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Administración Educativa... ¿para qué y para quiénes? (Conferencia inaugural del Simposio Interinstitucional sobre legislación educativa, San José, 2000) Edgar Chavarría Solano (1) Dentro de los aportes del siglo XX cabe situar, con especial atención, el desarrollo de conocimientos en áreas limítrofes de las ciencias establecidas. La neuroquímica, la neuro-psicología o la biología del conocimiento son apenas una muestra de esos desarrollos. Tales contactos parecen dar cuenta de una necesidad mayor, a saber, la colaboración entre las distintas disciplinas, el trabajo Inter y transdisciplinario y, por supuesto, la apertura hacia nuevas formas de producir, organizar y actuar el saber. Sin embargo, desde mucho tiempo atrás, se ha constatado que en nuestro medio, no siempre se da el diálogo necesario entre disciplinas y profesionales, diálogo en el que una de las partes se comporte como auxiliar, colaborador, complementador o fundamentador de la otra. Difícilmente podría hablarse de disciplinas ancilares en el sentido tradicional. Se trata más bien de una dinámica que sitúa de manera diversa la relación entre áreas del saber, según circunstancias, momentos o motivaciones. Pero tal dinámica, creo, no es exclusiva de los desarrollos teóricos, sino que participa también en la concretitud de las acciones cotidianas. Puesta en la necesidad, por ejemplo, de desarrollar y ejecutar programas de atención en salud, la Administración debe jugar, no sólo en cuanto conjunto de conocimientos especializados, sino también y ante todo como práctica concreta, un papel de facilitadora, de garante de las condiciones necesarias para que lo medular de la actividad

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Administración Educativa... ¿para qué y para quiénes?(Conferencia inaugural del Simposio Interinstitucional sobre legislación educativa, San José, 2000)

Edgar Chavarría Solano(1)

Dentro de los aportes del siglo XX cabe situar, con especial atención, el desarrollo de conocimientos en áreas limítrofes de las ciencias establecidas. La neuroquímica, la neuro-psicología o la biología del conocimiento son apenas una muestra de esos desarrollos. Tales contactos parecen dar cuenta de una necesidad mayor, a saber, la colaboración entre las distintas disciplinas, el trabajo Inter y transdisciplinario y, por supuesto, la apertura hacia nuevas formas de producir, organizar y actuar el saber.

Sin embargo, desde mucho tiempo atrás, se ha constatado que en nuestro medio, no siempre se da el diálogo necesario entre disciplinas y profesionales, diálogo en el que una de las partes se comporte como auxiliar, colaborador, complementador o fundamentador de la otra. Difícilmente podría hablarse de disciplinas ancilares en el sentido tradicional. Se trata más bien de una dinámica que sitúa de manera diversa la relación entre áreas del saber, según circunstancias, momentos o motivaciones. Pero tal dinámica, creo, no es exclusiva de los desarrollos teóricos, sino que participa también en la concretitud de las acciones cotidianas.

Puesta en la necesidad, por ejemplo, de desarrollar y ejecutar programas de atención en salud, la Administración debe jugar, no sólo en cuanto conjunto de conocimientos especializados, sino también y ante todo como práctica concreta, un papel de facilitadora, de garante de las condiciones necesarias para que lo medular de la actividad (la atención de la salud) pueda darse en condiciones óptimas.

Cuando un paciente deambula de una oficina a otra, en busca de otro de muchos sellos que requiere para satisfacer una demanda menor; cuando se receta un medicamento que no es de elección ante un proceso orgánico determinado y cuando esa receta se otorga para evitar la apertura del proceso administrativo de compra externa de medicamentos; cuando el medicamento de elección no está en bodega simplemente porque se le considera muy caro; en esas y otras circunstancias semejantes, asistimos a una absolutización de lo administrativo en detrimento de la actividad central de que se trata.

De igual manera, cuando un profesor universitario, quizás catedrático, quizás no, es desplazado de sus actividades sustantivas, para que revise los aspectos formales de las boletas de matrícula, sume créditos, revise si las materias matriculadas exigen requisitos o correquisitos y autorice, finalmente, la boleta en cuestión; cuando ese profesor tramitador, no ejerce, en cambio, un papel orientador del estudiante, acerca de su condición académica, o de la conveniencia o no de que matricule un curso, o acerca del avance gradual y ordenado según la estructura curricular de su carrera, estamos, también, ante un caso de sobreposición tiránica de lo administrativo, sobre lo académico. El profesor guía, consejero o tutor, ha sido reducido al papel de un profesor matriculador.

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Así ocurre cuando después de meses de trabajo, el profesor o maestro interino está endeudado con su familia, con el pulpero, con el dueño de casa o atrasado en la hipoteca, sencillamente porque sistemas hiperburocratizados le impiden obtener con prontitud su justo salario; asistimos también, en este caso, a una absolutización de lo administrativo.

Monseñor Oscar Arnulfo Romero, llamó la atención sobre las formas de absolutización que forman parte de lo que él denominó “el pecado social”. Y ubicó dentro del citado pecado la absolutización de las organizaciones de los trabajadores. Cuando nuestras organizaciones dejan de pertenecernos porque se convierten en el feudo de unos cuantos que ya no representan nuestros intereses, sino exclusivamente los suyos; cuando nuestros derechos dejan de ser representados porque algunos cuantos pseudolíderes trastocan las funciones que los trabajadores les han asignado, asistimos a esa forma del pecado social que se concretiza en la absolutización de nuestras organizaciones.

O cuando las universidades públicas favorecemos “culturas de rendición de cuentas” que son unilaterales, que suponen correctamente nuestra obligación de dar cuentas, pero omiten nuestro deber de solicitar cuentas al Estado y a la sociedad civil. Y también cuando en nuestros procesos de acreditación, definimos ambiguamente, por ejemplo, a los pares externos como “personas de reconocida trayectoria, de amplio prestigio, etc.”, pero olvidamos que también deberíamos “ganar crédito” ante los cientos de estudiantes que finalmente no ingresan a las aulas universitarias; ante los muchos costarricenses que no pueden, siquiera soñar, con llenar una solicitud de ingreso a nuestras universidades.

