

En 1998 la Lista Marrón (sindicalismo de izquierda y combativo) logró desplazar a la burocracia de la comisión interna.

Las condiciones en la fábrica seguían empeorando y los desplazados empezaron a cumplir un rol policial con respecto a sus compañeros.

¿Cómo organizarse en ese ambiente? Carlos Acuña: “Se nos ocurrió armar un campeonato de fútbol afuera de la fábrica. Hay 14 sectores, cada uno con su equipo, que elegía un delegado para ir a los sorteos. Ahí aprovechábamos para conversar”. El mecanismo clandestino funcionó como modo de organización y comunicación interno (y los campeonatos eran parejos).

Por ejemplo, la empresa hablaba de crisis, pero en los sorteos del campeonato se acumulaban datos y sacaban cuentas. “¿Qué crisis, si salen 20 camiones por día, tienen el 25 por ciento del mercado interno y exportan a no sé cuántos países? ¿Qué crisis, si les dan ventajas impositivas en la provincia, préstamos y todas las ventajas imaginables porque Zanón, además, estaba a la sombra de Sobisch?”, se pregunta Acuña. Jorge Sobisch es el gobernador neuquino que se define a sí mismo como un lobbista de las empresas

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La vida por el patrón. En el año 2000 la situación interna se fue agravando, se atrasó el pago de sueldos, y en junio murió en la fábrica Daniel Perras, 20 años, de un paro cardio-respiratorio. Moya: “Ahí vimos que la sala de primeros auxilios era una fachada, hasta el tubo de oxígeno estaba vacío”.

Ramírez: “No nos daban ni ropa, no nos pagaban, la gente empezó a ver que todo estaba podrido, y encima pasó lo de Daniel”. Se desató un conflicto que duró nueve días y se calmó cuando Zanón empezó a regularizar pagos. En diciembre de 2000 los obreros de la fábrica pudieron dar un zarpazo diferente, que en Argentina tiene aristas de hazaña: le ganaron el sindicato a la burocracia sindical y Raúl Godoy quedó como secretario general del gremio. El conflicto en el año 2001 se fue agravando. Ramírez enumera la secuencia: “Suspendieron gente, empezaron las huelgas y se pudrió todo”.

Giménez enuncia el que considera el gran error de Zanón, diseñando en pocas palabras un tratado sobre psicología patronal y obrera: “Aquí hay gente que trabaja hace 20 ó 25 años. Gente que jamás faltó: vivió para Zanón. Él habría provocado una gran división si hubiese dicho: ‘A los sindicalistas no les pago porque son vagos’, por lo que sea, pero metió a todos en la misma bolsa. Y la gente con más antigüedad dijo: éste desgraciado me hubiera pagado a mí. Le di mi vida, pero no tiene sentimientos, ni compasión, no hace diferencias”. El conflicto se transformó en huelga; los trabajadores instalaron carpas fuera de Zanón, comenzaron a hacer piquetes, marchas, actos. Como contrapartida, Zanón recibía préstamos de la provincia para ir pagando los sueldos, pero se quedaba con los préstamos y no pagaba. En tanto, los medios locales publicaban la noticia sobre la participación del señor Zanón en cenas de beneficencia en Buenos Aires junto a Domingo Cavallo, Amalita Fortabat, Franco Macri y gerentes de las empresas privatizadas, pagando 10.000 dólares el cubierto para paliar el problema de la pobreza.

El 1° de octubre de 2001, ante lo que ya constituía un abandono por parte de la patronal, ocuparon definitivamente la planta. Giménez: “Ahí se desencadenó todo y se tuvo que ir la plana jerárquica. Los hicimos salir. Les dijimos a los jefes que no podíamos permitir que las cosas siguiesen funcionando de ese modo. No presionamos a nadie. Y muchos decidimos quedarnos. Se quedó también una guardia de la empresa, pero tampoco les pagaron nunca y terminaron yéndose”.

Moya: “Hacíamos ollas populares, eventos, todo para subsistir. Pero la fábrica era un cementerio, totalmente parada”.

Los trabajadores recibieron apoyo de la comunidad. De las escuelas, los clubes, los vecinos, hasta de los presos de la unidad carcelaria les mandaban sus raciones de comida.

Hicieron piquetes pero se arrepintieron al advertir que la idea original de protesta se transformaba en aislamiento. “Los que estaban del otro lado eran trabajadores, igual que nosotros”, recuerdan. Es lo característico de cualquier charla en Zanón: manifiestan su solidaridad formal con los piqueteros, pero se empeñan en marcar sus diferencias. Carlos Quiñimir: “El pueblo se da cuenta de que no somos piqueteros sino padres de familia”. El prejuicio, acaso involuntario, no late sólo en la clase media.

¿De quién es la fábrica? Los instrumentos de lucha de los trabajadores pasaron a ser el megáfono, el volante, la palabra.

Salieron a explicarle a cada persona qué les pasaba. Subían a los colectivos y durante el viaje contaban su historia. Con el megáfono se instalaban en los barrios para darse a conocer y transmitir su situación y sus acciones. En la ruta, no cortaban el tránsito sino que entregaban volantes a los automovilistas que pasaban. “Muchos paraban y sacaban del baúl alimentos que traían para nosotros”, dice Giménez.

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“La solidaridad fue tremenda –recuerda Ramírez– nos mandaban tanta comida que no teníamos dónde guardarla. Armábamos bolsas y vendíamos para el fondo de huelga. Hubo mucho aguante de la comunidad y los pequeños comerciantes”. ¿Por qué tanto apoyo? Giménez: “Siempre dijimos que la fábrica no es nuestra. La estamos usando, pero es de la comunidad. Nos preguntaban qué estábamos haciendo, y decíamos que no éramos piqueteros intransigentes, con palos y todo eso. Poníamos gomas, a lo sumo, y si alguien tenía una dificultad o un accidente lo ayudábamos. Lo decidimos en asamblea. Los compañeros dijeron: no queremos cortar más. Decidimos salir a la calle pero a explicar y explicar. Porque si no nadie entendía qué estábamos haciendo, creían que estábamos divagando”.

En diciembre de 2001 una de las marchas de Zanón frente a la gobernación fue reprimida antológicamente por la policía cuyos jefes gritaban: “¡a los camisas marrones!”, para que no hubiera confusión acerca de a quién había que cazar. Allí los obreros quemaron los telegramas de despido que les habían enviado.

En marzo de 2002 pusieron en marcha las máquinas, y la idea de estatizar la planta bajo control obrero. Carlos Acuña, encargado de prensa: “Sabemos que la fábrica es totalmente rentable, seguimos tomando gente, pagamos todos los servicios, y pensamos que si hay un excedente económico no tiene que ir para nosotros, ni para los políticos ni para los empresarios, sino para la comunidad”.

Aunque la idea de la cooperativa no los seduce (porque quieren la estatización) se formó FaSinPat como una salida transitoria para hacerse cargo de Zanón.

Se convirtieron en tema de estudio. Ramírez: “Hicieron películas con nosotros los de Caritas, y Naomi Klein. Vienen delegaciones de Italia, Francia, Bulgaria, Alemania, Estados Unidos, España, de todos lados”.

Convivencia y línea de producción. La asamblea estableció algunas normas de convivencia: llegar 15 minutos antes y salir 15 minutos después del horario establecido, por ejemplo, para que los trabajadores se pongan en contacto con las novedades del día. Moya cuenta que hubo un despido en la fábrica “de un compañero que estaba robando”. A la inversa, “a un compañero con problemas de adicción se le pagó un tratamiento, y se le conserva el puesto de trabajo”.

El tiempo de almuerzo en el comedor de Zanón lo decide cada uno. Moya: “Todos conocen su responsabilidad. Algunas normas pueden ser hasta parecidas a las que tenía la empresa, pero esto no es un campo militar”. Durante el almuerzo puede verse al propio Godoy sirviéndoles milanesas a otros obreros, o a los periodistas asombrados.

¿Y el ritmo de producción? Describe Quiñimir, compartiendo un mate sin que las máquinas de su sector (que llevan los cerámicos hacia los hornos de cocción) se detengan: “Cuando tenía patrón no podía conversar como lo estamos haciendo en este momento. No podía pararse ni un par de minutos. Ahora trabajo tranquilo, a conciencia, y sin un jefe que esté gritando que hay que llegar al objetivo. Se hacían ciclos muy rápidos en los hornos. Se llegó a trabajar en 28 minutos cuando lo aconsejable es 35 o más, como lo hacemos ahora”.

¿Cuál es la diferencia? “Era muy fácil quemarse las manos y por la velocidad de las máquinas no podías pararlas para hacer arreglos, había que destrabarlas sobre la marcha y eso provocaba muchos accidentes. Lo típico, que te cortes dos o tres dedos”.

Esto podría implicar que las cosas no marchen al ritmo que suele propiciar el capitalismo cocainómano de las últimas décadas, pero sin embargo los obreros han ido aumentando su

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producción y las ganancias, y con ello el número de obreros: de 240 al retomar la planta, a 400 en el año 2004.

La izquierda, la asamblea, y lo alternativo. ¿Cuál es la incidencia de lo político partidario con respecto a la asamblea? Dice Quiñimir. “La asamblea es lo principal. Los partidos tienen un rol importante, pero supeditado a la asamblea. No hay un partido que diga: ‘esto se hace y esto no’. Hubo algunos encontronazos porque nos resistimos a que nos manejen el conflicto, pero la carga se acomodó sobre la marcha. Nos apoyaron partidos de izquierda en momentos difíciles, pero no nos confundimos ni dejamos que por eso haya una influencia directa”. ¿Y Godoy? “Raúl es un compañero de trabajo y el hecho de que sea militante de un partido es otra cosa. El conflicto nos hizo aprender a todos. Hay que respetar al trabajador y al militante. Los dos necesitamos del otro. Cuando algo se traba, decide la asamblea, que es la autoridad máxima”.

Alberto Esparza –en el olvido prehistórico está su afiliación al justicialismo– aporta otro diagnóstico: “Los compañeros que están en la cosa política, tienen que volver a la producción. Y los que están en la producción tienen que estar listos para tomar la posta. Si no, se comete el error, sin ánimo de ofender, de preguntar dónde está Raúl Godoy. Ése es un reflejo de la derecha que siempre busca un caudillo. Aquí hay por lo menos cien personas que podrían ser delegados en cualquier fábrica”.

Alberto resume: “Se puede decir que la conducción es de izquierda, que hay oposición a este sistema capitalista. Pero para mí lo peor que podría ocurrir es que se transforme esto en una cuestión sectaria o partidaria”.

Carlos Acuña agrega: “Raúl es de un partido, puede traer su propuesta, y yo –que no soy de un partido– traigo la mía que discutí con los míos en mi casa. Se vota y se decide. Eso nos simplifica las cosas, y hace que no tengamos el pie de un partido político en la cabeza”. Carlos reconoce: “Hemos aprendido muchísimo de la izquierda o del FTS, como ellos han aprendido mucho de nosotros”. ¿Por ejemplo? “Que acá no hay que venir con cosas raras, porque no corren”. ¿Qué cosas raras? “Querer imponer una política. Querer manejar el conflicto. Acá el conflicto lo maneja la base”.

