Andres Requena - Los Enemigos de La Tierra

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Literatura dominicana

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  • Andrs Feo. Requena

    LosEnaernigOS

    elaTierra

    Novela

    EDITORA DE SANTO DOMINGO, S. A.SANTO DOMINGO REPUBLICA DOMINICANA

    1976

  • tra. Edicin: Editorial La Nacin,Ciudad Trujillo, 1936

    2da. Edicin: Editorial Ercitia,Santiago de Chile, 1942

    Sra, Edicin: Editora de Santo Domingo,Santo Domingo, 1976

  • RESEA BIOGRAFIA Y BREVE ESTUDIO PRELIMINAR

    Andrs Francisco Req uena naci en 1908 en la ciudad deLa Vega, Repblica Dominicana. All se cri y realiz sus estu-dios, dedicndose desde temprana edad al oficio de la sastrera.

    Poco despus del desastroso cicln de San Zenn en1930, se traslad a la ciudad capital en busca de alguna me-jora en su fortuna. En Santo Domingo trabaj desde un co-mienzo como sastre, pero fue dedicndose con creciente inte-rs a las labores periodsticas. Colabor en varios peridicos deesta ciudad, tanto con artculos en la prensa, como con brevescuentos que publicaba con frecuencia en la pgina literaria dela edicin de los domingos del Listn Diario. Esta ltima activi-dad se acentu particularmente hacia mediados de la dcada delos treinta, siendo todava muy joven.

    Durante los primeros aos del rgimen de Trujillo, Re-quena no se mostr adverso al Gobierno ni a la familia deltirano, e inclusive parece haber procurado indirectamente pormedio de la adulacin el apoyo econmico del Dictador (vaseen este contexto el cuento El Prncipe Igor, publicado en elListn Diario del domingo 7 de abril de 1935, el cual estdedicado "al Mayor Hctor B. Trujillo "). Pero tampoco cola-bor directamente con el dspota; ms bien se dedicaba a escri-bir cuentos y artculos para los diarios nacionales, y en particu-lar para el vespertino La Opinin, donde trabaj varios aoscomo reportero.

    A principios del ao 1936 su amigo y compaero elescritor Franklin Mieses Burgos le sugiri como tema para uncuento el xodo de los campesinos, el abandono del cultivo dela tierra por jvenes que buscan fortuna en la capital y en losingenios azucareros.

    EL 8 de mayo de 1936 public en la pgina literaria delListn Diario el cuento Cuando los hombres dejan de ser hom-bres, dedicado a Mieses Burgos por haberle facilitado la tramadel cuento, pero el poeta le manifest, despus de leerlo, queesa no haba sido su idea original. De nuevo le explic cul erala trama que se le haba ocurrido, y Requena le contest que unconflicto as tendra que ser desarrollado en una novela, por

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  • ser de mayor profundidad y contenido conceptual.Parece que inmediatamente despus Requena se dedic a

    la tarea de escribir su primera novela, inspirada en la sugerenciade su amigo, aunque no exactamente fiel reflejo de ella. Antesde terminar el ao la obra sali a luz, con un nuevo ttulo, LosEnemigos de la Tierra, .impresa en la Editorial "La Nacin", deSanto Domingo.

    La obra est dedicada a Rafael Leonidas Trujillo en tpi-cas palabras de adulacin al tirano como era costumbre de lapoca.

    Los Enemigos de la Tierra se edit por segunda vez enSantiago de Chile por la Editorial Ercilila en 1942. Por mediode esta segunda edicin la obra se ha dado a conocer en elextranjero en una forma poco comn para las novelas de auto-res dominicanos, hacindose una de las ms admiradas fueradel pas y de las ms ignoradas en su propia patria.

    Un crtico literario e historiador de la literatura hispa-noamericana tan distinguido como Luis Alberto Snchez, diceen su obra Proceso y contenido de la novela hispanoamericana(Madrid, 1968), comentando la novela social agraria de nues-tros pases latinoamericanos: (pgs. 5-24-325).

    "Da sin embargo una nota nueva en esta clase de obras.Andrs Requena (1908-1952), dominicano, a quien se hamencionado antes, encara el problema agrario de su pascon mano firme: en Los Enemigos de la Tierra narra eldrama de Mario Romn (sic), hijo del campesino JustinoRomn, quien abandona el terruo y se marcha al puertoen busca de trabajo. El padre le pronostica que volver alcampo. Mario se enamora en la ciudad de la prostitutaMarla. Se enreda en disputas de prostbulos y cantinas;hay un asesinato; l descargaen los muelles y, por ltimo,regresa a su pueblo, donde le recibe el padre bondadosa-mente. Al volver cruza por el pueblo de donde era oriundaMarla, el cual ha sido arrasado por un cicln: eso le da piepara describir uno de esos espantosos azotes del Caribe.Pese al convencionalismo de algunas escenas, la obra esrecia y muy bien dispuesta en su composicin y forma".

    A pesar de los errores en que incurre Luis Alberto Sn-chez en su breve descripcin de la trama (salta todo el episodioen los ingenios del Este y en la crcel, adems de cometer otrasinexactitudes), es interesante tener en cuenta el juicio de estecrtico peruano acerca de Requena y de Los Enemigos de laTierra. A travs de toda su obra Luis Alberto Snchez demues-

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  • tra que tiene a Requena en muy alta estima entre los novelistasdominicanos.

    Si comparamos la novela con el cuento (que inclumosen este tomo en el apndice de la obra), observamos inmediata-mente la mayor profundidad de la obra como temtica decontenido-social. El cuento escoge el momento del regreso deun joven campesino que ha experimentado la vida cosmopoli-ta, y que por lo tanto ha perdido todo vestigio de su masculini-dad, de su virilidad tan caracterstica del labrador de la tierra.El conflicto no es ms que el de la fortaleza y virtudes senci-llas, pero varoniles, del campo con el refinamiento superficial yla debilidad afeminada de la metrpoli "civilizada". Tema, quesi tiene algn fundamento en la realidad, se aplica tan solo a ungrupo muy pequeo de personas que se veran afligidas poreste problema que no constituye un verdadero drama social.

    La novela, en cambio, ya es otra cosa. Trata el verdaderoy trgico problema de toda una clase que se ve tentada por lainmensa atraccin de sumarse a la creciente economa moneta-ria de la ciudad y los ingenios, vendiendo su tierra y otrosmedios de produccin, y consecuentemente quedando despo-seda, desempleada y frecuentemente explotada por personasinescrupulosas y hasta criminales. Estos campesinos que sesienten insatisfechos en su ambiente rural al carecer del poderadquisitivo que le proporcionara un miserable sueldo en loscentros urbanos, mineros o azucareros, se encuentran relativa-mente bien en su condicin de pequeos agricultores en quepor lo menos mantienen el orgullo y la libertad personal quesus escasos medios de produccin les proporcionan. Haranmucho mejor tratando de mejorar su vida dentro de su propioambiente, donde no estn tan expuestos a ser explotados ycorrompidos por aquellos que como buitres los esperan en loscentros urbanos.

    Tal es la tesis, por lo menos implcita, de la novela deRequena. Este es el caso de Martn Romn, cuya familia, aun-que de modestos recursos, preservaba el orgullo y la dignidadhumana que le proporcionaba su independencia econmica.Pero el protagonista tuvo que ir a la ciudad y a los bateyes aconocer la humillacin del trabajo en las fbricas, el puerto ylos ingenios azucareros, la explotacin a la cual estn sujetostodos los desposedos que llegan inocentemente a esos centrosatrados por la quimera de las ventajas de la vida en una econo-ma "de consumo".

    Naturalmente, Los Enemigos de la TeI'ra no se reduce aesta simple tesis. Demuestra toda la complejidad de la vidacriminal, la fuerza que absorbe al inocente en su vasta red de

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  • El Dr. Inchustegui Cabral igualmente seala en su librocitado rasgos autbiogrficos de Requena en la novela. La obracontiene un personaje secundario, tambin llamado Andrs,quien siente cierta vergenza o incomodidad social por su pro-fesin. En la segunda edicin el nombre de este personaje escambiado por el autor. La descripcin de las ruinas dejadas porel cicln y muchos otros detalles tambin podranse considerarrasgos autobiogrficos, pero en general la obra es el productode la observacin y la imaginacin del autor.

    Despus de publicar el Romancero Heroico del Genera-lsimo hacia 1938 1939, Andrs Requena sali del pas conun puesto diplomtico en Roma. Luego fue trasladado a Chile,donde public, cuando dej de pertenecer al Servicio Diplom-tico, la segunda de sus novelas, Camino de Fuego (Santiago,1941). Al igual que toda la literatura del exilio en su conjunto,precisa de mucha mayor atencin y anlisis de parte de los

    explotacin del ms desafortunado y que eventualmente me-noscaba la vida espiritual y moral de todo un pueblo. Inmersoen el mundo de la criminalidad ms patente por esta fuerzadevastadora y funesta, Martn contribuye a explotar a los po-bres braceros de los bateyes a pesar de s mismo, y logra esca-par de las garras permanentes de este monstruo, tan solo porhaber sido encarcelado y haber tenido tiempo para contemplarsu situacin y haber decidido ponerle fin. Otros, como su pri-mo, son tragados por el monstruo, sin duda alguna en granparte por su propia culpa.

    Como seala el Dr. Hctor Inchustegui Cabral en variosensayos de su libro De Literatura Dominicana Siglo Veinte(Santiago, 1968), esta obra est ya consagrada dentro de latradicin de la "novela social" en la Repblica Dominicana,corriente que mostr mximo florecimiento precisamente du-rante los aos treinta. Es preciso tener en cuenta la publicacindurante esos mismos aos de novelas tales como Caas yBueyes (1935) del Dr. Francisco Moscoso Puello, La Maosa(1936) de Juan Bosch, Over (1939) de Ramn Marrero Aristyy Jengibre (1940) por Pedro Andrs Prez Cabral, para nom-brar tan slo las ms notables dentro de esta marcada tenden-cia por tratar problemas sociales de nuestro pas durante esadcada. Aunque ha permanecido casi ignorada por las perse-cuciones polticas que tan frecuentemente trastornan el pro-greso de nuestro pas, Los Enemigos de la Tierra es una de lasobras que ms vigencia retiene para nuestros propios tiempos yes, sin duda alguna, la ms "novelesca" de todas las novelas deese perodo, tanto por su desarrollo como por sus persona-jes.

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  • estudiosos de 1
  • Santo DomingoSeptiembre, 1976.

    los verdaderos autores de este horrible crimen que tronch lavida de uno de nuestros ms prometedores valores literarioscuando apenas contaba 44 aos de edad. Mientras tanto laversin de Galndez es la ms completa y objetiva de estecrimen, por el cual fue indirectamente culpado el mismo Tru-jillo.

    Por ltimo queremos explicar la naturaleza y el prop-sito de esta edicin. A la edicin original de 1936, le hemosaadido un glosario de las principales palabras y expresionesque un joven estudiante de bachillerato debera dominar, tantopara el mejor entendimiento de la obra como para el enriqueci-miento de su propio vocabulario y conocimiento de nuestrolenguaje idiomtico.

    Tambin, le hemos aadido en el apndice el cuento queRequena escribi y que resulta algo as como la primera ver-sin de la novela, para ofrecer tanto al estudiante como alestudioso la oportunidad de comparar las dos obras para esta-blecer sus diferencias y similitudes particulares, y las caracte-rsticas que distinguen el gnero novela del cuento corto. Cree-mos que puede proveer una base interesante para discusin yanlisis, y es uno de los muy pocos casos en nuestra literaturanacional, en el cual conservamos dos versiones tan distintas delo que inicialmente tuvo un mismo origen.

