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Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 31 1964

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François Fontaine

a t l á n t i c o Publ icac ión mensual del Servicio de Información de los Estados Unidos

(USIS). Embajada de los Estados Unidos de América. Madrid - España

E D I T O R I A L

E N D E F E N S A D E O C C I D E N T E 5

El autor pide la unidad de la sociedad occidental e inst i tuc iones que la consol iden. He aquí la tes is que expone François Fontaine sobre el mundo a t lán t i co : más que una a l ianza, pero menos que una comunidad.

William 6. Andrews

Robert E. Spílier

EL B I P A R T I D I S M O 1 2

El sistema de dos grandes partidos domina la vida po l í t ica americana. No obstante,su Const i tuc ión ni siquiera nombra la ex is tencia de los part idos.

R E P U B L I C A N O S Y D E M Ó C R A T A S 22

¿Cómo d is t ingu i r un demócrata de un republicano? Las di ferencias no son tan grandes como para poner en pel igro la ex is tenc ia de la nación ni tan pequeñas como para que los ciudadanos no tengan dónde elegir .

EL R E D E S C U B R I M I E N T O CRIT ICO D E A M E R I C A 30 Sólo en los últ imos tiempos se ha empezado a estudiar seriamente la l i ­teratura americana. No obstante antes de ser una gran potencia la na­ción norteamericana ya había producido una l i teratura de primera f i l a .

EL M U N D O D E LA M U S I C A 38 Dos señalados acontecimientos musicales en el mes de octubre: actua­ción en España de la Orquesta Sinfónica de Pi t tsburgh, bajo la dirección de Wi l l iam Steinberg y Primer Fes t i va ! de Música de América y España.

C U B I E R T A

Designación de los candidatos pres idencia les: una Asamblea de Part ido.

Redacción y distribución: Castellana, 37 MADRID (1)

Las opiniones expresadas en los artículos publicados en ATLÁNTICO no representan necesariamente e/ punto de vista o la política del Gobier­no de los Estados Unidos, Se ofrecen a los lectores como muestras de análisis o de pareceres acerca de diversos temas culturales, intelectua­les o de política internacional relacionados con la vida norteamericana.

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E D I T O R I A L Tras una larga pausa, volvemos a presentarnos a nues­tros lectores, esta vez con un formato mayor que espe­

ramos resulte más atractivo. Lamentamos que un cambio a otros locales nos impidiese imprimir los números de septiembre y octubre. Sin embargo, la mu­danza nos dejó tiempo para estudiar la lista de suscriptores que hemos adap­tado a nuevas exigencias. Dado que ATLÁNTICO no es una publicación in­formativa de tipo popular, como nuestra anterior NOTICIAS DE ACTUALI­DAD, sino una revista de opiniones contemporáneas, dedicada a temas culturales y a las relaciones internacionales, hemos tenido que revisar cui­dadosamente la lista para incluir en ella, principalmente, a personas dedi­cadas a actividades intelectuales. Damos, pues, la bienvenida a los que nos leen por vez primera, esperando que ATLÁNTICO resulte interesante.

Al reaparecer tras un verano caluroso y no exento de peligros —baste sólo mencionar el golfo de Tonkin, Chipre, el Congo y los disturbios raciales en las grandes ciudades norteamericanas— vemos que tales problemas nos siguen acompañando. Como reverso de la medalla tuvimos, por lo menos, el pintoresco espectáculo de las Asambleas de los dos partidos políticos americanos que eligieron sus candidatos presidenciales para una contienda electoral muy animada. Porque, en esta ocasión, tenemos dos equipos de candidatos que difieren fundamentalmente respecto a los métodos para lograr los miamos fines: la paz, la libertad y la prosperidad, es decirr los obje­tivos de todo gobierno democrático.

Por una parte está la profunda convicción conservadora*del candidato del partido republicano y, frente a ella, el liberalismo moderado de los can­didatos demócratas. No queriendo ser sólo un " e c o " de sus adversarios demócratas, el senador Goldwater pide una política exterior más batalladora, unida a una política interior de rienda más suelta, con menos intervención del poder federal en los asuntos de los diversos estados.

En cambio, el presidente Johnson está resuelto a continuar su política exterior que, aunque no menos decididamente anticomunista, se inclina más hacia la conciliación y la búsqueda persistente de puntos en los que el Este y el Oeste puedan llegar a un acuerdo, mientras que en la esfera na­cional se muestra también decidido a emplear los poderes federales cuando crea que están en peligro los derechos humanos o el bienestar de los ciu­dadanos.

Gran parte del mundo presenciará las elecciones de noviembre con gran expectación, dado el peso de la política de los Estados Unidos y las pre­carias situaciones que existen en Asia, Africa y Oriente Medio. No obstante, para que las voces de los agoreros no monopolicen excesivamente nuestra atención, debemos recordar que brillan aquí y allá señales de esperanza en este mundo sometido a dura prueba por una larga guerra fría.

Consideremos la condición del negro. No cabe duda de que el negro está progresando para ya no volver nunca a su humillación y aislamiento secu­lares. Goza ahora de más libertad, más consideración y mejor instrucción que nunca. Y esto no sólo en los Estados Unidos, donde ahora dispone de la ley más importante de cuantas se han promulgado.desde la Proclama de la

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Emancipación para apoyarle en la lucha por sus derechos, sino en todas partes. En el Sureste de Asia, en esa atormentada península donde Vietnam y

Laos siguen buscando su unidad nacional, sin la cual no pueden luchar con éxito contra las sublevaciones en su propio territorio, tan hábilmente ali­mentadas desde el Norte ¿acaso estará todo inevitablemente perdido? Cree­mos que no, tanto por la firmeza de los compromisos contraídos por Estados Unidos como por la creciente ayuda técnica y, en el fondo, moral que vienen prestando otros países del mundo libre. De lograrse la unidad nacional ¿por qué al final no habría de ocurrir como en Malasia y Filipinas, quedando la rebelión sofocada sin llegar a un Dien-Bien-Fu?

Volviendo a Africa ¿cuántas veces se ha augurado que el Congo, ese Congo caótico despedazado por la rebelión, tenía sus horas contadas? Pero ahí está, aguantando todavía. ¿Y quién se atrevería a afirmar que la Organi­zación de Unidad Africana no llegará finalmente a prescindir de sus diferen­cias internas para ayudar a sus hermanos congoleños aunque sólo sea a fin de evitar que la guerra fría se extienda al corazón del continente africano?

En la tragedia de Chipre se enfrentan dos aliados que habían sido tra­bajosamente reconciliados tras una larga historia de conflictos, dos antiguas comunidades desgarradas por un nacionalismo exacerbado, alimentado por aquellos que no pierden ocasión de sembrar la discordia en la Alianza At­lántica. ¿Habrá acaso alguien que crea realmente que las Naciones Unidas y la Alianza Atlántica van a consentir que se encienda otra gran hoguera en esta parte del mundo? Lo dudamos mucho.

Finalmente, tenemos a los países de Europa, deseando vivamente lle­gar a ser una gran potencia por derecho propio y que, incapaces todavía de dar con la fórmula para vencer sus antiguos nacionalismos, no acaban de forjar los instrumentos comunes indispensables en una gran potencia, con su política propia y su complejo y costoso sistema de defensa. A pesar de todo ello, las naciones europeas han recorrido ya mucho camino hacia la integración económica y la articulación de sus sistemas defensivos como para poder dar marcha atrás, así que„ finalmente, acabarán orientándose hacia un federalismo, siempre y cuando una equivocada política de hegemo­nía no venga a desbaratarlo todo.

A los que pudieran pensar que todo esto es un puro deseo, un puro ¡ojalá!, se-les podría decir que quién iba a pensar hace sólo unos años que reinaría la calma en Berlín (para no mencionar Quemoy y Matsú), que los experimentos nucleares, al menos los soviéticos y norteamericanos, no se­guirían emponzoñando la atmósfera y que Kruschev se mostraría dispuesto a ir a Bonn para conferenciar con el Gobierno de Alemania Occidental.

Este es, pues, a grandes rasgos, el cuadro que nos ha legado el cálido verano y al que, sin duda, tendremos que volver en estas páginas, abiertas a las comunicaciones de los lectores en la sección de "Cartas" que reapa­recerá en breve. Pero no por ello dejaremos de tratar temas, a la larga, más positivos y amenosi la educación, las artes y las letras. Porque el mundo se encuentra en medio de una revolución científica y social tan profunda como para obligarnos a revisar los propios fundamentos de nuestras civili­zaciones. Esperamos tratar de tales temas en estas páginas con la máxima sinceridad, sin ninguna estéril nostalgia por un pasado inevitablemente fe­necido. Antes bien, mirando hacia adelante, esperamos abordar esas ideas que prometen una mejor organización de hombres y máquinas, de Estados y civilizaciones, en una palabra, la creación de un humanismo moderno a escala mundial.

