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Hannah Arendt Responsabilidad y juicio Introducción y notas de Jerome Kohn i i V ,KJ5 4 Barcelona • Buenos Aires • México

Arendt, Hannah_El Pensar y Las Reflexiones Morales

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Hannah Arendt

Responsabilidad y juicio

Introducción y notas de Jerome Kohn

iiV

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Barcelona • Buenos Aires • México

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Título de la edición inglesa: Responsability and Judgnient Publicado en inglés, en 2003, por Schocken Books, Nueva York

Traducción de Miguel CandelEl capítulo «El pensar y las reflexiones morales», traducido por Fina Birulés, ha sido extraído de Hannah Arendt, De la historia a la acción, Barcelona, Paidós, 1995.

Cubierta de Mario Eskenazi

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier método o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratam iento informático, v la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstam o públicos.

© 2003 by The Literary Trust o f Hannah Arendt and Jerome Kohn © 2007 de la traducción, Miguel Candel y Fina Birulés © 2007 de todas las ediciones en castellano,

Ediciones Paidós Ibérica, S. A.,Av. Diagonal, 662-664 - 08034 Barcelona wvvw.paidos.com

ISBN: 978-84-493-1993-8 Depósito legal: B. 16.059/2007

Im preso en Hurope, S. L.Lima, 3 - 08030 Barcelona

Impreso en España - Printed in Spain

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FLACSO - Biblioteca

SUMARIO

A g ra d ec im ien to s ...................................................................................... 9Una no ta sobre el t e x t o .......................................................................... 11Introducción , Jerome K o h n ................................................................... 17Prólogo ...................................................................................................... 37

P r im e r a pa r t e : R e s p o n s a b il id a d

R esponsabilidad personal bajo una d ic ta d u r a ............................... 49Algunas cuestiones de filosofía m oral ............................................. 75R esponsabilidad co lec tiv a ..................................................................... 151El pensar y las reflexiones m orales .................................................. 161

S e g u n d a pa r t e : J uicio

Reflexiones sobre Little R o c k .............................................................. 187El Vicario: ¿silencio culpable? ............................................................ 203Auschwitz a j u i c i o .................................................................................... 213A casa a d o r m i r ........................................................................................ 237

N o t a s ............................................................................................................ 253Indice analítico y de n o m b re s .............................................................. 265

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EL PENSAR Y LAS REFLEXIONES MORALES

Para W. H. Auden

H ablar acerca del pen sar m e parece tan p resun tuoso que les debo, creo, una justificación . Hace algunos años, en mi reportaje sobre el p roceso de E ichm ann en Jerusalén , hablé de «la banalidad del mal», y con esta expresión no a lud ía a una teo ría o una doctrina , sino a algo abso lu tam ente fáctico, al fenóm eno de los actos crim inales, co­m etidos a gran escala, que no podían ser im putados a n inguna p a r ti­cu laridad de m aldad, patología o convicción ideológica de la gente, cuya única no ta d istin tiva personal era quizás una ex trao rd inaria su ­perficialidad. Sin em bargo, a pesar de lo m onstruoso de los actos, el agente no era un m onstruo ni un dem onio, y la ún ica carac te rística específica que se podía detec tar en su pasado, así com o en su conduc­ta a lo largo del ju icio y del exam en policial previo fue algo en te ra ­m ente negativo: no era estupidez, sino una curiosa y absolu tam ente au tén tica incapacidad para pensar. F uncionaba en su papel de prom i­nente crim inal de guerra, del m ism o m odo que lo había hecho bajo el régim en nazi: no ten ía ni la m ás m ínim a d ificu ltad en acep tar un conjunto en teram ente d istin to de reglas. Sabía que lo que antes con­sideraba su deber, aho ra e ra definido com o un crim en, y aceptó este nuevo código de ju icio com o si no fuera m ás que o tra regla de len ­guaje d istin ta . A su ya lim itada provisión de estereo tipos hab ía a ñ a ­dido algunas frases nuevas y solam ente se vio to talm ente desvalido al ser en fren tado a una situación en la que n inguna de éstas era ap lica­ble com o, en el caso m ás grotesco, cuando tuvo que hacer un d iscu r­so bajo el patíbu lo y se vio obligado a re cu rrir a los lugares com unes usados en las oraciones fúnebres, inaplicables en su caso, porque el superviviente no era é l.1 No se le hab ía ocurrido p en sa r en cóm o de­berían ser sus ú ltim as palabras, en caso de u n a sen tencia de m uerte que siem pre había esperado, del m ism o m odo que sus incoherencias y flagran tes con trad icciones a lo largo del ju icio no lo h ab ían inco­m odado. Tópicos, frases hechas, adhesiones a lo convencional, códi­gos estandarizados de conducta y de expresión cum plen la función socjalm ente reconocida de pro tegernos frente a la realidad, es decir, frente a los requerim ientos que sobre nuestra atención pensante ejer­

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cen todos los acon tecim ien tos y hechos en v irtud de su m ism a exis­tencia. Si siem pre fuéram os sensib les a este requerim ien to , pronto estaríam os exhaustos; E ichm ann se d istingu ía ún icam en te en que pasó por alto todas estas solicitudes.

E sta total ausencia de pensam ien to a tra jo mi atención. ¿Es posi­ble h acer el m al, los pecados de om isión y tam bién los de com isión, cuando fa ltan no ya sólo los «motivos reprensibles» (com o los deno­m ina la ley), sino tam bién cua lqu ie r o tro tipo de motivo, el m ás m í­nim o destello de in terés o volición? La m aldad, com oquiera que la definam os, «este es ta r resuelto a ser un villano», ¿no es u n a condi­ción necesaria para hacer el m al? N uestra facultad de juzgar, de dis­tingu ir lo bueno de lo m alo, lo bello de lo feo, ¿depende de nuestra facultad de pensar? ¿Hay coincidencia en tre la incapacidad para pen­sa r v el fracaso desastroso de lo que com únm ente denom inam os con­ciencia? Se im ponía la siguiente pregunta: la actividad de pensar, en sí m ism a, el háb ito de exam inar y de reflex ionar acerca de todo lo que acontezca o llam e la atención, independ ien tem ente de su conte­nido específico o de sus resu ltados, ¿puede ser una activ idad de tal na tu ra leza que «condicione» a los hom bres co n tra el m al (la m ism a palab ra con-ciencia, en cua lqu ie r caso, ap u n ta en esta dirección, en la m edida en que significa «conocer conm igo y por m í m ism o», un tipo de conocim iento que se ac tua liza en cada proceso de pensa­m iento). Por últim o, ¿no se refuerza la u rgencia de estas cuestiones p o r el hecho bien conocido y a larm ante de que sólo la buena gente es capaz de ten er m ala conciencia, m ien tras que ésta es u n fenóm eno m uy extraño en tre los au tén ticos crim inales? Una buena conciencia no existe sino com o ausencia de una mala.

Tales eran los problem as. Por ponerlo en o tros térm inos y usando un lenguaje kantiano, después de que me llam ara la atención un fe­nóm eno —la quaestio facti— que, quisiera o no, «me puso en posesión de un concepto» (la banalidad del mal), no pude evitar suscitar la quaestio juris y preguntarm e «con qué derecho lo poseía y lo usaba».2

I

P lan tear preguntas como: «¿Qué es el pensar?», «¿qué es el mal?» tiene sus dificultades. Son cuestiones que pertenecen a la filosofía o a la m etafísica, térm inos que designan un cam po de investigación que, com o todos sabem os, ha caído en desgracia. Si se tra ta ra sim ­plem ente de las críticas positivista o neopositivista, quizá no necesi-

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taríam os ni preocuparnos p o r ello.3 N uestra dificultad al suscitar es­tas cuestionas nace m enos de los que, de algún modo, las consideran «carentes de significado» que de aquellos a quienes va dirigida la crí­tica. Pues, del m ism o modo que la crisis de la religión alcanzó su p un­to m ás álgido cuando los teólogos, y no la vieja m asa de no creyentes, em pezaron a hab lar sobre «la m uerte de Dios», la crisis de la filosofía y de la m etafísica se ha m anifestado cuando los propios filósofos co­m enzaron a dec larar el final de la filosofía y de la m etafísica. Esto puede tener sus ventajas; confío en que las tendrá, cuando se haya en­tendido que estos «finales» no significan realm ente que Dios haya «muerto» —un absurdo evidente desde cualqu ier pun to de vista—, sino que la m anera en que Dios ha sido pensado du ran te m ilenios ya no es convincente; tam poco significan que las viejas cuestiones que acom pañan al hom bre desde su aparición sobre la Tierra hayan deve­nido «carentes de significado», sino que el m odo en que fueron for­m uladas y resueltas ha perdido su validez.

