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NÚMERO 11 SEGUNDA ÉPOCA SEPTIEMBRE-OCTUBRE 2014

Ahuehuete No.11, segunda época, septiembre-octubre 2014

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Revista de la Corresponsalía Guadalajara del Seminario de Cultura.

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Número 11SeguNda Época

SepTIemBre-ocTuBre 2014

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La Corresponsalía Guadalajaradel Seminario de Cultura Mexicana

felicita a

Sofía Valencia AbundisPor su inclusión en la Galería de Dirigentes "Líderes de siempre" del Organismo Nacional de las Mujeres

debido a sus aportes en la institucionalización de la igualdad de género

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Presentación

a entrega de la Medalla Alfredo Placencia es la máxima distinción que otorga la Corresponsalía Guadalajara del Seminario de Cultura Mexicana. Se instituyó en 2002, y ha sido entregada a las personalidades de la comunidad cultural que se han destacado en las artes y las letras. Reconoce el trabajo artístico desempeñado con creatividad y con humanismo. Entre los escritores que la han recibido están Luis Sandoval Godoy, Hugo Gutiérrez Vega, Miguel González Gómez, Guadalupe García Barragán y Ernesto Flores. En el campo de la plástica los pintores Jesús Mata, Jorge Navarro y Jorge Martínez muestran los méritos de una obra significativa para Jalisco. Las cualidades en la historiografía fueron reconocidas a Jesús Gómez Fregoso y Paulina Carvajal, así como en la fotografía de nuestros hombres y paisajes a Alberto Gómez Barbosa, merecedores de la presea.

Es un hecho que la figura del poeta Alfredo R. Placencia cala hondo entre los miem-bros del Seminario por sus versos llenos de cotidianeidad, de tranquilo vislumbre es-piritual, y también, paradójicamente, por su desasosiego. Es por ello que el número 11 de la revista Ahuehuete se entrega a su memoria, en sincero homenaje por los poemas puestos ante nuestros ojos ayer, sin que el hoy deje de mostrar vigencia universal. Aquí, el lujo de la palabra de Luis Sandoval Godoy, la acotación de Sara Velasco, la glosa de Yolanda Zamora, la memoria de Samuel Gómez Luna Cortés, la interpretación de Silvia Quezada.

Complementa la revista la segunda parte del discurso de ingreso de Jorge Souza Jauffred, otro de los poetas admiradores de Placencia.

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AHUEHUETERevista de la Corresponsalía

Guadalajara del Seminario de Cultura Mexicana

Mesa directiva de laCorresponsalía Guadalajara

del Seminario de Cultura Mexicana para el período 2012-2014

PRESIDENTEIgnacio Bonilla Arroyo VICEPRESIDENTE

Guillermo Ramírez GodoySECRETARIA GENERAL

Sofía Valencia AbundisTESORERO

Carlos Sandoval LinaresCOMISARIO

Gorgonio Ponce Rodríguez

PRESIDENTA HONORARIA VITALICIA

Paulina Carvajal de BarragánCOMUNICACIÓN SOCIAL

Antonio Venzor COMISIÓN EDITORIAL

Carlos Eduardo Gutiérrez ArceCOMISIÓN DE ADMISIÓN

DE SOCIOSAlberto Gómez Barbosa

VOCALES Martha Cerda González

Cléver Alfonso Chávez Marín J. Jesús Gómez Fregoso

Marcela Orozco de la TorreOtto Schöndube Baumbach

AHUEHUETE

Silvia QuezadaDirectora General

Salvador EncarnaciónCoordinador Editorial

Paco de la PeñaDirector de Arte

Pedro ValderramaCorrección de texto

DISEÑO en Prometeo Editores porAldo Daniel González Malta

PRODUCCIÓNPrometeo Editores SA de CVLibertad No. 1457, Col. AmericanaC.P. 44160, Guadalajara, Jalisco.Tel: 3826-2726 y 82www.prometeoeditores.com

ÍndicePresentación......................................................................

Placencia, Pueblerino Luis Sandoval Godoy.........................................................

El dolor de Placencia en ocho tiempos Sara Velasco......................................................................

De lo estético a lo religioso en la poética de Alfredo R. Placencia Yolanda Zamora................................................................

De recuerdos también se construye Samuel Gómez Luna Cortés..............................................

"El desastre del nido" de Alfredo R Placencia Silvia Quezada ..................................................................

La poesía constructora de mundos Jorge Souza Jauffred..........................................................

Actividades........................................................................

Portada:Semblanza de Jalos en los años TreintaAgradecemos a René Saldaña por compartir las imágenes acerca de Jalostotilán que ilustran este número.

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Placencia, PueblerinoPor: Luis Sandoval Godoy

ministerio sacerdotal que se va desparramando de pueblo en pueblo, llevar el impulso poético dirigido a un clavo que no tiene nada, ¿habrá de entenderse esta sensación como signo de un ideal perdido, una vida frustrada, un poema vacío?

Pero escribir un texto de tan frívolo nivel, ¿no es acaso un gesto ocioso de la sensibilidad que da tono, o debería dar tono a la elogiada sensibilidad de un poeta de la estatura en que tenemos al Padre Placencia?

Hay que escuchar siquiera un fragmento del poema en cuestión y luego decir si se puede hablar aquí de una idea perdida por un clavo olvidado en la pared:

Es el mismo, el mismo murodonde estuvo el viejo cuadroque encerraba aquella estampade la Virgen del Rosario. Esta Virgen es la Virgende quien nunca me he olvidadopor lo que amparó mi casa,por su mundo de milagros. (…)

Esa mañana de agosto y unas nubes blancas ondeando en la amplitud del firmamento como regalo de verano.

El padre estuvo recluido en su alcoba viendo unos papeles que le importaba consultar, unos periódicos, aquel libro de temas doctrinales de su ministerio. El aire húmedo entra por la ventana abierta: afuera, unos niños desparraman risas y gritos con bullicio de pájaros en el fresno. El padre ha dejado ir los ojos por el recuadro luminoso de la ventana que ofrece en la distancia, el perfil verde del cerro al frente del pueblo, luego los ha detenido en la pared del lado.

Un gesto de extrañeza le ha endurecido el ceño mientras aprieta los labios en expresión de desagrado:

El clavo. Sólo queda el clavo que ya no sostiene nada. Un clavo vacío como una pregunta sin respuesta. ¿Qué dice ese clavo que ya no cumple un oficio, no responde a una función? En el encalado del muro, un clavo que no muestra nada.

Ha tomado el padre una hoja blanca y con la energía de una garra, oprime el plumón en mano nerviosa disponiéndose a dar cuenta de la sensación que ha puesto en su alma, ese clavo en la pared de su estancia, un clavo sólo que ya no sostiene la imagen de la Virgen del Rosario ante la cual dejó fluir muchas veces los deliquios amorosos de su alabanza...

Se quiere pensar en el desagrado con que el poeta contempla un clavo inservible para llevarnos a la insaciedad que configura la personalidad del padre, el signo del desencanto que responde acaso a anhelos nunca satisfechos de su vida.

¿Esta insatisfacción, consiste en caminar por la vida sin realizar un ideal, alentar un

Placencia, Pueblerino Placencia, Pueblerino Placencia, Pueblerino Placencia, Pueblerino Placencia, Pueblerino Placencia, Pueblerino Pueblerino Placencia, Pueblerino

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A mi padre, en cierta vez,siendo yo de pocos años,escapó de un mal muy triste,del gran mal de haber cegado (1959, 60-61).

