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Adolfo Sánche Vázquez z Filosofía, praxis · indigeribles para el stalinism como o Mihailo Markovic y Gajo Petrovic, agrupa-dos en torn ao la revist yugoslava Praxisa o tambié

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Adolfo Sánchez Vázquez

Filosofía, praxis y socialismo

Buenos Aires 1998

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ADOLFO SANCHEZ VAZQUEZ FILOSOFIA, PRAXIS Y SOCIALISMO

TESIS 11 GRUPO EDITOR 1998 136 páginas - 23 x 16 cm.

I.S.B.N. N° 987 - 9207 - 03 - 3

Diagramación interior y diseño de tapa: Ricardo Souza

Tesis 11 Grupo Editor Av. de Mayo 1370 - piso 14 of. 355/56 (1362) Buenos Aires Hecho el depósito que marca la ley 11.732 Impreso en Argentina Buenos Aires, 1998

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Filosofía, praxis y socialismo

El marxismo crítico de Sánchez Vázquez

Néstor Kohaji

euforia terminó. Ha pasado una década desde el bochornoso derrumbe del Muro de Berlín y de la cultura filosófica y política que lo legitimó. El debate resurge. ¿Quién se acuerda hoy del triunfalismo liberal del filósofo-funcionario Francis Fukuyama? ¿Dónde ha quedado arrumbado el metarelato legitimador del supuesto "fin de la historia"?

Las discusiones sobre Marx y su herencia, sobre la revolución -fantasma, topo y espectro- y sobre la emancipación, vuelven a ocupar hoy el centro de la escena fi losófica. Hasta Jacques Derrida, padre intelectual del desconstruccionismo, le dedica un libro a Marx y le replica al pragmático norte-americano Richard Rorty que: "La emancipación vuelve a ser hoy una vasta cuestión. No tengo tolerancia por aquellos -desconstruccionistas o no- que son irónicos con el gran discurso de la emancipación. Esta actitud siempre me ha preocupado y molestado. No quiero renunciar a este discurso". En fin, nueva-mente volvemos a empezar.

En ese contexto, nada más oportuno entonces que editar a Adolfo Sánchez Vázquez. Su obra representa para nosotros, marxistas argentinos de algunas generaciones posteriores, el despertar -en palabras de Kant- del suefio dogmáti-co, la quiebra de esa "envoltura ontologizante" que había petrificado mundial-mente la filosofía del marxismo tras el congelamiento de la revolución bolchevique en los años treinta.

Hay silencios y ausencias que resultan sintomáticos. ¿Por qué en Argentina hasta ahora no se lo había editado ni se lo leyó sistemáticamente? La razón principal consiste en que tanto en la izquierda tradicional como en la nueva izquierda predominaron los rudimentarios manuales escolásticos del DIAMAT y el HISMAT (materialismo dialéctico e histórico en versión soviética), así como los de factura althusseriana de M;u1a Harnecker. Hubo excepciones, sí, pero nunca llegaron a predominar.

No podemos soslayar que a pesar de todo eso existieron recepciones frag-mentarias y marginales de Sánchez Vázquez en revistas como Nuevos Aires en los '70 o Praxis en los '80 (1). Pero más allá de estos casos aislados, el gran obstáculo para su difusión argentina fue sin duda tanto la hegemonía del stalinismo

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r Adolfo Sánchez Vázquez

político como la cerrazón doctrinaría de la Academia universitaria local, reacia a cualquier ventolina que osara cuestionar o remover su tufo sofocante y dogmá-tico.

Ahora bien, este injusto silencio argentino sobre la obra de Sánchez Vázquez no fue el único. Por ejemplo Perry Anderson, a pesar de su erudición enciclopé-dica y de su característica rigurosidad (rayana en la obsesividad, sin duda im-prescindible para cualquier investigador serio), inexplicablemente no lo men-ciona ni en Consideraciones sobre el marxismo occidental (1976) ni tampoco en Tras las huellas del materialismo histórico (1983), sus dos principales re-construcciones del itinerario de Marx en el pensamiento occidental. Ese sor-prendente e injustificado agujero negro, fue parcialmente remediado por Michael Lowy, quien si bien tampoco lo incluyó en su antología El marxismo en Améri-ca Latina (1980) -porque esta obra no estaba centrada en la filosofía sino en el debate sobre el carácter de la revolución latinoamericana- sí lo reconoce en 1985 junto a Lukács, Bloch y Benjamín como uno de los principales pensadores que supo poner en el centro del marxismo tanto la negatividad de la praxis anticapitalista como el sueño revolucionario del futuro sin el cual no existiría ninguna lucha presente (2).

Creemos que aquel silencio de Anderson resulta injustificado porque preci-samente la obra de Sánchez Vázquez se sitúa en el centro mismo del marxismo occidental. No sólo porque fue el introductor al castellano -en la colección "Teo-ría y praxis" de editorial Grijalbo que él dirigía- de marxistas "heréticos" e indigeribles para el stalinismo como Mihailo Markovic y Gajo Petrovic, agrupa-dos en torno a la revista yugoslava Praxis o también de los pensadores checos Jindrich Zeleny y Karel Kosik, sino además por la tonalidad de sus propias tesis reunidas en su Filosofía de la praxis (1967).

Esta obra, que prolonga filosóficamente Las ideas estéticas de Marx (1965) y algunos artículos sobre los Manuscritos de 1844 aparecidos inicíalmente en Cuba durante los primeros '60, marca un quiebre en toda su trayectoria intelec-tual. A partir de la revolución cubana, de la invasión soviética a Checoslovaquia y de los ecos occidentales del informe Jruschov sobre los crímenes de Stalin, Sánchez Vázquez termina en ella de cortar definitivamente amarras con la cul-tura política y filosófica -que él compartía cuando trabajaba en la universidad junto al lógico Elí de Gortari- proveniente de la Unión Soviética. No ahora..., a fines de los '90, cuando resulta relativamente fácil someter a crítica aquella constelación ideológica, sino más de dos décadas antes de la caída del Muro.

Escrita en polémica abierta con la socialdemocracia y con el stalinismo, Filosofía de la praxis ubica a la categoría de "praxis" como el núcleo medular, como el carozo esencial de la filosofía de Marx. Aun con ciertas tensiones a la hora de comprender el orden lógico estructural de las leyes históricas que expli-ca El Capital (Sánchez Vázquez termina afirmando allí que esas leyes estructu-

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rales del Modo de Producción Capitalista no son más que leyes y tendencias de la praxis), esta obra le devuelve al marxismo su frescura vital.

Desde esa perspectiva, critica al mismo tiempo las versiones que se autoproclamaban "ortodoxas" en nombre de la metafísica materialista, del determinismo y desde el cientificismo. Si el marxismo es, como postula Sánchez Vázquez, una teoría de la revolución y una filosofía de la praxis, entonces se desdibujan inmediatamente la ontología cosmológica (DIAMAT soviético), la policía epistemológica (escuela de Althusser) y la continuidad lineal entre el empirismo de Galileo Galilei y Marx (escuela de Della Volpe y Colletti). Sólo desde este ángulo pueden articularse y conjugar sin abandonar ninguna, dirá nuestro autor, las distintas dimensiones del pensamiento de Marx: el conoci-miento, la crítica y el proyecto transformador.

De este modo, por un camino propio y a partir de debates específicos, Sánchez Vázquez termina coincidiendo con las conclusiones de los Cuadernos de la cárcel de Antonio Gramsci -sobre todo con el cuaderno undécimo de crítica a Bujarin- y con los yugoslavos del grupo Praxis (a los que conocerá más tarde).

A partir de esta constatación, si hubiera que clasificar su obra -algo siempre incómodo y esquemático, por cierto- no podríamos dejar de incluirlo en aquel "izquierdismo teórico", humanista e historicista, tan vituperado por Althusser (3). En otro contexto y con otros debates de por medio, su obra prolonga la radicalidad totalizante del joven Lukacs, de Korsch y en algunos aspectos tam-bién de Benjamin.

Esta lectura "izquierdista" que articuló en su Filosofía de la praxis tuvo ecos claramente identificables en el movimiento estudiantil mexicano que participó de las rebeliones de 1968 y que fue impunemente masacrado -como también sucedió en nuestro país- en la noche de Tlatelolco. También el diablo mostró su cola entre la militancia de izquierda encarcelada por aquellos años en la prisión mexicana de Lecumberri. Años en los que paralelamente a las heréticas tesis praxiológicas de Sánchez Vázquez, la difusión de Althusser en México comen-zará a cosechar sus primeros discípulos (A.Hijar, César Gálvez, Carlos Pereyra, entre otros, algunos de ellos alumnos suyos como es el caso de Pereyra).

Atendiendo a ese particular clima filosófico que se iba gestando, años más tarde, en Filosofía y economía en el joven Marx (1978) y en Ciencia y revolu-ción, el marxismo de Althusser (1982) Sánchez Vázquez no perderá la ocasión de volver a la carga con sus críticas demoledoras. Si en el primero de estos dos trabajos desnuda todos los puntos ciegos del "humanismo" especulativo -desde Rodolfo Mondolfo a Erich Fromm, pasando por Herbert Marcuse, Maximilien Rubel, Pierre Bigo e Ivez Calvez- en el segundo se ensaña impiadosamente con la otra gran tradición que hizo pie en la intelectualidad de México, epistemológicamente crítica de los soviéticos pero no menos dogmática, el althusserianismo. El envío de su libro Ciencia y revolución a uno de los discí-

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pulos franceses de Althusser (cuando éste ya estaba internado en la clínica psi-quiátrica), motiva un sugerente intercambio teórico con Etienne Balibar, uno de los coautores de Lire le Capital (Para leer El Capital).

Esa fuerte diatriba antialthusseriana que atraviesa gran parte de la reflexión humanista y praxiológica de Sánchez Vázquez motiva en 1980 la crítica de un joven y desconocido estudiante mexicano de filosofía, por entonces seducido por la ampulosa prosa de Althusser y también de Foucault. Dirigido académicamen-te por Cesáreo Morales -a su vez discípulo de Sánchez Vázquez, luego althusseriano y hoy dirigente del oficialista PRI (Partido de la Revolución Institucional)-, este joven e irreverente estudiante titula su tesis de licenciatura "Filosofía y educación. Prácticas discursivas y prácticas ideológicas. Sujeto y cambio históricos en libros de texto oficiales para la educación primaria en Méxi-co". En ella le dedica justamente una dura crítica al "humanismo teórico" y a "la filosofía de la praxis". Ese estudiante era nada menos que el futuro líder zapatista hoy conocido mundialmente como el subcomandante insurgente Marcos (4), quien en una polémica con Adolfo Gilly seguía en 1994 reivindicando parcialmente la epistemología de Althusser (5).

Si tuviéramos que enumerar, acordaríamos fácilmente en que Filosofía de la praxis, Filosofía y economía en el joven Marx, el estudio previo a los Cuader-nos de París (las notas de lectura de Marx de 1844 anteriores a los Manuscri-tos), Etica (donde Sánchez Vázquez comienza a criticar las posiciones del mar-xismo analítico, tarea que prolongará años más tarde), Las ideas estéticas de Marx, los dos volúmenes Estética y marxismo y Ciencia y revolución consti-tuyen probablemente sus principales libros. Una producción más que prolífica.

Sin embargo, los trabajos y artículos aquí reunidos no resultan menos impor-tantes que aquellos libros. Sucede que en éstos emerge en primer plano la crítica del europeísmo y el rescate del marxismo latinoamericano -que no equivale al marxismo "importado en América latina", como alertaba con justeza Pancho Aricó- de Mariátegui y el Che Guevara. Un marxismo silenciado que no encaja-ba en los pétreos moldes de la otrora "ortodoxia" oficial.

En el horizonte de esa herencia disruptiva se inscribe su reivindicación del Che, no limitada al mero símbolo-aficche-imagen con que el mercado y sus in-dustrias culturales hegemónicas pretendieron neutralizarlo durante 1997, a treinta años de su asesinato. Por el contrario, la revalorización del Che que realiza Sánchez Vázquez incursiona en las vetas menos conocidas de su pensamiento más profundo, como pensador de la praxis e incluso estéticamente como crítico del realismo socialista. Una reivindicación que tampoco es tardía sino que ya estaba presente en su obra en aquellos fogosos y esperanzados años sesenta en los cuales Sánchez Vázquez sentenciaba con no poca razón que el trabajo de Guevara «El socialismo y el hombre en Cuba» era "una de las aportaciones teóricas más valiosas que pueden encontrarse sobre la concepción marxista del

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hombre". Nada más lejos entonces de la casualidad el hecho de que si para Althusser

resultaba condenable el "izquierdismo teórico", humanista e historicista del Che, para la filosofía de la praxis de Sánchez Vázquez ese mismo humanismo anticapitalista daba justa y certeramente en el blanco.

En cuanto al peruano, "primer marxista de América" (Antonio Melis dixit), Sánchez Vázquez recupera lo más filoso de su herejía, opacada en América lati-na durante los años oscuros del stalinismo y resurgida con ímpetu durante los mejores años de la revolución cubana. Herejía que planteó ya en los '20 un "mar-xismo contaminado", es decir no un amurallamiento teórico sino un diálogo permanente y fructífero con otras tradiciones -Nietzsche, Sorel, Bergson,etc- de filosofía. Meritorio rescate del amauta a pesar de que Sánchez Vázquez no se formó inicialmente con él (sus primeras lecturas y contactos teóricos con el autor de los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana probablemente se hayan originado en una reconmendación de César Falcón, amigo y compañe-ro de Mariátegui).

También se destaca en esta compilación la aguda e impostergable crítica del autodenominado "socialismo real". Pero nuevamente no postfestum, al estilo de muchos dogmáticos recalcitrantes que "descubrieron" los crímenes, la falta total de democracia y las deformaciones burocráticas de los regímenes eurorientales después de desaparecida la URSS, volcándose graciosa y elegantemente en los seductores brazos de la socialdemocracia europea. La crítica de Sánchez Vázquez fue formulada cuando la URSS estaba todavía en pie y el dogma gozaba aun de buena salud (6). Y si bien es verdad que en alguno de sus escritos posteriores su cuestionamiento se extiende e incluye también a Lenin y a Trotsky -probable-mente su tesis más discutible desde nuestro punto de vista-, el grueso de su artillería está apuntada al blanco stalinista.

Finalmente, en estas reflexiones de madurez emerge una puesta entre parén-tesis tanto del marxismo dieciochesco, ilustrado, cientificista y claramente deu-dor de la modernidad, como del pensamiento débil posmoderno. Las coordena-das actuales de una crítica radical de la modernidad presuponen también una crítica del posmodemismo (no quizás como descripción de una sensibilidad epocal sino en tanto ideología que prescribe la muerte de todo proyecto emancipatorio). La reconstrucción de un marxismo abierto y no dogmático de cara al siglo XXI se juega en ese doble, frágil y al mismo tiempo apasionante desafío.

Por todas estas razones, consideramos que su verbo y su pedagogía centrada en la difusión de un marxismo crítico es la mejor garantía de que el hilo de continuidad del pensamiento revolucionario latinoamericano no se corte.

Una tradición, pensaba Gramsci, se construye y se sostiene con la continui-dad de los cuadros culturales e intelectuales. La vitalidad reflexiva y la frescura juvenil que mantiene Adolfo Sánchez Vázquez en estos múltiples ensayos a sus

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más de ochenta años de edad constituyen seguramente el mejor reaseguro de que la llama no se extinga, de que el fuego no se apague en esta época de vientos fuertes, de tormentas conservadoras mundializadas, de pensamiento débil y mo-ral fláccida.

Esa obra que todavía merece ser largamente repensada y revalorada en su conjunto (tanto la aquí reunida como la ya editada) representa sin duda el mayor aliento intelectual de aquel marxismo que sufrió y combatió en la revolución española, la última ola de la ofensiva anticapitalista que se abre en octubre de 1917, que asiste a la tragedia de los levantamientos italianos, alemanes y húnga-ros de los años '20 y que culmina en los '30 en España. Un marxismo que al mismo tiempo, por esas vicisitudes aleatorias de la historia, se engarza -exilio mediante- con la ofensiva que en nuestra América abren el asalto al cuartel Moneada y la revolución cubana.

Sánchez Vázquez se convierte de este modo en el gozne, en la bisagra inte-lectual y moral imprescindible que mantiene la continuidad entre aquel fulgurante e incandescente marxismo europeo de los años '20 y primeros '30 -luego piso-teado, apagado y aprisionado mundialmente por la cerrazón stalinista- y este nuevo e irreverente marxismo latinoamericano de los años '60.

Su vida y su obra cabalgan entre estas dos olas, entre estas dos ofensivas por tomar ese cielo, que tan porfiadamente resiste nuestros asaltos. Vivió, gozó y sufrió ambas esperanzas. Y como tal nos las lega, con la lucidez y la agudeza de sus escritos y sus análisis, a las nuevas generaciones que continuaremos esa lucha en el siglo que viene. En Argentina y en México, en América latina y en el mundo.

Buenos Aires, junio de 1998

(1) En su primer número Nuevos Aires reprodujo "Vanguardia artística y vanguardia política" de Sánchez Vázquez. Año 1, N°l, junio-agosto de 1970.p.3-6. Una década más tarde, en 1984, Praxis reprodujo "El joven Marx y la filosofía especulativa". Año 1, N°2, 151-152. En números posteriores, Praxis insistió nuevamente con el filósofo publicando su "Marx y la democracia". Cabe agregar que Sánchez Vázquez tradujo dos tomos de las Obras completas de Lenin que la editorial Cartago de Buenos Aires publicó a inicios de los '60.

(2) Cfr. Michael Lüwy: "Marxismo y utopía". En Praxis y filosofía. Ensayos en homenaje a Sánchez Vázquez. México, Grijalbo, 1985.387-395.

(3) Al hacer la enumeración de las corrientes y autores izquierdistas que habrían "recaído" en el humanismo y el historicismo, Althusser incluía -sin men-cionar a Sánchez Vázquez- a: (a) Rosa Luxemburgo y Franz Mehring; (b) Bogdanov y el 'Proletkult' (Cultura Proletaria), (c) Georg Lukacs y Karl Korsch; (d) "la oposición obrera" (es decir, la corriente de León Trotsky), (e) Antonio

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Gramsci; y finalmente (O "ios pueblos del Tercer Mundo" que realizan "comba-tes políticos verdaderamente revolucionarios para conquistar y defender su inde-pendencia política y comprometerse en la vía socialista" (es decir, Cuba y el Che Guevara). Cfr.Louis Althusser: Para leer El Capital.México,Siglo XXI,1988."E1 marxismo no es un historicismo", p.153.

(4) Cfr. Rafael Sebastián Guillén Vicente: "Filosofía y educación. Prácticas discursivas y prácticas ideológicas. Sujeto y cambio históricos en libros de texto oficiales para la educación primaria en México".UNAM.Facultad de Filosofía y Letras. Cfr. la velada referencia crítica a Sánchez Vázquez -sin mencionarlo con nombre y apellido- en p.17-18.

(5) Cfr. Adolfo Gilly, Subcomandante Marcos, Cario Ginzburg: Discusión sobre la historia. México, Taurus, 1995.La carta de Marcos en p.l5-22.La refe-rencia elíptica a la epistemología "materialista" de Althusser en p.17.

(6) En un encuentro organizado en Caracas, Venezuela, durante mayo de 1981, Sánchez Vázquez somete duramente a crítica a la URSS. Allí enjuicia públicamente los privilegios burocráticos, la inexistencia de una auténtica de-mocracia socialista, la existencia de un Estado cada vez más reforzado y autonomizado y el predominio del productivismo por sobre los valores humanistas.Cfr. "Ideal socialista y socialismo real". Publicado luego por En Teo-ría N°7, julio-sept. de 1981.p.59-78.

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Filosofía, praxis y socialismo

Entrevista con Adolfo Sánchez Vázquez

Filosofía, praxis y socialismo Gabriel Vargas Loza.no

MOR MEDIO de diversos ensayos como su Postcriptum político filosófico, conocemos algunos de los principales rasgos de su evolución teóri-ca. Sabemos que una práctica poética y otra política llevan a usted a adoptar una posición crítica y comprometida frente a los dilemas que le planteaba la historia en el decenio de 1930. Esta posición fue primero contra el fascismo y a favor de la República en tiempos de la guerra civil; luego, desde el exilio en México por el mantenimiento de la lucha contra la dictadura franquista desde el exterior de España, pero también en la lucha política e ideológica en el interior del Partido Comunista de España. En la década de los años 40 decide continuar su vocación literaria en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, pero en los 50 se decide, finalmente, por la filosofía. A partir de ese momento, observando en forma retrospectiva la propia evolución de su pensamiento, ¿cuá-les serían, a su juicio, las etapas principales o los rasgos más notables por los que ha atravesado?

Si nos atenemos a la trayectoria de mi pensamiento filosófico, a sus manifes-taciones en la cátedra o en publicaciones diversas, puedo decirle, para comenzar, que tanto unas como otras son tardías, en contraste con mis expresiones juveni-les tanto en la poesía como en colaboraciones periódicas antes y durante la gue-rra civil y los primeros años del exilio. La totalidad de mi obra filosófica -tanto en la docencia como en la investigación- se da más tarde en México, ya bien entrado el exilio hasta nuestros días.

Mis primeros ensayos filosóficos (Marxismo y existencialismo, Contribu-ción a la dialéctica de la finalidad y la casualidad e Ideas estéticas en los "Manuscritos económico-filosóficos", de Marx) datan de los primeros años del decenio de 1960. Esto quiere decir que incursiono, por primer a vez, en el campo de la filosofía, frisando los 40 años de edad. Esta tardía incorporación a la inves-tigación filosófica puede explicarse por las difíciles circunstancias en que tuvo que desenvolverse mi vida personal durante la guerra civil y el exilio en el que la necesidad de atender a trabajos inmediatos para subsistir no dejaba tiempo para

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Adolfo Sánchez Vázquez

una seria labor de lectura, investigación y redacción. Pero había otro factor ne-gativo para ello que, a la postre, resultó positivo para esa labor. Mi actividad política militante, comunista, se daba en aquellos años en un marco ideológico y organizativo tan estrecho que, por su rigidez, se convertía en un obstáculo insu-perable para un impulso vivo, creador dentro del marxismo. Hubo que esperar al XX Congreso del PCUS, que conmocionó a todos dentro y fuera del movimiento comunista mundial, para que se abrieran algunas ventanas por las que pronto entró el viento fresco de algunos marxistas occidentales que yo pude aspirar y aprovechar, así como el que aportaban críticos del marxismo desde fuera.

Mi obra filosófica está vinculada al proceso de crítica y renovación del mar-xismo que se abre desde mediados de la década de los años cincuenta. Y tratando de insertarme en él, mi pensamiento ha pasado por tres fases que puedo caracte-rizar así, tomando como punto de referencia -para tratar de superarlo- el marxis-mo oficial que dominaba entonces. En una primera fase, mi atención se concen-tra en los'problemas estéticos para someter a crítica la doctrina estética del "rea-lismo socialista" y trazar los lincamientos de una concepción del arte como tra-bajo creador o forma específica de praxis (podemos ejemplificar esta fase con el libro Las ideas estéticas de Marx, de 1965); en una segunda fase, me pronuncio contra el materialismo ontológico del Dia-Mat soviético y propugno la concep-ción del marxismo como filosofía de la praxis (Filosofía de la praxis, 1967); y una tercera, constituye el centro de la reflexión la experiencia histórica de la sociedad que, en nombre del marxismo y el socialismo, se ha construido como "el socialismo realmente existente" (el primer texto de este género es "Ideal so-cialista y socialismo real", de 1981, y, el último, "Después del derrumbre", de 1992). Los campos temáticos de estas fases se entrecruzan cronológicamente. Mi último libro Invitación a la Estética se inscribe en la primera.

En 1995, se cumplen 30 años de la publicación de Las ideas estéticas de Marx. En esa obra, nos reveló usted un Marx muy diferente del que presentaba el "realismo socialista" al considerar la producción artística como una de las ac-tividades esenciales del hombre. Desde entonces, la estética ha sido una de las principales preocupaciones que le han llevado a publicar varias antologías y obras que han culminado en su reciente libro Invitación a la estética. En esta última obra, usted busca explicar en qué consiste la experiencia estética en un sentido muy amplio; la estética como disciplina y finalmente, las categorías clásicas como lo bello, lo feo, lo sublime, lo trágico, lo cómico y lo grotesco. Podría usted decirnos ¿cuál sería su aportación a lo que se podría llamar una concepción marxista de la estética, que por cierto tiene en su haber figuras de la talla de un Lukacs, un Garaudy o un Brecht? ¿Cuáles serían las característi-cas de su proyecto futuro?

Nuestra aportación -pues incluyo en ella la de un grupo de marxistas críticos

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de los años 60 como Ernst Fischer, Henri Lefevbre, Galvano della Volpe y otros-consistía en la crítica de la doctrina estética oficial del "realismo socialista" y el intento de ampliar el enfoque marxista más allá de las barreras dogmáticas de dicha doctrina. En ese horizonte, hay que situar mi primer libro, Las ideas esté-ticas de Marx, que había sido precedido del ensayo "Las ideas estéticas de Marx en los Manuscritos económico-filosóficos". Esa doctrina, o ideología estética del llamado "campo socialista", aunque ya estaba un tanto quebrantada en el Occidente europeo, gozaba en aquellos años de gran predicamento entre los in-telectuales y artistas de izquierda en América Latina.

Aunque dicha doctrina no era, en definitiva, sino la ideología del Estado y el partido soviéticos en el campo estético y artístico, pretendía fundamentarse en una serie de principios teóricos como los siguientes: el arte como reflejo verídico de la realidad; el realismo como la forma más auténtica del arte; la vanguardia como decadencia del arte burgués, el papel determinante del contenido sobre la forma, y otros que entrañaban un reduccionismo ideológico y social del arte. En mi libro Las ideas estéticas de Marx someto a crítica esta concepción del arte y su manifestación práctica como "realismo socialista", por dejar fuera -al no cum-plir las condiciones del realismo- importantísimas corrientes del arte del pasado y de nuestro tiempo. La concepción del arte como trabajo creador o forma espe-cífica de la praxis, que se sostiene en el libro, permite superar el reduccionismo estético de la doctrina que se critica y admitir, desde un punto de vista marxista, como válido, todo el arte que quedaba excluido dogmáticamente en la óptica de esa ideología estética que se había convertido en doctrina oficial de un partido de Estado.

Mis trabajos posteriores en ese campo trataban de afirmar esas tesis funda-mentales y, a la vez, con la antología Estética y marxismo, mostrar que, desde el punto de vista marxista, era posible una diversidad de concepciones estéticas y artísticas que, en modo alguno, podían limitarse a la que pasaba unilateralmente como marxista. Pero, al mismo tiempo, se trata de ampliar la concepción propia, extendiendo lo estético más allá del arte, hasta abarcar el ancho campo de la artesanía, la industria, la técnica y la vida cotidiana. Es lo que aparece ya clara-mente perfilado en mi último libro, Invitación a la estética, al ocuparme en él de la experiencia estética, cualquiera que sea su manifestación en el terreno artísti-co o en otro.

A medida que he ido penetrando en el campo de la estética, cada vez he sido más cauteloso en calificar esta disciplina como marxista, y he preferido caracterizarla como una estética de inspiración marxista, en cuanto se vale de principios básicos del marxismo, acerca del hombre, la sociedad, la historia y el método de conocimiento, a la vez que se abre a todo lo que, para enriquecer la explicación de la experiencia estética y del arte en particular, provenga de otras corrientes de pensamiento y de otras disciplinas. Y en cuanto a mi proyecto en

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Adolfo Sánchez Vázquez

este campo, me propongo continuar el examen de la problemática abordada ya, a un nivel más general, en sus manifestaciones concretas: el arte, la industria, la técnica, la vida cotidiana.

En 1966, en sus tesis doctoral Sobre la praxis, que después se convertiría en su libro Filosofía de la praxis, llega usted a la conclusión de que "el marxismo es una filosofía de la praxis". Esta tesis se contrapone al "Dia-Mat", concepción oficial de los países socialistas, que consideraban el marxismo como "ciencia de las ciencias", pero también se contrapone, aunque en otro sentido, a otras concepciones, como las de Lukacs, Korsch y Gramsci.

Ciertamente, la filosofía de la praxis se opone a la doctrina filosófica del Dia-Mat soviético que dominaba en los países del "socialismo real" y el eje de esta contraposición estaba en el rechazo de su materialismo ontológico o una nueva metafísica materialista que elevaba al primer plano el problema de las relaciones entre el espíritu y la materia, y no de la transformación práctica, efectiva del mundo, como declaraba Marx en su Tesis XI sobre Feuerbach. En este sentido y de acuerdo con esa tesis, esa doctrina se convertía en una más de las filosofías que se limitan a interpretar el mundo. En oposición a ella, la filosofía de la praxis no sólo hace de ésta su objeto de reflexión, sino que a la vez -como teoría-aspira a insertarse en el proceso práctico de transformación. En este aspecto, arranca del joven Marx, explora un terreno ya roturado por Lukacs (en Historia y conciencia de clase), Korsch y Gramsci. Sin dejar de expresar sus diferencias con ellos, la línea que esbozan es la que se sigue en el libro. Por lo que toca, más especialmente a Gramsci, su aportación es importantísima y merecía, reconoz-co, una mayor atención que la que se le presta en mi libro, tanto por lo que se refiere a mis diferencias con él como a sus coincidencias, mayores éstas que aquellas. Tal desatención puede explicarse por la tardía recepción de su obra en América Latina; sin embargo, en mi Filosofía de la praxis se hace presente tanto en la primera como en su segunda edición. No obstante la brevedad e insuficien-cia de la referencia a Gramsci, valoro en alto grado el significado teórico y prác-tico que para él, tiene la praxis como categoría filosófica fundamental frente a la restauración del viejo materialismo que lleva a cabo Bujarin. Pero, la aportación gramsciana va mucho más allá de esto, al introducir conceptos nuevos y funda-mentales en el terreno de la filosofía política, que están ausentes en mi libro.

Por cierto, usted introdujo en castellano la obra de Karel Kosik, Dialéctica de lo concreto, ¿cuál sería la influencia de esta obra en su propio pensamiento?

La obra de Kosik se inscribe en el movimiento de renovación del marxismo de los años 60, al que yo trato de incorporarme. Por su originalidad y alto nivel teórico, la aprecié en todo su valor desde que la conocí y por ello promoví su publicación en español y la traduje. No creo, sin embargo, que haya ejercido una

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influencia directa en mi libro, aunque sí encontré en ella coincidencias funda-mentales por el lugar que atribuye a la praxis, aunque también diferencias por la importancia que Kosik atribuía a una reinterpretación de Heidegger desde una perspectiva marxista. Pero sean cuales fueren mis convergencias y divergencias con su pensamiento, sigo considerándolo una de las piedras angulares de un marxismo critico, abierto y creador en nuestro tiempo.

Una de sus tesis centrales consiste en que el marxismo es, en esencia, crítica, proyecto de emancipación, conocimiento y vinculación con la practica. Al con-siderar Marx a la praxis como categoría central, estaría operando, a su juicio, una revolución en ¡a filosofía; esta disciplina ya no sólo haría de la praxis una reflexión externa, sino que ubicaría a la teoría en el proceso mismo de transfor-mación. Me gustaría, en este sentido, que ampliara usted más las característi-cas y las consecuencias de esta revolución que parecería romper con la concep-ción clásica de la filosofía, al menos en dos sentidos: al no limitarse exclusiva-mente a lo filosófico (desplazándose también a lo económico, sociológico, his-tórico político) y, otro al acercarse a lo que podríamos llamar como Dilthey "una concepción del mundo".

Antes de contestar a su pregunta, quisiera señalar que sus observaciones pre-vias sintetizan muy bien el significado de la introducción por Marx de la catego-ría de praxis: no como un objeto más de reflexión -lo que no rebasaría el plano de la filosofía como interpretación del mundo-, sino como un aspecto indispensable del proceso de su transformación (unidad de teoría y práctica). En esto radica, justamente, la ruptura de la filosofía de la praxis con la concepción clásica de la filosofía. A partir del cambio de la función fundamental de la filosofía, al inser-tarse necesariamente -como la teoría- en la praxis, se darían las restantes funcio-nes de ellas, como nueva práctica de la filosofía, a saber: como crítica, gnoeología, conciencia de la praxis y autocrítica, indispensables para la transformación efec-tiva de la realidad.

Así pues, la tesis de no limitarse a interpretar el mundo no debe entenderse en el sentido de que la filosofía de por sí se hace mundo, de que la teoría por sí sola es práctica, pero tampoco en el sentido de que lo filosófico se rebasa al desplazarse a lo económico, sociológico, histórico y político, desvaneciéndose su identidad como intento de explicación o interpretación -que también lo es esen-cialmente, sin limitarse a ello- de las relaciones del hombre con el mundo y de los hombres entre sí. Por ello, a diferencia de la filosofía especulativa, clásica, tiene que apoyarse en la economía, la sociología, la historia y la política, es decir, en el conocimiento respectivo, sin pretender convertirse en un supersaber, "ciencia de las ciencias" o "concepción del mundo" por encima de las ciencias, o en un sistema totalizante en el que todo encontraría su lugar, y ai que las ciencias -como exige la filosofía especulativa- tendrían que rendirle pleitesía.

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En ¡a actualidad, debido al cambio de clima teórico-político, y desde luego también a su propia potencia teórica, otras filosofías como las de Habermas y Apel han venido a ocupar la atención. Ellos mismos han considerado que hay un cambio global en la filosofía que transitaría del paradigma de la produc-ción al paradigma de la comunicación. Marx entonces quedaría remitido al primero, ¿ cuál es su opinión al respecto?, ¿son correctas las críticas de Habermas al marxismo?

De acuerdo con los paradigmas a que usted se refiere, Marx y el marxismo en general estarían dentro del paradigma de la producción, en tanto que otros filó-sofos actuales -como Habermas y Apel- quedarían en el de la comunicación. Habermas lleva a cabo las críticas desde este paradigma, como es sabido, en su libro Conocimiento e interés y culminan, sobre todo, en su Discurso de la mo-dernidad. Veamos, aunque sea brevemente, la naturaleza y el alcance de estas críticas, que apuntan directamente a Marx. Para fundarla, Habermas establece una dicotomía entre los dos niveles de que habla Marx: el de las fuerzas produc-tivas y el de las relaciones de producción o, traducido en términos habermasianos, entre la lógica de la acción instrumental y la lógica de la acción comunicativa, o también entre la acción sobre el mundo de las cosas y la acción sobre los agentes de ella.

Para Habermas, Marx sería ante todo el teórico del trabajo, de la producción, del culto a las fuerzas productivas, entendido el trabajo como actividad instrumental y la producción -separada del sistema simbólico de normas- como producción por la producción. Ciertamente, Marx no puede ignorar -El capital es la prueba de lo que descubre en este terreno- que el proceso del trabajo bajo el capitalismo se rige por un principio de valorización que significa la producción por la producción. Pero Marx, aunque las distingue, no separa tajantemente las fuerzas productivas de las relaciones de producción, ya que es justamente un sistema de normas, sujeto al principio de valorización, el que regula el imperio de la productividad. Y justamente es Marx quien, ante las consecuencias que tiene para los trabajadores y la sociedad, considera necesario sustituir el princi-pio de la valorización (creación de valores de cambio) por el de la satisfacción de las necesidades humanas (creación de valores de uso). Con esto la producción pierde su carácter puramente instrumental (o producción por la producción) y se convierte en producción de la producción capitalista y, por tanto, de su carácter instrumental, productivista; no puede ser reducido a un teórico de la actividad instrumental y, menos aún, a un adorador del productivismo. Marx es el crítico de la producción que, en unas relaciones sociales dadas -capitalistas- se pone al servicio de sí misma y no de las necesidades propiamente humanas. Así se ve claramente, por otra parte, que en Marx no puede darse la dicotomía entre fuer-zas productivas y relaciones de producción que le atribuye Habermas. Por todas estos razones, no puede admitirse la tesis habermasiana de que el concepto de

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trabajo en Marx es el de tecné, o actividad instrumental, sino el de forma especí-fica y fundamental de praxis con el significado antropológico que le da en los Manuscritos de 1844 y reafirma en su definición de El Capital. No se trata, pues, de una relación puramente instrumental utilitaria, del hombre con la natu-raleza, ya que supone necesariamente cierta relación entre los hombres (la que Habermas considera propia de la acción comunicativa, con sus esferas simbóli-cas, de intersubjetividad y lenguaje). Así, pues, respecto a la crítica de Habermas a Marx por el productivismo que le atribuye, hay que subrayar que el productivismo está en la naturaleza misma de la producción capitalista, pero hay que subrayar que también se ha dado en las sociedades del "socialismo real", ateniéndose a las exigencias del sistema en unas condiciones dadas, justificadas por cierta interpretación -objetivista y productivista- del pensamiento de Marx. Ahora bien, la naturaleza productivista que Marx crítica en el capitalismo y que, con otras características y por otras razones, se ha dado también en los socieda-des seudosocialistas mencionadas, en modo alguno puede atribuirse -como hace Habermas- al crítico más agudo de la producción por la producción: Marx.

De acuerdo con sus últimos textos, en especial "La filosofía de la praxis", ela-borado para la Enciclopedia Iberoamericana de Filosofíá, en el pensamiento de Marx habría tesis vigentes y tesis caducas. La vigencia radicaría en la críti-ca del capitalismo; de la ideología como concienciafalsa; del reformismo; como búsqueda de un proyecto de emancipación del hombre y como conocimiento. Abra bien, los intentos de realización práctica, los de la socialdemocracia clá-sica, el llamado "socialismo real" y la lucha armada latinoamericana de los setenta, ¿qué faltó para que estos proyectos fueran exitosos?, ¿cuáles son las lecciones que debemos extraer?

No es fácil responder, y sobre todo con brevedad, a cuestiones tan pertinen-tes. Antes de intentar hacerlo, permítame distinguir entre el socialismo como meta, ideal o utopía, y el movimiento histórico que representan las luchas socia-les de la clase obrera y sus partidos, dirigidas hacia esa meta, sin alcanzarla hasta ahora, incluso después de haber conquistado -en algunos casos- el poder. Pero, el reconocimiento de que el socialismo no se ha realizado todavía no debe hacernos olvidar lo que los trabajadores han alcanzado como resultado de sus luchas y enormes sacrificios y no como graciosa donación de las clases dominan-tes.

En definitiva, al movimiento obrero de orientación socialista se debe lo al-canzado, en el marco del capitalismo, en el mejoramiento de sus condiciones de vida. Dicho esto, pasemos a su pregunta crucial: ¿por qué han fracasado los intentos de alcanzar o realizar el socialismo? Usted se refiere acertadamente a tres que se han dado históricamente: el de la socialdemocracia, el del llamado "socialismo real" y el de la lucha armada latinoamericana. Detengámonos, aun-

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que sea esquemáticamente, en cada uno de ellos. Una condición necesaria aunque no suficiente, para construir la nueva socie-

dad es la de superar la barrera capitalista, mediante un cambio radical de las relaciones de propiedad sobre los medios de producción. La socialdemocracia, aunque ha ocupado el poder en varios países europeos y en distintos períodos, ha mantenido siempre esas relaciones, con el objetivo de integrar gradualmente el capitalismo en el socialismo. Semejante integración jamás se cumplió, aunque se lograron grandes conquistas sociales, fruto en gran parte de las luchas de los trabajadores. El reformismo socialdemócrata o el de los partidos socialistas -cuando no han sido simples gestores de los intereses del capitalismo- han hecho del socialismo una utopía, en el sentido negativo de un objetivo o meta imposible de realizar, al mantener el pilar del sistema: sus relaciones de propiedad. La conclusión que saca de esto la socialdemocracia actual, siguiendo los pasos de la clásica, consiste en que lo importante es el movimiento, pues el fin no es nada. En suma, lo que cuenta es lo que pueda alcanzarse dentro del sistema; la meta -el socialismo- queda desechada. La socialdemocracia, pues, no ha realizado el socialismo porque, en definitiva, nunca se planteó verdaderamente realizarlo.

La segunda experiencia histórica que conocemos, respecto al proyecto socia-lista, es la de las sociedades del llamado "socialismo real". A diferencia de la anterior, en esta experiencia histórica, no sólo se ocupó el poder, sino que se abolieron las relaciones capitalistas de producción, pero no se logró en una fase posterior construir el socialismo. Más exactamente, el intento de realizar el pro-yecto socialista, terminó en un fracaso. ¿Qué faltó para el éxito, es decir, para construir una nueva sociedad, verdaderamente socialista? No puedo extenderme ahora en la respuesta. He procurado darla en mi ensayo" Después del derrumbe", y a él me remitiré muy brevemente, pues hasta ahora sigo suscribiéndolo.

A mi modo de ver, las causas no hay que buscarlas simplemente en errores, traiciones o deformaciones de los dirigentes, sino en un conjunto de circunstan-cias y condiciones que hacían imposible, desde su origen, la construcción del socialismo. Las condiciones que para ello tenía presente Marx -madurez econó-mica, política y cultural, internacionalización del acceso al poder, participación constante de la sociedad en esa construción- no se daban en la atrasada Rusia zarista, aunque sí se dio, por una conjunción de circunstancias históricas, la posibilidad -que los bolcheviques realizaron- de conquistar el poder y destruir las relaciones sociales capitalistas. La falta de las condiciones necesarias, agra-vada por la ofensiva del capitalismo internacional -intervención militar y cerco económico-, determinaron que, desde el poder se intentara crear las condiciones que en realidad no se daban. La base económica se construyó imponiendo a los obreros y campesinos sacrificios inauditos y sin que la sociedad se incorporara consciente y voluntariamente a esa construcción. El régimen, que no podía con-tar con el consenso generalizado de la sociedad para llevar a cabo sus proyectos,

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tuvo que recurrir al terror que se fue generalizando más, al convertirse en una necesidad para asegurar el dominio de una nueva clase: la burocracia del Estado y del partido.

