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AMPARO DÁVILA Selección y nota introductoria LUIS MARIO SCHNEIDER UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO COORDINACIÓN DE DIFUSIÓN CULTURAL DIRECCIÓN DE LITERATURA MÉXICO, 2010

Amparo Dávila

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AMPARO DÁVILA

Selección y nota introductoriaLUIS MARIO SCHNEIDER

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO

COORDINACIÓN DE DIFUSIÓN CULTURAL

DIRECCIÓN DE LITERATURA

MÉXICO, 2010

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ÍNDICE

NOTA INTRODUCTORIA,

LUIS MARIO SCHNEIDER 2

EL HUÉSPED 5

LA SEÑORITA JULIA 11

EL ENTIERRO 21

ÁRBOLES PETRIFICADOS 35

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NOTA INTRODUCTORIA

La infancia es un lujo, pero es también un peligroso ymovedizo terreno que define y retrata una historia.Amparo Dávila lo sabe, lo vivió. Nació en 1928 enPinos, Zacatecas, uno de esos tantos poblados minerosmexicanos que más parecen cuevas de fantasmas, tras-pasados por el viento helado, por días largos comoaños, por años inmensos e inmóviles como la eterni-dad. Ahí no se habita, ahí se inventa la vida por el úni-co camino posible: la imaginación. Tanto se inventa,tanto se fábula que ya no es posible hallar la fronteraentre la verdad y la irrealidad. Si a ello se agrega unaprecaria salud, una infancia solitaria, de hija única,pesada en el silencio, en la mudez, entonces la inteli-gencia se vuelve desquiciante. Para completar, la fami-lia va a vivir a San Luis Potosí, y la muchacha acarreasus espectros y va a parar a colegios de monjas. Ahícomenzó el fatalismo: descubrió la palabra escrita y lalectura perturbadora.

Primero fue la poesía. Dos títulos que ciñen triste-zas, cercenamientos, ansiedades que encubren lágri-mas y deseos de evasiones: Salmos bajo la luna (1950)y Perfil de soledades (1954).

Ya en la ciudad de México descubrió la narrativa, dela que como ataduras ancestrales, como destinación,jamás ha abandonado. En 1959 aparece Tiempo des-trozado; en 1964 Música concreta, y Árboles petrifica-dos, ganador del premio Xavier Villaurrutia, en 1977.

Los tres volúmenes son la constatación de una obse-sión, de una terquedad que asombra. El mundo deAmparo Dávila es siempre uno y lo maravilloso es queese sólo mundo es polifacético, diverso. Nace siemprede lo cotidiano, diría de lo modesto, de lo sin nombre,pero que poco a poco, sin nerviosismo, sin intranquili-dades va recorriendo un lento camino hacia lo insólito;es una ruta al erizamiento. Una naturalidad que a vecessin darnos cuenta estamos habitando el sobresalto, laangustia, la desesperación, especialmente el terror. Unterror que es doblemente monstruoso porque estos

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seres simples, bondadosos a veces, tiernos, cándidos,son en último momento personajes diabólicos, pobla-dores infernales. Parecería que Amparo Dávila, digoparecería, pero estoy seguro de ello, nos descubre queun hecho, que un instante, también un proceso, puededesatar en nosotros los sentimientos y las acciones másinsospechadas, más crueles. De ahí que creo que eneste sentido los cuentos de Amparo Dávila no son sóloliteratura, sino una profunda investigación en el campode la ética, del comportamiento humano.

Todo hace que estos relatos, que esta escritura deuna poderosa vitalidad sea como una telaraña que vaacorralando, que va atrapando al lector hacia un mun-do interior, no desprovisto de magia, de hechizo, de unpoder embrujado.

Narraciones de detalles donde hasta el más ínfimoacontecimiento colabora para la realización total, apo-yado en un lenguaje ceñido, preciso, elemental.

Los personajes de los cuentos de Amparo Dávilason vivencias de una usurpación. Muchas veces hepensado que esta mezcla de convivencia entre seres dela ficción con otros de la vida real —familiares, ami-gos— responde a esa dualidad, están aclimatados enese sitio, en ese umbral donde no se percibe la línea dela razón y del enajenamiento. Dije personajes, peropregunto ¿pueden llamarse así también a esos indivi-duos perturbadores que son más ánimas en pena, crea-turas raras, en metamorfosis, animales singulares quecohabitan en la normalidad y en la extrañeza? En últi-ma instancia fuerzas oscuras que desatan legendariasmemorias de venganza, de muerte y devastación.

Ambivalentes son sus paisajes, sus escenografías.Comprenden lo fácil, lo llano, lo franco, pero al mismotiempo se sostienen en el vértigo de las despiadadas ysalvajes pesadillas de los sueños escalofriantes queanticipan dolor y sangre.

Panoramas detenidos, sentimientos panteístas dondelos objetos representantes de no se sabe qué maquina-ción sobrenatural se vuelven dominadores, absorben-tes. Amos de lo siniestro.

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La crítica ha insistido, quizá demasiado en que loscuentos de Amparo Dávila vienen directamente deluniverso de Edgar Allan Poe, de Franz Kafka y de loslatinoamericanos Borges, Arreola y Cortázar. No seríamejor ¿antes que hallar influencias, hablar de afinida-des espirituales? Si otra cosa distingue a la narrativade Amparo Dávila es su originalidad y su honradezque no proviene por vía intelectual, sino por esa liga-dura a una existencia padecida, también imaginada.

LUIS MARIO SCHNEIDER

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EL HUÉSPED

Nunca olvidaré el día en que vino a vivir con nosotros.Mi marido lo trajo al regreso de un viaje.

Llevábamos entonces cerca de tres años de matri-monio, teníamos dos niños y yo no era feliz. Represen-taba para mi marido algo así como un mueble, que seacostumbra uno a ver en determinado sitio, pero queno causa la menor impresión. Vivíamos en un pueblopequeño, incomunicado y distante de la ciudad. Unpueblo casi muerto o a punto de desaparecer.

No pude reprimir un grito de horror, cuando lo vipor primera vez. Era lúgubre, siniestro. Con grandesojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo, queparecían penetrar a través de las cosas y de las perso-nas.

Mi vida desdichada se convirtió en un infierno. Lamisma noche de su llegada supliqué a mi marido queno me condenara a la tortura de su compañía. No podíaresistirlo; me inspiraba desconfianza y horror. “Escompletamente inofensivo” —dijo mi marido mirán-dome con marcada indiferencia. “Te acostumbrarás asu compañía y, si no lo consigues...” No hubo manerade convencerlo de que se lo llevara. Se quedó en nues-tra casa.

No fui la única en sufrir con su presencia. Todos losde la casa —mis niños, la mujer que me ayudaba enlos quehaceres, su hijito— sentíamos pavor de él. Sólomi marido gozaba teniéndolo allí.

Desde el primer día mi marido le asignó el cuarto dela esquina. Era ésta una pieza grande, pero húmeda yoscura. Por esos inconvenientes yo nunca la ocupaba.Sin embargo él pareció sentirse contento con la habita-ción. Como era bastante oscura, se acomodaba a susnecesidades. Dormía hasta el oscurecer y nunca supe aqué hora se acostaba.

Perdí la poca paz de que gozaba en la casona. Du-rante el día, todo marchaba con aparente normalidad.Yo me levantaba siempre muy temprano, vestía a losniños que ya estaban despiertos, les daba el desayuno

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y los entretenía mientras Guadalupe arreglaba la casa ysalía a comprar el mandado.

La casa era muy grande, con un jardín en el centro ylos cuartos distribuidos a su alrededor. Entre las piezasy el jardín había corredores que protegían las habita-ciones del rigor de las lluvias y del viento que eranfrecuentes. Tener arreglada una casa tan grande y cui-dado el jardín, mi diaria ocupación de la mañana, eratarea dura. Pero yo amaba mi jardín. Los corredoresestaban cubiertos por enredaderas que floreaban casitodo el año. Recuerdo cuánto me gustaba, por las tar-des, sentarme en uno de aquellos corredores a coser laropa de los niños, entre el perfume de las madreselvasy de las buganvilias.

En el jardín cultivaba crisantemos, pensamientos,violetas de los Alpes, begonias y heliotropos. Mientrasyo regaba las plantas, los niños se entretenían buscan-do gusanos entre las hojas. A veces pasaban horas,callados y muy atentos, tratando de coger las gotas deagua que se escapaban de la vieja manguera.

Yo no podía dejar de mirar, de vez en cuando, haciael cuarto de la esquina. Aunque pasaba todo el día dur-miendo no podía confiarme. Hubo veces que, cuandoestaba preparando la comida, veía de pronto su sombraproyectándose sobre la estufa de leña. Lo sentía detrásde mí... yo arrojaba al suelo lo que tenía en las manosy salía de la cocina corriendo y gritando como unaloca. Él volvía nuevamente a su cuarto, como si nadahubiera pasado.

Creo que ignoraba por completo a Guadalupe, nuncase acercaba a ella ni la perseguía. No así a los niños ya mí. A ellos los odiaba y a mí me acechaba siempre.

