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ARTICULOS EL SUEÑO DEL CONQUISTADOR * Jean Mame G. Le Clezio El Colegio de Michoacán El sueño empieza pues el 8 de febrero de 1517, cuan- do Bernal Díaz del Castillo vislumbra por primera vez, desde la cubierta del barco, la gran ciudad blanca de los mayas que los españoles nombrarán “El Gran Cairo”. Y luego, el 4 de marzo de 1517, cuando ve venir hacia la nave “diez canoas muy grandes, que se dicen piraguas, lle- nas de indios naturales de aquella poblazón, y venían a remo y vela” (p. 29). Es el primer encuentro del soldado Bernal Díaz con el mundo mexicano. El sueño puede empezar, libre aún de todo miedo, de todo odio. “. . .sin temor ninguno vinieron, y entraron en la nao capitana sobre treinta dellos, y les dimos a cada uno un sartalejo de cuentas verdes, y estuvieron mirando por un buen rato los navios” (p. 30). El asombro brota entonces de los dos lados. Bernal Díaz y sus compañeros se asombran del tamaño de las ciu- dades, de la belleza de los templos y de la fealdad de los ídolos mayas. Los indios, por su parte, se asombran del aspecto de los extranjeros. Les preguntan si vienen “de la parte don- de nace el sol” y cuentan entonces por primera vez aque- lla leyenda de la que el capitán Cortés y sus hombres sa- * Versión castellana de Tomás Segovia.

ARTICULOS EL SUEÑO DEL CONQUISTADOR · dades, de la belleza de los templos y de la fealdad de los ídolos mayas. Los indios, por su parte, se asombran del aspecto de ... to el mundo

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ARTICULOS

EL SUEÑO DEL CONQUISTADOR *

J ea n M a m e G. L e C le z io

El Colegio de Michoacán

El sueño empieza pues el 8 de febrero de 1517, cuan­do Bernal Díaz del Castillo vislumbra por primera vez, desde la cubierta del barco, la gran ciudad blanca de los mayas que los españoles nombrarán “El Gran Cairo”. Y luego, el 4 de marzo de 1517, cuando ve venir hacia la nave “diez canoas muy grandes, que se dicen piraguas, lle­nas de indios naturales de aquella poblazón, y venían a remo y vela” (p. 29).

Es el primer encuentro del soldado Bernal Díaz con el mundo mexicano. El sueño puede empezar, libre aún de todo miedo, de todo odio.

“ . . .sin temor ninguno vinieron, y entraron en la nao capitana sobre treinta dellos, y les dimos a cada uno un sartalejo de cuentas verdes, y estuvieron mirando por un buen rato los navios” (p. 30).

El asombro brota entonces de los dos lados. Bernal Díaz y sus compañeros se asombran del tamaño de las ciu­dades, de la belleza de los templos y de la fealdad de los ídolos mayas.

Los indios, por su parte, se asombran del aspecto de los extranjeros. Les preguntan si vienen “de la parte don­de nace el sol” y cuentan entonces por primera vez aque­lla leyenda de la que el capitán Cortés y sus hombres sa­

* Versión castellana de Tomás Segovia.

brán más tarde sacar provecho— leyenda según la cual “les habían dicho sus antepasados que habían de venir gentes de hacia donde sale el sol, con barbas, que los habían de señorear' (p. 46).

El sueño, al principio, es también como en todas las génesis: los extranjeros dan nombre a las tierras, a las ba­hías, a las islas, a las desembocaduras de los ríos; boca de Términos, río Grijalva, monte San Martín, isla de Sacri­ficios.

Piden oro. El oro es ya la “moneda” del sueño. Y ios indios, que intuyen los peligros relacionados con la po­sesión de ese metal, alejan a los extranjeros diciéndoles can solo: “Colua, Colua” y “México, México”. Del mis­mo modo que los caribes, más tarde, hablarán del Perú.

Está también la primera entrevista de los españoles :on los emisarios de Moctezuma, el rey de México. Tam­bién aquí se siente comenzar el sueño de la conquista y de la destrucción del imperio azteca; se siente el destino del pueblo mexicano. Al borde del gran río, los embaja­dores de Moctezuma están sentados en sus petates, a la sombra de los árboles. Esperan. Detrás de ellos están los guerreros armados de sus arcos y de sus hachas de ob­sidiana, con grandes estandartes blancos. Cuando llegan los españoles, los sacerdotes aztecas los saludan como a dio­ses, quemando incienso. Luego los embajadores les dan los regalos que Moctezuma envía a los extranjeros. De­bido a las banderas blancas, el río se llamará de allí en adelante Río de Banderas.

Así empieza esa Historia, con ese encuentro entre dos sueños; el sueño de oro de los españoles, sueño devo­rante, despiadado, que llega a veces a los límites de la crueldad; sueño absoluto, como si se tratara acaso de otra cosa que la posesión de la riqueza y el poder, más bien de regenerarse en la violencia y la sangre, para alcanzar el mito del Dorado, donde todo ha de ser eternamente nue­vo.

ó

Por otra parte, el sueño antiguo de los mexicanos, sueño largamente esperado, cuando llegan del este, del otro lado del mar, esos hombres barbudos guiados por la Ser­piente Emplumada Quetzalcóatl, para reinar de nuevo so­bre ellos. Entonces, cuando se encuentran los dos sue­ños y los dos pueblos, mientras uno pide el oro, las ri­quezas, el otro pide solamente un casco, para mostrárselo a los grandes sacerdotes y al rey de México, porque según dicen los indios se parece a los que llevaban sus antepa­sados, antaño, antes de desaparecer. Cortés da el casco, pero pide que se lo devuelvan lleno de oro. Cuando Moc­tezuma lo recibió, “desque vio el casco” dice Bemal Díaz, “y el que tenía su huychilobos tuvo por cierto que éra­mos de los que le habían dicho sus antepasados que ve­nían a señorear aquella tierra” (p. 87).

La tragedia de esa confrontación está entera en ese desequilibrio. Es la exterminación de un sueño antiguo por el furor de un sueño moderno, la destrucción de los mitos por un deseo de poder. El oro, las armas modernas y el pensamiento racional contra la magia y los dioses: el resultado no hubiera podido ser diferente.

Bernal Díaz lo sabe, y a pesar de la distancia en el tiempo, no puede evitar a veces mostrar su amargura, o su horror, ante lo que ha sido destruido. La “Conquista” tiene a veces el acento de una epopeya, pero más a me­nudo Bernal Díaz dice lo que fue realmente: el lento, di­fícil e irresistible progreso de una destrucción, el saqueo del imperio mexicano, el fin de un mundo. No es sor­prendente que la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España haya sido tanto tiempo un libro maldito y considerado infamante para la gloria del conquistador Her­nán Cortés.

Pues el libro de Bernal Díaz del Castillo está hecho de este doble impulso: por una parte, decir la verdad de las guerras de la Conquista, sin ocultar el menor detalle,

sin intentar la menor adulación. Ese es el desquite de Bernal Díaz, el soldado inculto —“los idiotas sin letras co­mo yo soy”, dice (p. 614)— ante los historiadores corte­sanos como Gomarra que han echado incienso a Hernán Cortés. ^ ¡

Por otra parte, trata de revivir, al escribirlo, su sue­ño más antiguo. De estos dos motivos, no cabe duda que es el primero el que prevalece en Bernal Díaz. Sin duda se siente irritado por los errores de los historiado­res de la Conquista, por su complacencia y su amanera­miento; del mismo modo que se siente irritado por el prejuicio de Bartolomé de las Casas. La sencillez, in­cluso el gusto de la simplificación de Bernal Díaz le lle­van a detestar los excesos. Su propio prejuicio es en efec­to de los más simples. Cuando Cortés decide realizar la conquista de los territorios mexicanos, no actúa por sí mis­mo, sino en nombre ele la corona en España. No le co­rresponde pues a él, simple soldado, juzgar los actos de su capitán, salvo de vez en cuando para protestar con mal humor cuando quieren hacer de Cortés un héroe desin­teresado, o cuando el propio Cortés parece olvidar a sus antiguos compañeros de armas. Cuando Cortés, por ejem­plo, adorna su blasón con la orgullosa divisa dirigida al rey: “yo en serviros, sin segundo”, Bernal Díaz rectifica: él mismo y sus compañeros ayudaron a su capitán a “ga­nar aquella prez y honra del estado” (p. 616).

Pero ese gusto de la verdad y esa reacción malhumo­rada ante los historiadores de la Corte no habrían basta­do para hacer del soldado un escritor. Hay algo más. Cuando comienza a escribir esa crónica, Bernal Díaz se encuentra en el final de su vida. La mayoría de los ac­tores de aquella epopeya han muerto, algunos durante las batallas contra los indios, otros de enfermedades o de ve­jez. El propio Hernán Cortés, marqués del Valle, des­pués de haber pasado por reveses políticos y haber caído en desgracia, ha muerto sin grandeza, atacado por la apa

plejía a consecuencia de una afrenta: la ruptura del no­viazgo de su hija, abandonada por un joven noble caste­llano. Ha muerto el 2 de diciembre de 1547, en España, lejos de las tierras mexicanas. Sólo sus cenizas serán trans­portadas hasta la Nueva España, para ser enterradas en Coyoacán.