El resultado del intento originario de realizar el proyecto socialista no fue el socialismo, sino una sociedad atípica -ni capitalista ni socialista-, o típica en las condiciones en que se daba, caracterizada por la propiedad estatal sobre los me-dios de producción, planificación absoluta de la economía y omnipotencia del Estado y del partido único en todos los aspectos de la vida económica, política y cultural, con exclusión de toda democracia y libertad: en suma, un nuevo siste-ma de dominación y explotación. Así, pues, lo que se derrumbó o fracasó como "socialismo real" no fue propiamente el socialismo, sino un sistema que usurpó su nombre y acabó por ser su negación. Lamento -parafraseando a Lunacharsky-no haber tenido tiempo para elaborar una respuesta más breve.

Pero queda todavía lo relativo a ¡a lucha armada en América Latina por el socialismo.

Es cierto. Me referiré en términos generales a la lucha de los años setenta. Respecto a ella, hay que registrar la falta no sólo de las condiciones necesarias -que el más extremo voluntarismo no podía crear- y la falta también de las media-ciones indispensables entre el objetivo y su realización. No se trata, por tanto, de excluir por principio la lucha armada. Los pueblos han recurrido una y otra vez a ella -desde la Revolución Francesa hasta las revoluciones Mexicana y Cubana-cuando ha estado cerrada por completo la vía alternativa, pacífica.

La lucha armada se justifica cuando permite esa vía crear el espacio demo-crático en el que, desde las condiciones necesarias, se pueda transitar al socialis-mo, con el apoyo de los más amplios sectores de la sociedad. La lucha armada se da en América Latina contra feroces dictaduras militares y, con el enfrentamiento a ellas, debía abrir como objetivo inmediato un espacio democrático real. La sustitución de ese objetivo por el del socialismo, falto además de las condiciones necesarias para su realización, limitaba el amplio consenso que la lucha por la democracia exigía.

Por otra parte, al concentrarse la acción en un sector (la guerrilla) y la direc-ción en una vanguardia política - y de hecho militar-, que supuestamente encar-naba la conciencia y la voluntad de las masas, se provocaba el aislamiento res-pecto de ellas y se recortaba el amplio consenso que requiere la lucha por el socialismo. Así, el intento de alcanzar el socialismo en varios países latinoame-ricanos, sin las condiciones políticas y sociales necesarias y bajo la dirección "foquista" o vanguardista de una minoría, aislada de la sociedad, sólo podía conducir -como condujo efectivamente- a un doloroso fracaso. No podemos de-jar de reconocer que los intentos prácticos de realizar el socialismo (a los que se refería en su pregunta) se han frustrado. Hay que reconocer también que las

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condiciones de vida que lo hicieron necesario y deseable no han desaparecido y que hoy subsisten como condiciones de miseria y explotación para dos tercios de la humanidad, condiciones que el capitalismo, lejos de superar, agrava más cada día. Si la voluntad de superarlas ha fracasado en los intentos históricos que he-mos tenido presente, de ello no cabe deducir -sin caer en un determinismo o fatalismo- que las condiciones de su realización no se darán nunca. Los ideólogos más reaccionarios del capitalismo están interesados en difundir semejante profe-cía, y con ella diseminar el escepticismo, el desencanto y el cinismo para desmovilizar las conciencias de la lucha por un verdadero socialismo. La lección que podemos extraer de las experiencias pasadas para salir al paso de este "eclip-se", promovido o espontáneo, del proyecto socialista, es, en primer lugar, la de comprender cómo y cuándo no se debe intentar construir el socialismo. Diremos a este respecto que, en nuestro días, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), mayoritariamente indígena, después de levantarse en armas en Chiapas, ha sacado hasta ahora las debidas lecciones del fracaso de los movimientos gue-rrilleros latinoamericanos a los que antes nos hemos referido. Las ha sacado: 1) al poner en primer plano como objetivo -dadas las condiciones reales del país y del estado de Chiapas- la libertad, la justicia social y la democracia, junto a otras reivindicaciones no menos necesarias e inmediatas; 2) al privilegiar la lucha política sobre la militar y 3) desechando las estrategias vanguardistas y "foquista" al recabar el consenso y el apoyo de la sociedad civil, a la que no sólo pide su participación activa y solidaria, sino también que se pronuncie sobre el propio futuro del EZLN. Pero, la necesidad de comprender cómo y cuándo no intentar construir el socialismo está también la necesidad de reivindicarlo en tiempos difíciles para él, como proyecto necesario, deseable y posible.

Se ha criticado también al marxismo por tener deficiencias en cuatro aspectos: la falta de una consideración adecuada de la democracia; el sostener que la religión es el "opio del pueblo" cuando existen hoy intentos de que la religión no sea dicho opio como la Teología de la Liberación; el sostener una concep-ción optimista y, por tanto, "moderna" del desarrollo histórico cuando las crisis ecológicas que padecemos nos demuestran sus límites; el no considerar lo na-cional y, finalmente, creer que la liberación femenina llegaría "después de la transformación económica y social". ¿Hasta qué punto son válidas estas críti-cas? y, si lo son, ¿cómo afectarían al marxismo en su concepción emancipatoría?

Las cuatro críticas que apunta son válidas, aunque habría que matizar en ellas lo que puede atribuirse no sólo a cierto marxismo, sino también a Marx. Es cierto que no ha habido la necesaria consideración de la democracia en el "mar-xismo-leninismo" que dominó en los países "socialistas" y en el movimiento comunista mundial, al convertir las críticas de Marx a las limitaciones de la democracia burguesa en negación teórica y práctica de toda forma de democra-

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cía. Cierto es también que la tesis marxiana de la religión como el "opio del pueblo" resulta hoy unilateral si se toma en cuenta que hay movimientos religio-sos -como hubo el de Münzer en el pasado- que, lejos de adormecer las concien-cias, se integran en las luchas terrenas contra la explotación, la miseria y la opresión. Esto no anula la validez histórica y actual de la famosa y polémica tesis de Marx cuando se trata de ciertas iglesias y en determinadas circunstan-cias. Pero, en verdad, la función emancipatoria, terrena, de la Teología de la Liberación, en América Latina, 110 permite generalizar la función opiómana que Marx atribuía a la religión. Por lo que se refiere a la concepción "optimista", "moderna" del desarrollo histórico, de raigambre ilustrada, en verdad hoy no puede compartirse la confianza de Marx en un desarrollo lineal, progresivo y teológico de la historia, aunque hay que reconocer que él mismo puso freno a esa confianza con su dilema de "socialismo o barbarie", o al rectificar, en los últimos años de su vida, su propia concepción, al oponerse a una filosofía universal y transhistórica de la historia. Y, finalmente, la liberación nacional y femenina no pueden ser alcanzadas, como Marx y el marxismo han sostenido, al resolverse las contradicciones de clase. Por su carácter específico, los conflictos nacionales y de género requieren que se abandone semejante reduccionismo de clase. Todas estas criticas y otras más que pudieran hacerse, no pueden dejar de afectar al proyecto originario -de Marx y de cierto marxismo- de emancipación. Y puede afectarle incluso profundamente, al exigir que la realización de dicho proyecto se ponga sobre nuevas bases; no, por ejemplo, la base del desarrollo ilimitado de las fuerzas productivas -o contexto de la abundancia de bienes- como condición necesaria de una sociedad superior que distribuya los bienes conforme a las necesidades de cada individuo, ya que ese desarrollo entra en abierta contradic-ción -como hoy se advierte claramente- con el imperativo ecológico de no des-truir la base natura! de nuestra existencia. El proyecto marxiano de emancipa-ción tiene que tener presente una nueva relación entre el hombre y la naturaleza, en la que ésta sea respetada y deje de ser, por ello, objeto ilimitado de domina-ción y explotación. Y, sin embargo, éstas u otras críticas, lejos de anular el pro-yecto, lo enriquecen, lo hacen más viable y deseable, al ponerlo en relación con los problemas que plantea la realidad misma a los intentos de realizarlo, intentos que -no obstante, el eclipse que pueda sufrir durante un tiempo imprevisible- no pueden dejar de darse mientras la realización de ese proyecto sea necesaria y posible -aunque no inevitable- y se le considere valioso y deseable.

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Racionalidad y emancipación en Marx

» ^JN SIGLO DESPUIIS de la muerte de Marx nadie puede negar la influencia de sus ideas tanto en el pensamiento como en la vida real de nuestro tiempo, y, particularmente, en las luchas de los trabajadores y movimientos de

r liberación. Pero es un hecho también, en contraste con lo anterior o tal vez a consecuencia de ello, que la discusión y la polémica acerca de la verdadera natu-raleza de su obra, lejos de apagarse, se enciende y aviva más y más. Esto último justifica que nuestra atención se concentre en este momento en la naturaleza de ese pensamiento que, desde hace siglo y medio, no deja de proyectarse teórica y prácticamente.

El hilo conductor de nuestra exposición será la idea de que el pensamiento marxiano sin dejar de mostrar aspectos caducos, limitativos y contradictorios se caracteriza por la unión de dos dimensiones que, hasta él, discurrían paralela-mente, pero sin encontrarse: la dimensión ideológica y la dimensión científica que nosotros preferimos llamar ahora, respectivamente, emancipatoria y racio-nal. La unión de ambos términos (racionalidad del proyecto liberador y poten-cial emancipatorío de cierta racionalidad) exige una recta comprensión de lo que Marx entiende por liberación o sociedad emancipada, así como por la racionalidad vinculada indisolublemente a ella. Naturalmente, con fines de análisis tendre-mos que separar lo que Marx ha unido, aunque esa separación no sea tajante.

Fijemos, pues, la atención en primer lugar en la dimensión liberadora marxiana y, con este motivo, en la Tesis XI sobre Feuerbach. En ella, como es sabido, se enuncian dos tareas: una práctica, central: transformar el mundo, y otra teórica: no limitar la filosofía a ser interpretación. De esta formulación se desprende que ambas tareas se encuentran, para Marx, íntimamente vinculadas. No se trata ciertamente de una inteipretación que -como racionalidad contemplativa- quede abolida por las exigencias de la acción ni tampoco de un hacer ciego que deje la teoría a extramuros de la práctica. No es de extrañar que la impaciencia grupuscular por la acción caiga en semejante exclusión, pero no lo es menos que Heidegger haya tratado de corregir a Marx, refiriéndose explícitamente a la Te-sis XI, en estos términos: "Hoy día, la acción sola no cambiará el estado del

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mundo sin primero interpretarlo", como si a Marx se le hubiera ocurrido trans-formar primero e interpretar después, o sea: desunir justamente lo que había unido. Para Marx, la interpretación no es sólo teoría de una transformación ya hecha y, por tanto, separada de la acción, sino de una transformación por hacer y en la cual la teoría se inserta precisamente para contribuir a esa transforma-ción.

Ahora bien, si se trata de transformar el mundo existente y no de conservarlo o de concillarse con él, una condición fundamental es la conciencia de la necesi-dad y posibilidad de esa transformación, conciencia que tiene por base una inter-pretación verdadera del mundo y una "Crítica radical de lo existente" ("El Capi-tal"). Pero no basta -no le basta a Marx- que este mundo real pueda ser transfor-mado, que es justamente lo que el descubre en el mecanismo, tendencias y con-tradicciones de la sociedad capitalista, sino que pone en relación su análisis con la perspectiva de una sociedad emancipada. La relación entre este presente y ese futuro constituye el rasgo distintivo de su pensamiento que lo convierte, a su ve/., en uno de los blancos favoritos de sus adversarios. Se trata, pues, y en primer lug;ir, de transformar el mundo en una dirección liberadora; de clase, primero, y umversalmente humana, después. Esta dimensión emancipatoria del pensamiento marxiano se despliega sobre todo al responder a la cuestión de ¿hacia dónde se encamina esa transformación?

Al examinar la respuesta de Marx a esta cuestión es imposible sustraerse a las más diversas interpretaciones, pero el problema del fin u objetivo tiene que ser planteado tomando en cuenta que se trata de una transformación del mundo hecha por los hombres y hecha, a su vez, conscientemente. Son ellos y sólo ellos los que se trazan ese fin; no hay, pues, un objetivo al que se encamine el proceso histórico al nuirgen e independientemente de su voluntad, aunque ese proceso se opere en condiciones objetivas dadas. Existe, en verdad, para Marx un nexo sobre el objetivo liberador trazado y ciertas condiciones en la sociedad presente, capitalista, como son: el crecimiento impetuoso de las tuerzas productivas, la universalización de la producción y del intercambio capitalista, el surgimiento de un potencial revolucionario en el proletariado, etc.

El fin último al que tiende el proyecto y proceso de transformación del mun-do es la emancipación del hombre, ya sea que Marx la conciba en su juventud • en los "Manuscritos del 44"- como superación de todas las enajenaciones, ya sea que la diseñe en su madurez- en "El Capital"-, como "el desarrollo pleno y libre de cada individuo". El comunismo es, en este sentido, el fin último, pero no como objetivo que cierre la historia. Es "fin último" porque -como desarrollo de las fuerzas humanas- deja de ser medio para otros fines para ser, como dice Marx, "un fin en sí mismo". Pero, justamente, porque se trata de 1111 desarrollo infinito, la historia, lejos de cernirse, apenas se abre con él como historia propia-mente humana.

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Marx no ha sido muy pródigo a la hora de describir esa sociedad emancipa-da. Su cautela se explica para no caer en la tentación utopista de una anticipa-ción imaginaria que no toma en cuenta su posibilidad real. Por ello, fija su atención en las condiciones reales que hacen posible esa sociedad futura. Esto no significa, sin embargo, que Marx haya guardado un completo silencio sobre esa perspectiva liberadora. Hubiera sido imposible, puesto que sin ese punto de refe-rencia habría perdido su sentido el análisis del presente. En definitiva, el objeti-vo de ese análisis y de esa transformación es la liberación del hombre y, por ello, el propio Marx no duda en calificar a su logro más científico -en el significado normal- ("El Capital") de terrible proyectil lanzado a la cabeza de la burguesía. Se trata de liberar al hombre, ciertamente, de modo que "el libre desenvolvi-miento de cada uno sea la condición del libre desenvolvimiento de todos" ("Ma-nifiesto comunista"). A su vez ese "libre desenvolvimiento" hay que entenderlo -de acuerdo con los "Grundrisse" y "El Capital"- como desarrollo pleno y libre de las fuerzas y potencialidades humanas. Pero Marx no se limita a subrayar ese fin último como un "fin en sí", sino que ha señalado los pasos necesarios para alcan-zarlos: abolición de la propiedad privada sobre los medios de producción y pro-piedad social sobre ellos, conquista del poder político y comienzo del desmantelainiento del Estado como tal, participación de los "productores libre-mente asociados" en la organización de la producción y, en general, de sus con-diciones de existencia. Y todo ello para alcanzar el verdadero "reino de la liber-tad".

Marx aspira a una efectiva igualdad social que sólo puede basarse como "li-bre desenvolvimiento de cada individuo" (cursivas nuestras), o sea, sus necesi-dades como tal, en la más extrema y diversa desigualdad. Contra la imagen tendenciosa de un Marx que disuelve la individualidad, él sería el pensador del individualismo y desigualdad más radicales como sustancia de la libertad. No puede tener otro sentido el principio de "a cada uno según sus necesidades" que -de acuerdo con la "Crítica del Programa de Gotha"- habría de regir en la socie-dad comunista, tras de pasar por la fase inferior o período de transición en la que todavía subsiste el Estado y rige el principio de "a cada quien según su trabajo". Fase en la que, por tanto, "el libre desenvolvimiento de los individuos" encuen-tra todavía obstáculos que impiden pueda hablarse propiamente de "reino de la libertad".

Puede señalarse la existencia de estos o aquellos elementos utópicos en el cuadro de esa sociedad superior que traza Marx. Ahora bien, la incrustación de ellos en el pensamiento marxiano no anula su dimensión emancipatoria ni ha-cen de él un neoutopismo, justamente porque a ella va unida su dimensión racio-nal.

Ciertamente, la dimensión emancipatoria está en el centro del pensamiento de Marx, desde sus textos de juventud hasta sus últimos trabajos -como la "Crí-

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tica del Programa" pasando por los "Grundris.se" y "El Capital". Se trata de liberar al hombre que en la sociedad capitalista ha perdido -con su existencia cosificada- el control no sólo sobre el proceso productivo, sino sobre todas sus condiciones de vida, pero se trata, a su vez, de una liberación que pasa, en pri-mer lugar. por la de las clases más explotadas y dominadas. Es difícil negar esta dimensión emancipatoria del pensamiento de Marx, cualesquiera que sean las dificultades o limitaciones que encuentre o haya encontrado históricamente su realización.

Por su dimensión liberadora, el pensamiento marxiano ha sido asimilado más de una vez, y casi desde su aparición, a las viejas doctrinas religiosas que, a lo largo de los siglos, han recogido la aspiración humana a un mundo más justo. El potencial liberador de la religión en unas condiciones reales dadas ya había sido advertido por el joven Marx en cuanto i|ue ve en ella la realización de lo que el mundo real, invertido, de los hombres les niega. Pero las analogías que pue-dan existir por su aspiración común liberadora entra la emancipación terrena marxiana y la "salvación" religiosa no just if ican el supuesto profet ismo o mesianismo que, como un tópico manido, se atribuye con insistencia a Marx.

Al hacerlo se pasa por alto una diferencia medular. En cuanto que el pensa-miento marxiano ignora ttxla trascendencia y es, por tanto, un inmanentismo radical, su humanismo es también radical ("la raíz del hombre es el hombre mismo", decía ya el joven Marx). Se trata, en consecuencia, de una empresa emancipatoria aquí y desde ahora. Y se trata, además, de una emancipación de los hombres por sí mismos. El hombre es -como decía también el joven Marx- el mundo de los hombres y es él, en su movimiento histórico real quien produce sus fines y los medios para realizarlos y, por supuesto, los que tienen un contenido liberador. Pretender leer ese proceso con una clave escatológica y ver la historia humana como una simple antropologización de la historia teológica con su "pa-raíso perdido" y su "reino final", sólo puede hacerse si se deja a un lado el huma-nismo radical de Marx y el carácter autolibcrador de la emancipación humana.

Ahora bien, el pensamiento m;irxiano tiene asimismo otra dimensión esen-cial que hemos venido apuntando, dimensión que le impide ser asimilado no sólo al "deseo de salvación" de las religiones, sino al empeño emancipatorio de las doctrinas utópicas, entendida la utopía en su sentido propio como anticipa-ción imaginaria de una sociedad deseada y realizable a los ojos del utopista, pero, en definitiva, imposible de realizar. Para que el proyecto de una sociedad futura se realice no basta negar el presente -como lo niegan las doctrinas utópi-cas-, sino que hay que establecer un nexo necesario entre la sociedad proyectada y las condiciones reales presentes. Y en haber establecido este nexo consiste justamente la dimensión racional del pensamiento de Marx.

Si se toma en cuenta el comunismo como fin último o el socialismo como fin intermedio del periodo de transición que ha de llevar a él, se puede hablar de una

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racionalidad de lo fines en cuanto que, en cierto modo, se hallan presentes en la sociedad capitalista misma. El fin no es, pues, un ideal subjetivo con el que se niega -como hacían los socialistas utópicos- la realidad presente. No se trata de un fin externo a la sociedad sino interno a ella. Son las condiciones reales de la sociedad capitalista, y en primer lugar, la contradicción entre trabajo asalariado y capital, las que conducen a la transformación del presente en dirección a ese objetivo liberador. En este sentido, el objetivo no es un simple ideal que se con-trapone a lo existente sino un factor que está dado internamente en la realidad. Pero, ¿cómo está dado? ¿Qué alcance tiene el nexo entre las condiciones reales y la perspectiva liberadora, o entre el presente y el futuro? He ahí el quid de la cuestión.

Marx insiste una y otra vez que se trata de un movimiento necesario en cuan-to que el capitalismo engendra su propia negación y el tránsito a la nueva socie-dad. Es, pues, el análisis y la reconstrucción teórica del modo de producción capitalista los que llevan a Marx a considerar racional la desaparición de la nueva sociedad y la alternativa del comunismo. Al tender un lazo necesario entre ambos términos, supera el subjetivismo e impotencia del pensamiento utó-pico, aunque manteniendo su dimensión liberadora.

Todo se juega, por tanto, en el concepto de necesidad que Marx utiliza al establecer el nexo entre una sociedad y otra, entre el presente y el futuro. La cuestión parece aclararse en cuanto que Marx habla de necesidad natural, de proceso histórico -natural, de tendencias o leyes objetivas que se imponen fuerte-mente. ¿Se trataría entonces de una necesidad semejante a la que opera en la naturaleza y que las ciencias naturales registran? Trasladado este movimiento necesario al plano histórico-social, ¿significaría que el futuro se halla determi-nado por el presente, o que una realidad existente -el capitalismo- determina en su movimiento a otra inexistente aún: la sociedad emancipada? Precisemos el alcance de la cuestión: el futuro sería determinado no como un futuro posible que, por consiguiente, podría realizarse o no, sino como un futuro "real" que inevitablemente se habría de realizar.

Tal es la interpretación objetivista del marxismo de la II Internacional. Las leyes universales de la historia y la racionalidad interna, estructural, del sistema, particularmente al nivel de la economía garantizarían tanto la desaparición del capitalismo como la instauración de una sociedad emancipada. Habría, pues, una necesidad tanto estructural como histórica que conduciría inevitablemente a lo uno y lo otro. Tocaría a la ciencia -fundamentalmente a la Economía- poner de manifiesto esa racionalidad objetiva en la que se inscribe el futuro, y mostrar así las razones por las cuales ese futuro ha de llegar con la necesidad de un proceso natural.

Ahora bien, si las leyes del desarrollo histórico y la racionalidad objetiva, estructural conducen inevitablemente al socialismo, se explica que el marxismo

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de la II Internacional descarte la praxis revolucionaria, la acción voluntaria de los hombres, como si fuera un elemento innecesario. Y puesto que esta inteipre-tación pretendía apoyarse en "El Capital", no puede extrañamos que Gramsci llamara provocadoramente a la Revolución de Octubre la "revolución contra 'El Capítol' ".

Es verdad que Marx advierte cierta naturalización del proceso histórico en cuanto que la historia si bien la hacen los hombres ha sido hecha en el pasado al margen de su conciencia y voluntad. Y esto es válido sobre todo cuando la ena-jenación o cosificación de los hombres alcanza las cotas en la sociedad capitalis-ta, que ya Marx señala. Por ello, distingue claramente historia natural de la humanidad e historia propiamente humana.

El movimiento necesario que lleva al socialismo incluye necesariamente la participación activa y consciente de los hombres, su praxis revolucionaria. Por ello, la necesidad social histórica no puede ser asimilada a la necesidad natural. La intervención del factor subjetivo (conciencia, organización y acción) se con-vierte así en un elemento necesario de la necesidad, ocupando un espacio que no se da en la naturaleza. ¿Cómo se abre ese espacio y cómo lo ocupa el factor subjetivo?

El desarrollo histórico objetivo abre ciertas posibilidades reales a la vez que delimita el marco que las separa de lo imposible. La alternativa que Marx traza al capitalismo queda dentro del espacio de las posibilidades reales. Y Marx las descubre mediante la comprensión de las condiciones reales presentes. Esas po-sibilidades son históricas; lo posible hoy era imposible ayer. Y al revés: lo posi-ble hoy -el socialismo- puede ser imposible durante una o varias generaciones o imposible (por un holocausto nuclear) mañana.

La necesidad histórica objetiva (el desarrollo de ciertas condiciones materia-les) no engendra de por sí, directa o inevitablemente, una nueva sociedad. En este sentido falla el determinismo que deduce inexorablemente una realidad de otra; no se pasa directa o inevitablemente del capitalismo al socialismo. Los que objetan a Marx que no logra establecer un nexo necesario entre el presente y el futuro, entre la sociedad enajenada y la sociedad emancipada, lo hacen porque entienden -ellos y no Marx- en un sentido objetivista, natural, el nexo entre una y otra realidad. Ahora bien, la relación entre las condiciones reales y la autoliberación del hombre pasa por la existencia de su posibilidad real. Sólo si ésta existe y se realiza, se dará la sociedad emancipada. Lo determinado por la necesidad objetiva es lo posible, no su realización, la cual requiere la actividad práctica humana o praxis.

El socialismo es una posibilidad engendrada históricamente e históricamen-te realizable. Pero la realidad no engendra una sola posibilidad, sino varias que han de ser descubiertos en el análisis del presente, aunque algunas se descubren tardíamente y no antes de su realización. ¿Cuál de los posibles conocidos se

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realizará? Dependerá, en definitiva, del factor subjetivo, del grado en que se integren conciencia, organización y acción en un proceso de lucha de clases. Puede suceder que una posibilidad real como la del socialismo- no se realice. Marx ha hablado de luchas de clases que han terminado en el hundimiento de las clases en pugna y, con respecto al futuro, ha hablado del dilema: socialismo o barbarie. Hoy sabemos que más allá del capitalismo se ha dado como una posi-bilidad realizada que Marx no pudo descubrir, el llamado socialismo real, aun-que no puede decirse que permaneciera Marx totalmente ciego a la posibilidad de sociedades poscapitalistas que no fueran propiamente socialistas. Baste recor-dar a este respecto lo que Marx llamaba en los "Manuscritos del 44" el "comu-nismo económico"; recordemos, asimismo, sus criticas al socialismo de Lassalle que hacía del Estado el factor decisivo en la nueva sociedad.

Ahora bien, la realización de la posibilidad real, objetiva que es hoy el socia-lismo no sólo requiere que esa posibilidad exista históricamente sino que los hombres -el proletariado para Marx- cobren conciencia de ella no sólo como posibilidad real sino también valiosa y deseable su realización. O sea: para ser realizada requiere que los hombres la asuman consciente y voluntariamente como un proyecto o ideal no sólo posible y realizable, sino valioso y deseable. Sólo así será racional llamar a la lucha por su realización.

Los fines últimos -el socialismo, hoy; el comunismo, mañana -son, pues, racionales en cuanto posibles y es racional luchar por ellos en cuanto que se asumen como valiosos y deseables. Un fin será irracional si no responde a la necesidad histórica y si no suscita, por tanto, la adhesión consciente, libre y activa de los hombres. Pero, aún siendo posible, sería irracional luchar por rea-lizar un fin que no se tiene por valioso ni deseable. Por todo esto, la lucha por el socialismo es racional.

Lo expuesto anteriormente nos permite caracterizar la racionalidad marxiana como práxica histórica y axiológica. Aunque estos tres rasgos fundamentales se dan en unidad indisoluble procuraremos precisarlos, aunque brevemente, por separado con fines de análisis.

La racionalidad marxiana es en primer lugar práxica. Utilizamos este neolo-gismo, directamente derivable del sustantivo "praxis", para que su significado no se reduzca al uso moral que -como "razón práctica"- suele dársele a partir de Kant, o al uso que tiene como "razón praxeológica" en el sentido que le da Kotarbinski a su "praxeología" o "ciencia de la razón eficaz", equivalente a la "razón instrumental" de la Escuela de Francfort. Por praxis entendemos, a su vez, la actividad humana orientada a la transformación efectiva del mundo de los hombres, o actividad revolucionaria crítico-práctica de Marx (Tesis I sobre Feuerbaeh).

La racionalidad práxica es propia del proceso de transformación efectiva del mundo; en él se constituye a la vez que constituye o funda ese proceso práctico.

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No es, por consiguiente, la de un ser en sí, sino la del ser producido en y por la praxis, razón por la cual se distingue de toda racionalidad puramente objetiva o contemplativa. Pero no es sólo propia de un objeto que se constituye en la praxis, sino que ella misma se integra en la actividad práctica. No es sólo una racionalidad constituida en el producto de esa actividad, sino que es una racionalidad consti-tuyente en cuanto que se integra en el proceso que desemboca en ese producto. Con otras palabras, es la racionalidad que sólo puede darse en la relación teoría-práctica, tal como se establece en la Tesis sobre Feuerbach.

Esta racionalidad es asimismo histórica. En cuanto que esa racionalidad sólo se da en una actividad práctica que es histórica o en sus productos, sólo puede ser histórica. No hay lugar para una razón pura y universal, al margen de ese movi-miento real ni tampoco puede concebirse éste como la simple fenomenización o realización relativa o parcial de esa Razón. Cierto es que la razón se ha presen-tado desde la Ilustración -y sobre todo con el racionalismo absoluto hegeliano-como universal. En el siglo XVIII esta universalidad sirvió para someter el An-tiguo Régimen absolutista al Tribunal de la Razón y legitimar tanto la Revolu-ción francesa como la sociedad burguesa nacida de ella. Marx y Engels desmon-taron esta máquina racionalista de universalidad al poner de manifiesto su fun-damento histórico, de clase. La razón universal resultó ser la razón particular, burguesa. Y no podía dejar de serlo -pensaban Marx y Engels- en cuanto que en la sociedad dividida en clases, los intereses particulares marcan forzosamente a la razón. Justamente, porque la razón es histórica puede cumplir la función ambivalente que ha cumplido la razón ilustrada burguesa: como instrumento de emancipación, primero, y de dominación, después.

Cierto es que Marx no subrayó suficientemente el lado negativo de la racionalidad burguesa que habría de manifestarse sobre todo en nuestra época al desarrollarse negativamente la ciencia, la técnica y con ellas las fuerzas produc-tivas y que, como logros del dominio, ha sido absolutizada, siguiendo a Weber por la Escuela de Francfort. Pero, independientemente de que a Marx no se le escapó ese lado negativo de la racionalidad burguesa, lo que está claro para él es que esa doble faz de la racionalidad no puede ser separada de las condiciones históricas en que se da ni desvincularse del tipo de relaciones sociales que deter-mina el uso -positivo o negativo- de la razón.

Ahora bien, estos usos de la razón sin dejar de ser históricos, ¿son manifesta-ciones de una racionalidad histórica que se despliega umversalmente? ¿Acaso Marx ha cedido en este punto a una concepción de acuerdo con la cual el movi-miento histórico estaría sujeto a leyes universales que garantizarían la marcha inevitable hacia su fin?

Creemos que en lo sucesivo hasta ahora hay argumentos suficientes para una respuesta negativa. Sin embargo, no faltan elementos en Marx para abonar la idea de una racionalidad histórica universal de inspiración hegeliana. Baste re-

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cordar el famoso prólogo de 1859 a la "Crítica de la Economía Política", en el que .se exponen en un orden de sucesión unilineal los diferentes modos de pro-ducción, aunque hay que tener en cuenta que el Prólogo es sólo un "hilo conduc-tor" para caracterizar tipos de sociedades que se destacan a través de un comple-jo proceso histórico de avances y retrocesos. No obstante esto, no se puede dejar de reconocer que el papel central que Marx atribuye al capitalismo al desarrollar inmensamente las fuerzas productivas y preparar con su expansión las condicio-nes materiales necesarias para el paso a una sociedad superior, contribuye a reforzar la idea de una racionalidad histórica universal que el capitalismo encar-naría en los tiempos modernos. Pero Marx no se limita a registrar el lugar del capitalismo en este proceso hislórico, sino que los valora, valoración que entraña cierto progresismo y eurocentrismo; por ello, habla de los "méritos históricos" del capitalismo y acepta como un hecho positivo el que las "naciones más bárba-ras" -como dice en el "Manifiesto"- sean arrastradas a la "corriente de la civiliza-ción", obviamente la europeo-occidental. Todo esto explicaría la ceguera históri-ca de Marx para los pueblos que, por hallarse fuera de esa civilización, tendrían que sacrificarse en el altar de la razón histórica universal.

Sin embargo, independientemente de las rectificaciones de Marx en este punto -con respecto a Irlanda, México y Rusia-, puede destacarse en él otra línea de pensamiento que es la que concuerda con el carácter práxico, antes señalado, de la racionalidad. Ciertamente, si la racionalidad se constituye históricamente en el movimiento real de las clases y de los pueblos; si incluso la historia universal es un hecho histórico en cuanto que la integración de los desarrollos regionales o particulares sólo tiene lugar con el capitalismo (o como dice Marx: "La histo-ria universal no siempre ha existido; la historia como historia universal es un resultado..." ("Grundrisse", 1,31); si esto es así, es decir: si la propia universali-dad es histórica, no puede darse una racionalidad situada por encima de la histo-ria. Y esto es lo que Marx muestra claramente en la respuesta a los populistas rusos que le preguntan si la Rusia de la comuna rural (mir) tiene que pasar necesariamente por el capitalismo, como exigirían en verdad las leyes universa-les de la historia. La necesidad de ese paso sólo se justificaría a la luz de un esquema de la historia que, como les dice explícitamente Marx, tendría que ser meta-histórico.

Justamente, porque la racionalidad es práxica no existe como algo "a priori" o suprahistórico, y, por ello, como racionalidad de la praxis es histórica.

Veamos finalmente la racionalidad axiológica. Toda acción práctica está dirigida a un fin. En cuanto que el obrero en su

trabajo realiza un fin "que rige como una ley las modalidades de su actuación" (Marx, "El Capital", I), el trabajo humano es, en este sentido, prototipo de la acción racional. Y en cuanto que el trabajo es producción de bienes que tienen un valor, su racionalidad es axiológica. Pero el carácter axiológico de esta acción

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sobre "la materia que le brinda la naturaleza" consiste no sólo en que el obrero realice eficientemente ese fin, sino en que lo asuma libre y conscientemente como valor, cosa que no sucede en el trabajo enajenado (o asalariado), en el que la finalidad de la acción le es impuesta al obrero externamente.

Este esquema nos permite situar en sus justos términos la distinción weberiana entre racionalidad axiológica (de los fines) y racionalidad utilitaria o instrumental (de los medios), a la que tanto jugo ha sacado la Escuela de Francfort y sus últimos epígonos, Habermas y Wellmer. Como muestra ese esquema, semejante distinción descansa en una separación irreal de fines y medios. De la racionalidad instrumental no es posible excluir toda significación valorativa. Por otra parte, la eficiencia en la acción instrumental es un valor, aunque no sea un valor en sí. Podemos, ciertamente, abstraer una acción de todo fin o valor que no sea el de la eficiencia. La acción será entonces racional, simplemente, porque realiza un fin -cualquiera que sea- eficientemente. La construcción de una máquina será racio-nal si ella funciona bien con independencia del fin al que pueda servir. Lo que cuenta entonces es la realización eficiente, o sea, la máquina como medio o su valor instrumental.

Ahora bien, cuando se trata de acciones políticas revolucionarias, el momen-to axiológico no puede ponerse entre paréntesis y menos aún reducirlo a un valor instrumental. Una acción será racional cuando se orienta a la realización de un fin que se tiene por valioso, e irracional en el caso contrario. Cierto es que esta racionalidad valorativa requiere cierta acción instrumental, o utilización de los medios correspondientes -para realizar el fin. Pero en la política revolucionaria, la racionalidad instrumental no puede ocupar el terreno de la racionalidad axiológica sin anular su dimensión liberadora.

Veamos dos ejemplos históricos; la toma del Palacio de Invierno por los bolcheviques en 1917 y la campaña del Che Guevara en Bolivia en 1967. Ambas acciones tendían estratégicamente a un fin que, a su vez, se insertaba en un fin último: el socialismo en el primer caso; la liberación de América Latina, en el segundo. Una y otra acción requerían ciertos medios: organización de las fuer-zas revolucionarias, conocimiento de las fuerzas adversarias, familiarización con el terreno en el que tenían que ser combatidas, etc. O sea: requerían cierta acción instrumental sin la cual la realización del fin respectivo sería, desde el primer momento, irrealizable.

Si desde el punto de vista de la racionalidad instrumental, lo decisivo en ambos casos era la eficiencia, o realización venturosa del fin, desde el punto de vista de la racionalidad valorativa, lo determinante era la orientación de ambas acciones a un fin que se consideraba valioso por su contenido liberador, o su inserción como medios para alcanzar un fin último, y no la eficiencia de ellas. En términos de la praxis revolucionaria marxiana esto significa que lo decisivo es la estrategia que fija el fin u objetivo para un período determinado y no la

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táctica o uso de los medios adecuados para cumplir el objetivo estratégico o trazado. Así, pues, una acción política revolucionaria es racional desde el punto de vista axiológico por el fin valioso al que se orienta, y lo es no sólo cuando es venturosa -como en el asalto al Palacio de Invierno-, sino incluso cuando su instrumentalización -como en la campaña guerrillera del Che Guevara- fracasa en la realización del fin deseado.

Esta dialéctica de la racionalidad axiológica o instrumental en la praxis re-volucionaria veda ciertamente, si no se quiere caer en la utopía, que la primera prescinda de la segunda; pero, a la vez, tampoco permite que la racionalidad instrumental desplace a la racionalidad valorativa. Si lo primero conduce al utopismo y, por tanto, a la impotencia en la acción, lo segundo lleva al pragmatismo tacticista que elimina de la acción política el momento axiológico, liberador.

A modo de conclusión diremos, finalmente, que la racionalidad que se cons-tituye en la praxis revolucionaria es axiológica en cuanto que se orienta, a través de una cadena de fines y medios, a un fin último: el "reino de la libertad", según Marx. Pero para alcanzarlos esa racionalidad no puede prescindir de la acción instrumental. Ahora bien, la racionalidad práxica marxiana es preeminentemente valorativa y lo es no sólo con respecto al fin último al que se orienta su proyecto de transformación del mundo, sino en todos los tramos estratégicos y tácticos de su realización. Pero esta preeminencia del momento axiológico -de los fines como valores- no significa en modo alguno que el fin justifique cualquier medio. Hay medios externos como invasiones de pueblos, guerras de agresión, presiones políticas, económicas, etc., o internos, como el autoritarismo, torturas, corrup-ción, culto de los jefes, etc., que no pueden ser justificados en nombre de un fin emancipatorio. Tampoco significa que los medios (el instrumento organizativo, el Partido, etc.), o las acciones instrumentales, tácticas puedan ser aisladas, en nombre de la eficiencia, de los fines a los que han de servir. El Partido es para Marx un medio o instrumento para realizar cierta estrategia en condiciones da-das. Los cambios de estrategia y de las condiciones reales impiden que pueda aplicarse un modelo universal de organización partidaria. Cuando a despecho de esos cambios, un modelo -como el leninista de ¿Qué hacer?- se unlversaliza -como lo universalizó la III Internacional- el Partido acaba por transformar su condición instrumental en un fin en sí y por perder -como lo perdió dicho mode-lo, sobre todo en su versión stalinista- sus nexos con el fin último, liberador. Lo instrumental, así absolutizado, desplaza a lo axiológico. Pero no basta que el Partido mantenga sus nexos con el fin último al que tiende toda su acción (de ahí la actualidad de la emancipación), sino que es preciso que el contenido liberador traspase todos los momentos de ella. No se puede encauzar la lucha por la demo-cracia y libertad con fines emancipatorios si se niegan en su seno. En suma, no pueden disociarse en el Partido la racionalidad instrumental y la valorativa, y lo

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mismo cabe decir de la táctica, sin caer en esa pérdida del momento axiológico, emancipatorio, en que caen justamente el pragmatismo y el tacticismo.

Así, pues, la racionalidad práxica no puede prescindir de una y otra forma de racionalidad, pero en la relación mutua de ambas, el momento axiológico es determinante. De ahí que carezcan de base los intentos recientes de reducir la racionalidad práxica marxiana a una racionalidad técnica o productivista atribu-yendo a Marx precisamente lo que él descubre en el capitalismo, o de arrinco-narle en un nuevo utopismo arguyendo que el fin último, liberador, pretende alcanzarlo a través de un vehículo técnico o instrumental que, haciendo bueno un pronóstico de Weber, acabaría por disolverlo. Lo primero es inaceptable, por-que, como hemos subrayado, la dimensión emancipatoria es determinante con respecto a la instrumental; lo segundo es igualmente inaceptable, porque -como hemos tratado de demostrar- el momento axiológico, liberador no está sólo en el fin último como una meta trascendente o externa, sino que impregna los propios medios y actos instrumentales, descartando aquellos que se vuelven contra el fin.

Concluimos, pues, subrayando en el pensamiento marxiano la unidad de racionalidad y emancipación, puesto que para Marx la emancipación no sólo es racional, sino que su racionalidad -incluso cuando es instrumental- no puede ser despojada de la dimensión liberadora que es consustancial con ella.

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Actualidad e inactualidad del "Manifiesto Comunista"

E MANIFIESTO COMUNISTA de Marx y Engels es, ante todo, un

documento político: obra de encargo de una organización política - la Liga de los Comunistas- comprometida con la revolución que cree próxima, está dirigida a quienes han de ser sus artífices: los proletarios de su tiempo. Pero, siendo un texto político, es también teórico. No sólo invita a la acción y propone la vía, los medios y la estrategia para llevarla a cabo, sino que fundamenta su necesidad histórica, a la vez que critica el sistema social vigente -el capitalismo- y traza una alternativa social a él. De este modo, en el Manifiesto encontramos, en es-trecha unidad, los cuatro aspectos que consideramos esenciales en el pensamien-to de Marx y en el marxismo que lo desarrolla y enriquece: teoría de la realidad, crítica de lo existente, proyecto de emancipación e imperativo práctico de trans-formar el mundo. Ahora bien, aunque todos estos aspectos se presentan como necesarios e indispensables, lo prioritario en el Manifiesto es su vocación prácti-ca, revolucionaria. De ahí su carácter fundamentalmente político, programático. Se trata de un llamamiento a la acción. Esto marca un viraje radical en la obra de Marx y constituye, asimismo, una novedad, tanto en la historia del pensamiento socialista, como en la historia del movimiento obrero. Hasta entonces la teoría revolucionaria no había cumplido una función tan práctica -como la que cumple en el Manifiesto, ni el movimiento obrero había estado tan pertrechado teórica-mente. Por ello, representa una novedad y un avance significativo en la concep-ción de Marx, entendida -de acuerdo con la Tesis XI sobre Feuerbach, como una interpretación del mundo para transformarlo, o como una transformación de él fundada racionalmente.