Cuando salía de su cuarto comenzaba la más terriblepesadilla que alguien pueda vivir. Se situaba siempreen un pequeño cenador, enfrente de la puerta de micuarto. Yo no salía más. Algunas veces, pensando queaún dormía, yo iba hacia la cocina por la merienda delos niños, de pronto lo descubría en algún oscurorincón del corredor, bajo las enredaderas. “¡Allí estáya, Guadalupe!”, gritaba desesperada.

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Guadalupe y yo nunca lo nombrábamos, nos parecíaque al hacerlo cobraba realidad aquel ser tenebroso.Siempre decíamos: —allí está, ya salió, está durmien-do, él, él, él...

Solamente hacía dos comidas, una cuando se levan-taba al anochecer y otra, tal vez, en la madrugada antesde acostarse. Guadalupe era la encargada de llevarle labandeja, puedo asegurar que la arrojaba dentro delcuarto pues la pobre mujer sufría el mismo terror queyo. Toda su alimentación se reducía a carne, no proba-ba nada más.

Cuando los niños se dormían, Guadalupe me llevabala cena al cuarto. Yo no podía dejarlos solos, sabiendoque se había levantado o estaba por hacerlo. Una vezterminadas sus tareas, Guadalupe se iba con su peque-ño a dormir y yo me quedaba sola, contemplando elsueño de mis hijos. Como la puerta de mi cuarto que-daba siempre abierta, no me atrevía a acostarme, te-miendo que en cualquier momento pudiera entrar yatacarnos. Y no era posible cerrarla; mi marido llegabasiempre tarde y al no encontrarla abierta habría pensa-do… Y llegaba bien tarde. Que tenía mucho trabajo,dijo alguna vez. Pienso que otras cosas también loentretenían...

Una noche estuve despierta hasta cerca de las dos de lamañana, oyéndolo afuera... Cuando desperté, lo vijunto a mi cama, mirándome con su mirada fija, pe-netrante... Salté de la cama y le arrojé la lámpara degasolina que dejaba encendida toda la noche. No habíaluz eléctrica en aquel pueblo y no hubiera soportadoquedarme a oscuras, sabiendo que en cualquier mo-mento... Él se libró del golpe y salió de la pieza. Lalámpara se estrelló en el piso de ladrillo y la gasolinase inflamó rápidamente. De no haber sido por Guada-lupe que acudió a mis gritos, habría ardido toda la casa.

Mi marido no tenía tiempo para escucharme ni leimportaba lo que sucediera en la casa. Sólo hablába-mos lo indispensable. Entre nosotros, desde hacíatiempo el afecto y las palabras se habían agotado.

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Vuelvo a sentirme enferma cuando recuerdo... Gua-dalupe había salido a la compra y dejó al pequeñoMartín dormido en un cajón donde lo acostaba duranteel día. Fui a verlo varias veces, dormía tranquilo. Eracerca del mediodía. Estaba peinando a mis niñoscuando oí el llanto del pequeño mezclado con extrañosgritos. Cuando llegué al cuarto lo encontré golpeandocruelmente al niño. Aún no sabría explicar cómo lequité al pequeño y cómo me lancé contra él con unatranca que encontré a la mano, y lo ataqué con toda lafuria contenida por tanto tiempo. No sé si llegué a cau-sarle mucho daño, pues caí sin sentido. Cuando Gua-dalupe volvió del mandado, me encontró desmayada ya su pequeño lleno de golpes y de araños que sangra-ban. El dolor y el coraje que sintió fueron terribles.Afortunadamente el niño no murió y se recuperópronto.

Temí que Guadalupe se fuera y me dejara sola. Sino lo hizo, fue porque era una mujer noble y valienteque sentía gran afecto por los niños y por mí. Pero esedía nació en ella un odio que clamaba venganza.

Cuando conté lo que había pasado a mi marido, leexigí que se lo llevara, alegando que podía matar anuestros niños como trató de hacerlo con el pequeñoMartín. “Cada día estás más histérica, es realmentedoloroso y deprimente contemplarte así... te he expli-cado mil veces que es un ser inofensivo.”

Pensé entonces en huir de aquella casa, de mi mari-do, de él... Pero no tenía dinero y los medios de comu-nicación eran difíciles. Sin amigos ni parientes a quie-nes recurrir, me sentía tan sola como un huérfano.

Mis niños estaban atemorizados, ya no querían jugaren el jardín y no se separaban de mi lado. CuandoGuadalupe salía al mercado, me encerraba con ellos enmi cuarto.

—Esta situación no puede continuar —le dije un díaa Guadalupe.

—Tendremos que hacer algo y pronto —me con-testó.

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— ¿Pero qué podemos hacer las dos solas?—Solas, es verdad, pero con un odio...Sus ojos tenían un brillo extraño. Sentí miedo y

alegría.

La oportunidad llegó cuando menos la esperábamos.Mi marido partió para la ciudad a arreglar unos ne-gocios. Tardaría en regresar, según me dijo, unosveinte días.

No sé si él se enteró de que mi marido se había mar-chado, pero ese día despertó antes de lo acostumbradoy se situó frente a mi cuarto. Guadalupe y su niño dur-mieron en mi cuarto y por primera vez pude cerrar lapuerta.

Guadalupe y yo pasamos casi toda la noche hacien-do planes. Los niños dormían tranquilamente. Decuando en cuando oíamos que llegaba hasta la puertadel cuarto y la golpeaba con furia...

Al día siguiente dimos de desayunar a los tres niñosy, para estar tranquilas y que no nos estorbaran ennuestros planes, los encerramos en mi cuarto. Guada-lupe y yo teníamos muchas cosas por hacer y tantaprisa en realizarlas que no podíamos perder tiempo nien comer.

Guadalupe cortó varias tablas, grandes y resistentes,mientras yo buscaba martillo y clavos. Cuando todoestuvo listo, llegamos sin hacer ruido hasta el cuartode la esquina. Las hojas de la puerta estaban entorna-das. Conteniendo la respiración, bajamos los pasado-res, después cerramos la puerta con llave y comenza-mos a clavar las tablas hasta clausurarla totalmente.Mientras trabajábamos, gruesas gotas de sudor noscorrían por la frente. No hizo entonces ruido, parecíaque estaba durmiendo profundamente. Cuando todoestuvo terminado, Guadalupe y yo nos abrazamosllorando.

Los días que siguieron fueron espantosos. Vivió mu-chos días sin aire, sin luz, sin alimento... Al principiogolpeaba la puerta, tirándose contra ella, gritaba deses-perado, arañaba... Ni Guadalupe ni yo podíamos co-

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mer ni dormir, ¡eran terribles los gritos...! A vecespensábamos que mi marido regresaría antes de quehubiera muerto. ¡Si lo encontrara así...! Su resistenciafue mucha, creo que vivió cerca de dos semanas...

Un día ya no se oyó ningún ruido. Ni un lamento...Sin embargo, esperamos dos días más, antes de abrir elcuarto.

Cuando mi marido regresó, lo recibimos con la noticiade su muerte repentina y desconcertante.

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LA SEÑORITA JULIA

La señorita Julia, como la llamaban sus compañeros deoficina, llevaba más de un mes sin dormir, lo cual em-pezaba a dejarle huellas. Las mejillas habían perdidoaquel tono rosado que Julia conservaba, a pesar de losaños, como resultado de una vida sana, metódica ytranquila. Tenía grandes y profundas ojeras y la ropase le notaba floja. Y sus compañeros habían observa-do, con bastante alarma, que la memoria de la señoritaJulia no era como antes. Olvidaba cosas, sufría fre-cuentes distracciones y lo que más les preocupaba eraverla sentada, ante su escritorio, cabeceando, apunto casi de quedarse dormida. Ella que siempre es-taba fresca y activa. Su trabajo había sido hasta enton-ces eficiente y digno de todo elogio. En la oficina em-pezaron a hacer conjeturas. Les resultaba inexplicableaquel cambio. La señorita Julia era una de esas mu-chachas de conducta intachable y todos lo sabían. Suvida podía tomarse como ejemplo de moderación yrectitud. Desde que sus hermanas menores se habíancasado. Julia vivía sola en la casa que los padres leshabían dejado al morir. Ella la tenía arreglada conbuen gusto y escrupulosamente limpia, por lo que re-sultaba un sitio agradable, no obstante ser una casavieja. Todo allí era tratado con cuidado y cariño. Elmenor detalle delataba el fino espíritu de Julia, quiengustaba de la música y los buenos libros: la poesíade Shelley y la de Keats, los Sonetos del Portugués ylas novelas de las hermanas Brontë. Ella misma sepreparaba los alimentos y limpiaba la casa con verda-dero agrado. Siempre se la veía pulcra; vestida consencillez y propiedad. Debió de haber sido bella; aúnconservaba una tez fresca y aquella tranquila y dulcemirada que le daba un aspecto de infinita bondad.Desde hacía algún tiempo estaba comprometida con elseñor De Luna, contador de la empresa, quien laacompañaba todas las tardes desde la oficina hasta sucasa. Algunas veces se quedaba a tomar un café y a oírmúsica, mientras la señorita Julia tejía algún suéter

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para sus sobrinos. Cuando había un buen conciertoasistían juntos; todos los domingos iban a misa y, a lasalida, a tomar helados o pasear por el bosque. Des-pués Julia comía con sus hermanas y sobrinos; por latarde jugaban canasta uruguaya y tomaban el té. Aloscurecer Julia volvía a su casa muy satisfecha. Revisa-ba su ropa y se prendía los rizos.