Alberto Esparza suma otra faceta política: “Uno no puede despegarse de la sociedad y tener un mensaje justiciero reivindicativo que no le llega a nadie”. Parecen las palabras de un militante. “No milito, pero quiero dejar sembrado algo. No sé: acá vienen chicos, estudiantes, y nos preguntan cómo hicimos. Lo primero que hicimos fue no respetar las leyes. Y a mí me gusta explicarlo con mis propias palabras. Ser partidista es muy fácil porque te atas a una línea definida que te dictan y listo. Mucho más rico es lo que hacemos acá, donde discutimos, consensuamos, y sabemos qué intereses queremos defender”.

Alejandro López cree que nada de lo que viene será fácil: “El gobierno tiene una política clara de entrega de los recursos naturales y represión de los trabajadores, entonces tenemos que pensar cómo hacer para que cada conflicto sea de la sociedad. Digamos: el problema de la educación no es de las escuelas. También es mío, que tengo una nena de 9 años. El tema de la salud no. es del hospital: es de todos. Y el desempleo lo mismo”. Alberto cree que iniciativas como la Coordinadora del Alto Valle (que reúne a varios movimientos y gremios) pueden potenciar la creación de lo que llama una herramienta: “No queremos ser oposición toda la vida. Tenemos que dar un paso. No sé bien cuál es, pero tenemos que armar nuestro espacio para discutir, para tener nuestro programa y dar una pelea de fondo. Los que movemos la economía somos los trabajadores. Entonces es una picardía que no seamos los trabajadores los que decidamos qué queremos con nuestro futuro”.

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2La batalla que hizo historiaUna pequeña fábrica textil del barrio de Once fue protagonista de uno de los capítulos más apasionados, violentos y dramáticos. Así lo recuerdan dos de sus principales protagonistas.

Un día antes de que Argentina estallara al son de las cacerolas, 52 costureras se plantaron frente a sus patrones y les exigieron los salarios impagos. Sin saberlo, se anticiparon 24 horas a esa vigorosa revuelta popular que clamaba: “Que se vayan todos, que no quede ni uno solo”. La consigna no se refería sólo a los políticos, también alcanzaba en ese barrio de Once a los empresarios ricos con empresas quebradas y empleados pobres.

La textil Brukman, rápidamente, se convirtió en un símbolo de la Argentina post 19 y 20 de diciembre. Despertó la solidaridad de las recién nacidas asambleas barriales. También de los movimientos piqueteros, estudiantiles y de los partidos de izquierda. Pronto se transformó en la empresa más emblemática del movimiento de fábricas recuperadas, casi una Meca para militantes e investigadores. “Hay un rumor que está recorriendo el mundo, un rumor que cuenta que hay otra forma de trabajar, que hay una solución, y el nombre de ese rumor, de esa esperanza, es Brukman”, escribió entonces la periodista canadiense Naomi Klein.

Brukman reunía varias características distintivas que le permitieron ocupar ese lugar privilegiado. Por un lado, se trataba de la ocupación de una firma prestigiosa, con medio siglo de vida, situada en el corazón de la Capital Federal. Además, era una fábrica donde la mayoría de sus trabajadores eran mujeres. A diferencia de lo que suele ocurrir con las dirigentes políticas, ellas no necesitaron mimetizarse con sus compañeros varones para imponer sus opiniones. Sus declaraciones sintonizaban a la perfección con un contexto social donde la mujer había tomado un rol protagónico: mientras las de clase media salieron a las calles con sus cacerolas para rebelarse contra el estado de sitio; las de las clases excluidas ya habían demostrado su coraje cortando rutas y exigiendo trabajo para sus familias. Pero hasta entonces, las obreras de Brukman no se sentían parte ni: de unas ni de otras. Sin embargo, sus guardapolvos celestes se convirtieron en banderas de la misma lucha.

El mayor rasgo distintivo de Brukman fue la intervención activa de los partidos políticos de izquierda en el derrotero de la ocupación. Mediante sus estructuras y recursos, las agrupaciones partidarias constituyeron una fuerte caja de resonancia del conflicto. Mientras la mayoría de las fábricas recuperadas o en vías de recuperación, continuaban su lucha de manera silenciosa, la textil porteña lograba colarse en la agenda mediática y política. Un ministro del entones presidente Eduardo Duhalde –según reveló en una entrevista con lavaca.org un barra brava del club de fútbol Boca Juniors– contrató a La 12 para ocasionar disturbios en la manifestación posterior al brutal desalojo sufrido el 18 de abril de 2003. El gobierno temía que el germen de Brukman se transformara en otro 19 y 20 de diciembre, pero aquella vez, la barra brava tuvo que retirarse porque sus integrantes fueron desenmascarados por los grupos piqueteros.

Mientras la izquierda convertía a Brukman en una excusa más de sus eternos enfrentamientos, los movimientos de fábricas recuperadas y otros actores sociales opinaban que los intereses de las agrupaciones partidarias no siempre coincidían con los de los propios trabajadores. Naomi Klein lo describió así en una de sus visitas: “Algo que siempre me llamó la atención acerca de Brukman, antes del desalojo, fue que todos los

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partidos de izquierda han venido a colgar sus banderas para poner su logo frente a la planta, pero que ninguno pensó en diseñar uno nuevo para ofrendar a una empresa en manos de sus trabajadores. Por eso no hay ningún cartel que diga: Brukman, bajo control obrero”.

El caso Brukman no sólo generó un áspero debate ideológico con los sectores que defienden el valor rector de la propiedad privada. También impuso una discusión interna en el seno de los movimientos sociales. Casi desde el momento de la ocupación y hasta después de lograrse la expropiación, en octubre de 2003, se produjo una tensión entre dos corrientes. Por un lado, los partidos de izquierda –sobre todo el Partido Obrero y PTS– que exigían la estatización de la planta bajo control obrero. Por el otro, los que adscribían a los movimientos de fábricas y empresas recuperadas que creían en una solución más práctica y rápida: la expropiación a favor de una cooperativa de trabajadores. Para los primeros, las cooperativas eran funcionales al sistema capitalista e inviables por la falta de capital de trabajo. Además, sostenían que se trataba de una postergación del problema de fondo, porque las expropiaciones que otorga la Legislatura son temporarias, por dos años, con una opción de compra a favor de los trabajadores de dudosa factibilidad. Los defensores de la expropiación, en cambio, eran pragmáticos: si formaban la cooperativa, las costureras recuperarían su fuente laboral, objetivo inicial que se planteaba la mayoría de los obreros.

Estas dos visiones tuvieron, dentro de Brukman, dos voceras.

Por un lado, Celia Martínez.

Por el otro, Matilde Adorno.

Sus filosas discusiones se convirtieron en un clásico de las asambleas.

Ellas son quienes aquí cuentan su historia.

A través de sus memorias, pasiones y sufrimientos, podemos intuir algo acerca de esa batalla que hizo historia.

La batalla de Brukman.

3Metalúrgicos del nuevo sigloDespués de un año y medio de conflicto, la metalúrgica fabricante de las estanterías industriales y andamios Acrow pasó a manos de los obreros asociados en la Cooperativa, Crometal. Allí puede escucharse el olvidado estruendo de una metalúrgica funcionando, y se escucha también la historia de estos hombres a quienes los medios se ocuparon de hostigar, que cuatro veces ocuparon la fábrica y tres veces fueron desalojados; que vivieron en un colectivo; que aseguran saber qué es la denigración, y a quienes se intentó comprar con tres kilos de carne.

Con bigotazos al estilo de los de hace 100 años, Daniel Martins (50), el presidente de la cooperativa Crometal, reconoce que luego de tantas trampas, incertidumbres y sorpresas, aprendieron a dormir de un modo prudente: con un ojo abierto.

Martins es un presidente de overol: “Acá somos todos técnicos, ingenieros, obreros, lo que sea”. La entrevista es en un salón de reuniones ejecutivas, frío por el desuso. “Esto empezó a fines de 2001, justo con lo del corralito y la caída de De la Rúa. Ahí ya venían

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con dos o tres meses de atraso salarial. No teníamos un peso. Es algo que te perturba la mente”, dice Daniel.

¿Por qué cayó esta empresa?

Tema misterioso cuando se descubre que esta fábrica de estanterías industriales y andamios tenía 1.700 clientes, como Techint, Arcor, Johnson & Johnson, Sancor, Carrefour y Coto; la Armada, Andreani, Oca, Roggio. Una interpretación sobre el derrumbe: “Eduardo Nascimento, el dueño, tiene tres empresas. Una es Enas, de alquiler y venta de andamios, y otra de elementos para la construcción. Vimos que Acrométálica pagaba la materia prima, insumos, impuestos, salarios, servicios, pero no vendía nada. Vendía Enas: ésa era la que facturaba. Entonces era un lock-out, un vaciamiento. Las otras empresas de este hombre siguen funcionando y a ésta la tiraron abajo”, dice Martins.

¿Cuál era el negocio? “Vaciar Acrométálica. Incluso pidió un crédito hipotecario. Consiguió 260.000 dólares, ese dinero se lo cargó a la empresa, pero acá nunca llegó nada”. Jorge Rodríguez, secretario de la cooperativa, agrega otro elemento: “Se ve que quería terminar con la fabricación, y en las otras empresas tomaba gente pagándoles fuera de convenio, en condiciones muy irregulares”.

A fines de 2001, entonces, empezó el conflicto, pero en enero de 2002 todo pareció que se iría solucionando porque les ofrecieron 100 pesos semanales a cuenta de la deuda. La promesa duró dos semanas.

Tres kilos de carne. En la planta estaban cortados el servicio eléctrico, el gas y el teléfono por falta de pago. El crédito bancario de 260.000 dólares seguía a resguardo de ser gastado en tales menesteres.

Con ese panorama, el 6 de febrero de 2002 los obreros decidieron ocupar la planta para exigir que les pagaran los sueldos, o al menos las indemnizaciones si la empresa no estaba dispuesta a seguir adelante.

Como respuesta, dos días después recibieron telegramas de despido con causa justificada por usurpación, con el agregado de la apertura de una causa penal.

Comenzó una extraña danza de conversaciones, negociaciones, presentaciones ante el Ministerio de Trabajo. En marzo apareció para hacerse cargo de la empresa un tal Ricardo Rabin. “Vino con una propuesta que discutimos acá mismo, donde estamos sentados ahora”, dice Daniel Martins. “Era representante de una empresa brasileña, Formet, que estaba asociada a Nascimento, según dijo. Y venía para reencauzar la empresa por carriles normales. Nos generó la idea de que podía haber un arreglo, pero dijo que tenía que estudiar las cosas para convencer a los brasileños de hacerse cargo”.

Rabin anunció que Formet carecía de capital para salarios y propuso pagarles 20 pesos por semana y tres kilos de carne.

“Cosa que aceptamos –confiesa Martins con el tono de quien se ha sentido humillado– porque veníamos de varios meses sin cobrar, y pensamos que era una forma de remontar la empresa y conservar el trabajo”.

Jamás les pagaron. Poco después se dieron cuenta de la farsa. Las propuestas eran una forma de desgastar el conflicto, y los trabajadores se enteraron de un dato que cerraba el negocio del vaciamiento: “Querían alquilar el predio como bodega de un hipermercado, porque está en un lugar estratégico entre La Plata y Capital Federal. Así se despreocupaban del personal, y todas esas cosas”.