Dentro de esta concepción, para abordar la actualidad del Manifiesto, hay que tomar el pulso a la práctica, a sus éxitos y fracasos históricos, en los aspectos que antes hemos señalado. Pero, antes de hacerlo, reconozcamos que -en rela-ción con ellos- no faltan hoy, quienes de buena o mala fe arguyen: 1) que, en el plano teórico, su concepción de la historia, del capitalismo y de la relación entre burguesía y proletariado en él, ha sido refutada por la historia real; 2) que en la

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crítica que en él se hace de los males sociales capitalistas y de la situación de la clase obrera, no podría extenderse al capitalismo de nuestro tiempo y, en particu-lar, al del Estado de bienestar; 3) que su idea de una nueva sociedad ha quedado invalidada por el fracaso histórico del "socialismo real". Y 4) que, en consecuen-cia, la alternativa social propuesta (el "comunismo"), así como la práctica revo-lucionaria, trazada para alcanzarla y construirla, carece de sentido y viabilidad. Como vemos, estos cuestionamientos tienen un denominador común: pretenden sustentarse en un desajuste entre los principios y tesis proclamados, y el movi-miento de lo real. Ciertamente, flaco servicio harían al Manifiesto quienes se empeñaran en sacrificar la realidad en movimiento a sus ideas u orientaciones. Marx y Engels habrían sido los últimos en hacerlo, como lo demuestran sus rectificaciones posteriores en trabajos diversos e incluso, con referencia directa al Manifiesto en sus prólogos a diferentes ediciones en distintas lenguas.

Pues bien, tratemos de sopesar lo que hay de actual en el Manifiesto sin perder de vista lo que hoy resulta inactual. En el plano teórico, podemos desta-car, en primer lugar, lo que Engels (en su Prólogo de 1888) considera la "tesis fundamental" o "núcleo" del Manifiesto, a saber: 1) el papel determinante de la producción material y el derivado de la "historia política e intelectual"; 2) que "por tanto, toda la historia de la humanidad ha sido una historia de la lucha de clases" y 3) que el desarrollo de ésta lleva a un grado tal que la clase explotada, el proletariado, no puede liberarse a sí misma sin emancipar a toda la sociedad. Al referirse históricamente a esta lucha de clases, el Manifiesto registra que, unas veces, esa lucha ha terminado con la transformación revolucionaria de la sociedad y, otras, con el hundimiento de las clases beligerantes. Pero, en otro pasaje, y contradiciendo esta conclusión, se afirma que en la lucha de clases entre el proletariado y la burguesía "su hundimiento (el de esta última) y la victoria del proletariado son igualmente inevitables". Se rinde así tributo a una concepción determinista de la historia, de origen hegeliano, de la que hay hue-llas en otros escritos marxianos y que sólo en escritos tardíos -como su corres-pondencia con los populistas rusos- será desechada.

Con todo, la vitalidad teórica del Manifiesto se pone de relieve, sobre todo, al analizar el capitalismo como sistema explotador, así como al revelar el papel y la función que, históricamente, ha desempeñado la burguesía. El Manifiesto reco-noce el inmenso desarrollo de las fuerzas productivas bajo el capitalismo y no regatea sus méritos históricos a la burguesía por su papel revolucionario al im-pulsar ese desarrollo. Señala, asimismo, que éste se ve frenado, en su tiempo por las relaciones capitalistas de producción.

La historia contemporánea del capitalismo no confirma ese freno o estanca-miento de las fuerzas productivas que pondría de relieve la incapacidad de la burguesía para incrementarlas. Sí confirma, en cambio, los males sociales para la clase obrera denunciados en el Manifiesto, males que en nuestra época se

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extienden al conjunto de la población trabajadora. Los conceptos de explotación, de la clase que es objeto de ella y, a la vez, sujeto de la emancipación, formulados hace 150 años, mantienen hoy su vigencia, pero con un carácter plural que en el Manifiesto no se da, al mirar exclusivamente al proletariado industrial. La nece-sidad de la crítica de los males sociales capitalistas, aún más extensos y profun-dos en nuestros días, se hace aún más imperiosa, ya que persiste la naturaleza explotadora del sistema económico-social que, inevitablemente, los engendra. Y en cuanto que la elevación de la productividad, impulsada por el progreso cien-tífico y técnico transforma para un sector cada vez más amplio de la población trabajadora el paro temporal del siglo pasado en un paro estructural- con la extensión de la pobreza que conlleva- los males capitalistas -objeto de la crítica del Manifiesto- no han hecho más que extenderse y agravarse.

Entre los cambios del capitalismo, a los que apelan quienes niegan la actua-lidad del Manifiesto, está la internacionalización o "globalización" del capital en nuestros días. Pero esta internacionalización del capital financiero no es sino la tendencia elevada al cubo a la expansión mundial que el Manifiesto ya adver-tía en el capitalismo industrial de su tiempo. Y, con ella, la tendencia a la mercantilización, a nivel mundial, de todo lo existente. El capitalismo actual bajo nuevas formas reafirma la naturaleza explotadora del sistema que el Mani-fiesto ponía al desnudo hace ya siglo y medio. Es verdad, sin embargo, que algunos males sociales, que el Manifiesto critica, han disminuido en los países capitalistas más avanzados, -para un sector organizado de la población asalaria-da- en la medida en que la clase obrera, con sus luchas, ha arrancado en ellos una política de protección social. Pero también es cierto que, incluso en esos países, para amplios sectores sociales (jóvenes, marginados, inmigrantes), las condiciones de vida se han vuelto más inciertas y penosas.

Hasta ahora nos hemos referido a los países capitalistas occidentales que son los que el Manifiesto tiene en su mira. Ahora bien, no pasa inadvertido que las relaciones de explotación capitalistas a que se hallan sujetos en Europa los tra-bajadores se extienden también, en virtud de la expansión e internacionalización del capital, a pueblos ajenos. Pero el Manifiesto fija su mirada en el proletariado industrial que es objeto de esa explotación en Europa, y no en esos pueblos "bár-baros" o "semibárbaros" que Engels llamará también, siguiendo a Hegel, "pue-blos sin historia". Estos pueblos que forman parte de lo que más tarde se conoce-rá como "Tercer Mundo", no entran en el escenario eurocentrista del Manifiesto. Por tanto, los males provocados por su sujeción al capital occidental no encuen-tran un lugar en él y, consecuentemente, tampoco la crítica de ellos ni la alterna-tiva social comunista que queda reservada para los países civilizados. En resu-men, por lo que toca a lo que el Manifiesto nos ofrece hoy teóricamente, vemos que mantiene su vigor, sin que ello signifique ignorar, en modo alguno, los cam-bios que vuelven inactuales ciertos aspectos de la realidad capitalista teorizados

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hace siglo y medio por Marx y Engels. Ahora bien, ¿qué queda del Manifiesto cuando se toma el pulso a otro aspec-

to suyo: la alternativa social al capitalismo? Advirtamos, en primer lugar, que este aspecto ocupa una franja muy estrecha en el Manifiesto y que esta parque-dad de sus autores se explica como saludable reacción ante los excesos descripti-vos de los socialistas utópicos al imaginar la nueva sociedad. Sin embargo, no falta en el Manifiesto una caracterización de la sociedad futura, pero ésta se hace por el carácter de la propiedad como propiedad colectiva de "todos los miembros de la sociedad"; por la naturaleza del trabajo como "medio de ampliar, enrique-cer y hacer más fácil la vida de los trabajadores"; por la concentración de la producción "en manos de los individuos asociados" y finalmente, por un poder público que "perderá su carácter político (o sea: como "violencia organizada de una clase para la opresión de otra"). Y, en contraste con la sociedad burguesa y su antagonismo de clase, el Manifiesto define a la nueva sociedad, en el terreno de la libertad, como "una asociación en la que el libre desenvolvimiento de cada uno será la condición del libre desenvolvimiento de todos los demás". Ahora bien, para llegar a esta sociedad no basta conquistar el poder; se requiere una serie de medidas como "medio para transformar radicalmente todo el modo de producción". Hay que reconocer hoy que algunas de las medidas enumeradas en el Manifiesto, se han puesto en práctica en países capitalistas, sin que el poder haya cambiado de manos. En otras medidas que se proponen, para ser aplicadas -una vez conquistado el poder-, puede observarse un papel protagónico del Esta-do. Esto ha llevado a algunos críticos del Manifiesto a ver en él una orientación estatista que prefiguraría la que se ha encamado, en nuestra época, en los regí-menes del llamado "socialismo real". Nada más lejos del espíritu del Manifiesto si se observa que identifica la conquista del poder con la "conquista de la demo-cracia" y que el Estado, lejos de ser un poder por encima del proletariado, es, para Marx y Engels, "el proletariado organizado como clase dominante".

Siguiendo esta vía, algunos críticos del Manifiesto tratan de invalidar su idea de una nueva sociedad sentenciando que su destino si se cumpliera, sería el mismo del "socialismo real". Al fijar así a su proyecto de emancipación, un desenlace inexorable, semejantes críticos tienen que apoyarse en una infundada concepción determinista de la historia. Pero, en verdad, de lo que se trata es de una operación ideológica tendiente a proclamar la eternidad del capitalismo (o "fin de la historia"), ya que no se ha dado -ni puede darse- una alternativa social a él. Ahora bien, todo el desarrollo del capitalismo a lo largo de estos 150 años, no ha hecho más que reafirmar la necesidad de la sociedad o "asociación" que propone el Manifiesto. Ciertamente, no basta trazar un proyecto de emancipa-ción necesario y deseable; se requiere la actividad práctica adecuada para con-vertirlo en realidad. Lo cual entraña, a su vez: 1) la existencia del sujeto de esa práctica; 2) su organización para la acción; 3) la indispensable forma o vía de

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ella. Y es justamente aquí donde encontramos el aspecto práctico, político, del Manifiesto. Veamos sus ideas fundamentales con respecto a cada uno de estos puntos, pero teniendo presente, para poder calibrar su actualidad o inactualidad, la experiencia histórica del movimiento obrero y, dentro de él, de sus partidos políticos.

1) El sujeto único y central de la emancipación social humana es el prole-tariado, dada su naturaleza esencialmente revolucionaria.

Esta tesis de la centralidad y exclusividad del proletariado como sujeto revo-lucionario, no puede admitirse hoy, no sólo por el innegable desfallecimiento de su potencial revolucionario en los países capitalistas desarrollados, sino tam-bién, porque ese potencial lo ha puesto en acción -sobre todo en los países del llamado -hasta hace unos años -Tercer Mundo- otros actores, considerados con-servadores o reaccionarios en el Manifiesto. Tal es el caso de los campesinos. Marx rectificó este juicio en escritos posteriores. Pero, a esto hay que agregar la aparición, en nuestra época, de nuevos agentes sociales que más allá de un inte-rés particular o de clase luchan por reivindicaciones más universales con lo que contribuyen objetivamente a subvertir el sistema (el capitalismo) en el que esas reivindicaciones no pueden encontrar una verdadera solución. Se trata de los participantes de los movimientos sociales: ecológico, feminista, pacifista, étnicos, antírracista, de jóvenes o defensores de los derechos humanos. El sujeto de la emancipación en lucha contra el capitalismo, ha de ser hoy necesariamente un sujeto plural.

2) Organización necesaria para la acción: 1) la de la clase-Partido, o la clase constituida en su nivel político; 2) la del Partido, como el nivel político más alto de la clase en cuanto a la conciencia de sus intereses y a su acción.

De acuerdo con esta idea, el partido no se destaca de la clase como un desta-camento suyo, sino que es ella misma en su nivel político más alto. Por ello, coexiste con otros partidos obreros con los que comparte el mismo objetivo de emancipación. Se admite, pues, dentro de este marco, un pluralismo político. Esta tesis tiene poco que ver con las tesis que se impusieron después, en el movi-miento comunista mundial del Partido de vanguardia y único que, introduce desde fuera, la conciencia de clase y que, por ser el Partido de la clase obrera, la dirige sin admitir su coexistencia con otros partidos.

3) La vía para conquistar el poder y construir la nueva sociedad será la de la revolución, entendida respectivamente, como acceso violento al poder y transformación radical del orden social derrocado.

Ciertamente, en el primer sentido -como vía violenta-, ya los propios Marx y Engels, sin descartarla, rectifican su carácter exclusivo y absoluto. En la actuali-dad, la violencia revolucionaria cede el ancho espacio que le asignaba el Mani-fiesto, en la medida en que se abren nuevos espacios a la democracia y al plura-lismo político. Las experiencias, que, en nuestro tiempo, brinda América Latina

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en este terreno, así como de las posibilidades que se ofrecen a la democracia efectiva, permitirán situar en sus justos términos -que hoy no son los del Ato/-fiesto- el lugar y el papel de la violencia revolucionaria.

4) Una exigencia insoslayable de la lucba por una alternativa social al capitalismo, en su fase actual neoliberal, es el internacionalismo, que se ex-presa rotundamente en el llamamiento final del Manifiesto: "¡Proletarios de todos los países, unios!".

Este llamamiento, extendidos hoy a todos los sectores sociales y pueblos ex-plotados y oprimidos resuena hoy con más fuerza y razón que nunca ante la avasalladora internacionalización o "globalización" del capital. Y su fuerza y razón se elevan en nuestros días frente a los exclusivismos nacionalistas -agresi-vos, excluyentes, que sobre todo en la vieja Europa vuelven a retoñar.

En conclusión, el Manifiesto no obstante lo que, por inactual, haya que des-cartar en él, sigue siendo -a sus 150 años- un texto político vivo, actual, para quienes hoy, no obstante los fracasos históricos del pasado y las incertidumbres del porvenir, mantienen su aspiración de que el capitalismo desaparezca para poder vivir en un mundo mejor.

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Para leer a Gramsci en el siglo XXI

N 1 l o s REUNIMOS aquí en este Seminario para ocuparnos de Gramsci,

pisando casi la raya que nos separa del Siglo XXI. Se trataría, pues, de ver cuál es la lectura que hoy reclama el gran marxista italiano. Ciertamente, esta lectura no puede ser la simple traducción o reproducción de algo que permanece inmu-table o inmóvil ante nosotros, o que subsiste en sí y por sí. Se trata, por el contra-rio, del Gramsci que sólo en esa relación con nosotros y, al decir nosotros miento al mundo o realidad en que nuestra relación se da, el mundo del que formamos parte nosotros mismos y del que forma parte también Gramsci en cuanto objeto de esa relación.

Pero con respecto a esto, al Gramsci que tenemos en la mira, conviene recor-dar que una parte importante de su obra los Cuadernos de la Cárcel, como objeto de esa relación que es nuestra lectura de hoy, nunca existió en vida de Gramsci, por las circunstancias conocidas en que ese texto fue escrito. Esto quie-re decir, que esa obra no existió para sus contemporáneos ni siquiera para los más cercanos a su autor, los comunistas italianos, como no existió tampoco para los marxistas de su tiempo. Así, pues, lamentablemente, el pensamiento que en ella se expresa no pudo ejercer entonces la influencia benéfica que en el marxis-mo de su tiempo por sus críticas e innovaciones habría sido deseable.

Gramsci muere como es sabido en abril de 1937, hace 60 años, en momentos en que el fascismo domina en su patria así como fuera de ella, en Alemania, en tanto que en España se libra la guerra con la que el fascismo pretende extenderse umversalmente, cavando la tumba de la democracia liberal. Después de su muer-te y de la derrota del nazi-fascismo, la obra inédita de Gramsci comenzará a ver la luz primera en los años 40-50 en Italia, y una década después en Europa Occidental y América Latina. Más tarde aún y expurgada, aparecerá una breve antología en la ex-Unión Soviética.

La obra de Gramsci aparece en pleno estalinismo como un cuerpo extraño que no puede digerir el marxismo soviético, que ya extiende su dominio en los países del llamado "campo socialista" y es aceptado acríticamente por todo el movimiento comunista mundial y, aún más acríticamente, por los partidos co-

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munistas de América Latina. Pero en la estrecha franja de los marxistas críticos, "heterodoxos", el pensa-

miento gramsciano se convierte, en la década de los 60 y 70, en un vigoroso punto de apoyo en la búsqueda de una alternativa al marxismo soviético sociali-zado, aunque esa búsqueda -estimulada por el pensamiento gramsciano- se ve obstaculizada por una nueva y exitosa versión cientifista del marxismo, repre-sentada por Althusser...

Y cuando aún no se satisfacía la necesidad de un nuevo marxismo así como la de contar para ello con el pensamiento de Gramsci, se produce ya al final de la década de los 80, el derrumbe del llamado "socialismo real" y de la versión marxista que -como "marxismo-leninismo"- se había convertido en la ideología del sistema que se derrumbaba.

Tomando en cuenta las circunstancias histórico-teóricas en que ha surgido el pensamiento de Gramsci, ó en las que salió a la luz, se le puede ver como un pensamiento de la derrota no derrotista. Por ello, el propio Gramsci habló del "pesimismo de la inteligencia", aunque también habló del "optimismo de la vo-luntad". El cumplimiento de esa doble y contradictoria opción -pesimista y opti-mista-, está determinada por la naturaleza del marxismo gramsciano que, como la filosofía de la praxis, entrafia esa doble opción.

Veamos esto con más detalle. El marxismo para GRAMSCI sólo existe por y para la acción. Por acción se

entiende -de acuerdo con Marx- la acción de los hombres que transforman cons-cientemente la realidad, y que, en definitiva, es la política. Es un pensamiento a contracorriente con respecto a lo dado, a lo existente. Y en cuanto que cierto marxismo -el positivista de la II Internacional- sacrifica la subjetividad en aras de la objetividad, Gramsci se aferra a la actividad del sujeto y no duda en recurrir en su apoyo a la filosofía que, en forma idealista, reivindica esa actividad subje-tiva, la reivindica no sólo en la conciencia, sino en la actividad práctica material. Para Gramsci se trata, por lo tanto, no ya de rescatar la subjetividad en sentido idealista, sino de rescatarla de una objetividad universal, supuestamente natural o material. Por ello, se opone como marxista a la "ortodoxia" de la dialéctica materialista que BUJARIN expone en su Manual de materialismo histórico. Di-gamos por nuestra cuenta -no por cuenta de Gramsci- que se opone también al Lenin que hace suya esta "ortodoxia" que, con su simplicidad y brutalidad, Stalin formularía con el carácter del principio oficial de la filosofía soviética.

En esta concepción materialista que va de Bujarin a Stalin, pasando por Lenin, la objetividad en sí de la materia separada de la actividad humana, se convierte en un principio que unifica la materia y la historia. Para GRAMSCI, en cambio, el principio unificador está "en el desarrollo dialéctico de las contradicciones entre el hombre y la materia". La realidad, por ello, hay que entenderla como relación del hombre con la materia. Y de ahí que Gramsci rechace la separación

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entre Materialismo Dialéctico como (ciencia de la realidad universal, objetiva y materia], en sí, al margen del hombre) y la historia (como campo específico que tiene como protagonista al hombre), aunque sujeto en su acción a esas leyes universales.

Puesto que para Gramsci la realidad sólo existe en su relación con el hombre, como historia, esta relación entre hombre, realidad e historia le permite caracte-rizar a su filosofía como: a) historicismo absoluto (toda realidad es histórica); b) humanismo (el hombre produce esa realidad) e inmanentismo absoluto (no hay principio trascendente al hombre).

A esta filosofía la llama GRAMSCI, no casualmente, filosofía de la praxis, pues es la praxis o la actividad del hombre lo que constituye la realidad. La realidad al margen de la praxis humana, es una abstracción. Gramsci no acepta por ello la división que Bujarin postula, entre el Materialismo Histórico, como ciencia exacta de los hechos sociales a la manera positivista, y al Materialismo Dialéctico, convertido en un materialismo vulgar o metafísica ingenua.

En suma, frente a la "ortodoxia" que hace del marxismo una ontología mate-rialista de signo objetivísta (el ser, la materia, como realidad absoluta, existente en sí y por sí al margen del hombre), Gramsci sostiene que la realidad existe como praxis, o sea, como realidad inseparable de la actividad práctica, transformadora, del hombre.

Esta realidad, en la que se relacionan indisolublemente el hombre y la mate-ria, es el objeto -para GRAMSCI- del Materialismo Histórico que comprende un aspecto filosófico o "Filosofía de la praxis" y un aspecto científico, o ciencia de la historia. Esta comprende tanto el conocimiento de la historia real como la economía y la política (que no pueden ser separadas de la historia). Si el hombre produce la realidad, la política se vuelve necesaria para poder participar activa-mente en esa creación de la realidad misma. De este modo, la teoría se halla destinada a desembocar en una praxis colectiva específica (la política). GRAMSCI reafirma así la relación entre teoría y práctica, formulada por Marx en la Tesis XI sobre Feuerbach, a la vez que hace suya la formulación de Engels de que "el movimiento obrero alemán ...(es) el heredero de la filosofía idealista alemana", al transformar su actividad ideal, de la conciencia, en actividad práctica, real.

La filosofía de la praxis de GRAMSCI no es la del filósofo que, en su cubículo, se limita a interpretar el mundo, sino la del político revolucionario, o marxista militante que pretende conocerlo justamente para poder transformarlo.

Pienso que este aspecto filosófico del pensamiento de Gramsci, que hace de la praxis humana su categoría central, resiste en cuanto a su validez, la acción corrosiva del tiempo, cualesquiera que hayan sido las vicisitudes de la praxis en la historia real. Ahora bien, el pensamiento gramsciano no se limita a esta con-cepción filosófica general, de la praxis, sino que examina los avatares de ella en la historia real, particularmente la de su tiempo. Este examen -que constituye el

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aspecto político de su pensamiento- se convierte para él, como militante y diri-gente político revolucionario, en una necesidad, para contribuir -con sus análisis y reflexiones- a una práctica política adecuada. Estos análisis y reflexiones se refieren tanto a las sociedades capitalistas avanzadas de Occidente, que no han hecho la Revolución, como a un país no propiamente occidental, Rusia que sí la ha hecho.

Con respecto a estas reflexiones políticas de Gramsci hay que preguntarse -como nos hemos preguntado con relación al aspecto filosófico de su pensamien-to- qué aporta o qué grado de validez tienen para nosotros: al acercarnos a la líneas que nos separan del Siglo XXI.

Conviene recordar las circunstancias -de la década del 30- en que tienen lugar esas reflexiones, y la estrategia que, con base en ellas, propone GRAMSCI

Son las circunstancias adversas de la derrota de la Revolución en la Europa Central y Occidental, a la que sigue un período de estabilización del capitalismo, que, al comienzo de la década de los 20, se creía "moribundo" y que tiene como consecuencia el fortalecimiento de sus "fortines" político-ideológicas. No hay, pues, en Europa Occidental una situación revolucionaria semejante a la que se daba en la Rusia de 1917, con lo cual se viene abajo la previsión bolchevique de la Revolución Rusa como detonador de la Revolución Mundial.

Pero GRAMSCI no se limita a registrar la diferente situación, por lo que toca a la Revolución, entre Rusia y Occidente, sino que trata de explicar -en términos marxistas- lo que no hacen los marxistas de su tiempo -esta diferencia-. Se trata de una diferencia fundamental entre una y otra formación social en los años 20, consistente en que en la formación social rusa "el Estado lo era todo" mientras que en la Europa Occidental:

"El Estado era solo una trinchera avanzada, detrás de la cual se encontraba una robusta cadena de fortalezas y fortines implementados en la sociedad civil, grandes partidos políticos e ideologías cuya in-fluencia ha ido penetrando durante lustros en las cabezas de las masas hasta constituir una sólida línea defensiva de retaguardia para los inte-reses dominantes".

Esto quiere decir que a las condiciones revolucionarias señaladas por Lenin: unas materiales -hambre y miseria de las clases oprimidas- y otras políticas (ac-tividad política entre estas masas), hay que agregar la resistencia de los fortines ideológico-políticos de la clase dominante. Lo que significa que no se trata de un proceso revolucionario que se decide en un momento dado: en el asalto al poder. No se trata de un ataque frontal en el que se decide de una vez la posición del proletariado, sino de un enfrentamiento largo, paciente, en el curso del cual se decide la hegemonía del proletariado y sus aliados, y con ella, la toma del poder. Se trata de una estrategia gradualista, a largo plazo, que contradice la estrategia

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de la transición directa a la "dictadura del proletariado" mediante la conquista del poder, que es en definitiva la línea de la Internacional Comunista. Pero la estrategia gramsciana no se confunde con el reformismo gradualista de la social-democracía que olvida la necesidad de cambiar el carácter de clase del Estado y de atender al objetivo final. Desde el punto de vista estratégico, lo que GRAMSCI propone es, de acuerdo con su terminología, una "guerra deposiciones", y no un "guerra de movimientos".

El concepto de hegemonía, y las diferentes estrategias con el que se vincula estrechamente ("guerra de posiciones" y "guerra de movimientos") constituyen una de las más fecundas y valederas de una estrategia política que responde a las circunstancias -el fracaso de las revoluciones en Occidente- que les dieron ori-gen. Su innovación resalta si se toma en cuenta la estrategia consistente en ex-tender el modelo de la toma del poder de la Revolución Rusa, propugnada en ese tiempo por la III Internacional. Y esta innovación es innegable, aunque el propio Gramsci pretende arroparla con la autoridad de Lenin cuando interpreta el paso de una guerra a otra como "la fórmula del frente único"...

Por cierto, cuando nos planteamos el problema de la actualidad de Gramsci, o de su vigencia en el umbral del Siglo XXI, no puede obviarse su relación con Lenin. Esta relación fue abordada, a finales de los años 50, por Palmiro Togliatti en su trabajo Gramsci y el leninismo. Si esa relación fuera directa y estuviera marcada por el leninismo, no obstante las variaciones que Gramsci le impusiera, la suerte del pensamiento gramsciano estaría vinculada al ocaso actual del leninismo. Al hablar en estos términos no me refiero sólo a la versión codificada y embalsamada que, de Lenin, dio Stalin con el llamado "marxismo-leninismo", y que -como ideología del "socialismo real"- murió y bien muerto está. Me refie-ro a aspectos medulares del pensamiento de Lenin, como el del partido, la teoría de las dos conciencias -tradeunionista y socialista- y de la importación de la "conciencia de clase" desde el exterior, por el Partido, aspectos leninistas que, independientemente de su versión stalinista, no se pueden sostener hoy y que, por tanto, un marxismo crítico, renovado, tiene que abandonar y superar.

Pues, bien, ¿qué peso tiene el leninismo en e] pensamiento de Gramsci? A juicio de Togliatti -juicio ciertamente reducido al terreno político- tiene un peso decisivo.

Dice Togliatti: "...La aparición y el desarrollo del leninismo en el acontecer históri-

ca mundial ha sido el factor decisivo de toda la evolución de Gramsci como pensador y político de acción".

Y este leninismo de Gramsci lo encuentra Togliatti en su relación con lo que, ciertamente, constituye un "elemento esencial de la doctrina leninista": el parti-do revolucionario de la clase obrera. Lejos de rechazar esta doctrina, Gramsci la enriquece con su concepción del Partido como "Príncipe moderno" o "intelectual

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colectivo" o como sujeto que incorpora a otras fuerzas en la hegemonía. Gramsci se mueve holgadamente en esta concepción leninista del partido como vanguar-dia que se destaca de la clase obrera y la organiza y dirige, legitimado este papel por su privilegio epistemológico de ser el partido el depositario de la verdad (como "intelectual colectivo"). En cuanto que Gramsci no rebasa este aspecto fundamental del leninismo, no puede dejar de compartir con él su caducidad, dictada por dos elementos de ella: 1) su exterioridad (la del partido) con respecto a la clase y a las condiciones históricas y, 2) la consecuencias de esta exterioridad, de este privilegio epistemológico, o sea: la transformación de esta dirección constante en una dirección autoritaria (digamos antidemocrática).

Estas dos objeciones no eran nuevas. El propio Togliatti reconoce que ya habían sido hechas al propio Gramsci por Rodolfo Mondolfo al criticar, respec-tivamente, la exterioridad del partido con respecto al movimiento de la clase obrera y al justificar con este concepto de partido una forma de tiranía. Los argumentos de Togliatti, al responder en nombre de Gramsci, no convence. Sin embargo, Togliatti nos dice que Gramsci reconoce que "puede existir el riesgo" que se dio efectivamente en los primeros años de la dirección del Partido Italiano al quedar reducido éste a una organización militarista. Por supuesto, ni Gramsci ni Togliatti aluden al hecho de que ese riesgo -que uno y otro localizan en una frase inicial del PíUtido Italiano- se convierte en ley general de los partidos co-munistas. Para hacer frente a la reducción militarista Gramsci propone una disciplina consciente que no anula la libertad y la democracia interna. Pero, la cuestión -no resuelta por Lenin, Gramsci ni Togliatti-, es la de si el concepto de partido que comparten no lleva precisamente a la disciplina férrea y a la nega-ción de la libertad y de la democracia interna que representan la tiranía en el seno del Partido y hace posible a su vez, la tiranía externa del Partido con respec-to a las masas, al proletariado que -como "dictadura del partido"- se dio efectiva-mente con el "socialismo real".

Sin embargo, el leninismo de Gramsci exige no ser extendido a todo su pen-samiento, pues no hay tal, con respecto -como vimos- al aspecto filosófico de su pensamiento, e incluso en su pensamiento político que hay que reconocer la existencia de elementos, como la estrategia de la doble guerra en la conquista del poder, que no eran propias de Lenin, sino de Gramsci. Por lo que se refiere al concepto gramsciano de hegemonía, entendida como dirección política y cultu-ral- que reclama un consenso que debe guiar la lucha política cuando no se dan las condiciones para un ataque revolucionario por la conquista del poder, ese concepto gramsciano no se reduce al leninista de dirección política antes de esa conquista, ni se identifica tampoco después de ella, con el concepto de "dictadu-ra del proletariado" y menos aún con el de "dictadura del partido" en que se convierte dicha "dictadura del proletariado" después de la Revolución.

Llegamos así a una conclusión final en torno a lo que podríamos llamar la

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inactualídad y la actualidad del pensamiento de GRAMSCI, Por supuesto, no se trata de una cuestión nueva ya que se plantea desde que el pensamiento gramsciano irrumpe, en los años 50 y 60, para asombro y repulsa de los que consideran el marxismo como un monumento intocable, y para satisfacción de quienes ven en GRAMSCI un nuevo monumento o paradigma.

Se trata, en un caso, de un Gramsci al que hay que excluir o asimilar como se hacía en las ediciones soviéticas que lo mutilaban o expurgaban o de un Gramsci que aparece rompiendo -en una ruptura total, imposible de fundar sobre todo en el terreno político- con el marxismo de la III Internacional.

Ciertamente, Gramsci surge en las circunstancias adversas a) del fracaso de la Revolución en Occidente, b) del capitalismo que, lejos de estar en agonía, se estabiliza, y c) de un socialismo en el que GRAMSCI -como Lenin- advierte signos de involución que atribuye al asiatismo o retraso ruso en tanto que Gramsci lo atribuye a las divergencias en el seno de la dirección soviética sin poner en cuestión -ni uno ni otro- su naturaleza y futuro socialista. Gramsci no advierte las causas o condiciones -o más bien la falta de ciertas condiciones- que obliga-rían a poner esa naturaleza socialista en cuestión. Ahora bien, Gramsci que no deja de vislumbrar este panorama adverso al socialismo, justamente ante el que proclama "el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad".

En nuestra situación actual, desde la cual pretendemos ver la actualidad o inactualidad de Gramsci, el panorama es aún más adverso que en los años en que expone un pensamiento que en los años 50 ó 60, en que se le descubre, pues los signos de involución del socialismo -que ya Gramsci advertía-, han desemboca-do en la desaparición o derrumbe de los que incluso -para Gramsci- pasaba -sin serlo- por socialismo. Los motivos para un "pesimismo de la inteligencia" ante el derrumbe de esa alternativa social y el descrédito de la idea misma del socia-lismo asociado a ella; la desaparición en un horizonte indefinido del socialismo como bandera en la lucha política en nuestro tiempo, y la inexistencia, en conse-cuencia, de las fuerzas sociales que han de reivindicar esa bandera, organizarse y luchar para alcanzar el socialismo, ya sea en un ataque frontal o guerra de movimiento, o en el proceso lento y gradual de la guerra, son motivos suficientes para el "pesimismo de la inteligencia". Sin embargo, la necesidad del socialis-mo, ante los males sociales del capitalismo, muchos más graves y extensos que, en tiempos de Gramsci, justifican todo esfuerzo por el socialismo, cualquiera que sean los obstáculos que hoy lo limitan o paralizan el cambio. Por todo esto hay motivos para un "optimismo de la voluntad".

Pero, si esto es así, si la acción es necesaria, deseable y con ella el despliegue de la voluntad que la empuja, es también necesaria la inteligencia, la teoría que el marxismo -ó cierto marxismo- puede ofrecer para tensar con ello nuestra vo-luntad hasta el puerto deseado: el socialismo.

Y si para construir este marxismo hay que prescindir -por lo que toca a Gramsci

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como ocurre en el propio MARX- de los aspectos de un pensamiento que de suyo la realidad ha invalidado, y a lo que antes nos hemos referido, sí cabe recurrir a aquéllos otros aspectos que han resistido la prueba del tiempo y conservan hoy su validez. Entre ellos contamos -como ya los hemos subrayado- su aspecto filo-sófico al reivindicar la actividad práctica o praxis y, en su aspecto político, los elementos ya nombrados que se salvan del ocaso del leninismo.

Reconociendo así lo que hay de caduco o inactual y de vivo y actual en su pensamiento, podemos integrar a Gramsci en un marxismo que, como proyecto de emancipación, como crítica y conocimiento de lo existente y como vocación o voluntad de transformación de esta realidad, sigue siendo hoy más necesario y deseable que nunca, si de lo que se trata sigue siendo para nosotros como lo fue para MARX y GRAMSCI transformar el mundo.

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Reexamen de la idea del socialismo

I J L / A IDEA DEL SOCIALISMO -casi tan vieja como la injusticia social-,

dotada de un fundamento racional y de un poder movilizador de las conciencias y de la acción apenas data de siglo y medio, y se asocia sobre todo al nombre de Marx. Pero Marx sólo pudo ver un fugaz y limitado encuentro de ella con la realidad: la Comuna de París. No obstante, este "primer gobierno de la clase obrera" como él mismo la llamó, le aportó elementos fecundos -en los que no había reparado- a su imagen de la nueva sociedad. Ya en el umbral del siglo XX, Engels, -deslumhrado por los avances electorales del Partido Socialdemócrata Alemán- creyó que el socialismo estaba a punto de llegar como fruto maduro. Pero ese socialismo que brotaría de las urnas nunca llegó. Más tarde, poco después de la toma del poder por los bolcheviques en 1917, Lenin estaba seguro de que en la Rusia de los Soviets se estaba escribiendo el prólogo de la Revolu-ción Socialista Mundial, pero pronto hubo de convencerse de que, al no escribir el proletariado europeo el libro correspondiente, se imponía una dura, larga e incierta marcha hacia el socialismo. Pero lo que se construyó efectivamente a lo largo de ella fue un socialismo de Estado -llamado más tarde socialismo "real"-que bajo Stalin alcanzaría su culminación.

Ahora bien, sin perder de vista un solo momento la responsabilidad histórica de los hombres que al frente de -y desde- el Estado y el partido contribuyeron al curso que tomó la transición, no puede ignorarse el papel distorsionador que el capitalismo ha desempeñado en ese proceso. El capitalismo ha conseguido, por un lado, mellar el filo combativo de la clase obrera, o sea, frenar o anular tempo-ralmente su potencial revolucionario, al integrarlo en su sistema en la medida en que se ha podido elevar la tasa de explotación en la periferia. A consecuencia de ello, la Unión Soviética y tras ella los países que se han zafado de la órbita capitalista, no han podido contar con una solidaridad activa que hubiera permi-tido anular, o al menos debilitar sensiblemente la tenaz presión económica, polí-tica e ideológica del capitalismo más agresivo (encarnado en los últimos tiempos

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por el imperialismo yanqui). De este modo, si bien la ofensiva capitalista no ha logrado restaurar el viejo régimen en esos países, sí ha logrado deformar su economía, limitar el ascenso del nivel de vida y crear un clima de inseguridad que ha sido explotado eficazmente por la burocracia gobernante para reforzar su poder autoritario y ahogar dentro y fuera (Hungría, Checoslovaquia), todo inten-to de democratización.

La idea del socialismo al encontrarse con la dura realidad se ha vuelto pro-blemática. Y de aquí la necesidad, habida cuenta de la experiencia histórica, de hacer frente a dos cuestiones fundamentales. Primera: ¿el socialismo es -o sigue siendo- la alternativa liberadora a los males fundamentales del capitalismo? Y segunda: como proyecto emancipatorio y no como idea asociada a realidades que lo niegan en los países del Este, ¿el socialismo sigue siendo no sólo una idea emancipatoria sino un proyecto realizable en determinadas condiciones y cir-cunstancias?

II

Entendida la idea del socialismo como un proyecto destinado a realizarse, los revolucionarios de nuestro tiempo se han inspirado ante todo en su concepción marxiana y marxista. Reconocer esto, no significa en modo alguno que haya que identificar socialismo y marxismo. Ciertamente, no se puede ignorar la aporta-ción premarxista (utópica en sentido clásico) o no marxista (principalmente anarquista) a la imagen de una nueva sociedad y al despertar y movilización de las conciencias en favor de ella, de la misma manera que hoy se tiene que contar con los movimiento sociales (ecologistas, feministas y pacifistas en Occidente y cristianos en América Latina) que si bien no siempre hacen suya la idea del socialismo, y menos aún el marxismo, actúan y luchan objetivamente por su realización. Pero el marxismo sigue siendo la teoría que aporta un fundamento más racional al socialismo y que contribuye más, a su vez, a elevar la conciencia de su posibilidad así como la organización y acción correspondientes.

Antes de Marx se había propugnado un socialismo utópico del que él preten-dió siempre distanciarse superando sus limitaciones y su impotencia. Sin embar-go, a la vista del saldo que arroja la historia real, han vuelto a florecer las utopías y no faltan quienes lleguen a plantear si el socialismo en términos marxianos no es una nueva utopía y, si no lo es, hasta qué punto Marx ha logrado liberarse de ciertos elementos utópicos en su visión de la sociedad futura.

Para hacer frente a esta cuestión, hay que precisar qué sentido tiene el térmi-no "utopía". Cuando Marcuse priva el concepto de su connotación ilusoria y lo convierte -como posibilidad real de realización- en elemento sustancial de la teoría marxista, y, como tal, en "hilo conductor de la práctica socialista", hace

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del marxismo una nueva utopía, aunque distinta de las utopías clásicas. Nos parece que hay aquí un abuso del término. Igualmente abusiva nos parece la expresión "utopía radical" de Agnes Heller con la que designa una sociedad desenajenada, realizable en cuanto que los movimientos radicales asuman su "deber hacer". Como en el caso anterior, se descarta de la utopía el mundo de lo imposible, descartado también en las llamadas "utopías concretas" o utopías que se concretan o realizan. Para nosotros, como lo hemos señalado en otro lugar, (1) la utopía es una representación imaginaria de una sociedad futura que se desea realizar pero que, en definitiva, es irrealizable, ya sea por una imposibilidad total, o por una imposibilidad temporal, relativa. El carácter utópico del proyec-to de sociedad futura no está en su irrealidad, en su no-ser todavía, pues en este sentido todo proyecto es irreal como el futuro al que apunta; está en ser imposi-ble y, por ende, irrealizable.

Entendida así la utopía se puede comprender la crítica de Marx al socialismo utópico así como su empeño en no caer en descripciones detalladas de la socie-dad futura. La crítica del utopismo y el deslinde consiguiente constituyen condi-ciones necesarias para la construcción fundada y efectiva de una nueva sociedad. Una relación ilusoria con el futuro -es decir, no basada en el conocimiento de las posibilidades reales del presente- se convierte en un obstáculo para la transfor-mación efectiva del mundo, pues sólo una teoría racional, objetiva, puede fundar un proyecto viable -no utópico- del socialismo. Parte esencial de esta tarea es el análisis del capitalismo que lleva a cabo Marx. Pero la crítica marxiana al utopismo no sólo vale para el utopismo clásico sino también para el reformismo y el ullraizquierdismo de ayer y de hoy. En todos estos casos, se aspira a hacer de lo imposible lo posible, o a realizar lo irrealizable, ya sea que se pretenda alcanzar la nueva sociedad: a) por la buena voluntad de los hombres; b) como resultado inevitable del tránsito gradual del capitalismo al socialismo; o c) como producto de la "revolución ex nihilo" de los "alquimistas de la Revolución" (Marx).