Hacía más de un mes que Julia no dormía. Una nochela había despertado un ruido extraño como de peque-ñas patadas y carreras ligeras. Encendió la luz y buscópor toda la casa, sin encontrar nada. Trató de volver adormirse y no pudo conseguirlo. A la noche siguientesucedió lo mismo, y así, día tras día... Apenas comen-zaba a dormirse cuando el ruido la despertaba. La po-bre Julia no podía más. Diariamente revisaba la casade arriba abajo sin encontrar ningún rastro. Como laduela de los pisos era bastante vieja, Julia pensó que alo mejor estaba llena de ratas, y eran éstas las que ladespertaban noche a noche. Contrató entonces a unhombre para que tapara todos los orificios de la casa,no sin antes introducir en los agujeros un raticida. Tuvoque pagar por este trabajo 60 pesos, lo cual le parecióbastante caro. Esa noche se acostó satisfecha pensandoque había ya puesto fin a aquella tortura. Le molestabamucho, sin embargo, haber tenido que hacer aquelgasto, pero se repitió muchas veces que no era posibleseguir en vela ni un día más. Estaba durmiendo pláci-damente cuando el tan conocido ruido la despertó.Fácil es imaginar la desilusión de la señorita Julia.Como de costumbre revisó la casa sin resultado.Desesperada se dejó caer en un viejo sillón de descan-so y rompió a llorar. Allí vio amanecer...

Como a las once de la mañana Julia no podía de sue-ño; sentía que los ojos se le cerraban y el cuerpo se leaflojaba pesadamente. Fue al baño a echarse agua en lacara. Entonces oyó que dos de las muchachas hablabanen el pasillo, junto a la escalera.

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— ¿Te fijaste en la cara que tiene hoy? —Sí, desas-trosa.

—No sé cómo puede presentarse a trabajar así, hastaun niño sospecharía...

— ¿Entonces tú también crees...?— ¡Pero si es evidente...!—Nunca me imaginé que la señorita Julia...—Lo que a mí me da coraje es que se haga pasar por

una santa.—A mí me da mucho dolor verla, la pobre ya no

puede ni con su alma.— ¡Claro!, a su edad...

Julia sintió que toda la sangre se le subía a la cabeza.Le comenzaron a temblar las manos y las piernas se leaflojaron. Le resultaba difícil entender aquella infamia.Un velo tibio le nubló la vista y las lágrimas rodaronpor las mejillas encendidas.

La señorita Julia compró trampas para ratas, queso yveneno. Y no permitió que Carlos de Luna la acompa-ñara, porque le apenaba sobremanera que llegara asaber que su casa se encontraba llena de ratas. El señorDe Luna podía pensar que no había la suficiente lim-pieza, que ella era desaseada y vivía entre alimañas.Colocó una ratonera en cada una de las habitaciones,con una ración de queso envenenado, pues pensabaque si las ratas lograban salvarse de la ratonera morir-ían envenenadas con el queso. Y para lograr mejoresresultados y eliminar cualquier riesgo, puso un peque-ño recipiente con agua, envenenada también, por si lasratas se libraban de la trampa y no gustaban del queso,pues imaginó que sentirían sed, después de su desen-frenado juego. Toda la noche escuchó ruidos, carreras,saltos, resbalones... ¡Aquellas ratas se divertían de lolindo, pero sería su última fiesta! Este pensamiento lecomunicaba algunas fuerzas y le abría la puerta de laliberación. Cuando el ruido terminó, ya en la madru-gada, Julia se levantó llena de ansiedad a ver cuántas

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ratas habían caído en las ratoneras. No encontró unasola. Las ratoneras estaban vacías, el queso intacto. Suúnica esperanza era que, por lo menos, hubieran bebi-do el agua envenenada.

La pobre Julia empezó a probar diariamente un nue-vo veneno. Y tenía que comprarlos en sitios diferentesy donde no la conocieran, pues en los lugares adondehabía ido varias veces comenzaban a verla con mira-das maliciosas, como sospechando algo terrible. Susituación era desesperada. Cada día sus fuerzas dismi-nuían de manera notable. Había perdido su alegríahabitual y la tranquilidad de que siempre había goza-do; su aspecto comenzaba a ser deplorable y su estadonervioso, insostenible. Perdió por completo el apetitoy el placer por la lectura y la música. Aunque lo inten-taba, no podía interesarse en nada. Lo único que leía yestudiaba con desesperación eran unos viejos libros defarmacopea que habían pertenecido a su padre. Pensa-ba que su única salvación consistiría en descubrir ellamisma algún poderoso veneno que acabara con aque-llos diabólicos animales, puesto que ningún otro pro-ducto de los ordinarios surtía efecto en ellos.

La señorita Julia se había quedado dormida. Alguien letocó suavemente un hombro. Despertó al instante, so-bresaltada.

—El jefe la llama, señorita Julia.Julia se restregó los ojos, muy apenada, y se em-

polvó ligeramente tratando de borrar las huellas delsueño. Después se encaminó hacia la oficina del señorLemus. Apenas si llamó a la puerta. Y se sentó en elborde de la silla, estirada, tensa. El señor Lemus co-menzó diciendo que siempre había estado contentocon el trabajo de Julia, eficiente y satisfactorio, peroque de algún tiempo a la fecha las cosas habían cam-biado y él estaba muy preocupado por ella... Que lohabía pensado bastante antes de decidirse a hablarle...Y le aseguraba que, por su parte, no había prestadoatención a ciertos rumores... (esto último lo dijo ba-jando la vista). Julia había enrojecido por completo, se

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afianzó de la silla para no caer, su corazón golpeabasordamente. No supo cómo salió de aquel privado ni sialcanzó a decir algo en su defensa. Cuando llegó a suescritorio sintió sobre ella las miradas de todos los dela oficina. Afortunadamente el señor De Luna no esta-ba en ese momento. Julia no hubiera podido soportarsemejante humillación.

Las hermanas se dieron cuenta bien pronto de que algomuy grave sucedía a Julia. Al principio aseguraba queno tenía nada, pero a medida que las cosas empeorarony que Julia fue perdiendo la estabilidad tuvo que con-fesarles su tragedia. Trataron inútilmente de calmarla yle prometieron ayudarla en todo. Junto con sus maridosrevisaron la casa varias veces sin encontrar nada, locual las dejó muy desconcertadas. Aumentaron enton-ces sus cuidados y atenciones hacia la pobre hermana.Poco después decidieron que Julia necesitaba un buendescanso y que debía solicitar cuanto antes un “permi-so” en su trabajo. Julia también se daba cuenta de queestaba muy cansada y que le hacía falta reponerse,pero veía con gran tristeza que sus hermanas dudabantambién del único y real motivo que la tenía sumida enaquel estado. Se sentía observada por ellas hasta en losdetalles más insignificantes, y ni qué decir de la ofici-na, donde su conducta llevaba a los compañeros a pen-sar en motivos humillantes y vergonzosos. La incom-prensión y la bajeza de que era capaz la mayoría de lagente, la había destrozado y deprimido por completo.Recordaba constantemente aquella conversación quehabía tenido el infortunio de escuchar, y la reconven-ción del señor Lemus... y entonces las lágrimas le ro-daban por las mejillas y los sollozos subían a su gar-ganta.

La señorita Julia estaba encariñada con su trabajo,no obstante la serie de humillaciones y calumnias quea últimas fechas había tenido que sufrir. Llevaba quin-ce años en aquella oficina, y siempre había pensadotrabajar allí hasta el último día que pudiera hacerlo, amenos que se le concediera la dicha de formar un

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hogar como a sus hermanas. Pensaba que era pocoserio andar de un trabajo en otro, y que eso no podíasentar ningún buen precedente. Después de muchocavilar resolvió que no le quedaba más remedio quesolicitar un permiso, como deseaban sus hermanas, ytratar de restablecerse.

Las relaciones de Julia con el señor De Luna se habíanido enfriando poco a poco, y no porque ésta fuera laintención de ella. Cuando empezó a sufrir aquella si-tuación desquiciante, se rehusó a verlo diariamentecomo hasta entonces lo hacía, por temor a que él sos-pechara algo. Experimentaba una enorme vergüenzade que descubriera su tragedia. De sólo imaginarlosentía que las manos le sudaban y la angustia le provo-caba náuseas. Después ya no era sólo ese temor, sinoque Julia no tenía tiempo para otra cosa que no fuerapreparar venenos. Había improvisado un pequeñísimolaboratorio utilizando algunas cosas que se había en-contrado en un cajón, y que sin duda su padre guarda-ba como recuerdo de sus años de farmacéutico, puesunos años antes de morir vendió la farmacia y sólo sededicaba a atender unos cuantos enfermos. En ese la-boratorio Julia pasaba todos sus ratos libres y algunashoras de la noche mezclando sustancias extrañas que,la mayoría de las veces, producían emanaciones inso-portables o gases que le irritaban los ojos y la gargan-ta, ocasionándole accesos de tos y copioso lagrimeo...Así las cosas, Julia ya no tenía tiempo ni paz para sen-tarse a escuchar música con el señor De Luna. Se ve-ían poco, si acaso una vez por semana y los domingosque iban a misa. Pero Julia sentía que aquel afecto erade tal solidez y firmeza que nada lo podía menoscabar.“Un sentimiento sereno y tranquilo, como una sonatade Bach; un entendimiento espiritual estrecho y pro-fundo, lleno de pureza y alegría...” Así lo había Juliadefinido.