Y digamos también, que hay pecado social, cuando algunas universidades privadas cumplen con los requisitos para su aprobación y apertura, pero van por ahí, de cantón en cantón, ofreciendo carreras famélicas en paupérrimas condiciones, en ocasiones con profesores que no tienen, ellos mismos, el grado por el que están optando sus estudiantes, sin que el Estado supervise la labor que, en concreto, esas entidades están realizando. Pero no nos llamemos a engaño; el problema fundamental en este respecto no consiste en el número de títulos que se estén entregando, o en la prontitud con que ello ocurra, sino en que muy pronto, la sociedad costarricense colocará su salud, sus expectativas educativas, su economía, la protección de sus bienes, en manos que podrían estar, salvo un adecuado golpe de timón, insuficientemente formadas para garantizar un correcto rumbo en términos de equidad, justicia y democracia.

Si pasamos a una revisión de asuntos micro, podremos comprobar la existencia de tópicos semejantes. Taxistas que deciden tomar la ley en sus manos ante la ineficiencia de las autoridades correspondientes. Policías, “vigilantes del orden y la ley” a expensas del hampa. Otros, en cambio, incapaces de distinguir entre el delito común y la protesta cívico – política de un pueblo, independientemente de que se coincida o no con sus motivaciones.

Asistimos pues, a una profunda confusión entre fines y medios.

Años atrás, la sociedad costarricense comenzó a tomar nota de esa confusión y de los síntomas que la aparejaban. Los desfalcos a los fondos del erario público se fueron acumulando hasta culminar con lo inconcebible: el saqueo a los dineros destinados a los más pobres del país. Programas de estímulo a la exportación fueron convertidos por algunos, en manantiales para saciar una inacabable sed de lucro que no se detiene ante

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nada ni ante nadie. La construcción de algunas obras públicas, otorgada a la iniciativa privada, bajo la consideración de que ésta es más eficiente que la pública, permanecen sin concluir, no avanzan o muestran trabajos que parecieran constituir una forma más de enajenar indebidamente a la sociedad costarricense de algunos de sus recursos.

También se acumularon en nuestro medio, dudas no resueltas sobre tráfico de influencias en los altos niveles de la estructura política del país; dudas no resueltas del todo, sobre posibles relaciones entre alguna “autoridad política superior” y ciertos negocios ilícitos.

Las encuestas realizadas por empresas privadas han mostrado, en los últimos años, una creciente desconfianza de los sectores populares en los políticos y en las instituciones políticas del país.

Toda esta suma de factores ha formado parte del contexto de, por lo menos, las dos últimas décadas. Ese ambiente en general fue percibido, tendencialmente, como carencial, o de crisis. Dentro de ese contexto, la palabra crisis estuvo inicialmente asociada con la economía. Se hablaba entonces de crisis económica. Pero el signo de la crisis se fue modificando en la percepción general durante ese periodo.

Efectivamente, desde los inicios mismos de la década de los ochentas comenzó a plantearse, primero débilmente, luego con mayor fuerza, la sospecha de que asistíamos a una crisis de valores. Y fue en el seno del Ministerio de Educación Pública (MEP) donde se inició con mayor sistematicidad una doble labor que intentaba diagnosticar los hechos a la par que sugería la posibilidad de ejecutar acciones con miras a promover una educación formadora en valores. Es necesario señalar que esta acción se volvió bifronte: por una parte se diseñaron estrategias y se propusieron acciones en lo interno del MEP y, por otra, la convicción, que se fue haciendo mayor y acaparando la atención de otros actores, comenzó a tomar un matiz que se volvió dominante a la hora de presentar a la sociedad civil, un diagnóstico sobre el estado de los valores en nuestro entorno. Según ese dictamen, asistíamos a una crisis de valores entendida como pérdida de los valores idiosincráticos del costarricense.

Algunos medios de prensa y otras fuentes de relevancia como formadoras de opinión pública, indujeron, quizás sin proponérselo, la idea de que la pérdida citada ocurría fundamentalmente entre los jóvenes.

Como lectura meramente sígnica vale recordar la pública satanización del rock y, con él, de una buena parte de la música gustada por los jóvenes. Muchas escuelas y colegios, con muy buena fe pero con poco tino, invitaron a conferencistas que, desde perspectivas poco serias o poco profundas, atemorizaron a los padres de familia con tesis dignas de Torquemadas contemporáneos.

Desde ese conjunto de factores, aunque seguramente de manera no conciente, se planteó la tesis de “rescatar” los valores que se estaban perdiendo.

Una de las primeras instituciones en convocar al rescate de valores fue el COLEGIO DE ABOGADOS. Conjuntamente con las voluntades de la Iglesia, la Cámara de Industria y Comercio, los poderes públicos y otras instituciones, se logró plasmar, en 1987, un

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compromiso para poner en marcha una “Campaña Nacional por el Rescate de los Valores”.

En la política educativa 90 – 94, el programa de valores se fortaleció. También creció la preocupación por los valores en la sociedad civil en general. En las universidades se desarrollaron diversas tesis de grado y algunos estudiantes de posgrado también asumieron el tópico en sus trabajos de investigación.

El contexto legitimado ante la opinión pública seguía siendo la corrupción, pública y privada, la inseguridad, el narcotráfico y, paulatinamente se sumó la agresión al ambiente. En la tesis de grado de Marcela Alfaro, Zaira Quesada y Lissette López (1998) por ejemplo, se señalaba:

“Las guerras, la pobreza, el tráfico de drogas, la agresión al medio ambiente, la violencia doméstica y los escándalos públicos producto de la corrupción, entre otros, son características del escenario de finales del siglo veinte – época de transición - que atentan contra el bienestar de muchas personas”. (P. 9)

La investigación de Gaetano Cersósimo sobre los estereotipos del costarricense, nos permite ubicar algunos de los discursos frecuentemente asumidos sobre el costarricense que, considero, entran en relación con la lectura que se hacía entonces sobre el contexto social del país.

Así, por ejemplo, en lo referente al auto estereotipo nacional negativo, Cersósimo nos presenta la siguiente muestra tomada del texto “La costarriqueñidad. Ensayistas costarricenses”, de Luis Barahona (1972, p. 428):

“Es cierto que el costarricense brinda un ambiente hogareño y amable al extranjero, pero por esto no se deben dejar pasar los aspectos negativos, hay que vivir en la realidad: prostitución, alcoholismo, contrabando y diversas formas de burlar las leyes del país” (Citado por Cersósimo, G., p. 67).

