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1. P RETEXTO: TRES MUJERES ALTAS Es dramaturgo el que siente un impulso irresistible a metamorfosearse él mismo y a vivir y obrar por medio de otros cuerpos y otras almas. Friedrich Nietzsche Escribir una obra de teatro trascendente es un cri- men contra el statu quo. Sin embrago, descifrar un texto dramático, la fascinante aventura de desentrañar sus secretos, no estipula rastrear indicios del criminal como lo hace un detective. No obstante, pululan los ilusos cazadores de pistas obsesionados con ideas tan desca- belladas y fútiles como que, al resolver satisfactoria- mente el enigma biográfico de William Shakespeare, alguna de sus obras cobrará una dimensión distinta, se hará más diáfana y erudita. ¿Será posible que los tesoros de Hamlet se amplifiquen a la luz de la vida íntima de su autor? Quién sabe, tal vez Los dos hidalgos de Verona se convierta en una comedia de incalculable valor en la medida en que algunos documentos —aún por descu- brirse— nos revelen que Valentino, fuera de su nombre y nacionalidad, es un fiel reflejo de Shakespeare mismo enamorado de una tal Sylvia y traicionado por su me- jor amigo. Lo pongo en entredicho, aunque resulta tentador —por no decir cinematográficamente exi- toso— fantasear que Romeo fue la boca por la que el 82 | REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO Albee y la primacía de la palabra Víctor Weinstock El análisis de algunas de las obras más representativas de Edward Albee sirve a Víctor Weinstock para recrear un pano- rama del trabajo del dramaturgo nortea- mericano. Texto, pretexto y contexto fun- damentan en estas páginas la primacía de la palabra en el teatro de Albee y su impacto en la escena de nuestro país. para Luis de Tavira y Juan Carlos Colombo © Fernando Moguel

Albee y la primacía de la palabra · Lo pongo en entredicho, aunque resulta ... combustible: ahí está la familia entera en El sueño ame - ricano y la pueril relación de pareja

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1. PRETEXTO: TRES MUJERES ALTAS

Es dramaturgo el que siente un impulso irresistible a metamorfosearse él mismo y a vivir y obrar

por medio de otros cuerpos y otras almas.

Friedrich Nietzsche

Escribir una obra de teatro trascendente es un cri-men contra el statu quo. Sin embrago, descifrar un textodramático, la fascinante aventura de desentrañar sussecretos, no estipula rastrear indicios del criminal comolo hace un detective. No obstante, pululan los ilusoscazadores de pistas obsesionados con ideas tan desca-

belladas y fútiles como que, al resolver satisfactoria-mente el enigma biográfico de William Shakespeare,alguna de sus obras cobrará una dimensión distinta, sehará más diáfana y erudita. ¿Será posible que los tesorosde Hamlet se amplifiquen a la luz de la vida íntima desu autor? Quién sabe, tal vez Los dos hidalgos de Veronase convierta en una comedia de incalculable valor en lamedida en que algunos documentos —aún por descu-brirse— nos revelen que Valentino, fuera de su nombrey nacionalidad, es un fiel reflejo de Shakespeare mismoenamorado de una tal Sylvia y traicionado por su me-jor amigo. Lo pongo en entredicho, aunque resultatentador —por no decir cinematográficamente exi-toso— fantasear que Romeo fue la boca por la que el

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Albee y laprimacía

de la palabraVíctor Weinstock

El análisis de algunas de las obras másrepresentativas de Edward Albee sirve aVíctor Weinstock para recrear un pano-rama del trabajo del dramaturgo nortea-mericano. Texto, pretexto y contexto fun-damentan en estas páginas la primacíade la palabra en el teatro de Albee y suimpacto en la escena de nuestro país.

para Luis de Tavira y Juan Carlos Colombo

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bardo cantó a su Julieta. Tal vez el meollo de mi recelose manifiesta con mayor contundencia cuanto másatrás nos vamos en el tiempo. Raya en lo ridículo pen-sar que los padres de Sófocles supieran, mejor quenadie, porqué los dioses castigaron al hijo de Layo. Alcontrario, me resulta más sencillo imaginar al poetatrágico gestando su Edipo rey en una Atenas temerosade los dioses y boyante —en paz con sus vecinos, opu-lenta y ajena a los estragos de la peste.