Lo que sí ha llegado a su final es la distinción básica entre lo sensi­ble y lo suprasensible, conjuntam ente con la idea, tan antigua como Parm énides, de que todo lo que no se obtiene por los sentidos —Dios o el Ser o los Prim eros Principios y Causas (archai) o las Ideas— es más real, m ás verdadero, m ás significativo que aquello que aparece, y de que esto no está sólo más allá de la percepción de los sentidos, sino por encima del m undo de los sentidos. Lo que «ha muerto» no es sólo la lo­calización de tales «verdades eternas», sino la m ism a distinción. Con­tem poráneam ente, con una voz cada vez m ás estridente, los pocos de­fensores de la m etafísica nos han advertido del peligro de nihilism o inherente a este desarrollo; y, a pesar de que raram ente lo invocan, dis­ponen de un argum ento im portante a su favor: es realm ente cierto que, una vez descartado el reino suprasensible, su opuesto, el m undo de las apariencias, tal com o se ha venido entendiendo desde hace siglos, que­da tam bién anulado. Lo sensible, com o todavía lo conciben los positi­vistas, no puede sobrevivir a la m uerte de lo suprasensible. Nadie ha visto esto m ejor que Nietzsche, que, con su descripción poética y m e­tafórica del asesinato de Dios en Zaratustra, ha creado tan ta confusión sobre estos tem as. En un pasaje significativo de El crepúsculo de los ídolos, ac lara el significado de la palabra Dios en Zaratustra: se tra ta de un m ero sím bolo del reino de lo suprasensible tal com o lo entendió la m etafísica; y, a continuación, reem plazando la palabra Dios por mundo verdadero, afirma: «Hemos elim inado el m undo verdadero: ¿qué m undo ha quedado?, ¿acaso el aparente?... ¡No!, ¡al elim inar el m undo verdadero hem os elim inado tam bién el aparente».4

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Estas «muertes» m odernas —de Dios, de la m etafísica, la filosofía y, por consiguiente, del positivismo— pueden ser acontecim ientos de gran im portancia, pero, después de todo, son acontecim ientos del pensa­miento, y, si bien se refieren muy de cerca a nuestros modos de pensar, no tienen que ver con nuestra capacidad para pensar, es decir, con el simple hecho de que el hom bre es un ser pensante. Y con esto quiero decir que el hom bre tiene una inclinación y adem ás una necesidad de no estar presionado p o r necesidades vitales m ás urgentes («la necesi­dad de la razón» kantiana), de pensar m ás allá de los lím ites del cono­cimiento, de usar sus capacidades intelectuales, el poder de su cerebro, como algo m ás que simples instrum entos para conocer y hacer. Nuestro deseo de conocer, tanto si em erge de nuestras necesidades prácticas y perplejidades teóricas como de la simple curiosidad, puede ser satisfe­cho cuando alcanzam os el fin propuesto; y m ientras nuestra sed de co­nocim iento sea insaciable dada la inm ensidad de lo desconocido, hasta el punto de que cada región de conocim iento abre ulteriores horizontes cognoscibles, la actividad deja tras de sí un tesoro creciente de conoci­m iento que queda fijado y alm acenado por cada civilización como par­te y parcela de su m undo. La actividad de conocer es una actividad de construcción del m undo como lo es la actividad de construcción de ca­sas. La inclinación o la necesidad de pensar, por el contrario, incluso si no ha emergido de ningún tipo de «cuestiones últimas» metafísicas, tra ­dicionalm ente respetadas y carentes de respuesta, no deja nada tan tan­gible tras de sí, ni puede ser acallada por las intuiciones supuestam ente definitivas de «los sabios». La necesidad de pensar sólo puede ser satis­fecha pensando, y los pensam ientos que tuve ayer satisfarán hoy este deseo sólo porque los puedo pensar «de nuevo».

Debemos a Kant la d istinc ión en tre p en sa r y conocer, en tre la ra ­zón, el ansia de pensar y de com prender, y el intelecto, el cual desea y es capaz de conocim iento cierto y verificable. El p rop io K ant creía que la necesidad de pen sar m ás allá de los lím ites del conocim iento fue originada sólo por las viejas cuestiones metafísicas, Dios, la libertad y la inm ortalidad del alm a, y que había que «abolir el conocim iento para dejar un lugar a las creencias»; y que, al hacer esto, había colo­cado los fundam entos para u n a fu tu ra «m etafísica sistem ática» como un «legado dejado a la posterio ridad» .5 Pero esto m uestra solam ente que K ant, todavía ligado a la trad ic ión m etafísica, nunca fue to tal­m ente consciente de lo que había hecho, y su «legado dejado a la pos­terioridad» se convirtió, en realidad , en la destrucción de cualquier posibilidad de fundar sistem as m etafísicos. Puesto que la capacidad y la necesidad del pensam ien to no se lim itan en abso lu to a u n a m a­

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teria específica, éste no será nunca capaz de dar respuesta a cuestio­nes tales com o las que p lan tea y conoce la razón. K ant no ha «nega­do el conocim iento», sino que lo ha separado del pensar, y no ha he­cho sitio para la fe, sino para el pensam iento . En realidad, lo que hace es, com o él m ism o sugirió en u n a ocasión, «elim inar los obs­táculos que la razón pone en su propio cam ino».6

En nuestro contexto y para nuestros propósitos, esta distinción en­tre conocer y pensar es crucial. Si la capacidad de d istinguir lo bueno de lo m alo debe tener algo que ver con la capacidad de pensar, en to n ­ces debem os poder «exigir» su ejercicio a cualqu ier persona que esté en su sano juicio, con independencia del grado de erudición o de ig­norancia, in teligencia o estupidez que pud iera tener. K ant —a este respecto, casi el único en tre los filósofos— estaba m uy preocupado por las im plicaciones m orales de la opinión corriente, según la cual la filosofía es privilegio de unos pocos. De acuerdo con ello, en una oca­sión observó: «La estupidez es causada por un m al corazón»,7 afirm a­ción que no es cierta. La incapacidad de pensar no es estupidez; la po­demos hallar en gente muy inteligente, y la m aldad difícilm ente es su causa, aunque sólo sea porque la ausencia de pensam iento y la es tu ­pidez son fenóm enos m ucho m ás frecuentes que la m aldad. El p ro ­blem a rad ica p recisam ente en el hecho de que para cau sar un gran mal no es necesario un mal corazón, fenóm eno relativam ente raro. Por tanto , en térm inos kantianos, para prevenir el mal se necesitaría la filosofía, el ejercicio de la razón com a facultad de pensam iento.

Lo cual constituye un gran reto, incluso si suponem os y dam os la bienvenida al declinar de las disciplinas, la filosofía y la m etafísica, que duran te m uchos siglos han m onopolizado esta facultad. La carac­terística principal del pensar es que in terrum pe toda acción, toda acti­vidad ordinaria, cualquiera que ésta sea. Por m ás equivocadas que p u ­dieran haber sido las teorías de los dos m undos, tuvieron como punto de partida experiencias genuinas, porque es cierto que, en el m om en­to en que em pezam os a pensar, no im porta sobre qué, detenem os todolo dem ás, y, a su vez, este todo lo dem ás in terrum pe el proceso de pen­sam iento; es com o si nos m oviéram os en m undos distin tos. A ctuar y vivir en su sentido m ás general de inter hom ines esse, «ser entre mis semejantes» —el equivalente latino de estar vivo—, im pide realm ente pensar. Como lo expresó en una ocasión Valéry: «Tantôt je suis, tantôt je pense, «Unas veces pienso y o tras soy».*

* Valéry, Paul, «Discurso a los cirujanos», 17 de diciembre de 1938 (trad. cast.: Es­tudios filosóficos, Madrid, Visor, 1993, pág. 174). (N. de la t.)

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E strecham ente conectado a esta situación se halla el hecho de que el pen sar siem pre se ocupa de objetos que están ausentes, alejados de la d irec ta percepción de los sentidos. Un objeto de pensam ien to es siem pre una re-presentación, es decir, algo o alguien que en realidad está ausente y sólo está presente a la m ente que, en virtud de la im a­ginación, lo puede hacer presen te en form a de imagen." En o tras pa­labras, cuando pienso me m uevo fuera del m undo de las apariencias, incluso si mi pensar tiene que ver con objetos ord inarios dados a los sen tidos y no con objetos invisibles com o, por ejem plo, conceptos o ideas, el viejo dom inio del pensam ien to m etafísico. P ara que poda­m os pensar en alguien, es preciso que esté alejado de nuestros senti­dos; m ientras perm anezcam os jun tos no podem os pensar en él, a pe­sa r de que podam os recoger im presiones que posterio rm ente serán alim ento del pensam iento; pensar en alguien que está presente im pli­ca alejarnos subrepticiam ente de su com pañía y ac tu a r com o si ya no estuviera.

