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AÑO in. TERCERA fiPOOA. NOM, 2f,

LAS MOMIAS DE FORMENTERA.

£» e\ fondo da los ataúdes habia dos momias itaies.

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418 EL PERIÓDICO PARA TODOS.

SUMARIO.

TEXTO. —Nuestros grabados.—El Corregidor de Almagro, por D. Manuel Fernandez y

'-' González.—La pe.seta, por D. Podro Esca-luilla.—El Doctor Antunez, por D. Tor-cuato Tarrago.—Los baño.s del .Manzana­res, por D. Pedro Escamilla. —Variedades. —Sección festiva.

GRABADOS.—La.s momias de Formontcra.— Costumbres guerreras. — Los negros del rio Nunes.—Los serenos japoneses.

NUESTROS GRABADOS.

ILias m o m i a s d e F ó r m e n t e r a . .

Todo el mnndo sabe que Forraentera es una de las islas que constituyen el grupo de las Baleares, y cuya posición geográfica está al 3y» y 40° de latitud eu el Mediterráneo. Hacer la historia dn esta isla sería, por lo tanto, repetir lo que es conocido por todas las personas instruidas, ya en lo que se refiere á su situación y productos, ya en lo que tiene conexión con el papel que hubo de represen­tar desdo los tiempos de los cartagineses has­ta nuestros dias. No siendo, pues, ese nuestro objeto, vamos á ocuparnos de un reciente descubrimiento que ha tenido lugar en aque­lla isla, y de cuj-as resultas aún no están de acuerdo los anticuarios y arqueólogos que se han ocupado del mismo.

En el mes de Fetiombre último, es decir, hace unos once meses, un alegre grupo de cazadores deseosos de pasar unos cuantos dias consagrados alejercicio de la caza, fletaron un lugre por su cuenta, y con mar apacible y viento fresco y bonachón se dirigieron i la costa de Formentera, para hacer implacable guerra á las numerosas bandadas de perdices que ¡se encuentran en aquella isla. Partieron de Barcelona el 30 del referido mes, y llega -ron con toda felicidad á la anhelada isla. Tan luego como pisaron la playa, emprendieron su campaña con próspera fortuna é insensible­mente se fueron alejando hasta llegar al pié do una áspera montaña.

No es dei caso referir las alegres peripe­cias experimentadas por nuestros cazadores ontregadoí durante una semana á su diver­sión favorita; pero habiendo uno de ellos des­cubierto la entrada de una gruta, que más pa­recía artificial que obra de la naturaleza, pene­traron en ella con visible curiosidad, merced á hachas de viento que habían preparado de antemano. ¡Cuál fué su asombro cuando se encontraron en iin espacio euadrangular con paredes llenas de caprichosos arabescos!

Pero el asombro de los cazadores creció de punto cuando echaron de ver que en el centro de aquella estancia había dos grandes fére­tros paralelamente colocados el uno junto al otro. La mayor curiosidad so apoderó, como era consiguiente, de nuestros improvisados arqueólogos, y aunque los féretros estaban fuertemente ligados por medio de abrazade­ras de hierro, lograron al fin levantar las cu' biertas, quedando admirados con el espec­táculo que se presentó á su vista.

En el fondo de los ataúdes había das mo-uii.is reales. Era la de un hombre y de Una iiiujer. La cabeza y el cuerpo de ella estaban cubiertos de pedrería, con cinturon y brazale­tes de oro, en tanto que la momia del hom­bre llevaba la corona imperial en la cabeza y el cetro en la mano.

Basta contemplar el expresivo grabado que I presentamos a! frente de este número para

conocer la importancia del hallazgo.

Nuestros cazadores, después de haber exa­minado las momias y las grandes riquezas en oro, perlas y pedrería con que estaban cu­biertas, se decidieron respetar tal como esta -ban aquellos restos, y acto seguido dieron cuenta á la autoridad de la isla acerca del descubrimiento que habian hecho. De resul­tas de ello se dio cuenta al gobernador de Palma, y éste, á su vez, lo hizo al Gobierno de Madrid, acudiendo diputaciones científicas para clasificar el origen de aquellas momias y la época en que debieron existir.

Sí hay que atender al monumento donde se encontrarom evidentemente este pertenece al género árabe; ¿pero prueba esto que los cadá­veres reales hallados por una casualidad, per­tenecen al pueblo vencido por Jaime el Con­quistador? A juzgar por los trajes y adornos délas momias no parece ser así. Estas son, indudablemente, de una época mucho más antigua. Tienen algo del tiempo de la diaastia carlovingia á nuestro juicio.

Ahora falta que los sabios nos digan á qué período histórico corresponden aquellos ador nos reales, especialmente los indumentarios que son los que pueden clasificarlos. Nosotros nos contentamos con exponer tan curioso acontecimiento.

C o s t u m b r e s g - a o r r o r a s .

Refiere M. V. Gaboriau, jefe de una de las últimas expediciones francesas al África occidental, una costumbre de los negros de Timbo que no deja de ser curiosa. Mas antes conviene decir que los habitantes de aquel país son una especie de conquistadores en pequeña eseala, que sólo se alimentan, por decirlo así, de los despojos que arrebatan á los países con quienes están en perpetua lu­cha. No solamente pelean los hombres, sino las mujeres. Estas constituyen siempre un cuerpo de reserva aún más terrible y más vengativo que el que forma el género mascu­lino.

No pudiendo nunca estar en paz, el más ligero motivo es causa de una sangrienta lucha.

Visitando Mr. Gaboriau al cacique ó jefe de Timbo, éste le hizo notar eu una ocasión que ciertas aves venían del Sur con el vuelo muy cercano en tierra.

—Algunos nos provocan,—dijo en un ex­traño idioma al viajero francés.

—¿En qué lo conoces? —preguntó éste. —En esos pájaros que nos amenazan con

sus gritos. Llamó á su mujer favorita, la cual se pre­

sentó armada como una verdadera amazona, y le pidió una lanza.

—¿Qué vas á hacer?—le preguntó Gabo­riau.

—Saber cuál es el pueblo que nos ame­naza.

Tiró en seguida la lanza por todo lo alto, y cuando ésta cayó al suelo, el rey de Timbo se inclinó para conocer su posición. La casuali­dad había hecho que el hierro de la lanza mirase hacia el punto de adonde venían las aves.

—Ya sé quiénes son nuestros enemigos,— exclamó el rey negro.

—¿Quiénes? —Los que viven al otro lado del Dun. En efecto, al día siguiente la guerra se de­

claró contra los del Dun, y todos, hombres, mujeres y niños marcharon á ella.

—No sé—dice Gaboriau —cuál habrá sido el resultado; pero es seguro que el botín ha­brá servido á los de Timbo para vivir alegre­mente por algún tiempo. Nuestro primer

grabado del centro presenta lo más interesan­te de este episodio.

L o s n c g - r o s d e l r i o I V u n o s ,

Atravesando M. Aima Olivicr los espesos bosques que circundau á aíjuel afluente, en vano buscó con sus comp:ifieros á los habi­tantes del país Todo estaba desierto: ni una cabana, ni un rastro, ni la más ligera sciíal demostraba que aquellas riberas estuvieran habitadas.

— Esto es imiwsible,—decía Olivier á sus compañeros; — este país está poblado; pero, ¿dónde se encuentran estos malditos indí­genas?

Nadie podía dar una explicación satisfac­toria.

Una mañana, con el deseo de recolectar algunas plantas raras, se separó Olivier de sus amigos, y entregado por completo á sus estudios y observaciones botánicas, ni aun siquiera se acordó de tomar aquellas pre -cauciones que siempre son convenientes cuando se está en un país desconocido y misterioso.

Kn este estado, y cuando se hallaba más dis­traído, oyó un agudo grito é inmediatamente notó que alguien le sujetaba por la espalda saltando como un tigre sobre ella. Al mismo tiempo esijcrimentó uu dolor agudo en el hombro de resultas de un bocado que acaba­ban de darle.

Olivier volvió la cabeza y vio un negro horrible, que á manera de una fiera, parecía devorarlo. En aquel mismo instante otro ne­grillo raquítico, barrigudo, deforme, so le puso delante.

El viajero, espantado, levantó la mano y derribó á su enemigo. En seguida se apoderó de él y del otro negro. Gracias á este episo -dio que presentamos con toda exactitud en el segundo grabado del centro de este número, pudieron saber que aquellos./eroces habitan -tes se esconden en la tierra de tal modo que no es posible descubrirlos, y aunque los dos negros capturados no hacían otras demostra­ciones que las de morder á cuantos podían acercarse, lograron á fuerza de constancia y amenaza saber algunas costumbres de aque líos salvajes é indómitos habitantes.

L o . s s e r e n o s j a p o n e s e s .

Siguiendo en nuestro afán do dar á cono­cer las costumbres de ciertos países, parece -nos oportuno presentar en el ultimo grabado de este número el tipo del sereno ó rondador nocturno del Japou en pleno ejercicio de sus funciones. Allí es acaso máa importante este cargo que en ninguna otra parte, pues si bien las tiendas se cierran tarde á causa de que la actividad comercial tiene mayor im -iwrtancia de noche que de dia, ocurre que merced á las sombras se deslizan no pocos rateros á fin de ejercer su reprobada indus­tria, qué es castigada con las penas más se­veras. El rondador uocturno asume en sí el cargo de todas las autoridades, y puede dar muerte al ladrón si lo coge íuftaganti, fractu­rando alguna puerta.

Va armado de una lanza corta y de uha linterna prolongada que despide bastante luz

Tiene derecho para mandar cerrar las casas de té, que suelen ser, además de unos establecimientos parecidos á los cafés de Eu­ropa, ceutros de prostitución: puede prender á las mujeres vagabundas; vigilar los despa­chos donde se vende sakí, que es una bebida fermentada, muy usada en el país: entrar en las casas de los fumadores de opio, etc., etc.

No se ha dado el caso de que ningún seré-

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EL PERIÓDICO PARA TODOS, 419

no japonés falte á sus deberes, así es que e comercio le retribuye con generosidad.

Estos vigilantes, en quien durante lanocbe descansa la tranquilidad pública, desapare­cen así que es de dia, no sin dar cuenta de sus operaciones durante la noche trascurrida.

EL CORREGIDOR DE ALMAGRO (i) POB

D. Manael Fernandez y González, CAPÍTULO VI.

E n q u o e l o o r r o í i - i t l o r d o A l i n a s r r o d e s c u b r o q u o la, Sa.iama.iidi:*a. t e n í a z>azon, y e n q u o la, E!«ala.ni.a.n(li>a. d e -« í o m p o ñ a u n ej-rari p a p o l d© c o m e d i a d o m a g - i a .

Entre tanto, el correofldor, Damián Vadilloy Antón Bueso, que no había querido dejar de ser de la partida, acompañaban á doña Violante á tra­vés de las oscuras calles de Madrid en dirección al alcázar.

Doña Violante lloraba, y al corre­gidor se le caian uno tras otro los lagrimones.

Tenía el corazón apretado y angus­tioso á causa del agudo dolor que veia en doña Violante.

Se sentía enfermo, le latían las sie­nes, sentía de tiempo en tiempo den­tro de su cráneo una vibración po­derosa como la de una cuerda de alambre que demasiado tendida se rompiese, le zumbaban los oidos, po­día apenas tenerse de pió y avanzaba como maquinalmente.

Damián Vadillo y Antón Baeso an­daban en silencio, respetando la situa­ción.

—¡Señor, señor!—decía para sí don Ginés,—no se puede juzgar á primera vista de las criaturas; en la más ma­la hay mucho de bueno y en la me­jor hay mucho de malo. ¿Quién puede sondear ese abismo que se llama alma? Yo habia creído que en esta mujer ha­bían muerto todas las nociones del bien, y me encuentro con que tiene un grancorazon. No, no,unabribona,una criminal, cuya conciencia se la ha lle­vado el aire, no se sacrifica de tal ma­nera por nadie, ni aun por sus hijos, y ella se ha dado por muerta, ella lia renunciado á la hija de sus entrañas porque ha creído que debía renunciar, i A.h! vamos, no, esta mujer no es mala; si lo fuera no haría lo que ha hecho, ni lloraría desconsolada como tanta pena de mi ánima la estoy oyendo llo-

(1) Esta novela, que forma dos abultados tomos, con profusión de láminas, se b»lla de TentA en casn de BU editor D. Jesús Qraoiá, calle del Olivar, 6, Madrid, al precio de 78 reales, y en casa de loa señores oorresponsa-les de proTÍuciaa.

rar. Esta mujer no es otra cosa que la víctima de una desgracia. ¡Pobre cria­tura! Pero al encontrarme con que no puedo despreciar á esta mujer, me en­cuentro más y más metido en una duda que rae desespera. ¿Conque es decir que una mujer que tiene corazón y en­trañas puede amar á dos hombres sin que ninguno do ellos dude de su amor, sin que ninguno de ellos crea que ama á otro más que á él? ¡Poderoso Señor de cielo y tierra! ¿serán todas así? ¿ha­brán nacido tridas preparadas para ser mapstras en el arte maldito del enga­ño? ¡Oh, Dios mió, Dios mió! ¿si me encontraré yo en la misma situación, si bien no sea doña Constanza mi mu­jer, en que se encontró el marido de esta mujer creyéndose únicamente amado por ella, en tanto que amaba al rey? ¡Y qué rey, señor, qué rey! ¿Y por qué no ha de ahorcarse ó por lo menos echarse á galeras por toda su vida al señor rey don Felipe IV? ¡qué desenfreno. Señor, qué hbértinaje, qué escándalo, qué falta de temor á Dio=!, y qué poca vergüenza ante el mundo!