Ya está todo. Ni fruslerías, ni vacuidades desde esa referencia a un clavo olvidado. Y desde él a un vital asunto en la existencia del poeta, vivido en infancia, que revela el culto profundo, la adhesión entrañable con que Alfredo Placencia marcó su vida para siempre, agregando el nombre de su padre al suyo propio. Y es el retorno emocionado a su niñez, vivida en un barrio de Jalos conocido como de «Perros Bravos», en el que había una capilla a donde iba a rezar toda su familia.

Las cosas menudas, temas menores, imágenes desleídas que otra persona podía olvidar y que el padre recuerda, refiere y menciona más de alguna vez en sus poemas. Como ésta, otras evocaciones de sus primeros años que lleva en la memoria: el cambio de casa por dos veces, según lo pedían las angustias económicas de don Ramón. En la segunda vivienda, por la calle de González Hermosillo número 86, la estancia que servía de sala, cocina, alcoba y taller de sastrería para su padre, y un gran patio de tierra suelta, con un naranjo y un granado que van a ser recordados con emotiva ternura en la obra del poeta.

De aquel íntimo decoro provinciano van a aparecer muchas señales en los poemas de Placencia. Incidentes nimios, en la familia, con los vecinos, el aire del pueblo, el color de las estaciones, todo ello, hasta que con gallardía magnífica hace aflorar el sublime ideal sacerdotal, por el cual se arranca con valentía de los brazos de su madre, de la protección de su padre, de los juegos y la convivencia feliz con sus hermanos Higinio y Cristina.

Dijo Agustín Yáñez que la mayor parte de los poemas de Placencia tienen una emoción

histórica, son gajos de su vida, sangre de su sangre.

Sus versos, piedras picudas y filosas, ofrecen en trágicos girones, trozos de una existencia transida en inquietante ansiedad, en constante búsqueda.

Insiste el licenciado Yáñez en señalar la constitución romántica, esencial de la obra del Padre Placencia, constitución que no desmiente ninguno de sus poemas en los que el ego resplandece, absoluto; con la íntima nervadura romántica, desde donde el padre Placencia alcanzó el éxito de su espléndida forma modernista.

Al recorrer el ejercicio de su sacerdocio en 22 poblaciones, durante los 30 años de su ministerio, llevó su sensibilidad al perfil, la historia, la gente, el paisaje, las costumbres de cada lugar. Ese constante cambio de escenario fue acuciando la insatisfacción de hoy, el desencanto de mañana, en una actitud caprichosa que estremecía su alma, le hacía vivir en aquel peregrinaje de su vida sacerdotal y en aquel mundo poético que signa su obra en incesante cambio de temas, de emociones, de luces y de sombras.

Y conforme vive esa insatisfacción, se abraza del mundo de emociones que trae desde su infancia, el culto por su padre, el amor a su madre, el lloro silencioso por los hermanos muertos y siempre el tono campesino, siempre el trazo de cada pueblo, en las imágenes, en las pinceladas provincianas que va dando a cada poema.

En dos poemas, por lo menos va recordar el granado de su casa y con honda melancolía va a decir cómo lleva en el alma su perfil que quiere mantener vivo en la memoria.

Vive granado míoya que la casa quedó sola,

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siquiera vive tú, viejo granado,sin floración, sin nidos y sin hojas (62).

A veces aparece con martilleo doloroso la figura de su padre, su presencia solícita y tierna en los días de su infancia y aquella intuición con que don Ramón se anticipó tal vez a la vocación literaria del niño, según el recuerdo que revive el poeta:

Anda por la vida de las letras, anda,aquí quedaré yobendiciéndote siemprey atizando el amor (60).

Doce años en la vida de Alfredo y no se detiene en la violenta decisión con que rompe las luces de aquel paraíso infantil, aunque dirá cuánta fue la pena en que una mañana vio que se cerraban tras de él las puertas de su hogar:

Y allá quedó la madre por el ausente orando,y los hijos creciendo en fraterna armonía, y el padre, como abeja, sin cesar trabajando; mientras yo con el alma temblorosa de frío,di la espalda a mis lares, pasé el bullente ríosubí el cerro que llaman allá “de la cantera”, y parado a la postre en su más alta cumbre, con los ojos bañados y con la faz austeradije adiós a mi pueblo y adiós a mi techumbrea mis padres y a todo, por si ya no volviera (121).

Lo anterior es parte del poema que dedica a Antonio Correa, bienhechor magnánimo en sus días de seminario, consejero, sostén y guía en episodios de su sacerdocio. Pero en este mismo poema tiene pinceladas amargas para describir el desencanto que le produjo la casa en donde fue hospedado inicialmente, y hace reseña tierna de las dos viejecitas que moran en esta misma casa:

La señora Francisca hilando, siempre hilando.

Lupe, la pobre Lupe, demacrada y enteca (al passim).

Y hace referencia hasta del perro tan querido en la casa:

Una perra infecunda dormida eternamentesobre sus trapos viejos...(122).

Al modo de su pueblo, sabe de las gentes del barrio, conoce y saluda a los vecinos con delicada actitud, entre ellos deja tierno recuerdo a una

Tisiquita nostálgica de la casa de enfrente (122).

Y como el condenado que arrastra su cadena, en aquel mundo de recuerdos, en las vivencias que flotan en cada momento de su lejana infancia, o las experiencias de su contacto con los feligreses que va recorriendo en los veintidós pueblos, siempre el dolor escondido que viene desde sus primeros años, por sus trágicos cariños, por su concepto de la amistad, por su vida de seminario, por la soledad que siempre lo rodeó, y vuelve a asirse una vez y otra, como el condenado, a los grilletes que marcaron su vida:

Busca el granado viejo,de ramas como muertas,que así, viejo y cansado,daba las flores vírgenes y nuevas,y no te olvides de buscar el tronco,a ver si queda,del naranjo que un díael buen viejo plantó junto a la puerta (58).

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Aquella mañana de agosto con fiesta de nubes blancas, regalo del verano.

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El padre pasó toda la mañana en su alcoba. Y escribió el poema del día, flor de emociones olvidadas, espina secreta que oculta en su pecho la última tristeza.

Su letra es ondulada y ligera. El padre deja correr la mano sin detenerse, según la emoción que fluye en su alma.

O deja ir los ojos por el relámpago luminoso en que el verano prende en verdor la montaña que ve desde su silla. Ya no recuerda nada, nada quiere saber del clavo vacío que le había causado hondo sinsabor.

En eso ha empezado a sonar la campana mayor en los toques del Ángelus, y el padre ha detenido la escritura mientras dibuja en su rostro una devota expresión.

Las vibraciones de bronce se extienden en círculos por el espacio campesino, por las calles del pueblo, cruzándose al trote de un caballo que repica herraduras en el empedrado.

Los círculos sonoros crecen más y más mientras el poeta apenas dirige su mirada al sitio donde un clavo vacío le había llenado el alma de nostalgia en los recuerdos de su lejana infancia.

Luego se recoge dentro de sí mismo para la invocación mariana de uso en este momento del día. Sus labios esbozan una sonrisa, moviéndose apenas cuando musitan:

El ángel del Señor anunció a Maríay concibió por obra del Espíritu Santo...