Estas observaciones dejan entrever por qué el pensar, la búsqueda del sentido —frente a la sed de conocim iento científico— fue percibi­da com o «no natural», com o si los hom bres, cada vez que em pezaban a pensar, se envolvieran en una actividad con tra ria a la condición hu­m ana. El pensar com o tal, no sólo el pensam iento acerca de los even­tos o fenóm enos ex trao rd inario s o acerca de las viejas cuestiones de la m etafísica, sino tam bién cualqu ier reflexión que hagam os que no sirva al conocim iento y que no esté guiada por fines prácticos, está, com o ya seña la ra Heidegger, «fuera del o rden» .9 En verdad se da el curioso hecho de que ha habido siem pre hom bres que eligen como m odo de vida el bios theórétikos, lo cual no es un argum ento en con­tra de la actividad de esta r «fuera del orden». Toda la h isto ria de la fi­losofía, que tan to nos cuen ta acerca de los objetos de pensam iento y tan poco sobre el propio proceso de pensar, está a travesada por una lucha in te rn a en tre el sen tido com ún del hom bre, ese altísim o senti­do que adap ta nuestros cinco sentidos a un m undo com ún y nos per­m ite o rien tarnos en él, y la facultad del pensam iento , en v irtud de la cual el hom bre se aleja deliberadam ente de él.

Y esta facultad no sólo es una facultad de la que «nada resulta» para los propósitos del curso ord inario de las cosas, en la m edida en que sus resultados quedan inciertos y no verificables, sino que, en cier­ta forma, es tam bién autodestructiva . En la in tim idad de sus notas postum as, escribió Kant: «No apruebo la norm a según la cual si el uso de la razón pura ha dem ostrado algo, no hay que d u d ar de sus resul­tados, com o si se tra ta ra de un sólido axioma»; y «no com parto la opi­

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nión [...] de que alguien no deba d u d ar una vez que se ha convencido de algo. E n el m arco de la filosofía pu ra esto es imposible. Nuestro es­píritu siente hacia ello una aversión natural»'0 (la cursiva es mía). De aquí se sigue que la tarea de pensar es como la labor de Penélope, que cada m añana destejía lo que había hecho la noche anterior.

Para rep lan tea r nuestro problem a, la estrecha conexión en tre la capacidad o incapacidad de pen sar y el p roblem a del mal, resum iré mis tres proposiciones principales.

Primera, si tal conexión existe, en tonces la facultad de pensar, en tanto d is tin ta de la sed de conocim iento , debe ser adscrita a todo el m undo y no puede ser un privilegio de unos pocos.

Segunda, si K ant está en lo cierto y la facultad del pensam iento siente una «natural aversión» a acep tar sus propios resultados como «sólidos axiom as», entonces no podem os esperar de la actividad de pensar ningún m andato o proposición m oral, ningún código de con­ducta y, m enos aún , una nueva y dogm ática definición de lo que está bien y de lo que está mal.

Tercera, si es cierto que el pensar tiene que ver con lo invisible, se sigue de ah í que está fuera del orden porque norm alm ente nos move­mos en un m undo de apariencias, donde la experiencia m ás radical de la des-aparición es la m uerte. F recuentem ente se ha sostenido que el don de ocuparse de las cosas que no aparecen exige un precio: con­vertir al poeta o al pensador en ciego p ara el m undo visible. Piénsese en H om ero, al que los dioses concedieron el divino don golpeándolo con la ceguera; piénsese en el Fedón de Platón, donde los filósofos se presentan a la m ayoría, a aquellos que no se dedican a la filosofía, como gente que busca la m uerte . Y Zenón, el fundador del esto icis­mo, que al p reg u n ta r al oráculo de Delfos cómo alcanzar la vida m e­jor, obtuvo com o respuesta que «adoptara el color de los m uertos»."

De ah í la p regun ta inevitable: ¿cóm o puede derivarse alguna cosa relevante para el m undo en que vivimos de una em presa sin resu lta­dos? Si puede haber una respuesta, ésta sólo puede proceder de la ac­tividad de pensar en sí m ism a, lo cual significa que debem os rastrear experiencias y no doctrinas. Y ¿adonde debem os ir a buscar estas ex­periencias? El «todo el m undo» a quien pedim os que piense no escri­be libros; tiene cosas m ás urgentes que hacer. Y los pocos que K ant denom inó «pensadores profesionales» no se sin tieron nunca particu ­larm ente deseosos de escrib ir sobre la experiencia m ism a, quizá por­

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que sabían que pensar, po r natu raleza , carece de resultado. Y porque sus libros y sus doctrinas estaban inevitablem ente elaborados con un ojo m irando a los m uchos, que desean ver resultados y no se preocu­pan de establecer distinciones en tre pensar y conocer, entre sentido y verdad. No sabem os cuántos pensadores «profesionales», cuyas doc­trinas form an la trad ic ión filosófica y m etafísica, tuvieron dudas acerca de la validez o incluso de la posible carencia de sentido de sus resultados. Sólo conocem os el soberbio rechazo de Platón (en la Car­ta Séptim a ) a lo que los o tros proclam aban com o sus doctrinas:

Ya sé que hay otros que han escrito acerca de estas mismas cuestio­nes, pero ¿quiénes fueron? Ni ellos se conocen a sí mismos [...] no se puede, en efecto, reducirlas a expresión, como sucede con otras ramas del saber; teniendo esto en cuenta, ninguna persona inteligente se arriesgará a confiar sus pensamientos a este débil medio de expresión, sobre todo cuando ha de quedar fijado, cual es el caso de la palabra es­crita .12

II

El problem a es que si sólo unos pocos pensadores nos han revelado lo que los ha llevado a pensar, m enos aún son los que se han preocupa­do por describir y exam inar su experiencia de pensam iento. Dada esta dificultad, y sin estar dispuestos a fiarnos de nuestras propias expe­riencias debido a su peligro evidente de arbitrariedad, propongo buscar un modelo, un ejemplo que, a diferencia de los pensadores profesiona­les, pueda ser representativo de nuestros «cada uno», por ejemplo, buscar un hom bre que no estuviera al nivel de la m ultitud ni al de los pocos elegidos —distinción tan an tigua com o Pitágoras, que no aspi­ró a gobernar las ciudades ni p re tendió saber cóm o m ejorar y cuidar el alm a de los ciudadanos; que no creyó que los hom bres pudieran se r sabios y que no les envidió los dones de su divina sab id u ría en caso de que la poseyeran y que, por lo tanto , nunca in ten tó form ular una doctrina que pud iera se r enseñada y ap ren d id a—. Brevem ente, propongo tom ar com o m odelo a un hom bre que pensó sin convertir­se en filósofo, un ciudadano en tre ciudadanos, que no hizo nada ni pretendió nada, salvo lo que, en su opinión, cualquier ciudadano tie­ne derecho a ser y a hacer. H abrán adivinado que m e refiero a Sócra­tes y espero que nadie d iscu tirá seriam ente que mi elección esté his­tó ricam ente justificada.