Los otros conquistadores han muerto también: Pe­dro de Alvarado, aquel a quien los indios habían llamado por su belleza Tonatiú, el Sol, Cristóbal de Olí, el con­quistador de Michoacán, a quien Bemal Díaz compara con Héctor, Sandoval, Francisco de Montejo, el conquis­tador de Yucatán, Luis Marín, Cristóbal de Olea, el 'muy valeroso soldado” que salvó la vida de Cortés al precio de la propia: había muerto también el mundo que conquis­taron, desaparecido, arrastrado a la nada. Como habían muerto los últimos reyes del Anáhuac, Moctezuma, Ca- camatzin, Cuitlahuatzin, Cuauhtémoc, llevándose con ellos el secreto de la grandeza, la belleza de la leyenda. Muer­to el mundo indio, con sus ciudades más hermosas que Salamanca o Venecia, sus altos templos, sus palacios de piedra cubiertos de oro y de pinturas, sus libros sagrados, sus jardines fabulosos. Muerto como estaba muerta el agua del gran lago, tan bella, donde se reflejaban las al­tas torres de los templos y las terrazas de los palacios, don­de se deslizaban las piraguas que traían las frutas y las ri­quezas al gran mercado de la plaza de Tenochtitlán. En el momento en que escribe Bernal Díaz, ya no queda na­da de aquel esplendor, y el lago no es ya más que un fon­do desecado donde crece un poco de maíz.

Entonces, cuando Bemal Díaz toma la pluma, co­mo el buen piloto que lleva la sonda descubriendo bajos por la mar adelante cuando siente que los hay” (p. 53), es para tratar de recobrar el sueño antiguo, el que había vivido durante aquellos dos años intensos y trágicos jun­to a Cortés y sus conquistadores. No escribe para alcan­zar la gloria del historiador (comprenderá pronto que su

libro es demasiado verdadero para que lo lean sus con­temporáneos), sino con la única esperanza de ser recono­cido por las generaciones por venir: “porque”, dice, “soy viejo de más de ochenta y cuatro años y he perdido la vis­ta y el oír, y por mi ventura no tengo otra riqueza que dejar a mis hijos descendientes, salvo esta mi verdadera y notable relación” (p. 25).

La Historia verdadera de la conquista de la Nueva España no es un libro destinado a los demás. Es ante todo, para el viejo soldado, la dicha de volver a vivir, al escribirla, la exaltación de aquella aventura fabulosa. Con él volvemos a soñar aquel sueño extraño y cruel, sueño de oro y de tierras nuevas, sueño de poder, esa especie de absoluto de la aventura, cuando el mundo nuevo descu­bierto por Colón aparece todavía un breve instante, frá­gil y efímero como un espejismo, antes de desaparecer para siempre. Porque en este drama el que mira es tam­bién el que destruye.

Así empieza el sueño, en la mirada de Bernal Díaz. No hay ningún otro ejemplo en la historia del mundo de una cosa así, salvo tal vez cuando tuvo lugar el primer en­frentamiento en Europa entre los pueblos del neolítico lle­gados del este y los cazadores primitivos. Pero de aquel drama no hubo testigo.

Lo que impresiona en primer lugar, en la crónica de Bernal Díaz, es la conjunción de esos dos poderes, en la tropa de aventureros que, reunida alrededor de Cortés, parte al asalto del continente americano: los marinos y los jinetes.

Marinos lo son por necesidad todos los que se reú­nen en la isla de Cuba, plataforma desde la que se lan­zan las expediciones. Conocen los ardides del mar, sa­ben no contar con nada más que consigo mismos.

Pero son también jinetes. Como antaño los hunos y los mongoles, tienen esas ventajas del cazador: la rapidez,

la resistencia. La comparación de los conquistadores con las hordas llegadas de Asia Central no es excesiva. Cor­tés, antes de la partida, escoge cuidadosamente los hom­bres y los caballos. La fácil conquista de las Antillas no le ha enseñado eso, pero tiene la intuición del papel pre­dominante que van a desempeñar los caballos y los jinetes en la guerra contra los indios. Es difícil imaginar el es­panto que sintieron los mexicanos cuando vieron por pri­mera vez a los jinetes cubiertos de armaduras galopando a su encuentro, con la larga lanza por delante. Esa pri­mera aparición debió de ser tan aterradora como la de los elefantes del ejército de Alejandro. Durante mucho tiem­po los indios creyeron, como dice Bernal Díaz, “quel ca­ballo y el caballero eran todo uno” (p. 78). Cortés, co­mo buen jefe de guerra, no dejó de usar un subterfugio para aumentar el temor que los caballos inspiraban a los indios. Después de hacer husmear a un garañón el olor de una yegüa en celo, mandó que lo llevaran cerca de donde estaban reunidos los caciques de Tabasco. El ca­ballo, cuenta Bernal Díaz, 'pateaba. . . y relinchaba y ha­cía bramuras, y siempre los ojos mirando a los indios y al aposento a donde había tomado olor de la yegüa. Y los indios creyeron que por ellos hacía aquellas bramuras, y estaban espantados. Y después Cortés los vio de aquel arte se levantó de la silla y se fue para el caballo, y man­dó a dos mozos de espuela que luego le llevasen de allí lejos, y dijo a los indios que ya mandó el caballo que no estuviese enojado, pues ellos venían de paz y eran bue­nos” (p. 80).

El caballo tiene más importancia que el hombre: pa­ra curar las heridas infligidas a los caballos durante las ba­tallas, los españoles no vacilan en utilizar grasa humana sacada de los cadáveres de sus enemigos.

Más tarde, durante los terribles combates contra los mexicas, los caballos capturados serán sacrificados en el altar de los dioses al igual que los hombres, y sus cabe­

zas serán exhibidas. El caballo está ligado hasta tal pun­to a la conquista, que seguirá siendo durante mucho tiem­po privilegio de los españoles, y los indios no tendrán de­recho a montar a caballo ni a portar armas.

Así, cuando Cortés abandona la isla de Cuba con su ejército, el 10 de febrero de 1519, Bemal Díaz no olvida hacer la cuenta exacta de sus efectivos: 508 soldados, 100 marineros y 10 caballos. Es esa exigua tropa la que par­te a la conquista de un continente.

A Bernal Díaz la locura de semejante empresa le pa­rece evidente, retrospectivamente. Se trata ciertamente de uno de esos actos temerarios e inconscientes que pertene­cen al mundo del sueño.

En el centro de ese sueño está un hombre, sobre el que se apoya toda la expedición: Hernán Cortés. Ese hombre, que Bernal Díaz nos va descubriendo poco a po­co, es verdaderamente el comienzo y el final de aquel sue­ño. Sin él tal vez no habría habido conquista, en el sen­tido violento y primitivo que él dio a esa palabra. Como la mayoría de los hombres que lo acompañan, Bernal Díaz admira a Cortés, le teme y lo detesta a la vez. Ese hom­bre astuto como Ulises, cruel y encarnizado como Atila y seguro de sí como César, es el que crea el sueño de oro y de poder nuevo que embriaga a todos los que le siguen. ¿Quién es en realidad? Más tarde, al final de su relato, Bernal Díaz da de él un retrato frío, que no oculta cierta antipatía —estamos lejos de la amistad con­movida de que da prueba hacia el rey derrocado Mocte­zuma, o de la admiración por el joven ~héroe Cuauhté- moc.

Hernán Cortés, dice Bernal Díaz, “fue de buena es­tatura e cuerpo, e bien proporcionado e membrudo, e la color de la cara tiraba algo a cenicienta, y no muy ale­gre, e si tuviera el rostro más largo, mejor le paresciera, y era en los ojos en el mirar algo amorosos, e por otra par­

te graves; las barbas tenía algo prietas e pocas e ralas, e el cabello, que en aquel tiempo se usaba, de la misma ma­nera que las barbas, e tenía el pecho alto y la espalda de buena manera, e era cenceño e de poca barriga y algo es­tevado, e las piernas e muslos bien sentados; e era buen jinete e diestro de todas armas, ansí a pie como a caba­llo, e sabía muy bien menearlas, e, sobre todo, corazón e ánimo, que es lo que hace al caso. Oí decir que cuan­do mancebo en la isla Española (H aití) fue algo travie­so sobre mujeres, e que se acuchilló algunas veces con hombres esforzados e diestros, e siempre salió con vito- ría; e tenía una señal de cuchillada cerca de un bezo de abajo, que si miraban bien en ello se le parecía, mas cu- bríaselo con las barbas, la cual señal le dieron cuando andaba en aquellas quistiones” (p. 578-579). La admi­ración de Bernal Díaz se debe también sin duda a la fa­ma de hombre culto que Cortés tenía en aquella época; “era latino, e oí decir que era bachiller en leyes, y cuan­do hablaba con letrado o hombres latinos, respondía & lo que le decían en latín. Era algo poeta, hacía coplas en metros e en prosa” (p. 579). Pero lo que le hace ganar sobre todo la estima de Bernal Díaz es su sangre fría y su audacia en todas las cosas de la guerra, hasta la temeridad. Ese rasgo de carácter es el que le valdrá las más arriesgadas victorias.

En suma, a través de los episodios de la Historia ver­dadera, es el retrato de un temible predador el que nos da Bernal Díaz: un jefe, un estratega, un jinete, pero tam­bién un hombre decidido a ganar antes que los demás, un hombre que quiere doblegar el mundo a su deseo. Es un individualista, encarnizado en la posesión de las rique­zas, por las cuales no vacila en espoliar a los otros, sean amigos o enemigos.

Salido de la Edad Media, ese jefe de guerreros, ese aventurero goza del apoyo moral del más grande rey del Renacimiento europeo, el emperador Carlos Quinto, en

cuyo nombre se apodera de las tierras y de los hombres. Extraño concurso de circunstancias que va a asociar, pa­ra ruina del imperio mexicano, las rapiñas de un peque­ño aventurero de Extremadura al nombre del emperador más poderoso de Europa, heredero del dominio de los C é­

sares.

Se adivina cómo Hernán Cortés prefigura al héroe de la era romántica: hábil, rápido, sin escrúpulos, mane­jando la intriga tan bien como la espada, es apto para con­quistar un mundo. Sabe que no está solamente a la ca­beza de quinientos soldados, sino también en la avanzada del mundo occidental y cristiano, como la lengua más extrema de la hidra que va a devorar al mundo. Y cuan­do, terminada su conquista, es ennoblecido bajo el nom­bre de Marqués del Valle, ¿será un azar que escoja pa­ra adornar su blasón al ave Fénix, que anuncia ya al águi­la napoleónica? Hernán Cortés, con su mirada sombría y su aspecto famélico, con la audacia inaudita de sus gol­pes de mano, su crueldad fría y las lágrimas que sabe de­rramar a veces sobre los cuerpos de aquellos que ha sacri­ficado, evoca ya, antes de tiempo, la figura legendaria de otro jefe guerrero que conquistará el mundo.