Placencia, Alfredo R. (1959). Poesías. Guadalajara: Casa de la Cultura Jalisciense.

ΩCapilla del Rosario en el Barrio Perros Bravos.

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El dolor de Placencia en ocho tiemposEl dolor de Placencia en ocho tiempos

El dolor de Placencia en ocho tiemposPor: Sara Velasco

as sombras y el dolor acompañaron la vida de Placencia y la lucha entre dos orillas gastaron su nostalgia y sus recuerdos. Plegarias al infinito, largas noches insomnes y la más absoluta orfandad fueron su alimento cotidiano. Alfredo niño tuvo añoranzas que se forjaron con la ausencia del terruño y se fueron acumulando hasta pedir los gritos solemnes de cuando grita la tempestad en las montañas. Más tarde, la llegada a una población y salida pronta para llegar a otra más recóndita con el fin de encontrar la nube inmensa de nieve con entrañas de fuego, propició fatigas y agonía.

De allí sus días y sus noches y esa tremenda inmensidad de olvido.

En el transcurrir de su vida siempre supo encontrar la canción secreta de los dolores sumos y las tristezas graves. La familia dispersa en los cuatro puntos cardinales y la sucesión de noticias funestas marcaron el abandono, la desolación y sobre todo la magna soledad que desgastó sus sandalias de andariego en caminos polvosos e inhóspitos. Sobre cada rocalla, peñasco o pedrusco lloró a sus muertos hasta que recurrió al Cristo que le tendía la mano.

De allí sus días y sus noches y esa tremenda inmensidad de olvido.

Aparte de las penas cotidianas, llegó el temor de perder la vista y la impotencia ante las voces silenciosas a gritos de rechazo, el saber cuánto punzan los abrojos que coronan la frente del poeta y que lleva en los ojos muchas lágrimas, hijas de la tristeza, además del dolor de la pobreza que llaga y ahonda la herida de las angustias todas y que no tiene fin, ni principio; entonces sólo le queda como desahogo el lápiz y el papel aunque mejor hubiera deseado escribir sobre tablas y en estilo de bronce y con buril candente sus palabras.

De allí sus días y sus noches y esa tremenda inmensidad de olvido.

El dolor como leal compañero nunca lo abandonó y rellenó sus alforjas en cada jornada hasta el atardecer cuando se ha amortajado el campo y va apagándose el sol. Sólo quien ha vivido un exilio podrá entender el desarraigo, la herida profunda en las raíces, el difícil encuentro con otros paisajes, otra gente, otra lengua, otras costumbres y contar sólo con una débil luz de esperanza. Largos y fríos días sin el arropo familiar calaron su cuerpo y su alma se ahondó de tristezas.

De allí sus días y sus noches y esa tremenda inmensidad de olvido.

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La incomprensión se hizo más fuerte en sus noches solitarias y gritaba al viento: Sí, yo nací poeta. ¡Soy soñador! Y es claro que, al hacerme tal gracia, nuestro Señor no quiso que volviéndome, un día, de sus dones avaro, me bebiera yo solo todo mi paraíso. ¡Y he de cantar lo bello…! La belleza es lo sumo de la virtud, y es fuerza, cueste lo que me cueste, cantarla a todo trance. Así gritaba mientras se desgarraba su alma.

De allí sus días y sus noches y esa tremenda inmensidad de olvido.

El dolor duele más sin compartirlo. Del inmenso dolor que llevo oculto en el fondo del alma, si algo de justa compasión te inspira, ¡ay!... por piedad no me preguntes nada… y el sacerdote poeta callaba y se consumía por dentro removiendo sus dudas y sus culpas.

De allí sus días y sus noches y esa tremenda inmensidad de olvido.

También las injurias, las calumnias y el abandono apretujan el corazón y sangran. Cuántos momentos, instantes de dolor, quedaron en los recovecos del alma con llanto silencioso. Cómo cumplir con los deberes de la jornada sin lamentaciones que broten en la cara, sin palabras que sellen la boca: ese que clama es el dolor –me dije. ¿Qué me querrá el dolor? Y me postré, devoto, ante tu grito y respondí, temblando: Habla aquí estoy. Y tornaste a gritar: sube, poeta. Asciende hasta el crestón de la angustia suprema. Aquí te aguardo… ya sabes para qué: soy el dolor.

De allí sus días y sus noches y esa tremenda inmensidad de olvido.

Todo se aglomera, se condensa, se amontona, se congrega, se reúne. Su vida pasa como ráfaga, Alfredo va por delante y lo siguen su familia, amigos, canciones, poblados, feligreses, y el niño a quien dedica sus palabras con devota ternura; hace una reverencia a su Cristo, a todos los cristos, que lo acompañaron en su paso del dolor para llegar a la paz eterna y su voz clama: Hace mucho que siento, en esas horas en que busca el dolor la soledad, serenatas de tristes inflexiones en el alma sonar. Son mis versos, lo sé; pero ¡a qué vienen? ¡qué me dejen en paz…! Únicos herederos de mi estrella, ¿quién mañana en mis versos pensará?

De allí sus días y sus noches y esa tremenda inmensidad de olvido.

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Panorámica de Jalostotitlán desde el Cerro de la Cantera en los años Cuarenta.

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De lo estético a lo religioso en la poética de Alfredo R. PlacenciaDe lo estético a lo religioso en la poética de Alfredo R. Placencia

De lo estético a lo religioso en la poéticade Alfredo R. PlacenciaPor: Yolanda Zamora

EL LIBRO DE DIOS

Aquí sí que no puedo nada, si no es temblándome la mano. Tu nombre es inefable y soberano; tu nombre causa devoción y miedo, y, no puedo, no puedo. ¿Cómo voy a poder…? Soy un gusano. Déjame antes llorar, eso es muy mío. Deja que piense en Ti y en Ti me abrase. Aguarda a que me pase esta ola de frío y luego escribiré, si es que ya puedo, tu LIBRO éste, que me causa miedo.

dentrarnos en la poesía del presbítero jalisciense Alfredo R. Placencia es acercarnos al enigma de la divinidad y su criatura: el ser humano. Estamos hablando de ese misterioso territorio en el cual el poeta, consciente de su propio sentido estético de la vida, se ofrece a través de la palabra, con temor y temblor, en aras de un proceso teleológico superior que le trasciende.

Muchos estudiosos han profundizado en la obra de Placencia, la cual, dicho sea, sólo tardíamente atrajo la atención de los críticos de la poesía mexicana. Se ha intentado etiquetarla como “poesía religiosa”; más aún, algunos estudiosos de su obra, como Salvador Elizondo, hablaron de ella como “poesía católica”. Cito: “La figura de este poeta […] informa la existencia de una secuela eminente de la poesía mexicana a la que no han sido ajenos muchos de los mejores poetas contemporáneos: la de la poesía católica”. Sin duda la opinión de Elizondo tiene fundamento, sin embargo, no puedo coincidir cabalmente con ella, porque referirnos a la obra de Placencia sólo como “poesía católica” es limitar la estética de su palabra a una determinada doctrina, cuando su poética, si bien claramente inmersa en el mundo católico (como sabemos él mismo fue sacerdote), va mucho más allá de credos y ortodoxias, situándose por momentos, en el poema de corte teológico, abismado –y no tengo la menor dificultad en decirlo así–, en los espacios indescifrables de lo divino, sin diques doctrinales. No en vano Agustín Yáñez se refirió a Placencia como “el poeta de lo universal”.