Dos ejemplos más de ese auto estereotipo negativo encontrado por Cersósimo, son los siguientes. En primer término, ubico un texto tomado del artículo “Lo que hay en la cabeza de los ticos”, de Don León Pacheco (1970, p. 15):

“Costa Rica es un pueblo con pueril satisfacción de sí mismo. Como optimista que es, le gusta la anarquía, la inconformidad, el desorden, que confunde con la libertad, no le preocupa carecer de una escala de valores, sino que la actitud que adopta es la de negarlos, decapitarlos con el choteo, con la risa torpe del resentido, del oscuro vengador de su propia incapacidad de grandeza porque “en la cabeza de los ticos anida la nostalgia de no ser norteamericano” (Citado por Cersósimo, G., p. 67)

Hay muchos tópicos que analizar de la cita precedente. Sin embargo, hay dos de ellos de especial importancia. Por una parte, la afirmación sobre una supuesta ausencia de una escala de valores en la sociedad costarricense y, por otra, la pretendida constatación de que el tico anhela ser norteamericano.

Este último aspecto se refuerza con el segundo ejemplo que, señalé supra, tomaría de la investigación de Cersósimo. Se trata en este caso de un registro realizado por el

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investigador, entre estudiantes de la Universidad de Costa Rica, que afirman lo siguiente:

“Los ticos son fácilmente impresionables, prefieren lo extranjero. Es muy corriente oír decir: ya no se pueden comprar más productos porque los hacen aquí y deben ser de muy mala calidad. El made in ... nos impresiona muchísimo” (Cersósimo, G. 69).

Al ser ésta la lectura predominante (no la única) que se hacía sobre el contexto social, la Ética se vio entonces como una respuesta, como una reacción ante un clima que se consideraba desfavorable. En este sentido, por ejemplo, en el Semanario El Financiero, Oscar Alvarez (14 – 20, 07, 1997) escribió:

“Un nuevo fantasma recorre el mundo: el fantasma de la anticorrupción. La década del noventa ha sido llamada a nivel mundial, la década de la corrupción. Pero es la década, también, de una nueva toma de conciencia sobre la importancia de la ética y de la integridad en la función pública”. (Citado por Marcela Alfaro, Zaira Guevara, Lissette López, 1998, p.11)

También en esta posición de reacción, asunto que no le resta ni importancia ni legitimidad, podemos ubicar el siguiente texto de Carlos Serrano:

“En los últimos años, el país se ha visto fuertemente afectado por la descomposición moral en algunos sectores de la sociedad como un todo, y la falta de ética en algunos funcionarios del sector público. (...) Pero la realidad es que la corrupción y la ausencia de ética campea en todos los sectores nacionales (público y privado), con una fuerte incidencia en la Administración Pública, y en el comportamiento del funcionario público. Todo ello ha sido la fuente que me ha inspirado para elaborar el presente ensayo, cuyo propósito es plantear aspectos éticos sobre el trabajo y la contratación administrativa” (p.5)

Pero además, las décadas de los ochenta y noventa fueron ricas en otro diagnóstico, a saber, sobre la calidad de la educación. Ilustres ciudadanos costarricenses produjeron una muy amplia cantidad de artículos periodísticos en los que expresaban sus dudas sobre el tópico. Generalmente, las dudas se apoyaron en indicadores de rendimiento escolar medido en términos de aprobación, reprobación y aplazamiento de materias. También se consideró con frecuencia algunos otros datos de la demografía escolar, particularmente lo referente a la deserción.

Una expresión sintética de lo mucho que se escribió por la época, es el siguiente fragmento de un artículo del profesor Don Roberto Murillo (qdDg), publicado en el periódico La Nación (1993):

“La justicia social, tan maltrecha en los últimos años, se vería compensada por una presunta educación igualitaria. Por desgracia, nada más alejado de la verdad, que esta afirmación. (...) Lo contrario es desgraciadamente lo cierto: el empobrecimiento extremo del contenido y de la evaluación en la educación pública ha venido a ahondar de manera casi irreversible el abismo que separa a la Costa Rica pobre de la Costa Rica pudiente.

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(...) Si la clase gobernante se viera obligada a mandar a sus hijos a la escuela pública, las “modernizaciones curriculares”, con su lenguaje ininteligible, su pose pseudopedagógica, su terminología obligada y vacía, su mala redacción y nula ortografía, hace tiempo habrían recibido un ¡alto! de este y del otro gobierno, y una atención tan urgente como el PAE ha recibido (...) Nadie quiere que a sus hijos se les agüe la sopa del entendimiento, mientras otros sustentan a los suyos con viandas sanas y nutritivas.

(...) Y es que esos mismos polvos trajeron ya estos lodos, pues después de veinte, si no treinta años, de esperar que el aplanamiento educativo, presuntamente democratizador, nos desligara de una imaginaria educación erudita que nunca tuvimos, para permitir el desarrollo integral, la destreza pragmática, el ajuste del individuo a su medio social, nos encontramos con que nada de eso se ha producido, sino todo lo contrario” (Murillo, R., p. 20 A).

Se discutió entonces de manera intensa sobre la calidad de la educación sin que ese concepto mismo hubiese sido suficientemente clarificado. Posiblemente, la noción intuitiva de “pedagogismo”, utilizada por varios de los críticos de nuestra educación, al permitir amalgamar en ella asuntos sumamente diversos, dificultó inicialmente una utilización de carácter categorial del concepto “calidad de la educación”.

Pero curiosamente, ya los países de la Organización para la cooperación económica y el desarrollo (OCDE), habían comenzado a percibir ese problema que, en mi opinión, nosotros todavía no avizorábamos suficientemente. ¿De qué hablábamos cuando decíamos “calidad de la educación?”

Como resultado de la reunión de los Ministros de Educación de la OCDE, celebrada en París, en 1984, se acordó encargar a la Comisión de Educación de ese organismo, la elaboración de un análisis sobre la “calidad de la escolarización básica”.

John Lowe y David Instance (1996), principales redactores del informe respectivo, publicado en 1991, hicieron notar que el concepto de calidad referido a la educación, constituía un fenómeno, para ese momento, relativamente nuevo, a pesar de que ya estaban al uso expresiones como “excelencia”, “niveles” y “logro”. Pero la noción de calidad representaba, según ellos,

“un énfasis reciente que puede inducir a una confusión conceptual, si no a caer en lugares comunes, en el caso de que se convierta en reacción generalizada a las numerosas críticas actualmente formuladas contra los sistemas de educación pública” (OCDE, p. 13)

La gran cantidad de asuntos que los Ministros de la OCDE consideraron para llenar el concepto de “calidad”, llevó al planteamiento de dos interrogantes fundamentales:

1. - ¿es requisito previo de cualquier informe sobre calidad, contar con una definición única que además de dar cuenta de la materia y de su alcance, permita definir los criterios para valorar las políticas y prácticas educacionales?