Que la vida es el alimento del dramaturgo es incon-testable; pero quien sólo se escribe a sí mismo no alcan-za a conquistar la dimensión dramática. La vida pro-porciona a la sensibilidad sus temas y sus cuentos enuna madeja desordenada. Como bien apunta PaulValéry, no basta ser sensible —¿quién no lo es?— parahilar un relato sublime y virtuoso. Sólo el poeta, elcreador es capaz de consumar lo bello hilando las másvariadas circunstancias de la vida: la suya, se supone,que es la única que conoce en realidad, si acaso, ya quetoda otra vida se filtra a través de su percepción. Es eneste sentido que la vida del dramaturgo —su linaje, suentorno social, su marco histórico— no pasa de ser,como detonador de la escritura, un mero pretexto, esdecir, un motivo aparente.

Los dramaturgos contemporáneos no gozan, parasu infortunio, del velo de incógnitas que disimula lavida (el pretexto) —y así salvaguarda la integridad dela obra (el texto)— de poetas como Shakespeare ySófocles. Para nadie es un secreto que Edward FranklinAlbee III nació en plena “depresión”, en 1928, y que fueabandonado inmediatamente por sus padres biológi-cos. Todos podemos averiguar que dos semanas mástarde lo adoptaron Frances Cotter y Reed Albee. Laamargura derivada tanto del abandono original comode la chapucera relación con su familia adoptivaimpregna todo el canon albeegórico. En apariencia, sefiltra un reclamo filial endémico en su obra al grado deque sus más severos detractores consideran que su tea-tro ha sido contestatario con el único objetivo de ex-purgar sus demonios familiares, sin ir más allá. Es fácilcaer en esta trampa. De hecho, él mismo se diviertemucho relatando la reacción que tuvo su madre adop-tiva al leer su primera obra —una farsa sexual que es-cribió a los doce años de edad— y, sin duda, se divierteaún más provocando a espectadores y críticos alrede-dor del mundo con su obra adulta.

Si en verdad Albee no buscara al escribir otra cosaque molestar a su madre o denunciarla, no habría te-nido mejor oportunidad que en Tres mujeres altas. Nocabe duda de que la protagonista está descaradamenteinspirada en Frances Cotter, aun cuando en escenaaparece más dulce y simpática de lo que fue en la vidareal. Sin embargo, sucede exactamente lo contrario:hacia el final del segundo acto entra a escena el hijo que

A —una mujer de noventa y un años (o noventa ydos)— ha esperado durante todo el primer acto, antesde su embolia. Al verlo llegar, la reacción de B —ellamisma a los cincuenta y dos— es encarnizada. B de-nuncia el desprecio profundo que siente de parte de su

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ALBEE Y LA PALABRA

La obra del bebé de Edward Albee

La obra del bebé de Edward Albee

La obra del bebé de Edward Albee

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hijo con tal furia y sensatez que, en conjunción con elanhelo de C —la misma a los veintiséis— y la con-formidad de A, nos deja entrever, al fin y al cabo, laatracción que los vincula a ambos. Aún más, es obvioque la denuncia familiar no es el tema ni el cuento queocupa al dramaturgo. Ya antes la personalidad contra-dictoria e intensa de Frances Cotter había servido decombustible: ahí está la familia entera en El sueño ame-ricano y la pueril relación de pareja que se adivina enContando las maneras, por no detenernos demasiadoen la “dama parlanchina” de Caja-Mao-Caja. Al igualque en estas otras obras, en Tres mujeres altas EdwardAlbee solamente utiliza a su familia como punto de par-tida, anécdota y pretexto; es decir, como motivo aparentede la dimensión que construye en escena, y esto no debedistraernos más allá de la apariencia, por supuesto, ariesgo de perdernos la médula del texto: ¿recordamos loque somos o somos lo que recordamos? En todo caso,estamos condenados a ser y recordar nuestro pretexto amenos que verbalicemos nuestra múltiple, cambiantepersona —todos somos polifacéticos y excesivos— comohace la susodicha mujer alta, para conocer y merecernuestro texto vital, nuestra razón de ser únicos, huma-nos, especiales, pues, al fin y al cabo, “una cosa es saberque te vas a morir, y otra es saber que te vas a morir”.

