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Franz Kafka

Informe para una Academiay otros textos

Traducción: Jorge Segovia y Violetta Beck

Maldoror ediciones

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La reproducción total o parcial de este libro, no autorizada por los editores, viola derechos de copyright.

Cualquier utilización debe ser previamente solicitada.

Título de la edición original: Ein Bericht für eine Akademie und andere Texte

© Primera edición: 2011© Maldoror ediciones

© Traducción: Jorge Segovia y Violetta Beck

ISBN 13: 978-84-96817-74-6

MALDOROR ediciones, [email protected]

www.maldororediciones.eu

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Informe para una Academia

¡Honorables señores de la Academia!Representa para mí un gran honor aceptar suinvitación y, consiguientemente, presentarles miinforme a la Academia sobre mi anterior vidasimiesca.No obstante, por desgracia, no puedo corres-ponder a sus requerimientos en tal sentido. Yahan transcurrido casi cinco años desde que meescindí de aquella condición de primate, unperiodo de tiempo que, si nos atenemos al calen-dario, quizá pueda resultar breve, pero que fueinfinitamente largo de recorrer, sobre todo siconsideramos el modo en que yo lo hice, acom-pañado a cada palmo por hombres eximios, con-sejos, ovaciones, música orquestal, aunque en elfondo siempre estuviera solo, pues ese guirigayy acompañamiento –para decirlo en lenguajefigurado–, se mantenía tras la barrera. Esainmensa actividad hubiera sido imposible si yo,por obstinación o ceguera, mantuviese el deseode seguir aferrado a mis orígenes y recuerdosjuveniles. Renunciar a cualquier obstinaciónconstituyó el mandamiento ineluctable y supre-mo que yo mismo me impuse: yo, un monolibre, me sometí a ese yugo. Por esta mismarazón, sin embargo, los recuerdos se desvanecen

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cada vez más. Si en un principio, en el caso deque los hombres así lo hubiesen deseado, aún sehubiera mantenido abierto el camino de re g re s oa través de esa gran puerta que el cielo y la tierraconforman, mi desarrollo pro g resivo y violentohubiera devenido más limitado y asfixiante; mesentía mucho mejor y más adaptado en elmundo humano, la tormenta que me seguíadesde mi pasado, poco a poco se fue mitigando;ahora sólo es una corriente de aire que me enfríalos talones, y el agujero en la lejanía por el quesopla ese aire, y que yo también atravesé, se havuelto tan pequeño que, si mis fuerzas y volun-tad bastaran para intentar el re g reso, tendría quedesollarme la piel para poder pasar. Dicho contoda sinceridad, por más que me guste emplearimágenes para estas cosas, dicho con absolutafranqueza: ¡Su condición simiesca, señores, en elcaso de que tengan algo similar a sus espaldas,no les puede ser más extraña que a mí la mía!P e ro a todo el que anda por la tierra, le cosquilleael talón: tanto al pequeño chimpancé como algran A q u i l e s .No obstante, aunque de un modo limitado, creoque podré responder a su pregunta, y lo harécon sumo placer. Lo primero que aprendí fue adar la mano. Dar la mano es una manifestaciónde franqueza. Por eso deseo que hoy, cuando meencuentro en el cenit de mi carrera, aquel francoapretón de manos se refleje en la sinceridad demis palabras. No creo que pueda aportar nadanuevo a la Academia y temo que me quedarécorto respecto a sus expectativas y en relación a

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lo que, con la mejor voluntad, no puedo revelar;de todos modos mostraré las líneas directricesgracias a las cuales un primate ha logrado acce-der al mundo humano y permanecer en él sóli-damente. Pero no podría decir lo que a conti-nuación expondré si no estuviera completamen-te seguro de mí mismo y si mi posición en todoslos grandes escenarios de Variedades delmundo civilizado no hubiese llegado a consoli-darse hasta ser inquebrantable. Nací en Costa de Oro. Para los detalles de micaptura dependo de informes ajenos. Una expe-dición de caza organizada por la empre s aHagenbeck –con cuyo patrón, por lo demás, hevaciado desde entonces más de una botella debuen vino tinto–, permanecía al acecho ocultatras los matorrales junto a la orilla de un río,cuando yo, entrada la noche, me acerqué a beberen medio de mi grupo. Se oyeron disparos. Sóloa mí me acertaron: recibí dos tiros. Uno en lamejilla, que no resultó grave y me dejó una grancicatriz roja sin pelo, lo cual llevó a que mepusieran el repugnante e inexacto apelativo dePedro el Rojo, inventiva digna de un mono,como si sólo me diferenciara de Pedro -el prima-te amaestrado, muerto no hace mucho tiempo-,por la mancha roja en la mejilla. Esto sea dichode paso. El segundo disparo me acertó debajo de la cade-ra. Resultó ser más grave, y de ahí que aún cojeeun poco. Últimamente he leído en un artículo,escrito por alguno de los diez mil galgos que sal-tan sobre mí desde los periódicos, que mi natu-