2. - bajo el supuesto de que se pueda clarificar un concepto de calidad que aborde todos los aspectos relevantes de la escuela, ¿se puede valorar colectivamente a

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todos los países de la OCDE con el propósito de indicar correctivos y estrategias universales?.

La respuesta a ambas interrogantes fue negativa. Por una parte, se hizo claro que una definición única de “calidad” suponía un común de objetivos no contradictorios que permitiesen valorar el logro de la calidad en sistemas educativos que constituyen en sí mismos y en cuanto conjunto, una intensa complejidad. El segundo aspecto, y especialmente importante, es que la existencia de tales supuestos objetivos, debería implicar, además, su posible aplicación en todos los países de la OCDE, sin importar la variedad cultural y societal en general. (Cf., OCDE, pp. 15 – 16).

Pero interesa destacar, además, que los autores del informe de la OCDE, reconocieron en algunos sectores preocupados por la calidad educativa, un ulterior motivo de base economicista, a saber, la necesidad de mantener su importancia competitiva en la economía mundial. Junto con ello, preocupaban a esos sectores, las estimaciones internacionales que mostraban cómo, los estudiantes de países entonces denominados “en vías de desarrollo”, pertenecientes al Sudeste asiático, obtenían mejores resultados en matemática y ciencias, en comparación con estudiantes de los países desarrollados, a pesar de las condiciones favorables de estos últimos. (Cf. OCDE, p. 30).

Por su parte, las críticas que se esgrimían en Costa Rica en las décadas arriba citadas, también trajeron a colación el caso de los estudiantes asiáticos y también se fijaron en los bajos índices de promoción en matemáticas. Tengo la impresión de que, en nuestro caso, la materia que acompañó a las matemáticas en su bajo resultado, no fue ciencias, sino Estudios Sociales, pero creo igualmente, que una revisión de los medios de prensa de la época, mostrarían que las preocupaciones por esta última, y por el resto de materias, no fueron tan intensas como las referentes a la disciplina de las matemáticas.

Las ambiguas concepciones sobre calidad de la educación, en nuestro caso, dieron paso a una concepción más definida en la política educativa conocida como EDU 2005(2), liderada por el ex ministro Don Eduardo Doryan.

Antecedida por algunos documentos cuyo estudio permiten encontrar una evolución en algunas de las tesis defendidas por el señor ex ministro, la citada política partió de un diagnóstico que ubicaba un serio deterioro estructural y conceptual, de base interna y externa, en la educación costarricense.

En lo interno, encontraba el entonces ministro, una concepción cortoplacista sobre la educación, inclinada, además, al memorismo y la metodología, asuntos en los que coincide con los críticos de la educación costarricense señalados anteriormente. En lo externo, ubicaba el señor Doryan al avance científico tecnológico y a la crisis ecológica.

Para la transformación de las causas internas, entendía Don Eduardo Doryan, era necesaria una concertación nacional con una concepción educativa de largo plazo y comprometida con el desarrollo. Tal educación debería emplear métodos activos y participativos para promover el conocimiento racional y sistemático de las ciencias y las artes. Por su parte, las causas externas, más que transformarlas había que asumirlas con miras a realizar internamente los ajustes necesarios para responder a ellas. Tales externalidades, estaban constituidas básicamente por la globalización de los mercados, la política y la economía, todo ello en el marco de la revolución científico tecnológica.

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Así pues, el salto cualitativo de la educación costarricense de cara al tercer milenio, debía darse no sólo como resultante de las determinantes internas, sino también en respuesta a las demandas internacionales. Ello implicaba, entonces, elevar la calidad de nuestra educación con base en tres aspectos fundamentales:

1. - el desarrollo sustentable y la globalización 2. - la elevación de la calidad hacia los indicadores de la calidad internacional 3. - Los controles de calidad del proceso y del “producto” en términos de

acreditación.

Responder a ese concepto de calidad implicaba, según la política educativa EDU 2005, superar tres brechas abiertas en el seno de sociedad costarricense. La primera de ellas, la brecha cognoscitiva, daba cuenta de una deficiencia en los conocimientos y en las habilidades para obtenerlos, detectada en los estudiantes de escuelas y colegios. Las bajas tasas de aprobación de las pruebas de sexto grado y bachillerato, así como los indicadores de demografía escolar en general, eran la fuente para sostener la existencia de tal brecha.

La tercera brecha, según la enumeración ministerial, era la gerencial. Sus indicadores reflejaban una administración lenta y burocratizada.

La segunda brecha, de especial interés para nuestra exposición, era la constituida por un vacío en los valores y las actitudes. Detectada, según la tesis ministerial, por la presencia de los disvalores de la pereza, la indolencia, la vagabundería, la drogadicción, la corrupción y la violencia. Dentro de ese marco de análisis, se concibió que la superación de esta brecha requería de dos tipos de acciones. Por una parte, el trabajo cotidiano del maestro en el aula. Para ello se generaba un programa de valores dentro del ámbito escolar. Por otra, la apertura de programas sobre valores para trabajarlos en conjunto con la comunidad, acción a la que se denominó como Tarea Nacional de Valores.

Así pues, en términos generales, la propuesta ministerial planteaba la necesidad de “halar” la educación costarricense hacia parámetros de calidad internacional, pues se consideraba que ante las demandas de la globalización de los mercados, y de cara al siglo XXI, el ingreso de Costa Rica a la mundialización, constituía la frontera plausible de nuestro desarrollo.

Para el caso de la política educativa EDU 2005 se trataba del desarrollo sostenible o sustentable definido al tenor de los acuerdos de la Comisión Brundtland. De acuerdo con Don Eduardo Doryan, el desarrollo sostenible demanda “el establecimiento de un orden ético distinto y la intensificación del conocimiento y la conciencia individual y colectiva”. Pero , ¿cuál es o era la otra ética a la que se hacía referencia? Esto es, este orden ético nuevo que se propone desde la política educativa EDU 2005 debe ser distinto... ¿a cuál otro orden ético?