Enseguida del éxito rotundo de Tres mujeres altas,algunos de los que se habían apresurado a dar pormuerto a Albee —decretando que la inconstancia pa-tente en su segunda época (1976-1996) sería irremedia-

ble— reconocieron su equivocación. El gran chicomalo de la dramaturgia estadounidense de la segundamitad del siglo XX estaba de regreso con creces. EdwardAlbee se adjudicó su tercer Premio Pulitzer —tercero ymedio si contamos el debido a ¿Quién teme a VirginiaWoolf?—, frustrado por quienes la juzgaron inmoral enlos sesenta. Los cazadores de pistas, sin embargo, no sedieron por satisfechos a pesar del manjar que Albee lessirvió en bandeja. Después de todo, quien busca lossignificados del texto en el pretexto quedará insatisfe-cho a perpetuidad, pues es incapaz de escuchar, ya nodigamos apreciar, la magia que invocan los significan-tes del texto. Una vez emitido el mensaje, el emisor pasaa un segundo plano: el sentido del mensaje está —odebería estar— contenido en las palabras que lo con-forman. El receptor en todo caso es quien permite quesuceda el fenómeno de la representación: el escenariose halla en la subjetividad del espectador. Es por eso que,al leer una crítica constructiva o destructiva —sobretodo la segunda—, solemos enterarnos más del crítico,de sus aficiones y desavenencias, que del texto que él oella pretende criticar.

A lo largo de su carrera Albee ha tenido que lidiarcon el afán de los críticos y públicos estadounidensespor crear y derrumbar estrellas. La inmensa mayoría delos críticos de teatro en los Estados Unidos de Américase comporta como una “Sociedad de Relaciones Públi-cas y Mercadotecnia de Responsabilidad Limitada”cuyo único objetivo es promover a diestra y siniestra el

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La historia del zoológico de Edward Albee

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éxito o el fracaso de amigos o enemigos. El críticocomún se ha olvidado de la hermenéutica del fenó-meno de la representación y ha descuidado su ver-dadera vocación como guía del espectador lego. EnMéxico, semejantes criticastros son lastimosamentepatéticos pues no gozan siquiera del poder de convoca-toria de sus pares angloamericanos y europeos; demanera que su obsesión por promover el proyecto desus favoritos —aún peor, el propio— o derrumbar elde aquellos que osan no rendirles culto, queda eviden-temente demostrado a cada desatino que publican coningenuidad casi infantil.

Sin embargo, la incomprensión de los textos deAlbee en particular no viene sólo del campo hostil.Otros tantos de sus apasionados seguidores se afananen igual medida por buscar la obra en su autor. Asípues, no han faltado quienes hallan la explicación pro-funda de Diminuta Alicia o de ¿Quién teme a VirginiaWoolf ? en la homosexualidad de Albee, por ejemplo.Algunos directores, tan entusiastas como obtusos, han

llegado al salvajismo de montar esta última con dosparejas de varones o a cortar sin miramiento todosaquellos diálogos o albeegorías —término que acuñóRuby Cohn en los setenta— que a su consideraciónson nimios y pasados de moda, sin darse cuenta de queeso equivale a cortarle los cuernos al Moisés de MiguelÁngel o a desdeñar una rosa por exceso de pétalos,espinas o lo que sea.

2. TEXTO: LA OBRA DEL BEBÉ

Sólo puede comenzar la comedia allí donde deja de conmovernos la persona del otro.

Henri Bergson

Da la impresión de que Edward Albee escribió Laobra del bebé para calmar los ímpetus de apologistas ydetractores por igual. Existe una pésima versiónargentina cuyo primer desatino es traducir el título de

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ALBEE Y LA PALABRA

Edward Albee irrumpe en la realidad actual de su propio texto no para jugar cualquier cosa

sino para escribir —que es un juego superlativo—delante del atento espectador.

