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1 El portero nocturno del edificio Deauville escuchó el sonido de pasos sigilosos que bajaban las escaleras. Era la una de la mañana y el edificio estaba en silencio. "¿Y Raimundo?" "Hay que esperar un poco", respondió el portero. "No va a llegar nadie más. Todos están dormidos." "Sólo un poco." "Mañana tengo que levantarme temprano." El portero fue a la puerta de cristal y miró la calle vacía y silenciosa. "Está bien. Pero no puedo esperar mucho". En el octavo piso. La muerte se consumó en una descarga de gozo y alivio, expulsando residuos excrementicios y glandulares —esperma, saliva, orina, heces—. Se apartó, con asco, del cuerpo sin vida sobre la cama al sentir su propio cuerpo ensuciado por las inmundicias que salían de la carne agónica del otro.

AGOSTO - Rubem Fonseca

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Page 1: AGOSTO - Rubem Fonseca

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El portero nocturno del edificio Deauville escuchó el sonido de pasos sigilosos

que bajaban las escaleras. Era la una de la mañana y el edificio estaba en silencio.

"¿Y Raimundo?"

"Hay que esperar un poco", respondió el portero.

"No va a llegar nadie más. Todos están dormidos."

"Sólo un poco."

"Mañana tengo que levantarme temprano."

El portero fue a la puerta de cristal y miró la calle vacía y silenciosa.

"Está bien. Pero no puedo esperar mucho".

En el octavo piso.

La muerte se consumó en una descarga de gozo y alivio, expulsando residuos

excrementicios y glandulares —esperma, saliva, orina, heces—. Se apartó, con

asco, del cuerpo sin vida sobre la cama al sentir su propio cuerpo ensuciado por las

inmundicias que salían de la carne agónica del otro.

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Fue al baño y se lavó con cuidado bajo la ducha. Una mordida en su pecho

sangraba un poco. En el botiquín había yodo y algodón, sirvieron para una curación

rápida.

Tomó su ropa de la silla y se vistió, sin mirar al muerto, aunque tenía plena

conciencia de la presencia del mismo sobre la cama.

No había nadie en la puerta cuando se fue.

El hombre conocido por sus enemigos como Ángel Negro entró en el pequeño

ascensor, que ocupaba por completo con su cuerpo voluminoso, y bajó en el tercer

piso del Palacio de Catete. Caminó unos diez pasos por un corredor en penumbra

y se detuvo frente a una puerta. Dentro, en un modesto cuarto, vestido con una

pijama de rayas, sentado en la cama con los hombros caídos, los pies a unos

centímetros del suelo, estaba el hombre al que él protegía, un viejo insomne,

pensativo, quebrado, su nombre, Getúlio Vargas.

El Ángel Negro, después de intentar escuchar algún ruido dentro de la habitación,

retrocedió, recargándose en una de las columnas corintias que estaban

simétricamente dispuestas para la baranda de hierro que rodeaba el vacío central

de la sala del palacio, oscuro y silencioso a esa hora. Debe estar dormido, pensó.

Después de verificar que no había anomalías en el piso residencial del palacio,

Gregorio Fortunato, el Ángel Negro, jefe de la guardia personal del presidente

Getúlio Vargas, bajó las escaleras hacia la oficina del consejo militar, que estaba en

el sótano, verificando en el camino que los guardias estuvieran en sus puestos, el

Palacio de las Águilas estaba en paz.