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Acoger El Amor de Dios Vanhoye

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Retiro espiritual bíblico

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ÍNDICE

Introducción 1.- El anuncio del ángel a María (Lc 1,26-38)2.- La visitación de María a Isabel (Lc 1,39-56) 3.- Ponernos en presencia de Dios4.- La grandeza y la santidad de Dios 5.- Adorar a Dios (Homilía sobre Is 6,1-8 y Jn 4,1-24) 6.- La misericordia de Dios 7.- El espléndido proyecto de Dios para nosotros (Ef 1,3-14) 8.- Dios, que es amor, nos ha creado para ser partícipes de su vida de amor (Mt 22,34-40)9.- La gracia de una desilusión Homilía sobre Mt 20,20-28) 10.- El amor agradecido11.- Acoger agradecidos el amor redentor para ser purificados 12.- «La sangre de Jesús nos purifica de todo pecado» (1 Jn 1,7-2,2) 13.- Descubrir el tesoro escondido (Homilía sobre 1 Re 3,5.7-12; Rm 2,28-30 y Mt 13,44-52) ...14.-La pecadora llena de amor agradecido (Lc 7,36-50)15.- La gracia de la Navidad (Homilía sobre Lc 2,1-20)16.-La llamada de los primeros discípulos (Mc 1,16-20)17.- Vocación y vida en el amor. (Homilía sobre 1 Sm 3,1-10 y Jn 15,9-17) 18.- Las bodas mesiánicas y el progreso en el amor (Jn 2,1-11) 19.- Vocación y amor misericordioso (Mt 9,9-13)20.- Generosidad y discernimiento (Mt 14,13-23)21.- Amor posesivo o amor apostólico. (Homilía sobre Le 4,16-30) 22.- Jesús en oración: la acción de gracias 23.- «Muéstranos tu rostro»: la Transfiguración (Lc 9,28-36) 24.- La promesa de una nueva alianza (Jr 31,31-34) 25.- Una fe que progresa. (Homilía sobre Prov 31 y Jn 11,19-27) 26.- La última cena, sacrificio de acción de gracias 27.- La oración en la hora de la prueba (Mc 14,32-42 y par.) 28.- La ofrenda sacrificial de Jesús en el Espíritu Santo29.- Jesús se revela a sí mismo en la pasión. (Homilía sobre Mc 14,55-65) 30.- Pasión glorificadora31.- De la tristeza a la alegría pascual: los discípulos de Emaús (Lc 24,13-33) 32.- Presencia del Resucitado en la vida cotidiana (Jn21)

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Introducción

EN la vida hay necesariamente diversos ritmos que consisten en cambios periódicos: el ritmo del día y de la noche, el ritmo de los días de trabajo y de reposo, el ritmo de las estaciones... La vida necesita estos ritmos para mantenerse, para progresar. Una vida que careciera de ritmos sería monótona y aburrida.

También nuestra vida espiritual necesita ritmos. Periódicamente, debemos tener tiempos de recogimiento más profundo y de oración más intensa, tiempos de escucha más atenta de la palabra de Dios y de esfuerzo más perseverante para permanecer en la presencia del Señor.

Desde este punto de vista, los Ejercicios Espirituales constituyen un tiempo privilegiado. Reavivan nuestro contacto con Dios y el sentido de nuestra vocación personal; nos permiten descubrir nuestro camino en la luz, en la paz, con más seguridad, porque dan una mayor intensidad a nuestras percepciones espirituales. Durante los Ejercicios podemos ver la realidad en una luz más pura y podemos captar aspectos que no aparecen en la vida or -dinaria.

Me alegra participar en vuestra vida de oración y ponerme a vuestro servicio. Soy consciente de que solo soy un modesto instrumento del Señor: él es el autor principal. Y el Espíritu Santo, a quien hemos invocado, es el guía más importante.

Los Ejercicios son ante todo un encuentro personal entre el Señor y cada uno de nosotros. El Señor nos ofre-ce su gracia con generosidad y nos invita a tener un contacto personal con él. A nosotros nos corresponde acoger bien esta gracia que tan generosamente se nos ofrece y situarnos con las disposiciones más adecuadas.

La disposición principal que necesitamos tener al comenzarlos es la confianza, que abre todo nuestro ser a la gracia del Señor. Debemos estar convencidos de que el Señor es bueno, de que quiere para nosotros un bien in-menso y de que quiere comunicarnos gracias valiosas, no solo para este tiempo de Ejercicios, sino también para el tiempo posterior, unas gracias que harán más bella y más fecunda nuestra vida.

Para que sea auténtica, la confianza tiene que ir acompañada de una disponibilidad sincera, con la que permi-timos que Dios nos comunique sus gracias. La disponibilidad se manifiesta principalmente con el compromiso del recogimiento. Hemos de evitar distracciones que puedan obstaculizar la atención dirigida al Señor. El silencio es necesario para acoger la presencia de Dios, su Palabra, su amor, para buscar el contacto con él.

Otra condición muy importante es la fidelidad en los momentos de meditación y oración, no obstante todas las dificultades que podamos hallar. Para encontrar al Señor necesitamos un compromiso perseverante en la ora-ción.

El tema que propongo para estos Ejercicios, en sintonía con la orientación dada por el papa Benedicto XVI en su primera encíclica, es «Acoger el amor de Dios». Se trata de acoger el amor de Dios en sus diversas formas, en todas sus dimensiones. Debemos acogerlo en nuestra oración y en nuestro corazón, en nuestras relaciones, en nuestras alegrías y en nuestras penas, en nuestro trabajo y en nuestro apostolado.

Hemos de acogerlo, en primer lugar, con inmensa gratitud, como un don admirable, y, después, de forma ac-tiva, con el dinamismo que se nos comunica para transformar nuestra vida y el mundo que nos rodea.

Propongo comenzar contemplando a la Virgen María en los episodios de la anunciación y de la visitación, y escuchándola mientras proclama el Magníficat. No podemos encontrar un modo mejor de acoger el amor que vie-ne de Dios.

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1.- El anuncio del ángel a María (Lc 1,26-38)

EN este episodio muestra María, en primer lugar, una atención a las palabras del saludo del ángel y, después, toma conciencia de su significado extraordinario. María no es superficial, sino que tiene una reacción profunda. El texto evangélico dice: «Ante estas palabras, ella se turbó mucho». También nosotros tenemos que dejarnos conmover por las palabras que Dios nos dirija en estos Ejercicios.

María no se mantiene en el nivel de las impresiones, sino que reflexiona: «Se preguntaba qué sentido tendría un saludo como aquel». Las palabras del saludo —«Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo»- se asemejan a las del profeta Sofonías al comienzo de uno de sus oráculos (cf. Sof 3,14) y a las que el ángel comunica a Ge-deón (cf. Jue 6,12). De igual modo, los Ejercicios son para nosotros un momento de reflexión, de profundización.

El ángel tranquiliza a María diciéndole: «No temas, María», y le explica el sentido de su saludo: «Estás llena de gracia porque has encontrado gracia ante Dios. El Señor está contigo y te hace la madre de su Hijo». ¡Qué in-mensa manifestación de amor de Dios hallamos aquí!

¿Cómo habría reaccionado cualquier muchacha al oír estas palabras? Se habría entusiasmado enseguida y ha-bría pensado en todos los honores que pronto recibiría. Se habría sentido orgullosa de convertirse en la madre del Rey- Mesías y gozar, así, de privilegios y beneficios ilimitados.

En cambio, María reflexiona de nuevo. Le viene a la mente una dificultad que hay que superar. No pone en duda la posibilidad de lo que el ángel le ha anunciado, no dice: «¿Cómo es posible?», sino: «¿Cómo sucederá esto si no conozco varón?». De igual modo, en los Ejercicios hemos de buscar la solución que Dios nos da a los pro-blemas que nos vienen impuestos por las circunstancias de la vida.

El ángel le da entonces la explicación que completa su primer anuncio de forma aún más admirable, revelán-dole el misterio: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso, el que nacerá santo será llamado Hijo de Dios».

María acoge la voluntad de Dios Padre con plena disponibilidad diciendo: «He aquí la sierva del Señor; hága-se en mí lo que has dicho». De este modo, se encuentra en sintonía profunda con la actitud del mismo Cristo en el momento de la encarnación. Afirma, en efecto, la Carta a los Hebreos: «Por eso dice [Cristo] al entrar en el mun-do: “No quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo. No te agradaron holocaustos ni sacrificios expiatorios. Entonces dije: Aquí estoy, he venido -como está escrito de mí en el libro- para cumplir, oh Dios, tu voluntad”» (Hb 10,5-7). Así, María está preparada para unirse perfectamente con todo el misterio de Cristo, en sus aspectos gozosos, luminosos, dolorosos y gloriosos.

Necesitamos pedir a María que nos guíe en estos Ejercicios prestando atención a la palabra de amor que se nos dirige a cada uno de nosotros de modo personal, buscando continuamente el proyecto de amor que Dios nos propone y, finalmente, adhiriéndonos, generosa y confiadamente, a la voluntad divina, una vez que la hayamos descubierto.

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2.- La visitación de María a Isabel (Lc 1,39-56)

HEMOS comenzado nuestros Ejercicios con la Virgen, meditando sobre la escena de la anunciación. María es nuestro modelo perfecto para acoger el amor que nos viene de Dios. Ahora seguimos contemplando su visita a Is-abel. Es una consideración programática, es decir, una especie de anticipación de lo que deberán ser los Ejerci-cios en su totalidad.

La visitación es un misterio en el que aparece otro aspecto de la acogida que María da al amor que viene de Dios. En esta escena vemos todo el dinamismo de la fe de María y su profundidad.

«En aquellos días, María se puso de prisa en camino hacia la montaña, y se dirigió hacia una ciudad de Judá». Este hecho resulta sorprendente. María habría podido pensar: «Voy a ser la madre del Hijo de Dios. Debo prepa-rarme para este acontecimiento extraordinario». Sin embargo, se pone en camino. Se trata de un camino realmen-te muy dinámico; el evangelista, en efecto, dice: «Se puso de prisa en camino hacia la montaña».

¿Qué provoca este apresuramiento de María? En la meditación podemos reflexionar sobre esta premura, sobre este dinamismo producido por el amor de Dios. La anunciación origina la visitación; la encarnación del Hijo de Dios origina la visita de María a Isabel. La presencia de Jesús en María le impulsa a ponerse en camino para en -contrarse con su prima y ayudarle. El amor que procede de Dios debería producir en nosotros unos efectos simila-res, es decir, no debería dejarnos pasivos, sino impulsarnos hacia los demás.

«Entró [María] en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Cuando Isabel oyó el saludo de María, la criatura se es -tremeció en su vientre. Isabel se llenó de Espíritu Santo». Pongámonos en la situación de Isabel, es decir, imagi-nemos que somos nosotros quienes recibimos la visita de María. Tenemos que saber entonces apreciar la delica-deza de María. Como Isabel, también nosotros hemos de escuchar su saludo. ¿Qué saludo nos dirige María ahora, al comenzar estos Ejercicios? ¿Qué nos augura? ¿Qué pensamientos nos sugiere?

Si escuchamos bien el saludo de María, entonces, el ser nuevo, que llevamos en nosotros desde nuestro bau-tismo, se estremecerá, se despertará, al igual que el niño que Isabel tenía en su seno. Y, como Isabel, también nos llenaremos de Espíritu Santo, hasta el punto de exclamar con voz fuerte: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!».

Podemos meditar sobre esta doble bendición que Isabel dirige a María y a Jesús, como la Iglesia nos invita a hacer cuando rezamos el Avemaria. En la meditación podemos revivirla con mayor intensidad, con deleite espiri-tual, y podemos retomarla como algo nuevo y fresco.

Posteriormente, Isabel manifiesta ante María un sentimiento de agradecimiento humilde: «¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?». A decir verdad, tampoco nosotros merecemos esta gracia, es decir, que María se interese por nuestros Ejercicios. Para nosotros son un don valioso, y necesitamos tomar conciencia de nuestra situación privilegiada: «¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?».

Isabel sigue diciéndole a María: «Dichosa la que ha creído en el cumplimiento de lo que el Señor le ha di-cho». Es la bienaventuranza de la fe la que permite el cumplimiento pleno del plan de Dios. María es bienaventu-rada porque ha creído y, al creer, ha abierto todo su ser al amor que viene de Dios, al cumplimiento de las pala-bras del Señor.

Los Ejercicios no tienen otra finalidad que la de hacernos abrir todo nuestro ser al cumplimiento de las pala-bras del Señor. Las palabras que Dios nos dirige personalmente, y que solo podemos escuchar en el recogimiento y en la oración perseverante, deben ser acogidas con una gran fe para que se realicen verdaderamente en nuestra existencia.

Al final, María, en respuesta a Isabel, canta el Magníficat: «Proclama mi alma la grandeza del Señor y mi es-píritu exulta en Dios, mi salvador, porque se ha fijado en la humildad de su sierva...». Obviamente, esta oración podría ser materia de toda una serie de meditaciones. Nosotros la tendremos presente como una especie de meta para los Ejercicios; si al finalizarlos podemos cantarla con un corazón aún más unido a María, querrá decir que habrán dado su fruto.

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3.- Ponernos en presencia de DiosHEMOS iniciado estos Ejercicios contemplando el misterio de la anunciación. María nos transmite las gracias

más importantes para nuestra vida espiritual porque solamente ella, que es madre de nuestras almas, puede formar en nosotros las actitudes fundamentales de la vida espiritual. En la visitación, María lleva la presencia y la acción de Jesús, y despierta al ser nuevo que está en Isabel.

La maternidad de María no es para nosotros solamente una ocasión para sentir afecto hacia ella, sino que debe ser acogida con docilidad profunda a su influencia. Para descubrir mejor nuestra llamada personal, hemos de diri-girnos a María y aceptar cada vez más su influencia en toda nuestra vida espiritual. Solo así podremos acoger ple-namente el amor que viene de Dios y progresar en él.

El primer paso para acoger este amor consiste en recibir favorablemente la presencia del Señor en nuestra vi-da. Como percibimos en el Magníficat, María nos enseña principalmente esta actitud.

Las primeras palabras que pronuncia en este cántico expresan su relación con Dios, una relación profunda del alma con el Señor: «Proclama mi alma la grandeza del Señor y mi espíritu exulta en Dios, mi salvador».

El elemento más importante en la vida de María es esta relación con Dios, que caracteriza su alma y llena su espíritu.

Podemos notar cómo, en cierto sentido, estas palabras irrumpen de forma inesperada y sorprendente. María se encuentra en la casa de Isabel y Zacarías; ha saludado a su prima; el saludo ha hecho que el niño se estremezca en el seno de Isabel, que exclama con voz fuerte: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre». Ahora esperaríamos una respuesta de María a Isabel en los siguientes términos: «Isabel, te agradezco esta acogida tan efusiva». Pero María no dirige ninguna palabra a su prima de manera directa, sino que habla de Dios y de su grandeza, porque está llena de su presencia, vive continuamente en su presencia, está unida a él.

Es muy importante que al comenzar los Ejercicios nos pongamos en presencia de Dios, o, mejor, que le pida -mos, con humildad pero con insistencia, que nos ponga en su presencia, que nos llene de fe en su presencia.

Es evidente que Dios, nuestro Padre, está presente; el problema es que a menudo nosotros no lo estamos con respecto a él. Por eso hemos de pedir esta gracia con insistencia. Es importante pedirla al comienzo de toda ora-ción y de toda meditación. También nuestra jornada, si quiere ser fecunda, debe iniciarse siempre con esta actitud de búsqueda de la presencia de Dios.

Lo primero que debemos hacer siempre es tomar conciencia de que estamos ante Dios, de que hemos sido ad-mitidos, más aún, de que estamos invitados a entrar en una relación personal con él. Hemos de estar atentos a esta relación y buscarla, alejándonos de todo lo que nos distrae de la fe viva en la presencia de Dios. Ninguna cosa por sí misma debería distraernos de esta fe, puesto que toda realidad está llena de la presencia de Dios. Por consi-guiente, no se trata tanto de alejar las cosas cuanto de corregir nuestro modo de verlas.

Tenemos que dedicar el tiempo necesario para establecer el contacto con Dios, pues, de otro modo, la oración no tiene un gran valor y la meditación se convierte en una actividad intelectual, sin significado espiritual. No po-demos avanzar en la oración si no hemos establecido un contacto con Dios. Incluso si el tiempo previsto para la oración se utilizara solamente para ponernos en presencia de Dios, sin desarrollar ninguna reflexión, sería un tiempo bien empleado para el progreso espiritual. La presencia de Dios es más importante que cualquier otro pen-samiento o idea original que podamos tener.

En esta perspectiva, me gustaría recordar la experiencia de un diplomático canadiense, el general Georges Vanier, cuyo hijo, Jean, fue el fundador de El Arca, una asociación mundial dedicada al servicio de los discapaci-tados. El general fue durante mucho tiempo embajador en París y, después, Gobernador de Canadá, es decir, la más alta autoridad de su país. En cierto momento tomó conciencia de la importancia de la vida espiritual y, en particular, de la oración.

Estaba en relación con algunas religiosas carmelitas a cuya oración se encomendaba mucho para las difíciles tareas que debía llevar a cabo. Esta relación le llevó a una vida intensa de oración, a la que dedicaba cada día al menos media hora, aunque estuviera sobrecargado de compromisos urgentes e importantes.

El general conocía bien lo que son las audiencias. Puesto que era diplomático, sabía perfectamente qué signi-ficaba que se le admitiera a la presencia de un personaje investido de autoridad. Por eso, comenzaba siempre la oración prestando una gran atención a la presencia de Dios y dándole muchas gracias por haberle admitido a en-trar en relación con él.

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Su oración no era a menudo fácil, y no experimentaba muchas consolaciones espirituales. Sin embargo, al re -conocer la importancia del contacto con Dios y el privilegio de ser acogido por él, comenzaba siempre la oración con un gran respeto hacia el Señor, poniéndose en su presencia. Tuvo, así, una vida espiritual muy fecunda e hizo un bien inmenso de muchas formas, precisamente gracias a este contacto con el Señor.

También nosotros, al comenzar los Ejercicios, debemos insistir en esta actitud, y en toda meditación hemos de tomar conciencia de la importancia de un contacto profundo con Dios, que es un Padre lleno de amor. Si falta este contacto, todo lo demás es inútil.

De hecho, ¿cuál es el objetivo de los Ejercicios? ¿Es, tal vez, examinarnos y analizar con meticulosidad nues -tras cualidades y defectos, nuestras aspiraciones y temores, nuestras capacidades y debilidades? En algunos mo-mentos puede resultarnos útil, más aún, necesario, pero esta no es la meta principal de los Ejercicios.

Su objetivo no es dirigir nuestra mirada sobre nosotros mismos ni tampoco reflexionar sobre los grandes pro-blemas de la existencia, como podrían hacerlo los filósofos: pensar en la vida y la muerte, en las riquezas materia-les y los bienes espirituales, y profundizar en muchas verdades... Ciertamente, todo esto es útil y no debe despre-ciarse, pero no es el verdadero objetivo de los Ejercicios.

Su finalidad no es que nos encerremos en nosotros mismos o nos concentremos en un esfuerzo de reflexión, sino hacernos salir de nosotros para ponernos en la presencia de Dios, para retomar un contacto más profundo con Aquel que nos ama. El fin de los Ejercicios es encontrarnos con el Señor. En su Regla, san Benito recurre a la ex-presión «si verdaderamente busca a Dios» como criterio esencial para la vida religiosa.

Buscar a Dios, encontrarlo, profundizar en nuestra relación con él, dejarnos atraer por él y dejarnos transfor-mar por su amor, este el objetivo de los Ejercicios. Por eso, lo más importante al comenzarlos es orientarnos ha-cia Dios con la ayuda de María, pues esto fue lo que hizo ella.

4.- La grandeza y la santidad de DiosLAS primeras palabras del Magníficat expresan la grandeza de Dios: «Proclama mi alma la grandeza del Señor». Para reconocer plenamente el amor que Dios, nuestro Padre, nos ha dado, es indispensable contemplar la grande-za de Aquel que nos ama. En toda circunstancia, nuestra primera reacción debería ser proclamar «la grandeza del Señor».

Lamentablemente, es frecuente que no sea así en nuestro caso, porque son muchas las reacciones diversas que nos impiden proclamar esta alabanza de Dios como hizo María. Los Ejercicios deben ayudarnos a conseguir esta actitud. Si buscamos verdaderamente a Dios, podremos decir al final con María: «Proclama mi alma la grandeza del Señor y mi espíritu exulta en Dios, mi salvador».

María habla de la grandeza del Señor. «Magnificar» significa «proclamar la grandeza» (en efecto, el adjetivo latino magnus significa «grande»). A continuación, María precisa mejor esta grandeza diciendo que se trata de la «santidad»: «El Poderoso ha hecho grandes cosas en mí, su nombre es santo». Dios es grande, hace cosas gran-des, pero no de modo llamativo, es decir, no al estilo de las empresas humanas. La obra de Dios se caracteriza por su santidad.

Por su relación con el aliento santo de Dios, es decir, con el Espíritu Santo, María percibió su santidad. Al de -cir «su nombre es santo», ella nos orienta hacia la auténtica experiencia de Dios, que es la condición de toda vida espiritual y de correspondencia a nuestra llamada personal.

María habla de Dios con inmenso respeto y nos invita a «temerlo» al mencionar a «aquellos que lo temen». Es evidente que ella misma se sitúa entre estas personas.

Debemos entonces pedirle la gracia de tener respeto a Dios, de tener una concepción grande de él y de estar impregnados por el sentimiento de su grandeza y santidad. Esta gracia es fundamental para nuestra vida espiritual y para nuestro apostolado. Sin este contacto vivo con el Dios grande y santo no podemos tener una vida espiritual verdadera ni suscitarla en los demás. Sin duda, podemos tener cualidades humanas, podemos progresar humana-mente, pero no nos encontramos aún en el nivel de la vida espiritual.

La vida espiritual es la vida de relación con Dios: una relación auténtica con el Dios grande y santo que se nos ha revelado como Padre lleno de amor al darnos a su Hijo Jesús. El respeto a Dios es el fundamento indispen -sable para encontrarnos con él, para relacionarnos verdaderamente con él. De lo contrario, todo carece de consis-tencia, de estabilidad; es como una casa sin cimientos. En este caso, el mismo amor carece de profundidad y de

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solidez; no podemos apreciar ni acoger plenamente el amor que Dios nos tiene.

La grandeza y la santidad de Dios en el Antiguo TestamentoMaría descubrió la revelación de la grandeza y la santidad de Dios en el Antiguo Testamento. Se dejó educar

por él, que nos ayuda mucho a tener el sentido del temor a Dios.Obviamente, «temor a Dios» no quiere decir «miedo a Dios». Hay una gran diferencia entre estos dos senti -

mientos. El miedo es un sentimiento que destruye el ser profundo de la persona y la impulsa a huir. En cambio, el Antiguo Testamento nos revela que el temor a Dios, es decir, el respeto profundo a él, es un sentimiento que nos une íntimamente a él y, al mismo tiempo, nos confiere el sentido de nuestra dignidad. A diferencia del miedo, es un sentimiento que no aplasta a la persona.

Quien teme a Dios experimenta una alegría profunda. Como dice el Sirácida, «el temor de Dios es gloria y honor, alegría y corona de júbilo» (1,11); el temor de Dios alegra el corazón porque nos hace entender que Dios nos pone en relación con él y que nosotros, no obstante nuestra pequeñez, somos admitidos en su presencia.

María meditó sobre la figura de Abrahán. En efecto, al final del Magníficat habla de él y de su descendencia. La historia de Abrahán nos hace comprender que tenía continuamente el sentido de la presencia de Dios.

Abrahán se encuentra en presencia de Dios de un modo muy sencillo, pero muy profundo. Las primeras pala-bras que Dios le dirige: «Vete de tu país, de tu patria y de la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré» (Gn 12,1) expresan los dos aspectos de toda vocación. Por una parte, el aspecto de exigencia, que manifiesta la gran-deza y autoridad de Dios, y, por otra, el aspecto de promesa, que revela su generosidad, su amor.

La exigencia de Dios es la condición necesaria para la comunicación plena de su amor. Es una exigencia radi-cal: Abrahán debe dejar todo para seguir a Dios.

Pero al mismo tiempo Abrahán recibe de Dios una promesa extraordinaria, una promesa de una amplitud in-sospechada, que manifiesta toda su generosidad.

«El Señor dijo a Abrahán: “Vete de tu país, de tu patria y de la casa de tu padre”» (Gn 12,1). Aquí se mani-fiesta la exigencia radical de Dios. Puede pedirlo todo, porque es el Dios grande; puede pedirnos que dejemos to-do, porque es el Dios santo.

Pero Dios es también generoso y, por eso, promete a Abrahán: «Haré de ti un gran pueblo y te bendeciré; haré grande tu nombre, te convertirás en una bendición».

Exigencia de separación y promesa muy generosa son los dos aspectos de toda vocación. La fe y la disponibi-lidad son las dos actitudes exigidas para una relación auténtica con Dios, para acoger su amor. María demuestra desde el comienzo estas dos actitudes, que ha heredado, por decirlo así, de su padre Abrahán.

Abrahán responde a la llamada de Dios con prontitud: «Marchó, pues, Abrahán, como se lo había ordenado el Señor». He aquí un ejemplo de actitud sencilla y profunda de temor y respeto a Dios: dejar que sea él quien dis-ponga de todo cuanto somos como quiera, porque realmente él es el Señor.

Hay otros muchos episodios en la Biblia sobre los que podríamos meditar, pensando que también María los leyó o escuchó su proclamación en la sinagoga de Nazaret y meditó sobre ellos.

En particular, podemos meditar sobre el episodio de la revelación de Dios a Moisés, que se nos relata en Éxo-do 3. Mientras que Moisés está pastoreando el rebaño de Jetró, su suegro, el ángel del Señor se le aparece de for-ma misteriosa: una llama de fuego en medio de una zarza que no se consume. Se trata de un símbolo del misterio de Dios: un misterio que es fuego espiritual, que no se consume, sino que siempre está ardiendo.

Intrigado por este fenómeno, Moisés se acerca para verlo mejor. Y, en ese momento, Dios lo llama desde la zarza: «¡Moisés, Moisés!»; él responde: «¡Aquí estoy!». Y Dios continúa diciéndole: «¡No te aproximes! ¡Quítate las sandalias de los pies porque el lugar sobre el que estás es una tierra santa!» (Ex 3,4-5).

Dios mismo enseña a Moisés una actitud de respeto profundo que prepara una revelación de amor. En efecto, le dice: «He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto y he escuchado su grito provocado por sus opresores; co-nozco sus sufrimientos. He bajado para liberarlo de la mano de los egipcios» (Ex 3,7-8).

En esta revelación a Moisés, Dios no se define por medio de su poder, sino mediante sus relaciones de amor: «Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob» (Ex 3,6).

Podemos también meditar sobre el episodio de la vocación de Isaías, que se nos narra en el capítulo 6 de su li-bro. El profeta recibe la revelación de la santidad de Dios. Los serafines la proclaman diciendo: «Santo, santo, santo, el Señor de los ejércitos» (Is 6,3). Estas palabras volverán a aparecer en el Apocalipsis (4,8) y nosotros las

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repetimos en cada eucaristía.Los serafines añaden: «Toda la tierra está llena de su gloria» (Is 6,3)- Podemos detenernos sobre esta expre-

sión de dos modos. Por una parte, viendo las maravillas de la creación, que, ciertamente, son impresionantes, co-mo nos atestiguan algunos salmos (por ejemplo, Sal 104,4) o los últimos capítulos del libro de Job. Por otra parte, podemos contemplar a Dios salvador, que ha llenado la tierra de su gloria. María canta a este Dios que salva: «Mi espíritu exulta en Dios, mi salvador».

Pero además de estos episodios bíblicos podemos meditar también sobre la revelación de la grandeza y la santidad de Dios en nuestra existencia. Podemos preguntarnos en qué ocasiones hemos tenido una experiencia más viva de la presencia de Dios, de su grandeza, de su misterio que nos supera.

Dios es un ser tan grande que supera nuestras capacidades; es una luz tan fuerte que no podemos mantener nuestra mirada sobre ella. ¿En qué circunstancias hemos tenido esta experiencia del modo más intenso? Es útil que durante los Ejercicios recordemos las gracias del pasado, para reavivarlas y para experimentar de nuevo el sentimiento de estar en la presencia de Dios. Podemos percibir la grandeza y la santidad de Dios incluso en el momento de la prueba. Gracias a este contacto con Dios, la prueba se convierte en algo positivo, es decir, no es destructiva, sino constructiva.

Por intercesión de María, pidamos la gracia de estar en la presencia de Dios, de sentir su grandeza y su santi-dad, como la sintieron Abrahán, Moisés, Isaías y, sobre todo, la Virgen María. Es una gracia fundamental que nos permite adorar verdaderamente al Señor y reconocer plenamente su amor de Padre.

En el Evangelio de Juan, Jesús dice a la Samaritana: «Los que adoran a Dios, deben adorarlo en espíritu y verdad» (Jn 4,24). La primera adoradora verdadera fue María, cuya alma proclamaba la grandeza del Señor y cu-yo espíritu exultaba en Dios, su salvador. Somos llamados a imitarla para tener, así, una vida espiritual intensa y fecunda

5.- Adorar a Dios (Homilía sobre Is 6,1-8 y Jn 4,1-24)EN el Magníficat, María proclama que «su nombre es santo» (Lc 1,49). María posee el verdadero sentido de

la santidad de Dios, que en el Antiguo Testamento se reveló al profeta Isaías en el episodio de su vocación.En este episodio, los serafines se proclaman uno a otro: «Santo, santo, santo, el Señor de los ejércitos. Toda la

tierra está llena de su gloria». El profeta queda impresionado y asustado por esta revelación; advierte su situación de pecador en medio de pecadores y exclama: «¡Ay de mí! Estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros y vivo en medio de un pueblo de labios impuros» (Is 6,5).

La santidad de Dios es terrible porque no puede aceptar el pecado, sino que debe destruirlo. Por eso, uno de los serafines toma un carbón encendido y toca con él la boca del profeta diciéndole: «He aquí que esto ha tocado tus labios: tu iniquidad ha desaparecido y ha sido expiado tu pecado» (v. 7).

También nosotros debemos ser purificados si queremos acoger la invitación que Dios nos hace a tener una re-lación personal con él.

Esta exigencia de purificación se revela también en el episodio evangélico del encuentro de Jesús con la Samaritana (cf. Jn 4,lss), si bien no se manifiesta de modo tan impresionante, pues está más en consonancia con la encarnación del Hijo de Dios, que se ha hecho hermano nuestro.

Jesús conduce, con gran paciencia, a esta mujer pecadora a realizar una confesión implícita, cuando le dice: «Vete, llama a tu marido y vuelve aquí» (v. 16). Hasta este momento, todo cuanto se ha dicho ha sido ambiguo: la mujer habla en un nivel y Jesús en otro. La mujer ha mostrado cierta ironía con respecto a Jesús al preguntarle si se consideraba más grande que el patriarca Jacob. ¿Cómo un hombre cansado del camino puede ser más grande que Jacob?

Pero ahora, mientras la mujer busca una escapatoria, Jesús se revela como aquel que escruta los corazones y le dice: «Bien has dicho que no tienes marido, porque has tenido cinco maridos y el que ahora tienes no es marido tuyo; en eso has dicho la verdad» (v. 18).

Llegados a este punto, la mujer podría asumir una actitud hostil hacia Jesús, podría sentirse ofendida. En cambio, reconoce que es un profeta: «Señor, veo que eres un profeta» (v. 19), lo que quiere decir: «Tienes razón, soy una pecadora».

Esta confesión abre a la mujer pecadora el camino hacia el problema fundamental de la adoración a Dios, de

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la relación auténtica con él. Aunque es un problema fundamental, en la vida cotidiana se pasa por alto debido a otros muchos problemas menos importantes por los que nos dejamos atrapar. Sin embargo, se trata de la relación auténtica con Dios, fuente de nuestra vida; de la relación con Dios, nuestro Padre, que puede darnos la plenitud de la alegría si acogemos su amor.

La Samaritana manifiesta una perplejidad sobre el lugar de adoración: «Nuestros padres adoraron a Dios en este monte y vosotros decís que Jerusalén es el lugar en el que hay que adorarlo» (v. 20). ¿Dónde debe hacerse la adoración verdadera? Jesús revela que ya es posible adorar a Dios en cualquier lugar, porque «llega la hora -y es esta- en la que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad» (v. 23).

Gracias a Jesús, hijo de María, se ha hecho posible la verdadera adoración, sin que haya que preocuparse por un lugar antes que por otro. En todo lugar es posible reconocer que Dios es grande, que Dios es santo; en todo lu-gar se puede alcanzar la presencia de Dios con una actitud de adoración auténtica que confiere al hombre toda su dignidad humana.

En efecto, sin una relación con Dios la persona no tiene consistencia y vaga en todas las direcciones, como, lamentablemente, constatamos en nuestros días: cuántas personas van por la calle equivocadas, entregándose a excesos de todo género, siguiendo ideas que son causa de destrucción y de desprecio al ser humano. En cambio, si tenemos una relación auténtica con Dios, somos personas de verdad y redescubrimos nuestra dignidad en esta relación que nos eleva por encima de nosotros mismos.

María proclamó la grandeza y la santidad de Dios logrando, así, el máximo de la dignidad humana, hasta el punto de que todas las generaciones la llamarán dichosa.

Pidamos, pues, mediante su intercesión, profundizar en nuestra relación con Dios, comprometernos en estos Ejercicios para que se quite lo que obstaculiza nuestra relación con él, y que esta sea más sencilla y más profun-da, fuente de una mayor alegría y fecunda para nuestro apostolado

6.- La misericordia de DiosEN las meditaciones anteriores hemos visto que María nos habla de la grandeza y la santidad de Dios. Ella

nos enseña el respeto profundo a Dios y nos pone en la actitud de adoración que, por sí sola, abre al pleno conoci-miento d-el amor que nos viene de Dios, fundamento de toda nuestra vida espiritual. Con María humilde nos si-tuamos también nosotros entre quienes «temen al Señor», entre quienes respetan a Dios con todo su ser.

En el Magníficat, María no solo habla de la grandeza y la santidad de Dios, sino también de su misericordia. María tuvo al mismo tiempo la revelación de dos atributos de Dios: la santidad y el amor, que ella denomina «mi-sericordia». Proclama que Dios es grande y santo, pero también dice que es el salvador, porque se ha inclinado sobre su humilde esclava.

En efecto, la grandeza de Dios no es orgullosa ni despreciativa, sino generosa, llena de respeto y de ternura por los pequeños. La santidad de Dios es una santidad de amor. Puesto que así es como se ha revelado en el Nue -vo Testamento, no podemos separar jamás estos dos aspectos.

En el Antiguo Testamento, la santidad de Dios parecía a veces una realidad aterradora, terrible; decía Isaías: «¡Ay de mí! Estoy perdido, porque mis ojos han visto al rey, el Señor de los ejércitos» (Is 6,5). La relación de la santidad de Dios con su amor no se veía siempre en el Antiguo Testamento de Israel.

En cambio, en el Nuevo Testamento encontramos una revelación más completa de la santidad de Dios. Por la literatura sagrada cristiana sabemos que se trata de una santidad de amor. Dios mismo es definido como «amor»; el Dios santo es «amor». Juan afirma: «Dios es amor; quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4,8.16).

María tuvo una experiencia personal de esta santidad de amor, pues escuchó al ángel que le decía: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios» (Lc 1,30).

El Nuevo Testamento es la revelación plena de la gracia de Dios: «Gracia» es una palabra que expresa la ge-nerosidad divina y significa «favor gratuito». Entre «gracia» y «gratuito» existe una relación etimológica que re-mite al mismo concepto. La santidad de Dios es una santidad que difunde la gracia. El ángel llamó a María ke-charitóméne, un término muy poco común en griego, que quiere decir «llena de gracia».

Dios llenó de gracia a María. Por eso, en su Magníficat proclama ella la santidad de Dios y, enseguida, su amor misericordioso, diciendo: «Su nombre es santo y su misericordia se extiende de generación en generación

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sobre aquellos que le temen». Sin misericordia, la santidad de Dios sería un atributo aterrador e inaccesible; gra -cias al amor, su santidad se convierte en una realidad atrayente.

En lugar de «misericordia», algunas versiones traducen «amor». Sin embargo, no es una traducción exacta, porque el término original griego que se encuentra en el Magníficat no es agápé, sino éleos, que significa «mise-ricordia».

Sin embargo, podemos justificar esta traducción remontándonos al término hebreo. En la versión de los LXX del Antiguo Testamento, éleos traduce el término hebreo hesed, que expresa la actitud generosa hacia los familia-res y los aliados: una actitud de benevolencia y de beneficencia activa que se corresponde con un aspecto de nuestro concepto de amor, entendido en sentido no afectivo, sino de amor-don. Por eso podemos traducir: «Su amor se extiende de generación en generación sobre aquellos que le temen».

La traducción de los LXX procede de la experiencia del pecado y del exilio. Tras el regreso del destierro, el pueblo judío confesaba sus pecados y alababa la misericordia de Dios que lo había perdonado.

La revelación del amor de las tres Personas divinasEl papa Juan Pablo II mostró magistralmente en la encíclica Dives in misericordia «la riqueza de misericor-

dia que posee Dios». La manifestación plena se llevó a cabo por medio de la revelación de la Santísima Trinidad. Dios se reveló como amor, se manifestó como tres Personas tan unidas entre sí en el amor que son un solo Dios.

Al mismo tiempo, Dios nos ha invitado a entrar en esta maravillosa intimidad. En el misterio de la anuncia-ción, María fue introducida en la intimidad de las tres Personas divinas. Entró en relación con el Padre, ante el cual «encontró gracia»; llegó a ser la madre del Hijo de Dios, que se hizo hijo de ella para salvarnos; acogió en sí la acción del Espíritu Santo, que llevó a cabo el misterio de la encarnación. Así, las tres Personas divinas intervie-nen y manifiestan su unión en el amor entrando en una relación de amor con María.

No se trata en este caso de una revelación teórica ni de la explicación especulativa de un misterio, sino de una revelación en acto que es al mismo tiempo comunicación y don. La revelación cristiana no es solo una doctrina, sino que es, ante todo, un don. Dios nos ha revelado su misterio personal, comunicándonos su vida de amor y ha-ciéndonos partícipes de este misterio. La vida espiritual es participación en la vida de amor de la Santísima Trini-dad

También en el episodio de la visitación están presentes las tres Personas divinas, que actúan a través de Ma-ría. La presencia del Hijo de Dios en el vientre de María comunica a Juan Bautista, que se encuentra en el vientre de su madre, y a la misma Isabel, la gracia del Espíritu Santo.

Ya el ángel había predicho a Zacarías lo que le acontecería a su hijo: «El niño estará lleno de Espíritu Santo desde el vientre de su madre» (Lc 1,15). Y esto es lo que sucede en el momento del saludo de María.

El niño hace que se desborde, por decirlo así, la gracia del Espíritu Santo en su madre, de modo que Isabel «se llena de Espíritu Santo» y reconoce la acción del Espíritu en María, a la que llama «madre de mi Señor». Por obra del Espíritu Santo, María concibe al Hijo de Dios, el Mesías.

A continuación, María proclama las alabanzas no del Espíritu ni de su Hijo, sino de Dios, que «ha mirado la humildad de su sierva». María celebra la misericordia, el amor de Dios, y especifica que este amor es muy fiel, pues se extiende de generación en generación. Al final del cántico, María se refiere por segunda vez al amor mi-sericordioso de Dios, diciendo: «Socorre a Israel su siervo, recordando su misericordia, como había prometido a nuestros padres, a Abrahán y su descendencia, para siempre» (Lc 1,54-55).

El amor misericordioso de Dios no se ha reservado solo para María, que lo recibe y lo celebra, sino también para todos aquellos que le temen y acogerán su misericordia «hacia Abrahán y su descendencia».

Así pues, también en el episodio de la visitación se muestran presentes las tres Personas divinas y manifiestan su unión en el amor. Manifiestan su amor y nos lo comunican a nosotros.

El misterio de la Trinidad debe impregnar toda nuestra vida espiritual. Más aún, podríamos decir que la vida espiritual cristiana no es sino una participación en la vida de amor de la Santísima Trinidad. Los cristianos, quizá, no son lo suficientemente conscientes de esto, es decir, no reconocen que el misterio trinitario es un misterio de amor. Lo consideran, más bien, como un enigma, como un problema matemático difícil. Pero, en realidad, no tra -ta de números, sino de relaciones, llenas de amor, entre las tres Personas divinas.

Hace tiempo, un sacerdote de la diócesis de Turín, misionero en Camerún -un país en el que la mayoría de la población es musulmana y pagana, y los cristianos son una pequeña minoría-, me preguntó: «¿No son también to-

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dos estos musulmanes y paganos hijos de Dios? ¿No es Dios el Padre de todos? ¿Cuál es, entonces, la diferencia entre su relación con Dios y la nuestra?». Parecía perplejo sobre este tema, y para su apostolado este hecho cons-tituía, sin duda, un problema muy serio. ¿Qué necesidad tenemos de predicar la fe cristiana a los paganos si tam-bién ellos son ya hijos de Dios?

Respondí diciendo que ciertamente todos los seres humanos son destinatarios del amor de Dios que los ha creado a su imagen y semejanza, pero que existe una diferencia enorme entre esta relación criatura-Creador y la relación filial de los cristianos con Dios.

La filiación cristiana es una participación en la filiación de Jesucristo, el Hijo único de Dios, y nos introduce en la vida íntima de la Santísima Trinidad. Por consiguiente, es muy diferente de la relación entre criatura y Crea-dor. Nosotros hemos sido admitidos a las relaciones de amor de las tres Personas divinas, a participar en la uni-dad divina, lo que, sin lugar a dudas, es algo realmente admirable. En su oración sacerdotal, Jesús concreta más: «Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que ellos sean uno en nosotros» (Jn 17,21).

Ahora bien, se trata de un don extraordinario que no puede acogerse sino por medio de la adhesión de fe a Cristo, el Hijo de Dios. Los paganos no poseen este privilegio. Pueden alcanzar la gracia de Dios a través de otros muchos medios, pero, para poseer la plenitud de la vida, hay que conocer a Cristo, aceptarlo con fe y acoger el amor del Padre, que nos hace hijos en su Hijo único.

Lo que es válido para todo cristiano, lo es con más razón para los religiosos. Cada de uno de ellos debe ser muy consciente de esta relación con la Santísima Trinidad. El papa Juan Pablo II subrayó este aspecto de la voca-ción y misión religiosa en un viaje apostólico a los Estados Unidos. Hablando a las religiosas reunidas en el san-tuario de la Inmaculada Concepción de Washington, expresó claramente la relación entre la vida religiosa y la Santísima Trinidad: «Finalmente os recuerdo, con sentimientos de admiración y amor, que la meta de la vida reli-giosa es dar honor y gloria a la Santísima Trinidad y, por medio de vuestra consagración, ayudar a la humanidad a entrar en la plenitud de vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Esforzaos por tener presente este objetivo en todos vuestros proyectos y vuestras actividades. No hay mayor servicio que podáis hacer ni tampoco tarea más grande que podáis recibir».

Debemos, por tanto, dar gloria y honor a la Santísima Trinidad ayudando a los demás a entrar en la plenitud de vida de este misterio, no explicándoselo de forma teórica, sino induciéndolos a participar en esta vida de amor en la intimidad de Dios.

El amor entre las tres Personas divinasEl Nuevo Testamento nos ofrece la revelación más significativa de la vida íntima de Dios y, al mismo tiem-

po, de la generosidad infinita de la Santísima Trinidad para con nosotros. Si queremos resumir la revelación evan-gélica —que no solo es revelación, sino también comunicación de vida- debemos decir que es la revelación de las relaciones de amor entre las tres Personas divinas, que está formada por palabras y obras.

Jesús habló y mostró su amor por el Padre celestial. El Padre celestial expresó y mostró su amor por Jesús, su Hijo unigénito. Y este intercambio de amor se produjo mediante el Espíritu Santo, que es la manifestación plena del amor del Padre y del Hijo. El Espíritu mostró su amor por el Padre y el Hijo al comunicarnos el amor que existe entre los tres.

Son muy numerosos los pasajes de los Evangelios que pueden ilustrar estas afirmaciones. Jesús declara que ama al Padre y siempre lo demuestra. ¿Cuál es su primera palabra según el Evangelio de Lucas? A los doce años se queda en el templo, y en él, tras tres días de inquietud y angustia, es encontrado por María y José. A la pregun-ta de María: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?», responde Jesús: «¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?» (Lc 2,48- 49). El Jesús adolescente está tan complemente cautivado por el amor al Padre que olvi-da del todo a su familia.

De nuevo en el Evangelio de Lucas, la última palabra de Jesús moribundo es: «Padre, en tus manos entrego mi espíritu» (Lc 23,46). Jesús se da totalmente al Padre mediante la muerte.

Jesús vive solamente para el Padre, nos habla de él, nos pide que le honremos, que no busquemos otra cosa que no sea su gloria. En el Evangelio de Mateo dice Jesús: «Cuando hagáis limosna, cuando oréis, cuando ayu-néis, no busquéis la estima de los hombres, buscad, más bien, la relación de amor con el Padre» (cf. Mt 6,2-6.16-18).

Jesús se preocupa de comunicarnos las palabras del Padre, de mostrarnos su voluntad. Dice lo que el Padre le

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pide que diga, hace lo que el Padre le pide hacer; no busca su gloria, sino la gloria del Padre; no hace su voluntad, sino la voluntad del Padre celestial.

Con intenso amor dice Jesús en su agonía: «No como yo quiero, sino como quieres tú» (Mt 23,39). En este momento de una angustia tremenda, Jesús manifiesta su actitud más profunda, aquello que estima por encima de todo: la voluntad de Dios, la relación con el Padre.

Cuando se encamina a la pasión, Jesús, según el Evangelio de Juan, dice: «Para que el mundo sepa que yo amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado» (Jn 14,31). Jesús concibe su pasión como un medio pa-ra glorificar al Padre: «Padre, glorifica tu nombre» (Jn 12,28). Ante la perspectiva de la pasión no piensa en pedir su salvación, sino que pide la gloria del Padre.

Por otra parte, los Evangelios también nos muestran cómo el Padre se preocupa de la gloria de su Hijo. El Pa-dre manifiesta en varias ocasiones el amor que le tiene. Las dos revelaciones más explícitas de este amor son el bautismo de Jesús y la transfiguración, en las que el Padre dice: «Este mi Hijo, el predilecto; en él he puesto todo mi amor» (Mt 3,17 y par.; Mt 17,5 y par.).

Los milagros que Jesús realiza son un don que le hace el Padre (cf. Jn 5,23), para que todos honren al Hijo así como honran al Padre. Antes del milagro de la resurrección de Lázaro, dice Jesús al Padre: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Sabía que siempre me escuchas» (Jn 11,41-42).

También la pasión de Jesús es un don misterioso del amor del Padre. Aunque a primera vista no lo parece, la copa que el Padre da a beber a Jesús es un don de amor. Esta intención de amor del Padre se revelará posterior -mente de forma plena en la resurrección de Jesús. Por medio de la pasión, el Padre quiere glorificar al Hijo y, de hecho, lo glorifica, le da la gloria de su amor; lo sienta a su derecha, en el puesto de honor, y le confiere el poder sobre el mundo entero.

Este amor del Padre y del Hijo se manifiesta por medio del Espíritu Santo. Desde el primer momento, la en-carnación se realiza por obra del Espíritu Santo. Posteriormente, toda la vida de Jesús será un continuo recibir del Padre el Espíritu Santo para llevar a cabo su obra y glorificarlo.

En el bautismo, el Espíritu se manifiesta, viene sobre él. Así, lleno de Espíritu Santo, Jesús comienza su mi-nisterio. En Nazaret puede anunciar el cumplimiento de esta profecía de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido para que dé la buena noticia a los pobres; me ha enviado a anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19). El Padre mismo glorifica a Jesús dándole el Espíritu Santo. Impulsado por el Espíritu, Jesús mani-fiesta el amor del Padre no solo con palabras, sino con el don de su propia vida.

Toda la vida de Jesús se encuentra bajo el impulso del Espíritu Santo. A fin de glorificar al Hijo, el Padre le da el Espíritu para que pueda comunicarlo a los hombres. La respuesta de amor de Jesús consiste en dejarse con-ducir por el Espíritu en todo cuanto dice y hace, hasta ofrecerse a sí mismo al Padre por medio del mismo Espíri-tu. En efecto, afirma la Carta a los Hebreos: «Movido por el Espíritu eterno, [Jesús] se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios» (9,14).

El amor de Dios: un don para nosotrosEl Espíritu Santo infunde en nuestros corazones el amor al Padre y al Hijo. «El amor de Dios -dice Pablo- se

ha derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5,5). El Espíritu pone en nuestros corazones los sentimientos filiales hacia el Padre; grita en nuestros corazones: «Abbá, Padre» (Ga 4,6; Rm 8,15), es decir, nos hace partícipes de la oración misma de Jesús, que, en arameo, se dirigía al Padre con el término «Abbá» (Mc 14,36).

No era una invocación habitual dirigida a Dios. En el caso de Jesús se trata de una oración espontánea que surge de su conciencia de ser el Hijo unigénito de Dios. El Espíritu es quien nos comunica ahora esta oración.

También el Espíritu es quien nos hace proclamar que Jesús es Señor. Afirma, en efecto, Pablo: «Nadie puede decir “Jesús es el Señor” si no es movido por el Espíritu Santo» (1 Cor 12,3).

Existe, por consiguiente, una relación y un movimiento de amor entre las tres Personas divinas, y nosotros he-mos de ser conscientes de ello. San Ignacio de Loyola atestigua en su Diario Espiritual la intensa devoción que tenía a la Santísima Trinidad.