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François Fontaine

EN DEFENSA DE OCCIDENTE

François Fontaine ha sido durante mucho tiempo íntimo colaborador de Jean Monnet y ocupa un puesto importante en las comunidades europeas. Ha publicado diversas obras, entre el las "La Nation-frein - Essai sur la France " (1956) y "La Démocratie en Vacances" (1959). Por cortesía de la revista "Preuves", en la que apareció, reproducimos aquí las partes esencia les del artículo de François Fontaine "Plaidoyer pour l'Occident"

Creíamos que el acontecimiento fundamental de este medio siglo sería la aparición de estructuras comunitarias que reemplazasen progre­sivamente al viejo principio egoísta de las soberanías nacionales.

La construcción de Europa debía ser la primera y necesaria etapa de este brote de civilización, pero sólo una etapa. Cuando emprendimos la tarea de unificación del continente, nuestras perspectivas eran simples. Se trataba de liberar a los europeos de las trabas de todas c lases que los ahogaban física y moralmente y les obligaban a desarrollarse los unos a costa de los otros.

Pensábamos en una Federación porque este marco constitucional, ya conocido, parecía corresponder a las necesidades de organización política del nuevo conjunto. Pero lo esencial para nosotros era menos este logro que el proceso de transformación pacífica iniciado con la creación de la prime­ra comunidad especial izada. No sabíamos dónde se detendría en el espacio o en el tiempo, ya que no conocíamos su potencial revolucionario, y no ha­bíamos hecho saltar fronteras para asignarnos otras, ni habíamos roto pe­queños nacionalismos para edificar uno muy grande. Francamente, nos habíamos preocupado poco del papel de esta fuerza naciente en el equili­brio mundial, pero nuestras intenciones eran inequívocas.

Ante todo, la Europa unida no se convertiría en una tercera potencia, en un bloque político que se reservase el desempeñar un papel propio en­tre el Este y el Oeste . Sería independiente, en el sentido económico, en el grado en que sus habitantes pagasen con el producto de su trabajo todos sus gastos interiores y exteriores. Pero nos parecía que, una vez asegurado este equilibrio de cuentas, la dignidad de los europeos estar ía a salvo y que no sentirían malestar alguno en reconocer, e incluso en reforzar, los

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lazos exteriores inspirados por el sentimiento o impuestos por la nece­sidad.

Ahora bien, en el momento en que se acerca a la independencia econó­mica y cuando va a poder considerar sin complejos sus relaciones con los compañeros que ella misma ha escogido, Europa oye que se le propone un nuevo ideal: la independencia política. Singular contratiempo. La inde­pendencia política es una reivindicación de los débiles , que carece de sentido cuando por fin se han logrado los medios de elegir libremente su destino: en tal caso se elige ligarse a los amigos, al mismo tiempo que nos encontramos ligados a los adversarios por un pacto de supervi­vencia.

Si la vieja Europa se ha recuperado hasta el punto de impedir que los dos Grandes se enfrenten en su cabecera, no hay que deducir que deba erigirse en arbitro entre el los . Europa pertenece al Oeste, en el cual se había convertido en un elemento débil y en el cual va a recobrar sólidamen­te su puesto. Si durante bastante tiempo ha sido dependiente de los Esta­dos Unidos, no hay ninguna lógica del crecimiento que implique que deba separarse de el los . Si ha desarrollado su fuerza económica y, en cierto gra­do, su fuerza militar con la ayuda y bajo la protección americana, ello no la obliga al reconocimiento, pero menos todavía a la ingratitud. Con una falsa concepción de los movimientos de la historia, sacada de no se sabe que psicología primaria de los del corazón, se nos quisiera convencer de qué a partir de ahora es inevitable una crisis de confianza entre Europa y los Estados Unidos.

Muchas personas parecen resignarse un poco apresuradamente a este enfrentamiento. Y con frecuencia son los mismos que combatieron a la Eu­ropa unida en su nacimiento los que, adelantándose a su mayoría de edad, reclaman ahora su emancipación. El nacionalismo, desalojado de sus fronteras terrestres, se instala ahora en las fronteras marítimas. Prohibido en el continente, espera iniciar una nueva carrera intercontinental. Final­mente, el neutralismo que no había logrado seducir a una Europa desarma­da piensa que tiene su oportunidad prometiendo una defensa puramente eu­ropea. En resumen, vamos a encontrar en perfecta formación el frente de nuestros antiguos adversarios, a los cuales creíamos haber derrotado. En esta ocasión libraremos una batalla naval, puesto que lo que está en juego es el Atlántico, centro vivo de la unidad occidental, cuyo destino no pue­de ser separado del de la unidad europea.

L A S G R A N D E S M A N I O B R A S D E LA D I S O C I A C I Ó N i _ : 1

Todo el mundo puede ver a simple vista en este año de 1964 cómo se elabora, con una mezcla de elementos conscientes e inconscientes, maquia­vélicos en algunos e inocentes en otros, hoscos o simplemente críticos, un equívoco histórico que puede bloquear las oportunidades de una civi­lización.

Se trata de la civilización occidental. Europa, que la inventó, no es su única depositaría. América del Norte explota todas las patentes y aña­de las suyas propias. Hoy en día está difundida por toda la tierra, y su dis­persión es a la vez su fuerza y su debilidad. Ya no se sabe dónde está su polo. Ya no se sabe incluso cuáles son las leyes del magnetismo civiliza­dor. Los subproductos o las malas imitaciones de nuestra cultura pueden colmar en el futuro las necesidades de las tres cuartas partes de los pue­blos. Rusia, que ha penado veinte años para tomarnos en préstamo los me­dios para reemplazarnos, se ve desafiada por China, a la que basta mucho

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menos para deslumhrar a los países pobres. Si la civilización occidental se define por un cierto nivel de potencia

y de capacidad técnica, la encontramos por todas partes en diferentes fa­ses de desarrollo, y lia perdido importancia el hecho de que tenga o no un centro activo. Por el contrario, son muchos los que quisieran amortiguar el fuego, un poco demasiado vivo, de la máquina de crear ideas y de fabricar objetos que sigue, sin ningún signo de desgaste , batiendo sus propias mar­cas en uno y otro lado del Atlántico Norte. ¿Quién tiene la guarda de este fuego? Precisamente en torno a esta pregunta se alza la controversia más peligrosa de nuestro tiempo.

Una corriente, poderosamente alimentada en Francia, tiende a impreg­nar a los europeos de un sentimiento de arrogante suficiencia. Esta sufi­ciencia padece una contradicción que los espíritus formados en las viejas doctrinas nacionalistas no han logrado superar todavía: ¿cómo se explica que precisamente ahora que no se debe nada a nadie se siga vinculado a todo el mundo y, especialmente, a los antiguos acreedores? Con todo el mundo todavía sería posible arreglarse; y un cierto neonacionalismo fran­cés se complace imaginando una red europea de relaciones universales, muy dúcti les, animada desde París . Pero que los lazos materiales más fuertes y más difíciles de deshacer sean los que nos unen a nuestros anti­guos protectores, a nuestros rivales en influencia, es una situación inacep­table para los autonomistas europeos. Los más inteligentes ven, por el con­trario, que esta interacción creciente de las grandes unidades económicas tiene lógica, pero hacen que el acento recaiga, más intensamente, sobre las diferencias culturales. Quisieran que se admitiese que és tas son fundamen­tales y, a partir de esta premisa, que las solidaridades materiales son fe­nómenos secundarios, quizá inevitables, pero en cualquier caso paradó­j icos .

Este intento de disociación de la cultura europea y de la cultura ame­ricana en el momento en que se organiza, por necesidad y en provecho mu­tuo, una estrecha interpenetración de los intereses materiales de los dos continentes, no puede conducir más que a graves trastornos psicológicos. No hay que tener miedo a denunciar en la campaña de propaganda que se está realizando actualmente para oponer valores superiores, calificados de europeos, a un modo de vida caricaturesco, calificado de norteamericano, una maniobra puramente política. Es evidente que se intenta crear artifi­cialmente una fisura moral entre dos lóbulos de una misma civilización ¿Cuál es el fin de esta operación y cuáles son sus posibilidades de éxito?