Y el señor De Luna pensaba igual que Julia respectode la nobleza de sus relaciones, “tan raras y difícilesde encontrar, en un mundo enloquecido y lleno de per-

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versión, en aquel desenfreno donde ya nadie teníatiempo de pensar en su alma ni en su salvación, dondelos hogares cristianos cada vez eran más escasos...” ydaba gracias diariamente por aquella bella dádiva quese le había otorgado y que tal vez él no merecía. PeroCarlos de Luna era un hombre en extremo piadoso,hijo y hermano ejemplar, contador honorable y muycompetente. Pertenecía con gran orgullo a la Orden deCaballeros de Colón de cuya mesa directiva formabaparte. Ya hacía algunos años que debería haberse ca-sado, pero él, responsable en extremo, había queridoesperar a tener la consistencia moral necesaria, asícomo cierta tranquilidad económica que le permitierasostener un hogar con todo lo necesario y seguir ayu-dando a sus ancianos padres. Había conocido a Juliadesde tiempo atrás, después tuvo la suerte de trabajaren la misma oficina, lo cual facilitó la iniciación deaquella amistad que poco a poco se fue transformandoen hondo afecto. A últimas fechas, el señor De Luna sehallaba muy preocupado y confuso. Julia había cam-biado notablemente, y él sospechaba que algo muygrave debía de ocurrirle. Se mostraba reservada, evita-ba hablarle a solas. Empezó a sufrir en silencio aquelrepentino y extraño cambio de Julia y a esperar que undía le abriera su corazón y se aclarara todo. Pero Juliacada día se alejaba más y el señor De Luna empezó anotar que en la oficina se comentaba también el cam-bio de Julia. Después llegaron hasta él frases malicio-sas y mal intencionadas que tuvieron la virtud, primerode producirle honda indignación y, después, de pren-der la duda y la desconfianza en su corazón. En esteestado fue a consultar su caso con el Reverendo PadreCuevas, que desde hacía muchos años era su confesory guía espiritual y quien resolvía los pocos problemasque el buen hombre tenía. El Reverendo Padre leaconsejó que esperara un tiempo prudente para ver siJulia volvía a ser la de antes o, de lo contrario, se ale-jara de ella definitivamente, ya que a lo mejor ésa erauna prueba palpable que daba Dios de que esa uniónno convenía y estaba encaminada al fracaso y al des-

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encanto, y podía ser, tal vez, un grave peligro para lasalvación de su alma.

La señorita Julia llegó una tarde, última que trabajabaen la oficina, a pedirle a Carlos de Luna que la acom-pañara hasta su casa porque quería comunicarle algoimportante. Este la recibió con marcada frialdad, deuna manera casi hostil, como se puede ver algo queestá produciendo daño o un peligro inmediato y temi-do. Julia, más cohibida que de costumbre por la actitudde Carlos, le relató en el camino que iba a dejar detrabajar por un tiempo porque necesitaba descanso.Carlos de Luna escuchaba sin hacer ningún comenta-rio. Con sombrero y paraguas negros y su habitualtraje oscuro tenía siempre un aire grave y taciturno,que ese día estaba más acentuado.

Julia lo invitó a pasar. Mientras hacía el café experi-mentaba un gran bienestar. La sola presencia del señorDe Luna le producía confianza y tranquilidad. Se re-prochó entonces haberlo visto tan poco durante eseúltimo tiempo. Se reprochó también no haber tenido elvalor de confiarle su tragedia. El la hubiera confortadoy juntos habrían encontrado alguna solución. Decidióentonces hablar con Carlos.

Los dos bebían el café, en silencio. De pronto Juliadijo:

—Carlos... yo quisiera decirle...—Diga, Julia.— ¿No quisiera oír algo de música?—Como usted guste.Julia se levantó a poner unos discos, profundamente

contrariada consigo misma. No se había atrevido, nose atrevería nunca. Las palabras se habían negado asalir. Tal vez aquella actitud demasiado seca de Carlosla había contenido. Aquella mirada tan lejana cuandoella iba a empezar a contarle su tragedia. Cogió sutejido y se sentó. Entonces Carlos de Luna comenzó ahablar, más bien a balbucear:

—Julia, yo quisiera proponerle... más bien... yo hepensado... querida Julia... yo creo que lo mejor... es

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decir, tomando en cuenta... Julia, por nuestro bien ysalud espiritual... lo más conveniente es dar por termi-nado... bueno, quiero decir no llevar adelante nuestroproyecto de matrimonio...

Mientras el señor De Luna trataba de decir esto, sesecó la frente con el pañuelo varias veces. Estaba tanpálido como un muerto y la voz se le quebraba cons-tantemente. Después, un poco más calmado, siguióhablando “de la tremenda responsabilidad que el ma-trimonio implicaba, de los numerosos deberes y lasobligaciones de los cónyuges...”

Julia estaba aún más pálida que él. El tejido habíacaído de sus manos y la boca se le secó completamen-te. El dolor y el desencanto la habían traspasado de talmanera que temía no poder decir ni una sola palabra.Haciendo un verdadero esfuerzo le aseguró que estabade acuerdo con él, y que esa decisión, sin duda, era lomejor para ambos.

La señorita Julia se sentía como una casa deshabitaday en ruinas; no encontraba sitio ni apoyo; se había que-dado en el vacío; girando a ciegas en lo oscuro; queríadejarse ir, perderse en el sueño; olvidarlo todo. Dejóentonces de preparar venenos y de inventar trampaspara las ratas. Tenía la convicción de que aquellosanimales la perseguirían hasta el último día de su vida,y toda lucha contra ellos resultaría inútil. No fue máslos domingos a comer con sus hermanas por no podersoportar el ruido que hacían los niños y menos aúnjugar a las cartas. Tejía constantemente con manostemblorosas; de cuando en cuando se enjugaba unalágrima. Y sólo interrumpía su labor para asear unpoco la casa y prepararse algo de comida. A veces sequedaba, algún rato, dormida en el sillón, y esto eratodo su descanso. Su hermana Mela iba todas las no-ches a acompañarla. Temían que algo le pasara, si ladejaban sola; tal era su estado. Y Mela, cansada de laslabores de su casa, caía rendida y se dormía profun-damente. A veces la despertaban los pasos de Julia que

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iba y venía por toda la casa buscando las ratas, “aque-llas ratas infernales que no la dejaban dormir. . .”

Julia tenía los ojos cerrados, pero estaba despierta yescuchaba los ruidos en la estancia... en la escalera...aquellas carreras... saltos... resbalones... después allíen su cuarto... llegando hasta su cama... debajo de lacama. Abrió los ojos y se incorporó; algo de claridadpenetraba por las viejas persianas de madera. Escuchócomo una estampida, una huida rápida, distinguió unassombras alargadas y alcanzó a ver unos ojillos muyredondos, muy rojos y brillantes. Encendió la luz ysaltó de la cama; ahora sí las encuentro... Despuésde algún rato de inútil búsqueda volvió a la cama tiri-tando de frío. Lloró sordamente. Se mesaba los cabe-llos con desesperación o se clavaba las uñas en laspalmas de las manos produciéndose un daño que ya nosentía.

Aquella mañana la señorita Julia se levantó hacien-do un gran esfuerzo. Dio algunos pasos tambaleante yse detuvo unos minutos frente al espejo para compo-nerse el cabello. El rostro que vio reflejado no podíaser más desastroso. Abrió el clóset para buscar algoque ponerse y... ¡allí estaban!... Julia se precipitó sobreellas y las aprisionó furiosamente. ¡Por fin las habíadescubierto!... ¡las malditas, las malditas, eran ellas!...con sus ojillos rojos y brillantes... eran ellas las que nola dejaban dormir y la estaban matando poco a poco...pero las había descubierto y ahora estaban a su mer-ced... no volverían a correr por las noches ni a hacerruido... estaba salvada... volvería a dormir... volvería aser feliz... allí las tenía fuertemente cogidas... se lasenseñaría a todo el mundo... a los de la oficina... a Car-los de Luna... a sus hermanas... todos se arrepentiríande haber pensado mal... se disculparían... olvidaríatodo... ¡malditas, malditas!... ¡qué daño tan grande lehabían hecho!... pero allí estaban... en sus manos... reíaa carcajadas... las apretaba más... caminaba de un ladoa otro del cuarto... estaba tan feliz de haberlas descu-

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bierto... ya había perdido toda esperanza... reía estrepi-tosamente... Ahora estaban en su poder... ya no le har-ían daño nunca más... hablaba y reía... lloraba de gustoy de emoción gritaba, gritaba... qué suerte haberlasdescubierto, qué suerte... risa y llanto, gritos, carcaja-das... con aquellos ojillos rojos y brillantes... gritaba...gritaba... gritaba…

Cuando Mela llegó, restregándose los ojos y boste-zando, encontró a Julia apretando furiosamente su her-mosa estola de martas cebellinas.