El proyecto marxiano de socialismo es emancipatorio sin ser utópico. Pero esto 110 significa que no contenga algunos elementos utópicos en el doble sentido antes señalado. Hay en él elementos utópicos relativos en el sentido de que son imposibles de realizar ahora y aquí. Así, la sociedad comunista -con los rasgos que Marx apuntó en la Crítica del Programa de Gotha- es una utopía relativa y lo será durante largo tiempo mientras no exista el presente (el socialismo) que engendre su posibilidad real. En la medida en que, a falta de su posibilidad real, no puede fundarse científicamente esa sociedad futura, se trata de una utopía que viene a llenar el hueco que deja todavía el conocimiento. Pero la utopía de hoy puede ser la posibilidad y la realidad de mañana; por eso, es relativa, temporal.

(1) Cf. nuestro estudio: Del socialismo científico al socialismo utópico, Ed. Era, México, D.F., 1975, pp. 16-23

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Hay también en Marx elementos utópicos en sentido absoluto ya que por principio, desde ahora y aquí, se revelan imposibles de realizar, Tales son a nuestro modo de ver los siguientes. Marx es utópico: a) cuando concibe -aunque no siempre- el advenimiento de la sociedad futura como resultado inevitable de las contradicciones del capitalismo; b) cuando piensa -tampoco siempre- que la abolición de la propiedad privada garantiza la supresión de las enajenaciones humanas; c) cuando concibe la emancipación humana como superación definiti-va de toda enajenación; y d) cuando postula un "reino de la libertad" más allá del trabajo, aunque no deja de ser válido -como criterio de liberación- la conquista del "tiempo libre", si bien hay que admitir la posibilidad -que es una realidad en el capitalismo- de un uso enajenado del "tiempo libre".

Si Marx, como crítico del utopismo, no ha podido escapar totalmente a él, menos aún han podido hacerlo los marxistas posteriores desde el Lenin de El Estado y la revolución y de la utopía organizativa del ¿Qué hacer? hasta los teóricos y practicantes del "foquismo" guerrillero en América Latina. Pero en Marx lo que domina es su anti-utopismo no desmentido por las recaídas citadas; esto explica a su vez que siendo ante todo un revolucionario, para quien incluso como teórico "de lo que se trata es de transformar el mundo", haya dedicado tan poca atención en sus escritos a esa sociedad que, como fin, idea o proyecto, justifica todo su pensamiento y su acción. Ciertamente, si se sopesan sus análisis del presente -del capitalismo- y los escritos en que hace referencia a la sociedad futura, la balanza se inclina abrumadoramente del lado de los primeros, justa-mente lo inverso de lo que sucedía -y sucede- con todo socialista utópico.

n i

Lo anterior no significa que Marx haya permanecido indiferente respecto a los rasgos de la nueva sociedad y a las vías y medios para llegar a ella. Ya en sus trabajos de juventud (en su Crítica de la filosofía del Estado de Hegel) encon-tramos referencias a una sociedad futura a la que llama la "verdadera democra-cia" que se caracteriza por la desaparición del Estado político, basado en la pro-piedad privada y en la división entre Estado y sociedad civil. En los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 la nueva sociedad, el comunismo, como "solu-ción del conflicto entre el hombre y la naturaleza y del hombre contra el hombre" entraña un nuevo tipo de relación humana con las cosas y de los hombres entre sí regida por un verdadero dominio (o desenajenación) del hombre sobre sus pro-ductos y sus condiciones de existencia. En el Manifiesto Comunista (1848), tras la desaparición de las clases y del Estado político, rige el principio de la libertad del individuo y de la comunidad; en sustitución de la antigua sociedad burguesa "surgirá una asociación libre en la que el libre desenvolvimiento de cada uno

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será la condición del libre desenvolvimiento de todos". La libertad se reafirma en El Capital al caracterizar la nueva sociedad como "asociación de hombres libres" en la que se ha de alcanzar "el pleno y libre desarrollo de cada individuo". Esta posición libertaria es tan categórica que Marx llama a la nueva sociedad "reino de la libertad". En la Crítica del Programa de Gotha esa sociedad se entiende como sociedad sin clases, sin Estado político y sin producción mercan-til y con una distribución de los bienes conforme a las necesidades de cada indi-viduo. A ella, como fase superior de la sociedad comunista, se llegará a través de un período de transición que Lenin identificará más tarde como socialismo.

¿Qué papel desempeña el Estado en todo este proceso de transición del capi-talismo al comunismo? Si Marx ve en el Estado "la propia fuerza de los miem-bros de la sociedad oponiéndose a ellos y organizándose contra ellos", en modo alguno podría hacer de él -como pretendía Lassalle- la palanca decisiva en la construcción de la nueva sociedad. Por el contrario, piensa que sin la extinción del Estado -como comunidad humana ilusoria- no puede crearse una verdadera comunidad humana. Pero su desmantelamiento tiene que iniciarse desde el mo-mento en que se conquista el poder. De ahí la importancia que Marx da (en La Guerra civil en Francia) a las medidas de la Comuna encaminadas a que el Estado vaya entregando las funciones que hasta entonces ha usurpado a la socie-dad civil y, consecuentemente, a suprimir el poder de la burocracia y fortalecer y extender la democracia, entendida sobre todo como democracia directa. En Marx, la democracia es consustancial con la tarea de trascender el Estado. Y puesto que esta tarea no admite aplazamiento, la democracia es consustancial también en la fase de transición. A su vez, dado que esa fase inferior -que comúnmente se identifica con el socialismo- no es una forma particular de sociedad con entidad propia, en ella ha de darse ya lo que Marx tanto aprecia en la Comuna de París, a saber: una democracia real, aunque con las limitaciones, contradicciones y conflictos de una sociedad que no se desarrolla "sobre su propia base" (Crítica del Programa de Gotha) y en la que todavía subsisten las clases, el Estado y la producción mercantil. Pero, no obstante esas limitaciones, la gran mayoría de sus miembros ha de ser dueña realmente del Estado y de los medios de produc-ción. Justamente por esto, el socialismo excluye la opresión política y la explota-ción económica, aunque la igualdad, la libertad y la democracia no alcancen todavía el alto nivel que ha de alcanzar en la fase superior, comunista.

La visión marxiana de la sociedad futura hay que rastrearla a lo largo de su obra y, en particular, en su Crítica del Programa de Gotha. Pero a este respecto son importantes también las críticas de Marx a una falsa concepción de la nueva sociedad como las que dirige en los Manuscritos de 1844 al "comunismo tosco" y al "comunismo político" en los que se mantiene todavía la enajenación del hombre (2) Pero una crítica no tan filosófica pero tal vez más vigorosa se en-cuentra en Engels al enfrentarse a los partidarios de Lassalle en el problema del

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papel del Estado en la sociedad socialista. En una nota al proyecto del Programa de Erfurt del partido Socialdemócrata (1891) escribe que "lo que se llama 'socia-lismo de Estado1 es un sistema que sustituye al empresario particular por el Esta-do y que con ello reúne en una sola mano el poder de la explotación económica y de la opresión política". (3) Y saliendo al paso de la identificación entre socia-lismo y estatización dice sin rodeos: "Desde que Bismarck se ha lanzado a estatizar se ha visto aparecer cierto falso socialismo... que proclama socialista sin ningu-na otra forma de proceso toda estatización". (4) Así, pues, si el Estado se con-vierte en propietario de los medios de producción lo que resulta es una doble servidumbre (económica y política) de los trabajadores.

Tomando en cuenta lo juicios positivos y negativos de Marx y Engels respec-to de la nueva sociedad, podemos destacar algunos de sus rasgos esenciales: 1) la abolición de la propiedad privada sobre los medios de producción; 2) la propie-dad social sobre esos medios; 3) la creciente devolución de las funciones del Estado a la sociedad; 4) la democratización real de la vida social (no sólo indi-recta, parlamentaria, sino directa), y, en consecuencia, 5) la autogestión crecien-te no sólo al nivel de empresa o grupo sino al de todos los niveles de la sociedad. Estos rasgos esenciales se hallan estrechamente relacionados entre sí. Una ver-dadera propiedad social (real no sólo formal o jurídica) no puede darse si el Estado no está en manos de los trabajadores. Asimismo, no puede darse una democratización profunda si el Estado se halla en manos de una burocracia. Finalmente, sólo si la autogestión se extiende a todos los escalones de la socie-dad puede desarrollarse la extinción gradual del Estado político.

Estos rasgos esenciales muestran claramente el carácter emancipatorio de la visión marxiana de la sociedad futura. Hay emancipación en cuanto que se afir-ma en ella el principio de la libertad como autodeterminación del hombre tanto en la esfera económica como en la esfera política. Pero, ciertamente, este conte-nido emancipatorio no basta para justificar el proyecto o idea del socialismo. También lo tenían los proyectos de los socialistas utópicos y, sin embargo, quie-nes aspiran -como aspiraba Marx- a una emancipación real, efectiva, tienen que apartarse de ellos, justamente porque en sus proyectos faltan las mediaciones necesarias para su realización.

IV

El socialismo para Marx era, ante todo, la alternativa necesaria para eman-cipar a los trabajadores de la explotación a que los sometía el capitalismo. Pero,

(2) Cf. nuestra obra Filosofía y economía en el joven Marx. Ed. Grijalbo, México, D.F., 1978, pp. 119-125 (3) Marx-Engels, Werkew, Dietz, Berlín, t. 22, p. 232. (4) Ibídem, t. 20, p. 259.

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en su fase imperialista, al convertir a los pueblos del tercer Mundo en el objeto central de su explotación y opresión, el capitalismo no sólo atenta contra la clase obrera occidental sino contra esos pueblos que ven así unidos la lucha por su liberación nacional a la lucha por el socialismo. En nuestra época, cuando el incesante desarrollo de las fuerzas productivas propicia un desastre ecológico o un holocausto nuclear que amenazan la supervivencia misma de la humanidad, el socialismo se convierte en una alternativa más necesaria que nunca. Necesita-mos el socialismo no sólo para vivir sino para sobrevivir.

En este sentido cobra hoy una dramática vigencia, el viejo dilema de Rosa Luxemburgo socialismo o barbarie. Sólo que la barbarie elevada al cubo es aho-ra un cataclismo ecológico o la guerra nuclear. Hoy se requiere el socialismo no sólo para emancipar a la clase obrera y liberar a los pueblos sojuzgados del Tercer Mundo sino para desterrar la amenaza que pende sobre la humanidad. El socialismo es, por ello, un proyecto vitalmente necesario.

Pero nadie luchará por él, por más necesario que se presente, si no lo consi-dera posible. Y no sólo posible, sino realizable. El descubrimiento del socialis-mo como posibilidad real es indispensable, pues sólo siendo posible, será reali-zable. Pero no todo lo realizable, llega a realizarse. Ciertamente, la posibilidad del socialismo no es única sino que coexiste en lucha con otras, y en la medida en que una posibilidad se realiza, otra u otras se condenan a no realizarse. La posibilidad del socialismo arraiga en la estructura económica y social del capita-lismo. Pero también existen otras: desde la posibilidad de un "socialismo" auto-ritario o de Estado -en ciertas circunstancias ya realizada- hasta esa posibilidad última que es la de la barbarie en la forma de un holocausto nuclear.

Marx es ante todo -como hemos subrayado.- el teórico de una realidad pre-sente -el capitalismo- y no a la manera de los socialistas utópicos un visionario del futuro. Si la sociedad futura, emancipada, ha de llegar, no será sólo porque sea necesaria para negar y superar el presente sino porque está dada su posibili-dad, o más exactamente: están dadas las condiciones que la engendran (expan-sión capitalista, desarrollo impetuoso de las fuerzas productivas, agravación de las contradicciones estructurales del capitalismo, surgimiento de los agentes his-tóricos del cambio, etc.). El desarrollo inmanente de la propia realidad capitalis-ta como sistema mundial hace posible el socialismo. Por tanto, éste no es sólo una alternativa necesaria al capitalismo sino una posibilidad real, histórica, aun-que insistimos no la única posibilidad. Existe, pues, un nexo racional entre el análisis del presente en Marx y su visión de una sociedad emancipada, aunque sabemos hoy que este nexo entre la realidad (capitalista) y la posibilidad (socia-lista) no el único. Weber y la Escuela de Francfort han subrayado que la nega-ción del presente puede abrir posibilidades negativas que, en cierto modo -como hemos señalado- fueron advertidas por Marx y Engels (con sus críticas respecti-vamente, del "comunismo tosco" y del "socialismo lassalliano de Estado).

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Para Marx el socialismo es la alternativa posible como solución emancipatoria a las contradicciones fundamentales del capitalismo. Pero esto no significa: en primer lugar, que no haya otras posibilidades -no emancipatorias- postcapitalistas, y, segundo, que la realización de la posibilidad socialista se deduzca inevitable-mente de las contradicciones del capitalismo.

Sin negar lo uno y lo otro, lo importante en Marx es haber descubierto que el socialismo es una posibilidad real y que ella, a su vez, es realizable. Con esto el problema se desplaza a otro plano: el de las mediaciones necesarias entre la posibilidad real, histórica y su realización. Para Marx la cuestión de la posibili-dad real es al mismo tiempo la cuestión de la posibilidad de realizarla. Es preci-samente esta categoría, con esta doble vertiente, la que lo separa de los socialis-tas utópicos. Una vez descubierta la posibilidad real la meta ha sido -desde su descubrimiento- su realización. Tenemos, pues, que lo vitalmente necesario no sólo es lo posible real sino lo posible realizado lo cual sólo se alcanza si los hombres dan los pasos necesarios para ello. Y entre ellos está, en primer lugar, el reconocimiento del socialismo: a) como una posibilidad real (o sea: engendrada por la realidad misma); b) como una posibilidad valiosa. El socialismo no es sólo esta posibilidad histórica engendrada por el propio desarrollo social sino una forma de organización social superior al capitalismo. Y es superior no por-que asegura un desarrollo sin trabas de las fuerzas productivas (concepción economicista del socialismo) sino ante todo porque excluye de su seno las rela-ciones de opresión y explotación. O también porque pone la producción al servi-cio de toda la sociedad ajustando a él tanto el ritmo como las modalidades del desarrollo de las fuerzas productivas. La conciencia de este valor, o sea, de la superioridad del socialismo sobre el capitalismo y consecuentemente el conven-cimiento de que se trata de un régimen social superior en cuanto que en él se afirman como valores la libertad, la justicia y la democracia es fundamental para la incorporación de los explotados y oprimidos a la lucha por el socialismo. Pero ello requiere a su vez lo que se desprende del reconocimiento de que se trata de una posibilidad real y valiosa, a saber la conciencia de que es: c) una posibilidad cuya realización es deseable. Deseable frente a otras posibilidades de transfor-mación de la sociedad inferiores por su contenido liberador o menos efectivas por lo que toca a su realización. Sólo a partir de este deseo de socialismo se puede llegar a la conciencia de que se debe participar en las mediaciones necesa-rias (organización y acción) para que se realice esa posibilidad real que se tiene por valiosa.

Vemos, pues, que el socialismo para ser realizado requiere no solo del cono-cimiento de su posibilidad real sino también del convencimiento de que se trata de una posibilidad valiosa y, por tanto, digna de lucharse por ella para convertir-la en realidad. Y no se trata sólo de una lucha digna sino necesaria ya que no se trata -como hemos señalado- de la única posibilidad existente, sino de una posi-

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bilidad que -en su realización- tiene que imponerse sobre otras, lo cual requiere ineludiblemente la conciencia, organización y acción correspondientes. Sin esto último, la posibilidad real, valiosa y deseada no llegaría a realizarse.

No hay, pues, un nexo inexorable entre el capitalismo y el socialismo. Lo que sí hay es un nexo racional entre la realidad de aquél y la posibilidad de éste. Así, pues, si teóricamente el socialismo deriva -como posibilidad.- de la realidad capitalista que lo engendra, no cabe decir lo mismo, ya instalados en la práctica social, respecto al nexo entre esa posibilidad y su realización. Y no sólo porque no es la única posibilidad realizable sino porque su realización requiere de un factor subjetivo que no está inscrito en la realidad económica y social capitalista, a saber: que los hombres asuman conscientemente esa posibilidad real, valiosa y deseable y actúen para hacerla realidad. En suma, el socialismo es posible y realizable, pero no es inevitable, ya que depende no sólo de las condiciones rea-les que lo hacen posible sino también de las condiciones subjetivas (conciencia, organización y acción de los hombres ) que han de transformar lo posible en real. En la medida en que se realice esa posibilidad se evitará otra, y viceversa: en la medida en que otra -no emancipatoria- se realice, se evitará o alejará la realización de la posibilidad socialista de emancipación. Estamos, pues, lejos de arribar forzosamente a un puerto seguro, aunque ese puerto se divise en el hori-zonte, pero al no ser inevitable ese arribo la navegación se vuelve incierta. Con ello la posibilidad del socialismo no se descarta; lo que ocurre es que se eleva aún más el papel de la conciencia y de la acción de los hombres en su realiza-ción. El socialismo, en definitiva -dada su posibilidad real- sólo puede llegar como resultado de la lucha consciente de lo hombres y no como producto inevi-table del desarrollo histórico y menos aún impuesto por una instancia "superior" (Estado o partido) a los hombres.

V

Una ojeada a la Revolución Rusa de 1917 y a su destino ulterior nos permiti-rá contrastar el socialismo marxiano con la historia real. Con el paso del tiempo, se agranda la significación histórica de esta Revolución al destruir las relaciones capitalistas de producción e iniciar con ello el tránsito a una nueva sociedad en condiciones históricas muy desfavorables. La posibilidad de semejante destruc-ción de las relaciones sociales burguesas y del Estado opresor era real como se demostró inequívocamente.

Se demostró, en efecto, que en un país atrasado desde el punto de vista del desarrollo capitalista convertido en el eslabón más débil de la cadena capitalista mundial (Lenin), en virtud de las consecuencias de la guerra y de la correspon-diente descomposición del Estado burgués, se podía romper dicha cadena. Y esa

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ruptura pudo darse porque un proletariado minoritario, pero combativo, bien organizado y bien dirigido, pudo arrastrar a la gran mayoría campesina de la sociedad en su lucha revolucionaria.

No se realizó en cambio la posibilidad -prevista por Marx para los países capitalistas desarrollados- de iniciar la transición del capitalismo al comunismo. En las condiciones históricas concretas en que se desenvolvía la joven República de los Soviets, Marx -el de la Crítica del programa de Gotha- habría considera-do imposible esa perspectiva. Lo que se dio realmente fue la posibilidad -no prevista por Marx- de emprender en otro tipo de transición la construcción del socialismo. Se trataría entonces no de la transición al comunismo sino de la transición a la transición en términos marxianos, o sea, al socialismo. Descarta-da, pues, por las condiciones históricas objetivas la posibilidad de la transición en términos marxistas clásicos la posibilidad abierta por la Revolución -como alternativa emancipatoria- era la de construir el socialismo y, en particular, sus bases materiales. Pero la realidad -constituida también por el cerco extranjero, la guerra civil, la intervención militar de los Estados capitalistas y la ruina y as-fixia económica- engendraba también otras posibilidades entre ellas la de la res-tauración del régimen anterior o vuelta al capitalismo. Fue precisamente la lu-cha del pueblo ruso, y en primer lugar la participación del proletariado, diezma-do en esa lucha, la que evitó bajo la dirección del partido Bolchevique que esa posibilidad se realizara e hizo realizable la única alternativa emancipatoria en esos momentos: el mantenimiento del poder soviético y la dura, difícil e incierta transición al socialismo.

Al cabo de casi siete décadas transcurridas, vemos que la transición iniciada no llegó a su término: el socialismo. Y vemos también que hoy por hoy el proce-so permanece estancado ya que no actúan las fuerzas sociales reales que pudie-ran romper ese estancamiento. La transformación de la propiedad social en pro-piedad estatal; de la dictadura del proletariado en dictadura de un partido así como la existencia del "Estado de todo el pueblo" como Estado separado y opues-to al pueblo, muestran claramente la detención del proceso de transición al so-cialismo; lo demuestran igualmente la ausencia de participación de los trabaja-dores en las decisiones generales al nivel de la economía y de la política. Ahora bien, si consideramos que la transición al socialismo ha sido bloqueada, menos podemos considerar socialista a la sociedad que ha surgido en ese proceso. No puede caracterizarse como tal la sociedad en la que impera la propiedad estatal y en la que el Estado, en manos de una burocracia, monopoliza o totaliza la vida social. Pero tampoco puede considerarse como una nueva forma de capitalismo ya que no existe en ella la propiedad privada sobre los medios de producción ni tampoco la producción mercantil generalizada. Se trata de una nueva sociedad centralizada y jerarquizada en la que una nueva clase -la burocracia- reúne en sus manos el poder económico y político y somete todas las esferas e institucio-

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nes de la vida social a la lógica de su doble dominación (5) Así, pues, si bien es cierto -como hemos señalado- que en los años subsi-

guientes a la revolución de 1917 no se daba la posibilidad real del socialismo, sí se daba en cambio la posibilidad del tránsito hacia él a partir del capitalismo al construirse las bases materiales, políticas e ideológicas indispensables. El que esta posibilidad no se haya realizado y sí en cambio la sociedad que se conoce como "socialismo realmente existente", hay que buscarlo no sólo en una serie de condiciones objetivas que la engendraban (atraso, aislamiento internacional de la revolución, derrotas del proletariado occidental, etc.), sino también en una serie de factores subjetivos -eliminación del pluralismo político y de las tenden-cias en el seno del partido único, represión de toda crítica y liquidación de las diversas corrientes oposicionistas (anarquistas, izquierda bolchevique, "oposi-ción obrera") que pugnaban por democratizar el proceso revolucionario y, en consecuencia, desterrar el autoritarismo, centralismo y burocratismo que, ya de-sarrollados, constituyeron más l;irde la médula del socialismo "real".

No era, por tanto, fatal, inevitable que el proceso de transición al socialismo se congelara en una sociedad que por la naturaleza del régimen de propiedad, del Estado y de la correlación de clases -con la burocracia como nueva clase dominante- pondría en cuestión el objetivo emancipador que debiera presidir todo el proceso.

Existían en los primeros años de la Revolución otras posibilidades distintas de la que se realizó y por las que lucharon en diferentes formas, dentro y fuera del partido, importantes sectores revolucionarios. Baste recordar, en los prime-ros años el levantamiento de los marineros del Kronstandt que se consideraban bolcheviques y más tarde, en el seno mismo del Partido, las luchas internas en torno a visiones distintas del proceso de transición hasta la consolidación del stalinismo. Pero lo cierto es que entre las diversas posibilidades que estaban en juego y en abierta pugna la que se realizó, desde el stalinismo, es la que habría de culminar en el socialismo "real".

El encuentro o desencuentro de la idea del socialismo con la realidad ha suscitado toda una serie de críticas. Unas, ciertamente, encaminadas a contribuir a que el socialismo no llegue a ser una realidad, y otras, por el contrario, ten-dientes a que se remuevan los obstáculos que se oponen a que el socialismo sea realmente existente. Pero, bajo el fuego de estas críticas cruzadas es indudable que la idea del socialismo, o al menos cierta idea de él, ha entrado en crisis y que, por unas razones u otras y por móviles ideológicos diversos, la idea del socialis-mo ha sido puesta en cuestión desde diversos ángulos. La impugnación del so-cialismo cubre un amplio espectro de objeciones que van desde la negación o limitación de su carácter emancipatorio hasta el rechazo de su posibilidad y

(5) Cf. en el presente volumen mi ensayo "Ideal socialista y socialismo real".

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realizabilidad. Entre los que niegan su carácter emancipador se hallan todos aquellos que,

en nuestros días, repiten las críticas de Bakunin al ver en el socialismo marxiano una variante del socialismo de Estado, o autoritario. Arguyen que Marx admite la necesidad del Estado en la fase de transición, cuando, a juicio de ellos, la desaparición del poder estatal debiera constituir el objetivo primero e inmediato de la Revolución. Dejando a un lado el utopismo absoluto de semejante concep-ción y sin insistir de nuevo en las críticas del marxismo clásico al socialismo de Estado, es indudable que en Marx hay una posición antiestatal, libertaria en cuanto que reconoce que mientras exista el Estado no puede hablarse de una plena libertad. Por esta razón, ha planteado desde su juventud la necesidad, de la desaparición del Estado político como esfera autónoma que se sitúa al margen y contra la sociedad. Y no sólo esto: con base en la experiencia histórica de la Comuna de París, ha sostenido que el proceso de desmantelamiento gradual del Estado debe darse desde el día siguiente a la toma del poder. Hay, pues, un Marx libertario que ven en el Estado "un tumor de la sociedad" y que ciertamente hoy más que nunca hay que reivindicar, pero esto no excluye la necesidad transitoria de un verdadero Estado de los trabajadores capaz de imponerse límites a sí mis-mo. No puede, pues, invocarse la actitud de Marx hacia el Estado para tratar de invalidar el carácter emancipatorio del socialismo.

Niegan también este carácter los que lo consideran en su encuentro histórico con la realidad como la consecuencia lógica, necesaria ya sea de una realidad anterior -el capitalismo- que la determina, o del propio pensamiento de Marx. Unos se apoyan para ello en la filosofía pesimista de la historia de Max Weber para el cual el capitalismo conduce inexorablemente a un sistema en el que cul-mina la institucionalización, la formalización y burocratización de la existencia que ya se da en él. Tal sistema sería precisamente el socialismo, y para los que siguen por esta vía los pasos de Weber, el socialismo "real". El resultado del proceso histórico es puesto en una relación de necesidad lógica, inmanente, in-evitable, con la realidad capitalista, descartándose por tanto la posibilidad de una sociedad desenajenada a partir de esa realidad. Sólo quien acepte el supuesto de semejante determinismo incondicional, inexorable en la historia puede hacer suya semejante conclusión acerca del nexo entre capitalismo y socialismo. Una variante de esta negación del socialismo como posibilidad de emancipación es la que pone también en una relación lógica, necesaria, pero, en verdad, fatal el socialismo "real" con la idea marxiana del socialismo, reducida a una filosofía del "Gulag". Tal es la posición de los "nuevos filósofos" en Francia. Como en el caso anterior, un hecho histórico se presenta como resultado inevitable del desa-rrollo de una realidad anterior (el capitalismo). Nos encontramos de nuevo con una concepción determinista sólo que de un signo idealista absoluto: una reali-dad -la del socialismo "real"- es puesta en una relación necesaria, inexorable con

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la idea del socialismo de la que aquella se deduce lógicamente. En ambos casos, se supone que el factor determinante -la realidad capitalista o la idea marxiana del socialismo- engendra una sola posibilidad -el socialismo burocrático en Weber o el socialismo del "Gulag" según los "nuevos filósofos"-, que es la que se realiza inevitablemente. Pero ya hemos señalado la falsedad de este supuesto ya que por un lado una realidad sólo es engendrada por otra a través de una posibilidad arraigada en ella, posibilidad que no es única ni inevitablemente realizable, y por otro sabemos que las ideas por sí solas -incluyendo la idea del socialismo- no producen ninguna realidad.

Niegan también el potencial emancipatorio del pensamiento socialista quie-nes, como Rudolf Bahro, lo vincula en la actualidad a la "tendencia suicida extremista que gobierna el proceso de la civilización occidental". (6) Después de haber realizado una certera crítica del "socialismo realmente existente" (7) y de haber llegado a la conclusión -110 tan certera- de que este modelo sigue siendo válido para los países del Tercer Mundo como garantía de su industrialización, limitando así su potencial emancipatorio a Occidente, lo que suponía también una concepción determinista y eurocentrista, Bahro extiende su crítica al pensa-miento socialista mismo. Y lo hace desde un extremismo ecologista que propor-cionaría un paradigma emancipador al cual escaparía el socialismo. Ahora bien si este paradigma supone unas nuevas relaciones del hombre con la naturaleza (la "unidad del hombre y la naturaleza"- de que hablaba el joven Marx) (8) el socialismo lejos de escapar a ella la haría posible y necesaria. Ciertamente, lo que caracteriza a la civilización occidental burguesa es el dominio creciente del hombre sobre la naturaleza mediante el desarrollo creciente de las fuerzas pro-ductivas. Pero sólo el socialismo puede garantizar el control de ese dominio y, por tanto, del desarrollo de las fuerzas productivas de modo que no se vuelva contra la propia naturaleza y, por tanto, contra el hombre mismo. El hecho his-tórico de que el dominio del hombre sobre la naturaleza como desarrollo ilimita-do de las fuerzas productivas haya sido condición necesaria para la emancipa-ción burguesa no significa en modo alguno que el socialismo -cuyo objetivo es la emancipación humana- haya de atenerse al paradigma burgués de la producción. Sólo un cambio radical de las relaciones sociales como el que pretende llevar a cabo el socialismo puede establecer las relaciones justas, equilibradas entre el hombre y la naturaleza que hoy reclaman legítimamente los ecologistas. Pero esta reivindicación que tan categóricamente propone Bahro lejos de anular la necesidad del socialismo como alternativa emancipatoria socialista la afirma,

(6) Carta de Rudolf Bahro al Comité de Redacción de la Enciclopedia Interna-cional Socialista (Belgrado, Yugoslavia) (7) En Die Alternative, ed. alemana, 1977 (8) En los Manuscritos económico-filosóficos de 1844.

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aunque ello requiera desprender del pensamiento socialista las adherencias productivistas que, ciertamente, contribuyen a debilitar o incluso a anular su potencial emancipatorio.

Con frecuencia lo que encontramos no es tanto el rechazo, como en las posi-ciones anteriores, del contenido emancipatorio del socialismo, sino la negación de su posibilidad real o más bien la imposibilidad de su realización, con lo cual se le arroja al cielo de la utopía. Esta negación se pretende fundar, en primer lugar, argumentando que el socialismo no se halla inscrito en la necesidad histó-rica y, más particularmente, en las contradicciones del capitalismo que forman parte de esa necesidad histórica. Se parte así del supuesto de que el socialismo ha de ser el resultado inevitable de la dialéctica histórica; por tanto, al no darse como fruto de ella su lugar sólo puede ser el de una utopía. Pero el pensamiento de Marx no exige semejante supuesto -aunque a veces parece afirmarlo-; o sea, el supuesto de que el socialismo es el resultado forzoso, inevitable del desarrollo histórico. Lo que pretendió demostrar sobre todo -y demostró- lo que no es poco-fue su posibilidad real o la realización posible del socialismo. No consideró que las condiciones necesarias creadas por el capitalismo, o la primera condición de la nueva sociedad: la abolición de la propiedad privada sobre los medios de producción, fueran infalibles o suficientes.

El socialismo, como sociedad emancipada, queda también arrinconado en el terreno de la utopía cuando se parte de la concepción pesimista de Weber, que en cierta forma pasa a la Escuela de Francfort -según la cual la historia moderna sólo camina por el lado malo (para el Escuela de Francfort como dialéctica nega-tiva de la razón instrumental). Esta dialéctica negativa de la reificación de la existencia humana no puede conducir lógicamente a una sociedad desenajenada, libre, sino al triunfo de la burocracia o al socialismo "real". Así, pues, el socialis-mo no puede ponerse en conexión con posibilidades reales que aniden en las contradicciones del capitalismo. En consecuencia, si no existe un nexo racional, lógico entre el capitalismo y el socialismo y, por otra parte, no se quiere renun-ciar a esta perspectiva liberadora, emancipada, la solución sólo puede ser utópi-ca ya sea que se reconozca abiertamente o se cura con un nuevo ropaje. De ahí las nuevas utopías de Adorno y Habermas.

En la utopía estética de Adorno el arte se convierte en la "conciencia más avanzada de las contradicciones en el horizonte de su posible reconciliación" (Teoría Estética). La obra artística aparece, con su articulación de los elementos en un todo, como un modelo o paradigma de un todo social liberado cji el que los e l emen tos (los indiv iduos) se integran. Es el m o d e l o de organizac ión y racionalidad de un todo social no represivo. El arte contiene y promete la liber-tad: "En la liberación de la forma, tal como la desea todo arte nuevo que sea genuino, se esconde cifrada la liberación de la sociedad (Jbidem). Ahora bien, ¿cómo alcanzar desde esta sociedad real esc horizonte prefigurado o cifrado por

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la obra de arle? ¿Cómo pasar del modelo estético al plano real? Preguntas sin respuesta -como en todo utopismo- en la utopía estética de Adorno.

En Habermas encontramos su utopía comunicativa. La imagen de la socie-dad futura, emancipada, sería la de una nueva institucionalización de la libertad, basada en una auténtica comunicación, no distorsionada, entre sus miembros; es decir, una sociedad en la que la racionalidad y acción comunicativas se distin-guirán claramente de la racionalidad y la acción instrumental. (Por cierto, a ésta última habermas atribuye infundadamente el concepto de trabajo en marx)-Habermas pretende así haber puesto en conexión esa nueva sociedad con la dialéctica negativa del mundo moderno en el que rige la racionalización instrumental. Pero la raíz de lo posible -de la sociedad desenajenada- estaría en la estructura misma del lenguaje humano; es ahí donde se da la posibilidad, -a través de la posibilidad del argumento racional- de una coordinación universal de las acciones de los individuos que sería propia de una sociedad desenajenada. Esta comunidad ideal, futura, sería ante todo aquella en la que impera la comu-nicación ideal, sin discursos distorsionados.

Sin entrar ahora en el carácter idealista de la construcción habersiana que sitúa el problema de la comunicación distorsionada al margen de las relaciones de explotación y dominación que la soportan socialmente, diremos que, respecto a la comunidad futura ideal, Habermas no indica qué mediaciones (vías, medios o instituciones) han de permitir que la posibilidad de la comunicación no distorsionada se realice; ni cómo podría darse sin un cambio radical de la estruc-tura económica y social ni cómo, finalmente, podría mantenerse semejante co-municación real en la sociedad futura, desenajenada. Habermas podría contestar -y contestaría bien- diciendo que a un utopista le basta con trazar la imagen del futuro sin tener que preocuparse por lo que es necesario desde el presente para su realización.

VII

A veces se recurre a argumentos simplistas -más especulativos que empíri-cos- para contribuir a difundir la idea de la imposibilidad del socialismo. Así sucede cuando se afirma que el socialismo es imposible ya que se contrapone a la naturaleza humana y es, por tanto, una utopía absoluta. Esta afirmación parte de dos premisas que, naturalmente, se ocultan: 1) Que existe algo así como una naturaleza humana invariante que se daría en cada individuo (justamente lo que Marx criticó acertadamente en su famosa Tesis VI sobre Feuerbach), y 2) Que enfre los rasgos inmutables de esta naturaleza humana hay que destacar el del egoísmo del hombre como "lobo del hombre" que echaría por tierra todo proyec-to social, como el del socialismo, que entrara en contradicción con esos rasgos

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inmutables. La primera premisa es falsa pues lo que puede llamarse naturaleza humana es un conjunto de disposiciones -conciencia, creatividad, socialidad, etc.- que sólo se desarrollan históricamente y se manifiestan en múltiples for-mas. El egoísmo es la forma predominante que adopta la cualidad social del hombre en unas condiciones históricas y sociales determinadas (fundamental-mente, las de la sociedad burguesa). La segunda premisa eleva a la condición de rasgo universal e inmutable de la naturaleza humana justamente la manifesta-ción histórica-concreta de la cualidad social que entra precisamente en contra-dicción con la sociedad socialista en la que la cualidad social -como solidaridad y cooperación- ha de tener una manifestación positiva. Sólo quienes acepten -como los ideólogos burgueses- que el hombre es egoísta por naturaleza pueden considerar imposible una sociedad que prive al egoísmo de su papel predomi-nante en las relaciones entre los individuos o los grupos sociales.

Aún más simplista es el intento de descalificar el socialismo como utopía absoluta al atribuirle una imagen de la sociedad futura como "lugar donde todos sean felices y no haya pugna", como "un mundo feliz, nuevo, en el que sólo habría justicia". La atribución de semejante "redencionismo" sólo sirve para jus-tificar el conformismo con el presente ya que en él sólo cabe "la tarea de remen-dar p;tra producir mejoras con el mínimo sacrificio humano" (9) Y, en definitiva, dentro de este conformismo hay que situar todo intento de descalificar el socia-lismo al proclamar la preminencia del presente frente a todo intento de transfor-mación de éste en nombre de un proyecto que ha de realizarse y que pende, por tanto, del futuro. Ciertamente, ni el socialismo ni el comunismo -como sociedad superior- serán el paraíso; pero, dada la sociedad existente, no por ello dejan de ser necesarios, valiosos y deseables; una idea por la que se puede y se debe lu-char.

Por último, se siembran ilusiones nocivas acerca de su posibilidad de realiza-ción, cuando ante la ausencia de una perspectiva de cambio estructural -como sucede en Europa occidental- se considera que el "realismo" aconseja integrarse en el sistema, participar en la gestión gubernamental, compartir incluso las res-ponsabilidades militares en la defensa de los "valores occidentales" y, de este modo, estar en mejores condiciones para arrancar posiciones al Estado burgués que faciliten el tránsito al socialismo. Independientemente de que no existe ex-periencia histórica alguna de que la participación gubernamental de ese género haya minado el poder burgués y de que, a partir de ella, se haya despejado el camino a una sociedad sin explotación ni dominación, lo cierto es que las con-quistas sociales alcanzadas no pueden considerarse una solución duradera en el marco del sistema. Y ello sin contar las consecuencias que tienen para sus pue-

(9) E.Krauze, "Entrevista con Joseph Maier. La Escuela de Francfort y el redencionismo histórico", en Vuelta, n. 97, México, D.F., 1984.

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blos y, en general para la humanidad, la integración en uno de lo bloques milita-res actuales y, en especial, el que encabeza la potencia capitalista más agresiva. Al contribuir por otro lado a dar una solución capitalista a los graves problemas del sistema en una época de crisis profunda y generalizada con los consiguientes sacrificios de la clase obrera, los partidos socialdemócratas y los que todavía siguen llamándose socialistas (en Francia, Italia, España, etc.) se convierten de hecho en gestores del capitalismo aunque tratan de avivar ilusiones sobre el socialismo. El eurocomunismo al pretender abrir el camino al socialismo en una transición pacífica bajo el techo del Estado representativo y de sus instituciones se acerca peligrosamente a una estrategia que hasta ahora ha rendido muy pocos frutos para el socialismo. Tendría que distanciarse claramente de ella para no sembrar nuevas ilusiones que lejos de acercar, alejarían de la realización de esa posibilidad que es el socialismo.

VIII

Al concluir nuestro examen del concepto de socialismo en el umbral del siglo XXI, vemos que no faltan elementos reales que contribuyan a generar cierto pesimismo. De ellos podemos destacar cuatro fundamentales, a saber: 1) el des-crédito del socialismo "real" y de las sociedades que en los países del Este se atienen a ese modelo; 2) la pasividad de la clase obrera occidental y la incapaci-dad de los partidos para renovar la estrategia agotada de la II y III Internacional; 3) la ofensiva belicista del imperialismo que ha puesto a los países del pacto de Varsovia a la defensiva y puede desembocar en una guerra nuclear que aniquile a la humanidad, y 4) el desarrollo ilimitado y deformado de las fuerzas produc-tivas que mina las bases naturales de la existencia humana y puede conducir a un desastre ecológico.

Cualquiera de estos cuatro hechos basta para desterrar la ilusión de una mar-cha ascendente e inevitable hacia el socialismo. El progresismo inquebrantable y el optimismo frenético sólo contribuyen a extender un tejido de ensoñaciones que nublan la conciencia de la gravedad de los problemas y debilitan o paralizan la voluntad de acción. Ninguna perspectiva racional del socialismo puede asen-tarse en semejante optimismo. Por supuesto, el remedio no está en torcer el bas-tón del lado opuesto; el del pesimismo desenfrenado que, con la piqueta de la desesperanza, entierra todo proyecto racional y paraliza todo intento de realizar-lo. Existen elementos en la propia realidad que permiten levantar un muro que detenga ese pesimismo. Ni el modelo soviético es el único posible como demues-tra claramente la experiencia yugoslava y, en ciertos aspectos, otras experiencias históricas, ni la clase obrera occidental pese a su pasividad ha agotado su poten-cial revolucionario y ha dicho por tanto su última palabra. Ese potencial se ma-

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nifiesta asimismo en el propio Occidente, aunque sea de un modo insuficiente, en nuevos sujetos sociales con los movimientos ecologistas, feministas y pacifis-tas. Pero el fuego revolucionario lejos de apagarse se enciende hoy en los países del Tercer Mundo que conocen las más altas tasas de opresión y de explotación. Baste recordar a este respecto la lucha de los pueblos de Centroamérica, por su soberanía e independencia contra el imperialismo yanqui que se expresa sobre todo en la lucha del pueblo nicaragüense que ayer logró heroicamente que triun-fara su revolución y que hoy, con sacrificios inauditos, la defiende.

Bastan estas apreciaciones objetivas para introducir un justo correctivo a quienes ven todo con el prisma occidental y cierran los ojos a lo que se escapa a él. No se trata, ciertamente, de ignorar los fracasos en la estrategia revoluciona-ria y en la lucha por el socialismo, que dan lugar a cierto pesimismo, Por supues-to, nos referimos al pesimismo de buena fe de quienes no desearían experimen-tarlo y no al pesimismo anhelado y deliberado de los portavoces -viejos y nuevos-de la reacción. Si la perspectiva de socialismo es asumida lúcidamente y no sólo como un noble deseo, no se caerá en la espera de un socialismo que se considera inevitable ni tampoco en el desesperar ante un socialismo que se cree que inevi-tablemente nunca habrá de llegar. Entre el optimismo sin barreras y el pesimis-mo sin fondo, hay el socialismo como proyecto necesario, posible y realizable, pero realizable sólo si se cumplen las condiciones para ello, entre las cuales figuran necesariamente la conciencia de su valor así como la decisión, organiza-ción y acción revolucionarias.