Los mayas, los totonacas, los mexicas son pueblos re­ligiosos, sometidos al orden de los dioses y al reino de los sacerdotes-reyes. Son pueblos que practican una guerra ri­tual, hecha tanto de magia como de estrategia, y para quie­nes el resultado de un combate, decidido de antemano se­gún los acuerdos misteriosos de los poderes celestiales, no es para la posesión de las tierras ni de las riquezas, sino para el triunfo de los dioses, que reciben como pasto el corazón y la sangre de los vencidos. Turbados por el mi­to del retorno de sus antepasados y de la divina Serpien­te Emplumada Quetzalcóatl-Kukulcán, los indios están ce­gados, incapacitados para percibir los verdaderos designios de aquellos a los que han nombrado ya los “teüles”, los dioses. Y cuando comprenden que el regreso de aque-

líos hombres barbudos llegados de “hacia donde sple el sol” es una matanza sin precedentes de la que nadie sal­drá indemne, será demasiado tarde. El español ha apro­vechado esa vacilación para penetrar hasta lo más profun­do del imperio y sembrar la discordia, ganar la tierra y los esclavos.

A medida que Bemal Díaz narra los combates, las en­trevistas, las sumisiones de los poblados, vislumbramos esa sombra que crece, que cubre toda la tierra mexicana. Pa­ralizados, espantados, incapaces de reaccionar, de hablar, los indios viven una pesadilla que los encierra en su pro­pia magia, los conduce hacia la muerte.

¿Cómo hubieran podido salvarse, ellos que formaban un solo todo, una sola y misma alma dominada por sus dioses, sometida a la voluntad de los reyes y de los sacer­dotes, cuando ante ellos se presentaba el hombre indivi­dualista y escéptico del mundo moderno? La fe, por su­puesto, acompaña a los soldados de Cortés, acude en ayu­da de Beynal Díaz en los momentos más críticos de la Con­quista. Pero esa fe ¿no es sobre todo para Cortés el sím­bolo del poder español que debe reinar desde entonces en esas tierras nuevas? Cortés lo sabe, como buen jefe gue­rrero, cuando hiere a los pueblos que quiere someter: en­tonces manda derribar los ídolos al pie de los templos, y los sustituye por los signos de la fe cristiana. Los indios experimentan la mayor angustia, saben que desde ese mo­mento están vencidos de antemano.

Tales son los dos mundos que se enfrentan durante aquellos dos años terribles. De un lado, el mundo indi­vidualista y posesivo de Hernán Cortés; mundo del caza­dor, del saqueador de oro, que mata a los hombres y con­quista a las mujeres y las tierras. Del otro, el mundo co­lectivo y mágico de los indios, cultivadores de maíz y de frijol, campesinos sometidos a un clero y a una milicia, adoradores de un rey-sol que es el representante de sus dioses en la tierra. Es ese enfrentamiento sin esperanza

el que relata Bemal Díaz, y de él es de donde nace el sue­ño, pues es también el relato del final de una de las úl­timas civilizaciones mágicas.

Si Cortés, el saqueador, no se percató de ello, por lo menos Bernal Díaz lo sintió como una turbación, como una añoranza que le domina a veces, mientras contempla, antes de la acción, las bellezas que pronto van a desapa­recer. Sin ese mundo mágico, sin la lentitud ritual de las naciones indias, sin el esplendor de esa civilización condenada, Hernán Cortés no habría sido más que un ben­dito a la cabeza de una banda de aventureros. No es de él, ni de sus acciones temerarias, de donde nace la gran­deza: es del mundo mexicano que él se ensaña en des­truir.

La voluntad de Cortés es brutal, sin equívocos. Ha preparado todo con cuidado, y desde sus primeros encuen­tros en suelo mexicano, su actitud no deja lugar a dudas. Después de la sangrienta batalla del río Grijalva, Cortés, victorioso, toma posesión de la tierra en nombre del rey de España y, cuenta Bernal Díaz, “fue desta manera: Que desenvainada su espada dio tres cuchilladas en señal de po­sesión en un árbol grande que se dice ceiba, questaba en la plaza de aquel gran patio, y dijo que si había alguna persona que se lo contradijese, que él lo defendería con su espada. . . ” (p. 74). El gesto de Cortés tiene valor símbolo, pues el árbol de ceiba era el árbol sagrado de los mayas, y figuraba para ellos el pilar que sostenía la bó­veda del cielo.

Más tarde, los indios intentan liberarse de aquel sig­no de servidumbre y es la primera gran batalla que libra Cortés contra el mundo indio. Es también la primera matanza, pues en unas pocas horas, los arcabuces, las ba­llestas, las espadas de hierro y las largas lanzas de los ji­netes —y también, sin duda, la indecible angustia que paraliza a los indios— producen más de ochocientos muer­tos en las filas de los guerreros mayas,

Esta victoria que Cortés alcanza sobre los ejércitos de Tabasco tendrá dos consecuencias importantes para ia Conquista, consecuencias que son ambas como símbolos. La primera es que los españoles adquirirán esa reputación de guerreros invencibles, de “dioses”, que va a preparar la derrota de Moctezuma. La segunda es que los Halcich Uinic vencidos entregarán, entre los regalos ofrecidos co­mo signo de paz al capitán español, a la que será el ins­trumento principal de la destrucción: una joven india cau­tiva, de gran belleza, que los españoles bautizarán ese mismo día con el nombre de doña Marina, y que se con­vertirá en la compañera y la intérprete de Hernán Cortes durante la duración de la conquista.

Gracias a ella —a la que Bernal Díaz llama en su relato “nuestra lengua”—, Cortés podrá utilizar, durante su avance hacia el Anáhuac, su arma más temible, la más eficaz: la palabra.

Tienen valor de símbolo igualmente los regalos que Cortés entrega a los caciques de Yucatán y a los embaja­dores de Moctezuma. ¿Es casualidad si escoge darles esas “cuentas verdes”? Se imagina uno a Cortés, antes de su partida, mandando cargar a bordo de sus barcos las ca­jas de esas preciosas baratijas. Es que ha oído contar a los viajeros que le precedieron en las Indias Occidentales el valor mágico que los indios atribuyeron al color del ja- de, la piedra preciosa por excelencia, símbolo del color del centro del mundo. Esas “piedras verdes”, para los indios, son las piedras Kan, signos de la oración y del destino, y para los aztecas son los “chalchihuitl”, adornos de los dio­ses. ¿Coincidencia, o más bien astucia del conquistador? Al dar aquellas piedras, Cortés y sus hombres hacían en­tonces a los ojos de los indios el papel de los dioses veni­dos para distribuir entre los hombres el mensaje miste­rioso y angustioso de su destino.

A cambio de las baratijas ¿qué reciben los extranje­ros? Reciben lo que exigen desde su llegada a las tierras

de América: oro. Y una vez más la exigencia de los con­quistadores toma carácter de símbolo: el oro, para los in­dios, es el metal de los dioses por excelencia —los mayas lo llaman talán, excremento del sol. Si no tiene entre ellos uso de moneda, es que está reservado a los templos, a los “ídolos”, a veces a la fabricación de amuletos o de joyas sagradas. Adorna los ropajes de los príncipes, las insignias de mando de los capitanes, pues es el signo del poder divino.

Al exigir el oro, siempre, por todas partes donde pa­san, los aventureros españoles acaban de sumir a sus ene­migos indios en la angustia. ¿No es el oro el mismísimo cr'buto de los dioses? Esos extranjeros llegados de “ha­cia donde sale el sol” traen consigo esa maldición; esa locura insaciable. Al principio, se contentan con los re­galos que les envían los caciques y los emisarios mexi­canos. Pero pronto el deseo de oro no será ya reprimi­do. Por el oro matan, destruyen, torturan a todos los que les resisten.

El oro tiene valor de símbolo para los indios, puesto que es cosa de los dioses, su tesoro; al exigirlo, los españo­les prueban pues que son “teules”. Pero simboliza tam­bién la historia que se cumple. Sin saberlo, al dar el oro a los españoles —los regalos suntuosos de Moctezuma, que deben amansar a esos mensajeros terribles del más allá—, los mexicanos dan a los extranjeros un poder terrestre que no sospechan. Pues las ruedas de oro, las joyas de Axaya- catzin, los tesoros preciosos de los dioses, fundidos, trans­formados en barras, enviados después a Epaña, van a ser­vir para dar caución, para financiar nuevas expediciones hacia el Nuevo Mundo. El oro es un pacto con el desti­no, puesto que son los propios indios los que proporcio­nan a sus conquistadores la moneda que comprará su ex­terminio. El oro es el alma de la Conquista, su verdade­ro Dios, como dice Las Casas. Es también su moneda de

sueño, y la rapiña insaciable de los conquistadores no ha­ce sino anunciar el comienzo del vértigo moderno.

Es precisamente en ese encuentro de los dos sueños, de un lado la magia, del otro el oro, donde se ve bien dónde está la verdad, dónda la materia. Los caciques ma­yas y totonacas, y después Cacamatzin, rey de Tezcoco, y Moctezuma, rey de México, dan a los extranjeros lo más precioso que tienen, lo más sagrado: el oro, el jade, las turquesas. Dan también las telas, los víveres, los es­clavos. Dan incluso las mujeres más bellas, más nobles, sus propias hijas. ¿Qué reciben a cambio? Cuentas ver­des, baratijas, piedras “margaritas” (vidrio hilado). Cuan­do, delante de México, Cortés se encuentra con Moctezu­ma por primera vez, le pone alrededor del cuello un collar de esas famosas “margaritas”; Moctezuma, por su parte, po­ne alrededor del cuello de Cortés un collar de joyas de oro esculpidas en forma de camarones, en todo maravilloso, se­gún Bemal Díaz. No puede uno evitar pensar que Cor­tés y sus hombres debieron reírse bajo cuerda del buen ne­gocio. Baratijas contra oro, la era colonial podía empezar.