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raleza simiesca no ha sido completamentedomada: prueba de ello sería que cuando recibovisitas me gusta bajarme los pantalones paramostrar la cicatriz que me quedó tras aquel tiro.A ese tipo se le deberían amputar todos losdedos de la mano con la que escribe. Yo puedobajarme los pantalones ante quien me dé lagana; no se encontrará otra cosa que la piel biencuidada y la cicatriz –elijamos aquí un adjetivodeterminado para un fin determinado, pero queno se debe interpretar mal–, la cicatriz, digo, deun tiro ultrajante. No hay nada que ocultar: todoestá a la vista. Cuando se trata de la verdad,hasta el más pintado arroja por la borda susmodales más finos. Si, por el contrario, eseperiodista se bajase los pantalones cuando tienevisita, la cosa tendría una apariencia muy distin-ta, y, por ende, quiero destacar como gesto razo-nable que no lo haga. ¡Pero entonces que medeje en paz con su delicadeza!Después de recibir aquellos tiros -y aquí comien-zan mis propios recuerdos-, desperté encerradoen una jaula situada en el entrepuente de unvapor de la Hagenbeck. La jaula no estaba enre-jada por los cuatro lados, sino por tres, adosadosa la caja; la caja, por consiguiente, formaba elcuarto lado. Era demasiado baja para que pudie-se alzarme y demasiado estrecha como parapoder sentarse. Así, pues, me mantenía acucli-llado, con las rodillas sacudidas por continuostemblores, y, muy probablemente, no quería vera nadie y sólo quería permanecer a oscuras,vuelto hacia la caja, en tanto los barrotes de la

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jaula se clavaban en mi espalda. Se consideraconveniente encerrar a los animales salvajes deesa forma, por lo menos al principio, y yo nopuedo negar hoy, apoyándome en mi experien-cia, que, en un sentido humano, eso es algo queresulta acertado.Pero en aquellos momentos no pensé en tal cosa.Por primera vez en mi vida carecía de una sali-da: al menos de frente no podía ser; frente a míestaba la caja, hecha de tablas fuertementemembradas. No obstante, descubrí una pequeñaranura entre las tablas, y me regocijé por ello conlos benditos aullidos de la irracionalidad, peroese agujero ni siquiera bastaba para meter elrabo y era harto imposible de agrandar ni aunrecurriendo a toda mi fuerza simiesca. Según me dijeron más tarde, apenas causé albo-roto, lo que era poco habitual, y, por tanto, dedu-jeron que moriría pronto o que, si lograba sobre-vivir al periodo crítico, tendría muy buenas apti-tudes para ser amaestrado. Sobreviví. Sollozosahogados, la dolorosa búsqueda de pulgas,lameteo desganado de un coco, golpes de cabe-za contra la caja, enseñar la lengua cuandoalguien se acercaba: éstas fueron mis principalesocupaciones en mi nueva vida. Pero hiciera loque hiciese, siempre la misma convicción: nohay salida. Naturalmente ahora sólo puedoexpresar aquellos sentimientos simiescos conpalabras humanas y así lo hago constar, pero,aunque ya no pueda alcanzar la antigua verdadsimiesca, al menos mi relato apunta hacia esadirección, de eso no hay duda.

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Hasta entonces había tenido muchas salidas,pero ahora ninguna. Estaba encerrado. Si mehubieran apuntalado, mi libertad no hubierapodido ser menor. ¿Por qué? Si te pica entre losdedos del pie, no sabrás el motivo. Si te presio-na tanto el barrote en la espalda que casi te partepor la mitad, no sabrás el motivo. No tenía nin-guna salida, así que me vería obligado a buscaruna, ya que sin ella no podía vivir. Sin lugar adudas, mirar siempre las mismas tablas de lacaja acabaría por reventarme. Pero los monos deHagenbeck están destinados a mirar la caja,bueno, entonces dejaría de ser un mono. Unpensamiento bello y luminoso, que de algunaforma tuve que alumbrar en el estómago, pueslos monos sólo piensan con el estómago.Temo que no se entienda correctamente lo quequiero decir con la palabra “salida”. Empleo lapalabra en su sentido más frecuente y normal.Intencionadamente, no empleo el término“libertad”. No hago referencias a ese gran senti-miento de libertad hacia todas las direcciones.Como primate lo he experimentado y he conoci-do seres humanos que lo anhelaban. Pero en loque a mí respecta, no he reclamado libertad nientonces ni ahora. Dicho sea de paso: con lalibertad se engañan los hombres entre sí condemasiada frecuencia. Y así como la libertadpertenece a los sentimientos más elevados, elfraude correspondiente equivale al mismo nivel.A menudo, cuando trabajaba en las Variedades,he visto, antes de salir a escena, cómo una pare-ja artística, allá en lo alto, hacía ejercicios sobre