En la encíclica sobre el Espíritu Santo (Dominum et vivificantem) escribe Juan Pablo II: «Dios, en su vida ín-tima, “es amor”, amor esencial, común a las tres Personas divinas. El Espíritu^ Santo es amor personal como Es-

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píritu del Padre y del Hijo. Por esto “sondea hasta las profundidades de Dios”, como amor-don increado. Puede decirse que en el Espíritu Santo la vida íntima de Dios uno y trino se hace enteramente don, intercambio del amor mutuo entre las Personas divinas, y que por el Espíritu Santo “existe” Dios como don. El Espíritu Santo es, pues, la expresión personal de esta donación, de este ser-amor. Es Persona-amor. Es Persona-don. Tenemos aquí una ri-queza insondable de la realidad y una profundización inefable del concepto de persona en Dios, que solamente conocemos por la Revelación. Al mismo tiempo, el Espíritu Santo, consustancial al Padre y al Hijo en la divini -dad, es amor y don (increado) del que deriva como de una fuente (fons vivus) toda dádiva a las criaturas (don creado): la donación de la existencia a todas las cosas mediante la creación; la donación de la gracia a los hom-bres mediante toda la economía de la salvación. Como escribe el apóstol Pablo: “El amor de Dios ha sido derra-mado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado”» (n. 10).

Advirtamos que en la celebración de la misa se realiza continuamente esta revelación y comunicación del amor de Dios en la Santísima Trinidad. Por ejemplo, en el momento de la consagración no pedimos directamente a Cristo que se haga presente en el pan y en el vino y, sin embargo, parecería lo normal, porque es Jesús quien de-be venir al altar y transformar el pan en su cuerpo y el vino en su sangre. Por consiguiente, sería lógico, desde el punto de vista humano, dirigirse a él para que realizara este milagro. Pero la Iglesia actúa de forma diferente: guiada por el Espíritu Santo, nos hace pedir al Padre, que es la fuente de toda santidad, que «santifique estas ofrendas» mandando sobre ellas su Espíritu, «para que se conviertan en el cuerpo y la sangre de Cristo», su Hijo.

Se trata de una situación análoga a la de la encarnación, en la que el ángel Gabriel no dice a María que el Hijo de Dios ha tomado la decisión de encarnarse en ella, sino que el Espíritu Santo, la fuerza del Altísimo, vendrá so-bre ella y, así, podrá convertirse en la madre del Hijo de Dios. La encarnación no es una iniciativa unilateral de una sola Persona divina, sino una obra común de las tres, es decir, una obra de su amor.

En la misa, tras la consagración, oramos de nuevo al Padre para que al recibir el cuerpo y la sangre de su Hijo nos llenemos del Espíritu Santo. Una vez más, hallamos la iniciativa del Padre que nos introduce en la intimidad de la Santísima Trinidad y nos pone en relación con las tres Personas divinas.

La Iglesia nos hace entrar continuamente en el misterio trinitario, nos introduce en el misterio del amor divi-no; y esto nos da una plenitud que de otro modo no podríamos tener.

Pidamos a María que nos haga abrir nuestro corazón cada vez más a la doble revelación y comunicación de la santidad y de la misericordia de Dios, a esta revelación y a este don que nos deben hacer exultar hasta el punto de poder decir junto con ella: «Mi espíritu exulta en Dios, mi salvador».

María dijo estas palabras en la visitación, tras la anunciación, después de haber sido puesta en una relación ín-tima con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Ella no solo tuvo la revelación, sino también la comunicación de este misterio divino. También nosotros debemos tener la gran alegría de saber que la santidad de Dios es una santidad de amor; que Dios es amor, es decir, comunión de amor de tres Personas, una comunión a la que se nos invita a participar cada vez más. Esta conciencia debe ser para nosotros una fuente de paz, de alegría y de caridad en toda circunstancia. Los Ejercicios nos dan la oportunidad de profundizar en esta revelación y de acogerla de forma más íntima.

7.- El espléndido proyecto de Dios para nosotros (Ef 1,3-14)QUEREMOS meditar ahora sobre un texto magnífico que nos introduce en el misterio del amor de Dios y que

nos recuerda nuestra vocación de acoger este amor en nuestro corazón y en toda nuestra vida; nos referimos al himno de bendición que encontramos al comienzo de la Carta a los Efesios.

Comienza así: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que, en los cielos, nos ha bendecido en Cristo con toda bendición espiritual» (Ef 1,3). Estas palabras revelan el plan eterno de Dios Padre, su plan de sal-var al hombre en Cristo. Es un plan universal que afecta a todos los hombres, creados a imagen y semejanza de Dios. Así como todos los hombres son contemplados al comienzo de la obra creadora de Dios, también lo están desde la eternidad en el plan divino de la salvación.

Ya en la primera frase se nos habla de las tres Personas divinas, presentándolas, como siempre, en una inicia-tiva a favor nuestro: «Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, nos ha bendecido en Cristo con toda bendición es-piritual». Aquí se menciona a Dios Padre y a Cristo, el Hijo del Padre; después se habla de la bendición espiritual, que debe entenderse en sentido fuerte, es decir, se refiere al don del Espíritu Santo, que transforma nuestra vida,

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haciéndola bella, fecunda y bendita. He aquí una perspectiva muy positiva que debería guiar siempre nuestros pensamientos.

Esta bendición es una realidad de hecho que Dios realiza siempre para nosotros. Por decirlo así, las tres Per-sonas divinas están a nuestro servicio para introducirnos en su vida de amor.

La respuesta obvia a esta generosidad divina consiste en bendecir a Dios por nuestra parte. Él ya nos ha ben-decido, en el sentido de que nos ha conferido muchas gracias; nosotros lo bendecimos en el sentido de que reco-nocemos su generosidad y le damos las gracias. «Bendecir a Dios» y «dar gracias a Dios» son en la Biblia dos ex-presiones sinónimas.

En este himno, Pablo nos revela la profundidad del amor de Dios por nosotros. «En Cristo [Dios Padre] nos eligió antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculados ante él en el amor» (v. 4). No se trata de una acción improvisada, sino de una realidad decidida antes de la creación del mundo. Dios quiso, ante todo, estable-cer una relación personal con nosotros y, posteriormente, creó el mundo para hacer posible nuestra existencia co-mo personas.

Su proyecto manifiesta una gran ambición paterna: él quiere que seamos «santos e inmaculados ante él en el amor». Esta ambición es algo tan extraordinario que debe infundir en nuestro corazón una gran confianza: si esto es lo que Dios desea para nosotros, no cabe la menor duda de que también lo hará posible. Ser santos e inmacula-dos quiere decir participar en la santidad, en la perfección de Dios, que es perfección de amor.

Este proyecto -llegar a ser santos e inmaculados en el amor— se realiza gracias a la adopción filial: «Dios nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo». Este es «su designio de amor» (v. 5). Las pri-meras frases del himno nos presentan el sentido positivo de nuestra vocación, mostrando sus grandes dimensiones en el tiempo, en el modelo ideal y en relación con Jesucristo, el Hijo de Dios.

Dios hace todo esto «para alabanza de la gloria de su gracia». Esta expresión volverá a aparecer después en el himno dos veces de forma abreviada: «para alabanza de su gloria» (w. 12.14). Pero la expresión completa del v. 6 nos hace entender más: la gloria de Dios no es la de un personaje ambicioso, un conquistador, sino la gloria de la gracia, es decir, del amor generoso.

Nosotros debemos alabar esta gloria del amor generoso que se nos ha dado en su Hijo querido. Alcanzamos la plenitud de nuestra vida cuando alabamos esta gloria, la acogemos en nuestra vida y le correspondemos con to-do nuestro ser.

Posteriormente, Pablo nos presenta en este proyecto de Dios una dimensión negativa, en el sentido de un obstáculo fuerte que debe eliminarse: el pecado. «En él [Cristo], por medio de su sangre, obtenemos la redención, el perdón de las culpas, según la riqueza de su gracia» (v. 7). En su generosidad, Dios nos ha dado la redención en Cristo; mediante su sangre nos ha perdonado las culpas, según la riqueza de su amor generoso.

En los últimos versículos se menciona al Espíritu Santo, pero en esta ocasión no de forma implícita, es decir, mediante un adjetivo, sino explícitamente. Pablo dice a los paganos que se han convertido: «En él también voso-tros, que habéis escuchado la palabra de la verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habéis creído en él, reci -bisteis el sello del Espíritu Santo prometido, el cual es prenda de nuestra herencia, mientras esperamos la reden -ción completa de aquellos que Dios se adquirió para alabanza de su gloria» (w. 13-14). Una vez más podemos percibir en este himno la dimensión trinitaria: el Padre nos da la adopción de hijos en el Hijo (v. 5) y nos da el Espíritu Santo como prenda de nuestra herencia (v. 14).

Pablo presta también atención a otro aspecto de la generosidad de Dios, a saber, el de la revelación. Dios no se contenta con darnos muchas cosas, con hacernos muchos beneficios, sino que quiere introducirnos en el cono-cimiento de su misterio y de su plan. Afirma Pablo: «Dios ha derramado con abundancia [la riqueza de su gracia] sobre nosotros con toda sabiduría e inteligencia, porque nos ha hecho conocer el misterio de su voluntad» (w. 8-9).

Dios quiere, en efecto, hacernos partícipes de sus secretos. Es algo extraordinario. ¿Quién somos nosotros para ser introducidos en los secretos de Dios? Dios nos demuestra un amor delicado, un amor que busca verdade-ramente la intimidad, como dice Jesús en el Evangelio de Juan: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no co -noce lo que hace su dueño, sino que os llamo amigos, porque todo lo que oí del Padre os lo he dado a conocer» (Juan 15,15). Al hijo se le hace participar en los secretos del padre. Dios tiene la delicadeza de hacernos partíci-pes de sus secretos. Si estamos atentos a su palabra, veremos cómo lo realiza, sobre todo, en el desarrollo de los Ejercicios.

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El plan de Dios posee una dimensión universal que consiste en «reconducir hacia Cristo, el único jefe, todas las cosas, las del cielo y las de la tierra» (v. 10). Se trata, claro está, de un plan a medida de Dios, no del hombre. El Señor quiere comunicarnos este conocimiento, que nos permite colaborar conscientemente en la realización de este plan universal tan maravilloso.

María en el plan de DiosEste himno cristológico se realizó en María de modo muy particular, como observó Juan Pablo II en su en-

cíclica Redemptoris Mater. Solo María ha sido verdaderamente, desde el comienzo, santa e inmaculada ante Dios en el amor. Nosotros, en cambio, tenemos que llegar a serlo y podemos lograrlo con su ayuda. Alabemos, por tanto, a Dios, por esta realización ejemplar de su proyecto en María.

Por otra parte, el papa nos hace notar que María fue la primera en obtener la redención completa, desde el momento mismo de su concepción. La Inmaculada Concepción de María significa que obtuvo la liberación de to-do pecado desde el primer momento de su existencia.

Esta redención que se obró en María es para nosotros un motivo de esperanza, porque nos muestra toda la grandeza y la seriedad del plan de Dios. También nosotros somos llamados a llevar a cabo plenamente nuestra vo-cación a la santidad por medio de la gracia infinita de Dios. María es un modelo que nos asegura que esta realiza -ción es también posible para nosotros Dios, que es amor, nos ha creado para hacernos partícipes de su vida de amor (Mt 22,34-40)

Al comienzo de los Ejercicios, bajo la guía de María, nos hemos acercado a Dios con el deseo de acoger su amor de Padre. Este amor que Dios nos tiene se manifiesta en su proyecto de hacernos «santos e inmaculados an-te él en el amor».

En este momento os propongo que profundicemos en esta afirmación sublime de la Carta a los Efesios me -diante una escena del Evangelio de Mateo en la que Jesús responde a la pregunta de un escriba que quería saber cuál era el mandamiento más importante de todos. En el pasaje leemos lo siguiente: «Entonces los fariseos, al en-terarse de que había tapado la boca a los saduceos, se reunieron en grupo, y uno de ellos le preguntó con ánimo de ponerle a prueba: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?”. Él le dijo: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a este: Amarás al prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas”» (Mt 22,34-40).

La pregunta del doctor de la ley era realmente difícil. En las escuelas rabínicas se discutía mucho sobre la importancia de los mandamientos de la Ley. Puesto que en la Ley de Moisés se encuentran centenares de precep -tos, prohibiciones y mandamientos, ¿cómo entender cuál era el más importante?

Si la tomamos en serio, esta pregunta tiene una importancia decisiva para nuestra vida. Es una pregunta de gran calado, no una simple cuestión académica, porque concierne a nuestra vocación fundamental.

La respuesta de Jesús fija lo que debe ser nuestra orientación de fondo en todos nuestros pensamientos, deci-siones, actividades, relaciones y sufrimientos; nos revela cuál es la vocación fundamental de las personas que se nos han confiado y, por tanto, en qué sentido debe orientarse nuestro apostolado, que está al servicio de su voca-ción.

La pregunta presentada por el doctor de la ley equivale a preguntarnos: ¿Qué hemos venido a hacer en la tie-rra? ¿Para qué nos ha creado Dios Padre? Si no sabemos dar una respuesta clara, entonces nos encontramos en la oscuridad, al igual que los viandantes perdidos que ahora toman una dirección y luego otra, y se encuentran siem-pre en callejones sin salida; nuestra existencia cambia de dirección en cualquier circunstancia y solo puede reser-varnos desilusión y dolor.

Ahora bien, si conocemos la respuesta a esta pregunta fundamental, sabemos, entonces, en qué dirección de-bemos andar siempre; sabemos para qué hemos sido hechos; podemos conocer nuestro fin y proceder con seguri-dad; caminamos en la luz y, así, encontraremos la alegría y la paz.

Un mandamiento dinámico y universalJesús no titubea lo más mínimo al responder a esta pregunta. Su respuesta es clara y entusiástica: «Amarás al

Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer manda -miento. El segundo es semejante a este: Amarás al prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden

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toda la Ley y los Profetas».Con esta respuesta nos revela Jesús el sentido de nuestra vida. Gracias a él sabemos para qué hemos sido

creados y en qué dirección debemos caminar si queremos realizar nuestra vida: hemos sido hechos para amar; Dios, que es amor, nos creado para el amor.

El proyecto de Dios para nosotros es un proyecto de amor. Hemos sido creados para amar a Dios con todo nuestro ser y para amar al prójimo como a nosotros mismos o, mejor aún, como Jesús nos amó, según cuanto dice en la última cena (cf. Jn 13,34; 15,12), en el momento de su mayor expresión de amor (cf. Jn 13,1).

La respuesta que da Jesús no era obvia. En su tiempo se discutía bastante sobre los diversos preceptos de la Ley. Puesto que el escriba le había preguntado sobre el mandamiento más importante de la Ley, lo más lógico es que Jesús hubiera elegido uno de los diez mandamientos. Entre todos los preceptos y prohibiciones de la Ley de Moisés, los más importantes son, sin duda alguna, los diez mandamientos de Dios, el Decálogo (cf. Ex 20; Dt 5).

Según el Deuteronomio, Dios mismo pronunció el Decálogo en el Sinaí, y el pueblo escuchó su voz. Dice Moisés: «Estos son los mandamientos que el Señor pronunció con voz potente ante toda vuestra asamblea, en la montaña, desde el fuego y los nubarrones. Y, sin añadir más, los grabó en dos tablas de piedra y me las entregó» (5,22). Los diez mandamientos son los únicos que pronunció Dios. Los demás son adiciones de Moisés por orden de Dios. Por tanto, el resto de la Ley no tiene tanta autoridad como ellos.

Sin embargo, Jesús no elige uno de estos mandamientos del Decálogo, pero ¿por qué? Podemos intuir la ra-zón. Los diez mandamientos son en su mayor parte negativos, es decir, expresan lo que no debe hacerse: «No tendrás otros dioses frente a mí»; «No pronunciarás en vano el nombre del Señor tu Dios»; «no matarás»; «no co-meterás adulterio»; «no robarás»; «no darás falso testimonio contra tu prójimo»; «no desearás a la mujer del pró -jimo»; «no desearás la casa de tu prójimo, ni su campo...». Todos son prohibiciones.

No obstante, hay dos mandamientos que son positivos. El primero es; «Guarda el día del sábado para santifi -carlo, como el Señor, tu Dios, te ha mandado». Sin embargo, es un mandamiento muy limitado: guardar el día del sábado no es un programa para toda la vida. Por otra parte, también este mandamiento es explicado de forma ne-gativa: «No harás trabajo alguno, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu esclavo, ni tu esclava, ni tu buey, ni tu asno, ni tu ganado, ni el emigrante que viva en tus ciudades». No trabajar, tal es la única explicación que se nos da del precepto del sábado.

El segundo mandamiento positivo trata del honor que se debe al padre y a la madre: «Honra a tu padre y a tu madre, como el Señor, tu Dios, te ha mandado». Este es un mandamiento positivo, pero limitado: concierne a las relaciones con dos personas, a vínculos familiares muy particulares, pero no dice cómo comportarse con todas las demás personas.

Por consiguiente, en el Decálogo encontramos mandamientos negativos o mandamientos de alcance limitado. Jesús no quiso elegir un mandamiento negativo ni tampoco uno de alcance limitado. Buscó en otras partes y en-contró dos mandamientos dinámicos y universales: «Amarás al Señor» y «Amarás a tu prójimo».

Sin duda alguna, el Decálogo es muy importante, pero es insuficiente. Su importancia consiste en definir los límites bajo los cuales se deja de vivir en gracia de Dios. El Decálogo pone en guardia contra los peligros morta-les, algo que, ciertamente, es muy importante, pero no suficiente, porque no da un impulso positivo, no propone un ideal que llene el corazón. En cambio, Jesús sí nos propone este ideal.

El segundo mandamiento, semejante al primeroLa segunda particularidad inesperada es que Jesús va más allá de la pregunta del escriba. Este le había pre -

guntado por un solo mandamiento: «¿Cuál es el mandamiento mayor de la Ley?». Jesús, en lugar de contentarse con dar la respuesta: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente», aña-de un segundo mandamiento, que él define semejante al primero: «El segundo es semejante a este: Amarás al pró-jimo como a ti mismo».

Por tanto, Jesús elige, fuera del Decálogo, dos fórmulas positivas, que, en lugar de prohibir, impulsan hacia adelante. Son dos fórmulas dinámicas que se caracterizan por la presencia en ambas del verbo «amar». «Amarás» es un mandamiento muy dinámico, especialmente si se trata de amar «con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente».

Notemos que al unir Jesús el segundo mandamiento al primero, cambia la perspectiva. El primer manda-miento es tomado de Dt 6,4-6: «Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás al Señor,

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tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas». El segundo mandamiento procede de Lv 19,18: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo».

Veamos ahora este último mandamiento en su contexto. En el v. 17 se dice: «No odies en tu corazón a tu hermano». Aquí nos encontramos con un mandamiento negativo: no odiar; y es limitado: se trata del hermano, entendido, sin embargo, en un sentido más amplio que el que actualmente tiene para nosotros.

El v. 17 prosigue en estos términos: «Corrige a tu prójimo para que no te cargues con un pecado por su cau-sa. No te vengarás ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo». Este mandamiento intenta impedir la venganza entre compatriotas: «No te vengarás ni guardarás rencor a los hi-jos de tu pueblo; son tus hermanos, no debes guardar rencor contra tu hermano». Así que de nuevo nos encontra -mos con una perspectiva negativa y limitada.

Al unir la fórmula del Levítico, sobre el amor al prójimo, con la del Deuteronomio, sobre el amor a Dios «con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente», Jesús confiere al segundo mandamiento un signifi-cado mucho más universal, porque Dios es el creador de todos los hombres. Dios no es solo el Dios de los judíos. En la Carta a los Romanos, Pablo declara que Dios es «el Señor de todos» (Rm 10,12), «también de los paganos» (Rm 3,29).

Puesto que solo existe un único Dios, nuestro prójimo es toda persona que Él pone en nuestro camino. En el evangelio, Jesús lo explica con la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10,25-37).

Un doctor de la Ley pregunta a Jesús: «¿Quién es mi prójimo?». Quiere saber los límites: «¿A quién debo considerar mi prójimo? ¿Hasta qué punto debo llegar? ¿Son mi prójimo quienes pertenecen a mi familia, a mi ba -rrio, a mi nación?». Jesús responde eliminando toda barrera: «¿Quién es mi prójimo? Es necesario hacerse próji -mo de todos los necesitados, sin tener en cuenta la nación, la religión o el parentesco. El prójimo es toda persona que Dios me pone delante; soy yo quien debo hacerlo “prójimo mío”».

La perspectiva de Jesús es dinámica. El samaritano, que, de por sí, no era el prójimo de aquel pobre hombre herido, se hace prójimo suyo. Así también debemos comportarnos nosotros.

Al unir el segundo mandamiento al primero, Jesús muestra el modo auténtico de entender los dos. La unión de estos dos mandamientos es lo específico del Nuevo Testamento, si bien, en cierto sentido, se prepara ya en el Antiguo Testamento, concretamente en el pasaje donde Dios dice: «Yo soy el Señor. No oprimirás a tu prójimo ni lo despojarás de lo que es suyo...» (Lv 19,12-13; etc.).

Jesús ha dado una nueva luz a este mandamiento. Se opone al espíritu fariseo, que pretendía amar a Dios se -parándose de los demás, es decir, que para amar puramente a Dios sentía que tenía que rechazar a todos los de -más, que son injustos, adúlteros, pecadores (cf. Le 18,9-14). Lamentablemente, también entre nosotros se mantie-ne algo de este espíritu fariseo cuando despreciamos a los demás.

En cambio, Jesús declaró que el segundo mandamiento es semejante al primero. ¡Qué audacia! A primera vista, existe una diferencia enorme entre amar a Dios, que es la perfección misma, la santidad absoluta, y amar a las personas, que son todas imperfectas, defectuosas e inclinadas al mal. Pero Jesús afirma que el segundo man -damiento es semejante al primero.

Por tanto, para agradar a Dios debemos estar llenos de amor por los demás, aunque sean miserables; es más, debemos amarles más si son miserables. Jesús dice a los fariseos: «Id, pues, a aprender qué significa: “Misericor-dia quiero, que no sacrificio”» (Mt 9,13; 12,7). El mejor modo de amar a Dios no es ofrecerle un culto exterior, sino tener misericordia con los demás.

El mismo Jesús eligió este modo. Su forma de amar al Padre se expresa en la práctica de la misericordia en grado extremo, entregándose a la muerte para salvar a los hermanos. Y su forma de amar a los hermanos fue in-troducirlos en la intimidad del Padre.

Jesús rechazó siempre la separación de estas dos dimensiones del amor. El misterio de la encarnación es el fundamento de su unión. Tras la encarnación ya no es posible separar el amor a Dios y el amor al prójimo: debe-mos acoger a Jesús como hermano nuestro e Hijo del Padre. Por consiguiente, los dos mandamientos se reducen a uno solo: amar.

No se trata de un mandamiento que se nos impone desde fuera, que nos limita o nos oprime, sino de un man-damiento que se corresponde con nuestra aspiración más profunda, un mandamiento que es una ley interna de nuestro ser. Con su respuesta, Jesús nos revela a nosotros mismos; revela cuál es la aspiración profunda de nues-tro ser y nos dice que tenemos el deber de seguirla porque esta es la voluntad de Dios.

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Dios, nuestro Padre, nos ha creado para asociarnos a su vida de amor; nos ha creado para que recibamos su amor, no solo acogiéndolo para nosotros mismos, sino uniéndonos a su amor por los demás.

En este momento podemos preguntarnos si era verdaderamente necesaria esta revelación, puesto que con-cierne a la aspiración más profunda del hombre. ¿Es que no se impone con evidencia por sí misma? En realidad no es así, porque tenemos una terrible tendencia al egoísmo. Somos personas tan complejas y tan desordenadas, a causa del pecado, que a menudo no vemos claramente en nuestro interior y no podemos discernir lo esencial.

La constitución Lumen Gentium del concilio Vaticano II nos muestra que somos solicitados sucesivamente por muchos atractivos y cada uno de ellos nos parece en ese momento lo más importante. Algunas personas tie-nen un carácter activo; para ellas, lo importante es hacer cualquier cosa. No necesitan un motivo, sino que actúan espontáneamente; la acción se justifica por sí misma. Estas personas no se sienten creadas para amar, sino para hacer. En este sentido afirma un filósofo: «La alegría del hombre es hacer». Pero en realidad no se corresponde con nuestra aspiración más profunda. Si la acción se realiza sin amor no proporciona una alegría verdadera.

Otros tienen un carácter más abstracto, una fuerte inclinación intelectual, un deseo de conocer, que puede impulsar a realizar diversos estudios en el campo de la filosofía, de las ciencias, de la historia, etc. Son capaces de sacrificar todo para satisfacer su sed de conocimiento.

A otros les encanta tanto el arte que solo viven para la música, la pintura, la danza, el teatro, etc.Y también nos encontramos con quienes sienten pasión por el deporte. Cuántos jóvenes se someten a entre-

namientos durísimos, a múltiples privaciones, con tal de conseguir un triunfo deportivo. Este es el objetivo de su vida.

Todas estas cosas no son malas, pero no son suficientes para que se realice una existencia humana. Es nece -sario que todo esto se subordine al amor: el amor a Dios y, con Dios, al prójimo. De lo contrario, todas estas pa-siones se convierten en causas de ilusión y, al final, de desilusión, porque no pueden siempre satisfacerse y en el caso de que lo fueran no darían la alegría verdadera.

Debemos tener en cuenta que el amor evangélico, que se llama agápé, no es cualquier forma de amor. Amar es una palabra tremendamente equívoca: puede designar tendencias posesivas, marcadas de codicia y de egoís-mo...

En griego se usan dos términos para referirse al amor: éros y agápé. El primero designa el amor vinculado al deseo sexual (los términos «erótico» y «erotismo» proceden de este vocablo griego). De por sí, el deseo sexual es una tendencia posesiva, una búsqueda del placer. Puede producir toda clase de desórdenes, como, lamentable -mente, constatamos en nuestros días.

El éros necesita purificarse y subordinarse al amor verdadero, que es el agápé. Este término designa el amor generoso. En el Nuevo Testamento no encontramos nunca el término éros, sino solamente el vocablo agápé. En los Evangelios nos encontramos con esta segunda clase de amor.

En su respuesta al doctor de la Ley, Jesús le dice que el mandamiento de Dios exige el agápé, el amor gene-roso. Somos creados para este amor generoso y auténtico que procede de Dios y que consiste en amar a las perso-nas por sí mismas, no por el placer que nos puedan dar o por los beneficios que podamos sacar de ellas. Amar a las personas significa querer su bien aunque nos cueste renuncias personales; este es el amor oblativo, el amor au-téntico.

Hemos de tener en cuenta, para alegría nuestra, que este amor es siempre posible. Las otras tendencias no siempre pueden encontrar su realización: no siempre es posible hacer, tomar iniciativas... Las personas activas se encuentran a veces impedidas porque, por ejemplo, enferman o se topan con obstáculos de diferentes clases y, en consecuencia, no pueden hacer nada.

Igualmente, no siempre es posible realizar investigaciones intelectuales, porque la mente se fatiga. Ni tampo-co es posible prolongar por mucho tiempo la carrera deportiva, porque menguan las fuerzas. En el ámbito del arte se puede ir más lejos, pero también en este se encuentran impedimentos. En cambio, siempre se puede amar, siempre se puede acoger el amor que procede continuamente de Dios. ¿Por qué? Respondemos rápidamente: por -que la cruz de Cristo lo ha hecho posible.

En efecto, Dios nos lo ha hecho posible al darnos a su Hijo. En toda circunstancia (fatiga, cansancio, enfer-medad, persecución, sufrimiento), siempre es posible acoger un progreso en el amor generoso, precisamente por-que Jesús nos abrió este camino mediante su pasión. El transformó las peores circunstancias en ocasiones de un amor más grande. Leemos en el Evangelio de Juan que Jesús «habiendo amado a los suyos que estaban en el

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mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1).Jesús se encontraba en las circunstancias más contrarias al amor. Aunque quisiéramos, no podríamos encon-

trar una situación más opuesta al amor que la suya. Una persona que ha dedicado toda su vida al bien de los de -más y que es traicionada, negada, abandonada, falsamente acusada, condenada y sometida al suplicio, se encuen-tra en la situación más contraria al amor. En esta situación, el amor del Padre condujo a Jesús a la victoria com-pleta del amor.

Por consiguiente, siempre es posible acoger el amor, lo que constituye una gran alegría para nosotros si que-remos tomar en serio esta orientación.

En el Evangelio de Mateo aparece el episodio de la pregunta del doctor de la Ley (Mt 22,34-40) un poco an-tes de la pasión de Jesús y sirve para iluminarla. La respuesta de Jesús revela su actitud frente a la pasión. Él se dirige a la pasión por amor: amor filial al Padre y amor fraterno a nosotros; amor con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente.

Jesús no solo nos amó «como a sí mismo», sino más que a sí mismo, porque dio su vida por nosotros. Por es -ta razón, la fórmula de Lv 19,18 es sustituida en el Nuevo Testamento por otra más exigente y más bella; Jesús dice: «Amaos unos a otros como yo os he amado» (Jn 15,12), es decir, hasta el sacrificio de la propia vida.

He aquí nuestra vocación fundamental. Dios Padre nos ha creado por amor y para hacernos participar en su vida de amor. Hemos sido creados para ser amados por nuestro Padre celestial y, además, para amarlo con todo nuestro ser y para amar, con él, a nuestro prójimo.

San Benito acogió explícitamente en su Regla esta orientación dada por Jesús. En el capítulo 4, a la pregunta: «¿Cuáles son los instrumentos de las obras buenas?», responde: «Amar al Señor, Dios, con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismos». A continuación menciona los manda -mientos de la segunda tabla del Decálogo

.Reglas para la acciónDe esta orientación se deriva una regla para la acción: debo siempre optar por acoger en mi vida el amor que

viene de Dios. Dios me quiere comunicar cada vez mejor el impulso de su amor que me hace crecer en el amor. Debo siempre preguntarme: ¿A qué me lleva ahora el amor que me viene de Dios? ¿Qué progreso en el amor me inspira y me hace llevar a cabo ahora?

Es evidente que la respuesta será muy diversa según la vocación personal de cada uno y los momentos de la vida. En un determinado momento, una persona que quiera acoger el amor de Dios debe orar, mientras que otra debe dedicarse a servir al prójimo, y una tercera debe descansar, porque es necesario recuperar las fuerzas para dedicarse posteriormente a cualquier obra de amor.

Es importante seguir esta regla: debo servirme de todo en la medida en que me es útil para acoger el amor que viene de Dios y para ayudar a los demás a acoger este amor. Los dos aspectos van juntos. El amor que me viene de Dios me impulsa a amar, con Dios, a las otras personas. Vivir el amor de forma individualista sería contradictorio.

Por eso debo elegir siempre teniendo en cuenta este principio. Por ejemplo, si tengo pasión por el estudio, debo subordinar esta pasión a la acogida en mí del amor de Dios. En ciertos momentos aceptaré esta pasión; el es-tudio puede favorecer mucho las relaciones personales y el amor, luego puedo ejercerlo en esta perspectiva. Pero en otros momentos tendré que rechazarla, porque la acogida del amor exige otra cosa, y en este caso el estudio se-ría una búsqueda de satisfacción personal, que está en contraste con mi vocación más profunda. Lo mismo vale para toda las demás tendencias.

En segundo lugar, debo ponerme en la disposición de no preferir nada al amor que viene de Dios. Esta es la disposición a la que san Ignacio de Loyola llama «indiferencia». Es un término ambiguo, porque hacerse indife-rentes a la salud y a la enfermedad, a la riqueza y a la pobreza, al honor y al deshonor, a la vida larga y a la vida corta, etc., puede parecer una actitud estoica. Pero la actitud cristiana no es esta, sino que consiste en no preferir nada al amor que viene de Dios. Más que de indiferencia, se trata de preferencia: se es indiferente a todas las de-más cosas para preferir el amor generoso.

Obviamente, esta orientación exige un esfuerzo intenso de distanciamiento de nuestros afectos desordenados, de nuestras tendencias posesivas, porque no es posible cultivar juntos los afectos naturales, las tendencias posesi -vas y el amor auténtico. Es necesaria una lucha. Debemos aprender a sacrificarnos, no en sentido negativo, sino

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en el sentido de caminar hacia el amor. Cuando alguna cosa nos resulta pesada, debemos preguntarnos si repre-senta para nosotros una ocasión para acoger el amor. De no serlo, podemos desembarazarnos tranquilamente de ella. Pero si es una ocasión para amar generosamente a Dios y al prójimo, entonces soportaremos el peso con mu-cho gusto.

Esta actitud fundamental se corresponde con la revelación de Dios: Dios es amor, nos quiere llenar de su amor, quiere inspirar en nosotros un amor generoso.

Demos gracias al Señor por esta revelación de nuestra vocación y pidamos también a María, llamada «Madre del amor hermoso», que nos guíe por este camino que exige valor y coherencia, pero que suscita también entu-siasmo y nos conduce a la alegría perfecta.

9.- La gracia de una desilusión (Homilía sobre Mt 20,20-28)EL episodio narrado en el evangelio nos permite profundizar en la meditación que hemos hecho anteriormen-

te. En este pasaje vemos cómo una desilusión provocada por Jesús puede convertirse en una gracia.Juan y Santiago, los hijos de Zebedeo, han hecho que su madre intervenga ante Jesús para obtener de él un

bien que desean. Son ambiciosos; piensan en el reino mesiánico y quieren ocupar puestos de poder y honor en él. La madre pide a Jesús: «Manda que estos dos hijos míos se sienten, uno a tu derecha y otro a tu izquierda, en tu reino».

Ciertamente es un privilegio que suscita un deseo comprensible. Jesús parece aceptar la petición, pero pone una condición: «¿Podéis beber la copa que yo voy a beber?». Los dos discípulos aceptan esta condición -la copa será una prueba difícil, pero se consideran capaces de superarla— y responden: «Sí, podemos». Jesús, entonces, les da su conformidad: «Mi copa la beberéis».

En este momento, sin embargo, sucede algo inesperado. En lugar de prometer a los discípulos lo que desean, Jesús les dice: «Pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no es cosa mía concederlo, sino que es para quienes está preparado por mi Padre».

Este episodio tiene todo el aspecto de una encerrona, de un engaño. Los discípulos han expresado un deseo y Jesús ha puesto una condición, que ellos aceptan. Pero ahora Jesús no promete satisfacer su deseo. Para los dis-cípulos es toda una gran desilusión.

Pero, en realidad, esta desilusión es una gracia, porque Jesús hace pasar a los dos discípulos de un conoci -miento falso a un conocimiento verdadero, de un amor interesado a un amor desinteresado. La relación de los discípulos con Jesús era interesada; se confundía con ambiciones humanas, con el deseo de tener puestos de ho-nor, de sentarse a la derecha y a la izquierda de Jesús en su reino. Su ambición les impedía conocer verdadera-mente a Jesús y tener con él una relación personal profunda. Los dos discípulos buscaban sa tisfacer sus deseos interesados y, por tanto, estaban lejos de Jesús, aunque le pedían estar muy cerca de él en su reino, uno a su dere -cha y otro a su izquierda.

Jesús acababa de decir a los apóstoles que iba a subir a Jerusalén para ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas, para ser condenado a muerte y ser crucificado, e inmediatamente después Santiago y Juan le pi -den unos puestos de honor. ¡Qué despropósito!

Jesús acepta el deseo de los dos apóstoles de estar con él en la pasión -«mi copa la beberéis»-, pero no su ambición —«Pero sentarse a mi derecha y a mi izquierda no es cosa mía concederlo»-. De este modo, los dos discípulos son purificados y pueden progresar verdaderamente en el conocimiento existencial de Jesús. Deben renunciar a sus ambiciones personales para seguir a Jesús generosamente en la pasión, sin pensar en la recom-pensa, en la satisfacción de sus deseos y de su ambición. Así es como pueden estar realmente cerca de Jesús. Es-ta desilusión se transforma para ellos en una gran gracia.

A veces, el Señor nos hace experimentar desilusiones de este género, desilusiones que nos pueden parecer amargas. Tenemos un gran deseo de ocupar cualquier puesto importante, de realizar cualquier actividad que nos dé prestigio, de tener éxito; rezamos para conseguir estas cosas, pero el Señor no nos las concede. Si no hemos adoptado como regla de vida el buscar siempre acoger el amor generoso, nos quedamos muy desilusionados por este hecho, no entendemos cómo es posible que el Señor nos haya prometido escucharnos y después haga oídos sordos; podemos llegar incluso a afirmar que Dios no nos quiere porque no nos concede lo que deseamos.

Ahora bien, si hemos adoptado como regla de vida juzgar todo según la acogida del amor generoso de Dios,

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entonces podemos reconocer la intención llena de amor del Señor al provocarnos esta desilusión, y estar conten-tos y agradecidos por ella, e incluso orgullosos, porque se ha dignado hacernos progresar de un modo más efecti-vo en el conocimiento de su persona y su misterio.

Pidamos al Señor que podamos comprender su intención cuando no se nos concede alguna gracia solicitada. Pidamos corresponder verdaderamente al deseo de su corazón de estar cerca de él con amor desinteresado, puro, que es la condición para tener una alegría perfecta.

10.- El amor agradecidoHemos visto que en respuesta a la pregunta del doctor de la Ley, Jesús nos indica la orientación fundamental

que debemos tener y propagar en nuestro ministerio: Dios, que es amor, nos ha creado para amarnos y para hacer-nos participar en su vida de amor. Hemos sido hechos para amar; no podemos encontrar en otro lugar la plenitud de nuestro ser, nuestra verdadera dignidad, la realización auténtica de nuestra vocación, nuestro justo lugar en el mundo. Somos hechos para amar a Dios y, con él, a los demás.

Tratemos ahora de definir la primera condición para realizar esta vocación, es decir, qué debemos hacer en primer lugar, qué actitud debemos asumir como fundamento de todo.

¿Cuál es el punto de partida que permite progresar en el amor? Jesús no lo indica en la respuesta dada al doc-tor de la Ley, sino que solamente dice que debemos amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, y al prójimo como a nosotros mismos. Podríamos, por tanto, tener la impresión de que lo importante es dar algo a Dios, ser generosos con él.

Pero el ejemplo de María nos ofrece una orientación diferente. Con su Magníficat, ella nos sitúa en la actitud del amor agradecido y nos invita a asumir esta actitud antes que la del amor generoso. Para nuestra vida espiritual es muy importante comprender que nuestro amor a Dios debe basarse en un amor de gratitud hacia él. El amor generoso viene después, no antes, porque, para vivir en el amor, debemos recibir el amor y agradecer su recep-ción. Tenemos que acoger con gratitud el amor que viene de Dios.

Nosotros no somos el origen del amor; sería ilusorio pensarlo. El amor nos viene del Señor, y si no lo admi -tiéramos, nos encontraríamos en un mal camino. En realidad, nos encontraríamos en el camino de la soberbia cre -yendo que estamos en el camino del amor; pretenderíamos dar cuando lo que realmente necesitamos es recibir.

María, la humilde sierva del Señor, nos libera de esta ilusión. Con su Magníficat, nos muestra, desde el mis-mo comienzo del camino, cuál es la actitud correcta, a saber, la del amor agradecido. Ella no esperó hasta el final de su vida para dar gracias al Señor, sino que cantó el Magníficat desde el principio, y toda su vida, todo su ca-mino, se fundamenta en esta actitud.

El Magníficat es necesario para preparar toda gran empresa cristiana. Solo aquellos que lo cantan pueden progresar en el amor generoso, conducir a los demás al amor verdadero y dar gloria al Señor, glorificando su amor. Por eso es muy importante pedir a María que suscite en nosotros es ta disposición del alma tan justa y tan benéfica.

En la celebración de la misa —a la misa se le llama «eucaristía», un término griego que significa «acción de gracias»— decimos: «En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar...». Dar gracias es la actitud justa, pero no resulta tan espontánea. En este punto todos tenemos necesidad de convertirnos. Habitualmente pensamos en la conversión como pasar del mal al bien, pero la conversión al amor agradecido es aún más fundamental para nuestra vida.

El ejemplo negativo de los dos grandes apóstoles Pedro y Pablo, que ahora tomaremos en consideración, nos muestra la necesidad de la conversión en este punto. Merece la pena que recorramos su experiencia, que, cierta -mente, Dios la permitió para que nos fuera útil también a nosotros.

La conversión de PedroPedro tenía un carácter generoso: estaba siempre dispuesto a seguir adelante, a sufrir en carne propia las con-

secuencias. Esta generosidad se manifiesta con frecuencia en los Evangelios: Pedro es un impulsivo maravilloso y en ocasiones también un tanto ingenuo.

Es admirable, por ejemplo, observar a Pedro que ve a Jesús caminando sobre el mar y escuchar sus palabras: «Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti sobre las aguas» (Mt 14,28). Jesús le responde: «¡Ven!», y Pedro baja de

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la barca y se dirige hacia Jesús.Cuando, en Cesarea de Filipo, Jesús pregunta a los apóstoles: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?», es Pe-

dro, en nombre de todos, quien responde: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,15-16 y par.).En la escena de la transfiguración, Pedro, entusiasmado por el resplandor de Jesús transfigurado y por la pre -

sencia de Moisés y Elías, desea ser útil, quiere hacer algo, y propone construir tres tiendas (cf. Mt 17,1 -8 y par.).En la tercera aparición de Jesús resucitado en la orilla del lago, tras la pesca milagrosa y el reconocimiento

del Señor por Juan, Pedro se tira al agua para llegar hasta Jesús antes que los demás (cf. Jn 21,1-8).A primera vista, estas iniciativas generosas de Pedro pueden parecen muy admirables. Pero, inconsciente-

mente, se deja conducir por el amor propio, por el deseo de lucirse. Piensa que está en condiciones de amar el pri-mero al Señor, de darle su amor antes de haber recibido el de Jesús, de consagrarle todas sus fuerzas y su vida sin haber acogido la gracia.

Pedro decía que estaba dispuesto a dar la vida por el Señor, pero, puesto que su amor no estaba fundamenta -do en el agradecimiento, esta declaración no era expresión de un amor auténtico, sino que estaba viciada de pre-sunción. Jesús no podía aceptarla así, porque advertía en ella una gran ambigüedad: Pedro no se encontraba en el camino del amor auténtico, sino que en realidad se hallaba en un camino peligroso.

Reflexionemos sobre el episodio de la última cena según el Evangelio de Juan (cf. Jn 13,1-11). Jesús quiere lavar los pies a sus discípulos; se comporta como un siervo: se quita sus vestidos, toma una toalla, echa agua en la jofaina y comienza el lavatorio. Llega a Simón Pedro, pero este se considera indigno del gesto de Jesús. De ahí que le diga: «Señor, ¿tú lavarme los pies a mí?». Y Jesús le responde: «Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora; lo comprenderás más tarde». Pedro le dice: «No me lavarás los pies jamás».

Pedro no quiere que el Señor se rebaje hasta lavarle los pies, no quiere recibir este servicio de Jesús. Pero Je -sús insiste con fuerza: «Si no te lavo, no tienes parte conmigo». Frente a esta grave advertencia, Pedro acepta, pe-ro, de nuevo, se hace el generoso: «Señor, no solo los pies, sino hasta las manos y la cabeza». Vemos aparecer aquí de nuevo su carácter específico. Pedro acepta, pero no entiende la lección, no se ha resignado a que el Señor lo preceda en el amor, no quiere que su propia generosidad pase a un segundo plano.

Un poco después, en el mismo capítulo del Evangelio de Juan, lo vemos interviniendo cuando Jesús les dice a todos: «Ya poco tiempo voy a estar con vosotros. Vosotros me buscaréis, y lo mismo que dije a los judíos os los digo a vosotros: adonde yo voy, vosotros no podéis venir» (Jn 13,33). A Pedro le desagrada esta afirmación de Jesús, y le pregunta: «Señor, a dónde vas?». Y Jesús le responde: «Adonde yo voy no puedes seguirme ahora; me seguirás más tarde» (v. 36).

En la vida espiritual existe un orden necesario: primero, el Señor debe trazar el camino y, después, nosotros podemos seguirle. El Señor debe trazar este camino él solo, nosotros no podemos ayudarle.

Pero Pedro no acepta esta orden y dice a Jesús: «Señor, ¿por qué no puedo seguirte ahora? Yo daré mi vida por ti» (v. 37). Esta declaración de Pedro parece un ejemplo magnífico de generosidad, pero en realidad está equi-vocada. Jesús tiene que responderle: «¿Que darás tu vida por mí? En verdad, en verdad te digo: no cantará el ga-llo antes de que tú me hayas negado tres veces» (v. 38). He aquí adonde conduce la generosidad de Pedro: ¡a la negación de Jesús!

Pedro no respeta el orden necesario del amor. La generosidad humana no puede situarse en el mismo nivel que el amor misericordioso del Señor. No es el hombre el que salva a Dios, sino al revés. Pedro no llega a enten-derlo y, por eso, quiere salvar a Jesús. En el Huerto de los Olivos desenvainará la espada para defender a su ma-estro (cf. Jn 18,10), pero tiene que aceptar que es Jesús quien lo salva.

Solo tras la triste experiencia de la negación entenderá Pedro que es necesario dejar siempre el primer puesto al amor del Señor. Afirma Juan en su Primera carta: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos ama-do a Dios, sino en que él nos amó» (1 Jn 4,10); «Nosotros amamos, porque él nos amó primero» (1 Jn 4,19). Ha-ce falta que se produzca el agradecimiento humilde para que se abra el camino del amor verdadero. Es necesario, ante todo, acoger con gratitud el amor que viene de Dios

La conversión de PabloLa experiencia de Pablo es análoga a la de Pedro. Pablo comienza su vida con un amor muy generoso, tal co-

mo él mismo reconoce en algunas de sus cartas: era impecable en la observancia de la Ley; era un fariseo celoso, y este celo lo impulsaba a perseguir a la Iglesia porque amaba a Dios. Le parecía escandaloso que los cristianos

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creyeran en un condenado a muerte, en un maldito según la Ley. Por eso perseguía a la Iglesia, porque amaba con generosidad a Dios.

Fue necesario que Cristo lo convirtiera con la iluminación en el camino de Damasco, mientras que él, por su celo generoso, se dirigía allí para arrestar a otros cristianos y meterlos en la cárcel. A partir de este momento, Pa -blo cambia completamente de perspectiva. El que una vez ponía en primer plano sus obras, renuncia completa-mente a fundamentar su vida en ellas, aceptando recibir la gracia que procede de la fe.

La posición fundamental de la teología de Pablo es la siguiente: no podemos fundamentar nuestra vida en las obras, sino que todo se basa en recibir, en la fe, la gracia del Señor.

Pablo luchó tenazmente contra los predicadores judeo- cristianos que insistían en las obras, es decir, en la ne-cesidad de observar la Ley. Basta leer la Carta a los Gálatas para ver con cuánta vehemencia se opone a situar en primer plano la generosidad humana, insistiendo, en cambio, en la fe y en la gracia.

El fundamento de nuestra vida es el amor recibido, la gracia, el amor gratuito. De ahí que Pablo en sus cartas -desde la más antigua, la Primera carta a los Tesalonicenses, escrita al comienzo de su apostolado en Europa, ha-cia el año 52— insista tanto en la acción de gracias. A los tesalonicenses, que se habían convertido muy poco tiempo antes, les escribe lo siguiente: «En todo dad gracias, puesto que es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros» (1 Ts 5,18). Dar gracias en todo significa que en toda circunstancia viene a nuestro encuentro el amor de Dios, y este es el aspecto más importante. Debemos, por tanto, agradecer este don de Dios.

En la Carta a los Efesios escribe: «Dad gracias siempre y por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef 5,20). En la Carta a los Colosenses insiste aún más en el agradecimiento. En el capítulo primero invita a dar gracias con alegría al Padre por hacernos capaces de participar en la herencia de los santos en la luz (v. 12). En el capítulo segundo dice: «Rebosad en acción de gracias» (2,7). En el capítulo tercero retoma este te -ma: «Sed agradecidos... instruíos y amonestaos con toda sabiduría, cantando a Dios, de corazón y agradecidos, salmos, himnos y cánticos inspirados. Todo cuanto hagáis, de palabra y de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él» (Col 3,15-17).

Pablo quiere que todo se encuentre impregnado de un amor agradecido: «Todo cuanto hagáis, de palabra y de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él». Dios Padre nos ofrece en todo su gracia por medio de Cristo; por eso, lo primero que hay que hacer en todo es dar gracias por medio de Cristo.

El mismo Pablo nos da ejemplo, pues comienza habitualmente sus cartas con expresiones de amor agradeci-do a Dios, como, por ejemplo, «Doy gracias a mi Dios...» o «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucris -to», que es otro modo de dar gracias.

Vemos, así, la gran importancia que tiene para la vida espiritual la conversión que nos hace pasar de nuestras pretensiones personales al amor agradecido.

Agradecimiento a Dios creador y salvadorVivir en el agradecimiento es la actitud justa que permite progresar en el amor generoso. Significa reconocer

que Dios nos ha colmado, y sigue colmándonos, de beneficios. Por él tenemos cuanto poseemos; de él procede cuanto somos. Es él quien nos da la vida corporal y la conserva de mil modos, con el aire que respiramos, el ali -mento que comemos, la luz que alegra nuestros ojos... Es él quien nos da las personas que nos rodean y el cora-zón para amarlas. Tenemos que tomar conciencia de esta situación.

En el orden de la gracia se hace aún más evidente esta realidad, porque la gracia es un don de amor gratuito más maravilloso que la vida simplemente natural y, por tanto, debe suscitar en nosotros una acción de gracias mucho más intensa. Somos colmados de beneficios por Dios; por tanto, es justo que le demos gracias.

Debemos evitar la actitud de quien considera algo normal todos los dones de Dios. Puesto que son dones co-tidianos y continuos nos habituamos a ellos, no les prestamos atención y nos hacemos indiferentes. De este modo no crecemos en el amor, porque no prestamos atención a los dones divinos, no acogemos verdaderamente su amor.

La actitud de gratitud no solo es justa, sino que también es muy beneficiosa. La gratitud, en efecto, nos sitúa en el ámbito de la alegría y favorece mucho el progreso espiritual, puesto que es su condición indispensable. De-bemos sentir y gustar la bondad del Señor. Esto nos hace crecer, nos permite asimilar las gracias del Señor y nos da la alegría más grande, la de reconocer su amor. Tenemos que pasar siempre de los dones al Donador, porque

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lo más importante no son los dones, sino el amor que el Donador nos manifiesta mediante ellos.El instinto natural de la codicia, en cambio, nos incita a aferrar con avidez todos los dones para nuestro bene-

ficio, sin pensar en el Donador. Esta actitud egoísta nos hace perder lo más valioso. Nos parecemos, entonces, a un niño mimado, que encuentra normal que la madre le dé muchas cosas y que no piensa nunca en darle las gra-cias. Así pierde lo más valioso, es decir, no percibe el amor con el que la madre le ofrece todos esos dones. Si el niño no levanta sus ojos para encontrar los de la madre y su mirada llena de amor, pierde lo más importante de la vida: se apropia de cosas materiales, pero no crece interiormente, porque no posee aquel contacto vivo con la ma-dre que le permite crecer en el amor auténtico.