El documento y las propuestas que se construyeron conjuntamente con él, no clarifican este aspecto. Pero sí establece el señor ex ministro, en un documento denominado “La formación del ciudadano de la era de la sustentabilidad” (p.3), que le Ética de la sustentabilidad concibe tres grandes dimensiones del ser humano:

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1:- ciudadanos: “capaces de vivir en forma equilibrada con su medio social y natural”

2.- productores: “que pueden hacer uso eficiente de los insumos y de diseñar procesos en armonía con la naturaleza”

3.- consumidores: “racionales e inteligentes”.

Es evidente que la tríada “productor – consumidor – ciudadano” hace referencia a un corpus político y, por ende ético. Se trata de la visión clásica del pensamiento liberal para el cual la “ciudad” y, por lo tanto, el ciudadano, son garantes de la maximización del potencial producción – consumo. Por supuesto que la ciudad es ahora, la ciudad global, el mercado capitalista supuestamente sin límites ni limitaciones, que requiere del acercamiento de todos los ciudadanos globales para garantizar la realización de la mercancía globalizada.

Para que ello sea efectivo, la educación en el sector no globalizado, en los países pobres que serán los nuevos consumidores de un mercado que de otra forma tiende a agotarse, deberá ser “normalizadora”. Corresponderá a ella enseñar los valores de la calidad internacional.

Como ya la habrán notado, la política educativa EDU 2005, planteó una quiebra con el planteamiento que sobre los valores en nuestra sociedad se venía haciendo desde las décadas anteriores. Ya no se trataba de la pérdida de los valores propios del costarricense, sino de la necesidad de que estos valores se impregnasen de los correspondientes a la calidad internacional.

Corresponde a este nuevo contexto, una visión sobre el costarricense muy diferente a la que acompañaba a la antigua posición de “rescate de valores”. Esta otra visión ya no encuentra en el tico un ser sin escala de valores, sin identidad o abierto a estimativas externas por una supuesta natural proclividad a asumir lo extranjero como mejor que lo propio. Y más aún, el problema con los jóvenes en el campo de la estimativa, ya no es que hayan abandonado los valores de los mayores. El problema ahora, se plantea de otra manera.

El texto que mejor recoge el cambio de óptica que, creo yo, acompaña históricamente a la propuesta de política educativa de Don Eduardo Doryan, es el capítulo XI del Informe de la Misión Piloto del Programa de Reforma Social del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) dirigido por Germán Rama.

De acuerdo con este informe, la sociedad costarricense está hiperintegrada; ha internalizado fuertemente un grupo de valores para unificarse y diferenciarse, (identidad) y ahora, con miras a la globalización, esta fuerte identidad puede ser problemática.

Con palabras de Germán Rama:

“La evolución histórica y la peculiar situación de construir una sociedad cualitativamente distinta a las existentes en Centroamérica han influido en la generación de una fuerte identidad nacional. Esta identidad se construyó subrayando las diferencias con otros grupos humanos y sociedades extranjeras y reafirmando un patrón de valores

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y normas que, no solamente debían ser respetados e internalizados por los ´ticos´, sino al que se le confirió cierto carácter ´sacralizado´de modo que las desviaciones podían ser consideradas ´ofensas´ a la conciencia colectiva. Este fenómeno que en la teoría sociológica se considera como de “hiperintegración social” y que históricamente ha sido muy positivo, puede llegar a tener una serie de connotaciones negativas. La primera de ellas es el desarrollo de una ´conciencia defensiva´ que, a fuerza de observar como riesgoso el contorno extranjero a la nación y a la cultura, se torna resistente a aceptar y a asumir lo que es distinto, lo que puede modificar la cultura nacional – lo que siempre implica un cuestionamiento – y así cambiar la sociedad” (1997, p. 178).

Ahora bien, la posibilidad de que esta situación cambie, según Rama, pasa por la consideración de un asunto más. Mediante mecanismos no autoritarios, dice, la familia costarricense ha logrado que las nuevas generaciones internalicen esos valores, de manera que transmutarlos para facilitar la aceptación de lo diferente, que en este caso implica la aceptación de lo global, requeriría que los jóvenes estén dispuestos a rechazar los valores de sus mayores. Y con un término bastante fuerte y rico para el análisis, agrega Rama que es poco probable que los jóvenes costarricense estén dispuestos a cometer parricidio.

Quizás resulte un poco fuerte preguntarse por el papel de una educación que, al halar los valores idiosincráticos del tico hacia la calidad internacional, ponga al estudiante en posición de cometer parricidio, asunto que puede entenderse en términos de aniquilar su propia cultura.

¿Pero de cuál cultura hablamos?. ¿Cuál es la fuente de esos valores? Para algunos de quienes postularon inicialmente la tesis de “pérdida” frente a “rescate” de valores idiosincráticos, la fuente de los valores de nuestra identidad estaba en la Constitución política y otras leyes del país(3). Situación curiosa pero coincidente con el hecho de que los primeros preocupados sistemáticamente por tal pérdida fueron los abogados.

Por una parte, podría hablarnos de lo que algunos denominan como el carácter litigante o legalista que ha adoptado la sociedad costarricense. Pero es también posible que sea la filósofa española, Adela Cortina, quien nos arroje luces al respecto. Según ella, ha prevalecido en nuestros países, una concepción Rawlsiana sobre nuestras constituciones; una cierta, agrego yo, visión circular que supone representada en la constitución, un concepto precedente de justicia internalizado por la sociedad.

Rawls (1978) se propuso

“elaborar conceptualmente un modelo de lo que los estadounidenses piensan en serio sobre lo que es justo, modelo que debería aplicarse a las instituciones políticas y proponerse a la población, que en el fondo lo tiene ya por justo, con el fin de que se sienta cada vez más urgida a cumplir con los deberes de la ciudadanía” (Cortina, 1998, p. 50).

De acuerdo con Adela Cortina, en los países hispanohablantes asumimos como válida para nuestros casos la visión antes citada y, según ella:

“Por si faltara poco, acudimos a nuestras constituciones, que resultan ser rawlsianas en sentido amplio. Y a partir de tales datos extraemos una conclusión, que dudo mucho de

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que sea lógicamente correcta: si ésta es nuestra constitución y ésta es la cultura de nuestros intelectuales, el sentido de la justicia necesario para respaldarlas es el que embarga a nuestro pueblo; la tarea del filósofo es, pues, fortalecerlo por medio del concepto y de la educación” (p.51 - 52).