En cambio, son el sueño y la magia los que habitan el mundo indio a la llegada de los españoles. Aún antes de haberse encontrado con ellos, antes de haber sido atro­pellados por sus armas, los indios saben que los extranje­ros han venido para reinar sobre ellos. Los mayas, los ta­rascos, los aztecas han escuchado a sus profetas, a sus adi­vinos. Se han sentido turbados por presagios, por sueños: eclipses, cometas, caídas de aerolitos y pesadillas recurren­tes anuncian la llegada de los terribles acontecimientos.

Los españoles, por el contrario, están totalmente con­fiados, rara vez dudan del resultado eficaz de su temera­ria empresa, ¿Inconciencia, ceguera?. Creo más bien que figuran verdaderamente soldados de la era moderna, ma­terialistas en el fondo y que cuentan sobre todo con su técnica y sus armas.

Ante su avance, ¿quién puede vencerlos, detenerlos? La belleza de los regalos que les envía Moctezuma, lejos de inspirarles temor, los incita a ir más adelante. La ma­gia no les importa: cuando Moctezuma, en el colmo de la angustia, envía a Cortés una delegación para detener­lo, escoge como embajador a un príncipe llamado Quin- talbor, porque, dice Bernal Díaz, “en el rostro y faiciones y cuerpo se parescía al capitán Cortés” (p. 88). La idea de enviar a Cortés su doble es una idea mágica, que mues­tra bien en qué plano se desarrollaba la historia para los aztecas. Es también señal de la atención extrema que el rey de México pone en los acontecimientos. Cada día le anuncian una nueva derrota de sus vasallos: primero los totonacas, luego los tlaxcaltecas, los cholultecas, las gen­tes de Tezcoco. Irresistiblemente, a pesar de los regalos, a pesar de los sacrificios al dios de la guerra Huitzilopoch- tli, a pesar de la magia y de las emboscadas, la tropa de los conquistadores cierra su tenaza sobre la capital mexi­cana, mientras crecen las filas de los enemigos mortales de los mexicanos.

Hernán Cortés, además de las armas y de la estrate­gia europeas, utiliza su instrumento de dominación más temible: la palabra.

A fuerza de hombre avezado en todas las intrigas cor­tesanas, sabe que su única oportunidad de vencer está en la astucia. Porque, después de todo, los españoles no son más que un puñado de hombres, indigentes, aislados en un continente que no conocen, en marcha hacia el peli­gro. Y los indios, por su parte, son millares, incluso mi­llones, dueños de las tierras y del agua, seguros de su fuerza. Normalmente, la desproporción de las fuerzas es tal, que los conquistadores no hubieran debido sobrevivir más de algunas horas en esa tierra nueva.

Se ve aquí el valor del capitán Cortés. Si es digno de pasar a la posteridad, no es por su valentía, ni por su

fe, menos aún por la grandeza de su gesta. Es por su as­tucia.

Sus primeros reveses los debe al hecho de que los mayas no le dejaron tiempo de hablar. Sus últimas de­rrotas —y, en particular, la que es conocida con el nom­bre de la Noche Triste— las deberá al hecho de que los indios habrán comprendido, un poco tarde, que no había que escuchar sus palabras.

Pero lo esencial de la Conquista, Cortés lo debe me­nos a su espada que a su palabra —y a aquella a la que Bernal Díaz llama “nuestra lengua”, doña Marina, la Ma- linche.

Cortés sabe que tiene que dividir. Como buen con­temporáneo de Maquiavelo, Hernán Cortés percibe la fa­lla de su enemigo, el gigante mexicano: por querer reinar demasiado, el imperio se ha vuelto frágil. Cada nación es enemiga de su vecina, pero sobre todo, lo es de Méxi- co-Tenochtitlán. Cortés no tendrá ninguna dificultad en levantar a los pueblos uno tras otro contra el tirano Moc­tezuma, prometiéndoles su ayuda y una parte del botín final. No otra cosa hace con sus propios hombres.

Al llegar a Cempoala, la gran ciudad totonaca, Cor­tés empieza por encarcelar a los emisarios de Moctezuma, que han venido a recoger el tributo de oro y de cautivos. Luego, libera a dos en secreto, a fin de hacer creer a Mo tezuma que es su aliado. Entonces reprocha públicamen­te a los totonacas el haber dejado huir a esos dos prisio­neros, y guarda a los otros tres como rehenes en su bar^. Amenaza a los totonacas con irse, y éstos, que temen la venganza de Moctezuma, suplican a Cortés que se que­de y se declaran dispuestos a someterse a la autoridad del rey de España. Cortés, como hombre conocedor del de­recho, les obliga a hacer acto de sumisión ante un escr- bano público llamado Diego de Godoy. Finalmente, cuan­do Moctezuma envía a sus emisarios, Cortés les devuelve

casi, los caciques, que les darán sus propias hijas por com­pañeras.

Desde ese momento el avance hacia México no cono­ce ya pausa. Apoyados, alimentados, guiados por la masa de la población india, que vive a la vez en el temor de los “teules” y en el odio hacia los mexicas, los conquistadores dejan de ser la banda de aventureros hambrientos e inquie­tos del comienzo. Tienen ahora en su favor la fuerza, el número.

Extrañamente, la imagen que da Bernal Díaz, a su pesar, del ejército de Cortés es la de algún animal legen­dario y horripilante. Para los indios, aterrados por aque­llos hombres a caballo, con cascos de hierro, armados de esa larga lanza que sobrevive todavía en el mote de los es­pañoles (los gachupines, los que tienen lanzas), no cabe duda que ese ejército en marcha evoca en su memoria los mitos de seres fabulosos, monstruosos.

Piensa uno en el mito del Minotauro. Reina prime­ro sobre las civilizaciones indias: Huitzilopochtli, el dios de la guerra, Tezcatlipoca, el dios del cielo, y Tláloc, el d ’os de las aguas, arrancan gravosos tributos de sangre a 'os Dueblos que rodean a México.

Pero cuando llegan Cortés y sus hombres, es un tri­buto más pesado aún el que va a exigirse. Alimentos, oro, riquezas, esclavos deben llegar sin cesar a los españoles y a sus aliados. Bernal Díaz habla de ese tributo como de una fuente inagotable de abundancia, pero ¿sabe que la ri^ue^a de esas tierras no es más que aparente? A medi­da nue el ejército español avanza, y que sus filas se engro- san con mercenarios indios, la ruina va quedando a su pa­so. Las magras cosechas de los campesinos indios son sa­queadas, sus reservas, sus arcas extenuadas. ¿Cómo se preocuparían de eso los conquistadores, cuando todas esas ‘̂quezas —maíz, aves de corral, telas, joyas— les llegan tan

fácilmente? Es que los pueblos indios dan a un nuevo

los tres rehenes, diciéndoles que los ha salvado de los to- tonacas. Ve su amistad recompensada, como todas las ve­ces, con suntuosos regalos. Difícilmente puede llevarse más lejos el arte de la intriga política.

Entonces empieza la lenta subida hacia la ciudad de México-Tenochtitlan. Ayudados por los guerreros totona- cas, los españoles libran su primera gran batalla contra los tlaxcaltecas, aliados de Moctezuma. Cincuenta mil indios están reunidos alrededor del jefe de guerra tlaxcalteca, Xicotenga el Mozo. Llevan, en sus banderas, un gran pá­jaro blanco con las alas abiertas que Bernal Díaz descri­be como una especie de avestruz. La batalla es terrible y mortal. Los españoles tienen que enterrar a sus muer­tos en secreto, a fin de no desmentir su leyenda de inmor­tales. Las negociaciones con los caciques de Tlaxcala per­miten a Cortés lograr la sumisión de la nación tlaxcalteca, pero los soldados españoles están tan desmoralizados que hablan de echar marcha atrás. Se necesita todo el arte del lenguaje de Cortés para convencerlos: “que valía más morir por buenos, como dicen los cantares, que vivir des­honrados”.

Xicotenga el Mozo, en el momento de rendirse, tiene un gesto que expresa bien el estado de espíritu de los in­dios: envía a Cortés víveres, incienso y plumas, y muje­res. Y este es su mensaje a Cortés: “si sois teules bravos, como dicen los de Cempoal, e queréis sacrificios, toma esas cuatro mujeres que sacrifiquéis, y podéis comer de sus car­nes y corazones, y porque no sabemos de qué manera lo hacéis, por eso no las hemos sacrificado agora delante de vosotros, y si sois hombres, come desas gallinas y pan y fruta, y si sois teules mansos, ahí os traemos copal, que ya he dicho ques como incienso, y plumas de papagallo; ha­ce vuestro sacrificio con ello” (p. 142).

Cortés y sus hombres pueden entrar como vencedo­res y como aliados en la gran ciudad de Tlaxcala, recibidos como amigos y hermanos por Xicotenga el Viejo y Masees-

casi, los caciques, que les darán sus propias hijas por com­pañeras.

Desde ese momento el avance hacia México no cono­ce ya pausa. Apoyados, alimentados, guiados por la masa de la población india, que vive a la vez en el temor de los “teules” y en el odio hacia los mexicas, los conquistadores dejan de ser la banda de aventureros hambrientos e inquie­tos del comienzo. Tienen ahora en su favor la fuerza, el número.

