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“Mujer en custodia. Respuesta institucional a la criminalidad femenina, a fines
del siglo XIX”
María de los Ángeles Fein1
Resumen
Con la inauguración de la “Nueva Cárcel de Mujeres”, el 14 de enero de 1899,
culminó el largo proceso por el cual Estado y sociedad “bienpensante”
institucionalizaron la reconvención de la mujer delincuente.
El recuento de iniciativas frustradas, así como la lectura de los varios proyectos
dados a conocer- algunos apenas esbozados y otros elaborados a conciencia-
permitiría dibujar el sinuoso camino que llevó, finalmente, a la creación del
establecimiento de reclusión instalado en la “Quinta de Molinari”, cerca del
recientemente construido Barrio Reus al Norte.
La prensa de la época encabezó las crónicas referidas al acontecimiento con el
título: “Por perseverancia del Patronato de Damas”. Nada más justo. Sucesivas
“Comisiones de Damas” integradas por las representantes más notables de la
sociedad montevideana intentaron dar forma a la aspiración de contar con un
establecimiento destinado específicamente a la reclusión de mujeres.
Sin embargo, y aunque la “maternidad” de la iniciativa correspondía a las damas
principales que integraron las asociaciones creadas a ese efecto, éste no era un
empeño aislado. Fue una más de las manifestaciones de la “disciplinadora”
sensibilidad finisecular, fácilmente identificable en “(…) las medidas gubernativas
y las modas sociales indicadoras del triunfo de la civilización, (y) la implantación
del nuevo orden, en los años que van de 1860 a 1890.” (J.P.Barrán, 1991, Tomo II,
p. 12)
Documentación que integra los fondos Cárcel Preventiva, Correccional y
Penitenciaria (1888-1905), Consejo Penitenciario (1891-1910), y Superior Tribunal
de Justicia (1889-1898) guardados en el Archivo General de la Nación revela la
1 Estudiante, FHCE, UDELAR.
precaria situación material a la que estuvieron sometidas las mujeres recluidas
hasta la instalación del nuevo establecimiento.
En los archivos de la Comisión de Caridad (1880-1889) y de la Comisión de Caridad
y Beneficencia Pública (1890-1896) se encuentran registros de los constantes
esfuerzos por crear instituciones que dieran solución al problema de la
recuperación moral de la mujer delincuente, designando al personal más idóneo y
controlando luego su desempeño.
El presente trabajo intentará dar cuenta de este proceso, fundamentando
propuestas y conclusiones en las fuentes ya mencionadas, y en la lectura de la
prensa de la época que sistemáticamente denunció el problema reproduciendo el
creciente interés mostrado por la opinión pública.
La frágil frontera entre la desobediencia y el delito.
El Uruguay de fines del siglo XIX es un país en construcción. Se han sentado las
bases políticas que permiten gobernar todo el territorio desde Montevideo, y la
sociedad integrada está decidida a hacer suyos los valores que la civilización
europea proclama como fundamento de su supremacía. Son los “nuevos dioses” a
que hace referencia José Pedro Barrán al analizar la sensibilidad de la sociedad
finisecular: “Trabajo, ahorro, disciplina, puntualidad, orden y salud e higiene del
cuerpo, fueron deificados a la vez que diabolizados el ocio, el lujo, el juego, la
suciedad y la casi ingobernable sexualidad.” (J.P.Barrán, 1991, Tomo II, p. 34)
Los abanderados de la cruzada moralizadora están convencidos de que pueden y
deben incluir al resto de la heterogénea población en su proyecto modernizador.
Cuentan, por cierto, con las mejores herramientas: poderío económico, formación
intelectual, prestigio social; factores que dinámicamente combinados les permiten
moldear a la opinión pública.