El personal y todas esas cosas seguían empecinados en no permitir ese proyecto de

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mutilación dé la fábrica. Jorge Rodríguez cuenta que ya a esa altura, la propia Unión Obrera Metalúrgica de Quilmes les propuso la idea de armar una cooperativa. Se conectaron entonces con Horacio Campos, presidente de IMPA (la cooperativa que tomó la fábrica de ese nombre), con Eduardo Murúa (del Movimiento Nacional de Empresas Recuperadas), y en abril de 2002 se creó la Cooperativa de Trabajo Crometal.

Los obreros lograron que el Consejo Deliberante de Berazategui votase por unanimidad declarar a la f ábrica de utilidad pública y sujeta a expropiación, y consiguieron apoyo en la Legislatura bonaerense para votar el proyecto de expropiación.

Miedo a los ladrones. La fábrica seguía tomada y paralizada.

A la noche se quedaba siempre un pequeño grupo para cuidar las instalaciones, para que no se robaran algo –dice Rodríguez.

–¿Temían a los ladrones?

–No, al empresario. Nuestro miedo era que se llevaran algo de valor. El compresor, por ejemplo, que hace funcionar a la mayoría de las máquinas, vale 50.000 dólares. Sin las máquinas nunca íbamos a poder poner en marcha la fábrica.

Dos meses después los desalojaron.

Aquel 19 de junio de 2002 las fuerzas se distribuyeron así:

Del lado de afuera de la verja, 115 efectivos policiales, armados para la eventualidad de un choque y dispuestos a doblegar cualquier resistencia.

Del lado de adentro, 5 trabajadores.

Al rato, los de adentro salieron y los de afuera entraron.

–No, no hubo resistencia: 115 contra 5, no había nada que hacer –dice Rodríguez.

Ahí quedaron. Del lado de afuera. Les prestaron un ómnibus escolar viejo, anaranjado y blanco. Ése fue su refugio. Dice Martins: “Trasladamos toda nuestra vida al ómnibus. Ahí cocinábamos, dormíamos, hacíamos reuniones, era como una casa rodante”.

Con la vida trasladada, miraban a través de la verja cómo la patronal retomaba la fábrica. Se quedaron en el ómnibus. Como seguían temiendo que se llevaran materiales o maquinarias, aprendieron el arte de dormir con un ojo abierto.

El ómnibus era el símbolo de un conflicto no resuelto.

Rabin propuso dialogar y ofreció un cheque de casi 9.000 pesos para ir achicando la deuda. “Lo aceptamos porque así no se cortaba nuestro cordón umbilical con la empresa –reconoce Martins–. Al firmar el cheque, estaban ratificando la relación de dependencia”.

Esto muestra que la idea de cooperativa podía ser una expresión de deseos, pero los trabajadores seguían más cerca de la desesperación, y dispuestos a una solución convencional. Un detalle: nunca se presentaron a cobrar los Planes Trabajar –que les hubieran correspondido– para no dar por convalidados los despidos. El nivel de ingreso de cada uno de estos hombres era igual a cero.

Daniel Martins, con una mueca detrás de sus bigotazos nietzscheanos, marca otro factor: “Cuando llegas a tu casa y te das cuenta de que tu señora no puede armar la cena porque no tiene con qué hacerlo... eso al menos a mí, como hombre, esposo, padre, me hace sentir denigrado”.

Martins nos mira y pregunta:

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–¿Se dan cuenta?

Quién defiende a las empresas. El cheque que les entregó Rabin no tenía fondos. En la fábrica todavía hoy existe un cartel instalado por la antigua patronal que advierte a los operarios: “Toda demora es una pérdida de tiempo”. Pero durante el conflicto la empresa sabía que con cada demora ganaba tiempo y producía desgaste. Rabin, hombre de rostro impermeable, reapareció con otra propuesta que –entre sus modales naturales y su desesperación circunstancial– estos hombres tuvieron la paciencia de escuchar. Consistía en que renunciaran a los reclamos anteriores y empezaran de cero. Recuerdan a Rabin como un individuo verborrágico, pintoresco, capaz de convencerlos de cosas que a la distancia resultaron perversas.

Los trabajadores asumieron que las conversaciones seguían siendo literalmente increíbles, y permanecieron en el colectivo ideando otras soluciones. Como seguían sin cobrar un peso, se acercaban hasta la Ruta 2 y pedían solidaridad a los automovilistas. Martins lo dice más crudamente aun: “Vivíamos de la limosna. Pedíamos que los automovilistas se apiadaran de nuestra situación. Alguna moneda nos daban”.

También recibían colaboración de IMPA y de la UOM/OUILMES, dirigida por el diputado Francisco Barba Gutiérrez. En la provincia, el partido Polo Social seguía promoviendo, con apoyo de sectores peronistas, la idea de la expropiación, pero nada avanzaba demasiado rápido.

Así se desencadenó la segunda toma de la fábrica, el 28 de octubre de 2002. El ómnibus ese día fue rodeado por representantes de las asambleas barriales de Parque Avellaneda y Pompeya, entre otras, por obreros de IMPA, trabajadores de otras fábricas de Berazategui, gente de la UOM y vecinos.

Sencillamente, y todos juntos, reingresaron a la fábrica. Barba Gutiérrez fue el encargado de una negociación –ante la policía– con Rabin: los trabajadores, dejarían cuatro representantes dentro de la planta, y la empresa mantendría su custodia privada.

Un grupo se instaló en la fábrica y otro quedó en el ómnibus. Seguían en la ruta, deteniendo a los automovilistas para explicarles su situación. Calculan que 6 de cada 10 ponían algo en las alcancías de cartón. Los otros 4 seguían su camino, en el mejor de los casos, sin insultarlos.

“Entre las Asambleas, los compañeros de otras fábricas, la actitud de muchos vecinos, siempre sentirnos que había quienes nos apuntalaban –reconoce Martins–. Sin esas personas no hubiésemos tenido contención, y cada uno se habría ido a su casa. Ésa es la verdad. Pero los trabajadores nos quedamos, custodiando los bienes de la empresa”.

La frase de Martins puede parecer paradójica, pero éste es uno de los casos en los que los bienes de una empresa representan algo demasiado importante como para dejarlos en manos de los empresarios.

En noviembre se logró la media sanción en Diputados para el proyecto de Ley de Expropiación, pero hubo un decreto del gobierno determinando que todas las expropiaciones deberán ser pagadas –llegado el momento– por las cooperativas. Hubo que corregir la redacción de la ley, pero llegaba el verano.

Los piqueteros de la Ruta 2. El “Que se vayan todos” se cumplió inexorablemente: los legisladores se fueron todos de vacaciones. Los trabajadores seguían dependiendo de la caridad de la Ruta 2. Recuerda Rodríguez: “Rabin mandó a unos periodistas de La Nación. El 2 de enero publicaron una nota diciendo que cobrábamos peaje a los automovilistas. Nosotros no cortábamos la ruta, dejábamos una mano libre. Solo obstruíamos el tránsito al

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pedir, y dejábamos seguir viaje. Pero con lo de La Nación, nos escracharon”.

Al día siguiente la zona se llenó de móviles radiales y canales de televisión que lograron obstruir realmente el tránsito. “Hubo medios que venían apoyándonos, como El Sol de Quilmes o el Diario Popular, pero la mayoría jugaba en contra. Decían que éramos piqueteros, de todo. Después de lo de La Nación vinieron los canales de televisión y querían mostrar cómo cortábamos la ruta. Te duele muchísimo, porque querían sacar leña del árbol caído. Querían que fuésemos actores de un teatro que armaban ellos mismos. Ahora, cuando nos desalojaban, no había nunca ningún periodista. Y uno se queda pensando: ¿en qué país estamos viviendo?”

Martins no deja correr la mala sangre: “De lo nefasto es preferible ni acordarse”.

La nota de La Nación daba a entender que la propia .policía de la zona era poco menos que cómplice de los obreros, con lo cual las denominadas fuerzas del orden tuvieron que sobreactuar en sentido inverso y cercaron la fábrica para que los trabajadores no volvieran a acercarse a la Ruta 2. Antes, los cercos policiales eran para que no entrasen a la planta. Ahora, para que no salieran. El 3 de marzo, los obreros decidieron encadenarse a la puerta, para evitar que la empresa siguiera llevándose material de stock y alguna maquinaria, actividad que cumplían en compañía de fuerzas de choque convenientemente armadas de la Policía Bonaerense. Rabin argumentó que tenía una orden judicial para retirar materiales.

Para cuando el diputado Barba Gutiérrez logró verificar que tal orden era otra mentira, los obreros e integrantes de la UOM encadenados a la verja ya habían sido trasladados a conocer la hospitalidad de las cárceles bonaerenses. Estuvieron presos un día.

La situación volvió al anterior equilibrio inestable: algunos obreros de la cooperativa seguirían en la fábrica custodiándola de un posible vaciamiento. Dos semanas después todo cambió.

Escopetas y tribunas de doctrina. Eran nueve. Uno bajó de un Fiat Duna rojo con una escopeta larga. Otro, corpulento, salió de una furgoneta Citroen con un hacha en cada mano. Los otros siete integrantes también exhibían sus pertrechos. El tercer auto era un Fiat 128 blanco, recuerda Daniel Martins.

Rabin dirigía al grupo.

El de la escopeta fue específico –casi una tribuna de doctrina– cuando les gritó: “Vayanse de aquí, o les pego un tiro en las pelotas”.

Era al atardecer, la hora de menos custodia de los trabajadores. La patota armada se enfrentaba a la mirada cansada de Jorge Rodríguez y los bigotazos cada vez más canosos de Daniel Martins.

Ambos trabajadores decidieron que lo prudente era volver al viejo colectivo anaranjado y blanco, del otro lado de la verja. “Desde ahí veíamos cómo estos matones andaban con Rabin por adentro de la fábrica”.

Fue el segundo desalojo.

Dos días después ocurrió la tercera ocupación. Se reunieron nuevamente los vecinos de Berazategui, varias asambleas barriales porteñas, trabajadores de otras fábricas recuperadas. Entre 100 y 200 personas del otro lado de la verja.

Los matones –incluyendo al corpulento de las dos hachas– esa vez no exhibieron armas. Martins no considera que haya sido por una cuestión formal o legal: “Hubiera sido mucho riesgo sacar las armas con tanta gente. Ni tiempo de recargar iban a tener”.

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La patota tuvo que salir y los obreros se instalaron nuevamente en la planta. La empresa, fuera de estas piruetas legales, policiales y violentas, nunca intentó resolver el conflicto por la extravagante vía de reconocer los derechos de los trabajadores.

El 8 de abril de 2003, finalmente, se promulgó la Ley de Expropiación temporaria. Los obreros de Crometal empezaron a trabajar utilizando materiales viejos, para poner en marcha las máquinas y planear una presentación en sociedad del nuevo emprendimiento. No tuvieron tiempo ni de festejar. Y seguían durmiendo con un ojo abierto.

La tercera expulsión fue el 14 de mayo de 2003. El juez provincial Marcelo Goldberg ordenó el allanamiento y desalojo de la fábrica. “Estábamos trabajando, cuando vimos llegar a la policía con la orden de desalojo. Ya no entendíamos nada”, relata Rodríguez.