En el umbral del siglo XXI, este socialismo excluye tanto el optimismo de un eufórico marxismo "ortodoxo" como el pesimismo de los que, rehuyendo el reto de las dificultades y de los fracasos, prefieren quedarse a la vera del camino, dejar las cosas como están y justificar con su desesperanza su propio cansancio, incomodidad o impotencia.

(Enero de 1985)

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¿Vale la pena el socialismo?

U ^ A PREGUNTA que desazona a quienes han entregado muchos de sus esfuerzos, sus mejores energías físicas y espirituales -y en ocasiones con enormes sacrificios-, es lisa y llanamente ésta: ¿vale la pena hoy el objetivo, la meta, el ideal o la utopía -los nombres no importan- del socialismo, a los que se encaminaban esos esfuerzos, energías y sacrificios? ¿Vale la pena, asimismo, proponer esa alternativa hoy a quienes no conocieron ni vivieron esa experiencia de lucha, a las generaciones que, sin haberlas sufrido, siguen sufriendo los males del capitalismo, exacerbados en su fase noeliberal? ¿Ha valido la pena la alter-nativa social a la que se asocia -con razón o sin ella- el fracaso de la experiencia histórica que tantos sacrificios y sufrimientos costó? La inmensa mayoría de los que aportaron esa dolorosa cuota, lo hicieron convencidos de que esa meta cons-tituía un nuevo tipo de relaciones humanas, libres de la dominación y la explota-ción del hombre por el hombre; una sociedad o alternativa real a un sistema que, por presencia, convertía a los hombres en simples medios o mercancías; un sistema que, al someter todas las formas de producción -incluso las más espiri-tuales-, a la férrea ley de la obtención de beneficios, exigía -para cumplirla- la explotación del trabajo, la competencia desenfrenada, la transformación del hom-bre en lobo para el hombre, la dominación de unos países por otros. Ciertamente, esos males eran y son inherentes a la naturaleza misma, estructural, del capita-lismo, pues sólo así podía mantenerse su ley fundamental de la acumulación de beneficios. La necesidad de desarraigar esos males era, y es, la razón de ser del socialismo, la misma razón de que, desde hace siglo y medio, tantos hombres hayan soñado con esa utopía y dado lo mejor de su vida, sin reparar en sacrifi-cios.

Ahora bien, si descartamos la breve -históricamente fugaz- experiencia de la Comuna de París de 1871, disuelta en un mar de sangre, la historia no conoce más alternativa real o desafío al capitalismo que la que se generó con la toma del poder por los bolcheviques rusos en 1917. Pues bien, la pregunta anterior, sobre si tiene sentido o valor -o sea, si vale la pena- seguir aspirando a alcanzar el objetivo socialista, por incierto o lejano que hoy pueda parecer y, en consecuen-

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cía, si tiene sentido realizar y sumar esfuerzos, energías y sacrificios necesarios para establecerlo, sólo puede tener una respuesta, la afirmativa, si se tiene pre-sente que la razón de ser del socialismo, o sea, el capitalismo, está ahí, y con un peso aún mayor en la balanza de los sufrimientos de los hombres y de los pue-blos. Pero, nuestra pregunta tiene otra cara, pues no sólo ha de atender a la razón de ser del objetivo socialista, que es -como decíamos- la existencia del propio capitalismo, sino también a la posibilidad de realizarlo y a su realización misma. Por ello, la pregunta tiene que formularse también así: ¿tiene sentido el socialis-mo a la vista del destino final de la experiencia histórica que arranca de la revo-lución Rusa de octubre de 1917, experiencia que surge, se desarrolla y consolida como una alternativa al capitalismo en nombre del socialismo? Se trata de la alternativa que conocemos con la expresión que le dieron sus propios dirigentes e ideólogos: "socialismo real". Partidarios y adversarios de ayer, no pueden dejar de reconocer hoy que el intento de construir esa nueva sociedad, como una alter-nativa al capitalismo, después de haber destruido las bases económicas del siste-ma: propiedad privada sobre los medios de producción y generalización ilimita-da del mercado, ha llegado a su fin. Y, además, contra todas las previsiones, en forma inesperada, imprevista.

Dejemos a un lado en este momento, el problema importantísimo de cuáles fueron los factores objetivos y subjetivos que hicieron posible el surgimiento y desarrollo de esa sociedad con los rasgos atípicos que presentó, así como las causas que determinaron su sorprendente derrumbe. Subrayemos, sin embargo, que se trataba de un sistema que se presentaba a sí mismo como la realización de la idea, proyecto o utopía socialista de Max y Engels. Incluso en sus últimos años, este "socialismo realmente existente" lo hacían pasar sus dirigentes, para distinguirlo de otras "sociedades socialistas inferiores" como el "socialismo de-sarrollado" que se planteaba ya la construcción de las bases económicas de la sociedad superior, comunista. Y como tal fue aceptado en general, en su inmen-sa mayoría, por la izquierda revolucionaria y, sobre todo, por el movimiento comunista mundial que convirtió en piedra de toque de la calidad comunista su defensa incondicional de la patria del "socialismo": la Unión Soviética.

Los efectos del derrumbe de la alternativa en que, en realidad, se transformó el proyecto originario de emancipación de Marx, asumido con la Revolución de Octubre por Lenin y los bolcheviques, son innegables ya que están a la vista de todos. Subrayemos, sin agotarlos, los siguientes:

1) Descrédito del socialismo como idea, proyecto o utopía, ya que, la expe-riencia histórica a invalidado al "socialismo real".

2) Inexistencia en la actualidad de una alternativa efectiva al capitalismo y, por tanto, de barreras estructurales o límites a su expansión económica y hege-monía políticas. O dicho en otros términos más actuales: irresistible globaliza-ción económica y política ante la que caen mercados y soberanías nacionales.

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3) Reforzamiento de la explotación de los trabajadores y agravación de sus condiciones de vida (desempleo creciente y tendencia a transformarse en estruc-tural, recorte de sus prestaciones sociales, etc.) y extensión de las relaciones de dependencia y dominación, por la vía financiera, entre los países ricos y pobres, lo que se expresa, a su vez, en el desplazamiento de la bipolaridad por la unipoiaridad encarnada por la mayor potencia capitalista, de la que se vuelve instrumento la propia Organización de Naciones Unidas.

4) Vacío ideológico en el cielo de las utopías o esperanzas que es ocupado por las viejas ideologías que parecían estar sepultadas: el integrismo religioso, el nacionalismo exacerbado y excluyente y los fundamentalismo étnicos y raciales de diverso tipo.

Y, finalmente, 5) desconcierto y desencanto de la izquierda, tanto mayor cuanto más dogmática y acríticamente se había comportado. Ciertamente, algunos sig-nos alentadores comienzan a dibujarse en este oscuro panorama con los triunfos electorales de la izquierda moderada en Inglaterra y Francia, y con las repercu-siones de los movimientos sociales radicales de América Latina, como el zapatista en México y el de los Sin Tierra, en Brasil.

Cuando se habla de los efectos sociales e ideológicos del "derrumbe" del "socialismo real", se trata de hechos o de una realidad indeseable a la que hay que enfrentar. Y, a su vez, de hechos imprevisibles, ciertamente, pero no casua-les. Y, naturalmente, si hay que encararlos, la izquierda tiene que empuñar las armas de la crítica y la autocrítica, durante tanto tiempo oxidadas. No vamos fijar ahora nuestra atención en todos los efectos del "derrumbe" antes apuntados. Nos detendremos en el primero: el descrédito de la idea del socialismo. No se trata de una simple cuestión teórica o académica, sino práctica y vital, porque del rescate de esta idea depende en gran parte un logro esencial: la superación del desconcierto y la pasividad de la izquierda, pues sólo manteniendo viva la idea, el proyecto, que durante más de un siglo ha constituido para millones de hombres la razón misma de su existencia, se puede plantear La necesidad y posi-bilidad de su realización.

Al descrédito del socialismo, y a su consecuente renuncia en la práctica polí-tica, se llega por vías distintas. Veamos brevemente tres de ellas.

1) Al identificarse lo ideal con lo real; o sea: el proyecto con sus resultados. Lo que cuenta, entonces, no es el punto de partida, sino el de llegada. Ahora bien, esta realidad a la que se llega, cualesquiera que sean las intenciones emancipatorias originarias que estaban en su punto de partida, no es -de acuerdo con la posicion que hemos venido sosteniendo ya antes de que se produjera el "derrumbe" -una sociedad socialista, si por socialismo entendemos una sociedad o sistema social en el que los hombres, liberados de la dominación y explotación capitalistas, dominan sus condiciones de existencia y establecen relaciones mu-tuas bajo principios de libertad, igualdad y justicia social. Ciertamente, esa so-

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ciedad requiere como premisa necesaria -premisa que cumplió la Revolución de Octubre y en ello reside un significado histórico-universal que no puede ignorarse-la abolición de las relaciones sociales capitalistas con sus dos pilares: la propie-dad privada sobre los medios de producción y el poder omnímodo y absoluto del mercado. Condición necesaria, hay que subrayarlo ya que hoy se tiende a borrar-la, pero -como demuestra la experiencia histórica en cierto modo atisbada por Marx y Engels- necesaria pero no suficiente.

Ahora bien, importa el resultado, aunque esto es lo único que importa hoy a los detractores de la idea del socialismo. Pero importa también -al menos a los que pretendemos mantener viva esa idea- tratar de explicar por qué el proyecto socialista se disoció de esta realidad, al tratar de realizarse. Sólo así la idea puede rescatarse, sobreviviendo a la encarnación histórica-concreta que acabó por contraponerse a ella. Para esto, hay que empezar por reconocer que el "socia-lismo real" se desarrolló en determinadas condiciones históricas y que estas eran adversas, o más bien que ese desarrollo tuvo lugar en ausencia de las condiciones que Marx consideraba necesarias. Esta ausencia, en definitiva, impidió cons-truir una sociedad propiamente socialista. Pero a esas condiciones adversas -o inexistentes- habría que agregar el reto poderoso que, durante toda su existencia representó la agresión -en sus más diversas formas- del capitalismo. Pero, cierta-mente, el resultado del proyecto originario, o sociedad construida en esas condi-ciones históricas, no fue una sociedad socialista (tampoco capitalista, es cierto), sino una nueva forma -estatista, burocratizada-, de dominación y explotación, opuesta a la naturaleza emancipatoria, justa y libertaria del socialismo. Sin em-bargo, millones y millones de hombres creyeron sinceramente que eso que cons-truían era socialismo y muchos no sólo sacrificaron su libertad, sino incluso su vida por defender -dentro y fuera de la ex Unión Soviética- la "patria del socia-lismo". Y ¿por qué lo creían y eran fieles -en muchos casos hasta ese grado- a sus creencias, o más bien fe, en ese "socialismo"? En primer lugar, porque el capita-lismo -el sistema a vencer- lo combatía como tal sin concesiones ni tregua algu-na. Ciertamente, no lo combatía porque el "socialismo real" negara o degenerara el verdadero socialismo, sino porque -aunque no fuera tal- representaba para él un desafío, un reto a la expansión ilimitada, propia del sistema capitalista. En segundo lugar, la fe en ese "socialismo" se sustentaba en las afirmaciones dog-máticas de los ideólogos y dirigentes soviéticos, que así caracterizaban la socie-dad surgida de la Revolución de Octubre, seguidos acríticamente -como exige toda afirmación dogmática- por el movimiento comunista mundial, con excep-ción de algunos desprendimientos de él, sobre todo a partir de los años 60. El ocultamiento de la verdadera realidad y los logros alcanzados en ciertos períodos en diversos campos -sanidad, educación, condiciones de vida, y en la guerra contra el nazismo- contribuyeron a afirmar y afianzar cada vez más -en la medi-da en que se asfixiaba la conciencia critica dentro del partido y de la sociedad- la

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aceptación de esa identificación entre socialismo y "socialismo real". Ahora bien, esos millones y millones de hombres que, durante toda su vida vivieron en los países del Este europeo esa experiencia, esa realidad, como socialismo, hoy ni siquiera se permiten pronunciar su nombre. Dentro de esas sociedades, el terror generalizado que había disuelto toda crítica y uniformado el pensamiento, había hecho imposible que se pudiera plantear siquiera el problema de la naturaleza verdadera del sistema soviético y de las sociedades que lo calcaban en otros países y, por tanto, que verdaderamente se planteara la necesidad de una alterna-tiva socialista. Menos aún podía plantearse la necesidad de organizarse y actuar -como marxistas y socialistas- en favor de esa alternativa. A su vez, la inexistencia de esa conciencia, organización y acción determinaron que las posibilidades que se abrieron desde 1985 con la perestroika no se realizaran en dirección a un verdadero socialismo y que, por el contrario, se tradujeron en la restauración de un capitalismo salvaje, o incluso mafioso en la ex Unión Soviética.

Fuera de los países del Este europeo, la izquierda socialista, revolucionaria, nunca se deslindó de ese modelo, aunque no faltaron las voces de marxistas críticos, como las de Rosa Luxemburgo en los albores mismos de la Revolución de Octubre, las de la "oposición obrera", Panneokoek y Korsh y el troskysmo más tarde, aunque no tuvieron la influencia necesaria para cambiar el curso estalinista de la III Internacional. Las críticas se acentuaron y ampliaron en los años 60 y 70, a raíz sobre todo de la invasión de Checoslovaquia por las tropas del Pacto de Varsovia, e incluso en algunos partidos comunistas, como el italia-no y el español en Europa y el mexicano, en América Latina aunque sin cuestio-nar todavía la supuesta naturaleza socialista de las sociedades del "socialismo real". Pero, hoy más que nunca, cuando la identificación antes señalada provie-ne de los adversarios del verdadero socialismo, se vuelve imperiosa la necesidad de salir al paso de esa identificación para rescatar, de la niebla ideológica tendi-da por esos adversarios, la necesidad y validez del proyecto socialista. Pero, esto siendo absolutamente necesario, no basta -pues la idea del socialismo se degrada también- aún reconociéndose que lo construido en su nombre no era socialismo, cuando se plantea que este resultado era inevitable. Se declara, con este motivo, que el proyecto originario, socialista, de Marx, estaba condenado de antemano por su propia naturaleza, a saber: por su concepción de la historia, del sujeto revolucionario y de la dictadura del proletariado, a desembocar inexorablemente en el resultado que tuvo. En verdad, no se pude dejar de reconocer la necesidad de reexaminar el pensamiento de Marx, en éstos como en otros puntos, para poner el reloj marxiano en la hora que marca la realidad, al finalizar el siglo XX. Con mayor razón aún, no se puede ignorar que la interpretación leninista del pensamiento de Marx con su teoría de la importación de la conciencia de clase, socialista; del Partido como encarnación de ella y depositario del sentido de la historia, así como su visión antidemocrática de la dictadura del proletariado y

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del papel omnipotente del Estado, crearon posibilidades que se realizaron efecti-vamente con el "socialismo real". Pero, de esto no se puede deducir que a una idea, o a una posibilidad corresponda forzosamente, inevitablemente, cierta rea-lidad y sólo una. No se puede deducir así la realidad de una idea sin caer -como cayó Hegel- en el más absoluto idealismo. Que la negatividad de la realidad soviética estaba ya inscrita en los negativo del proyecto de Marx, es una tesis inadmisible por dos razones fundamentales. Primera: la negatividad que se in-voca del proyecto marciano es pura fantasía, pues ¿quién podría poner en duda su carácter liberador, emancipatorio? Segunda: ninguna idea puede realizarse como pura idea; es decir, sin las mediaciones y condiciones necesarias, lo que forzosamente se traduce -en un sentido u otro- en una realización que no es un simple calco o duplicación de la idea.

Ahora bien, la idea de socialismo se degrada también cuando -aceptándose su carácter emancipatorio, liberador -se la condena inexorable, fatalmente, a su fracaso o a su desnaturalización. Y a ello se llega por dos vías falsas: 1) al pro-clamar que su impulso solidario contradice una supuesta "naturaleza humana" egoísta, invariable a través de tiempo; y 2) cuando se cree que lo ideal -concebi-do platónicamente- está condenado forzosamente a la imperfección o corrupción al poner el píe en lo real. Y como prueba de ello se arguye el fracaso o la nega-ción del proyecto emancipatorio al bajar de su nube como ideal y tocar tierra como "socialismo real".

Ciertamente, como hemos señalado antes, siempre hay una distancia o dis-tinción entre la idea que aspira a realizarse y su realización. Y, en verdad, el proyecto socialista de emancipación, o punto de partida, al pretender realizarse en unas condiciones históricas determinadas, es decir, al tocar tierra, dio como resultado esa sociedad atípica -ni capitalista ni socialista- que se ha dado en llamar "socialismo real". Pero, lo que hay que comprender es porqué en esas condiciones históricas determinadas, la realización del proyecto originario, so-cialista se volvió imposible.

A mi modo de ver, hay que reconocer lo que Lenin reconoció sin rodeos: que, después de la toma del poder por los bolcheviques en 1917, no se daban las condiciones para construir el socialismo, a saber, la necesaria base económica. Pero fue también Lenin quien dijo que, una vez conquistado el poder, se podían crear esas condiciones que aún no existían. Y aquí está la clave de la explicación de lo que sucedería después, pues una necesidad engendraba otra. La necesidad de construir el socialismo en esas condiciones, tenía que conducir a la necesidad de un Estado fuerte, a una planificación centralizada de la economía, a una desaparición de la débil sociedad civil, a la exclusión primero de la democracia representativa, con la disolución de la Asamblea Constituyente, y más tarde a la nueva forma de democracia que significaban tos Soviets y, finalmente, a la exclusión de toda forma de democracia. En suma, conducía a la omnipotencia

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del Estado y del Partido único y a la supeditación de toda la vida económica, social y cultural al dominio incompartido de la nueva clase: la burocracia estatal y del partido. A estos males hay que agregar el terror generalizado bajo el estabilismo que acabó con todo disenso y crítica. Todo esto condujo finalmente al estancamiento y sucesiva descomposición del sistema y, por último, al no poder resistir al desafío económico, tecnológico y militar del capitalismo, a su derrumbe.

Pero, el fracaso histórico de esta experiencia histórica, orginariamente emancipadora que, por un conjunto de factores objetivos y subjetivos, se trans-formó en su opuesto, no puede significar, en modo alguno que, en otras condi-ciones históricas y con otros factores objetivos y subjetivos, el proyecto socialista haya de conducir inexorablemente a los mismos resultados. Afirmar esto supon-dría aferrarse a una concepción determinista y fatalista de la historia. De este modo, a la falsa concepción del carácter inevitable del socialismo, sucedería ahora la concepción no menos falsa del fracaso inevitable, fatal, de todo intento de sustituir el capitalismo por el socialismo. Esta concepción se hermanaría, a su vez, con la vocinglería burguesa del "fin de la historia" ante la imaginaria eter-nidad del capitalismo liberal. Ciertamente, el destino inexorable que, con base en esa idelogía, se atribuye a la alternativa socialista, cumple la función de desmovilizar las' conciencias y paralizar la organización y acción necesarias, pues ¿qué sentido tendría -políticamente- pugnar por una alternativa que se ha-lla condenada al fracaso? E, incluso moralmente, ¿qué sentido tendría exhortar a luchar contra las injusticias del capitalismo si con ello sólo se lograra elevar la cuota de dolores y sufrimientos?

Estamos, pues, ante la cuestión medular que hemos planteado desde el prin-cipio: ¿vale la pena reivindicar el socialismo como sociedad más libre, justa e igualitaria y luchar por él? No valdría la pena, si lo posible se redujera a lo real; o sea, si todo socialismo posible se identificara con el "socialismo real", como pretenden los ideólogos triunfalistas de la "eternidad" capitalista, con lo cual no quedaría más alternativa que la del capitalismo, más o menos maquillado o libe-rado de su salvajismo. En verdad, tampoco valdría la pena si se pensara -como lo ha pensado cierto marxismo o seudomarxismo- lo opuesto: lo inevitable no es el capitalismo, sino el socialismo. Ciertamente, el derrumbe de lo que era origina-riamente un proyecto socialista, demuestra que el socialismo no es inevitable. Pero, a este respecto, hay que señalar que a Marx y Engels no se les escapó que, si en el futuro no se daba la alternativa del socialismo, se daría otra: la barbarie. Tal es el sentido de su dilema: "socialismo o barbarie", con el que se pone de manifiesto el destino incierto e imprevisible del socialismo. Tampoco puede ga-rantizarse científicamente su llegada, inscrita al parecer en ciertas leyes históri-cas inexorables que tocaría a la ciencia de la historia conocer. La realización del socialismo como alternativa necesaria, no puede estar garantizada científica-

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mente. De ahí la falacia del llamado "socialismo científico". Aunque la ciencia de la sociedad, de la realidad a transformar, es indispensable para transformarla, no puede garantizar la inevitabilidad de esa transformación. Ciertamente, los errores teóricos se pagan prácticamente y, a veces, con un enorme costo humano, y de ahí la importancia del conocimiento para la acción. Si el marxismo fue certero al descubir que el capitalismo, por su propia naturaleza, tiende a la ex-pansión constante, fue un grave error considerar que, ya en el siglo pasado, había alcanzado un límite infranqueable (Marx), o que ya en los albores de este siglo eran un capitalismo "agonizante" (Lenin). Por otro lado, en relación con la lucha que ha de librarse por el socialismo, subrayemos que hay que librarla justamente porque no es inevitable. Nadie se incorporaría a esa lucha porque la mela que se persigue esté garantizada científicamente, sino porque dicha meta, ideal o utopía es un valor, o un conjunto de valores (libertad, igualdad, justicia, fraternidad) que deben regir las relaciones entre los individuos y entre los pue-blos. Lo que entraña, a su vez, el rechazo de los principios que rigen en la socie-dad capitalista: desigualdad, explotación, injusticia, insolidaridad, egoísmo, etc. Vale la pena luchar por el socialismo porque lo consideramos valioso y deseable. Así, pues, el concepto de socialismo entraña, no sólo la conciencia de su necesi-dad y posibilidad, sino su deseabilidad, ya que se trata de valores por los que se considera digno luchar. Y, sin embargo, esto no basta, Los sacrificios y esfuerzos que exige el contribuir a esta meta valiosa, no sólo se justifican por su naturaleza axiológica, por la superioridad de sus valores sobre los de un sistema por esencia opresor y explotador, sino también por la convicción de que esa meta puede ser alcanzada si se recurre a la organización y acción consciente cuando se dan las condiciones necesarias para ello. Como decíamos anteriormente, no valdrían la pena esos sacrificios y esos esfuerzos si estuvieran destinados -independiente-mente de sus intenciones y aspiraciones emancipatorias- a fracasar inevitable-mente, como advierten engañosamente los que se arropan con una concepción determinista o fatalista de la historia, o con una concepción abstracta, metafísi-ca, de la naturaleza humana: aquella que identifica dicha naturaleza con la egoísta, competitiva, insolidaria del hombre burgués.

El socialismo es hoy más necesario que nunca porque el capitalismo, en su fase neoliberal, no hace más que agravar los males que los pueblos padecen por las exigencias estructurales del sistema. Cierto es que la alternativa social del "socialismo real" no ha resuelto esos problemas, pero como demuestra clara-mente la experiencia de estos últimos años después de su "derrumbe" en esos países, no los resolverá, en modo alguno, el retorno al capitalismo, y menos aún en sus fases -no tan distanciadas entre sí- neoliberal o salvaje. La humanidad necesita, además, al socialismo para no desaparecer bajo la otra alternativa: la barbarie, pero ahora en la forma extrema, absoluta, de la barbarie ecológica o nuclear. Ciertamente, no ha valido la pena la experiencia histórica del "socialis-

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mo real", porque, en definitiva, en ella se no se han dado los valores socialistas. Pero, puesto que la historia no está predestinada, ya que la hacen los hombres, y puesto que ninguna fase de ella y, por supuesto, la capitalista, puede considerar-se eterna, sin fin, la perspectiva de un socialismo necesario, deseable y posible, aunque incierta y no inmediata, sigue abierta para la izquierda que siempre ha luchado por la igualdad y la justicia. Es una perspectiva, sin embargo, no sólo para el futuro, para el "gran día" en que habrá de realizarse la utopía socialista, sino que ha de abrirse desde el presente en la medida en que se lucha por la democracia efectiva, por ampliar las libertades reales y conquistar espacios de igualdad y justicia social; en la medida en que se defienden los derechos huma-nos, las soberanía nacional y relaciones armónicas del hombre con la naturaleza. Sin renunciar a la reivindicación de sus sacrificios y logros del pasado, la iz-quierda debe asumir este pasado críticamente, sacando de él las lecciones que sean necesarias. Debe desechar por ello el subjetivismo y el practicismo y com-prender que, sólo sobre la base del conocimiento de la realidad puedan trazarse, en política, la estrategia y la táctica adecuadas. Esta izquierda, al tomar concien-cia de la necesidad del socialismo, responde a nuestra pregunta inicial no solo; diciendo "Sí", vale la pena el socialismo, sino también vale la pena luchar por el socialismo.

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El Marxismo en América Latina

L ^ A AMPLITUD del término "marxismo" nos obliga a fijar, desde el primer momento, las coordenadas en que habremos de movernos.

Primera: la de atenernos a una situación de hecho: la diversidad de corrien-tes marxistas en América Latina. Segunda: la de considerar marxistas a todas las corrientes que se remiten a Marx, independientemente de cómo hayan sido rotu-ladas: socíaldemocracia, leninismo,maoismo-castrismo-guevarismo, reformismo o foquismo. Por marxismo en América Latina entenderemos, pues, la teoría y la práctica que se ha elaborado en ella tratando de revisar, aplicar, desarrollar o enriquecer el marxismo clásico. Puesto que todo marxismo se remite a Marx, cabe empezar preguntándonos: ¿cuál es el Marx que llega a América Latina? Es el Marx de los textos que primeramente circulan en el continente, el del Mani-fiesto Comunista, primer tomo de El Capital y Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política, textos leídos desde la década del 80 del siglo pasado, con clave socialdemócrata y, desde los años veintes del presente siglo con la clave leninista de la III Internacional. Este Marx proporciona una concep-ción de la historia, y del lugar que en ella ocupan tanto los países modernos, capitalistas, como los "atrasados". Los parámetros de dicha concepción son los siguientes:

1) Existe una historia universal desde que la burguesía ha creado un mercado mundial; 2) este desarrollo histórico universal, vinculado a la expansión mun-dial capitalista, tiene un carácter progresivo no sólo por el inmenso incremento de las fuerzas productivas sino también porque crea las bases materiales de una sociedad superior y con ellas hace emerger al proletariado como supulturero del capitalismo; 3) el desarrollo progresivo del capitalismo desemboca inevitable-mente en la sujeción de los pueblos no occidentales, colonizados, cuya incorpo-ración al progreso histórico dependerá, en definitiva, del proceso de expansión capitalista; 4) aunque el capitalismo prepara las condiciones materiales para el socialismo, éste sólo llegará como resultado de la acción del proletariado, con-vertido en sujeto central y exclusivo del cambio revolucionario; y 5) la emanci-pación de los pueblos sojuzgados sólo vendrá por tanto de la acción del proleta-

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riado de las metrópolis, como eje de la revolución mundial. Aunque este paradigma lo aplica Marx sobre todo a los pueblos de Oriente,

se extiende también a América Latina, aunque este continente apenas si ha sido objeto de la atención de Marx. Entre los escasos textos de Marx y Engels sobre América Latina está el artículo de Engels, de 1847, con motivo de la guerra de conquista que los Estados Unidos libran contra México. En él se dice: "Constitu-ye un progreso también que en un país ocupado hasta el presente de sí mismo, desgarrado por perpetuas guerras civiles e impedido de todo desarrollo, un país que en el mejor de los casos estaba a punto de caer en el vasallaje industrial de Inglaterra, que un país semejante sea lanzado por la violencia al movimiento histórico. En interés de su propio desarrollo México estará en el futuro bajo la tutela de los Estados Unidos. Afirmaciones más elaboradas de este género se encuentran por esos mismos años en los escritos de Marx sobre la colonización británica en la India. Su característica fundamental es considerar la dominación del capitalismo inglés como objetivamente progresista, aunque reconociendo la elevada cuota de explotación y sufrimiento que significaba para las masas popu-lares.

Pero volviendo a América Latina, tenemos también el artículo de Marx sobre Bolívar en el que acumula los epítetos más negativos contra el Libertador. Marx asimila a Bolívar al fenómeno del bonapartismo, pero al hacerlo su enfoque eurocéntrico le hace perder de vista la especificidad de las sociedades latinoame-ricanas. Mientras que en la explicación del bonapartismo francés, Marx en con-cordancia con sus principios metodológicos busca la clave del surgimiento de un individuo como Bonaparte en cierta correlación de las fracciones de la clase dominante, aquí la explicación del fenómeno Bolívar la busca en cierta incapa-cidad común a "todos sus compatriotas". Su eurocentrismo le lleva así a mellar el arma metodológica que él mismo había creado y utilizado al estudiar el bonapartismo originario.

Ahora bien, la experiencia histórica del desarrollo desigual del capitalismo, que arroja riquezas sobre las metrópolis y miseria sobre las colonias, así como la experiencia política de las luchas nacionales y de clases en Irlanda, llevan a Marx y a Engels a elaborar un nuevo paradigma sobre las relaciones entre me-trópolis y colonias o entre pueblos "civilizados" y "atrasados". En el viraje teóri-co que da Marx con sus escritos sobre Irlanda, el desarrollo capitalista occidental no sólo se presenta en sus aspectos positivos sino también negativos. Sus efectos contradictorios, explican las posiciones reformistas de los obreros ingleses y las revolucionarias de los trabajadores de Irlanda. El sujeto revolucionario ya no es central o exclusivamente la clase obrera sino toda la masa explotada y oprimida irlandesa, de la que son parte fundamental los campesinos. Por último, el centro de la revolución pasa del país capitalista desarrollado al país "atrasado" y la revolución en éste -como (evolución de independencia- adopta una forma no

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sólo social sino nacional. Pero admitido este nuevo paradigma, se plantea a Marx la cuestión -se la

plantean a él los populistas rusos- de si un país "atrasado" aunque no colonial, e insuficientemente desarrollado desde el punto de vista capitalista, puede ascen-der a la forma superior de sociedad, comunista, sin pasar por el capitalismo, o si por el contrario habrá de recorrer necesariamente el camino capitalista. Ya en 1877 en "Carta a la redacción de Otiéchesvienni zapiski ("Anales de la patria") y saliendo al paso de un critico ruso de El capital, Marx escribe: "A todo trance quiere convertir mi esbozo histórico sobre los orígenes del capitalismo en Euro-pa Occidental en una teoría filosófico-histórica sobre la trayectoria general a que se hallan sometidos fatalmente todos los pueblos, cualesquiera que sean las cir-cunstancias históricas que en ellos concurran, para plasmarse por fin en aquella formación económica que, a la par que el mayor impulso de las fuerzas produc-tivas, del trabajo social, asegura el desarrollo del hombre en todos y cada uno de los aspectos. (Esto es hacerme demasiado honor y, al mismo tiempo, demasiado escarnio)".

La respuesta de Marx a la cuestión que le plantea Vera Zásulich -que tanto inquieta a los populistas rusos sobre si la Rusia zarista, con predominio de la comuna rural en el campo, habrá de pasar necesariamente por el capitalismo, consiste en afirmar que una serie de circunstancias históricas hacen posible en Rusia que la comuna rural pueda convertirse en un "elemento regenerador de la sociedad rusa" y convertirse "en punto de partida del sistema económico al que tiende la sociedad moderna". Y lodo ello "sin pasar por el régimen capitalista". Pero se trata de una posibilidad que para realizarse requiere ante todo una condi-ción que Marx señala claramente: una revolución rusa.

Tal es la posición que Marx asume en los textos suyos antes citados y que los marxistas de América Latina ignorarían al llegar el marxismo a este continente e iniciar aquí su itinerario. Habría, pues, un Marx ausente que correspondería al de sus escritos sobre Irlanda y la comuna rural rusa. Los parámetros de su concepción de la historia y de la revolución, diferentes de los anteriores, serían los siguientes: 1) la historia universal se constituye no sólo con los "pueblos históricos", occidentales, sino también con los pueblos oprimidos, "sin historia"; 2) el desarrollo histórico capitalista de Europa Occidental no se da inevitable-mente en todos los países; 3) sus efectos negativos para los pueblos sojuzgados ponen en cuestión su carácter progresista; 4) el centro de la revolución no se halla exclusivamente en Occidente sino que, en determinadas condiciones histó-ricas, se halla afuera; 5) la emancipación de los países colonizados o dependien-tes sería llevada a cabo no por el proletariado de las metrópolis sino por las masas oprimidas de esos países; y 6) en las condiciones de "atraso" o de sojuzgamiento por las metrópolis, la liberación social se halla indisolublemente unida a la liberación nacional. Este paradigma marxiano, ignorado al comenzar

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a difundirse el marxismo en América Latina, tendrá que esperar algunos dece-nios para abrirse paso entre los propios marxistas del continente.

El primer marxismo de América Latina es el que llega de Europa a través de núcleos de trabajadores europeos inmigrados y trasplantados numéricamente, como había sucedido con otras ideologías políticas europeas como la del libera-lismo. Pero el socialismo no era en tierras latinoamericanas una novedad que llegara con el marxismo. Desde mediados del siglo XIX existía ya un socialismo no marxista, mesiánico o utópico tanto en el terreno de las ideas como en el de la acción. El socialismo marxista nace orgánicamente con la fundación del Partido Socialista Argentino en 1895, que es también el año en que se publica en Madrid la primera traducción al español de El Capital, realizada precisamente por Juan B. Justo, fundador de dicho partido. Este socialismo marxista no sólo tiene que hacer frente al Estado y las clases dominantes, sino también al anarquismo in-troducido por trabajadores inmigrantes europeos, particularmente italianos y españoles. La rivalidad entre socialistas reformistas y anarquistas se extiende desde finales del siglo pasado hasta comienzos de la década del 20, especialmen-te en América del Sur. Pero también en México llegó a gozar de cierta influencia en las primeras década del siglo, asociado sobre todo al nombre de Ricardo Flo-res Magón y a su periódico Regeneración (1900-1918)

El marxismo que llega a América Latina y que hacen suyo los partidos socia-les fundados es el de la versión dominante en la sección más relevante de la Internacional Socialista: el Partido Socialdemócrata Alemán. Este marxismo so-cialdemócrata lleva a cabo una revisión fundamental -en sentido reformista- de las tesis básicas de Marx. Y con respecto a los países colonizados o dependien-tes, la Internacional Socialista se apoya en los textos más eurocentristas de Marx y Engels, con base en ellos ve su destino sujeto a la lógica implacable de la expansión capitalista que los condena a sacrificarse ante el progreso histórico encarnado por las metrópolis occidentales. En cuanto a América Latina, la II Internacional no podía tener, por tanto, una pob'tica que reivindicara la lucha nacional de sus pueblos contra el imperialismo. Las posiciones de Juan B. Justo en su Teoría y práctica de la historia (1909) son un eco del marxismo reformista, evolucionista de la socialdemocracia alemana y, a la vez, un calco del eurocentrismo mencionado.

Pero en los años de difusión del marxismo de la II Internacional, surge tam-bién una orientación opuesta, como la que defiende Luis Emilio Recabarren, fundador del partido Socialista de Chile. Ahora bien, de modo semejante a como la izquierda radical europea, representada por Rosa Luxemburgo, se oponía en nombre de un verdadero internacionalismo a la lucha por la autodeterminación nacional, el antirreformismo de Recabarren no significa una reivindicación del elemento nacional. Por ello ve en la conmemoración del Día de la Independen-cia una celebración burguesa a la que el pueblo chileno no debe sumarse.

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Vemos, pues, que el marxismo que llega a América Latina, de finales del siglo pasado a comienzos de la década del 20, es un calco del que impone la socialdemocracia alemana en la II Internacional. De él está ausente una cuestión fundamental con la que tendrá que bregar el marxismo, teórica y prácticamente, en el continente: la lucha antiimperialista de los pueblos latinoamericanos por su autonomía y verdadera liberación nacional.

Un acontecimiento histórico lejano -la Revolución rusa de 1917- deja una profunda huella en la recepción del marxismo en América Latina. De esa revo-lución derivaría el intento de dirigir las fuerzas revolucionarias a escala mundial conforme a la teoría, la estrategia y la organización bolcheviques que habían triunfado en Rusia. Tal sería la razón de ser de la fundación de la Internacional Comunista en 1919. En la difusión y aplicación del marxismo, la IC significaba una ruptura radical con la II Internacional. Desde los arios veintes fueron cons-tituyéndose en América Latina diferentes partidos comunistas como secciones nacionales de la IC. La Internacional Comunista se proponía transformar revolucionariamente la sociedad de cada país como parte de un proyecto común de revolución mundial. Dentro de este marco mundial situaba también a las sociedades "atrasadas". De este modo, a los pueblos que para la visión circulante del marxismo clásico y para la II Internacional sólo eran objetos de la historia, les ofrecía su entrada activa como sujetos en ella. Frente a la concepción eurocentrista-colonialista de la II Internacional, la IC hacía suya la causa de los pueblos oprimidos que por su contradicción fundamental con el imperialismo pasaban a constituir una parte importante de la revolución mundial. Con todo esto quedaban sentadas, al parecer, las bases para reconocer la autonomía de la lucha de los pueblos oprimidos, de acuerdo con sus peculiaridades nacionales. Pero ya en el II Congreso de la IC se proclama "la subordinación de los intereses de la lucha proletaria en un país a los intereses de esa lucha a escala mundial". Por otra parte, el papel de las diferentes fuerzas y clases sociales interesadas en la liberación nacional se condicionaba al papel de vanguardia del proletariado, casi inexistente en las sociedades coloniales o débil en las dependientes. No obstante, la política de la IC significaba un gran avance al subrayar la identidad de intereses del proletariado occidental y de los pueblos oprimidos no occidenta-les, así como al señalar la preeminencia de la vía revolucionaria en ellos y admi-tir la posibilidad del tránsito al socialismo, sin pasar por el capitalismo. Sin embargo, cierto eurocentrismo persistía al reafirmar el papel preeminente del proletariado occidental dentro del proceso revolucionario mundial. La clave de la liberación de los pueblos oprimidos por el imperialismo seguía estando en Occidente.

En el terreno teórico-filosófico, los primeros congresos de la IC destacan -como hace Bujarin en el VI Congreso- el materialismo dialéctico como método y concepción materialista del mundo. Se subraya asimismo en el materialismo

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histórico la fundamentación científica de la necesidad histórica del socialismo, insertando en ella la teoría de la revolución. Con esos principios formulados por Bujarin se sentaban las bases del Dia-Mat soviético y quedaba cerrado el espacio a toda interpretación que rompiera con el ontologismo, teñido de positivismo, que arrancaba del Anti-Duhring de Engels. Tal posición filosófica era asumida, en cierto modo, tanto por los dirigentes de la socialdemocracia como por los de la IC.

Veamos ahora, a grandes rasgos, el lugar de América Latina en el marxismo de la III Internacional. Lo que domina en sus primeros diez años de existencia es cierta indiferencia ante los problemas latinoamericanos. Sólo en el VI Congreso, en 1928, les dedica un informe especial. En él se subraya el carácter semicolonial de los países de América Latina, se establece una relación directa entre indus-trialización y colonización y se condena el nacionalismo como una ideología cultivada por el imperialismo. Aunque se reconoce la debilidad del proletariado y de la burguesía nacional, así como el peso de los campesinos en la lucha, se considera que el proletariado se ve empujado por ellos a ser la vanguardia. La lucha se vuelve antifeudal y antiimperialista y pasa por dos etapas: una de libe-ración nacional y democrático-burguesa y otra de tendencias socialistas con el proletariado a la vanguardia. Pero todo esto se hace depender, en definitiva, del papel de los partidos comunistas.

¿Hasta qué punto ese esquema corresponde a la realidad? Los propios dele-gados latinaomericanos al VI Congreso señalan su inadecuación a ella. Objetan la asimilación de América Latina a la situación de los países coloniales, así como el aferrarse al eje proletariado-burguesía nacional pasando por alto la ver-dadera correlación de clases. Y en cuanto a los países dependientes con fuerte población indígena, lamentan los delegados latinoamericanos que se olvide al imperialismo que los oprime y se ignore el problema indígena.

Lo que demuestra todo esto es la persistencia de cierto eurocentrismo en la IC. A su estrategia general se le escapan la especificidad de experiencias nacio-nales tan distintas como la Revolución Mexicana y su evolución posterior, la lucha guerrillera de Sandino en Nicaragua, las insurrecciones de El Salvador y Brasil y la experiencia legal posterior del Frente Popular en Chile. Esta ignoran-cia del elemento nacional-popular llevará a identificar -como hace el PC argen-tino- al peronismo con el fascismo o a tachar de populista a Mariátegui. La disolución de la IC en 1943, impuesta por la política exterior soviética, conver-tirá, con Stalin el eurocentrismo de las décadas 20 y 30 en el rusocentrismo de los años 40 y 50 en el movimiento comunista mundial.