•¡Y tener por obligación y por hidal­guía que ser leales y sumisos y reve­rentes (-ara unos tales picaros corona­dos! Esto no puede mandarlo Dios; aquí hay mucho de fanatismo de los hombres; perojuroá Dios que el señor rey don Felipe IV se explicará con­migo y que por desacato me mande ahorcar en buen hora, ¿qué más dá? Yo no puedo vivir con esta duda; esta duda haría que mi cabeza estallase, que mi corazón se rompiese. Sf, sí, el señor rey don Felipe se explicará con­migo ¡vive Dios! y oirá de mí lo que él no piensa ni puede pensar se atre­va á decirle nadie.

Y el corregidor de Almagro siguió con sus cavilaciones, envenenado de celos y dolorido á un tiempo por la des­gracia de doña Violante, hasta que, habiendo llegado al alcázar, rodearon por su parte del Norte, pegados al mu­ro, y por un callpjon pendiente llega­ron hasta el tragaluz que servia de en­trada al zaquizamí de doña Violante.

Esta no habia dejado de llorar duran­te todo el camino de una manera con­tenida; pero á cada momento más ner­viosa, más desesperada.

Abrió la puerta y descendió. Aún duraba el cabo de vela de sebo

que habia dejado encendido, pero pró­ximo á extinguirse.

— Entrad, entrad, señores, — dijo descendiendo.

Bajaron los tres. — Es necesario que concluyamos

cuanto antes,—dijo doña Violante,— porque esta luz se apaga,

—¿Y para qué traigo yo en la preti­na mi linterna, doña Violante?—dijo Antón Bueso;—si no la he abierto ha sido porque convenia ocultarnos todo lo posible; pero hela aquí abierta y so­bre la mesa; voy á apagar esta cande­la á fln de que no nos dé mal olor.

Y apagó la luz espirante. A la luz de la linterna apareció mu­

cho más sombrío aquel antro, porque la caja de la linterna dejaba una gran parte de él en la sombra, como que la linterna no producía más que un área luminosa.

El reflejo de esta área era tan débil, que no podía desvanecer la sombra.

—Y bien, yo estoy enferma, yo me estoy muriendo,—dijo doña Violante; —Dios me ha concedido lo que le he pedido con toda la desesperación de mi alma. ¡Pero cuánto sufro, señor, cuánto suíro! Ya veis, señor corregi­dor, que he sido prudente, que he «i-do buena, que hecho lo que ninguna madre hubiera hecho por su hijo.

—Sí, si señora;—dijo el corregidor; —ya veo que valéis más que lo que yo creía, y os pido perdón con toda mi alma de las duras palabras que os he dicho; quien es tan buena madre no ha podido ser nunca mala mujer. Os pido, pues, perdón de nuevo, doña Violante.

—¿Y qué tengo yo que perdonaros si vos sois demasiado bueno, señor corregidor? Ahora bien, decidme para qué rae buscabais.

—¿Para qué habia de buscaros, se ñora?7-dijo el corregidor,—sino para un grande asunto en que se trata del rey. iBajo qué concepto tratáis vos al rey, señora? ¿Por qué razón se os ve algunas noches por algunas de esas gentes, que son los continuos espio­nes del rey su señor, vagando con el rey por el jardin de palacio?

—Ya os he dicho, señor, que el rey me cree una Sibila, un ser sobrenatu­ral, y que yo sirvo al conde duque. Le sirvo porque el conde-duque era mi última esperanza de recobrar á mi hi­ja. Yo no necesito ya al conde-duque; mi hija ha parecido, la conozco; el conde-duque no puede obhgarme más.

—Pues bien, señora,—dijo el corre­gidor de Almagro;—importa mucho que vos sirváis al rey contra el con­de-duque; el rey cree en vuestros he­chizos.

—Sí; sí señor, ciegamente. —Cree que vos sois infalible. —Sf, sí señor. —Pues bien, señora, decidle cuauto

más antes podáis, que el conde-duquo es un miserable, un traidor, un inta-me que quiere arrebatarle su corona.

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420 EL PERIÓDICO PARA TODOS.

—¡Oh! ¿Y quién duda,—dijo doña Violantft,—que es desde hace mucho tiempo la ambición de ese miserable?

—Pues bien, señora, representad por última vez vuestro papel de Pito­nisa; decid al rey que vos sabéis que está en su corte un tal corregidor de Almagfro, hombre recto y de buen co­razón; decidle que vos sabéis, porque os lo han dicho los espíritus familia­res que os asisten, que el tal honrado corregidor de Almagro ha hecho por el rey un largo proceso al conde-du­que, y ha averiguado que este traidor intenta arrebatarle su corona, y aun su vida, lo que necesario fuese; que crea, como verdaderas que son, todas las cosas que en el proceso constan; que llame al juez y le pida el apunta­miento del proceso,y aun el proceso mismo, y jue se apresure á obrar en justicia, hiriendo desde todo lo alto de su poder, sin vacilación y sin mie­do, la soberbia cabeza de ese infame. Y tened en cuenta señora, los dolores que al conde-duque debéis, las infa­mias que con vos ha hecho; que os quitó vuestra hija y que os ha tenido diez y ocho años en una agoni'a per­petua. Yo no conozco el fin de vues­tra historia; pero tal os encuentro, que bien creo que lo queos queda que con­tarnos de vuestra historia debe ser hor­rible. Tened presente todo esto para no vacilar; teneden cuenta que, castigado el conde-duque, y habiendo vos contri­buido á ellohabeis contribuido á la obra meritoria de salvar las Españas de un tal monstruo, y que por esta obra me­ritoria Dios os perdonará lo malo que hubieseis hecho; tened en cuenta ade­más, que si no servís fielmente á Dios y á vuestra patria contribuyendo al castigo de monstruo, no volvereis á ver á vuestra hija.

—No necesito para perder al conde-duque más que el consejo de mi ven­ganza,-exclamó doña Violante.--Con-fiaden mí, señor corregidor; tal apre­taré al rey, que á pesar del insensato amor que tiene alconde duque, le cas­tigará. ¡Ah! y cuandoél le castigue, yo pediré la gracia de estar bajo el patí­bulo, para recibir en mi rostro su san­gre maldita cuando caiga por las jun­turas de las tablas. Ahora, señores, dejadme, si queréis, que yo vea al rey cuanto antes, que le hable.

—¡Cómo! ¿podéis verle inmediata­mente?

—Sí,— exclamó doña Violante,— puedo verle esta misma noche, y cuan­to antes ponga los medios, mejor; el rey no debe haberse recogido todavía dejadme, pues, y yo os aseguro que mañana veréis los resultados,

—Pues en ese caso os de/'amos, se­ñora,--dijo el corregidor,—aunque bien quisiéramos no os quedaseis sola, por­que nos parecéis muy enferma.

—Por situaciones tan terribles como esta he pasado, y sola las he soporta­do, señor corregidor. Dios me ha da­do fuerzas para lesistir, porque sin duda me guardaba para algo. Yo agra­dezco mucho el interés que os tomáis por mí, pero id, id tranquilos; maña­na veréis los resultados de lo que yo haré esta noche.

—Adiós, pues, señora,—dijo el cor­regidor.

—Adiós,—dijeron Antón Bueso y Damián Vadillo.

Aoton Bueso habia puesto el cabo de cera que habia en la linterna en la palmatoria de barro cocido en que se habia extinguido el cabo de sebo.

Salieron. Cuando doña Violante fué á tomar

la palmatoria se encontró junto á ella un bolsillolleno de doblones de á ocho.

El corregidor habia dejado allí aquel bolsillo, empleando para dejarle sin ser notado la misma habilidad que un ratero hubiera podido emplear para tomarle.

—¡Ah, el oro, el oro!—exclamó do­ña Violante mirando con desden el bolsillo,—¿para qué le quiero yo? yo estoy acostumbrada á ese pedazo de pan seco que se me arroja todos los dias como á un perro; la que necesita buen alimento es mi alma, no mi cuer­po. ¡Mi hija! ¡Oh, y qué hermosa es mi hija y qué buena. Dios mió! Ella ha conocido que yo soy su madre y no ha renegado de mí. ¡Ah! puede ser que Dios rae haya perdonado, puede ser que Dios me reserve algunos dias de felicidad. ¡Oh! pero es necesario con­quistar esa felicidad.

Doña Violante parecía reanimada, fortalecida.

Se fué con la luz á su vieja arca y sacó de ella una túnica blanca de lana, una estola y un cíngulo i-ojos y un al­to bonete cónico azul.

Tanto el bonete como el cíngulo, como la estola, aparecían cubiertos de signos cabalísticos negros.

Sobre el mismo traje que vestía do ña Violante se echó la túnica, se puso la estola, cuyas caldas que iaron pen­dientes por delante á lo largo de su cuerpo.

Luego se ciñó el cíngulo, se arran­có la toca, dejando ver sus cabellos blancos áridos, y se puso el bonete.

Con este atalaje, doña Violante es­taba espantosa.

Aparecía diabólica. Cerró el arca, dejó sobre la mesa

la luz, y se fué á su camastro, que apartó completamente del lugar en que se encontraba.

Quedó descubierta una compuerta que se disimulaba bastante bien bajo la corteza de suciedad que revestía como un tapiz repugnante el pavi­mento.

Metió los descarnados dedos de am­bas manos en una anilla y tiró con to­das sus fuerzas.

La compuerta resistió un tanto por la presión que establecía en ella la humedad; pero al fin se abrió, quedan-dodescubierta una estrechísima y pen­diente escalera.

Doña Violante dejó en el suelo la luz, bajó por aquella escalera, que lle­gaba hasta los cimientos de la torre, y avanzó por una mina estrecha, hú­meda y tortuosa.

Anduvo por ella como ochocientos pasos, subió otra escalera y se encon­tró en un reducido espacio, en el cual no se encontraba señal de pasaje al­guno.

Doña Violante dejó en el suelo la luz; y en el muro, frente á la escalera, tocó un resorte y se abrió una puerta.

Doña Violante pasó por ella, tocó otro resorte y la puerta se cerró.

Se oía en el lugar en que habia en­trado el sonido monótono del derrum­be de una cascada, y unido á él, el de una corriente de agua.

La humedad de aquel lugar mojaba y su oscuridad era densa.

Sólo al frente se percibía, pene­trando por un boquete, un leve escla­recimiento.

Doña Violante salió por aquel bo­quete y se encontró marchando sobre la hierba húmeda, á lo largo de un ar -royo, en medio del claro de una arbo­leda.

Estaba dentro del parque ó jardín del alcázar.

Doña Violante salló del claro, avan­zó por entre los árboles, recorrió las pintorescas calles del jardín, y fué á detenerse al pié de un torreón situa­do al Mediodía en la parte media del alcázar.

Aquella era la torre de Francisco I, llamada así por haber estado allí cau­tivo aquel rey de Francia bajo Car­los V.

Una A ez al pié del torreón, en cuya parte media se veía á través de las vi­drieras, el reflejo de una luz, doña Vio. lante se detuvo.

Aquella vidriera, á través de la cual se reflejaba la luz, pertenecía al dormitorio de Felipe IV.

De improviso se oyó el aullido lú­gubre y pavoroso de un perro.

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EL PERIÓDICO PARA tODOS. 421

Era ese aullido agorero que parece anunciar la muerte de alguno de los que le escuchan.

Aquel aullido se repitió por tres veces, durando cada una de ellas al­gunos minutos.

Quien producía aquel aullido era Doña Violante.

Aquel aullido era una seña que avi­saba al rey que debia acudir á la gru­ta de la Cascada.

El rey no creia que aquella fuese una seña convencional.

El conde-duque, refiriéndole una historia maravillosa, le habia dicho en otro tiempo:

—Siempre que vuestra majestad oiga repetido por tres veces el aullido plañidero de un perro, vuestra majes­tad debe acudir, sin más compañía que su valor y la fé de su corazón, á la gruta de la Cascada, donde la Pitoni­sa hablará á vuestra majestad con la voz de la eternidad.