“Preguntamos qué pasaba, pero la policía dijo que preguntáramos en el juzgado. Pero como ya eran pasadas las 3 de la tarde, en el juzgado no había nadie”.

Tiene su lógica: desalojar fábricas no debe impedir el merecido descanso de los integrantes de las instituciones judiciales.

Las causas penales por usurpación se habían unificado y el juez Goldberg, el que había ordenado también el primer desalojo junto con un fiscal de apellido Madina, no se daba por vencido, pese a la existencia de una ley votada por la Legislatura y promulgada por el Ejecutivo.

Con la custodia de la Policía Bonaerense, el inexpugnable Ricardo Rabin volvió a hacerse cargo ostentosamente de la fábrica mientras los obreros miraban el espectáculo desde el lado de afuera.

Esa vez se presentó una denuncia contra el propio juez por prevaricato, que podía derivar en un juicio político.

Al día siguiente, el juez Goldberg recibió al diputado Gutiérrez y a los abogados de la Cooperativa con aire compungido. “Dijo que no había visualizado el Boletín Oficial, ni la copia de la Ley de Expropiación, pese a que estaban en la causa”.

Es cierto que visualizar boletines oficiales y leyes de expropiación puede ser engorroso, pero se supone que de eso se trata el trabajo de los jueces. Este juez había tenido más de un mes para hacerlo. Pero ante una nueva presentación de Rabin y sus muchachos pidiendo el desalojo, aplicó toda su eficiencia en esa dirección. Como se ve, la justicia no siempre es lenta.

Especula Martins: “Habrá visto la carátula 'Aerómetálica contra los trabajadores' y dijo 'desalójenlos y después vemos'. Supongo yo. Se ve que el hombre no es muy competente en su tarea.”

Pero esta vez el juez Marcelo Goldberg estaba provocando un conflicto de poderes, desconociendo una ley y asomando su cuello al juicio político.

Fue así que pidió disculpas a los trabajadores y declaró ser un defensor de los derechos humanos y de los recursos sociales.

Un asunto moral. El juez revocó el desalojo, ratificó la Ley de Expropiación y por cuarta vez los trabajadores tomaron la empresa, esta vez no sólo con la legitimidad, sino con la legalidad formal de su lado. Por la misma puerta Rabin y los suyos emprendieron la retirada.

El problema, según Martins, es que en estos casos se entra en lo que llama una meresunda legal que demuestra que –además de decisión, voluntad y una inestimable dosis de coraje–

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hay que acompañar estos conflictos con un meticuloso conocimiento jurídico para poder llegar al objetivo.

La planta se puso en marcha. Son 20.000 metros cubiertos en un predio de 70.000 metros cuadrados. Hay túneles de lavado de los metales, cabina de pintura termo-convertible con robots, horno de 40 metros de largo y 180° de temperatura. Muestran el compresor de 50.000 dólares, los sopletes de 10.000, estanterías pesadas que usan los depósitos de los supermercados para almacenamiento, estanterías livianas, andamios, estructuras y puntales para la construcción.

Con el tiempo fueron recuperando parte de la clientela. Sin ayuda, sin marketing, sin subsidios, a puro pulmón, dice Martins. Muchas firmas trabajan normalmente con las cooperativas porque saben que ahí encuentran una dosis de seriedad y eficiencia que con los empresarios vaciadores no existía.

Para Martins la recuperación no es sólo fabril: “Muchos quedamos psicológicamente derrumbados. Pero la forma de recuperarnos no fue ir al psicólogo, sino .trabajar acá”.

Otra cuenta que quieren empezar a saldar: “Lo nuestro a esta altura es poder vivir de nuestro trabajo, y lo estamos haciendo. Pero no es sólo tener plata. Ya esto es moral. Queremos seguir demostrándoles a los vecinos de Berazategui, a la gente que nos conoce, a los almaceneros, los comerciantes, a todos los que nos dieron una mano, que lo que hicieron fue muy importante. Sin ellos nos habríamos venido abajo. Y sin las asambleas y las fábricas y el sindicato. Queremos decirles esto: no se equivocaron”.

Lo dice en voz alta, en medio del estruendo de máquinas que fabrican andamios y puntales, y mirando de reojo al viejo ómnibus escolar, a punto de ser devuelto a su dueño porque ya no van a cruzar la verja para ver las cosas del lado de afuera.

4Las cosas que hay que hacer para trabajarUna imprenta que consiguió sobreponerse a años de vaciamiento y decadencia, pero que un día estuvo a punto de convertirse –literalmente– en llamas. Cómo sus obreros lograron eludir el control policial para poder trabajar.

En el edificio de la imprenta hay un boquete.

Mide unos 20 por 25 centímetros. Ha sido tapado con ladrillos.

Como todo buen boquete, en un tiempo cumplió una función secreta, conspirativa y tal vez subversiva: permitió que los ocho obreros de la imprenta trabajaran.

Esta solapada actividad se realizó a escondidas dé ocho policías y un vigilador privado, puestos como guardianes.

Poco antes, esos mismos obreros habían sido sitiados por carros de asalto policiales, pero desde las ventanas altas del edificio, armados con combustible –entre otras cosas–, habían jurado que incendiarían todo, desde la barricada instalada en la entrada hasta las máquinas y el resto del edificio. Todavía hoy Cándido González cuando lo cuenta, se emociona y llora.

La estimación de los trabajadores era la siguiente:

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“Va a correr sangre, pero de los dos lados”.

Esta historia no surge de alguna película políticamente correcta sobre huelgas, gestas y resistencias. Ocurrió en la ciudad de Buenos Aires en la que hoy es tal vez una de las mejores imprentas del país. Queda ubicada en Pompeya, en la calle Chilavert 1136. Formaron el grupo original Plácido Peñarrieta, Aníbal Figueroa, Ernesto González, Fermín González, Jorge Lujan, Manuel Basualdo, Daniel Suárez y Cándido González. Candido y Fermín son hermanos.

Cándido es el secretario y una especie de vocero natural de la Cooperativa de Trabajo. El nombre original de la empresa era Gaglianone, una imprenta de buen pasar y alta calidad, con 76 años de existencia, que quedó en manos de su segunda generación en la persona de Horacio Gaglianone. La empresa entró en crisis, como tantas otras en el país merced a la notable actuación de los gobiernos y sus políticas económicas de las últimas décadas, pero a eso se sumó, según González, una revelación: a Horacio Gaglianone se le murió la conciencia.

En cierta oportunidad, el señor Gaglianone anunció a los obreros su nuevo orden de prioridades: “Acá primero me salvo yo, segundo yo, y tercero yo”.

Frente a tal programa de acción, los trabajadores se prepararon para tiempos difíciles.

González llama “muerte de la conciencia” a lo que ocurrió al morir la esposa de Gaglianone, Tola. “La señora era quien ponía la moral en la imprenta. Se murió Tola, y el tipo se quedó sin conciencia. Ella iba a los hospitales a ayudar enfermos, era una persona generosa, tenía algo adentro”.

La actitud del propietario de la imprenta se volvió hostil. “Yo admito que te quieras salvar, pero, ¿y la gente .que estuvo al lado tuyo toda una vida? No digo que les des todo, pero págales la mitad, o una cuarta parte”.

La frase es un ejemplo del grado de violencia que se ha ejercido sobre trabajadores de espíritu moderado.

Cándido, 59 años, entró a Gaglianone hace 35. “Nunca pensé que esto se iba a cerrar. “ Su historia personal se ensambla con la de tantos sectores de trabajadores argentinos en las últimas décadas. De muy joven –en los 6o– además de trabajar pasó por la actividad gremial, estuvo en la CGT de los Argentinos y en el Sindicato Gráfico. “Raymundo Ongaro era un luchador” dice, pero reconoce que con el exilio del dirigente en los 70 los hábitos sindicales cambiaron. “Hubo un conflicto, vinieron matones que querían conducirlo, todo eso no me gustó y seguí como delegado aquí, en Gaglianone, para discutir las condiciones de trabajo, las horas dobles, el refrigerio, esas cosas”. Luego aclara el verbo. “Ongaro era un luchador, pero ahora nos hizo cada cosa...”

Así pasó Cándido las últimas décadas –las del regresó a la democracia– que revisa de un modo autocrítico:

“Te dedicas a lo tuyo, a mejorar lo personal, y así uno se va alejando. Es como que uno se encierra, pierde contacto con la realidad. Eso nos pasó a nosotros: perdimos contacto con la realidad, y las cosas nos pasaron por encima. Ahora uno se da cuenta. Qué tarado, ¿cómo no vi cómo eran las cosas?”.

Cándido empezó a ver distinto a partir del 19 y 20 de diciembre de 2001. Comenzó a participar en la Asamblea de Pompeya. “Yo veía el problema de desocupación, de hambre, y no me quería quedar quieto. Me gustaba esa movida de trabajar en el barrio. No sólo protestar”.

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Y después ocurrió lo que nadie esperaba: “Yo participaba para conseguirle bolsones de comida a la gente que necesitaba, y finalmente tuvimos que usar los bolsones acá, para comer nosotros”.

Una lección que ha tomado como un lema: “Uno, para defender su trabajo, tiene que defender el de otro. Y para defender la comida, tiene que defender la del otro”.

Orquesta de corruptos. La historia había ido cumpliendo etapas: primero la empresa entró en convocatoria de acreedores. El relato de Cándido: “El tipo le pagaba bajo cuerda a los acreedores para poder llevarse las máquinas. No era una quiebra común, sino un vaciamiento. Manejan la convocatoria y arreglan todo con el juez. Ahí empieza la corrupción. Y sigue con el secretario del juez y con el síndico corrupto, sumados a contadores y abogados corruptos”.

El esquema culmina con una empresa convertida en una planta vacía, como una cascara rota. “Y el pobre dueño, aparece como un tipo que no tiene nada a nombre suyo. No se le puede embargar, ni puede ir preso. Sacan las máquinas del inventario arreglando con el juez y la empresa queda vacía. Son asociaciones ilícitas, vaciamientos”.

El hecho que desencadenó el final fue el siguiente: Gaglianone perdió el contrato que tenía desde hacía 25 años para imprimir los programas del Teatro Colón. “Eso daba buena plata con la publicidad. Se perdió creo que porque ahí hay mucha política. Hay que repartir con el que te da el contrato en el Estado, ¿se entiende?” (Se entiende. Chilavert, ya como cooperativa, ha decidido abandonar esas prácticas: “Trabajamos con el Estado, pero es un cliente más, que paga el 50 por ciento antes y el 50 por ciento al concluir el trabajo”)

Al caer el contrato con el Colón, el señor Gaglianone anunció que todo continuaría como siempre, incluido un cambio de máquinas. “Nosotros veníamos con quincenas que no pagaba, deuda que se acumulaba, pero igual poníamos el hombro. Mientras tanto, él hacía una maniobra para liberar las maquinarias de la hipoteca. Como no se podía llevar el edificio, se llevaba las máquinas”.

La cruel verdad. Cándido explica que así se iba preparando el vaciamiento. De 2000 a 2002 no había casi trabajo, no se pagaban los servicios, y Gaglianone anunció que vendería las máquinas para comprar otras. “Pensamos que era algo normal, destinado a seguir con la empresa. Pero sospechamos algo raro cuando cortaron la luz”.