    En cuanto al criterio para la seleccin de la primera edi-cin como base para esta tercera edicin, la hemos escogidopor juzgarla la ms autnticamente dominicana, la ms naturaly la mejor lograda de las dos versiones novelescas. En estoestamos de acuerdo con Inchustegui Cabral, quien en su ensa-yo "Las Ediciones" (Pgs. 331-337 de Literatura DominicanaSiglo Veinte, Santiago, 1968) hace una comparacin que anuestro juicio demuestra la superioridad de la primera sobre lasegunda edicin, a pesar de ciertas crudezas de estilo y leveserrores gramaticales que contiene. No obstante, vale sealarque las diferencias entre las dos ediciones son pocas y de pocasignificacin en cuanto a la estructura y tesis fundamental dela novela.

    Esperamos que esta nueva edicin de Los Enemigos de laTierra rescate a Andrs Requena del olvido en que yace a pesarde su patritica lucha en contra de la tirana y la opresin delpueblo dominicano y al mismo tiempo, permita al joven estu-diante dominicano conocer a fondo tina obra netamente criollay de trascendencia ms que meramente local.

    Juan Toms 'I'avares K.,

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  • IINQUIETUD

    Ya el da estaba aclarando cuando Martn Romnse encamin al trapiche. El sol tiraba unos raY9s ru-bios y cordiales sobre el camino blanco y el polvo delos trillos tena an sin secar el roco de la madruga-da.

    Martn Romn caminaba sin prisa, como si quisie-ra hacer ms larga la distancia; su cuerpo joven yrobusto senta una rara pereza que naca en sus ner-vios y que mora en sus pupilas grises, cansadas de veraquellos caminos que se tiraban unos encima de otrosen un gesto de haraganera total.

    El paisaje tena la misma fisonoma que los cami-nos que iba dejando atrs y que los que iba encon-trando. Solo all, a media hora de marcha, reluca elcaaveral como una enorme esmeralda. El sol tena enaquel sitio ms fuerza, porque las largas hojas de lacaa parecan serpientes que se calentaban mecidaspor un viento manso y contagiado de la alegra clidade la maana.

    De vez en cuando algn campesino se cruzaba conl y al darse los buenos das parecan ponerse deacuerdo para darle un susto al silencio y al paisaje.Despus todo continuaba igual. Por algunos instantes,se detena a comprobar la firmeza de una alambrada ola roja matadura de algn animal, en la que las moscasbailaban.

    Cuando lleg al sitio de la faena vio sin asombroque era el primero en llegar, y se alegr. Dio la vueltaa la paila, al horno, al trapiche y se intern en el

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  • sembrado de caa. A veinte metros, un arroyo se des-lizaba sin ruido. Entre su chorro cristalino algunaspiedras atravesadas casi le paraban el curso. El agua,por una montona coincidencia, tambin era blanca,como los caminos y como la maana. Una docena debueyes y burros coman gruesos tallos de maz y be-ban largos sorbos de agua. Muchas yaguas estabanpuestas a secar para hacer envolturas para el dulce, yen un estante de la enramada en que estaba el horno yla paila haban ms de mil pequeos cartuchos listos,que de lejos parecan pedazos de salchichas dora-das.

    Las pupilas grises de Martn Romn vean todoeste panorama familiar de los veintidos aos de suvida y unas arrugas se asomaron al contrarsele elceo en un gesto de disgusto e inconformidad. Desdehaca algn tiempo en la monotona de su vida sehab a atravesado un proyecto y era en esas maanasclaras de principios de enero que ms gustaba de pen-sar en ello. Por eso madrugaba. Se levantaba cuandolos rayos del sol iban apuntando, y no hacan dao ytodava en la casa luchaban en la espera de la taza decaf y en preparar lo que se llevarfa de provisin parael trapiche, ya que hasta la cada de la tarde nadievolvera al poblado.

    An le quedaba casi una hora para deambular porentre las caas y el arroyo. En la soledad, slo oa eleco de sus' pasos y el canto de algn ruiseor, quepasaba aprisa, manchando el cielo azul con el aleteooscuro y gil de su vuelo.

    Nada para Martn tena en aquel paisaje sorpresas.Ni el cielo, ni el arroyo, ni los animales, ni los sembra-dos. En sus mozos aos todo lo haba descubierto ytodo se le haba estereotipado en una montona vi-sin. Si algo haba nacido despus, muy pronto larutina lo haba sumado a la totalidad del ambiente. Yal mirarse en el cristal del agua inquieta del arroyoIUfrib una desiluain porque crey adivinar algo que

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  • muri recin nacido. Entonces fu cuando dijo, comoun reproche a todo lo que le rodeaba:

    -Qu harto estoy de todo esto!Sus manos se estrujaron nerviosas y los prpados

    se juntaron en un esfuerzo intil por cambiar el colorde las cosas.

    -Ahora, cuando dej e todo esto, s que voy a vi-vir! Porque sto no puede ser. el mundo, la vida, to-do! -pensaba envoz alta.

    Entonces sinti que un fro extrao recorri todosu cuerpo y agoniz en las races de sus cabellos casta-os. Tambin el cristal del agua le record que ibavestido con un pantaln azul, de psimo algodn yuna camisa ms clara, que a veces rozaba su carne concaricias de papel de lija. Lo que calzaba sus pies, yano eran zapatos -lo fueron haca tres aos- y eldedo pequeo se sala de uno de ellos como en unamueca de burla. Sus manos eran recias y el mango delmachete las haba llenado de gruesos callos amarillos.Era alto y fuerte. El cabello grueso, rebelde, de uncastao encendido. Ojos grises de pupilas tranquilas,narz bien modelada y boca grande y sensual. El ros-tro, de un blanco lleno de pequeas pintitas rojas,terminaba en un mentn cuadrado que impona res-peto y que no invitaba a la confianza a primera vista.Era un hombre, Martn Romn, de pocas palabras yen el fondo cndido, porque en su vida aldeana deDuverg no haba tenido oportunidad de aprender na-da del lado duro que tiene la vida, a pesar de esainquietud que se le haba prendido en el alma.

    Siguiendo el curso del arroyo, lleg hasta el lmitede la finca de su padre, donde cuatro cordeles dealambres de pas hacan de lnea divisoria. Al otrolado, muchas filas interminables de pltanos parecanempinarse, con sus grandes y preados racimos, querelucan con vivos reflejos amarillos y dorados.

    .Toda su vida haba sido as! Se saba de memoria,con todos sus detalles, aquellos contornos y sus pies

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  • eran prcticos en los ms pequeos accidentes del te-rreno. Subido en un montculo de tierra, divis, comopequeas palomas dormidas, una docena de bohos,perdidos en el valle, sin vida, en una quietud desola-doramente feliz. Tambin conoca todas aquellas vi-viendas. Algunas las haba ayudado a construir: cuan-do alguno de sus amigos se enamoraba y decida ca-sarse, siempre haba prestado gustoso su brazo paraque realizara pronto su sueo de amor. Su sueo deamor! Lo tena l? No lo tena porque no haba que-rido. En su corazn no haba lugar ms que para lainquietud que anhelaba realizar. Y se alegraba. Porquedemostraba que toda su ambicin no se la haba tra-gado el valle blanco y montono, y as era mejor.Senta un gran temor de verse encadenado, para todala vida, con una mujer buena y mansa, que le asesi-nara el ensueo de caminar. De ver otros sitios. Algodiferente de aquel paisaje quieto y aquellas hojas ver-des, siempre tan iguales. Cuando emprendi el regre-so, su pecho se contraa con un jbilo indito y susangre circulaba con ms celeridad.

    Entonces record su infancia sin diabluras y sujuventud sin emociones: Quizs por eso, por no ha-berse emocionado nunca con aquel espectculo; porhaber protestado alguna vez, en la ms tmida de lasprotestas, contra algunas costumbres de su puebloaldeano, se haba ganado duras miradas de reproche.

    Pero a cualquier precio, quera poner en su vidams accin. No era que fuera infeliz porque tenaotras necesidades. Su vida tena todo lo materialmen-te necesario: pan, techo y cario. Pero haba algoms. Ms all de aquel paisaje blanco y de aquel vallesalpicado de manchas esmeraldas; haba otra cosa quequera mezclar en su vida, aunque no supiera definircon certeza lo que era.

    Cuando lleg al trapiche ya estaba all su padre,sus dos hermanos y algunos peones. Con una visinrpida se compar con ellos y se encontr exterior-

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  • mente idnticos. La nica diferencia entre ellos era laidea que l llevaba atravesada en el cerebro. Sinti unmiedo inexplicable y sin saber a qu obedeca se detu-vo paralizado. Era que no tena razn? La verdad,"que es lo que es", estaba de parte de ellos? No tenaderecho entonces a... ?

    -Martn! -la voz seca del padre lo hizo sacudirsey reaccionar. J ustino Romn lo contempl con dure-za y la voz del anciano volvi a decirle, adivinandoquizs algo: -Ests enfermo?

    -No; estoy bien, pap.-Desde hace das te encuentro diferente. Qu tie-

    nes? - y se acerc y sus viejas pupilas color de barrose volvieron adivinas:-Te pasa algo?

    -No...-Pero quieres decirme algo, verdad?-S. ..-Esta noche, en casa, -propuso, atajndolo, y

    volvindose a sus otros dos hijos y a los peones quemiraban la escena, voce: -Ea! A ver si ponemos amoler el trapiche, muchachos...- Justino Romnhizo todo lo posible porque su voz saliera con vigorde su garganta de ms de sesenta aos.

    Siempre haba hecho todo lo posible porque sufamilia permaneciera unida, a su lado, trabajando latierra y haciendo dulce en el trapiche, que venda alos haitianos a buen precio, por la frontera del Sur,donde haba nacido y vivido. Y lo haba conseguidohasta hoy... Maana? Lo que Dios quiera! Era unhombre conforme. Siempre lo haba sido. Si tena elrostro arrugado como el cuero de un chivo sin curtir,en cambio tena su alma limpia y fuerte. Y no tenapor qu dolerse: La suerte no haba sido mala con l.Si no era rico, en cambio era feliz. No se poda quejarde la tierra, de la que siempre haba vivido. Lo habaayudado a casar, a sostener cinco hijos, tres varones ydos hembras, ya casadas con dos honrados agriculto-res.

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  • Tambin un hijo haba hecho igual. Mara Alta-gracia, su mujer, estaba fuerte y conforme. Pensababuscarle, insinuarle, una buena muchacha a uno desus dos hijos que quedaban solteros. En fn. .. qutendra que decirle Martn, que desde haca algntiempo pareca tan inquieto?

    Una vez, haca dos aos, haba hablado.de irse deDuverg. Quera conocer la Capital. El Este, sitio quese nombraba en el Sur con el respeto que merece unfiln de oro. Sera eso? La otra vez pudo lograr ha-cerle desistir de sus proyectos, pero ahora no estabaseguro. Qu fuera lo que dispusiera Dios! JustinoRomn cort la cuerda de esos pensamientos que tan-ta angustia produca al desenredarse y principi a diri-gir los trabajos del trapiche, que estaba instalado jun-to a una enramada con techo de cana.

    Sobre un horno que ya comenzaba a arder, des-cansaba una enorme paila en donde se pona en puntoel jugo de la caa. Dos barbacoas llenas de cartuchospara las raspaduras hacan de almacn. En un rincn,colgaba una guitarra sucia, con adornos chillones.Cuando el guarapo estuvo en punto, lo echaron endos canoas largas, batindolo despus con largas ylimpias paletas. Afuera de la enramada, el trapiche erapuesto en -movimiento por dos bueyes sanos y corpu-lentos, que con suma paciencia tiraban de .las mi-jarrias, haciendo dar vueltas. los gruesos engranajes demadera; que chirriaban montonamente.

    As, hasta la tarde, en que el oro del sol se princi-piaba a confundir con el oro cuajado del guarapo dela -caa que batan en las limpias y largas canoas ungrupo de alegres muchachos, mientras cantaban encoro la letra chispeante y divertida de un merengue enboga por aquellas clidas y laboriosas tierras del Sur.