Sin embargo, es difícil establecer si ésta es realmente una conclusión obtenida en nuestros países, o si se trata simplemente de una traslación mecánica más. Efectivamente, es posible establecer líneas de comunicación entre el proyecto pragmático de John Dewey, el interés de John Rawls y la propuesta de educación moral de Lawrence Kohlberg (1976). De acuerdo con Power et al (1989):

“Kohlberg no está abogando por una enseñanza literal de la Constitución, sino más bien ve a ésta como la representación del principio moral de la justicia, y reivindica que será mediante la enseñanza de la “justicia” como las escuelas podrán transmitir legítimamente “los valores consensuados de la sociedad”. Puesto que la justicia, vista desde una perspectiva de teoría del desarrollo moral, no es un valor determinado que pueda transmitirse concretamente ni imponerse a nuestros hijos, sino que es el proceso de valoración básico que subyace a la capacidad de cada persona para emitir juicios morales” (p. 15)

Posiblemente haya sido la influencia de Kohlberg en quienes se aproximaron inicialmente a la preocupación por la educación en valores, la que les haya llevado a buscar los valores idiosincráticos del costarricense en la constitución y las leyes.

La posición descrita parece suponer, como bien lo señala Adela Cortina, que las constituciones y las instituciones políticas expresan, casi automáticamente, la base de las adhesiones axiológicas de los ciudadanos.

Desde el kantismo supuesto en la visión de Rawls y que parece influir en nuestro entorno por la mediación de Kohlberg, habría que preguntarse entonces, si la duda de Germán Rama en el informe citado respecto a la posibilidad y necesidad del parricidio, implica también un parricidio constitucional y político institucional. ¿Se tratará de lo que se ha dado en llamar “modernización del Estado?.

En primer instancia podríamos sentirnos inclinados a una interpretación como la supuesta en la pregunta anterior. Pero como ello supondría también aceptar que la estimativa del ciudadano común está contenida en la Constitución, y en las otras instituciones políticas, asunto que no resulta fácil de admitir, parece prudente avanzar con cuidado.

Lo primero que puede ser oportuno preguntarse es cómo son posibles dos proyectos de educación en valores tan disímiles(4) dentro de un mismo marco constitucional y con la misma Ley Fundamental de Educación.

¿Es igual, promover un programa formador que rescate y refuerce los valores tradicionales del costarricense y otro que, por el contrario, permita cierta erosión de esos valores para facilitar la asunción de unos nuevos capaces de ablandar el ingreso a los procesos de globalización, sin contar con una modificación previa en tales corpus normativos?

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Podría decirse, quizás con bastante razón, que hacemos referencia a un corpus de carácter muy general, de tendencia fundamentalmente axiológica como es el caso de los Fines de la Educación Costarricense o aún la Constitución. Pero posiblemente, el ejercicio de mayor riqueza consistiría en determinar si, efectivamente la estimativa del ciudadano costarricense está contenida en esos corpus generales. O, mejor aún, deberíamos establecer de qué modo están contenidas esas aspiraciones, contempladas esas necesidades y asegurados esos derechos que configuran la indigencia humana, cuya superación posibilita a las distintas estimativas.

Este segundo ejercicio ubica a la normativa jurídica en el campo de las relaciones de poder y desestima tanto a un mecanicismo que suponga la inmediata representación en la norma jurídico legal de los intereses del pueblo o de la ciudadanía, como el mecanicismo de considerar que únicamente los intereses de un grupo social están representados en esas normas. El rechazo de ambos mecanicismos no se asume desde una perspectiva ontológica de la norma, sino más bien histórica; esto es, correspondería a la actual configuración de las tensiones sociales que delimitan los campos diversos de las relaciones de poder.

Desde esta perspectiva, la crítica a Rawls consiste en determinar la cobertura real de la Constitución y de las otras instituciones políticas. ¿Están todos los ciudadanos igualmente cubiertos? Por supuesto, se trata aquí de la distinción entre lo formal y lo histórico concreto.

Supongamos una norma que garantice a todo ciudadano y de manera gratuita la Educación Básica. La cobertura horizontal (número de personas atendidas) puede ser la misma, pero tendría que variar la cobertura vertical (niveles de escolaridad) según el concepto de Educación Básica que se asuma. En el sentido tradicional, se entendería por ésta un cierto número de años en el aparato escolar. Pero en un sentido más actual, se haría referencia a la dotación de conocimientos, habilidades, destrezas, afectos, valoraciones que permitan al sujeto educativo la autoposesión de su persona en el contexto socio histórico en que se desempeña. Esto es, transitamos de una concepción cuantitativa a una cualitativa, de una visión estática a una dinámica, de un talante de mínimos a otro que, sin identificarse con el de máximos, apunte al de óptimos.

Dentro de este análisis, y también con el ánimo de clarificar, tomemos el inciso “b” del artículo 2 de la Ley Fundamental de Educación, sobre los Fines de la Educación costarricense:

“Formar ciudadanos para una democracia en que se concilien los intereses del individuo con los de la comunidad”.

Creo que sería ingrato decir, como en ocasiones se ha dicho, que en este tipo de declaraciones “cabe todo” o que “puede entenderse de cualquier modo”. Por el contrario, se trataría de develar el discurso correspondiente a esa declaración normativa y, además, hacerlo en la doble dimensión de su contexto originario y el de las actuales tendencias y necesidades. Por ejemplo, no podemos omitir que los Estados Liberales, lejos de disminuir la distancia entre los intereses individuales y los de la colectividad, la aumentó. Por ende, deberíamos preguntarnos ¿Qué corresponde al respecto si realmente se ha transitado del Estado Liberal al Estado Democrático?

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Por otra parte, ¿de cuál democracia hablamos hoy, sino de una muy distinta a la que era posible concebir medio siglo atrás?. La democracia actual, por ejemplo, es especialmente sensible al valor de la información, tanto por la vorágine de su producción, como por los sistemas empleados para su distribución. No se trata sólo de un factor entre otros que llegaron a modificar los patrones clásicos de la desigualdad social, sino de un factor que acelera constante y sostenidamente la distancia entre quienes pueden y quienes no pueden tener acceso a las formas nuevas de almacenamiento y distribución de la información. Cada incremento en la velocidad de procesamiento del dato informático, o en la velocidad de transmisión del dato telemático, incrementa también, para decirlo con lenguaje de EDU 2005, la brecha entre uno y otro sector de la sociedad.