Así pues, debemos esforzarnos por reconocer los dones de Dios y, ante todo y en toda ocasión, el amor del Señor. Reconocer que él es bueno, que su amor por nosotros es continuo y fiel; tener este contacto tan importan -te con él es fundamental para nuestra vida espiritual y para nuestro apostolado. Una persona que tiene el corazón lleno de amor agradecido al Señor, propaga la convicción de que Dios es inmensamente bueno y logra atraer a las personas hacia él.

Podemos también notar cómo el agradecimiento nos libera de muchas dificultades y de muchas posibles tentaciones, porque nos sitúa verdaderamente en la disposición justa. En cambio, si nos encontramos en la orien-tación equivocada, aunque sea siguiendo la generosidad natural, encontraremos muchas dificultades, pues en lu-gar de nutrir en nosotros la vida espiritual, nuestros esfuerzos provocarán deseos de vanagloria, soberbia y toda clase de tentaciones.

En 1 Tim 4,4-5 dice Pablo algo muy importante sobre la gratitud. En lo versículos precedentes rechaza una cierta actitud -que puede parecer generosa- de privación voluntaria. Había entonces personas que consideraban el matrimonio una realidad negativa y querían prohibírselo a los creyentes, como también les imponían que se abstuvieran de comer diversos alimentos. Los preceptos dietéticos eran considerados esenciales en el Antiguo Testamento, y algunos querían imponerlos también a los cristianos. Podría parecer generoso abstenerse de cosas agradables... La reacción de Pablo no es en absoluto favorable a estas posiciones; es más, es sorprendentemente severa. Pablo sostiene que esta gente propaga «doctrinas diabólicas», «impone —escribe— la abstención de ali -mentos que Dios creó para que los coman con acción de gracias los creyentes y los que han conocido la verdad» (w. 1-3).

Los dones de Dios están hechos para ser acogidos con «acción de gracias». Pablo afirma: «Porque todo lo que Dios ha creado es bueno y no se ha de rechazar nada si se come con acción de gracias, pues queda santificado por la palabra de Dios y por la oración» (1 Tim 4,4-5). La acción de gracias purifica y santifica todo, porque lo pone en una relación justa con el Dios santo.

Finalmente, notemos que la actitud habitual del agradecimiento permite también superar más fácilmente las pruebas. Cuando nos hemos habituado a reconocer el amor de Dios en todo y en toda circunstancia, lo reconoce-mos también en el momento de la prueba. Reconocemos, en efecto, que la prueba está acompañada por gracias valiosísimas, porque nos une a la pasión de Cristo, que es la fuente de toda gracia.

11.- Acoger agradecidos el amor redentor para ser purificadosQUEREMOS meditar ahora sobre un aspecto muy importante del amor que Dios nos tiene, a saber, sobre su

amor redentor, manifestado por Jesús en la última cena, cuando tomó la copa y dijo: «Esta es mi sangre de la alianza, derramada para la remisión de los pecados». Jesús derramó su sangre para la remisión de los pecados. Su amor por nosotros es un amor misericordioso, un amor purificador, un amor de una generosidad y de una delica -deza extraordinarias.

El amor de Dios es redentor, misericordioso. Con amor redentor queremos decir que se trata de un amor de una profundidad inaudita, de una generosidad extraordinaria. En la Carta a los Romanos habla Pablo de él con conmoción y estupor cuando dice: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado. En efecto, cuando todavía estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos. Por un inocente quizá muriera alguien; por una persona buena quizá alguien se arriesgara a morir. Pero la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rm 5,5-8).

En la última cena nos dio Jesús su sangre derramada en remisión de los pecados. La profundidad del amor de

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Dios exige ser acogida en esta dimensión, es decir, para acoger plenamente el amor que viene de Dios a través de Cristo es necesario entender que es un amor redentor. Es necesario que yo acepte que lo es para mí. Debo com -prender que este amor posee una generosidad y una delicadeza extraordinarias precisamente porque es redentor.

Pablo muestra el íntimo nexo que existe entre la acción purificadora de Cristo y su amor. Es muy importante entender este nexo y verlo no solamente en relación con el sacramento del bautismo, sino también con el de la re-conciliación, que es el sacramento del amor misericordioso. Cristo nos quiere purificar porque nos quiere; el mo-tivo de la purificación no es otro que el amor.

El proyecto que Dios tiene para nosotros, tal como es perfilado en el himno inicial de la Carta a los Efesios, sobre el que ya hemos meditado, aparece precisado en el capítulo 5 de la misma carta.

En el capítulo 1 se define el proyecto de Dios como «hacernos santos e inmaculados ante él en el amor». En el capítulo 5 se habla del amor redentor de Cristo. El Padre envió a su Hijo unigénito para realizar este proyecto de amor. Por tanto, según la voluntad del Padre, «Cristo amó a la Iglesia y se dio a sí mismo por ella, para santifi -carla, purificándola mediante el baño del agua, acompañado por la palabra. Y, así, quiere que la Iglesia aparezca ante él gloriosa, sin mancha ni arruga ni cosa parecida, sino santa e inmaculada» (Ef 5,25-27).

Esta descripción del amor de Cristo por la Iglesia es realmente conmovedora. En griego, este texto es aún más expresivo que en la traducción anterior, pues no dice solamente que Cristo «se dio» a sí mismo por la Iglesia, sino que «se entregó» por ella, es decir, que se entregó a sus enemigos para que lo mataran. Para cumplir el pro-yecto de amor del Padre, Cristo fue al encuentro de su pasión con la intención de purificar a la Iglesia y hacerla santa e inmaculada, sin mancha ni arruga, sino totalmente gloriosa. Este amor de Cristo por la Iglesia tiene una intensidad extraordinaria. Es un amor que procede del corazón de Dios Padre.

Pues bien, el amor de Cristo tiene esta intensidad también para cada uno de nosotros. Pablo se aplica a sí mismo este amor de Cristo: «El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2,20). De igual modo, cada uno de nosotros podemos decir: «Cristo me amó y se entregó a sí mismo por mí», para santificarme, para purificarme. Cristo quiere que comparezca ante él «glorioso, sin mancha ni arruga ni cosa parecida, sino santo e inmaculado en el amor». Esto ‘es lo que desea para cada uno de nosotros.

La Carta a los Efesios expresa el amor de Cristo como un amor nupcial. En la antigüedad, unos de los ritos propios de la boda era el baño de la esposa. Pablo lo menciona al decir que Cristo quiso santificar a la Iglesia pu -rificándola «mediante el baño del agua, acompañado por la palabra».

También el fin de la purificación es el amor. Cristo nos quiere purificar para fortalecer el vínculo de amor entre el Padre y nosotros, para poder unirnos a él de un modo más estrecho y capacitarnos para amarle más inten-samente. Así pues, el motivo y el fin de la purificación es el amor. Solo en la absoluta pureza es posible lograr la unión completa con Dios mediante Cristo. Es algo que podemos entender perfectamente, porque toda mancha, to-da impureza, constituye un obstáculo para la unión perfecta.

Es muy útil meditar sobre este aspecto del amor de Dios Padre y de Cristo por nosotros, esforzándonos por gustar toda su belleza, por comprender este deseo divino de purificarnos cada vez más profundamente a fin de que podamos estar más íntimamente unidos con Cristo y su Padre.

Sin embargo, no nos resulta tan fácil admitir este aspecto del amor de Dios, porque se le opone nuestra so-berbia. Aceptar que Dios nos purifique supone que nosotros confesemos nuestra impureza, nuestro pecado. Y es-to no le agrada a nuestra soberbia. No nos agrada confesar nuestras culpas, ni preocuparnos por el pecado ni pre-guntarnos por él.

Es verdad que si se tratara simplemente de constatar nuestras faltas, sería deprimente, y más nocivo que útil. Pero no es de esto de lo que se trata, sino de dejarnos purificar por Alguien que nos ama realmente, lo cual es muy diferente. El pensamiento del amor debe ser la realidad dominante a la hora de hacer nuestro examen de conciencia.

En este momento de los Ejercicios es de gran utilidad que procuremos ver qué purificación necesitamos. Pi-damos al Señor que nos lo haga comprender. Es verdaderamente una gracia, el primer paso hacia la purificación plena, que no puede realizarse sin esta luz.

A la luz del Espíritu SantoEn la oración, como introducción a nuestro examen de conciencia, podemos retomar algunas estrofas del Ve-

ni, Sánete Spiritus, de la misa de Pentecostés.

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«Ven, Espíritu divino, manda desde el cielo un rayo de tu luz.Ven, Padre de los pobres, ven, dador de los dones, ven, luz de los corazones.Óptimo consolador, dulce huésped del alma, dulce refrigerio.Descanso en el trabajo, alivio en el calor, consuelo en el llanto.Oh, luz santísima,inunda en lo íntimo el corazón de tus fieles.Sin tus dones, nada hay en el hombre que no esté manchado.Lava lo que es sucio, riega lo que es árido, sana lo que es enfermo.Doblega lo que es rígido, calienta lo que es frío, endereza lo que está desviado.Concede a tus fieles, que en ti confían, tus sagrados dones.Dales el mérito de la virtud, dales la salvación, dales el gozo eterno.

«Oh, luz santísima, inunda en lo íntimo el corazón de tus fieles». Si la luz del Espíritu de Cristo inunda nues -tra intimidad, necesariamente revelará dónde hay falta de purificación.

«Lava lo que es sucio, riega lo que es árido, sana lo que es enfermo. Doblega lo que es rígido, calienta lo que es frío, endereza lo que está desviado». Es una oración muy humilde, muy concreta. Preguntémonos cuáles son nuestras durezas, qué debe hacerse más flexible en nosotros a la acción de la gracia; qué hay desviado que necesi-ta ser enderezado. Todo esto debemos meditarlo en la perspectiva del amor misericordioso del Señor.

El Señor desea purificarnos porque nos quiere. Al deseo del Señor debemos corresponderle con nuestro de-seo de acoger esta purificación con profunda gratitud, como un don de su amor.

12.- «La sangre de Jesús nos purifica de todo pecado» (1 Jn 1,7 -2,2)HOY nos disponemos, con la ayuda de María, madre del Redentor, a acoger con gratitud profunda el amor

misericordioso que nos purifica. Tratamos de entender mejor toda la profundidad y la delicadeza de este amor, y también cuánto lo necesitamos.

Esta meditación nos prepara para apreciar mejor un don maravilloso del amor del Señor: el sacramento de la reconciliación. Con respecto a él hay que decir lo que hemos dicho sobre toda la vida espiritual: el aspecto más importante no es lo que nosotros hacemos, sino lo que Dios hace por nosotros. El sacramento de la reconciliación es un don suyo, un don maravilloso de su amor.

En este sacramento encontramos al Señor que nos quiere curar y liberar del mal porque nos ama. El se pone a nuestro servicio, está ante nosotros con la actitud del servidor, como lo estuvo ante Pedro en el cenáculo: quiere lavarnos los pies para que podamos tener parte con él. Debemos acoger con inmensa gratitud y alegría espiritual su amor purificador, que nos es indispensable, porque somos pecadores.

Para concienciarnos mejor de nuestra condición de pecadores, propongo meditar sobre un pasaje de la Prime-ra carta de Juan que es muy significativo al respecto.

Reconocerse pecadoresAl comienzo de su Primera carta proclama Juan con gran alegría: «Y este es el mensaje que hemos oído de

él y que os anunciamos: Dios es luz, en él no hay tiniebla alguna» (1,5). Se trata de una revelación muy impor -tante que elimina las ilusiones perversas que pueden venirnos a la mente. Por ejemplo, las mencionadas por el Si-rácida: «No digas: “Me he desviado por culpa del Señor”, porque él no hace lo que detesta; no digas: “Él me ha extraviado”, porque él no tiene necesidad del pecador. El Señor detesta toda maldad, y los que le temen también la aborrecen» (Si 15,11-13). Dios, nuestro Padre, no tiene ninguna complicidad con el mal, lo rechaza absoluta-mente y quiere liberarnos de él.

El Sirácida dice de nuevo: «A nadie obligó a ser impío, a nadie dio permiso para pecar» (15,20). A veces te -nemos la tentación de pensar así. Cuando hemos hecho algún mal, tendemos a negar nuestra responsabilidad; nos es difícil reconocer plenamente que nos hemos comportado mal; siempre encontramos escapatorias; hacemos re-caer la culpa en las circunstancias o en otras personas y, en definitiva, más o menos conscientemente, en Dios; decimos: «¿No es Dios quien me ha hecho tal como soy? ¿No ha dirigido las circunstancias que me han hecho caer?».

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El Sirácida denuncia este modo de pensar, como también Juan, que afirma: «Dios es luz, en él no hay tinie-bla alguna» (1 Jn 1,5). Dios no es cómplice en modo alguno del mal. Nosotros debemos reconocer nuestra res -ponsabilidad. Dios nos ha creado libres y respeta nuestra libertad.

Juan añade: «Si decimos que estamos en comunión con él, y caminamos en tinieblas, mentimos y no obra-mos la verdad» (1 Jn 1,6). Para estar en comunión con Dios, que no tiene ninguna complicidad con el mal, debe -mos caminar en la luz.

«Si caminamos en la luz, como él mismo está en la luz, estamos en comunión unos con otros» (1 Jn 1,7a). Vemos aquí la relación entre el amor a Dios y el amor al prójimo. Después de haber dicho: «Si caminamos en la luz», se esperaría que el autor dijera: «estamos en comunión con él». Sin embargo, dice: «estamos en comunión unos con otros». Juan no niega la comunión con Dios, pero pone rápidamente en relación el caminar en la luz y la comunión fraterna.

A continuación afirma: «Y la sangre de su Hijo Jesús nos purifica de todo pecado» (1 Jn 1,7b). Esta afirma-ción es un tanto inesperada, porque, a primera vista, no parece concordar con la frase «caminar en la luz». Espon-táneamente, nosotros interpretamos «caminar en la luz» en el sentido de ser inmaculados, de no tener ningún pe -cado; pero Juan dice: «Si caminamos en la luz, la sangre de su Hijo Jesús nos purifica de todo pecado». De este modo nos hace entender que pecamos, aunque caminemos en la luz.

Resulta claro que caminar en la luz comprende diversas etapas, la primera de las cuales consiste en recono-cerse pecadores. Este es el primer modo de caminar en la luz, un modo indispensable y que tiene valor permanen-te. «Caminar en la luz» significa para nosotros, ante todo, reconocer que somos pecadores.

San Agustín explica justamente que la primera obra buena que podemos hacer con Dios consiste en confesar nuestras malas obras. Dice: «El que hace el mal, lo hace sin Dios». Pero en cuanto una persona reconoce que ha actuado mal, inmediatamente se reconcilia con Dios, acepta su luz sobre el mal cometido. Esta es la primera obra que se hace con Dios, gracias, efectivamente, a su ayuda.

Debemos aceptar la luz de Dios en nuestra vida. Esta luz revela súbitamente la presencia del pecado o, al menos, de la inclinación a él. Si no reconocemos por lo menos que tendemos a pecar, no estamos de verdad en la luz.

Reconocer la presencia del pecado en nosotros es ya una victoria sobre él: una victoria difícil, porque la tác -tica normal del pecado consiste en buscar la protección de la oscuridad y de la mentira, para poder difundirse más cómodamente. Escribe Juan: «Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean cen -suradas sus obras» (Jn 3,20).

Se trata de una actitud espontánea, que puede explicarse fácilmente desde un punto de vista psicológico, pe-ro que tiene consecuencias muy negativas, porque protege al pecado y facilita su difusión. Si uno rechaza la luz, no puede ser curado de su mal, porque este no llega a manifestarse.

La primera condición para ser liberados del pecado es aceptar la luz que lo manifiesta. Dios está ante noso-tros como un médico bueno a quien debemos mostrar nuestras heridas para que pueda curarlas. Dios quiere de-rramar sobre ellas la sangre de su Hijo: «La sangre de su Hijo Jesús nos purifica de todo pecado».

Advirtamos que Dios no revela el pecado con la intención de humillar, sino con la intención de salvar, de purificar. En la frase de Juan se habla en primer lugar de la purificación y después del pecado: «La sangre de su Hijo Jesús nos purifica de todo pecado».

Pero, por nuestra parte, es también necesario admitir la presencia del pecado. A quien se sintiera tentado a pensar que no tiene pecado, Juan le dice: «Si decimos: “No tenemos pecado”, nos engañamos y la verdad no está en nosotros» (1 Jn 1,8). Es una ilusión pensar que no tenemos pecado. En cambio, «si confesamos nuestros peca-dos, él, que es fiel y justo, nos perdonará nuestros pecados y nos purificará de toda iniquidad» (1 Jn 1,9). Para ser liberados de los pecados, tenemos que reconocerlos; entonces, la fidelidad y la justicia de Dios se nos manifies -tan en el perdón.

La justicia de Dios es muy diferente de la de los hombres, que solo pueden constatar el mal e imponer un castigo. Dios es justo en el sentido de que comunica la justicia y la santidad perdonando los pecados y purifican-do. Hace justo al pecador que confiesa su pecado. La santidad de Dios quiere transferirse a nosotros y hacernos «santos e inmaculados». ¿Con qué condición? Con la condición de que reconozcamos la necesidad que tenemos de esta acción de Dios.

Juan lo explica: «Si decimos: “No hemos pecado”, le hacemos mentiroso y su palabra no está en nosotros»

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(1 Jn 1,10). Pretender que no tenemos pecado es la actitud farisaica, la actitud de quien se considera impecable y justo ante Dios. Implícitamente, Juan combate con esas palabras esta actitud.

Pretender ser justos significa estar en desacuerdo con la revelación y con la obra de Dios. La palabra de Dios nos ha revelado el pecado del mundo, nos ha enseñado que Jesús vino para quitarlo, muriendo por los pecadores con un extraordinario amor misericordioso. Decir que no tenemos pecado es pretender afirmar que la revelación es falsa, al menos en lo que respecta a nosotros; que Dios miente; que no tenemos necesidad del Salvador; que la muerte de Cristo es inútil. Rechazamos, así, acoger el amor misericordioso de nuestro Padre celestial.

Juan insiste mucho en la necesidad de reconocerse pecadores, para precisar, posteriormente, el sentido de su pensamiento. En efecto, al principio del capítulo 2 afirma lo siguiente: «Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis» (1 Jn 2,1). Corrobora que somos pecadores y dice que su intención, al escribir sobre estas cosas, es pre -servarnos del pecado. Si no queremos pecar, hemos de reconocer que somos pecadores.

Parece una afirmación paradójica: la condición para no caer en el pecado es reconocernos pecadores. ¿Cómo podemos entenderla? De nuevo, necesitamos referirnos al espíritu farisaico, que adopta la actitud contraria: negar el pecado, pretender que no tenemos pecado, pensando así que nos acercamos más a Dios. En la parábola de Je -sús dice el fariseo: «¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlte -ros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que poseo» (Lc 18,11-12).

En realidad, aunque piensa que se acerca a Dios, el fariseo se aleja de él, con su soberbia, con su complacen-cia en sí mismo. Y se separa de los demás, diciendo claramente: «No soy como los demás hombres». Por consi -guiente, la actitud farisaica impide acoger el amor que viene de Dios, obstaculiza las dos dimensiones del amor: el amor a Dios y el amor a los demás.

Si queremos acoger el amor generoso que viene de Dios, debemos hacer lo opuesto al fariseo. Tenemos que reconocer que somos pecadores, y así podremos evitar el pecado: la gracia de Dios nos preservará del pecado en la medida en que reconozcamos que somos pecadores. De este modo, nos abrimos al amor que nos libera del pe-cado, nos perdona los pecados del pasado y nos preserva de los que podamos cometer.

El ideal cristiano es ser un pecador que no peca más, pero que siempre se reconoce pecador o, al menos, re-conoce su tendencia al pecado. Es la actitud opuesta a la del fariseo. Es evidente que, de este modo, la persona se sitúa también en la disposición más favorable hacia el amor fraterno, en la disposición llena de indulgencia hacia los otros; no se separa de los pecadores, sino que afirma: «Yo soy un pecador. Es verdad que soy salvado por la sangre del Señor, pero, por mí mismo, soy un pecador. Por tanto, soy como todos los demás. Solo gracias al amor misericordioso del Señor soy liberado del pecado, me son perdonados los pecados pasados y tengo la firme espe-ranza de ser preservado de toda culpa grave».

Adviértase que no se trata de una actitud psicológicamente espontánea. Las personas que tienen un gran de-seo de perfección, asumen, espontáneamente, la actitud farisaica de separarse de los demás para elevarse hacia Dios; el evangelio, en cambio, nos enseña la actitud contraria.

Hemos de reconocer que pertenecemos a un mundo desfigurado por el pecado. Sabemos muy bien que el mundo está totalmente manchado de mal, que en él se manifiestan continuamente innumerables tendencias per-versas. Basta con leer el periódico para ver cuánta violencia, injusticia, impureza, corrupción y toda clase de ma-les hay en el mundo. Nuestra reacción espontánea es decir: «¡Yo no pertenezco a este mundo!».

Pero tenemos que reconocer que pertenecemos a este mundo perverso. No debemos actuar como el fariseo, que se separa del amor redentor, pretendiendo que es perfecto. Nosotros también somos como todos los demás, pecadores. Pero, al confesar nuestra condición, somos liberados del pecado mediante el amor misericordioso del Señor.

Si asumimos habitualmente esta actitud, nos resultará mucho más fácil reconocer en nosotros la tendencia al pecado y seremos impulsados hacia el Señor por la conciencia de tener continuamente la necesidad de que nos salve.

La falta de agradecimiento a DiosPartiendo del Nuevo Testamento podemos constatar que en la raíz del pecado se encuentra la carencia de un

amor agradecido. Es bastante raro que un cristiano se acuse de haber faltado al agradecimiento a Dios. En efecto, la gente se acusa de muchas culpas externas, pero no de esta falta. Parece como si no existiera.

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En cambio, en la Carta a los Romanos, Pablo, al escribir sobre el pecado del mundo, afirma claramente que la raíz de todo el mal es la falta de agradecimiento a Dios: «Los hombres no tienen ninguna excusa, porque, ha-biendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, antes bien se perdieron en sus vanos razonamientos y su mente obtusa se entenebreció» (Rm 1,20-21).

«Glorificar a Dios» y «dar gracias a Dios» son dos expresiones equivalentes: no se puede dar gloria a Dios si no es dándole gracias por sus beneficios, por su amor. La falta de agradecimiento, según Pablo, es la razón por la que el pecado se multiplica.

Pablo es muy realista. En este capítulo de la Carta a los Romanos describe pecados de todo género, ante todo el de idolatría, y después los desórdenes sexuales. Cuando no hay una relación de amor agradecido con Dios, el amor a los demás no es auténtico; es, entonces, cuando se va en busca de placeres que son inmorales. Afirma Pa-blo: «Por eso los entregó Dios a pasiones infames; pues sus mujeres invirtieron las relaciones naturales por otras contra la naturaleza; igualmente, los hombres, abandonando la relación natural con la mujer, se abrasaron en de-seo los unos por los otros, cometiendo actos ignominiosos hombres con hombres, recibiendo en sí mismos el pa-go merecido a su perversión» (w. 26-27).

Pablo prosigue refiriéndose a la multiplicación del pecado: «Y como no tuvieron a bien guardar el verdadero conocimiento de Dios, los entregó Dios a su mente insensata, para que hicieran lo que no conviene: llenos de to-da injusticia, perversidad, codicia, maldad, henchidos de envidia, de homicidio, de contienda, de engaño, de ma-lignidad, difamadores, detractores, enemigos de Dios, ultrajadores, altaneros, fanfarrones, ingeniosos para el mal, rebeldes a sus padres, insensatos, desleales, despiadados, inmisericordes» (w. 28-31).

Estos hombres son despiadados e inmisericordes porque carecen del contacto agradecido con el Dios lleno de amor y de misericordia.

Debemos, por tanto, considerar el agradecimiento a Dios como un elemento esencial de nuestra vida. De lo contrario, caminaremos ciertamente por el camino del pecado: del farisaico, en primer lugar y, después, de los demás.

Falta de confianzaOtra actitud que está en el origen de muchos pecados es la falta de confianza. Necesitamos darnos cuenta de

que la falta de agradecimiento conduce, habitualmente, a la falta de confianza. Si no estamos atentos a todas las gracias de Dios, a su amor por nosotros, si no le damos gracias por este amor suyo, entonces no podemos poner-nos en una actitud de confianza con respecto a él.

La falta de confianza en Dios obstaculiza la adhesión sincera a su voluntad. Si no estamos interiormente con-vencidos de que Dios nos quiere, encontraremos muchas excusas y dificultades para cumplir su voluntad, reac-cionaremos como Israel en el desierto: «El Señor no nos quiere, nos ha hecho venir al desierto, quiere hacernos morir. ¡Volvamos a Egipto!» (cf. Nm 14,2-4; Dt 1,27).

El autor de la Carta a los Hebreos exhorta a los cristianos a superar esta tentación contra la fe y la confianza, que obstaculiza el cumplimiento de la voluntad de Dios con alegría y con paz. En este sentido, cita el Salmo 94: «Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones» (Hb 3,7). Si no hay confianza en Dios, el corazón se endurece y viene la tentación de volver atrás.

Un mes después de la salida de Egipto, los israelitas se encontraron ante la tierra prometida. Dios los invitó a entrar, pero no confiaron y no quisieron avanzar; por eso se les condenó a caminar por el desierto durante cuaren-ta años, hasta que murieron todos los adultos que habían dudado de Dios (cf. Nm 13—14).

Esta actitud puede también introducirse en nuestra vida. La falta de fe y de confianza nos hace volver atrás y no entramos en el «reposo de Dios». La Carta a los Hebreos afirma que ya se ha abierto para nosotros el reposo de Dios, es decir, el ideal evangélico, en la caridad, en la paz y en la alegría. Todos los frutos del Espíritu Santo están a nuestra disposición; el Señor nos invita a entrar en este reino de Dios (cf. Hb 4,1-11).

Obviamente, no se trata del paraíso; aún hay que afrontar dificultades y obstáculos, que pueden superarse si nos adherimos al Señor con amor agradecido y con confianza. Podemos obtener la victoria. El Señor nos la dará si tenemos fe en él, en su amor, si acogemos verdaderamente el amor que viene de él.

En esta meditación pedimos la gracia de ser iluminados sobre nuestra condición interior. El Señor nos hace entender que somos pecadores. Nosotros debemos reconocerlo para ser liberados del pecado y poder convertirnos en hombres que no cometen más ninguna falta grave, pero que se reconocen pecadores.

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Pedimos la gracia de entender que la falta de agradecimiento y de confianza en el Señor se encuentra en la raíz de todos nuestros pecados, que en nuestra vida son más bien faltas de omisión que faltas específicas sobre un aspecto u otro. Se trata de una condición general que puede perjudicar mucho a la vida espiritual personal y co-munitaria, provocando falta de impulso espiritual, de paz, de alegría, de serenidad; falta de dinamismo paciente y perseverante en la línea de la obediencia; actitudes pesimistas, críticas, insistencia unilateral en los aspectos nega-tivos.

Pidamos al Señor la gracia de que ilumine estos aspectos de nuestra vida y abrámonos con amor agradecido a sus gracias de purificación. La sangre de Jesús nos purificará de todo pecado y nos hará santos e inmaculados en el amor.

13.- Descubrir el tesoro escondido (Homilía 1 Re 3,5.7-12; Rm 2,28-30 y Mt 13,44-52)

Las lecturas del Domingo XVII del Tiempo Ordinario (ciclo A) concuerdan con las perspectivas generales de nuestros Ejercicios.

La primera lectura (1 Re 3,5.7-12) nos presenta el ejemplo de Salomón, que, al afrontar sus responsabilida-des, pide al Señor que lo ilumine. Esto es lo que también hacemos nosotros en los Ejercicios: afrontamos nues-tras responsabilidades y pedimos al Señor los dones necesarios para llevarlas a cabo.

Salomón asume una actitud responsable de servicio, y no de egoísmo. Implícitamente, se sitúa en el camino del amor. Habría podido pedir beneficios para sí mismo: una vida larga, riqueza, verse libre de sus enemigos... No pidió ninguna de estas cosas, que le podrían haber venido espontáneamente a la mente. En cambio, se puso frente a su responsabilidad de rey, es decir, la responsabilidad de gobernar a un pueblo; reconoció su inexperien -cia: «Soy un muchacho y no sé cómo comportarme» (v. 7), pidiendo, por tanto, sabiduría al Señor.

El Señor escuchó esta oración, que responde bien a la vocación de Salomón. Las otras peticiones lo habrían situado en el camino del egoísmo. En un primer momento le habrían procurado beneficios, pero después se ha-bría encontrado ante una vida vacía, que le habría provocado un dolor profundo. En cambio, al pedir la gracia de poder realizar bien sus responsabilidades, Salomón agradó al Señor y obtuvo esta gracia.

Por esta razón, su vida nos es presentada como un modelo. Salomón prefigura a Cristo, el rey mesiánico, cu-ya preocupación fundamental es hacer justicia a su pueblo y conducirlo a la vida plena.

También el texto evangélico (Mt 13,44-46) nos presenta esta perspectiva de búsqueda. En las dos parábolas, Jesús nos habla de un hombre que va a buscar un tesoro escondido y de un mercader que va a buscar una perla de gran valor. De igual modo, en los Ejercicios buscamos nosotros también el tesoro escondido y la perla de gran valor.

Cuando el mercader ha encontrado la perla de gran valor, lleno de alegría, vende todo cuanto tiene y la com-pra. En este hecho encontramos un aspecto de renuncia: la necesidad de vender cuanto se posee. Pero es un as-pecto que parece secundario, porque lo que más se resalta y se pone en primer plano es la plenitud de la alegría. Encontrar un tesoro escondido o la perla de gran valor hace que resulte fácil el sacrificio necesario para comprar el campo donde está el tesoro o para comprar la perla.

Los Ejercicios deben infundir en nosotros una gran alegría, porque tenemos el privilegio de poder buscar y encontrar el tesoro escondido, la perla preciosa.

San Buenaventura dice que el tesoro escondido en el campo no es sino el corazón de Cristo. Compara al sol-dado del Calvario con el campesino que, mientras cultiva el campo, descubre el tesoro escondido. El costado abierto de Jesús revela todas las riquezas del amor divino. Este es el tesoro escondido que se nos invita a contem-plar y a adquirir en los Ejercicios.

El amor de Cristo es un amor misericordioso. Ser consciente de esto nos da una alegría muy especial, por-que, no obstante nuestras debilidades, nuestra indignidad, Cristo no nos rechaza, sino que nos invita a acercarnos con confianza a él. El corazón de Cristo está lleno de misericordia para los humildes, para quien se acerca a él con el deseo de acoger el don de la misericordia.

En la segunda lectura (Rm 8,28-30) afirma Pablo que «todo contribuye al bien para aquellos que aman a Dios, para quienes han sido llamados según su designio». Y san Agustín tiene la audacia de añadir: «Todo contri-

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buye a su bien, incluso los pecados».Obviamente, no en el momento en el que se cometen. Los pecados son una realidad terrible, negativa, des-

tructora. Pero cuando una persona arrepentida se vuelve al Señor con confianza y con amor, entonces también los pecados pasados se convierten en una ocasión de gracias más admirables. El Señor, en su misericordia infinita, transforma nuestras faltas en una ocasión de progreso en el amor generoso: un progreso que no habría sido posi-ble de otro modo, porque es acogida del amor misericordioso de Dios.

El amor del Señor es misericordioso, quiere «justificar», como afirma Pablo. Quiere liberar al hombre del mal para introducirlo en la justicia divina, en la santidad de Dios, en la perfección del amor. Dice Pablo: «A los que predestinó [Dios] también los llamó; a los que llamó también los justificó, y a los que justificó también los glorificó» (Rm 8,30).

Pablo habla aquí lleno de entusiasmo. Descubrió el tesoro escondido: el amor de Dios, un amor muy genero-so, misericordioso, un amor que devuelve al pecador la dignidad filial y lo hace partícipe de la misma dignidad de Cristo. Nosotros estamos predestinados a ajustarnos a la imagen de Jesucristo, el Hijo unigénito de Dios.

De ahí que tengamos motivos más que suficientes para alegrarnos, para acoger con inmensa gratitud el don del Señor. El cuerpo y la sangre de Cristo se nos ofrecen en esta eucaristía para colmarnos de la plenitud del amor de Dios.

14.- La pecadora llena de amor agradecido (Lc 7,36-50)CONTEMPLAMOS ahora una escena del evangelio que es extraordinariamente bella y que nos ayudará a aco-

ger mejor el amor misericordioso del Señor, a acogerlo con agradecimiento, a acogerlo para nosotros mismos y para los demás. Se trata del episodio en el que aparece la pecadora llena de amor agradecido en la casa del fariseo Simón (cf. Le 7,36-50).

En esta escena vemos tres actitudes sucesivas frente al pecado: la de la pecadora, la del fariseo y la de Jesús.

La actitud de la pecadoraLa actitud de la pecadora se describe al comienzo: «Un fariseo le rogó que comiera con él y, entrando en la

casa del fariseo, se puso a la mesa. Había en la ciudad una mujer pecadora pública. Al enterarse de que estaba co-miendo en casa del fariseo, llevó un frasco de alabastro de perfume y, poniéndose detrás, a los pies de él, comen-zó a llorar, y con sus lágrimas le mojaba los pies y con los cabellos se los secaba; besaba sus pies y los ungía con el perfume».

En la meditación podemos admirar esta actitud de la pecadora, contemplarla y permanecer largo tiempo bajo su influencia.

Esta actitud expresa de manera inseparable dos sentimientos: el dolor y el amor. La mujer llora de dolor, pe-ro no se mantiene encerrada en sí misma: se ocupa solamente de Jesús. Ha llevado el perfume para honrarlo, para manifestarle su amor. Todo tiene este objetivo: las lágrimas, los cabellos, los besos, el perfume. Con todo su ser, se acerca a Jesús y se aferra a él. Podemos entender que también sus pecados le sirven para ir hasta Jesús y, tal vez, le sirven más que cualquier otra cosa.

Impulsada por el dolor de sus pecados, esta mujer se acerca al Salvador con la certeza de que será liberada. No muestra ninguna preocupación por su amor propio; no se preocupa de lo que podrían pensar los presentes; no se deja reprimir por el temor a ser despreciada. Solo piensa en Cristo, su Salvador. Piensa en él con inmensa con -fianza en su misericordia y con una intensa fe en su fuerza redentora. Al final, Jesús le dirá: «¡Tu fe te ha salva -do!» (v. 50).

Esta mujer constituye para nosotros un ejemplo magnífico. También nosotros debemos acercarnos a Cristo sin dejarnos reprimir por nada, sin respetos humanos, sino con amor y dolor, y con una gran fe en su amor miseri -cordioso.

La actitud del fariseoLa actitud de la mujer provoca la reacción del fariseo: «Al verlo el fariseo que le había invitado, se decía pa-

ra sí: “Si este fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que le está tocando, pues es una pecadora”» (v. 39).

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El fariseo asume la actitud del juez: juzga a la mujer y juzga a Jesús; condena a la mujer sin piedad alguna: es una pecadora.

En el juicio del fariseo podemos distinguir dos aspectos: fija a la mujer en su pecado y se separa de esta mu-jer despreciable.

Cuando se juzga a una persona, se verifican simultáneamente estos dos aspectos. De hecho, juzgar significa sancionar una situación que se considera definitiva; el juicio fija las cosas en un cierto estado. El fariseo encierra a la mujer en su situación de pecadora y no permite que salga de ella; es una pecadora ¡y punto!

Obviamente, mientras condena a la mujer, se separa de ella, se opone a hacer causa común con ella, es más, se apresura a establecer entre ellos una barrera de separación moral: la mujer pertenece a la categoría de las peca-doras y él se sitúa en otra categoría, la de los justos.

Como vemos en otro pasaje evangélico, el fariseo es un hombre que se considera justo y desprecia a los de-más (cf. Le 18,9). Así, separándose de la categoría de los pecadores, piensa consolidar su virtud. El mundo se di-vide, entonces, en dos partes claramente distinguidas: por una parte, los pecadores; por otra, los justos. Para estar con Dios hay que separarse de los pecadores.

Pero, en realidad, al separarse de los pecadores, el fariseo se separa de Dios. Parece una paradoja, pero el evangelio nos revela que al separarnos de los pecadores con el rechazo de la misericordia, nos separamos de la misericordia de Dios y de Dios mismo.

El fariseo juzga también a Jesús, es más, se ocupa más de él. Piensa para sí: «Si este fuera profeta...». Había invitado a Jesús a su casa. Al menos, sentía cierta curiosidad por este predicador a quien la gente consideraba un profeta; quería indagar sobre este aspecto, y ahora concluye su indagación constatando que Jesús no es ciertamen-te un profeta, no está inspirado por Dios, no tiene conocimientos especiales. En efecto, si fuera un profeta, sabría qué clase de mujer le estaba tocando.

Puesto que Jesús no asume su actitud de separación, sino que deja que una pecadora se le acerque y le toque —¡todo un escándalo!-, el fariseo piensa que Jesús carece de discernimiento y, por tanto, no está inspirado por Dios, no es un profeta. Es un razonamiento aparentemente muy lógico. Jesús desconoce la pésima reputación de esta mujer, se deja tocar, se deja besar los pies. Según el fariseo, un profeta verdadero no actuaría así. En reali-dad, Jesús no desconoce nada. Se deja tocar por la pecadora para acoger con bondad su arrepentimiento y su amor.

La actitud de JesúsLa tercera parte del episodio es, ciertamente, la más sobresaliente. Expresa la reacción, verdaderamente ex-

traordinaria, de Jesús: una reacción inesperada, que demuestra una agudeza de espíritu y una delicadeza de cora-zón impresionantes.

El fariseo pensaba que Jesús no se había dado cuenta, que no sabía qué clase de mujer era la que le había to-cado. Sin embargo, Jesús demuestra con su reacción que había visto muy bien todo. Sabe perfectamente que es una mujer que ha pecado mucho. Al mismo tiempo, su agudeza mental va más lejos. Ha leído en los dos corazo-nes, en el del fariseo y en el de la pecadora. Ha entendido que el fariseo juzga y desprecia, que tiene el corazón cerrado; y que la mujer, en cambio, tiene un corazón abierto a la misericordia de Dios, un corazón que está ya lleno de amor agradecido.

Por consiguiente, la reacción de Jesús es muy diferente a la del fariseo, que solo tiene en cuenta los aspectos negativos y no presta atención a los cambios positivos de la mujer. Jesús ve también estos últimos, y no solo los ve, sino que los anima, los hace crecer. De hecho, su respuesta no es una simple declaración que revelaría que ha entendido todo, sino que es una intervención que da la vuelta a la situación, una intervención llena de fuerza contra el fariseo y de delicadeza con respecto a la pecadora.

Jesús habría podido hacer una simple declaración para corregir las ideas de Simón, diciendo algo así: «Si -món, ¿crees que no he entendido quién es esta mujer? Claro que lo he entendido; sé perfectamente que tiene mu-chos pecados sobre su conciencia». Jesús habría podido decir esto para corregir la idea de Simón y recuperar su estima. Si le hubiera preocupado su fama, habría actuado así.

Pero, ¿qué efecto habría tenido una declaración de este género? Habría humillado terriblemente a la mujer, destruyendo todo su entusiasmo. Ella se habría sentido, por tanto, rechazada y despreciada, recluida, desesperada-mente, en su condición de pecadora.

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‘ Por otra parte, esta declaración no habría provocado ningún cambio en la actitud del fariseo; solamente ha-bría corroborado su opinión sobre la mujer y la complacencia en sí mismo. Jesús se habría puesto de su parte.

En realidad, lo que Jesús quiere hacer aquí es lo contrario: animar a la mujer y conducir a Simón a la conver-sión. Para lograr este doble fin, comienza a hablar de otro asunto. Pregunta a Simón qué opina sobre una situa-ción que aparentemente no tiene nada que ver con esta intervención de la mujer. «Jesús le dijo: “Simón, tengo al -go que decirte”.

Y Simón le responde: “Di, maestro”. “Un acreedor tenía dos deudores: uno debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían para pagarle, perdonó a los dos. ¿Quién de ellos le amará más?”».

Jesús presenta aquí un problema teórico. Usa la misma táctica que el profeta Natán había empleado con Da-vid, después de que este hubiera hecho matar a Urías para apropiarse de su mujer, Betsabé. Natán se había pre-sentado ante el rey y le había expuesto el caso de un rico propietario que le había quitado a un pobre la única ove-ja que poseía para celebrar un banquete con sus amigos. Al pedirle su parecer sobre lo sucedido, David, obvia-mente, respondió con términos muy duros sin pensar que, en realidad, el caso se refería a él.

Jesús adopta la misma táctica: sin que lo sepa, lleva a Simón a expresar un juicio que le concierne personal-mente. Le pregunta: «¿Quién de ellos le amará más?». Simón responde: «Supongo que aquel a quien perdonó más». La respuesta es correcta y Jesús lo reconoce. «Jesús le dijo: “Has juzgado bien”». Es un cumplido. Simón puede estar contento de sí mismo por haber dado la respuesta correcta.

Pero la satisfacción de Simón no dura mucho tiempo, porque entonces Jesús pasa a la ofensiva de un modo muy fuerte. Pone de relieve toda la generosidad que la mujer acababa de mostrar y critica duramente la mezquin-dad de Simón: «¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies. Ella, en cambio, ha mojado mis pies con sus lágrimas y los ha secado con sus cabellos. No me diste el beso. Ella, desde que entró, no ha deja-do de besarme los pies. No ungiste mi cabeza con aceite. Ella ha ungido mis pies con perfume» (w. 44-46).

En esta comparación, Simón no sale favorecido. Se invierte la situación: Simón pensaba que era un hombre ejemplar, un modelo para imitar; Jesús, en cambio, le demuestra que debería tomar como modelo a la pecadora. ¡Es el colmo!

Jesús prosigue diciendo: «Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor. En cambio, a quien poco se le perdona, ama poco» (v. 47). Estas últimas palabras hacen referencia a la parábola de los dos deudores. Uno debía poco y, una vez condonada la deuda, ama poco a su acreedor; el otro tenía una deuda enorme y, cuando le es condonada, ama mucho al acreedor. En la aplicación de este ejemplo al fariseo y a la mujer, las deudas equivalen a los pecados, como cuando decimos en el Padrenuestro; «Perdona nuestras deudas».

En este texto acontece algo extraordinario: los pecados se convierten en un elemento positivo, porque su per-dón suscita un amor más grande.

Podemos admirar la delicadeza que Jesús muestra a la pecadora. En lugar de hablar inmediatamente de sus pecados, habla ante todo de su generosidad; habla de esta con insistencia y detalladamente, y la pone de relieve contraponiéndola a la mezquindad del fariseo, que le ha acogido de una manera más bien descuidada y desdeño-sa. Después, en segundo lugar, afirma el perdón: «Quedan perdonados...». Solo entonces, como un tercer elemen-to, menciona los pecados, pero como ya perdonados. Lo que cuenta es la generosidad de la mujer, que manifiesta un gran amor; los pecados son presentados como ya borrados o como ocasión de un amor más grande.

Estas palabras de Jesús manifiestan una delicadeza de corazón extraordinaria. Evidentemente, refuerzan los sentimientos que animan a la pecadora. ¡Qué confianza le inspiran! ¡Qué nivel de amor agradecido! En vez de ser fijada en su culpabilidad y de ser rechazada con desprecio, esta mujer no solo se encuentra liberada, sino también honrada, glorificada. Vemos aquí, por tanto, todo el amor del Señor a los pecadores, un amor que no solo es mise-ricordioso, sino también generoso.

Es el amor que volvemos a encontrar en la parábola del hijo pródigo. El padre no solo perdona al hijo perdi-do y recuperado, sino que lo honra, le hace ponerse el traje más precioso, le hace ponerse el anillo en el dedo y las sandalias en los pies, y le prepara una fiesta.

En el episodio de la pecadora en casa de Simón realiza Jesús concretamente lo que en la parábola del hijo pródigo es solo una ficción. Honra a una pecadora de un modo impresionante. El fariseo puede ver hasta qué pun-to se había equivocado al juzgar a la mujer y separarse de ella. Jesús lo invita a imitarla y a alcanzarla en la hu-mildad y en la generosidad. Debe tomar como modelo a la mujer pecadora que está arrepentida.

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El perdón y el amor agradecidoComo se sabe, la frase de Jesús sobre el perdón a la pecadora es más bien complicada en el texto griego ori -

ginal y se presta a diversas interpretaciones. La más corriente es que la pecadora obtiene el perdón de los pecados por su gran amor.

Esta interpretación encuentra su eco en la fórmula penitencial de la misa que dice: «Señor, que perdonas mu-cho a quien ama mucho, ten piedad de nosotros». En ella se ve el amor como condición del perdón, es decir, quien ama mucho recibe el perdón como recompensa.

En realidad, la parábola de los dos deudores presenta las cosas en sentido contrario: es el perdón de la deuda lo que provoca el amor, un amor agradecido. En efecto, un pecador no puede merecer el perdón de Dios; el peca-do es irreparable por nuestra parte; quien peca se incapacita para tomar la iniciativa del amor. Pero Dios, en su misericordia, suscita el amor agradecido, y este -dice Jesús- está en proporción con el pecado perdonado.

Así pues, la frase de Jesús debe entenderse en este sentido: «Las muestras de amor agradecido que esta mujer pecadora me da revelan que ha obtenido el perdón de muchos pecados». El amor manifestado por la mujer es un amor agradecido por el perdón esperado y obtenido.

Este sentido es confirmado por lo que Jesús dice justo después: «En cambio, a quien poco se le perdona, ama poco». A la mujer se le ha perdonado mucho y, por tanto, ha amado mucho. Esto quiere decir que tenía plena confianza en ser perdonada al acercarse a Jesús; ha venido hasta él como el Salvador que ciertamente la liberaría de sus pecados. Tenía una fe profunda en la misericordia del Salvador y, por consiguiente, un intenso amor agra-decido.

Estas palabras de Jesús nos exigen también a nosotros una conversión que, a menudo, nos resulta difícil lle-var a cabo. Exigen que nos situemos entre los pecadores. El fariseo es invitado a situarse entre los pecadores si quiere progresar en el amor generoso. Si se contenta con un nivel de amor muy bajo, entonces puede mantenerse en su posición de fariseo, es decir, en la de considerarse justo y amarse a sí mismo en vez de amar a Dios. En cambio, si quiere amar a Dios, debe situarse entre los pecadores, es decir, debe ser una persona a quien el Señor ha perdonado una gran deuda. Esta es la condición para poder tener un gran amor agradecido.

La lógica del amor redentor es extraña. Jesús cambia radicalmente nuestro modo de pensar. Nosotros no ha-bríamos pensado jamás que, para poder amar mucho, fuera necesario haber obtenido el perdón de muchos peca-dos.

No podemos seguir siendo fariseos. Debemos saber que el mayor obstáculo para la acogida del amor es la perfección que se complace en sí misma. Un escritor francés, Charles Péguy, realizó sobre este tema algunas re -flexiones significativas: «No siempre se es penetrable. De aquí proceden todas las faltas que constatamos en la eficacia de la gracia, la cual, mientras consigue victorias inesperadas en el alma de grandes pecadores, a menudo resulta ineficaz en las personas más honestas o, mejor dicho, en las personas que se consideran más honestas. Porque estas personas, a las que les gusta definirse como honestas, no son penetrables y vulnerables; su piel se mantiene constantemente intacta, constituye para ellas una armadura o una coraza sin defecto. No presentan la apertura de una herida espantosa, de un arrepentimiento invencible; no poseen la apertura a la gracia constituida por el pecado. La misma caridad de Dios no puede sanar a quien no tiene ninguna herida. Las personas que se creen honestas no son permeables a la gracia».

He aquí una perspectiva verdaderamente evangélica: hemos de estar abiertos a la gracia situándonos entre los pecadores. Los santos lo han hecho. Tenían una gran conciencia de ser pecadores perdonados y preservados de faltas ulteriores.

Con este episodio evangélico, Jesús nos hace entender que, en cierto sentido, es una gran ventaja tener mu-chos pecados que han de ser perdonados. Así, con una habilidad psicológica extraordinaria, él nos ayuda a vencer nuestras resistencias interiores, la actitud de no querer reconocer nuestras debilidades. Jesús vence nuestra actitud espontánea de autodefensa, que nos hace decir: «Quiero ser justo, soy justo». Esta actitud cierra la puerta a la gra-cia de Dios.

Debemos aprender a ser solidarios con los pecadores. Y, sobre todo, las personas religiosas deben evitar todo desprecio y no caer en la actitud de soberbia y de separación moral que caracterizaba a los fariseos.

Dos modos de situarse entre los pecadoresSi no hemos cometido faltas graves, existen dos modos de situarnos entre los pecadores.

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El primero consiste en considerar que, de todas formas, somos pecadores perdonados, porque hemos cometi-do muchos pecados veniales, y si el Señor no nos hubiera preservado misericordiosamente, habríamos caído más bajo, mucho más que otros pecadores. Pero el Señor nos ha preservado y, en cierto sentido, nos ha liberado por anticipado de los pecados graves. El Señor nos ha perdonado mucho. Por eso, nuestro agradecimiento hacia él de-be ser grande.

Así es como razonaba san Agustín cuando escribió: «A tu gracia y a tu misericordia debo que hayas borrado mis pecados. A tu gracia debo también el no haber cometido otros pecados. Reconozco que todo me ha sido per-donado: el mal que, por mi culpa, he cometido, y el mal que, gracias a tu providencia, no he cometido». San Agustín se situaba, por tanto, entre los grandes pecadores. Tenía razón al hacerlo habida cuenta de su juventud, pero después se convirtió y, una vez convertido, seguía considerándose un gran pecador, aunque ya preservado del pecado por la misericordia del Señor.