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  • JI

    LA DESPEDIDA

    El viejo era crecido y enjuto. Nariz escasa, bocagrande y de labios exprimidos. La poca dentadura quele quedaba era marrn a fuerza de nicotina, lo quedejaba notar poco, ya que no era muy dado a abrir laboca si no era necesidad y si no bastaba una indica-cin de sus manos largas y huesudas para hacerse en-tender y obedecer. Sobre su crneo de amplia calvicie,la luz multiplicaba su brillo y los escasos cabellos quele quedaban eran blancos y muertos. Pero en el rostrocenceo y arrugado relucan dos pupilas llenas de vi-da, que era el mejor espejo del vigor fsico que toda-va guardaban sus ms de sesenta aos y de la fortale-za de su alma de hombre recto y de bien.

    Esa noche, despus de la cena, el viejo JustinoRomn llam aparte a su hijo. Se recost en un ngu-lo de la empalizada que rodeaba la casa y esper.

    La emocin que los colmaba los haca aparecerindiferentes. Una luna grande y redonda pona uncendal de plata entre el cielo lleno de estrellas y latierra clida. La cabeza reluciente del viejo y las copasde los rboles parecan cubiertas con un fino polvobrillante que les daba como un halo extrao. La no-che, como el padre y el hijo, pareca ahogarse tam-bin entre la orga de estrellas y de luz.

    Como comprendan que era muy intenso lo quetenan que decirse, callaban. Un silencio hondo loscea Algunos grillos tiraban al aire sus chirridos con-tinuados y necios. Martn fij en el padre sus pupilas

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  • grises y el rostro afilado y colmado de dolor del an-ciano le quit valor, acertando slo a decir:

    -Pap, yo. .. -y el resto no pudo salir de sugarganta porque las palabras se enredaron.

    -Termina! Qu quieres decirme? Nunca hubo se-cretos entre mis hijos y yo. Lo olvidaste? Sea lo quesea, dilo sin vacilacin, Martn...

    La impresin de lo que se aproximaba borr va-rias arrugas de la frente del viejo y las cruz en la delhijo, que dijo, de prisa, como si se desprendiera de ungran peso:

    -Me quiero ir de aqu, pap!-Hace dos aos tambin te queras ir y logr ha-

    certe dejar el viaje. -rezong el viejo.-Pero ahora es en serio.-Bien, si tu lo quieres; pero es bueno que te ad-

    vierta algo...Ninguno de los dos se miraban a los ojos, un gran

    pesar vagaba por todos los vericuetos del alma delviejo, que mirando al fn a Martn, le dijo, como sihablara con las estrellas o con la sombra lejana delmonte que rompa el filo manso del valle:

    -Sea! Te quieres ir y te irs. Quizs hice mal enimpedrtelo hace dos aos. Sabe Dios si ya estuvierasde regreso. Vas a conocer un mundo nuevo. A tratarhombres que no tienen el alma igual que nosotros.

    "Hoy, cuando slo has cumplido veintidos aos,la tierra te ha cansado. El trapiche, el valle, todo haperdido el inters para t. Pero volvers, y todo loque hoy abandonas le encontrars un sabor y un colornuevo. Entonces la tierra te parecer ms blanda yfrtil, Los tallos de la caa no sern speros ni eltrabajo te parecer montono. Porque la tierra es bue-na y generosa. Me ha sostenido a m, a tu madre, austedes y a muchos padres e hijos antes que nosotros.Te digo todo esto porque algn da habra de decrte-lo, y no quiero que sea cuando ests de vuelta y nece-sites el apoyo de la tierra y de tu familia, y ningn

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  • tiempo mejor que hoy, que nos quieres dejar, y debesllevarlo presente, para que te anime al regreso"...

    La voz de Justino Romn tena trmolos de pro-feca y l mismo se sorprenda de lo que estaba di-ciendo, porque no lo haba dicho nunca. Porque cre-y un da que en su vida no tendra motivo de defen-der la tierra de un desertor, de un enemigo, de un malagradecido, de un hijo suyo! Y continu:

    -Pero tu volvers, muchacho.- Y tratando desonreir, de ser lo ms cordial posible, prosigui.- Tuvolvers; volvers ms dispuesto, porque conocersmejor la vida y el valor de las cosas. Entonces yo teayudar a buscar una muchacha buena y hacendosa ymi trabajo ser menor, porque amars ms que yo latierra que alimentar a tus hijos. Esa inquietud queahora te roe el alma, se te pasar, como se le pasa atodos, y volvers a empezar, y todo te parecer unapesadilla...

    Aunque Justino Romn quiso ocultar su emocin,no pudo, y una lgrima pretendi hacerlo aparecerdbil, pero solo fu por un segundo.

    -Cundo te vas? - pregunt enrgico.-No he decidido la fecha todava.Jstino Romn medit un momento y despus

    dijo, como una orden:-Te irs pasado maana. Hoyes sbado. Queda

    un da y dos noches para despedirte y prepararte. Loque ha de hacerse se hace pronto.

    -Bien, pap.-Tienes dinero para el viaje?-Muy poco.-Te ayudar en lo que pueda. Adems, en la Ca-

    pital tienes a tu primo Mario, que, segn lo que es-cribe, debe estar bien y puede ayudarte.

    - Ya haba pensado en l.-Pero es bueno que no lo ocupes ms de lo co-

    rrecto. Y ahora, ven, vamos a decrselo a tu madre y atus hermanos. Adems, creo que Paula est ah. ..

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  • Martn no dijo nada. No tena nada que decir.Nunca haba puesto una contradiccin en lo que de-ca su padre. Saba que el anciano estaba con el almallena de dolor y que ese dolor sera ms grande cuan-do viera los ojos de su madre llenos de lgrimas. Porun instante, si hubiera podido volverse atrs, habragritado: pap! no he dicho nada! Es solamente unjuego! -Pero dej seguir rodando aquel dolor queproduca su partida.

    A pesar de Justino Romn haberle dicho: ven,ninguno de los dos se movi. Aquella emocin era enellos una cosa nueva y sus nervios no saban comoreaccionar.

    Desde la casa, salan bocanadas de alegra comogolondrinas inquietas. Una risa de mujer jven hizoque las pupilas de Martn evitaran encontrarse con lasdel padre, y las dej errar por el milln de caminosdel infinito. Aquella risa de dieciseis aos se confun-da con el olor de las gardenias y con la luz rubia delas estrellas y se perda, en una tarantela fantstica,por las numerosas rutas que se repartan en la rosanutica de las tierras del Sur.

    Por fin, J ustino Romn principi a caminar. Mar-tn lo sigui. Al pasar la puerta toda la alegra agonizcomo por embrujo. Uno por uno, padre e hijo losmiraron sin prisa. En aquella sala estaban casi todossus hijos. Una lmpara grande, antigua, llenaba de luzla estancia. Gruesos muebles de caoba negra adorna-ban la sala y en las divisiones de madera haban algu-nos marcos con borrosos retratos, que hacan resaltarms la blancura de cal de que estaba vestido todo elinterior de la casa.

    En el ngulo derecho estaba su mujer, Mara Alta-gracia, que se entretena oyendo la charla de sus hijos,y de la muchacha que esa noche, y como casi todaslas noches, los visitaba. Llevaba sus cincuenta aoscon un optimismo admirable. Era una mujer de buenaestatura y llena de carnes. Entre sus quince y treinta

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  • aos se la tuvo por una de las mujeres ms bellas delSur. Todava, el color indio encendido de su rostro yalleno de pequeas arrugas, guardaba reminiscencias deaquellos tiempos. Sus ojos an saban hacer guios depicarda cuando estaba alegre, y su paso, al salir de oirmisa los domingos, recordaba viejas elegancias olvida-das. Para sus hijos, ella procur siempre ser madre yamiga; y lo haba conseguido. De su marido, todavaera suyo todo su cario.

    En el centro de la estancia, estuvieron en animadacharla hasta que padre e hijo Ilegaron a la puerta. Susdos hijas, ya casadas, pero que vivan muy cerca,rean de una historia llena de gracia que narraba Pau-la. Carmen y Luisa todava seguan siendo para ellosdos muchachas a quienes haba que vigilar amorosa-mente. Haban sido siempre buenas hijas y seran paratoda su vida buenas esposas y mejores madres. Eranfelices y J ustino Rornn procurara que lo fueransiempre. Su hijo menor, Felipe, tambin estaba all.Todava sus veinte aos no haban sabido de locasinquietudes. Era trabajador y fuerte. Amaba la tierracon el mismo amor del padre y terminara llevandouna vida igual. Tambin estaba all Antonio, el mari-do de una de sus hijas, para quien l era un protector.y por sobre todos, resaltaba la figura inquieta y alegrede Paula, con sus dieciseis aos y su risa fresca. Era lanica hija de uno de los mejores amigos de la familia,y J ustino Romn acariciaba la idea de verla de compa-era de uno de sus hijos... de Martn, por quien ellasenta una ingenua predileccin que respet el herma-no menor, con uno de esos respetos que slo existendonde la civilizacin no impuso sus fueros, y dondelos hombres todava creen que lo que pertenece a unfamiliar o a un amigo es cosa sagrada. Era casi alta.Tena un cuerpo flexible y parejo y unos cabellos casiazules de tan negros. Ojos grandes y rasgados, y delmismo color de sus cabellos, lo que haca que parecie-ra ms plido el blanco mate de su piel. Cuando rea,

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  • sus dientes, pequeos y muy blancos, relucan comosoles diminutos de marfil. Al verlos entrar, adivinque algo inaudito pasaba entre ellos y call tambin.

    - Vengo a darles una noticia, seores.- JustinoRomn quiso parecer alegre, pero fu peor, porqueuna sonrisa que asom en sus labios finos y secos setransform en una mueca, pero continu.- La noticiaes que Martn se nos va el lunes para la Capital.

    Nadie dijo nada. Solamente Paula hizo un movi-miento brusco, como quien recibe un golpe en la ca-beza y trata de reponerse. Sus ojos y los de la madrebuscaron los de Martn intilmente: los tena fijos enuno de los cuadros que colgaban de la blanca divisin.

    -y por qu se va? - Paula no se dio cuenta cmofu que hizo esa pregunta y guard el rostro entre lasmanos, roja de rubor.

    -No es para toda la vida. El volver, Paula. -Mar-tn agradeci estas palabras de su padre y se fij enlos cabellos negros de Paula, que en desorden sobre lanuca brillaban a la luz de la lmpara. Y sinti deseosde estrujarlos en sus manos y de ahogar su rostro enaquella seda perfumada de tomillo y de albahaca.

    Todos tuvieron para l miradas de reproche o depena. Entonces volvi a salir y empez a caminar bajo laluz de las estrellas, sin rumbo, hasta que muy tardevolvi a su casa, entrando con cuidado, sin hacerruido,como si volviera de haber matado a alguien.

    Al otro d" en la madrugada, se levant, meti loque haba apartado durante el da en una pequeamaleta de madera forrada de hojalata y se dispuso asalir. Cuando al franquear la ltima puerta se encontrcon su madre, solt la maleta y se tir en sus brazos.

    -La bendicin mam! -exclam.-Dios te bendiga y te gue, hijo mo! - y le di un

    beso en la frente con sus labios trmulos.Cuando el da apunt por completo, sus pasos

    andaban por el camino blanco, ya bien lejos de Duver-g. En el horizonte, Martn Romn adivin las negraschimeneas de un Ingenio como en un espejismo.

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  • 111

    "LA CIUDAD PRINCIPIA A TRAGARSEUN HOMBRE"

    Fueron dos das amargos los que Martn pas abordo de la "Gisela". Por primera vez en su vida seembarcaba y sac una triste experiencia de la mon-tona travesa. Sali del puerto de Barahona un martesy lleg un jueves al medioda frente al de Santo Do-mingo. Sus ojos, acostumbrados al paisaje amarillo desu aldea, estaban preados del espectculo infinito delmar. Adems, su estmago no andaba muy bien. Du-rante el camino comi poco, y ese poco volvi al marcon prisa. No comprenda como aquel viejo, que pare-ca un gato sarnoso, flaco, con los ojos hundidos y lasmanos secas, poda tener nimos para hacer de Capi-tn. Y no lo haca mal! Todas las veces que le brinda-ron comida, casi siempre fu lo mismo: harina demaz, carne de montevideo rancia y como lujo, arrozy habichuelas. Lo que le impeda comer era el mareo,porque no coman con poco apetito aquellos mari-nos!