LAS RENTAS DE UNA RICA DOTE CULTURAL

Consideremos más atentamente a aquellos que son sensibles a la de­mostración de la superioridad de Europa sobre América y que temen de bue­na fe el peligro de decadencia que nos haría correr un contacto demasiado fácil. Los encontramos cada día en la intelectualidad francesa y, menos fre­cuentemente, en la alemana e italiana. En cualquier caso, es en Francia dónde demuestran más nerviosismo, quizá por ser el lugar en el que el pro­blema se plantea con mayor frecuencia y en términos especialmente insi­diosos "¿Quieren ustedes —se pregunta— convertirse en americanos o pre­fieren que nuestra civilización siga sus propios caminos?" La contestación se impone, no sólo porque esta sobrentendido que la vía norteamericana es regresiva sino también porque una pregunta así formulada es un desafío al patriotismo y provoca una reacción defensiva. ¿Quién no escogería la fide­lidad a su cultura amenazada? Cuando se llega ahí, no se pregunta si la

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elección es real. Pero precisamente esa es la cuestión. Quizá haya habido, en efecto, una elección real, pero el momento ha

pasado inadvertido. Lo seguro es que esta elección ya nunca más nos será propuesta por los hombres, ya que fue zanjada por la historia. Ya no se trata de saber si seguiremos siendo puramente europeos o si nos convertiremos en americanos; la mezcla está ya muy avanzada y las orillas que baña el Atlántico pertenecen a una civilización común de ahora en adelante, en la cual dentro de poco las diferencias no afectarán, como en todos los demás s i t ios , más que al clima y al carácter de las poblaciones.

Se quiera o no, la dote cultural que entregamos a la América del Norte, al establecerse, no ha dejado de sernos restituida, y la famosa ayuda eco­nómica y militar que tanto se ha valorado estos últimos veinte años cuenta bien poco en comparación con la influencia moral que los Estados Uni­dos ejercen sobre Europa occidental desde hace varias generaciones. Ade­más, esta influencia no es unilateral, y a los europeos les gusta bastante subrayar su aportación constante a la formación del genio americano. ¿Es beneficiosa para nosotros? ¿Es excesiva? Es tas preguntas, en relación al pasado, son vanas. Nuestro saldo americano es definitivo y la corrup­ción, si de corrupción se trata, es incurable. Pero para el porvenir hay una duda, y se nos lleva a la elección en la cual se querría acorralarnos en 1964.

Por el contrario, hay algo que todavía puede ser decidido en 1964 ,y de lo cual depende la vitalidad de la civilización atlántica en su con­junto y de cada uno de sus componentes en particular: la creación de un marco casi institucional en el cual los Estados Unidos y la Europa en vías de unificación tratasen en común sus problemas comunes, en pie de igualdad. A falta de tal marco, todo pasa como si el grupo humano más activo, más rico y más objetivamente homogéneo, se condenase a perma­necer en estado informe, paradójicamente menos organizado, menos es­tudiado, menos confesable incluso que cualquier sociedad polinesia. ¿De­jará la sociedad occidental de oponerse a sí misma, de desgastarse en querellas teológicas y en envidias o bien reconocerá su unidad fundamen­tal y pondrá en funcionamiento las estructuras políticas capaces de conso­lidarla?

DOS BATALLAS EN DEFENSA DE OCCIDENTE

¿Por qué este problema, cuya solución práctica no es para mañana por la mañana, se plantea ya desde hoy? No somos nosotros los que hemos ini­ciado el combate. Nosotros estábamos demasiado seguros de que el tiempo estaba de nuestra parte para anunciar prematuramente el nacimiento de una civilización que, por primera vez, se formaba pacíficamente. Por esta mis­ma razón ha sido por la que los avisados enemigos de la Europa más gran­de, de la inmensa zona civilizadora que puede ser el mundo atlántico, han precipitado su ataque. Vamos, pues, a enfrentarnos apasionadamente en una lucha confusa acerca de las intenciones ocultas. Los que han querido pro­vocar un cisma tendrán una guerra de religión.

La primera batalla fue librada y ganada por los cismáticos, en enero de 1963, cuando brutalmente acabaron con los intentos difíciles y todavía inciertos hechos para amarrar a Inglaterra al continente. La justificación que dieron de su gesto fue el peligro que corría Europa de integrar una par­te, no lo suficientemente diferenciada, del mundo anglosajón. No se equi­vocaban cuando sospechaban que los partidarios de la entrada de Inglate­rra en el Mercado Común querían consolidar todo el Occidente, y no sólo

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la Europa geográfica. Por el contrario, se equivocaban, quizás exprofeso, cuando pretendían que los ingleses se convertirían en agentes obligados de los norteamericanos en la Comunidad: la verdad es que temían que los ingleses, una vez naturalizados europeos, no permitiesen que los Estados Unidos de Europa pudiesen tener un destino diferente al de los Estados Uni­dos de América.

Se dirá: ¿no se trata de la misma sospecha, expresada en forma dife­rente, acerca de los motivos inconfesables de la candidatura británica? La realidad no es tan sencil la. Se puede afirmar con la misma verosimilitud que la operación tenía como fin evitar a los ingleses el verse definitiva­mente lanzados hacia los norteamericanos, cuando éstos estaban menos de­seosos que nunca de tener la responsabilidad de esta tierra europea a la de­riva. Pero tampoco se debe temer decir que la preocupación por estrechar, a través del compañero inglés, los vínculos entre la Europa en formación y los Estados Unidos animaba a los partidarios del proyecto y que, respecto a esta intención, fueron afrontados y derrotados.

Que radicaba ahí el nudo del problema es algo que hemos comprobado constantemente desde entonces por la perseverancia de los mismos euro­peos en reanudar los vínculos deshechos. Mientras continúa una disputa académica acerca de l a adhesión inglesa, se ha emprendido una segunda batalla sobre el propio continente y se ha podido comprobar que el caba­llo de Troya de los americanos, cuando ya no era inglés, pasaba a ser ale­mán. Nuestros a is lac ionis tas , a su vez, se encontraron ais lados. Su pri­mera victoria espectacular los había debilitado: al descartar demasiado fá­cilmente el intermediario inglés, al que sus vacilaciones habían hecho sospechoso, pusieron de manifiesto el transfondo del drama, el vacío atlán­t ico . Pueblos enteros tuvieron miedo y, en Francia incluso, las palabras mágicas no sirvieron para tranquilizar a una opinión que sabía dónde esta­ban los verdaderos fiadores de su seguridad.

Era evidente que el miedo regiría de nuevo las relaciones entre las na­ciones occidentales desde el momento en que se hablase de detener la ex­periencia de la solidaridad total. Si la lección no es todavía muy dura es porque el capital acumulado durante años de reconstrucción en común era enorme. Si se actúa con tanta ligereza es porque se lo cree inagotable. Los mismos que ponen en duda la solidaridad atlántica y preparan sis temas au­tónomos de defensa, dan por descontada, durante un período todavía inde­terminado, la protección del compañero sospechoso de egoísmo.

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L E C C I O N E S DE LA E X P E R I E N C I A C O M U N I T A R I A Sin embargo, sería un error no tomar en serio las advertencias de es ­

tos cínicos. Tienen la virtud de llamar nuestra atención sobre lo precario de los compromisos tácitos y de las si tuaciones de hecho. Nuestro miedo sólo está hoy atemperado por la certidumbre de que existe a la vez un pac­to sentimental y una concordancia de intereses entre América y Europa. Si el día de mañana ciertas maniobras o un accidente introducen una fisura en este pacto o hacen que no coincidan totalmente los intereses , nuestros pue­blos serán presa del pánico. Hay que prepararse contra este peligro que nuestros adversarios anuncian y llaman al mismo tiempo. A su respuesta simple e ilusoria —tercera fuerza o incluso neutralismo— debemos oponer la empresa difícil y fecunda de una asociación cada vez más íntima de los pueblos occidentales.