También pensaba igual santa Teresa de Lisieux. En los últimos meses de su vida tenía un sentido de solidari -dad fortísima con los pecadores, y decía, como san Agustín, que el Señor le había perdonado por anticipado todos los pecados. Por tanto, no se separaba de los pecadores, sino que se reconocía pecadora.

El segundo modo de hacernos solidarios con los pecadores, según los deseos del Corazón de Jesús, consiste en cargar sobre nosotros, de una manera u otra, los pecados de los demás junto con los nuestros. Santa Teresa de Lisieux, por ejemplo, se vio impulsada a esta solidaridad, pues deseaba ponerse a la mesa en compañía de peca-dores (cf. Mt 9,10) Así seremos personas en las que encontrarán perdón muchos pecadores y, por ello, podrán amar mucho.

El Señor nos invita a esta conversión muy profunda, que nos lleva verdaderamente al extremo opuesto de nuestras tendencias espontáneas. Nos empuja en el sentido de la humildad y de la misericordia, en unión con él, el Cordero de Dios que cargó con los pecados del mundo; en unión con María, refugio de los pecadores.

Este episodio evangélico nos da un mensaje importante para nuestra vida espiritual. Debemos orar mucho para acoger verdaderamente la gracia de esta actitud de humildad, para ser transformados y liberados hasta el fon-do del fariseísmo, que, según el evangelio, es el obstáculo más grande en nuestra vocación al amor.

Pidamos a María, refugio de los pecadores, que nos dé este sentido de solidaridad con los pecadores y de hu-mildad, que favorece nuestro progreso en el amor generoso y la fecundidad apostólica.

La gracia de la Navidad (Homilía sobre Lc 2,1-20)Tras la primera etapa de orientación general y de purificación -la que hemos recorrido hasta ahora-, san Igna-

cio coloca en los Ejercicios tres etapas de unión con Jesús: en sus misterios gozosos, dolorosos y gloriosos. Nos invita a pedir un «conocimiento interno del Señor, que por mí se ha hecho hombre, para que más le ame y le si-ga» (EE 104).

«Nos ha nacido un niño»Propongo que acojamos la venida del Señor con una meditación sobre el nacimiento de Jesús en Belén. Al

comienzo de esta etapa coloca san Ignacio la meditación de la llamada de Cristo.San Ignacio presenta toda la vida de Jesús como una llamada que se nos dirige, una invitación a seguirle. To-

da la vida de Jesús es una invitación a acoger con él el amor que viene del Padre y a transmitir con él este amor. El misterio de la Navidad es ya una llamada, una llamada silenciosa pero poderosa.

Al meditar este misterio descubrimos una gracia especial. En la Navidad, en efecto, Jesús se revela «manso y humilde de corazón» de un modo muy significativo. Por nuestra parte, hemos de tomar conciencia del misterio de la encarnación, contemplando al Hijo de Dios que se ha hecho niño.

Hagámoslo con una gran sencillez. No es necesario que hagamos grandes razonamientos; se trata, más bien, de llenarse de una presencia. Somos invitados a permanecer en silencio, en pobreza y humildad de corazón ante él, a adorarle y a estar en él en el amor y en la gratuidad.

Vamos a. hacerlo de un modo especial, a saber, contemplando a Jesús recién nacido. Él está presente, se en-cuentra en medio de nosotros, es «el Emmanuel», «el Dios con nosotros». No habla, no actúa, no puede decir na -da brillante, no puede hacer nada útil: solo está su presencia. Esta presencia suya es una llamada muy poderosa a una vida filial y fraterna.

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"Podemos notar con qué realismo se integra el Hijo de Dios en nuestra existencia humana. Su nacimiento es -tá relacionado con los acontecimientos de la época. El Evangelio de Lucas precisa las circunstancias históricas y políticas: «Por aquellos días se promulgó un decreto de César Augusto que ordenaba a todos inscribirse en el censo. Este fue el primer censo, realizado siendo Quirino gobernador de Siria. Acudían todos a inscribirse, cada uno en su ciudad» (Lc 2,1-3).

Este decreto del emperador tiene consecuencias desagradables para la gente pobre: «José subió de Nazaret, ciudad de Galilea, a la ciudad de David en Judea llamada Belén -pues pertenecía a la casa y familia de David-, a inscribirse con María, su esposa, que estaba encinta» (w. 4-5). No era precisamente el momento oportuno para que María hiciera un viaje.

«Estando ellos allí, le llegó la hora del parto y dio a luz a su hijo primogénito. Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no habían encontrado sitio en la posada» (w. 6-7). Al contemplar a este niño en-vuelto en pañales y colocado en un pesebre, podemos constatar todo el realismo de la encarnación.

La encarnación no es una representación teatral, ni tampoco es una visita principesca, con un programa prefi-jado, que permita al príncipe tener algún contacto con diversos aspectos de la vida de la gente, pero sin tener que comprometerse. En cambio, Jesús se encuentra con nosotros, acepta desde el principio los inconvenientes de una existencia pobre; carga sobre sí toda nuestra debilidad, nuestra impotencia, la pobreza de un niño del pueblo.

Todo esto da testimonio de un amor verdadero. Como dice la Carta a los Hebreos: «Jesús tenía que asemejar-se en todo a sus hermanos» (Hb 2,17).

En esta contemplación del niño pobre y débil, debemos permitir al Señor que nos atraiga con su amor. Miré-mosle en silencio. Su presencia nos trae paz, alegría y, también, el don de la contemplación. Dice el profeta Isaías: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado» (Is 9,59). Jesús es el don que Dios nos hace. «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito» (Jn 3,16).

Un fruto del misterio de la Navidad es también el de reconciliarnos con nuestra existencia real, porque esta es el lugar en el que debemos encontrar a Jesús. El eligió vivir nuestra vida; quiere encontrarnos en nuestra vida real y no donde nosotros soñamos tener un encuentro maravilloso con él en un contexto ideal. Jesús quiere vivir nuestra vida, nuestra pobreza, nuestra debilidad. Este es el lugar donde nos encontramos con él.

Este lugar no es la fantasía, sino la realidad, el momento presente, las circunstancias actuales. El Señor nos acepta y nos quiere tal como somos, en las circunstancias concretas en las que vivimos. Por tanto, también noso-tros tenemos que aceptarnos como somos. Para encontrar verdaderamente a Jesús, debemos, siguiendo su ejem-plo, aceptar nuestra pobreza. Así, nuestra existencia será un nuevo Belén en el que Jesús podrá vivir si nos recon-ciliamos plenamente con nuestra situación y nuestras circunstancias concretas, que son obra de la providencia di-vina hacia nosotros.

Un corazón filial y fraternoEl misterio de la Navidad es fuente de una vida nueva, que es al mismo tiempo filial y fraterna.Sin decir nada, el Jesús recién nacido cambia el corazón de quien lo contempla: le da un corazón filial, un

corazón de hijo de Dios. Seguro del amor del padre, el corazón del hijo vive en el abandono filial. Un niño es pa-ra nosotros un modelo de abandono, de abandono al amor de su madre y d^ su padre.

Por otra parte, el Jesús recién nacido nos ofrece un corazón fraterno, porque con su nacimiento elimina la enorme distancia que existía entre él y nosotros. Se hace humildemente uno de nosotros, pequeño en medio de nosotros, no solo por un tiempo breve, un tiempo pasajero, sino para todo el transcurso de la existencia humana.

Jesús nos hace entender la condición de la verdadera fraternidad: no hay que crear separaciones entre uno mismo y los demás, no hay que preocuparse por la propia dignidad, sino mostrarse accesibles y ponerse al servi -cio de los demás. Es evidente que somos diferentes unos de otros, pero las diferencias no deben servir para crear barreras o divisiones, sino para establecer relaciones de servicio y de fraternidad.

Finalmente, debemos entender que en el misterio de la Navidad quiso Jesús confundirse, por decirlo así, con todos los humildes, sobre todo con los necesitados, con los pequeños, para obligarnos, también a nosotros, a ir al encuentro de estas personas. Si queremos hacer algo por él, debemos hacerlo por los pobres. La encarnación es siempre actual en este sentido. Después dirá Jesús: «Cada vez que lo hicisteis con uno solo de estos hermanos míos más pequeños, lo hicisteis conmigo» (Mt 25,40). Si queremos buscar a Jesús, hemos de buscarle entre los pequeños, entre los pobres, dándoles el afecto que debemos darle a él.

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Oremos, pues, ante el nacimiento de Jesús, y pidamos a la Virgen que nos ayude a contemplar a su hijo niño y a dejarnos transformar por esta contemplación. Jesús está verdaderamente presente en nuestra vida, nos reconci-lia con nuestra existencia concreta; es la fuente de una nueva vida filial y fraterna; y se ha identificado con los pe-queños.

En la Navidad, la llamada de Jesús es silenciosa. Más tarde, al comienzo de su vida pública, se hará escuchar de nuevo.

16.- La llamada de los primeros discípulos (Mc 1,16-20)PARA acoger el amor que viene de Dios, debemos acoger la presencia del Salvador en nuestra vida. Jesús es

el Emmanuel, el Dios con nosotros, pero nos pide que también nosotros estemos con él. Nos llama. Ya en Belén, sin decir nada, nos llama. Después se hará explícita esta llamada.

En esta etapa de los Ejercicios Espirituales, san Ignacio nos hace meditar sobre la llamada de Jesús, presen-tándonos toda su vida como una llamada. Este es el momento de recordar nuestra vocación: Jesús está con noso-tros, y nosotros debemos estar con él.

En esta perspectiva, propongo ahora que meditemos sobre el episodio de la llamada de los primeros discípu-los según el texto del Evangelio de Marcos. La llamada debe despertar en nosotros el deseo de dejar todo para se-guir a Jesús, para corresponder plenamente a su llamada, cada uno según su vocación.

El relato de la llamada de los primeros discípulos es esquemático en Marcos, no cuenta muchos detalles, pe-ro hace captar lo esencial. Tengamos en cuenta que es el primer episodio que narra Marcos al comienzo del mi-nisterio de Jesús, inmediatamente después de los cuarenta días pasados en el desierto.

La primera frase presenta a Jesús en su ministerio, que consiste en anunciar el reino de Dios. Jesús se dedica totalmente al servicio de su Padre. Dice Marcos: «Después de que Juan fue arrestado, marchó Jesús a Galilea, predicando el evangelio de Dios, y decía: “El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el evangelio”» (Mc 1,14-15).

Después de esta frase programática, vemos enseguida cómo Jesús quiere asociar a otras personas a su minis-terio. No quiere predicar solo. Por eso cuenta Marcos que «caminando junto al lago de Galilea, vio [Jesús] a Si-món y a su hermano Andrés que echaban las redes al mar, pues eran pescadores. Jesús les dijo: “Veníos conmigo y os haré pescadores de hombres”. Al punto, dejando las redes, lo siguieron. Un trecho más adelante vio a Santia-go de Zebedeo y a su hermano Juan, que arreglaban las redes en la barca. Los llamó. Ellos, dejando a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, se fueron con él» (w. 16-20).

Las dos escenas son paralelas, resaltando así el efecto producido. Jesús pasa dos veces, ve a dos hombres realizando su trabajo habitual Y los llama; ellos dejan todo y lo siguen.

La revelación de la persona de JesúsEn este episodio hallamos una revelación y un ejemplo. Ante todo encontramos la revelación de la persona

de Jesús: él es el que llama con una autoridad suprema. Jesús tiene el derecho de llamar sin dar explicaciones; tie-ne el derecho de pedir que abandonen todo para seguirle. En efecto, a los primeros discípulos les dice «¡Seguid-me!», sin manifestar sus intenciones, sin dar lugar a discusiones, sin explicar a dónde va.

No se trata de una propuesta sobre la que se pueda discutir para llegar a un compromiso, sino de una llamada que alcanza a la persona en lo más profundo de su ser Y la empuja a una decisión radical. La exigencia de Jesús es, efectivamente, radical, Y lleva a abandonar todo: Simón Pedro y Andrés dejan las redes; Santiago y Juan dejan incluso a su padre y a los jornaleros.

La expresión más fuerte de esta exigencia de Jesús se encuentra en el Evangelio de Lucas, donde dice: «Si alguno viene junto a mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,26); y, después, afirma: «Cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes no puede ser discípulo mío» (v. 33).

Estas palabras de Jesús son muy exigentes, muy duras, especialmente las que hablan de «odiar» a toda la fa-milia. ¿Cómo puede decir esto Jesús, precisamente él, que, en otras ocasiones, manda que se ame y que criticará a los fariseos porque encontraban escapatorias para no practicar el amor a los padres (cf. Mt 15,1-9)?

Un intento de explicar estas palabras tan fuertes consiste en decir que representan un modo bíblico de expre-

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sarse mediante la paradoja y la exageración. Cuando se quiere insistir fuertemente en algo, la Biblia recurre a ex-presiones exageradas que no deben tomarse al pie de la letra. En el pasaje paralelo de Mateo se expresa Jesús de un modo más moderado; en lugar de decir que hay que odiar al padre y a la madre, dice: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí» (Mt 10,37). Vemos aquí que la intención de Jesús no es que se odie, sino la de exigir para él el primer lugar.

Otro modo de explicar la exigencia de Jesús consiste en entender que es necesaria para que él pueda darse a sí mismo a nosotros. ¿Por qué él, que es manso y humilde de corazón, se expresa de un modo tan exigente? Por un motivo de amor. Jesús expresa esta exigencia porque es necesaria para que él pueda revelarse plenamente a nosotros.

Jesús nos hace entender que nuestra relación con él no puede ponerse en un nivel similar al de todas nuestras relaciones humanas. Él debe pedirnos todo nuestro corazón, no puede aceptar ser un amigo más entre otros. Si aceptara esto, no se revelaría plenamente a sí mismo y no se daría a nosotros como Hijo de Dios.

Para ser auténtica, nuestra relación con Jesús exige el don completo de nosotros mismos y, por tanto, el des -apego de todo afecto posesivo y de todo amor propio. Somos llamados a «odiar» incluso nuestra vida, a separar-nos radicalmente del amor propio, a estar dispuestos a aceptar la muerte por amor a él. Esta última exigencia nos hace comprender que también los demás afectos deben verse en esta perspectiva, es decir, que para nosotros son un modo de amarnos a nosotros mismos.

Los afectos familiares tienen, habitualmente, un aspecto posesivo, y esto es humano. En la familia se da una relación de pertenencia recíproca: el hijo pertenece a la madre y la madre al hijo; el esposo a la esposa, y vicever -sa. Esta relación provoca fácilmente una actitud posesiva. Pero este amor natural debe ser superado para poder llegar al amor espiritual. Jesús exige el desapego de toda forma posesiva de amor, no para establecernos en el odio, sino para elevarnos al amor espiritual, que viene de Dios y que, con Dios, nos hace amar generosamente a todas las personas. Para acoger el amor que viene de Dios hay que desprenderse de toda forma de amor posesivo.

La exigencia radical, querida por Jesús, debe infundir en nosotros una gran alegría, porque para él es un mo-do de revelarse a sí mismo a nosotros, de darse plenamente a nosotros, de introducirnos en su amor. Jesús es el Señor. Solo él es capaz de colmarnos, de realizar nuestras aspiraciones más profundas; es más, puede conducir-nos más allá de cuanto nosotros mismos podamos imaginar. Ahora bien, tiene que encontrar en nosotros un espa-cio vacío para poder colmarnos. Por eso, Jesús nos pide todo. Su exigencia es la revelación de su divinidad.

Una respuesta ejemplarPor otra parte, la respuesta de los primeros discípulos a la llamada de Jesús es presentada claramente por el

Evangelio como un modelo: lo dejan todo y le siguen.Marcos subraya la prontitud de su decisión: «Al punto, dejando las redes, lo siguieron» (v. 18). Los discípu-

los no piden un poco de tiempo para reflexionar o resolver sus asuntos. Jesús los llama, y ellos le siguen ensegui-da.

En otro pasaje del Evangelio de Lucas se expresa de forma más detallada este aspecto radical de la enseñan-za de Jesús (cf. Le 9,57-62). Jesús le dice a uno: «Sígueme», y este le responde: «Señor, déjame ir primero a ente-rrar a mi padre». Parece algo lógico; más aún, es un deber. Pero Jesús replica con mucha firmeza: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios» (w. 59-60).

Esta réplica cortante de Jesús muestra perfectamente cómo se sitúa en un nivel distinto del nivel humano. Se trata del reino de Dios, y ninguna conveniencia humana puede competir con su llamada. Quien ha sentido la lla -mada de Jesús no puede razonar como antes, ni seguir las mismas normas de vida que tenía anteriormente.

«Otro le dijo: “Te seguiré, Señor, pero déjame antes despedirme de los de mi casa”». De nuevo nos encontra-mos aquí con una petición muy humana, que recuerda la que Eliseo hizo al profeta Elías en el momento de su lla -mada (cf. 1 Re 19,19-21). Eliseo estaba en el campo arando. Elías pasó a su lado y le echó su manto encima. Elí-seo dejó los bueyes y echó a correr tras Elías, diciéndole: «Déjame ir a besar a mi padre y a mi madre y te segui -ré». Elías aceptó su petición diciendo: «Anda y vuélvete, porque bien sabes qué he hecho de ti». La petición de Eliseo era natural.

Pero Jesús no acepta una petición de esta clase, y responde a aquel hombre: «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el reino de Dios». Jesús reacciona de forma más fuerte que Elías, demostran-do así que no es un mero profeta como Elías, sino que posee toda la autoridad de Dios.

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Los discípulos no tratan de saber a dónde va Jesús. En esto se parecen a Abrahán, el cual, llamado por Dios, «salió sin saber a dónde iba», como dice la Carta a los Hebreos (11,8). Sin embargo, su situación es mejor que la de Abrahán, porque tienen a Jesús y le siguen a él. No le preguntan por su programa, no discuten sobre las condi-ciones del seguimiento, no ponen límites a su disponibilidad. Saben que siguen a Jesús, se unen a su persona y, así, se sienten seguros.

Seguir a Jesús es lo que nos basta y debe bastarnos, sin querer pedir explicaciones, sin querer tener otras se -guridades. Si es él el que llama, debemos seguirle y sentirnos seguros, porque él es el Señor, que es capaz de guiarnos bien, de guiarnos hacia la plenitud de la vida divina.

Podemos también observar que en el episodio de la llamada de los primeros discípulos, Jesús no habla de re-compensa. En la historia de Abrahán, en cambio, Dios habla enseguida de recompensa, porque le dice: «Haré de ti un gran pueblo y te bendeciré, haré grande tu nombre y serás una bendición» (Gn 12,2).

Al comienzo, Jesús no habla de recompensa alguna a los discípulos. Más tarde, les prometerá el céntuplo, ya en la tierra: «Nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el evangelio, quedará sin recibir ahora, en el presente, cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y hacienda, con persecuciones; y en el mundo venidero, la vida eterna» (Mc 10,29-30).

Por consiguiente, Jesús es generoso: recompensará a sus discípulos. Pero esto no lo dice al comienzo y es fá -cil entender la razón: si los discípulos se hubieran puesto a seguirle con vistas a la recompensa, no estarían en el camino del amor, sino en el de la búsqueda de beneficios personales. Por eso, Jesús no habla de recompensa al principio; a uno que quiere seguirle le dice: «Las zorras tienen madrigueras y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Lc 9,58). Quien se pone a seguir a Jesús no debe buscar benefi -cios personales y, así, se encuentra en la alegría del amor puro.

Nuestra respuesta a la llamada de JesúsNosotros hemos escuchado la llamada del Señor y le hemos seguido. En los Ejercicios, este es el momento

para reflexionar sobre nuestra respuesta a la llamada del Señor, para renovar nuestra gran alegría por haber escu-chado esta llamada y por haber seguido a Jesús, dejándolo todo por él.

Es evidente que las situaciones son muy diferentes. Nosotros ya no vivimos en el tiempo del ministerio pú-blico de Jesús. No se nos ha presentado del modo en que lo hizo con los discípulos, en la ribera del lago de Ge-nesaret. Nosotros no le hemos visto en su naturaleza humana, ni hemos escuchado su voz de galileo. En un cierto sentido, la situación de los primeros discípulos era más favorable; pero, en otro sentido, debemos reconocer que nuestra situación es mejor, porque hemos sido llamados por el Cristo resucitado, al que le fue conferido todo po-der en el cielo y en la tierra (cf. Mt 28,18).

Jesús resucitado es el Señor de la Iglesia extendida por el mundo entero. Si, por una parte, nuestra respuesta ha exigido una fe más radical, porque no hemos visto personalmente a Jesús, por otra parte, esta fe ha sido ayuda-da por una gran tradición de vida cristiana. Somos invitados, entonces, a recordar en la oración la historia de nuestra relación con el Señor. Solo cada uno la conoce íntimamente, y es muy útil que reviva de nuevo aquellos momentos que marcaron definitivamente la orientación de su existencia. Son momentos de gracia y, con el sal -mista, podemos decir: «Bendice, alma mía, al Señor y no olvides sus beneficios» (Sal 103,2).

Nuestra vocación es un don fundamental. Hemos escuchado la llamada de Jesús y hemos decidido acogerla generosamente, aceptando todas las renuncias necesarias.

Estos recuerdos deben hacernos felices. La vocación es algo grande que el Señor ha hecho por nosotros y que nosotros hemos hecho por él. Es un motivo de agradecimiento, porque el Señor se nos ha revelado de modo personal e íntimo a cada uno de nosotros en esta llamada tan exigente. Hemos dejado todo para seguirle y él nos ha puesto en el camino de un conocimiento más profundo de su persona. Al acoger su llamada, hemos acogido en nuestra vida el amor que viene de Dios.

Ahora, en estos Ejercicios, el Señor nos pide que volvamos a tomar conciencia de su llamada y que nos pre-guntemos sobre el modo en el que hasta ahora y, sobre todo recientemente, le hemos respondido. De por sí, debe-ríamos conservar siempre la actitud inicial llena de generosidad y, más aún, deberíamos seguir a Cristo de una manera cada vez más coherente y generosa.

Sin embargo, por la debilidad humana, es posible que corramos el grave riesgo de hacer el camino inverso: al comienzo aceptamos dejar todo, pero, poco a poco, cedemos a las tentaciones de volver a apropiarnos de algo, de

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volver a apropiarnos, sobre todo, de un poco de nuestra libertad, para seguir nuestras inclinaciones.Si este es nuestro caso, debemos preguntarnos si no merecemos, al menos en parte, el reproche que el Señor

hace a la Iglesia de Éfeso en el libro del Apocalipsis (cf. Ap 2,1-7). Al comienzo la alaba diciendo: «Conozco tus obras, tus fatigas y tu perseverancia, por lo que no puedes soportar a los malvados. [...] Eres perseverante y has sufrido mucho por mi nombre sin desfallecer» (vv. 2-4). Los cristianos de Éfeso muestran que son generosos y perseverantes en su vocación. Sin embargo, el Señor resucitado no puede aprobarlos totalmente y les dice: «Pero tengo contra ti que has perdido tu amor primero [es decir, el amor de los primeros tiempos de tu vocación]. Date cuenta, pues, de dónde has caído, arrepiéntete y cumple las obras de antes» (vv.. 4-5).

Los Ejercicios son para nosotros una ocasión para volver a la actitud inicial de nuestra vocación en toda su pureza y para intensificarla aún más. Por eso, es útil que examinemos nuestra situación actual. ¿Cómo nos com-portamos cuando debemos tomar una decisión? ¿Tratamos solamente de seguir a Jesús o de salvaguardar algunos intereses personales? Seguro que estos no son malos, pero existe una gran diferencia entre sentir un amor verda -deramente total por Jesús y un amor un tanto dividido.

En el modo de amar a las personas tampoco deberíamos admitir en nuestro corazón ningún afecto que no se base en el amor de Cristo. Jesús nos impulsa a amar mucho, intensamente. Amar es propio de nuestra vocación. Pero debemos hacerlo con un amor espiritual generoso, no para buscar nuestras satisfacciones. Es evidente, en efecto, que el egoísmo puede infiltrarse fácilmente en nuestros afectos. Entonces buscamos la satisfacción de nuestra necesidad de amar y de ser amados, y es fácil que nos desviemos, que perdamos la orientación del amor verdaderamente generoso.

Seguir a Jesús significa ofrecerle una disponibilidad sincera y completa. A nosotros se nos encomiendan ta-reas y responsabilidades. Si se corresponden con nuestras aptitudes y con nuestros gustos, experimentamos satis-facción. Es natural, y es motivo para dar gracias al Señor, porque podemos tener una cierta alegría al realizar nuestras tareas. Pero corremos el riesgo de que esta satisfacción se convierta para nosotros en lo más importante, hasta el punto de provocarnos fuertes reacciones cuando los superiores nos manifiestan su intención de cambiar-nos de puesto o de darnos otro encargo.

En ese momento debemos preguntarnos: «¿Qué es lo que busco? ¿Busco al Señor o me busco a mí mismo?». Si queremos encontrar la alegría verdadera, debemos buscar siempre al Señor, y solo a él. Lo más importante para nosotros debe ser la adhesión a su voluntad, que es una voluntad de amor, cualquiera que sea la forma en que se presente. Y tenemos que hacerlo con un amor auténtico, no para buscar satisfacciones personales.

En la oración, podemos pedir a María, la sierva del Señor, que despierte en nosotros el deseo de seguir a Je-sús con toda la generosidad posible; de buscarle solo a él, sabiendo que él nos conducirá a un amor muy grande, a un amor universal. Pero este amor debe venir de él, y no debemos buscarlo de un modo no conforme con nuestra vocación, pues esto nos pondría en una situación de dificultad y de conflicto interior, en lugar de la situación de paz y alegría que siempre quiere darnos el Señor

17.- Vocación y vida en el amor (Homilía sobre 1 Sm 3,1 -10 y Jn 15,9-17)EL relato del Primer libro de Samuel es muy conmovedor: nos revela que Dios llama al pequeño Samuel a

una vocación particular. A veces se dice que es mejor esperar a que un niño se haga adulto para que pueda decidir su estado de vida. En realidad, Dios no espera a que una persona se haga adulta para prepararla a una vocación especial.

En el episodio de 1 Sm 3,1-10 vemos que es Dios quien toma la iniciativa que provoca una experiencia espi-ritual significativa. De igual modo, es Jesús quien toma la iniciativa en el evangelio: «No me habéis elegido vo-sotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros» (Jn 15,16). La vocación no es una iniciativa del ser humano, sino que es un don de Dios. No somos nosotros quienes la elegimos, sino que a nosotros solo nos corresponde acoger el don de Dios.

Por otra parte, en la vocación de Samuel vemos que Dios se sirve también del sacerdote Eli para que Samuel tome conciencia de su llamada. Cuando Samuel tiene esta experiencia espiritual, no sabe interpretarla; piensa que lo llama Eli y se presenta ante él diciendo: «Aquí estoy, porque me has llamado» (w. 4.6.8). Eli le responde: «Yo no te he llamado; vuélvete a acostarte» (w. 4.6). Es necesario que el pequeño Samuel sea educado por Eli para in -terpretar su experiencia espiritual. La tercera vez, en efecto, Eli entiende que se trata de una llamada divina y, en-

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tonces, sugiere a Samuel la respuesta justa: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (v. 9).Este episodio nos hace comprender también cómo debemos ayudar a los jóvenes en su vocación. Cuando ve-

mos que un joven tiene una experiencia espiritual, debemos ayudarle a discernir la llamada divina, a interpretar sus experiencias, los signos del Señor, para encontrar, así, el camino justo de su vocación.

En el evangelio nos muestra Jesús toda la belleza de la vocación cristiana y, especialmente, de la vocación a la vida religiosa. Es una vocación que procede del amor del Padre celestial, pasa por el amor de Jesús y establece al que es llamado en este amor. Dice Jesús: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; perma -neced en mi amor» (Jn 15,9). Esta participación en el amor que viene del Padre y pasa a través de Jesús es un don maravilloso de Dios, que nos hace partícipes de su misma vida trinitaria.

Para permanecer en el amor de Cristo tenemos que amarnos unos a otros. No se trata de vivir el amor que viene de Dios como una especie de intimidad cerrada, sino, todo lo contrario, como una corriente de amor que lleva a amar a los demás. Jesús afirma de nuevo: «Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 15,12). El amor de Dios posee su dinamismo, que lleva siempre más allá: del Padre a Jesús, de Jesús a los discípulos y de los discípulos a otras personas.

Este amor debe ser fecundo, como nos explica Jesús: «Os he destinado para vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca» (Jn 15,16). En la vida religiosa hay siempre un aspecto de llamada al apostolado, que puede asumir diversas formas. En el caso de la vida contemplativa, esta llamada se manifiesta en forma de oración apos-tólica.

En todos estos aspectos diferentes del apostolado nos comunica el Señor su alegría. Afirma, en efecto, Jesús: «Os he dicho esto, para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría sea plena» (Jn 15,11). Las exigencias del Señor pueden ser grandes, pero su objetivo no es la tristeza, ni la austeridad, sino la alegría, una alegría mara -villosa, una plenitud de alegría

18.- Las bodas mesiánicas y el progreso en el amor (Jn 2,1-11)DESPUÉS de haber acogido con amor agradecido el amor misericordioso de Dios, estamos en condiciones

de responder a la llamada de Jesús que nos invita a seguirle. En esta nueva etapa de los Ejercicios pedimos la gra-cia de un «conocimiento interno del Señor, que por mí se ha hecho hombre, para que más lo ame y le siga» (EE 104).

Hemos comenzado estos Ejercicios bajo la guía de María. Propongo ahora que meditemos sobre un episodio muy sugerente del cuarto Evangelio en el que ella está presente: las bodas de Caná. Es un episodio que expresa aspectos misteriosos y múltiples de Cristo y que nos muestra también el puesto de su madre. Este episodio tiene una relación con el tema del amor. Las bodas, en efecto, son una gran manifestación de amor.

Comentaremos en primer lugar la acción de Jesús y, después, reflexionaremos sobre el modo en que María acoge el amor que viene de Dios.

La acción de JesúsEl episodio de las bodas de Caná, que es muy conocido, comienza así: «Tres días después se celebraba una boda en Caná de Galilea y estaba allí la madre de Jesús. Fue invitado también a la boda Jesús con sus discípulos. Cuando se terminó el vino, la madre de Jesús le dijo: “No les queda vino”» (Jn 2,1-3).

En esta circunstancia interviene Jesús con un milagro para ayudar a unas personas que se encontraban en una situación embarazosa. Manifiesta, así, su poder y su bondad, y suscita la fe de los discípulos, como nos dice el evangelista al final: «En Caná de Galilea hizo Jesús esta primera señal, manifestó su gloria y creyeron en él los dis-cípulos» (v. 11).

Este milagro muestra de forma impresionante la generosidad de Jesús y su bondad, que comprende plenamente los deseos del corazón humano. Es un milagro un tanto particular, en el sentido de que no era indispensable. Los otros milagros narrados en los evangelios responden a situaciones de dolor, de enfermedad, de hambre, de necesi-dades urgentes; aquí, en cambio, la gente no hubiera muerto de sed si Jesús no hubiera hecho el milagro. No se tra-taba de salvar a nadie de un peligro de muerte, de responder a las necesidades esenciales, sino, sencillamente, de darles el medio para seguir la fiesta, lo que, de por sí, resulta superfluo.

Podían darse ya por satisfechos. Pero Paul Válery, un escritor francés, dijo lo siguiente: «Lo superfluo es muy

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necesario». Jesús entiende que las personas necesitan hacer fiesta; entiende que es necesario que la boda sea una fiesta de verdad, sin sombra de tristeza ni de escasez.

A veces, una familia pobre se priva durante semanas de muchas cosas, incluso de la comida, para preparar una gran fiesta de primera comunión o de bodas. Desde el punto de vista de la fría razón, sin embargo, no es convenien-te: lo mejor sería comer regularmente en vez de privarse de la comida para después gastar todo en un día. Pero, des-de el punto de vista de la psicología humana, es una experiencia excelente, porque la fiesta deja un recuerdo que después ilumina la vida durante años.

Jesús entiende la necesidad de la fiesta para celebrar el amor. ¿Cómo podría celebrarse de forma mezquina? Por eso actúa prodigándose, es decir, va más allá de lo estrictamente necesario y transforma una enorme cantidad de agua en vino. Y lo que ofrece no es un vino común, sino un vino excelente, que sorprende al mismo maestresala. Este milagro Jesús es magnífico cuantitativa y cualitativamente.

Comienzo de los tiempos mesiánicos¿Qué pudieron entender los discípulos de este primer milagro de Jesús? Comprendieron que él era el Mesías

elegido por Dios que estaba inaugurando los tiempos mesiánicos. De hecho, esta abundancia de vino, esta alegría humana de las bodas, formaba parte de la espera de los tiempos mesiánicos.

En el Antiguo Testamento, en diversos pasajes de los profetas, Dios anuncia que privará a su pueblo de la ale-gría la boda y de la abundancia de vino porque ha sido infiel a la alianza. Por esta razón no podrán celebrarse bo -das., En particular, Jeremías recibe en muchas ocasiones el encargo de anunciar este mensaje. En el capítulo 7, por ejemplo, dirige Dios a su pueblo extensos reproches por su infidelidad y, después, dice: «Haré cesar en las ciudades de Judá y en las calles de Jerusalén los gritos de gozo y la voz ‘de la alegría, la voz del novio y la voz de la novia, porque el país será reducido a un desierto» (v. 34). í En el capítulo 15, tras haber recordado la infidelidad del pue -blo, dice Dios al profeta: «No entres ni siquiera en una casa donde se celebra un banquete para sentarte a comer y a beber con ellos, porque así dice el Señor de los ejércitos, el Dios de Israel: “He decidido hacer desaparecer de este lugar, a vuestros propios ojos y en vuestros días, toda voz de gozo y alegría, la voz del novio y la voz de la novia”» (vv. 8-9).

De igual modo, el profeta Isaías anuncia que llegará a faltar el vino: «Han violado el decreto, rompieron con la alianza eterna. Por eso la maldición devora la tierra [...]. El mosto estaba triste, la viña mustia, todos gimen. Ha ce-sado la alegría de los tímpanos, ha terminado el bullicio de los alegres, ha cesado la alegría de la cítara. Ya no se bebe vino mientras cantan, la bebida embriagadora es amarga para quien la bebe» (Is 24,5-9).

Otros profetas dicen también lo mismo: por la infidelidad, por la falta de amor del pueblo, Dios hace imposible la alegría de la boda y la abundancia del vino.

En cambio, los profetas anuncian que regresará la alegría de la boda como también la abundancia de vino al llegar los tiempos de la restauración mesiánica.

El mismo Jeremías, que había predicho la privación, anuncia posteriormente la alegría de la boda y la abun-dancia de vino: «Así dice el Señor: Aún se oirá en este lugar, del que vosotros decís que está abandonado, sin per -sonas ni ganados, en todas las ciudades de Judá y en las calles de Jerusalén desoladas, sin personas ni habitantes ni ganados, voz de gozo y de alegría, la voz del novio y la voz de la novia, la voz de cuantos traigan sacrificios de ala-banza al templo del Señor diciendo “Alabad al Señor de los ejércitos, porque es bueno, porque es eterna su miseri -cordia”» (Jr 33,10-11).

Otros profetas anuncian que «las montañas destilarán vino nuevo» (Jl 4,18; cf. Am 9,13; Os 2,24; Zac 9,17), que habrá una abundancia extraordinaria de vino.

Por consiguiente, a los ojos de los discípulos, el milagro de Caná significa el comienzo de los tiempos mesiá-nicos, es decir, de los tiempos en los que se realizarían las promesas concretas de la nueva alianza, mostrando la be-nevolencia y la fidelidad de Dios. La gloria que los discípulos ven en Caná es la gloria divina que caracteriza la obra de Jesús, el Mesías.

Obviamente, la abundancia material y la alegría de la ida son solamente un aspecto de estos tiempos mesiáni-cos. El Mesías debe hacer también que desaparezca el mal, inaugurando el reino de la justicia y difundiendo la pie-dad. Gracias al Mesías podrán realizarse las bodas de Dios con su pueblo. Caná es solamente un comienzo. «El co-mienzo de los signos», dice Juan. Un comienzo prometedor. Quienes esperan sinceramente la redención de Israel pueden reconocer en Jesús al Mesías y alegrarse por el anuncio de las bodas.

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Signo de la Pascua de JesúsUn signo anuncia siempre algo diferente. ¿Qué realización anuncia en Caná? Los apóstoles no podían enten-

derlo en aquel momento. Pero el evangelista lo sugiere con algunos detalles del relato. Comienza su narración con esta indicación: «Tres días después», es decir, el tercer día después de «decisión de partir, que Jesús había tomado en los días anteriores. Así, Juan sugiere que Caná anuncia la transformación decisiva que se realizará al tercer día de la partida de Jesús. Esta partida es la pasión, y el tercer día es la resurrección. La resurrección de Cristo, al tercer día, es la inauguración de los tiempos mesiánicos. Y en este tercer día se podrán realizar las bodas de Dios con el pueblo anunciadas r los profetas.

El profeta Isaías, en particular, había anunciado estas bodas con expresiones muy bellas: «Porque como a mu-jer abandonada y de contristado espíritu te llamó el Señor; y la mujer de la juventud ¿es repudiada? -dice tu Dios-, Por un breve instante te abandoné, pero con amor inmenso te recogeré. En un arranque de cólera te oculté mi rostro por un instante, pero con amor eterno te he compadecido, dice tu redentor, el Señor» (Is 54,6-8).

Unos capítulos después afirma Dios: «Nadie te llamará más “Abandonada” ni de tu tierra se dirá jamás “De-vastada”, sino que serás llamada “Mi complacencia” y tu tierra “Desposada”, porque el Señor se complacerá en ti y tu tierra tendrá un esposo. Porque como un joven se casa con una doncella, así se casará contigo tu creador, y como se alegra un esposo por su esposa, así se alegrará el Señor por ti» (Is 62,4-5).

Este es el proyecto de Dios que se anuncia en Caná y que encontrará su cumplimiento en el Calvario. En el episodio de las bodas de Caná, el verdadero novio no es el que celebra su matrimonio, sino Jesús. En el capítulo posterior del cuarto Evangelio señalará Juan el Bautista a Jesús como el novio cuando dice: «El novio es aquel a quien pertenece la novia, pero el amigo del novio, que está presente y le oye, se alegra mucho con la voz del novio. Esta es, pues, mi alegría, que ha alcanzado su plenitud» (Jn 3,29).

En el episodio de las bodas de Caná comenta el evangelista que las seis tinajas de piedra, que estaban allí, ser-vían para la purificación de los judíos. El agua de la purificación de los judíos se convierte en el vino de la boda. Las purificaciones antiguas eran ineficaces e insuficientes para la boda. Representan toda la ley de Moisés, la ley de la antigua alianza, que es exterior, escrita en tablas de piedra, no en los corazones, y que, por consiguiente, es ina-decuada para el reino del amor.

Juan el Bautista anuncia que el novio no bautizará con agua, sino con el Espíritu Santo; hará servir el vino de las bodas, el vino bueno.

¿De dónde procede este vino excelente? El maestresala no lo sabe. El Evangelio de Juan lo revelará enseguida, en el capítulo 6. Allí dirá Jesús que su sangre es verdadera bebida, bebida de bodas, bebida de alianza: «Quien bebe mi sangre permanece en mí y yo en él» (Jn 6,56). Se trata de una alianza muy íntima. En la última cena tomará Je-sús la copa de vino y dirá: «Esta es mi sangre de la alianza» (Mt 26,28).

Ahora podemos responder a la pregunta que nos hemos hecho al comienzo de este apartado: el vino bueno procede del Calvario, brota del corazón de Jesús, lleno de amor. Entonces, y solo entonces, se sabrá de dónde pro-cede el vino boda, un vino superabundante que seguirá corriendo los sacramentos de la Iglesia.

Sin el Calvario, el milagro de Caná no tendría mucho sentido; sería una realización pasajera y efímera del Me-sías terrenal. Gracias al Calvario, este «signo» asume todo su significado, revela el proyecto de Dios.

Pero también es verdad que sin el milagro de Caná, el Calvario no se habría revelado en todas sus dimensio-nes, porque el aspecto nupcial del misterio de Jesús no se manifiesta explícitamente en él. Podemos ver así la armo-nía de la revelación evangélica .Los episodios son iluminados por el Calvario y, al mis- tiempo, revelan un aspecto de este. El episodio de Caná muestra el aspecto más importante, el de las bodas, es ir, el de la alianza de amor.

Papel de María en este episodio¿Cuál es el papel de María en este episodio? ¿Qué relación hay entre Jesús y ella? Se trata de una relación

compleja, con aspectos sorprendentes.Vemos al comienzo que María ocupa el primer lugar. Dice el evangelista: «Tres días después se celebraba una

boda en Caná de Galilea y estaba allí la madre de Jesús» (v. 1). La primera persona que está presente en esta boda es la madre de Jesús, el cual aparece solamente después y parece que fue Invitado precisamente gracias a María.

Con su presencia, María hace que Jesús intervenga. Así sucede también en nuestra vida espiritual: si le damos en día un puesto importante a María, entonces ella nos lleva hasta Jesús de un modo más personal, más íntimo.

María es la que habla en primer lugar: «Cuando se terminó el vino, la madre de Jesús le dijo: “No les queda vi-

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no”». María está en el origen del milagro. Con corazón de madre, está atenta a las necesidades de la gente y expone el caso a su Hijo, al igual que una madre lo hace con su hijo.

Pero en este momento sucede algo inesperado, a saber, la extraña reacción de Jesús. A las palabras de María, que ni siquiera son una petición, responde: «Mujer, ¿qué quieres de mí?» (v. 4). La reacción de Jesús pone en cues -tión su relación con la madre. La frase en griego dice: «¿Qué a mí y a ti?». Es una frase que se encuentra frecuente-mente en el Antiguo Testamento y que expresa siempre el cuestiona- miento de una relación. Tenemos varios ejem-plos de su uso. Se puede poner en cuestión una relación hostil o benévola, una relación que une o una situación que divide.

En el Segundo libro de Samuel hallamos un ejemplo de relación que une. Cuando David huía de Jerusalén por la rebelión de su hijo Absalón, un hombre de la casa de Saúl comenzó a insultarlo y a tirarle piedras. Entonces un oficial del ejército de David quiso cortarle la cabeza, pero el rey le dijo: «¿Qué a mí y a vosotros, hijos de Sarvia?», y no le dejó que cometiera tal acción (cf. 2 Sm 16,5-12).

Un ejemplo de relación de oposición se encuentra en el Segundo libro de las Crónicas. Necao, rey de Egipto, atravesaba el país de Israel para ir a combatir en Siria. El rey Josías se opuso. Entonces Necao envió unos mensaje-ros a decirle: «¿Qué a mí y a ti, oh rey de Judá? No vengo contra ti, sino que estoy en guerra con otra casa» (2 Cr 35,21).

Se puede preguntar sobre la clase de relación, como en el episodio de la viuda de Sarepta que hospedaba a Elías y cuyo hijo enfermó y murió. La viuda interpela al profeta diciéndole: «¿Qué a mí y a ti, hombre de Dios?» (1 Re 17,18), es decir, «¿Qué clase de relación existe entre tú y yo?». Y prosigue: «¿Has venido a mi casa para recor -darme mi iniquidad y matar a mi hijo?» (v. 18). La mujer se pregunta por el sentido de la relación.

De igual modo, Jesús pone en cuestión la relación familiar con la madre y da a entender que esta ya no cuenta. Precisamente para indicar esto dice «mujer» en lugar de «madre» («Mujer, ¿qué a mí y a ti?»).

Este modo de dirigirse a una mujer no era insolente. Se encuentra también en otros pasajes evangélicos; por ejemplo, en el encuentro con la cananea (Mt 15,28), con la Samaritana (Jn 4,21) y con María Magdalena (Jn 20,13.15). Ahora bien, nunca lo usaba un hijo para dirigirse a su madre. Por tanto, Jesús indica con este apelativo que ya no quiere situarse con María en un plano familiar; ahora ya no deben contar más los vínculos familiares.

La relación entre Jesús y MaríaEn este episodio se plantea el problema de las relaciones entre una madre y un hijo, un problema nada fácil.

Las relaciones entre ambos deben cambiar continuamente. Al comienzo, la relación es muy estrecha, pero después debe abrirse progresivamente: el niño se encuentra en el seno de la madre; después es llevado en brazos; más tarde, camina él solo; posteriormente, se va de casa, etc.

Estas etapas indican que se produce una evolución, que también es psicológica. La madre debe aceptar una se -paración cada vez mayor del hijo, si realmente lo ama. Si quiere que crezca, tiene que aceptar que tome sus iniciati-vas, que tenga su independencia. En cambio, si la madre siente un afecto posesivo por el hijo, se opone a esta evo -lución y obstaculiza su crecimiento.

No creamos que María tuvo las cosas más fáciles. En la Encíclica Redemptoris mater, el papa Juan Pablo II mostró claramente que María no se encontraba una situación de fe fácil con respecto al misterio del Hijo. El proble -ma era más complejo, porque Jesús, al ser el Hijo de Dios, tenía una personalidad más marcada, una misión muy importante que realizar.

Y María tuvo que sufrir, desde la profecía de Simeón en el episodio de la presentación de Jesús en el Templo (cf. Le 2,34-35). Cuando Jesús, con doce años de edad, se mostró consciente de una misión que lo separaba de su familia, María quedó angustiada (cf. Le 2,48.50). En Caná tuvo que aceptar un cambio en las relaciones con su hi -jo.

En este episodio, Jesús, tras haber dicho a su madre: «Mujer, ¿qué a mí y a ti?», añade una frase que se traduce habitualmente como negación: «Mi hora no ha llegado todavía», pero que puede entenderse también como pregun-ta: «¿No ha llegado todavía mi hora?». Esta pregunta es susceptible de dos respuestas diferentes, según dos niveles diferentes de comprensión (cf. Jn 7,34-35; 8,21-22).

En un primer nivel, Jesús sugiere con esta pregunta que, en cierto sentido, ya ha llegado su hora. Ha llegado para él la hora de tomar la iniciativa, ya no debe obedecer más a María. Ha llegado la hora en la que Jesús debe lle -var a cabo su misión, porque esta es la voluntad del Padre. Es la hora en la que Jesús pone fin a la vida familiar: los

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vínculos de la familia no deben ya interferir; María no puede ya mandar en él. Ahora solo cuenta el designio de Dios, la misión recibida del Padre.

Sin embargo, la pregunta de Jesús deja al mismo tiempo la posibilidad de otra respuesta: en Caná ha llegado la hora de dar un «signo», pero no la hora del «cumplimiento», que se realizará en el Calvario (cf. Jn 17,1).

Jesús no reprocha nada a María en Caná. Algunos autores comentan que las palabras de Jesús son un reproche dirigido a la madre, palabras que ponen al descubierto la falta de fe de María. Pero en realidad no hay aquí ningún reproche, sino una exigencia de cambio. Jesús debe cumplir su misión y, por eso, tiene que independizarse de Ma-ría.

Podemos observar que también en otros pasajes de los evangelios encontramos esta misma actitud de Jesús. Cuando la madre de Jesús y sus parientes llegan para hablar con él, no los recibe, sino que dice: «¿Quién es mi ma -dre y quiénes son mis hermanos?». A continuación, extendiendo la mano hacia sus discípulos, afirma: «Estos son mi madre y mis hermanos. Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre de los cielos, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mt 12,48- 50). En este episodio de los Evangelios sinópticos encontramos una situación si-milar a la de las bodas de Caná. Sin embargo, en ellos, a diferencia del cuarto Evangelio, no se dice nada sobre la reacción posterior de María.

María, modelo de los discípulosMaría dice a los sirvientes: «Cualquier cosa que él os diga, hacedla» (v. 5). También estas palabras se interpre-

tan a veces de un modo un tanto extraño, como si María hubiera querido hacer una maniobra indirecta para forzar a Jesús. Algunos comentaristas traducen la frase como «Haced lo que él os diga», dando a entender que María ya sa-be lo que Jesús les dirá. Pero el texto griego nos da a entender lo contrario.

En realidad, María manifiesta aquí una adhesión magnífica a la exigencia de su hijo. Jesús ha dado a entender que ya no es el niño sometido a su madre, sino que ahora es el Mesías que debe tomar la iniciativa y llevar a cabo el plan de Dios. Por eso, María no debe ejercer ya su influencia en él. María acepta esta separación y se dirige a los sirvientes en lugar de dirigirse a Jesús, indicándoles que le obedezcan totalmente. A quien hay que obedecer ahora es a Jesús.

Así, dejado el primer nivel de la relación con Jesús, María se coloca en otro nivel. Su disponibilidad es real-mente excepcional. María se manifiesta aquí como «la sierva del Señor» de un modo aún más positivo, porque no solo obedece ella, sino que indica también a los demás que obedezcan. De esta manera, se convierte en la madre de los discípulos, porque les muestra cómo se debe actuar con el Señor. María es la madre de nuestra vida espiritual. No solo acepta la voluntad de Dios para sí misma, sino que dispone a los demás a esta sumisión generosa.

Digamos enseguida que, bajo este punto de vista, en el Calvario encontramos una escena paralela a la de las bodas de Caná. Allí, de nuevo, Jesús pide a su madre un cambio de relaciones, una separación, una renuncia com-pleta. De nuevo le llama «mujer» en vez de «madre», y le dice: «Mujer, he ahí a tu hijo» (Jn 19,26), señalando al discípulo amado.

Por consiguiente, en el Calvario se cumple lo prefigurado en Caná: María debe renunciar a Jesús, dejarlo mo-rir, para convertirse en la madre del discípulo. Así se convierte, de un modo nuevo, en la madre de Cristo.

Situándose humildemente en su lugar, María ha hecho posible la revelación de Jesús como Mesías, la revela -ción de su autoridad -Jesús manda a los sirvientes- y de su poder -el milagro-. Es toda una anticipación de la obra futura de Jesús: Caná es un signo que anuncia toda la gran obra de Jesús, a saber, la instauración de la nueva alian-za.

Tratemos ahora de imaginar lo imposible, a saber: que María hubiera sido una madre egoísta, celosa de sus privilegios. ¡Hay tantas madres posesivas de esta clase, que no quieren aceptar que sus hijos, incluso ya mayores, sigan su propio camino! Muchos dramas familiares son provocados por la actitud posesiva de la madre, que quiere tener para sí todo el afecto del hijo, conservar su autoridad sobre él y programar toda su vida, aunque esté ya casa -do.