El almacenamiento de datos personales en bases informatizadas de instituciones públicas y empresas privadas, ha modificado profundamente la privacidad personal y obliga a tomar nuevas medidas para evitar la “desnudez informatizada” del ciudadano.

Y creo que, sin dudas, el concepto mismo de ciudadano ha de leerse en la actualidad de manera muy diversa a su sentido originario. No es infrecuente hablar ya de la doble ciudadanía y de las exigencias que tal doble condición le generan al Derecho Internacional.

Así pues, la Democracia en su contexto actual ha demandado la generación de nuevos valores, o nuevas dimensiones axiológicas, sin los cuales, ella no sería posible. La exigencia del consentimiento informado en los procesos terapéuticos o de investigación biomédica, la tipificación y reglamentación de la donación de órganos humanos, la destrucción segura de papel impreso de computador, la depuración de las bases de datos y, en general “el hábeas data”, son sólo algunas muestras de este proceso.

Pero sin duda, el tránsito de los Derechos Humanos de primera y segunda generación a los de tercera y cuarta, marca una pauta en cuanto a la caracterización de la Democracia contemporánea. Obligados a conservar los logros en materia de derechos civiles y políticos bajo la divisa de la libertad; obligados también a proteger los alcances de los derechos económicos bajo la premisa de la igualdad, tenemos hoy el reto de enarbolar el imperativo de la solidaridad para resguardar los derechos inherentes a la paz, a la justicia y a la armonía con el medio (Cortina, A., 1998, p. 92).

Desde esta perspectiva, es necesario retrotraer dos asuntos de especial importancia. Por una parte, la idea de viejo cuño en el sentido de que las profesiones tienen de suyo unos fines, unos medios y unos intereses que les son propios. Por otra, la distinción entre Etica de la profesión y Etica del profesional. Corresponde a esta segunda dimensión todos aquellos aspectos que se ubican bajo la cobertura de la responsabilidad personal de cada profesional. A la Etica de la profesión, en cambio, le incumbe lo referente a las condiciones generales, a las condicionantes socio históricas que configuran el ejercicio posible de cada profesión.

Con base en esa distinción, y bajo la consideración de lo discutido hasta aquí, especialmente el rechazo a los mecanicismos citados, cabe preguntarse, ¿qué papel corresponde al Administrador y a la legislación educativa en la práctica escolar cotidiana, desde la Etica de la Profesión?

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La doctrina Etico Jurídica es clara en solicitar al juez, sana crítica, construcción de la certeza, de la conciencia recta y, por ende, resolución de los problemas de conciencia que pudiesen afectar sus decisiones.

Estoy convencido de que, puesto en la necesidad de administrar las normas legales atinentes a la educación, el Administrador Educativo tiene que desempeñar con frecuencia el papel de un juez que decide cuándo y cómo aplicar esas normas. Llevado al trabajo cotidiano, se escapa en ocasiones, se pierde de vista, la gravedad de las decisiones asumidas(5). ¿Pero qué significa administrar esas normas en el crucial momento que atraviesa la educación actualmente?

En semejanza con lo dicho líneas arriba, creo que se trata de reformular la vieja pregunta, a saber, ¿al servicio de qué y de quiénes están el administrador educativo y la legislación educativa?

Uno y otra, asumo, están y deben estar, efectivamente, al servicio de una educación de alta calidad.

Como puede notarse, esta respuesta también es vieja. Pero según lo dicho, procede leerla en consonancia con el contexto y las demandas actuales.

Y es desde esta lectura que podemos plantear entonces, en crítica al supuesto rawlsiano – kantiano, la necesidad de un nuevo derecho pensado desde la solidaridad. Me refiero al “derecho al Derecho”.

No se puede hablar de educación de calidad mientras no se haya asegurado ese derecho, pero no en cuanto formalidad, sino en cuanto acción social y civil concretada históricamente.

La educación costarricense ha dado grandes pasos en este sentido. Eliminar la práctica de expulsar de las instituciones a las estudiantes embarazadas, ha sido un enorme logro, pero faltan acciones con los muchachos, compañeros de clase que son en ocasiones co responsables de esos embarazos y con quienes suele no realizarse un trabajo al respecto. La adecuación curricular es otro de esos logros. Pero aún hay grandes ámbitos que merecen una pronta atención.

Recordemos que una de las preocupaciones que llevaron a plantear inicialmente el tema de la calidad educativa, radicaba en los bajos índices de aprobación en algunas materias y en las pruebas nacionales. Pues bien, el índice de aprobación en I y II ciclos a nivel nacional en 1990, fue de 83,2% y alcanzó el 79,9% en 1998. Los aplazados pasaron de 8,0% en el 90 a 12,6% en el 98 y, por su parte, los reprobados pasaron del 8,8 % al 7,6%. (MEP, 1999, p. 11)

En el caso del III ciclo y la Educación Diversificada, los aprobados representaron a nivel nacional en 1990, un 54.1% y sólo un 52,5% en 1998. Los aplazados pasaron de 34,1% en el 90 a 33,6% en el 98 y, los reprobados representaron el 11,8% en el 90 y el 13,9% en el 98. (MEP, 1999, p.12)

En 1998, el sétimo año muestra, a nivel nacional, los peores indicadores del Sistema Educativo Costarricense. La aprobación es la más baja, alcanza el 44.4%; la reprobación

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es la más elevada con un índice del 21,1%; la repitencia es la más alta (17,1%) y muestra la mayor deserción, con un 19.8% (MEP, Dirección Regional de San Ramón, 2000, p. 7)

En décimo año se registra el más alto índice de aplazamiento a nivel nacional en 1998, a saber el 39.5%. (MEP, Dirección Regional de San Ramón, 2000, p. 7)

Al estudiar estos indicadores en la Dirección Regional de San Ramón en lo referente al año de 1999 y analizarlos de manera desagregada por niveles, encontramos una tendencia a aumentar dramáticamente el porcentaje de aplazados en décimo año. Esta situación nos permite preguntarnos hipotéticamente por la existencia de un “filtro” destinado a mejorar los índices de aprobación de la prueba de bachillerato.

En esta misma Dirección Regional encontramos, para el caso de las materias denominadas “Básicas” en el año de 1999, que el índice de aprobación en III Ciclo y Educación Diversificada Diurna de la Región es de 62.1%, superior al índice nacional que alcanzó apenas el 57.1%. Ahora bien, dentro de la Región, nueve de las instituciones que la componen en esos niveles es decir, el 69.23% de ellas, tienen índices de aprobación por encima del indicador nacional. Ocho de esas instituciones (el 61.53% de ellas) se ubican por encima del índice de aprobación de la Región.