Los poemas de Placencia transitan una clara trayectoria que va desde la criatura que sobrevive a su propia debilidad, hasta el abandono y la sublimación de lo humano, en lo divino.

Elijo para esta reflexión, el primer poema contenido en El libro de Dios, por considerarlo puerta de entrada a su poética, al alma misma de Alfredo R. Placencia y a su obra.

Este primer texto nos habla de la relación del poeta con la divinidad y nos conduce, de la mano, por su trayectoria poético-existencial. Considero que el espíritu con el que está escrito este poema es el fundamento de toda su poética. Vamos al texto:

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Mientras anda la noche y todo duerme, me sentaré a raíz, sobre la tierra, dando tiempo a tu amor de que me enferme. Así voy a ponerme, y el dique romperé, que el llanto encierra, y, en seguida vendré a desmorecerme.

Los misterios del llanto son los mismos que los solemnes del Amor. El llanto sabe salvar o ciega los abismos, tal como aquél, y sana y melifica. El Amor puede tanto, que a un tiempo lava y cura y deifica. Así lo voy a hacer, por ver si puedo con este Libro que me causa miedo. Me sentaré a raíz, sobre la tierra, mientras la vida calla y la luz duerme, y el dique romperé, que el llanto encierra.

Voy a desmorecerme y a sentarme en la tierra. Tan sólo aguardo que tu amor me enferme.

Desde las dos primeras líneas: Aquí sí que no puedo/ nada, si no es temblándome la mano, nos encontramos con un acto de profunda aceptación de la pequeñez del hombre (en este caso del autor), ante un Dios inmenso, en el que cree más allá de la razón, es decir, instalado en el estadio religioso para hablar en términos del filósofo danés Sören Kierkegaard. Esto es, más allá de la intensidad del instante en la búsqueda del placer y el dolor del estadio estético; más allá del deber o la moral incluso, en el estadio ético, Placencia se sitúa en el reconocimiento de lo trascendente, de cara a Dios, esto es en el estadio religioso, sin dejar de reconocer la angustia que le provoca la transición, frente a lo infinito, ante lo divino inexplicable.

Existe en el poeta, de acuerdo con el texto citado, un temor inefable ante la sola idea de pronunciar “Su” nombre. Nos topamos aquí con

un claro sustrato bíblico del Antiguo Testamento. No podemos olvidar que en el mundo hebreo el nombre no es sólo un conjunto arbitrario de letras, sino que designa la esencia misma de aquel que nombra; y es imposible alcanzar la esencia de ese Ser, si estamos hablando de Dios. Recordemos el pasaje (Éxodo, 3, 13-22) en que Moisés le pregunta a Dios ¿cómo te llamas? y Dios contesta “Soy el Eterno”. En el nombre está contenida la esencia. Vuelvo al poema: Tu nombre es inefable y soberano; / tu nombre causa devoción y miedo/ Y viene enseguida ese reconocimiento de impotencia absoluta de la criatura ante su creador: y, no puedo, no puedo. / ¿Cómo voy a poder…? Soy un gusano. /

Impotencia conmovedora, profundamente humana. No le queda nada al poeta, sino pedirle a su Dios que lo posea, que lo abrase, que lo incendie para conjurar ese frío terrible que lo paraliza: Déjame antes llorar, eso es muy mío. / Deja que piense en Ti y en Ti me abrase. / Aguarda a que me pase/ esta ola de frío/y luego escribiré, si es que ya puedo, / tu LIBRO éste, que me causa miedo. /

Luego escribiré, si es que ya puedo… es decir, luego de haber sido tomado, abrasado, inmolado en el fuego de su Dios, porque él así lo pidió en el ejercicio libre de su voluntad. Entonces, Placencia habrá de escribir no su libro, sino el libro de Dios, dictado (o al menos inspirado) por la Divinidad. Libro que, de acuerdo con el texto del poema citado en este artículo, le es ajeno, y no sólo le es ajeno, sino que, incluso, le causa miedo.

Conviene recordar que en el mundo griego había dos clases de poetas, el rapsoda que solía repetir los versos que a través de la oralidad se compartían de generación a generación, y el aedo aquel que era poseído por los dioses que hablaban a través de él luego de ponerse en una situación alterada de conciencia, es decir, en

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trance, en éxtasis. Algunos regresaban de ese trance sin saber qué es lo que habían expresado, porque no era su voz, sino la voz de Apolo, o de Dionisos... o del dios por quien hubiese sido poseído.

Placencia, en el inicio de este Libro de Dios (el título no es de ninguna manera ingenuo), se coloca, en una entrega decidida, como instrumento de la divinidad, dispuesto a inmolarse, a abrasarse en el Amor, para que esta palabra de Dios pueda ser escuchada.

El poema avanza mientras el poeta se coloca a ras de tierra: Mientras anda la noche y todo duerme, / me sentaré a raíz, sobre la tierra, / dando tiempo a tu amor de que me enferme. / Así voy a ponerme, / y el dique romperé, que el llanto encierra, /y, en seguida vendré a desmorecerme. /

¿De qué otra manera el hombre (del latín homine misma raíz de humus, tierra), sino colocándose “a raíz, sobre la tierra”, es decir, en el barro mismo al que pertenece, moldeado por las manos de Dios, puede alzarse la criatura en Su busca o Su encuentro? Sin duda, no huyendo de la condición humana, sino empapándose en ella hasta romper el dique “que el llanto encierra”, dice el poeta, si es necesario incluso en el lodo: mezcla de tierra y lágrimas; lodo que proviene del estrato más humilde, más bajo, de nosotros, los seres humanos.

Desde ahí el hombre, el poeta, y sólo porque ha sido fertilizado con la sal del llanto en el miedo, en el dolor, en el temblor, sólo desde ahí… puede acceder a la voz de la divinidad. Cualquier idea, cualquier metáfora, cualquier figura poética, no le pertenece. Es, en todo caso, el atisbo de la divinidad a través de la criatura, “desmorecida”. Atención a esta palabra, que es muy bella, y significa, según la Real Academia: “padecer con violencia una pasión o afecto”. Porque, ciertamente, Dios no toma con sutileza, con delicadeza, con tibieza a su criatura. Si la criatura ha dicho: “Sí”, la pasión del Amor habrá de “desmorecerla”.

Parroquia de la Asunción en la década de los años Cuarenta.

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Los misterios del llanto son los mismos/ que los solemnes del Amor. El llanto/ sabe salvar o ciega los abismos, / tal como aquél, y sana y melifica. / El Amor puede tanto, / que a un tiempo lava y cura y deifica. /

¿Por qué temerle al llanto, a hundir los dedos en la tierra, al lodo si es necesario... si es el punto de partida hacia lo divino? El llanto que en un momento, entregado desde lo humano a lo divino, se transforma en amor. Llanto y amor, dice el poeta, son lo mismo. Ambos sanan; ambos salvan de los abismos. El llanto y el amor lavan, curan, conducen al lenguaje divino, en este caso en forma de un poema.

Me permito citar aquí al filósofo romántico Friedrich Schelling, quien dice: “Cuando el alma, alcanzada por el sufrimiento, se muestra santificada por la gracia que transfigura en belleza el dolor y la muerte misma, se logra la suprema divinización de la naturaleza”. Es la intuición de lo absoluto, en su criatura más desvalida.