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Pero quiero advertirles que hay m ucha controversia en to rno al Sócrates histórico. Sobre cóm o y hasta qué pun to se puede d istingu ir de Platón, sobre qué peso a trib u irle al Sócrates de Jenofonte, etc. A pesar de ser éste uno de los puntos m ás fascinantes en el debate in te­lectual, aquí lo dejaré de lado. Con todo, no se puede u tilizar o tra n s ­form ar un£\ figura h istórica en un m odelo y asignarle una función re ­presen tativa defin ida sin ofrecer a lguna justificación . Gilson, en su gran libro Dante y la filosofía, m uestra cóm o, en La divina com edia, «un personaje conserva tan ta realidad h istó rica cu an ta exige la fu n ­ción representativa que Dante le asigna».13 Tal libertad al m anejar d a ­tos fácticos, h istóricos, parece sólo ser reconocida a los poetas y, si los no poetas se la perm iten , los académ icos los acusarán de a rb itra ­riedad o de algo peor. Aun así, con justificación o sin ella, esto p reci­sam ente viene a ser lo m ism o que la am pliam ente aceptada costum ­bre de co n stru ir «tipos ideales»; pues la g ran ventaja del tipo ideal radica ju stam en te en que no se tra ta de una abstracción personifica­da, a la que se le a tribuye algún sentido alegórico, sino de haber sido elegido en tre la m asa de seres vivos, en el pasado o en el p resente, por poseer un significado representa tivo en la realidad, el cual, para poder revelarse en teram ente, sólo necesita ser purificado. G ilson da cuenta de cóm o opera esta purificación en su discusión del papel asignado p o r D ante a Tomás de Aquino en La divina comedia. E n el Canto X del «Paraíso», Tomás glorifica a S iger de B rabante, que ha sido condenado por herejía y al cual «el Tomás de Aquino h istó rico jam ás habría osado alabar del m odo en que Dante lo lleva a hacerlo», porque aquél hub iera rechazado «llevar la d istinción en tre filosofía y teología hasta el pun to de llegar [...] al radical separatism o que D an­te ten ían en m ente». Para Dante, Tomás hub iera sido «privado del de­recho a sim bolizar, en La divina comedia, la sab iduría dom inicana de la fe», un derecho al cual, desde todos los dem ás pun tos de vista, él podía reclam ar. Fue, com o m uestra m agistra lm ente Gilson, aquella «parte de su im agen que (incluso Tomas) ten ía que dejar a las p u e r­tas del P araíso an tes de p oder en tra r» .14 Hay m uchos rasgos del Só­crates de Jenofonte, cuya cred ib ilidad h istó rica está fuera de duda, que Sócrates hub iera debido dejar a las puertas del Paraíso si Dante lo hub iera querido utilizar.

La p rim era cosa que nos so rprende de los diálogos socráticos de Platón es que son aporéticos. La argum entación no conduce a n ingu­na parte , o d iscurre en círculos. Para saber qué es la justicia , hay que saber qué es el conocim iento y, para saber esto, hay que ten er una noción previa, no puesta en cuestión, del conocim iento (esto en el

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Tecteto y en el Cármides). Por ello «no le es posible a nadie bu scar ni lo que sabe ni lo que no sabe [...]. Pues ni podría bu scar lo que sabe puesto que ya lo sabe, y no hay necesidad alguna entonces de búsqueda, ni tam poco lo que no sabe, puesto que, en tal caso, ni sabe lo que ha de buscar» (Menón, 80). O en el E utifrón : para ser piadoso debo saber lo que es la piedad. Piadosas son las cosas que placen a los dioses; pero ¿son piadosas porque placen a los dioses o placen a los dioses porque son piadosas? N inguno de los argum entos, logoi, se m antiene siempre en pie, son circulares; Sócrates, al hacer preguntas cuyas respuestas desconoce, las pone en m ovimiento. Y, una vez que los enunciados han realizado un círculo completo, habitualm ente es Sócrates quien anim o­sam ente propone em pezar de nuevo y buscar qué son la justicia, la pie­dad, el conocim iento o la felicidad.

El hecho es que estos prim eros diálogos tra ta n de conceptos coti­dianos, m uy sim ples, com o aquellos que surgen siem pre que se abre la boca o que se em pieza a hablar. La in troducción acostum bra a ser com o sigue: todo el m undo sabe que hay gente feliz, actos justos, hom bre valerosos, cosas bellas que m ira r y adm irar; el p roblem a em ­pieza con nuestro uso de los nom bres, p resum iblem ente derivados de los adjetivos que vam os aplicando a casos particu lares a m edida que se nos aparecen (vem os un hom bre feliz, percibimos una acción vale­rosa o la decisión ju sta ), esto es, con p alab ras com o felicidad, valor, justicia , etc., que hoy denom inam os conceptos y a los que Solón de­nom inó la «m edida invisible» (aphanés m etron), lo m ás difícil de com prender, pero que posee los lím ites de todas las15 cosas, y que Pla­tón algo después llam ó ideas, perceptibles sólo a los ojos del espíritu. Estas palabras, usadas p ara ag rupar cualidades y eventos visibles y m anifiestos y que, no obstante, están relacionadas con algo invisible, son inseparables de nuestro lenguaje cotidiano y, sin em bargo, no po­dem os dar cuen ta de ellas; cuando tra tam os de definirlas, se vuelven esquivas; cuando hablam os de su significado, nada se m antiene ya fijo, todo em pieza a ponerse en m ovim iento. Así, en lugar de repetir lo que aprendim os de Aristóteles, que Sócrates fue quien descubrió el «concepto», deberíam os p regun ta rnos qué hizo Sócrates cuando lo descubrió. Porque, evidentem ente, estas palabras form aban parte del lenguaje griego antes de que in ten ta ra fo rzar a los aten ienses y a sí m ism o a d a r cuenta de lo que querían decir cuando las pronunciaban, con la firm e convicción de que ningún discurso sería posible sin ellas.

E sta convicción se ha convertido en discutible. N uestro conoci­m iento de las denom inadas lenguas prim itivas nos h a enseñado que el hecho de ag ru p ar jun tos m uchos particu lares bajo un nom bre úni­

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co no es en absoluto algo natural, dado que estas lenguas, cuyo voca­bulario es a m enudo m ucho m ás rico que el nuestro, carecen de tales nom bres abstracto s incluso si están re lacionados con objetos c lara­m ente visibles. Para sim plificar, tom em os un nom bre que ya nos sue­na abstracto . Podem os em plear la palabra casa para un gran núm ero de objetos —p ara la choza de adobe de una tribu , para el palacio de un rey, la casa de cam po de un h ab itan te de la c iudad o un ap a rta ­m ento en la c iudad— pero d ifícilm ente la podem os usar para las tiendas de algunos nóm adas. La casa, en sí m ism a y por sí m ism a, auto ka th 'au to , que nos hace u sa r la palab ra para todas estas cons­trucciones particu lares y m uy diferentes, no la vem os nunca, ni por los ojos del cuerpo ni por los del espíritu; cada casa im aginada, aunque sea la m ás abstracta, que tenga lo m ínim o indispensable para hacerla reconocible, es ya una casa particular. E sta o tra casa, en sí m ism a y por sí m ism a, de la que debem os tener una noción para reconocer las construcciones particu lares com o casas, ha sido explicada de form as muy diversas y ha recib ido d istin tos nom bres a lo largo de la h istoria de la filosofía; de ésta no nos ocuparem os aquí, aunque presente m e­nos problem as para se r definida que palabras com o felicidad o ju sti­cia. La cuestión rad ica en que im plica algo considerablem ente m enos tangible que la e s tru c tu ra percib ida po r nuestros ojos. Im plica que «aloja a alguien» y es «habitada» com o ninguna o tra tienda, colocada hoy y desm ontada m añana, puede alo jar o servir de m orada. La pala­b ra casa, la «m edida invisible» de Solón, «que posee los lím ites de to ­das las cosas» referidas a lo que se habita, es una palabra que no pue­de existir a m enos que p resuponga una reflexión acerca del ser alojado, habitar, ten er un hogar. Como palabra, casa es una abrevia­tura para todas estas cosas, un tipo de abreviatura sin la cual el pen­sam iento y su ca rac te rística rap idez —«rápido com o un pensam ien­to», com o suele decirse— no sería posible en absoluto . La palabra casa es algo semejante a un pensam iento congelado que el pensar debe descongelar, deshelar, p o r así decirlo, siem pre que quiera averiguar su sentido original. En la filosofía m edieval, este tipo de pensam ien­to se denom inó m editación, que debe ser en tendida de form a d istin ­ta de la contem plación e incluso opuesta a ella. En cualqu ier caso, este tipo de m editación reflexiva no produce definiciones y, en este sentido, tam poco resu ltado alguno. Sin em bargo, es posible que quie­nes, p o r cua lqu ie r razón , hayan reflexionado sobre el significado de la pa lab ra casa, puedan hacer las suyas un poco m ejores —a pesar de que no puede decirse que sea necesariam ente así y ciertam ente no sin tener u n a conciencia clara de que se dé una relación causa-efec-

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tp—. La m editación no es lo m ism o que la deliberación , que, de he­cho, se supone que acaba en resultados tangibles; y la m editación no persigue la deliberación, si bien a veces, y no siem pre, se transform a en ella.