Se necesita ser grandemente su­persticioso para creer en consejos ta­les; pero en aquellos tiempos el espí­ritu supersticioso era general. ¿Y qué mucho si aún dura en nuestros dias variando muy poco en la forma?

Qué, lacaso no tenemos á los espiri­tistas? ¿Hay acaso alguno de nuestros salones en que no se haya evocado ó no se evoque á los muertos, y se pre­tenda hablar con ellos y se crea que han hablado?

Felipe IV era espiritista á su mane­ra; pero sin la intervención directa del magnetismo.

Para él, cuando oia el aullido repe -tido por tres veces, aquel aullido no provenia de un ser humano, sino pu­ra y simplemente de un perro sobre­natural.

Aquella noche Felipe IV se habia recogido muy preocupado por la gra­ve conversación que habia tenido con la duquesa de Mantua, con la reina y con Feüpa.

La duquesa de Mantua se habia mostrado muy alarmada; el.condedu-que la habia hecho una larga visita, y se habia mostrado tranquilo, reveren­te, sumiso, afectuoso, habia hablado ex­tensamente con ella, y al parecer con la mejor buena fé del mundo, de los medios que era necesario poner en práctica para mejorar el negocio de Portugal.

Margarita de Parma era profunda­mente política, extraordinariamente sagaz, y habia descubierto en su con­versación con el conde-duque que éste estaba perfectamente tranquilo, satis­fecho y como confiado en su propia íVierza.

Esto era alarmante. ¿Estaba seguro ya el conde-duque

del éxito de sus traiciones? De esto se habían ocupado grave­

mente el rey, la reina, la duquesa de Mantua y Felipa.

Las tres habían opinado que sin pér­dida de tiempo debia darse al conde-duque el golpe de gracia; pero Feli­pe IV vacilaba aún.

Por más que veía y sentía la trai­ción en torno suyo, no podia, no que­ría persuadirse de que aquel hombre, que todo se lo debía, le íuese traidor.

Además de esto, y á pesar de ,todo, duraba aún en el corazón del rey el amor al conde-duque, i

Por esto se habia recogido muy preocupado, entregado á una terrible lucha consigo mismo; pero Felipe IV tenia una gran naturaleza, y á pesar de esta lucha, apenas se acostó empe­zó á dormirse, y apenas empezó á dor­mirse cuando llegó hasta él el aullido pavoroso del perro.

Felipe IV se incorporó tembloroso, dejó ver en su semblante una marca­da expresión de espauto y sus cabe­llos, sus luengos cabellos erizados.

Sin duda la eternidad tenía algo grave que decirle, algo referente sin duda al conde-duque.

Fehpe IV era indolente; pero sin embargo, como no se podia desobede­cer á la eternidad sino con un graví­simo peligro, el rey se echó fuera del lecho, se vistió m^s rápidamente de lo que hubiera podido esperarse de su indolencia; porque por muy poderoso que sea un rey no puede atreverse con lo eterno, con lo superior, con lo inmutable.

Al fin, vestido ya á la ligera, tomó una palmatoria de plata con una bujía de cera perfumada, encendió la bujía en la lámpara de noche, saUó á su cá­mara, abrió la puerta secreta, descen­dió por unas escaleras, llegó al fin de ellas á un pasadizo, y por último dio en un postigo estrechísimo que abrió sin más que descorrer sus dos moho­sos cerrojos.

Aquel postigo, casi oculto por la madreselva en un ángulo del muro, daba salida al jardín.

El rey dejó dentro la bujía, salió de­jando encajado el postigo, y avanzó á través del jardín hacia la gruta de la Cascada.

Cuando estuvo á poca distancia de la gruta, se detuvo y dijo:

—Heme aquí. A poco apareció en la entrada de la

gruta una sombra blanca y extraña, que avanzó.

El rey estaba estremecido de es­panto.

Otras veces había visto sin miedo á la que creia una antigua Pitonisa, y había vagado con ella como con una amiga por las sombrías espesuras; pero aquella noche la situación era gravísima.

El rey tenía casi la seguridad de que la eternidad tomaría cartas en el negocio del conde-duque y le manda­ría obrase en justicia.

El solo pensamiento de hacer justi­cia eu el conde-duque aniquilaba al rey, por masque estuviese indignado contra el conde-duque.

El rey se inclinó como un vasallo, más aún, como un esclavo ante la su­puesta Pitonisa.

—Levántate, rey,—dijo doña Vio­lante,—levántate y sigúeme.

Y echó á andar, metiéndose por uno de los senderos abiertos entre los árboles.

El rey la siguió estremecido, cubier­to de sudor frío.

CAPÍTULO VIL

D e c d m o por* a r t e d e c a b a l a . s e log-r<5 l o q u e t a n t o s e d.e-sea l>a .

Doña Violante continuó marchando en silencio hasta un lugar bellísimo en que los árboles de hoja perenne determinaban una tupida espesura.

En el centro de aquel espacio habia una fuente monumental en la que Apolo dominaba un grupo compuesto por Melpómene, Talía y Terpsícore.

El blanco espectro de la fuente se destacaba sobre el fondo denso de la espesura de una manera fantástica y mate.

Los caños de la fuente dejaban oír su caída monótona.

Hacia frío, pero ni le sentía el rey ni le sentía doña Violante. •

La situación se sobreponía en ellos átodo.

La falsa Pitonisa fué á sentarse en uno de los bancos de piedra que al pió de los árboles rodeaban la fuente.

—Acércate, rey,—dijo doña Vio­lante.

Felipe IV se acercó. —Siéntate, y escucha. Felipe IV se sentó, pero á la mayor

distancia que pudo de doña Violante, que íenía para él el valor de un es­pectro, y en la actitud profundamente respetuosa de un inferior á quien un superior invita á sentarse.

—Rey,—dijo doña Violante,—¿no se revuelve en tu conciencia algún crí-men acerca del cual no has hecho re« paraoion alguna?

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42á EL PERIÓDICO PARA fODOS.

—¡Gfímeues! ¡crímeaes!—exclamó COQ aceoto cobarde el rey.—Yo no he cometido crimen alguno, ó á lo me­nos si le he cometido habrá sido de una manera involuntaria, sin que en ello haya tenido parte alguna mi vo­luntad.

—iNo te parece un crimen enoyme el mantener ea tu privanza al conde-duque de Olivares, verdugo y ladrón de tus reinos é infamador tuyo?

—¡Ah, el conde-duque! ¡siempre el conde-duque!—exclamó estremecién­dole el rey.—Pero en otros tiempos, tú, pitonisa, tú, maga, tú, enviada por el Todopoderoso, mg has abonado el amor y la lealtad del conde-duque [)ara conmigo.

—Así convenía á los inescrutables designios del Altísimo,—costestó do­ña Violante con acento seco y sepul­cral—Tus soberbios reinos, que du­rante tanto tiempo han llevado á toilas partes el estrago, la muerte, la desolación, merecían ser castigados; y Di03 pertnitia al conde-duque y le usaba como un instrumento de sus iras contra la soberbia nación que, no encontrando ya que vencer en la tier­ra, insultaba con su altiva audacia á lo3 cielos; pero las Españas han sido ya bastante castigada?; la justicia eterna sentencia á ese hombre y te manda ejecutar la sentencia.

—¡Ah! ¡Siempre, siempre el conde-duque!—repitió el rey.—Todos, hasta lo eterno, me mandan que le hiera; yo reconozco la justicia de esa senten­cia, y sin embargo mi corazón se rompe.

—¡Debilidad, cobardía y corrupción! —e.tclamó doaa Violante.—Tú amas oa el conde-duque tu depravación y tus vicios; tú temes que, muerto el conde-duque, no puedas reemplazarle con otro miserable tan á propósito^ co-mo él para satisfacer tus torpes pa­siones; y no es amor lo que sientes por él, sino egoísmo. Hé ahí el ma­yor de tus crímenes porque ese cri­men tuyo ha empobrecido, desgarra­do, ensangrentado, envilecido á tus reinos. Sin embargo, tu soberbia con ciencia se atreve á decir que tú no has cometido crímenes, y que si los has cometido habrá sido sin voluntad do cometerlos.

—Yo he sido engañado hasta ahora por el conde-duqae,-nContestó el rey; —yo he creido al conde duque bueno y leal.

— Solamente un alma pervertida puede considerar bueno y leal á un tal miserable. Pues qué, ¿no tocabas tii los horrendos crímenes que él co-Metia pflm $ati$facef la iorpeza de tu

alma? ¿Te has olvidado ya de aquella desdichada doña Violante de Azcá-rateí

El rey se estremeció. —¿Te has olvidado de la pobre cria­

tura, hueso de tu hueso, .s.mgre de tu sangre, que nació de aquella doña Vio­lante? ¿Qué has hecho tú, rey, para sa­ber si era viva ó muerta, dichosa ó desventurada?

—El conde-duque me dijo que doña Violante habla muerto, que su hija habia muerto también.

—Es decir, una familia extermina­da. Tú prometiste á aquella infeliz y loca doña Violante salvar la vida, el honor, la hacienda de su esposo y de su padre, y ella se arrojó en tus bra­zos, confió en tí; olvidada de todo, lle­gó hasta el punto de amarte. ,¿Gómo cumpliste tú la palabra qne tu amor habia dado á aquella mujer? Miento cuando digo tu amor, porque he debi­do decir tu lascivia.

—El conde-duque me dijo que no podia perdonarse al padre y al esposo de doña Violante mientras no recaye­se sentencia, y cuando recayó senten­cia, tal fué ésta, que el conde-duque me dijo que no podia, sin escándalo y sin una grave ofensa á las leyes, ofen­sa en que yo no podia incurrir, per­donarlos.

—Es verdad,—dijo"doña Violante,— el conde duque se estremecía de mie­do á la sola idea de que el padre y el esposo de dona Violante fuesen perdo­nados: sabia demasiado que ellos no le perdonarían; pero los muertos, á lo que cree el conde-duque, no pue­den vengarse, y el padre y el esposo de doña Violante fueron ahorcados después de ser degradados en la Pla­za Mayor; pero el conde-duque se en­gañaba; los muertos no se vengan, porque en la eternidad cesan las pa­siones humanas, pero los venga la justicia de Dios. Al día siguiente del infamante suplicio de aquellos dos ca­balleros, el conde-duque te dijo;

—La desdichada doña Violante ha muerto de dolor por la ejecución de su padre y de su marido.

Tú sufriste mucho por la mentida muerte de doña Violante, porque es­tabas ciegamente enamorado de ella; pero el conde-duque te procuró otro entretenimiento, y tú te consolaste y olvidaste. ¿Y sabes tú lo que fué de doña Violante? El conde-duque no ha­bia podido ver su hermosura sin co­diciarla; lo mismo le ha acontecido con todas tus amantes; antes ó des­pués, según que han sido más ó mé* nos dignas, el conde-duque, tu buen amlj^o, tu leal üervidor, jotraba i ia

parte contigo. Cuando se trataba de una aventurera, tú eras el segundo, rey; tú usabas una prenda desechada por e' conde-duque, y que él te vendía harto cara; cuando se trataba de una dama como doña Vio'ante, el conde-duque aprovechábala primera oca­sionen que, comprometida la desven­turada, podia imponerla condiciones, y te la robaba, porque el conde-duque, mientras le pertenecía una mujer, no la partía con nadie, ni aun contigo; ó te entregaba, abandonándola, la que ya le cansaba, ó te robaba la que codi­ciaba.

No puede darse mujer más desven­turada que aquella doña Violante.

Ella lo merecía bien; ella habia fal­tado á su amor, á su fé, á su temor á Dios y al mundo; ella te amó, te amó sin más interés que tu amor, amor miserable, hijo del deslumbramiento de la vanidad.

Doña Violante se encontraba sola en el mundo, é infamada por el supli­cio de los suyos.

No le quedaba más que su hija, la hija de sus entrañas, que le habia si­do robada por el conde-duque, y esta última prenda de su alma fué la que sirvió al conde-duque para hacer su esclava á doña Violante.

Nunca se ha cometido un crimen más espantoso, nunca se ha martiri­zado de una manera más infame y más cruel un alma.

Aquella desventurada, arrebatada de entre las gentes, escondida con su dolor, se retorcía desesperada entre los brazos de ese maldito, y se veia obhgada á fingirle amor porque la die­se lo único que la quedaba sobre la tierra: su hija.

En fin, Dios tuvo compasión de ella y la mató por medio del dolor, de un dolor insoportable que la rompió el corazón.

¡Y tú te has olvidado de esa desdi­chada, rey! Bien; tú dices que la creís­te muerta; pero ¿y tu hija? ¿cómo hag podido olvidarte también de tu hija?