Extrañamente, la imagen que da Bernal Díaz, a su pesar, del ejército de Cortés es la de algún animal legen­dario y horripilante. Para los indios, aterrados por aque­llos hombres a caballo, con cascos de hierro, armados de esa larga lanza que sobrevive todavía en el mote de los es­pañoles (los gachupines, los que tienen lanzas), no cabe duda que ese ejército en marcha evoca en su memoria los mitos de seres fabulosos, monstruosos.

Piensa uno en el mito del Minotauro. Reina prime­ro sobre las civilizaciones indias: Huitzilopochtli, el dios de la guerra, Tezcatlipoca, el dios del cielo, y Tláloc, el dos de las aguas, arrancan gravosos tributos de sangre a ’os Dueblos que rodean a México.

Pero cuando llegan Cortés y sus hombres, es un tri­buto más pesado aún el que va a exigirse. Alimentos, oro, riquezas, esclavos deben llegar sin cesar a los españoles y a sus aliados. Bernal Díaz habla de ese tributo como de una fuente inagotable de abundancia, pero ¿sabe que la ri^ue^a de esas tierras no es más que aparente? A medi­da nue el ejérc’to español avanza, y que sus filas se engro- san con mercenarios indios, la ruina va quedando a su pa­so. Las magras cosechas de los campesinos indios son sa­queadas, sus reservas, sus arcas extenuadas. ¿Cómo se oreocuparían de eso los conquistadores, cuando todas esas ";quezas —maíz, aves de corral, telas, joyas— les llegan tan fácilmente? Es que los pueblos indios dan a un nuevo

los tres rehenes, diciéndoles que los ha salvado de los to- tonacas. Ve su amistad recompensada, como todas las ve­ces, con suntuosos regalos. Difícilmente puede llevarse más lejos el arte de la intriga política.

Entonces empieza la lenta subida hacia la ciudad de México-Tenochtitlan. Ayudados por los guerreros totona- cas, los españoles libran su primera gran batalla contra los tlaxcaltecas, aliados de Moctezuma. Cincuenta mil indios están reunidos alrededor del jefe de guerra tlaxcalteca, Xicotenga el Mozo. Llevan, en sus banderas, un gran pá­jaro blanco con las alas abiertas que Bernal Díaz descri­be como una especie de avestruz. La batalla es terrible y mortal. Los españoles tienen que enterrar a sus muer­tos en secreto, a fin de no desmentir su leyenda de inmor­tales. Las negociaciones con los caciques de Tlaxcala per­miten a Cortés lograr la sumisión de la nación tlaxcalteca, pero los soldados españoles están tan desmoralizados que hablan de echar marcha atrás. Se necesita todo el arte del lenguaje de Cortés para convencerlos: “que valía más morir por buenos, como dicen los cantares, que vivir des­honrados”.

Xicotenga el Mozo, en el momento de rendirse, tiene un gesto que expresa bien el estado de espíritu de los in­dios: envía a Cortés víveres, incienso y plumas, y muíe- res. Y este es su mensaje a Cortés: “si sois teules bravos, como dicen los de Cempoal, e queréis sacrificios, toma esas cuatro mujeres que sacrifiquéis, y podéis comer de sus car­nes y corazones, y porque no sabemos de qué manera lo hacéis, por eso no las hemos sacrificado agora delante de vosotros, y si sois hombres, come desas gallinas y pan y fruta, y si sois teules mansos, ahí os traemos copal, que va he dicho ques como incienso, y plumas de papagallo; ha­ce vuestro sacrificio con ello” (p. 142).

Cortés y sus hombres pueden entrar como vencedo­res y como aliados en la gran ciudad de Tlaxcala, recibidos como amigos y hermanos por Xicotenga el Viejo y Masees-

Minotauro para desembarazarse del antiguo. Lo dan to­do, oro, pedrerías, esclavos, mujeres, sin duda con la ilu­sión de que aquellos “teuíes” extranjeros, una vez cumpli­da su misión y una vez destruido México, regresarán a su lugar de origen, del otro lado del mar.o o 7

Pero el tributo que los indios tienen que pagar al Mi­notauro no hará sino agravarse, en Cholula, en Tezcoco, en Tenochtitlan. Hay que dar sin interrupción a los con­quistadores nuevos tesoros, mujeres, cautivos, que marcan al hierro con el signo que los enajena para siempre, el “.J.” de la guerra.

Además, después de la conquista, cuando México es­tá exangüe, hambriento, despoblado por las epidemias de gripe y de viruela, el Minotauro sigue tomando su parte de víveres, de mujeres, de esclavos, de oro.

El oidor Ceynos visita la Nueva España en 1530, y lo que ve le horroriza: “En los siete años que la gobernó (Cortés) padecieron los naturales grandes muertes, y se les hicieron grandes malos tratamientos, robos y fuerzas aprovechándose de sus personas y haciendo sin orden, pe­so ni medida. . . ” (citado por José Miranda, El tributo indígena en la Nueva España, 1952, p. 51).

También esto está en el “sueño” de la conquista. Mientras avanzan hacia su ciudad esos “teules” misterio­sos y destructores, el rey Moctezuma trata en vano de des­orientarlos, de desviar al destino. Multiplica las embos­cadas, las trampas mágicas, las embajadas, los regalos. Des­pués de la toma de Cholula, espera que Cortés escogerá el camino más fácil hacia México y tiende una última em­boscada. Cortés, como soldado aguerrido, desbarata el ar­did; baja hacia México por el camino de la sierra, entre !os altos volcanes que vigilan la ciudad. El español Diego de Ordaz es el primero que escala el volcán Popocatépetl, y desde lo alto de su cráter, a 5 450 metros de altitud, des­cubre- el paisaje extraordinario del Valle de México, su

lago inmenso, sus jardines flotantes, sus ciudades blancas unidas por diques.

¡Hace tanto tiempo que los soldados de Cortés sue­ñan con México! Es fácil adivinar el relato que hace Die­go de Ordaz cuando regresa al campamento. Hay algo de fabuloso en esa primera mirada del hombre occidental so­bre aquella capital prohibida, porque esa mirada lleva la señal de la destrucción próxima. Moctezuma ha inten­tado persuadir a Cortés de que vuelva atrás, pues sabe que cuando los “teules” estén allí, no habrá ya nada que es­perar: el destino tendrá que cumplirse.

La historia de la conquista de la Nueva España, tal como aparece a través del relato de Bernal Díaz del Casti­llo, es la de esas dos palabras opuestas que se cruzan, se buscan, intentan convencerse antes de enfrentarse. La palabra astuta y amenazadora del español, la palabra an­gustiada y mágica del rey mexicano. Esas dos palabras no pueden encontrarse, salvo, a veces, gracias al genio de la diplomacia de doña Marina, la compañera de Cortés.

Bernal Díaz admira el don de la palabra y la habili­dad de Hernán Cortés, que sabe con unas palabras dar la vuelta a las situaciones más difíciles, cuando, por ejem­plo, sus hombres quieren abandonar la lucha para regre­sar a Cuba. Hay, en el retrato que hace de Cortés, una nota que explica bien la naturale7a verídica del hombre: “era muy aficionado a juegos de naipes e de dados, e cuan­do jugaba era muy afable en el juego, e decía estos re­moquetes que suelen decir los que juegan a los dados (p. 581).

Es sin duda ese lenguaje cínico y sin escrúpulos el que habla Cortés mientras avanza hacia el interior de Mé­xico. Así, cuando quiere asustar a los emisarios de Moc­tezuma, en Cempoala, les manda, a la cabeza de un ba­tallón de guerreros totonacas, un soldado llamado Here- dia el Viejo, un vasco que tenía, dice Bernal Díaz, “mala

catadura en la cara”; cosido a cicatrices, tuerto, con una gran barba y una pierna coja, el soldado, piensa Cortés, servirá muy bien de espantajo, y el capitán le dice: “co­mo vos sois mal agestado creerán que sois ídolo” (p. 105).

Es ese lenguaje, a veces burlón, a veces amenazante, el que emplea Cortés para levantar el ánimo de sus hom­bres; y es ese lenguaje de jugador de dados el que emplea para engañar, asustar o distraer las fuerzas de sus adver­sarios indios. Se comprende que los indios hayan queda­do fascinados por ese hablador que sabe usar todos los re­gistros, desde el amor a la ira. Los ama, dice, viene de parte de un gran rey que vive allende los mares, y que quiere librarlos del yugo de los mexicas. Pero bajo esas palabras “amorosas”, como dice Bernal Díaz, se oculta la dominación, la espoliación, la esclavitud.

Moctezuma tergiversa, envía delegación tras delega­ción, parlamenta, muestra a su adversario su debilidad, su angustia. ¡Cuál no hubiera sido para el indio la fuerza del silencio! Hablar, en ese juego cruel y fatal, es reco­nocer al otro, es dejarlo entrar en el propio corazón. Es mostrar a los vasallos, a los aliados, que el reino orgullo­so de Tenochtitlan está a punto de acabar, como lo anun­cian todas las leyendas.

Llega el gran Cacamatzin, rey de Tezcoco, para aco­ger a Cortés. Llega, llevado sobre unas grandes andade­ras por ocho príncipes, mientras barren el polvo del cami­no ante él. Es el encuentro de un rey que es el igual de un dios con el hombre que es temido como un dios. El encuentro abre el camino de México.