El pensamiento marxista de los años veintes y treintas tiene como principa-les exponentes en América Latina a Julio Antonio Mella en Cuba; Mariátegui en Perú; Aníbal Ponce en Argentina y Vicente Lombardo Toledano en México. Detengámonos en Mariátegui que ofrece una cara diversa del pensamiento mar-

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xista en la época de la III Internacional. Mariátegui muere joven en 1930. Su importancia y originalidad estriban en

haberse planteado y dado una nueva solución al problema de la latinoamericanización del marxismo. Para llegar a ella era preciso, en primer lugar, una clara conciencia de la necesidad teórica y práctica de semejante paso y, en segundo lugar, una interpretación certera de la realidad nacional. Ambas cuestiones están en el centro de su pensamiento. Por lo que toca a la primera, afirma sin rodeos: "No queremos ciertamente que el marxismo sea en América Latina calco y copia. Debe ser creación heroica. Tenemos que dar vida, con nuestra propia realidad, en nuestro lenguaje, al socialismo indoamericano. En cuando a la segunda, la hallamos bien cumplida en la obra que muchos conside-ran la obra cumbre del marxismo latinoamericano: Siete ensayos de interpreta-ción de la realidad peruana (1928).

La realidad que interpreta Mariátegui es la de un país con una escasa pobla-ción industrial y minera en tanto que en el campo existe una inmensa población campesina, casi en su totalidad indígena. Realidad de un país muy atrasado y esquilmado por el imperialismo. Pero justamente en estas condiciones de atraso y explotación, Mariátegui encuentra lo específico nacional, y lo encuentra en la medida en que recurre a un marxismo inexistente -hasta él- en América Latina y que él mismo tiene que construir. Aunque el marxismo-leninismo de la III Internacional le abre un camino ante el reformismo y le traza el marco de una revolución mundial en la que los pueblos oprimidos como el suyo tienen su pues-to, Mariátegui percibe cierto desencuentro entre la estrategia general que inspira y las condiciones específicas nacionales. Producir el encuentro entre marxismo y realidad será para Mariátegui una tarea vital que entraña una renovación del marxismo existente. Y a ese marxismo renovado Mariátegui trata de llegar por diversas vías.

La primera es la depuración del marxismo que ha aprendido en Europa, marxismo cientifista y positivista que no ha entrado en bancarrota con la banca-rrota de la II Internacional que ya arroja sus sombras, incluso sobre la Interna-cional Comunista. Aunque el leninismo logra desembarazar al marxismo del reformismo y, hasta cierto punto, del eurocentrismo, su teoría de la importación de la conciencia socialista no sólo no le libra del cientifismo sino que éste se halla en la base misma de la teoría leninista de la conciencia de clase y de la organización. Mariátegui se enfrenta al progresismo y objetivismo y lo hace con los instrumentos conceptuales que fuera del propio marxismo le brindan Bergson, el pragmatismo y sobre todo Sorel. Incluso no duda en alinear a este último entre Marx y Lenin. Y habla de una "espiritualización del marxismo" que, lejos de reivindicar el saber, exalta la pasión como fuerza de los revolucionarios. Lo que propone Mariátegui es una lectura voluntarista del marxismo que, forzándola un poco, se apoyaría en Lenin, pero en un Lenin filtrado por Sorel. La presencia

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soreliana en Mariátegui no es casual o coyuntura! sino que se explica por su voluntad de romper con el cientifismo, progresismo y objetivismo que encuentra en el marxismo existente. De ahí que su presencia se manifieste también en sus últimos escritos, incluso cuando más firmemente proclama su leninismo.

¿Hasta qué punto tuvo conciencia Mariátegui de que su sorelismo podía con-ciliarse con su leninismo? El acento que Lenin pone en el factor subjetivo, en la capacidad y voluntad de los revolucionarios para transformar la realidad sin esperar con los brazos cruzados el curso espontáneo de las condiciones objetivas, explican que Mariátegui se sintiera leninista sin dejar de ser soreliano, o que se considerara soreliano sin dejar de ser leninista. Pero hay una ambigüedad en Mariátegui que proviene del propio Lenin con su extraño maridaje de cientifismo y voluntarismo. Si Mariátegui hubiera sacado todas las consecuencias de uno y otro ¿cómo podría aferrarse a la teoría leninista, de origen kauskiano, de un partido que introduce en la clase obrera una conciencia exterior a ella? El sorelismo de Mariátegui era incompatible con ese elemento modular leninista. A la vez, su leninismo tenía que encontrar un límite insalvable en los obstáculos que levanta-ba su sorelismo. De ahí también la ambigüedad del leninismo de Mariátegui que los leninistas ortodoxos aceptan pasando por alto su sorelismo, de la misma manera que no faltan los que niegan -por la presencia soreliana- su leninismo. Sin torcer el bastón de un lado u otro, diremos que en Mariátegui hay más bien una voluntad política de ser leninista que no se cumple en virtud de su sorelismo. Pero leninista o no, Mariátegui se ha librado de los grilletes del cientifismo, el progresismo y el determinismo mecanicista y, con ello, del principal obstáculo para encarar la realidad nacional: el eurocentrismo Y con ese marxismo, así liberado, Mariátegui se acerca al Perú de su tiempo y escribe sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana.

El marxismo de la IC había ya roturado el campo del antirreformismo. Pero su lastre eurocentrista le impedía fijar un lugar propio a los países coloniales y dependientes dentro de su estrategia mundial. En Perú, el APRA -una variante latinoamericana del populismo- pretendió haber encontrado ese lugar al tratar de rescatar lo nacional-popular por encima de los antagonismos de clase. El aprismo no dejó de interesar a Mariátegui. De él le atraía su insistencia en el problema nacional y en el papel del bloque de fuerzas populares como sujeto histórico. Mariátegui comprendía la insuficiencia del concepto de clase en las condiciones de un país que tiene que rescatar su identidad nacional y en el que el problema agrario, siendo fundamental, no permitía hablar del proletariado como sujeto revolucionario exclusivo. Sin embargo, el populismo aprista estaba lejos de llenar el vacío que en la interpretación de la realidad de un país con una población indígena predominante, dejaba el marxismo clásico. Lo peculiar en él estaba en cómo las contradicciones de clase (sin desaparecer) se vinculaban con el problema nacional. Y es aquí donde Mariátegui se esfuerza por superar las

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insuficiencias del marxismo vigente, dado que él desconocía las tesis de Marx sobre Irlanda y la comuna rural rusa.

Para captar lo específico de la sociedad peruana pone el pie en ese mundo agrario marcado por lo indígena que no sólo marca el campo sino también la realidad nacional. Reivindicar lo indígena es reivindicar la nación, y al revés. Aquí Mariátegui parece confundirlo todo en la noche oscura, policlasista, del aprismo. Pero tras recorrer un mismo trecho del camino junto, se separa de él. En primer lugar, porque a juicio suyo esta reivindicación agrario-indigenista que entraña una reivindicación nacional sólo puede cumplirse articulando el potencial revolucionario de las masas campesinas con el del proletariado. Y, segundo, porque la reivindicación nacional-popular, aún pasando por la revolu-ción democrático-burguesa sólo puede tener una meta: el socialismo. Por. este objetivo socialista se distingue del aprismo; pero, a la vez, por el lugar que asig-na al elemento nacional y a los campesinos en el bloque de fuerzas populares se aleja de la III Internacional, que se debate en el dilema burguesía-proletariado. La diferencia con ella sobre el sujeto del cambio se extiende también a la idea del par!ido que ha de dirigir el bloque. ¿A quién se acerca más Mariátegui en este punto: a Rosa Luxemburgo o a Lenin? ¿Partido como resultado o partido pre-existente al movimiento? Tal vez Mariátegui vaciló en esta cuestión y ello expli-caría que el Partido Socialista de Perú sólo se afiliara a la IC un mes después de su muerte.

Un tercer elemento en el pensamiento maríateguiano es su espíritu crítico y su apertura del marxismo al pensamiento ajeno (sorelismo, populismo) así como a la vanguardia artística, al psicoanálisis, como elementos fecundantes, ya sea para contraponerse a las interpretaciones cientifista y positivista del marxismo, ya sea para enriquecerlo. No hay que elevar mucho la imaginación para com-prender cuál sería el destino ulterior de su obra: su rechazo o su aceptación tras una lectura que haría de ella, con su maquillaje, una obra "marxista-leninista" sin más. Para ello, había que podar en ella sus incursiones en tierras extrañas. De este modo se cumplía, al parecer, la voluntad leninista de Mariátegui que, incluso contra ella misma, no se llegó a cumplir.

En la recepción del marxismo en América Latina, la Revolución Cubana constituye un viraje decisivo. En una primera fase tiene un objetivo democrático y nacionalista y se descarta el socialismo como objetivo inmediato. Las alianzas incluyen a todas las fuerzas sociales enemigas de la tiranía batistiana. La fuerza política dirigente es el Movimiento 26 de julio, de inspiración martiana y el Directorio Estudiantil, procedentes ambos de los sectores más radicales de la pequeña burguesía, es la violencia, particularmente la guerra de guerrillas. Al triunfar la Revolución y pasarse de los principios a las medidas concretas surgen las contradicciones en el seno de las alianzas de clases e incluso los primeros desprendimientos. A la vez, en cuanto que las medidas adoptadas afectan a inte-

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reses extranjeros, el imperialismo agrede a la Revolución. La lucha nacional adquiere cada vez más un carácter antiimperialista. Finalmente al radicalizarse socialmente y afirmarse nacionalmente, la Revolución se vuelve anticapitalista y se ve empujada a una alternativa socialista; se convierte así en una revolución nacional, antiimperialista y, a la vez, social.

Al encontrarse con el socialismo, la revolución se encuenta forzosamente con el marxismo. Pero ¿con qué marxismo? La revolución en sus primeras fases no era socialista ni el partido marxista-leninista de la época (el Partido Socialis-ta Popular) se hace presente en ella. Sus dirigentes la habían condenado por el papel subordinado de la clase obrera en ella y la vía de la lucha armada escogida. Contrastan, pues, el marxismo que se expresa a través del Partido Popular Socia-lista y las concepciones de los dirigentes de la revolución. Partiendo de ambas perspectivas sólo podía darse el desencuentro, que efectivamente se dio, entre el marxismo establecido y reconocido en Cuba y, en general en los partidos comu-nistas de América Latina, y la Revolución.

Por otra parte, con la revolución afirmaba el marxismo que no separa al socialismo de sus raíces democráticas y nacionales (la ideología y la práctica combativa de Martí), pero a la vez se negaba el que permanecía ciego ante el elemento nacional. La constante apelación de los revolucionarios cubanos a Martí, que por supuesto no era marxista, se explica por su función de lo nacional y lo social. Finalmente, la Revolución acabó por ser en la década del 60 un verdadero escándalo teórico y práctico para el marxismo-leninismo, tal como era concebi-do y aplicado por los partidos comunistas latinoamericanos con respecto al papel de la clase obrera y del partido. La Revolución venía a poner en cuestión la tesis de que una revolución democrático-burguesa y su transformación en socialista sólo podía tener lugar si el proletariado desempeñaba el papel principal y si existía el partido marxista-leninista que podía garantizar esa transformación. Aunque los revolucionarios cubanos aceptan que la revolución no puede darse espontáneamente, sin una vanguardia, afirman -con base en su propia experien-cia- que puede darse sin el partido marxista-leninista y, sobre todo, del represen-tado por los partidos comunistas tradicionales. Por otro lado, la vanguardia ha-bía existido en la Revolución Cubana: políticamente (con el movimiento del 26 de julio) y militarmente (con la guerrilla, o Ejército Rebelde), Pero en un terreno o en otro, en la ciudad o en el campo, lo decisivo era la vanguardia política, vinculada con los sectores populares. La vanguardia militar no sólo se subordina a ella sino que sólo puede desarrollarse políticamente en relación con las masas, los campesinos.

Si la Revolución pudo triunfar en Cuba, fue, en primer lugar, porque existían -de acuerdo con el marxismo clásico- una serie de condiciones objetivas que la hacían posible y, en segundo lugar, porque los factores subjetivos -conciencia, organización y acción permitían realizar lo que objetivamente era posible. Al

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tomar en cuenta ambos factores, los revolucionarios cubanos se distanciaban del marxismo existente para el cual la revolución -sin el papel determinante de la clase obrera y sin la dirección del partido marxista-leninista- venía a ser un salto mortal en la aventura. De ahí que al hacerse una "revolución sin socialistas" y sin partido, eran infieles a la letra de cierto marxismo, pero no al espíritu del marxismo originario. Así, pues, el marxismo con el que se encuentra la Revolu-ción Cubana, era otro marxismo que difícilmente podía encajar en los moldes existentes.

La Revolución Cubana provoca un deslumbramiento tal en los revoluciona-rios latinoamericanos que llega a cegarlos. En diferentes países de América La-tina se hace sentir la aspiración a seguir un camino con las armas en la mano. Surge así y se desarrolla un variado y extenso movimiento guerrillero que opera primero en el campo y después en las ciudades. Este movimiento se inspira en cierta interpretación de la Revolución Cubana que se centra en una apoteosis de la voluntad revolucionaria y, por ello, del factor subjetivo, pero reducido este al foco guerrillero. Es así como se desarrolla un marxismo que podemos llamar

foquista. Su expresión teórica la hallamos en el texto de Regis Debray Revolu-ción en la revolución (1967). En esta exposición teórica de la lucha armada, guerrillera, encontramos: 1) la reducción de las diversas formas de lucha a la lucha armada y a una sólo de ella: la guerra de guerrillas; 2) la disociación de la lucha armada de la lucha política; 3) la sustitución del partido (en sentido leninista) por el foco guerrillero, y 4) la elevación de la dirección militar al rango de direc-ción única y exclusiva en la lucha, ya que absorbe en su seno, o subordina a ella, la dirección política.

El foquismo se remite al leninismo, al que prolonga al militarizar la concep-ción política de la exterioridad de la conciencia revolucionaria con respecto a las masas. Pero se aparta de él en los aspectos que antes hemos señalado: al absolutizar una forma de lucha (la lucha armada guerrillera); al eliminar el papel del partido de la clase obrera y al disociar la táctica (militar) de la estrategia (política). Aunque el foquismo dio lugar en su tiempo a un amplio y franco debate entre los marxistas de América Latina, lo que selló su destino fue la propia práctica al mostrar la derrota de los movimientos guerrilleros que se ajustaban en nombre del marxismo-leninismo, a los cánones foquistas.

Las experiencias históricas de la Revolución Cubana y del foquismo venían a demostrar -como el anverso y el reverso de una medalla- lo que se gana o se pierde cuando se toman en cuenta o se ignoran, respectivamente, las condiciones específicas en que se lucha. Lo que nuevamente se ponía de manifiesto era la necesidad de tomarlas en cuenta y de oponerse a toda generalización abstracta de una sola forma de lucha, aunque haya probado su validez en determinadas condiciones. Y esto se aplica no sólo a la lucha armada, y a su forma específica como guerra de guerrillas, sino también a la vía legal. Tampoco ésta puede ser

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absolutizada olvidando que hay que estar preparados -recuérdese la advertencia del viejo Engels- para seguir la vía opuesta, violenta, ya que la clase dominante siempre estará dispuesta a ser la primera en destruir la legalidad conquistada. Es lo que vino a demostrar, al comenzar la década del 70, la experiencia chilena de la Unidad Popular al tratar de abrir una vía pacífica al socialismo.

Ahora bien, las experiencias fracasadas del foquismo y de la Unidad Popular en Chile no clausuraban para los marxistas de América Latina las posibilidades futuras de la vía pacífica o de la lucha armada. Los procesos de democratización abiertos en Argentina y Uruguay, aunque con enormes limitaciones e incerti-dumbres, permiten hablar cautelosamente en favor de la primera. A su vez, la Revolución Nicaragüense prueba la validez y efectividad de la segunda. Pero esta revolución pudo triunfar como revolución, popular, nacional, democrática y antiimperialista, sacando las lecciones debidas de la derrota del foquismo, aun-que desde entonces paga un terrible precio por conservar lo conquistado con las armas y con el apoyo de todo el pueblo frente al poderoso enemigo exterior: el imperialismo yanqui.

Finalmente, al cabo de largo recorrido de la práctica política inspirada por el marxismo en América Latina que hemos examinado, podemos subrayar que se halla presente -con sus altas y bajas, con sus avances y retrocesos- en la lucha revolucionaria y antiimperialista de los pueblos latinoamericanos. Su historia es inseparable de la historia real, de la misma manera que la historia real de Amé-rica Latina, y particularmente de sus luchas de liberación, es inseparable del marxismo.

Veamos, por último, la situación del pensamiento marxista que siempre ha ejercido una gran atracción sobre los intelectuales latinaomericanos. Ya vimos que en la época de la III Inrternacional se regía en gran parte por categorías universales, abstractas, extrañas a las realidades nacionales del continente, a la vez que mostraba un sensible embotamiento de su filo crítico. La excepción de la regla es -como ya señalamos- el pensamiento de Mariátegui. Nuevas perspec-tivas se abren en la década del 50 al entrar en crisis en Europa y más débilmente en América Latina, el marxismo institucionalizado, dogmático, predominante hasta entonces. Pero, en este terreno -como en otros- aporta un viento fresco la Revolución Cubana. Desde los años sesentas tiene lugar en el continente, y par-ticularmente a través de las editoriales argentinas y marxistas, una amplia difu-sión del marxismo clásico, pero también de pensadores marxistas contemporá-neos -como Lukács, Korsch y Gramsci- que hasta entonces sólo habitaban una especie de "térra incógnita". El marxismo penetra asimismo en las universida-des latinoamericanas y, desde los años sesentas y setentas, constituye una de las corrientes teóricas más vigorosas en la docencia y la investigación. Pero no sólo se difunde y estudia lo más diverso y polémico del marxismo europeo, sino que también se elabora una producción propia en todos los campos y desde los más

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diversos enfoques, lo que contrasta notablemente con el monolitismo ideológico de tiempos pasados.

Así, en filosofía, el Dia-Mat soviético que en definitiva era una ontología o metafísica materialista, aunque dialectizada a la manera hegeliana, pierde su lugar dominante y tiene que compartir el espacio filosófico marxista con otras corrientes para las cuales el problema fundamental ya no es el de las relaciones entre el espíritu y la materia, como decía el viejo Engels y repiten los manuales soviéticos. Pasa a un primer plano el problema epistemológico de la cientificidad del marxismo, en torno al cual giran las investigaciones de Althusser y de sus discípulos latinoamericanos. Surge también una orientación -menos vigorosa-antropológica-humanista, fundada en un concepto abstracto de esencia humana. Finalmente, insertándose en una línea que viene del joven Marx y que pasa por Lukacs y Gramsci, tenemos la corriente que hace de la praxis la categoría central no solo como nuevo objeto de la filosofía sino como nueva práctica filosófica. Entre estas diversas corrientes filosóficas marxistas se dan confrontaciones di-versas y aportaciones que rebasan en algunos casos a las importadas, a veces con exceso, sobre todo en el caso del althusserismo.

Ahora bien, sin descuidar el estudio del instrumental filosófico y metodológico necesario, es en las ciencias sociales donde el marxismo rinde sus más logrados frutos en América Latina, aunque no hay que ignorar la verdadera destrucción de las ciencias sociales en general que llevaron a cabo en sus respectivos países las dictaduras del cono Sur. Sin embargo, en la década del 60 sobre todo, la riqueza temática, la actitud crítica, la vinculación con los grandes problemas políticos, económicos y sociales del continente, alcanzan tal nivel teórico que se ha podido hablar con razón de una "edad de oro" para los estudios científico-sociales. Bajo la atención de los investigadores marxistas caen cuestiones vitales como las del desarrollo del capitalismo exterior y del capitalismo dependiente, las características fundamentales del pasado colonial que polémicamente se con-sidera como capitalismo o como feudalismo, la diversidad de modos de produc-ción, su imbricación y determinación del dominante. Una de las aportaciones más vigorosas de los científicos sociales latinoamericanos fia estado en sus aná-lisis de las situaciones de dependencia, que no se reducen a los planteamientos muy discutidos de la escuela o teoría de la dependencia. Igualmente hay que señalar las formulaciones sobre el imperialismo que han enriquecido y rebasado las concepciones tradicionales de Lenin, Bujarin y Rosa Luxemburgo. Objeto también de la ciencia social latinoamericana de inspiración marxista, vinculada siempre a objetivos políticos que a veces la han sobrepolitizado, han sido cues-tiones teóricas importantes para fundamentar una estrategia y una táctica políti-ca correctas, aunque no siempre hayan sido aprovechadas por los dirigentes políticos. Entre ellas están: las correlaciones y componentes de clase, las parti-cularidades del Estado en el capitalismo dependiente y, de modo especial, to-

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mando en cuenta las exigencias de la propia realidad, las peculiaridades de los Estados dictatoriales, autoritarios, del Cono sur. Los científicos latinoamerica-nos han investigado las nuevas formas de dominación surgidas en las décadas del 60 y el 70. Y no sólo examinan cuestiones en cierto modo nuevas, como las anteriores, sino también otras debatidas en tiempos pasadas y despachadas a veces sin el suficiente rigor como son las del carácter de la revolución, las vías o fases de la lucha, el papel de la burguesía nacional, el sujeto del cambio históri-co, el populismo, etc. Todo esto a obligado a entrar en los problemas centrales del materialismo histórico, poniendo en cuestión una concepción lineal, determinista de la historia, y, sobre todo, saliendo al paso de los estragos eurocentristas del pasado.

En suma, el marxismo se ha esforzado en América Latina, en las últimas décadas, por atender a las realidades nacionales, específicas, contribuyendo así a que la práctica política se aleje -aunque no siempre- del economicismo u objetivismo de los partidos comunistas tradicionales o del subjetivismo y mesianismo de los últimos ecos del foquismo. Pero los marxistas de América Latina no se han concentrado en una problemática continental o nacional. Se han ocupado de los fenómenos más recientes del capitalismo como sistema mun-dial, de sus leyes universales, y, en particular, de su dimensión imperialista -inagotable y constante en América Latina-. Finalmente, se han incorporado, aunque con evidente retraso, al examen de la experiencia histórica del socialis-mo "real".

Es innegable que el marxismo en América Latina, libre de los corsés que lo aprisionaron durante largos años, se ha desarrollado fecundamente desde la dé-cada del 60 y que permanece sensible a cuestiones que hoy ocupan el primer plano como la de la democracia. Pero al hacerlo, los marxistas se esfuerzan por no dejarse llevar por el planteamiento abstracto del viejo y nuevo liberalismo.

Por último, la influencia del marxismo no está sólo en su aportación a la teoría que fundamenta una práctica política, sino también en la que ejerce en otras corrientes del pensamiento como las conocidas como "filosofía latinoame-ricana" y "teología de la liberación". Una y otra, al tratar de examinar la realidad de América Latina a cuya liberación quieren contribuir, se valen de recursos teóricos y metodológicos extraídos del marxismo. Pero, incluso posiciones aleja-das del marxismo y opuestas a él no pueden ignorarlo, aunque sea para medir sus armas con él en los diferentes campos del saber. En América Latina el mar-xismo sigue siendo un elemento sustancial de su cultura, aunque esta cultura no se reduzca, por supuesto, a él. Y así lo confirma el hecho de que un Octavio Paz al enfrentarse a problemas vivos de nuestro tiempo lo tenga como un interlocutor insoslayable. El marxismo es un ingrediente innegable de su cultura.

Ahora bien, en este balance de la situación actual del marxismo en el conti-nente, no podemos dejar de reconocer que la derechización impresionante que se

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produce en el mundo capitalista ha llegado también a América Latina, y que, sin llegar a desarraigarlo de su cultura -como está sucediendo en Occidente- suscita cierto reflujo provocado no sólo por la tremenda presión ideológica de la "nueva derecha" sino también por los marxistas de ayer que han transformado una críti-ca justa a cierto marxismo y al socialismo "real" en la negación total del marxis-mo e incluso de toda alternativa socialista.

Pero este reflujo no altera el puesto del marxismo en la cultura latinoameri-cana contemporánea, lugar legítimamente conquistado no sólo por su presencia en las esferas del saber que hemos examinado, sino también por su peso -que no hemos examinado en nuestra exposición- en el terreno de las artes y de la litera-tura. En conclusión, si antes dijimos que el lado liberador de la historia real de América Latina de este siglo es inseparable del marxismo, ahora podemos decir también que sin él no puede escribirse tampoco la historia de las ideas de Amé-rica Latina.

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Filosofía, praxis y socialismo

El marxismo latinoamericano de Mariátegui

GRANDEZA Y ORIGINALIDAD DE UN MARXISTA LATINOAMERICANO

EXISTE UNA APRECIACIÓN generalizada de la personalidad y la obra de José Carlos Mariátegui que puede resumirse en dos expresiones bastante difundidas: "pri-mer marxista de América Latina" y "el Gramsci de América Latina". La primera hace referencia, más que al lugar cronológico que ocuparía entre los marxistas latinoamericanos, a su grandeza o talla entre ellos; la segunda subraya, por su analogía con el marxista italiano, la originalidad de su pensamiento en un perío-do que se caracteriza por la uniformidad y rigidez de un marxismo estereotipado. Es, pues, primero en dos sentidos: primero entre los marxistas latinoamericanos y primero en hacer un marxismo que responde a la realidad latinoamericana.

Figura grande y original, pero por ellos discutible y discutida. No se discute, ciertamente, lo que es chato, plano, pura copia al carbón o calco (y eso era en su mayor parte el marxismo latinoamericano de su época). Y, sin embargo, aunque se puede y se debe discutir a Mariátegui, ya no se discute hoy, como muestra claramente la buena fortuna con que han corrido las dos expresiones antes cita-da, su condición de gran y original marxista latinoamericano. Ya estamos lejos de los años en que el investigador soviético Miroshevski sólo veía en él a un populista pequeñoburgués (en su artículo de 1941, "El populismo en el Perú"). Y lejos también de los que durante diez años, a raíz de su muerte, le negaron el pan y la sal, lo "excomulgaron" del marxismo-leninismo y desataron una verdadera cruzada antimariateguista en el Partido Comunista del Perú. No faltan, sin em-bargo, ayer y hoy los que acentuando la presencia de ciertos elementos idealistas en su enfoque filosófico, no sólo niegan su leninismo, aunque éste, como vere-mos, no deja de ser discutible, sino incluso su marxismo. Finalmente, no esca-sean tampoco los que, a todo trance, sostienen sin admitir ninguna fisura ni mancha su condición marxista-leninista.

¿Qué perfil trazaremos entonces, apagados ya los epítetos dogmáticos del pasado, pero sin desconocer, junio a su grandeza y originalidad, lo que hay en él

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-justamente porque estamos ante un pensamiento vivo- de contradictorio, discu-tible o incluso insólito y sorprendente en su marxismo?

Una respuesta -quizás la más fácil a esta cuestión- podría ser la de recurrir al propio Mariátegui, a lo que él ha escrito de sí mismo, a sus declaraciones mar-xistas-leninistas en el sentido que se daba a ellas en la década de los treinta, que no era sino el del marxismo codificado o embalsamado como leninismo. Pero ya Marx advirtió sobre el riesgo que se corre al juzgar a un hombre por lo que él dice o piensa de sí mismo. Ahora bien, tratándose en este caso de un pensador que deja una obra escrita y, a la vez, de un dirigente revolucionario que lega una obra práctica, política, lo más certero será juzgarlo a través de su obra, tanto en el terreno del pensamiento como en su práctica política. En su modo de pensar la realidad que aspira a transformar, en el instrumental teórico a que recurre para pensarla y transformarla, y en la práctica de esa transformación como dirigente político, es donde trataremos de ver en qué consiste la grandeza y la originalidad de Mariátegui como marxista latinoamericano.

DEL DECADENTISMO AL SOCIALISMO

José Carlos Mariátegui nace en la pequeña población peruana de Moquegua, el 14 de junio de 1894. El medio familiar en que crece no puede ser más humil-de; su madre, separada de su padre, al que José Carlos no llegó a conocer, lo sostiene en su infancia con su trabajo de costurera. En su infancia recibe un duro golpe en la rodilla izquierda que le llevaría, ya adulto, a la inmovilidad física y, finalmente, a la muerte el 16 de abril de 1930, cuando aún no había cumplido los 36 años. Dentro de ese arco vital tan corto pero tan tenso, el espacio que ocupa la obra teórica y política que concentrará su atención abarca sólo los siete últi-mos años de su vida. Desde el punto de vista de su formación ideológica y política, esos siete años constituirían el tercer y último período de ellas, precedi-do por otros dos. Tendríamos así la siguiente periodización de su breve vida:

Un primer período, de 1911 a 1919, entre los 16 y 25'años, en el que la actividad periodística en diversas publicaciones diarias de Lima constituye su actividad fundamental y profesional. En ese período pueden destacarse: la polí-tica oligárquica del partido civilista gobernante; el tono gris, monótono y asfixiante de la vida cultural limeña; las primeras movilizaciones obreras y populares con-tra la oligarquía y, junto con ellas, en 1918, el movimiento de reforma universi-taria en el Perú. En relación con estos acontecimientos, Mariátegui va evolucio-nando en el curso de su labor periodística desde la mentalidad esteticista, decadentista, místico-religiosa con la que se sitúa el joven Mariátegui frente al medio ambiente dominante a una mentalidad política, antioligárquica. Esto se expresa en la evolución de sus colaboraciones periodísticas desde una problemá-

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Filosofía, praxis y socialismo

tica literaria hasta una problemática abiertamente política. Ya en este horizonte político y bajo la impresión de las movilizaciones populares y manifestaciones estudiantiles de 1918 en Lima, Mariátegui se orienta desde una actitud antioligárquica hacía un socialismo teñido de utopía, o más exactamente, hacia lo que él mismo llama "la voluntad de socialismo".

Un segundo período, decisivo en su formación marxista, se abre en 1919 con su viaje a Italia, donde permanece casi cuatro años. En la Italia convulsa de la posguerra, Mariátegui conoce la ocupación de las fábricas en 1920 y con ella percibe, aunque fracasa, la lucha de clases a su más alto nivel. Poco más tarde, con su amigo y posterior compañero de lucha, César Falcón, asiste como co-rresponsal al Congreso de Livorno (enero de 1921) en el que se produce la esci-sión de socialistas y comunistas. En Italia lee el periódico diario L'Ordine Nuevo "dirigido -según informa Mariátegui como corresponsal- "por dos de los más notables intelectuales del partido: Terracini y Gramsci". En Italia tiene ocasión de conocer la tesis de la III Internacional y, por tanto, se hace cargo de las razo-nes de fondo de la división entre socialistas y comunistas. Y, a la par con ello, adquiere un conocimiento que le había estado vedado en Perú, de la Revolución Rusa de 1917. Pero la cosecha de experiencias en tierra italiana no acaba aquí. En Italia asiste también al nacimiento y expansión de la marea contrarrevolucionaria que significó el fascismo y cuya verdadera naturaleza no escapó -cuando a muchos se Ies escapaba- a la mirada lúcida y penetrante de Mariátegui. Por último, en Italia conoce personalmente al filósofo idealista ita-liano Benedetto Croce, "cuya fama -según escribe el propio Mariátegui- es enor-me, mundial y legítima". En la formación de Mariátegui influye el marxismo italiano que, con intelectuales como Terracini y Gramsci, hace hincapié en el rechazo del determinismo y en 1a "preparación espiritual e intelectual del prole-tariado" para la revolución. Al abandonar Italia, a principios de 1923, la "volun-tad de socialismo" con que había llegado a ese país desemboca en el socialismo inspirado por el marxismo.

HITOS FUNDAMENTALES DE UNA ACTIVIDAD HEROICA

Al volver a Perú en 1923, tras casi cuatro años de ausencia, convertido ya en un socialista marxista, se abre el tercer período de su vida que abarcará hasta su muerte. En estos años Mariátegui desarrolla una intensa actividad teórica y po-lítica. Si se piensa que esta intensidad crece en los últimos años, incluso después que la enfermedad que viene arrastrando desde su infancia le condena en 1926 a la amputación de una pierna y a la inmovilidad física, se trata de una actividad que, independientemente de su contenido y valor teórico y político, podemos calificar de heroica.

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Hitos fundamentales de ella son: 1. Su cufso de conferencias de 1923-1924 en la Universidad Popular González

Prada en las que con un certero enfoque marxista traza ante los trabajadores limeños el significado y la historia de la crisis mundial.

2. La fundación en setiembre de 1926 de la famosa Amauta, "revista de los escritores y artistas de vanguardia de Perú y de Hispano-América", que él diri-girá hasta su muerte y en la que colaborarán, junto a Lenin, Trotski y Máximo Gorki, escritores de lengua española como Unamuno, Neruda, Vallejo, Vasconcelos, Silva Herzog y Mariano Azuela. Desde 1928, Amauta se definirá ideológicamente como una revista socialista.

3. La publicación de los escritos en los que se enfrenta al revisionismo euro-peo de la época y que, después de su muerte, se agruparán bajo el titulo de Defen-sa del marxismo.

4. La aparición en 1928 de la obra que muchos consideran la cumbre del marxismo latinoamericano, a saber: 7 ensayos de interpretación de ¡a realidad peruana.

5. La participación de 1926 a 1928 en el APRA (Alianza Popular Revolucio-naria Antiimperialista), organización política de estructura policlasista, dirigida por Víctor Raúl Haya de la Torre, y de la que se separa Mariátegui al transfor-marse en un partido político de tendencia populista y pequeñoburguesa.

6. Su intervención decisiva, a raíz de esa ruptura, en la organización y funda-ción del Partido Socialista Peruano (octubre de 1928) que, un mes después de la muerte de Mariátegui, se convertirá en Partido Comunista del Perú.

7. Su participación indirecta, dada su incapacidad física, a través de los delegados peruanos que presentaron algunos documentos suyos, en el Congreso Constituyente de la Confederación Sindical Latinoamericana (Montevideo, mayo de 1929) y en la Primera Conferencia Comunista Latinoamericana (Buenos Ai-res, junio del mismo año), Conferencia en la que las concepciones de Mariátegui sobre América Latina son criticadas severamente como lo fue también el hecho de que el partido que representaban los delegados peruanos se llamara Partido Socialista.

8. Poco antes de su muerte y en relación con la cuestión de la adhesión a la III Internacional, Mariátegui redacta un texto que es aprobado en la reunión del Comité Central del Partido Socialista del Perú (1-4 de marzo de 1930). En ese texto, la ideología, los métodos y el carácter de clase del Partido que se adhiere a la III Internacional se formulan en los siguientes términos:

La ideología que adoptamos es la del marxismo militante y revolucio-nario, doctrina que aceptamos en todos sus aspectos: filosófico, político y eco-nómico-social. Los métodos que popugnamos son los del socialismo revolucio-nario ortodoxo.... El partido es un partido de clase y, por consiguiente, repudia

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toda tendencia que signifique fusión con las fuerzas u organizaciones políticas de otras clases... Podrá formar parte de... alianzas de carácter revolucionario; pero en todo caso reivindicará para el proletario la más amplia libertad de crítica, de acción y de organización.

La participación activa de Mariátegui en la reunión del Comité Central en la que presenta el citado documento, será su última actividad política importante, pues Mariátegui muere apenas mes y medio después: el 16 de abril de 1930.

EL MARXISMO DE MARIÁTEGUI

Desde que regresa a su patria en 1923 y hasta su muerte, Mariátegui se halla convencido de la necesidad de transformar radicalmente la realidad social pe-ruana. Esta convicción guía todos sus pasos. Pero se halla convencido igualmen-te de la necesidad de organizar las fuerzas que han de llevar a cabo esa transfor-mación guiadas por la teoría que él ha asimilado en Italia: el marxismo. Ahora bien, el marxismo que hace suyo Mariátegui se esfuerza por seguir lo más cerca posible a Marx, entendido no simplemente como el creador de una teoría o una filosofía más, sino de una interpretación de la realidad histórica destinada "a servir de instrumento a la actuación de su idea política y revolucionaria". La transformación de la realidad a la que sirve la teoría es, de acuerdo con las Tesis de Marx sobre Feuerbach, y de acuerdo a su vez con Mariátegui, la razón de ser del marxismo. Por ello, frente a los que lo reducen a una filosofía materialista o de la historia sin más, escribe: "El materialismo histórico no es precisamente el materialismo metafísico o filosófico, ni es una filosofía de la historia dejada atrás por el progreso científico".

Esta escueta cita de su libro Defensa del marxismo nos permite comprender la importancia que Mariátegui asigna a su función práctica, revolucionaria, al servicio de la cual ha de estar el marxismo como teoría. De este modo se enfrenta a la visión -o más exactamente, a la revisión- de la socialdemocracia al reducirlo a una ciencia positiva, o al identificarlos en el plano filosófico con el materialis-mo metafísico. Lo cual apunta no sólo a la interpretación cientifista de la Segun-da Internacional sino también a la concepción filosófica del marxismo que Bujarin postula en su Manual de materialismo histórico y que, en definitiva, es la que hace suya la III Internacional. Al rechazar que el marxismo se reduzca a una filosofía de la historia o a una teoría filosófico-universal del devenir histórico, Mariátegui coincide -sin conocerlos- con los textos de Marx (correspondencias con los populistas rusos) en los que muestra su desacuerdo con que se convierta su teoría de un modo histórico concreto de producción -el capitalismo de la Europa Occidental- "en una teoría filosófico-histórica sobre la trayectoria gene-ral a que se hallan sometidos todos los pueblos".

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En el marxismo de Mariátegui se destacan, pues, dos elementos esenciales: 1. su atención al papel de la acción, de las fuerzas sociales que pueden transfor-mar la realidad y 2. su preocupación por las peculiaridades de esa realidad con-creta, que deben ser muy tenidas en cuenta tanto a la hora de su interpretación como de su transformación práctica, efectiva.

SUBJETIVIDAD SIN SUBJETIVISMO; CIENCIA SIN CIENTIFISMO

El énfasis mariateguiano en la acción, en la subjetividad revolucionaria, con-trasta con el que pone el marxismo de la Segunda Internacional en el carácter gradual, evolucionista y determinista del proceso histórico que deja poco espacio a la acción de los sujetos revolucionarios en la transformación de la realidad social Y todo ello en nombre de la ciencia, la racionalidad y el progreso del desarrollo histórico. Frente a esta concepción positivista y fatalista que conduce, en la práctica, a la pasividad política, Mariátegui exalta la voluntad, la fe en el ideal o mito de la revolución, lo que le lleva a buscar fuera del marxismo domi-nante ese acento en la voluntad, en la acción, que no encuentra en él. De ahí sus reiteradas referencias a pensadores idealistas como Sorel, Bergson y Unamuno, en los que descubre puntos de apoyo para su lectura voluntarista del marxismo. Y de ahí que encontremos en el revolucionario peruano afirmaciones que no dejan de sorprender a los marxistas "ortodoxos" como éste que cito textualmen-te: "El proletariado tiene un mito: la revolución social... La fuerza de los revolu-cionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su pasión, en su voluntad. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual. Es la fuerza del mito" (El hombre y el mito, 1925).

Esta y otras afirmaciones de Mariátegui han llevado -y sobre todo llevaron los años de la rígida ortodoxia de la III Internacional- a negarle incluso su con-dición de marxista (recuérdese el desafortunado texto de Miroshevski). Cierta-mente, Mariátegui exalta -incluso en los últimos años de su vida- a un pensador como Sorel que los marxistas de la época, entre ellos Lenin, nunca habían visto con buenos ojos. Su admiración por el autor de Reflexiones sobre la violencia al que llama "maestro del sindicalismo revolucionario", le lleva a situarlo entre Marx y Lenin como "hombres que han hecho la historia" ("Aniversario y balan-ce" de la revista Amauta, octubre de 1928). Hay, pues, una presencia soreliana en los escritos de Mariátegui, así como de otras filosofías idealistas que él no considera ajenas al marxismo: "Vitalismo, activismo, pragmatismo, relativismo, ninguna de estas corrientes filosóficas, en lo que podían aportar a la revolu-ción, han quedado al margen del movimiento intelectual marxista" ("La filoso-fía moderna y el marxismo", publicado en Defensa del marxismo, el subrayado es nuestro). Ahora bien, la presencia de Sorel no es algo casual o puramente

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coyuntural, ya que se encuentra una y otra vez en sus textos, incluso en los años en que el propio Mariátegui se considera a sí mismo más firmemente marxista-leninista, años en los que declara en el documento dirigido a la Primera Confe-rencia Comunista Latinoamericana (junio de 1929) que "somos antiimperialistas porque somos marxistas, porque somos revolucionarios, porque oponemos al capitalismo el socialismo..."

Justamente como revolucionario, Mariátegui busca en esas filosofías lo que en el marxismo adocenado, cienlifista, determinista no puede encontrar: el reco-nocimiento del papel de la actividad, del sujeto, movido por su voluntad de trans-formación. Esto no significa que se convierta -como le achacan sus adversarios-en un portaestandarte del irracionalismo y del subjetivismo. Mariátegui critica -con Sorel- las "ilusiones del progreso" o sea el progresismo de la modernidad burguesa, y combate asimismo las ilusiones del reformismo en una transforma-ción social inevitable o fatal en virtud de que la ciencia así lo sentencia. Pero Mariátegui no combate la ciencia sino el uso cientifista de que ella se hace para castrar la voluntad revolucionaria. Por ello escribe: "la bancarrota del positivismo y del cientifismo, como filosofía, no compromete absolutamente la posición del marxismo. La teoría y la política de Marx se cimentan invariablemente en la ciencia, no en el cientifismo". (Defensa del marxismo).

Por otro lado, su exaltación del papel del sujeto, de la actividad, de la volun-tad revolucionaria, no puede considerarse como subjetivismo, ya que Mariátegui -como Marx- comprende que esa actividad del sujeto tiene que darse en ciertas condiciones objetivas y que, en definitiva, consiste en la realización de posibili-dades creadas en esas condiciones. Bastaría citar el análisis de la crisis mundial que lleva a cabo en sus famosas conferencias de la Universidad Popular González Prada, apenas regresado a Perú en 1923, y sobre todo su interpretación de la realidad peruana en sus famosos Siete ensayos, para reconocer cómo Mariátegui, a gran distancia de todo subjetivismo e irracionalismo, da el lugar debido en su obra, en su teoría y su práctica política, a los factores objetivos, vinculando así lo que -como subjetividad y objetividad, como ideología revolucionaria y ciencia-es indisociable para un marxista.