—El conde-duque me aseguró que mi hija habia muerto.

—Tu hija vive,—exclamó doña Vio­lante;—el conde-duque la entregó á uno de sus satélites.

—¡Que vive! ¡que vive!—exclamó el rey;—iy dónde, dónde está? Yo no he abandonado á ninguno de mis hijos bastardos; yo no he dejado de ser nunca cristiano y caballero, ni de re -parar el mal que he hecho. Cuando he podido reconocer un hijo, como don Juan de Austria, le he reconocido sia reparar en nada, y don Juaa do Austria es el hijo de uaa cómica,

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ítt PERIÓDÍCO PASA. T0£>ÓS. 423-

—-De la úuica mujer que has ama­do,—exclamó coa UQ aceato siagular dofia Violante;—de la úaica mujer contraía cual nada ha podido el conde-duque.

—Y la única de mis queridas que no ha tenido más amor que el mió,—dijo el rey.

—Te engañas, Fehpe,—exclamó con acento cavernoso doña Violante;— María Calderón fué pura á tus brazos, pero habla amado j'a cuanto podia amar la desdichada. María Calderón no te ha amado nunca, no te ama, no podia amarte.

{Continuará.)

LA PESETA. CUENTO.

Sucedió que habia en Madrid un matrimonio modelo de ternura y de amor, que vivia todo lo fehz que pue­den vivir dos mortales en este valle de lágrimas.

Pepita y Venancio. Pepita salla d tiendas, ocupación

muy agradable que se proporcionan las mujeres cuando no tienen nada en qué ocuparse; Venancio la acompaña­ba, ayudándola á elegir telas, punti­llas, adornos, y, en fln, cuanto aque­lla necesitaba para sus trajes.

Porque el marido estaba bien aco­modado, y no tenia precisión de ir á la oficina, ni á la Bolsa, ni de ocupar­se en nada que no se relacionase con su mujer.

Nadie recordaba haberlos visto so-ios ni en la calle, ni en paseo, ni en la iglesia, ni en parte alguna, como si sa separación fuese materialmente imposible.

Sin embargo, un dia Pepita tuvo que salir sola á comprar á Venancio, que estaba en cama con un fuerte pasmo, unos calzoncillos de franela, recomendados por el médico como preservativo.

—Espera á que me ponga bueno, y saldremos juntos á comprarlos,—la decia su marido.

—No, no; tu salud no admite es­pera.

Y Pepita salió. Al poco tiempo Venancio se puso

bueno, pero... Empezó á notársele cierta preocu-

|)aciba que degeneró en tristeza, y más tarde en melancolía.

—iQuó tienes?—le preguntaba Pe­pita.

— ¡Nada!—contestaba él invariable­mente, aunque se conocía que oculta­ba la verdad.

pesds entoucea se hizo reserv&dQ

con su mujer y suspicaz con todo el mundo; tenia temores imprevistos, y parecía que no estaba tranquilo en ninguna parte; miraba á todos lados con recelo, y á lo mejor pronunciaba frases incoherentes.

Esta variación databa del dia en que su esposa salió sola á comprarle los calzoncillos de franela.

¿Qué relación podían tener unos calzoncillos con la preocupación de don Venancio?

Así pasó un año, notándose también que Pepita estaba preocupada y dis­traída.

Venancio tenia un amigo íntimo llamado Pacomio, el cual desempeña­ba el cargo de Tesorero en una her­mandad á que ambos pertenecían.

Este fué su confidente. Un día le dijo: —¡Mi mujer me es infiel! —¿Pero hombre? ¡Pepita que ha pa­

sado hasta ahora por un modelo de virtud!

—Pues bien; se conoce que se ha cansado de ser un modelo.

—Reflexione usted lo que dice, por­que es muy serio.

—Ya lo sé; tengo casi la evidencia de que no me equivoco. Desde hace alguja tiempo he notado que un joven nos sigue á todas partes con gran in­sistencia, especialmente los domin­gos .. mira mucho á mi mujer, y se recata de mí; ella también" le mira, y está inquieta á mi lado.

¿Qué hacer? Pepa tenia también una amiga ínti­

ma á quien se confió una tarde. —¿No sabes lo que me sucede?—le

preguntó. —¿Cómo he de saberlo sino me lo

dices?... aunque ya lo presumo. —¡Sí! —¿Estás en cinta? —¡Bahl Pepa tenia ya cincuenta años, edad

en que algunas cintas dejan de esti­larse.

—¿En fln, qué es ello? —De algún tiempo á esta parte me

sigue por do quier un joven pálido y simpático; me mira con insistencia; parece que quiere hablarme, pero se lo impide la eterna presencia de mi marido; éste por su parte, ha notado algo, y desconfla de mi virtud... pero lo más grave...

- ¡Hola! ¿Hay algo grave? —Es que el joven en cuestión, á

hurtadillas de Venancio, me enseña... —¿El qué?—preguntó la amiga alar­

mada. —¡Una pesetal —¡Jesús, qué descaro...é y c(ué iuía"-

maute atrevimiento! Y era verdad. Un joven se habia dedicado á ser la

sombra de aquel matrimonio, á sem -• brar con la continua persecución la zizaña y la infelicidad entredós seres que hasta entonces nada tenían qup reprocharse.

¡Y siempre, siempre enseñando á Pepita aquella peseta, que podia ser, un símbolo y también una infamia! ¡

Venancio no sabia qué pensar, y; eso que ignoraba la circunstancia de; los cien céntimos, y Pepita no sabia, qué pensar, y Pacomio no sabia qué: pensar, y la amiga de Pepita no sabia, qué pensar, y el joven seguia siendo un problema viviente, y todo amena­zaba concluir con una catástrofe, co­mo la bomba final en una función do-fuegos artificiales.

La verdad es que la situación se ha­cia insostenible.

Por dos ó tres veces Venancio ha­bia estado á punto de apoderarse del mancebo; pero siempre huia de entre sus garras, presumiendo que el ofen­dido esposo no le tratarla muy bien..

Lo más extraño del caso, fué que Pepita era ya vieja y tea para inspi­rar pasiones aun de cien céntimos dei peseta.

Esto es lo que á Venancio le llama.-, ba la atención; pero como do gustos no se ha escrito nada, bien podia su­ceder que su esposa inspirase una de esas pasiones de última hora.

El hecho era innegable, y la perse­cución latente.

Venancio estaba á punto de pegarse un tiro, ya que no podia pegársele al seductor de su mujer.

De repente el joven desapareció. Cansado sin duda de no lograr lo

que pretendía, si es que pretendía al • guna cosa, cambió de bisiesto.

Hacia un mes que no se le veia en parte alguna.

Venancio y Pepa empezaban á reco­brar su perdida tranquiUdad.

—¡Se habrá muerto!—decia el pri­mero.

—¡Pobre muchacho!—pensaba Pe­pa.—Tal vez se ha arreado por el via­ducto.

Y aunque lo sentia,' i idea le li­sonjeaba.

Una tarde, pasando el matrimouio por la calle de Atocha, vio que entra­ba mucha gente en el hospital gene­ral; era uno de esos dias en los que se permite la entrada al público, por más que no esté herido, ni aun tenga ca­lentura.

Pepa y Venancio entraron también con el objeto de dejar alguna limosnSir

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i2i ÉL PERIÓDICO PARA TODOS.

Después de recorrer Tañas salas y de ente­rarse del buen estado aparente del estableci­miento, iban ya á salir á la calle, cuando am­bos palidecieron de re­pente.

En una de aquellas camas que ofrece la ca­ridad ájos enfermos, estaba el joven amante de Pepa, el perpetuo escollo donde se estre. Haba la felicidad de aquel matrimonio.

Pepa no pudo menos de lanzar un suspiío de satisfacción: UQ a-naante, aunque no se le corresponda, es una cosa que lisonjea el a-mor propio de una mu­jer, mucho más cuan­do es vieja y nada bo nita.

Aquel suspiro de or­gullo fué contestado por otro deiraque lan­zó don Venancio; allí estaba el objeto de sus terrores, y aunque la cama de un hospital no deba inspirarnos cui­dado, sin embargo tam­bién de allí se sale.

—jVamos, vamos!— gritó Venancio, que­riendo alejar de aquel «itio á su esposa.

Pero ya no la vio. Un remolino de gente lo? empujaba,

á ella hacia adentro, á él hacia afuera; la una queria salir, y el otro quería entrar.

Pero la multitud, que en aquella ocasión tal vez representaba al desti­no, hacia inútiles sus esfuerzos. u ¿tarto de luchar sin éxito contra el torrente arrollador, Venancio no tuvo más remedio que dejarse llevar de sa­la en sala y de {escalón en escalón; cuando pudo darse cuenta de lo que le pasaba se encontró en el patio de entrada, con el chaleco desabrochado, la levita rota y el sombrero metido hasta las orejas.

¿Pero y Pepa? Venancio se estremeció; su situa­

ción era horrible. Pepa se habia quedado en la sala

del joven... un amante enfermo y lán­guido ofrece cierta poesía á las mu­jeres, poesía fatal, que empieza por la compasión, y puede acabar.,, ¡Sabe pi09 cdmo)

COSTUMBRES GUERRERAS.

—Ya aá qaíenes son nuestros enemigos,

Eí verdad que allí habia gente; pe­ro habia mucha, y aprovechándose de la confusión...

iQuó horror! Venancio recordaba que el joven,

al ver á Pepa habia lanzado un suspi­ro de satisfacción; su rostro demacra­do y pálido, expresó por un momento la más viva alegría...

¡Qué horror! Acaso Pepa no quiso luchar con la

multitud para bajar con su marido; acaso en aquel momento, ocupando el sitio de una Hermana de la Caridad, aunque con una caridad muy poco caritativa para su esposo, volaba á la cabecera del enfermo, y le miraba, y le sonreía... y se entendía con él, y le prometía...

¡Qué horrorl Venancio quiso volver á salir por

si acaso llegaba á tifmpo de estor­bar,,. lo que pudiez'a suceder, pero al mirar hacia ¿la puerta se convenció de la inutilidad de su intento.

La puerta era peque­ña para vomitar tanta gente; parecía que to­do Madrid se habia da­do citaen el hospital, y antes de llegar Venan­cio á la primera sala hubiera sido mil veceg atropellado, y magu­llado y triturado y des­hecho como una hor­miga bajo los pies de un ciclope.

Hubounmomentoen que pensó incendiar el ediñcio ; pero carecía de lo más necesario; no tenia fósforos, ni pe­tróleo, ni un poco de leña siquiera; además, antes de que hubiese llegado el fuego al si­tio en que estaban los culpables, su deshonra tenia tiempo de consu­marse veinticinco ve­ces.

líl infeliz tascaba el freno como un caballo de carrera; se veia con­denado á la más perju­dicial y desconsolado­ra inacción; andaba de un lado para otro, tro­pezándose con todo el mundo, armando dis­putas con el que le co­deaba, y el que le mi­raba y el que no repa­raba en él.

No pudiendo conte­ner por más tiempo su impaciencia, se puso á gritar desaforadamente:

—¡Pepa!... ¡Pepa!... ¡los misera­bles!... tal vez estaban citados.... ¡Pe­pa!... ¡he sido un juguete!... ¡un Juan Lanas!... jqué hacer?

Los que oian estas palabras entre­cortadas y velan su ademan descom­puesto, sus pasos precipitados y sus ojos saltones, le tomaban por loco, y no faltó alguno que fué en busca de un empleado de la casa para que le echara el guante. • ,

Por último, en uno de aquellos re­molinos en los que la puerta lanzaba la gente al patio, apercibió á Pepa con el velo y los vestidos rotos, sin una bota, con el cabello en el mayor desorden, sofocada y jadeante, como si acabara de salir del inflerno.

Venancio corrió hacia ella como una flecha, y asiéndola de un brazo, la gritó;

—¡Señoral —iPobrecilloi—dijo Pepa.

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EL PERIÓDICO ÍABA TODOS. 425

—¡Ahí ¿Vd. le com­padece?

—¡Ya ves, está en­fermo!

—¡Que se muera!... ¡que reviente!... ¡Dios le castigará!

—¿Por qué? —Por atentar á tu

decoro. Pepa lanzó una car­

cajada. —¡Nada más lejos de

mi ánimo!—dijo. —Entonces, ¿por qué

nos seguia á todas par tes?

—Por esto. Y Pepa exhibió una

cosa pequeña que lle­vaba en la mano, sobre la que se precipitó su marido, creyendo que era el cuerpo del delito.

—¡Una peseta!—ex­clamó reconociéndola. —¡Y falsa!

—Justamente; ya ves cómo dorea.

—¿Y dices que nos seguia por esto?.. ¿Qué significa?...