    Lo ms incmodo del viaje fu la forma en quetuvo que dormir: como no haban ms que los cama-rotes del Capitn y del Contramaestre, tuvo que tirar-se sobre un encerado, sucio y hediondo, que lo ayuda marearse ms. El y un haitiano fueron los nicospasajeros. Habl con l tres o cuatro veces. Su nom-bre era Napolen Pi y naturalmente haba nacido enPuerto Prncipe. Iba al Central Romana en busca detrabajo. En zafras anteriores haba prestado sus servi-

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  • cios como cortador de caa y pen de una locomoto-ra. Como no se mareaba, era de los dos el que mshablaba. Tena como cuarenta aos y pareca un gori-la. Le aconsej que siguiera en su compaa y le ayu-dara a conseguir trabajo. El cocinero de la "Gisela",que le oy, advirti a Martn:

    -Le voy a dar W1 consejo, amigo: si se puedequedar en la Capital qudese. Qu aquello est regu-lar, adems, si algn da tiene que ir, no lo haga juntocon ningn "ma", que son ms malos que el cobre.

    Martn ri del consejo pero no lo olvid por com-pleto. Cuando la "Gisela" lleg al muelle de la Capitalque l tanto haba odo mencionar, pens que serafeliz si lograba quedarse a vivir para toda su vida enella. Qu distinto era sto! En el muelle largo y estre-cho, estaban amarrados algunos barcos que manchabanel azul del cielo con el humo negro que sala por suschimeneas. Como cien hombres, casi desnudos de lacintura para arriba, llenos de sudor, jadeantes, trans-portaban en pequeas y pesadas carretillas, lo quesacaban del vientre de los barcos. El pequeo remol-cador que los haba ayudado a entrar, se despidi delcostado de la ''Gisela'' y Martn contempl cmo cor-taba con rapidez las aguas quietas del Ozama,

    -Amigo; ya llegamos! -le voce el viejo Capitn,con su boca plegada como los fuelles de un acorden.

    - iAj! - fu lo que acert a contestarle. Porqueeran muchas las emociones que cruzaban por su alma,tan acostumbrada a las impresiones sin estruendo.

    Napole6n Pi estaba listo para saltar al muelle yantes de hacerlo le tendi sus manos enormes desen-dole buena suerte.

    A Martn le pareci que no eran tan malos comolos pintaba el cocinero. Cuando el haitiano sali de la"Gisela" sus dientes brillaban al sol, en la despedidade una sonrisa amplia y cordial. Una muralla alta yancha, con dos grandes puertas, se trag su silueta degorila vestido de fuerte azul.

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  • El tambin se prepar a desembarcar. La ropa quetrajo puesta en la travesa estaba sucia y demasiadoarrugada y tuvo que cambiarse. En la maleta tena dosfluses limpios y escogi el mejor, un blanco que sehaba estrenado en las pascuas pasadas. Tuvo que lu-char con el sombrero de fieltro que se estruj tam-bin. Pas un trapo por el becerro negro de sus zapa-tos casi nuevos y sali de la goleta. No tuvo que des-pedirse de nadie, porque todos estaban ocupados. Yse encontr caminando en el muelle. Como haca dosdas que no coma, se senta dbil y medio marcado.La cabeza pareca darle vueltas y sus pies no camina-ban firmes. Entonces se dio cuenta que tena hambre.Mucha hambre.

    El camino ms amplio, el que llam ms su aten-cin, fu una subida que naca en la muralla gruesacon dos puertas enormes que franque vacilando.Pens que la maleta le molestara y la dej guardadaen un restaurant. A la cuadra de caminar tropez conlo que quera. Era un mercado que le caus algunaimpresin, pero no tanta como esperaba. Despus deun momento de vacilacin, entr en una fonducha ypidi lo primero que le dijeron que haba. Termin decomer y sali. Las calles le parecieron extraordinariasy el paso contnuo de los automviles, algo asombro-so, pero slo fu por unmomento, Entonces recordque tena en uno de sus bolsillos la direccin de MarioAcosta, su primo, y decidi buscarlo, lo que no le fudifcil.

    -Eso es en el Hospedaje, -d(jole un muchacho aquien le pregunt.- Yo lo conozco, -asegur.

    -Quieres llevarme?-Si me paga, s.-S.-Camine, -y el muchacho principi a guiarlo.Martn lo sigui. Con que haba que pagar por

    eso? En Duverg no cobraban por hacerle a uno unpequeo favor. Pero... Comenz a fijarse bien en el

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  • muchacho que le serva de gua. Era como de quinceaos. Pequeo. Huesudo. Vesta un pantaln de kakicon los ruedos rodos y un saco blanco que le queda-ba demasiado grande. No tena sombrero y unas sole-tas de neumtico de automvil calzaban sus pies lar-gos y sucios. Algunas veces, al pasarle por cllado a unvendedor de dulces le pegaba en un descuido y de unacarrera se pona fuera de su alcance, hacindole mue-cas o gritndole palabras de burla. Al rer, Martnnot que por un momento asomaban a su rostro ama-rillo las seales de un hombre de treinta aos. Sola-mente su boca tena aire de juventud en aquel rostroenvejecido tan prematuramente.

    Como desde que desembarc de la "Gisela" habacaminado por terreno empinado, estaba algo sofocadoy no pona atencin a lo que iba encontrando. Ade-ms, la comida era como un cuerpo extrao alojadoen su estmago. Y se dio cuenta de que haba comidola comida ms psima de su vida, y un molesto sudorfro principi a nacerle en las sienes y los msculos dela espalda.

    -Ya estamos llegando, valito! -le advirti el mu-chacho.

    -Cmo'? - y dijo para s-: Vale yo? En qume lo habr conocido este diablo?

    Y pas una inspeccin relmpago por su indumen-taria y not algo extrao que no supo definir. Lepareci que su corbata de un azul un poco violento,no estaba fea, ni el nudo mal hecho. El cuello de lacamisa estaba bien. Igual el traje. Sus zapatos tam-bin, aunque le molestaban un poco al caminar...

    -Falta mucho, muchacho?-No! Ya llegamos- e hizo una cabriola al pasar

    junto a un vendedor de naranjas y Martn ViO despusque principiaba a pelar una y sonri admirado de larapidez y destreza con que la haba robado.

    Haban entrado en una casa grande en donde todoestaba en desorden y con apariencias de suciedad. A

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  • Martn le pareci una enramada. Muchas mujeres ven-dan caf colado, en mesas forradas de latn. Ms deuna docena de puestos de expendio de refrescos y demesas con grandes bandejas de frituras sobre las quelas moscas bailaban iba encontrando a cada lado.Igual nmero de puestos de frutas, donde el coloralegre de las naranjas se mezclaba a la agona de losgrandes racimos de guineos demasiado maduros quese desprendan por su propio peso. En medio de aque-lla gran enramada, grandes ventas de trastos de milclases y formas, eran pregonados por la voz gangosade sus dueos haitianos, que miraban a los parroquia-nos con unos ojos de borrosas pupilas ambiguas. Mu-chos limpiabotas le ofrecan sus servicios y algunoshasta trataron de agarrarle los zapatos en un gesto dedescaro. Eran hombres fuertes y jvenes que se veanridculos con aquellos pequeos cajones que movancon haraganera. Casi todos estaban sucios y rotos yalgunos usaban un penoso tono de voz que Martn noconoca Y muchas mujeres alegres. La mayor partede color, con pequeos moos que parecan alambresensortijados, y vestan con descotes provocadores. Ensus brazos desnudos resaltaban algunas pequeas ecze-mas grises y largas cicatrices moradas. Mezclados tam-bin, varios dueos de bazares, rabes y turcos en sumayora, ofrecan sus artculos de bisutera barata enextraa competencia.

    -Es all! - el muchacho tendi su mano esculi-da y seal a Mario Acosta.

    En ese instante se ocupaba en venderle a una mu-jer una pequea carga de pltanos. Al llegar, el mu-chacho grit:

    -Mario, te busca este hombre!El aludido, al volver la cabeza y encontrarse con

    su primo Martn Romn, no quiso dar crdito a loque vea Despus, an sin reponerse de la sorpresa, letendi la diestra, llena de manchas oscuras de los vve-res que venda

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  • -Martn! Qu por aqu?-Llegu ahorita mismo.-En qu andas?-Vine a ver como est esto.-Te quedas?-Si Dios quiere...Entonces Mario se puso serio y call. Una nube de

    contrariedad se dibuj en su rostro, al mismo tiempoque una mueca de desilusin naci en la fisonoma deMartn.

    -Qu vendr a buscar ste? - dijo para s Mario.- y sto era la tienda de que hablaba el primo? -

    pens Martn.y se abrazaron con un jbilo insincero.

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  • IV

    MAR 10 ACOSTA

    Mario Acosta haca dos aos que haba salido deDuverg. Durante ese tiempo, en todas las cartas queescribi a su familia y a sus amigos, no se cans dealabar la ptima vida que se daba y los triunfos co-merciales que obtena, aunque en verdad nunca lemand ni a su familia ni a sus amigos el ms pequeoregalo.

    Era tres aos mayor que Martn y fsicamente eltipo contrario: de estatura baja, delgado, de color in-dio claro, ojos y cabellos negros y lacios. Labios pul-posos y llenos de sensualidad y una nariz recta y lim-pia. Entre los dientes, reluca uno de oro amarillo quehaca agradable a las mujeres su sonrisa y que le dabaa su rostro un aire de nio grande.

    Mientras estuvieron juntos en Duverg, l y Mar-tn fueron los mejores amigos, adems de estar unidospor la sangre. Pero Mario nunca am el campo. Nituvo para la tierra ese cario que hace levantar con elsol a los que la trabajan y viven de ella. Siempre quepudo huirle, y no fueron pocas las veces, le sac elcuerpo y le neg su sudor. Hasta que logr conseguirser maestro del curso ms inferior de la escuela deDuverg y se divorci completamente con el conuco yel trapiche. Desde aquel da principi otra vida. Lostreinta pesos que ganaba, aunque no le llegaban conpuntualidad, les fueron suficientes para satisfacer susambiciones aldeanas.

    Como le sobraba tiempo, volvise el Donjuan de

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  • Duverg, hasta que .tuvo que verse frente a la auto-ridad por haber seducido a una muchacha. Mientrasaveriguaban su fechora desapareci del pueblo, y laparsimonia de la ley y los resortes de familiares influ-yentes, hicieron que su delito quedara impune.

    Despus, se supo que estaba en la Capital y quetrabajaba comercio. Algunos decan que prosperabarpidamente, lo que l aseguraba en las cartas queescriba .. En el fondo, no era un mal hombre, nimenos un mal amigo, pero s tena en sus conversacio-nes y en su modo de ser un cinismo que lo hacarepulsivo a todo aquel que le observaba bien. Para elviejo Justino Romn era nada ms que un enemigo detrabajar la tierra y de ganarse el pan con el sudor desu frente, como un verdadero hombre.

    '*

    Martn, sentado en una silla de pino que le hababrindado su primo, le observaba mientras venda.Tambin contemplaba, medio sorprendido, todoaquel enjambre que se mova a su alrededor. Y pensen las muchas mentiras que haba escrito Mario a sufamilia y en la forma tan descarada que menta "Ten-go un buen comercio y vivo como quiero", recordabaque haba ledo en una carta enviada a Doa Carmen,la madre de su primo: "Tengo como seis novias de laalta sociedad que me tienen loco" le haba escrito al: "La ropa ya no me cabe en el bal, te voy amandar un regalo de momento", y as, muchas.

    Aquella prima noche Mario cerr el puesto de fru-tas ms temprano que de costumbre, para tener tiem-po de ensearle algo a Martn. No lejos de su negociotena un cuarto en el que viva junto con dos amigosms. Era un cuarto pequeo, oscuro, en el que habauna pequea cama de madera y tres hamacas. Al en-trar, Mario encendi una media vela de esperma.