Carmen Montejo en Tres mujeres altas de Edward Albee

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la obra como un juego. No se trata de un desaciertocualquiera por parte de sus perpetradores, ya que es laraíz de todas las pifias de interpretación —abundantesen aquella infame versión y su desacompasado, si biencomercialmente exitoso, montaje en Buenos Aires—,así como de todo análisis superficial de la albeegoría.Sin duda, la dramaturgia de Albee es eminentementelúdica, detalle que no puede sorprendernos: me atrevoa traer a la memoria del paciente lector que el fenó-meno de la representación es en rigor inseparable deljuego, como ya han demostrado Johan Huizinga, PatricePavis y Gabriel Weisz, por ejemplo. Por eso mismo, re-sulta mucho más importante especificar, en la traduc-ción al español —toda traducción es inevitablementeimprecisa—, la acepción dramática del vocablo play. Sila obra en el inglés original se titulara Baby’s Game,Baby at Play, Playing with the Baby o alguna otra cosasimilar, tal vez se justificaría la menguada, por no decirirresponsable, interpretación argentina; pero el autores claro: ésta es la obra acerca del bebé —The Playabout the Baby. Todas las palabras, incluso las preposi-

ciones y las conjunciones, son ladrillos fundamentalesen la construcción textual de las albeegorías; no se puedeignorar ninguna por antojo en el proceso de una adap-tación superficial y apresurada sin que el texto sufradrásticamente. Albee no es la clase de autor que avien-ta palabras a la página como improvisados al coso; estorero de primera y no admite desparpajo; sus palabrasno son ñoquis a los que se les pone y quita albahaca algusto del comensal, del chef o del pinche.

Todo padre tiene un hijo consentido, ya sea que lodiga sin reservas o lo atesore en su fuero interno. Asi-mismo, todo artista tiene una creación predilecta. Ha-brá quien vea en La Gioconda una obra inferior encomparación con La última cena o San Juan Bautistadel mismo Leonardo; pero fue ese pequeño y enig-mático retrato el que Da Vinci atesoró con celodurante los últimos años de su vida. Es por ello que loscazadores de pistas del máximo genio renacentista hanconcentrado tantos de sus esfuerzos en dicha obra.Bien harían los filibusteros del texto albeegórico,errabundos por los laberintos de su pretexto, en fijar suatención en esta pequeña joya —La obra del bebé —que pudiera pasar desapercibida a su acechadora mira-da. Así pues, en beneficio de quien con tanto ahínco habuscado la significación de la obra en la intimidad desu autor, cabe destacar que Albee mismo se hace pre-sente en este texto. Enhorabuena, detectives de la dra-maturgia, pues al fin se toparán con un hallazgo prove-choso: basta un poco de paciencia y atención mínimapara hallar al autor en su obra. Desde luego que es pre-cisamente lo opuesto de lo que afanosos buscaban;pero no hay que sentirse mal por desempolvar unaburda obviedad: al fin y al cabo, qué de malo hay enredescubrir por enésima ocasión la fórmula del aguatibia —vergüenza, si acaso, sería no dar nunca con ella.

Edward Albee irrumpe en la realidad actual de supropio texto no para jugar cualquier cosa sino paraescribir —que es un juego superlativo— delante delatento espectador. Así pues, resulta hilarante la imper-tinencia de aquellos “especialistas” incapaces de mirary escuchar lo que con tal transparencia se les poneenfrente; que leen una nota en el programa de mano,consultan alguna monografía de diccionario ilustradoy, ya que se les ha advertido la significación autobio-gráfica, intentan azarosamente encontrar al autor enalguna de las anécdotas que se narra en la obra, sin po-ner la más mínima atención al narrador. Entonces noscuentan, con un candor que delata su rencorosa arro-gancia, el cuento que ellos malentienden. Proclamandisparates como éste: el personaje llamado simplementeHombre es el padre adoptivo, Reed Albee —productorde vaudeville, negocio heredado de Edward FranklinAlbee II—, lo que implicaría, de acuerdo a la anécdota—verídica por cierto— que platica en su primera in-