Sin embargo, esas ocho instituciones acogen sólo al 50. 3% de la población estudiantil. Tres de ellas, además, son instituciones privadas; una es subvencionada por el estado; dos tienen matrículas inferiores a 100 y todas ellas tienen matrículas inferiores a 1 000.

Las profundas dimensiones de estos datos adquieren matices insospechados al determinar que la tasa neta de escolaridad en secundaria es del 47,4% (MEP, Dirección Regional de San Ramón, 2000, p. 7).

Estos datos pues, y otros semejantes que no es necesario incluir aquí, son los que debemos leer desde las demandas de la democracia actual. Son ellos los que debemos interpretar desde una visión no rawlsiana para preguntarnos por el derecho al Derecho. Uno que no se reduzca a la simple postulación de la igualdad de oportunidades en el punto de partida. Uno que implica cuestionarse por las fronteras reales del Estado: ¿hasta dónde se prolonga?, ¿a quiénes cubre en la historia cotidiana concreta?.

Pero nos equivocamos si queremos leer las cifras antes citadas como tales, como cifras. Se trata de encontrar tras ellas un indicador más profundo, más humano. Hablo del “dolor”, de la frustración de personas concretas, de familias. Hablo también del dolor social, ese que debería estarnos lacerando con el látigo de las cifras dichas, pero que ya no duele. A unos, quizás no nos duela porque nos hemos vuelto insensibles; porque hemos caído en el pecado social de la absolutización y preferimos asegurar, por ejemplo y como hipótesis mía, una alta tasa de aprobación en bachillerato mediante el mecanismo de filtrar a los postulantes en el nivel anterior. A otros, a algunos de los que se van quedando en el camino, quizás no les duela porque, como señaló Freire teniendo en cuenta la correspondiente ley de la fisiología, cuando se experimenta mucho dolor, se termina por bloquearlo, por no sentirlo. En estos casos, decía Freire, por paradójico que parezca, lo pedagógico es permitir la recuperación del dolor.

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Recuperar pedagógicamente el dolor, esto es con aprendizaje, debe llevarnos a una re -situación de fines y medios. Es posible que los fines propuestos en los dos programas de educación en valores que señalamos líneas arriba, no sean autoexcluyentes. Posiblemente ambos tengan razones válidas para ponerlos en práctica en razón de complementarios. Pero tal posibilidad debe establecerse con base en la cultura concreta cotidiana del pueblo costarricense, no como un a priori absoluto.

Recuperar pedagógicamente ese dolor, implica aceptar que ni la legislación educativa, ni la administración educativa, deben entronizarse como fines en sí mismas. Aceptar que son medios para el logro de fines mayores y que a ambas corresponde re encontrarse con las personas concretas, con los seres humanos históricos que, aún en la educación, buscan sólo un medio para la producción del sí mismo pleno en el contexto del otro y lo otro (alteridad).

Los indicadores, leídos sólo como cifras, suelen ser pequeños tiranos que develan parte de las realidades estudiadas y ocultan otras. Los indicadores negativos con que solemos medir la calidad de la educación, ocultan un indicador positivo de alto valor, a saber , el elevado acceso inicial al sistema educativo. Desde él, la tarea de disminuir la deserción, la reprobación o el aplazamiento, debería asumirse más bien como la lucha por desarrollar al máximo las potencialidades humanas en un clima escolar acogedor en franca oposición al clima escolar expulsor.

Desde una Etica de la profesión, la Administración y la legislación educativas están obligadas a re pensarse con miras a ser garantes de los fines mayores que delimitan el campo de su acción profesional en relación con la actividad fundamental a la que sirven, a saber, la educación.

Pero nos equivocaríamos también, si considerásemos que esos fines mayores son potestad exclusiva de la educación. Hoy más que nunca se debe auscultar con profundidad en nuestro medio, ese aspecto que señalábamos al inicio, los puntos de contacto de otras ciencias y prácticas concretas con esta tarea de construir una calidad educativa pensada en términos humanos.

A pesar de propuestas recientes, creo que esa calidad educativa pensada en términos humanos, se medirá fundamentalmente por la capacidad para dar respuesta a los compromisos señalados en la Conferencia de Jom Thiem (Arrién, J. Et al, 1996, pp. 240 - 300). Tales compromisos son:

1. - Con el desarrollo humano holísticamente entendido, 2. - Con la paz interna y externa, personal y social, nacional e internacional, 3. - Con la radicalización de la democracia 4. - Con la superación de la pobreza 5. - Con la construcción de valores que promuevan la convivencia en términos de

libertad, igualdad, equidad, solidaridad y armonía con el entorno, 6. - Con el trabajo, 7. - Con la superación de las odiosas discriminaciones por género, 8. - Con la re conceptualización teórico práctica de los medios de comunicación, 9. - Con la humanización de la ciencia y la tecnología 10. - Con la superación de la pasividad, la directividad y la verticalidad de la escuela

tradicional y, agrego yo,

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11. - Con la asunción de la multi y la interculturalidad en la escuela y en la sociedad, requisito para eliminar las discriminaciones explícitas o solapadas,

12. - Con la reasunción holística y amorosa del entorno para lograr su protección más allá de la visión instrumentalista de la simple sostenibilidad.

Estos compromisos, por supuesto, obligan a pensar cuáles son y cómo deben concretarse los lindes de la Economía, de la Política, del Derecho, de las Ciencias Médicas y de la atención en salud (y tantas otras) con la Educación, con miras al desarrollo humano holístico, de óptimos más que de mínimos, capaz de profundizar y radicalizar la democracia. Pero además, ellos en su conjunto, marcan el campo ético que estamos obligados a asumir en las tareas de la Administración Educativa, asunto que incluye al instrumental de la legislación educativa.

Quizás estos sean nuevos desarrollos de frontera entre saberes, de los cuales el Derecho Educativo no escapará, pues posiblemente le corresponderá actuar como catalítico, como posibilitador de una educación renovada que a su vez planteará demandas nuevas a la sociedad en su conjunto.

Por las razones planteadas, creo que además del análisis del Derecho Educativo en sus interioridades, la situación actual demanda tomar distancia y preguntar ¿Al servicio de qué y de quiénes está y debe estar la legislación educativa y la administración educativa en el marco de la actual coyuntura de transformación?