Los obreros fueron a plantearle a su patrón lo que estaba ocurriendo. Era el 3 de abril de 2002. “El tipo nos dice: 'muchachos, ustedes vieron el bolonqui que hay en el país. Esto se va a la mierda, y máquinas nuevas no puedo comprar'. Le dijimos que no comprara, pero que tampoco se podía llevar las que estaban en la convocatoria. Y nos contesta: '¿Quién dijo que están en la convócatoria? Yo las vendí dos meses antes”.

Cándido y sus compañeros entendieron: “Éste nos quiere joder”.

Al día siguiente llegó un mecánico vecino a desarmar las máquinas. Los obreros se le plantaron. Apareció Gaglianone con el encargado del taller y un gerente:

–Eh, Cándido, cómo no me dejas sacar las máquinas, ¿cuánto hace que nos conocemos?

–Discúlpeme, la verdad es que a usted no lo conozco.

–¿Cómo no nos vas a dejar sacarlas?

–No salen– informó Cándido con sus siete compañeros a sus espaldas.

–Bueno, déjanos desconectarlas– solicitó Gaglianone”.

–No. Si quieren desconectarlas paguen lo que nos deben.

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–¿Cuánto es?– preguntó el patrón.

–En mi caso, 33.000 pesos– explicó Cándido. El vecino mecánico abrió los ojos como huevos, saludó y emprendió la retirada.

–Te aviso que los jueces se compran –dijo Gaglianone–, van a venir con cuatro carros de asalto a sacarlos a patadas en el culo.

–Bueno, cuando vengan el juez y los carros de asalto, los ayudamos a desarmar las máquinas.

Ese día –4 de abril– se quedaron a dormir en la planta, al lado de las máquinas. “Ahí saltamos la valla. La valla de decidir: voy a pelear”. Cuando llegó el fin de semana y Gaglianone observó que los obreros se aprestaban para pasarlo en la planta, comprendió que la historia no tenía vuelta atrás. “Encontramos arriba un colchón, unos muebles, y empezamos a organizamos. Gaglianone seguía viniendo, se encerraba en su oficina y sacaba los libros de la empresa. Todavía pagaba vales de uno o dos pesos, y una vez nos pagó con un billete de 50 dólares, que encima era falso. Guando cortaron el teléfono, nosotros nos colgamos de la línea para poder estar en contacto con la Asamblea de Pompeya y algunas otras que habíamos ido conociendo, por si necesitábamos ayuda. Un día él escuchó que sonaba el teléfono, se acercó y dijo: Muchachos, ¿me dejarían hacer una llamadita? Después ya no lo dejamos sacar más nada. Su posición se debilitaba, y nosotros ya queríamos tener el control de todo”.

Cándido no puede evitar definir la situación en términos bélicos. “Una vez vino el contador corrupto para llevarse libros contables, y le cerramos la puerta. Le perdés el respeto a esa gente. Es una guerra, ellos se quieren salvar, y nosotros también. Cada uno defendía lo suyo”.

¿Qué se necesita para un vaciamiento? En ese tiempo descubrieron un acto de magia: “Las máquinas no estaban en el inventario de la convocatoria. Hicimos la denuncia por intento de vaciamiento, y el síndico dice: 'No puede ser, yo fui a la imprenta y las máquinas no estaban'. Eso te demuestra que tiene que haber juez corrupto, síndico corrupto y demás, para poder hacer el vaciamiento”.

El 10 de mayo de 2002 se decretó la quiebra: “Eso quería decir que nos podían echar a patadas en cualquier momento”.

Recién en esos días se conectaron con el Movimiento Nacional de Empresas Recuperadas (MNER) y su presidente, Eduardo Murúa. La empresa IMPA, y asambleas como la de Palermo Viejo, Congreso, Parque Avellaneda, Parque Patricios, entre otras, también estaban en alerta.

Comenzaron a redondear la idea de constituirse como cooperativa. “Chilavert es el nombre de la calle en la que estamos, pero viene del coronel que peleó en la Vuelta de Obligado. Nos gustó por los dos lados”. Todos reconocen, de paso, que la fama del arquero paraguayo sirvió para que el nombre fuera rápidamente captado por cualquiera.

Para sobrevivir vendieron planchas de aluminio a IMPA pero además, impensadamente, les llegó un trabajo: imprimir las tapas y encuadernar el libro Qué son los Asambleas Populares, de la editorial Peña Lillo. “Pero al día siguiente llega el síndico con tres patrulleros. Llamamos a la gente de la Asamblea de Pompeya. Nosotros estábamos adentro con el síndico, y los muchachos de la asamblea descubren que en la puerta había un cerrajero cambiando la cerradura. Lo pararon. Digamos que lo convencieron; sacó la nueva cerradura, volvió a poner la anterior y se las tomó. Llegaron de IMPA, y los policías empezaron a quedar en minoría”. El síndico discutía la pretensión de los obreros de

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hacerse cargo de la empresa. Les decía que no tenían ni luz. Pero ellos ya habían adquirido un pequeño generador con parte del dinero de la venta del aluminio. “Ahí le tapamos la boca, y se fueron anunciando que volverían tres días después”.

Trabajar es de facinerosos. Siguieron a toda marcha con el trabajo de impresión del libro, y a los dos días, el 24 de mayo de 2002, el síndico regresó mejor acompañado que nunca:

Ocho (8) patrulleros.Ocho (8) carros de asalto.Dos (2) ambulancias.Un (1) camión de bomberos.

“Como si fuéramos facinerosos o terroristas”, describe Cándido. Los obreros hicieron funcionar sus alarmas y llegaron las familias, obreros de IMPA, asambleístas (Pompeya, Traful, Parque Patricios, Palermo Viejo, Parque Avellaneda), del centro de jubilados del barrio, vecinos. Unas 300 personas, para acompañar a los ocho trabajadores.

Armaron una barricada con gomas y papeles. “La presión de los carros de asalto se la devolvimos con la presión de la barricada”, dice Cándido, que empieza a emocionarse al recordar.

Las esposas se instalaron en la planta alta y desde las ventanas tiraban papelitos para alimentar la barricada inflamable. “Avisamos a la policía que íbamos a incendiar todo”, dice Cándido. La noticia: estaban dispuestos a hacerlo realmente. “Éramos dos los que sabíamos qué teníamos que hacer, íbamos a prender fuego a las máquinas. La gente de IMPA nos dijo: los vamos a defender, ¿ustedes hasta dónde van?”

Cándido ahora llora al recordar. Estamos en la imprenta, son las 7 de la tarde, y está anocheciendo como para que las lágrimas del hombre no se vean. Levanta la cabeza y dice: “Vos peleas por lo tuyo, pero cuando otros pelean por vos...”.

A las 6 ó 7 de la tarde el juez ordenó desalojar la imprenta.

Párrafo aparte. El que recibió la orden fue un comisario que ganó notoriedad unos meses después: Juan Carlos Pereyra, responsable de la comisaría 34 de la que nueve policías terminaron acusados de arrojar adolescentes al Riachuelo, hasta que mataron a uno de ellos: Ezequiel Demonty. Cuenta Cándido: “A este Pereyra yo lo conocía porque había venido a la Asamblea de Pompeya en nombre de Mauricio Macri a invitarnos a un chocolate para los vecinos. Ya en esa época le hacía campaña a Macri, y eso que era comisario en actividad”.

Toda interpretación sobre la relación entre “comisario Pereyra”, “Macri”, “chocolate” y “jóvenes arrojados al Riachuelo”, queda a cargo de las lectoras y lectores.

“No prendan fuego”. El comisario Pereyra recibió la orden de desalojar, miró la barricada, escuchó a los vecinos. “La gente insultaba a la policía”, ilustra Cándido. Pidió a los obreros: “No prendan fuego”. Al juez le insinuó: “Mire que hay mucha gente”.

En la planta superior, cerca de las ventanas, los obreros habían colocado bidones de combustible, entre otras cosas, pensando en defenderse. “Nosotros dijimos: va a haber sangre, pero de los dos lados”. Finalmente el comisario parece que logró convencer al juez. La presencia de los noticieros también fue disuasiva. A las 10 de la noche el sitio a Chilavert fue levantado por las denominadas fuerzas del orden, que dejaron ocho agentes como custodia (el significado obsesivo del ocho escapa a la comprensión de Cándido y sus siete compañeros).

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El boquete. Durante dos meses quedó en la puerta la guardia de ocho policías para impedir actitudes sospechosas, fundamentalmente la de trabajar. Era una manera de quebrar esa empecinada resistencia de quienes habían saltado la valla.

Cándido relata qué hicieron entonces: “El libro sobre las asambleas seguía en nuestras manos. Decidimos imprimir las tapas. Había un vigilador privado que dejó Gaglianone, y le dábamos charla para que no viera nada. Justificábamos que las máquinas estuvieran funcionando diciendo que había que encenderlas para que se arruinaran. Hicimos el trabajo, pero no podíamos sacar los libros. Pensamos sacarlos por la terraza, pero un vecino nos propuso abrir un boquete en la medianera, y sácalos por su casa. Hicimos el boquete y después el vecino nos llevaba en su coche, porque no teníamos ni para el boleto. Un día estábamos ahí, pasando libros por el boquete, y uno dijo: Mira las cosas que hay que hacer para laburar”.

El boquete está a más de dos metros de altura, en el lugar donde alguna vez existió un aire acondicionado. Aprovecharon ese rectángulo para romper la pared nuevamente, y pasar por allí los libros. Del otro lado los recibía Don Julio Berlusconi, el vecino. Cuando dice que su apellido es Berlusconi pone cara de circunstancia. “Qué se le va a hacer. Que un tipo como Berlusconi gobierne Italia te muestra que el mundo está enloquecido”.

Don Julio tiene en su casa un pequeño taller metalúrgico. Al permitir el boquete estaba cometiendo un delito. “Pero yo soy obrero, y la raíz está. Si hay que ayudar a un compañero, se lo ayuda y listo”, señala.

Para disimular el boquete en Chilavert pusieron un cuadro, una reproducción de una naturaleza muerta de De la Cárcova.

La naturaleza muerta ahora está colgada como recuerdo bajo el boquete, que fue tapado con ladrillos. Quedará siempre así, expuesto, para no olvidarlo: naturaleza viva.

El marketing y la diversión. Lentamente comenzaron a poner en pie la empresa, y a retirar de a poco algo de dinero (primero 200 pesos mensuales, hasta llegar a los actuales 800). Lograron algo inesperado: “Estuvimos en todos los conflictos, siempre ayudando, y Chilavert se hizo conocida como imprenta de lucha. Fue una propaganda, un boca a boca. Nuestro marketing” dice Cándido.

Cándido se mete la mano en el bolsillo y extrae dos billetes. Uno es azulado, como los de dos pesos, con la imagen de un señor con turbante y caracteres como de alfabeto ruso. El otro es verde-dólar, por un presunto valor de “one million dollars”, en letras y números. Le pregunto qué son esos billetes. “Nos los dio Ongaro, como contraseña para ir a hablar en nombre suyo con los de la obra social. Así, como de lástima, nos dio dos mese de obra social, y después: arréglense como puedan”. Ongaro no es de los que saltó la valla. “No, qué va a saltar, la está trepando del lado de allá y no va a llega nunca. Yo no sé qué le pasó, antes era otra cosa. Me quedé con los billetes truchos como recuerdo”.