Pues bien, supongamos que María hubiera sido una madre posesiva. En este caso se habría sentido muy mal por la respuesta de Jesús, la habría considerado una falta de respeto inaceptable. Habría montado una escena y no habría aceptado el cambio de relaciones. En lugar de servir a la misión del Hijo, la habría obstaculizado.

Obviamente, esta hipótesis es del todo irreal en el caso de María, pero para otros era una realidad. En particu-lar, lo era para las autoridades del pueblo judío, que se encontraban en la misma situación de María con respecto a

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Jesús. Jesús era hijo de su pueblo. Su posición inicial fue dócil: tenía que obedecer a la autoridad de su pueblo. Pero en un cierto momento se presentó como un profeta que «enseñaba con autoridad y no como los escribas» (Mc 1,22). Los escribas, los fariseos y todas las autoridades no aceptaron este cambio de relación y se opusieron a la re-velación del Mesías hasta condenarlo a muerte.

Podemos pensar también en la experiencia de Pedro. También él tuvo una actitud de esta clase ante Jesús. Cuando Jesús anunció su pasión, Pedro creyó que era necesario oponerse con fuerza a esta orientación. Entonces Jesús, usando una expresión muy fuerte, lo llamó «Satanás» (cf. Me 8,33). El problema es siempre el mismo: la re -lación correcta con Cristo.

Exigencia de cambio en nuestras relaciones con DiosEn nuestro camino de amor, es decir, en nuestra vida espiritual y pastoral, nos encontramos, de vez en cuando,

en situaciones de este tipo. El Señor Jesús nos invita a modificar nuestras relaciones con él, a profundizar en ellas, y nosotros nos sentimos incómodos: vemos el aspecto de renuncia y nos entristecemos, nos desconcertamos.

Esto puede notarse, por ejemplo, en el caso de la oración. Al comienzo, Jesús se pone a nuestro servicio, nos da la alegría de orar, otorgándonos muchas consolaciones y luces. Se trata de una oración ciertamente útil para rela-cionarnos con él, para el inicio del amor, pero no puede seguir siempre del mismo modo, porque corre el riesgo de alimentar el egoísmo espiritual, un egoísmo inconsciente. Debemos, entonces, llegar a otra forma de oración, más desinteresada. Por eso, el Señor nos priva de las consolaciones de antes. Así nos quedamos desconcertados y cree -mos que lo hemos perdido todo. En realidad, lo que el Señor nos pide es solo un cambio de relaciones. Y no en el sentido de un empeoramiento, sino de una profundización. Si no queremos entenderlo, entonces sí que lo perdemos todo realmente.

Debemos procurar acoger la nueva forma de relación de amor que el Señor nos pide. Para progresar es necesa-ria una cierta separación. No es posible mantenerse en el mismo puesto y progresar, sino que es necesario dejarlo.

Lo mismo se verifica también en otros campos, por ejemplo, en el del apostolado. Al comienzo, el Señor nos hace experimentar un apostolado fácil, nos da la satisfacción de que resulte bien, de hacer algo útil para los demás. Todo esto es muy positivo. Pero después se ve obstaculizado por diversas dificultades, de salud o de relación, y pa-rece que se hace estéril. En este momento debemos profundizar en nuestra fe y en nuestro amor al Señor en lugar de creer que se ha perdido todo. En realidad, el Señor nos está llamando a progresar.

También ocurre lo mismo en la vida comunitaria, en todos los sectores de la vida espiritual, en la vida intelec-tual. El Señor debe privarnos de alguna consolación y de algún éxito para hacernos progresar.

Pidamos a María que nos eduque en esta disponibilidad al cambio que ella mostró, la disponibilidad que es ne -cesaria para progresar. Y pidámosle también que nos ayude a comprender las intenciones del Señor, cuando permi-te circunstancias que son imprevistas o dificultosas. El Señor las permite con una intención ciertamente positiva. A nosotros nos corresponde comprender su intención, con la ayuda de María.

19.- Vocación y amor misericordioso (Mt 9,9-13)(QUEREMOS meditar ahora en otra escena de vocación que demuestra cómo Jesús acogía en su corazón y en su

ministerio el amor que le venía del Padre: la vocación de Mateo.En este episodio, Jesús se deja guiar por la misericordia del Padre. Su comportamiento, en efecto, se inspira en

una expresión con la que el Padre había manifestado sus preferencias: «Misericordia quiero y no sacrificios» (Mt 9,13; Os 6,6). El amor del Padre impulsaba a Jesús al amor misericordioso hacia los hermanos.

En este texto se distinguen fácilmente dos pasajes sucesivos, que, aun cuando sean distintos, están estrecha-mente vinculados entre sí: la escena de la vocación y la del banquete, con el episodio de las controversias. Leamos en primer lugar el texto: «Siguiendo adelante vio Jesús a un hombre, llamado Mateo, sentado en el banco de los im-puestos. Le dice: “Sígueme”. Se levantó y lo siguió. Estando Jesús en la casa, sentado a la mesa, muchos publíca-nos y pecadores llegaron y se sentaron con Jesús y sus discípulos. Al verlo, los fariseos dijeron a los discípulos: “¿Por qué come vuestro maestro con publícanos y pecadores?”. Él lo oyó y contestó: “No son los sanos lo que ne-cesitan al médico, sino los enfermos. Id a aprender lo que significa misericordia quiero y no sacrificios. No he veni-do a llamar a justos, sino a pecadores”» (Mt 9,9-13).

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La vocación de MateoLa escena de la vocación es muy esquemática. Se corresponde con el relato de la vocación de los primeros dis-

cípulos (cf. Mt 4,18-22 y par.): Jesús pasa, ve a un hombre y le dice: «Sígueme», y este obedece enseguida a la lla-mada que manifiesta la autoridad soberana de Jesús.

Pero aparece un detalle que añade un elemento importante a esta vocación haciendo de ella una manifestación impresionante de la misericordia del Señor: este hombre, que está sentado en el banco de los impuestos, es un pu -bli- cano, es decir, ejerce una profesión que tenía mala fama. Al verlo, un fariseo lo despreciaría por considerarlo deshonesto en su modo de ganarse la vida y por su colaboración con el poder pagano. Los publícanos eran despre -ciados por estos dos motivos. El fariseo se guardaría de todo contacto con un hombre de este tipo, mantendría una separación absoluta de él y estaría convencido de que al actuar así estaría más cerca de Dios.

En cambio, Jesús no manifiesta ningún desprecio por este publicano y no evita el contacto; es más, instaura enseguida una relación personal con él al dirigirle la palabra. Además, lo llama a una relación duradera al decirle: «Sígueme».

Nosotros no percibimos las cosas como las percibía un judío de aquel tiempo. Que un profeta, un hombre de Dios, dijera a un publicano «Sígueme» era algo verdaderamente asombroso. Es un acto de misericordia extraordi-nario, porque Jesús quiere asociar a su misión a un hombre que todos consideraban indigno.

El banquete con los publícanosConsideremos ahora la segunda escena. ¿Qué sucede tras la vocación de Mateo? Una vez reconocida la voca-

ción como un dato de hecho, el fariseo podía pensar: «En el fondo está bien que Mateo haya sido sustraído a su am-biente de perdición. Ahora lo importante es que rompa completamente los vínculos con sus colegas de antes».

En cambio, para Jesús es todo lo contrarío: la vocación de Mateo se convierte en una ocasión para contactar con muchos otros publícanos. Jesús no rechaza esta ocasión, sino que acepta hablar con estos publícanos, e incluso comer con ellos. Sabemos que la comunión de mesa era -y sigue siéndolo aún- para los judíos un asunto muy im-portante desde el punto de vista religioso. La ley de Moisés contenía preceptos sobre los alimentos, distinguiendo entre los puros y los impuros, y la tradición judía había añadido otras prescripciones para mantener una distinción más radical. Todo ello refleja una cierta concepción de la santificación, según la cual esta se logra mediante una se -rie de separaciones rituales.

Jesús, en cambio, sigue otro camino: rechaza dar tanta importancia a los ritos externos e insiste en el dinamis-mo unificador de la misericordia. Recibe del Padre un impulso hacia la misericordia para propagar la comunión en-tre los hombres. Por esto no rechaza a los publícanos, sino que los acoge, los atrae y come con ellos.

Podemos admirar en la oración esta actitud de Jesús tan nueva, tan generosa y tan significativa para nosotros.

Las controversias con los fariseosEl tercer momento del episodio es el de las controversias con los fariseos. Es obvio que estos están escandali-

zados y expresan su estupor a los discípulos de Jesús: «¿Por qué come vuestro maestro con publícanos y pecado-res?».

Jesús responde citando una declaración de Dios que aparece en el libro del profeta Oseas: «Misericordia quie-ro y no sacrificios» (Os 6,6). Ya en el texto del profeta expresa esta declaración una elección entre dos modos de concebir la relación con Dios: por una parte, el culto ritual externo, es decir, el sacrificio ritual, la inmolación de animales; y, por otra, la relación personal de generosidad —en hebreo, la palabra hesed significa una actitud de dis-ponibilidad y generosidad entre parientes y aliados-. Dios hace saber que no le interesan las prácticas sin alma, sino que quiere la relación personal, el amor generoso y fiel, «el conocimiento de Dios más que los holocaustos» (Os 6,6).

En el contexto evangélico, esta declaración del Señor adquiere un sentido parcialmente nuevo, porque se apli-ca a las relaciones con el prójimo. Jesús contrapone al sacrificio ritual la misericordia hacia los pecadores, y recuer -da que esta es la preferencia divina. Dios es misericordioso y, si queremos corresponder a su deseo, debemos pro-pagar la misericordia. Dios es un Dios de alianza, de comunión y, si queremos estar unidos a él, debemos extender la comunión lo más posible. Fácilmente nos vemos tentados a asumir la otra actitud, la de los fariseos, que creen ser justos porque se separan de todos los pecadores y levantan por todas partes barreras rígidas.

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Jesús acogió a los niños, a los pobres; acogió también a los publicanos Mateo y Zaqueo. No levanta ninguna barrera y nos impulsa a rechazar toda clase de fariseísmo, tanto el del burgués, que se separa de los trabajadores, como el del proletario, que no quiere tener contacto alguno con el patrón. Jesús quiere la comunicación y la comu-nión entre todos.

Para entender el mensaje que Jesús quiere transmitirnos no debemos pasar por alto la frase final: «No he veni-do a llamar a justos, sino a pecadores». Vemos aquí que la actitud de Jesús con respecto a los pecadores no consiste solamente en acogerlos, sino también en llamarlos. En esto vemos toda la profundidad de la misericordia de Jesús.

La misericordia, tal como la entiende Jesús, no es una indulgencia fácil, una especie de indiferencia por la si-tuación espiritual de los demás. Esta forma de actuar no demuestra un verdadero respeto a las personas, sino, más bien, un desprecio inconsciente. Jesús, en cambio, practica una acogida que no es ambigua en modo alguno, porque tiene el sentido de una llamada. El no desprecia a nadie, porque sabe reconocer en cada uno la vocación personal. Al acoger a los pecadores, Jesús les da el sentido de su verdadera dignidad. En esto consiste la misericordia auténti-ca.

Por nosotros mismos somos incapaces de tener esta misericordia. Somos demasiado duros o demasiado con-descendientes; o hablamos de los demás con severidad farisaica criticándolos o los acogemos con fácil indulgencia. En efecto, la actitud de Jesús supera nuestras capacidades humanas, es una creación divina. La única condición para poder imitarlo es recibir en nosotros el amor divino que se nos transmite mediante su corazón. Solo si acogemos en nosotros el corazón de Cristo, podremos tener la reacción justa, la misericordia, que, al mismo tiempo, es una lla -mada a la comunión verdadera y, por tanto, al progreso espiritual. Solamente el corazón de Cristo puede darnos el respeto verdadero a todas las personas: un respeto fundamentado en la percepción de su vocación personal. Al igual que Mateo, el publicano, llegó a ser apóstol, así también nosotros somos invitados a seguir a Cristo por el camino de la auténtica misericordia, según el dinamismo de comunión de la nueva alianza.

20.- Generosidad y discernimiento (Mt 14,13-23)Pedimos la gracia de un conocimiento interior de Cristo para poder amarle más intensamente y amar con él a

todas las personas que pone en nuestro camino, según nuestra vocación al amor.En este momento de los Ejercicio conviene que cada uno escuche lo que el Señor le sugiere para el futuro. Las

gracias de los Ejercicios preparan, en efecto, el futuro, ayudando a fijar la orientación espiritual para el tiempo pos-terior. Dicho de otro modo, ahora nos encontramos en el momento favorable para hacer unos buenos propósitos. El Señor nos da su luz para ello.

Me parece útil distinguir dos clases de propósitos: uno más fundamental y otro más concreto. Debemos servir -nos de los dos para acoger bien el amor generoso que viene de Dios.

Sugiero, entonces, que hagamos primero un propósito de orientación espiritual positiva. Por ejemplo, unirnos al amor misericordioso de Jesús o a su ofrenda con un amor oblativo, o bien unirnos a María en su amor agradeci-do. Para expresar esta orientación podemos retomar alguna palabra de la Escritura que en la oración nos ha resulta-do fuente de luz, de consuelo o de impulso, o bien inventar una expresión personal o darle a esta orientación forma de oración. No se trata de planificar nuestra vida espiritual como un empresario fija las etapas de un proyecto de trabajo, sino de dejarnos guiar por el Señor y acoger su proyecto, que es expresión de su amor.

Junto a esta orientación fundamental, es bueno también que hagamos un propósito concreto sobre algunos puntos que exigen un esfuerzo particular o que parezcan más útiles para la unión efectiva con el Señor. Podemos, entonces, hacer el propósito de luchar contra un defecto nuestro -por ejemplo, contra nuestra impaciencia-, o el pro-pósito de esforzarnos positivamente por ser más acogedores con quien nos pide un servicio.

A veces, un propósito concreto muy sencillo puede tener una gran importancia. Por ejemplo, el propósito de ir-nos a la cama a la hora prevista en lugar de entretenernos con ocupaciones no indispensables, porque el hecho de acostarse demasiado tarde perjudica a la oración de la mañana siguiente, al trabajo y a las relaciones con los demás.

El objetivo de todos los propósitos debe ser siempre el de corresponder mejor al don de Dios con amor, y el de progresar, así, en el amor a todos, en unión con el corazón de Cristo y con el de María.

El episodio de la multiplicación de los panesPara conocer el corazón de Cristo y ser transformados por él, propongo ahora que meditemos sobre el episodio

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de la multiplicación de los panes, que es particularmente significativo como modelo de caridad pastoral. En él po-demos observar cómo Jesús acogía en su corazón y en su ministerio el amor que le venía del Padre.

Veamos ante todo las circunstancias de este episodio según el texto del Evangelio de Mateo: «Al enterarse [de la muerte de Juan el Bautista decretada por Herodes], Jesús se marchó de allí en barca, aparte, a un paraje despobla-do. Pero la multitud se enteró y lo siguió a pie desde los poblados. Jesús desembarcó y, al ver la gran multitud, sin -tió compasión y curó a los enfermos» (Mt 14,13-14).

Contemplamos aquí de nuevo el rasgo más característico de Jesús en los evangelios: su misericordia. Al ver a toda aquella multitud podría haberse sentido molesto. De hecho, según el Evangelio de Marcos, Jesús había partido con los discípulos y se había ido a un lugar solitario para descansar (cf. Me 6,31). Pero tiene compasión de toda aquella muchedumbre y su compasión no se queda en un sentimiento estéril: Jesús se pone al servicio de los enfer-mos para curarlos.

Jesús ha venido para proclamar y establecer el reino de Dios. Solo busca la gloria de su Padre y se dedica to-talmente a hacer su voluntad. Pero la característica de su existencia es que esta obediencia filial lo impulsa conti -nuamente a la misericordia fraterna; el amor que recibe del Padre lo impulsa a amar a los hermanos.

Para consagrarse al Padre, Jesús se dio a los hermanos. Vino a compadecerse de sus miserias, a curar sus en -fermedades, a perdonar sus faltas, hasta el punto de ser llamado «amigo de pecadores» (cf. Mt 11,19; Le 7,34).

Esta actitud de Jesús se expresa con un verbo griego que es raro en el Antiguo Testamento pero muy frecuente en los sinópticos: el verbo splanchnídsomai, «tener compasión, compadecerse». Podría traducirse por «conmoverse de todo corazón», porque la raíz de este verbo es una palabra griega que significa «entrañas, visceras».

Este verbo se aplica siempre a Jesús (en el episodio de la viuda de Naín, cf. Le 7,13; en los episodios de la multiplicación de los panes, cf. Mt 14,14; 15,32 y par.; cf. también Mt 9,36; 20,34), o bien es usado por él en tres parábolas (el buen samaritano, cf. Lc 10,33; el padre misericordioso, cf. Lc 15,20, y el siervo despiadado, cf. Mt 18,27).

La Carta a los Hebreos llama a Jesús «sumo sacerdote misericordioso» (2,17). Esta definición constituía en-tonces una gran novedad. En el Antiguo Testamento, en efecto, la consagración sacerdotal se concebía de modo muy diverso e incluso completamente opuesto.

El capítulo 32 del libro del Éxodo describe cómo se consagraron a Dios los levitas. Mientras Moisés había su-bido al monte para recibir de Dios los mandamientos, los israelitas habían fabricado un becerro de oro y se habían puesto a adorarlo (w. 1-6). Al regresar Moisés al campamento, vio el becerro y las danzas, se indignó y destruyó el becerro (w. 19-20). Entonces «Moisés se plantó a la puerta del campamento y exclamó: “¡A mí los de Yahvé!”, y se le unieron todos los hijos de Leví. Él les dijo: “Cíñase cada uno su espada al costado; pasad y repasad por el campamento de puerta en puerta, y matad cada uno a su hermano, a su amigo y a su pariente”. Cumplieron los hijos de Leví la orden de Moisés y cayeron aquel día unos tres mil hombres del pueblo. Luego dijo Moisés: “Hoy habéis recibido la investidura como sacerdotes del Señor, cada uno a costa de vuestros hijos y vuestros hermanos, para que él os dé hoy la bendición”» (w. 26-29).

Un episodio semejante se nos cuenta en el libro de los Números a propósito del celo ardiente de Pinjás (cf. Nm 25,6-13).

En el Antiguo Testamento se tenía la convicción de que para consagrarse a Dios había que oponerse a los pe -cadores, enemigos de Dios, y ser despiadados con ellos. Jesús nos revela un modo completamente distinto de con-sagrarse a Dios. El Padre está lleno de misericordia; para unirse a él hay que acoger en el propio corazón el movi -miento de esta misericordia.

Los fariseos no entendían esta orientación y se escandalizaban. Querían una religión de separación y asumían una actitud despiadada. Ya hemos visto cómo Jesús les recordó las palabras que Dios había dicho mediante el pro-feta Oseas: «Misericordia quiero y no sacrificios» (Os 6,6; Mt 9,13; 12,7).

Siempre, incansablemente, Jesús practicaba la misericordia con los pecadores, los pequeños, los enfermos. Su misericordia lo impulsaba también a enseñar (cf. Me 8,34), porque la ignorancia es una miseria terrible que genera muchas otras.

«Dadles vosotros mismos de comer»Los apóstoles no entienden inmediatamente el ejemplo de Jesús; su relación espontánea no los lleva a seguirlo

en este punto. Podemos comprenderlo por lo que le dicen: «Al atardecer se le acercaron los discípulos diciendo: “El

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lugar está despoblado y ya es tarde. Despide, pues, a la gente, para que vayan a los pueblos y se compren comida”» (Mt 14,15).

Los apóstoles consideran que las personas que estaban presentes allí tenían que arreglárselas por sí solas; no se sienten responsables de su suerte. Jesús, sin embargo, no está de acuerdo. Quiere que los discípulos se le unan en una actitud de bondad activa y de generosidad. Les enseña la caridad pastoral. «Jesús les dijo: “No tienen por qué marcharse; dadles vosotros mismos de comer”» (v. 16).

He aquí la palabra que Jesús nos dirige a nosotros, que somos sus discípulos: «Dadles vosotros mismos de co-mer». Es otro modo de decirnos: «Seguidme».

En efecto, seguir a Jesús no quiere decir solo mantenerse materialmente a poca distancia de él, ni contentarse con una actitud de contemplación. No basta con mirar lo que él hace. Seguirlo significa continuar activamente el movimiento de misericordia que él comenzó. Estamos llamados a convertirnos en imágenes vivientes de Cristo. Cuando hay una situación de necesidad, en lugar de esperar que sean otros quienes se preocupen, somos nosotros quienes debemos intentar hacer algo.

La petición de Jesús deja a los apóstoles desconcertados, profundamente sorprendidos. Lo que Jesús les dice les parece falto de realismo. ¿Cómo podrían dar de comer a toda aquella muchedumbre? «Le respondieron: “No te -nemos aquí más que cinco panes y dos peces”» (v. 17). Es verdad que esto es del todo insuficiente para dar de co -mer a la muchedumbre, pero es suficiente para comenzar a hacer algo. «Jesús dijo: “Traédmelos”» (v. 18).

Cuando no tenemos mucho, tendemos a conservar para nosotros mismos lo poco que tenemos, dado que no es suficiente para satisfacer las necesidades de los demás. En cambio, Jesús nos pide que no razonemos así. Nos sus -trae a nuestro egoísmo, pidiéndonos que pongamos a su disposición nuestros recursos, aunque sean modestos.

Jesús podría prescindir de ellos, pero en ese caso no seríamos asociados a su obra de misericordia. Por su bon-dad para con nosotros, nos pide que le llevemos lo que tenemos. No desprecia nuestras pobres capacidades, sino que quiere servirse de ellas para su acción divina.

«Y ordenó a la gente reclinarse sobre la hierba; tomó luego los cinco panes y los dos peces y, levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición y, partiéndolos, dio los panes a los discípulos y los discípulos a la gente. Co-mieron todos y se saciaron, y recogieron de los trozos sobrantes doce canastos llenos. Y los que habían comido eran unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños» (w. 19-21). La acción de Jesús no consiste simplemente en re -coger los recursos existentes y organizar su distribución. Él no se queda en este nivel horizontal, que es habitual en las propuestas humanas para solucionar los problemas sociales. Jesús levanta los ojos al cielo, haciendo intervenir una dimensión vertical: la de la relación con Dios.

Así puede suceder un cambio radical, porque «toda dádiva buena y todo don perfecto viene de lo alto, descien-de del Padre, creador de la luz» (Sant 1,17). Gracias a la relación con Dios, expresada en la oración de bendición, la humilde generosidad humana se hace portadora de salvación; los cinco panes bastan para alimentar a toda la mu-chedumbre con superabundancia.

Jesús decepciona a la muchedumbrePeroren este punto el relato nos reserva una sorpresa. En efecto, Jesús, que al comienzo se había mostrado

muy acogedor con la muchedumbre y se había opuesto a despedirla, como querían hacer los discípulos, tras el mila-gro cambia de actitud y se muestra inquieto porque quiere buscar la soledad: «Inmediatamente ordenó a los discí -pulos que subieran a la barca y fueran por delante de él a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar» (w. 22-23).

Tras el milagro, según la lógica humana de los discípulos, no había necesidad de despedir a la gente; es más, precisamente era el momento para sacar provecho del efecto del milagro y reforzar la adhesión de la gente a la en-señanza y la persona de Jesús. Hay que forjar el hierro cuando está caliente.

La actitud de Jesús aparece de nuevo desconcertante. La traducción de la Conferencia Episcopal Italiana [CEI] dice que él «ordenó a los discípulos que subieran a la barca»; pero el texto griego es más fuerte, porque dice: «Obligó a los discípulos a subir a la barca», lo que nos hace intuir que ellos no estaban dispuestos a irse. Precisa -mente por su desconcierto, esta actitud es reveladora: nos muestra el corazón manso y humilde de Jesús.

El Evangelio de Juan nos ayuda a comprender las razones de esta actitud de Jesús y el difícil problema que te -nía que afrontar: preparar a la gente para acoger verdaderamente el reino de Dios. Por consiguiente, Jesús tenía que suscitar una esperanza inmensa, pero también, por la misma razón, tenía que frenar las posibles ilusiones. Con sus

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palabras y acciones anunciaba a su pueblo que el reino de Dios estaba cerca, que Dios se disponía a liberarlo de to-do sometimiento a las potencias malas; anunciaba la liberación.

En el contexto histórico de la Palestina del siglo I, este anuncio despertaba inevitablemente esperanzas políti -cas. Los judíos esperaban la liberación; no pedían otra cosa. Pero se trataba de una liberación política, es decir, que-rían liberarse de la ocupación extranjera, y no tanto del mal que había en su corazón. Soñaban con una liberación mediante las armas, no mediante una conversión personal. Esperaban que Dios les enviara un jefe capaz de organi -zar la insurrección y de conducirla hasta la victoria.

Jesús era el enviado de Dios y debía revelarse con esta cualidad. Pero su misión no tenía nada que ver con la organización de una revuelta. No podía dejarse encerrar en la estrechez de una lucha partisana, ni tampoco dejarse implicar en el engranaje de la violencia. Para revelarse como el enviado de Dios, debía dar a la gente signos positi-vos de la intervención generosa de Dios, pero al mismo tiempo tenía que impedir que la gente malinterpretara estos signos.

En su propio modo de actuar, Jesús se mostraba cuidadoso para no provocar un entusiasmo demasiado huma-no. El relato evangélico que estamos examinando refleja esta actitud. Nosotros hablamos de «multiplicación de los panes», pero el texto evangélico no se expresa así, no dice que Jesús multiplicara los panes. Las cosas se desarro-llan con una gran sencillez: Jesús ordena a la gente que se siente, toma los panes, dice la oración habitual al co-mienzo de la comida, parte los panes y hace distribuir los trozos. Solo cuando la distribución ha terminado, es posi-ble constatar que todos han tenido para comer y que los trozos sobrantes superan en mucho la poca cantidad de pan de la que disponían al comienzo. Entonces se comprende que la generosidad divina se ha manifestado de modo pro-digioso. En su sencillez misteriosa, el signo es lo suficientemente evidente como para hacer reconocer que Jesús es el enviado de Dios, pero no es un signo que Jesús haya realizado con ostentación.

Sin embargo, la sencillez del signo y la discreción de Jesús no son suficientes para que la gente renuncie a su modo de entender la liberación esperada. Por eso Jesús se ve obligado a completar el signo positivo con lo que po-dríamos denominar «un signo negativo». El Evangelio de Juan dice que la gente quería «tomarlo para hacerle rey» (Jn 6,15). Jesús rechaza este intento, rehúsa la ambición política y sus empresas ambiguas, y se retira a la montaña, totalmente solo.

Con este rechazo no manifiesta una caridad pastoral menos intensa que la que ha demostrado en el milagro de los panes. Manifiesta un amor más profundo y más desinteresado: renuncia a aprovecharse del éxito, tiene el valor de decepcionar a las personas, porque lo considera necesario para el bien de ellas. Con este «signo negativo» abre Jesús un camino nuevo -más allá de los sueños superficiales y de las ilusiones humanas- hacia la acogida plena del amor divino.

Tres clases de gracias en nuestra vidaDe forma semejante, el Señor pone en nuestra vida signos positivos y signos negativos. Los dos son necesa-

rios. Entendemos fácilmente la utilidad de los signos positivos, es decir, de los signos que responden a nuestras as-piraciones y que nos hacen experimentar directamente la generosidad de

Dios, colmándonos de alegría. En cambio, nos resulta más difícil reconocer la utilidad de los negativos, que nos desagradan y nos desconciertan. Y, sin embargo, son indispensables para nuestro crecimiento espiritual.

Debemos aprender a reconocer los signos negativos como expresión del amor que viene de Dios. De hecho, las gracias que responden a nuestras aspiraciones encuentran obstáculos en nosotros mismos, a menudo inconscien-temente. Puesto que nuestro corazón no está aún plenamente liberado de tendencias demasiado humanas, las inter-pretamos mal. Como la muchedumbre tras la multiplicación de los panes, también nosotros nos imaginamos que Dios está para satisfacer nuestras ambiciones personales y queremos poner al Señor al servicio de nuestros proyec-tos.

Sin embargo, el Señor tiene para nosotros proyectos cualitativamente diferentes. Por eso se nos resiste, nos de-cepciona, no complace nuestros deseos. Tras los signos positivos nos envía signos negativos. Lo hace así por amor, para conducirnos a un auténtico progreso espiritual.

Nos corresponde a nosotros reconocer estas gracias «fuertes». En cambio, lo habitual es que prefiramos las gracias «dulces», que responden a nuestros deseos. Pero Jesús sabe que es necesario ofrecer gracias fuertes, pedir renuncias y un crecimiento en el don de sí mismo. Por medio de estas gracias fuertes llegamos a la unión más real con el Señor con un amor valiente y generoso.

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Podemos distinguir tres clases de gracias: las dulces, las fuertes y las perfectas. Las perfectas son las que nos unen profundamente al Señor en el amor puro, auténtico. Para recibirlas debemos acoger las fuertes; las dulces no bastan.

Debemos seguir a Jesús en nuestra vida de este modo. Como él, también nosotros debemos estar verdadera-mente al servicio de la gente con gran misericordia, compasión y disponibilidad. Pero en ciertos momentos debe-mos tener también el valor de decepcionar a las personas, cuando vemos que sus aspiraciones van en un sentido que no corresponde al evangelio.

Esto es muy difícil, especialmente cuando obtenemos éxito. La multiplicación de los panes fue para Jesús un gran éxito: la gente lo alababa, quería hacerlo rey; pero él se opuso a dejarse arrastrar por este éxito para tomar un camino equivocado; por el contrario, se retiró, solo, al monte para orar.

También nosotros somos llamados a discernir lo que a veces tenemos que rechazar, no por la dureza del cora-zón, sino por un amor auténtico y por una verdadera caridad pastoral. Debemos enseñar a la gente que Jesús no es un salvador terrenal, un liberador humano, sino que es el Hijo de Dios que quiere llevarnos al amor verdadero, de -sinteresado, universal.

Acojamos en la oración la enseñanza que Jesús nos da con este episodio de la multiplicación de los panes. Es una enseñanza luminosa y, a la vez, exigente, que nos impulsa a progresar en el amor generoso.

21.-Amor posesivo y amor apostólico (Homilía sobre Lc 4,16-30)AHORA meditaremos sobre el primer episodio de la vida pública de Jesús narrado por Lucas. Este evangelista

no sigue el mismo orden de Marcos y Mateo, que colocan en el comienzo de la vida pública de Jesús la llamada de los primeros discípulos, sino que prefiere colocar al comienzo otro episodio, porque lo considera programático: la predicación de Jesús en la sinagoga de Nazaret.

Tras haber contado las tentaciones de Jesús en el desierto, Lucas presenta brevemente el ministerio de Jesús de modo general: «Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu Santo y su fama se extendió por toda la región. En-señaba en sus sinagogas y todos lo alababan» (Lc 4,14-15).

El episodio de Jesús en la sinagoga de Nazaret se divide en dos partes contrapuestas y complementarias que expresan dos aspectos de su misión.

Jesús regresa a Nazaret, su pueblo, y toma asiento en la sinagoga. Le presentan el rollo del profeta Isaías y lee el escrito del profeta que define su misión (6l,lss): una misión de liberación, de misericordia, de comprensión y de proclamación de un año de gracia del Señor, es decir, de un jubileo (Lucas presenta la vida pública de Jesús como un año jubilar).

Jesús proclama lo siguiente: «El Espíritu del Señor está sobre mí; por esto me ha consagrado con la unción y me ha mandado a anunciar el evangelio a los pobres, a proclamar a los prisioneros la liberación y a los ciegos la vista; para volver a poner en libertad a los oprimidos y predicar el año de gracia del Señor» (w. 18-19). El evange -lio es una buena noticia, un mensaje de liberación, de luz y de amor, especialmente para los pobres, los oprimidos, los enfermos, los pecadores, que son prisioneros de Satanás. Jesús declara que esta profecía de Isaías se está cum-pliendo ahora: «Esta Escritura que acabáis de oír se ha cumplido hoy» (v. 21).

La reacción de los nazarenos es muy favorable a Jesús en un primer momento: se maravillan de las «palabras de gracia que salían de su boca» (v. 22). También nosotros podemos maravillarnos y acoger esta buena noticia de liberación, de luz y de caridad.

Pero después viene un segundo momento, que revela otro aspecto de la misión de Jesús. Los presentes se pre-guntan: «¿No es este el hijo de José?» (v. 22). ¿Cuál es el significado de esta nueva reacción de los nazarenos? So-bre este punto se muestran los exegetas más bien inseguros y perplejos, y lo mismo cabe decir sobre los episodios paralelos de Marcos y Mateo.

Los presentes reconocen en Jesús a uno de ellos y asumen con respecto a él una actitud posesiva. Jesús lo intu-ye y dice: «Seguramente me vais a decir el refrán: Médico, cúrate a ti mismo. Todo lo que hemos oído que ha suce-dido en Cafarnaún, hazlo también aquí en tu patria» (v. 23).

Jesús había realizado ya milagros en Cafarnaún. Sus paisanos le dicen ahora: «Tú nos perteneces, debes poner-te a nuestro servicio. Nos alegramos de ver que eres un gran profeta, poderoso en palabras y obras. Tú eres nuestro paisano y queremos beneficiarnos de tus dones». Pero Jesús no puede aceptar esta exigencia.

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Él no acepta un amor posesivo, sino que invita a los nazarenos a tener un corazón abierto, a pensar en los de-más y no en sí mismos. Por eso les dice: «Ningún profeta es aceptado en su patria» (v. 24).

Ningún profeta suscita interés entre sus paisanos, porque no se pone a su servicio. Jesús presenta dos ejemplos de este hecho.

El primero es el de Elías, cuando el cielo se cerró durante tres años y seis meses, y la sequía provocó una terri-ble hambruna. «Muchas viudas había en Israel, pero a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sa-repta de Sidón, a una extranjera». Este es el modo de comportarse de Dios.

El segundo ejemplo es el de Eliseo. «Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta de Eliseo, y ninguno de ellos fue purificado sino Naamán, el sirio». Fue purificado de la lepra un extranjero, no un israelita.

Jesús pide a sus paisanos lo siguiente: «Si queréis estar conmigo, no penséis en vosotros mismos, sino en los demás. No busquéis beneficios para vosotros, sino uniros a mí para ir a los demás. Tenéis que tener un corazón abierto, un corazón generoso».

Los nazarenos no solo no aceptan este mensaje, sino que les provoca una amarga decepción. Cuando es decep-cionado, el amor posesivo se transforma en odio. Así que, «al oír estas cosas, todos los de la sinagoga se llenaron de ira y, levantándose, lo arrojaron fuera de la ciudad y lo llevaron a una altura escarpada del monte sobre el cual estaba edificada su ciudad para despeñarlo» (w. 28-29).

Este episodio nos anticipa el modo en que se comportará el pueblo judío con los discípulos de Jesús, como es atestiguado en los Hechos de los Apóstoles. Puesto que los cristianos difundieron la buena noticia -es decir, propu-sieron el mensaje de liberación- a los paganos, la mayoría de los judíos se volvieron contra ellos.

En los Hechos de los Apóstoles vemos esta reacción sobre todo en Antioquía de Pisidia. Después de la predi-cación de Pablo y de Bernabé, casi toda la ciudad se reunió para escuchar la palabra del Señor. Había muchos paga-nos y algunos judíos. «Los judíos, al ver la multitud, se llenaron de envidia y contradecían con palabras injuriosas lo que Pablo decía» (Hch 13,45). Los judíos tenían envidia, querían tener el mensaje de salvación solo para ellos, no estaban dispuestos a compartirlo con los paganos. Eran el pueblo elegido y no querían que otros participaran de esta elección.

Entonces, Pablo y Bernabé dijeron con franqueza: «Era necesario anunciaros a vosotros en primer lugar la pa-labra de Dios; pero ya que la rechazáis y vosotros mismos no os consideráis dignos de la vida eterna, mirad que nos volvemos a los paganos» (v. 46).

Esta situación se repetirá varias veces en los Hechos de los Apóstoles. Por ejemplo, en Corinto: «Cuando Silas y Timoteo llegaron de Macedonia, Pablo se dedicó enteramente a la palabra, dando testimonio ante los judíos de que el Cristo era Jesús. Como ellos se oponían y proferían injurias, sacudió sus vestidos y les dijo: “Vuestra sangre recaiga sobre vuestra cabeza; yo soy inocente y desde ahora me voy a los paganos”» (Hch 18,5-6).

Esta situación se repetirá también en la conclusión del libro de los Hechos, donde por última vez propone Pa-blo a los judíos la fe en Cristo. Pero, dado que muchos de ellos no querían decidirse por esta fe, les dijo: «Sabed, pues, que esta salvación de Dios ha sido enviada a los paganos; ellos sí que la oirán» (Hch 28,28).

He aquí la exigencia de Cristo, que siempre es válida: no ser celosos de los propios privilegios, no tener un amor posesivo, sino estar abiertos al bien de todos.

Pedro tuvo alguna dificultad para aceptar esta exigencia de Jesús, como podemos apreciar en los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 10). Tampoco Pablo, en su primera época, estaba dispuesto a acoger esta dimensión del misterio de Cristo; pero después de la conversión la acogió plenamente y habló de ella con entusiasmo. En la Carta a los Efesios, refiriéndose el misterio de Cristo, revelado ahora a los apóstoles y los profetas, dice que «los paganos son llamados en Cristo Jesús a compartir la misma herencia, a formar el mismo cuerpo y a participar de la misma pro-mesa por medio del evangelio» (Ef 3,6). Esto nos hace ver la extensión del plan de Dios.

Pedro, en su Primera Carta, hablando a los paganos convertidos, dice: «En un tiempo erais no pueblo, pero ahora, en cambio, sois el pueblo de Dios; en un tiempo estabais excluidos de la misericordia, ahora, en cambio, ha -béis obtenido misericordia» (1 Pe 2,10). Y también Pedro exulta de alegría por este acontecimiento.

Si queremos estar con Cristo, no debemos limitarnos a nuestros intereses, a nuestras preocupaciones, y ni si-quiera a nuestras obras ni a nuestros éxitos, sino tener un corazón cada vez más abierto. Solamente así corresponde-remos al deseo del corazón de Jesús. Tener una apertura universal significa rechazar toda barrera, toda limitación, y aceptar que la comunión se extienda cada vez más.

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22.- Jesús en oración: la acción de graciasJESÚS estaba siempre guiado en su ministerio por el amor del Padre y lo acogía continuamente. Queremos

meditar ahora sobre el modo en que oraba al Padre y recibía, en la oración, su amor. Así aprenderemos también no-sotros a acoger este amor en la oración.

Nuestra oración debe ser oración de Cristo en nosotros. Para que pueda serlo, hemos de contemplar largamente a Jesús en oración, de modo que podamos asumir sus mismas actitudes y tener en nosotros «los mismos sentimien-tos de Cristo Jesús» (Flp 2,5).

Tratemos, por tanto, de ver qué nos revelan los Evangelios sobre la oración de Jesús durante su existencia te-rrena. ¿De qué modo oró el Hijo de Dios que se hizo hermano nuestro?

La oración de Jesús en los EvangeliosLos Evangelios nos hablan varias veces de la oración de Jesús. Nos dicen que oraba y que lo hacía durante lar-

go tiempo. Por lo general no nos revelan el contenido de sus oraciones, sino solamente que se iba a lugares solita-rios y se retiraba a lugares desiertos para orar. Así, el propio Jesús ponía en práctica la instrucción que él mismo ha-bía dado en el Sermón de la montaña, a saber, la de orar al Padre en lo secreto (cf. Mt 6,5-6).

Jesús reservaba tiempo para orar al Padre. No le resultaba fácil, pues la gente acudía a él, y tenía que predicar, enseñar, curar a los enfermos, liberar a los poseídos, bendecir a los niños y acoger a los pecadores. Marcos dice que ni siquiera le dejaban tiempo para comer (cf. Me 3,20). Y, sin embargo, Jesús encontraba tiempo para orar al Padre.

A veces se levantaba muy temprano para poder orar largo tiempo, antes de ser asaltado de nuevo por la mu-chedumbre. Así, por ejemplo, tras una noche cortísima, porque la gente le había llevado los enfermos incluso des-pués de ponerse el sol, Jesús «de madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se levantó, salió y fue a un lugar solitario y allí se puso a hacer oración» (Mc 1,35).

Otras veces despedía Jesús a la gente y subía al monte para orar al Padre (cf. Mt 14,23 y par.). A veces pasaba una noche entera en oración (cf. Le 6,12).

El evangelista Lucas nos comunica que todos los momentos decisivos del ministerio de Jesús estuvieron pre-parados o acompañados por una oración más intensa: el momento del bautismo (3,21), la elección de los apóstoles (6,12), la confesión de fe de Pedro (9,18), la transfiguración (9,28) y, finalmente, la agonía (22,40-46).

El ejemplo de Jesús suscitaba en los apóstoles el deseo de aprender a orar: «Estaba él orando en cierto lugar y cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: “Señor, enséñanos a orar”» 11,1).

Es una petición que también nosotros debemos hacerle, especialmente en los Ejercicios. Es una petición que será ciertamente atendida, porque responde al deseo del mismo Jesús. Él no se contentará con enseñarnos el conte-nido de una oración, sino que nos enseñará interiormente cómo orar, asociándonos a su oración filial.

Acción de gracias¿Cuáles son los rasgos más importantes de la oración filial de Jesús? Durante su vida pública, antes de la pa -

sión, su oración se revela ante todo como acción de gracias. Los textos usan tres verbos: «dar gracias» (en griego: eucharistéó, de donde derivan «eucaristía» y «acción de gracias»), «bendecir» y un verbo que significa «recono-cer».

Encontramos el verbo «dar gracias» en el relato de la segunda multiplicación de los panes: «Tomó, entonces, los siete panes, dio gracias, los partió y los dio a los discípulos para los distribuyeran» (Mc 8,6). En el texto parale -lo de Mateo tenemos el mismo verbo en participio: «Jesús tomó los siete panes y los peces y, habiendo dado gra-cias, los partió, los dio a los discípulos y los discípulos a la muchedumbre» (Mt 15,36).

El evangelista Juan usa dos veces el verbo «dar gracias» al hablar de la multiplicación de los panes. La prime -ra vez cuando describe la acción de Jesús: «Entonces Jesús tomó los panes y, después de haber dado gracias, los distribuyó a los que estaban sentados» (Jn 6,11). La segunda vez cuando recuerda el milagro del día anterior: «Lle-garon otras barcas de Tiberíades, cerca del lugar donde habían comido el pan después de que el Señor hubiera dado gracias» (Jn 6,23). Esta segunda mención demuestra la importancia que el evangelista atribuye a esta forma de ora-ción de Jesús.

En otro pasaje del cuarto Evangelio, el mismo Jesús usa el verbo «dar gracias» al dirigirse al Padre. Tras la muerte de su amigo Lázaro, Jesús hizo que lo llevaran ante su tumba y, una vez allí, hizo que quitaran la piedra;

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después «levantó los ojos y dijo: “Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Sabía que siempre me escu-chas”» (Jn 11,41).

En diversos textos, la oración de Jesús no es designada con el verbo «dar gracias», sino con el verbo «bende-cir». Así sucede en el relato de la primera multiplicación de los panes en Mateo, Marcos y Lucas (cf. Mt 14,19 y par.).

Los textos griegos presentan con frecuencia únicamente el verbo «bendecir» sin complemento. En estos casos, el complemento implícito no es el pan, sino Dios: Jesús bendice a Dios en relación con el pan.

La fórmula completa «bendecir a Dios» se encuentra en j el primer capítulo del Evangelio de Lucas, antes del cántico de Zacarías: «En aquel mismo instante se le abrió la boca y se le soltó la lengua, y hablaba bendiciendo a Dios» (Lc 1,64). Zacarías decía: «Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo» (v. 68). También en el ofertorio de la misa decimos nosotros: «Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan... por este vino.». Se trata de una oración de acción de gracias.

¿Cuál es la diferencia entre «bendecir» y «dar gracias» a Dios? En realidad, no existe una verdadera diferen-cia. «Dar gracias a Dios» es la fórmula griega y «bendecir a Dios» es la hebrea. La liturgia ha unido las dos expre-siones en el momento de la consagración de la misa al recordar que Cristo «dando gracias, te bendijo» (Plegarías eucarísticas I y III).

En un pasaje evangélico encontramos otra expresión que se refiere de nuevo a una oración de Jesús. Se trata del célebre desbordamiento de corazón de Jesús: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios e inteligentes y se las ha revelado a los pequeños» 10,21; cf. Mt 11,25).

A veces se traduce por «te alabo» (así, Le 10,21 en la versión de la CEI) o «te bendigo» (Mt 11,25 en la ver-sión de la CEI y Le 10,21 y Mt 11,25 en la Biblia de Jerusalén). El verbo griego es exomologoümai, que significa «confesar», «reconocer». En el Antiguo Testamento traduce un verbo hebreo que significa «alabar» y se usa para expresar la gratitud. De este verbo hebreo deriva la palabra todah, que indica el sacrificio de alabanza, de acción de gracias. Actualmente se usa este término en Israel para decir «gracias».

Este verbo se encuentra a menudo en los Salmos y, habitualmente, se traduce por «agradecer, dar gracias». Así, por ejemplo, la invitación «dad gracias al Señor por su misericordia» se repite cuatro veces en el Salmo 107 como un estribillo.

El desbordamiento de corazón de Jesús es un desbordamiento de gratitud; revela su actitud espontánea, insis-tente y continua con respecto al Padre. Si pensamos en él, podemos entender fácilmente que el aspecto principal de la oración filial de Jesús no podía ser otro, pues ¿qué implicaba para Jesús ser Hijo sino un continuo recibir el amor del Padre y un continuo reconocer esta relación vivificadora?

El amor filial es necesariamente un amor agradecido. El Hijo no puede pretender ser él mismo la fuente del propio ser, de la propia vida, del propio amor; la fuente es el Padre. Si el Hijo quiere ser coherente con su propio ser y vivir plenamente en el amor, debe recibir todo del Padre, reconocer que recibe todo de él y abrirse, con grati -tud, a la corriente inmensa de amor que procede del Padre.

La vida filial de JesúsEl aspecto de la vida filial de Jesús se revela con particular insistencia en el Evangelio de Juan, que, entre to-

dos los Evangelios, es el que más atento está a mostrarnos las relaciones entre el Hijo y el Padre. Jesús es presenta-do como aquel que recibe todo del Padre y vive en una actitud continua de gratitud filial. Así lo expresa el mismo Jesús: «El Padre ama al Hijo y ha puesto todo en su mano» (Jn 3,35). Jesús está lleno de admiración por lo genero -so que el Padre es con él y por la confianza que le tiene, y dice: «El Padre ama al Hijo y le manifiesta todo lo que hace» (Jn 5,20);

«Como el Padre tiene vida en sí mismo, así también le ha dado al Hijo tener vida en sí mismo» (Jn 5,26).Jesús es consciente de que todo lo recibe del Padre; no solo la vida, sino también las palabras que dice, las ac-

ciones que hace, los milagros que realiza y hasta los discípulos que le siguen. Dice sobre su enseñanza: «Mi doctri -na no es mía, sino del que me ha enviado» (Jn 7,16); «Hablo como el Padre me ha enseñado» (Jn 8,28). Dice sobre sus obras: «Las obras que el Padre me ha dado» (Jn 5,36). En la oración sacerdotal dice al Padre: «La obra que me has dado» (Jn 17,4). Al hablar de sus discípulos al Padre afirma: «Eran tuyos y tú me los has dado» (Jn 17,6). Y añade: «No ruego por el mundo, sino por los que tú me has dado, porque son tuyos. Todo lo mío es tuyo y todo lo

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tuyo es mío» (Jn 17,9-10). Encontramos en esta última frase, «Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío», una ex -traordinaria expresión del amor mutuo entre el Padre y el Hijo. Los dos lo comparten todo.

Regresemos ahora a los textos que hablan de la acción de gracias del Hijo al Padre. ¿En qué circunstancias se manifestó públicamente la continua acción de gracias de Jesús? Notemos que habitualmente son circunstancias en las que nunca se nos hubiera ocurrido a nosotros dar gracias a Dios, puesto que son circunstancias de carencia, de fracaso, de dolor.

También nosotros tenemos algo que aprender, algo que corregir en nuestras actitudes interiores, si tomamos esta oración como modelo.

Nos detendremos en tres episodios que tienen una relación más estrecha con la última cena: el desbordamiento de corazón de Jesús, que da gracias al Padre por la revelación de los misterios a los pequeños, la multiplicación de los panes y la actuación ante la tumba de Lázaro.

La revelación de los misterios a los pequeñosEste episodio se nos cuenta en Mateo y en Lucas (cf. Mt 25 y Le 10,21). No conocemos exactamente las cir-

cunstancias en las que Jesús «exultó de alegría en el Espíritu Santo» 10,21) y expresó su gratitud al Padre por la re-velación hecha a los pequeños, pero el contenido de sus palabras manifiesta que se trataba de circunstancias des-concertantes y desagradables, de un fracaso en su ministerio. El mensaje de Jesús no había sido acogido por las per-sonas más inteligentes: los entendidos, los sabios, los hombres con mayor autoridad, las personas más preparadas en principio para entender y que también tenían mayor capacidad para ejercer una influencia decisiva sobre muchos otros hombres.

Este fracaso constituía para Jesús una decepción y debía también despertar en él serias preocupaciones por el futuro. ¿Cómo se podría seguir adelante pese a la incomprensión y la hostilidad de las autoridades? Los hechos de-mostrarán posteriormente que estas preocupaciones estaban justificadas, porque las consecuencias extremas de la incomprensión interrumpieron el ministerio de Jesús, con el arresto, el juicio, la condena y, finalmente, su muerte en el Calvario.

Sin embargo, en estas circunstancias tan desconcertantes, Jesús exulta en el Espíritu Santo y expresa su grati-tud al Padre diciendo: «Te expreso mi gratitud, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas co-sas a los sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños» 10,21). Es el Padre quien, con mucho acierto, lo ha decidido así.

En esta situación, humanamente decepcionante y preocupante, Jesús reconoce con júbilo una intención positi-va del Padre: reconoce, en efecto, su sabiduría y su amor por los pequeños. Jesús da al Padre su plena adhesión fi -lial: «Sí, Padre, porque así lo has querido en tu bondad» 10,21).