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  • -Aqu vivimos cuatro. -dijo- Pero tu cabes tam-bin, Martn.

    Debajo de la cama de madera tena guardada sumaleta, que sac, disponiendo la ropa que usara.

    -Lo malo es la cama. Por qu no compras unahamaca, Martn?

    -Cunto vale?-Eso lo conseguimos barato.En la pieza contigua se oyeron voces y risas de

    mujer. Algunas mezclaban en lo que decan palabras yexpresiones demasiado atrevidas.

    -Son dos muchachas. -explic Mariov-- Una deellas est loca por m...

    -Ah!- Y esa gente de por all, qu dicen?Mario al hacerle esta pregunta sonri. Quera oir

    de su primo un comentario que estaba seguro le hor-migueaba en los labios desde que le vio.

    -Creen que yo estoy bien; verdad? - volvi a pre-guntar.

    -S. Al menos eso era lo que tu escribas.Mario ri. Su risa fu gruesa, brutal. Por un mo-

    mento sus carcajadas ahogaron la conversacin alegrey chispeante de las mujeres de la pieza contigua. Des-pus, cuando vio que Martn comprendi que su risaera forzada y estpida, dijo:

    -Tena que hacerlo, primo...-Por qu?La pregunta cay otra vez como un reproche, pe-

    ro ya Mario estaba repuesto, y respondi:-Porque no poda decir la verdad, Martn!La confesin lleg seguido:-S! No poda decirles la verdad. Yo sal de Du-

    verg huyendo; si a eso sumo noticias de la psimavida que llevo, t, el primero, hubieras sentido ver-genza de m...

    y sigui en un acento que conmovi a Martn:-S; tena que mentir. No poda contar mi fraca-

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  • so. Quiz no hubiera encontrado las palabras necesa-rias para explicarlo y opt por mentir.

    Las ltimas palabras se quedaron mezcladas conun silencio largo que se notaba ms por la semioscuri-dad de la estrecha habitacin, a la que la luz anmicade la vela alumbraba parcialmente.

    Con aquella corta y honda confesin, Mario sequit un gran peso de encima. Haca mucho tiempoque no deca una verdad, que no era sincero. Quecrea que siendo cnico ahogaba todo deber de lealtadpara consigo mismo, y por eso no se encontrabaahora, en un minuto de sinceridad.

    Despus, cuando el silencio fu roto por voces demujeres y por la msica gruesa de un gramfono, vol-vi a coger su dominio, y como punto final a aquelasunto dijo:

    -Mejor es que no hablemos de esto ms.-Bueno.Lo pidi como un favor que Martn concedi pres-

    tooMomentos despus salieron.Qu extraa era la noche aqu!Las bujas elctricas ponan un raro matiz de sor-

    presa en todas las cosas. El cruce tan contnuo de losautomviles le haca vacilar al entrar en cada calle.Como si quisiera comparar, se fij en la bveda negradel cielo y le pareci diferente. Tena un color comode cielo civilizado. Las estrellas brillaban ms y erande mayor tamao y hasta le pareci que en Duverg,no salan tantas de un solo golpe.

    Mario gozaba con los asombros que nacan a cadamomento en el rostro de Martn. As pase su curio-sidad por varias de las calles cntricas de la Capital.Por momentos sus sentidos se tean de rojo ante elperfume violento de una mujer que pasaba, de unoslabios que sonrean o de un escote que insinuaba laturgencia de unos senos.

    Cuando se encontr de regreso, sinti alivio. En-

    32

  • tonces volvieron a entrar al Hospedaje Esmeralda, enuna visita de inspeccin que Mario quera hacer a supuesto de frutas.

    Esto s le pareci extrao!De noche era ms pintoresco que durante el da.

    Sus ojos, asombrados, volvieron a pasar revista al es-pectculo de este hervidero humano.

    Una voz de hombre tron muy cerca de dondeestaban, hacindoles volver las cabezas. Hablaba conuna vendedora de caf:

    -Mancha, t viste aJulito el Oveja?-No.-Ni a Margara?-Tampoco!-Si los encuentro los mato! - y su voz tronaba

    con una rabia quc quera hacer ms grande, a la vezque sus puos se contraan y de su boca, como de unacatarata, salan palabras soeces.

    -Qu te hizo, Piln? - le pregunt Mario, que loconoca bien.

    -Ese mal amigo me quit mi pan!-Te quit algn trabajo?-Peor. Julito deca que era mi amigo y sabiendo

    que yo hace tiempo que no trabajo, me quita ahora lamujer que me mantiene...

    -Pues algrate.-Quc me alegre? Pero es que esa mujer era mi

    pan: ahora adnde yo como y duermo y quien mepaga la ropa?

    -Ah!-Pero esto no para aqu: A m no hay hombre

    que me haga un dao que no me lo pague.Mario llam a Martn y salieron.-Ese tipo es malo, quiera Dios que no haga un

    desrden esta noche.A cien pasos todava se oa su palabrera brutal

    llena de amenazas. Ya en la estrecha habitacin seapresur a colgar su hamaca recin comprada. Toda-

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  • va no haba llegado ningn compaero de dormito-rio. Mario se puso a hablar con una mujer de las quevivan en la misma cuartera. Cuando ya le iba entran-do el sueo not un tumulto y voces en todas direc-ciones. Entonces oy que al lado decan:

    -Piln que le dio un palo a Julito el Ovejo y loandan buscando...

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  • vEN QUE NINGUNO SABE LO QUESIGNIFICA UNA PALABRA

    Desde ese amanecer Martn Romn principi avivir una forma de existencia distinta.

    El dinero que tena le durara para dos semanas,porque la comida era demasiado barata y adems tra-taba de economizar hasta en lo necesario.

    Durante dos das, que eran los que faltaban paraterminar la semana, camin por toda la ciudad, hastael cansancio.

    A la estrecha habitacin donde viva solamenteiba a dormir, como tambin lo hacan los dems quevivan en ella. En las horas que no deambulaba por laciudad, ayudaba a Mario en el puesto de frutas.

    En medio de aquel pintoresco mercado -hospeda-je, se entretcn a viendo la infinidad de tipos curiososque pasaban a su lado durante todo el da: Las doce-nas de limpiabotas, que a veces tumbaban a los queellos crean lograr convertir en clientes, tirndole suspesados y mugrientos cajones a los pies, con la eternay nica pregunta: "va a limpiar, amigo? "- mientrasclavb,mlc sus pupilas hambrientas o trasnochadascon una confesin ms honda, ms dolorosa y que nola decan por un extrao pudor de su oficio o pormiedo a una burla. La jerga alambicada de los rabesrecomendando sus mercancas o las discusiones de lavendedora a quien engaaba cualquier vagabundo conel valor de una taza de caf o de jengibre. Pero lo quems le impresionaba era el pequeo ejrcito de muje-

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  • res alegres, que haban hecho de sus cuerpos otra fru-ta que vendan con una triste alegra profesional, enaquel amplio y sucio mercado. Las haba blancas, mo-renas, rubias, negras, mulatas y de todos los pueblosde la repblica. Durante el da, casi ninguna paseabapor el mercado, y se vea, a muy pocas, sacar suscabezas despeinadas y sus rostros plidos y sin afeites.

    Martn ya haba hecho amistad con una de ellas.Viva en una de las piezas de la casa en donde ldorma. De las seis divisiones de aquella cuartelera,cuatro estaban ocupadas por mujeres alegres, otra poruna barbera y la que ocupaba Mario. A pesar de serpequeas aquellas habitaciones, eran muy solicitadas,por estar frente al mercado. Adems, tenan un buenpatio y una pluma de agua y no era elevado el preciodel alquiler.

    La primera vez que habl con ella fu el primerda, al levantarse. Como no tena ningn vaso propioen que tomar agua para lavarse la boca, se dispuso alavar uno que estaba all; pero ella le dijo:

    Tenga ste, que est limpio.-Gracias.Despus, cuando se lo fu a devolver, ella le pre-

    gunt:--Quiere un poco de caf?-Si me lo brinda...y bebi el caf que le brind. Al darle las gracias

    la dijo:-Mi nombre es Martn, a su rden.-El mo es Mara, para lo que pueda servirle.Despus, por dos o tres veces haba vuelto a diri-

    girle la palabra. En la ltima, ella le dijo que era de uncampo de Moca, y que tena diecisiete aos. Vivasola, es decir, sin compromiso formal con ningnhombre, pero en compaa de otra mujer que tam-bin conoci Martn, llamada Caridad, tan jven co-mo ella.

    Martn sinti afecto por Mara. Durante la noche,

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  • inspiraba compaslOn por la transformacin violentaque sufra. Ella era de pequea estatura, delgada, concabellos castaos y ojos casi del mismo color llenos deinfantilidad y que a veces miraban como asustados.Aunque era blanca, el cutis dejaba ver pequeas pin-tas que denunciaban en su ascendencia a alguien decolor. Su voz era lenta, sin estridencias; al hablar pare-ca que lo haca con miedo. Pero en la noche, todoeso desapareca y entonces naca una mujer diferente,que llenaba a Martn de confusin: se transformabaen una mujer alegre, con una alegra agresiva y suspalabras salan con un tono altanero; como un reto.Sus cabellos castaos caan sobre la piel brillante delos hombros, casi en desorden, con una voluptuosidadprimitiva. Sus labios se llenaban de bermelln de unextremo a otro de las comisuras y una nube oscura decarbn en las ojeras haca brillar sus ojos como dospequeas llamas. Ataviada as, como si todo ese apa-rato de belleza provocativa fuera un uniforme, deam-bulaba de grupo en grupo y hablaba a los hombrescon una atrevida alegra. Al parecer, todas las demsmujeres la envidiaban y la teman, porque las palabrasque decan, con intencin de herirla, procuraban queno llegaran a sus odos.

    Aquel respeto se extenda hasta Caridad, su com-paera de habitacin, la muchacha mulata no mal pa-recida y que por lo regular oa y obedeca las rdenesde Mara sin comentarios, que al ver la deferencia conque su compaera trataba a Martn, trat de serlesimptica tambin. No haba en su actitud ningndeseo bajo. Lo haca sin saber por qu, como acasosin saber por qu tambin lo hab a principiado a serMara. Lo ms, quizs por tener a alguien a quienhacerle un favor y tuviera que agradecerle algo.

    Pero no fu hasta el primer domingo que conocibien a los que eran sus compaeros de habitacin. Enlos dos das anteriores slo vio a alguno al levantarsey por pocos minutos, pero ese domingo los tres se

    37

  • quedaron all. Hubo uno que al toque de las doce fuque dej el hueco de la hamaca en que dorma

    Al medioda, lleg Mario y propuso una partidade pocker, que aceptaron. Sacaron una pequea ygrasienta mesa de pino y principiaron a jugar. En elintervalo de una jugada, al Mario ver a Martn paradodetrs, le pregunt:

    -y t, no juegas?-No, no s.-Entonces, djate presentar a estos amigos, -y le

    fu diciendo, mientras los scalaba.v- Este es Pancho;este otro Macario.

    -Macario no, amigo, mi nombre es Pedro Marca-no, a su rden.

    -Igualmente, Martn Rornn.Quien protest del apodo era un hombre mulato,

    bien parecido y cuya edad no llegaba a treinta aos,de fisonoma simptica.

    Mario le present al tercer compaero: Andrs,un sastre, blanco, de estatura regular y cabeza de fau-no. En su rostro solo haba de particular una brumade cansancio que le haca aparentar diez aos ms delos que tena y que al localizarse en sus ojos dbale unaspecto como de agresividad, cuando en el fondo eraun pobre diablo. Momentos despus lleg el dueo dela barbera "La Mariposa", instalada en la mismacuartelera y tambin le fu presentado a Martn.