Cándido cree que aunque las fábricas y empresas recuperadas sean una partícula en el universo de la economía argentina “la diferencia es que somos una partícula con prestigio. Y no todos los que tienen mucha fuerza tienen prestigio”. Describe la nueva situación –lograron la expropiación definitiva el 25 de noviembre de 2004– y el futuro cerrando su idea con tres palabras que conviene no olvidar:

“¿Sabes qué fue lo importante de todo esto para nosotros? Sentir que podemos”.

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5La batalla de las escobasEs una de las cientos de fábricas gestionadas por sus trabajadores que pudieron producir a partir de la nada, literalmente. En Cristal Avellaneda, esta batalla comenzó con un par de escobas, siguió con la reconstrucción de los Hornos y avanza hoy con 110 personas que tienen una misma convicción: no bajar los brazos.

La pregunta podría ser: ¿cuánto dura toda la vida? Para llegar a alguna respuesta, la secuencia atraviesa primero Avellaneda, que sigue siendo en buena parte un museo de la industria arrasada por alguna guerra económica, con galpones vacíos, ventanas rotas, calles desiertas. Al 2000 de Hipólito Yrigoyen hay un edificio enorme. Conviene mirar hacia arriba: se ve un relieve en piedra, fechado en 1941, que representa el trabajo de obreros perfectos, grises e impávidos. Más arriba hay un cartel que remonta a un pasado más reciente –los 6o y los 70– con una esperanza propia de muchos productos ideológicos, culturales y políticos de esa época: “Durax toda la vida”.

Cuando se abre el portón azul se ingresa a una ciudad con edificios y calles angostas que ocupan cuatro hectáreas, con 60.000 metros cubiertos. Hay surtidores de nafta en desuso y un camioncito de los años 50–sin puertas–, resucitado con paciencia y con alambrés trasladando materiales entre los edificios de la planta.

Aparecen algunos de los trabajadores, muy distintos a los del relieve. No son impávidos, ni grises. Son personas orgullosas y amables que introducen a una aventura: “Cuando pudimos entrar, en el año 2002, nos quisimos morir. La fábrica estaba destruida, se habían robado casi todo: las matrices, las herramientas, las computadoras”, explica Osvaldo Donato, pelo corto, bigotito bajo la nariz, sonrisa tímida. ¿Quién había cometido el robo? Osvaldo pone los brazos en jarra, arquea velozmente las cejas y precisa: “Los patrones, apoyados por el sindicato”. Osvaldo tiene un aire de Carlitos Chaplin: “Mis compañeros me dicen que me faltan el bastón y el sombrerito”.

La fábrica alberga zonas oscuras y silenciosas. Una escenografía de máquinas latentes, vidrios rotos en el techo y un aspecto de esa fundición del final de la primera Terminator. El resto es una especie de volcán de hornos llameantes, artefactos que escupen vidrio incandescente, una lava que émbolos y prensas aplastan a golpes sobre matrices con forma de vasos y platos. Y todo se va cocinando sobre cintas que se mueven sobre infinitas hornallas. Es literalmente un terremoto: el piso tiembla con cada trompada mecánica, una percusión atronadora que jamás –jamás– se detiene. “Este ruido lo extrañábamos” grita Osvaldo, con una sonrisa de felicidad que Chaplin solo tenía cuando podía darle un beso a una chica. La fábrica y esta música de metal pesado suena todos los días, todo el día, salvo en Navidad y Año Nuevo cuando de todos modos se mantienen los hornos encendidos, sólo que no a 1.500, sino apenas a 800 grados. El fuego nunca se apaga.

Osvaldo y Miguel Morronnielo señalan una zona donde cientos de platos van girando de a uno como en danza expuesta a miles de pequeñas llamas y culminan bajo un chorro de aire frío. Cuentan un secreto: Eso no lo hacen ni siquiera los monopolios, para achicar gastos. Es un paso industrial más, pero permite que lo que estamos produciendo tenga verdadera resistencia. El secreto es el templado del material”. La relación entre resistencia y temple no debería figurar sólo en los manuales sobre cristalería. Miguel es un hombre de 59 años que parece curtido en la piel y en el alma. En cine dirían: un duro. “Yo me jubilé, pero vine para aportar lo que pueda. Aquí están mis compañeros, pateamos para el mismo

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lado”. Saluda dándome la mano izquierda, con una elegancia austera. Osvaldo luego me sorprenderá al hacerme notar un detalle, arqueando las cejas y diciendo “¿Te diste cuenta?”. Estas máquinas capaces de manejar cristales con delicadeza de orfebre, son capaces también de arrancarle el brazo a un hombre como Miguel. Ocurrió cuando la empresa era privada. Se jubiló y ahora volvió con sus compañeros. Tiene un brazo ortopédico. Lo noto cuando se va fumando, con la mano izquierda.

Un león vendiendo Durax. La historia indica que la fábrica nació en 1896 y se automatizó en los 40. En los 6o comenzó la producción seriada de vajilla templada que se popularizó al infinito bajo el eslogan “Durax, toda la vida”. Un aviso televisivo mostraba a un vendedor que rompía decenas de platos para demostrarle a una señora cuáles convenía comprar. Lo echaban, pero el tipo se iba fanfarroneando: “Soy un león vendiendo Durax”. La empresa llegó a ocupar a 900 obreros, exportaba a 20 países, tenía maquinarias y matrices para fabricar una variedad de unos 1.500 productos, incluyendo artesanías en cristal.

En los 90 empezó otra historia. “Ya en el 94 nos redujeron el sueldo a la mitad y al que no le gustaba se iba” cuenta Jerónimo Niz. “Te imaginas: gente que había estado aquí siempre no iba a irse dejando el trabajo y la indemnización”. De todos modos, la planta empezó a achicarse mientras la empresa, menemismo mediante, organizaba el vaciamiento y la quiebra. Jeronimo: “Hicieron lo siguiente: inventaron otra empresa con dos escritorios, un teléfono y un galpón. Supongamos que los vasos tenían un costo de 20 centavos, y se vendían en el mercado a 6o. Bueno: esta empresa fantasma compraba toda la producción de Cristalux a 25 centavos y los vendía a 6o”. Otro paso que cuenta Jerónimo: “Bastardearon el producto, no usaban la materia prima que tenían que usar, planificaron todo para fundir a la empresa”.

Lo lograron. Cristalux fue a la quiebra en 1999 y en diciembre de 2000 cerró. “Me enteré primero, porque entraba a las 4 de la mañana” cuenta Osvaldo. Se fueron congregando detrás suyo 400 hombres y mujeres con la sensación de que ese portón azul cerrado era, en realidad, la entrada abierta al abismo. Conviene recordar: era la época de la recesión pura, de la desocupación masiva. La Alianza de radicales y progresistas, redondeando la destrucción menemista.

Los trabajadores confiaron en el gremio, confiaron luego en obtener los salarios adeudados y la indemnización, confiaron en encontrar otro trabajo. Todo se rompió, como cristales que ya no duraban nada.

En el año 2002 los vecinos les advirtieron que la fábrica estaba siendo secretamente desmantelada. Osvaldo: “Fuimos llamando y visitando a cada compañero. Nos juntamos el 25 de mayo de ese año, y dijimos: tenemos que quedarnos para que no nos sigan robando”. Instalaron una carpa en la puerta de la fábrica mientras pedían al juzgado de la quiebra la habilitación para ingresar. “Solamente nos apoyaba un grupo de viejitos de La Plata y Fecotra (Federación de Cooperativas de Trabajadores, que les brindó asesoramiento legal). Algunos teníamos subsidios para desocupados que duraron unos meses”, dice Osvaldo.

Lo que los empresarios no roban. No quisieron ocupar la fábrica sino esperar la autorización judicial, que llegó en julio de 2002. “Fue una alegría, pero cuando vimos lo que había quedado nos vinimos abajo”. De los moldes y matrices para 1.500 productos, quedaban sólo unos 15. Para que se tenga una noción: una moldería y el juego de automatización para hacer un determinado modelo de plato, cuestan arriba de 40.000 pesos. “Apuntaron a llevarse lo más caro, pero habían hecho algo peor: apagaron los hornos. Los que trabajamos en esto sabemos lo que significa: cuando lo apagas con vidrio

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adentro, matas al horno, porque el vidrio se convierte en una piedra”.

¿Qué hicieron ante todo ese panorama? Luego de una recorrida azorada por las entrañas del gigante muerto, Osvaldo vio algo que la patronal y el sindicato habían omitido del saqueo. Los empresarios no roban escobas. Osvaldo la tomó, arqueó velozmente las cejas y empezó a barrer. Se sumaron otras escobas, y con ese acto, empezaron la inconcebible tarea de reactivar el lugar. Nadie podía imaginar que con ese pequeño gesto, las 6o personas que decidieron quedarse estaban declarando formalmente una batalla colectiva contra la resignación. “Habíamos oído que había otras fábricas que se organizaban como cooperativas. Así que armamos la nuestra: Cristal Avellaneda”, dice Jerónimo. “Estuvimos casi un año limpiando, tratando de reconstruir esto sin cobrar un peso”. No hay metáfora: Osvaldo, por ejemplo, no tenía ni un peso para viajar en colectivo. “Me venía en bicicleta: 74 cuadras de ida y 74 de vuelta. Las conté y todo. Hoy sé que viajar en colectivo es un lujo”. Varios de sus compañeros ni siquiera tenían bicicleta, así que caminaban kilómetros para ir a la planta. Vendieron cartones, chapas, chatarra, o los canjeaban por comida. “Debajo de las máquinas encontrábamos vidrios rotos que vendíamos a algunas fábricas de cristal de la zona por unos pesos y también encontramos platos, vasos que van quedando de descarte. Los limpiábamos, los metíamos en cajones de manzanas, y salíamos a hacer el trueque por verdulerías, panaderías, carnicerías”. La idea era que, al menos, hubiera algo que comer. “Estábamos como en la edad de las cavernas. ¿Sabes por qué? (se toca el estómago) Por el hambre y el frío”. Tránsito Ricardo es otro de los trabajadores que volvió a la planta: “Lo que pasa es que es distinto contarlo que vivirlo. Se me pone la piel de gallina de acordarme, y tenés que tener... esto” dice arqueando las manos a la altura de los pantalones.

Jerónimo mira una de las máquinas en medio del estruendo, y grita para hacerse oír: “Para mí fue una decisión muy dura. Yo tenía un buen trabajo de maestro mayor de obras, y en un momento tuve que elegir. Me costó mucho. Me costó mi familia”. Jerónimo se separó de su mujer. Osvaldo luego explica: “El tema es que llegas a tu casa y alguna moneda para el morfi tenés que llevar”.