Esta asociación, que será más que una alianza y menos que una comu­nidad, buscará durante mucho tiempo sus estructuras. No las hay ya hechas

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y la historia de las relaciones internacionales no ofrece tampoco ejem­plos alentadores. Antaño, cuando existía un problema de esta clase, se cruzaban las dinastías o se intercambiaban rehenes notables. Hoy, el equi­valente de estas prendas de independencia se encuentra en la toma de par­ticipaciones financieras o en la entrega de proyectiles Polar is . Puede verse lo precarias que son las seguridades de esta clase y cuántas nuevas tensiones engendran. Sin embargo, la solidaridad de los intereses ha sido experimentada y ha adquirido, con el Mercado Común, su ejecutoria. Mu­chos vínculos materiales, de los cuales ninguno es irrevocable por se­parado, han acabado por constituir entre se is naciones una comunidad prácticamente indisoluble. ¿No se podría volver a iniciar con Inglaterra, e incluso con los Estados Unidos, la experiencia del plan Schuman, o sea, la fusión de los intereses vi tales, administrados por instituciones co­munes?

Sería demostrar muy poca imaginación y muy poco sentido común querer volver a editar, pura y simplemente, una empresa que ya tiene catorce años de antigüedad, creada para responder a una situación histórica y geo­gráfica original. Se trataba entonces de reconciliar a dos potencias veci­nas y rivales en el seno de una nueva organización. Una vez que se hizo, el equilibrio continental experimentó una transformación profunda. A este nuevo equilibrio, y no sólo a las condiciones bás icas , tendrá qui adaptar­se Inglaterra, que perdió la primera oportunidad, con dificultades agrava­das por el tiempo. Por el contrario, se podría concebir en teoría que el es­quema que sirvió para integrar a Francia y Alemania sea pronto aplicable a la pareja lîuropa-América y que desemboque en la creación de una comu­nidad atlántica.

Pero una vez descartados estos proyectos utópicos que se presentan con demasiada generosidad (para desacreditarlos mejor) a los partidarios de una Europa soldada a sus compañeros atlánticos, restan todos los otros medios de hecho y de derecho que pueden imaginar los hombres acuciados por la necesidad de sobrevivir juntos. Aquí si que puede ser evocada la ex­periencia de la Comunidad de los Seis. Esta comunidad, —se ha dicho con frecuencia— fue forjada por el instrumento de las reglas comunes que su­primen el sentimiento de las diferencias entre los pueblos y reemplazan los viejos conceptos de la rivalidad por el concepto de un interés común. Es ta s reglas llevan a los europeos a ver bajo el mismo prisma común los proble­mas que, vistos desde el ángulo nacional, implicaban soluciones divergen­tes e incompatibles. Al modificar la actitud económica de los alemanes ha­cia los franceses y los italianos, y viceversa, se ha puesto de manifiesto su profundo parentesco. Tal es el método del plan Schuman, que liberó a una civilización europea que se ahogaba. ¿En qué medida puede adaptarse este método a la civilización atlántica en crisis?

LA D E F E N S A D E U N A C I V I L I Z A C I Ó N E N P E L I G R O

Lo importante es no errar el enfoque. La comunidad europea estuvo a punto de estallar cuando se quiso añadir los vínculos militares a los víncu­los económicos. Hoy piensan algunos que ha llegado el momento de volver a iniciar el intento en el continente. Se equivocan. El verdadero interés co­mún, que exija reglas comunes en este campo, está de ahora en adelante en la dimensión intercontinental. La defensa integrada será el catalizador de la civilización atlántica.

¿Por qué elegir este campo en el que la solidaridad —o al menos sus límites— es actualmente más discutida, y que no presenta, a primera vista,

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un gran atractivo civilizador? La respuesta es sencil la: no hay elección en 1964. No la hubo en 1950: los únicos catalizadores posibles eran entonces el carbón y el acero. La agricultura y la defensa, por no estar maduras pa­ra dicho papel, fueron los divisores. Hoy la agricultura es el catalizador de Europa, y la defensa va a ser el de Occidente.

Desde que estamos amenazados con la aniquilación en cualquier mo­mento, por maleficio o por error, no está fuera de lugar mezclar el proble­ma de la defensa con el de la civilización y es una hipocresía de los in­telectuales europeos negar las relaciones que existen entre la fuerza y la cultura, cuando la fuerza es la de la bomba II. No hay meditación moderna que no desemboque en la angustia atómica, ni causa más elevada que la defensa de una civilización amenazada de muerte súbita. Indudablemente, es ta civilización no se limita a Occidente, pero su forma occidental es la que nos afecta y a través de la cual podemos obrar. No es el momento de dividirla.

El verdadero interés común de Europa y de América radica en esta zo­na en que la vida y la muerte están a merced de un error. Hay que encon­trar las reglas comunes que hagan que, en este y en el otro lado del Océa­no, los hombres tengan en el mismo momento el mismo concepto de su seguridad y los mismos reflejos de conservación. El problema no es fá­cil cuando lo esencial de la protección está en un solo lado; para noso­tros, en el otro lado. Pero de nada sirve emprenderla con este dato de los problemas o disimularlo. La fuerza significativa no será europea, lo cual quiere decir que seguirá siendo norteamericana en tanto en que no se haya encontrado una forma de asociación tal, que las condiciones morales y físicas de la seguridad del uno se confundan con las del otro.

Por ello, la auténtica respuesta al dilema de la defensa radica en la interpenetración física y moral de los dos continentes. Todos los medios que contribuyan a reforzar el sentimiento de solidaridad —comerciales, financieros y culturales— tienen tanto valor defensivo como los acuerdos puramente militares. A cambio, la solidaridad defensiva acarreará en to­dos los campos los mecanismos comunitarios irreversibles que la mejor voluntad de los diplomáticos y de los economistas no bastaría a poner en marcha.

Dicho en otros términos, la fuerza multilateral no será un elemento de­cisivo de la defensa atlántica integrada, lo mismo que el Kennedy Round no pondrá en marcha por sí solo una comunidad económica. Pero todas es tas tentativas de interpenetración, actuando unas sobre otras, harán nacer si tua­ciones y actitudes cada vez más próximas, a partir de las cuales se revela­rán posibles nuevos pasos .

Este camino es geométricamente opuesto al que querrían que empren­diésemos los partidarios de la tercera fuerza.También ellos pretenden trans­formar el equilibrio atlántico, provocar situaciones y acti tudes nuevas, pero por la exaltación de las diferencias y por la amenaza del estall ido. Ellos enarbolan una bomba particular y llevan a cabo una diplomacia autónoma. Su política puede tener ciertos efectos ventajosos, parciales e inmediatos. Pero torna más difícil la solución del problema global y compromete el por­venir de la asociación.

Una asociación tal no puede realizarse más que poniendo en movimien­to todas las pequeñas convergencias posibles, en el marco de la gran con­vergencia necesaria de las sociedades americana y europea. Guardémonos incluso de la ilusión de que el paralelismo sería más satisfactorio para nues­tros intereses y nuestra dignidad: el paralelismo postula una tercera fuerza de la cual se deduciría naturalmente el neutralismo y el fin de la Europa or­ganizada.

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L O S P A R T I D O S P O L Í T I C O S N O R T E A M E R I C A N O S

EL BIPARTIDÍSIMO

Will iam G. ÂndreWS Profesor de Derecho Político.Universidad Tufts

E l rasgo más acusado del régimen político de los Estados Unidos es la persistencia del sistema de los dos partidos. Se puede decir que, desde el principio, dos grandes partidos han dominado sin interrup­

ción en la vida política norteamericana: los demócratas y los federalistas de 1800 a 1828, los demócratas y los whigs de 1828 a 1854, y, por último, los demócratas y los republicanos de 1854 hasta nuestros días . Ningún otro partido ha merecido jamás el nombre de "gran part ido".

Tan sólo una vez, un candidato a la Presidencia presentado por un ter­cer partido alcanzó más votos que uno de sus dos r ivales: Theodore Roose­velt, fundador del partido progresista en 1912. Pero jamás el representan­te de un tercer partido ha alcanzado la Presidencia o se ha aproximado s i­quiera al número de votos requeridos para lograr la victoria. En 1860, la Unión Constitucional, nacida bruscamente de una cr is is , obtuvo 39 sufra­gios, es decir, el 12,5 por ciento de los votos r en el seno del Colegio elec­toral encargado de la designación del Presidente. Aquello fue una excep­ción, pues, en las mismas circunstancias, ningún otro partido ha alcanzado jamás el 10 por ciento de los votos. Por otra parte, sólo se ha visto en dos ocasiones (en 1820 y en 1824) que uno de los dos grandes partidos se abstuviera_ de presentar un candidato a la Casa Blanca. En resumen, más del 90 por ciento de los votos del Colegio electoral se han distribuido en­tre los dos grandes partidos rivales en más del 90 por ciento de los escru-

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Alexander Hamilton (1757-1804) Ministro de hacienda en el Gabinete de George Washington. Sus ¡deas fueron la base del partido federalista, remoto antecesor de los republicanos de hoy

tinios presidenciales que han tenido lugar desde la elección de George Washington en 1789.