    -Luis Concha, en lo que le pueda servir,- dijo.-Gracias.-Usted es barahonero? - pregunt seguido.-No; de Duverg.-Viene a quedarse en la Capital?-Vengo a ver. ..-Est malo eso por all?-Regular.Mara, que presenciaba el interrogatorio desde la

    puerta de su cuarto, lo interrumpi con esta preguntairnica:

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  • -Quieres que te consiga una sotana, e .nchita?-Conmigo es que hablas?-S, para que lo confieses mejor.-Todos rieron, menos el barbero, que mascull

    un insulto y dio la espalda.Una hora despus volvi al patio. Esta vez vino

    con otro hombre que traa amarrado al cuello el paocon que defienden los barberos al cliente para que loscabellos que cortan no caigan dentro de la camisa. Eraun negro jven, con narz grande y chata como elfrente de una locomotora y unos labios demasiadogruesos. Al parecer venan en sn de disputa. El bar-bero se dirigi a Andrs, el sastre, que era de quienms respetaban el fallo final en las mil controversiasque nacan diariamente en la barbera "La Mariposa".

    -Explcamele a este tipo lo que es psicologa,-comenz diciendo.

    -No, que lo diga l,- aleg el negro.Por un momento se interrumpi la partida de

    pocker, enredndose en una discusin.-Qu es lo que pasa, interrumpile Andrs, -diri-

    gindose al negro.-Sencillamente: yo estaba hablando de espiritis-

    mo y dije que para ser vidente hay que tener psicolo-ga especial para caerle en gracia al espritu que unoquiera montar y Conchita dice que los muertos notienen psicologa...

    -Qu van a tener! - exclam el barbero.-Qu es psicologa? - pregunt el sastre al barbe-

    ro.

    -Que diga l- y seal a su diente.-Ser yo maestro de nadie: lo que yo aprendo es

    para ilustrarme, no para que otro venga a saber tcni-ca sin quemarse las pestaas.

    -Pero si tu lees el peridico cada dos meses, cuan-do vienes a pelarte, muchacho! - argumentaba el bar-bero.

    -Eso dices t, por hablar barato.

    39

  • -Qu es psicologa? - y ahora el sastre le pregun-t al negro, a quien ya se le haba desprendido elpao por completo del cuello y lo esgrima con furia.

    -Que diga l: para qu me corrigi! - y arguy-muchacho, si yo para leer los libros de espiritismotengo que aprender todo eso...

    -Voy un peso a que tu no sabes lo que es psicolo-ga! - casi grit el barbero.

    -Voy!-Dselo a casar a ste seor- y puso en manos de

    Martn cinco nacionales, en lo que lo imit el negro,poniendo un billete de a dlar, con esta advertencia:

    -Eso s, amigo, yo no lo conozco, pero no quierotrampas.

    En ese momento, Martn, por primera vez en suvida, pens qu quera decir psicologa.

    -Escribe aqu lo que es- orden Andrs, el sas-tre, dirigindose a Conchita y tendindole un lpiz yun pedazo de papel.

    Cuando termin de escribir le orden al adversa-no:

    D ahora.-Eso es fcil: psicologa es una cosa parecida a la

    metamorfosis pero que slo le da a los muertos...Entonces Andrs ley lo que haba escrito el bar-

    bero:-Psicologa es una cosa casi como la prostitu-

    cin".Como Martn no saba tampoco lo que quera

    decir, le devolvi a cada uno su dinero, llevndose deuna indicacin del sastre.

    Todos los que intervinieron en la discusin, o in-directamente, haban nacido en el campo o en provin-cias que en el fondo no son otra cosa que aldeasgrandes, con una iglesia, una sala de cine y un Goberna-dor. Eran fugitivos de la tierra. Todos renegaban, co-mo si fuera un estigma, de su descendencia de agricul-tores.

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  • La tierra!Qu muchos de enemigos se iba encontrando!

    Toda la juventud le hua, como si su contacto trajeralepra o fuera un delito, una degradacin.

    Todos, esos que no saban lo que es psicologa ylos que lo saben a medias, volvern a ella. Algunos,quizs demasiado tarde...

    41

  • VI

    "MARIA"

    Pasaron dos semanas y ms de una docena de ve-ces le dio la vuelta a la ciudad en busca de trabajo. Laropa estaba toda sucia y el dinero se iba terminando.Los pies de Martn Romn, adoloridos y cansados, senegaban a deambular ms sosteniendo a su dueo enuna bsqueda que pareca intil.

    Por las maanas, cuando ya hab a dado la vuelta atoda la ciudad, se detena en el largo muelle maltre-cho, y sus ojos se volvan turistas, paseando los bar-cos, que amarrados quietamente, sucios y hoscos, pa-recan fieras vencidas o cansadas.

    Fu una maana de estas en que se top, sin bus-carlo, con el primer trabajo.

    Ya haba dado vueltas por veinte calles. El relojpblico, como el ojo de una lechuza, pareca no que-rer mover sus negras agujas. Una docena de mangosintentaban hacer de su estmago una destilera dealcohol, a juzgar por la fermentacin que aquel desa-yuno tan barato iba producindole. Entonces, comotodos los das anteriores, en que vag en busca dealgo que hacer, encaminse al muelle.

    Media docena de barcos descargaban madera y ce-mento. Martn Romn se recost en un grueso pilarde concreto y se entretena en ver como atracaba un.pesado barco que luca en la popa la bandera delImperio Britnico.

    Era un momento en que un capataz buscaba afa-noso hombres que trabaj aran en el descargo del barco,

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  • que tena las horas contadas para estar en puerto. Pordos veces mir a Martn y a la tercera le pregunt:

    -Quiere trabajar, amigo?-Yo?-S.-En qu?-Ayudando a descargar un barco.-Bueno.-Entonces qutese el saco y, si quiere, la camisa

    tambin.Martn casi se sorprendi. Mir bien a quien le

    hablaba y se dispuso a trabajar. El capataz era un hom-bre corpulento, la color mulata y el cabello duro. Ape-sar del aire de autoridad que quera darse, se adivi-naba que solo era una caracterizacin para infundirrespeto. Al hablarle a Martn le llam la atencin suaspecto de hombre que no tiene nada que hacer, yadems, ya lo haba visto dos o tres veces paseandopor el muelle por las maanas, signo de que no tenatrabajo. Sumndose que Martn tena un buen cuerpoy pareca fuerte y dispuesto.

    La casualidad obr aquella maana: porque nosiempre se consegua que un capataz le preguntara aun hombre que si quera trabajar. Todo era que ha-ban seis barcos en el muelle y la totalidad de los hom-bres acostumbrados a dicho trabajo estaban ocupados.

    Martn se quit el saco de dril blanco, que yaestaba gris, el sombrero y la corbata y le rog al due-o de un puesto de refrescos y dulces que se los guar-dara. Los zapatos no se atrevi a quitrselos por mie-do a que se los robaran.

    y empez a trabajar, sin descansar, hasta casi lassiete de la tarde: Al principio, el trabajo le pareciduro, pero despus que sud un poco el cuerpo y sequit la camisa, lo encontr mejor.

    Esa misma noche le pagaron. Le dieron ms dine-ro de lo que l esperaba. Cuando se marchaba, lollam el capataz.

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  • -Cmo te llamas?-Martn Romn-Date siempre la vuelta por aqu.-Maana?-No, pero pasado maana me llega otro barco.-Gracias.Cuando Martn suba la cuesta iba cansado pero

    conforme. Llevaba en el bolsillo casi tres dlares: losuficiente para muchas pequeas necesidades y unabuena cena.

    En el cuarto no haba nadie. Ninguno de los com-paeros de habitacin se acercaban por all hasta muytarde en la noche. El primero que iba, despus deMartn, era Mario, y nunca dejaba su pequeo nego-cio antes de las diez de la noche y a veces no dormaen la habitacin por tres o cuatro noches corridas...

    Mientras reciba la caricia del agua, oy la voz deMara, la muchacha alegre de una de las piezas veci-nas, que pregunt:

    -Quin se baa ah?-Yo; Martn.-Ah! Dnde estaba que no lo v en todo el da?-Trabajando.-Dnde?-En el muelle; en un barco.-Me alegro.Hubo una pausa. Mientras Martn reciba el agua

    fresca que sala de la pluma como un chorro de cris-tal, tarareaba una vieja cancin. Desde el cielo, la luzde una luna llena tea de oro plido todas las cosas.El pedazo de tierra donde l estaba baandose se ibapoco a poco tornando negro al recibir el agua mezcla-da de espuma y de sudor.

    El cuerpo desnudo de Martn tena relmpagos debronce en aquella noche clara. Sus hombros anchos yfuertes y su torso elstico daban sensacin de ritoprimitivo. El agua le haba quitado como por encan-to todo el cansancio de aquel da de dura faena. No

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  • pensaba en nada. A veces, sus ojos se cerraban y llega-ba a l la voz fresca de Paula, con sus pupilas negras ysus cabellos brillantes. Recordaba, con una rara sonri-sa que no pas de la comisura de sus labios, el tem-blor de aquellos senos pequeos y firmes al empren-der alguna loca carrera... Pero esa imgen la borr elbeso de su madre, en la madrugada tibia de su partida,y le pareci que todava tena en la frente la huellahmeda de aquel beso. La figura del padre lleg des-pus: "La tierra te ha cansado. El trapiche, el valle,todo ha perdido el inters para t. Pero volvers unda, y todo lo que hoy abandonas tendr un sabor yun color nuevo. Entonces la tierra te parecer msblanda y frtil. Los tallos de las caas no te parecernsperos ni el trabajo te parecer montono. Porque latierra es buena y generosa. Me ha sostenido a m y amis hijos y a tu madre y a muchos padres e hijos antesque nosotros. Te digo esto porque algn da habra dedecrtelo y no quiero que sea el da que regreses ynecesites el apoyo de la tierra y de tu familia"...

    Un pequeo dolor le naci en un dedo y entoncesrecord que tena clavada una astilla de madera que elcalor de la brega haba adormecido. Era en el ndice.Lo puso frente a la luna grande y dorada y no pudoencontrar el pequeo alfiler de madera que le hera lacarne y que le produca un dolor agudo y molesto.

    Desde el Hospedaje, llegaba el eco fuerte de unavitrola, en la que un disco desenvolva la msica afri-cana de un merengue en gritos rpidos y sensuales. Aveces, la msica de otro disco vecino se mezclaba, yentonces lo que se le meta en los odos eran sonidoslocos y desagradables. Desde la barbera tambin sa-lan las voces colricas de dos hombres enredadas enuna discusin banal.

    Ante la necesidad de sacar del dedo la astilla demadera, cerr el chorro de agua y volvi a su cuarto.La vela de esperma que haba dejado encendida agoni-zaba, y al entrar quemse el ltimo fragmento del

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  • hilo delgado de la mecha. Por ms que busc un alfi-ler fu intil, ya que an con luz hubiera sido difcilencontrarlo.

    Entonces pens en que Mara poda prestarle uno.Su puerta que daba al patio estaba semiabierta. Porella sala una luz dbil, que a veces temblaba con labrisa. Casi sinti alegra al notar que aquella era lanica puerta que estaba abierta en el patio.

    Al llegar, ella se asust.-Soy yo, -dijo l como excusa.-Me asust! - y ella sonri.-Quera que me prestaras un alfiler.-Ahora mismo. Para qu es?-Me clav una astilla de madera esta tarde, en un

    dedo.-Le duele?-Poca cosa.Mara busc un alfiler y lo puso en la diestra de

    Martn.-Tampoco tengo luz- dijo l.-Entonces espere, que voy a hacerle el favor com-

    pleto,- y volvi a sonreir.Martn entr y mientras esperaba que Mara ter-

    minara de pintar sus labios con rouge y sus cejas conlpiz, la contempl sin prisa, por primera vez. Frentea ella, un espejo regular copiaba sus ojos y sus cabe-llos castaos. Sus dientes blancos relucan en el cristaldel espejo. Por entre sus axilas, la turgencia de lossenos se adivinaban, casi se vean. Sus cabellos hme-dos caan en desrden por la espalda y los hombros.