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EL ENTIERRO

A Julio y Aurora Cortázar

Volvió en sí en un hospital, en un cuarto pequeñodonde todo era blanco y escrupulosamente limpio,entre tanques de oxígeno y frascos de suero, sin podermoverse ni hablar, sin permiso de recibir visitas. Conla conciencia vino también la desesperación de encon-trarse hospitalizado y de una manera tan estricta. To-dos sus intentos de comunicarse con su oficina, de vera su secretaria, fueron inútiles. Los médicos y las en-fermeras le suplicaban a cada instante que descansaray se olvidara, por un tiempo, de todas las cosas, que nose preocupara por nada. —”Su salud es lo primero,descanse usted, repose, repose, trate de dormir, de nopensar...” —“Pero, ¿cómo dejar de pensar en su ofici-na abandonada de pronto sin instrucciones, sin direc-ción? ¿Cómo no preocuparse por sus negocios y todoslos asuntos que estaban pendientes? Tantas cosas quehabía dejado para resolver al día siguiente. Y la pobreRaquel sin saber nada... Su mujer y sus hijos eranacompañantes mudos. Se turnaban a su cabecera perotampoco lo dejaban hablar ni moverse.” —“Todo estábien en la oficina, no te preocupes, descansa tranqui-lo”—. Él cerraba los ojos y fingía dormir, daba órde-nes mentalmente a su secretaria, repasaba todos susasuntos, se desesperaba. Por primera vez en la vida sesentía maniatado, dependiendo sólo de la voluntad deotros, sin poder rebelarse porque sabía que era inútilintentarlo. Se preguntaba también cómo habrían toma-do sus amigos la noticia de su enfermedad, cuáleshabrían sido los comentarios. A veces, un poco ador-mecido a fuerza de pensar y pensar, identificaba elsonido del oxígeno con el de su grabadora, y sentíaentonces que estaba en la oficina dictando como acos-tumbraba hacerlo, al llegar por las mañanas; dictabalargamente hasta que, de pronto y sin tocar la puerta,entraba su secretaria con una enorme jeringa de inyec-

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ciones y lo picaba cruelmente; abría entonces los ojos yse encontraba de nuevo allí, en su cuarto del hospital.

Todo había empezado de una manera tan sencillaque no le dio importancia. Aquel dolorcillo tan persis-tente en el brazo derecho, lo había atribuido a unasimple reuma ocasionada por la constante humedaddel ambiente, a la vida sedentaria, tal vez abusos en labebida... tal vez. De pronto sintió que algo por dentrose le rompía, o se abría, que estallaba, y un dolor mor-tal, rojo, como una puñalada de fuego que lo atravesa-ba; después la caída, sin gritos, cayendo cada vez máshondo, cada vez más negro, más hondo y más negro,sin fin, sin aire, en las garras de la asfixia muda.

Después de algún tiempo, casi un mes, le permitie-ron irse a su casa, a pasar parte del día en un sillón dedescanso y parte recostado en la cama. Días eternossin hacer nada, leyendo sólo el periódico, y eso des-pués de una gran insistencia de su parte. Contando lashoras, los minutos, esperando que se fuera la mañana yviniera la tarde, después la noche, otro día, otro, yasí... Aguardando con verdadera ansiedad que fueraalgún amigo a platicar un rato. Casi a diario les pre-guntaba a los médicos con marcada impaciencia,cuándo estaría bien, cuándo podría reanudar su vidaordinaria. —“Vamos bien, espere un poco más.” —“Tenga calma, estas cosas son muy serias y no se pue-den arreglar tan rápidamente como uno quisiera. Ayú-denos usted…”— Y así era siempre. Nunca pensó quele llegara a pasar una cosa semejante, él que siemprehabía sido un hombre tan sano y tan lleno de actividad.Que tuviera de pronto que interrumpir el ritmo de suvida y encontrarse clavado en un sillón de descanso,allí en su casa, a donde desde algunos años atrás no ibasino a dormir, casi siempre en plena madrugada; acomer de vez en cuando (los cumpleaños de sus hijosy algunos domingos que pasaba con ellos). En la ac-tualidad sólo hablaba con su mujer lo más indispensa-ble, cosas referentes a los muchachos que era necesa-rio discutir o resolver de común acuerdo, o cuandotenían algún compromiso social, de asistir a una fiestao de recibir en su casa. El alejamiento había surgido a

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los pocos años de matrimonio. Él no podía atarse a unasola mujer, era demasiado inquieto, tal vez demasiadoinsatisfecho. Ella no lo había comprendido. Repro-ches, escenas desagradables, caras largas… hasta queal fin acabó por desentenderse totalmente de ella yhacer su vida como mejor le complacía. No hubo di-vorcio; su mujer no admitía esas soluciones anticató-licas, y se concretaron sólo a ser padres para los hijosy a cumplir con las apariencias. Había llegado a serletan extraña que ya no sabía qué platicarle ni qué decir-le. Ahora ella lo atendía con marcada solicitud, que élno llegaba a entender si era todavía un poco de afecto,sentido del deber, o tal vez lástima de verlo tan enfer-mo. Como fuera, se encontraba bastante incómodoante ella, no porque sintiera remordimientos de ningu-na especie (nunca había tenido remordimientos en lavida), sólo su propio yo tenía validez, los otros funcio-naban en relación con su deseo.

Pocos amigos lo visitaban. Los más íntimos: —“¿cómote sientes?”, —“¿qué tal va ese ánimo?”, —“hoy te vesmuy bien”, “—hay que darse valor, animarse”, —“pronto estarás bien”, —“tienes muy buen semblante,no pareces enfermo”— (entonces sentía unos deseosincontrolables de gritar, que no estaba enfermo delsemblante, que cómo podían ser tan imbéciles), perose contenía; lo decían seguramente de buena fe,además no era justo portarse grosero con quienes ibana platicar un rato con él y a distraerlo un poco. Esosmomentos con sus amigos y los ratos que pasaba consus hijos cuando no iban a clases, eran su única dis-tracción.

Todos los días aguardaba el momento en que su mu-jer se metía bajo la regadera, entonces descolgaba elteléfono y en voz muy baja le hablaba a Raquel. Aveces ella le contestaba al primer timbrazo; otras tar-daba; otras no contestaba, él imaginaba entonces cosasque lo torturaban terriblemente: la veía en la cama, encompleto abandono, acompañada todavía, sin oír si-quiera el timbre del teléfono, sin acordarse ya de él, detodas sus promesas... En esos momentos quería aven-tar el teléfono y las mantas que le calentaban las pier-

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nas, y correr, llegar pronto, sorprenderla (todas eraniguales, mentirosas, falsas, traidoras, “el muerto alhoyo y el vivo al pollo”, miserables, vendidas, cínicas,poca cosa, pero de él no se burlaría, la pondría en sulugar, la botaría a la calle, a donde debía estar, la ense-ñaría a que aprendiera a comportarse, a ser decente, sebuscaría otra muchacha mejor y se la pondría enfrente,ya vería la tal Raquel, ya vería...). Pálido como unmuerto y todo tembloroso, pedía a gritos un poco deagua y la pastilla calmante. Otro día ella contestaba elteléfono rápidamente y todo se le olvidaba.

Los días seguían pasando sin ninguna mejoría.—“Debe usted tener paciencia, ésta es una cosa len-ta, ya se lo hemos dicho, espere un poco más”—. Peroél empezó a observar cosas bastante evidentes: lasmedicinas que disminuían o se tornaban en simplescalmantes; pocas radiografías, menos electrocardio-gramas; las visitas de los médicos cada vez más cortasy sin comentarios, el permiso para ver a su secretaria ytratar con ella los asuntos más urgentes; la notablepreocupación que asomaba a los rostros de su mujer yde sus hijos; su solicitud exagerada al no querer yacasi dejarlo solo, sus miradas llenas de ternura... Desdealgunos días atrás su mujer dejaba abierta la puerta dela recámara, contigua a la de él, y varias veces durantela noche le daba vueltas con el pretexto de ver si nece-sitaba algo. Una noche que no dormía la oyó sollozar.No tuvo más dudas entonces, ni abrigó más esperan-zas. Lo entendió todo de golpe, no tenía remedio y elfin era tal vez cercano. Experimentó otro desgarra-miento, más hondo aún que el del ataque. El dolor sinlímite ni esperanza de quien conoce de pronto su sen-tencia y no puede esperar ya nada sino la muerte; dequien tiene que dejarlo todo cuando menos lo pensaba,cuando todo estaba organizado para la vida, para elbienestar físico y económico; cuando había logradocimentar una envidiable situación; cuando tenía tresmuchachos inteligentes y hermosos a punto de conver-tirse en hombres, cuando había encontrado una chicacomo Raquel. La muerte no estuvo nunca en sus pla-nes ni en su pensamiento. Ni aun cuando moría algún

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amigo o algún familiar pensaba en su propia desapari-ción; se sentía lleno de vida y de energías. ¡Tenía tan-tos proyectos, tantos negocios planeados, quería tantascosas! Deseó ardientemente, con toda su alma, en-contrarse en otro día, sentado frente a su escritoriodictando en la grabadora, corriendo de aquí para allá,corriendo siempre para ganarle tiempo al tiempo. ¡Quetodo hubiera sido una horrible pesadilla! Pero lo máscruel era que no podía engañarse a sí mismo. Habíaido observando día a día que su cuerpo le respondíacada vez menos, que la fatiga comenzaba a ser ago-biante, la respiración más agitada.

