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El portero nocturno del edificio Deauville escuchó el sonido de pasos sigilosos
que bajaban las escaleras. Era la una de la mañana y el edificio estaba en silencio.
"¿Y Raimundo?"
"Hay que esperar un poco", respondió el portero.
"No va a llegar nadie más. Todos están dormidos."
"Sólo un poco."
"Mañana tengo que levantarme temprano."
El portero fue a la puerta de cristal y miró la calle vacía y silenciosa.
"Está bien. Pero no puedo esperar mucho".
En el octavo piso.
La muerte se consumó en una descarga de gozo y alivio, expulsando residuos
excrementicios y glandulares —esperma, saliva, orina, heces—. Se apartó, con
asco, del cuerpo sin vida sobre la cama al sentir su propio cuerpo ensuciado por las
inmundicias que salían de la carne agónica del otro.
Fue al baño y se lavó con cuidado bajo la ducha. Una mordida en su pecho
sangraba un poco. En el botiquín había yodo y algodón, sirvieron para una curación
rápida.
Tomó su ropa de la silla y se vistió, sin mirar al muerto, aunque tenía plena
conciencia de la presencia del mismo sobre la cama.
No había nadie en la puerta cuando se fue.
El hombre conocido por sus enemigos como Ángel Negro entró en el pequeño
ascensor, que ocupaba por completo con su cuerpo voluminoso, y bajó en el tercer
piso del Palacio de Catete. Caminó unos diez pasos por un corredor en penumbra
y se detuvo frente a una puerta. Dentro, en un modesto cuarto, vestido con una
pijama de rayas, sentado en la cama con los hombros caídos, los pies a unos
centímetros del suelo, estaba el hombre al que él protegía, un viejo insomne,
pensativo, quebrado, su nombre, Getúlio Vargas.
El Ángel Negro, después de intentar escuchar algún ruido dentro de la habitación,
retrocedió, recargándose en una de las columnas corintias que estaban
simétricamente dispuestas para la baranda de hierro que rodeaba el vacío central
de la sala del palacio, oscuro y silencioso a esa hora. Debe estar dormido, pensó.
Después de verificar que no había anomalías en el piso residencial del palacio,
Gregorio Fortunato, el Ángel Negro, jefe de la guardia personal del presidente
Getúlio Vargas, bajó las escaleras hacia la oficina del consejo militar, que estaba en
el sótano, verificando en el camino que los guardias estuvieran en sus puestos, el
Palacio de las Águilas estaba en paz.