UN IMPERIO DISCONTINUO El sistema de los dos partidos ha imperado con la misma regularidad

en el Congreso. No se conoce sino un solo caso en que un partido secun­dario haya conseguido más del 5 por ciento de los escaños en la Cámara de Representantes: el del Partido Americano que obtuvo del 5,9 al 18,3 por ciento de los escaños en los cuatro Congresos elegidos durante los años agitados (1854-1860) que precedieron a la guerra de Secesión. Siguen, a continuación, con el 4,5 por ciento de los escaños, los d iecise is popu­l i s tas elegidos en 1896. Otros pequeños partidos han estado representa­dos conjuntamente en el Congreso (el Partido Americano lo estuvo con independencia), pero nunca han conseguido más del 5 por ciento de los escaños .

En los 88 Congresos que se han sucedido, no sé encuentran más que tres (los de 1854, 1858 y 1860) en que los principales partidos hayan ob­tenido entre los dos menos del 90 por ciento de los escaños de la Cámara de Representantes. Casi ocurre lo mismo en el Senado, donde un caso pa­recido no se ha registrado más que en 1832, 1856, 1860 y 1898. Cinco ve­ces de s ie te , el motivo del retroceso ha sido la desavenencia dentro de los

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partidos, desavenencia que evidentemente precedía a otra sangrienta dentro de la nación.

No ha sucedido nunca que un solo partido haya estado representado en el Parlamento. Tan sólo una vez (en 1788, al reunirse el primer Congreso) ha obtenido el partido de la minoría menos del 20 por ciento de los escaños de la Cámara. Y en otras cuatro ocasiones (en 1860, 1864, 1934 y 1936) ha sido la proporción inferior al 25 por ciento. En lo que se refiere al Senado, la representación de la minoría ha sido dos veces inferior al 10 por ciento (8,1 en 1820 y 1822), y otras cinco inferior al 20 por ciento (en 1818, 1862, 1864, 1868 y 1936). En resumen, se puede decir que en el 95 por ciento de los períodos legislativos, los dos grandes partidos en pugna han obtenido el 90 por ciento de los escaños.

La mayor parte de los parlamentarios pertenecientes a grupos secun­darios han representado en el Congreso a partidos destinados a desempe­ñar con carácter transitorio un papel preeminente en un estado o dos, don­de solían tener importantes cargos administrativos.. Tal fue el caso de los populistas en Kansas y Nebraska de 1890 a 1902, del partido laborista cam­pesino en Minnesota de 1922 a 1944, y de los progresistas en Wisconsin de 1934 a 1946. En Minnesota y Wisconsin, donde los grandes partidos se ­guían siendo todopoderosos, a pesar de todo, surgió un régimen tripartito. Pero los casos de ese género han sido excepcionales. Sólo se han obser­vado 17, o sea , una proporción inferior al 1 por ciento, en las 1.926 elec­ciones bienales es ta ta les que se han celebrado desde que se restablecieron las elecciones libres en el Sur en 1878.

Es más corriente, siempre al nivel es ta ta l , ver a un solo partido imponer su dominio. Por ejemplo, en Vermont ha imperado el partido re­publicano de 1856 a 1958 en la vida política sin tropezar con la menor oposición auténtica. Por el contrario, en los once estados que forman el corazón del Sur se ha encontrado relegado a segundo término desde que esos estados volvieron a disfrutar de los derechos y privilegios de la Unión, en tanto que entre 1880 y principios del siglo actual varios parti­dos secundarios al nivel nacional adquirieron cierta importancia en esa región.

En total, de las 1.926 elecciones de que hemos hablado más arriba, 450, o sea, cerca de la cuarta parte, han sido de tipo monopartidista. En tales casos , las rivalidades entre bandos suelen reemplazar a las luchas entre partidos; pero esos bandos rara vez tienen los caracteres permanen­tes o distintivos que permitirían considerarlos como partidos. Por otra par­te , desde hace varios años tiende el monopartidismo a decrecer en el Sur. Tejas , por ejemplo, tiene ahora un senador republicano.

FRACASO DE LOS TERCEROS PARTIDOS En una palabra, el sistema de los dos partidos ha dominado sin inte­

rrupción en la política interior norteamericana. No obstante, después de la guerra de Secesión ha cedido su lugar al monopartidismo en casi la cuarta parte de los es tados . En cuanto al multipartidismo, es prácticamente des­conocido en los Estados Unidos.

Los terceros partidos, poco apreciados por el conjunto de los elec­tores norteamericanos, no han sido nunca origen de grandes agrupaciones. Por el contrario, ningún gran partido ha degenerado jamás convirtiéndose en partido secundario. Demócratas y federalistas, así como whigs y repu­blicanos, surgieron con la plenitud de sus fuerzas en la escena política, aunque los whigs atravesaron un período de indecisión a causa de su de­nominación. En cuanto cesaron de ser uno de los grandes partidos, federa­l is tas y whigs desaparecieron de la l iza. En 1828 había en la Cámara de

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Representantes 85 federalistas y ningún whig. En 1829, los primeros no te-tenían ya un sólo representante, en tanto que los whigs tenían 71 . En 1854 había 71 whigs y ningún republicano; y en 1855, 108 republicanos (la ma­yoría) y ni un solo whig.

Se ha pretendido a veces que los partidos secundarios han ejercido cierta influencia en la política norteamericana, porque han defendido ideas adoptadas posteriormente por los grandes partidos. Las cosas han sucedido así , en efecto, por lo que se refiere a algunas reformas, entre las que ci­taremos, especialmente, el tipo progresivo de contribución sobre la renta, la fiscalización gubernamental de los servicios públicos, el derecho de las mujeres a votar, y la elección directa de los senadores. Pero no se ha po­dido demostrar jamás que los partidos secundarios hayan sido los primeros en idear esas innovaciones, ni que se deba a ellos la adopción de las mis­mas dándolas a conocer al hombre de la calle y haciéndole aceptar las .

A la verdad, el cuerpo electoral norteamericano desconfía instinti­vamente de los elementos exaltados que está seguro se encuentran siem­pre en los partidos secundarios, y no es imposible que la adopción de las medidas en cuestión se haya visto retardada únicamente porque estaban patrocinadas por personas consideradas a priori como sospechosas . En todo caso, el que un grupo secundario haya abogado a favor de esas medi-

Thomas Jefferson (1743-1826) Presidente de 1801 a 1805. En torno a é l se formó el partido demócrata republ icano, an­tecesor de los demócratas actuales

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das no ha iniciado nunca la adopción de ninguna decisión política de impor­tancia. Al revés, son muchas las reformas propuestas de tal forma que están olvidadas desde hace largo tiempo y han quedado enterradas bajo el polvo de la historia.

Si los terceros partidos no han tenido jamás éxito, no ha sido por fal­ta de esfuerzos por parte suya. Se cuentan literalmente por decenas los intentos realizados para tratar de constituir una " tercera fuerza" viable. Todos ellos fracasaron. Algunos quisieron trasplantar fórmulas europeas al suelo norteamericano. Otros quisieron reunir en un grupo a los descon­tentos. No han faltado los que crearon grupos alrededor de algunas ideas sencil las y adecuadas para ejercer impresión sobre el espíritu público. Por otra parte, de los dos grandes partidos se han separado bandos dis identes . Por último, siempre ha habido (y seguirá habiendo siempre, sin duda) gen­tes excéntricas y personajes en busca de publicidad que se presentan a las elecciones bajo el nombre de "partido de los indigentes" o de "partido de los enciendecandelas" , cuando no eligen el lema: " L o s políticos son unos fa rsantes" .

RAZONES MULTIPLES La persistencia del sistema de los dos partidos en los Estados Unidos

se explica por varias razones. Algunas de és tas son his tór icas , y otras se

Andrew Jackson (1767-1845) Presidente

de 1829 a 1837. Tras él se agruparon los sectores

económicos y laborales que todavía perduran en

el partido demócrata

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Abraham Lincoln (1809-1865) Presidente de 1861a 1865. La cuestión de la esclavitud borró las fronteras clásicas; un nuevo grupo logró con Lincoln la primera victoria del partido republicano

deben a insti tuciones, pero las más importantes son, a mi parecer, de orden psicológico y sociológico.