Generalm ente, se ha dicho que Sócrates creía en la posibilidad de enseñar la v irtud y, en realidad, parece haber sostenido que hab lar y pensar acerca de la piedad, de la justicia , del valor, etc., perm itía a los hom bres convertirse en m ás piadosos, m ás justos, m ás valerosos, in­cluso sin p roporcionar definiciones ni valores para d irig ir su futura conducta. Lo que Sócrates creía realm ente sobre tales asuntos puede ser ilustrado m ejor a través de los sím iles que se aplicó a sí m ismo. Se llam ó tábano y com adrona, y, según Platón, alguien lo calificó de «tor­pedo», un pez que paraliza y en tum ece p o r contacto; una analogía cuya adecuación Sócrates reconoció a condición de que se entendiera que «el torpedo, estando él entorpecido, hace al m ism o tiem po que los dem ás se entorpezcan. En efecto, no es que, no ten iendo yo proble­mas, los genere en los dem ás, sino que, estando yo to talm ente im bui­do de problem as, tam bién hago que lo estén los dem ás» ,16 lo cual re­sum e nítidam ente la única form a en la que el pensam iento puede ser enseñado; aparte del hecho de que Sócrates, com o repetidam ente dijo, no enseñaba nada por la sencilla razón de que no tenía nada que enseñar: era «estéril» com o las com adronas griegas que habían sobre­pasado ya la edad de la fecundidad. (Puesto que no tenía nada que en­señar, ni n inguna verdad que ofrecer, fue acusado de no revelar jam ás su opinión personal [gnóm é], com o sabem os por Jenofonte, que lo de­fendió de esta acusación .)17 Parece que, a d iferencia de los pensadores profesionales, sin tió el im pulso de investigar si sus iguales com par­tían sus perplejidades, un im pulso bastan te d istin to de la inclinación a descifrar enigm as para dem ostrárselos a los otros.

Considerem os brevem ente estos tres sím iles.Primero, Sócrates es un tábano: sabe cóm o aguijonear a los ciuda­

danos que, sin él, «continuarían du rm iendo para el resto de sus vi­das», a m enos que alguien viniera a despertarlos de nuevo. ¿Y para qué los aguijoneaba? P ara pensar, para que exam inaran sus asuntos, actividad sin la cual la vida, en su opinión, no sólo valdría poco sino que ni siquiera sería au tén tica v ida.111

Segundo, Sócrates es una com adrona. Y aquí nace u n a trip le im­plicación: la «esterilidad» de la que ya he hablado, su experiencia en saber lib rar a otros de sus pensam ientos, esto es, de las implicaciones de sus opiniones, y la función propia de la com adrona griega de deci­d ir acerca de si la cria tu ra estaba m ás o m enos adap tada para vivir o,

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para u sa r el lenguaje socrático, era un m ero «huevo estéril» del cual era necesario lib e ra r a la m adre. En este contexto sólo in te resan las dos ú ltim as im plicaciones. Ya que, atend iendo a los diálogos so crá ti­cos, no hay nadie en tre los in terlocu to res de Sócrates que haya ex­presado un pensam iento que no fuera un «em brión estéril». Sócrates hace aquí lo que Platón, pensando en él, dijo de los sofistas: hay que p u rg a r a la gente de sus «opiniones», es decir, de aquellos preju icios no analizados que les im piden pensar, sug iriendo que conocem os, donde no sólo no conocem os sino que no podem os conocer, y al p ro ­porcionarles la verdad ,19 se los ayuda a lib rarse de lo m alo —sus opi­niones— sin hacerlos buenos.

Tercero, Sócrates, sabiendo que no conocem os, pero poco d ispues­to a quedarse ahí, perm anece firm é en sus perp le jidades y, com o el to rpedo , para liza con él a cuantos toca. El to rpedo, a p rim era vista, parece lo opuesto al tábano; paraliza allí donde el tábano aguijonea. Pero lo que desde fuera, desde el curso o rd in ario de los asun tos h u ­m anos, sólo puede ser visto com o parálisis, es percib ido com o el es­tadio m ás alto del esta r vivo. A pesar de la escasez de evidencia docu­m ental p a ra la experiencia del pensam ien to , a lo largo de los siglos ha habido un cierto núm ero de m anifestaciones de pensadores que así lo confirm an. El m ism o Sócrates, conscien te de que el p en sa­m iento tiene que ver con lo invisible y que él m ism o es invisible, y que carece de las m anifestaciones externas prop ias de o tras activ ida­des, parece que usó la m etáfora del viento p ara re ferirse a él: «Los vientos en sí m ism os no se ven, aunque m anifiestos están para noso­tros los efectos que producen y los sentim os cuando nos llegan»20 (la m ism a m etáfora es u tilizada en ocasiones por Heidegger, quien habla tam bién de la «tem pestad del pensam iento»).

En el contexto en que Jenofonte, siem pre ansioso po r defender al m aestro co n tra acusaciones y argum entos vulgares, se refiere a esta m etáfora, no tiene m ucho sentido. Con todo, él m ism o indica que las m anifestaciones del viento invisible del pensam iento son aquellos conceptos, virtudes y «valores» que Sócrates exam inaba críticam ente. El problem a —y la razón por la que un m ism o hom bre puede ser en­tendido y en tenderse a sí m ism o com o tábano y com o pez torpedo— es que este m ism o viento, cuando se levanta, tiene la peculiaridad de llevarse consigo sus propias m anifestaciones previas. En su propia n a­turaleza se halla el deshacer, descongelar, por así decirlo, lo que el len­guaje, el m edio del pensam iento, ha congelado en el pensam iento: pa­labras (conceptos, frases, definiciones, doctrinas), cuya «debilidad» e inflexibilidad Platón denuncia tan espléndidam ente en la Carta Sépti-

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ina. La consecuencia de esta peculiaridad es que el pensam iento tiene inevitablem ente un efecto destructivo; socava todos los criterios esta­blecidos, todos los valores y pau tas del bien y del mal, en sum a, todos los hábitos y reglas de conducta que son objeto de la m oral y de la éti­ca. Estos pensam ientos congelados, parece decir Sócrates, son tan có­m odos que podem os valernos de ellos m ien tras dorm im os; pero si el viento del pensam iento, que ahora soplaré en vosotros, os saca del sue­ño y os deja to talm ente despiertos y vivos, entonces os daréis cuenta de que nada os queda en las m anos sino perplejidades, y que lo m áxi­mo que podéis hacer es com partirlas unos con otros.

De ah í que la parálisis provocada por el pensam iento sea doble: es p ro p ia del detente y p iensa, la in terru p c ió n de cua lqu ier o tra activ i­dad, y puede tener un efecto para lizad o r cuando salim os de él h a ­biendo perd ido la seguridad de lo que nos h ab ía parecido fuera de toda duda m ien tras estábam os irreflexivam ente ocupados haciendo alguna cosa. Si n u estra acción consistía en ap lica r reglas generales de conducta a casos particu lares com o los que surgen en la vida coti­diana, entonces nos encontram os ahora paralizados porque n inguna de estas reglas puede hacer fren te al viento del pensam iento . Para u sa r una vez m ás el ejem plo del pensam iento congelado inherente en la p a lab ra casa, una vez que se ha reflexionado acerca de su sen tid o im plícito —habitar, ten er un hogar, ser alo jado— no se está ya d is­puesto a acep tar corno casa propia lo que la m oda del m om ento p res­criba; pero esto no garan tiza de ningún m odo que seam os capaces de d a r con una solución aceptab le para nuestros propios problem as de vivienda. Podríam os esta r paralizados.

Esto conduce al últim o y qu izá m ayor riesgo de esta em presa peli­grosa y caren te de resu ltados. En ei círculo de Sócrates había hom ­bres com o Alcibíades o C ridas —y Dios sabe bien que no eran , con m ucho, los peores de los denom inados pupilos— que resu lta ron ser una au tén tica am enaza para la polis, y ello no tan to p o r h ab e r sido p ara lizad o s p o r el pez to rp ed o sino, p o r el co n tra rio , p o r h ab er sido aguijoneados po r el tábano. Fueron despertados al cinism o y a la vida licenciosa. Insatisfechos porque se les hab ía enseñado a pen­sa r sin enseñarles una doctrina, cam biaron la falta de resu ltados del pensar reflexivo socrático en resultados negativos: si no podem os de­finir qué es la piedad, seam os impíos, lo cual es claram ente lo opues­to de lo que Sócrates esperaba conseguir hablando de la piedad.