    Martn sinti miedo. Un miedo extrao. Absurdo.Como no lo haba sentido nunca. Tuvo deseos dehuir. De esconderse. Nunca, como no estuviera ebrio,haba tenido una mujer casi desnuda tan cerca. En-tonces, como un remedio, desvi los ojos vidos deaquel cuerpo que pona un dolor casi fsico en sucarne, y cont, como si pasara un inventario, todo loque haba en aquella habitacin:

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  • La cama, grande, marrn. Colgada sobre la cabe-cera, la imgen de una vrgen demasiado linda, consus ojos en blanco fijos en el cielo. Junto a la cama,una silla campesina, y sobre ella un vestido recinplanchado. En su espaldar, una pequea toalla blanca.Cerca de la puerta donde l estaba, un cajn vacoque ocupaba Mara. Y frente a ella, en una pequeamesa de pino sin pintar, el espej o. En algunos clavos,en tres partes distintas de los setos, algunos vestidos yropa interior.

    Entonces se dio cuenta que l tambin estaba casidesnudo. De la cintura para arriba, su cuerpo brillabacon ms fuerza, porque la luz de la lmpara era msfuerte que la luz de la luna que se regaba afuera. Lehizo falta algo con que cubrirse sus hombros, pero nose pudo mover porque sus ojos se haban vuelto aclavar en los cabellos revueltos de Mara y en la tur-gencia agresiva de sus senos. Y por decir algo, recorda la muchacha que haba vivido junto con ella y quehaca das se haba mudado, a vivir honradamente,con un hombre que trabajaba carnicera, y dijo:

    -y Caridad, le va bien?-S. Tuvo suerte,- y como si soara con algo

    imposible de conseguir, como una quimera, prosi-gui.- Ojal yo encontrar tambin un hombre queme honre!

    Martn no supo que decir. No se atrevi a decirnada. Acaso porque nada poda ofrecer y saba lo queella anhelaba.

    Mara le dio el frente y pregunt, como cansada:-Dnde est la astilla?-Aqu.- Martn le tendi la diestra, que ella exa-

    min.-Acerque esa silla y sintese quieto- orden.Martn obedeci. Puso la silla junto al cajn de

    ella y la dej hacer. Sus piernas tropezaban con aban-dono. Del cuerpo de Mara se desprenda un suaveolor a jabn de sndalo que le entraba a Martn por

    47

  • ojos, odos, boca, manos... Ella escarbaba con el alfi-ler en el dedo herido. Pero la astilla estaba honda yfu difcil encontrarla. Como tena la cabeza recos-tada sobre el pecho, sus cabellos rozaban con el rostrode l. Tambin olan a sndalo, con un olor que ponaen sus pupilas un deseo que poco a poco se iba adue-ando de su voluntad y de sus sentidos. Y sin darsecuenta, casi con miedo, principi a pasar la mano quetena libre por los cabellos castaos que tena tancerca y que olan tan bien.

    Ella levant los ojos, sonri y no abri la bocapara protestar.

    Cuando encontr al fin el alfiler de madera quebuscaba en el dedo herido, recost con abandono sucabeza en el pecho desnudo de l y murmur, muydespacio, sonriendo:

    -Miren al pjaro bobo como tambin se enamo-ra!

    y cerr los ojos y entreabri los labios.

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  • VII

    UN HOMBRE Y UNA MUJER SE CONFIESAN

    Julin, el capataz que le dio trabajo a Martn porprimera vez en el puerto, volvi a proporcionrselovarias veces. Martn estaba conforme. Pensaba poco, ono pensaba nada. Durante el da, el trabajo demasiadofuerte llenaba de cansancio sus msculos. En la no-che, Mara lo ayudaba a pasar el tiempo.

    Ambos, parecan transformados. Mara se habavuelto ms recatada, ms tierna. Acaso ensayaba serdefinitivamente buena! No sala de su habitacin.Por necesidad abra la puerta que daba a la calle.Desde la prima noche en que Martn bes sus cabelloscastaos, su boca y su cuerpo haban permanecidocerrados para todos los dems hombres. An para losque tuvieron antes el mismo derecho que Martn.

    Sin ninguna promesa, sin ningn alarde, le ibadando un nuevo curso a la corriente loca de su vida.Sus mismas amigas, si lo notaban, callaban, por miedoo por piedad.

    Martn, desde esa noche, la primera noche de pla-cer desde que dej el panorama manso de Duverg, novolvi a amanecer en la habitacin de Mario, aunquetodo lo que posea lo haba dejado all. Como noconoca en ninguna forma la psicologa de aquellavida tristemente alegre, ni preguntaba ni pensaba en"maana". Adems, hasta ahora no iba mal el cam-bio.

    Como en todas las mujeres hay el afn de la con-fesin, en los labios de Mara aleteaba el deseo de

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  • desnudarse el alma. Pero la ocasin no llegaba, porquees difcil empezarla cuando con quien se habla ni pregunta nada ni parece interesarse en ello.

    Fu un domingo, al filo de la pesada hora de lasiesta, que brot la confidencia. En el patio, volvierona reunirse, como en el primer domingo que pas Mar-tn all. Haban ms hombres y mujeres que la otravez. y tambin haba ms ruido. De esto la nicacausa era que Luis Concha, el barbero, estaba convale-ciente de un ataque de gripe y no trabajaba. Contanto tiempo desocupado, lo empleaba en la nicaforma que saba: jugando al domin y hablando.Tambin estaba all Pedro Marcano y Pancho. Andrs,el sastre, en un ngulo del patio, escriba una carta. Aveces, recostaba la cabeza sobre la mesa de pino quele serva de escritorio, pensaba algo, y volva a escri-bir.

    Martn lleg hasta donde l escriba y se dieronun saludo sin palabras, pero cordial. Despus de unmomento, Andrs dijo:

    -Me voy pronto de aqu, amigo.-Qu se v?-S; me voy a dar una vuelta por el Este.-No le v bien?-No. Y me han dicho que por all los trabajos

    estn regulares.-Pero, no est trabajando aqu?-S, pero muy mal. Estoy donde un turco y ma-

    tndome solamente gano para comer. Y yo estoybien, si me comparo con esas pobres mujeres que ledan cuarenta centavos por hacer una docena de panta-lones. Me he cansado de buscar trabajo en otra parte,pero nadie tiene, y los que tienen les sobran los opera-nos.

    Andrs hablaba con acento amargo. Sus labios fi-nos se contraan a veces en un gesto de disgusto. Eraun buen oficial de sastrera y para ganar ms de cin-cuenta centavos diarios tena que trabajar aprisa y

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  • soportando resabios de un rabe bruto y enfermo.Como l, media docena de hombres e igual nmero demujeres, vegetaban en la misma imitacin de bazardonde trabajaban. Y como ellos, ms de cien obrerosy ms de doscientas mujeres, lo pasaban igual. Sinesperanzas. Sin siquiera una lejana esperanza. Astambin, mil camiseras iban dejando los pulmones yla juventud en una interminable tarea de a veinticincoy veinte centavos por docena de camisas.

    -y est seguro que conseguir trabajo? - pregun-tle Martn.

    -Si no encuentro, me voy para mi casa. All porlo menos no paso hambre. En San Francisco de Maco-rs, con lo que consiga puedo comprarme una camisa.En dos aos que estoy aqu no he salido de este paso.

    En lo que Andrs acababa de decir haba algo queno era verdad. No era cierto que en los dos aos lehaba ido completamente mal. En el primero, el tra-bajo lo encontr con facilidad y regularmente pago.Se hizo de buena ropa y viva relativamente con hol-gura. Despus, fu que principi a escasear, hasta te-ner que buscar refugio en aquel bazar rabe, dondeescasamente ganaba para comer. Pero todava conser-vaba casi ntegra su indumentaria, con la que se pasea-ba por todos los lugares cntricos sin que sospecharanque era sastre y que apenas ganaba lo suficiente paracomer.

    -Ahora estoy haciendo una carta de despedida.-dijo Andrs sealando con el lpiz lo que haba yaescrito.

    -Para la familia? - inquiri infantilmente Martn.-No; para una mujer.-Su novia?-S. Le vaya ensear un retrato de ella.Andrs fu hasta la habitacin y trajo una caja de

    cartn y una silla que le brind a Martn. Al ponerleen la mano una pequea fotografa djole:

    -Se llama Nena,- y sigui sacando retratos y car-

    51

  • tas de amor. El nombre de esta es Flrida, y esta esJuana. Esta otra es Isabel. ..

    -Martn repasaba con los ojos llenos de admira-cin aquella galera de conquistas de amor. Casi todaslas fotografas eran de mujeres jvenes y bonitas. Al-gunas llevaban tiernas dedicatorias.

    -T ves todas esas mujeres? Pues ninguna sabeque yo soy sastre!

    -Te lo tienes a menos?-No! - Andrs reaccion. Puso un tono ms se-

    rio a sus palabras al seguir diciendo.- No es que lotenga a menos, pero fu que me pas una vez estefracaso: Estbamos en una fiesta Haba bailado du-rante toda la noche con una muchacha linda, alegre ysimptica; al despedirnos, una ta que la acompaabame pregunt qu trabajaba: sastre, la dije casi conorgullo.

    -Sastre? - y con un acento de lstima me dijo:-El pobre, tanjven!

    "Desde esa noche, no he vuelto a decirle a ningu-na mujer,- y a veces hasta algunos hombres- cualoficio trabajo. Lo tienen a menos. Creen que somosinferiores. Desde esa fecha, cada vez que en algunafiesta tengo que hablar de lo que trabajo -lo quetrato de evitar- hablo una mentira. Digo que trabajoen un Banco o en la Aduana. Entonces se le van losojos, y hasta llegan a preguntarme cuanto dinero ga-no".

    Hablaba sin alzar la cabeza. Con el lpiz que escri-ba, urgaba en la caja de cartn donde guardaba sucorrespondencia.

    Martn no saba qu hacer ni qu decir. Era dema-siado sincera aquella queja. Aquel grito pareca ser laprimera vez que lo echaban fuera del corazn. Por fin,ms por decir algo que por el gusto de seguir aquellaconversacin amarga, pregunt:

    -y de todas estas mujeres, no quiso alguna consinceridad?

    52

  • -S; estas dos.- Andrs, sin titubear, sac delpaquete dos retratos y se los mostr: -Juana y Mer-cedes. A las dos las quise mucho. Mucho- asegur.

    - y por qu las dej?-Por una sencilla razn: solamente tena una so-

    lucin para el problema: dejarlas.-Por qu?-Quiere saberlo? Bien! Yo nunca haba hablado

    con nadie de sto, ni siquiera con ninguna de las dos,a las que las deba, por caballerosidad, una explica-cin. Pero es que siempre las explicaciones lo quehacen, con las mujeres, es enredar ms las cosas...Nunca es agradable ver llorar a la mujer que se quiere.Ya lo sabr usted, amigo, si no lo sabe ya...

    Qu acento tan raro! Qu extrao tambin quemientras por diferentes ngulos llegaban las notaslocas y voluptuosas de una rumba y de un merengue,escapadas de las cajas negras de las vitrolas, y el solarrancaba de los techos de zinc un resplandor aluci-nante, un hombre joven rumiaba, en una confesin,su fracaso!

    Al ir a comenzar a hablar, Mara trajo para ambosdos tazas de caf. Andrs la mir, primero con des-confianza, pero al ver la actitud mansa de ella y lamirada tierna de Martn, tuvo una naciente simpata.Ella comprendi que la conversacin se haba inte-rrumpido por su llegada y pregunt, sonriendo:

    -Molesto?-No.- dijo Martn.Como Andrs casi tena necesidad de hablar, tam-

    bin dijo:-No; no molesta. Lo que estoy diciendo puede

    orlo una mujer como t, que debes saber mucho deello.