—Helo aquí: ese jo­ven estaba de depen­diente en una tienda de géneros de punto en la calle de la Montera, donde yo te compró hace tiempo aquellos calzoncillos de franela; parece que al pagárse­los le di esta peseta entre varias; y como se la hicieron abonar, y él es un muchacho de pocos recursos, andaba siempre detrás de mí, sin atreverse á decirme la verdad, pidiéndome que le cambiase la peseta por otra buena; esto ha dado lugar á que tú y yo crea­mos...

Venancio no volvía en sí de su asombro.

¡Tantos terrores y tantos malos ra­tos por una peseta falsa i

—¡Oh!-exclamó en tono sentencio­so;—las grandes catástrofes recono­cen casi siempre por causa los pre­textos más fútiles y más...

—Hagan ustedes el favor de salir, que se va á cerrar,—dijo un empleado de la casa.

Cuando Pepa y Venancio se vieron en la calle, era ya completamente de noche.

P K D R O EaOAMILLA.

LOS NEGROS DEL RIO NUNES.

Levantó la mano y derribó á su enemigo.

EL DOCTOR ANTUNEZ.

I Era alto, seco, avellanado, de com­

plexión r ecia, de cara larga y cetrina, de mirada fosca, de cejas espesas, y de nariz descomunal. Sin embargo, y á pesar de estas señas particulares, el doctor Antúnez, que así le llamába­mos los que estábamos bajo su pal­meta, era todo un dignísimo precep­tor de latinidad, capaz de darle lee clones al mismísimo Marco Tulio Cicerón, si hubiera vuelto al mundo para ello.

Toda su vida se había consagrado á la enseñanza, por la célebre gramá­tica de Nebrija, y toda su vida tam­bién habla andado á vueltas con los autores latinos que se los sabia de corrido.

¡Con qué arrogancia, con que eufó­nica entonación recitaba una oda de Horacio, un trozo de Ovidio, una égld

ga de Virgilio, y algu­nos fragmentos de las tragedias de Séneca!

Forzoso es decirlo en memoria de aquel dig­nísimo profesor. Ganas daban de penetrar en los misterios magis­trales del idioma lati­no, cuando se oia al doctor Antúnez.

Yo no sé por qué ge le llamaba doctor, clá­sicamente hablando.

Jamás perteneció al gremio de estas res-petadísimas y sabias lumbreras de la cien­cia; pero la costumbre habia formado ley, y todo el mundo desde el más alto hasta el más bajo, desde el más sa­bio hasta el más necio, doctoreaba á nuestro célebre dómine colo­cado casi siempre so­bre el trono de su cá­tedra.

Cuando yo, — tenia entonces u n o s doce años,—fui sometido á la férula del digno pre­ceptor, no pude menos de fijarme en aquella figura singular que no se ha borrado ni se borrará nunca de mi memoria.

La clase era una sa­la larga, entarimada y

blanqueada á estilo de Andalucía. Los bancos de los discípulos corrían á lo largo de las paredes hasta llegar al testero principal. Allí estaba la cáte­dra á la que solamente se subia en las ocasiones solemnes. Sobré ella se veia un crucifijo.

Delante de aquella cátedra habia una mesa cubierta con bayeta verde, apolillada y manchada de tinta, una escribanía de plomo, una palmeta y unas discipUnas cuyos extremos ar­tísticamente retorcidos, parecían á nuestros ojos pequeñas viveras dis­puestas á morder. Entre la cátedra y la mesa se levantaba el sillón del doc­tor Antúnez, el cual era uno de aque­llos que tenían asiento y respaldo de cuero sujetos con clavos dorados.

Dos grandes rejas que caian á un espacioso patio, daban luz á la clase.

II No explicaré aquí el sistema adop­

tado por el digno doctor, para hacer que 3U8 diacípuloa salieran hocho

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426 EL PERIÓDICO PARA TODOS.

unos coQsumadoí? latióos; pero lo cierto es que sallan de su clase, jó­venes capaces de habérselas con los catedráticos de las Universidades más célebres. Mas esto no quitaba el que los expresados discípulos del doctor, hiciesen las mayores travesuras, por lo cual, en muchas ocasiones, la clase se convertía en un campo de Agra­mante.

Recuerdo como una de las hazañas estudiantiles, la de haber puesto pe­queños pegotes de pez en el asiento del doctor, de manera que, teniendo que levantarse, seencontró asimilado, digámoslo así, con su asiento; produ-ciendoaquel descomedimiento las con­secuencias consiguientes sobre las costillas de inocentes y culpables.

Otro dia, cuando todos nos coloca raos en nuestros respectivos sitios, y cuando el doctor se sentó magistral-mente en su asiento, principiaron á salir ranas de debajo de nuestros ban­cos. Los saltos de aquellos pobres an­fibios llamaron la atención del doctor Antúnez, y como consecuencia empu­ñó las disciplinas. Esto no pudo evi­tar la'risa contagiosa que á todos nos acometió, puesto que cada uno de aquellos saltos aumentaban la hilari dad. Media docena de atrevidos discí­pulos se hablan ido al rio antes de la clase y se hablan llenado los sombre­ros de ranas, creyendo que se esta­rían quietas: así es que, fácilmente se puede formar una idea de lo que pa­saría en la clase.

Nunca anduvo más zambeante la disciplina y más lista la palmeta; to­dos pagamos,

ni

Estas y otras travesuras que pudie­ra referir no hacían mella en el doc­tor, sino que cada vez se consagraba con mayor afán á la enseñanza, Pero el maestro como todos los hombres, no vivía solo para la ciencia, sino también rendía su culto al corazón.

Estaba casado, y era más celoso que el mismo Enrique VIII. La seño­ra maestra era joven, relativamente; tenia cuarenta años, y en honra de la verdad siempre estaba fresca y colo­rada como una manzana.

Así á veces el doctor decía á sus discípulos más queridos:

— Subid arriba; pedir agua, un libro, cualquier cosa, pero decidme quién hay con la señora María.

Los muchachos obedecían puntual­mente como unos espías inconscien­tes del celoso doctor.

Otras vece§ Uaiaaba á alguno que

merecía toda su confianza y le encar­gaba lo siguiente:

— Han llamado á la puerta, ve á ver quién es, y sobre todo no dejes de oir lo que hablan con la maestra.

Un dia estábamos todos en clase. Reinaba una actividad extraordinaria. Los decuriones tomaban sus lecciones á los decíirlatos. Se declinaba y se conjugaba en todos los tonos.

De pronto entró uno de los peque­ños espías del doctor, y le dijo unas palabras al oído, de cuyas resultas se puso más pálido que la cera.

—¡Qué estás diciendo!—exclamó sin cuidarse de que todos pudiéramos oír lo —¿Es verdad lo que dices?

—Sí, señor. —¿Y la ha abrazado? —Sí, señor. —¿Y... lo has visto tú? —Sí, señor. —lY ese hombre está arriba... só­

lo... con la señora María? • —Completamente sólo. —Delenda et Carthago,-—exclSimó

el doctor fuera de sí;—mis sospechas han salido ciertas.

Y salió de la clase como un cohete, dispuesto á tomar una venganza rui­dosa, sí el caso así lo exigía.

IV

Fácil es comprender lo que pasaría en la clase, inmediatamente que se ausentó el doctor Antúnez. Los más tímidos montamos sobre los bancos, como si estos fueran caballerías im­provisadas; uno se encasquetó la ca­beza de burro que servia de castigo para los desaplicados, y las dos ore­jas salieron cada una por su lado, ha­ciéndose añicos entre los erizados dedos de los muchachos; otro se sen­tó magistraímente en el sillón del dómine, se puso sus antiparras y vol­có el tintero sobre el Mecenas atavis edite regibus de Virgilio; otro tomó la palmeta y con la mayor osadía la arrojó en la vecina foricásea, ó sea en lo que en términos pulcro^ y atildados llamamos hoy inodoro; las discipli­nas fueron sometidas á la esperíencia de unas tijeras antiguas que había so­bre la mesa del preceptor, y pronto decuriatos y decuriones, cartagine­ses y romanos, pues con estas diver­sas nomenclaturas estábamos clasifi­cados, nos tiramos los autores á la cabeza, y se armó tal gresca y bata­hola, que no parecía sino que Anní-bal y Scípíon el africano, habían vuel­to al mundo para librar una tremenda batalla.

No podíamos nosotros alcanzar la grave complicación de loa sucesos

que se ventilaban en el piso superior* precisamente en la e ta-ncia que esta­ba encima de nuestra clase; pero sí oímos un pataleo infernal que no dejó de llamarnos la atención. ¿Qué suce­día en aquellas altas regiones? Ha aquí lo que me resta por referir.

Instigado el doctor Antúnez por las alarmantes noticias que había recibí-do, subió las escaleras con todas las precauciones debidas para no llamar la atención de los culpables y llegó á la puerta de la sala. Entonces su asom­bro, su cólera, su espanto, sus celos estallaron como una bomba. La seño­ra María se dejaba abrazar impune­mente por un robusto miütar con los distintivos de sargento y con un bi-go.tazo capaz de detener la obstina­da cólera del doctorado y ofendido Aquiles.

Era aquello demasiado significati­vo, demasiado elocuente para el po­bre maestro Antúnez.

Entró bruscamente y estendiendo la mano exclamó lleno de ira:

—¡Traidora! ¿Me negarás ahora que eres una esposa infiel?

Pero la señora María soltó .una car­cajada, y contestó:

—¡Pues qué! ¿no le conoces, Antú­nez?... Es mí primo el militar.

—¡Primo!—gritó el dómine petrifi­cado.

El sargento comprendió que, me­diante el parentesco, debía abrazar también al marido de su prima, y se dirigió al doctor, el cual recibió medía docena de apretones de aquel cariño­so hijo de Marta. Quiso resistirse el doctor, y de aquí el pataleo que nos­otros escuchamos desde el fondo de nuestra aula.

El primo venia de Madrid con licen­cia; y según dijo él, y aunque el doc­tor Antúnez no había oído hablar á su mujer de tal pariente hasta aquel instante, creyó que la cuestión muda­ba de aspecto: dos primos bien pueden abrazarse sin cuidado.

Siguieron las exphcacíones. La se­ñora María manifestó con exactitud matemática lo del parentesco, ante lo cual el bueno del doctor hubo de cqnr convencerse. El primo quedó alojado en casa. Por tan plausible motivo, se nos concedió el favor que por aquel dia no hubiera clase. ¡Cómo estaría el espíritu del maestro, que al dia.si* guíente no echó de ver los estragos que habíamos causado en el menaje del aula!

Lo cierto es que todos los días log pequemos espías del maestro bajaba^

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Éh Í»EtllODÍCO PARA TODOS. 427

diciendo á éste que los primos seguiaa abrazándose, á lo cual coatestaba el doctor Aatúaez:

—Los grandes bigotes pertenecen á la historia. Atila tenia unos bigota-zos trenaendos... verbi gracia, como los de mi primo.

El último acto del doctor, fué el que un dia vio á la señora María y al sar­gento que la abrazaba y quiso cubrirse la cabeza como César en el momen­to de ser asesinado. Esta operación la hizo en la parte alta de la escalera. Perdió el equilibrio, rodó al fondo, de cuyas resultas lo llevaron á la ca­ma, de donde no se levantó más.

Poco antes de morir, se le oyó reci­tar este verso de una elegía de Ovidio:

Nec stirps PRIMA fui: genito jam ft^atrecreatus.

TORCUATO TARRAGO.

LOS BAiOS DEL MAffiAIARES W P O R p c Q O R O E2SIOA.IVI(CJI:,A..

—¡Pues digo!... ¡y la mujer!... —La tuya no tiene nada de qué acu­

sarse. —Entonces, ¿quién es el que me ha

engañado? —D. Serapio... tu amigo.;, el hom­

bre de tu confianza. —Sí; pero al llegar el caso ha confe­

sado la verdad... y no como tú, que áuQ este momento...

—Vas á saber de una vez quién es tu amigo, y lo que ha hecho...

—¡Contigo! —¡Quieres callar! —Entonces, ¿con quién? —¡Quién es capaz de saberlo! —En fin, habla... habla, esposa mía;

descorre el velo que oculta la iniqui­dad, y sepamos de una vez quién es el culpable... quiénes el padre de esa criatura, que ha venido al mundo sem­brando la confusión entre sus seme­jantes.

—Para ello es necesario que nos remontemos al mes de Abril...

—¿Durante mi enfermedad? —Precisamente. —¡Ayl ¡por qué darían el ascenso

por alto proporcionándome aquella fiebre, cuyos resultados toco después de nueve meses!...