La búsqueda del sentido, que sin desfallecer disuelve y exam ina de nuevo todas las teo rías y reglas aceptadas, puede en cua lqu ier m o­m ento volverse contra sí m ism a, po r así decirlo, y p ro d u c ir una in­

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versión en los antiguos valores y declararlos com o «nuevos valores». Esto, hasta cierto punto , es lo que N ietzsche hizo cuando invirtió el p latonism o, olvidando que un Platón invertido todavía es Platón, o lo que hizo M arx cuando dio la vuelta a Hegel, p roduciendo en ese p ro ­ceso un sistem a estric tam ente hegeliano de la h istoria. Tales resu lta­dos negativos del pensam iento serán posteriorm ente usados duran te el sueño , con la m ism a ru tin a irreflexiva que los an tiguos valores; en el m om ento en que son aplicados en el dom inio de los asuntos hu ­m anos, es com o si nunca hub ieran pasado por el proceso de pensa­m iento. Lo que com únm ente denom inam os nih ilism o —sentim os la ten tación de datarlo h istóricam ente, de despreciarlo políticam ente y de adscribirlo a pensadores sospechosos de haberse ocupado de «pen­sam ientos peligrosos»— en realidad es un peligro inherente a la ac ti­vidad m ism a de pensar. No hay pensam ientos peligrosos; el m ism o pensar es peligroso; pero el nihilism o no es su resultado. El nihilism o no es m ás que la o tra cara del convencionalism o; su credo consiste en la negación de los valores vigentes denom inados positivos, a los que perm anece vinculado. Todo exam en crítico debe pasar, al m enos h ipo té ticam ente , p o r un estadio que niegue los «valores» y las opi­niones acep tadas buscando sus im plicaciones y supuestos tácitos, y en este sen tido el n ih ilism o puede ser visto com o el peligro siem pre presente del pensam iento. Pero este riesgo no emerge de la convicción socrática de que una vida sin exam en no tiene objeto vivirla, sino, por el contrario , del deseo de encon trar resultados que hagan innecesario seguir pensando. El pensar es igualm ente peligroso para todas las creencias y, p o r sí m ism o, no pone en m archa ninguna nueva.

Sin em bargo, el no pensar, que parece un estado tan recom endable para los asuntos políticos y m orales, tiene tam bién sus peligros. Al su strae r a la gente de los peligros del exam en crítico, se les enseña a adherirse inm ediatam ente a cua lqu iera de las reglas de conducta vi­gentes en una sociedad dada y en un m om ento dado. Se habitúan en­tonces m enos al contenido de las reglas —un exam en detenido de ellas los llevaría siem pre a la perplejidad— que a la posesión de reglas bajo las cuales subsum ir particularidades. En otras palabras, se acos­tum bran a no tom ar nunca decisiones. Alguien que quisiera, por cual­qu ier razón o propósito , abolir los viejos «valores» o virtudes, no en­con traría d ificultad alguna, siem pre que ofreciera un nuevo código, y no necesitaría ni fuerza ni persuasión —tam poco ninguna p rueba de la superio ridad de lo nuevos valores respecto a los viejos— para im ­ponerlos. Cuanto m ás firm em ente los hom bres se aferren al viejo có­digo, tan to m ás ansiosos estarán p o r asim ilar el nuevo; la facilidad

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con la que, en determ inadas circunstancias, tales inversiones pueden tener lugar sugiere realm ente que, cuando ocurren, todo el m undo está dorm ido. Nuestro siglo nos ha dado alguna experiencia en estas cuestiones: lo fácil que a los gobernantes to talitarios les resultó inver­tir las norm as m orales básicas de la m oralidad occidental, «No m ata­rás» en el caso de la A lem ania h itleriana, «No levantarás falsos testi­m onios contra tus sem ejantes» en el caso de la Rusia estalinista.

Volvamos a Sócrates. Los atenienses le d ijeron que pensar e ra sub­versivo, que el viento del pensam iento era un huracán que barre todos los signos establecidos p o r los que los hom bres se orien tan en el m un­do; trae desorden a las ciudades y confunde a los ciudadanos, espe­cialm ente a los jóvenes. Y aunque Sócrates niega que el pensam iento corrom pa, no pretende que m ejore a nadie, y, a pesar de que declara que «todavía no os ha surgido m ayor bien en la ciudad que mi servi­cio», no pretende haber em pezado su carrera com o filósofo para con­vertirse en un gran benefactor. Si «una vida sin exam en no tiene obje­to vivirla»,21 el pensar acom paña al vivir cuando se ocupa de conceptos tales com o justicia, felicidad, tem planza, placer, con palabras que de­signan cosas invisibles y que el lenguaje nos ha ofrecido para expre­sar el sentido de todo lo que ocurre en la vida y que nos sucede m ien­tras estam os vivos.

Sócrates llam a a esta búsqueda de sentido evos, un tipo de am or que an te todo es una necesidad —desea lo que no tiene— y que es el único tem a en el que p retende ser un experto .22 Los hom bres están enam orados de la sab iduría y filosofan (philosophein) porque no son sabios, del m ism o m odo que están enam orados de la belleza y «hacen cosas bellas» p o r así decir (philokalein, com o lo llam ó Pericles)23 p o r­que no son bellos. El am or, al desear lo que no tiene, establece una relación con ello. Para p oder ex terio rizar esta relación, para hacerla aparecer, los hom bres hab lan acerca de ella de la m ism a m anera que un enam orado quiere h ab lar de su am ado .24 Puesto que la búsqueda es un tipo de am or y de deseo, los objetos de pensam ien to sólo pue­den ser cosas dignas de am or: la belleza, la sab iduría , la justic ia , etc. La fealdad y el mal están excluidos p o r defin ición de la em presa del pensar, aunque pueden aparecer a veces com o deficiencias, com o fal­ta de belleza, la injusticia, y el mal (kakia ) com o la ausencia de bien. Esto significa que no tienen ra íces p ropias, ni esencia en la que el pensam iento se pueda aferrar. El m al no puede ser hecho vo lun taria­m ente p o r su «estatus ontológico», com o d iríam os actualm ente; con­siste en una ausencia, en algo que no es. Si el pensar disuelve los con­ceptos norm ales, positivos en su sentido original, entonces disuelve

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tam bién estos conceptos negativos en su original carencia de signifi­cado, en la nada. É sta no es en absoluto ún icam ente la op in ión de Sócrates; que el m al es m era privación, negación o excepción de la regla es casi la op inión unánim e de todos los pensadores.21’ (El e rro r más conspicuo y peligro de la proposición, tan an tigua com o Platón, «Nadie hace el mal vo luntariam ente» es la conclusión que im plica: «Todo el m undo quiere hacer el bien». La tris te verdad de la cuestión es que la m ayoría de las veces el m al es hecho po r gente que nunca se había p lanteado ser buena o m ala.)

¿Adonde nos lleva todo esto con respecto a nuestro problem a: in ­capacidad o rechazo de pensar y capacidad de hacer el m al? Conclui­mos que sólo la gente in sp irada p o r este erós, este am or deseoso de sab iduría, belleza y ju stic ia , es capaz de pensam ien to —esto es, nos quedam os con la «naturaleza noble» de P latón com o u n requ isito para el pensam iento—. Y esto era precisam ente lo que no persegu ía­m os cuando p lan teábam os la cuestión acerca de si la activ idad de pensar, su m ism a expresión —com o d istin ta de las cualidades que la natura leza y el alm a del hom bre ptieden poseer y no relativa a ellas— condiciona al hom bre de tal m anera que es incapaz de hacer el mal.

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III

E ntre las pocas afirm aciones de Sócrates, este am ante de las p e r­plejidades, hay dos, estrecham ente conectadas entre sí, que tienen que ver con nuestra cuestión. Ambas aparecen en el Gorgias, el diálogo so­bre la retórica, el arte de d irigirse a la m ultitud y de persuadirla. El Gorgias no pertenece a los prim eros diálogos socráticos; fue escrito poco después de que Platón se convirtiera en la cabeza de la Academia. Además, parece que su propio tem a se refiere a una form a de discurso que perdería todo su sentido si fuera aporético. Y a pesar de ello, este diálogo sigue siendo aporético; sólo los últim os diálogos de Platón, de los que Sócrates ha desaparecido o ya no es el centro de la discusión, han perdido to talm ente esta cualidad. El Gorgias, como la República, concluye con uno de los m itos platónicos sobre o tra vida de recom ­pensas y castigos que aparentem ente, y esto es irónico, resuelven todas las dificultades. La seriedad de estos m itos es p u ram en te política; consiste en su esta r dirig idos a la m ultitud . Estos m itos, c iertam ete no socráticos, son im portan tes debido a que contienen, aunque en form a no fiJosófica, el reconocim iento de Platón de que los hom bres pueden hacer y com eter el m al vo lun tariam ente , y, aún m ás im p o r­

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tan te , la adm isión im plícita de que él, igual que Sócrates, no sabía qué hacer en el plano filosófico con este hecho perturbador. Podemos no saber si Sócrates creía que la ignorancia causa el mal y que la vir­tud puede ser enseñada; pero sí sabem os que P latón pensó que era m ás sabio apoyarse en am enazas.