Tal es el marxismo de Mariátegui: un marxismo en el que su sorelismo trata de hacerse compatible con su leninismo en cuanto que subraya la importancia del factor subjetivo, la capacidad de lo revolucionarios guiados por su partido para transformar la realidad, aunque sin suscribir clara y abiertamente -dada su oposición a todo cientifismo- la tesis leninista de la introducción de la concien-cia socialista, revolucionaria, desde el exterior en la clase obrera.

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LA APLICACIÓN DEL MARXISMO A LA REALIDAD NACIONAL

Pues bien, este marxismo así concebido es el que Mariátegui trato de aplicar -y aplica efectivamente- al interpretar la realidad que aspira a transformar y al participar práctica, políticamente, en esa transformación. Veamos algunos ras-gos esenciales de esa actividad teórica y práctica en la que se unen estrechamen-te el pensador marxista y el dirigente político revolucionario.

El fruto más logrado de la aplicación mariateguiana del marxismo a la reali-dad es su libro de 1928, 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana, considerado por muchos como la obra maestra del marxismo latinoamericano. En ella Mariátegui se enfrenta a una experiencia en cierto modo inédita en el marxismo latinoamericano: definir en términos marxistas la realidad nacional. Lo habitual era subsumir esa realidad en el marco de las categorías generales de un marxismo eurocéntrico en las que se borraba lo específico de las realidades nacionales. Pero ya Mariátegui se trazaba a modo de programa para América Latina lo que habría de expresar claramente con estas palabras: "No queremos ciertamente que el marxismo sea en América calco y copia. Debe ser creación heroica. Tenemos que dar vida, con nuestra propia realidad, en nuestro propio lenguaje al socialismo indoamericano". Y con estos ojos se acerca a la realidad de su país.

La realidad a la que se acerca Mariátegui en sus Siete ensayos de interpreta-ción de la realidad peruana es la de un país atrasado de 6 millones de habitantes en el que predomina una inmensa población campesina constituida casi en su totalidad por las masas indígenas y en el que se da minoritariamente una pobla-ción de 50 mil obreros que trabajan en una industria débilmente desarrollada y de 20 mil mineros. Se trata, pues, de un país atrasado y además sujeto como el resto de los países de América Latina a la implacable explotación imperialista. Mariátegui busca en esa realidad peruana lo específico, lo propio, y lo encuentra en la medida en que se vale de un marxismo inexistente en America Latina y que él mismo tiene que construir desembarazándolo no sólo del lastre eurocentrista de la Segunda Internacional sino también de la ceguera de la Tercera Internacio-nal para el hecho latinoamericano, no obstante el lugar que había asignado a los pueblos oprimidos, coloniales y dependientes, en la estrategia mundial. Producir el encuentro entre el marxismo y la realidad nacional constituye una necesidad vital para Mariátegui. Para él está claro que "el marxismo en cada país opera y acciona sobre el ambiente, sobre el medio, sin descuidar ninguna de sus modali-dades".

Y estas modalidades de la realidad peruana, con las que hay que contar, consisten para Mariátegui en el predominio del problema agrario en un país de escaso desarrollo industrial, dado el peso específico de la población indígena y de sus comunidades en el campo cuyos orígenes datan del pasado prehispánico.

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En un país donde el pasado y el presente se hallan tan claramente marcado por el indio, Mariátegui no se limita a subrayar la importancia de esta presencia, sino sus características alejadas de todo indigenismo romántico. Lo indígena deja de ser un problema puramente étnico para fundirse con el problema agrario. Pero lo específico de la sociedad peruana no sólo está en que el campo que se halla marcado por lo indígena sino también en que éste marca la realidad nacional. Reivindicar lo indígena, afirma Mariátegui, es reivindicar también la nación, y al revés. Y no sólo esto: el problema indígena -su solución- es indisociable del socialismo, en cuanto que éste "ordena y define las reivindicaciones" de las ma-sas trabajadoras que son -en Perú- "en sus cuatro quintas partes indígenas". El socialismo peruano no puede plantearse, por tanto -no se lo plantea Mariátegui-sin tomar en cuenta la especificidad que en la sociedad peruana le imprime la presencia indígena. Esto no significa ignorar el papel que, dentro de ella, cum-ple la clase social que para el marxismo clásico, en la sociedad industrial capita-lista de Occidente, es la clase fundamental. Pero Mariátegui ve su papel en rela-ción con el peso determinante que tienen las masas trabajadoras indígenas en las condiciones específicas del Perú. Por ello escribe:

La doctrina socialista es la única que puede dar un sentido moderno, constructivo, a la causa indígena, que, situada en su verdadero terreno social y económico, y elevada al plano de una política creadora y realis-ta, cuenta para la realización de esta empresa con la voluntad y la disci-plina de una clase que hace hoy su parición en nuestro proceso históri-co: el proletariado (Prefacio a "El Amauta Atusparia", 1930)

La vinculación entre indigenismo y socialismo la establece Mariátegui no sólo con referencia al objetivo futuro socialista, sino también al volver la mirada sobre el pasado prehispánico en el que se destaca el papel que cumplieron las comunidades indígenas que sobreviven en el presente y que han creado hábitos de cooperación y solidaridad entre los campesinos cuya importancia para el so-cialismo subraya Mariátegui. Por ello escribe (en Siete ensayos): "Considero fundamentalmente este factor incontestable y concreto que da un carácter pecu-liar a nuestro problema agrario: la supervivencia de la comunidad y de elemen-tos de socialismo práctico en la agricultura y la vida indígena". Aunque Mariátegui no conoció la correspondencia de Marx con los populistas rusos, señala cierto paralelismo del fenómeno de la comuna rural en Rusia y Perú con apreciaciones que, en algunos puntos, se acercan a las marxianas. Por haber subrayado -repito, sin conocer los textos de Marx sobre la comuna rusa- la potencialidad de la comuna indígena en el proceso histórico hacia el socialismo, no faltó quien le negara la condición de marxista y le atribuyera la de populista, pero esta nega-ción y esa atribución -por lo que toca a la idea del papel de la comuna- carecían

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de base tanto en su caso como en el del propio Marx. Tanto Mariátegui como Marx no hacían sino atender a las peculiaridades de una realidad nacional, especifica, en vez de tratar de sujetarla a una supuesta ley histórica universal.

DEL APRA A SU PARTIDO

No nos detendremos más -por falta de tiempo- en el teórico marxista que alcanza su cima en los Siete ensayos, al interpretar la realidad peruana. Veamos ahora al militante político en su actividad práctica por transformarla. Esta acti-vidad política, se inscribe, primero, en el período de 1926 a 1928 en el que actúa con el APRA (Alianza Popular Revolucionaria Antiimperialista), que dirige Víctor Haya de la Tone, hasta que después de polemizar con él rompe definitivamente con su Alianza. Mariátegui colabora en esta organización en cuanto que se pre-senta como un frente único antiimperialista que lucha por la unidad política de América Latina y por la justicia social en ella. Pero rompe con Haya de la Torre y se separa del APRA cuando Haya decide convertirla de frente antiimperialista, en el que podían convivir nacionalistas y socialistas, en un partido en el que el papel rector lo desempeñar ía la pequeña burguesía, y en el que la clase obrera sólo podría estar enajenando su independencia política. La ruptura con la APRA lleva a Mariátegui a fundar, en octubre de 1928, el Partido Socialista Peruano, que se adscribe expresamente al "marxismo-leninismo" como "método de lucha" y se define a sí mismo en la Declaración de Principios, elaborada por Mariátegui, como un "partido de clase", aunque en realidad se trata de un partido de dos clases pues -como se dice en esa Declaración- "en las condiciones concretas actuales del Perú" (una vez más: atención a lo concreto, a lo específico) se trata de constituir "un partido basado en las masas obreras y campesinas organiza-das", un partido por tonto que no correspondía exactamente al modelo de partido uniclasista, proletario, de la III Internacional.

Finalmente, la ruptura de Mariátegui con el aprismo no significó que él, tan atento a las exigencias de la lucha antiimperialista y por el socialismo en las condiciones peculiares del Perú, olvidara estas exigencias al fundar el partido Socialista del Perú y al acercarse, sin integrarse en ella, a la Tercera Internacio-nal. Por el papel que reconoce a la reivindicación de lo nacional-popular, unida al objetivo del socialismo, así como por el papel que atribuye al bloque de fuer-zas populares como sujeto del cambio histórico, y dentro de él a las masas cam-pesinas, indígenas y al proletariado, así como por la concepción misma del par-tido que ha de impulsar y dirigir ese bloque, Mariátegui se halla cerca, sin estar dentro, de la III Internacional. Y tampoco está el Partido que él dirige. Sólo estará poco después de su muerte, convertido ya en Partido Comunista, cerrán-dose así una etapa breve del marxismo latinoamericano, la de los siete años

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mariateguianos, en la que -como dijo el propio Mariátegui- se quiso que el socia-lismo en América Latina no fuera calco y copia, sino "creación heroica".

BIBLIOGRAFÍA MÍNIMA

Aricó, José (selección y prólogo de), Mariátegui y los orígenes del marxismo latinoamericano, 2- edición, México, Siglo XXI, 1980 (Cuadernos de Pasado y Presente)

Mariátegui, José Carlos, Obras completas, Lima, Amauta, edición en 20 vo-lúmenes, de los cuales 16 recogen los textos de Mariátegui.

Obra política, prólogo, selección y notas de Rubén Jiménez Ricardez, México, Era, 1979

Miroshevski, M.V. "El populismo en el Perú. Papel de Mariátegui en la his-toria del pensamiento social latinoamericano", en José Aricó, op. cit., pp. 55-70.

París, Robert, "El Marxismo de Mariátegui", en José Aricó, op. cit., pp. 119-144.

La formación ideológica de José Carlos Mariátegui, México, Siglo XXI, 1981, (Cuadernos de Pasado y Presente)

Terán, Oscar, Discutir Mariátegui, Puebla, Universidad Autónoma de Pue-bla, 1985

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Once tesis sobre socialismo y democracia *

E U L PROBLEMA y las discusiones sobre las relaciones entre socia-

lismo y democracia, tan vivos en estos últimos años, distan mucho de ser una novedad sobre todo para los marxistas. Baste recordar los famosos debates entre Rosa Luxemburgo y Kautsky al comenzar el presente siglo, así como los enfrentamientos, desde diversos ángulos, de Rosa Luxemburgo y Kautsky con Lenin. La crispación de esos debates, particularmente el segundo, pueden apre-ciarse claramente desde el título mismo del texto polémico de Lenin La revolu-ción proletaria y el renegado Kautsky. Al abordarse en esos debates, las relacio-nes entre socialismo y democracia en el fondo se trataba de concepciones diame-tralmente opuestas sobre el significado de la teoría de Marx, sobre la idea del socialismo y sobre la estrategia de la socialdemocracia y del bolchevismo en su opción práctica por el socialismo. No nos detendremos en el saldo que arrojaron dichas polémicas. Simplemente las recordaremos por un momento para subrayar cómo estaba presente en ellas, desde perspectivas opuestas, la necesidad de po-ner en relación -y en una relación insoslayable- socialismo y democracia.

En las décadas posteriores la II Internacional, socialista, se aferra a una concepción de la democracia que excluye la revolución, en tanto que la III Inter-nacional, comunista, hace lo propio con una concepción de inspiración leninista de la "actualidad de la revolución" según la expresión luckasiana de los años veinte. Esta concepción deja a un lado la preocupación por la democracia tanto en la conquista como en el mantenimiento del poder hasta que, mediada la déca-da del treinta, vuelve a ponerse sobre el tapete en el VII Congreso de la Interna-cional Comunista con una concepción instrumental - la del Frente Popular- de la democracia.

La recuperación de la reivindicación de la democracia por los sectores radi-cales de la izquierda que orientan su pensamiento y su acción por una alternativa socialista, es un hecho relativamente reciente que contrasta claramente con la * Ponencia presentada en el Simposio "Teoría política y democracia" organizado por el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Universidad Nacional Autónoma de Méxi-co (México, D.F. 16-19 de noviembre de 1987).

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despreocupación o menosprecio de que fue objeto en décadas pasadas. Una serie de experiencias históricas de los últimos tiempos ha contribuido a la revaloración de la democracia en sus relaciones con el socialismo no sólo como reivindica-ción necesaria en la sociedad actual, sino también en la vida interna de los par-tidos que aspiran al socialismo y, sobre todo, como ingrediente inseparable de la nueva sociedad, socialista, a la que se pretende llegar. Entre estas experiencias históricas se hallan la brutal anulación de todo vestigio de democracia en los regímenes fascistas de ayer y en los militares autoritarios, tan frescos en nuestras memorias, de América Latina. Están asimismo los recortes de la democracia en los países capitalistas (Estados Unidos, Alemania Federal) donde cierto status democrático constituía ya una tradición burguesa aparentemente inconmovible aunque -acabamos de recordar- el capitalismo no dudó en los aflos treinta, en Italia y Alemania, en desembarazarse violentamente de ella cuando lo juzgó necesario. Está igualmente -y con un peso decisivo- la experiencia del llamado "socialismo real" con su pretensión en las sociedades europeas del Este, ajusta-das al modelo soviético, de presentar como "socialismo realmente existente" un socialismo de Estado, sin democracia, que ha conducido al largo bloqueo del socialismo. Justamente ha conducido al inmovilismo económico, político y cul-tural que últimamente se pretende romper con los cambios radicales o reestruc-turación que se conoce con el término ruso "perestroika". Y, finalmente, están las experiencias revolucionarias como la del Frente Sandinista de Liberación Nacional en Nicaragua que demuestran no sólo la actualidad de una revolución nacional antiimperialista, sino también la de la alternativa democrática como ingrediente inseparable de ella.

Sobran, pues, las razones que justifican la revaloración actual de la democra-cia y, especialmente, en el terreno que nos interesa ahora, a saber: en sus relacio-nes con el socialismo como objetivo en nuestros días no sólo deseable, sino posi-ble, necesario y realizable. Ahora bien, esas relaciones enturbiadas deliberada-mente por los adversarios naturales del socialismo y oscurecidas, dentro de la propia izquierda revolucionaria, por un sector que todavía no arroja por la borda el lastre del menosprecio por los valores democráticos, son los que trataremos de esclarecer. Cosa que haremos en forma de tesis que permitan destacar lo más nítidamente posible, sobre un fondo tan controvertible, nuestras posiciones y con ellas el blanco al que puedan apuntar en este Simposio los disensos que surjan.

PRIMERA TESIS: Todo proyecto de emancipación incluye necesariamente un momento democrático. El lugar que éste ocupe dentro de él dependerá del ca-rácter, extensión y profundidad de la emancipación a que se aspira.

El momento democrático a que nos referimos consiste en cierta participación consciente del hombre en la determinación de su propio mundo. Es decir, estriba

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en no ser con respecto a su emancipación simple objeto sino sujeto de ella. Esta participación puede oscilar entre la simple adhesión o el reconocimiento de los fines liberadores del proyecto hasta la incorporación activa a su realización. Sin esta intervención de los hombres que han de ser emancipados de su opresión o explotación no hay propiamente emancipación. En consecuencia, esta no puede ser extraña, heterónoma con respecto a los sujetos que han de ser emancipados, menos aún contraria a la voluntad de ellos. La exclusión del momento democrá-tico al tratar de imponerse la emancipación a los oprimidos o explotados o ai prescindir de su intervención consciente arruina la emancipación en cuanto tal. Así pues, la emancipación -tal como es entendida desde la Ilustración- incluye necesariamente en ella el momento democrático.

Esta vinculación condiciona a su vez los límites de la democracia. Si el pro-yecto emancipatorio consiste sólo en liberar al hombre como ciudadano, es decir, políticamente, que tal fue la gran conquista de la Revolución francesa, la demo-cracia quedará limitada a la esfera política. Si se trata de una emancipación radical, humana, que entrañe la transformación profunda de todas las esferas de la vida social, la democracia no puede detenerse -como se detiene la democracia política que surge de la revolución burguesa- ante las fronteras de la propiedad privada y de la desigualdad de la sociedad dividida en clases.

SEGUNDA TESIS: El socialismo, como proyecto de emancipación más profun-do y radical que los proyectos de liberación, o liberales, en el marco de la sociedad burguesa, exige una ampliación de la democracia.

De la Tesis anterior se deduce claramente que el socialismo se negaría a sí mismo como proyecto de emancipación si excluyera la democracia. Pero no se trata sólo de esto, sino de que su democracia ha de ser más amplia, más profunda y real, que la democracia desplegada en el marco de la sociedad burguesa.

Si nos referimos a un socialismo de inspiración marxiana, en Marx encon-tramos a lo largo de toda su obra el nexo indisoluble entre socialismo y democra-cia. Ya en un texto de su juventud, en su Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel, la sociedad que conforme a su proyecto de emancipación radical, huma-na, llamará más tarde socialismo en su fase inferior, y comunismo en su fase superior, es para él la verdadera democracia o comunidad en la que coincide el principio formal -el Estado- y el principio material, la existencia real del pueblo, o se da también la unidad de lo universal y lo particular, de lo público y lo privado. Para Marx no hay "verdadera democracia" si ambos términos no se unen; por ello, niega que sea democrático -o con más exactitud: verdaderamente democrático- el Estado moderno, burgués, en los que dos términos se presentan disociados. Ciertamente, el Estado burgués mantiene la escisión de la esfera política y la esfera social, de la vida pública y privada, y el fundamento de esta

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escisión es la propiedad privada. Marx no niega la importancia histórica de la emancipación política y de la

correspondiente democracia pero, a la vez que reconoce su alcance histórico, señala su limitación. Aunque dicha emancipación constituya el reconocimiento del principio egoísta que rige en la sociedad burguesa "no cabe duda -dice Marx en Sobre la cuestión judía- de que., representan un gran progreso, y aunque no sea la última forma de la emancipación humana en general, sí es la última de la emancipación humana dentro del orden humano actual" En el Manifiesto Co-munista la constitución del proletariado como clase dominante significa la con-quista de la "verdadera democracia".

Al examinar el período histórico que en Francia se extiende desde el fracaso de la revolución popular del 48 hasta la ofensiva contrarrevolucionaria que cul-mina en el Estado bonapartista que surge del golpe de Estado de 1851, Marx pone de manifiesto cómo la democracia parlamentaria es sacrificada por la pro-pia burguesía en aras de su interés fundamental de clase. Ahí se muestra clara-mente que los límites de la democracia son límites de clase y que para la burgue-sía, a la que tanto debe la democracia en sus orígenes, ésta es sólo un medio y no un fin.

Marx no niega los valores y principios progresistas de la democracia en la sociedad burguesa, y entre ellos el de la representatividad. Lo que afirma es la necesidad de liberar este principio de sus limitaciones burguesas. Y por ello, haciendo suya la experiencia de la Comuna de París introduce un elemento nue-vo: el de la revocabilidad que devuelve a los representados el papel determinante que deben desempeñar en relación con sus representantes. Marx no está, pues, contra la democracia representativa, sino contra la forma que ella asume en la sociedad burguesa. Lo que Marx rechaza es justamente lo que limita la democra-cia representativa y, en primer lugar, la escisión de electores y elegidos.

Carece, pues, de toda base presentar las críticas marxianas a una forma his-tórica concreta de democracia que, como la democracia liberal, no rebasa los límites de la esfera política y limitada a su vez, como vemos, por el carácter mismo de la representatividad, como una crítica de la democracia. Para Marx, por el contrario, lejos de ser excluida tiene que ser enriquecida y ampliada supe-rando sus límites de clase en la sociedad burguesa.

Mientras que con respecto al bonapartismo francés, Marx subraya que la burguesía no vacila en destruir la democracia representativa, parlamentaria en aras de sus intereses fundamentales, en su escrito sobre la Comuna de París (La guerra civil en Francia) ve que la democracia -con las modalidades que ahí apunta- se hace necesaria y es parte indisoluble de la creación de una nueva sociedad. Pero así como, con respecto al bonapartismo, advierte que el reforzamiento de la máquina del Estado trae consigo la destrucción de la demo-cracia, anuncia también que el fortalecimiento de la democracia es correlativa

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del debilitamiento hoy del Estado de la Comuna y de su extinción futura maña-na.

En conclusión, Marx no niega la democracia, sino los límites que le impone la clase dominante, determinados a su vez por la propiedad privada.

El socialismo, como alternativa social al capitalismo, requiere la superación de los límites que le impone la sociedad basada en la apropiación privada de los medios de producción. Por consiguiente, exige una ampliación y profundización de la democracia; lo que significa asimismo su presencia en todas las esferas de la vida social (económica, política y cultural).

TERCERA TESIS: La naturaleza del Estado y de las formas de gobierno, así como el carácter de la propiedad sobre los medios de producción imponen lími-tes a la democracia. Pero, dentro de estos límites, cierta democracia de uno u otro tipo ha existido y puede seguir existiendo. Cuando estos límites dejan de ser relativos y se vuelven absolutos, lo que se tiene entonces es la dictadura, o sea, la destrucción, desaparición o exclusión de la democracia. El socialismo, en consecuencia, dado su carácter democrático, es incompatible con cualquier tipo de dictadura.

Esta Tesis entraña una cuestión muy importante para distinguir un falso y verdadero socialismo. Y la cuestión es ésta: si hay contradicción o incompatibi-lidad de fondo entre dictadura y democracia, ¿cómo puede hablarse, o más exac-tamente se ha hablado, en nombre del socialismo, de una "dictadura del proleta-riado" que no sólo no excluye la democracia sino que la identifica con el socialis-mo?

La cuestión no es sólo teórica -como lo es para Marx y para Engels y para Lenin antes de la Revolución de 1917-, sino práctica en cuanto que cobra vida en el proceso práctico de construcción de una nueva sociedad, socialista, después de la Revolución de Octubre.

Digamos para empezar que el término "dictadura" en su sentido moderno, bastante cercano al peyorativo actual, se caracteriza por ser una concentración absoluta e ilimitada del poder en un solo hombre, grupo social o partido. Dado su carácter absoluto e ilimitado, este poder que expresa la voluntad de ese hombre, grupo o partido, no se halla sujeto a ninguna ley. Por tanto, la dictadura no se reduce al empleo de la fuerza o la violencia, ya que en definitiva todo Estado -sea dictatorial o no- recurre a ella en mayor o menor grado para asegurar su dominio. Como demuestra la experiencia histórica, el Estado burgués -expre-sión política de un dominio de clase- puede asumir diferentes formas de gobier-no: democráticas o antidemocráticas. Es a esta manifestación de su hegemonía, de su dominio de clase que no descansa sólo en la fuerza, a la que Marx reserva el término "dictadura". El sistema social capitalista en el que impera el dominio

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de clase de la burguesía no es siempre la dictadura. En determinadas condicio-nes históricas, ese dominio se garantiza mejor democráticamente. Marx pone en la expresión "dictadura del proletariado" un significado distinto del que tiene habitualmente el término "dictadura". Señalemos antes de puntualizar ese signi-ficado que, en un escrito donde reivindica el carácter democrático de la Comuna de París, Marx no hace uso de la expresión citada. En ese texto dice que: "La Comuna dotó a la república de la base de instituciones realmente democráticas". Y refiriéndose a sus medidas concretas subraya ese carácter democrático al afir-mar que "no podían menos que expresar la línea de conducta de un gobierno del pueblo para el pueblo" (cursivas nuestras). En suma, la democracia -y no la dictadura en el sentido habitual que hemos mencionado- es parte indisoluble de la nueva sociedad que prefiguró fugazmente la Comuna de París. Lo que explica que Engles exclamara con respecto a ella: "Mirad la comuna de París: ¡he ahí la dictadura del proletariado!" (Introducción de 1891 a La Guerra civil en Francia, de Marx)

Pues bien, ¿qué significado vierte Marx en el término "dictadura" y más precisamente en la expresión "dictadura del proletariado"? Un significado que tiene poco que ver con el habitual que antes hemos señalado como forma de gobierno en la que el poder se concentra ilimitada y absolutamente, sin ser frena-do por la ley, en un hombre, grupo o partido. Dictadura significa dominación de un clase sobre otra, apoyada siempre en última instancia en la fuerza o la violen-cia, independientemente de las formas de gobierno -dictatoriales o democráti-cas- que pueda asumir. El término "dictadura" se confunde aquí con el de Esta-do, y así entendido todo Estado es una dictadura. Y de la misma manera que el Estado no prejuzga el régimen político o forma de gobierno, la dictadura de acuerdo con la terminología marxiana puede ser dictadura en el sentido habitual o bien democracia. Pero lo que caracteriza a la dictadura del proletariado que Marx identifica (en la Crítica del Programa de Gotha) con el estado del período de transición al comunismo, o fase inferior de la sociedad comunista, es su carácter democrático (dictadura, pues, democracia). Ciertamente, se trata de una relación de dominación de la mayoría -la clase explotada- sobre la minoría -la clase explotadora- que, como la dominación que encarna todo Estado, se apoya en definitiva en la fuerza. No obstante este rostro autoritario, la dictadura del proletariado muestra también el rostro democrático que le da el concentrar el poder político en la mayoría, el estar -como Estado- en manos del pueblo. Engels lo expresa categóricamente al decir que en el Programa del Partido debe ir "la exigencia de concentrar todo el poder político en manos del pueblo". En suma, la dictadura del proletariado es para Marx y Engels una forma de Estado, dicta-dura de clase o Estado de transición que tiene como forma política la república democrática en la que el poder político se concentra en manos del pueblo.

Se puede discutir si se justifica este cambio de significado en el término

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"dictadura" al ampliarlo para designar a la vez el Estado como instrumento de dominación de una clase sobre otra y como forma particular de gobierno o régi-men político en el ejercicio de ese dominio. Aunque a mi modo de ver esa am-pliación del significado no es afortunada ya que induce a una serie de equívocos, hay que precisar de una vez lo siguiente: la dictadura en el primer sentido, tanto para la burguesía como para el proletariado, no es incompatible con la democra-cia (no lo es, por tanto, con el socialismo y por el contrario constituye un ingre-diente inseparable de él); en el segundo sentido, como dictadura o concentración ilimitada y absoluta del poder, es incompatible con el sistema en que ejerce su dominio la burguesía, pero es incompatible con el socialismo.

Esto nos lleva a la siguiente Tesis y con ella pasamos del plano teórico al real, o con más exactitud al plano del llamado "socialismo realmente existente".

CUARTA TESIS: en las sociedades del "socialismo real" y, en particular, en la sociedad soviética como modelo de ellas, lo real es la ausencia de democracia, lo que -dada la unidad indisoluble de socialismo y democracia- impide caracterizarlas como socialistas. *

La sociedad soviética, como paradigma del socialismo real, surge después de la Revolución de Octubre de 1917, en condiciones históricas peculiares; las pro-pias de un país atrasado, de débil desarrollo capitalista, con una clase obrera minoritaria y una predominante población campesina, así como con índice ele-vado de analfabetismo ("Revolución contra£7 Capital", la llamó por ello Gramsci). La tarea primordial que se planteó, en consecuencia, fue la de construir las bases materiales y culturales que habrían de permitir la transición al socialismo. Las duras condiciones en que tuvieron que cumplirse esas tareas crearon condiciones favorables para la centralización rigurosa, la limitación de las libertades con-quistadas y la extensión cada ve/, mayor de los elementos coercitivos en las rela-ciones sociales. La dictadura del proletariado fue convirtiéndose cada vez más en una dictadura en el sentido habitual de la expresión -no en el de Marx y Engels-, o sea, en una dictadura del Partido, más tarde de un grupo -el Comité Central- y finalmente de un solo hombre: Stalin. El objetivo fundamental e ina-plazable de construir las bases materiales del socialismo se cumplió gracias a los esfuerzos y sacrificios inauditos del pueblo soviético, pero a la vez fue acompa-ñado de una represión masiva que abarcó también a amplios sectores del Parti-do. En el XX Congreso del PCUS (1956), fue denunciado por Jruschov este reinado del terror de los años treinta y cuarenta que acabó con el potencial demo-crático de la nueva sociedad. Después del XX Congreso, desapareció el terror

* En esta tesis se recogen ideas expuestas en mi conferencia Del Octubre ruso a la "perestroika"(Mesa Redonda sobre "El significado actual de la Revolución rusa", organi-zada por el Centro de Estudios del Movimiento Obrero y Socialista de México D.F. el 17 de noviembre de 1987.

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masivo y se suavizó el empleo de los métodos coercitivos, pero se mantuvo el marco estructural del régimen establecido bajo Stalin en la década del treinta. Con la promulgación de la Constitución Soviética en 1936 quedaron sanciona-dos los rasgos fundamentales de la nueva sociedad. Conforme a la perspectiva staliniana, la construcción del socialismo había llegado a su fin en la sociedad soviética y ésta quedaba caracterizada constitucionalmente como una sociedad socialista. La reforma de Jruschov y con ella sus tímidos intentos de democrati-zar la vida política y social fracasaron. Desde este fracaso jruschovino hasta abril de 1985, en que Gorbachov propone al Partido la reestructuración que se conoce con el término ruso perestroika, se extiende un largo período ocupado en su mayor parte por la gris y mortecina dirección de Brezhnev. En ese período no sólo se mantiene la ausencia de democracia, sino que se da un estancamiento en diferentes áreas de la vida social, especialmente en la economía, junto con la aparición de elementos de corrupción en la vida espiritual y moral. Estos fenó-menos negativos que afloran abiertamente en la era de Brezhnev se dan en el marco estructural de una sociedad cuyos rasgos fundamentales se perfilan clara-mente en los afios treinta, se refuerzan a lo largo de toda la era staliniana y se prolongan sin alteraciones sustanciales durante todo el período brezneviano.

Estos rasgos estructurales definen a la sociedad soviética -al socialismo real que Brezhnev llama en 1967 "socialismo desarrollado" o fase superior del socia-lismo, ya en el umbral del comunismo. Estos rasgos son, a nuestro juicio, los de una sociedad surgida en el proceso de transición al socialismo en la que:

1) la propiedad sobre los medios de producción no es social sino estatal; 2) la burocracia, convertida en una nueva clase explotadora, posee de hecho,

no de derecho, los medios de producción y controla la economía, el Estado y el Partido.

3) la democracia real -no la sancionada legalmente por la Constitución- está ausente, lo que significa que el Estado escapa al control de la sociedad y que los trabajadores no participan en la gestión de sus empresas ni tampoco -a nivel estatal- en la toma y el control de las grandes decisiones económicas y políticas, y

4) el Partido único interviene en todas las esferas de la vida pública sin dejar el menor espacio autónomo a la sociedad civil.

Se trata de una sociedad postcapitalista -ni capitalista ni socialista- surgida en el proceso de transición al socialismo en la que esta transición -durante el largo período que va de Stalin a Brezhnev- ha quedado bloqueada. La expresión más aguda de ese bloqueo es el estancamiento económico, el inmovilismo políti-co y la degradación ideológica que el propio Gorbachov reconoce al proponer en abril de 1985 la reestructuración (perestroika) "de todas las esferas de la vida social, la economía, las relaciones sociales, la supraestructura política, la vida espiritual, el trabajo de los aparatos del partido y de gestión". Se trata de un

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viraje tan radical que Gorbachov lo considera como una verdadera revolución. La médula de ese viraje radical estriba en poner fin a la planificación centralista y autoritaria de la economía dando un papel preeminente a la autogestión de los obreros como dueños de la producción, democratización económica que si se profundiza puede desembocar en la propiedad social sobre los medios de produc-ción. Se pretende asimismo una democratización de la vida del partido aunque -en contraste con esta pretensión- no se pone en cuestión su papel dirigente como partido único. La democratización se pretende extenderla a todas las esferas de la vida social: soviets, organizaciones sociales de todo tipo, medios masivos de comunicación, etc. De la democratización efectiva -de la democracia ausente durante tantos años- depende a juicio de Gorbachov el destino de la perestroika y del socialismo en su conjunto. De este proceso de democratización se considera un elemento sustancial la glasnot (transparencia en la información). En el terre-no cultural han sido eliminadas de hecho las restricciones a la libertad de expre-sión y de creación y se plantea la necesidad de examinar las "manchas blancas" de la historia oficial.

Después de dos años y medio de existencia, la perestroika es -según Gorbachov-"el paso más importante después de octubre en el camino del fomento de la democratización socialista", lo que equivaldría a desbloquear el camino del so-cialismo que, desde los años treinta, se había cerrado. Pero, a nuestro juicio, no se trata de una revolución, como asegura Gorbachov, pues ella entrañaría rom-per con el marco estructural vigente desde hace ya medio siglo, lo cual significa-ría a su vez: 1) transformar la propiedad estatal en verdadera propiedad social, y 2) transformar el poder político en manos de la burocracia en un sistema de autogestión social en el que el Estado se halle bajo el control de la sociedad o, como escribe el profesor Butenko, en las páginas del semanario soviético Nove-dades de Moscú- y publicarlo ya es testimonio de la democratización que se lleva a cabo-, un sistema en el que "todo se cumple no sólo en interés de los trabajado-res, sino también por la voluntad de los trabajadores mismos".

La perestroika no es esto ni hay condiciones para serlo todavía, pero lo cierto es que al romper con el inmovilismo político y social y abrir un proceso de democratización de toda la vida de la sociedad, ha desbloqueado el camino del socialismo. El destino de esta reestructuración, y con ella la del socialismo no está garantizado de antemano, y dependerá en definitiva de la profundización y extensión de la democratización iniciada por el propio Gorbachov llama "el alma de la perestroika". Con ella se demostrará prácticamente -si como esperamos y deseamos llega a su término- la unidad indisoluble de democracia y socialismo que en el proceso de transición durante tan largos años había estado rota.

Respecto a la seis tesis restantes que nos proponíamos desarrollar, nos limi-taremos a formularlas dejando a un lado por razones de tiempo la argumenta-ción que habría de sostenerlas.

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QUINTA TESIS: La revolución -entendida no como simple conquista del poder, sino como proceso de transformación radical de toda la vida social-, lejos de-excluir las reformas, las supone necesariamente y con ello supone también el terreno -la democracia- en el que esas reformas han de darse.

SEXTA TESIS: La democracia como parte indisoluble del socialismo en cuanto sociedad emancipada y objetivo de la lucha por esta emancipación es un fin en sí o un valor intrínseco.

SEPTIMA TESIS: No es, por tanto, simple medio o instrumento. La democracia instrumental conduce a la negación de la democracia misma. Esto no significa que, sin perder de vista el fin al que sirve como vía, método o instrumento, no pueda ser utilizada -sin elevarla a un plano exclusivo o absoluto- cuando este método, vía o instrumento es factible para llegar al socialismo.

OCTAVA TESIS: (vinculada a la anterior): El carácter democrático del socia-lismo estriba en su naturaleza como sistema de autogestión social y no en la vía (democrática, pacífica o violenta, armada) que puede conducir a él y que varía de acuerdo con las condiciones históricas .

NOVENA TESIS: La garantía de la democracia en el socialismo no está en la abolición de la propiedad privada sobre los medios de producción, aunque ésta sea una condición necesaria, insoslayable de ella. Tampoco está en su estatalización y menos aún en los textos legales que la sancionan o en sus insti-tuciones. Dicha garantía radica en definitiva en la participación activa de los ciudadanos en todas las esferas de la vida social o en su lucha permanente para que la democracia que, ciertamente, requiere de instituciones y de su propia legalidad, no se quede -como suele suceder en la sociedad burguesa- en un plano institucional, constitucional o legal. En suma, sólo la democracia real, efectiva, es la garantía de sí misma.

DECIMA TESIS: El socialismo admite la democracia representativa, pero no reduce a ella la democracia; también requiere -en el espacio social correspon-diente- la democracia directa. No se deja arrastrar por ello al dilema de una u otra. Rechaza por tanto el fetichismo burgués de la democracia representativa, así. como el de la democracia directa. Una y otra tienen para el socialismo un espacio propio y, lejos de excluirse, se complementan necesariamente.

UNDECIMA TESIS (paráfrasis de la Tesis (XI) sobre Feuerbach, de Marx); Los filósofos de la democracia se han limitado a interpretarla de diversas maneras; pero de lo que se trata es de conquistarla y ejercerla real, efectivamente.

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El socialismo y el Che

A MM. las tres semanas de la heroica muerte del Che Guevara es difí-

cil sustraerse al dolor y la ira, y reflexionar serenamente sobre el significado del pensamiento y la acción de este dirigente revolucionario ejemplar.

Mucho se ha escrito en estos días sobre él en todas partes, desde los más diversos ángulos y en los más variados tonos. Toda una gama de retratos y sem-blanzas han cobrado forma: desde el trazado con la mano ardiente y dolorida del partidario hasta el pergeñado por quienes, lejos de las posiciones revolucionarias del Che o, incluso, opuestos a ellas, han adoptado una actitud de respeto. La figura del Che emerge de la tierra boliviana, en la que fue víctima de una verda-dera cacería internacional, más limpia y cristalina que nunca; tanto, que ni hur-gando con la lupa más potente y aviesa se podían encontrar puntos oscuros en ella. Sólo el feroz enemigo -exterior e interior-, que implacablemente fue labran-do su muerte, ha podido solazarse con su muerte, pero teniendo que reprimir la expresión pública de sus más turbios sentidos y dejarlos ocultos, en el fondo más bajo de su alma, sin poder sacarlos a la luz. Por ello no puede extrañarnos que los propios verdugos del Che rindan un repulsivo homenaje de "respeto" al hom-bre que -tal es la expresión del verdugo mayor- "fue fiel a sus ideales". Tan ejemplar ha sido la vida y la muerte del Che, tan limpia su palabra y tan conse-cuente con ella en su acción que no hay nadie que pueda atreverse hoy a tratar de empañar públicamente su incomparable grandeza.

En estos días de dolor hemos removido algunos recuerdos personales. Se relacionan con una mañana de comienzos de 1964 en que tuvimos el privilegio de poder conversar durante horas con el Che. Ante un grupo de escritores latinaomericanos del que formaba yo parte, el Che fue deteniéndose con lucidez y pasión en los grandes problemas que le inquietaban entonces, y que, desde el poder revolucionario o fuera de él por voluntad propia, no debían dejar de pre-ocuparle hasta el momento de su muerte: el estímulo moral en la formación de la conciencia socialista durante la construcción del socialismo, el verdadero senti-do del internacionalismo proletario, el papel de la lucha armada y, particular-mente, de la guerrilla como elemento organizador y catalizador en el proceso

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revolucionario, etc. Y todo esto expuesto no de un modo especulativo o abstrac-to sino ilustrado con las lecciones de la propia realidad y con sus experiencias personales. Era de ver la inteligencia y el poder disuasorio con que el Che res-pondía a preguntas, aclaraba puntos dudosos y replicaba a las objeciones que le hacía, sobre todo, el único escritor europeo entre nosotros. Las palabras agudas del Che brotaban precisas y, en ocasiones, cortantes, llenas a su vez de expresividad y de cierta socarronería porteña. No todos quedaron convencidos con los argu-mentos del Che, o al menos no lo fueron en el mismo grado, pero todos quedaron deslumhrados, fuertemente impresionados por aquella personalidad excepcio-nal, y convencidos de que habían estado escuchando a un dirigente excepcional en el que se fundían -y se fundirían siempre cualquiera que fuese el precio que tuviera que pagar por ello- la palabra y la acción.

En estos días también, a la vez que avivaba estos recuerdos y repasaba men-talmente los grandes hitos de su trayectoria ejemplar, tan íntimamente vinculada a la revolución Cubana, he releído algunos escritos suyos, particularmente el titulado El socialismo y el hombre en Cuba. Se trata de las aportaciones teóricas más valiosas que pueden encontrarse actualmente sobre la concepción marxista del hombre. En este estudio, inspirado por la propia praxis de la construcción del socialismo en Cuba, como en tantas ocasiones, el Che se aparta de los caminos trillados, y aborda con certera visión una serie de problemas vitales; las relacio-nes entre el individuo y las masas, y, a su vez, entre éstas y los dirigentes; el papel de los estímulos morales en relación con el desarrollo de la conciencia social; el trabajo como deber social; la formación del hombre nuevo y el desarro-llo de la técnica, como pilares de la construcción socialista; el rechazo de toda camisa de fuerza a la expresión artística del nuevo hombre; el papel del indivi-duo, del dirigente y del revolucionario de vanguardia a la cabeza del pueblo; el internacionalismo como deber revolucionario, etc.

Hemos leído y releído este extraordinario trabajo, pequeña obra maestra del marxismo. Leyéndola, podemos darnos cuenta de hasta qué punto el Che se hallaba vivo, creador, atento al pulso de la realidad. Hay en ese trabajo una vigorosa savia humanista, la misma que nutrió siempre el pensamiento de Marx. Por otra parte, el tema del hombre -tan susceptible de alimentar toda suerte de idealismos, utopismos y romanticismos- está tratado con el rigor y la concreción que exige un verdadero análisis marxista. No se habla aquí del hombre en gene-ral, sino del hombre en la sociedad socialista y, además, en las condiciones con-cretas que la construcción de esta sociedad ofrece en Cuba. Basta leer este traba-jo para comprender cuán consciente e íntimamente la figura portentosa del Che se halla vinculada al socialismo. Y en un hombre en el que pensamiento y acción constituyen una unidad indisoluble, sus actos, su conducta -particularmente la de estos últimos años- y su terrible final se inscriben necesariamente en un con-texto socialista.