De todos los colectivos a ser vigilados y potencialmente encausados, el de las
mujeres es el más numeroso, y heterogéneo. Más allá de su extracción socio-
económica o de su formación cultural, toda mujer debe desempeñar el rol de
subordinada en la estructura social establecida. Obediente a los dictados de su
entorno, tiene que resignar aspiraciones manifiestas y deseos ocultos. Y aún más,
debe transformarse ella misma en agente de difusión de las “buenas costumbres”
y controlar su vigencia y aplicación, en especial, entre sus congéneres.
La abundante prensa ciudadana 2 revela, a veces, alguna escaramuza en esa
continua guerra en defensa de los valores morales convencionales.
La lucha “en pro de la decencia”: ¿Mujeres contra mujeres?
El 15 de enero de 1894, la Tribuna Popular publicó en su sección “Policiales”, y
con el título de “Queja razonable”, un supuesto reclamo de: “Varias señoras que
se ven precisadas a viajar con frecuencia en el tren-vía de Montevideo que como
se sabe pasa por la calle Santa Teresa, destinada como radio al libertinaje, nos
piden que solicitemos de la Jefatura Política la adopción de una medida que evite
las escenas poco edificantes que están obligadas a presenciar.” (La Tribuna
Popular, 15.1.1894, p. 2)
El tranvía había sido concebido como una solución económica para comunicar
rápidamente los barrios alejados –la Villa de la Unión, el Reducto – y la Ciudad
Nueva con la Ciudad Vieja. Conducía a los vecinos de esos parajes, trabajadores
en su mayoría, a desempeñar sus ocupaciones en el centro comercial, financiero y
administrativo.
2 Montevideo, así como muchas de las capitales del Interior contaba con periódicos que en algunos casos llegaban a publicar hasta dos ediciones diarias, y mantenían tiradas significativas, en relación al número de habitantes: “De un diario cada 11 habitantes editado en la prensa montevideana de 1870, pasamos en 1916 al diario cada cuatro. Cien mil ejemplares cotidianos informaban a los 400 mil montevideanos del Novecientos. El mayor tiraje (…) correspondía a El Día: 25000. Le seguía el diario de la oposición, populista y blanco, La Tribuna Popular, escandaloso y muy leído con 19000 ejemplares.” (J.P. BARRÁN, B. NAHUM, 1990, Tomo I, p.159).
"Tranvía del Norte estacionado en lo esquina de las calles Piedras y Maciel.
Inaugurado en 1875 fue la más conocido línea de tranvías de caballos por haber subsistido hasta 1925.” (A. Castellanos, 1971, p.47)
La calle Santa Teresa corría bordeando la costa, demasiado cerca de las calles
principales -25 de Mayo, Sarandí, Rincón- y del centro de la vida mundana del
Montevideo de fin de siglo, como para pretender ignorar su existencia.
Si bien podemos suponer que la mayor actividad en esas pocas cuadras era
nocturna, las “quejas razonables” aludidas en la crónica citada apuntan al
escándalo diurno y se dirigen a: “(…) la policía, que fundándose en razones cuyo
alcance no comprendemos ordenó que se dejara sin efecto la resolución por la
cual se prohibía bajo pena, que las mujeres de mal vivir salieran a la calle sino
después de las 12 de la noche.
De manera pues, que ahora estas mujeres a quienes no es posible exigir
compostura ni moderación, salen cuando mejor les place a la calle, y
especialmente cuando pasan los tranvías, en trajes problemáticos, con el
deliberado propósito de exhibir sus formas plásticas a los concurrentes.”(Ibid)
Vista parcial del plano de Montevideo, editado por Mege y Willens. Año 1862
La exposición del cuerpo en movimiento, las voces destempladas, la risa sin
control, desafiaba la pacata compostura a que se obligaban las mujeres para
considerarse “decentes”. Cabe preguntarse cual era la condición social de las
pasajeras que, según sugiere el recorrido de la línea, se trasladaban
mayoritariamente a los mercados de abastos. En primera instancia, se piensa en
amas de casa que realizaran personalmente la compra de víveres o enseres,
empleadas domésticas encargadas de esa tarea, cocineras que buscaban los
suministros necesarios para abastecer su negocio; pero también, lavanderas de los
Pocitos o del Paso del Molino desplazándose para recoger o entregar la ropa a su
clientela acomodada, quizás alguna joven o niña que se trasladaba a las escuelas o
academias ubicadas en la zona.3
Y cabe suponer también, que los reclamos no partían de las mujeres aludidas, sino
de quienes se adjudicaban la responsabilidad de custodiarlas y de establecer una
línea divisoria que las separara de sus compañeras de género.