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¿Quién teme a Virginia Woolf? de Edward Albee

tervención en escena que es, además del marido, el hijode la madre del dramaturgo o sea el hermano putativode éste. Hay otros que se han enmarañado en el creti-nismo vanidoso de las palabrerías del Chavo, tentadosa creer que es él quien representa al autor en escena,cuando es obvio que el chico presenta todo lo que Albeeno es; luego, al toparse con semejante contrariedad,optan por tachar la obra de fragmentaria y oscura. Lasposibilidades de desviación son en todo caso tan varia-das como la vida y obra del autor que se investiga —porno detenernos demasiado en la pingüe fantasía del in-vestigador o crítico en turno. No cabe duda de que el fra-caso es la madre de todas las arrogancias pues, en gene-ral, a pesar de ser conscientes de sus propios disparates,aquellos detectives que fracasan en la resolución de lasincógnitas de un texto suelen culpar al dramaturgo porsus propias limitaciones.

Edward Albee ha repetido una y mil veces que lamejor manera de asistir al teatro, cualquier teatro, escomo neófitos empedernidos, como si asistiéramossiempre por vez primera —sin complejos ni pre-juicios— al fenómeno de la representación. Desde estaóptica inmarchitable, La obra del bebé es mucho mássencilla y humorística que aquellas pueriles interpreta-ciones literales de su significación autobiográfica ycruel. En ella, Albee consuma un proceso creativo demás de cuarenta años y despliega ante los ojos atónitosdel espectador todos sus trucos sin aderezos ni ribetes.¿Qué es real y qué no? Ésa es la pregunta fundamentalen una sociedad chovinista y defectuosa encajonadapor su pedantería, por su ceguera voluntaria, por suincapacidad de ver más allá de sí misma, más allá de susfronteras convencionales, más allá de sus miedos. Laperspectiva es alta y negra; esencialmente cómica, al finy al cabo: humor duro en el que no sobran palabras niideas, no hay comparsas ni situaciones prescindibles.El planteamiento es claro, directo y casual: hemos sidoconvocados para llevarnos al Bebé, para darle un reme-dio a la vanidad irreflexiva y mecánica, y liberarnos delensueño americano. Henri Bergson dedujo que la risaes descarnada; no puede ser del todo justa ni buena,pues “su función es intimidar, humillando” para corre-

gir una deformidad social que amenaza la estabilidadde la comunidad. El Bebé es un peligro encerrado en símismo, una falla en el sistema; la corrección no puedeser compasiva; la expulsión de la inocencia, del Edén,de la inmadurez, no ha de conmovernos. Bien advierteFrançois Rabelais, en Gargantúa y Pantagruel, que somos“humildes marionetas cuyos hilos están en manos de lanecesidad”. Y remata Albee la amenaza —o la promesa:“la necesidad mayor impone las reglas del juego”. Nadaes un hecho; todo es incierto; invención pura. Y se aca-bó el tiempo; es hora de reir sin piedad; hora de tocarnuestras heridas para saber quiénes somos. Se acabóel tiempo.

Cuántas veces no le habrán preguntado a Albeesobre el significado de los bebés perdidos, ficticios,descuartizados de sus obras; sobre la reiteración de lascajas; sobre su proceso creativo en general. Cuántosdirectores y productores del mundo habrán pensadoque a ¿Quién teme a Virginia Woolf? le sobra carnita,para luego proceder a deshebrarla sin ton ni son. Si dedescarnar se trata, La obra del bebé es la síntesis magrade aquella obra —malograda en el cine por ElizabethTaylor y Richard Burton— que encumbrara a Albee; yes además un mapa para entender —más que nadapara gozar a plenitud— la totalidad de su canon, lallave de entrada a la dimensión oculta de la albeegoría.Se trata pues de una variación sobre un tema que abor-dó cuarenta años antes; es un destilado del mismocuento, un juguete escénico perfecto —en el sentidode que no le falta ni le sobra nada para significar exac-tamente lo que su autor quiso transmitir. Es un juego,por supuesto, un juego de la escritura, del poder de lapalabra, del alcance significativo del texto más allá,muy por encima, de su pretexto. En esta obra, más queen ninguna otra de Albee, el uso siempre preciso de lossignificantes es fundamental para ese juego de la vidaen el que se hallará el significado real de la ficción tantocomo de la expresión ficticia de la realidad. Lo con-trario, la imprecisión, nos condena a la irrealidad y laautomatización —la deshumanización—, pues nadamás que vanidad en bruto puede hallarse en un con-glomerado hosco y vacuo de significantes echados al