¿Y por qué un obrero que tenía trabajo en medio del océano de la desocupación, eligió quedarse en la cooperativa? Jerónimo: “Yo sentía que éste era mi lugar, es como un bichito. Y no es cuestión de hablar de política, pero uno lo lleva adentro: mostrar que la gente trabajadora puede manejar una empresa, puede perfeccionarse, educarse. Yo al principio perdí quedándome, pero la meta era ganar, y ganar todos juntos”. O sea: Jerónimo sufrió una mutilación familiar, pero tomó su decisión y la asume. Detrás suyo pasa Miguel, fumando con su mano izquierda. Nunca mencionó el terna de su brazo. En Cristal Avellaneda pasa algo raro en comparación con otros territorios: nadie se queja.

Fecundación in vitro. Mientras tanto, decidieron construir, solos, sin créditos, sin subsidios, rescatando ladrillos que iban encontrando, un pequeño horno de 500 kilos en el que empezaron a hacer ceniceros soplados, que Osvaldo, y sus compañeros salían a vender en bicicleta. Los que crean que soplar y hacer botellas es fácil, deberían visitar este lugar. Los trabajadores deben tomar la masa incandescente con una vara hueca, darle una forma redondeada para que no caiga, y soplarla haciéndola girar sobre un molde que, a su vez, gira frenéticamente. Todo un rnalabarismo a centímetros del fuego.

En cuanto comenzaron a producir, recibieron el apoyo de algunos viejos clientes de Cristalux, bazares sobre todo, que les compraban el producto. “Ellos también estaban contra la pared porque quedaron en manos del monopolio Rigoleau, que a su vez fue comprado por la familia Cattorini que maneja todo el mercado de envases”, narra Osvaldo. Así, pudieron empezar a cobrar: “Como cooperativa no recibimos salario sino un anticipo

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de retorno. Al principio 10 ó 20 pesos por semana, para nosotros era una hazaña” explica Osvaldo. Se lanzaron a recuperar el horno de diez toneladas y rescataron una prensa para hacer platos: pero no encajaban uno con la otra. Como en una fecundación, el vidrio incandescente necesita una inclinación para fluir desde el horno hacia la prensa y era imposible ajustar las dos partes del proceso. Osvaldo todavía se asombra: “No le encontrábamos la vuelta, hasta que decidimos hacer un trabajo egipcio. Como no podíamos levantar el horno (tiene el tamaño de una habitación) bajamos el piso e instalamos la prensa un metro y medio más abajo. Ahí pudimos trabajar”. Hoy no usan ese horno “egipcio” porque tuvieron que desmantelarlo en parte para reconstruir el gran horno de 43 toneladas, y automatizar todo el proceso, pero lo muestran como uno de sus grandes orgullos: pudieron romper los límites, incluso sobre los que creían estar parados.

Datos sin patrón. Pasa Manuel Verón, 63, que trabaja aquí hace más de 40 años. ¿Es mejor trabajar con patrón o en cooperativa? Cuando habla no hay discurso; hay palabras: “Ahora es mejor. Antes me dirigían. Ahora nos cambió la vida. Hablamos, nos pedimos opiniones y decidimos nosotros lo que vamos a hacer”. Un dato económico que aporta Jerónimo: “Estamos en un promedio de 1.000 pesos por mes, porque todavía nos falta remontar mucho. Hay diferencias entre alguien que trabaja en depósito o en un horno, pero no son las que había en la sociedad anónima, donde los obreros ganaban 800 y los gerentes 8.000. Acá, si hay diferencias, son chicas”.

Recién después de mucho tiempo, cuando ya estuvieron funcionando, recibieron algún apoyo oficial. En un país que subsidia a la petroleras, las mineras y a las privatizadas, por poner sólo algunos ejemplos, una cooperativa como Cristal Avellaneda recibió 450 toneladas de vidrio de parte del Ministerio de Trabajo. Y el Instituto Nacional de Asociativismo y Economía Social (INAES) cumplió su función al aprobar un subsidio de 300.000 pesos destinado a compra de materia prima. “Es lo único, y nos vino muy bien” reconoce Osvaldo; el dato es cómo ese apoyo permitió que la cooperativa generase nuevos empleos. De los 6o que habían ingresado, hoy ya son 110 los asociados. Jerónimo: “No queremos que nos regalen nada. Lo que necesitaríamos es créditos blandos para recuperar otro horno. Son dos millones de pesos, que podríamos empezar a pagar apenas el horno esté funcionando”.

¿Cuál es la fortaleza de esta experiencia? Osvaldo habla del producto: “Hacemos la mejor vajilla, pero recién le pusimos la marca Durax cuando pudimos restablecer la fórmula exacta de fabricación, que es secreta”. El secreto, se sabe, está en el contenido y no en la apariencia. “Estamos en todos los bazares, y en varios supermercados”. Ya hicieron varias exportaciones a Brasil, Bolivia, Chile y próximamente, Paraguay. Y el gran objetivo, o el gran sueño, es recuperar el otro horno hoy destruido, que les permitiría triplicar la producción y llegar a 500 puestos de trabajo.

¿Cuál es la debilidad? Osvaldo no habla del mercando, sino de ellos mismos: “Hay una palabra muy castigada que es conciencia. Para mí es importante. No tenemos que caer en la inercia de la sociedad anónima, que es fichar, trabajar y listo”. Agarra una columna: “Esto es nuestro, hay que entenderlo”. La inercia de las sociedades anónimas es un tanto zombi. “Pero no es bueno tomar conciencia sólo si te golpeas. Acá hay un calor humano, un compañerismo. Qué sé yo, ves la parte humana del otro, que está peleándola con vos”. Cuando se le pregunta cuál es la principal característica de trabajar sin patrón, Osvaldo usa una palabra que jamás suele aplicarse a cuestiones laborales: “Lo principal es la libertad. Que no es hacer cualquier cosa, sino decidir juntos qué es lo que queremos hacer”. Es difícil saber cuánto dura toda la vida, pero en Cristal Avellaneda, al menos, se percibe que eso ocurre mientras hay llamas encendidas, escobas a mano, capacidad de inventar

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soluciones, resistencia a la resignación y esa fórmula secreta que aquí llaman libertad. Osvaldo completa lo que estaba diciendo: “Y yo sé que lo que quiero hacer con los demás muchachos es algo que aprendí acá: nunca bajar los brazos”.

6La rebelión de las máquinasUna de las grandes imprentas del país volvió de la muerte gracias al esfuerzo de un grupo de trabajadores que, después del abismo de la desocupación, lograron la expropiación y la puesta en marcha. Ésta es la historia que transcurrió entre las trapisondas de un empresario bajo la atenta miopía de la justicia, y un presente en el cual en la planta funcionan, además del taller, una escuela gráfica, un centro cultural, una biblioteca barrial y una radio.

La primera vez que los vi fue en julio de 2003. Las paredes del edificio verde eran murales informativos que detallaban la situación de los Talleres Gráficos Conforti. En letras blancas mayúsculas se resaltaba:

Justicia para los trabajadores.Raúl Gonzalo, ladrón, hijo de puta, paga lo que debes. Queremos trabajar.

Las persianas bajas parecían los ojos cerrados de una empresa que está en coma, víctima de una inundación de otra clase y de uno de esos casos de corrupción empresaria tan emblemáticos de la llamada dirigencia nacional (si es que esas dos palabras conservan algún sentido).

La reunión con los obreros de la Cooperativa Patricios transcurrió en un taller silencioso, oscuro, quieto, la mayor tristeza para cualquier gráfico o cualquier periodista.

En Terminaror 3 se retoma una idea clásica de la ciencia ficción: la rebelión de las máquinas como un anuncio de la catástrofe humana. En Argentina la catástrofe ya había ocurrido, y la rebelión de las máquinas era, en todo caso, la que permitiría que fábricas y talleres como Conforti volviesen a funcionar. Se trataba de otro guión: las máquinas y los hombres aquí eran aliados.

En el taller, las máquinas estaban en silencio, con sus ojos apagados. Los trabajadores jugaban a las cartas. En el fondo el juego es siempre el mismo: se trata de ir matando el tiempo, para evitar que el tiempo los matea ellos.

La historia comenzó a desmoronarse entre 1998 y 1999 cuando el presidente de Conforti, Raúl Gonzalo, hombre más bien redondeado, decidido, veloz, de palabra fácil (“es de los que te convence que todo lo tuyo es de él, y le crees” decían los obreros), siempre de barba y camioneta 4x4, comenzó a pagar poco y mal a sus obreros.

No faltaba trabajo.

Gustavo Ojeda, delegado gremial y ahora presidente de la Cooperativa Patricios que han conformado los trabajadores, recuerda que entre los clientes estaban El Cronista Comercial, las revistas de Cablevisión y Telecentro, Segundamano y Vía Aérea (que se entrega a los pasajeros de aviones) por nombrar unas pocas. Está dicho: no faltaba trabajo, faltaba pagarlo.

Había unos 80 obreros que aguantaban los retrasos y los recortes que consideraron un mal

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menor frente a las amenazas de despido o a los retiros voluntarios que cada vez fueron menos voluntarios. “Incluso muchos acuerdos homologados ante el Ministerio de Trabajo no se cumplían. O sea, se firmaba el acuerdo, y la plata no aparecía. Íbamos a reclamar al Ministerio, y la homologación no aparecía”.

En Argentina el sistema de despidos fue privatizado para lograr una mayor eficiencia: despedir más y mejor con el disfraz del “acuerdo mutuo” entre trabajadores y empresas. Sin embargo, las homologaciones en este caso desaparecieron. Para Ojeda la única explicación a semejante enigma es un puño arriba de la mesa: “Alguien puso plata”.

Navidad con monedas. Siempre se puede estar peor. Argentina lo supo en el 2001, cuando la recesión menemista y su empalme con la recordada gestión de De la Rúa y los suyos provocó un colapso absoluto de la economía. En ese ambiente, Gonzalo iba pagando cada vez menos. De sueldos cercanos a los 1.000 pesos, pasó a pagar fracciones semanales de 150, luego de 100 y finalmente de 50. De paso, humillaba: hacía que los trabajadores tuvieran que esperar hasta siete horas, fuera de su turno de trabajo, para cobrar esos 50 pesos.

Pero al mismo tiempo Gonzalo ensanchaba sus negocios, como propietario y presidente de Conforguías S.A., empresa a la que iban a parar clientes y contratos que funcionaban en Conforti. Por eso los trabajadores empezaron a sospechar que ante sus ojos se producía un nuevo acto de magia negra: lo que estaba, desaparecía. Lo llamaron vaciamiento. A fines de 2001 quedaba un solo cliente para Conforti: el diario El País, de España, que tenía una pequeña tirada en Buenos Aires y Montevideo.

Raúl Gonzalo se presentó en convocatoria de acreedores. “Nosotros seguíamos trabajando” recuerda Juan José Rodríguez “y es más: los sábados y domingos trabajábamos gratis. Lo hacíamos pensando que iba a ser peor todavía si la empresa se cerraba”.

Cuando hacían asambleas reclamando pagos atrasados, Gonzalo bajaba a arengar a los gráficos. Miguel Isidro Barrios se asombraba con los argumentos: ''¿Sabe qué nos decía? Que la culpa de la crisis de la empresa era nuestra. Que hacíamos mal el trabajo y por eso los clientes se iban”.