Es éste quizá uno de los momentos más conmovedo­res de la Historia verdadera de Bemal Díaz del Castillo: la marcha de los soldados españoles, encabezados por los jinetes, todo a lo largo de la calzada que atraviesa el lago hacia la gran ciudad de México-Tenochtitian. En la me­moria de Bernal Díaz, la imagen es pura y deslumbrante

como un sueño —pues todos, en ese instante, tienen el sentido de vivir un sueño, semejante a los “encantamien­tos” del libro de Amadís: “y aun algunos de nuestros sol­dados decían que si aquello que vían, si era entre sueños, y no es de maravillar que yo lo escriba aquí desta mane­ra, porque hay mucho que ponderar en ello que no sé có­mo lo cuente: ver cosas nunca oídas, ni vistas, ni aun so­ñadas, como víamos” (p. 178). A todo su alrededor, so­bre el lago color de cielo, se extienden hasta perderse de vista las ciudades blancas, los palacios de piedra, los jar­dines flotantes, los patios llenos de árboles, dominados por las altas siluetas de las pirámides. Los conquistadores es­pañoles avanzan lentamente por la larga calzada que atra­viesa el lago, desde la ciudad de Ixtapalapa hasta Tenoch- titlan, en el crepúsculo que debe difuminar las formas de los volcanes y hacer aparecer, como a través de una bru­ma, las sombras mágicas y lejanas de los altos templos de Tlatelolco y los palacios de Moctezuma. Y mientras avan­zan, silenciosos y con los ojos llenos de aquellas maravi­llas, son acogidos por los grandes príncipes del Anáhuac y por la multitud de los guerreros y del pueblo mexicano. Sienten sin duda entonces el gran escalofrío de la grande­za, al vivir aquel momento de historia y de leyenda. Ellos, los mensajeros de la destrucción, portadores de muerte, cuyo destino depende entero de aquel encuentro en el po­der de México-Tenochtitlan.

Entonces, al escribirlo, Bernal Díaz no puede dejar de decir su admiración, su maravilla mezclada de tristeza: “Digo otra vez que lo estuve mirando, que creí que en el mundo hobiese otras tierras descubiertas como éstas, por­que en aquel tiempo no había Perú ni memoria dél. Ago­ra todo está por el suelo, perdido, que no hay cosa en pie” Cp. 179).

Por la calzada inmensa que atraviesa el lago, viene por fin al encuentro de Cortés el gran rey Moctezuma en persona, tal como un dios de leyenda: llevado bajo un do­

sel de plumas y de oro, cubierto de sus ropajes en los que se combinan las piedras preciosas, calzado con sus cotur­nos de suela de oro. Nadie puede mirarle de frente, y cuando camina, extienden telas en el suelo delante de él. Ese rey, ese dios vivo, es el que se adelanta hacia Cortés, el que lo acoge a las puertas de México-Tenochtitlan. Ha­ce ya más de un año que se buscan por medio de las pa­labras y que la angustia de Moctezuma crece día a día. Ese instante es fabuloso, trágico. Pues es el instante su­premo del encuentro entre los dos mundos, entre las dos civilizaciones, de un lado el poder divino, del otro el po­der del oro y de las armas. Hay algo vertiginoso en ese encuentro, pues de el sin duda depende el porvenir del mundo occidental. Al admitir a los extranjeros en su uni­verso, al tratar de pactar con ellos, Moctezuma, sin saber­lo, sella la derrota de su mundo, pues el hombre blanco no comparte nunca.

¿Quién es Moctezuma, ese rey de leyenda que pa­rece abandonarse a la fatalidad? Parece a veces, bajo la pluma de Bernal Díaz del Castillo, algún principe del Re­nacimiento, refinado y enamorado del lujo. Pero es tam­bién un rey de leyenda, un semidiós. Hay algo casi in­congruente en el retrato que da de él Bernal Díaz; porque esos españoles, esos aventureros convertidos en héroes a su pesar no pueden ser los iguales de esos reyes y de esos prín­cipes de esencia divina. Hay en la corte de Moctezuma el refinamiento barroco de un príncipe oriental —nos ha­ce pensar en el Mikado del Japón, por ejemplo— unido n la nobleza natural de un hombre criado para reinar. Eso es motivo de maravilla para un hombre tan modesto como Bernal Díaz, que lo ignora todo de la nobleza europea. Pero hay sobre todo lo que él no puede comprender, ni Cortés, ni ninguno de los conquistadores: es que Mocte­zuma no es solamente un hombre, un jefe de ejército; es el representante de los dioses en la tierra, un “ídolo”. Por eso nadie puede mirarle de frente, ni acercarse a él. Vi­

ve rodeado de ritos como un dios, y cuando come, está escondido detrás de un biombo. Es a ese monarca sobre­natural al que los españoles, con un golpe de audacia que sólo unos bárbaros podían imaginar, van a capturar y a guardar como rehén en el palacio de su propio padre.

Puede preguntarse por las razones de la docilidad de Moctezuma. ¿Cómo es que ese poderoso rey, que hace temblar a todo México, que manda al ejército más nume­roso y mejor organizado del Nuevo Mundo, protegido en su palacio, rodeado de sus guardias y de sus grandes sacer­dotes, en el centro de una ciudad que debía contar, en aquella época, con más de un millón de habitantes, cómo es que acepta tan fácilmente esa humillación, esa destruc­ción de su poder?

La razón de este drama es, creo, enteramente mágica. Los sueños, los pronósticos de los magos, las leyendas, los signos del cielo, todo anuncia a Moctezuma el fin de su reino, la llegada de los “teules”. Sabiéndose condenado de antemano por los dioses, persuadido de que nada po­drá cambiar el curso del destino, quiere echar sobre sus espaldas la mayor parte del drama que ha de venir.

Si es cierto que Moctezuma se mostró débil, indeci­so, dominado por esa turbación interior que destruirá la mayoría de los grandes reinos indios, es cierto también que, ante lo irremediable, sabe mostrarse como un verda­dero soberano, que trata ante todo de poner a salvo a su pueblo, a su ciudad.

Moctezuma es ante todo el representante del dios Huitzilopochtli en la tierra. Lleva sus símbolos, aquel “sello y señal de Vichilobos” que arranca de su muñeca cuando Cortés y sus hombres se apoderan de él, lo cual significaba, como dice Bemal Díaz, que “mandaba alguna cosa grave e de peso, para que se cumpliese, e luego se cumplía” (p. 202). Profundamente religioso, Moctezu­

ma debió sentirse desgarrado hasta su fin entre el deseo de29

vengar las afrentas que los extranjeros cometían hacia los dioses, y su total sumisión a su destino que creía ineluc­table.

En aquel enfrentamiento entre América y el Occiden­te, entre los dioses y el oro, se ve bien dónde está el civi­lizado, dónde el bárbaro. A pesar de los sacrificios san­grientos, a pesar de la antropofagia ritual, a pesar de la estructura tiránica de aquella teocracia, no cabe duda que son los aztecas —como los mayas, o los tarascos— los que detentan la civilización. Bernal Díaz del Castillo, como todos los que participan en la colonización, quisiera creer que la destrucción del mundo indio era justificable, por­que era un mundo consagrado a los demonios. Así jus­tifica, como Motolinía, la matanza de Cholula, puesto que permitió la conversión de los indios; así justifica la ma­tanza de Tlatelolco, y la destrucción sangrienta de la ciu­dad de México. Sin embargo, es en las acciones y en las palabras de los vencidos donde encontramos el esplendor perdido de la civilización. Cuando Cortés, que ha subi­do con sus hombres a la cúspide del templo mayor, pide a Moctezuma que renuncie a sus dioses, el rey mexicano no puede dominar su ira:

“Señor Malinche: si tal deshonor como has dicho creyera que habías de decir, no te mostrara mis dioses”.

Cuando los extranjeros se han instalado en el pala­cio de su padre y han violado su sepultura para estimar sus tesoros, Moctezuma intenta primero expiar el pecado cometido contra los dioses; ayuna, reza, hace sacrificios.

Los dioses mexicanos, como los de los mayas, son in­transigentes y terribles. La llegada de los españoles de­bió ser sentida por los indios como un castigo ejemplar. Hasta el último instante, los guerreros mexicas creyeron que sus dioses les darían, al término de aquellas pruebas, la victoria final. Mientras los españoles avanzan encuen­tran aliados, preparan el asalto de la capital, los indios, por

su lado, se ocupan de sus dioses. Multiplican las ofren­das, los sacrificios y lo que Bernal Díaz previsiblemente toma como el signo de una crueldad demoníaca no es en suma sino la consecuencia de la conquista: por todas par­tes donde pasan los españoles, las pirámides y los altares sagrados chorrean con la sangre de las víctimas expiatorias y propiciatorias. Finalmente, durante los tres meses que durará el sitio de México-Tenochtitlan, ni un solo día, ni una sola noche cesarán los redobles de tambores que acom­pañan los sacrificios en el altar de Huitzilopochtli.

Los dioses mexicanos forman parte de ese sueño trá­gico, son sus principales actores. Cuando Bernal Díaz ve por primera vez a los dioses de los aztecas, en el templo de Huitzilopochtli de Tlatelolco, le impresiona su aspec­to espantoso. En su imaginación, esas estatuas que figu­ran seres medio hombres medio bestias, son las mismas de la Edad Media infernal de Europa; porque, obviamen­te, los cánones del arte del Renacimiento no pueden ad­mitir la simbólica del arte indio.

Tales son los dioses aztecas, que Cortés y sus hom­bres descubren con un sentimiento mezclado de curiosi­dad, de codicia y de horror, en lo alto del gran templo de México. Unos meses más tarde, los españoles derribarán esas estatuas hasta el pie de las escaleras de la pirámide, después de haberlas despojado de sus riquezas.

El sueño de la conquista parece perder poco a poco su carácter maravilloso, mientras Cortés y sus soldados permanecen en la ciudad. Para Moctezuma, ese sueño se convierte en una pesadilla cuando es raptado de su palacio y llevado como rehén al palacio de su padre que los extranjeros han transformado en fortaleza. Mocte­zuma siente entonces sobre sí el peso de una falta incomprensible —tal vez el castigo que le infligen los dioses insultados por Cortés durante su primera visita al templo. El rapto de Moctezuma, que es uno de esos actos de temeridad loca de los que está hecha la historia

de Occidente, es para Bernal Díaz una acción dictada por Dios. Para los indios, es un acto sacrilego, puesto que el rey es intocable como los propios dioses. Eso acabará de turbarlos. La fatalidad que sienten entonces, como Moc­tezuma, es la de una voluntad misteriosa, ajena a toda comprensión humana. Si era grande su angustia al co­mienzo de la conquista, cuando creían que aquellos ex­tranjeros eran dioses, se hace mayor aún cuando compren­den que son hombres. Nada podrá pues apaciguar su voluntad de destrucción.