Continúa el poema: Así lo voy a hacer, por ver si puedo/ con este LIBRO que me causa miedo. / Me sentaré a raíz, sobre la tierra, / mientras la vida calla y la luz duerme, / y el dique romperé, que el llanto encierra. /

Ratifica el poeta su voluntad de sentarse “a raíz”, sobre la tierra, sobre el limo. No teme a faltar incluso a la ley que en su decir popular clama por alejarse de la tierra y elevarse a Dios. Placencia dice “No”, y se coloca a sí mismo en la profundidad humana, “a raíz de tierra”, para desde ahí decirle a su Dios: “¡Ven e inflámame de Amor!”

Voy a desmorecerme/ y a sentarme en la tierra. / Tan sólo aguardo que tu amor me enferme. /

¿Qué significa “que tu amor me enferme”? No dice Placencia: “Tan sólo aguardo que tu amor me sane”, no. Aspira en cambio a dejarse abrasar en el amor, mirando cara a cara a su Dios…

Alfredo R. Placencia, en este aparentemente sencillo poema que es puerta de entrada al Libro de Dios, va de un estadio a otro, en un salto cualitativo que sorprende, que impacta, que hermana en la crudeza de la condición humana, para finalmente cambiar desesperación por esperanza; angustia por confianza, y, aún cuando todo parece indicar que contraviene la ley, proclama la fe en su Dios, sobre todo.

En este poema que hemos analizado a la luz de un pronunciamiento hecho voz en la poesía, se encuentra la génesis y el espíritu de la poesía de Alfredo R. Placencia.

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De recuerdos también se construye De recuerdos también se construye De recuerdos también se construye

De recuerdos también se construyeDe recuerdos también se construye De recuerdos también se construye

De recuerdos también se construyePor: Samuel Gómez Luna Cortés

la ancianidad permite. Don Jaime me narraba del amor que el padre Placencia sentía prácticamente por todos los seres. No se les olvide que dedicó sendos versos a sus “Meritísimos perros” y hasta la sabinera y al tabachín, o a la misma piedra que sufre los embates del agua… Naturalmente sería ingenuo aceptar la idea romántica hasta el cansancio del hombre que sufre los desaires de los poderosos (aunque también los padeció) pues fue de carácter meramente alteño: franco con el amigo y bragado si la circunstancia lo ameritaba.En estos momentos pienso que sería un tanto injusto no mencionar a mi bisabuela, Josefina Cortés. Ella mantuvo encendido el recuerdo del padre Placencia en nuestras vidas. Pues no había un solo día en que no mencionara algo del padre Placencia: que le gustaba la música; que era bueno para salir a la calle y convidar a la pobre mesa un taco para el caminante; que lo poco que ganaba lo repartía al instante con otros menos afortunados que él.A veces me llega cierta nostalgia por esas cosas idas. Por aquellos seres que forman mi familia pero que físicamente ya no me acompañan. Pero me

n 20 de mayo pero de 1930 murió el poeta Alfredo R. Placencia. Lo velamos de una manera sencilla, modesta, casi íntima. Unos cuantos amigos nos acompañaron. Recuerdo que llegó hasta el umbral de nuestra casa, allá en la calle General Arteaga, el ilustrísimo señor Camacho. Llegó hasta el féretro de su amigo y en silencio oró por su eterno descanso. Debieron haber sido cerca de las cuatro de la tarde cuando salió el cortejo rumbo al cementerio y recuerdo que el señor Camacho padecía de algún problema en su pierna pues caminaba con dificultad.

Su ilustrísima, ¿por qué no nos acompaña mejor en su carro? De ninguna manera. Quiero caminar con mi amigo hasta su última morada.Caminamos hasta el panteón y una ligerísima lluvia confundía el dolor que cargábamos por la muerte, quizá prematura, quizá a tiempo, de don Alfredo. Un día antes de su muerte hicimos el último recorrido por el jardín del Santuario. Llegamos hasta la casa y ahí, sentado en una de esas “sillas bajitas”, el pater Placencia comenzó con su agonía. Nos preguntó que día era hoy; es 19 de mayo, padre. ¡Ah!, respondió más como quejido que con palabras, ‹qué hermoso día para morir…›.”Con estas palabras que usted, diligente lector, acaba de leer era la manera en que mi abuelo, mi papá Jaime, me narraba el suceso de la muerte de su padre. Lo hacía con esa ronca voz que lo caracterizaba y que en ratos alcanzaba tintes actorales. Eran pláticas al calor del recuerdo donde su mente, siempre lúcida y fiel hasta el final, narraba precisiones de un niño que después se convertiría en joven y llegaría a la madurez que

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basta recordarlos para saber que siguen presentes como el árbol de arrayán que tanto quería don Alfredo. Quizá gracias a la escuela que de ellos heredé contemplo con alegría alguna puerta vieja de esas que cada día son más escasas en mi Guadalajara. O pienso en las extrañas maneras en que se van tejiendo los hilos del destino para estar tan cercanos a la figura y a la familia de mi querido maestro don Ernesto Flores.Pero no crean que he venido a darles un discurso, en realidad he venido a agradecer la gentileza que esta noche me brindaron, para venir a hablar sobre la vida de mi bisabuelo. Y esta noche puedo asegurarles que desde el rincón más alto del firmamento, el maestro Flores y don Alfredo, verán satisfechos que su memoria sigue presente entre nosotros.

Ω

Casa donde nació Placencia, en Alejandro Villalobos 8, Jalostotitlán, Jalisco.

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“El desastre del nido” de Alfredo R. Placencia“El desastre del nido” de Alfredo R. Placencia

“El desastre del nido” de Alfredo R. PlacenciaPor Silvia Quezada

continúa siendo un jardín tipo campestre, donde los jóvenes conversan en medio de un paisaje ameno, desde el que sorprende al transeúnte una que otra fachada colonial en condiciones de presunción estética.

El escritor recuerda la infancia desprotegida en aquella casa, donde el deber en la voz paterna lo llamaba:

Hijo, sabe,que esto que ves se llama abecedario;y quiero que lo aprendas, añadía (447).

Y a la voz del padre, suma la imagen de una madre pobre, quien es añorada una vez fallecida:

están cerradas las manos que me daban luz y pan …Más no por el pan me apeno;algo hay que me duele más:cerradas aquellas manos,¿cuáles me bendecirán? (225)

l sustento de la vida diaria en los pueblos alteños de Jalisco es la familia. Alrededor de ella giran los proyectos individuales, se maduran las acciones por venir. Si quisiéramos ver representada esta situación con un ejemplo vivo, bastaría acercarse al altar mayor del templo de Nuestra Señora de la Asunción, en Jalostotitlán. El retablo central presenta seis nichos: en el del centro se encuentra la imagen de la Virgen de madera y lino, figura de aproximadamente un metro de altura, presentada de pie y con los brazos abiertos. A sus costados, sus padres, San Joaquín y Santa Ana; al norte, Jesús, su hijo; a los lados de éste, San José y San Juan Bautista, o como dicen los viejecitos que nunca faltan en la nave al hacer la visita: La Santísima Virgen y toda su parentela, sus papás, su esposo, su hijo y su compadre.