Aquel descubrimiento lo hundió en una profundadepresión. Así pasó varios días, sin hablar, sin querersaber de sus negocios, sin importarle nada. Después, ycasi sin darse cuenta, empezó, de tanto pensar y pensaren la muerte, a familiarizarse con ella, a adaptarse a laidea. Hubo veces en que casi se sintió afortunado porconocer su próximo fin y no que le hubiera pasadocomo a esas pobres gentes que se mueren de pronto yno dan tiempo ni a decirles “Jesús te ayude”; los quese mueren cuando están durmiendo y pasan de un sue-ño a otro sueño, dejándolo todo sin arreglar. Era prefe-rible saberlo y preparar por sí mismo las cosas; hacersu testamento correctamente, y también ¿por qué no?dejar las disposiciones para el entierro. Quería ser en-terrado, en primer lugar, como lo merecía el hombreque trabajó toda la vida hasta lograr una respetableposición económica y social y, en segundo término, asu gusto y no a gusto y conveniencias de los demás.“Ya todo es igual, para qué tanta ostentación, son va-nidades que ya no tienen sentido”, eso solían opinarsiempre los familiares de los muertos. Pero para quienlo dejaba todo, sí tenía sentido que las dos o tres cosasúltimas que se llevaba fueran de su gusto. Empezó porpensar cuál sería el cementerio conveniente. El ingléstenía fama de ser el más distinguido y por lo tantodebía ser el más costoso. Allí fue a enterrar a dosamigos y no lo encontró mal ni deprimente; parecíamás bien un parque, con muchas estatuas y pradosmuy bien cuidados. Sin embargo se respiraba allí una

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cierta frialdad establecida: todo simétrico, ordenado,exacto como la mentalidad de los ingleses y, para sersincero consigo mismo, nunca le habían simpatizadolos ingleses con su eterna careta de serenidad, tanmetódicos, tan puntuales, tan llenos de puntos y co-mas. Siempre le costó mucho trabajo entenderlos lasocasiones en que tuvo negocios con ellos; eran minu-ciosos, detallistas y tan buenos financieros que le pro-ducían profundo fastidio. Él, que era tan decidido entodas sus cosas, que se jugaba los negocios muchasveces por pura corazonada, que al tomar una decisiónhabía dicho su última palabra, que cerraba un negocioy pasaba inmediatamente a otro, no soportaba a aque-llos tipos que volvían al principio del asunto, hacíanmil observaciones, establecían cláusulas, imponían milcondiciones, ¡vaya que eran latosos!... Mejor seríapensar en otro cementerio. Se acordó entonces delJardín, allí donde estaba enterrada su tía Matilde. Nocabía duda de que era el más bonito: fuera de la ciu-dad, en la montaña, lleno de luz, de aire, de sol (porcierto que no supo nunca cómo había quedado el mo-numento de su tía; no tenía tiempo para ocuparse deesas cosas, no por falta de voluntad, ¡claro!; su mujerle contó que lo habían dejado bastante bien). Allí tam-bién estaba Pepe Antúnez, ¡tan buen amigo, y québueno era para una copa!, nunca se doblaba, aguantabahasta el final. Ya cuando estaba alegre, le gustaba oírcanciones de Guty Cárdenas, y por más que le dijeronque dejara la copa nunca hizo caso: “Si no fuera poréstas —decía levantando la copa—, y una o dos cosasmás, ¡qué aburrida sería la vida!” Y se murió de eso.Él tampoco había sido malo para la copa: unos cuantoswhiskys para hacer apetito, una botella de vino en lacomida, después algún coñac o una crema y, si nohubiera sido porque tenía demasiados negocios y lequedaba poco tiempo, a lo mejor habría acabado comoel pobre Pepe... Pensó también en el Panteón Francés.“Tiene su categoría, no cabe duda, pero es el que másparece un cementerio, tan austero, tan depresivo. Esextraño que sea así, pues los franceses siempre pare-cen tan llenos de vida y de alegría... sobre todo ellas...

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Renée, Dennise, Viviane...” Y sonrió complacido,“¡guapas muchachas!” Cuando estaba por los cuarentacreía que tener una amante francesa era de muy buentono y provocaba cierta envidia entre los amigos, puesexiste la creencia de que las francesas y las italianasconocen todos los secretos y misterios de la alcoba.Después, con los años y la experiencia, llegó a saberque el ardor y la sabiduría eróticos no son un rasgoracial, sino exclusivamente personal. Había tenido dosamantes francesas por aquel entonces. Viviane no fuenada serio. A Renée se la presentaron en un coctel dela Embajada Francesa:

—Acabo de llegar... estoy muy desorientada... no sécómo empezar los estudios que he venido a hacer, us-ted sabe, un país desconocido…

—Lo que usted necesita es un padrino que la orien-te, algo así como un tutor…

La mirada con que ella aceptó el ofrecimiento fuetan significativa, que él supo que podría aspirar a seralgo más que tutor. Y así fue, casi sin preámbulos nirodeos se habían entendido. Con la misma naturalidadcon que algunas mujeres toman un baño o se cepillanlos dientes, aquellas niñas iban a la cama. Le habíapuesto un departamento chico pero agradable y acoge-dor: una pequeña estancia con cantina, una cocinita yun baño. En la estancia había un cauch forrado de ter-ciopelo rojo que servía de asiento y de cama, una mesay dos libreros. Renée llevó solamente algunos libros,una máquina de escribir y sus objetos personales. Él leregaló un tocadiscos para que pudiera oír músicamientras estudiaba. Ella nunca cocinaba en el depar-tamento, decía que no le quedaba tiempo con tantasclases y se quejaba siempre de que comía mal, encualquier sitio barato. Los hermanos estudiaban aún, elpadre, un abogado ya viejo, litigaba poco. Por lo tantode su casa le enviaban una cantidad muy reducida parasus gastos. Él no había podido soportar que Renéeviviera así y le regaló una tarjeta del Diners Club paraque comiera en buenos restaurantes. Al poco tiempotuvo que cambiarla a otro departamento más grande y,por supuesto, más costoso. Ella se lamentaba conti-

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nuamente de que el departamento era demasiado redu-cido, de que se sentía asfixiar, de que los vecinoshacían mucho ruido y no la dejaban trabajar... Des-pués tuvo que comprarle un automóvil, porque perdíamucho tiempo en ir y venir de la escuela, los camionessiempre iban llenos de gente sucia y de léperos que laasediaban con sus impertinencias; a veces hasta nece-sitaba pedir ayuda, ¡y claro que él no podía permitiresas cosas! Renée le había gustado mucho, era cierto,pero nunca se apasionó por ella. La relación duró co-mo un año. Después ella empezó a no dejarse ver tanseguido, “tengo que estudiar mucho, reprobé una ma-teria, y quiero presentarla a título de suficiencia, uncompañero me va a ayudar...” Cuando ella tenía queestudiar, lo cual sucedía casi todas las noches, él pasa-ba a llevarle una caja de chocolates o algunos bocadi-llos; ella abría la puerta y recibía el obsequio pero nole permitía entrar; “estando tú, no podré estudiar ytengo que pasar el examen”, le daba un beso rápido ycerraba la puerta con un au revoir chéri. Él se mar-chaba entonces un poco fastidiado en busca de algúnamigo para ver una variedad, o a tomar algunas copasantes de irse a dormir a su casa... Aquel día le llevó loschocolates como de costumbre. Se había despedido, yya se iba, cuando notó que llevaba desanudada la cintade un zapato, se agachó para amarrársela, pegado casia la puerta del departamento. Entonces escuchó las risasde ellos y algunos comentarios: —”Ya nos trajeronnuestros chocolates”. —“¡Pobre viejo tonto!” —decía elmuchacho. Después más risas, después. .. ¡Lo que habíasentido! Toda la sangre se le subió de pronto a la cabe-za, quiso tirar la puerta y sorprenderlos, golpear, gri-tar; y no estaba enamorado, era su orgullo, su vanidadpor primera vez ofendida. ¡Qué buena jugada le habíahecho la francesita! Encendió un cigarrillo y le diovarias fumadas. No valía la pena, había reflexionadode pronto, sólo quedaría en ridículo, o a lo mejor se lepasaba la mano y mataba al muchacho y ¿entonces?,¡qué escándalo en los periódicos! Un hombre de suposición engañado por un estudiantino, ¡daba risa! Susamigos se burlarían de él hasta el fin de su vida, ya se

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lo imaginaba. Además, toda la familia se enteraría, losclientes que lo juzgaban una persona tan seria y hono-rable... No, de ninguna manera se comprometería conun asunto de tal índole. Tomó el elevador y salió deledificio, estacionó su carro a cierta distancia y esperófumando cigarrillo tras cigarrillo. Quería saber a quéhora salía el muchacho, para estar totalmente seguro.Esperó hasta las siete de la mañana; lo vio salirarreglándose el cabello, bostezando... Después ella lohabía buscado muchas veces. Lo llamaba a su oficina,lo esperaba a la entrada, lo buscaba en los bares acos-tumbrados. El permaneció inabordable; ya no le inte-resaba: había miles como ella, o mejores. Dennise nosignificó nada, se acostó con ella dos o tres veces, yera mucho, pues todos sus amigos y casi media ciudad,habían pasado sólo una vez por su lecho; tenía la cualidadde ser muy aburrida y la obsesión de casarse con quien sedejara, además era larga y flacucha, no tenía nada…