Encadenado, impotente, Moctezuma asiste, lanzando grandes voces según Bernal Díaz, al suplicio de sus jefes militares, quemados vivos por los españoles por haber ata­cado a los españoles de Veracruz y haber recibido el tribu­to en su lugar. Como el oro, la cadena es uno de los sím­bolos de esta conquista, uno de esos signos pesadillescos que los españoles aportan al Nuevo Mundo. Apenas Cor­tés se ha apoderado de la persona de Moctezuma, manda traer de la costa, de Veracruz, una larga cadena de hierro forjado que había traído en sus barcos para ese fin. La cadena está destinada a aprisionar a los grandes jefes del ejército mexicano.

Hay, me parece, algo de pesadilla en la idea de esa larga cadena llegada de allende el mar, y que remonta len­tamente las laderas de las montañas, de poblado en pobla­do, llevada por los esclavos indios, atravesando los bosques y los maizales, hasta el pie del volcán Popocatéped, y que llega finalmente a México-Tenochtitlan, atravesando el gran lago a lo largo del dique, hasta el palacio donde está preso el último rey mexicano. Es en todo caso el sím­bolo que escogerá Cortés, convertido en marqués del Va­lle, después de la conquista, para ilustrar su blasón: las cabezas de los últimos siete reyes del Anáhuac encadena­das.

La cadena de los conquistadores es ciertamente el sím­bolo de esta fatalidad. Cada vez que una nueva humi-

Ilación abruma a Moctezuma, queda como paralizado por el dolor. Cuando Cortés, durante una de esas ceremo­nias judiciarias que sirven para hacer oficial su voluntad, exige de Moctezuma que se someta al rey de España, es­to se hace “con mucha tristeza que mostraron, y el Moc­tezuma no pudo sostener las lágrimas. E queríamoslo tan­to e de buenas entrañas, que a nosotros de verle llorar se nos enternecieron los ojos”, dice Bernal Díaz (p. 217)

El otro signo de la caída de México-Tenochtitlan es una vez más el oro el que lo proporciona. En el palacio de su padre donde está como rehén, sigue siendo Mocte­zuma quien reina; rinde justicia, organiza, manda a sus vasallos. Pero tras él, es Cortés el que recibe el tributo.

El vencido debe pagar una carga muy pesada, y es el tesoro de Axacayatzin, padre de Moctezuma, el que va a ser saqueado. En la cámara funeraria, los españoles se llevan todo lo que es de oro, lo mandan fundir, y transfor­man las joyas sagradas del antiguo rey de Tenochtitlan en barras de tres pulgadas de ancho, por un valor, preci­sa Bernal Díaz, de 600 000 pesos de oro. Esa fabulosa fortuna, es objeto de un reparto en el que Cortés se mues­tra no menos rapaz que, unos años más tarde, los herma­nos Pizarro en Perú. Cortés retiene para sí la misma par­te que para el rey, un quinto, mientras que la mayoría de los soldados apenas recibirá más de cien pesos. La rebel­día gruñe un instante entre los hombres de Cortés, pero el jugador de dados sabe manejar las frases que hacen fal­ta para prometer, para apaciguar.

Tales son los verdaderos símbolos de la conquista: la cadena y los lingotes. Cuando, en el momento de la insurrección, los dioses Huitzilopochtli y Tezcatiploca respondan por la boca de los oráculos a las ofertas de paz de Cortés, dirán en efecto que no pueden quedarse en un lugar donde son tal mal tratados por los “teules” y donde el oro sagrado se transforma en 'ladrillos”.

Y Moctezuma, cuando Cortés le pide que plante una cruz en la cúspide del templo mayor, exclama aterrado:

“¡Oh, Malinche y cómo nos queréis echar a perder a toda esta ciudad!”.

El acto maléfico de la historia de la conquista es la matanza del gran templo de México. Cortés, alejado de la capital para luchar contra su enemigo y rival Narváez, deja la guarnición y a su rehén real entre las manos de su lugarteniente, Pedro de Alvarado, al que los indios han apodado “el Sol”.

Para Bemal Díaz, la matanza del templo de Méxi- co-Tenochtitlan es un contraataque de Alvarado amenaza­do por un complot de los aztecas. Habla incluso, en el des­orden sangriento que sigue a la matanza, de la interven­ción milagrosa de la Virgen y del Señor Santiago: en el transcurso de las batallas aparecía una gran “tecleci- guata,”, es decir una gran dama, que arrojaba tierra a los ojos de los indios y los cegaba, mientras que un “teu- le” rubio cabalgaba en su caballo blanco y les hacía da­ño (p. 265).

La matanza de Tlatelolco es el instante de ruptura entre los dos mundos.

Durante algunos meses, el terror, la desesperación, y también esa especie de fascinación que los indios han sen­tido hacia esos extranjeros que venían a traerles algo nue­vo, han permitido lo cohabitación. La matanza de Tlate­lolco es la señal de la guerra sin merced que los indios rea­lizan para expulsar a los españoles e intentar recobrar cu equilibrio, su poder, sus dioses.

Como siempre, Cortés, vuelto apresuradamente de la costa de Cempoala, decide herir en el corazón. A espa- dazos, a arcabuzazos, se abre con algunos soldados un ca­mino hasta el templo. Sube con sus hombres hasta lo al­to de la pirámide y prende fuego a los ídolos.

Desde ese momento no puede haber merced ni de un lado ni del -otro. Sitiados en su palacio, sin víveres, s n agua, los españoles están condenados. Entonces tiene lu­gar uno de los instantes culminantes de la tragedia, la muerte del rey Moctezuma, “en el año dos pedernal”, co­mo dice el cronista anónimo. El hombre que fue dema­siado sumiso al destino, encadenado por el conquistador, es llevado hasta las murallas. Le obligan a hablar a sus súbditos, a los jefes guerreros. Pero es demasiado tarde. Los mexicanos responden: “¡Oh, señor, y nuestro gran señor! ¡y cómo nos pesa de todo vuestro mal y daño y de vuestros hijos y parientes! Hacemos os saber que ya he­mos levantado a un vuestro pariente por señor”.

Moctezuma, renegado por su pueblo, ya no existe. Cuando Cortés quiere utilizarlo una vez más (no sin an­tes haberlo tratado de “perro”), Moctezuma le dice tan sólo estas palabras, que son sin duda las más tristes de es­ta Historia verdadera:

¿“Qué quiere ya de mí Malinche, que yo no deseo vivir. . (p. 270).

Son en efecto sus últimas palabras, pues, arras­trado a la fuerza hasta las murallas, será alcanzado por una piedra lanzada por un guerrero de su pueblo y se de­jará morir de esa herida. Cortés manda devolver el cuer­

po del soberano inmolado a sus enemigos, pero es menos por magnanimidad que por astucia, pues sabe que la vis­ta del rey muerto sumirá a los indios en el mayor dolo y que eso le dará algunos días de respiro para prepara su fuga.

En la noche del 10 de julio de 1520 —menos de un mes después de su entrada maravillada en la capital azte­ca—, bajo una lluvia'fría, los españoles huyen .sin. gloria, perdiendo en la batalla una gran parte de sus hombres, de sus caballos y de su botín de oro. Esa derrota de Cor­tés," conocida más tarde con el nombre de “la Noche Tris-

te”, es la que Bartolomé de las Casas, por su parte, llama una “justísima y santa guerra”.

Los mexicas desde ese momento ya no cederán. Pe­ro es demasiado tarde. A pesar de esa victoria, la exter­minación final del mundo indio no puede ya impedirse.

La reconquista de México-Tenochtitlan se hará gra­cias al arma mayor de Cortés: su palabra, que permite a los españoles reunir a todos los enemigos de los aztecas para el asalto final. Pero se hará también gracias al más temible aliado de los europeos: la viruela. En unas ho­ras, diezma a los habitantes de la capital, llevándose a los hombres más valientes, como Cuidáhuac, el nuevo rey de México.

Después de la efímera victoria de la Noche Triste, mientras los mexicanos sacrifican a sus dioses y dicen ora­ciones por los muertos, Cortés y sus hombres inician su larga marcha de cerco que va a aislar a la capital, y re­clutan una tras otra a todas las naciones vasallas de los az­tecas. Xicotenga (bautizado don Lorenzo de Vargas) y Netzahualpinzintli, rey de Tezcoco (bautizado don Her­nán Cortés en honor del conquistador) proporcionan los víveres y el apoyo de sus guerreros.

El gran ejército, compuesto sobre todo de indios hos­tiles a los mexicas, sigue a los Conquistadores, dice Ber- nal Díaz, “como cuando en Italia salía un ejército de una parte a otra y le siguen cuervos y milanos y otras aves de rapiñas que se mantienen de los cuerpos muertos que que­dan en el campo desque se daba una muy sangrienta ba­talla” (p. 329).

La hambruna, consecuencia de la guerra y de las epi­demias, es la sombra más siniestra aún de ese Minotauro que despuebla los alrededores de México. Viviendo eso, viendo eso, no hay duda de que los indios debieron creer que habían sido abandonados por sus dioses y que el fin de su raza se acercaba,

A la exterminación devorante de los españoles res­ponde la crueldad mágica de los indios. Los soldados cap­turados durante la Noche Triste son sacrificados en el al­tar de Huitzilopochtli y la piel de sus rostros enviada a los principales vasallos de México. Por todas partes resue­nan sin cesar los gritos de guerra y los silbidos de los in­dios, y el obsesionante ruido del tambor.