Las dos afirm aciones socráticas son las siguientes. La primera: «Cometer injusticia es peor que recibirla»; a lo que Calicles, el interlo­cu to r en el diálogo, replica que toda Grecia hub iera contestado: «Ni siqu iera esta desgracia, su frir la in justicia, es prop ia de un hom bre, sino de algún esclavo para quien es preferible m orir a seguir viviendo y quien, aunque reciba un daño y sea ultrajado, no es capaz de defen­derse a sí m ism o ni a o tro p o r el que se interese» (474). La segunda: «Es m ejor que mi lira esté desafinada y que desentone de mí, e igual­m ente el coro que yo dirija, y que m uchos hom bres no estén de acuerdo conmigo y m e contradigan, antes de que yo, que no soy más que uno, esté en desacuerdo conm igo m ism o y me contradiga». Lo que provoca que Calicles diga a Sócrates que «en las conversaciones te com portas fogosam ente, com o un verdadero o rad o r popular», y que sería m ejor para él y para los dem ás que dejara de filosofar (482).

Y, com o verem os, aquí tienen razón. Fue la p rop ia filosofía, o m e­jo r la experiencia del pensam iento , lo que condujo a Sócrates a hacer estas afirm aciones —aunque, natu ralm ente , él no em prendió su pro­pósito p ara llegar a ellas— . Sería, creo, u n grave erro r entenderlas com o resu ltado de alguna m editación sobre la m oralidad; sin duda son in tu ic iones, pero in tu ic iones debidas a la experiencia, y, en la m edida en que el propio proceso del pensam ien to estuviera im plica­do son, a lo m ás, ocasionales subproductos.

Tenemos d ificultades p ara com prender lo paradójico que debía de so n ar la p rim era afirm ación en el m om ento de se r form ulada; des­pués de miles de años de uso y abuso, suena com o un m oralism o sin valor. Y la m ejor dem ostrac ión de lo difícil que es, p a ra las m entes m odernas, en ten d e r la fuerza de la segunda es el hecho de que sus palab ras clave, «no siendo más que uno, sería peo r para m í esta r en desacuerdo conm igo m ism o que el que m uchos hom bres no estén de acuerdo conm igo y m e contrad igan» , frecuen tem ente son dejadas fuera de las traducciones. La p rim era es una afirm ación subjetiva, que significa que es m ejor para m í su frir el mal que hacerlo y es con­trad icha por la afirm ación opuesta, igualm ente subjetiva, que por su­puesto suena m ucho m ás plausible. Si tuviéramos que considerar estas afirm aciones desde el punto de vista del m undo, com o algo distinto de la de los dos interlocutores, deberíam os decir: lo que cuenta es que se

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ha com etido una injusticia; es irrelevante quién es mejor, si quien co­m ete la in justicia o quien la sufre. Como ciudadanos debem os evitar que se com eta in justicia puesto que está en el m undo que todos com ­partim os, tan to qu ien com ete in justic ia com o quien la sufre y el es­pectador: la C iudad ha sufrido in justicia . (Es po r ello que nuestros códigos ju ríd icos d istinguen entre crím enes, en los que el proceso es preceptivo, y transgresiones, en las que sólo son lesionados indivi­duos particu lares que pueden desear o no ir a juicio. En el caso de un crim en, los estados m entales subjetivos de los im plicados son irrele­vantes —quien lo sufrió puede esta r dispuesto a p erd o n ar y quien lo com etió puede es ta r to ta lm en te arrep en tid o — porque es la com uni­dad com o un todo la que ha sido atacada.)

E n o tras palabras, Sócrates no hab la aquí com o un ciudadano, que se supone que se p reocupa m ás del m undo que de sí m ism o. Es como si dijera a Calicles: si tú fueras com o yo, am ante de la sabiduría y necesitado de reflexión, y si el m undo fuera com o tú lo p in tas —di­vidido en fuertes y débiles, donde «los fuertes hacen lo que pueden y los débiles sufren lo que deben» (Tucídides)— de m odo que no exis­tiera o tra alternativa m ás que hacer o sufrir la injusticia, entonces es­tarías de acuerdo conm igo en que es m ejor sufrirla que hacerla. La presuposición es: si pensaras, si tú estuvieras de acuerdo en que «una vida sin exam en no tiene objeto vivirla».

Que yo sepa sólo existe o tro pasaje en la lite ra tu ra griega que, casi con las m ism as palabras, dice lo que Sócrates dijo: «El que com ete in ­justic ia es m ás infeliz (kakodaim onesterús) que el que la sufre» se lee en uno de los fragm entos de D em ócrito (B 45), el gran adversario de Parm énides y que, probablem ente p o r esto, nunca fue m encionado por Platón. La coincidencia es digna de ser notada, pues Demócrito, a diferencia de Sócrates, no estaba particu larm ente in teresado en los asuntos hum anos sino que parece haberse interesado profundam ente en la experiencia del pensam iento. «El pensam iento (logos) —dijo [fá­cilm ente hace abstinencia porque] está habituado a lograr el conten­to fuera de sí» (B 146). Se d iría que lo que estábam os ten tados a en­tender com o una proposición puram ente m oral surge, en realidad, de la experiencia del pensam iento com o tal.

Y esto nos lleva a la segunda afirm ación, que es el requisito de la prim era. É sta es tam bién altam ente paradójica. Sócrates habla de ser uno y, p o r ello, de ser incapaz de co rre r el riesgo de no esta r en a r­m onía consigo m ism o. Pero nada que sea idéntico consigo m ism o, real y abso lu tam en te uno, com o A es A, puede es ta r o d ejar de esta r en arm onía consigo m ism o; siem pre se necesitan al m enos dos tonos

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para p roduc ir un sonido arm ónico. C iertam ente, cuando aparezco y soy visto por los dem ás, yo soy uno; de o tro m odo no se m e recono­cería. Y m ien tras estoy ju n to a los o tros, apenas consciente de mí m ism o, soy tal com o aparezco a los dem ás. L lam am os [conciencia] [consciousness] (literalm ente, «conocer consigo m ism o») al hecho curioso de que, en cierto sentido, tam bién soy p ara m í m ism o, a pe­sar de que difícilm ente m e parezco a mí, lo cual indica que el «no soy más que u n o » socrático es m ás problem ático de lo que parece; no sólo soy para los otros sino tam bién p ara m í m ism o, y, en este últim o caso, c laram ente no soy sólo uno. E n mi unicidad se in serta una d i­ferencia.

Conocem os esta d iferencia bajo otros aspectos. Todo lo que existe entre una pluralidad de cosas no es sim plem ente lo que es, en su iden­tidad, sino que es tam bién diferente de las o tras cosas; este ser dife­ren te es propio de su m ism a naturaleza. Cuando tratam os de a te rra r­lo con el pensam iento, queriendo definirlo, debem os tom ar en cuenta esta alteridad (alteritas) o diferencia. Cuando decim os lo que es una cosa, decim os tam bién lo que no es; cada determ inación es negación, com o sostiene Spinoza. Referida sólo a sí m ism a es idéntica (auto [por ejemplo, hekaston] heautó tauton: «cada uno igual a sí m ism o»),26 y todo lo que podem os decir acerca de ella en su clara iden tidad es: «Una rosa es una rosa es una rosa».* Pero éste no es exactam ente el caso si yo en mi identidad («no soy m ás qtte uno») me refiero a mí m ismo, soy inevitablem ente dos en uno y ésta es la razón por la que la tan en boga búsqueda de la iden tidad es vana y n u estra actual crisis de identidad sólo podría ser resuelta con la pérd ida de la conciencia. La conciencia hum ana sugiere que la d iferencia y la alteridad, que son características im portantes del m undo de las apariencias tal como es dado al hom bre com o su hábitat en tre una p luralidad de cosas, son tam bién las auténticas condiciones para la existencia del ego hum ano. Pues este ego, el yo soy yo, experim enta la d iferencia en la identidad precisam ente cuando no está relacionado con las cosas que aparecen sino sólo consigo m ismo. Sin esta escisión original, que P latón más tarde u tilizó en su definición del pensam ien to com o el diálogo silen­cioso (eme emautó) en tre yo y m í m ism o, el dos en uno, que Sócrates presupone en su afirm ación acerca de la arm onía consigo m ism o, no sería posible.27 La conciencia no es lo m ism o que el pensar; pero sin ella el pensam iento sería im posible. Lo que el pensam iento en su p ro ­ceso actualiza es la d iferencia que se da en la conciencia.