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ALBEE Y LA PALABRA

Edward Albee ha repetido una y mil veces que lamejor manera de asistir al teatro, cualquier teatro, es

como neófitos empedernidos, como si asistiéramossiempre por vez primera —sin complejos ni

prejuicios— al fenómeno de la representación.

aire sin sentido, sin razón y, por tanto, carentes de sig-nificado. En una sociedad intransigente y autocom-placiente la palabra pierde todo su poder y primacíapara transformarse en pura verborrea reveladora de laincompetencia mental de sus individuos, quienes aca-ban por construirse a base de palabras necias y oídossordos. Quizás eso es lo que tanto molestó a los críticosdetractores de La obra del bebé en todo el mundo:habrán visto reflejada su altanería cretina con tal pre-cisión que se proyectaron sin remedio en el sinsentidodel Chavo americano.

3. CONTEXTO: LA CABRA O ¿QUIÉN ES SYLVIA?

Hacer una obra de teatro no es plantear un tema ni contar un cuento, sino crear una dimensión.

Luis de Tavira

Ya hemos dicho que la mente del espectador es elauténtico escenario. En el reducto íntimo de la con-ciencia del sujeto perceptor es en donde se desatan lasbatallas fatales del ejercicio dramático, en especial en elcampo de lo trágico y lo cómico. La metamorfosis defi-nitiva de la palabra se teje en su contexto. Edipo rey yLos dos hidalgos de Verona tienen resonancias en la mentedel espectador actual que, aunque varían de su contex-to primicial, no dejan de impactar deseos y temoresuniversales. El parricidio, el incesto, la traición y, sobretodo, la soberbia humana son impulsos e interdictosque trascienden épocas y lugares específicos. Auncuando cada espectador transforme el texto a su modo—a pesar de compartir un horizonte de expectativascon el resto de la audiencia— en última instancia lacategoría dramática impactará a todos por igual.

Lo trágico, más rotundamente que ninguna otracategoría, se consuma en la medida en que afecta lamente y las sensaciones del espectador. Es por ello quetantos montajes de tragedias clásicas nos parecenreliquias arqueológicas, demasiado lejanos a nosotros,pues no es tarea fácil traducir el temor reverencial a losdioses del Olimpo en términos comprensibles, signi-

ficativos, para la actualidad. El truco infaliblementeradica en montar la obra como la percibimos al leerla,sin adaptaciones perversas. Cuando leemos por vezprimera un texto —de Sófocles, por ejemplo—, y nosimpacta en la lectura con la intensidad suficiente parainducirnos a montarlo, es el cúmulo de imágenes queese texto gesta en nuestro fuero interno lo que habríaque analizar antes que su pretexto o aun que el textomismo. No basta con destilar el tema central o diluci-dar la estructura del cuento; tenemos que detenernosen la dimensión que por sí solo provocó ese texto ennuestro contexto. Sólo así seremos capaces de realizarun montaje vital en contraposición a una piezamuseográfica o una frivolidad efectista, y permitir queel espectador, culto o lego, construya asimismo su con-texto sin perversiones impuestas por el montaje.