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En muchos comentarios de estos días se subraya, sobre todo, la imagen del Che como un héroe de leyenda en el que se conjugan las virtudes y proezas que, en el pasado, suelen darse en los héroes que han luchado y caído por un mundo mejor. El Che aparece formando parte de esa clase de hombres abnegados y decididos que, en todos los tiempos y bajo las más diversas banderas, se han sacrificado por una causa. Todo esto no deja de ser cierto. El Che comparte los rasgos más señeros de los grandes combatientes que se han hecho eco de las aspiraciones de las capas y clases oprimidas en un momento histórico determi-nado: valor ilimitado, espíritu de sacrificio, capacidad combativa, etc.; en pocas palabras, entrega total, incondicionada, a una causa justa y a la misión a cumplir en ella. En este sentido, el Che ocupará para siempre un lugar merecido entre los grandes libertadores que, a lo largo de la historia, han luchado, se han sacrifica-do y han caído por la liberación de los pueblos. Y puede ocupar ese lugar tanto más dignamente cuanto que, en el cumplimiento de las grandes tareas combativas, el Che ha tenido que vencer, en primer lugar, la resistencia tenaz de sus pulmo-nes enfermos, y ha luchado (en Cuba, primero; después, en Bolivia) con los recursos materiales y humanos más exiguos.

Pero al subrayar -lo que es justo- los rasgos que el Che comparte con los grandes combatientes del pasado, y destacar las virtudes que lo hermanan con ellos, hay que destacar también -y con más fuerza aún- lo que hay en él de héroe y dirigente de nuestro tiempo, de jefe revolucionario moderno, forjado en la revolución socialista cubana, de jefe dotado de una elevada conciencia socialista -tan claramente expresada en el trabajo antes citado. Es esta conciencia la que lo lleva, dando muestras del más puro espíritu internacionalista, a proseguir la lucha -ya coronada victoriosamente en Cuba- en otras tierras, como parte de una lucha total que sólo podría terminar con la destrucción del imperialismo y la instauración a escala universal del socialismo.

Al emprender nuevas acciones en medio de las condiciones más difíciles y duras, el Che y sus compañeros no estaban ciertamente en un lecho de rosas, pero tampoco estaban en el lecho de la desesperación. Por otro lado, para un verdadero revolucionario no puede haber lugar para la desesperación. No lo hubo para Fidel, el Che y sus minúsculas fuerzas al desembarcar en Granma. En su nueva empresa revolucionaria, el Che sabía muy bien que lo que nace es siempre más fuerte que lo que está condenado a morir, pese a los reveses locales y tempo-rales. Los revolucionarios -débiles al comienzo- son siempre superiores al ene-migo; primero, moralmente; después, real y efectivamente. El Che dijo esto muchas veces y hoy no hay ninguna razón para olvidarlo.

Muchos héroes del pasado lucharon también en circunstancias sumamente desfavorables y su muerte se nos presenta hoy -conociendo ya las posibilidades e imposibilidades de su lucha- como un acontecimiento trágico. La tragedia ani-daba en la naturaleza misma del combate que libraban, ya que éste entrañaba

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una contradicción insoluble: entre la necesidad histórica que impulsaba a la lu-cha y la imposibilidad histórica de coronarla victoriosamente. La muerte del héroe era la expresión de una falta de condiciones históricas de la que él mismo no tenía conciencia. En este sentido, Marx ha hablado de la tragedia histórica, revolucionaria. En una lucha de este género, los héroes caen trágicamente, y son, por ello, trágicos.

Tomando en cuenta cierto aire de familia del Che con los héroes del pasado, cabe esta pregunta: ¿no será también él un héroe trágico? Es cierto que el Che ha iniciado su lucha en condiciones sumamente difíciles, en medio de una terri-ble desproporción de sus fuerzas con respecto al enemigo. Esta circunstancia, al ser absolutizada, ha llevado a algunos a ver en su lucha una lucha trágica y a hacer de él -por analogía con otros héroes históricos del pasado- un héroe trági-co. Su muerte sería la expresión de una condición desesperada -sin salida-; es decir, la expresión de una contradicción real, insoluble, entre una voluntad titánica de combatir y una impotencia real. Sin embargo, esta caracterización no toma en cuenta que tal contradicción -considerada en una estrategia global, y no a un nivel limitado (local o temporal)- no existe en nuestra época, como lo demuestra la propia experiencia revolucionaria real de estos cincuenta años. Por otro lado, esta supuesta impotencia no puede fundarse en la desproporción local o tempo-ral de las fuerzas revolucionarias, ya que en las condiciones pecularies actuales ella es inevitable al comienzo del proceso revolucionario. La muerte y la derrota local o temporal se hallan inscritas como una probabilidad en el proceso revolu-cionario que se inicia; pero no inscritas fatalmente. Por ello, en esas condiciones la lucha y la muerte no tienen un carácter trágico. El Che Guevara es el héroe revolucionario, consciente de las posibilidades y dificultades de la lucha, y no el héroe desesperado, trágico, que se debate en la oscuridad, tratando de realizar lo imposible.

Su práctica revolucionaria se apoya en un conocimiento de la realidad y no en patrones escolásticos. Es un revolucionario consciente; no un soñador, un rebelde a ultranza y, menos aún, un aventurero en sentido estrecho, aunque por otro lado toda revolución, como toda verdadera creación, tiene algo de incierto, imprevisible y por tanto, de aventura. Ahora bien, si lo que define al verdadero revolucionario de nuestro tiempo -al marxista leninista- es la vinculación estre-cha entre la teoría y la práctica, entre el pensamiento y la acción, el Che es de la estirpe de ellos, es decir, de los que, elevándose tanto sobre el utopismo como sobre el empirismo, luchan conforme a un proyecto que surge y se nutre de la propia realidad. Por ello, nadie como él ha subrayado en estos años el papel de la conciencia o, más exactamente, de la acción consiente no sólo en el proceso revolucionario sino en la construcción de la nueva sociedad. El Che, por esta razón, ha sido un fiel exponente de una política revolucionaria realista que no tiene nada que ver con el romanticismo idealista ni tampoco con el realismo a

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todo trance que degenera en el oportunismo o en una política sin principios. El Che ha luchado y ha caído en las condiciones más duras y difíciles. La

muerte le llegó no como el resultado de una necesidad implacable o de una lucha trágica, desesperada y sin salida, sino como una posibilidad realizable con la que él contó en un momento dado y a la que hubo de mirar fríamente a la cara. Su muerte terriblemente dolorosa es -de ahí su ejemplaridad suma- la del dirigente revolucionario que, después de medir conscientemente las posibilidades históri-cas, contribuye a realizarlas a través de una lucha organizada, dura y larga, y no en acciones fugaces, espontáneas y desesperadas. Es la muerte del revoluciona-rio que muere consciente de que la historia no se escribe en un solo día ni en varias jornadas, sino en un largo proceso -que la propia lucha contribuye a acortar- en el que se entretejen victorias y derrotas antes de llegar a la victoria final.

La lección de la vida y la muerte del Che confirma, una vez más, que la historia la hacen los propios hombres, y que la revolución sólo pueden hacerla ellos si se elevan de la condición de mero efecto de una estructura social a sujetos conscientes de la historia. Y, en este terreno, el Che, con su palabra y su acción, con su vida y su muerte, deja un testimonio ejemplar de lo que puede hacer el hombre, en nuestros tiempos cuando está impregnado de una verdadera concien-cia socialista. Por ello, el Che es inconcebible sin el socialismo. Pero, a su vez, el socialismo de Marx y de Lenin es inconcebible sin el Che.

(Octubre de 1967)

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Diez años después:

La gran lección del Che

Tal día como hoy del año 1967 sólo hacía 15 días de la muerte del Che. Los periódicos del mundo entero seguían informando, hasta donde les era posible, de las dramáticas circunstancias en que fue vilmente asesinado. Los comentarios brotaban también en todos los rincones del mundo. Diferían, por supuesto de acuerdo con las posiciones ideológicas y políticas que los inspiraban: desde los que veían en su muerte un sacrificio generoso, pero inútil, hasta los que exalta-ban su heroísmo revolucionario, pasando por el elogio cauteloso de quienes esta-blecían un abismo insalvable entre el héroe y el político.

La figura del Che, entre la realidad y la leyenda, se iría agrandando cada vez más hasta entrar esplendorosa en 1968, año que por muchos conceptos iba a ser crucial. El Congreso Cultural de La Habana, de febrero de ese año, iba a estar presidido en toda su grandiosidad por la gesta continental del Che. Pero lo que se presidió en realidad fue su derrota y su muerte. Pero el Che, como el Cid, habría de obtener claras victorias después de muerto. En el año 68 fue en cierto modo, el año del Che, y lo fue sobre todo para las muchedumbres juveniles que, al conjuro de su nombre, de su palabra y su acción, se veían sacudidas por un nuevo y fresco espíritu revolucionario. El nombre del Che era coreado con frene-sí en las manifestaciones y su efigie alzada con orgullo en "posters" y pancartas. No era aquello un simple desahogo juvenil; nuevas fuerzas sociales, especial-mente estudiantiles, cobraban conciencia de su fuerza contribuyendo, como ver-daderos detonadores, a estremecer estructuras políticas y sociales que parecían de roca. Y todo esto advenía, en cierto modo, bajo el signo del héroe derrotado y sacrificado en Bolivia.

Pero los sueños del 68 se quebraron al chocar con la dura e implacable reali-dad, De la detonación a la revolución, hay un largo trecho. La revolución no es algo así como un rayo de luz en un atardecer gris, sino una luz que para ser encendida requiere largos, cotidianos, anónimos y grises esfuerzos que no siem-pre reclaman un tono heroico.

Al radicalismo pequeñoburgués le repele esta cara de la medalla, y por ello ven el revolucionario sólo por su lado heroico, pero entendido éste en un sentido

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desesperado y trágico. La figura del Che parecía encarnar a la perfección esta visión radical pequeñoburguesa. Ya en un artículo escrito a las tres semanas de su muerte tratábamos de salir al paso de esta mistificación: "El Che -decíamos entonces.-, es el héroe revolucionario, consciente de las posibilidades y dificulta-des de la lucha y no el héroe desesperado, trágico, que se debate en la oscuridad, tratando de realizar lo imposible". Y agregábamos: el Che no es un héroe trágico y menos todavía un utopista o un aventurero.

Pero no sólo por este lado venía ya -y vino sobre todo después-, la desfiguración de la imagen del Che. P;ira otros, los cautelosos estrategas burocratizados, el Che era un jefe guerrillero que había pagado con su vida su erróneo intento de buscar nuevas vías de lucha. Pera ello identificaban sin más su concepción de ella con el esquema delinuitc de Regis Debray en su Revolución en la Revolu-ción. Ciertamente, el Che cometió errores en Bolivia, pero entre ellos no está ciertamente el de haberse plegado a la línea de los estrategas burocratizados que lo criticaban solapadamente. Sus errores prácticos 110 fueron tampoco una copia al c;irbón de los errores teóricos de Debray.

Ahora bien, nada de esto empaña la grandeza del Che a los ojos de quienes participan de un modo u otro, en tareas grises o deslumbrantes, en la transfor-mación radical de la injusta sociedad presente. Estos diez años transcurridos desde su muerte no han hecho más que agrandar lo que Fidel Castro vio en él: "...Uno de los ejemplos más extraordinarios de lealtad a los principios revolucio-narios, de integridad, de valor, de entendimiento, de desprendimiento, de desin-terés, que la historia haya conocido".

Hoy como ayer es -y será mañana- en efecto, un ejemplo, una gran lección y por ello, un reconfortante estímulo para todo aquel que lucha por la creación de un nuevo hombre, y que hace de esta creación no un sueño, sino un proyecto viable. Por todo esto, el Che ofrece cada día el ejemplo de su vida, de su palabra y de su acción.

(24 de octubre de 1977)

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El Che y el arte (*)

N 1 1 os REUNIMOS hoy aquí, en esta "Jornada" para rendir homenaje

a un hombre excepcional a los veinte años de su muerte. Pero tratándose de quien -como el Che- murió por la vida misma, o más exactamente: por afirmar una nueva vida, este homenaje ha de consistir en subrayar lo que hay de vivo en su personalidad y su obra, o también: en lo que el Che -ganando batallas como el Cid después de muerto- proyecta, alienta o vivifica en nuestro tiempo.

Pero han pasado veinte años. Ciertamente, no es fácil para nadie resistir en ese lapso a la acción corrosiva, demoledora, del tiempo. ¿Cuántas figuras de perfil brillante se han vuelto borrosas, se han desdibujado y, en algunos casos se han oscurecido en el curso de esos años? Y nada más corrosivo e implacable que el tiempo de la política. Pues bien, ¿qué hay de vivo, de actual, de alentador en el Che, como político revolucionario -que eso era él ante todo- y, particularmente en esa esfera particular tan seductora y tan compleja que, como una faceta de su rica personalidad revolucionaria, o sea: su actitud ante el arte, nos toca exami-nar.

No olvidemos algunos acontecimientos de estos dos decenios que, como un telón de fondo se levanta con sus luces y sus sombras, y sobre el cual se destaca con el Che la afirmación ejemplar, heroica de esa nueva vida que reclama toda-vía tantos esfuerzos y sacrificios a los individuos y a los pueblos.

Forman parte de ese telón de fondo los movimientos estudiantiles del 68 tan pujantes como generosos, la epopeya del pueblo de Viet Nam, la grandeza y miseria de la Revolución Cultural China, la victoria del sandinismo en la Revo-lución nicaragüense, pero también forman parte la ofensiva belicista desbocada del imperialismo yanqui, sus agresiones constantes contra los pueblos, la derrota de la Unidad Popular chilena y de la lucha guerrillera en América Latina. Y hay que registrar asimismo en ese telón de fondo, sobre todo en Occidente, con sus

(*) Intervención en las Jornadas del Che, 20 aniversario (México D.F., octubre de 1987), organizadas por el Instituto Mexicano-Cubano de Relaciones Culturales y la Universi-dad Autónoma metropolitana. Unidad Ixtapalapa

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proyecciones en ciertas mentes colonizadas latinoamericanas, la deserción de algunos intelectuales que ayer exaltaban al Che y que hoy se refugian en el individualismo pequeño burgués, en la apología de la privacidad que incluye también la bendición de la propiedad privada. Son los mismos que tratando de aprovechar para la "nueva derecha", los errores, deformaciones e injusticias co-metidos en nombre del socialismo, proclaman la muerte del marxismo y tratan de descalificar no sólo al socialismo sino todo intento de emancipación nacional o social.

¿Cómo ha resistido la figura del Che al paso ruidoso de estos complejos, contradictorios y tormentos años? No basta, ciertamente, remitirse a lo que el Che significaba para los revolucionarios en general y, en especial, para la juven-tud que hace 20 años, orgullosamente su efigie alzaban en todas sus manifesta-ciones en el mundo entero. Pues bien, podemos afirmar hoy que el tiempo no ha hecho mella en su figura y que, por el contrario, ésta se ha engrandecido mas y más al correr de los años, y ello pese a que no faltan los que han tratado de disminuirla haciendo hincapié -imposibilitados de negarla de frente- en su su-puesto romanticismo, utopismo o sacrificio inútil.

Ahora bien, lo que perdura del Che a los ojos de millones y millones de explotados y oprimidos; lo que hay de fascinante en el para la juventud, es su espíritu revolucionario ejemplar, su figura de luchador insobornable, su fideli-dad inquebrantable a los principios e ideales socialistas, su constante concordar el pensamiento y la acción, y, finalmente, su repudio del pragmatismo o inmediatismo que sacrifica los fines emancipatorios que dan sentido a la acción misma, a la lucha revolucionaria contra la explotación, la opresión y la enajena-ción.

Que el Che haya cometido errores teóricos o prácticos, tácticos o estratégi-cos, no mella en modo alguno la grandeza revolucionaria que va unida a esos rasgos imborrables. Pero esto no significa en modo alguno que esa grandeza del Che haya de reducirse a simple utopismo o romanticismo. El Che era marxista, aunque no un marxista libresco. Sabía que la transformación del mundo, antiimperialista y socialista al que en definitiva sacrificó todo, requería de la reflexión, del análisis, ya que la acción revolucionaria que permitiría realizarlo habría de ser -y esto siempre estuvo claro para el Che- una acción consciente. Y de ahí sus reflexiones sobre los principios y organización de la lucha guerrillera, sobre la experiencia histórica de la Revolución Cubana, sobre el trabajo y, la economía en la nueva sociedad socialista a la que aspiraban, sobre las luchas del Tercer Mundo, sobre el socialismo y el hombre nuevo, etc. Es cierto que algunos de sus escritos ha hecho estragos el tiempo, pero a lo largo de ellos se mantienen como firmes columnas, varias tesis o posiciones fundamentales que brevemente enumeraremos antes de pasar a sus consideraciones finales sobre el arte.

Está en primer lugar su posición inquebrantable sobre la naturaleza explota-

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dora, opresora del capitalismo y, concretamente, sobre la fase contemporánea de este: el imperialismo. El Che no hace nunca la menor concesión a los intentos de dulcificar en este punto el marxismo clásico y, en consecuencia, jamás cede en la necesidad de librar una lucha frontal, inconciliable con el imperialismo, donde quiera que se proyecte y, en particular, en este continente nuestro que tan directamente lo sufre en carne propia. Pero el Che no se alimenta tampoco de simples ilusiones al considerar las sociedades que surgen después de haber sido destruidas las relaciones capitalistas y el poder burgués ya que la emancipación humana y la liberación social no se dan automáticamente. El Che no olvida las advertencias de Marx en su Crítica del Programa de Gotha sobre el período de transición, advertencias que se hacen aún más necesarias en las condiciones históricas de una transición que, en realidad, no es la que preveía Marx -al co-munismo- sino al socialismo. Y por ello apunta su crítica a uno de los obstáculos más graves que se interponen en la construcción de la nueva sociedad, o sea, el burocratismo.

Finalmente, el Che como marxista no se deja arrastrar por el utopismo y el idealismo que le atribuyen los que desfiguran, por ejemplo, su dialéctica de los estímulos morales y materiales, y procura estar atento a los latidos de la vida real. Por ello no presta atención alguna a las recetas infalibles ni tampoco a los cantos de sirena del "realismo" o délas ventajas del inmediatismo, al que opone el realismo en su sentido verdadero de atender desde hoy a lo que está más allá de lo inmediato por lejano que pueda parecer y que para el Che es el hombre nuevo, libre de la explotación del hombre por el hombre y de la enajenación. Y a dar este sentido profundo a los actos conscientes para construir la sociedad en la que se ha de hacer ese hombre nuevo, porque en verdad no nace sino que se hace, responde el texto del Che, -uno de los últimos suyos -"El hombre y el socialismo en Cuba"- que en otra ocasión he llamado "pequeña obra maestra del marxis-mo".

Centrando ahora nuestra atención en la faceta de la personalidad y la obra que me ha correspondido examinar en esta Jornada, veamos cómo las considera-ciones del Che sobre el arte concuerdan con las posiciones suyas acerca del capitalismo, el burocratismo y el hombre nuevo que acabamos de señalar.

Ya hemos subrayado la posición firme, inconciliable del Che con respecto a la naturaleza del capitalismo que es para él -siguiendo de cerca al joven Marx-la consumación de la enajenación del hombre. Es por ello también el estrangula-miento a escala social del potencial creador del hombre, que, en palabras del Che, "muere diariamente las ocho o más horas en que actúa como mercancía". Es natural que, en una sociedad que por su naturaleza es hostil a la creatividad, esta hostilidad -como enajenación- se extienda también al arte. Por ello, habla del arte del siglo XX como aquel "donde se transparenta la angustia del hombre enajenado".

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El Che no habla aquí de "arte enajenado" sino de arte que transparenta o testimonia al hombre enajenado. Ciertamente, habla de "arte decadente", pero no debiéramos interpretar esta expresión en un sentido literal, mecánico o sea: en el sentido de que por hacerse en el transparente una realidad decadente, ese arte también lo sería. Ello equivaldría a interpretar de un modo simplista -como se interpreta a veces la tesis marxiana de la "hostilidad del capital ismo al arte" que el Che debió conocer y, por supuesto, aceptar, al afirmar que todo el arte que se hace bajo el capitalismo si no rompe el marco ideológico burgués es decaden-te. De ser así no se explicaría la admiración del Che por un [x>eta como León Felipe cuyo pesimismo y escepticismo sobre el provenir del hombre no le permi-tieron rebasar ese marco. El Che escribe a León Felipe para dejar constancia polémica de su distinta actitud hacia el hombre al mismo tiempo que le dice que su [X)ema El ciervo es "uno de los dos o tres libros que tengo en mi cabecera".

Pero el Che no se hace ilusiones sobre lo que el capitalismo significa para el arte y, por ello, trata de disipar la ilusión de ver bajo el capitalismo la esfera de la libertad en el arte. "Desde hace mucho t iempo -escribe- el hombre trata de liberarse de la enajenación mediante la cultura y el arte". Ahora bien, si el capi-talismo es por esencia enajenación, cómo podría [>ermanecei' impasible ante el potencial creador del artista. La maquinaria ideológica y mercantil se impone dominando a los rebeldes, t ransformándolos en asalariados o triturándolos. "Sólo algunos talentos excepcionales -reconoce el Che- podrán crear su propia obra". Hay, pues, en el Che una clara conciencia de los límites de la libertad de creación por más que sean imperceptibles para el artista hasta que choca con ellos. Cier-tamente, el Che sabe que los artistas no se resignan fácilmente a esta situación, intentan su "fuga", defendiendo "su individualidad oprimida por el medio" y reaccionado "como un ser único". El Che desnuda así implacablemente el mito burgués del artista como individuo excepcional que se cree libre en lo que él llama "la jaula invisible". Desnuda asimismo el mito del apoli t icismo y pone de relieve lo que el considera el "pecado original" del artista; no ser autént icamente rcvolucion;irio. Ahora bien, lo es -así hay que entender el calificativo que le da el Che- cuando al vincularse con la lucha por la creación de una nueva sociedad, contribuye por ello a devolver al arte toda su potencia creadora.

Pero el Che no cree que ios problemas se resuelvan desde el primer momento con la abolición de las relaciones sociales capitalistas y la entrada en la primera fase de la transición, o construcción del socialismo, Y no lo cree porque sabe que "el cambio no se produce automáticamente en la conciencia, como no se produ-ce tampoco en la economía". Con este motivo, critica una política cultural y artística seguida en otros países que emprendieron hace t iempo el camino del socialismo, política caracterizada por un dirigismo estético del Estado y del par-tido que en Cuba nunca encontró terreno favorable para su aplicación. El Che rechaza abiertamente lo que llama el "mecanicismo realista" que se caracteriza

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por proclamar "el summum de la aspiración cultural una representación formal-mente exacta de la naturaleza, convirtiéndose ésta, luego, en una representación mecánica de la realidad social que se quería hacer; la sociedad ideal, casi sin conflictos ni contradicciones, que se buscaba crear".

Este realismo nos viene a decir el Che no es sino un idealismo o idealización de la realidad, aunque se le llame "realismo socialista". Y, con relación a él, el Che señala agudamente dos características, a saber: una, la simplificación que, a la postre, es lo que "entiende todo el mundo, que es lo que entienden los funcio-narios". Y, por otra parte, su nacimiento "sobre las bases del arte del siglo pasa-do". En el fondo, esta crítica del "realismo socialista" es la crítica de una falsa solución a los problemas del arte en las condiciones de la construcción de una nueva sociedad y, por tanto, es la crítica de una falsa alternativa al destino del arte bajo el capitalismo. En el fondo, critica al dirigismo estético que impone "en las formas congeladas del realismo socialista la única receta válida".

La posición del Che no admite paliativos: "No se pretenda condenar a todas las formas del arte posteriores a la primera mitad del siglo XIX desde el trono pontificio del realismo a ultranza" pues eso sería tanto como poner "camisa de fuerza a la expresión artística del hombre que nace y se construye hoy".

Pero también advierte el Che que a esta camisa de fuerza no se puede oponer "la libertad" y con ella apunta ciertamente a la ilusión de libertad de las vanguar-dias en la sociedad burguesa y que ha desembocado, al integrarse en el mercado, en las peores dependencias. La libertad, sin comillas, precisa el Che "no existe todavía, no existirá hasta el completo desarrollo de la sociedad nueva". De donde se infiere claramente, la estrecha vinculación que existe para el Che entre la formación del hombre nuevo, verdaderamente libre, y el arte como esfera de la libertad y la creatividad.

De aquí también la estrecha vinculación entre el revolucionario y el artista liberado en la nueva sociedad de lo que él llama "el pecado original". Con esto se nos revela el sentido profundo de esta expresión del Che: "Podemos intentar injertar el olmo para que dé peras; pero simultáneamente hay que sembrar pera-les". Aunque se trate de que el artista produzca un arte verdaderamente libre y creador, lo decisivo es crear el hombre nuevo que como artista ha de producir ese arte.

Las ideas del Che sobre el arte, impregnan la política artística de la Revolu-ción cubana pero, a la vez, pueden inspirar a todo artista que aspire a crear libremente para liberarse él mismo y contribuir a que los demás se liberen de toda enajenación. Estas ideas fundamentales que conservan hoy toda su vitali-dad y fecundidad son:

1) La idea de que el capitalismo sólo puede ofrecer al artista una libertad ilusoria ya que, en definitiva, como en el caso del obrero es la libertad de vender su fuerza de trabajo en el mercado y, por tanto, la de moverse dentro de esta

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"jaula invisible". 2) La idea de que el socialismo puede ofrecerle la libertad real pero a condi-

ción de no sustituir la sujeción que impone el capitalismo por la "formas conge-ladas" y las "recetas únicas" que imponen los funcionarios.

Y 3) La idea de que el destino del arte, como esfera de la libertad y creativi-dad humanas, es inseparable de la formación, en un nueva sociedad, del hombre nuevo.

Nadie, pues, más alejado que el Che de una estética idealista, romántica, burguesa que exalta la libertad omnipotente del artista como individuo excepcio-nal en las condiciones sociales de explotación y enajenación, como alejado tam-bién de una estética normativa, cerrada, supuestamente marxista que trata de justificar teóricamente la imposición, dicho sea con sus propias palabras, de una "camisa de fuerza a la expresión artística del hombre que nace y se construye hoy". Alejamiento que nos permite a su vez aproximarnos a la comprensión del verdadero destino del arte tanto en las condiciones de explotación y enajenación del capitalismo como en las de liberación de una y otra que constituye la meta y la razón de ser del socialismo.

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Sobre la posmodernidad

<1 I ^ E A N MIS PALABRAS para dar la bienvenida a un libro importante

por varias razones. No se puede negar que lo que se entiende por posmodernidad es una cuestión muy actual, aunque lleva ya algunas décadas en el proscenio filosófico de nuestro tiempo. Cualquiera que sea el contenido que se dé al pensa-miento o filosofía sobre la posmodernidad, llámese "posmodernismo conserva-dor" o "progresista", es innegable que estamos ante un objeto de la reflexión, que como la reflexión misma es un producto de nuestro tiempo. Por lo pronto pode-mos caracterizar al posmodernismo como una cierta sensibilidad, cierta actitud frente a este otro objeto que se llama posmodernidad.

Otra cosa es la ambigüedad y problematicidad de las reflexiones que, bajo el rubro de posmodernismo, se enfrentan a esa sensibilidad. Por todo esto, la re-flexión se mueve aquí en un terreno enmarañado y resbaladizo, pues si el con-cepto de modernidad (la realidad frente a la cual se sitúa el posmodernismo) es ya de por sí problemático, mucho más lo es -y más enmarañado y resbaladizo-acotar el terreno de lo que llamamos posmodernidad. De aquí el primer mérito de Samuel Arriarán al meterse en ese terreno resbaladizo, enmarañado, en el que se corre el riesgo de hundirse. Yo creo que, con la cautela necesaria, Arria-rán se mueve con paso firme, sin que esto garantice que todas las interrogantes que el tema plantea encuentren siempre respuestas convincentes.

Hay cierta desenvoltura, cierta audacia intelectual, que puede sorprender -dado el enfoque marxista que asume el autor- a quienes siguen asociando este enfoque a una posición crítica y acartonada. Pero si hubiera alguna duda de que frente al marxismo, que en el pasado rindió un pesado tributo a esta posición, hay hoy un marxismo capaz de afrontar con espíritu crítico y, a la vez abierto, las cuestiones de nuestro tiempo. Y de ello este libro constituye una prueba innega-ble.

Con este espíritu crítico, se sitúa Arriarán en el terreno a que antes nos refe-ríamos: el de la modernidad. Puesto que una filosofía de la posmodernidad, y tal es el subtítulo del libro, no puede hacerse sin el examen de aquello que es su referente obligado, la modernidad, y puesto que el posmodernismo es más bien

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una crítica de la modernidad, que la postulación de una alternativa a ella (es aquí donde se hacen más evidentes la maraña y la ambigüedad), toda la primera parte del libro es un examen serio y riguroso de las principales críticas de nuestro siglo a la modernidad.

Bajo la mirada acuciosa y serena del autor van desfilando las críticas con-temporáneas de la modernidad, que se hacen presentes en "el concepto de mo-dernidad en la escuela de Francfort (Horkheimer y Adorno), en la "concepción naturalista y antropológica de Marcuse" en "el concepto de modernidad según Walter Benjamín", en "los brillos y opacidades del concepto de modernidad en Habermas", en el posmodernismo conservador de Richard Rorty, en la idea de tradición y cambio de Gadamer y, por último en el "fin de la modernidad" que proclama Vattino. Ciertamente no falta ninguna crítica importante de la moder-nidad. Quizá podría echarse de menos el encuentro directo con Heidegger; no es que éste se halle ausente, pues aparece junto con Marcuse y Vattino. Pero no hubiera sobrado que el autor enfrentara directamente sus textos. Y lo mismo habría que decir de los que, en definitiva, son los fundadores o pioneros de la critica de la modernidad -Marx y Niet/.sche- aunque éstos no dejan de hacerse presentes: de la mano de Habermas y de Benjamín, M;irx, y de la mano de M:ircuse y Vattino, Heidegger y Nictzsche,

Después de examinar detenidamente y con una argumentación seria, muy lejana de la descalificación ideológica, Arriarán no duda en calificar estas dife-rentes concepciones críticas como posmodernismo, denominación que podría extenderse a todas ellas en cuanto que hacen de la modernidad un objeto de su crítica. Pero el autor las agrupa, a su vez, en dos grandes corrientes a las que no parece tan claro aplicarles el denominador común de posmodernismo (p.151). Ciertamente, de estas concepciones críticas de la modernidad se distinguen en el libro las que entierran la razón y el sujeto y abandonan todo proceso de eman-cipación (y, por supuesto, el de la modernidad ilustrada) y las corrientes repre-sentadas sobre todo por Habermas, que después de someter a crítica la razón instrumental -en que ha desembocado la razón ilustrada- consideran que el pro-yecto de emancipación ilustrada puede cumplirse después de revisar la racionalidad instrumental y redefinir el proyecto emancipatorio de la moderni-dad.

Curiosamente, al llegar a esc punto, no se puede eludir -y Arriarán no lo elude- la cuestión de la verdadera naturaleza de la modernidad, objeto de críticas tan diversas. Pues bien, si la modernidad se entiende como un proceso económi-co y simbólico o cultural, tal como se ha dado real, históricamente, no se puede dejar a un lado su relación intrínseca, necesaria con el sistema capitalista -rela-ción necesaria que se suele pasar por alto en las críticas posmodernas- la moder-nidad realmente existente es la modernidad capitalista, y no es casual, por ello, que el primer gran crítico del capitalismo -o sea Marx- haya sido el primer gran

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Filosofía, praxis y socialismo

crítico de la modernidad. Si la modernidad es consustancial con el capitalismo (consustancialidad que

a mi modo de ver queda claramente probada en el Manifiesto Comunista de Marx y Engels) se plantea una cuestión que Arriarán hace suya y trata de resol-ver. Y la cuestión es ésta: si la modernidad es esencialmente capitalista -al me-nos la modernidad real tal y como se ha dado históricamente- ¿puede hablarse de una modernidad no capitalista?. Al responder a esta cuestión, hay que precisar en qué sentido estamos hablando de modernidad, o del proceso de moderniza-ción que conduce a ella; en un sentido político, simbólico o cultural. Teniendo en cuenta la modernidad -o proceso de modernización- en sentido restringido (In-glaterra, por ejemplo, se habría modernizado sólo en un sentido económico), la conclusión a que llega Arriarán es que la modernidad no sólo es la que histórica y realmente se conoce como modernidad capitalista. Esta modernidad capitalista sería una variante -una configuración histórica- de la modernidad, como realiza-ción -no la única- de una modernidad "ideal" -de acuerdo con Bolívar Echeverría, con quien coincide el autor. Por tanto, se admite la posibilidad de una moderni-dad no capitalista como la que se realizó con el "socialismo real" y la posibilidad -como una tarea a realizar- de una modernidad de América Latina, a la que por cierto en el libro se le denomina no occidental, aunque se supone que occidental aquí se identifica con capitalista.

Ahora bien, veamos estas dos vertientes con las que se enfrenta audazmente el autor: o sea la modernidad socialista que se ha dado históricamente con el "socialismo real". El autor cuestiona -con razón- que fuera socialista, ya que "se dio por una vía que no era socialista porque nunca hubo realmente socialismo" (p.176) e incluso cuestiona que fuera modernidad; lo que se dio más bien fue una "frustrada modernidad". El supuesto socialismo "no era más que un productivismo o desarrollismo económico", (p.179).

Este planteamiento de Arriarán de las relaciones entre modernidad y socia-lismo, sobre la base de una experiencia histórica, constituye uno de los capítulos más sugerentes del planteamiento de problemas que invitan a continuar sus reflexiones. Y a esta invitación podemos responder, sin apartarnos de su plan-teamiento y más bien, con base en él, que las condiciones en que surge y se da la experiencia histórica del "socialismo real", entrañan una contradicción entre los dos aspectos de la modernidad: por un lado, el económico (con un atraso econó-mico de Rusia, que lo situaría en la premodernidad) y por el otro, un desarrollo cultural propiamente moderno (que podríamos ejemplificar con las vanguardias artísticas que florecen en los años inmediatamente anteriores y posteriores a la Revolución) y el aspecto político autoritario de la Rusia zarista que precede a la Revolución y se continúa, en nuevas formas después de ella, sobre todo con el stalinismo. Este aspecto político antidemocrático, a mi juicio, representa la premodernidad en pleno "socialismo real".

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Adolfo Sánchez Vázquez

¿Qué es, pues, lo que hay propiamente de modernidad en este socialismo? Lo que hay es el productivismo o desarrollismo económico (o sea, el mismo que se identifica con la modernidad capitalista, y que Marx consideraba -como condi-ción necesaria creada dentro del capitalismo- para poder transitar al socialismo). Las circunstancias históricas en que surgió y se desarrolló el "socialismo real" determinaron que, en las condiciones no capitalistas o poscapitalistas, se plan-teara la necesidad de una modernización productivista -de signo, pues, capitalis-ta, y además "a ritmo rápido y sin consenso social". El resultado fue la moderni-zación económica que convirtió a la ex Unión Soviética en la segunda potencia industrial. Pero si se toma en cuenta la incapacidad de resistir el reto productivista del capitalismo que condujo al derrumbe del "socialismo real" en ese terreno económico, fue como dice Arriarán una "modernidad frustrada" (p. 179). Esto en el terreno económico porque -a mi modo de ver- en el otro terreno, el político, cultural, simbólico, no se alcanzó la modernización política y cultural que co-rresponde a un verdadero socialismo.

Lo que se dio, pues, en la ex Unión Soviética fue -como concluye Arriarán-una "modernidad frustrada" que se tradujo, en definitiva, en la construcción de una sociedad atípica, ni capitalista ni socialista.

Pero, ¿y en América Latina? ¿Cómo se puede plantear la posibilidad de una modernidad no occidental, y en qué medida este no sería también un no capi ta-lista? La cuestión aquí es más compleja que en el caso anterior, pues aunque no se puede abandonar -y Arriarán no lo abandona- lo que a[x>rta, en este punto, la historia real, se trata de una cuestión no acerca de una realidad -ya cerrada, como en el caso del "socialismo real", sino de una posibilidad no realizada -y así lo plantea Arriarán desde el título mismo de uno de los capítulos de su libro: "Las posibilidades de una modernidad no occidental" (pp. 195 y ss.) En el plan-teamiento de esta posibilidad se parte de una realidad, subrayada por el autor, a saber. Que en América Latina la modernidad no se ha cumplido ni en el terreno económico ni en el político-cultural. Pensamos que con esta afirmación se está aludiendo a la modernidad realmente existente en Occidente, es decir, la moder-nidad capitalista. Ciertamente, si la modernidad en América Latina, como pro-yecto de emancipación, en el sentido originario, capitalista, ha fracasado, y no tiene perspectivas, se impone la necesidad -como en el libro se sostiene- de una modernidad no capitalista: es decir, una modernidad que, en el sentido económi-co, libere a la producción de su carácter productivista y la ponga al servicio de las necesidades sociales, y que en el terreno político impulse la democracia más allá de los límites que le impone la realidad económica y social que, incluso en sus formas "democráticas" ha vivido hasta ahora America Latina. Ciertamente esta modernidad de nuevo tipo no puede limitarse a la negación en el terreno económico y político de lo que ha aportado el modelo fracasado y sin futuro de la modernidad occidental. Hay otro aspecto importante que el libro pone de re-

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lieve, dándole toda la importancia que tiene, ya que forma parte de la historia de América Latina y de su realidad presente, un aspecto que marca la diferencia sustancial con una alternativa occidental, no capitalista. Es la necesidad de to-mar en cuenta los elementos premodernos representados por las culturas indíge-nas, pero tomarlos en cuenta no para destruirlos o absorberlos en una moderni-zación totalizadora, de signo capitalista, sino en una modernización que impli-que -como se dice en el libro- "otra racionalidad no productivista ni mercantilis-ta" así como la no eliminación de sus diferencias culturales. O sea una moderni-zación donde no se vea la tradición como el polo opuesto de la modernidad.

Y llegamos así a la conclusión del autor de que una modernidad de este género, es decir, la que niega en el terreno económico la racionalidad productivista y la que en el terreno político exige una radicalización de la democracia, no fes ni podría ser una modernidad capitalista. Como se dice en el párrafo final del libro "la única manera para alcanzar otra modernidad no capitalista es la utopía socia-lista". (p.228). Pero habría que precisar que esta reivindicación, válida también para los países occidentales donde la modernidad capitalista ya se ha consumado y topado con un límite insalvable, como la utopía socialista en América Latina tiene que tomar en cuenta lo que ya advirtió hace tiempo Mariátegui: los ele-mentos premodernos, indígenas que no pueden ser destruidos ni absorbidos en nombre de la modernidad. Sólo así puede hablarse propiamente de una moderni-dad no capitalista, de signo socialista para América Latina, que no sea, una vez más un "calco" -como diría Mariátegui- de Occidente, o sea de la alternativa que se ha de reivindicar -por lejana que éste hoy su realización- para su propia mo-dernidad.

A esta alternativa a la modernidad, dada su ruptura con la realmente existen-te, podemos llamarla ciertamente "posmodernidad", siempre que este concepto se precise y libere -como se hace en el libro- de la maraña de los críticos y filósofos de la posmodernidad.

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Filosofía, praxis y socialismo

Indice Presentación: El marxismo crítico de Sánchez Vázquez

Néstor Kohan 3 Filosofía, praxis y socialismo

Entrevista de Gabriel Vargas Lozano 11 Racionalidad y emancipación en Marx 23

Actualidad e inactualidad del "Manifiesto Comunista" 35

Para leer a Gramsci en el siglo XXI 41

Reexamen de la ¡dea del socialismo 49

¿Vale la pena el socialismo? 67

El marxismo en América Latina 77

El marxismo latinoamericano de Mariátegui 93

Once tesis sobre socialismo y democracia 105

El socialismo y el Che 115

La gran lección del Che 121

El Che y el arte 123

Sobre la posmodernidad 129

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Los Libros de Tesis 11 • URSS/Comunidad de Estados Independientes ¿Hacia

dónde? A. Borón - G. Paz -1. Gilbert - L. Rotzichtner • La Revolución de Octubre sin mitos • Desarrollo desigual en los orígenes del capitalismo.

Carlos Astari ta • Gramsci. Estudios periodísticos de L'Ordine Nuevo • Acción psicológica, praxis política y menemismo.

Francisco Linares O N. Jruschov. Revelaciones. Selección de testimonios • China. El Ideograma socialista. Norber to Vilar. • Repensando el socialismo. Enfoques a partir de un caso

puntual: Checoslovaquia. Jorge Bergstein • ¿Qué ha muerto y qué sigue vivo en el marxismo?

A d a m Schaff • A pesar de todo. Una mirada crítica desde la izquierda.

Juan Gervasio Paz • Un Nuevo Programa Económico de Cambio Social. Paul

Boceará y Carlos Mendoza. • El Porvenir del Socialismo. A 150 años del Manifiesto

Comunista. Alberto Kohen.

Los Cuadernos de Tesis 11 • Los nuevos métodos de gestión participativa en el capi-

talismo. Maur ic io Balestra • Los límites teóricos del capitalismo y la sociedad auto-

gestionaria. Car los Mendoza • Referentes conflictuales de la reforma cubana.

Gilberto Valdés Gutiérrez

Se terminó de imprimir en Agosto de 1998 en Stilcograf S.R.L. Pujol 1046/52 Buenos Aires

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