Llegó diciembre de 2001. Corralito. Denuncia Ojeda: “Pero a éste el corralito no lo agarró. Iba a Uruguay a buscar la plata”. No se sabe cuánta, pero en la Navidad de 2001 les pagó $ 10 (diez pesos) a cada uno dé los obreros. A esa altura eran unos 80 empleados, así que Gonzalo invirtió 800 pesos para unas felices fiestas. Un dato curioso: pagó en monedas, porque fue el único cambio chico que consiguió.

A otros no les pagaba siquiera con diez monedas.

Las deudas con la AFIP, los organismos previsionales, la obra social y el sindicato, sumados a los salarios caídos, generaron un pasivo que –al estilo de la deuda externa argentina– iba siendo cada vez más inmanejable.

Para evitar pagar parte de esa deuda, Raúl Gonzalo intentó un nuevo acto esotérico: declaró bajo juramento ala AFIP que no tenía empleados. Los esfumó. Sin embargo, tiempo después, solicitó ante el Ministerio de Trabajo la apertura del Procedimiento Preventivo de Crisis para poder despedir a la mitad del personal. Conclusión: no tenía empleados, pero iba a echar a la mitad.

Esta teoría sobre la subdivisión de la nada merecería un arduo debate filosófico, el Nobel de Física, o una reparación a las víctimas de la asociación ilícita entre este tipo de empresarios y un Estado neoliberal que los apoya como empresa prestadora de servicios.

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La reactivación de la falsificación. A fines de febrero de 2003 los trabajadores se hartaron y comenzaron la llamada “retención de tareas”: al no cobrar, concurrían a sus puestos de trabajo a no hacer nada. De todos modos colaboraban en lo indispensable para que siguiera editándose El País. Raúl Gonzalo informó que no podría pagarles ni los 50 pesos semanales que venían cobrando y el 10 de marzo comenzó el cese total de trabajo. Gonzalo contraatacó iniciando una causa por “ocupación del establecimiento” exigiendo el desalojo de los trabajadores. La fábrica en realidad no estaba tomada ni ocupada, sino que los trabajadores concurrían en sus horarios. El propio veedor judicial elevó al juez un escrito describiendo que no había tal ocupación: el control de la planta –informó– lo realizaba la empresa de seguridad Libercoop y personal adicional de la Policía Federal Argentina, en contacto permanente con el propio Gonzalo.

Hubo más intentos de magia. Gonzalo sostenía que su deuda con los obreros era ínfima y que les había pagado todo el año 2002. Para demostrarlo, hizo lo lógico: le presentó al veedor judicial todos los recibos firmados por los trabajadores durante ese año. Hubo sólo un detalle disonante: todas las firmas, en más de 300 recibos, eran falsas. A simple vista podía notarse que, además, la misma persona aparecía con firmas absolutamente dispares, cosa que pudo confirmar el propio juez comercial sin necesidad de revisar demasiado esos garabatos. Esto es algo que puede generarla indignación de cualquier ciudadano honesto, e incluso la de cualquier falsificador eficiente.

Justicia privada. Con el descubrimiento de la falsificación, y de todo lo que eso implica como delito, llegó la orden de detención. Pero no para Raúl Gonzalo, sino para los obreros acusados de usurpación por la jueza del Juzgado Nacional Correccional número 2, Mónica Atucha de Ares. Esta señora demostró la velocidad de la que es capaz la justicia –a veces– aceptando la denuncia por usurpación, ordenando el desalojo de una fábrica que no estaba tomada, y dictando el procesamiento de 14 de los trabajadores que estaban en la planta el día que ella envió a un oficial de justicia a inspeccionar.

Don Aniceto Sanabria, uno de los veteranos de la cooperativa decía entonces en voz alta: “Aquí no hay justicia, ¿no?”. Ninguno de los que estamos aquel día con él en el taller teníamos nada nuevo que decir al respecto.

Por entonces, contaba Gustavo Ojeda: “Nuestra intención es poner aquí una escuela de artes gráficas, un centro de salud para Barracas y La Boca, y un centro cultural”. Soñaban, en medio del silencio.

Ghelco es contagioso. La idea de derivar el conflicto hacia una cooperativa surgió por el comentario que un policía le hizo al propio Gustavo. El agente les dijo: “Mira: esta gente pasó por mil bolonquis y terminaron armando una cooperativa quedándose con la fábrica”. Le dio un número de teléfono. Gustavo se conectó así con Ghelco, a cargo de la Cooperativa de Trabajo Vieytes, productora de insumes para confitería y heladería. Luego Gustavo contó la experiencia en su sindicato gráfico, y allí lo conectaron con Eduardo Murúa, del Movimiento Nacional de Empresas Recuperadas.

“Para mí es una metamorfosis. Fui nueve años delegado gremial, y ahora tengo que pensar más en que todos vamos a ser dueños de la empresa” decía un sorprendido Ojeda. El sindicato (Federación Gráfica Bonaerense) fue el que en mayor medida los apoyó económicamente durante el tiempo que duró la ocupación.

Medios callados. El conflicto tuvo una repercusión anoréxica en los medios. Los casos más extraños (por llamarlos de algún modo) fueron los de Canal 9, que les hizo una nota que jamás emitió al aire, lo mismo que el periódico Página/12 (que hasta mediados de los 90 se imprimió en Conforti). Explicaba Gustavo Ojeda: “Los de Página nos vinieron a

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hacer una nota, pero después supimos que no la publicaron por la relación que tiene Gonzalo con los capos de ese diario”.

Los obreros siguieron cruzándose con Gonzalo en el Ministerio de Trabajo. En una reunión, Gonzalo planteo las dificultades en que se encontraba, con riesgo incluso de no poder pagar el seguro de su 4x4, ni el de la de su señora esposa. De todos modos, esa dura caída en niveles de subsistencia automovilística no se concretó: los obreros, poco después, vieron que ambos llegaban a Conforti en sus respectivas camionetas.

¿Cuál era el futuro en aquel julio de 2003? Los obreros especulaban: “Si sale la Ley de Expropiación, en cinco o seis días lograríamos afinar y aceitar todo el funcionamiento de las máquinas”. Gustavo: “Tenemos al menos tres clientes muy fuertes que volverían con nosotros. Con uno que se concrete, ya comemos los 28 que quedamos en la cooperativa, pero además podemos ir recuperando poco a poco nuestro mercado”.

Bajo la mirada de Lauro Vázquez y Gustavo Miranda, dos de los más jóvenes integrantes de la cooperativa (unos pocos de treinta y pico, y de allí para arriba) don Aniceto Sanabria volvió a tomar la palabra: “Usted hizo muchas preguntas. ¿Puedo yo hacerle una? ¿Por qué este Gonzalo no está preso? ¿Hay justicia?” Sobre la mesa del taller quedó el mazo de cartas. Mientras las máquinas sean sólo un adorno, el mazo tendrá como trabajo un acto de magia: ir matando al tiempo que falta para saber qué contestarle a don Aniceto cuando pregunta si hay justicia.

Segunda parte. Agosto de 2004. La Cooperativa de Trabajo Patricios consiguió la Ley de Expropiación de los talleres el 27 de febrero del 2003. Ya no hay pintadas. Y cada vez más, el lugar es un rugido de rotativas. “Empezamos poco a poco. Pero ahora ya trabajamos toda la semana” dice uno de los obreros sonriendo, mientras uno de sus compañeros conduce un carro a motor que va entre las máquinas llevando y trayendo cargamentos de revistas y folletos. Ya no juegan a las cartas. No hay que matar al tiempo. Cambió el alma de este lugar.

La Cooperativa Patricios reinauguró la planta el 7 de enero del 2004 y en febrero comenzó a producir. Tiene 28 miembros pero ya hay 6 aspirantes más que trabajan día a día: “La idea es que al elevar el volumen de trabajo, se incorporen definitivamente” postula Ojeda, que trabaja en las máquinas cada turno noche.

Recuperaron clientes. Poligráfica del Plata, para la impresión de revistas como Mía, Debate, o los folletos del supermercado Auchan (sólo en este caso, se trata de tiradas de 400.000 ejemplares). Otra gráfica: IPESA. Productos como Enfoques Alternativos (del Partido Comunista), El Vocero Boliviano, El Descamisado, revistas barriales y derivaciones de trabajo de editoriales como Perfil.

Empezaron realizando retiros de 100 pesos semanales cada uno. Un año después llegaron a los 200, con la idea de alcanzar los 1.000 pesos mensuales. “Y después categorizar a los compañeros” plantea Ojeda: todos cobran lo mismo, pero suponen que con el tiempo habrá que reconocer distintos niveles de responsabilidad. “Si no, los compañeros se achanchan. Vengo más tarde, o no vengo, total cobro lo mismo”.

El sueño de la cooperativa es que la imprenta vuelva a tener entre 200 y 250 operarios, aprovechando al máximo su potencial.

Gustavo –que fue delegado sindical diez años hasta el conflicto– no alberga un falso optimismo con respecto a que el movimiento de recuperación de fábricas sea contagioso: “El asunto es concientizar al trabajador para llevarlo a una lucha. Pero la verdad es que es muy difícil, muy tremendo. Muchas veces los compañeros sólo quieren ir al trabajo,

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cobrar y volverse a la casa”.

Pero aun en esos casos, ¿qué preferirían los dores si pudieran elegir? ¿Trabajar con patrón (privado o estatal), o lo que están haciendo ahora? “Los están acá, no se van más. Pero los compañeros que no saben lo que es trabajar en una cooperativa, capaz que prefieren seguir como están y desentenderse de los problemas. Por eso es bueno que conozcan cómo son las cosas en las cooperativas”.

Otras novedades:

La Secretaría de Educación porteña abrió en la planta una escuela especializada en técnicas gráficas, como parte de un programa de reinserción de adolecentes que abandonaron la escuela. Ya hay 140 chicos de 15 a 19 años estudiando.

Se ha mudado la Biblioteca de Barracas, con 30.000 tomos.

Funciona un centro cultural donde se enseña desde danza y teatro hasta ajedrez, con festivales los fines de semana.

Planean instalar un merendero para los chicos del barrio, un centro de salud, una radio.

Dice Gustavo: “Estoy muy entusiasmado con todo este proyecto. Hace pocos años pensar en reabrir una fábrica era una utopía. Sinceramente creo que esto es histórico para el movimiento obrero”.

En términos cotidianos, observa que cambio el clima de trabajo: “Estamos todos más sueltos, más tranquilos, sin miedo al castigo. Eso genera más responsabilidad. A la vez, hay que concientizar más a los compañeros para que se comprenda que hay defender cada puesto de trabajo, y demostrar que podemos administrar la empresa mejor que nadie”

Lo hacen cada día, que Gustavo vive como pequeñas batallas ganadas dentro de un gran conflicto entre dos sectores que describe del siguiente modo: “Hay tipos que se levantan a la mañana pensando cómo cagar a la gente, y otros que piensan cómo reconstruimos a esta Argentina que la hicieron pedazos”.

Últimas noticias. Noviembre de 2007. Cuando me abren la puerta metálica de Gráfica Patricios, sonrío. Detrás del mostrador de la entrada hay fotos de los primeros valientes. Retratos de primer plano, esperanzados. No me preguntan qué quiero, porque ya lo saben: vengo a buscar MU, el periódico de lavaca. Gustavo me confirma que ya está impreso. Y que el taller está a pleno.