Desde que el Realismo irrumpió en nuestros esce-narios, ha habido varios intentos por lograr la catego-ría trágica en términos actuales. Se trata de una tareatitánica que se antojaba imposible pues parecía incon-cebible alcanzar ese tono mayor desde la cotidianeidady la medianía que nos impone el estilo y sus variantes,desde el Naturalismo al Absurdo, desde el Expresionis-mo al Existencialismo. August Strindberg fue el pio-nero en esta aventura pero ni siquiera El padre mereciólas alturas de la tragedia. Otros, como TennesseeWilliams, no lograron trascender el melodrama, o bien—con el ánimo de rescatar el rigor de una categoríadesacreditada por la mala televisión—, se ciñeron a loslímites de lo melodramático. Aun otros gigantes sevieron obligados a desviarse hacía lo fársico, comoSamuel Beckett, por las exigencias propias del estilo.

Probablemente Edward Albee pase a la historiacomo el autor de la primera tragedia del Realismo. Lacabra o ¿Quién es Sylvia? salta de lo cotidiano a loextraordinario y de lo siniestro a lo mate; se eleva alarquetipo mítico y desciende a lo bestial sin despren-derse de la comodidad de la sala de una familia bur-guesa de fin de milenio. El universo erótico de los poe-tas malditos, de Georges Bataille, de Arthur Schnitzler,del Marqués de Sade y de Luis Buñuel ronda un textoescénico en el que nadie siquiera se desprende de un

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Quien se atreve a vanagloriarse como crítico de teatro a pesar de escribir tercamente

que la palabra está pasada de moda en nuestrosespectaculares escenarios está por tanto

fuera de contexto, se equivocó de mundo...

pañuelo —con la salvedad quizá del momento en queel adolescente Billy abraza y besa desesperadamente asu padre. Y es que Albee, como es su costumbre, juegaprincipalmente en el contexto intestino de sus especta-dores. El erotismo y la catástrofe suceden con mayorimpacto en la recepción que en el tablado; se verificanen escena, pero se gestan antes de iniciar la representa-ción y culminan en la impresión que dejan en la sen-sación y el intelecto del espectador.

La tragedia albeegórica ocurre, como debe ser, en elextra-texto, se verifica en el texto escénico, e impre-siona en el contexto pleno del fenómeno teatral: en larelación entre sala y escena. El pretexto ni siquierapinta en la cuadratura de este círculo. Sin embargo, nofaltará el detective que, a pesar del gancho al hígadoque La obra del bebé le ha propinado, sude la gota gordapara insistir en buscar el texto en su pretexto —afán,dicho sea de paso, que lo desconecta completamentedel contexto, le nubla el extra-texto y obnubila irreme-diablemente su capacidad de aprehender y compren-der no sólo a la obra sino, para colmo, al autor que tanazarosamente busca. No descartamos la posibilidadreal de que Albee se preguntase un día frente al espejodel baño: ¿qué tal si hubieras nacido medio siglo mástarde, Edward, en el seno de una familia que te desearaprofundamente; una familia liberal, demócrata y eru-dita? ¿Habría sido más fácil? Me niego a contestar estaspreguntas inútiles; será tarea de la criminologíadramática disfrazada de crítica.

En La cabra conviven la dimensión lúcida, extática,oculta, extraordinaria de los mitos y la convención gris,mediana, patente, ordinaria de lo cotidiano. En esaconvivencia delicadamente equilibrada reside el secre-to de su éxito. Martin y Stevie son tan extraordinarioscomo Edipo y Yocasta, pero también son tan ordina-rios como Helmer y Nora —la pareja protagonista deCasa de muñecas de Henrik Ibsen. Las Euménides y elMinotauro deambulan invisibles por la mansión de losGray: lo que vemos es una familia feliz, sabia y rica; loque vemos es la crema y nata del mejor perfil del sueñoamericano… y luego vemos cómo se derrumba. Es ésteel verdadero sueño americano; no es el mundo color derosa que habitan el Chavo y la Chava de La obra delbebé, sino el sueño de los grandes pensadores estadouni-denses: somos testigos de la hipocresía y la catástrofeque derrumban el mundo de Henry David Thoreau,Martin Luther King y Susan Sontag. Estamos en el te-rreno de la erudición; aquí no cabe el vulgo, sólo hay lugarpara la aristocracia del saber. Incluso el amigo Ross esculto y noble a pesar de sí mismo, por encima de la mez-quindad y la impertinencia que lo impulsan hacia latraición. Por eso La cabra no entra en la horma de la ca-tegoría tragicómica tampoco; porque la ordinariez seeleva al ámbito místico. Es necesario distinguir lo có-

mico —que se presenta lúdico en La obra del bebé, porejemplo— de lo irónico —que domina la situación enLa cabra. Sin duda el humor negro de Albee se respiraen ambas obras y, sin embargo, en aquélla se expresacomo un suculento postre a la Bergson, mientras que enésta se manifiesta con una contundencia trágica hege-