—Todo reconoce por causa aquella injusticia de tus jefes, sin la cual no hubiéramos tomado criada, ni hubie -

(1) Esta novela se halla encuadernada f con nn precioso cromo por cubierta, al precio de 4 rs., en casa de su editor D. Je­sús Gracia, Olivar, núm. 6, Madrid, 7 en «M» i» ]m eonrespoflUMles d« promo»ai

ra venido ese D. Serapio á asistirte... —¡A comprometer más bien mi re­

poso... mi traquilidad!.... porque don Serapio es la piedra de toque...

—Eso creia yo, que era una verda­dera piedra .. una pared maestra... y hoy adivino que es un monstruo de perfidia.

—Habla, esposa... mi impaciencia es tan grande como mi temor.

—La primera noche que se quedó en casa"á velarte no sucedió nada depar­ticular.

—Nada más que quedarse dormido como un tronco, y ser yo el que tuve que velarle á él; para eso más valia que se hubiera quedado en su casa.

—¡Ciertamente! —En fin... dime lo que sucedió la

segunda noche. —Para hacerle más agradable su

estancia aquí, tomé yo en la calle de Segovia una docena de mantecadas y un cuartillo de aguardiente.

—¿Para obsequiarle? —¡Sí; yo creí que nos hacia un favor. —¡Y acaso él trató de hacérnosle en

efecto! —Estuvimos jugando al lute la mu­

chacha, él y yo. —El tute e-i un juego inocente, que

predispone á las buenas acciones. —Eso creia yo hasta aquella noche —¿Y aquella noche reformaste tu

opinión? —Verás: después de tomar un par

de mantecadas y de beber un trago de ag^^ardiente, la chica y yo nos retira­mos á descansar.

—¡Bien lo necesitabais!... Prisca y tú llevabais ya cinco noches sin des­nudaros.

—Nos retiramos, dejando á D. Se­rapio algo alegre, como si el aguar­diente le hubiera excitado un poco; brillábanle los ojos como candeUllas, y no cesaba de reír... á propósito de cualquier cosa: tanto fué así, que la muchacha me dijo:—«Parece que ese caballero se ha proporcionado una pa-pahna.»

—¿Sí? ¡Aquella chica tenia ocurren­cias singulares!

—Aún no había yo conciliado bien el sueño, cuando se me figuró oír un ruido hacia la cocina...

—Nada veo hasta ahora de particu­lar; D. Serapio tenia confianza en mi casa para todo...

- E n efecto... no se me ocurrió en­tonces lo que pudiera pasar...

—Pero ¿qué pasó? —Al dia siguiente me dijo la mucha­

cha:—«Señora, esta noche no duermo en mi habitación si se queda en casa ese caballero.» ¿Por qué?—la pregun­

té.—Por nada, pero... ya lo sabe Vd., y no hay para qué rogarme más »

Aquellas palabras me hicieron re­cordar el ruido de la noche anterior: yo concebí una ligera sospecha...

—¿De la conducta de nuestro amigo? —En efecto. —¿Llegaste á creer que D. Sera­

pio?... —Un hombre excitado por el aguar­

diente... — Sí, ¡a bebida es perniciosa... ¿Te

acuerdas de aquel dia que estuvimos de campo en el vivero? Yo me excedí algo... y me dio por hacer el amor á la mujer de uno de los guardas...

— Lo que te proporcionó una sober­bia bofetada.

—Yo no creí que los empleados del municipio tuvieran la mano tan suel­ta.

—En fin, como D. Serapio se quedó aquí la tercera noche, la chica no qui­so dormir en su habitación.

—¿Pero hubo también aguardiente? —Sí; D. Serapio llevó una botella,

de la que consumió él solo una tercera parte; de modo que cuando nos reti­ramos le brillaban los ojos mucho más que la noche antes, y reia también con más frecuencia.

—¡Acaba pronto, Sinforosai —dijo el pobre marido limpiándose el sudor que corría por su frente.—¡Me parece que s.sisto á la representación de una ragedia!

—Coa objeto de ver si la chica se equivocaba, y entre las dos calumnia-bam )3 á D. Serapio, se me ocurrió ha­cer una experiencia.

—¡Ay, Sinforosa!—interrumpió Ga-ralampio, rascándosela cabeza.

—Aquella noche ocupé yo la habita­ción de Prisca.

—¡Qué horror! —No te estremezcas aún.,. —¡Qué sabes tú cuando debo estre­

mecerme! — En el primer momento no hubo

nada que deplorar... —Pero, ly en el segund 1? —Me habia dormido, plenamente

convencida de que Prisca exageraba los hechos.

—¡Dormías sin saber el riesgo que corría tu virtud!

—De repente me despertó sobresal­tada un gran ruido que percibí en la cocina, y apoco... sentí que una ma­no, que palpaba á tientas en la oscuri­dad se posaba sobre mi.cabeza...

—¡Una verdadera mano oculta¡ —No podía ser más que D. Sera­

pio... —¡Quién sabe! —No; porque eü casa ao habia raá^

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428 EL PERIÓDICO PARA TODOS.

hombre que él, sin hacer mención de tí, que estabas en la cama con la ca­lentura; además yo percibia un fuerte olor de aguardiente...

—Bien, bien, prosigue. —Siempre en la suposición de que

me dirigía á D. Serapio, exclamé en voz baja para evitar un escándalo:— Caballero, no tiene Vd. vergüenza... más valia que se acordara Vd, del in­feliz que á dos pasos de aquí está su­friendo... retírese Vd. al punto si no quiere que, atrepellando por todo, ha­ga pública su conducta.

—¿Y D. Serapio? —Sin replicar una palabra, se ale­

jó... —¿Pero en sequidal: —En seguida: yo no le volví á oir

en toda la noche. —Entonces, ¿cómo fué que él al

despertarse se encontró en tu alcoba? —No lo comprendo... —¡Ni yo! —Tal vez cabe la siguiente explica­

ción. —¿A ver?.. Oigámosla. —En primer lugar, su sonambulis­

mo pudo ser borrachera... —Todo lo hace creer así. —Un hombre en tal estado no sabe

lo que se pesca; tal vez equivocó la al­coba de la chica con la mia... y tal vez también, al abandonar la de Frisca, ocupada por mí á la sazón, se dirigie­se perdido el tino á la mia, donde re­cobró el conocimiento,

—Ello es que está demostrado de una manera evidente que Serapio no te buscaba á tí.

—Así parece. —Entonces, jcómo asegura él que es

el padre de tu hijo? —¡Caralampio! —Pero no, no es él... Serapio está

engañado... el padrees otro, yo leco-nozco

—¡Tú! -S í , —íQue conoces al padre de ese niño? -S í . —¿Y su madre? —Eres tú. „ —¡Caralampio!... —Pudiera dudar si aquella noche

no hubieras cambiado de habitación. —Precisamente eso es lo que debía

tranquilizarte. —¡NOjSinforosa! —¿Por qué? —Porque el que entró en la estan­

cia oliendo á aguardiente no fué Sera­pio.

—¿Pueg quién era? —jMojer felazl... ¿y tú me lopre-

gantas? 1

—Basta de sospechas ridiculas... ¿quién era el que entró en mi estan­cia?

CAPÍTULO VI. Un peinero retirado.

No era sólo D. Serapio Calleja el que aconsejaba el uso de las aguas del Manzanares como agente principal en la sucesión directa de los matrimonios in^aadesceates; desde muy antiguo ha habido quien conceda á las aguas de tan humilde rio virtudes proli'fi-cas de resultados prácticos en obste­tricia.

En 1850 habla en la calle de la Con­cepción Jerónima un matrimonio que después de algunos años estériles, lle­garon á tener hasta doce hijos, sin más que tomarse la molestia de zam-bulhrse en el citado rio unas diez ó doce veces cada verano.

Esto está comprobado con el testi­monio de personas formales y de no­toria veracidad que conocieron á don Claudio Martínez, honrado industrial que despachando peines, lendreras y objetos de asta y concha, reunió una modesta fortuna, que le permitió re tirarse del comercio y comprar una casa en la calle del Aguardiente con accesorias á las del Toro.

Cuando esto sucedía era en el mis­mo año en que he dado comienzo á mi relato, esto es, en el año de 1860.

D. Claudio habia colocado ya á seis délos hijos que le dio su mujer con ayu­da del Manzanares, y sólo le quedaba en casa la bella Carlota, porque los otros cinco vastagos hablan muerto.

Carlota contaba ya catorce años, por más que, con un físico exuberante y desarrollado, aparentase diez y ocho.

Su padre decia que era muy joven aún para buscarle un marido; pero ella era de opinión centrarla, y profe­saba el principio de que los maridos no se encuentran cuando se los busca: y sí cuando se presentan.

Y como un dia, oyendo misa en la vetusta iglesia de San Pedro se la pre­sentase ofreciéndola agua bendita un joven simpático, y como luego aquel joven comenzase á frecuentar la calle del Aguardiente cuando ella salia al balcón, y recibiese además una carta en la que el mancebo la dijese que la amaba, y que era un pintor de porve­nir, y que se casaría con ella, y otras mil zarandajas por el estilo, resolvió anticiparse á los deseos de su padre, y á la edad, y á todos cuantos obstácu­los pudieran presentársela y otor­gar al joven lo que pedia, que era su amor, y más de lo que pedia, que era su mano.

Carlota habia heredado de su padre un carácter impetuoso y tenaz, para el cual no habia obstáculos ni impedi­mentos.

D. Claudio quiso tener hijos, y los tuvo; Carlota quería casarse sobre la marcha, y se casaría.

La educación que recibió contribuyó en gran parte á que aquel carácter se desarrollase sin freno.

Habia perdido á su madre en la ni­ñez, y sabido es que un padre que se dedica al comercio no puede ejercer en su casa una vigilancia muy exqui­sita.

Carlota vio llegar los albores de su juventud entregada á sí misma, sin una autoridad directa y saludable que atajara sus fogosos caprichos.

Su carácter era del momento: te­niendo que hacer una cosa en segui­da, no la dejaba para el dia siguiente: los paliativos la enardecían; estaba jugando siempre á la rebelión con los hombres y con las cosas; sus teorías la llevaban siempre á los extremos. Declaraba formalmente que á haber nacido "hombre estarla eternamente en la oposición; era una especie de precursora del nihilismo; comprendía á los conspiradores y no á los hom­bros de Estado. En amor optaba por los raptos, y anatematizaba las volun­tades resignadas de la Edad Media, que iban á llorar una pasión desgra­ciada en el sombrío rincón de un claustro, bizantino casi siempre, como sí fuera este género de arquitectura el que más se presta á las lágrimas y á los suspiros,

{Se continuará.)

VARIEDADES.

FRAY DOMINGO. (Gmclmion.)

Una vez restablecido completamen­te el conde, buscó al marqués de Al-monte; pero éste se habia marchado de la corte. Salió el conde también de ella, sin advertir á nadie dónde iba, empleando seis meses en este viaje, que fué infructuoso, pues no logró en­contrar al marqués.

Cuando volvió á su palacio, acaba­ba la víspera del dia de su llegada de dar á luz la icondesa un niño, fa­lleciendo ella á las pocas horas. El conde, asaltado de sus dudas, entregó el niño á un criado de su conñanza llamado Pedro, dándole una gruesa cantidad, y ordenándole que si él no le buscaba nunca, tratase de yerle; des«

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EL PERIÓDICO PARA TODOS. 429

.pues de esto, hizo pasar por muerto á su hijo, y después de haber pasado uu aao buscando al marqués, entró en el convento, en el que le encontramos al empezar nuestra historia.

Mucho dudó s ^bre si dejarla sus bienes al convento; pero al ñu triuntó su conciencia, que le ordenaba buscar á su hijo y dejarle sus bienes. Por más pasos que dio, no pudo encontrarle, hasta que una circunstancia provi­dencial le hizo encontrar áPedro gra­vemente herido, y oirle en confesión.

En ésta supo que su antiguo criado habia marchado á Toledo, donde con el dinero del marqués abrió una tien­da; pero un día le robaron cuanto po­seía, teniendo que volver á Madrid á pié y sin ningún dinero.

Una vez en la corte, supo que el conde acababa de profesar; y como le habia prohibido que se prasentara á él, dejó el niño á la puerta de una ca­sa de la calle del Rollo, y él se puso á servir: después averiguó que el que habia recogido el niño se llamaba Gil Pérez, y era capitán retirado.

Cuando supo el conde estas noti­cias, se puso á buscar á su hijo, sin lograr encontrarlo, hasta que según hemos visto, cuando iba á dejar sus investigaciones , una circunstancia imprevista le hizo hallar á Gil Pérez.

CAPITULO VIL

SE DESVANECEN LAS DUDAS DK FRAY

DOMINGO.

Fray Domingo, entregado á sus re­cuerdos, sigue al criado de Gil Pérez hasta su casa; al llegar á ésta, fué in­troducido en la-alcoba donde reposaba el marqués de Almonte.