Esta adhesión exigía a Jesús una profunda humildad, porque el Padre estaba trazando para él el camino de la humillación. Ser rechazado por las autoridades es una gran humillación, especialmente para quien tiene que procla-mar un mensaje importante. Pero Jesús acepta de todo corazón esta situación, porque reconoce en ella el amor del Padre, especialmente a los pequeños: «las has revelado [estas cosas] a los pequeños».

Jesús reconoce que el camino de la humillación es el ca- í: mino del amor más grande, más puro, más desinte-resado. Y esta convicción le hace exultar en el Espíritu Santo.

Encontramos aquí una gran enseñanza para nosotros. Hemos de aprender a reconocer los aspectos positivos del plan de Dios, incluso en las circunstancias humanamente decepcionantes, desagradables, preocupantes. Tene-mos que llegar a esta visión espiritual que nos hará exultar de admiración y de gratitud ante la misteriosa sabiduría de Dios, ante su amor paternal.

La multiplicación de los panesA primera vista, la oración de acción de gracias, o de bendición, se presenta en la multiplicación de los panes

como un hecho ordinario de la vida cotidiana (cf. Mt 14,15-21 y par.; 15,32-38 y par.). Antes de comer, los judíos tenían la costumbre de bendecir a Dios por los alimentos que iban a tomar. Es probable que muchos pronunciaran la fórmula habitual de una manera más bien distraída y rutinaria. La actitud de Jesús -«levantó los ojos al cielo» (Mt 14,19)- demuestra que para él no se trataba de una fórmula recitada distraídamente, sino de una verdadera ora-ción filial, de un contacto directo con Dios.

Pero no es este el aspecto más importante. También en este caso podemos observar las circunstancias de esta

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acción de gracias, que no son de abundancia, sino de carencia, de carestía. Habitualmente, la acción de gracias se realiza en un contexto de abundancia, cuando no falta nada, cuando todo está preparado para la fiesta. Sin embargo, en esta situación falta todo o, más exactamente, existe una desproporción alarmante entre los pocos recursos dispo-nibles y unas necesidades enormes. En efecto, para alimentar a una muchedumbre de varios miles de personas, en una región despoblada, a una gran distancia de cualquier lugar habitado, Jesús dispone solamente de cinco panes pequeños o bollos. «¿Qué es esto para tanta gente?», comenta de forma realista el apóstol Andrés en el Evangelio de Juan (6,9).

Aparentemente, por consiguiente, no hay razones para alegrarse; es más, sería el momento para lamentarse, gemir, desanimarse y rebelarse contra Dios. Una situación de esta clase había provocado durante el éxodo lamenta-ciones, exasperaciones y rebeliones por parte del pueblo (cf. Ex 16,1-3; Nm 11,4-6). Cuando se carece de todo, la gente se rebela.

Jesús, en cambio, toma cinco panes en esta situación, levanta los ojos al cielo y bendice al Padre celestial. No se lamenta por lo que no tiene, sino que da gracias al Padre por lo que ha recibido. Este contacto agradecido con el Padre celestial desbloquea la situación.

Jesús se ha remontado hasta la fuente de todo bien. Afirma Santiago: «Toda dádiva buena y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre, creador de la luz» (Sant 1,17). Con su agradecimiento, Jesús abre el camino a la bondad divina, que entonces da a todos abundancia: «Comieron todos y se saciaron, y recogieron de los trozos sobrantes doce canastos llenos» (Mt 14,20).

Si en lugar de lamentarnos por lo que no tenemos, diéramos gracias a Dios por cuanto nos ha dado, nuestra si-tuación se habría transformado muchas veces y nosotros podríamos hacer cosas maravillosas con la gracia generosa de Dios. Las almas que dan gracias hacen maravillas. Este es un secreto muy útil: en lugar de lamentarse, encontrar motivos para dar gracias. Entonces la perspectiva se amplía de un modo o de otro.

En este episodio cabe resaltar otro aspecto, a saber, ¿cuál es exactamente el motivo por el que Jesús le da las gracias al Padre en esta circunstancia? ¿Por tener algo para comer él mismo? Habitualmente, esta es la situación de quien da gracias a Dios por lo que va a comer o ya ha comido. Pero esta no es la perspectiva de Jesús. El no ha pe-dido los panes para sí mismo, sino para distribuirlos a los demás. Jesús no da gracias a Dios por tener algo que co -mer, sino por tener algo que dar.

El Padre celestial es el que da. Jesús le da las gracias por la posibilidad que tiene de asociarse a su movimien -to, a su acción generosa: «Padre, te doy gracias por estos panes que has puesto en mis manos para que yo pueda, distribuyéndolos, participar en tu vida de amor y de don». Este es el sentido de la oración de Jesús, de su acción de gracias. Jesús ve en los dones de Dios la posibilidad de dar a los otros. Da gracias abandonándose con confianza a la generosidad del Padre.

Ante la tumba de LázaroLa perspectiva de la confianza es aún más clara y sorprendente en el episodio de la resurrección de Lázaro. La

acción de gracias es más explícita. En vez de un simple participio -«habiendo dado gracias»-, como en la multipli -cación de los panes, nos encontramos con una oración de Jesús, en discurso directo, ante la tumba de Lázaro. Le-vanta los ojos y se dirige al Padre celestial diciendo: «Padre, te doy gracias por haberme escuchado» (Jn 11,41).La situación es aquí aún más sorprendente que la del episodio anterior. En este se trataba de dar comida suficiente a una muchedumbre que se encontraba necesitada; aquí, en el caso de Lázaro, no se trata ya de un simple peligro que aún es evitable, sino de una desgracia irreversible y humanamente irremediable: la muerte.

El amigo de Jesús ha muerto; es más, lleva enterrado cuatro días (cf. Jn 1,39). Las hermanas de Lázaro están afligidas. Jesús ha llegado demasiado tarde. Marta se lo dice, y después se lo repite María: «Señor, si hubieras esta-do aquí, mi hermano no habría muerto» (Jn 11,21.32). Todos lloran, porque la muerte es un acontecimiento trágico, una ruptura definitiva. El mismo Jesús se emociona profundamente y llora.

En esta circunstancia tan dolorosa hace que lo lleven ante la tumba y que quiten la piedra, y frente al sepulcro abierto dice: «Padre, te doy gracias». ¡Cómo sorprende esta oración que contrasta tanto con las circunstancias!

Pero para entenderla debemos escucharla íntegramente. ¿Cuál es la razón de esta acción de gracias? Cierta-mente no es la muerte de Lázaro. Jesús dice: «Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Sabía que siempre me escuchas, pero lo he dicho por los que me rodean, para que crean que tú me has enviado» (Jn 11,41-42). Por tanto, Jesús no da gracias por la muerte, sino por la victoria sobre esta. La muerte se convier te en ocasión de victoria so-

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bre la misma muerte y, por tanto, en ocasión de crecimiento en la fe para mucha gente.Desde el comienzo, Jesús ha deseado vencer a la muerte, pero se ha dejado guiar por el Padre; no se apresuró a

ir a Betania para curar al amigo (cf. Jn 11,6). Y el desarrollo de los acontecimientos ha mostrado que la victoria no debía realizarse, en esta ocasión, por medio de una curación que preservara de la muerte: Lázaro no ha sido curado porque ya había muerto.

Sin embargo, Jesús no duda de la intervención del Padre; con una confianza filial extraordinaria anticipa su ac-ción de gracias justo en el momento en el que la satisfacción parece imposible: «Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Sabía que siempre me escuchas. Ahora parece que no has satisfecho el deseo que tenía de que mi amigo viviera, pero tengo la certeza de que me satisfaces dándome la victoria sobre la misma muerte». Este es el sentido de la oración de Jesús.

Dicho esto, Jesús gritó dando una gran voz: «¡Lázaro, sal afuera!». Y el muerto salió de la tumba (cf, Jn 11,43-44).

En estas circunstancias, la acción de gracias por parte de Jesús adquiere un significado muy fuerte, precisa -mente porque ha sido anticipada. Constituye un testimonio extraordinario de la vida interior de Jesús, de su unión filial con el Padre, de su confianza absoluta en superar los obstáculos más terribles. De este modo se manifiesta, con una luz intensa, la intimidad entre el Padre y el Hijo.

¿Qué nos enseñan estos episodios?Hemos visto tres episodios en los que Jesús da gracias. Es de gran utilidad que contemplemos a Jesús en estos

tres momentos en los que a nosotros no se nos hubiera ocurrido dar gracias, sino, más bien, lamentarnos, preocu-parnos y, tal vez, rebelarnos. Debemos dejarnos guiar por Jesús en su movimiento de amor filial, de un amor lleno de gratitud.

Estos tres episodios nos ayudan a comprender mejor la doble acción de gracias pronunciada por Jesús en la úl -tima cena, cuando instituyó la eucaristía.

Jesús nos enseña a buscar en cualquier circunstancia la gracia oculta que el Padre ha puesto allí, para poderle dar gracias. Jesús descubría sin dificultad esta gracia; para nosotros, en cambio, la búsqueda es difícil, porque nos detenemos en las apariencias, somos superficiales, vemos solo las circunstancias contrarias y, entonces, nos lamen-tamos.

Pero, si nos dejamos guiar por Jesús, descubrimos cada vez con más facilidad la intención positiva de Dios Pa-dre, y en toda circunstancia encontramos un motivo para dar gracias, abriéndonos a la corriente inmensa de amor que procede de él.

A veces, para conseguir esto, hay que realizar un trabajo bastante continuo. Podemos pensar en el ejemplo de santa Teresa de Lisieux durante los últimos meses de su vida. La enfermedad le provocaba también dificultades espirituales; se encontraba en la oscuridad, no veía nada, el cielo le parecía una ilusión; se hallaba en la desolación más completa. Pero en esta prueba, que para ella era tan dolorosa, trató de descubrir la intención divina. Y después de orar, reflexionar y meditar, descubrió que el Padre celestial la invitaba «a comer con los pecadores» para obtener su salvación, sobre todo la de los no creyentes.

Jesús había aceptado comer con muchos publícanos y pecadores, y santa Teresa de Lisieux comprendió que su prueba debía servir para devolver la fe a los incrédulos; una vez descubierta esta intención divina, tuvo un motivo muy profundo para dar gracias. Efectivamente, tras su muerte, esta santa ha ejercido una influencia extraordinaria sobre muchas personas incrédulas para que volvieran a la fe.

Por lo tanto, es necesario buscar el propósito de Dios, sobre todo cuando las circunstancias son dolorosas y, a primera vista, desconcertantes e inexplicables. Quien busca, encuentra el propósito divino y, entonces, puede unirse a Jesús en la acción de gracias al Padre.

Pidamos poder andar por este camino para que seamos siempre capaces de vivir en la acción de gracias al Pa-dre, en unión con el corazón filial de Jesús.

23.- «Muéstranos tu rostro»: la Transfiguración (Lc 9,28-36)Al meditar sobre el episodio de la transfiguración de Jesús Según el Evangelio de Lucas, pidamos con insis-

tencia al Señor: «Haz resplandecer sobre nosotros la luz de rostro». ¡Es tanta la necesidad que tenemos de él! Cada

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cristiano debe reflejar la luz del rostro de Cristo y de modo particular debe hacerlo quien está consagrado a él.La transfiguración aconteció para tres apóstoles (Pedro, Santiago y Juan) en un momento de grandes dudas y

de perplejidad, después de que se atenuara el entusiasmo inicial. Jesús había decepcionado a la muchedumbre que buscaba en él a un Mesías nacionalista. Era criticado y combatido por las autoridades políticas y religiosas. Parecía que se estaba retirando y retrocediendo, porque se había trasladado de Galilea al territorio de Cesarea de Filipo, al nordeste del lago de Tiberíades. Allí los discípulos habían proclamado su fe en él y lo habían reconocido como Me-sías (cf. Lc 9,18-21 y par.).

Sin embargo, en lugar de llevarlos hacia el éxito, hacia la instauración del reino glorioso de Dios, Jesús había comenzado a hablarles abiertamente de los grandes sufrimientos que le esperaban: debía ser rechazado, maltratado, matado y resucitar al tercer día (cf. Lc 9,22). Para los discípulos era difícil entender algo de aquella situación. ¿Era Jesús verdaderamente el Mesías? ¿Había venido para instaurar el reino de Dios, para hacer triunfar la justicia divina, o renunciaba a esta tarea? Los discípulos se encontraban en una situación de gran incertidumbre.

En nuestra vida, también nosotros nos quedamos perplejos, no vemos bien adonde nos conduce el Señor. Al co-mienzo tenemos un gran ideal, lo acogemos con gran entusiasmo, esperamos encontrar la satisfacción a nuestras as-piraciones más hermosas en el seguimiento de Cristo. Después, sin embargo, sobrevienen las dificultades, las contra-riedades, en nosotros o en nuestro entorno. Hay momentos en los que nos encontramos en la oscuridad. Necesitamos, entonces, que vuelva a resplandecer sobre nosotros la luz del rostro de Cristo.

Dios se revela en el monte a Moisés y a Elías¿Qué hace Jesús en estas circunstancias difíciles? El texto evangélico nos dice que «tomó consigo a Pedro, Juan

y Santiago, y subió al monte a orar» (Lc 9,28). Jesús toma consigo a los discípulos predilectos y se va al monte de la contemplación, de la oración. Lo mismo había hecho Moisés después del pecado del pueblo, o Elías, en un tiempo de crisis y desánimo.

En el capítulo 34 del libro del Éxodo leemos que el Señor invitó a Moisés a subir al monte Sinaí diciéndole: «Prepárate para mañana; sube temprano al monte Sinaí y aguárdame allí en la cumbre del monte» (v. 2). Moisés se levantó temprano y subió al monte.

Hay que hacer un esfuerzo, hay que levantarse por encima del nivel terrenal y ordinario, levantarse al nivel don-de ya no se está presionado por el engranaje de las ocupaciones inmediatas y de las dificultades habituales.

El Primer libro de los Reyes nos cuenta, en el capítulo 19, que el profeta Elías tuvo que pasar por un período de persecución por parte de la reina Jezabel. Desanimado, se lamentaba ante el Señor diciéndole: «Los israelitas han abandonado tu alianza, han demolido tus altares, han matado a espada a tus profetas. Solo quedo yo e intentan qui-tarme la vida» (v. 10). En este momento se le dijo: «Sal y párate en el monte, en presencia del Señor» (v. 11). Elías tuvo que caminar cuarenta días y cuarenta noches para llegar al monte de Dios.

Nosotros estamos haciendo este esfuerzo durante los Ejercicios, sostenidos por la gracia del Señor. Debemos ha-cerlo hasta el fondo, hasta el último día, generosamente, para que el rostro del Señor pueda resplandecer sobre noso-tros.

En el episodio de Moisés hace Dios dos cosas en el monte: primero se revela a sí mismo y después da su ley. Moisés pide al Señor: «Muéstrame tu gloria». Es un deseo que procede del corazón de todos los hombres, de todas las personas llamadas por él. Pero Dios responde: «No podrás ver mi rostro, porque ningún hombre puede verme y seguir con vida». Dios se revela a Moisés solamente de espaldas, y ya es mucho, es toda una gracia para Moisés. Es-ta gracia le permitirá llevar a cabo su misión.

También Elías recibe una revelación de Dios en el monte. No se dice que viera algo, sino que «el Señor pasó». «Vino un huracán tan violento que descuajaba los montes y hacía trizas las peñas delante del Señor; pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento vino un terremoto; pero el Señor no estaba en el terremoto. Después del terre-moto vino un fuego; pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego se oyó una brisa tenue; al sentirla, Elías se tapó el rostro con el manto, salió afuera y se puso en pie a la entrada de la cueva. Entonces oyó una voz que le de -cía: “¿Qué haces aquí, Elías?”» (1 Re 19,11-13).

Así pues, en un primer momento se revela Dios en el monte, tanto a Moisés como a Elias, y en un segundo mo-mento les da disposiciones. A Moisés le da la ley, que revela su voluntad para todo el pueblo de Israel. Es una gracia recibir la ley de Dios; el pueblo la necesita para vivir, para no andar en el camino de la perdición. La ley de Dios contiene el secreto de la vida y permite hacer una alianza con Dios.

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También Elías recibe en el monte su misión de profeta: debe ungir a Jazael como rey de Siria, a Jehú como rey de Israel y a Elíseo como su sucesor. Elías llega a conocer en el monte lo que debe hacer.

La revelación de Dios en el rostro de JesúsTambién en el episodio de la transfiguración realiza Dios estas dos cosas: se revela y da su ley, pero de forma

muy diferente al modo como se reveló a Moisés y Elías. No se revela de espaldas, como había hecho con Moisés, sino en el rostro de Jesús. Este se transfigura: su rostro cambia de aspecto y su vestimenta se hace inmaculada y res-plandeciente. Es Dios quien se revela mediante la humanidad de Jesús; y esto sucede, como nos dice Lucas, mientras ora.

En la transfiguración se manifiesta la relación del Hijo con el Padre. Jesús es el Hijo de Dios, resplandor de su gloria, expresión del ser profundo de Dios. Podemos contemplarlo extensamente en la oración para que también nos transforme esta contemplación.

El texto evangélico no nos presenta una contemplación abstracta ni atemporal; no quiere que olvidemos que la persona que así se revela viene a insertarse en nuestra historia para traernos la salvación. De ahí que junto a Jesús se presenten dos hombres que conversan con él: «Eran Moisés y Elías, que aparecieron gloriosos y comentaban el éxo -do que iba a consumar en Jerusalén» 9,30-31).

Moisés y Elías guiaron al pueblo de Israel en las etapas anteriores de su historia y prepararon la obra de Jesús; ahora conversan con él. Es como decir que el Antiguo Testamento conversa con el Nuevo Testamento. Para com-prender la revelación de Dios en el Antiguo Testamento hay que contemplar a Cristo. Por otra parte, para compren -der bien la obra de Cristo hay que reflexionar sobre las primeras etapas de la historia de la salvación. Por tanto, Moi-sés, en el monte Sinaí, y Elías, en el Horeb, nos ayudan a comprender el sentido de la transfiguración.

«Comentaban el éxodo que iba a consumar en Jerusalén». La transfiguración de Jesús está en relación con su pasión. Es una luz necesaria para poder reconocer a Jesús también en su pasión. Esta es también otra revelación de Dios que necesita la transfiguración para no parecer aterradora.

Pedro, impresionado, dice a Jesús: «Maestro, qué bien se está aquí. Hagamos tres tiendas: una para ti, una para Moisés y una para Elías» (v. 33). Esta propuesta expresa, por un lado, el deseo de ponerse al servicio de esta revela -ción y, por otra, el deseo de hacerla perdurar.

Esta es nuestra reacción ante cualquier gracia particular: quisiéramos hacerla perdurar, quisiéramos fijarla en al-guna forma humana. Pero este no es este el proyecto de Dios. La transfiguración es una gracia divina que tiene su utilidad y que debemos acoger, pero sin querernos fijar en ella de un modo humano.

«Mientras [Pedro] decía esto, vino una nube y los cubrió con su sombra» (v. 34). En vez de ser cubiertos por la tienda fabricada por el hombre, los personajes son cubiertos por una nube, que manifiesta la presencia divina.

«Y salió de la nube una voz que decía: “Este es mi Hijo, el elegido. ¡Escuchadle!”» (v. 35). Esta palabra de Dios completa la revelación.

Dios se revela en el rostro de Jesús. En la última cena, Felipe había pedido a Jesús: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta» (Jn 14,8); y Jesús le había respondido: «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (v. 9). La revelación de Dios acontece en el rostro de Jesús; no debemos buscar otro.

En el monte se revela también la ley de Dios. En la transfiguración se trata de una ley diversa, transformada, contenida en una sola palabra: «¡Escuchadle!». En lugar de las dos tablas de piedra del Sinaí, ahora tenemos como ley de Dios a una persona a quien escuchar, a una persona viva. La visión nos ayuda a adherirnos a ella. Quien ha re-conocido al Hijo de Dios lo escucha y lo sigue en su camino, que, mediante la pasión, lleva a la resurrección.

Pidamos la gracia de poder contemplar a Dios en el rostro de Jesús y de tener un gran deseo de escucharle siem-pre. No siempre nos es posible verlo transfigurado en cada momento, pero sí escucharlo. Y al escucharlo podemos estar seguros de que lo contemplaremos definitivamente.

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24.- La promesa de una nueva alianza (Jr 31,31-34)HOY meditaremos sobre la eucaristía, el gran don del Señor, el don que hizo totalmente de sí mismo en el mo-

mento de su máximo amor. Para acoger todo el amor que viene de Dios no existe mejor medio que la comunión eu -carística.

Con el fin de preparar esta meditación, nos detendremos en un texto bellísimo del profeta Jeremías, en el que habla de la promesa de la nueva alianza que hace Dios (cf. Jr 31,31-34). Jesús fundó en la última cena esta alianza nueva al decir: «Esta copa es la nueva alianza en mi sangre» (Lc 22,20 y par.). El transformó su sangre en sangre de alianza, de una alianza completamente nueva.

La promesa de la nueva alianza es una expresión sublime del amor de Dios, un don maravilloso de su amor mi-sericordioso.

La promesa de la nueva alianzaLeamos en primer lugar el texto del profeta Jeremías, en el que trataremos de profundizar posteriormente: «Mi-

rad que llegan días -oráculo del Señor- en que haré una alianza nueva con Israel y con Judá: no será como la alianza que hice con sus padres cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto: la alianza que ellos quebrantaron y yo mantuve -oráculo del Señor-; así será la alianza que haré con Israel después de aquellos días -oráculo del Señor-: Meteré mi Ley en su pecho, la escribiré en su corazón, yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo; ya no tendrán que en-señarse unos a otros diciendo: “Tienes que conocer al Señor”, porque todos, grandes y pequeños, me conocerán —oráculo del Señor-, pues yo perdonaré su iniquidad y no me acordaré más de su pecado» (Jr 31,31-34).

Lo que impresiona en este oráculo es que se hiciera la promesa en un tiempo de gran infidelidad y de castigo. El mismo oráculo comenta que los israelitas habían violado la alianza del Sinaí; se había producido la ruptura de es-ta ‘alianza, de este excelente proyecto de Dios (cf. Ex 19,2-8; 24,4-8). El texto muestra, por tanto, la asombrosa ge-nerosidad de Dios.

Varios textos proféticos nos hablan de la ruptura de la alianza entre Dios y su pueblo. Por medio del profetas Oseas dice Dios a su pueblo: «Pleitead con vuestra madre, pleitead, porque ella ya no es mi mujer y yo no soy ya su marido» (Os 2,4). La alianza matrimonial entre Dios y el pueblo de Israel ya no es posible, porque el pueblo ha sido infiel, ha caído en la prostitución.

También Isaías nos habla de la ruptura de la alianza: «La tierra ha sido profanada por sus habitantes, porque han transgredido las leyes, han desobedecido el decreto, han quebrantado la alianza eterna. Por eso la maldición de-vora la tierra» (Is 24,5-6). En el cántico de la viña, Isaías expresa la decepción de Dios porque el pueblo no ha sido fiel a la alianza: «Mi amigo tenía una viña en fértil collado. La entrecavó, la descantó y plantó buenas cepas; cons-truyó en medio una atalaya y cavó un lagar. Y esperó que diera uvas, pero dio agrazones» (Is 5,1-2).

El mismo Jeremías nos ofrece unas descripciones impresionantes de la infidelidad del pueblo. Los israelitas hanviolado todos los mandamientos de Dios; por eso se ha producido la ruptura de la alianza; Dios no puede soportar más a este pueblo y tiene que rechazarlo (cf. Jr 7,8-15).

Tengamos en cuenta que la ruptura de la primera alianza estaba escrita indeleblemente en el hecho mismo de su institución. En efecto, la primera acción del pueblo tras la conclusión de la alianza en el Sinaí fue precisamente su quebrantamiento. En el capítulo 24 del libro del Éxodo se nos había de la estipulación de la alianza entre Dios e Israel por medio de la sangre. Después se presenta una serie de prescripciones sobre el modo de realizar el culto (cf. Ex 25-31) y, finalmente, se dice: «Cuando el Señor terminó de hablar con Moisés en el monte Sinaí, le dio las dos tablas del Testimonio, tablas de piedra, escritas por el dedo de Dios» (Ex 31,18). El relato se reanuda con el episodio del becerro de oro, es decir, con la ruptura de la alianza, y con la indignación de Moisés: «En tonces se en-cendió la ira de Moisés y tiró las tablas rompiéndolas al pie del monte» (Ex 32,19). Este episodio demuestra la rup-tura de la alianza, pero también su ineficacia.

Desde ese momento estaba claro que hacía falta otra - disposición, la cual, sin embargo, no fue instituida en -tonces. En aquel momento, la alianza fue solamente restaurada tal cual era: Dios ordenó a Moisés que tomara dos tablas de piedra para volver a escribir sobre ellas las palabras escritas en las primeras tablas (cf. Ex 34,1).

La situación seguía siendo defectuosa. En la historia posterior del pueblo de Israel se fue confirmando cada vez más esta condición de fragilidad. En diversos pasajes del Pentateuco se prevé la ruptura de la alianza, se dice que no podrá cumplirse más (cf., en particular, Lv 26 y Dt 28-29). Esta predicción se cumple en tiempos de Jere -mías, quien predica la destrucción del templo (cf. Jr 7).

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El Segundo libro de las Crónicas presenta un cuadro tristísimo de la situación: «El Señor, Dios de sus padres, les enviaba continuamente mensajeros, porque sentía lástima de su pueblo y de su morada; pero ellos se burlaban de los mensajeros de Dios, se reían de sus palabras y se mofaban de los profetas, hasta que la ira del Señor se en-cendió sin remedio contra su pueblo» (2 Cr 36,15-16). El pueblo de Israel no tiene ya escapatoria. Por eso se pro-ducirá su derrota total, la invasión de los enemigos, la destrucción del templo y el destierro.

Notemos que existe una relación muy estrecha entre el tiempo de Jeremías y el de Jesús. Así como Jeremías ha -bía proclamado el peligro de una ruptura terrible y había pre- dicho la destrucción del templo, también Jesús predijo la ruina de Jerusalén y la destrucción del templo.

„ En este contexto general de destrucción y muerte, el libro de Jeremías expresa una promesa de renovación y, en cierto sentido, de resurrección: se anuncia una alianza nueva. En el Antiguo Testamento se habla con frecuencia de una renovación de la alianza, pero el oráculo de Jeremías es el único que habla de una «alianza nueva»: «Mirad que llegan días -oráculo del Señor- en que haré una alianza nueva con Israel y con Judá» (Jr 31,31). Esta alianza será nueva porque es diferente de la concluida en el Sinaí. Dios afirma: «No será como la alianza que hice con sus padres, cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto» (v. 32). La alianza del Sinaí ha sido violada y ya no sirve; hay que establecer otra que sea verdaderamente nueva.

Las características de la nueva alianzaEsta alianza nueva se presenta con características sublimes. El oráculo de Jeremías expresa una fe extraordinaria

en Dios y una aspiración religiosa pura y profunda. Mientras que en otros textos se habla de una restauración mate -rial, de prosperidad terrenal, aquí, en cambio, se propone un ideal de comunión con Dios de un modo muy íntimo y profundo.

La descripción de la nueva alianza comprende cuatro aspectos: 1. No será ya una ley escrita en piedra, sino en los corazones. 2. Creará una perfecta relación mutua entre el pueblo y Dios. 3. No será simplemente una institución colectiva, sino que dará a cada uno una relación personal con Dios. 4. Se fundamentará en el perdón total de los pe -cados. El último aspecto —el perdón total de los pecados por parte de Dios- es también la condición que hará posi-ble lo demás. La generosidad y la misericordia de Dios harán posible una alianza completamente nueva.

El primer aspecto de la nueva alianza es la transformación del corazón, una acción de Dios en el interior del hombre. Dios pondrá sus leyes en lo íntimo del hombre, las escribirá en los corazones.

En la antigua alianza, la ley estaba escrita en dos tablas de piedra (cf. Dt 4,13); pero una ley externa no puede crear verdaderamente una alianza. Si el corazón es malo, ¿para qué sirven las leyes? Es evidente que son inútiles, porque no serán respetadas, o bien serán respetadas de modo solamente externo, formal, mientras que el corazón se -guirá siendo profundamente infiel. Es más, como observa Pablo, las leyes suscitan el deseo de la transgresión (cf. Rm 7,7-8).

El oráculo de Jeremías anuncia una transformación interior del hombre, que tendrá como efecto una compren-sión verdadera de la voluntad de Dios y una adhesión sincera a él.

La necesidad de una transformación del corazón se había hecho cada vez más evidente en la historia de Israel, y los profetas habían insistido continuamente en este punto. En Isaías leemos esta lamentación de Dios: «Este pueblo se me acerca con la boca y me glorifica con los labios, mientras su corazón está lejos de mí» (Is 29,13). Y Joel pide: «Rasgad los corazones y no los vestidos; regresad al Señor Dios nuestro» (Jl 2,13).

Es necesario que el corazón se transforme para que se produzca una verdadera alianza. En muchos pasajes del Antiguo Testamento se dirige al hombre la invitación a cambiar el corazón, pero el hombre es incapaz. Era necesa-rio, entonces, que Dios transformara el corazón del hombre. Solo él puede realizar esta transformación. Por eso, me-diante el profeta Jeremías, hace Dios esta promesa: «Les daré un corazón capaz de conocerme, porque yo soy el Se-ñor» (Jr 24,7); «Escribiré mi ley en su corazón» (Jr 31,33).

Ezequiel llevará adelante el mensaje de Jeremías. A través de él, Dios habla del don de un corazón nuevo: «Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu y haré que caminéis según mis preceptos» (Ez 36,26-27).

Se trata de una promesa verdaderamente maravillosa, que responde a nuestras necesidades: tener un corazón transformado, un corazón nuevo, para amar a Dios de verdad y tener el gusto de hacer su voluntad por amor.

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«Todos, grandes y pequeños, me conocerán»Al dar un corazón nuevo, la nueva alianza instituirá una perfecta relación mutua entre Dios y su pueblo. Dice el

Señor: «Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Jr 31,33). Se producirá una pertenencia mutua y real entre Dios y su pueblo.

Esta fórmula específica de la alianza tiene siempre el verbo en futuro en el Antiguo Testamento, precisamente porque no era posible llevarla a cabo verdaderamente. Era un ideal inalcanzable, dado que no se podía ser pueblo de Dios sin cambio de corazón.

Jeremías expresa, entonces, de forma muy audaz, la relación personal de cada ser humano con el Señor, dicien-do: «Ya no tendrán que enseñarse unos a otros, mutuamente, diciendo: “Tienes que conocer al Señor”, porque todos, grandes y pequeños, me conocerán -oráculo del Señor-» (Jr 31,34).

El verbo «conocer» no tiene en hebreo, especialmente cuando se trata del conocimiento de una persona, un sig-nificado simplemente intelectual, sino que indica un vínculo, una relación vital con esa persona. Cuando los profetas se lamentan de que el pueblo no conoce al Señor, no quieren decir que Israel no sabe que el Señor existe, sino que no tiene una relación justa con él. Isaías menciona este reproche de Dios a su pueblo: «Conoce el buey a su amo, y el asno el pesebre de su dueño, pero Israel no conoce y mi pueblo no comprende» (Is 1,3). El pueblo no tiene esta rela-ción personal con Dios, una relación que se manifiesta en la vida.

Sobre este aspecto resulta notable la diferencia que existía entre la promesa hecha por Dios y la situación deplo-rable del pueblo en tiempos de Jeremías. Jeremías tenía que exhortar siempre al pueblo, recordarle los mandamientos de Dios, amenazarlo. Recuerda numerosas veces que Dios había enviado continuamente profetas para exhortar, aconsejar y señalar el camino justo. Pero todo había sido inútil, porque el corazón del pueblo era perverso y, por tan -to, las exhortaciones y las instrucciones no servían para nada.

En la nueva alianza, en cambio, no será ya necesario dar instrucciones, porque existirá una relación personal en -tre cada individuo y el Señor: «Todos, grandes y pequeños, me conocerán». Es un cambio verdaderamente impresio-nante, que nos da a entender que se tratará de una alianza íntima, de una relación personal inmediata de cada uno con Dios.

¿Cómo será posible esta alianza? Gracias al perdón de los pecados. Dice el Señor: «Pues yo perdonaré su iniqui-dad y no me acordaré más de su pecado» (Jr 31,34). Solamente quitando este obstáculo puede realizarse algo defini -tivo. En esta perspectiva de Dios se manifiesta toda su generosidad, toda su fidelidad y su misericordia.

Podemos recordar también lo que dice el profeta Ezequiel a propósito de esta nueva alianza: «Os rociaré con un agua pura que os purificará: de todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar. Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu y haré que caminéis según mis preceptos y que cumpláis mis mandatos poniéndolos por obra» (Ez 36,25-27).

La realización de la nueva alianzaEn la profecía de Jeremías falta un elemento importante: el profeta no dice cómo podría llevarse a cabo la nueva

alianza. La describe como algo maravilloso, como un cambio completo de situación, pero no señala su fundamento.Ahora bien, una alianza necesita un fundamento, y una nueva alianza no puede existir sin un nuevo fundamento.

Antes de la venida de Cristo, los israelitas leían este oráculo y lo apreciaban, pero no tenían la idea de un nuevo fun-damento. Al leerlo, solo añoraban restaurar la antigua alianza con una fidelidad más grande a la ley mosaica.

En tiempos de Jesús -y, ya un poco antes, en Qumrán, junto al mar Muerto- había una comunidad de judíos más fervientes que se definían como «los hombres de la nueva alianza». Pero en realidad se trataba, una vez más, de la antigua alianza, renovada, en cierto modo, gracias a las explicaciones de su «maestro de justicia».

Jesús, en cambio, fundó la nueva alianza con su sacrificio. La alianza antigua se había fundado en el sacrificio descrito en el libro del Éxodo, que había consistido en la inmolación de animales cuya sangre se había usado en el ri-to: «Esta es la sangre de la alianza que el Señor ha hecho con vosotros a tenor de estas palabras» (Éx 24,8), dijo Moi-sés al tiempo que rociaba con ella al pueblo.

Pero ¿qué clase de alianza puede ser la que se establece con la sangre de animales sacrificados? ¿Qué relación con Dios y con nosotros puede establecerse así?

Jesús reemplazó esta alianza externa, fundada en el sacrificio de animales, con la nueva alianza mediante su sa-crificio personal. El realizó de verdad esta alianza, porque aceptó sufrir para formar un corazón humano nuevo, en el

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que se escriba la voluntad de Dios, que es voluntad de amor. Gracias a Cristo entramos verdaderamente en la nueva alianza y tenemos realmente la ley de Dios escrita en nuestro corazón, si aceptamos en nosotros su corazón.

En el Nuevo Testamento se afirma que los creyentes pueden tener una relación personal e inmediata con Dios, de tal modo que no necesitan ya la enseñanza. En la Primera carta a los Tesalonicenses -la más antigua de sus cartas- dice Pablo: «Con respecto al amor fraterno no necesitáis que os escriba, pues vosotros mismos, en efecto, habéis aprendido de Dios a amaros unos a otros» (1 Ts 4,9). No es necesaria una enseñanza, porque Dios instruye a los cre-yentes en lo íntimo para que se amen unos a otros. Y es evidente que sin la enseñanza interior de Dios las exhorta-ciones sirven para poco.

Incluso los más pequeños entre los cristianos se encuentran en el mismo nivel que los más grandes sabios, según afirma el mismo Jesús (cf. Mt 11,25). Es más, los inteligentes deben recordar siempre esta afirmación que da un vuelco a las relaciones ordinarias: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios e inteligentes y se las revelado a los pequeños» (Mt 11,25).

En la nueva alianza, los pequeños tienen una relación inmediata e íntima con Dios, que es quien enseña en el co-razón. Y Dios no solo los enseña, sino que también establece con ellos una relación personal que es verdaderamente la realización de la nueva alianza.

Pablo dice a los cristianos de Roma que «están colmados de todo conocimiento» (Rm 15,14). Se excusa por ha-berles escrito con cierta audacia al comunicarles una enseñanza, y afirma que su intención era solamente la de hacer volver a sus mentes lo que ya sabían (cf. Rm 15,15).

Juan dice esto mismo con mayor claridad: «No os he escrito porque no conozcáis la verdad, sino precisamente porque la conocéis» (1 Jn 2,21). Retomando el oráculo de Jeremías, afirma a propósito de la unción: «Vosotros ha-béis recibido la unción del Santo, y todos vosotros tenéis el conocimiento» (1 Jn 2,20); «Y en cuanto a vosotros, la unción que de él habéis recibido permanece en vosotros y no necesitáis que nadie os enseñe. Pero como su unción os enseña todo, y es verdadera y no mentirosa, permaneced en él como ella os ha enseñado» (1 Jn 2,27). Existe, por tanto, una relación íntima y personal con el Señor de la que debemos tomar conciencia y alegrarnos.

La relación personal con DiosLa vida religiosa consiste precisamente en desarrollar esta relación íntima, personal e inmediata con Dios. Juan

completa la enseñanza de Jeremías, cuando dice que ha escrito a los creyentes porque conocen la verdad (cf. 1 Jn 2,21).

En Jeremías está presente solamente el aspecto negativo —«Ya no tendrán que enseñarse unos a otros»—, mientras que Juan muestra que el conocimiento personal de Dios permite l a comunicación entre las personas. Cuan-do se encuentra a una persona espiritual es posible hablar con ella de cosas espirituales; en cambio, quien no tiene esta relación personal con Dios, no puede entender bien lo que se dice sobre la realidad espiritual.

El conocimiento recibido de Dios y la relación personal con él hacen posible una comunicación profunda entre las personas. Obviamente, siempre existe una relación íntima que no es comunicable entre las personas. Sin embar-go, son muchas las cosas comunes que los creyentes pueden comunicarse, con alegría y con provecho.

No debemos, entonces, detenernos en el aspecto negativo de Jeremías, que paraliza y bloquea. ¿Qué clase de alianza sería aquella en la que de la relación de cada uno con Dios resultara solo la imposibilidad de comunicarse con el otro? En realidad, no estamos aislados de forma individualista, sino que tenemos la posibilidad de comunicar-nos y debemos explotar esta posibilidad. A veces, en cambio, comprobamos que no existe entre nosotros la suficien-te comunicación fraterna y espiritual.

Esta posibilidad de comunicación entre las personas nos permite progresar en la nueva alianza, que tiene necesa-riamente dos dimensiones: la relación con Dios y la relación con el prójimo. El evangelio no separa nunca estas dos relaciones. La nueva alianza es comunión con el Señor y comunión con los otros; posee todas las dimensiones de unión de los dos mandamientos: amar a Dios con todo el corazón y amar al prójimo como nos amó Jesús.

La Iglesia ha reconocido y ha proclamado siempre la dignidad de todo cristiano en su relación personal con Dios. A esta condición del cristiano se le denomina en el Nuevo Testamento parrésía. Es la libertad plena de los hi-jos de Dios para acercarse al Padre en Cristo y en el Espíritu Santo (cf. Hb 10,19-20). Por boca de Jeremías afirma el Señor: «Todos, grandes y pequeños, me conocerán» (Jr 31,34).

El respeto debido a esta relación íntima se expresa de muchos modos, especialmente en los Ejercicios espiritua -les. San Ignacio, que no tiene fama de ser una persona muy acomodadiza, porque insiste en la obediencia, recomien-

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da en los Ejercicios que cuando se trata de tomar una orientación espiritual -de hacer una elección, en el sentido de tomar una decisión importante para la propia vida-, el director no debe ejercer ninguna presión, ni en un sentido ni en otro, sobre el que hace la elección. Dice en esta perspectiva: «El que da los Ejercicios no debe mover al que los reci -be más a pobreza ni a promesa que a sus contrarios, ni a un estado o modo de vivir que a otro. [...] En los tales Ejer-cicios espirituales, más conveniente y mucho mejor es, buscando la divina voluntad, que el mismo Criador y Señor se comunique a la su ánima devota, abrazándola en su amor y alabanza, y disponiéndola por la vía que mejor podrá servirle adelante» (EE 15). La decisión no debe venir del exterior, sino que cada uno debe buscar la luz en su rela-ción personal e inmediata con Dios.

Los Ejercicios son un momento particularmente importante para que cada uno de nosotros lleve a cabo la nueva alianza. Estamos ante el Señor en una relación personal; debemos ver las cosas a su luz y decidir según esta relación de alianza personal. San Ignacio afirma que «más conveniente y mucho mejor es, buscando la divina voluntad, que el mismo Criador y Señor se comunique a la su ánima devota, abrazándola en su amor y alabanza, y disponiéndola por la vía que mejor podrá servirle adelante». Este es el conocimiento de Dios en el sentido bíblico de la expresión, es decir, la relación personal con él.

La importancia que la Iglesia atribuye a la oración mental tiene el mismo fundamento: la convicción de que ca-da uno de nosotros tiene una relación personal con Dios en Cristo y es invitado por Dios mismo a desarrollar esta re -lación. Dice el Señor en el Apocalipsis: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puer -ta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (3,20). Es una sublime expresión de intimidad personal. El Señor respeta la autonomía de las personas: si uno no quiere aceptar esta relación, él no se la impone a la fuerza. Pero si uno escucha su voz y abre la puerta, entonces se produce esta posibilidad maravillosa de una intimidad personal: «Entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo».

Henos aquí con lo que Jesús hizo posible, especialmente con la eucaristía, que adquiere todo su valor del sacrifi-cio de Cristo en la cruz, en el que lleva al límite extremo el amor al Padre y a los hermanos.

Nuestros corazones deben estar llenos de gratitud al Señor por el don de la nueva alianza

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25.-Una fe que progresa (Homilía sobre Prov 31 y Jn 11,19-27)MARTA es un personaje muy simpático. Por algunos episodios evangélicos podemos entender que tiene el mis-

mo temperamento que Pedro, un temperamento activo o, más bien, impulsivo.Como primera lectura de la misa se ha elegido un pasaje del libro de los Proverbios en el que se elogia a la mu-

jer perfecta. Es activa, adquiere lana y lino, trabaja con gusto con sus manos. «Que sus obras la alaben en las puertas de la ciudad» (Prov 31,31).

Marta tiene este temperamento activo y, como Pedro, recibe de Jesús algún reproche. El Evangelio de Lucas nos la presenta en acción mientras que María está sentada a los pies de Jesús (cf. Le 10,38-42). Marta considera que su actividad es lo correcto y que su hermana debería ayudarle. Jesús, en cambio, le hace entender que lo mejor, lo que tiene la prioridad, no es la acción, sino la escucha de la palabra de Dios. Después de esta escucha, la acción adquiere su orientación justa.

En el Evangelio de Juan vemos de nuevo el contraste entre los temperamentos de las hermanas. Marta, nada más enterarse de que Jesús llega, sale a su encuentro. Reacciona inmediatamente. María, en cambio, se queda en casa, no se mueve.

Sin duda, Marta, tras haber hecho saber a Jesús que Lázaro estaba mal, se habría quedado decepcionada por su comportamiento, pues él no se apresuró a acudir, no reaccionó como ella esperaba que lo hiciera en aquellas circuns-tancias. Sin embargo, la palabra que Marta dirige a Jesús es moderada; no le dice: «Jesús, si hubieras llegado antes, mi hermano no habría muerto», sino sencillamente: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto» (Jn 11,21).

Esta circunstancia es también para ella la ocasión de un acto sincero de fe. Se ve que Marta ha aceptado ya la advertencia de Jesús, que pone como fundamento de todo la fe en vez de la acción. Marta hace un primer acto de fe diciendo: «Pero aun ahora yo sé que cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá» (v. 22). Marta se inspira al hacer este acto de fe en la fuerza de la oración de Jesús al Padre. Jesús le responde con una promesa: «Tu hermano resucitará» (v. 23). Y Marta, con el temperamento de quien siempre tiene una respuesta inmediata, añade: «Sé que resucitará en la resurrección del último día» (v. 24).

Pero no es esto lo que Jesús quería decir. Por eso afirma: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás» (w. 25-26). De este modo muestra Jesús el sentido de toda esta experiencia dolorosa. Tiene un sentido positivo. No ha venido rápidamente para curar a Lázaro, sino que ha esperado, se ha mantenido dócil a la voluntad del Padre sabiendo que era positiva: revelar en él la capa-cidad de resucitar.

Las pruebas de la vida son siempre ocasiones de gracia. Debemos abrir los ojos y ver las gracias que se nos dan junto con las pruebas. En lugar de mantenernos en el nivel humano de la tristeza y, a veces, de la desesperación, de-bemos levantar los ojos hacia Jesús y reconocer lo que Dios no solo quiere revelarnos, sino también comunicarnos. «Yo soy la resurrección y la vida», dice Jesús. Esta revelación se realizó cuando comunicó la vida a Lázaro.

Jesús dice a Marta: «El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?» (w. 25-26). Ahora suscita Jesús en Marta un acto ulterior de fe, mucho más fuerte que el anterior. Mar-ta no duda en responder: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo» (v. 27).

Marta se ha dejado educar en la fe por la palabra de Jesús. Y también en este caso podemos advertir una seme-janza entre ella y Pedro. La profesión de fe de Marta es semejante a la de Pedro en Cesarea de Filipo. Incitado por Jesús, Pedro había respondido: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16,16). Similarmente, en una circuns-tancia más trágica, afirma Marta: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mun-do».

Por tanto, Marta es una mujer activa que se deja educar en la fe por Jesús mediante advertencias y pruebas. Acepta esta educación y, entonces, no pone ya en primer plano la acción, sino la fe, la adhesión a Cristo, la escucha de su palabra, la acogida de su don. Así toda su actividad podrá encontrar su orientación fecunda hacia la alegría, la paz y el amor.

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26.- La última cena: sacrificio de acción de graciasPROPONGO que meditemos ahora sobre la eucaristía, misterio de amor, que se encuentra en el centro de nues-

tra vida. Es sobre todo en ella donde somos llamados a acoger el amor que viene de Dios.

La última cena y la pasión y muerte de JesúsLa institución de la eucaristía es un acontecimiento extraordinario, cuyo contenido es riquísimo, un tesoro ina-

gotable, porque es una victoria del amor generoso fundado en el amor agradecido.Es la victoria del amor generoso, una victoria difícil. Impresiona el hecho de que todos los relatos de la última

cena pongan en relación la institución de la eucaristía con la traición de Judas.El relato de Pablo, en la Primera carta a los Corintios, empieza así: «El Señor Jesús, en la noche en que iba a ser

traicionado, tomó pan y, después de haber dado gracias, lo partió y dijo...» (1 Cor 11,23-24). Los sinópticos especifi-can que Jesús era consciente de la traición y que la había anunciado: «En verdad os digo que uno de vosotros, el que come conmigo, me traicionará» (Mc 14,18).

La eucaristía es, por tanto, instituida por Jesús en un contexto de traición, que es la culpa más contraria al amor, más contraria a todo dinamismo de alianza, la culpa que hiere más cruelmente el corazón.

Jesús prevé otras culpas que hieren el corazón: la triple negación del primero de los apóstoles, el abandono de los demás apóstoles, el arresto en Getsemaní, el juicio con testigos falsos, la condena, la burla, la tortura y la cruz. ¿Qué hace en estas circunstancias tan trágicas? ¿Qué habría que esperar? ¿Cuál sería la reacción espontánea de un corazón humano?

Pensemos en cómo reaccionó el profeta Jeremías en circunstancias análogas, si bien menos tremendas. Existen, en efecto, unas relaciones estrechas entre la situación de Jesús y la de Jeremías: una crisis grave; la previsión de una catástrofe para el pueblo judío; la predicción de la destrucción del templo, que influye decisivamente en la acusación contra Jeremías. En esta situación, el profeta se dirige al Señor, invocando la venganza contra sus perseguidores, y dice: «¡Oh Señor de los ejércitos, juez justo, que escrutas el corazón y la mente! Que vea yo tu venganza contra ellos, porque a ti he confiado mi causa» (Jr 11,20; 20,12; cf. Jr ll,18-19a.20 y 20,12; 18,18a.l9.21.23).

Jesús, en cambio, presenta como anticipación de su muerte, injusta y cruel en extremo, su sangre derramada, de la que se sirve para hacer un don de amor muy generoso, para fundar la nueva alianza. No puede imaginarse una vic-toria del amor sobre la muerte más grande que esta, una transformación del acontecimiento más grande que esta.

En el momento de la consagración, en la misa, pensamos en el acontecimiento de la transformación del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, al que denominamos «transustanciación». Pero hemos de ser conscientes también de otra transformación, más significativa, que aconteció en la última cena: la transformación de un acon -tecimiento de injusticia y de odio en una ocasión de amor generoso en extremo y de don de sí mismo, de un aconte-cimiento de ruptura en un acontecimiento de alianza.

De por sí, la muerte es un acontecimiento de ruptura: ruptura de las relaciones con Dios y de las relaciones con los demás hombres. Por lo que respecta a la ruptura de las relaciones con Dios, podemos recordar lo que el rey Eze-quías dice cuando estaba enfermo: «A la mitad de mis días me voy a las puertas del seol, soy privado del resto de mis años. Ya no veré al Señor en la tierra de los vivos» (Is 38,10-11). Por lo que respecta a la ruptura de las relacio -nes con los hombres, son muchos los salmos que tratan de ella.

La muerte de Jesús es la muerte de un condenado; por eso es considerada un acontecimiento de maldición. Jesús mismo se hará «maldición», como afirma Pablo: «Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros, como está escrito: “Maldito el que cuelga de un madero”» (Ga 3,13).

Pero Jesús transformó su muerte, que es acontecimiento de ruptura, en un acontecimiento de alianza. El sentido de la muerte se invierte así totalmente: la muerte produce una vida nueva y desemboca en la resurrección.

La unión entre la resurrección y la sangre de la alianza se expresa en la Carta a los Hebreos con estas palabras: «El Dios de la paz ha hecho regresar de entre los muertos al gran Pastor de las ovejas en virtud de la sangre de una alianza eterna, a Jesucristo nuestro Señor» (Hb 13,20).

En la eucaristía recibimos en nosotros esta fuerza de amor que vence al odio y la muerte, y establece una nueva alianza. La eucaristía es una victoria admirable del amor generoso.