Para atacar a México-Tenochtitlan, Xicotenga el Mo­zo llega de Tlaxcala con sus guerreros, llevando los estan­dartes adornados con el fabuloso “pájaro blanco”, y desfi­lan ante los españoles gritando “¡Castilla! ¡Castilla!” y “¡Tlaxcala! ¡Tlaxcala!”

El ataque comienza el 13 de mayo de 1521. Cortés ha podido reunir alrededor de su tropa a unos veinticinco mil indios aliados. Ahora ya no se trata de magia ni de audacia. Es el número el que va a vencer a los mexica­nos.

Aislado, con su provisión de agua cortada, sin alimen­tos, México-Tenochtitlan logrará sin embargo resistir du­rante tres largos meses, rechazando cada día con heroísmo el asalto de los españoles a sus diques y en el lago. A veces, en esos combates, parece que el destino vacila, co­mo en Xochimilco, cuando Cortés cae de su caballo “Ro­mo” y es apresado por guerreros mexicanos. Pero Cris­tóbal de Olea logra arrancarlo a la muerte.

Este último acto del drama mexicano revela, a través de la Historia verdadera de Bernal Díaz, a un héroe de leyenda: el joven Cuauhtémoc, el nuevo rey de México- Tenochtidan, que se convertirá más tarde en uno de los símbolos de la independencia de México. Cortés, que siente en él a un enemigo de valor, intenta seducirlo con promesas de paz y de perdón. Pero Cuauhtémoc no res­ponde. Sabe que el silencio es toda su fuerza.

Bernal Díaz del Castillo fue sin duda el primero que sostuvo la leyenda del joven guerrero: era, escribe, “man­

ir

cebo de hasta veinte y cinco años, bien gentilhombre para sér indio” (p. 288); y añade, en ocasión de su cap- cura: “era de muy gentil disposición, ansí de cuerpo co­mo de faiciones, y la cara algo larga y alegre y los ojos más parecían que cuando miraba que era con gravedad que halagüeños, y no había falta en ellos ( . . . ) ; y la co­lor tiraba su matiz algo más blanco que a la color de in­dios ' morenos, y decían que era sobrino de Montezuma, hijo de una su hermana, y era casado con una hija del mesmo Montezuma, su tío, muy hermosa mujer y moza” (p. 388).

Cuauhtemoc es el puro héroe de esta leyenda soña­da. Valiente hasta la temeridad, comprende antes que todos los demás —como lo había adivinado sin duda su tío Moctezuma— que el resultado será fatal. Cuando Cortés, desalentado por la resistencia encarnizada de los mexicanos, les hace ofertas de paz, el joven rey responde por fin: “más vale que todos muramos en esta ciudad que no vernos en poder de quienes nos harán esclavos, y nos atormentarán por oro. . (p. 379).

La magia es pues la última embriaguez de esos hom­bres condenados. Embriaguez ensangrentada por los sa­crificios de los soldados españoles capturados durante la batalla de Tlatelolco, como si los dioses pudiesen renacer un instante del desastre, cuando a su alrededor los hom­bres mueren de hambre, de enfermedad, de agotamien­to. Los últimos días de la capital mexicana parecen liga­dos a esa pesadilla, a esa embriaguez mortal.

La música de los sacrificios resuena terriblemente pa­ra los españoles, que saben que sus compañeros están mu­riendo, y Bernal Díaz al describirla, vuelve a sentir el es­calofrío de horror de aquellos instantes: “tomó a sonar el atambor muy doloroso del Huichilobos, y otros muchos caracoles y cornetas, y otras como trompetas, y todo el sonido de ellos espantable, y mirábamos al alto cu en don­

de las tañían, y vimos que llevaban por fuerza las gradas arriba a nuestros compañeros que habían tomado en la derrota que dieron a Cortés, que los llevaban a sacrificar; y desque ya los tuvieron arriba en una placeta que se hacía en el adoratorio donde estaban sus malditos ídolos, vimos que a muchos dellos les ponían plumajes en las cabezas y con unos como aventadores les hacían bailar de­lante del Huichilobos, y desque habían bailado, luego les ponían despaldas encima de unas piedras, algo delgadas, que tenían hechas para sacrificar, y con unos navajones de pedernal los aserraban por los pechos y les sacaban los co­razones huyendo y se los ofrescían a sus ídolos que allí presentes tenían, y los cuerpos dábanles con los pies por las gradas abajo; y estaban aguardando abajo otros indios carniceros, que les cortaban brazos y pies, y las caras des­ollaban, y los adobaban después como cuero de guantes, y con sus barbas las guardaban para hacer fiestas con ellas cuando hacían borracheras, y se comían las carnes con chilmole, y desta manera sacrificaron a todos los demás, y les comieron las piernas y brazos, y los corazones y san­gre ofrecían a sus ídolos como dicho tengo, y los cuerpos, que eran las barrigas y pies, echaban a los tigres y leones que tenían en la casa de las alimañas”, (p. 371).

Es pues la última fiesta caníbal que celebra México- Tenochtidan antes de morir. La embriaguez de esa fiesta se prolonga hasta el último instante. Cada noche, Bernal Díaz y sus compañeros oyen resonar el “maldito atambor” obsesionante y trágico. Porque era, dice Bernal Díaz, “el más maldito sonido y más triste que se podía inventar, y sonaba lejos tierras, y tañían otros peores instrumentos y cosas diabólicas, y tenían grandes lumbres, y daban grandísimos gritos e silbos” (p. 376).

Son el hambre, la sed y la enfermedad las que dan cuenta de las últimas resistencias del pueblo mexicano bajo el empuje de Cortés y de los hombres de Tlaxcala. Cuauhtémoc abandona el centro de la ciudad, los pala­

cios, los templos. Los españoles queman los ídolos. Al intentar huir a bordo de una piragua, el joven rey es cap­turado por uno de los bergantines españoles que han cor­tado la vía del lago, piloteado por un tal Garci Holguín. Llevado ante Cortés, Cuauhtémoc dice únicamente estas palabras heroicas, relatadas por Bemal Díaz: “Señor Malinche: ya he hecho lo que soy obligado en de­fensa de mi ciudad, y no puedo más, y pues vengo por fuerza y preso ante tu persona y poder, toma ese puñal que tienes en la cinta y mátame luego con él” (p.387).

Entonces empieza el silencio. Es el silencio lo que más asombra a Bernal Díaz en los instantes que siguen a la caída de México-Tenochtitlan. Pues “desque se hubo preso Guatemuz quedamos tan sordos todos los soldados como si antes estuviera un hombre llamando encima de un campanario y tañesen muchas campanas, y en aquel instante que las tañían cesasen de las tañer, y esto digo al propósito porque todos los noventa y tres días que so­bre esta ciudad estuvimos de noche y de día daban tantos gritos y voces unos capitanes mejicanos apercibiendo los escuadrones y guerreros que habían de guerrear con los bergantines y con nosotros en las puentes, y otros en hin­car palizadas y abrir y ahondar las aberturas de agua y puentes y en hacer albarradas; otros en aderezar vara y flecha, y las mujeres en hacer piedras rollizas para tirar con las hondas; pues desde los adoratorios y torres de ídolos los malditos atambores y cornetas y atabales dolorosos nunca paraban de sonar. Y desta manera de noche y de día teníamos el mayor ruido, que no nos oíamos los unos a los otros, y después de preso el Guatemuz cesaron las voces y todo el ruido” (p. 388).

Ese silencio es el de la muerte de un pueblo. Des­pués de las astucias y las tratativas —el lenguaje burlón y astuto del jugador de dados—, después de los clamores, de las imprecaciones, de los “silbos” de los indios, y del

ritmo obsesivo de los tambores del templo de Huitzilo- pochtli, el silencio vuelve a cerrarse sobre aquel mundo arrasado. Reina ahora en él, guardando sus secretos, sus mitos, sus sueños, todo lo que los conquistadores, por un privilegio que a veces sintieron sin comprenderlo bien, entrevieron brevemente antes de destruirlo.

Más tarde, alejado por el tiempo, Bernal Díaz escri­be esa Historia verdadera para recuperar aquella belleza, aquella vida. Pero lo que descubre sobre todo entonces es la impresión fatal del desastre, que está en el corazón de esa leyenda: todo será arrasado, derribado, matado: “digo, que juro, amén, que todas las casas y barbacoas de la laguna estaba llena de cabezas y cuerpos muertos, que yo no sé de qué manera lo escriba ( . . . ) . Yo he leído la destrucción de Jerusalén; mas si fue más mortan­dad quésta, no lo sé cierto, porque faltaron en esta ciudad tantas gentes, guerreros de todas las provincias y pueblos subjetos a Méjico que allí se habían acogido, todos los más murieron, y, como ya he dicho, así el suelo y lagu­na y barbacoas todo estaba lleno de cuerpos muertos, y hedía tanto que no había hombre que lo pudiese su­frir. . (p. 389).

Ese silencio que se cierra sobre una de las más gran­des civilizaciones del mundo, llevándose su palabra, su verdad, sus dioses y sus leyendas, es también un poco el comienzo de la historia moderna. Al mundo fantástico, mágico y cruel de los aztecas, de los mayas, de los taras­cos, va a suceder lo que llaman la civilización: la esclavi­tud, el oro, la explotación de las tierras y de los hombres, todo lo que anuncia la era industrial.

Sin embargo, al desaparecer ese silecio, como vuelto al origen mismo de los tiempos, el mundo indio ha deja­do una marca imperecedera, en alguna parte, en la su­perficie de la memoria. Lentamente, irresistiblemente, las leyendas y los sueños regresaron, restituyendo a veces, en

medio de las ruinas y de los despojos del tiempo, lo que los conquistadores no pudieron borrar: las figuras de los dioses antiguos, el rostro de los héroes, los deseos inmor­tales de las danzas, de los ritmos, de las palabras. Bernal Díaz del Castillo nos hace entrar en ese largo sueño cuyo fin no conocemos.