Si se pasa revista a la historia, es innegable que el sistema ha sido heredado de la experiencia inglesa, la cual, en sus orígenes, le imprimió fuertemente su marca. Ahora bien, en aquella época, la Gran Bretaña veía nacer el sistema de los dos partidos. Por otra parte, la forma de gobierno y la vida política de ambos países son diferentes ahora en muchos aspec­tos , y no se ve motivo alguno de que el sistema de partidos constituya excepción de esta regla general. El que una cosa haya existido no es razón para que siga existiendo.. En otras palabras, los historiadores com­prueban una similitud, pero no dan explicación satisfactoria de su dura­ción.

En lo que se refiere a la influencia de las instituciones, los especia­l i s tas invocan particularmente la votación uninominal con mayoría relativa, así como también el que la designación del Presidente sea independiente de las restantes e lecciones . Según ha demostrado brillantemente Maurice Duverger, exis te , en efecto, una estrecha correlación entre esos s is temas electorales y el de los dos partidos. Menos convincentes son las tentativas realizadas para demostrar que existe aquí una relación de causa y efecto. En realidad, parece que son los partidos los que han dado forma al sistema electoral, más bien que al contrario.

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En todo caso, el sistema de los dos partidos ha precedido al perfec­cionamiento definitivo del sistema electoral. Al principio, los miembros del Congreso eran a veces elegidos de una candidatura con varios nombres, y hasta en nuestros días se utiliza a menudo ese procedimiento para la designación de concejales y de miembros de legislaturas es ta ta les , sin que ello influya aparentemente en el sistema de los dos partidos. En cam­bio se han probado diversos sistemas de representación proporcional entre las dos guerras mundiales en una veintena de ciudades, entre el las Nueva York, Cincinati y Toledo (Ohio). El desarrollo del multipartidismo se encontró a veces favorecido por tales pruebas, lo que motivó en gran par­te el abandono de é s t a s . Se puede, pues, decir que la voluntad de man­tener el bipartidismo es lo que ha dado origen al sistema electoral nor­teamericano, y no al contrario. Si el bipartidismo no fuera parte integran­te de ese sistema, es posible que la forma de votación fuese diferente.

La manera cómo se elige al Presidente proporciona un argumento más convincente. La organización de los partidos y la elección independiente del Presidente, ta les como existen hoy día, surgieron casi simultáneamen­te entre 1830 y 1835. Cualquier bando político, desde el momento en que podía reunir la mitad de los sufragios del Colegio electoral, tenía la segu­ridad de obtener l a Presidencia sin necesidad de librar la menor batalla en el seno de la Cámara de Representantes. Aquello era un poderoso motivo de

Theodore Roosevelt

(1858-1919) Presidente de 1901 a 1909. Único

ejemplo de un tercer partido importante (el

Progresista) oponiéndose a los dos grandes

partidos tradicionales

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consolidación de fuerzas. Pero, por otro lado, se vio en 1824 la formación por los adversarios de Jackson de grupos regionales que intervinieron con éxito en la campaña electoral, y se fusionaron después en el seno de la Cámara.

¿Por qué no se volvió a emplear aquella estrategia, que había tenido éxito?

También en este caso parece ser la respuesta que el deseo de un s i s ­tema bipartidista había impuesto la forma de las elecciones presidencia­les , y no lo contrario. La confusión de partidos, resultante de la estrate­gia utilizada en 1824, suscitó una reacción hostil por parte del cuerpo elec­toral y se convirtió, a la larga, en desventaja para sus promotores. Si el multipartidismo hubiese sido compatible con las aspiraciones políticas del pueblo norteamericano, la Cámara habría sido campo de acción ideal para los partidos secundarios, que hubieran podido desempeñar en ella un pa­pel importante o, al menos, ver una excelente razón para su existencia all í .

Por su parte, ciertos psicólogos sostienen que el sistema de los dos partidos es tá de acuerdo con la naturaleza de las cosas . Según e l los , to­das las cuestiones políticas se manifiestan ante el espíritu humano en dos aspectos , y esa dualidad engendra el bipartidismo, excepto cuando cier­tos acontecimientos históricos impiden la tendencia a expresarse normal­mente. Ese argumento, presentado de tal manera, descansa en premisas erróneas. Abundan los problemas políticos que, en realidad, ofrecen aspec­tos múltiples. Un buen ejemplo es el debate típico sobre un presupuesto. La cuestión no e s : "¿Resu l ta bueno o malo este presupuesto?" , sino: "¿De­ben aumentarse, reducirse o dejarse sin cambio los renglones A,B,C,D,E, e tc . , de este p resupues to?" Si el debate se lleva a cabo libremente, los participantes adoptarán indudablemente posturas totalmente diferentes acerca de tal asunto.

UNA EXPLICACIÓN PSICOLÓGICA Pondré otro ejemplo que se refiere ahora a la defensa nacional. Unos

preferirán el Ejército de tierra, otros la Marina de guerra, y no faltarán quienes muestren predilección por la Aviación. 0 tal vez un grupo tendrá confianza en el proyectil-cohete A, en tanto que otro esperará más de los proyectiles-cohetes B , C , o D. Se encontrarán fácilmente casos parecidos en los dominios de la política exterior, de la economía, etc . También el orden de importancia de los diversos problemas políticos suscitará los pareceres más variados. Lo mismo ocurrirá en las cuestiones referentes a personas. Un grupo se mostrará favorable al candidato X para tal puesto, y otro al candidato Y, en tanto que un tercero sostendrá enérgicamente al candidato Z.

Hay, en cambio, una pregunta a la cual sólo pueden darse dos con­tes taciones , y es é s t a : " ¿ E s preferible el Gobierno en el poder (o el sucesor que haya designado) al que desee ocupar su lugar? Quienes es­tén en el poder es seguro que dirán que s í . Los que disientan responde­rán que no. Y, por último, los votantes podrán elegir entre las dos solu­ciones.

E s evidente que la división del cuerpo electoral en dos o más campos dependerá de la interrogación de que sea objeto. Si es preponderante el a s ­pecto ideológico, político o personal del problema, tenderán a multiplicar­se las opiniones. Pero, si se trata esencialmente de la eficacia en la función, no se formarán, sin duda, más que dos tendencias. Hay que re­cordar, en efecto, que tal pregunta implica una "al ternat iva probable", de suerte que cuando el votante responde a ella, contesta también en su fue-

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ro interno a una pregunta que se podría formular de la siguiente manera: "¿Prefiere usted al señor X o al señor Y ? " , ya que todos los "señores Z " han quedado eliminados por la fuerza misma de la interrogación ini­cial.

LA UNIDAD DE PENSAMIENTO En la historia política de los Estados Unidos imperan preguntas de

ese tipo. Los Presidentes , los miemoros del Congreso y los Gobernadores son reelegidos o reemplazados, pero no de acuerdo con su filiación polí­

tica, sino según de qué manera se han asegurado el mandato a los ojos de los votantes, Ese factor ha influido mucho a favor del sistema de los dos partidos. Queda por saber por qué la psicología política norteamericana concede tanta importancia a semejan­te concepto de las cosas .

Para comprender bien ese fenó­meno, es preciso estudiarlo atenién­donos a la perspectiva de la histo­ria. Los as tados Unidos son e>i nues­tros días una nación compuesta, pero no sucedía lo mismo en el período de formación del país . A excepción de unos 7.000 colonos holandeses en el estado de Nueva York, y de un puñado de suecos en el de Delaware, eran ingleses casi todos los tres mi­llones de habitantes que tenían las colonias en la época de su indepen­d a . Ks más, en su mayor parte pro­cedían de la clase media y pertene­cían a la misma religión disidente. A las c lases superiores (a excepción de algunos hijos menores de fami­lias nobles) no les interesaba emi­grar, porque podían perderlo todo y ganar poco. En cuanto a las perso­nas pertenecientes a las c lases po­pulares, no se podían costear el viaje.