¿Dónde está el fundamento de este amor generoso en extremo? Este se expresa con un solo verbo, que, no obs-tante, tiene una importancia decisiva: el verbo «agradecer, dar (las) gracias». En los relatos de la institución de la eu -

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caristía leemos: «Jesús tomó un pan y dio gracias...»; «tomó la copa y dio gracias...».El amor generoso de Jesús tiene como fundamento su amor agradecido. Jesús se abrió con gratitud profunda al

amor que venía del Padre. Por otra parte, la actitud habitual de Jesús en los Evangelios es propia de la actitud filial: el Hijo recibe todo del Padre y reconoce este hecho con gratitud.

Ya hemos visto lo habitual que era para Jesús esta actitud de acción de gracias. Al buscar en los textos evangéli-cos los rasgos característicos de su oración filial, hemos notado que siempre daba gracias al Padre y lo bendecía. He-mos analizado tres oraciones de agradecimiento: la que encontramos a propósito de la revelación hecha a los peque-ños; la de la primera multiplicación de los panes y la realizada ante la tumba de Lázaro.

También en la última cena abre Jesús en la acción de gracias su corazón y todo su ser al amor que le llegaba del Padre. Entenderemos mejor esta última acción de gracias, la más importante de todas, si la comparamos con las an -teriores, que arrojan luz sobre esta última.

La última cena y la oración de exultación de JesúsSi comparamos el agradecimiento de la última cena con la acción de gracias de la oración de exultación por la

revelación hecha a los pequeños (cf. Mt 11,25 y Le 10,21), advertimos fácilmente una gran semejanza en su perspec-tiva. Lo que Jesús está a punto de hacer en la última cena se corresponde exactamente con la revelación que el Padre esconde a quien se cree inteligente y sabio mientras que se la comunica a los pequeños.

Ya en el Antiguo Testamento ofrecía la Sabiduría su pan y su vino a quien se reconocía pequeño e ignorante: «Venid, comed mi pan, bebed el vino que os he preparado» (Prov 9,5). De forma semejante, Jesús ofrece a los pe -queños el pan del cielo, el pan de la sabiduría paradójica del Padre. Es un pan que no es acogido por los soberbios ni por los sabios de este mundo, porque se produce en el servicio humilde y sitúa a las personas también en el camino del servicio humilde.

En el Evangelio de Lucas, inmediatamente después de la institución de la eucaristía, dice Jesús: «El mayor entre vosotros sea como el más joven y el que gobierna como quien sirve [...]. Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Lc 22,25-27). Jesús se pone a nuestro servicio hasta hacerse comida para nosotros; se pone a nuestro servicio hasta convertirse en alimento nuestro.

El pan eucarístico, partido para alimentar a los pobres, representa -o, mejor, hace presente- la última etapa del servicio humilde de Jesús, la humillación extrema de su muerte en la cruz y la disponibilidad total que se deja comer. Es, por consiguiente, una revelación de la que quedan excluidos los espíritus soberbios y los corazones duros; en cambio, es accesible a los pequeños. Mediante la eucaristía, Dios «dispersa a los soberbios y exalta a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y despide a los ricos con las manos vacías», como dice María en el Magníficat (cf. Lc 1,46-55). La Iglesia utiliza estas frases en la liturgia de la solemnidad del cuerpo y la sangre de Cristo.

Así pues, en la acción de gracias de la última cena, Jesús puede exultar en el Espíritu Santo y repetir las palabras que ya había pronunciado en otra ocasión: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondi-do estas cosas a los sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido en tu bondad» (Lc 10,21). Estas palabras reciben su pleno sentido en la última cena.

La última cena y la multiplicación de los panesLa relación más clara con la última cena se encuentra en la multiplicación de los panes. Esta se expresa explíci -

tamente en el discurso sobre el pan de vida del cuarto Evangelio (cf. Jn 6). En la última cena, como antes de la multi -plicación de los panes, Jesús toma el pan, pronuncia la bendición con la que da gracias a Dios y, después, parte el pan y lo distribuye. Lo mismo hace con la copa de vino: pronuncia la acción de gracias y se la da a los discípulos. Los evangelistas subrayan esta relación entre la multiplicación de los panes y la última cena usando los mismos tér -minos y las mismas expresiones en los dos episodios.

A primera vista, podríamos decir que también en la última cena se presenta la oración de Jesús como un hecho habitual de la vida cotidiana. Pero, a diferencia de la multiplicación de los panes, la última cena no tiene exterior-mente nada de extraordinario: en efecto, los trozos de pan no se multiplican porque no es necesario, ya que los co -mensales son pocos.

Sin embargo, las palabras de Jesús hacen que este hecho ordinario adquiera una profundidad extraordinaria. In-mediatamente después de haber dado gracias, dice: «Tomad y comed, este es mi cuerpo... Esta es mi sangre de la alianza, derramada por muchos» (Mt 26,26-28 y par.). Estas palabras se encuentran en relación con la acción de gra-

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cias y le dan un contenido de gran intensidad. Todo el acontecimiento se caracteriza mediante esta acción de gracias, hasta el punto de que la Iglesia primitiva hablará, bien pronto, de la «institución de la eucaristía». Recordemos que la palabra griega eucharistía significa «acción de gracias».

Intentemos explicar la riqueza contenida en la sencilla fórmula «dio gracias», y veamos, ante todo, en qué senti -do pudieron comprenderla en aquel momento los apóstoles.

En la última cena, Jesús toma el pan y dice: «Bendito seas Padre. Te doy gracias por este pan que me das; a ti, que eres el Creador de todo, la fuente de toda vida, que alimentas tan generosamente a todas las criaturas. Te doy gracias por este vino, con el que alegras el corazón de los hombres; por este vino, símbolo de tu amor, que quiere unir a todos. Te doy gracias por este pan y por este vino con los que puedo continuar el movimiento de tu generosi-dad, distribuyéndolos a mis hermanos». Es claro que aquí, como en el episodio de la multiplicación de los panes, Je-sús no da gracias por lo que puede tomar él mismo, sino por lo que puede dar a los demás.

Este primer significado de la acción de gracias corresponde al primer aspecto de la situación, es decir, al de una comida tomada en común: una realidad preciosa que posee una relación particular con la paternidad divina, fuente de vida y de comunión fraterna. Todas nuestras comidas deberían tener este aspecto de relación de amor agradecido a la paternidad divina.

Pero Jesús sabe perfectamente que esta comida no será una comida ordinaria: el pan no seguirá siendo pan co-mún, un alimento material. Mientras da gracias, sabe evidentemente lo que está a punto de decir y de hacer inmedia-tamente después. Ve que el Padre le da la posibilidad de un don incomparablemente más grande, más sustancioso, más generoso que el pan material: la posibilidad de ofrecer el pan celestial para comunicar la vida divina.

En el discurso sobre el pan de vida, presentado por Juan tras la multiplicación de los panes, había dicho Jesús: «No fue Moisés quien os dio el pan del cielo; es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo» (Jn 6,32). Estas palabras nos revelan que el primer aspecto de la eucaristía no es para Jesús el hecho de que sea un don suyo, sino un don del Padre. Jesús no pretende tener la iniciativa del don, sino que presenta la eucaristía, ante todo, como un don del Padre: «Mi Padre es el que os da el verdadero pan del cielo».

Es verdad que este don del Padre es realizado por Jesús, que, por ello, puede decir: «El pan que daré es mi carne para la vida del mundo» (Jn 6,51), pero este aspecto es secundario. Jesús da gracias sobre todo por el primer aspecto: «Te doy gracias, Padre, porque, por medio de este pan, que tengo en mis manos, yo mismo me haré pan para la vida del mundo. Te doy gracias por haberme dado mi cuerpo, que puedo transformar en alimento espiritual. Te doy gra-cias por el amor que pones en mi corazón. Tú me das un corazón lleno de amor, que desea ardientemente realizar es-te don completo de mí mismo para establecer una alianza de amor nueva y eterna entre tú, Padre, y todos mis herma-nos». Este es el significado más profundo de la acción de gracias de Jesús. Acoge con gratitud el amor que viene del Padre, se abre completamente a él.

Según el discurso sobre el pan de vida, la eucaristía es un don «para la vida del mundo» (Jn 6,51). Jesús no limi-ta, por tanto, su propósito de amor al grupo pequeño que le rodea. Ordena a los apóstoles que sigan haciendo lo que él hace: «Haced esto en memoria mía».

El agradecimiento de Jesús se encuentra, por tanto, en el origen de una nueva multiplicación del pan, que, si bien no se realiza inmediatamente, está prevista y es más extraordinaria y más importante que la acontecida en el de-sierto. En realidad, el objetivo principal de esta multiplicación no había sido el de dar de comer a unos miles de per-sonas, sino el de anunciar la multiplicación del pan eucarístico a través de todos los tiempos y de todos lugares. El milagro es un «signo», como dijo Jesús a los judíos el día siguiente (cf. Jn 6,26).

Al dar gracias, Jesús hace posible esta distribución perenne, en la que participamos tantas veces. «Padre, me uno a ti con inmensa gratitud, para que tú hagas de mí el pan vivo, dado para la vida del mundo, multiplicable hasta el in-finito en beneficio de todos». Esta es la luz que la multiplicación de los panes en el desierto arroja sobre la acción de gracias de Jesús en la última cena.

La última cena y la resurrección de LázaroLa relación de la acción de gracias de la última cena con la del episodio ante la tumba de Lázaro no es tan evi -

dente. A primera vista parece existir una gran diferencia entre los dos episodios, porque en el de la tumba de Lázaro se trata de una oración hecha al aire libre, ante un sepulcro, mientras que en la última cena se trata de una comida co-mún en la intimidad del Cenáculo. Pero, si prestamos más atención, descubriremos una estrecha relación entre los dos episodios, en el sentido de que en ambos se trata de afrontar la muerte y de vencerla.

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En el primer caso, ante la tumba de Lázaro, Jesús debe afrontar la muerte de su amigo, pero también, indirecta-mente, la suya. En el segundo caso, en la última cena, Jesús afronta directamente su muerte. Con los gestos y las pa-labras de la institución eucarística hace presente, como anticipación, su propia muerte: el pan partido se convierte en su cuerpo martirizado y el vino se convierte en su sangre derramada.

Pero aún hay más: en la eucaristía, Jesús no se limita a hacer presente su muerte, sino que la transforma en oca-sión de darse a sí mismo como un don ofrecido a los demás. Y esta transformación es una victoria total sobre la mis-ma muerte.

De por sí, la muerte representa una ruptura de las relaciones entre las personas. La eucaristía, en cambio, la po-ne al servicio de la comunión entre las personas, de la instauración de una nueva alianza. Por eso, mediante el don completo, el amor triunfa sobre la muerte y produce una vida nueva extraordinariamente fecunda. La eucaristía es la victoria sobre la muerte, porque cambia complemente su sentido: transforma un acontecimiento de ruptura en un acontecimiento de unión, de alianza, de comunión.

La acción de gracias se realiza en los episodios de forma anticipada, es decir, antes de la victoria sobre la muer -te. Esta semejanza nos lleva a ver la acción de gracias de Jesús en la última cena, a la luz de su agradecimiento ante la tumba de Lázaro, como un agradecimiento anticipado por la victoria sobre la muerte: «Padre, te doy gracias por-que me has escuchado; te doy gracias porque sé por anticipado que me das la victoria sobre la muerte, para mí y para todos. Te doy gracias porque pones en mi corazón toda la fuerza de tu amor, que es capaz de vencer a la muerte, transformándola en ocasión del don más completo y más perfecto de mí mismo. Por la fuerza del amor que viene de ti, mi cuerpo se convertirá, mediante la muerte, en el pan de la vida: pan vivo y vivificador, y mi sangre se convertirá en fuente de comunión y de alianza. Todos podrán beneficiarse de este don mediante la comunión. Padre, vengo ante ti dándote las gracias por este acontecimiento maravilloso».

Como acción de gracias anticipada, esta oración constituye una revelación excepcional de la vida interior de Je-sús, de su misión filial con el Padre, en la confianza más absoluta. Y no solo es revelación, sino también acción ex-traordinariamente eficaz: en esta acción de gracias acoge Jesús el amor que viene del Padre, y este amor le da la fuer-za para dar su vida por nosotros.

Esta oración de Jesús abraza anticipadamente cuanto sucederá después, confiriéndole una dimensión nueva, un contenido diverso. La acción de gracias de Jesús fija la orientación de todo el acontecimiento pascual: la institución eucarística, la pasión y la resurrección. Todo el acontecimiento se convierte en sacrificio de agradecimiento, en euca-ristía, que culmina en la resurrección, que, como ya hemos dicho, forma parte integral del sacrificio de Jesús.

El sacrifico de acción de gracias en el Antiguo TestamentoPodemos afirmar que todo depende de esta acción de gracias de Jesús en la última cena y, en particular, que su

fruto es la resurrección de Jesús. Podemos y debemos decir que Jesús ha resucitado porque en la última cena trans -formó su muerte en sacrificio de amor generoso fundado sobre el amor agradecido.

No se trata simplemente de unas palabras de agradecimiento, sino de ofrenda, de sacrificio de acción de gracias. Sabemos que esta clase de sacrificio se practicaba muy a menudo en el Antiguo Testamento. Sin embargo, debemos notar que en nuestro caso el orden de las cosas es muy sorprendente, completamente distinto del que habitualmente encontramos en el Antiguo Testamento.

El esquema habitual en el Antiguo Testamento es sencillo: alguien se encuentra en peligro de muerte; invoca en-tonces a Dios con una oración intensa y promete ofrecerle un sacrificio de acción de gracias si escapa a la muerte. Después de que, efectivamente, ha escapado a la muerte, va al templo de Jerusalén para ofrecer, en medio de la asamblea festiva, su sacrificio de agradecimiento, que concluye con un banquete sacrificial ofrecido a todos los pre -sentes, en particular a los pobres.

Varios salmos presentan la primera parte de este esquema: descripción del peligro, invocación de ayuda para ser liberados y promesa de sacrificio. Así se encuentra en el Salmo 22, que es el gran salmo de la pasión. Su primera parte describe una situación de peligro extremo: «Me rodean toros numerosos, me acosan toros de Basán... me acosa una banda de malvados» (w. 13.17). Con estas imágenes se presenta a los adversarios del orante.

El peligro extremo en que se encuentra se entiende como la lejanía de Dios. El orante grita: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» (v. 2). Son las palabras que Jesús retomará en la cruz (cf. Mt 27,46; Me 15,34).

Esta situación provoca una súplica dirigida a Dios: «Pero tú, Señor, no te alejes; corre en mi ayuda, fuerza mía; líbrame de la espada, mi vida de las uñas del perro» (w. 20-21).

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A la súplica añade el orante la promesa de un rito de agradecimiento: «Anunciaré tu nombre a mis hermanos, te alabaré en medio de la asamblea» (v. 23).

El resto del salmo informa por anticipado de lo que el fiel, una vez salvado, dirá en el momento en el que cum-pla su voto ante la asamblea, es decir, cuando ofrezca su sacrificio de acción de gracias.

También se anuncia el banquete de comunión que seguirá al sacrificio: «Los pobres comerán, hartos quedarán; alabarán al Señor los que lo buscan» (v. 27).

Este es, por tanto, el esquema habitual: peligro, súplica, promesa de un sacrificio de acción de gracias, a los que siguen la liberación, el sacrificio y el banquete de comunión.

Otros salmos informan de la salvación obtenida y expresan la acción de gracias del fiel que se ha librado del pe-ligro. Por ejemplo, los Salmos 115 y 118, en los que el protagonista proclama: «Te doy gracias porque me has escu-chado, por has sido mi salvación» (Sal 118,21).

De nuevo, hay salmos que invitan a los fieles que han sido escuchados a ofrecer el sacrificio de acción de gra-cias. En particular, el Salmo 107, que describe diversos casos de peligro y de angustia: en el desierto, en la cárcel, en la enfermedad, en la tempestad. En cada una de estas ocasiones se dice que los creyentes «en la angustia gritaron al Señor, y él los liberó de sus angustias» (w. 6.19.28). Y también, en cada una de ellas, el salmista invita a dar gracias: «Den gracias al Señor por su misericordia, por sus prodigios en favor de los hombres» (w. 8.15.21.31). El salmista invita a los fieles a ofrecer a Dios sacrificios de acción de gracias (v. 21).

He aquí, por consiguiente, el esquema habitual en el que el sacrificio de acción de gracias se realiza en último lugar, como conclusión feliz de una aventura que amenazaba con terminar muy mal.

El sacrificio de acción de gracias de CristoLo extraordinario en el caso de Jesús es que sitúa la acción de gracias y el banquete de comunión al comienzo

de todo. En la última cena anticipa su muerte al presentar a los apóstoles el «pan partido» y la «copa derramada», ha-ciendo de ellos un don. Pero no solo anticipa su muerte, sino también, y sobre todo, la acción de gracias final por su victoria sobre la muerte. Coloca en primer lugar el elemento que habitualmente viene al final, es decir, la acción de gracias junto con el banquete sacrificial ofrecido a los fieles.

En el misterio de Cristo, expresado y definido en la institución eucarística, la acción de gracias aparece como un aspecto fundamental: se encuentra al comienzo, determinando la orientación del conjunto, y se encuentra al final co-mo actitud definitiva.

Al transformar la propia muerte en sacrificio de acción de gracias en la última cena, Jesús nos hace comprender que, para él, el aspecto principal de la pasión reside en que es un don que él recibe del amor del Padre. En el Evange -lio de Juan llama Jesús a su pasión «la copa que el Padre me ha dado» (Jn 18,11). La pasión es un don del Padre, un don que Jesús acoge con agradecimiento. En cada momento de la pasión abre Jesús su ser al amor generoso del Pa -dre. Así, y solo así, pudo avanzar hasta el extremo del amor filial y fraterno. No existía otro camino para él que el ca-mino del amor filial agradecido.

La actividad de Jesús resucitado consiste en dar gracias al Padre en medio de la asamblea de los hermanos, exactamente como preveía el salmista: «Te alabaré en medio de la asamblea» (Sal 22,23). La Carta a los Hebreos aplica explícitamente este versículo a Cristo resucitado (cf. Hb 2,12). Este es también el sentido de nuestras eucaris -tías: somos asociados al agradecimiento de Jesús resucitado, que retoma el gesto realizado antes de su pasión. Se tra-taba de un gesto profético, porque anticipaba la victoria y la acción de gracias final con el banquete de comunión.

Agradecimiento y victoria sobre la muertePodemos hacer una última observación para intentar comprender mejor este misterio profundo, que nos deja

verdaderamente maravillados. Habitualmente se hace en los salmos una distinción clara entre tres elementos: la si-tuación de peligro inicial, la liberación y la acción de gracias. Son tres momentos diferentes y sucesivos. Por ejem-plo, en el caso de la enfermedad de la que se habla en el Salmo 117, las personas estaban cerca de la muerte debido a sus pecados; estaban enfermas, se encontraban en una situación desesperada; entonces gritaron al Señor, que envió su palabra y las curó; una vez curadas, van al templo para ofrecer un sacrificio de acción de gracias.

En cambio, en el misterio de Jesús estas tres fases, tan bien diferenciadas, se unen entre sí de un modo sorpren-dente, vinculándose la una a la otra. La situación de amenaza, la prueba, entra en el agradecimiento, porque no es salvada desde fuera. No nos encontramos en primer lugar con el peligro y después con la intervención milagrosa de

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Dios que lo elimina; la muerte no se evita milagrosamente, sino que la situación de amenaza, es más, la misma muerte se transforma desde dentro en un instrumento de liberación.

Jesús venció a la muerte por medio de la muerte. La muerte misma sirve como medio de victoria y, por tanto, ella misma, transformada desde dentro, suscita la acción de gracias y se pone a su servicio. Esta es la realidad más extraordinaria: la muerte de Jesús se hace sacrificio de acción de gracias porque ha sido una victoria completa del amor divino.

Podemos entender entonces que la acción de gracias se presenta como el medio que produce la liberación. En otros casos, la persona da gracias -como es normal- después de que Dios le haya dado la salvación. En cambio, en el caso de Jesús hay que decir que él obtuvo la salvación porque dio gracias a Dios antes del acontecimiento. La acción de gracias de Jesús abrió el ser humano de Jesús al amor que venía del Padre y que le dio la victoria. El factor deter-minante de esta victoria es, por tanto, la actitud filial de acción de gracias que Jesús asumió desde el principio.

Unidos a Jesús en la ofrenda de nuestra vidaLa eucaristía nos lleva a reconocer plenamente la importancia fundamental que la actitud filial de acción de gra-

cias, que consiste en acoger con gratitud el amor que nos viene de Dios, tiene para la vida espiritual. La eucaristía nos lleva a unirnos continuamente, en toda circunstancia, al agradecimiento filial de Jesús y nos señala la causa por la que debemos dar gracias al Padre, a saber, porque él nos comunica la fuerza de su amor, que nos da la victoria en todo obstáculo al amor, haciendo del obstáculo la ocasión de un amor más fuerte y más puro.

Quien participa de verdad en la eucaristía encuentra en ella la fuerza para transformar toda su existencia en una continua ofrenda de acción de gracias a Dios, porque Dios, mediante el misterio pascual de Cristo, nos asegura conti-nuamente la victoria del amor. Si queremos vivir en el amor generoso, no debemos olvidar que su fundamento indis-pensable es el amor agradecido, que se nos comunica en la eucaristía.

No se trata de dar gracias al Señor solamente con palabras -lo cual de por sí es ya excelente y debemos hacerlo a menudo-, sino de aprender a hacer «ofrendas de acción de gracias», como Jesús, que ofreció toda su vida.

Debemos aprender a dar todo a Dios en ofrenda agradecida: pensamientos y acciones, sufrimientos y alegrías. Tenemos que ponerlo todo a su disposición, en un movimiento de acción de gracias: nosotros recibimos todo de Dios y se lo llevamos todo con agradecimiento, en unión con Jesús, en la eucaristía.

La oración de ofrenda «Tomad, Señor, y recibid...», que san Ignacio coloca al final de los Ejercicios Espiritua-les (cf. EE 234), tiene precisamente este significado: es una ofrenda de amor agradecido. «Tú, Señor, me has dado todo; yo, en acción de gracias, te ofrezco todo mi ser». Esta ofrenda no es posible si no nos unimos a la ofrenda eu-carística de Jesús. Debemos, entonces, profundizar en nuestra participación en él

27.- La oración en la hora de la prueba (Mc 14,32-42 y par.)PARA conocer más íntimamente a Jesús, para contemplar su amor en su expresión más intensa y generosa, debe-

mos meditar sobre su pasión. Jesús no solo nos dio el modelo de la oración de acción de gracias, sino que en su ago-nía en Getsemaní nos enseñó también a luchar en la oración para superar las pruebas.

Examinaremos ahora sucesivamente los tres sinópticos, Marcos, Mateo y Lucas, en este orden. Los tres nos dan una imagen de la agonía de Jesús y concuerdan en lo esencial, aun teniendo cada uno sus propias características.

La característica de Marcos es la de hacernos sentir el impacto de los hechos. Marcos es el evangelista de los acontecimientos paradójicos, misteriosos, en los que se manifiesta el designio de Dios. Mateo, en cambio, hace una catequesis, nos hace entrar en el misterio gracias a la doctrina de la Iglesia. Lucas, finalmente, es el evangelista de quien se hace discípulo, de quien da su adhesión personal a Jesús.

El relato de MarcosMarcos nos sitúa ante este hecho impresionante y desconcertante: el Hijo de Dios, que hasta este momento se ha

mostrado lleno de seguridad, lleno de autoridad, que fue a Jerusalén sin temor alguno, se encuentra ahora, en cam-bio, dominado por el miedo y la angustia. Que el Hijo de Dios esté a merced de la angustia humana es un misterio tenebroso. Afirma Marcos: «Jesús comenzó a sentir miedo y angustia» (Mc 14,33).

Jesús se confía a los tres discípulos que están con él: «Mi alma está triste hasta el punto de morir» (v. 34). Les pide que se queden cerca de él y que velen. Jesús aparece aquí como un hombre completamente aplastado por la

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prueba. Tambaleándose bajo la pesadilla del miedo y del dolor, cae en tierra: «Y adelantándose un poco, caía en tie-rra» (v. 35).

A continuación, Jesús ora al Padre pidiéndole que, si es posible, pase de él aquella hora. E inmediatamente des-pués se expresa de un modo que parece incoherente, porque dice: «¡Abbá, Padre! Todo es posible para ti, ¡aparta de mí esta copa!» (v. 36). De este modo, la condición «si es posible» es desmentida: ¡sin duda, es posible! Esta oración de Jesús es una oración de angustia extrema.

Pero enseguida añade estas palabras: «Pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú» (v. 36). Por tanto, en esta situación de angustia extrema, la reacción profunda del alma de Jesús es adherirse a la voluntad del Padre por encima de todo. No obstante el peso de la prueba, se mantiene firme en la adhesión filial al Padre.

Jesús regresa después junto a los discípulos y los encuentra dormidos. Por eso se aflige con ellos: «Simón, ¿duermes? ¿Ni una hora has podido velar? Velad y orad para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil» (w. 37-38).

La carne de Cristo es débil. Pablo dijo explícitamente que Jesús murió por la debilidad de la carne (cf. 2 Cor 13,4). Nuestra carne es aún más débil que la suya, por lo que necesitamos una oración perseverante, prolongada.

La frase «el espíritu está pronto» significa que el espíritu ve enseguida el ideal y la dirección que debe seguir; pero la posibilidad de resistir a la tentación no existe si no se da una oración prolongada capaz de infundir a la carne la orientación dada por el espíritu.

La oración prolongada es necesaria para que las cosas vislumbradas por el espíritu tomen consistencia también en nuestro ser carnal. La agonía de Cristo constituye una lección impresionante sobre la necesidad de orar continua-mente, especialmente en el tiempo de la prueba. Marcos nos pone frente a toda la dureza de la prueba y, por tanto, ante toda la realidad de la encarnación. Jesús llevó su amor hasta compartir nuestra condición humillante de debili -dad en los tiempos de prueba.

El relato de MateoMateo presenta el mismo episodio con algunas modificaciones significativas que nos hacen entender el desarro-

llo de la oración de Jesús. Marcos dice solamente que Jesús «se alejó una segunda vez diciendo las mismas palabras» (Mc 14,39). En Mateo, en cambio, tenemos dos momentos sucesivos de oración.

Al comienzo, Jesús se dirige al Padre diciendo: «Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa, pero no sea como yo quiero, sino como quieres tú» (Mt 26,39). Esta es la primera petición de Jesús: «Que pase de mí esta copa», a la que sigue la cláusula: «No sea como yo quiero, sino como quieres tú».

Está claro que para Jesús lo más importante es la unión con el Padre, la adhesión a su voluntad, que permite es-tar unidos en el amor. Por eso, tras la petición añade una cláusula.

Después de haber visto a los discípulos dormidos, Jesús, alejándose de nuevo, oraba diciendo: «Padre mío, si es-ta copa no puede pasar sin que la beba, que se haga tu voluntad» (v. 42). Vemos aquí el desarrollo de la oración de Jesús, que se hace posible precisamente al prolongarse. Esta vez, Jesús ya no pide que se aleje de él la copa, sino que dice: «Si esta copa no puede pasar..., que se haga tu voluntad». Ahora la petición directa es: «Que se haga tu volun -tad». Jesús no pide otra cosa.

Este desarrollo de la petición es el fruto normal de una oración sincera. Quien ora intensamente se da cuenta, poco a poco, de que su bien mayor es la voluntad de Dios, una voluntad llena de amor, que es la condición para unir -se con el Padre.

El relato de LucasLucas presenta este episodio de un modo un tanto diferente. Insiste dos veces en la exhortación de Jesús a los

discípulos, mientras que solo se encuentra una vez en Marcos y en Mateo. Jesús dice al comienzo: «Orad para no caer en la tentación» (Lc 22,40).

Esta primera frase de Jesús en este episodio será también la última: «¿Por qué dormís? Levantaos y orad para que no caigáis en tentación» (v. 46). Lucas, por tanto, insiste mayormente en la necesidad de la oración en unión con Jesús para evitar la tentación.

El tercer evangelista nos da una descripción más impresionante de la agonía de Jesús: «Puesto de rodillas, oraba diciendo: “Padre, si quieres, aleja de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”» (w. 41-42). Y añade a continuación: «Entonces se le apareció un ángel venido del cielo para confortarlo. Invadido por la angustia, oraba

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más intensamente y su sudor se hizo como gotas de sangre que caían en tierra» (w. 43-44).Habitualmente se da una interpretación inexacta de esta descripción de Lucas. El evangelista quiere presentar a

Jesús como un hombre que se prepara para la lucha. No dice que Jesús sintiera miedo o angustia, sino que oraba. El resultado de su oración es la aparición del ángel que acude a confortarlo. Este hecho se corresponde con la función del entrenador del atleta antes de la competición.

La perspectiva de Lucas es la siguiente: Jesús es presentado como un atleta espiritual que se prepara para una lu-cha decisiva. Así como el entrenador ayuda al atleta antes de la prueba, Jesús es ayudado por el ángel que viene para confortarlo, para darle fuerzas a fin de que se prepare para la lucha. La humanidad de Jesús quiso servirse de la ayu-da de los ángeles, como, por otra parte, quiso servirse de la ayuda de los hombres para diversas acciones.

Jesús se encuentra en un estado de tensión que implica un cierto temor. Lucas usa la palabra «agonía», que en griego no significa «el final de la vida», sino el momento de preparación para la lucha. En efecto, en griego «lucha» se dice agón, y «agonía» está en relación con este concepto. Mientras se preparaba para la lucha, Jesús oraba más in-tensamente.

La tensión extrema del atleta provoca a veces, según los autores antiguos, sudor de sangre. Así nos dice Lucas que «su sudor se hizo como gotas de sangre que caían en tierra» (v. 44). El evangelista, por tanto, nos presenta a Je-sús en la agonía como un luchador valiente que se prepara para el combate decisivo y nos ofrece este modelo de ora -ción. Pablo nos habla también más de una vez del «combate» de la oración (cf. Rm 15,30; Col 4,12).

Hemos visto tres perspectivas sobre la agonía de Jesús, que expresan el gran amor del Señor por nosotros, por-que quiso encontrarse en las mismas condiciones dolorosas en las que podemos hallarnos también nosotros. Nos ha dado no solo el consuelo de su presencia, sino también de su oración, el consuelo del ejemplo en su preparación para la lucha.

Tras la agonía, Jesús deja de estar abatido y aparece de nuevo muy seguro. Se dirige a los discípulos y les dice: «Ahora ya podéis dormir y descansar. Basta ya. Ha llegado la hora. Mirad que el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. ¡Levantaos! ¡Vámonos! Mirad, el que me va a entregar está cerca» (Mc 14,41-42). Ahora Jesús no muestra ya ningún signo de debilidad, y en la pasión nos hace ver cómo podemos afrontar la lucha de la vi-da de modo positivo y fecundo

28.- La ofrenda sacrificial de Jesús en el Espíritu SantoPROPONGO meditar en la pasión de Jesús como obra de amor de la Santísima Trinidad. Será, por lo tanto, una

meditación más doctrinal, pero nada nos impide contemplar en nuestra oración sencillamente a Jesús en la cruz o considerar algún episodio de la pasión: el arresto en el Huerto de los Olivos, el juicio ante el sanedrín o ante Pilato, o la coronación de espinas. Nos podemos sentir completamente libres para elegir lo que más favorezca a nuestro es-píritu.

Para expresar el dinamismo profundo de toda la pasión de Cristo, el autor de la Carta a los Hebreos afirma que «Cristo, movido por el Espíritu eterno, se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios» (Hb 9,14). La expresión es trinitaria (Cristo, Espíritu, Dios) y contiene una riqueza doctrinal extraordinaria.

Otros dos pasajes de la carta -el capítulo 5 y el capítulo 10, respectivamente- nos permitirán completar el cuadro y ver con qué profundidad nos muestra el autor la acción del Espíritu Santo en la pasión de Cristo, que es ofrenda de sí mismo al Padre.

Cuando afirma que «Cristo, movido por el Espíritu eterno, se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios», el autor presenta sintéticamente los aspectos principales de la pasión, centro y cumbre de la revelación bíblica. Expresa el as-pecto pasivo: «Cristo fue víctima ofrecida, sin mancha», y el aspecto activo: «Cristo se ofreció a sí mismo».

Encontramos, pues, la mención del Espíritu como inspirador de esta ofrenda, y la de Dios como destinatario de ella. El movimiento de la ofrenda llevó a Cristo junto al Padre. En el cuarto Evangelio expresa Jesús el movimiento de su pasión cuando dice: «Ahora dejo de nuevo el mundo y me voy al Padre» (Jn 16,28). El misterio de la pasión de Jesús se compara con el sacrificio de expiación del Antiguo Testamento, gracias al cual el sumo sacerdote entraba en el Santo de los santos.

Este uso de un vocabulario cultual es un aspecto particular de la Carta a los Hebreos. En los Evangelios no se dice que Cristo «se ofreció a sí mismo», sino que el Hijo del hombre ha venido para «servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20,28 y par.), que el «buen pastor da su vida por las ovejas» (Jn 10,11). Pablo afirma que «Cristo

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se dio a sí mismo» o «se entregó a sí mismo» (Ga 2,20). Solo el autor de la Carta a los Hebreos usa un verbo sacrifi -cial -«ofrecer»—, que responde a su intención. En efecto, quiere mostrar que el misterio de Cristo constituye el cum -plimiento perfecto y definitivo de toda la importante tradición cultual del Antiguo Testamento.

El Espíritu Santo en la ofrenda de CristoEl aspecto nuevo se encuentra en la función atribuida al Espíritu Santo en la ofrenda de Cristo en su pasión. En

los Evangelios se afirma con frecuencia la relación entre el Espíritu y Jesús, partiendo del momento de su concep-ción. Posteriormente, esta relación se expresa de nuevo en el bautismo y en el comienzo de su ministerio, cuando di-ce: «El Espíritu del Señor está sobre mí» (Lc 4,18). La Carta a los Hebreos añade que la ofrenda de Jesús se realizó mediante el Espíritu eterno durante la pasión.

La expresión «Espíritu eterno» es única, es decir, no se encuentra en otros pasajes de la Biblia, y por eso suscita discusiones. Pero la única interpretación coherente es la que hicieron los Padres griegos, que reconocieron en ella otro calificativo del Espíritu Santo. En muchos manuscritos se encuentra precisamente la expresión «mediante el Es-píritu Santo». En la Biblia, solo Dios es eterno, y «Espíritu eterno» quiere decir «Espíritu de Dios», «Espíritu San-to». Por lo tanto, en este caso se trata de la intervención del Espíritu Santo en la ofrenda de Jesús.

La elección de este adjetivo se clarifica en el contexto de la carta, que quiere expresar el valor de la ofrenda de Cristo con vistas a procurarnos una redención «eterna». El autor, en efecto, acaba de decir que «Cristo ha obtenido una redención eterna» (Hb 9,12) y, después, en la frase posterior, dirá que Cristo nos abre «la herencia eterna» (v. 15). Solo la fuerza del Espíritu eterno de Dios puede comunicar a Cristo todo el impulso necesario para realizar una ofrenda de sí mismo tan extraordinariamente eficaz. La realización de la redención eterna exige la intervención del Espíritu eterno.

Para acoger el amor que le venía del Padre, Cristo acogió al Espíritu Santo en su pasión. Acoger el amor que viene de Dios y acoger el Espíritu Santo son dos cosas equivalentes, porque, como dice Pablo, «el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5,5). Para acoger el amor del Padre hemos de ser dóciles al Espíritu.

Los sacrificios de la antigua alianzaEl autor de la Carta a los Hebreos relaciona el acontecimiento del Calvario con los ritos sacrificiales de la anti-

gua alianza. Describe la organización del culto antiguo, contraponiendo la ofrenda de Cristo a los sacrificios anti -guos. ¿Qué significa, entonces, la mención del Espíritu? La respuesta nos la sugiere san Juan Crisóstomo, cuando di-ce: «La expresión “por medio del Espíritu Santo” demuestra que la ofrenda no se llevó a cabo por medio del fuego o de otras cosas».

En la ofrenda de Cristo, el Espíritu Santo asume el puesto que el fuego tenía en los sacrificios antiguos. ¿Cuál era ese puesto? En el culto antiguo se trataba de hacer subir hasta Dios las víctimas inmoladas. El medio usado era el fuego, gracias al cual las víctimas se transformaban en humo que subía hacia el cielo. Dios podía, entonces, respi-rar el perfume del sacrificio y ser complacido de este modo.

En la Biblia se dice, de hecho, a propósito del sacrificio ‘de Noé: «El Señor olió el suave aroma» (Gn 8,21). Es -ta representación dio origen a la expresión «sacrificio de suave aroma», que se encuentra en el Nuevo Testamento y en el lenguaje litúrgico. Por lo tanto, el fuego daba a la ofrenda la fuerza ascensional necesaria para llegar a Dios.

Pero la Biblia precisa que no cualquier fuego era apto para esta función sacrificial. Para hacer subir las víctimas junto a Dios hacía falta un fuego que hubiera venido de Dios mismo. Solo un fuego bajado del cielo era capaz de hacer subir y de llevar consigo las ofrendas. Por eso el libro del Levítico señala que la inauguración del culto sacrifi -cial del pueblo de Dios se llevó a cabo mediante un fuego procedente de Dios: «Un fuego salió de la presencia del Señor y consumó el holocausto y las grasas en el altar» (Lv 9,24).

Un acontecimiento semejante ponía en la misma perspectiva el culto del templo de Salomón. En el Segundo li-bro de las Crónicas leemos que en el día de la dedicación del templo «cuando Salomón acabó de orar, bajó fuego del cielo que consumió el holocausto y las otras víctimas» (2 Cr 7,1).

Según las prescripciones de la ley, debía conservarse con cuidado el fuego celestial que había bajado sobre el altar para que sirviera ininterrumpidamente en los sacrificios. Un precepto del Levítico ordenaba que se tuviera siempre encendido el fuego en el altar y que nunca se dejara apagar (cf. Lv 6,5-6). Por consiguiente, era siempre el mismo fuego divino el que hacía subir a las víctimas.

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La importancia atribuida a esta tradición aparece claramente en un episodio del Segundo libro de los Macabeos. Se nos cuenta que, en el momento de la deportación, los sacerdotes fieles, después de haber tomado el fuego del al-tar, lo habían escondido en un pozo seco para preservarlo de la profanación de los paganos. Al regresar del exilio y con la reanudación del culto en Jerusalén, los hijos de aquellos sacerdotes fueron enviados a buscar el fuego divino oculto. Pero en lugar de fuego, encontraron una especie de «agua grasa». El fuego se había transformado en líquido.

Ellos lo sacaron y, después de haber organizado todo para la ofrenda de los primeros sacrificios, rociaron con aquella agua la leña y cuanto había encima. Después, cuando el sol, que antes había estado cubierto de nubes, co-menzó a lucir, se encendió una gran hoguera para asombro de todos. El agua había vuelto a convertirse en fuego (cf. 2 Mac 1,18-22).

Así se aseguró la continuidad del fuego del altar antes y después del exilio. El final del relato nos da a entender que la famosa «agua grasa» era en realidad nafta, petróleo bruto. De hecho, al lugar donde estaba el pozo se le llamó «Neftar» o «Neftai» (2 Mac 1,36).

Este relato puede hacernos sonreír, pero contiene una intuición sobre la naturaleza del sacrificio. Con el término «sacrificio» entendemos nosotros hoy solamente privación o sufrimiento; para nosotros es un concepto negativo. En cambio, el término «sacrificio» significa realmente «acción que hace sagrado algo». Sacrificar quiere decir «hacer sagrado», como purificar quiere decir «hacer puro» y simplificar «hacer simple». En esta perspectiva, el sacrificio es una acción muy positiva.

En el Antiguo Testamento, el sacrificio no consistía en la inmolación del animal ofrecido -pues el sacerdote no realizaba esta acción-, y menos aún en los sufrimientos, un tema del que no se habla nunca, sino en la transforma -ción de la víctima por medio del fuego sagrado.

La Biblia nos da a entender que el hombre no puede hacer por sí mismo un sacrificio, sino que solo Dios puede hacer sagrado algo, comunicándole su santidad. De por sí, el sacrificio es un acto que valoriza inmensamente algo, precisamente porque lo llena de santidad divina. El hombre no puede realizar esta acción porque no puede infundir en ella la gracia divina. Solo puede presentar una ofrenda. Pero para que esta se haga sagrada es necesaria una ac-ción de Dios; es necesario que Dios la tome, la transforme y la haga subir por medio de su fuego divino.

Esta es la verdadera noción de sacrificio, que, lamentablemente, hoy ya no se entiende así.

El fuego de Dios es el Espíritu SantoLa intuición del Antiguo Testamento se quedaba a mitad de camino, porque el fuego divino se concebía como

algo material. Gracias al rayo que una vez cayó del cielo sobre el altar, los sacerdotes pensaban que tenían a su dis-posición una fuerza divina en el fuego que se mantenía encendido en el altar de los holocaustos.

Pero el autor de la Carta a los Hebreos se liberó de este concepto rudimentario. Al meditar en la pasión de Je-sús, descubrió el significado del símbolo: el fuego de Dios no es el rayo que cae de las nubes, sino el Espíritu Santo, Espíritu de santificación, que es capaz de realizar la transformación sacrificial, de comunicar a la ofrenda la santidad de Dios. Ninguna fuerza material, ni siquiera la del fuego, puede hacer subir una ofrenda hasta Dios, porque no se trata de un viaje en el espacio. Para acercarse a Dios, el hombre no necesita un movimiento externo, sino un impulso interior.

Quien comunica este impulso es el Espíritu de Dios. El sacrificio de Cristo, por tanto, no se ha llevado a cabo por medio del fuego que ardía continuamente en el altar del templo, sino por medio del Espíritu eterno. El Espíritu es el elemento activo que produce el dinamismo interior de la ofrenda de Cristo.

Animado por la fuerza del Espíritu, Cristo tuvo el impulso interior necesario para transformar la propia muerte en ofrenda perfecta de sí mismo al Padre. Esta fuerza espiritual realizó la verdadera transformación sacrificial al ha-cer pasar la naturaleza humana de Cristo del plano «de la sangre y de la carne» (Hb 2,14) al plano de la intimidad ce-lestial con Dios (Hb 9,24).

La acción del Espíritu en la ofrenda sacerdotal de CristoDebemos tener el mismo concepto de sacrificio, a saber, un concepto positivo de la santificación por medio del

Espíritu Santo, es decir, por medio del amor que viene de Dios. La expresión «Espíritu eterno» puede parecer un tan-to abstracta porque es muy densa.

Para entender mejor cómo se había llevado a cabo la acción del Espíritu en la ofrenda de Cristo durante la últi-ma cena y la pasión, debemos recurrir a otro pasaje de la Carta a los Hebreos en el que aparece una perspectiva per -

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sonal, existencial, que completa la cultual del capítulo 9. Se trata de Hb 5,7-8.Este pasaje se encuentra en un contexto semejante al del capítulo 9 porque concierne también a la ofrenda sacer-

dotal. Los dos pasajes comienzan de forma similar: «Todo sumo sacerdote es elegido de entre los hombres y por el bien de los hombres es constituido tal en las cosas concernientes a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pe -cados» (Hb 5,1). «Todo sumo sacerdote es constituido para ofrecer dones y sacrificios» (Hb 8,3). A continuación dan diversos detalles sobre las ofrendas del culto antiguo y, finalmente, describen la ofrenda de Cristo.

Pero en el capítulo 5, el autor, en vez de contentarse con una fórmula general, nos pone ante los ojos una escena dramática. Nos muestra a Cristo, que «en los días de su carne, ofreció oraciones y súplicas, con grito vehemente y lágrimas, a Dios, que podía salvarlo de la muerte, y por su profundo respeto fue escuchado. Aun siendo Hijo, apren-dió, sin embargo, la obediencia por lo que sufrió y, hecho perfecto, se convirtió en causa de salvación eterna para los que le obedecen, proclamado por Dios sumo sacerdote al modo de Melquisedec» (Hb 5,7-10).

Mientras que en el capítulo 9 el autor afirma que «Cristo se ofreció a sí mismo», sin suministrar ningún detalle sobre las circunstancias de la ofrenda, en el capítulo 5 nos presenta muchos detalles. Nos muestra a Jesús en una si-tuación angustiosa, en un peligro gravísimo de muerte inminente, que suscita en él una oración intensa a Dios, «que podía salvarlo de la muerte».

Es evidente que esta oración no era un rito preestablecido, sino la expresión viva de una angustia extrema, como muestran el «grito vehemente» y las «lágrimas». Podemos encontrar aquí una referencia a la agonía de Jesús en Ge-tsemaní, sobre la que ya hemos meditado.

Sin embargo, el autor no se limita a este episodio. Cuando habla de «grito vehemente» alude al grito de Jesús en la cruz. Por eso toma en consideración toda la pasión y nos indica el modo en que Jesús la afrontó: con una actitud de oración y de ofrenda o, más exactamente, con una ofrenda de oración.

En este pasaje, el autor no habla de Espíritu, sino de carne. Especifica que la ofrenda de Jesús tuvo lugar «en los días de su carne». Esta es la traducción literal del texto griego, que las versiones habitualmente modifican. Este ele-mento es muy útil para profundizar en el misterio. Nos menciona un primer aspecto de la ofrenda de Cristo, que no fue un fácil impulso de un ser totalmente espiritual que se levanta hasta Dios sin encontrar ningún obstáculo, sino una lucha difícil, una transformación dolorosa, mediante sufrimientos y lágrimas.

El punto de partida de la ofrenda no fue para Jesús algo glorioso, sino radicalmente humilde. Había asumido verdaderamente nuestra carne frágil, débil, mortal; por eso se encontró en una situación de angustia tremenda a partir de la cual llegó a la ofrenda de sí mismo por medio del Espíritu Santo. ¿De qué modo? «Ofreciendo oraciones y sú -plicas».

La «ofrenda de sí mismo», de la que habla el capítulo 9, comenzó con la «ofrenda de oraciones». «Con profun -do respeto» a Dios, Cristo abrió su ser humano angustiado a la acción de Dios, que lo escuchó mediante la obe-diencia dolorosa. Cristo «aprendió la obediencia por lo que sufrió» (Hb 5,8).

La meditación sobre los dos textos nos hace entender que Cristo abría, en la oración, su ser humano al Espíritu Santo, el cual le dio el impulso necesario para «ofrecerse a sí mismo a Dios» y convertirse, así, en «causa de salva-ción eterna para todos nosotros».

En el fondo, la oración no tiene otro objetivo que el de abrir al ser humano a la acción transformadora del Es-píritu de Dios. Jesús nos lo sugiere cuando, en el Evangelio de Lucas, dice que «Dios dará el Espíritu Santo a quie-nes lo pidan» 11,13). La escucha de toda oración consiste siempre en que Dios Padre da el Espíritu Santo transfor-mando la situación. En su bondad infinita, el Padre no nos da solamente lo que pedimos, y que, a menudo, está en un nivel inferior, sino que transforma la situación y nos da el Espíritu Santo creador que permite una solución nueva de la situación.

Los dos aspectos de la ofrenda de CristoEl texto tan impresionante del capítulo 5 nos permite captar dos aspectos existenciales de la ofrenda de Cristo:

la obediencia al Padre y la solidaridad fraterna con los hombres. En estos dos aspectos se manifiesta el dinamismo que el Espíritu Santo pone en acción en la pasión de Jesús como respuesta a su oración.

El primer resultado de la oración de Jesús es que «aprendió la obediencia por lo que sufrió». De por sí, el sufri-miento no provoca un movimiento de adhesión, sino de repulsión: la persona que sufre tiene la tentación de rebelarse contra Dios. Sin embargo, cuando se asume el sufrimiento en la oración, se convierte en la ocasión de una transfor -mación positiva realizada por el Espíritu Santo.

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El Espíritu Santo llevó a Jesús en su pasión a una perfección nueva de obediencia, a la adhesión perfecta de su naturaleza humana a la voluntad de Dios. Lo hemos visto en el relato mateano de la agonía: la oración produce la ad-hesión a la voluntad de Dios. Del mismo modo dice Pablo de Cristo: «Se hizo obediente hasta la muerte, y una muer-te de cruz» (Flp 2,8).

El autor de la Carta a los Hebreos añade a este primer aspecto fundamental el de la solidaridad con los hombres. En efecto, todo el pasaje del capítulo 5 está dominado por el tema de la misericordia sacerdotal, expresado al final del capítulo 4: «No tenemos un sumo sacerdote que no sepa compartir nuestras debilidades: él fue puesto a prueba en todo, como nosotros, menos en el pecado» (Hb 4,15).

Las situaciones dramáticas en la agonía y en la cruz manifiestan hasta qué punto Cristo fue solidario con no-sotros. Su oración integra todas nuestras súplicas. Por eso, la escucha de su oración no vale solo para él, sino también para nosotros. Afirma la Carta a los Hebreos: «Cristo se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (5,9).

Podemos, entonces, notar que el dinamismo del Espíritu Santo se manifestó en la pasión de Cristo de dos modos íntimamente conectados: el Espíritu llevó a Cristo a una adhesión perfecta a la voluntad salvífica de Dios y a una so-lidaridad completa con los hombres. Cristo vivió tanto la una como la otra hasta el extremo, es decir, hasta la muerte y la victoria sobre la muerte.

Es fácil reconocer aquí las dos dimensiones inseparables del amor evangélico: el amor a Dios y el amor al próji -mo. En consecuencia, podemos concluir diciendo que la acción del Espíritu de Dios en la pasión de Cristo consistió en llenarlo de toda la fuerza de la caridad divina. Esta es la verdadera fuerza ascensional. Para transformar la muerte injustamente sufrida en una ofrenda generosa de sí mismo, se necesitaba esta fuerza, con los dos aspectos insepara-bles del amor a Dios y del amor al prójimo.

El fuego divino, que transformó a Cristo en un sacrificio grato a Dios, no fue sino el fuego de la caridad, el fue-go del Espíritu Santo. Lo sugiere la Carta a los Hebreos y lo dice aún más claramente la Carta a los Efesios: «Cristo nos amó y se dio a sí mismo por nosotros, ofreciéndose a Dios en sacrifico grato a él» (Ef 5,2), sacrificio de suave aroma.

La frase «Cristo nos amó» expresa el amor divino, y la frase «se dio a sí mismo por nosotros, ofreciéndose a Dios en sacrificio» expresa el aspecto sacrificial.