—¡Gracias á Dios que te veo, queri­do Fernando!—dijo éste al prior;— creí que morirla sin tener ese con­suelo.

—Espero, Alfonso, que tu herida no será tan grave.

—No, y el médico espera que cure de ella; pero por si es caso, he queri­do llamarte para que me oigas en confesión. Un doble motivo me obliga á ello: primero, tu cualidad de sacer­dote, y segundo, que la confesión que tengo que hacer te atañe á tí princi­palmente.

—Supongo de lo que me vas á ha­blar, y yo también venia dispuesto á dirigirte algunas preguntas.

—¡Qué! ¿sabes el secreto que te voy á revelar? ¡Es imposible! estarás equi­vocado.

—No, y en prueba de ello te voy á dirigir esta pregunta: ¿Qué hacías en mi palacio y en las habitaciones de mi

esposa en el mes de Octubre de 1694? —¿Conque sabias que habia estado

en tu casa ese dia? —Yo mismo te vi; pero respón­

deme. —Hé aquí mi contestación: me des­

pedía de ella porque iba á una peli­grosa expedición, Pero escucha una historia que voy á contarte. Tu espo­sa, según sabos, era hija de padres desconocidos: pues bien; al morir el mió, me dejó un pliego cerrado, en el cual confesaba ser el padre de tu mu­jer; pero mandándome que no hiciese pública esta confesión, á menos que su hija no quisiera ser reconocida, para cuyo caso me dejó un reconoci­miento en toda regla. Yo fui á ver á tu esposa, y ésta se negó á que hicie­se público su reconocimiento: esta es la causa que me movia á despedirme de mi hermana.

—¡Gracias, Dios mió!—dijo fray Do­mingo con reconocimiento; — al fin habei? permitido qué la verdad se aclare, y que mis dudas se disipen. Perdona amigo, ó, mejor dicho, her­mano mió,—añadió arrojándose en brazos del marqués;-perdona las in­justas sospechas que de tí he cunee-bido. Y ahora, solo me resta encon­trar mi hijo.

—¡Cómo! ¿tienes un hijo? —Sí, y en esta casa habita. —¿Será por ventura el hijo de Gil

Pérez? Ya me habia extrañado lo mu­cho que te se parece. Pero ¿cómo es que lo tienes abandonado?

Fray Domingo le contó la historia de sus sufrimientos^ y las dudas que le hablan asaltado por espacio de diez y nueve años. Después que acabó lla­mó al dueño de la casa, al cual inter­rogó en estos términos:

—Decidme la verdad: ¿habéis reco­gido hace diez y ocho años un niño á la puerta de vuestra casa de la calle del Rollo?

- E n efecto, padre; es el joven que yo hago pasar por mi hijo,—le res­pondió Gil Pérez.

—Pues bien; ese joven tiene un pa­dre que le reclamará mañana mismo.

—¿Y quién es su padre? —Su padre se llamaba Fernando

Mendoza de Sanzurces, conde de San-zurces, y ahora se llama fray Domin­go. Su padre soy yo.

—¿Sois vos su padre? Pues bien, se ñor; un favor os pido, y es, el de que me permitáis verle amenudo, pues lo amo tanto como si fuera mi hijo.

—No solo os lo permito, sino que viviréis siempre á su lado.

—¿Cómo, señor, tanta bondad? —Sí, desde hoy quedáis nombrado

administrador general de mis bienes. El que tengo ahora me ha insinuado que desea dejar su plaza, que yo os concedo.

EPÍLOGO.

Un raes ha pasado desde los ante­riores sucesos. Cuatro hombres se hallan reunidos en la celda del prior del convento de San Francisco. Eran estos hombres el mismo prior, el mar­qués de Almonte, Gil Pérez y el hijo del primero.

Aquel mismo dia acababa de ser re­conocido por el rey como hijo del con­de de Sanzurces, y habia entrado en posesión de sus bienes y título.

—Hijo querido,—decia fray Domin­go,—mi resolución es irrevocable, 'y no puedo acceder á lo que me pides; cierto es que mediante dispensa pon-tiflcia podía irá vivir contigo; mas no quiero sahr de este convento, en ex­piación á haber dudado de mi santa esposa y de mi mejor amigo. Solo te pido que alguna vez te acuerdes de mí, y vengas á verme á esta solitaria celda.

—¿Podéis dudar, padre mió, de que así lo haré? •'•I En aquel momento entró un fraile á decir que buscaban á fray Domingo para confesar á un moribundo: Salió aquel, y al cabo de una hora volvió á entrar profundamente conmovido.

—Dios es grande,—dijo al verse en­tre su hijo y amigos, y no permite que quede nada sin descubrir. Ya sa­béis que recibí un anónimo, en el caal^ se me indicaba la ida del marqués á ^ mi casa: pues bien; el moribundo que fui á auxiliar y que ahora es cadáver, fué el autor de él. Era mi único pa­riente, bastante lejano, y con el único deseo que yo le dejase mis bienes, co­metió tal infamia Recemos por su al­ma, pues aun ]ue pecador, no por eso es monos digno de perdón.

* « •

Cuatro años trascurrieron sobre los sucesos antes narrados.

Las mismas personas se hallaban reunidas en el convento, pero con dis­tinto objeto. Ahora rodeaban el lecho en el cual moria fray Domingo,

Este falleció rodeado de todos sus seres mis queridos, después de haber implorado el perdón de su hijo y de su amigo.

Ambos vivieron aún muchos años íeUces, y Gil Pérez tuvo la dicha de morir al lado del que habia criado.

VALEaiANO C A S A N Ü E V A .

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430 EL PERIÓDICO PARA TODOS.

f.

EL BOCETO DE LA MUERTA Sol era un artista: tñaia ea su pale­

ta las tintas arreboladas de las nube'?, el color de las flores, las tristezas de la desofracia, el ardor de las pasiones, la aspiración del genio al infinito.

Creábase bajo su pincel el mundo moral y el mundo físico, y las ideas y los cuerpos encontraban siempre en sus dibujos, hábiles toques y lineas desconocidas en gue retratarse.

Cuando acabó El Diluvio, su gran cuadro, los periódicos de todo el orbe culto afirmaron que aqupl diluvio aho­garla las más venerables reputado r nes.

El mismo, al contemplar en el estu­dio por el agujero de la paleta el in­mensísimo lienzo, se hinchó de or­gullo y de soberbia.

Sino se juzgó Dios, fué porque se admiraba de su propia obra.

Pero si en el fondo del corazón no erigía altares al mérito propio, con­templó con gusto cómo los levanta­ban los demás, y queriendo corres­ponder á los elogios y aplausos reci­bidos, anunció otro cuadro con el tí­tulo del Juicio final.

Meaos compasivo que el Dios de Is­rael, hacia concluir el mundo después del diluvio.

Empezó el trabajo; todas las maña­nas bajaba al depósito de cadáveres, y allí canturriando las óperas conoci­das, copiaba en las más diversas pos­turas, los muertos que las enferme-mades y el acaso hacinaban en tan lú

ubre recinto. A mediodía, el lobo de disección le

avisaba para que terminase los apun­tes.

Ks la hora de llevar los cadáveres al anfiteatro para que los galenos en canuto los desmenucen con el escal­pelo. A la ciencia también le gastan los absurdos, y busca los secretos de la vida haciendo trizas la muerte.

El 15 de Julio, nuestro pintor com­pró dos albañiles que se habían caldo de un andamio con el fin de trazar bo­cetos sin que le apremiase el tiempo.

El lobo de la sala de disección guar­daba la entrada del depósito de un grupo de estudiantes que querían ha­cer pedazos á los infelices trabajado­res muertos el día anterior.

—Os digo que están ,comprados,— voceaba el pobre diablo.

—¡Fuera!—decia á voz en cuello la turba de hipocráticas fieras que ves­tidos de anchas blusas negras ribetea­das de amarillo y con los cuchillotes en la mano parecian demonios más bien que hombres.

—Los ha redimido la familia. —¡Mientes!—gritó uno tanlargo, fla­

co y verdoso que bien pudiera tomár­sele por la culebra de Esculapio;—me consta que las viudas no han podido pagar el entierro. Saca esos cadáve­res, nos pertenecen.

—Yo pienso estudiar los músculos del brazo,—saltó otro.

—Y yo los de la mano; siendo alba-ñil deben ser buenos.

—No he visto nunca el árbol de la vida; hoy me habéis de enseñar el corte del cerebelo,

—Inyectaremos el pecho, ¡ea! qui­ta, maldito, ¡compañeros! arranqué-moselos á la fuerza.

Y todos se lanzaron sobre el desdi­chado mozo, que á pesar de la emo­ción que sentía procuró sonreír di­ciendo: pero hombres, ¿no sería mejor que rae dejarais ganar hoy treinta reales? Se los he vendido al pintor, él no los inutiliza, y mañana podréis es­tudiar en ellos toda la anatomía:

—¿Quién nos asegura que cumpli­rás tu palabra?

—Yo,—dijo un jóvfcn de aspecto de­licado, larga melona y ojos inmensos.

Los estudiantes repararon en el sombrero de tela, la americana de ter­ciopelo y la voluminosa caja que traía el desconocido, y mal lo hubiera pasa­do si uno de ellos no dijera:

—¡Ah! ¿es usted, señor Sol, el que los ha comprado? Entonces el asunto varía. Creíamos que este tuno nos en­gañaba.

—Yo prometo á ustedes que á las dos de la tarde entregaré Ifs alba­ñiles.

—¡Vaya! hasta la tarde. Y la hueste de matasanos se disol­

vió al momento como por encanto. Pocos instantes después, Sol estaba

solo en el depósito; con la mano iz­quierda sujetaba la paleta, un haz de pinceles y el tiento; con la derecha, colocó el caballete cerca de la luz, y empezó á pintar.

El cuartucho, húmedo y pequeño, tenía ese olor característico de los mataderos; en el fondo se apiñaban, sobre mugrienta tarima, los dos tra­bajadores. La muerte los unió en es­trecho abrazo; juntos pusieron la ban­dera en la cúspide del tejado; juntos también cayeron redondos á la calle, produciendo un sordo ruido, como si fuesen fardos de lona, al estrellarse en los guijos del arroyo. A sus píes yacia una mujer; la agonía respetó sus hechizos; la línea ondulante de las for­mas recordada el perfil de las estatuas griegas, que la incuria del mozo res­petó; el cabello destrenzado, lleno de

sangre y lodo, se arrastraba por tier­ra, y en el rostro frió, pálido y sin movimiento, mariposeaban los rayos del sol llenos de puntos áureos, que tras de correr en todas direcciones, posábanse en la entreabierta boca. La naturaleza iba poco á poco tomando posesión del inanimado cuerpo.

¿Qué enfermedad podía haberla lle­vado al sepulcro? Ninguna señal ex­terior lo indicaba.

Esta pregunta y esta contestación pasaron como un relámpago por la mente del pintor que, sentado en el caballee, no distinguía la cara de la muerta, oculta por el voluminoso y esférico pecho.

El artista cantaba; acostumbrado á pasar muchas horas en tan silenciosa compañía, mataba el tiempo destro­zando las más agradables canciones.

Aquella mañana se dedicó al géne­ro bufo, y la música retozona y pica­resca de Offenbach salía de sus labios lúgubre y triste. Parecía la marcha fúnebre de una bacante.

De pronto el pintor, para el contor­no, ocurriósele extravagante pensa­miento; lo? rotos cráneos de los alba­ñiles les daban aspecto de veteranos muertos en el campo de batalla, y de­cidió trazar uno en el momento. Pintó un cielo nublado, á lo lejos el mar, cu-yainquietasuperficiedesaparecia atre­chos tras de azulados montes, en pri­mer término casas destruidas, una co lina y allí tendidos los dos obreros. Perspectiva, detalles, ruinas, som­bras, todo lo acusaba de un brochazo.

Enseguida dejó el asiento para con­templar el boceto á alguna distancia, formando anteojo con'el puño.

—Está bien, murmuró, ahora aquí y señalaba el lienzo; en escorzo la jo­ven. Con vertiginosa rapidez mezcla­ba todos los colores probándolos de rato en rato en el borde de la madera; al cabo extendió una mancha de color de carne entre los escombros de las derruidas casas; la mujer se iba des­tacando con brillantez y pureza.

—No es bastante, ha de ser un cam­po de batalla, exclamó el artista, co­mo si obedeciese á algún dominante geniecíllo que voceara en su cerebro.

Y comenzó á sembrar de cadáveres el cuadro.

—Esta del primer término, dego­llada, ¿no es verdad? dijo, como pre­guntando su opinión á alguno.