El poeta Alfredo R. Placencia (1875-1930), fue bautizado en Nuestra Señora de la Asunción. Su casa natal, para orgullo de muchos, se encuentra aún sobre esa misma rúa, en Alejandro Villalobos 8; aunque la finca ha recibido varias remodelaciones aún puede pisarse la habitación del escritor, ahora convertida en papelería, propiedad de la familia Rábago Moreno. El inmueble fue de alquiler para la pequeña familia de Placencia, los padres: Ramón y María Encarnación, y más tarde los hermanos, Cristina e Higinio. La casa se ubica a solo veinte pasos del río que circunda la población, cuyo caudal sólo es visible en temporadas de lluvia, o cuando las compuertas de la presa La Norahua se abren.

Desde el puente puede admirarse el Templo del Rosario, una hermosa edificación que antaño fuera la capilla favorita de quienes salían rumbo a Guadalajara, para solicitar la bendición de un buen viaje. El poeta salió de Jalos a los doce años de edad, para ingresar al Seminario de Guadalajara el 18 de octubre de 1887, regresando a su tierra por temporadas breves. La zona

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Desde la salida de Jalos, la poesía de Placencia se identificó como una obra portadora de una fuerte carga de orfandad. Con versos surgidos desde una postura de existencia rota, el bardo se recrea en los temas del amor perdido, la declaración contrariada, la lóbrega oscuridad de la vida.

La adolescencia y juventud de Alfredo transcurrieron entre dádivas y duras lecciones. Destacó en ora-toria. Fue ordenado sacerdote el 17 de septiembre de 1899, recién cumplidos los 24 años de edad. Su an-dar desordenado por tierras jaliscienses y zacatecanas no impidió el que se haya pulido un perfil nacional con base en su obra, y que en Jalos, enaltezcan con algunas acciones su estro poético, colocando su nom-bre a una calle, una escuela para niñas (González Hermosillo 153), una placa sobre la fachada de una de las casas que habitara, la de su nacimiento, (la otra se ubica en la calle Alfredo R. Placencia 7); también se ha instalado un busto en la plaza principal y quizá lo más representativo: se ha erigido un portal completo en su memoria, a espaldas del busto que saluda a todo viajero y desde donde pueden escucharse el doblar de aquellas campanas que nos trae el recuerdo de Juan Navarro, el campanero, el amigo mayor del poeta.

En agosto del año 2000, el poeta Gabriel Zaid escribió a modo de defensa un artículo en la revista Letras Libres. Lo tituló: “Poetas que no sirven para nada.” ¿Cómo puede decirse entonces que es un alegato a favor? Sólo quienes no conocen la vida de Placencia quedan fuera del juego. Un lector des-pistado nada más tiene ante sus ojos una lectura brutal, que parece de ataque, porque Zaid consigna los hechos de la vida de Placencia con suma frialdad, dibuja en unos cuantos párrafos la vida del niño pobre de Jalostotitlán, del estudiante mediano, del cura perseguido por su falta de aplicación a los pre-ceptos sacerdotales. Zaid, de manera inteligente, actúa como lo hizo Placencia. ¿De qué modo puede llamarse la atención sobre un asunto amado, si no es aparentando renegar de él?

Zaid escribe en la revista de literatura más prestigiosa del país un aparente ataque: “Poetas que no sirven para nada” para enseguida aseverar con gran consideración afectiva que al poeta: “Afortunadamente, en sus últimos años, retirado en una casa donde alojaba cariñosamente a muchos perros, lo descubrieron los escritores del quincenario Bandera de Provincias.” Rescate implica una nueva posesión de algo valioso, como es en efecto, la invaluable poesía de Alfredo R. Placencia, voz sin afeites de un hombre que aún alejado de los grupos literarios de su época supo encontrar la vía estética para dar continuidad a sus esfuerzos.

Sus primeros lectores, amigos de café, supieron valorar los últimos seis años de productividad libresca, cuando el padre pudo tener entre sus manos el fruto de sus osadías verbales, libros que le trajeron vientos huracanados, en medio de los cuales llegó aquella leve parvada de jóvenes partidarios, los mismos que lo asistieron en 1930, llegado el momento de la muerte, momentos tan dramáticamente oscuros como habían sido sus días terrenales. El escritor fue el clásico autor que murió pobre, vivía en una casa prestada y su médico fue un pasante. Los amigos pagaron su entierro y multiplicaron poco a poco aquellos libros censurados, con discreción dejaron brotar aquella voz poderosa surgida de momentos de naufragio.

El libro de Dios fue publicado cuando Placencia estaba a punto de cumplir 25 años como sacerdote. ¿De qué otro tema podía hablar sino de Dios? Su obra toda, es tan autobiográfica, que podemos cono-cer de su vida y sus pasiones si leemos en orden cada uno de sus poemas. En el libro se encuentra el

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llamado a la vocación, pero también sus dudas, tantas que escribirlas “le causa miedo” (35), porque sabe que habrá de llevar a cabo una empresa mística, es decir, indagará en su ser más profundo para encontrarse ante los ojos de Dios y tratar de resolver la débil presencia que como ser humano padece en el mundo, porque se percata en la profundidad de su ser, que es un individuo fugaz. Ese dramatismo de la experiencia le provoca el anhelo de un diálogo íntimo con su creador. Placencia expresa un deseo vivo de que la presencia divina se devele, para liberarlo de la angustia que le produce ser finito. Dios le atemoriza, pero no por eso deja de ansiarlo. Por ello le pide al Omnipotente que lo enferme, que lo contamine de su amor y lo bendiga antes del trance: “y mi libro bendice, que por ti ha sido escrito” (37).

La entrega de Placencia a Dios como guía para lograr esos poemas es total: “Desde niño en tus Llagas se me enseñó a alumbrarme, / y he querido que seas Tú mi solo maestro” (38). Reconoce que las cadencias de su ritmo provienen del Iluminado y sin embargo, pide que le dé armas ante los descreídos, porque donde él ve majestad, los otros sólo miran pobreza en el pesebre de Jesús y lo que es peor, a un hombre que agoniza abandonado en una cruz. Para componer su verso, Placencia recurre a la retórica clásica, “Corre tu velo” (43) y muestra, le pide a Dios, su grandeza. Pero El libro de Dios no es la historia de Cristo, sino el encuentro del alma de un sacerdote con su Señor. Hay descargas de insolencia, de tuteos insólitos, e incluso, un poema donde el hijo terreno se convierte en padre, y Dios en el hijo que requiere protección, como en el texto intitulado “La lamparita”, donde el cura se recrimina el hecho de haber permitido que la llama de la lámpara se apagase, dejando en la oscuridad al Santísimo que debió de sentir miedo, cual niño chiquito. En estos ejercicios de comunión, hay muchas llamadas al Señor para ser fortalecido.

Ya desde el prólogo de aquella primera edición, Alfonso Junco hacía notar el escaso artificio de los treinta poemas del libro, en donde había más frescura que juego decorativo, uso de giros familiares, voces cotidianas antes que palabras elegidas por lo melodiosas o la expresividad. Los dotes de orador y el peregrinar por tantos pueblos olvidados le habían hecho comprender el valor de las voces sencillas y diáfanas. La religiosidad de Placencia, a decir del también sacerdote José Rosario Ramírez: “No se manifiesta ni el solo culto, ni mucho menos en devociones” [1] resalta el encuentro del poder divino ante la debilidad y la pequeñez humana. Para el estudioso de Placencia hay dolor, pero también ternura; hay un infinito amor en esos versos donde otros han querido medir solo la burla. Romper con la tradición milenaria del dolor ante la crucifixión, dice Zaid, cuando Placencia exclama: “Así te ves mejor, crucificado” dirigiéndose a Jesús.