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el trapecio. Se balanceaban, giraban, saltaban,quedaban suspendidos en el aire cogidos de losbrazos, uno de ellos sujetaba con la boca al otropor el cabello. “Eso también es libertad huma-na” –pensé–, “movimiento soberano”. ¡Ay,escarnio de la sagrada naturaleza! Nada queda-ría en pie por mor de las risas de toda la especiesimiesca ante semejante visión.No, no era libertad lo que quería. Sólo una sali-da, hacia la derecha, o, a la izquierda, haciadonde fuera: no pedía nada más. Si la salida sólofuera un engaño, bueno, mi petición era peque-ña, así que el engaño no podría ser más grande.¡Salir adelante! ¡Salir adelante! Pero no perma-necer allí quieto con los brazos alzados, compri-mido en una caja.Hoy lo veo claro: sin haber mantenido una grantranquilidad interior, no hubiera podido salir. Y,ciertamente, todo lo que soy se lo debo a la sere-nidad que me invadió en el barco, transcurridoslos primeros días. Pero esa calma, a su vez, tam-bién se la debía a la tripulación del barco.Son buenas personas, a pesar de todo. Aún hoyme gusta evocar el ruido de sus pasos reciosque, en aquel entonces, resonaban en mi estadode duermevela. Tenían la costumbre de empren-der cualquier actividad con pasmosa lentitud. Siuno quería frotarse los ojos, levantaba la manocomo si con ella sujetara un peso. Sus bromaseran groseras pero afectuosas. Sus risas siemprese mezclaban con una tos que sonaba peligrosapero que carecía de importancia. Siempre teníanalgo en la boca para escupir y les era completa-

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mente indiferente hacia dónde escupían.Siempre se estaban quejando de que mis pulgassaltaban sobre ellos, pero no por eso se enfada-ban conmigo; sabían que en mi piel había pulgasy que éstas saltaban, con eso quedaban satisfe-chos. Cuando no estaban de servicio, algunos sesentaban a veces a mi alrededor, entonces ape-nas hablaban, sólo farfullaban entre ellos; fuma-ban en pipa tumbados sobre cajas; en cuanto yohacía el más mínimo movimiento, se golpeabanla rodilla y, de vez en cuando, uno cogía un bas-tón y se ponía a rascarme en aquellas partesdonde me gustaba. Si hoy me invitaran a haceruna travesía en ese barco, rechazaría con todaseguridad la invitación, pero con la misma segu-ridad afirmo que no sólo tengo malos recuerdosdel tiempo que pasé en el entrepuente.La serenidad que logré en la compañía de aque-lla gente es la que me impidió realizar un inten-to de fuga. Visto desde la perspectiva actual, meparece como si hubiera presentido que era nece-sario encontrar una salida si quería seguirviviendo, pero que dicha salida no sería factiblepor el hecho de huir. No sé si realmente era posi-ble huir, yo creo que sí, a un mono siempre ledebería ser posible huir. Con los dientes que mequedan ahora, tengo que tener mucho cuidadoal partir unas simples nueces, pero en aqueltiempo me hubiera sido posible romper el can-dado de la jaula con la dentadura. No lo hice.¿Qué habría ganado con ello? Me habrían captu-rado de nuevo nada más sacar la cabeza y mehubiesen encerrado en una jaula mucho peor; o

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tal vez se me diera por huir en dirección haciaotros animales, por ejemplo hacia una serpientegigante, que me hubiera asfixiado con su abrazomortal; o quizá me hubiera sido posible llegarhasta la cubierta para saltar por la borda, enton-ces quizá me sintiera mecido un rato por el océ-ano y finalmente me habría ahogado. Actos des-esperados. Yo no razonaba como los humanos,pero, gracias a la influencia del ambiente, mecomporté como si pudiera razonar así.No razonaba, pero lo observaba todo con gransosiego. Veía a los hombres ir y venir, siemprelos mismos rostros, los mismos movimientos,con frecuencia me parecía como si todos fuesenel mismo hombre. Este hombre o esos hombresandaban sin preocupaciones. Mi mente vislum-bró un gran objetivo. Nadie me prometió que sime convertía en lo que ellos eran quitarían losbarrotes. Nadie hace promesas cuyo cumpli-miento resulta imposible. Pero si se cumplen,aparecerán las promesas con posterioridad y,además, precisamente allí donde antes se habíanbuscado en vano. Pero en aquellos hombres nohabía nada que me sedujera. Si hubiese sido unamante de esa libertad anteriormente menciona-da, sin duda hubiera preferido el océano a lasalida que asomaba en la mirada turbia de aque-llos hombres. No obstante, los había estadoobservando mucho antes de que comenzara apensar en estas cosas, sí, la cumulación de obser-vaciones fue la que me impulsó en una direccióndeterminada.

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