Se decidió finalmente por el Cementerio Jardín,quedaría cerca de su tía Matilde. Después de todo, ellafue como su segunda madre, lo había recogido cuandoquedó huérfano y le dio cariño y protección. Ordenaríaque le hicieran un monumento elegante y sobrio: unalápida de mármol con el nombre y la fecha. Compraríauna propiedad para toda la familia; que pasaran allí ala tía Matilde y a sus hermanos. Comprar una propie-dad tenía sus ventajas: como inversión era bastantebuena, pues los terrenos suben de precio siempre, aúnlos de los cementerios; aseguraba también que sus hijosy su mujer tuvieran dónde ser enterrados; no sería nadadifícil que acabaran con la herencia que iba a dejarles,¡había visto tantos casos de herencias cuantiosas dolo-rosamente dilapidadas! Su ataúd sería metálico, bienresistente y grande; no quería que le pasara lo que aPancho Rocha: cuando fue a su velorio tuvo la des-agradable impresión de que lo habían metido en unacaja que le quedaba chica. Pediría una carroza de lasmás elegantes y caras para que las gentes que vieranpasar su entierro dijeran: debe haber sido alguna per-sona muy importante y muy rica. En cuanto a la agen-cia funeraria donde sería velado no había problema,

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Gayosso era la mejor de todas. Estas disposicionesirían incluidas en el testamento que pensaba entregar asu abogado y que debería ser abierto tan pronto él mu-riera para darle tiempo a la familia de cumplir susúltimos deseos.

Los días empezaron a hacérsele cortos. A fuerza depensar y pensar se le iban las horas sin sentir. Ya nosufría esperando las visitas de los amigos, por el con-trario deseaba que no fueran a interrumpirlo ni que susecretaria llegara a informarlo o a consultarle cosas desus negocios. La familia comenzó a hacerse conjeturasal observar el cambio que había experimentado des-pués de tantos días sumido en el abatimiento. Se leveía entusiasmado con lo que planeaba; sus ojos teníanotra vez brillo. Permanecía callado, era cierto, peroocupado en algo muy importante. Llegaron a pesar queestaría madurando alguno de esos grandes negociosque solía realizar. Para ellos este cambio fue un alivio,pues su depresión les hacía más dura la sentencia quese cernía sobre él.

Comenzó por escribir el testamento, las disposicio-nes para el entierro las dejaría al final, ya que estabantotalmente planeadas y resueltas. La fortuna —fincas,acciones, dinero en efectivo— sería repartida por par-tes iguales entre su mujer y sus tres hijos; su mujerquedaría como albacea hasta que los muchachoshubieran terminado sus carreras y estuvieran en condi-ciones de iniciar un trabajo. A Raquel le dejaría la casaque le había puesto y una cantidad de dinero suficientepara que hiciera algún negocio. A su hermana Sofía,algunas acciones de petróleos; la pobre nunca estabamuy holgada en cuestión de dinero, con tantos hijos ycon Emilio que casi siempre terminaba mal en todoslos negocios que emprendía. A su secretaria le daría lacasa de la colonia del Valle: había sido tan pacientecon él, tan fiel y servicial, tenía casi quince años a suservicio... Su hermano Pascual no necesitaba nada, yaque era tan rico como él. Pero su tía Carmen sí, aun-que era cierto que nunca tuvo gran cariño por aquella

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vieja neurasténica que siempre lo estaba regañando ycensurando; en fin, así era la pobre y ya estaba tanvieja que le quedaría sin duda poco tiempo de vida,que por lo menos ese tiempo tuviera todo lo que se leantojara.

Tardó varios días en escribir el testamento. No queríaque nadie se enterara de su contenido hasta el momentooportuno. Escribía en los pocos ratos en que lo dejabansolo. Cuando alguien llegaba, escondía los papeles enel escritorio y cerraba con llave el cajón. Todo habíaquedado perfectamente aclarado para no dar lugar aconfusiones y pleitos, era un testamento bien organi-zado y justo, no defraudaría a nadie. Sólo faltaba agre-gar allí las disposiciones para el entierro, lo cual haríaen cualquier otro momento.

Dos cosas deseaba antes de morir: salir a la calle porúltima vez, caminar solo, sin que nadie lo vigilara ysin que nadie en su casa se enterara, caminar como unade esas pobres gentes que van tan tranquilas sin saberque llevan ya su muerte al lado y que al cruzar la calleun carro las atropella y las mata, o los que se muerencuando están leyendo el periódico mientras hacen colapara esperar su camión; quería también volver a veruna vez más a Raquel, ¡la había extrañado tanto!... Laúltima vez que estuvieron juntos cenaron fuera de laciudad; el lugar era íntimo y agradable, muy poca luz,la música asordinada, lenta... A las tres copas Raquelquiso bailar; él se había negado: le parecía ridículo asu edad, podía encontrarse con algún conocido, eso yano era para él; pero ella insistió, insistió y ya no pudonegarse. Recordaba aún el contacto de su cuerpo tangenerosamente dotado, su olor de mujer joven y lim-pia, y como si hubiera tenido un presentimiento, lahabía estrechado más.

Cuando la fue a dejar a su casa, no se quedó conella; no se sentía bien, tenía una extraña sensación deansiedad, algo raro que le oprimía el pecho, lo sofoca-ba y le dificultaba la respiración; apenas había podidollegar a su casa y abrir el garaje... Cumpliría estos de-seos, sin avisarle a nadie, se escaparía. Después de lacomida resultaría fácil: su mujer dormía siempre una

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pequeña siesta y los sirvientes hacían una larga sobre-mesa. Él pasaba siempre las tardes en la bibliotecadonde había una puerta que comunicaba con el garaje,por allí saldría sin ser visto. En el clóset de la bibliote-ca tenía abrigo y gabardina... Cuando regresara lesexplicaría todo, ellos entenderían. En su situación yanada podía hacerle mal, su muerte era irremediable. Sequedara sentado inmóvil como un tronco o saliera acaminar, para el caso ya todo era igual... En aquelmomento entró su mujer: la tarde estaba fría, llovía unpoco, era mejor irse a la cama. Accedió de buena ganay se dejó llevar. Antes de dormirse volvió a pensar congran regocijo que al día siguiente haría su última sali-da. Se sentía tan emocionado como el muchacho quese va por primera vez de parranda: vería a Raquel,vería otra vez las calles, caminaría por ellas…

Estaba en la biblioteca, como de costumbre, sentadoen su eterno sillón de descanso. No se escuchaba elmenor ruido. Parecía que no había un alma en toda lacasa. Sonrió complacido: todo iba a resultarle másfácil de lo que había pensado. Eran cerca de las cuatrode la tarde cuando se decidió a salir. Sacó del clóset lagabardina, una bufanda de lana y un sombrero. Searregló correctamente y escuchó pegado a la puerta,pero no había la menor señal de vida en aquella casa,todo era silencio, un silencio absoluto. Bastante tran-quilo salió por la puerta del garaje, no sin antes haber-se colocado unos gruesos lentes oscuros para no serreconocido. Quería caminar solo. La tarde era gris yalgo fría, tarde de otoño ya casi invierno. Se acomodóla bufanda y se subió el cuello de la gabardina, se alejóde la casa lo más rápido que pudo. Después, confiado,aminoró el paso y se detuvo a comprar cigarrillos. En-cendió uno y lo saboreó con gran deleite, ¡tanto tiemposin fumar! Al principio les pedía siempre a sus amigosque le llevaran cigarrillos, nunca lo hicieron, despuésno volvió a pedirlos. Caminó un rato sin rumbo, hastaque se dio cuenta de que iba en dirección contraria a lacasa de Raquel y cambió su camino. Al llegar a unaesquina se detuvo: venía un cortejo fúnebre y ya no ledaba tiempo de atravesar la calle. Esperaría... Pasaron

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primero unos camiones especiales llenos de personasenlutadas, después siguió una carroza negra, nada os-tentosa, común y corriente, sin galas, “debía ser unentierro modesto”. Sin embargo, detrás de la carroza,varios camiones llevaban grandes ofrendas florales,coronas enormes y costosas, “entonces se trataba dealguna persona importante”. Venía después el auto-móvil de los deudos, un Cadillac negro último modelo,“igual al suyo”. Al pasar el coche pudo distinguir ensu interior las caras desencajadas y pálidas de sus hijosy a su mujer que, sacudida por los sollozos, se tapabala boca con un pañuelo para no gritar.