Aquella homogeneidad social , étnica y religiosa creó una sólida unidad de pensamiento ante cuestio­nes que, en otras circunstancias, habrían podido suscitar múltiples di­ferencias de criterio; y dio al con-

John F. Kennedy cepto de eficacia, de que ya hemos hablado más arriba, un lugar prepon-(1917-1963) Presidente derante en el reparto de las fuerzas polí t icas. Posteriormente, oleadas su­

de 1961 a 1963. Con él cesivas de inmigrantes originarios de otros países modificaron radicalmen-por vez primera un t e ^a composición de la sociedad norteamericana, pero no llegaron a aosor-

candidato católico llega t e r nunca a los primeros llegados. Por el contrario, fueron aquellos inmi-a ser Presidente de los grantes quienes asimilaron las costumbres del país, y, cuando estuvieron

Estados Unidos en condiciones de participar en la vida de la nación, ya se habían adherido en su mayor parte, a la unidad de pensamiento que había creado el sistema de los dos partidos, de forma que a lo largo de todo el proceso de asimila-

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ción el b i part id is mo salió intacto de la evolución del país . Además, los recién llegados se encontraron integrados en una socie­

dad y una economía generalmente en plena expansión, que hacían caso omi­so de las divisiones político-sociales propias de las sociedades cerradas y de las economías es tancadas . Tan sólo una vez se rompió aquella uni­dad fundamental: en 1860, con motivo de la cuestión de la esclavitud. Aquel año, según hemos señalado anteriormente ya, el derrumbamiento del sistema de los dos partidos no hizo más que preceder al desmembramiento de la nación.

El sistema de los dos partidos implantado así en los hábitos, fue reforzado todavía más por la rígida estructura de costumbres e institu­ciones (relativas especialmente a los s is temas electorales y presiden­ciales) que se fue constituyendo poco a poco y contribuyó a reprimir toda tentativa de desviación.

UN PRODUCTO DE LA SOCIEDAD Además, en ciertos estados los

nuevos partidos tienen que cumplir ciertas condiciones para poder pre­sentar candidatos. Entre otras co­s a s , pueden ser obligados a entregar peticiones firmadas por un número considerable de votantes.

Tales medidas están destinadas a eliminar de la competición a los postulantes extravagantes o ávidos de publicidad, pero a la vez perjudi­can a los pequeños partidos ser ios . También es digno de atención el in­terés que tienen los políticos profe­sionales en el mantenimiento del s i s ­tema de los dos partidos. A un grupo le costará mucho trabajo reclutar en sus filas a políticos experimentados y reunir fondos suficientes, pues la mayor parte de los recursos disponi­bles están ya comprometidos para el sostenimiento de uno de los dos gran­des partidos. Hay que tener en cuen­ta que una campaña electoral sig­nifica desembolsos considerables y, por lo tanto, disponer de grandes re­cursos económicos. No obstante, es muy evidente que e sas barreras no po- Lindon B. Johnson drían resist i r un vasto movimiento de opinión a favor de una ideología o (1908- ) Presidente de un partido que abriesen a la nación unas perspectivas inéditas y atra- en la actualidad. Desde yentes . que, en 1865, Andrew

La verdad (y eso es lo importante) es que el sistema de los dos par- Johnson sucedió a Lincoln tidos e s , ante todo, un producto de la sociedad norteamericana. Por consi- ningún candidato guíente, tiene todas las probabilidades de sobrevivir (teniendo en cuenta del Sur había algunas posibles desviaciones episódicas) mientras esa sociedad guarde ocupado la Presidencia su unidad.

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L O S P A R T I D O S P O L Í T I C O S N O R T E A M E R I C A N O S

REPUBLICANOS Y DEMÓCRATAS

William G. Andrews

En su viaje a los Estados Unidos, a finales del siglo XIX, Lord Bryce se vio sorprendido al comprobar lo difícil que era distinguir a los dos grandes partidos. "Tienen sus gritos de guerra, sus orga­

nizaciones, sus intereses . Pero es tos intereses se reducen, en último tér­mino, a un objetivo: conquistar o conservar el poder a fin de tener los puestos . . . Dogmatismo político, doctrinas, teoría: todo esto ha desapareci­do c a s i " .

Es cierto que, para un europeo, los partidos políticos norteamericanos presentan muy pocas diferencias entre el los; en cualquier caso, nada se ­mejante a la fosa que separa a los comunistas de la extrema derecha en Francia, o de los neofacistas en Italia. Pero sería igualmente equivocado comparar al partido republicano y al partido demócrata a dos botellas l lenas del mismo líquido y que sólo se diferenciasen por sus marbetes. En este artículo intentaremos analizar algunas de sus diferencias y simili­tudes.

Para empezar, cada uno de los dos partidos está geográficamente im­plantado de manera original. Los demócratas dominan en los once Esta­dos de la antigua Confederación (1) y en ciertos Estados limítrofes tales

( 1 ) Virginia, Carolina del Norte y del Sur, Georgia, Alabama, Florida, Misisipí, Tennessee , Louisiana, Arkansas y Te jas .

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como Kentucky, Oklahoma y Missouri. También suelen tener mayoría, regu­larmente, en los estados del sur de Nueva Inglaterra: Massachusetts y Rhode Island, con excepción de Connecticut.

LAS CLIENTELAS ELECTORALES Los bastiones republicanos más seguros son los estados del norte

de Nueva Inglaterra: Maine, Nuevo Hampshire y Vermont y los estados de las Grandes Llanuras: Iowa, Kansas, Nebraska y Dakota del Norte y del Sur. Los republicanos suelen tener también mayoría en Oregon y Pensilvà­nia. En todos los demás s i t ios , las fuerzas están más igualadas, pese a una ligera ventaja en favor de los republicanos en la cuenca septentrional del Ohio (Ohio, Indiana, Illinois, Wisconsin y Michigan), y en favor de los demócratas en los estados occidentales de las Montañas Rocosas. Hay que añadir que es tas disposiciones regionales tienden a desaparecer desde hace algunos años, especialmente en lo que se refiere a las elecciones para la Presidencia de la Nación.

En el mismo interior de los estados, el lugar de residencia indica con frecuencia la pertenencia a tal o cual partido: un nordista que habite en una ciudad grande o mediana será, muy probablemente, demócrata. Nueve de las diez ciudades más grandes del Norte y trece de las dieciseis ciuda­des norteamericanas de más de 50.000 habitantes votaron por Kennedy en

Intereses agrícolas: tradicional predominio de los republicanos

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1960. Por el contrario, los dos candidatos se repartieron equitativamente los sufragios de las ciudades del Sur.

Pero el partido demócrata no tiene mayoría en otras regiones urbanas del Norte. De las dieciocho grandes regiones suburbanas del Norte y de los estados limítrofes, solo una votó por los demócratas en 1956, y sólo se i s en 1960. Las pequeñas ciudades son sobre todo republicanas: tal es el caso, en especial , de la mayoría de las aglomeraciones de menos de 25.000 habitantes y sobre todo de aquellas orientadas más hacia el co­mercio que hacia la industria. Aquí también el Sur constituye una excep­ción: las pequeñas ciudades se han visto, generalmente, menos afecta­das que sus vecinas más importantes por la marea republicana sudista .

Las regiones rurales, con excepción del Sur, son todavía más repu­blicanas. De trece estados no sudis tas , cuya población es rural en más del 40 por ciento, doce votaron por Nixon en las elecciones de 1960. En el Sur, por el contrario, el campo es firmemente demócrata.

La profesión constituye igualmente un signo bastante claro de adhe­sión a uno de los dos partidos. Generalmente, los obreros serán demócra­t a s . Los medios comerciales e industriales, las profesiones liberales y los agricultores votarán, con la mayor frecuencia, por los republicanos. Por ejemplo, en las elecciones de 1956, Eisenhower obtuvo el 57,8 por ciento de los votos de la nación, pero sólo el 50 por ciento de los votos de los obreros. Los trabajadores no sindicados votaron por Eisenhower en la proporción del 65 por ciento. Pero el 52 por ciento de los obreros sindicados se pronunciaron en favor de la candidatura de Adlai Steven­son.

EL FACTOR PROFESIONAL Una encuesta realizada en 1959 mostró, por el contrario, que de 1.700

directores de empresa, el 87 por ciento era favorable a un candidato repu­blicano a la Presidencia y el 13 por ciento a un demócrata. Respecto a las preferencias de los cuadros medios, é s tas se expresan en razón del 75 por ciento en favor del G.O.P. (2) que contaba además con el 65 por ciento de los sufragios de los comerciantes. El mundo de los negocios, por su parte, se contaba, en un 70 por ciento, en las filas de los republica­nos.

Los miembros de las profesiones liberales retribuidos por honora­rios (médicos, abogados, dentistas) son también republicanos en una pro­porción muy grande. Por el contrario, los intelectuales asalariados (perio­d i s tas , profesores, etc.) suelen ser demócratas. En los estados del Norte y del Oeste, los agricultores constituyen, desde hace mucho tiempo, otro bastión del partido republicano, mientras que en el Sur demócrata se han mostrado de lo más reticentes frente a las seducciones del invasor G.O.P.