3 Numerosos escuelas y academias tenían su sede en calles aledañas al recorrido de la línea Norte. El temor de que las niñas estuvieran “obligadas a presenciar escenas poco edificantes” debe haber reforzado el discurso siempre latente que cuestionaba el acceso de las jóvenes al sistema educativo. En 1880, en el informe de la Comisión creada para examinar la escuela dirigida por María S. de Munar, “(…) se rebaten argumentos contrarios a la educación, acusada de engendrar la vanidad, el descoco, la desvergüenza y el impudor en el sexo femenino” (Machado Bonet, 1969, p. 150)
Se demonizaba a la prostituta, y con ella a toda mujer que, desprotegida por el
sistema familia-Estado, sobrevivía en situación de vulnerabilidad. La comunidad
buscaría revertir esa condición, aunque manteniendo siempre la prioridad de
defenderse antes que defender a quienes estaban marginadas del cuerpo social.
Intentos de reglamentar “ese mal necesario”.
En 1892, durante el Ministerio de Gobierno de Francisco Bauzá, se intentó limitar
el ejercicio de la prostitución a determinados espacios públicos. Según
argumentaba el Ministro, desde 1883 estaba en vigencia un reglamento que
determinaba cual era el radio de las casas de prostitución y disponía la imposición
de medidas sanitarias y policiales, que nunca habían sido impuestas
efectivamente. En ese marco, las “casas de tolerancia” habían proliferado hasta
las inmediaciones del Colegio de las Vicentinas en la intersección con la calle
Misiones, y el Templo Ingles en la esquina con Brecha. Eduardo Acevedo interpreta
así las intenciones del Gobierno: “(…) lo que se ha querido es dar cumplimiento al
decreto de referencia, desoyendo a los dueños de los prostíbulos que invocan las
disposiciones constitucionales que protegen en su vida, honor y seguridad a los
ciudadanos y garanten la libertad individual –transcribe a continuación las
palabras de Bauzá- El Gobierno creyó que semejantes fundamentos eran
impertinentes, por cuanto si la libertad de entregarse al vicio o al crimen es una
facultad derivada del libre albedrío y sólo refrenable por el sentimiento moral,
nunca constituye un derecho en la acepción correcta que la palabra tiene.”
(E.Acevedo,1934, p. 601)
La preocupación siempre presente de autoridades y opinión pública parecía
reducirse a los efectos negativos de la escandalosa vecindad sobre la sociedad
“decente”. “Las academias de baile públicas –señalaba la Memoria de la Jefatura
Política y de Policía del año 1879- importan un serio peligro para la sociedad pues
a ellas concurren un considerable número de jóvenes inexpertos pertenecientes
muchos a familias distinguidas, y allí se familiarizan con los más vergonzosos
vicios; son, además, el centro de la más repugnante corrupción y origen de
continuas pendencias.” (Memoria de la Jefatura Política y de Policía, 1879, p.28)
Esas “continuas pendencias” a que se hace alusión culminaban generalmente en
un hecho violento en el que estaban involucradas las mujeres allegadas al
establecimiento. Muchas veces eran las víctimas, otras menos, las victimarias.
Crímenes de mujer.