* La cita pertenece a The World is round, de Gertrude Stein. (N. de la t.)

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Para Sócrates este dos en uno significaba sim plem ente que, si se quería pensar, debía p rocu rarse que los dos partic ipan tes del diálogo estuvieran en buena form a, fueran am igos. Es m ejor sufrir la in justi­cia que hacerla porque se puede seguir siendo am igo de la víctim a; ¿quién querría ser am igo de un asesino y ten er que convivir con él? Ni siquiera un asesino. ¿Qué clase de diálogo se podría m antener con él? P recisam ente el diálogo que Shakespeare hacía m antener a R icar­do III consigo m ismo, después de haber com etido un gran núm ero de crím enes:

¿Qué temo? ¿A mí mismo? No hay nadie más aquí:Ricardo quiere a Ricardo; esto es, yo soy yo.¿Hay aquí algún asesino? No. Sí, yo lo soy.Entonces, huye. ¿Qué, de mí mismo? Gran razón, ¿por qué?Para que no me vengue a mí mismo en mí mismo.Ay, me quiero a mí mismo. ¿Por qué?¿Por algún bien que me haya hecho a mí mismo?¡Ah, no! ¡Ay, más bien me odio a mí mismo por odiosas acciones co­

metidas por mí mismo!Soy un rufián. Pero miento, no lo soy.Loco, habla bien de ti mismo. Loco, no adules.*

Un encuentro sem ejante del yo consigo m ism o, pero en co m p ara­ción no dram ático , m anso y casi inofensivo, se puede en co n tra r en uno de los diálogos socráticos dudosos, el Hipias Mayor (que, aunque no escrito por Platón, puede d a r tam bién testim onio autén tico de Só­crates). Al final del diálogo, Sócrates dice a H ipias, que hab ía m os­trado ser un in te rlocu to r especialm ente abstruso: «Eres b ienaven tu ­rado», com parándolo a sí m ism o, a quien cuando regresa a casa lo espera un hom bre m uy desagradable, «que continuam ente me refuta, es un fam iliar m uy próxim o y vive en mi casa», y que apenas oye las op iniones de H ipias en boca de Sócrates le pregunta : «Si no m e da vergüenza h ab lar de ocupaciones bellas y ser refu tado m an ifiesta­m ente acerca de lo bello, porque ni siguiera sé qué es realm ente lo bello» (304).** E n o tras palabras, cuando H ipias regresa a casa sigue siendo uno, y, si b ien no p ierde la conciencia, tam poco h ará nada p ara ac tu a liza r la d iferencia den tro de sí. Con Sócrates, o, en este caso, con R icardo III, las cosas son d istin tas. No sólo se re lacionan con los dem ás, sino tam bién con ellos m ism os. La cuestión aqu í es

* Ricardo III, Barcelona, Planeta, 1988. (trad. de José María Valverde). (A/, de la t.)"* Diálogos, Madrid, Gredos, 1982 (trad. de J. Calonge). (A/, de la t.)

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que lo que uno denom ina «el o tro hom bre» y «la o tra conciencia» ún icam ente está p resen te cuando están solos. Cuando ha pasado la m edianoche y R icardo se ha unido de nuevo a la com pañía de sus am igos, entonces

La conciencia no es más que una palabra que usan los cobardes, ideada por prim era vez para asustar a los fuertes...*

Y en fin, Sócrates, a quien tan to a tra ía la plaza del m ercado, debe ir a casa, donde estará solo, en solitud [solitude], para en co n trar a su o tro com pañero.

He elegido el pasaje de Ricardo III, porque Shakespeare, aun usando la palabra conciencia, no la utiliza aquí del modo habitual. La lengua inglesa ta rd ó m ucho tiem po en d istingu ir la palab ra cons­ciousness de conscience, y en algunas lenguas, por ejem plo el francés, esta separac ión no se ha producido nunca. La conciencia m oral [conscience] tal com o la entendem os en cuestiones m orales y legales, se supone que siem pre está p resen te en nosotros, igual que la con­ciencia del m undo [consciousness]. Y se supone tam bién que esta conciencia m oral tiene que decirnos qué hacer y de qué tenem os que arrepen tim os; era la voz de Dios antes de convertirse en lum en natu- rale o la razón p rác tica kan tiana. A diferencia de esta conciencia, el hom bre del que habla Sócrates perm anece en casa; él lo tem e, del m ism o m odo que los asesinos, en Ricardo III, tem en a su conciencia: com o algo que está ausente. La conciencia aparece com o un pensa­m iento tard ío , aquel pensam ien to ha sido suscitado por un crim en, com o en el caso del propio R icardo, o por opiniones no sujetas a exa­m en, com o en el caso de Sócrates, o por los tem ores an tic ipados de tales pensam ientos tard íos, com o en el caso de los asesinos a sueldo en Ricardo III. A d iferencia de la voz de Dios en nosotros o el lum en naturale, esta conciencia no nos da p rescripciones positivas —inclu­so el daim onion socrático , su voz divina, sólo le dice lo que no debe hacer; en palabras de Shakespeare «obstruye al hom bre por doquier con obstáculos»—. Lo que un hom bre tem e de esta conciencia es la anticipación de la p resencia de un testigo que lo está esperando sólo si y cuando vuelve a casa. El asesino de Shakespeare dice: «Todo hom ­bre que in ten ta vivir a gusto [...] procura vivir sin ello», y esto se con­sigue fácilm ente, porque todo lo que hay que hacer es no in iciar n un­ca este diálogo silencioso y solitario que llam am os pensar, no regresar

R icardo ///, op. cit. (A/, ele la t.)

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nunca a casa y som eter las cosas a examen. Esto 110 es una cuestión de m aldad o de bondad, así com o tam poco se trata de una cuestión de in teligencia o de esttipidez. A quien desconoce la relación en tre yo y m í m ism o (en la que exam ino lo que digo y lo que hago) no le p reo ­cu p ará en absoluto con tradecirse a sí m ism o, y esto significa que nunca será capaz de dar cuenta de lo que dice o hace, o no querrá h a­cerlo; ni le p reocupará en absoluto contradecirse a sí m ismo, y esto significa que nunca será capaz de d a r cuenta de lo que dice o hace, o 110 querrá hacerlo; ni le p reocupará com eter cualquier delito, puesto que puede estar seguro de que será olvidado en el m om ento siguiente.

Pensar, en su sen tido no cognitivo y no especializado, concebido com o una necesidad n a tu ra l de la vida hum ana, com o la ac tua liza­ción de la diferencia dada en la conciencia, no es una prerrogativa de unos pocos sino una facultad siem pre presente en todos los hom bres; po r lo m ism o, la incapacidad de pensar no es la «prerrogativa» de los que carecen de po tencia cerebral, sino una posib ilidad siem pre p re­sente para todos —incluidos los científicos, investigadores y otros es­pecialistas en activ idades m entales— de evitar aquella re lación con­sigo m ism o cuya posib ilidad e im portancia Sócrates fue el prim ero en descubrir. Aquí no nos ocupábam os de la m aldad, a la que la reli­gión y la lite ra tu ra han in ten tado p asa r cuentas, sino del mal; no del pecado y los grandes villanos, que se convirtieron en héroes negati­vos en la lite ra tu ra y que hab itualm en te ac tu ab an por envidia o re ­sentim iento, sino de la persona norm al, no mala, que no tiene especia­les motivos y que por esta razón es capaz de infinito mal; a diferencia del villano, no encuentra nunca su catástrofe de m edianoche.

Para el yo pensante y su experiencia, la conciencia que «por doquier obstruye al hom bre con obstáculos» es un efecto lateral. Y sigue sien­do un asunto m arginal para la sociedad en general excepto en casos de em ergencia. Ya que el pensar, com o tal, beneficia poco a la sociedad, m ucho m enos que la sed de conocim iento en que es usado com o ins­trum ento para otros propósitos. No crea valores, no descubrirá, de una vez por todas, lo que es «el bien», y no confirma, m ás bien disuelve, las reglas establecidas de conducta. Su significado político y m oral añora sólo en aquellos raros m om entos de la historia en que «las cosas se desm oronan: el centro no puede sostenerse; / pu ra anarquía queda suelta por el m undo», cuando «los m ejores no tienen convicción, y m ientras los peores / están llenos de apasionada intensidad».*

* Yeats, W. B., «The second coming» («El segundo advenim iento»), trad. de José María Valverde. (N. de la /.)