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ÁRBOLES PETRIFICADOS

Es de noche, estoy acostada y sola. Todo pesa sobremí como un aire muerto; las cuatro paredes me caenencima como el silencio y la soledad que me aprisio-nan. Llueve. Escucho la lluvia cayendo lenta y losautomóviles que pasan veloces. El silbato de un vigi-lante suena como un grito agónico. Pasa el último ca-mión de medianoche. Medianoche, también entoncesera la medianoche... Reposamos, la respiración se haido calmando y es cada vez más leve. Somos dos náu-fragos tirados en la misma playa, con tanta prisa oninguna como el que sabe que tiene la eternidad paramirarse. Nada que no sea nosotros mismos importaahora, sorprendidos por una verdad que sin saberloconocíamos. Nos hemos buscado a tientas desde elotro lado del mundo, presintiéndonos en la soledad yel sueño. Aquí estamos. Reconociéndonos a travésdel cuerpo. Nos hemos quedado inmóviles, largorato en silencio, uno al lado del otro. Tu mano vuelvea acariciarme y nuestros labios se encuentran. Unaola ardiente nos inunda, caemos nuevamente, noshundimos en un agua profunda y nos perdemos jun-tos. Suspiras. Yo también. Estamos de vuelta. Hapasado el tiempo, minutos o años, ya nada está igual.Todo se ha transformado. Se abren jardines y huertos;se abre una ciudad bajo el sol, y un templo olvidadoresplandece. Afuera transcurre plácida la noche y en elviento llega un lejano rumor de campanas. No quisieraescucharlas. Suenan a ausencia y a muerte, y me ciñode nuevo a tu cuerpo como si me afianzara a la vida.La desesperanza florece en una pasión que está másallá de las palabras y las lágrimas. “Es muy tarde”dices. “Tendrás que irte…” Me siento al borde de lacama como si estuviera a la orilla del mundo, del es-pacio en que hemos navegado como planetas reencon-trados. Te contemplo vistiéndote con prisa y sin cui-dado, yo me pongo una bata con desgano y tengo quehacer un gran esfuerzo para levantarme y caminar has-ta la puerta a despedirte. No hablamos. Pueden oírnos

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y descubrir que nos hemos amado apresurada y clan-destinamente en esta noche que empieza a caérseme enpedazos. Las campanas siguen tocando y llegan cadavez más claras en el viento de la madrugada, su sonidonos envuelve como un agua azul llena de peces. Lle-gamos cogidos de la mano hasta la puerta y nos besa-mos allí como los que se besan en los muelles. Lapuerta se cierra tras de ti y es como una página quetermina y uno quisiera alargar toda la vida. No logroentender que ya te has ido y que estoy de nuevo sola.Abro la ventana y el aire frío del amanecer me azota lacara. Tiemblo de pies a cabeza y comienzo de pronto asentir miedo, miedo de que mañana, hoy, todo se des-vanezca o termine como niebla que la luz deshace.Vivimos una noche que no nos pertenece, hemos ro-bado manzanas y nos persiguen. Quiero verme el ros-tro en un espejo, saber cómo soy ahora, después deesta noche... Ha llegado. La llave da vuelta en la ce-rradura. La puerta se abre. Voy a fingir que duermopara que no me moleste, no quiero que me interrumpaahora que estoy en esa noche, esa que él no puede re-cordar, noches y días sólo nuestros, que no le pertene-cen. Ha entrado a ver si estoy dormida, me está miran-do, suspira fastidiado, enciende un cigarrillo, buscajunto al teléfono si hay recados, sale, camina por laestancia, conecta el radio, ya no hay nada, es tarde,sólo music for dancing, recorre todas las estaciones, vahacia la cocina, abre el refrigerador, no ha de habercenado, dijo que no le guardara nada, hay un poco depollo, si quiere puede hacer un sándwich, ya tiró algo,siempre tan torpe, está cantando ahora, debe estar muycontento. Sigue lloviendo. Suenan las llantas de losautomóviles en el asfalto mojado. También aquel díahabía llovido en la madrugada y la mañana estaba unpoco fresca, ¿te acuerdas…? Llegaste muy tempranocon un ramo de claveles rojos; yo me quedé con ellosentre las manos... No sé bien lo que te estoy diciendo,he caído dentro de un remolino de sorpresas y turba-ción. Nunca me han regalado flores, es la primera vez,quisiera decírtelo pero empezamos a hablar de cosasque no nos pertenecen mientras yo arreglo los claveles

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en un florero. Tú miras los libros del estante y loshojeas mostrando un desmedido interés. Sé que los dosestamos huyendo de este momento o de las palabrasdirectas, de una emoción que nos aturde y nos ciegacomo una luz incandescente. Nos quedamos suspendi-dos sobre el instante mientras un claxon suena en laesquina como si sonara en el más remoto pasado. Esepasado antes de ti que ahora se desvanece y pierdetodo sentido. Sólo tienen validez estos momentos tanhonda y confusamente vividos dentro de nosotrosmismos. Nos sentamos junto a la ventana y miramoshacia afuera como si estuviéramos dentro de una jaulao de una armadura. Quisiera vivir este mismo instantemañana, en un día abierto para nosotros. Pienso en unaciudad donde pudiéramos caminar por las calles sinque nadie nos conociera ni nos saludara, estar tiradosen una playa sola o vagar por el campo cogidos de lamano. Quisiera conocer contigo el mundo, quisieraentrar contigo en el sueño y despertar siempre a tulado. Te miro fijamente, quiero aprenderte bien paracuando sólo quede tu recuerdo y tenga que descifrar loque no me dices ahora. Una parte de mi vida, estosminutos, se van contigo. No sé decir las cosas quesiento. Tal vez algún día te las escriba sentada frente aotra ventana. No sé tampoco hasta dónde soy feliz.Cada despedida es un estarse desangrando, un dolorque nos asesina lentamente. Estamos llenos de pala-bras y sentimientos, de un silencio que nos confina ennosotros mismos. Tal vez esta habitación nos quedademasiado grande o demasiado estrecha y por eso nosabemos qué hacer con nuestros cuerpos y las pala-bras. Miras el reloj. El tiempo es una daga suspendidasobre nuestra cabeza. Después vendrá la tarde vacíacomo esas cuando no estás conmigo, cuando nos sepa-ramos y nos falta la mitad del cuerpo... Siento que meestá mirando fijamente y suspira, debe estar cansado,bosteza, ha de ser ya muy tarde, bosteza otra vez ycomienza a desnudarse. La ropa va cayendo sobre lasilla, la cama se hunde cuando se sienta a quitarse loszapatos. Se mete bajo las cobijas pegándose a mi cuer-po y su mano empieza a acariciarme. Quisiera poder

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decirle que no me toque, que es inútil, que no estoyaquí, que sus labios no busquen los míos, yo ya hesalido, estoy lejos conduciendo el automóvil por laavenida de los sauces, oyendo el zumbido de las llan-tas sobre el pavimento, viendo de reojo cómo avanzala aguja en el cuadrante, 70, 80, las casas y los árbolespasan cada vez más rápido, 90, 100, una niña llorasentada en la banqueta, necesito llegar pronto, la callese alarga hasta la eternidad, un hombre me saluda ysonríe, no quiero hacerte esperar, paso las luces rojas,sólo importa llegar, me has estado esperando a travésde los días y los años, a pesar de la dicha y la desdi-cha, por eso es tan cierto nuestro encuentro, no hayotra manera de decirlo. Corro hacia ti y nos abrazamoslargamente. Caminamos cogidos de la mano. Cami-namos hacia el fin del mundo. La noche ha caído sobrenosotros como una profecía largo tiempo esperada.Las calles están desiertas, somos los únicos sobrevi-vientes del verano. Este viejo jardín nos estaba espe-rando. El tiempo ha dejado de ser una angustia. Esta-mos tan completos que no deseamos hacer nada, sólosentarnos en esta banca y quedarnos como dos sonám-bulos dentro del mismo sueño. Los pájaros revoloteanentre las ramas, caen hojas. Estamos unidos por lasmanos y por los ojos, por todo lo que somos hoy yhemos logrado rescatar de la rutina de los días iguales.Aquí sentados hemos estado siempre, aquí seguiremossin despedidas ni distancias en un continuo revivir.Suenan las doce en esta noche perdurable. Han pasadomil años, han pasado un segundo o dos. Los pájarosrevolotean entre las ramas, caen hojas. Miramos lafachada de una vieja iglesia entre la bruma cálida delamanecer. Miramos las columnas y los nichos como através de un recuerdo. No hables ahora, guárdame entus manos. Conserva la moneda, tu rostro y el mío,para tardes lluviosas en que el tedio pesa enormemen-te. Todo sentimiento aparte de nosotros se ha borrado.Velada por nubes altas pasa la luna como una heridaluminosa en el cielo negro. Los pájaros revoloteanentre las ramas, caen hojas. Se anudan las palabras enla garganta, son demasiado usadas para decirlas. Vi-

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vimos una noche siempre nuestra. Me afianzo a tusmanos y a tus ojos. Es tan claro el silencio que nuestrasangre se escucha. El alumbrado de las calles ha pali-decido. Ni un alma transita por ninguna parte. Losárboles que nos rodean están petrificados. Tal vez yaestamos muertos... tal vez estamos más allá de nuestrocuerpo…

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Amparo Dávila. Material de Lectura.Serie El Cuento Contemporáneo, núm. 81,

de la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM.Ilustración de portada:

Dibujo de Oskar Kokoshka.Cuidó la edición: Ana Cecilia Lazcano.