Si comenzamos esta exposición con la cita de una noticia relacionada con la
prostitución y el “orden público” es porque, según las denuncias, ese era el
contexto donde se desarrollaban la mayoría de los crímenes violentos en los que
había mujeres involucradas.
A fines del siglo XIX, la mujer que delinquía era mayoritariamente joven, pobre y
estaba desamparada. Muchas de ellas eran migrantes, provenían del interior del
país o de ultramar. Huelga decir que en estos casos el prostíbulo era una
estrategia de supervivencia, tanto en lo material como en lo afectivo. Los vínculos
que había conseguido establecer en ese entorno eran, en muchos casos, el único
recurso al que apelar al momento de necesitar ayuda. Y eran muchas veces esos
vínculos los que la llevaban a caer en el delito, ya sea como protagonista exclusiva
o como cómplice. La prensa de la época se empeñaba en publicar a diario las
crónicas de peleas entre pupilas de algún prostíbulo, hurtos que denunciaban los
clientes y, en menor frecuencia, agresiones de las que resultaban lesiones graves
u homicidios.
El otro colectivo aludido sistemáticamente como más expuesto a incurrir en
delito, era el de las empleadas domésticas. Generalmente desarraigadas de su
comunidad de origen, carentes de contención afectiva, y relegadas a una
subordinación sin posibilidades de réplica, debían adaptarse sin cuestionamientos
a las normas que se le imponían.
El resentimiento acumulado ante una situación de continuo abuso podía generar
distintas formas de respuesta: desde la huída, la trasgresión más elemental
castigada con encierro cuando se trataba de una menor de edad, al “abuso de
confianza”, eufemismo con que se aludía al hurto de bienes de la casa donde
estaban empleadas. Los crímenes violentos eran muy escasos e implicaba en la
mayoría de los sucesos una agresión a sí mismas o a su entorno más íntimo. La
víctima era entonces la pareja abusiva o infiel, o el hijo no deseado. El
infanticidio era el más frecuente de los delitos graves cometido por mujeres, que
la legislación sancionaba, sin embargo, con la pena mínima.4
4 El artículo 338 del Código Penal de 1889 establece: “La madre que, por ocultar su deshonra, matare a su hijo en el momento del nacimiento, o antes de que cumpla tres días, será castigada con penitenciaría de dos a cuatro años.” (E. ARMAND UGON et al, 1930, Tomo 18, p. 75)
La premeditación o la alevosía fueron agravantes casi inexistentes en los procesos
a que eran sometidas las encausadas. Eran muy pocas las penadas con la condena
máxima que estable el Código Penal de 1889. En 1903, el doctor Pedro Figari, que
llevaba adelante una campaña a favor de la abolición de la pena capital, respalda
sus argumentos en datos cuantitativos aportados, entre otros, por los directores
de los establecimientos penitenciarios.
El Director de la Cárcel de Mujeres, inaugurada hacía apenas cuatro años, indicaba
que de las quince penadas por homicidio en el período, sólo tres cumplían
condenas que superaban los veinticinco años y la mayoría (diez) debían cumplir la
pena mínima, de dos a diez años. (P.Figari, 1903, p. 37)
El número de homicidas era además muy reducido si se lo compara con el resto de
las mujeres que ingresaba a la cárcel. En el cuadro siguiente se muestra la
relación en el número de procesadas por los delitos graves más frecuentes, en
base a los datos aportados por la Dirección de la Cárcel de Mujeres (Ibid.)
R elac ión de proc es adas por delitos g raves .
El escaso número de mujeres encausadas y penadas por delitos graves hacía que el
lugar destinado a su reclusión no fuera considerado un problema prioritario por las
autoridades carcelarias. Según la criminóloga Carmen Anthony, la concepción
androcéntrica se reproduce hasta hoy, atribuyendo erróneamente la falta de una
política criminal con perspectiva de género a la diferencia en la tasa de
criminalidad femenina y masculina. Sostiene que “(…)Tanto el discurso como las
normas jurídicas giraban alrededor del hombre delincuente, sus motivaciones y el
tratamiento que recibía en las cárceles y los establecimientos penitenciarios. La
historia de las mujeres y su rol en la sociedad no tenían lugar en estos análisis y
estudios.” ((C. Anthony, 2007, p. 74)
Ing res o anual en las cárc eles de todo el país .