Tomás de Aquino percibió también esta conexión. Comentando el pasaje de la Carta a los Hebreos en el que se dice que Cristo se ofreció a sí mismo por medio del Espíritu eterno, afirma: «La causa por la que Cristo derramó su sangre fue el Espíritu Santo, por cuyo movimiento e impulso -es decir, el amor a Dios y al prójimo-hizo Cristo esto».

En el misterio de Cristo se renueva profundamente el culto desde el interior, gracias al aspecto personal, existen-cial, y así es llevado a una plenitud inaudita que está destinada a comunicarse a nosotros.

El Espíritu Santo y la nueva alianzaPara apreciar todo el alcance de la acción del Espíritu Santo en la pasión de Cristo es necesario considerar la fe -

cundidad del sacrificio, los efectos que tiene para nosotros. El efecto principal, que integra en sí todos los demás, es la fundación de la nueva alianza. Inmediatamente después de la frase que alude a la ofrenda personal de Cristo, he-cha «mediante el Espíritu eterno», el autor de la Carta a los Hebreos afirma: «Por eso, él es el mediador de una alian-za nueva» (Hb 9,15).

¿Qué relaciones podemos evidenciar entre la acción del Espíritu y la fundación de la nueva alianza? Para res -ponder a esta pregunta debemos seguir al autor en la confrontación que establece entre la antigua alianza y la nueva.

Todos los ritos y los sacrificios estaban en el Antiguo Testamento en relación con la alianza, porque su objetivo era el de establecerla, conservarla o renovarla. Sin embargo, constituían un sistema de separaciones rituales. Dado que no todo el pueblo tenía la santidad requerida para acercarse a Dios, se había reservado una tribu -la de Leví- para el servicio litúrgico. De una familia de esta tribu se elegía a un miembro que, convertido en sumo sacerdote, era ad -mitido, una vez al año, en el Santo de los santos. Pero, al no poder ejercer directamente la mediación, porque tam-bién era pecador, y no era, por tanto, digno ni capaz de ofrecerse a sí mismo, debía elegir un animal sin defecto y se-pararlo del mundo profano mediante la inmolación y la combustión sacrificial. Se trataba, por tanto, de una búsqueda de la relación con Dios mediante toda una serie de separaciones rituales.

El autor de la Carta a los Hebreos hace observar, con gran agudeza teológica, que el culto del Antiguo Testa -mento era incapaz de establecer una mediación válida. La razón es sencilla y el autor la expresa con pocas palabras:

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en el culto antiguo «todo era ritos de carne», es decir, ritos en los que no entraba en acción el Espíritu Santo. Un ani -mal no puede acoger en sí mismo la acción del Espíritu Santo. Las víctimas antiguas se ofrecían mediante un fuego material, no mediante el Espíritu Santo.

Pero ¿qué mediación podría realizar un animal inmolado y quemado? ¿Qué comunión puede existir entre un animal y el Dios vivo? ¿Entre el cadáver de un animal y la conciencia de un hombre? Ninguna. Los sacrificios del Antiguo Testamento no podían purificar realmente las conciencias ni comunicar la santidad, como se dice varias ve -ces en la Carta a los Hebreos. Así pues, la antigua alianza no era realmente efectiva.

En el caso de Cristo encontramos, en cambio, una verdadera mediación y, por lo tanto, una alianza efectiva, só-lida, definitiva, mediante la acción del Espíritu Santo. En la pasión invocó mediante la oración y acogió mediante la obediencia la acción del Espíritu eterno. Con su ofrenda, Cristo abolió todas las separaciones antiguas. En ella, en efecto, se obtuvo la unión perfecta entre él, la víctima y Dios, porque Jesús, bajo el impulso del Espíritu Santo, acep-tó plenamente la voluntad de Dios. Nos lo recuerda la Carta a los Hebreos cuando menciona las palabras que Cristo dice al entrar en el mundo: «He aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad» (Hb 10,7). Así pues, Cristo fue una víctima perfectamente grata a Dios.

Se abolió la separación entre víctima y sacerdote, porque Cristo, bajo el impulso del Espíritu, se ofreció a sí mis-mo: no tomó la sangre de los toros y de las cabras, sino que derramó su propia sangre; no presentó cadáveres de ani-males inmolados, sino que hizo la ofrenda de su cuerpo, aceptando sufrir y morir por nosotros. Por consiguiente, en él son una misma cosa el sacerdote y la víctima.

Se superó también la última separación -la que existía entre el sacerdote y el pueblo-, porque, según la inspira -ción dada por el Espíritu de amor, el sacrificio de Cristo consistió en hacerse solidario con los hombres hasta la muerte.

Por todos estos aspectos, la sangre de Cristo se convirtió verdaderamente en sangre de la alianza eterna. Dicho con otras palabras, la sangre de Cristo adquiere su valor por la relación con el Espíritu eterno, una relación que es instaurada en la ofrenda del Calvario.

La doble eficacia de la sangre de CristoCristo se comunica con nosotros por medio de su preciosísima sangre. En efecto, la frase que estamos conside-

rando, del capítulo 9 de la Carta a los Hebreos, sirve para explicar la eficacia extraordinaria de la sangre de Cristo. El autor afirma que «la sangre de Cristo -que, movido por el Espíritu eterno, se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios- purificará nuestra conciencia de las obras de la muerte para que sirvamos al Dios vivo» (Hb 9,14).

La eficacia de la sangre de Cristo es doble: posee un aspecto de purificación y un aspecto que nos pone en rela-ción con Dios. Por medio de ella somos liberados de nuestras culpas y nos hacemos capaces de servir al Dios vivo.

En los sacrificios del Antiguo Testamento, la función de la sangre era muy importante para la expiación de los pecados y para la alianza con Dios. Puesto que contiene una fuerza vital, la sangre era consideraba sagrada y servía para los sacrificios.

Pero el autor de la Carta a los Hebreos observa que se trataba de sangre de animales, incapaz de ejercer una ac-ción real en la conciencia de las personas. En este sentido afirma: «Es imposible que la sangre de toros y de cabras elimine los pecados» (Hb 10,4). Lo mismo vale para la alianza entre los hombres y Dios. Se trataba, por tanto, solo de un ritualismo ineficaz.

La situación es completamente diferente con la sangre de Cristo. Aquí pasamos de una sacralidad básica inefi -caz a un valor espiritual extraordinariamente eficaz. La sangre de Cristo adquiere su valor por una ofrenda personal perfecta, hecha bajo el impulso del Espíritu Santo.

La nueva alianza en el sacrificio de CristoPodemos hacer una última observación. Es importante que veamos precisamente el aspecto de alianza nueva

que se hace presente en el sacrificio de Cristo.Según la profecía de Jeremías, la nueva alianza consistiría en una transformación del corazón humano realizada

por Dios, que prometía: «Pondré mi ley en su alma, la escribiré en su corazón» (Jr 31,33). La nueva alianza se reali-zó, en primer lugar, en el corazón de Cristo, porque, como dice la Carta a los Hebreos, «él aprendió la obediencia por lo que sufrió» (Hb 5,8) y, así, fue perfeccionado (Hb 5,9).

Este es el aspecto más profundo y más conmovedor de la pasión de Cristo, a saber, la aceptación de una trans -

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formación de su corazón humano por medio de la obediencia redentora. Como hijo no la necesitaba, pero la aceptó por nosotros. Aceptó la transformación de su corazón de hombre en el sufrimiento para llegar a ser perfecto.

Esta profecía de Jeremías se entiende frecuentemente de un modo superficial, como si su realización no presen-tara la mínima dificultad y solo bastara alguna dulce experiencia de unión afectiva con Dios. En realidad, para escri -bir la ley de Dios en el corazón del hombre no podía bastar una dulce emoción, sino que se necesitaba una transfor-mación radical del corazón del hombre, un aprendizaje de la obediencia mediante el sufrimiento.

¿Dónde encontrar a un hombre capaz de afrontar tal transformación de su ser en el fuego devorador de la cari -dad divina? Para un hombre pecador es algo imposible, pues no puede acoger beneficiosamente la acción del Espí-ritu de Dios mediante el sufrimiento, ante el que se resiste, no lo entiende, se rebela...

Pero se presentó Jesús y dijo: «He aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad» (H b 10,8). Aceptó entrar en el camino de la ofrenda, que abre el ser al Espíritu, y, con el impulso que le dio el Espíritu, se ofreció a sí mismo a Dios y «aprendió la obediencia por lo que sufrió». Así fue «hecho perfecto». Al obedecer, Jesús tiene la ley de Dios escrita de forma nueva en su corazón de hombre.

Así, en él, hecho perfecto por medio de su sacrificio, se realizó la nueva alianza. Y sus destinatarios somos no-sotros, puesto que esta transformación se llevó a cabo por nosotros. Jesús nos la comunica si no ponemos obstáculo a su acción en nosotros.

Podemos entonces intuir toda la profundidad y la extensión de la acción del Espíritu Santo en la pasión de Cris-to. Más allá del oráculo de Jeremías, que no habla del Espíritu, vemos cumplida aquí la profecía paralela de Eze-quiel: «Os daré un corazón nuevo, pondré dentro de vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré mi espíritu .dentro de vosotros y os haré vivir según mis preceptos» (Ez 36,26-27).

Formar para los hombres un corazón nuevo, esta es la acción del Espíritu Santo en la pasión de Cristo, según la voluntad de amor del Padre. El corazón de Jesús, hecho perfecto en la obediencia redentora, nos es dado por el Padre y debemos acogerlo en nosotros. Así mismo entonces acogemos al Espíritu Santo, que hace de nosotros el pueblo de una nueva alianza, llamado a presentar al Padre ofrendas espirituales en unión con la ofrenda perfecta del Hijo predi -lecto (Cf. 1 Pe 2,5)

Cada uno de nosotros está llamado a vivir según la propia gracia lo que Cristo vivió en la pasión, en los aconte-cimientos concretos de nuestra existencia. Es decir, cada uno está llamado a acoger en todas las circunstancias, espe-cialmente en las más dolorosas, el amor que viene de la Santísima Trinidad y a transformar todo de manera muy po-sitiva.

29.- Jesús se revela a sí mismo en la pasión (Homilía sobre Mc 14,55-65)LA luz brilla más en las tinieblas. La revelación de Jesús se hace más brillante en las tinieblas de la pasión.

Jesús aparece en toda su mansedumbre y en toda su majestad mientras que la maldad humana intentaba deshacer-se de él.

En este pasaje evangélico hallamos la revelación misteriosa de la persona y de la obra de Cristo. En el Evan-gelio de Marcos, la revelación de la persona de Jesús se reserva para el momento de la pasión, porque, con ante-rioridad, había ordenado que se callaran, que no revelaran su identidad. Incluso cuando Pedro lo proclama Me-sías, enseguida le ordena que no se lo diga a los demás (cf. Me 8,30).

En cambio, ante el sumo sacerdote, cuando se le pregunta solemnemente: «¿Eres tú el Cristo, el Hijo de Dios bendito?», él responde: «Yo soy» (Me 14,62).

Esta revelación del Hijo de Dios está garantizada precisamente por las circunstancias, porque de esta declara-ción Jesús no puede esperar nada bueno a su favor: sabe perfectamente que el resultado de la revelación será para él la humillación extrema y la condena a muerte. Por eso no hay ningún motivo para dudar de la sinceridad de es -ta declaración, que no es en absoluto interesada.

En este contexto de tinieblas se reconoce Jesús como Hijo de Dios y anuncia, en el momento más humillante, su manifestación gloriosa: «Veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha de la Potencia de Dios y venir con las nubes del cielo» (v. 62). Jesús, un prisionero, un acusado que será condenado en breve, anuncia que se sentará a la derecha de Dios en el cielo. Se refiere al salmo mesiánico que habla de la entronización del Mesías (cf. Sal 110,1), y no en el momento del honor, sino en el de la humillación. En esta circunstancia revela su persona solo

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por amor generoso; hace esta revelación sin esperar ningún beneficio para sí mismo.Con la persona de Jesús, en este momento se rechaza también su obra, a las que se alude, de modo paradóji-

co, en las acusaciones que se hacen contra él: «Nosotros le oímos decir: “Yo destruiré este templo hecho por ma -nos humanas y en tres días edificaré otro no hecho por manos humanas”» (v. 58).

Es claramente un falso testimonio, porque Jesús no había dicho nunca: «Yo destruiré este templo». Cierta-mente, sí había anunciado la destrucción del templo, pero no por obra suya. Según el Evangelio de Juan había di-cho: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré» (Jn 2,19). Esto es muy diferente de lo que se dice en la acusación.

Los judíos están destruyendo el templo de Dios, el verdadero templo de Dios, que es el cuerpo de Jesús. Pero por medio de esta muerte, gracias a la fuerza de su amor, Jesús hará surgir otro templo: su cuerpo glorificado, del cual todos nosotros estamos llamados a ser miembros, para ser con él el verdadero santuario de Dios, un santuario no hecho por manos humanas, sino por el Espíritu Santo.

Estos dos aspectos de la revelación y de la obra de Jesús están presentes en todas las etapas del relato evan-gélico. Cuando Jesús está en la cruz, sus adversarios recuerdan de nuevo su pretensión de edificar un templo en tres días y le lanzan un reto: «Tú, que destruyes el templo y en tres días lo reconstruyes, sálvate a ti mismo» (Mt 26,40). Jesús no quiso salvarse a sí mismo; quiso darse a sí mismo y así nos ha salvado a nosotros, edificando pa-ra nosotros el nuevo templo.

En el momento de la muerte de Jesús, el velo del templo se rasga, signo de la destrucción del viejo templo, y el centurión reconoce que Jesús es Hijo de Dios (cf. Mt 26,54). La revelación acontece en el momento de las ti -nieblas más oscuras y es luminosa, precisamente porque estas circunstancias manifiestan plenamente el único propósito de Jesús, que es el del amor.

La cruz es para nosotros un motivo de amor agradecido. Su contemplación debe darnos, ante todo, este fruto. Con el autor del Apocalipsis, contemplando al Crucificado, reconozcamos «al que nos ama y nos ha liberado de nuestros pecados con su sangre, que ha hecho de nosotros un reino, sacerdotes para su Dios y Padre» (Ap 1,5-6), constituyéndonos en casa espiritual, en templo edificado por el Espíritu Santo.

Jesús reveló su persona con el sacrificio completo de sí mismo; reveló toda la fuerza del amor filial y fra -terno. Nosotros no podemos ya dudar: en la eucaristía debemos acoger este amor filial y fraterno para que seamos transformados interiormente.

30.- Pasión glorificadoraSi queremos acoger el amor que viene de Dios, hemos de meditar sobre la pasión de Cristo. Haremos ahora

una meditación sobre ella, que es un gran misterio de amor, dejándonos guiar por el Evangelio de Juan. Su relato de la pasión de Jesús está en estrecha relación con su resurrección.

Para contar la pasión, Juan asume una perspectiva muy diferente a la de los sinópticos, completándolos; po-demos resumirla con la expresión «pasión glorificadora».

El cuarto evangelista reconoce la pasión de Jesús como obra del amor del Padre a favor de Jesús y del amor de Jesús para gloria del Padre y para nuestra salvación.

La mente humana ve espontáneamente un fuerte contraste entre pasión y resurrección: la pasión parece una derrota y la resurrección una victoria que corrige la derrota; la pasión humilla y la resurrección glorifica. Sin em-bargo, la fe cristiana no se ha detenido en este contraste. Guiada por el Espíritu Santo, la Iglesia ha visto la unidad del misterio. La luz de la resurrección se aplicó irresistiblemente a la pasión haciendo ver que una y otra son un único misterio, una unidad indisoluble.

La fe percibe entre pasión y resurrección una relación muy estrecha, porque la gloria del Resucitado es fruto de la pasión y revela su valor. Juan nos hace comprender que la pasión no es, en realidad, una derrota, sino un acontecimiento glorioso, en el que el Padre glorifica al Hijo y el Hijo glorifica al Padre, y esta gloria divina es la gloria de amar, que suscita nuestra fe y nuestro amor.

Juan está tan convencido de esto que para anunciar la pasión de Jesús usa el verbo «levantar». Ya en el dis -curso dirigido a Nicodemo afirma Jesús: «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser le -vantado el Hijo del hombre, para que el que cree en él tenga la vida eterna» (Jn 3,14). Y la frase posterior dice que este levantamiento manifiesta el gran amor que Dios tiene al mundo: «Dios, en efecto, ha amado tanto al

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mundo que le ha dado a su Hijo, el unigénito, para que quien crea en él no muera, sino que tenga la vida eterna» (v. 15).

Más adelante, en una controversia con los judíos, Jesús afirmará: «Cuando levantéis al Hijo del hombre, re-conoceréis entonces que Yo Soy y que no hago nada por mí mismo, sino que hablo como el Padre me ha enseña-do» (Jn 8,28).

Levantado sobre la cruz, Jesús es puesto de manifiesto, para que así pueda reconocerse su naturaleza divina: «Reconoceréis que Yo Soy». «Yo Soy» es el nombre de Dios. Cuando Moisés pidió a Dios que le dijera su nom-bre, le respondió: «Yo Soy el que soy»; «Dirás a los israelitas: Yo Soy me ha enviado a vosotros» (Ex 3,14).

Sobre la cruz se reconocerá la naturaleza divina de Jesús precisamente porque su abnegación filial aparecerá entonces con toda claridad. En la cruz se hará evidente que Jesús no habló por orgullo o por interés, sino por pura fidelidad a la verdad y con un amor extremo.

Cercana ya la fiesta de la Pascua, cuando algunos griegos quieren verlo, les dice Jesús: «Cuando sea levanta-do de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). Y el evangelista comenta: «Decía esto para indicar de qué muerte iba a morir» (v. 33). Se trata de una muerte en cruz, que pone de manifiesto un amor tan grande, que to-dos son atraídos por Jesús. Juan comprende que la elección de la cruz para la muerte de Jesús está llena de signi-ficado. En su Evangelio cuenta que los judíos habían intentado varias veces «lapidar» a Jesús (cf. Jn 10,31; 11,8), porque lo consideraban un blasfemo, y 1o habitual era lapidar al blasfemo, no crucificarlo. Pero el evangelista observa que el Padre celestial no quiso que su Hijo fuera lapidado. Un hombre lapidado desaparece aplastado y sepultado bajo las piedras; no se le ve más. En cambio, Jesús tenía que ser puesto a plena luz sobre la cruz, para que pudiera ser contemplado. Esto es lo que el Padre quería para la gloria de su Hijo.

Juan muestra un movimiento ascendente: Jesús sube al Calvario y es levantado en la cruz. Este movimiento continúa después hasta llegar al Padre. Cruz, resurrección y ascensión son un solo movimiento. Jesús es levanta-do. La pasión es glorificadora, y se trata de la gloria del amor. La cruz manifiesta de lleno el amor del Hijo por el Padre y el amor del Buen Pastor por sus ovejas.

Para hablar de su pasión, Jesús usa también explícitamente el término «glorificación». El cuarto Evangelio nos dice que en la última cena le ofrece Jesús a Judas un bocado y le dice: «Lo que vas a hacer, hazlo pronto» (Jn 13,27). Tomado el bocado, Judas «salió inmediatamente. Era de noche» (v. 30). Es el comienzo de la pasión.

Después de que Judas saliera para llevar a cabo su traición, Jesús dice: «Ahora el Hijo del hombre es glorifi-cado, y Dios es glorificado en él» (v. 31). El verbo del texto griego está en aoristo ingresivo, por lo que se puede traducir: «Ahora comienza la glorificación». Precisamente en el momento en que comienza la pasión, se inicia la glorificación. A menudo son inexactas las traducciones que se hacen de este verbo; la CEI, por ejemplo, traduce: «Ahora el Hijo del hombre ha sido glorificado». Pero no es exacto, porque en este momento aún no está completa la glorificación, sino que está iniciándose, «comienza».

En la oración sacerdotal dice Jesús: «Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifi -que a ti» (Jn 17,1). Esta petición sublime demuestra toda la confianza que Jesús tiene en el amor del Padre y todo el deseo de corresponder perfectamente a su designio. Esta petición se aplica a la pasión: «Glorifica a tu Hijo» por medio de la pasión.

Jesús no hace esta petición pensando directamente en la resurrección. Sabe que su glorificación se realiza por medio de la pasión y en la pasión. Esta es la luminosa perspectiva del cuarto Evangelio.

Todo el relato de Juan está planteado de este modo, es decir, el evangelista demuestra continuamente que, a pesar de los esfuerzos de los adversarios por aniquilar a Jesús, él es glorificado en cada momento de la pasión.

En el momento del arrestoEste planteamiento es ya evidente en el momento del arresto. Judas llega al Huerto de los Olivos con los

guardias provistos de faroles, antorchas y armas. «Jesús, entonces, sabiendo todo lo que iba a sucederle, se ade-lantó y les dijo: “¿A quién buscáis?”. Le respondieron: “A Jesús, el Nazareno”. Les dijo Jesús: “Soy yo”. Estaba con ellos también Judas, el traidor. Al decir: “Soy yo”, retrocedieron y cayeron en tierra» (Jn 18,4-6).

Lamentablemente, la expresión española «Soy yo» no ayuda a entender todo el sentido del texto original. En griego «soy yo» se dice egó eimi, «yo soy», y ya hemos visto que «Yo Soy» es el nombre de Dios. Jesús se apli -ca a sí mismo esta expresión que manifiesta su gloria divina. Ya había pre- dicho: «Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces reconoceréis que Yo Soy» (Jn 8,28).

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Por tanto, la respuesta de Jesús a los guardias tiene un doble significado: revela al mismo tiempo su identi-dad y su divinidad. Esta revelación provoca que retrocedan y caigan, todo un signo de la gloria divina de Cristo.

Después, Jesús da una orden a sus enemigos con plena autoridad y ellos le obedecen: «Os he dicho que Yo Soy. Si me buscáis a mí, dejad que estos [los discípulos] se vayan» (Jn 18,8). Y el evangelista comenta: «Así se cumplía la palabra que había dicho: “No he perdido a ninguno de los que me diste”» (v. 9). La palabra de Jesús se realiza de igual modo que la palabra de Dios.

Podemos admirar aquí la autoridad de Jesús y también su desinterés. Se preocupa por los discípulos: se deja arrestar, pero no quiere que sean arrestados los discípulos. Con su autoridad consigue el cumplimiento de su pala-bra. A Pedro, que quiere responder, le ordena: «Vuelve a meter la espada en la vaina. La copa que me ha dado el Padre, ¿no la voy a beber?» (v. 11). La pasión es un don del Padre que Jesús acoge con amor agradecido. Sabe que es un don que en definitiva lo glorifica.

Durante la pasiónEn el episodio de la negación de Jesús por parte de Pedro resulta también significativo el modo en que este

se expresa. A la pregunta de la joven portera: «¿No eres también uno de los discípulos de este hombre?», él le responde: «No lo soy» (Jn 18,17). Pero en griego no aparece el pronombre «lo»; Pedro dice sencillamente: «No soy». Jesús había dicho: «Yo Soy»; Pedro, cuando se separa de Jesús, dice: «No soy». Al separarse del Maestro, el discípulo se hace inexistente.

Durante toda la pasión, el Padre conduce todo de manera que se manifieste continuamente la gloria de su Hi-jo. Así sucede en el largo relato del juicio ante Pilato. Mientras que este sale y entra varias veces, advertimos una afirmación que se repite siempre: Jesús es rey. Pilato pide explicaciones a Jesús y él se las da: posee verdadera -mente la dignidad real, pero no es un líder político que necesite un ejército para hacerse respetar; es un rey que viene a dar testimonio de la verdad.

Las escenas de la pasión expresan la dignidad real de Jesús. Llega incluso a ser coronado, y los soldados le dicen: «Salve, rey de los judíos» (Jn 19,13). Aunque sea en forma de burla, aquí se manifiesta la realidad de que Jesús es verdaderamente rey. Pilato lo presenta a los judíos diciendo: «Aquí tenéis a vuestro rey» (v. 14). Des-pués pregunta a la gente: «¿A vuestro rey voy a crucificar?» (v. 15). Los judíos no lo quieren, pero Jesús es pre-sentado como rey.

Además, Jesús es presentado como «el hombre». Pilato dice a los judíos: «Aquí tenéis al hombre» (v. 5). Je -sús es en su pasión el modelo perfecto de humanidad, es la realización plena del hombre, de modo misterioso y profundo. Jesús, que llega hasta el límite extremo del amor, es modelo del hombre, cumple de modo perfecto la vocación del hombre, que es la vocación al amor.

Finalmente, también se afirma la dignidad de Jesús como Hijo de Dios. Al no tener más argumentos que pre-sentar, los judíos dicen: «Debe morir, porque se ha hecho Hijo de Dios» (v. 7).

En la cruzY llegamos a la crucifixión. También aquí tiene Juan su modo particular de resaltar la dignidad de Jesús. Di-

ce: «Lo crucificaron y con él a otros dos, uno a un lado y otro al otro lado, y Jesús en medio» (v. 18). Juan no ha-bla, como los sinópticos, de «bandidos», sino que, más bien, insiste en el puesto asignado a Jesús: en medio, en el puesto de honor.

Había sobre la cruz una inscripción en tres lenguas que proclamaba: «Jesús, el Nazareno, el rey de los ju -díos» (v. 19).

Se trata de una proclama universal, escrita en hebreo, latín y griego. Todos tenían claro que Jesús era el rey de los judíos, hasta el punto de que a los sumos sacerdotes no les agradó esta inscripción y pidieron a Pilato que no escribiera «el rey de los judíos», sino «el sedicente rey de los judíos». Pilato se negó diciendo: «Lo que he es-crito, lo he escrito» (v. 22).

Jesús es el rey. Por tanto, de modo misterioso, por voluntad del Padre celestial, la pasión pone continuamen-te de relieve su gloria. Cuando los soldados toman sus vestidos, hacen cuatro partes y sortean su túnica, cum -pliéndose así la Escritura: «Se han repartido mis vestidos, han echado a suertes mi túnica» (v. 24). Este cumpli -miento puntual de la Escritura significa que el Padre interviene continuamente a favor de Jesús hasta su muerte y, sobre todo, en su muerte, que es manifestación suprema de su gloria.

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La muerte de Jesús es la que nos da la vida, la comunión con Dios en la vida divina. La muerte de Jesús es una muerte ofrecida por nosotros con amor inefable. Juan nos invita a contemplar a Jesús mientras muere y una vez muerto.

La revelación se realiza en tres momentos. En primer lugar, cuando, a punto de morir, Jesús dice «Está cum-plido» (v. 30). En segundo lugar, cuando el narrador expresa el hecho de su muerte con la frase «entregó el es-píritu» (v. 30). Y, finalmente, en el momento en que se produce un signo divino tras la muerte: del costado abier-to de Jesús «salió sangre y agua» (v. 34). Debemos meditar sobre estos tres momentos muy significativos.

«Está cumplido»Cuando está a punto de morir, después de haber tomado el vinagre, Jesús dice: «Está cumplido». Este verbo

adquiere todo su significado a la luz de lo que el evangelista había afirmado al comienzo del relato de la última cena: «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, Jesús los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Jesús ha llegado hasta la posibilidad extrema del amor: «Nadie tiene un amor mayor que este: dar la propia vida por las personas amadas» (Jn 15,13).

Jesús se dio totalmente a sí mismo del modo más completo, entre sufrimientos y humillaciones. Así, en el momento de morir puede afirmar: «Está cumplido, es el final: no hay amor más grande». Por eso la muerte le confiere la gloria más grande. En efecto, no hay gloria más auténtica que la gloria del amor generoso, fundado en el amor agradecido. La gloria de Jesús no es la de un poderoso de este mundo, sino la gloria de quien lo ha dado todo por amor, es la gloria divina. Dios es amor, y la gloria de Dios es la gloria de amar.

«Entregó el Espíritu»El segundo detalle significativo es la expresión usada por el evangelista para indicar la muerte de Jesús: «En-

tregó el Espíritu». Las versiones no son fieles tampoco aquí, porque habitualmente traducen: «Jesús expiró». Esta traducción, que es exacta en los Evangelios de Marcos y de Lucas, no lo es en el Evangelio de Juan, que usa otra expresión: «Entregó el Espíritu». No era en absoluto común esta expresión para referirse al momento de la muer-te de una persona.

El evangelista quiso sugerir aquí que Jesús, por medio de la muerte, nos ha conseguido el Espíritu Santo. Juan no espera a Pentecostés para hablar del don del Espíritu Santo, sino que quiere mostrar el vínculo directo que existe entre la muerte de Jesús y el don del Espíritu.

Jesús puede entregar el Espíritu Santo en el momento mismo de su muerte porque lo ha inspirado durante to -da su pasión. Para expirar es necesario haber primero inspirado. El Espíritu Santo se inspira por medio de una oración intensa y de una docilidad completa a Dios. Toda la pasión de Jesús ha sido una oración intensa. En este sentido dice: «Padre, glorifica tu nombre... Padre, hágase tu voluntad...». Toda la pasión ha sido una docilidad perfecta, por amor, a Dios. En el Cenáculo dijo Jesús a los discípulos: «Llega el príncipe del mundo; él no tiene ningún poder sobre mí, pero ha de saber el mundo que amo al Padre y que hago lo que el Padre me ha ordenado. Levantaos, vámonos de aquí» (Jn 14,30-31).

Oración intensa y docilidad perfecta han llenado, por tanto, de Espíritu Santo la naturaleza humana de Jesús, hasta el punto de que ella nos puede comunicar el Espíritu cuando él muere en un acto de amor extremo. Por eso es significativo el modo en que el cuarto Evangelio habla de la muerte de Jesús: ella nos ha comunicado el Espíri-tu, una gloria realmente extraordinaria.

El costado abiertoEl tercer detalle significativo es el signo de la sangre y del agua que brotan del costado abierto de Jesús.

Aquí ya no es Jesús quien actúa. No puede hacerlo porque está muerto. Más que en cualquier otro momento, ve-mos aquí que el Padre glorifica al Hijo.

El signo de la sangre y del agua es una realidad inesperada, que el evangelista observa y reconoce como sig-no divino. Por eso insiste tanto: «El que lo ha visto da testimonio y su testimonio es verdadero; él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis» (Jn 19,35).

No encontramos en todos los evangelios ni en toda la Biblia un pasaje que presente una insistencia tan gran-de. ¿Cuál es el sentido de este suceso? El sentido es que el Padre glorifica al Hijo mostrando mediante este signo la fecundidad de su sacrificio. Un soldado traspasa el costado de

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Jesús e inmediatamente sale de él sangre y agua. Con ello muestra el Padre el tesoro que se ha formado en el corazón de Jesús durante la pasión.

No se trata de un tesoro material, sino de una riqueza espiritual. San Juan Crisóstomo comenta que el solda -do que traspasó el costado de Jesús puede compararse a un obrero que perfora una pared y ve fluir de ella un teso-ro de monedas de oro y de plata. Del corazón desgarrado de Jesús fluyó un «tesoro», indicado por la sangre y el agua.

La muerte de Jesús es fecunda, hace fluir una fuente. La sangre expresa el don de la vida mediante la muerte. A la sangre le acompaña el agua: agua que purifica y vivifica, símbolo del Espíritu Santo. La muerte de Jesús y su sangre derramada nos dan un agua que nos libera de los pecados y un agua vivificante que nos comunica la vida divina.

El agua que brota del costado de Jesús es el agua viva de la que él hablaba, invitando a los creyentes a reci -birla: «Si alguno tiene sed, que venga a mí y beba quien cree en mí» (Jn 7,37-38). Jesús crucificado es aquel de cuyo costado brotan ríos de agua viva. Jesús había dicho: «Como dice la Escritura: de su seno brotarán ríos de agua viva» (Jn 7,38). El evangelista había comentado: «Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él. Porque aún no había sido dado el Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado» (Jn 7,39).

Al igual que la expresión usada por Juan para referirse a la muerte de Jesús, así también este signo del agua, que acompaña a la sangre, expresa la fecundidad espiritual de esta muerte, gracias a la cual se nos comunica el Espíritu Santo. Esta fecundidad llega a nosotros mediante los sacramentos, en particular por medio del agua del bautismo y de la sangre de la eucaristía. Estos sacramentos nos comunican el Espíritu Santo.

La instauración de la nueva alianzaFinalmente, por la explicación que Juan da del acontecimiento podemos reconocer que nos está hablando de

la instauración de la nueva alianza. Juan explica que «esto sucedió para que se cumpliera la Escritura: “No se le quebrará hueso alguno”. Y otro pasaje de la Escritura dice: “Mirarán al que traspasaron”» (Jn 19,36-37).

El primer texto procede de un salmo sobre el justo sufriente, del que se dice: «Ni un solo hueso se quebrará» (Sal 34,21), pero también nos hace pensar en el precepto relativo al cordero pascual: «No le quebraréis ningún hueso» (Ex 12,10.46 LXX). Por tanto, estaba en relación con la primera alianza.

El segundo texto se refiere a una profecía de Zacarías que habla de la fuente de agua prometida para la nueva alianza (cf. Za 14,8). Esta debía comprender dos aspectos: el de la purificación y el de la transformación de los corazones; el del perdón de los pecados y el de la vida nueva. Aspecto purificador y aspecto vivificador, respecti-vamente.

La trágica historia que se narra en el Antiguo Testamento había hecho comprender la necesidad absoluta de la transformación del corazón del hombre. Si el corazón es malo, ni siquiera las leyes mejores sirven de nada, sino que solo suscitan el deseo de la transgresión. Dios había prometido intervenir haciendo brotar un agua pura para una purificación radical. Había dicho por boca del profeta Ezequiel: «Os rociaré con agua pura y seréis puri -ficados; yo os purificaré de todas vuestras inmundicias» (Ez 36,25).

Según otra profecía de Ezequiel, el agua purificadora debía brotar del lado derecho del nuevo templo (cf. Ez 47,1-12). La visión del profeta es muy sugerente: el agua, que al inicio es escasa, aumenta rápidamente, llega has -ta el mar Muerto y lo sana. Es un símbolo impresionante de la fecundidad del sacrificio de Cristo. Él es el nuevo templo; de su lado derecho brota la fuente capaz de purificar los pecados de todos.

Ezequiel había predicho también que Dios daría no solo el agua purificadora, sino también el Espíritu vivifi-cante. Dios había prometido: «Os daré un corazón nuevo, pondré dentro de vosotros un espíritu nuevo... Pondré mi Espíritu dentro de vosotros» (Ez 36,26-27).

El profeta Zacarías conectaba estas promesas con la contemplación de un Hijo unigénito traspasado. Atribuía estas palabras a Dios: «Derramaré sobre la casa de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de consolación: mirarán al que traspasaron. Harán duelo como se hace por un hijo único, lo llorarán como se llora al primogénito» (Za 12,10).

Estas profecías se cumplieron en Cristo crucificado. Puesto que nos amó hasta el final, acumuló en su cora -zón, durante la pasión, un tesoro de amor y de vida capaz de darnos la purificación completa de los pecados y de introducirnos en la comunión plena con Dios. De su corazón traspasado brota la fuente del Espíritu.

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Nunca podremos agradecer suficientemente a Dios Padre este don de su amor que se nos ha hecho mediante el corazón de su Hijo, desbordante de amor divino. Detengámonos, por tanto, ante Jesús crucificado para contem-plar su corazón, como nos sugiere el evangelista: «Mirarán al que traspasaron». Así acogeremos el amor que vie-ne de Dios.

Contemplemos a Jesús crucificado, experimentando un gran dolor por nuestros pecados, pero, sobre todo, sintiendo una inmensa gratitud hacia él. Acojamos en nosotros los torrentes de amor que brotan del corazón del que nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros, como dice Pablo (cf. Ga 2,20).

31.- De la tristeza a la alegría pascual: los discípulos de Emaús 24,13-33)LA aparición de Jesús a los discípulos de Emaús es un episodio evangélico de gran belleza que nos muestra

todo un camino de conversión. Es una catequesis. Siempre nos resultará muy útil volver a recorrer este camino.

«Se pararon, con el rostro triste»En la tarde de Pascua dos discípulos van de camino hacia un pueblo, distante unas dos leguas de Jerusalén.

Se alejan del lugar de la pasión, porque para ellos representa el final de todo, una derrota irremediable. Y al mis -mo tiempo se alejan de la comunidad de los discípulos. Las dos dimensiones del amor van siempre unidas: quien se separa del Señor, se separa también de la comunidad, y viceversa.

Jesús se acerca para acompañarlos, pero ellos no reconocen su presencia. Dice Lucas: «Mientras conversa-ban y discutían, Jesús en persona se acercó y caminaba con ellos. Pero sus ojos les impedían reconocerlo» 24,16). ¿Por qué? Su modo de ver la pasión les impedía reconocer a Jesús resucitado. Si hubieran entendido el sentido positivo de la pasión, habrían reconocido al Señor.

Lo mismo nos sucede también a nosotros. En nuestra existencia encontramos situaciones difíciles y adversas, a veces también muy dolorosas; nos quedamos desconcertados, decepcionados, vemos solamente su lado negati-vo. Así no podemos darnos cuenta de la presencia de Jesús a nuestro lado. Jesús resucitado está siempre presente en nuestra vida, pero, si no reconocemos el sentido positivo de la participación en su pasión, no podremos reco -nocerlo en muchas circunstancias.

En aquella situación comienza Jesús a educar a los dos discípulos. El primer paso consiste en hacer que ha -blen: «Les dijo: “¿De qué vais conversando por el camino?”. Se pararon, con el rostro triste; uno de ellos, de nombre Cleofás, le dijo: “¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado allí en estos días?”» (w. 17-18). Jesús aparenta no saberlo, y dice: «¿Qué ha pasado?». Los dos discípulos le cuentan lo suce -dido, pero desde su punto de vista humano: «Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo los jefes de los sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para que lo condenaran a muerte y después lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él fuera el liberador de Is-rael» (vv. 19-21). Es una esperanza decepcionada, porque los dos discípulos no ven el sentido positivo de la pa-sión; piensan que todo ha terminado.

También nosotros, a veces, tenemos proyectos humanos y esperanzas humanas que no se corresponden con el designio misterioso de Dios. Y cuando fallan, cuando los hechos desmienten estas esperanzas, nos desconcerta-mos, nos decepcionamos y nos desanimamos. Cristo, entonces, está dispuesto a escucharnos. Le podemos contar nuestras decepciones, nuestra tristeza, nuestro desánimo.

Después de que los discípulos se han abierto con él, Jesús realiza una obra de reeducación: los toma desde el lugar donde ellos se encuentran y les conduce al lugar donde se encuentra él. Les conduce a reconocer su presen-cia de Resucitado.

Este hecho acontece en dos momentos. Primero, Jesús comienza recordando las Escrituras, haciendo ver que ellas anunciaban la pasión. En un segundo momento, acepta ponerse a la mesa con ellos y renueva el gesto de la última cena.

«Les explicó en todas las Escrituras lo que se refería a él»En un primer momento comienza Jesús dirigiendo un reproche a los dos discípulos: «No entendéis y sois

lentos para creer en todo lo que dijeron los profetas» (v. 25).

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Este reproche evoca los reproches semejantes que él había hecho a los discípulos durante su vida pública: «¿Aún no comprendéis ni entendéis? ¿Tenéis el corazón endurecido?» (Me 8,17). O evoca el reproche dirigido a Pedro, que, al escuchar su orden, se había puesto a caminar sobre las aguas y, debido a la fuerza del viento, se ha -bía atemorizado y, al comenzar a hundirse, había gritado: «Señor, ¡sálvame!». Jesús le dijo entonces: «Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?» (Mt 14,30-31). ¡Cuántas veces podría decirnos a nosotros lo mismo!

Después, comenzando por Moisés y todos los profetas, les muestra Jesús a los dos discípulos lo que a él se refiere en las Escrituras; les dice: «¿No era necesario que el Cristo padeciera estos sufrimientos para entrar en su gloria?». Los sufrimientos eran el camino predicho para entrar en la gloria del Mesías. Ya se había anunciado es-to, por lo que no debían estar asombrados, sorprendidos y decepcionados.

En realidad, los discípulos tenían una idea equivocada de la gloria del Mesías. Ellos pensaban en un Mesías conquistador, que triunfaría con la fuerza de las armas y también con alguna ayuda milagrosa de Dios (cf. Tar-gum Is 52,13-53,12). La gloria de Cristo, en cambio, debía ser la gloria de quien no ha venido para ser servido, sino para servir; la gloria de amar hasta la muerte.

Esto nos sucede también a nosotros. Varias veces hemos oído hablar, especialmente en los Ejercicios, de la vida espiritual, de sus exigencias, de las situaciones en las que el Señor nos pide un progreso, un desprendimien-to, o nos propone otra gracia. Hemos escuchado todo esto, pero después, cuando se presenta la ocasión, no sabe-mos ponerlo en práctica. Hemos tenido un gran deseo de seguir al Señor con generosidad, de soportar los sufri -mientos y de ofrecerle todo a él, pero después, cuando nos encontramos en situaciones de sufrimiento, encegue-cemos, no comprendemos que son ocasiones maravillosas de una gracia evidente, que nos permiten avanzar en la unión más real con el Señor y en una vida más fecunda a su servicio. No lo comprendemos, nos decepcionamos, nos lamentamos.

Entonces Jesús tiene que decirnos: «No entendéis y sois lentos para creer en todo lo que dijeron los profetas. ¿No os había dicho que tenía que ser así? ¿No sabéis lo que tenéis que hacer? Tenéis que recibir, como hago yo, el amor que viene del Padre y, con la fuerza de este amor, superar todas las dificultades, ofrecer todos los sufri-mientos, estar contentos de participar en mi misterio de muerte y resurrección».

El primer momento consiste, por tanto, en recordar la revelación, las palabras de Jesús, las otras palabras de la Biblia, para aplicarlas a la situación presente.

«Lo reconocieron al partir el pan»En el segundo momento, Jesús acepta la invitación que le hacen los dos discípulos para que se quede con

ellos. «Ellos insistieron: “Quédate con nosotros porque se hace tarde y el día está ya en su ocaso”. El entró para quedarse con ellos. Cuando estaba a la mesa, tomó el pan, recitó la bendición, lo partió y se lo dio. Entonces se le abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció de su vista» (w. 29-31).

Los discípulos reconocen a Jesús resucitado al partir el pan, es decir, en el gesto del don que revela el sentido positivo de la pasión, la generosidad de Jesús para con nosotros, su amor que aceptó la muerte y le cambió el sen -tido, haciéndola un don de vida.

Entonces los discípulos reconocen a Jesús resucitado. Con este gesto, Jesús reactivó, por decirlo así, el senti-do positivo de la pasión.

Los tres momentos de la misaCada día somos invitados —¡todo un privilegio!— en la eucaristía a volver a recorrer este itinerario. La misa

tiene dos partes: la liturgia de la Palabra y la liturgia eucarística, precedidas de un acto penitencial. Estas dos par-tes no pueden separarse, porque el pan eucarístico es un pan para la fe, para el amor, y por eso tiene una relación estrecha con la palabra de Dios. Todas las palabras de la Biblia adquieren su sentido definitivo gracias al misterio eucarístico y, por otra parte, sirven a este misterio, iluminan sus diversos aspectos.

En la misa vivimos estos tres momentos: acogemos, en primer lugar, la purificación (acto penitencial); des-pués acogemos el pan de la Palabra y lo asimilamos poniéndolo en relación directa con nuestra vida (liturgia de la Palabra); y, finalmente, acogemos a Cristo resucitado, Pan vivo para nosotros (liturgia eucarística). La misa es la presencia de Cristo resucitado, pan vivo y vivificante, pan que revela el sentido de la pasión y la realidad de la re -surrección.

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El testimonioDespués de haber reconocido a Cristo resucitado al partir el pan, los dos discípulos regresan a Jerusalén. Es-

tán transformados. Retoman el camino en sentido inverso: vuelven aJerusalén, vuelven al lugar de la pasión, vuelven a la comunidad de los discípulos para vivir en comunión de

fe. Dice Lucas: «Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los Once y a los que estaban con ellos, que decían: “¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!”. Después les contaron, lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan» (w. 33-35). Es la comunión de fe la que lleva a la comunión de amor en una vida cristiana fraterna.

Pidamos al Señor que manifieste su presencia de Resucitado en nuestra vida. Pidámosle la gracia de ser dóci-les a él, que nos educa a través de sus reproches, de su palabra, de las palabras divinas de la Biblia, y a través del don de su cuerpo y de su sangre para la vida del mundo

32.- Presencia del Resucitado en la vida cotidiana (Jn 21)AL final de los Ejercicios es muy útil darse cuenta de la presencia de Cristo en nuestra vida cotidiana. Las

apariciones de Cristo resucitado podrían haber sido gloriosas, impresionantes, como en la transfiguración. En cambio, vemos en los Evangelios que Cristo resucitado se manifestó de forma moderada y discreta. En el jardín cercano al sepulcro, María Magdalena piensa en un primer momento que él era el jardinero (cf. Jn 20,11-18). Los discípulos de Emaús lo toman por un compañero de viaje (cf. Le 24,13-35). En el episodio de la pesca milagrosa (cf. Jn 21,1-14), se presenta Jesús como un desconocido que pasa por la orilla del lago.

Debemos entender que Jesús resucitado quiso, ante todo, dar a sus discípulos la conciencia de su presencia continua en su vida. Quiso enseñarles a reconocerlo presente en la vida de todos los días. En el Evangelio de Ma-teo dice: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta que se cumpla este tiempo» (Mt 28,20). Jesús vino como el Emmanuel, el Dios con nosotros. Y como Resucitado quiere permanecer igual, como el Dios con nosotros.

El episodio de la pesca milagrosa nos da la conciencia de una presencia de Jesús resucitado que es al mismo tiempo sencilla y misteriosa. El saluda como alguien que pasa junto al lago, se inserta en la existencia de los dis-cípulos de un modo totalmente natural, familiar. Y les dice: «Muchachos, ¿no tenéis nada que comer?» (Jn 21,5). Cualquier persona habría podido hablar así.

Jesús les hace entonces una sugerencia, mostrando una gran seguridad: «Echad la red a la derecha de la bar-ca y encontraréis» (v. 6). Esta sugerencia tiene una eficacia sorprendente: «La echaron y ya no podían arrastrarla por la abundancia de peces» (v. 6).

El Señor interviene a veces en nuestra vida de este modo. Debemos estar muy atentos a sus sugerencias y ser dóciles a su palabra.

Los corazones atentos pueden reconocer al Señor por esta generosidad que lo pone de manifiesto. Dice el evangelista: «El discípulo a quien Jesús amaba dice entonces a Pedro: “Es el Señor”. Cuando Simón Pedro oyó “es el Señor”, se puso el vestido -pues estaba desnudo- y se lanzó al mar. Los demás discípulos vinieron en la barca, arrastrando la red con los peces, pues no distaban mucho de tierra, sino un centenar de metros» (w. 7-8).

Podemos meditar en este momento sobre las diversas actitudes de los discípulos. El discípulo que Jesús amaba es contemplativo; Pedro es activo. El primero reconoce al Señor, pero no se mueve; Pedro acoge la intui-ción de Juan y se lanza al mar para llegar el primero hasta Jesús. Los demás discípulos llegan con calma, arras-trando la red llena de peces. Se trata de tres modos de reaccionar diversos pero complementarios.

En la vida de la comunidad, las diferencias de temperamento provocan fácilmente incomprensiones y des-acuerdos. Los temperamentos contemplativos no entienden a los activos, y viceversa. Juan habría podido decirle a Pedro: «Tú estás ciego y no ves que es el Señor. ¡No mereces ser el primero de los apóstoles!». Pedro habría podido decirle a Juan: «Tú ves al Señor y no te mueves. ¡Es un escándalo!». Y los demás habrían podido decirle a Pedro: «¡No te ocupas de la red llena de peces!». En realidad, ninguno de los discípulos tiene estas reacciones negativas y todo se desarrolla armónicamente.

En nuestras relaciones hemos de saber aceptar las diferencias y hacer que se complementen para servir a Cristo. Con respecto a este particular, podemos también notar que al final del capítulo 21 adapta Jesús su llamada a las diferencias de temperamento de los discípulos: a Pedro, que tiene un temperamento activo, le dice: «Sígue-me» (v. 22); a Juan, que tiene un temperamento contemplativo, le dice que lo espere, que «se quede» hasta su ve -

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nida.Cuando llegan a la orilla, todos los discípulos reconocen a Jesús (cf. v. 12). La presencia de Jesús resucitado

tiene algo de inaprensible, y ellos no osan preguntarle. Deben aprender a vivir en la fe.Jesús manifiesta su amor con gestos delicados: ha preparado unas brasas con un pez sobre ellas y pan. El Se-

ñor resucitado ha preparado una comida para los discípulos, y esta comida ofrecida por él evoca el don que ha he-cho de sí mismo: el fuego de las brasas evoca la pasión, en la que nuestro pan ha sido preparado sobre el fuego del sufrimiento y del amor.

Jesús ofrece esta comida, pero quiere que sea una comida de verdadera comunión, de verdadero encuentro. Por eso, como en el episodio de la multiplicación de los panes, pide a los discípulos que aporten también algo, di -ciéndoles: «Traed algunos de los peces que acabáis de pescar» (v. 10).

Este pescado es un don que él mismo ha hecho a los discípulos, pero ahora es también un don que ellos le hacen. Jesús quiere realizar la promesa del Apocalipsis: «Si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20).

La misa de cada día es esta comida de comunión con Cristo resucitado: una comida que tiene su origen en la pasión y la resurrección de Jesús. Es el don que él nos hace. Pero cada día Jesús nos pide -o, mejor dicho, nos concede la gracia de- que aportemos también nosotros algo: nos pide nuestra vida de cada día porque quiere aso-ciarnos verdaderamente a su amor. Quiere hacernos vivir de su amor, darnos su amor, no solo en el sentido de ser amados por él, sino también en el sentido de ser llamados a amar con él, en él, por medio de él, con un amor uni -versal.

Esta es la vida que Cristo resucitado quiere comunicarnos. Él es nuestra vida. En la Carta a los Colosenses nos exhorta Pablo a vivir esta vida nueva: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra. De hecho, habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios» (Col 3,1-3).

La pasión debe continuar en nuestra vida con la lucha contra toda clase de mal; y la resurrección debe estar presente en nuestra vida con el amor generoso que nos une a todos, a unos con otros.

Acojamos el don del Señor con gran gratitud. Renovemos el compromiso de nuestra vocación, y que el don del Señor se convierta en el don de nosotros mismos cada día.

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