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¿Quién teme a Virginia Woolf? de Edward Albee

¿Quién teme a Virginia Woolf? de Edward Albee

¿Quién teme a Virginia Woolf? de Edward Albee

liana. En su Anatomía de la crítica, Northrop Frye de-muestra cómo en la tragedia moderna la ironía ocupacada vez más un lugar preponderante: la tragedia esinevitable en el marco del destino según la concepcióngriega como lo es también en el universo isabelino;pero es probablemente evitable en la América de fin demilenio. La ironía no sólo permite a Albee ascender alo trágico sin desprenderse del Naturalismo, sino queotorga la distancia óptima al espectador para identifi-carse con Martin Gray sin derrumbarse con él.

Ahora bien, el análisis tonal de este texto nos arrojaun resultado más que revelador: el espacio-tiempo delos Gray es sagrado y el sacrificio es inevitable: es nece-sario que Sylvia muera para restaurar la ley moral, quees donde lo divino se perpetra en lo humano. La trage-dia, en el sentido de la dialéctica hegeliana, sucede másque nada en las entrañas de Martin, ese hombre “pro-fundamente atribulado, grandiosamente dividido”entre dos deseos irreconciliables. ¿Es posible que el des-tino trágico sea al mismo tiempo evitable e inevitable?Albee demuestra no sólo que sí es posible, sino que nopuede ser de otra manera. Al fin y al cabo, él escribe enun mundo donde caben relatividad y cuántica, ¿o no?Y, por supuesto, ¿quién diablos es Sylvia si no el oscuroobjeto del deseo? Hemos entrado al terreno del ero-tismo puro más allá de todo límite: aquí se reúnen SanSebastián y el bestialismo —y se quedó corto Albee dejustificar incluso la pedofilia. Quizá las cienciasgenómicas y la psiquiatría puedan explicar el destino

de la humanidad en el contexto actual; mientras tantoestamos ante la mística erótica de la albeegoría.

Si en La obra del bebé Albee mostró de un plumazocómo las palabras pueden construir y destruir mundosa capricho, cómo es truculenta la distinción entre loverdadero y lo falso, en La cabra o ¿Quién es Sylvia?vemos con toda claridad el poder excesivo de la pala-bra. En esta obra ningún acto es completo hasta que nose dice, y aquí se dice lo indecible y ninguno de los per-sonajes, ni siquiera Ross, se niega a escuchar. Unos a otrosse arrebatan la palabra y es la palabra la que derrumba laconstrucción vital del arquitecto Gray, tan liberal él ytan poco tolerante, en el fondo, de su hijo homosexual.Albee no se niega al espectáculo, simplemente demuestrafelizmente la primacía de la palabra: detrás de todo granespectáculo siempre hay grandes palabras, lo demás esefectismo; y tanto un tema bien planteado como uncuento bien contado pueden crear una dimensión dra-mática excepcional. No por nada el libro sagrado delmundo judeocristiano, el nuestro todavía a pesar deShirley Maclaine y sus huestes, comienza diciendo:“En el principio fue el Verbo”. Quien se atreve a vana-gloriarse como crítico de teatro a pesar de escribir ter-camente que la palabra está pasada de moda en nues-tros espectaculares escenarios está por tanto fuera decontexto, se equivocó de mundo, y más le valdríaquedarse callado para siempre; no sea que un día des-cubra, como Martin Gray, el poder oculto de los sig-nificantes, la ironía del significado de la vida.

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Carmen Montejo en Tres mujeres altas de Edward Albee

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