1887-1897
E . Acevedo, Anales Históricos del Uruguay, T omos IV y V
“Las necesidades de los hombres que se encuentran en prisión se privilegian
frente a las necesidades de las mujeres –afirma Anthony- lo cual se traduce en la
inexistencia de una arquitectura carcelaria adecuada y en la falta de recursos.
Esto conduce a que las mujeres tengan menos talleres de trabajo y capacitación,
que no existan bibliotecas adecuadas y que se restrinjan las actividades
culturales, recreativas y educativas a las que tienen derecho.” (Ibid.)
En la “Memoria de la Jefatura Política y de Policía de Montevideo” del año 1875 se
informa que del total de 3665 detenidos a lo largo de todo el año, apenas 187 (5%)
eran mujeres. Quince años después, el “Estado del movimiento de presos”,
emitido desde la recién inaugurada Cárcel Preventiva, Correccional y
Penitenciaria, refleja un porcentaje apenas mayor, siendo las mujeres el 7% del
total. Es evidente que el número de reclusas no tenía porqué constituir un
problema al momento de asignarles alojamiento. Tampoco debería haberlo sido la
naturaleza de los delitos por los que estaban detenidas. Según ya se ha señalado,
la mayoría estaban encarceladas por escándalo o riñas, y permanecían pocos días
en prisión, en calidad de “correccionales”, por lo que no se les aplicaba el
aislamiento celular que implicaba contar con celdas individuales.
El diseño radial del arquitecto Juan Alberto Capurro no contó con un espacio
destinado a alojar a las mujeres recluidas, a pesar de la intención manifiesta de
hacer del nuevo establecimiento un modelo, del que el país debía enorgullecerse.
Patio noroeste de la Cárcel Preventiva, Correccional y Penitenciaria, el día de su inauguración, 25.3.1888.5
Apenas inaugurado el nuevo local, el Director, Coronel Juan Quincoces comunica
al Ministerio de Gobierno: “ En virtud de aproximarse el día de la traslación de los
presos al nuevo Edificio Carcelario, tengo el honor de dirigirme a V.E. solicitando
se digne indicarme el local donde deba remitir las mujeres encausadas y penadas
que existe en esta Cárcel. V.E. conoce bien aquel Establecimiento y ha podido
cerciorarse de que no existe absolutamente departamento alguno para mujeres.
Es una dificultad, Exmo. Sr., que en mi concepto debe ser subsanada a la
brevedad posible.” 6
Las mujeres fueron alojadas en el subsuelo del edificio, ocupando parte del
espacio destinado a talleres, que quedaron en parte sin instalar. Las dificultades
en el funcionamiento interno del establecimiento siguieron motivando los
reclamos de la Dirección, que en su primer informe anual insistía: “…en la planta
baja del Edificio falta la luz y sobra la humedad estando como están por ello
5 La fotografía integra el fondo de registros fotográficos de la antigua Cárcel de Miguelete, recuperados por Daniel Machado por indicación de la Dirección de Cárceles en el año 2002. Disponible en: http://www.danielmachado.com.uy/rodelu/carcel/texto_cr.htm [acceso 22/10/2010] 6 Ministerio de Justicia Culto e Instrucción Pública, Carpeta nº 121, marzo 2 de 1888, en: A.G.N., Fdo. Cárcel Preventiva, Correccional y Penitenciaria (1888-1906)
expuestas a una epidemia(…) falta el sol y falta el espacio necesario para que el
aire se renueve, de modo que prescindiendo del aislamiento que debe procurarse
entre gentes de diferentes edades, mujeres prevenidas y mujeres condenadas,
por lo que la confusión de tales elementos puede ocasionar, se comprende sin
mucho meditar que no es posible continuar en un régimen semejante; pues para
ello no valdrá la pena haber invertido las sumas ingentes que representa el
Establecimiento. Hay urgencia pues, de habilitar otro local.”7
La búsqueda de una solución a la situación de las reclusas fue finalmente abordada
por una institución filantrópica creada por fuera del ámbito estatal: el Patronato
de Damas para la Fundación de la Cárcel de Mujeres y Asilo de Menores.