    Y entonces hizo este relato:"Juana! A ella la conoc primero. Si no fuera

    cursi, asegurara que fu mi primer amor. Es de mimismo pueblo y fu mi primera novia. Con todas las

    53

  • de la ley. La quise mucho. Yo tena veinte aos y ellaquince. Ibamos a cumplir un ao de compromiso. Ellaera de familia acomodada. Casi ricos. Yo era pocoigual que lo que soy ahora. Se iba acercando la fechade sus cumpleaos y haba en proyecto una gran fies-ta. En esos das no tena trabajo y antes de hacer unpapel ridculo, opt por dejarla. Y sin decirla nada,sin excusas, sin una letra, casi cruelmente, deje de ir asu casa y termin por abandonarla. Le hu. Tenavergenza de verle la cara. De que sus ojos negros meinterrogaran y yo tuviera que decir la verdad. Com-prenden lo que es eso? Huirle un hombre a unamujer a quien quiere, con todas las fuerzas de su ju-ventud, porque no le pudo hacer un regalo decente,que no provocara risa? Pocos das despus, dej mipueblo. Cuando volv, ya era de otro hombre".

    La diestra de Andrs acarici el otro retrato. Erael segundo dolor. Quizs el ms hondo, el ms amar-go. Mercedes. La fotografa era tamao postal. Clara.En el dorso, una dedicatoria entre un corazn. Erauna mujer linda y jven. Los ojos castaos claros y loscabellos una mezcla voluptuosa de fuego y sombra.La frente altiva y la boca pequea y golosa. Sobre elvestido de seda color malva los senos se le adivinaban,con atrevimiento.

    Acariciaron sus manos la fotografa y pareca quela mirada de aquella mujer le haca dao; un daomayor que la mirada compasiva que adivinaba enMara y en Martn, quienes mudos, lo contemplabancasi con asombro.

    "Mercedes! -principi a decir.- Cmo la qui-se! Cmo la quiero todava! A ustedes les parecerrdiculo casi a m tambin, pero Dios lo libre, amigo,de que ninguna mujer se le meta en el cuerpo de tanmala manera! "

    Siempre hay que hacer un gran esfuerzo cuandopor primera vez se saca del pasado un recuerdo dema-siado ntimo y sobre todo, si ese recuerdo es aliado

    54

  • del fracaso. Andrs, sin mirar a los que hablaba, bus-caba en su cerebro las frases ms grficas y ms cortasen que referir esto. Cuando por fin coordin su pensa-miento, prosigui:

    "De eso hace poco, lo ms un ao. La conoc unanoche en un cine de Villa Francisca. Una imitacin decompaa de variedades de artistas criollos, hacanreir al lleno total del pequeo teatro. Sin hacerlo apropsito, consegu una silla y la puse junto a ella.Sin buscarlo, nos hablamos. Fu un comentario trivialo irnico a una muchacha que cantaba. Seguimoshablando. Me dijo que su nombre era Mercedes y queno era libre. Muy cerca de ella, una mujer gruesa, deedad indefinida, la miraba con gesto hosco.- Esmam.- me dijo.- Simule que no habla conmigo. Meregaa- rog".

    "Obedec. Pero no me d cuenta de lo que hacanen el escenario aquella media docena de pobres dia-blos que bailaban y cantaban con toda la buena vo-luntad que podan".

    "Despus, averigu donde viva. Quin era. Cmoviva. Y nos volvimos a ver. En el mismo cine de aquelbarrio. Lo ms discretamente que podamos. Su mari-do era un hombre respetable que no tena tiempopara pensar en si una mujer en quin no pensabamucho, porque para l solamente era un lujo, un ca-pricho, lo engaaba o n. Y una noche fu ma. Sinalegar ni preguntar nada. Me dio todo lo que podadarme: La belleza y lozana de sus dieciocho aos ytodo el amor que era capaz de guardar, ella, que nun-ca haba puesto amor a ningn hombre.

    Por tres, cuatro meses, fui feliz. La empezaba aquerer demasiado. Se iba metiendo muy adentro enmi vida. Y creo que yo en la de ella. Esa fu nuestraperdicin. Cmo poda yo sostenerla con el lujo y laholgura que estaba acostumbrada a vivir? Ni siquieraen una forma cercana, y antes de volvrmelo a repetir,ya pens en dejarla. Porque, si no le poda hacer un

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  • bien, por qu iba a hacerle un mal? Adems, no sola-mente era eso. Me pareca que era sacrificarme dema-siado echar sobre mi vida la responsabilidad de unamujer. Fui, y sigo siendo, un cobarde. Quiero la felici-dad y tengo miedo, he tenido miedo siempre, de ha-cerla definitivamente ma. Siempre espero algo mejorque vendr, pero ya estoy seguro que eso no pasa demi imaginacin. Despus, Mercedes por orgullo y yopor miedo, no volvimos a hablarnos. Hoyes la mujerde otro hombre. Cada vez que nos tropezamos, ellaalza la cabeza, como si yo fuera el sol y quisiera gritarque ni an esos rayos la impiden mirar con orgullo elinfinito " .

    "Verdad que soy un pobre diablo, amigos? "Andrs quiso sonreir, pero slo fu una mueca lo

    que se asom a sus labios.Mara, contagiada por el zumo de sinceridad de

    aquel relato, dijo, como otra confesin:-Usted slo, amigo? Sabe cmo me trajeron del

    campo de Moca en donde viva? Una tarde lleg unamujer alta, india, envuelta en un vestido de seda rojo,y me propuso traerme a la Capital para que trabajaraen un taller de costura, del que ella era duea. Acep-t. No o los consejos de mi vieja ni de una ta. Creaque iba a encontrar aqu mi salvacin. Y con lo queme encontr fu con una botella de ron y un hombrecon ojos de tigre que al desnudarme me desgarr elvestido. Y as como a m, le ha pasado, en una formams o menos parecida, a todas esas muchachas quecomo yo, ya no tienen ms que el camino de morirsesiendo malas, o en un hospital!

    Ninguno de los tres volvi a hablar. Martn, porprimera vez, sinti un miedo inexplicable, que seextendi hasta Paula, all, en Duverg...

    56

  • VIII

    "UNA COMIDA AMARGA"

    Haca cinco das que no trabajaba en el muelle.Cuando sali de la habitacin, Martn solamente ledej a Mara seis centavos que tena. Ella sonri alrecibirlos.

    -No te apures.- djole.El sonri tambin, sin saber por qu lo haca

    Llevaba en el estmago una taza de caf. La ltimacena fu mezquina: dos pltanos con manteca.

    Ya el sombrero de panza de burro haba dejadode ser nuevo y bonito y el flus blanco, bien maltrata-do, lo guardaba para si se le ofreca algn apuro. Loszapatos se iban cuarteando y haba terminado porusarlos sin calcetines. Mara le haba obligado a com-prar dos pantalones de dril fuerte y duro, y dos cami-sas azules. Adivinaba, que aquella racha de trabajo enel muelle no durara mucho y no quiso que todo segastara en ella y en comer. Conoca ntimamente amuchos trabajadores, entre ellos a los que vivan de lallegada de los barcos, y saba que pasaban largas tem-poradas sin ganar un centavo.

    En cuanto al futuro, al "maana", ella estabaacostumbrada a no pensar en eso. Por una maravillosafilosofa intuitiva, comprenda que esas situaciones seresuelven ellas mismas.

    -No te apures.- era todo su comentario a laansiedad de su compaero.

    A Martn le hizo mucho bien aquella espontneay risuea conformidad.

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  • Era la primera vez en su vida que se le presentabaun problema de esa naturaleza y no saba sus conse-cuencias completas.

    Al salir, pens pasar por donde Mario, pero searrepinti. Desde haca algunos das, no le gustaba laclase de vida que llevaba su primo y evitaba, sin hacr-selo notar, pasar mucho tiempo en su compaa. Dosnoches anteriores, haba armado un escndalo ma-ysculo al pegarle a una mujer. Le sangr un ojo y lerompi la cabeza. Si no salta pronto a un patio cont-guo, la polica lo hubiera apresado. Se salv de lasconsecuencias de aquel desrden porque Mara habaconvencido a la vctima de que retirara la querella.

    Adems, no poda imaginar que un hombre jven,sano y fuerte, estuviera pendiente de lo que ganabauna mujer para quitrselo en cualquier forma. Y esaera la actividad ms destacada de Mario...

    Pensando en ello, lleg al puerto. Ni un solo barcose recostaba en el muelle! En todo aquel recinto, msde cien hombres vagaban en sus mismas condiciones.Con las americanas hechas un fardo sobre los hom-bros o envueltas como un trapo en los brazos, pasea-ban su pereza, mientras sus ojos se volvan vigas,tratando descubrir en el azul horizonte del mar lasilueta negra de un buque. Varios grupos hacan cer-cos a los vendedores de frituras o de dulces. Muchoscoman sin tener dinero con que pagar y despus searmaba una larga averiguacin en la que generalmenteel vendedor tena que fiar contra su voluntad y a unplazo indefinido.

    A la sombra de los aleros de los almacenes, mu-chos trabajadores buscaban un sitio cmodo dondedescansar, y a veces hasta dormir.

    El primer favor que le hicieron a Martn al llegar ala Capital, se lo hizo un muchacho de color, sucio,andrajoso y charlatn, llevndolo hasta donde estabaMario. Se haban vuelto a encontrar en el muelle y Mar-tn se lo pag brindndole un pedazo de dulce de maz.

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  • Le decan "Botijuela" y l no esconda su apodoestrafalario. Siempre andaba en compaa de dos mu-chachos de su misma calaa. Uno era pequeo, blan-co, con ojos de ratn y cabeza pelada a rap. El otroera mucho ms grande. Fuerte. La color mulata oscu-ra. En la cabeza grande una cabellera rebelde y abun-dante. Tena gestos ambguos y un hablar meloso. Alcaminar, sus caderas, demasiado anchas y desarrolla-das para un hombre, se movan como las de una mu-jer. Le llamaban "Monina".

    -Se queda en la Capital, valito? - le pregunt"Botijuela" a Martn, mientras devoraban entre l ysus compaeros, una buena cantidad de mangos quetraan en una funda de papel.

    -S; me quedo.- y de dnde es usted, amigo? - preguntle

    "Monina", arqueando las cejas, finas por el filo deuna navaja, y entornando los ojos.

    -No le diga a esta bandida- dijo un hombre, com-paero de trabajo de Martn- y ande derecho, porquelo confunden si lo ven hablando con este animal.

    -Es verdad, valito- terci "Botijuela", y halandoa "Monina" por un brazo canturre.- Yo ando conella porque soy su administrador...

    Martn los vio alejarse, corriendo. Todos rean deaquellos vagabundos, pero a l le hizo muy mala im-presin el ver aquel muchacho, casi un hombre, queimitaba a las mujeres descaradamente.

    Hasta el medio da, anduvo vagando por toda laciudad. Haba veces que le entraba el deseo depreguntar al pasar por alguna fbrica, si necesitabanalgn hombre para trabajar, cualquier cosa, pero searrepenta, y segua deambulando.

    Cuando dieron las doce, busc el camino de "sucasa". Al entrar sus ojos se alegraron al tropezar conun plato cubierto por un pequeo pao blanco.

    -A buen tiempo! -le salud Mara.

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  • -"No estaba mal: Es una comida casi de lujo".-pens al ver lo que era.

    -Todo sto con seis centavos? - pregunt.-S; porque me fiaron. Tambin dej algo para

    esta tarde.- explic ella.Pero Martn no estaba conforme. Algo, que l no

    saba explicarse le daba a esa comida un sabor distin-to a las dems que haba comido en compaa deMara. Cuando termin, cubri su cabeza y sin decirpalabra, sali. Un momento despus, pensaba que nodebi haberse comido aquello, pero el hambre pudoms que su voluntad. Desde la maana su estmagosolamente haba recibido una taza de caf. Cuandosali, no encontr cual rumbo tomar. Todas las callesle parecan vacas, falsas. Entonces entr a la barbera"La Mariposa". En un silln, con la boca abierta, y lafrente llena de sudor, Conchita dorma confiadamen-te. Todo el calor del medioda le sala por aquellaboca seca, en la que el hueco d