Cogió entonces la navaja de afeitar que el mozo olvidó, y acercóse á la tarima. Dejó á un lado tiento, paleta y pinceles, y puso la mano, casi sin mirar, sobre el pálido rostro de la di­funta. Centenares de mo.scas azules

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EL PERIÓDICO PARA TODOS. m revolotearon asustadas de aquella in-vasioa. Abofeteó el aire el artista, tranquilo y sosegado.'para alejar aquel ejército de la putrefacción, y dejó caer la mano sin asco sobre la barba del cadáver, ¡estraTia impresión! estaba caliente. Villanesca pavura apoderóse del pintor, y retiró la mano con pres­teza, mas era por lo común fresco en el pensar y frió en el discurrir, y pronto advirtió que el calórico no­tado provenia del sol, antorcha que parecía suspendida en los cielos sola­mente para iluminar con sus raj'os tan hermosa muerte.

Curado el casi natural espanto, Sol dio á este una tremenda cuchillada en el cuello, co^ió la paleta sin mirar y acercóse al caballete volviendo des­de allí los ojos á la tarima.

—¡Virgen santa! gritó al ver que la sangre se desbordaba á torrentes por la entreabierta herida, esa mujer vive, isí, vive! un 'muerto no arroja tanta sangre; ¡Dios mió, qué hice!

Y blanco, trémulo y silencioso, pa­recía la estatua del terror. Q liso gri­tar y no se atrevió, y tan medroso es­taba su espíritu, que temblaba ante la idea de acercarse, y no quería huir. Por fln cayó sin fuerzas de bruces so­bre los ladrillos y se arrastró hasta la mujer.

Cerróle los bordes de la herida con los dedos y la levantó la cabftza.

•—¡Oh, dijo, es María! La antigua modelo, aquella cuyas jormas, traza­das por raí en el lienzo, embelesaron la tierra; la que pinté de Santa Geno­veva en los frescos de las catedrales, y de Venus afrodita en el boudoir de las cortesanas; la que fué '.luana de Arco ly Mesalina; la quft embelleció las horas de mi oscuridad, cuando la trompeta de la fama no habla procla­mado á los cuatro vientos mi gloria, la que yo abandoné reiiserablemente: es ella, sí, muerta; no, añadió animán­dose, empiezan á florecer en sus me­jillas las rosas de la vida, se abren sus ojos, late el corazón. Fatalidad extraña; vivía, y dos veces la maté; quitéle ea una la vida, y en la otra la honra.

Al pronunciar estas palabras, col­mábala de calurosísimos besos.

—Perdóname,—decía;—soy el más despreciado de los hombres; los hálí-Ijtos del orgullo me envenenaron el espíritu, y te juzgué menguada con­cubina para tan gran señor, á tí, cu­yas bellezas guiaron mi pincel: ¡oh, perdón, perdón!

—Pero,—murmuraba,—es vano en­sueño de mi loca fantasía; te forjó mi ilusión con vida; te pido palabras de

olvido, y tú estás muerta, tendida en las húmedas tablas que la mezquina caridad reunió; en tus ojos, centros de amor, no brilla la llama de la existen­cia; apagados y vidriosos, huyen de la luz como si fuera irreconciliable ene­miga; tus labios, pétalos de rosa, mus­tios y marchitos, no murmuran pala­bras lie cariño; me ves llorar, y no me consuelas: tú ¿no vives?

Como sí estas frases fuesen un con­juro, la muerta empezó á animarse; cruzo los brazos sobre el pecho como para levantar invisible pesadumbre; ayes lastimeros brotaron melancólica armonía de su garganta, aletearon las sedosas, finas y llameantes pes­tañas, y abrió los ojos.

—¡Mírame!—decía Sol,—déjame re­coger la primera luz de tus pupilas, porque yo te amo, ahora más que nunca.

—Tengo frío,-—murmuró con tenue voz la resucitada.

—Ven, yo te daré calor entre mis brazos.

—¡Qaé es esto, tú aquí! balbuceó María. ¡Gracias, Dios mío! Habéis oído mis ruegos; al fin te poseo por una eternidad. Acércate para sellar con un beso esta unión infinita.

—No soy indigno de lo que deseas, yo te arrojé de mi casa después de deshonrarte; y débil, sin apoyo, has caído sin aliento para soportar tanta vergüenza en las losas del hospital.

—¿Qué importa? Te lo perdono; ¿qué vale el mal pasado, si se compra con la ventura que espero?

—¡Infelizl no estás en la vida per­durable, yaces aquí en la tierra, y yo, mísero, he acortado tus días; esa san­gre que mana como el agua de una fuente, yo mismo la he derramado.

—¡Qué dichosa soy! Al íin te veo. —Maldíceme. —Muero á tu lado, por tu causa;

¡qué más fehcídad! ¡Te bendigo!—dijo cayendo desplomada al suelo.

El artista creyó que se cuarteaba la bóveda celeste; parecióle que los alba-ñiles se habían levantado, amenazán­dole, que un río de sangre inundaba el recinto, vio revolotear el boceto como una inmensa mariposa, y... perdió el sentido.

Cuando á las dos entró el mozo, Sol estaba desmayado en tierra, y sobre él, yerta y sin vida, María, la antigua modelo.

Dos años han pasado sin que el gran pintor haya vuelto á coger los pinceles.

El boceto de la muerta será su últi­mo cuadro.—RAFAEL COMENUE.

(De ni Semanario, de Caracas.)

SECCIÓN FESTIVA.

La. 8;ra.-v<3da<i e s una, i n v e n ­ción para esconder los defectos del talento.

« » *

—:T>ootorI ¿.TVo m e d a r á u s ­ted un remedio para hacer callar á mi mujer?

—No hay más que uno, y aún así no es más que un calmante para la enfermedad que padece.

—¿Y cuál e,s? —Dejará Vd. sordo. » * « E n los toañoss d e A..-, u n ba­

ñista tuvo que llamar uu día al doctor porque se sentía indispuesto. Cuando llegó la época de su marcha, pasó á ver al médico y le dijo;

—Doctor, ¿cuánto debo ;Vd.? —Seis visitas... y la de hoy siele.

•k

Dofbndiendo uu atoog-ado si un dependiente de comercio acusado de haber sustraído géneros de la tien­da de su principal, exclamaba;

—No es al desgraciado que veis en ese banquillo á quien hay que casti­gar, sino al dueño del establecimien­to, que al descuidar la vigilancia de sus mercancías ha tendido un infame lazo á mi defendido.

—Mañana e m p i e z a l a v e d a . —A mí me es igiial; yo sigo cazan­

do todo el año. —Pero ¿y el bando? —No rae coraprende. La ley permi­

te cazar en todo tiempo las aves de past): yo no busco las perdices; pero cada vez que una pasa por delante de mí la suelto un tiro y estoy en mí de­recho al hacerlo.

* —No l i a y n a d a mejor q^uo l a

gimnasia para la salud; duplica las fuerzas y alarga la vida. •

—Pero, hombre, nuestros padres no hacían gimnasia, y sin embargo...

—Es verdad; no hacían gimnasia; pero vea usted cómo se han muerto todos.

« • A^n.t& la e s t a t u a e c u e s t r e d e

Juana de Arco; —Papá, ¿en qué se conoce que es

casta? —En que no tiene más que caballo.

Sí no lo fuera, tendría carruaje.

— JMOSBOI

—iQiié manda usted, señorito? —Este lenguado está podrido. —¿A quién se lo cuenta usted, seño­

rito? i No he querido comerlo yo eu el almuerzo!

Page 16: AÑO in. TERCERA fiPOOA. NOM, 2f, LAS MOMIAS DE FORMENTERA. - Hora a hora · Hacer la historia dn esta isla sería, por lo tanto, repetir lo que es conocido por todas las ... bre

4S2 EL PEEIOMCO FARA TODOS.

—¡A-li , oal>alle-ro! ¡Qué dolorosos re­cuerdos evoca eu mi alma la peluca de Vd.!

—Joven, sepa Vd. que esta peluca es mia.

—No lo dado, caba­llero; pero ¡he conoci­do en ella el pelo de mi papá!

* « i f i

A c a b a r í a , d e oo" mer León Gozlan en su restamaut acos­tumbrado, cuando se le acercó el dueño di-ciéndole:

—M. Gozlan, tengo que dar á Vd. la triste nueva de que las tru­fas han aumentado de p reci'o, liabieudo sa­bido un doble de su valor.

—Es la primera vrz: — coutestó Gozlan,— que siento la elevación de uo amigo.

* * * — i o h. i C5 <», q u é

gordo y qué colorado te has puesto desde que no te he visto!

—¡Ya lo creo! Figú­rate que en un raes he perdido á mi suegra y á mi mujer.

LOS SERENOS JAPONESES.

Va armado de una lanza corta y de una lintorna prolongada que despide bastante luz.

—X a, vida, e s pa­ra mí una carga inso­portable,—de ci a un caballero.

—¿Por que?—le pre­guntaron.

—Porque me hallo solo sobre la tierra. He perdido mis parientes y mis amigos.

—¡Cómo! iTambien se le han muerto á Vd. todos sus amigos?

—No; pero han he­cho fortuna.

« r > e c i c l q u e e l

hombre es un animal que tiene la facultad de raciocinar, pero no digáis que es razona­ble.

* •

U n «.mig-o nues ­tro tiene una mujer muy limpia y escru­pulosa.

El otro dia estaba comiendo, cuando al trinchar nuestro ami­go un pollo, se le es­curre y salta al suelo.

—Adiós, ya se ha perdido el pollo,—ex­clamó áu mujer.

—¡Qué se ha de ha­ber perdido!—contestó el otro,—¡si le tengo sujeto con el pié!

D e f e n d í a , u n a s c o n c l u s i o n e s un padre agustino, siendo su contrin­cante el padre Estrada. Acorralado el agustino y no sabiendo qué decir, ex­clamó:

—Está visto, padre Estrada: vues­tra reverendísima da una en el clavo y ciento en la herradura.

—Eso consiste,—contestó sonrien­do el jesuíta,—en que no tiene el pié quieto vuestra merced.

* * Oon^ ' ida .do Sini<5nides á co­

mer en casa de un ciudadano, se pre­sentó á la hora prefijada; pero como su traje era demasiadamente modesto y su rostro más feo de lo regular, un

familiar de la casa, teaiéndole por un criado inferior de los que vouian, le pidió por favor qu"! le ayudas? á r.i-jar la leña i)ara la comida quo se dis-pjnia .

Hi'zolo así; vino el dueño, y admira­do dijo:

—¡Qué hacéis, señor! —Pagar ia«pena de mi feallad,

*

U n l i o m i j r e d e h o n o r e s aquel que sabe hacer.se respetar con las armas en la mano; un hombre honrado es aquel á quien se respeta sin necesidad de armas.

K i i l a l ü d a d m e d i a l iu l jo u n jupz que se iiizo cólebre por sus SPU-tencias. Si el acusado era viejo, decia:

—Golgadlo, que otras muchas ha­brá hecho.

Si el acusado era joven, senten­ciaba:

—Golgadlo, que aun haria otras.

• •

La,8 p e r s o n a s a m a b l e s s e p a ­recen á esos libros que se hallan por completo en el prefacio.

I-ia c a b e z a l l e v a a lg-unas ve ­ces á Leganés; pero el corazón lleva con frecuencia al hospital.

' SÜSCEIC10N.—\]n real cada número en toda I^paña, pagado á nuestros repartidores en el acto de recibir el número: el que tra de 52 rs. por la suscricion de un año, ó los mande pagar en esta redacción, lo recibirá directamente por el correo en cualquier

FEECIO DE, remita letra ( punto de España que lo desee.—PJu la Habana, Puerto-Kico, Buenos-Aires y Montevideo, un real cada número siempre que el perió­dico lo reciban por medio de nuestros Agentes. Si lo desean recibir directamente por el correo, tres reales cada número, pagado ade­lantado á esta Administración. Islas Filipinas, cuatro pesos fuertes al año pagado adelantado.—En los demás puntos de América, el precio ]o marcarán nueetrcs corresponsales con arreglo á los gastos que ocasionen los envíos. En París admite la suscricion al precio de dos rea­les número, Mr. E. Denné, rué Monsigni, núm. ]5 —LOS PEDIPOS Y BECLAMACIONES SE DIEIGIEÁJíí Á SU EDIPOK Y FKOPIETAEIO D. JESÚS GKACIA, OLIVAE, 6, PRINCIPAL, MADRID.

C o r r e s p o n s a l e:x:clu»ivo e n t o d a V e n e z u e l a : X . . ibrer ía e s p a ñ o l a d e L . l^uig- y R o s , O a r a c a s

MADRID.—ESTABLECIMIENTO TlPOaBÁriCO DE M. P. MÜKTOYA Y C», CASOS, 1.