La poesía de tono conversacional de Placencia si se revisa la poesía de la época, no es tan novedosa. Original es el tratamiento temático, la postura ante Dios. En las formas hasta diríamos que se encuentran cercanas a las de Luis G. Urbina, cuyos poemas son interiorizaciones confesionales.

Este tono, de quejumbrosa soledad es parte del sentimiento de Enrique González Martínez. En “Dolor, si por acaso” expresa:

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Dolor, si por acaso a llamar a mi puerta llegas, sé bienvenido; de par en par abierta la dejé para que entres… No turbarás la santa placidez de mi espíritu… Al contemplarte, apenas el juvenil enjambre de mis dichas serenas apartárase un punto con temblorosa planta (58).

Y Placencia nos dice:

¡Oh…qué mal tan profundo y tan extrañoéste que así consume, poco a poco…!Me rompe el alma sin seguirme daño,me turba el juicio, sin volverme loco. Siempre en el corazón, siempre conmigo,veinticinco años ha me tiene enfermo (179).

El poema “Pasionaria” es para mí el eje cen-tral de El Libro de Dios, porque en este texto, el sacerdote se compara con un peregrino que ha caminado ya 25 años en la fe y relata su desespe-ranza, en un mundo que le robado la alegría: “No, yo no sé soñar; eso es mentira. Canto, a veces, mis trovas, mas confieso que, a no ser su beldad la que me inspira, no cantara jamás” (177). Su verso inflamado, lo hace temblar, como afiebra-do, y en ese estado de trance, es posible enton-ces que la voz delire, para dar cuenta de su frío interior: ¿Ves la noche cuán fría…? Mucho más tengo el alma, –concluye.

Pensemos en la época que Alfredo R. Placencia padeció: la Revolución Mexicana, el conflicto del movimiento Cristero. ¿Cómo no habría de clamar una y otra vez: Señor, ten piedad! A los 49 años Placencia había perdido a toda su familia, y la vida sacerdotal había corrido entre pueblos perseguidos por su fe. Huérfano de padres y carente de hermanos se refugió en la poesía de Dios. Y decidió publicarla. ¿De dónde salió el

dinero para publicar por vez primera El libro de Dios? se preguntará la gente; de los ahorros de Placencia cuando se fue a trabajar a los Estados Unidos, casi como “bracero”. Recordemos que en 1923 el obispo de Los Ángeles requirió sacerdotes mexicanos y que a ese llamado acudió nuestro Ramón apremiado por la pobreza.

Con algunos ahorros, ya en 1924, Placencia publica en una editorial española tres de sus libros, entre ellos El libro de Dios, que colocó en las manos de los fieles y de los amigos sin que se agotaran, hasta que un día, tomó los ejemplares finales de esos tirajes y terminó vendiéndolos por kilos en la librería de don Fortino Jaime en Guadalajara, cuando la extrema penuria lo obligó a tal acción. Pero el viento mudó. La Dirección de Publicaciones del Gobierno del Estado asumió en 2008 una nueva edición del primer libro de Placencia. Tres años más tarde, apareció la Poesía completa, gracias al esfuerzo de Ernesto Flores.

La hazaña de promoción más reciente es de 2011. La ha llevado a cabo el Fondo de Cultura Económica y el Consejo Nacional para la Cul-tura y las Artes, en un tiraje de dos mil ejempla-res, cuyo extenso prólogo es trabajo de Ernesto Flores. En este libro, de distribución mundial, el diseño de portada provoca un tremendo impac-to visual, porque pareciera que se recibe entre las manos un volumen pasado por las llamas y sin embargo, legible, apto para ser hojeado de nuevo, a pesar del intento repetido por parte de sus detractores, para entregarlo al fuego en afán condenatorio, o quizá, purificador.

El volumen (de 643 páginas) invita a leerse en la paz de los domingos. De entre los textos allí reunidos hay uno que se asemeja al carácter del poeta, titulado: El desastre del nido” (620-621). Llama la atención no solo porque trabaja una temática diversa, la de la inquietud por la

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patria, sino porque es una muestra de la forma predilecta del escritor para lograr poemas, usando de las figuras que en retórica se llaman patéticas, es decir, conmovedoras, sentimentales, las elegidas por su pluma en una gran parte de su poesía. En “El desastre del nido” es el terruño el que se siente amenazado, en riesgo, se habla de la probable pérdida de territorio, y del peligro que acecha con la cercanía de los luteranos, que promueven la conversión de la fe.

Para iniciar el poema, el bardo recurre a la apóstrofe, figura que se utiliza para dirigirse a un ser ausente: “Señor: yo sé que el norteamericano, / si no ahora, mañana u otro día / hará una patria sola con la mía / y su hereje terruño luterano” (620). Territorio y espiritualidad en riesgo latente, este es el tópico del poema. La pérdida de la Alta California y Nuevo México había sucedido en 1846, fecha grabada con fuego en la memoria histórica; luego vendría a sumarse el año de 1857, cuando se proclamó la libertad de culto, facilitándose la incursión de anglicanos, presbiterianos y luteranos, quienes pudieron divulgar su ideología religiosa. Mas esos años lejanos, cuando Placencia aún no nacía, cobrarían fuerza en México nueva con la Constitución de 1917 y enseguida, con la etapa aciaga de la Guerra Cristera (1923-1929).

La segunda estrofa utiliza una figura llamada optación, vehículo de un deseo vehemente para alcanzar aquello que se desea. La voz lírica agrega: “Estorbarlo quisiera” (620). Y al romper la melodía del endecasílabo de la primera estrofa el arrebato clama, surge la imaginaria violencia: “Si en mi mano / tuviera tu poder, yo arrancaría / mi pedazo de patria y lo hundiría / en el cielo más hondo y más lejano (620-621). Aparece entonces la execración, un figura literaria que se utiliza para nombrar el mal que podría sobrevenir: “Morar con una gente que me daña / ver alzarse otro altar sobre el caído / que, al dejarme su voz, me donó España”. La evocación histórica de la Conquista española se inserta. De un verso a otro, la historia bélica de México se concentra en apretados versos. La religión europea, impuesta hace siglos ya estaba en calma, y al ser aceptada, la tarea ahora es defender esa doctrina de paz.

Plaza de Armas de Jalostotitlán en la década de los años Treinta.

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La adination, recurso que se utiliza para asegurar que antes de que una acción pase debe ya considerarse como un imposible, asegura: “¡eso no puede ser! / Nunca he podido / ni siquiera pensar que un ave extraña / venga y me diga: “Déjame tu nido” (621). La indignación sube de tono y es entonces que como la voz lírica hace otras veces tutea a Dios, dirigiéndose a él como a un amigo, compartiendo así su aflicción: “Yo no sé en qué castigo habrás pensado” (621). La divinidad se encuentra muda, es la voz la que exagera, en tarea hiperbólica y dice que antes de entregar la patria ha de ponerla a arder. La desesperación que causan esos supuestos sobrevuela los pensamientos y los confunde, coloca puntos suspensivos, se interrumpe. El final del poema es efectista: “Si ha de ocupar mi nido una ave extraña, / me dejo de ser ave y rompo el nido” (621).