La quinta de Molinari.
Varias iniciativas antecedieron a la definitiva instalación de la Cárcel de Mujeres
en la llamada Quinta de Molinari. En 1888, el Poder Ejecutivo propuso la creación
de una Escuela de Artes y Oficios y Cárcel de Mujeres. Allí se alojarían, en
espacios separados, niñas menores de diez años que ingresaran por orden judicial
o por decisión de padres o tutores, menores de edad con antecedentes por
prostitución y mujeres adultas acusadas de delitos menores. El proyecto no llegó a
ser aprobado.
En 1894, y nuevamente en 1896, se presentaron propuestas similares, intentando
dar cabida en un solo local a mujeres que ingresaban bajo el régimen de
correccional y a encausadas y penadas por delitos más graves.
Finalmente, el Patronato de Damas, que buscaba obtener el apoyo necesario para
la construcción de un edificio que se adaptara a las necesidades de una prisión
para mujeres, tuvo que declinar sus pretensiones y alquilar la mencionada quinta.
Más adecuado para convento o internado, el edificio no era adecuado para
imponer el aislamiento celular que el Código Penal exigía, ni para mantener las
condiciones de seguridad que impidieran las fugas de las reclusas.
7 Ministerio de Justicia, Culto e Instrucción Pública, Carpeta nº 30, mayo 12 de 1890, en: A.G.N., Fdo. Cárcel Preventiva, Correccional y Penitenciaria (1888-1906)
Aunque la vigilancia del establecimiento era responsabilidad de la guardia policial,
la dirección del establecimiento fue confiada a las religiosas de la Congregación
del Buen Pastor, encargadas de la “regeneración moral de las internas”.
Las mujeres encarceladas representaban una pequeña fracción del total de los
reclusos. Sus delitos eran también menos cruentos y las penas a que estaban
sometidas, más cortas que las de los hombres. La patriarcal sociedad
decimonónica entendió que se podía confiar el “problema menor” de la mujer
encarcelada a sus congéneres comprometidas con el desafío de reintegrarlas a la
comunidad.
Bibliografía consultada:
ACEVEDO, Eduardo, Anales Históricos del Uruguay, Montevideo, Barreiro y Ramos,
1934, Tomo IV, pp. 601-602.
ANTONY, Carmen, Mujeres invisibles: las cárceles femeninas en América Latina,
http://www.nuso.org/upload/articulos/3418_1.pdf (acceso: 21.10.2011)
ARMAND UGON, E. et al, Compilación de Leyes y Decretos, Montevideo,
A.G.N, 1930, Tomo XVIII
BARRÁN, J.P., NAHUM, B., Batlle, los estancieros y el Imperio Británico,
Montevideo, Banda Oriental, 1990, Tomo I, El Uruguay del Novecientos.
BARRÁN, José Pedro, Historia de la sensibilidad en el Uruguay, Tomo 2,
Montevideo, Banda Oriental, 1991.
CASTELLANOS, Alfredo, Montevideo en el Siglo XIX, Nuestra Tierra, 1971.
LAGARDE, Marcela, Los cautiverios de las mujeres. Madresposas, monjas, putas,
pesas y locas, México, UNAM, 2005.
MACHADO BONET, Ofelia, Sufragistas y poetisas, Enciclopedia Uruguaya Nº 38,
Montevideo, Arca, 1969