El trabajo escritural permite observar el dominio estilístico, y la elección de la temática admite ver los rasgos claros de un poeta que no sólo conoce la tradición literaria, sino que se concilia con la historia de su país y reconoce la hora exacta de su tiempo. Con la rebeldía que caracteriza a los versos placencianos, anuncia un alto a lo que suena como hecho. Es la voluntad humana asentada en el derecho de propiedad la que marca un alto: “¡eso no puede ser!” anuncia la exclamación, expresión enérgica que muestra el ánimo agitado. El cielo es de todos, la tierra de quien ha nacido en ella.

El cielo y la mar se confunden por la inmensidad que poseen, de tal modo, que la patria puede hundirse: “en el cielo más hondo” (621) antes de ser presa de una conquista espiritual. Si España impuso un idioma y el Dios al que se habla, ya no hay sitio para nuevos altares. Recordemos que la amenaza de una impo-sición espiritual se había vislumbrado desde la época juarista, cuando el presidente manifestó su simpatía por prácticas religiosas diferentes a las de la iglesia católica, fomentando de este modo la libertad de culto.

La Guerra Cristera en México desarrollada en vida de Alfredo R. Placencia recuperaba en el imaginario del pueblo aquellas simpatías ahora representadas por Plutarco Elías Calles en el poder. Gobierno e iglesia se disputaron bienes y conciencias. Alfredo Placencia simpatizaba con el mandato del general Porfirio Díaz (1876-1910), quien mantuvo en calma por más de veinticinco años los rancios conflictos surgidos en la mitad del siglo XIX.

El tema debió ser incómodo desde el punto de vista civil, porque la nueva Constitución, la de 1917, impidió a los sacerdotes tocar asuntos públicos. El verso “Yo no sé en qué castigo habrás pensado” es temerario, porque da a entender que la opinión a punto de verterse tuviera el mismo peso que el juicio divino. Ese tuteo impensable aún en nuestros días, fue el mismo que convirtió a Placencia en un sacerdote incómodo, atrevido y confrontado con el ser cuya altura, nunca será la misma que la humana. Para quienes escribimos a la sombra del año 2014, la figura de Alfredo R. Placencia es la de un rebelde, espiritual y político, pero sobre todo, la de un elegante retórico, cuya sencillez en el decir sigue conmoviendo.

ΩReferenciasGonzález Martínez, Enrique (1964) en René Avilés Fabila, Homenaje antológico, México: Sociedad de Amigos del Libro Mexicano.Placencia, Alfredo R. (2011). Poesía completa (prólogo de Ernesto Flores), México: FCE.Urbina, Luis G.(2005) en Gabriel Zaid, Ómnibus de poesía mexicana, México: Siglo XXI.

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Iremos por la vida confundidos en ella,sin nada que conturbe la silenciosa calma,y el alma de las cosas será nuestra propia alma,y nuestro propio salmo el salmo de la estrella.

Y un día, cuando el ojo penetrante e inquietosepa mirar muy hondo, y el anhelante oídosepa escuchar las voces de los desconocido,se abrirá a nuestras almas el profundo secreto.

Afirma González Martínez, cuando habla de la amada.

La poesía, pues, construye la mirada de la profundidad. Los lingüistas, por ello, se han adentrado en ella, desde hace medio siglo, para entender los mecanismos que la mueven y entender que es lo que obliga a la mente del lector a construir conceptualmente esa intimidad tan intensa, en donde el hombre recoge y recupera algo que, sin saber, le pertenece.

Así, mientras el lenguaje científico busca respuestas, la poesía las encuentra; mientras la religión ofrece la fe, la poesía nos entrega humanidad; mientras la filosofía construye teorías para explicar al hombre, la poesía nos muestra en sus cantos la verdad que a todos pertenece,

De ahí, que, el contrapunto de la poesía hablada sea el silencio. Como bien lo sabía ese poeta tapatío tan poco conocido Fr’Asinello, Benjamín

Sánchez Espinoza, quien escribió este estupendo soneto al silencio:

Al enjambre magnífico del idioma sonoro cuya música grata da deleite al sentido, yo prefiero el idioma del silencio dormido que circunda las almas en su clima de oro.El silencio es la puerta del país del Decoro allí no nace el llanto ni crece el alarido y en la verde penumbra de un jardín escondido, la verdad nos ofrece su divino tesoro.La plenitud se vive sólo cuando callamos: tácitamente cuajan las vides sus racimos; en silencio, la tierra, sus policromos ramos.Y al final de la vida nosotros descubrimos que la canción más bella fue la que no cantamos, y el poema más puro el que nunca dijimos.

Con nuestras palabras, pues, hemos ido entendiendo lo que somos, diciendo, desde alguna región inextricable eso y aquello que nos define como seres humanos.

La poesía, discretamente, ha construido una segunda historia, más luminosa y grande que aquella otra que describe matanzas y ambiciones, generales y botines. Una historia en la que el arte devela los anhelos más grandes de los hombres y los siembra y los cultiva en los imaginarios, la poesía nos acerca a lo profundo y grande de la vida; a veces, es cierto, muestra sus pesadillas pero también sus sueños, sus recorridos y

La poesía constructora de mundosPor: Jorge Souza Jauffred

La poesía constructora de mundos La poesía constructora de mundos

La poesía constructora de mundosLa poesía constructora de mundos La poesía constructora de mundos

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peregrinajes, siempre abriendo puertas nuevas, ventanas transparentes para entender el mundo.

Herederos de una larga tradición, los poetas se han acercado a los abismos del dolor y el llanto, así como a luminosas cumbres de difícil acceso, para decir aquello que, sin saberlo, todos compartimos: el amor, la soledad, el destino final que es nuestra muerte…

Por eso, González Martínez llama:

Busca en todas las cosas un alma y un sentidooculto; no te ciñas a la apariencia vana;husmea, sigue el rastro de la verdad arcana,escudriñante el ojo y aguzado el oído.

Con la poesía, amigos, podemos entender, desde otra perspectiva quiénes somos, en dónde estamos y a qué aspiramos. Y cuando, en el otoño de la vida la fuerza comienza a desvanecerse, bien podemos recitar los versos de doña Paula Alcocer, que ha partido en viaje inevitable en este año:

Caliéntame tu aún, sol de mi tardey en mi sellado corazón derrama

el oro de tu lumbre, porque en tu lumbre se derrita y arda,porque en tu lumbre el corazón avivesu puñado de brasas y duerma al fin, cuando la noche llegue, soñando que tu luz dora y traspasa, flechas de eterno sol, piedra, paisaje y alma.

Si la ciencia y la matemática no pueden revelarnos esta sabiduría, la poesía sí puede hacerlo, por eso Gutiérrez Vega es capaz de revelarnos quiénes somos, más allá de los sueños, de las ilusiones, de las ficciones; más allá de la niebla y de la noche, cuando en sus textos clama:

AhoraRetomemosEl salterio olvidadoSomosLa nueva vozEl polvo nuevoDe la palabra antigua.

Muchas gracias.

Ω

Panóramica de Jalostotitlán en los años Treinta

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ACTIVIDADES

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