Sin embargo hay que señalar que el factor profesional no constitu­ye una prenda de fidelidad. Durante los años de la década de 1930, los agricultores y los medios mercantiles, se pasarían en su mayor parte a Roosevelt. Retornaron al Partido republicano en los años de las décadas de 1940 y 1950, arrastrando con ellos a una mayoría, quizá fluctuante, y débil en cualquier caso, de la clase obrera. Habría que estar ciego para no ver las relaciones que existen en los Estados Unidos entre las catego­rías profesionales y los partidos, pero sería totalmente inexacto pretender que ta les relaciones son rígidas y definitivas.

Los ingresos y la posición social intervienen también en la elec­ción de partido. En términos generales, cuanto más al tos sean los re-

(2) Grand Old Party: el Partido republicano.

Profesiones liberales: en el intelectual a sueldo suele haber un demócrata

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cursos económicos de un ciudadano más grandes son las probabilidades de verle votar por los republicanos. Por el contrario, ciertos grupos ét­nicos tienen tendencia a identificarse con el partido demócrata: tal es el caso de los inmigrantes, o descendientes de inmigrantes, procedentes de los países de la Europa oriental y meridional (polacos, i talianos, rusos , etc.) y de los ir landeses. Aun más vinculados al partido demócrata están los negros, tanto en el Norte como en el Sur, y los mejicanos del Suroeste. El 80 por ciento de los negros votaron por los demócratas en 1952, el 64 por ciento en 1956 y el 70 por ciento en 1960. Los inmigrantes proceden­tes de Alemania, de los Pa í ses Escandinavos y de Gran Bretaña son, en su mayoría, republicanos.

LA INFLUENCIA DE LA RELIGION La religión desempeña un importante papel en la vinculación a un

partido u otro. Los protestantes son, en su mayoría, republicanos. Los católicos y, sobre todo, los israel i tas , están fuertemente vinculados al partido demócrata. Bajo la presidencia de Eisenhower, los católicos vo­taron por los demócratas en la proporción de cinco a dos, y los israeli tas de cuatro a uno.

Kl nivel de instrucción de los votantes tampoco es ajeno a su elección política aunque el peso de este elemento tienda a disminuir desde hace algunos años. Ln 1962, el 65 por ciento de los votantes en posesión de un título universitario, el 46 por ciento de los que habían cursado estudios medios, y el 41 por ciento de los que se detuvieron tras la enseñanza pri­maria, votaron por los republicanos. Dicho en otros términos: el partido republicano recluta sus gentes entre los electores cuyo nivel de instrucción es más alto.

La edad y el sexo desempeñan un papel menos importante. En las elecciones de 1962, un 52 por ciento, aproximadamente, de lo s electores comprendidos entre los 21 y los 29 años votaron por los demócratas, como también el 55 por ciento de los electores entre los 30 y los 49 años, y el 49 por ciento de los de más de 50 años. Las es tadís t icas han revelado tam­bién que en el electorado republicano figuraban más mujeres que hombres y que las mujeres constituían la mayoría de los abstencionistas. En 1960, el 60,3 por ciento de las electoras acudieron a las urnas, frente al 66,3 por ciento de los hombres.

LAS TENDENCIAS POLÍTICAS Pero hay que insistir una vez más en que las característ icas socia les

de un ciudadano no permiten determinar, más que a muy grandes rasgos, el partido al que parece que debiera pertenecer. La nación norteamericana no está compuesta, por una parte, de ricos hombres de negocios republicanos, protestantes y de cepa europea y, por la otra, de pobres trabajadores demó­cratas , inmigrantes o negros, católicos o judíos. La realidad es mucho más compleja y lo contrario de lo que se espera se produce a veces . En los E s ­tados Unidos, las fronteras polít icas, como las fronteras de c lases , están muy desdibujadas.

Poner de manifiesto las diferencias de comportamiento de los políticos republicanos y demócratas no es pues un trabajo fácil. Un demócrata de \li-sisipí está muy distante de un demócrata de Harlem. Los republicanos del Oeste Medio y los republicanos de Nueva Inglaterra con frecuencia sólo com­parten algunas opiniones. Además, el tiempo trae profundos cambios: un republicano de 1960 no tiene los mismos puntos de vista que un republica­no de 1930, y en el partido contrario se ha producido una evolución también importante, si no paralela. Por ejemplo, el pasado reciente nos muestra que

Mundo de los negocios: un tradicional reducto del partido republicano

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los republicanos y los demócratas e s ­tuvieron muy próximos los unos a los otros en 1930 y, nuevamente, en 1960, mientras que en 1937 estaban consi­derablemente apartados.

Las posturas de los partidos va­rían también según los problemas: las divergencias son más notables en los asuntos de política interior que en la defensa o en la política exterior. Hay que saber quién está en la Casa Blan­ca y qué partido controla el Congreso: con Eisenhower al frente del Ejecu­tivo, los republicanos pusieron sor­dina a sus crít icas respecto a los pro­yectos de tipo social procedentes de la Casa Blanca, para volver a alzar la voz tras la llegada de Kennedy. Una mayoría republicana en el Con­greso puede que tenga más puntos en común con la mayoría demócrata que la haya precedido, o con la que la su­ceda, que con una minoría republicana.

Por último, no hay que desdeñar los factores que constituyen las per­sonalidades y los individuos. Por ejem­plo, Wisconsin reeligió en 1952 al se ­nador republicano J.R. McCarthy, parti­dario del aislacionismo y, en 1956, el i­gió al internacionalista republicano Alexander Wiley. Sólo consideracio­nes de tipo personal pueden explicar l as dis t intas oportunidades políticas de es tos dos hombres.

LAS PRINCIPALES DIVERGENCIAS Habiendo así desenmascarado to­

dos los peligros de la generalización, es preciso ahora poner de manifiesto ciertas generalidades. Realmente exis­ten diferencias de comportamiento en­tre demócratas y republicanos. Vamos a examinarlas.

Una de las cuestiones que, des­de hace mucho tiempo y de manera constante, provoca divergencias en­tre los dos partidos es la de los dere­chos de aduana. Desde la Guerra de Secesión, los republicanos se han mos­trado casi siempre más favorables que los demócratas a que ta les derechos sean elevados; sin embargo, en rela­ción a este punto la diferencia se ha reducido en parte durante los últimos años: hemos podido ver a la adminis-

Católicos ir landeses: demócratas. Pero quizá ahora menos

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trac ion de Eisenhower poner en mar­cha una reforma liberal de las tarifas aduaneras.

Pero la mayoría de las diferen­c ias polít icas auténticas se remontan a los años treinta. La zanja que en esta época se abrió entre los partidos fue, en buena medida, resultado de las circunstancias polí t icas. En 1932, un Presidente y un Congreso demó­crata fueron elegidos sobre la base de un programa conservador y ortodoxo. Al aumentar la crisis económica, se hizo apremiante adoptar medidas enér­gicas: Franklin D. Roosevelt no iba a privarse de ello, ni aun a riesgo de alejarse de la ortodoxia prevista.

Los republicanos desempeñaron lealmente el papel de la oposición y multiplicaron sus crít icas cuando es ­timaron que Roosevelt se lanzaba con demasiada osadía a la aventura. Pero su voz no encontró eco alguno y la mayoría de ellos siguió votando en favor del Presidente, especialmente en lo más profundo de la cr i s i s .

P e s e a algunas excepciones, los republicanos de los años treinta eran notablemente más conservadores que los demócratas. Los republicanos que estaban en favor del New Deal, como todos los demócratas que le eran hos­t i l es , sentían la tentación de aban­donar los marbetes part idistas. El re­sultado de ello fue una separación ideológica mucho más neta entre los partidos. Los republicanos reanuda­ron las viejas quejas jeffersonianas contra el Big Government. En cuanto a los demócratas, és tos se encargaron del trabajo más grande: mejora de las condiciones de existencia, extensión de la intervención del gobierno fede­ral en la economía, apoyo a las orga­nizaciones s indicales , proyectos de grandes obras e implantación de un amplio programa de ayuda a los agri­cultores. Los republicanos coopera­ron a veces , se opusieron con frecuen­cia, y criticaron siempre.

A partir de la segunda guerra mun­dial , la zanja existente entre los dos partidos se ha rellenado otra vez un poco y la mayoría de las medidas adop­tadas durante el New Deal son ahora

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aceptadas en líneas generales por los republicanos o al menos por una parte considerable de e l los .

En lo referente a los asuntos exteriores y a la defensa nacional, los puntos de vis ta de la mayoría de los republicanos y de la mayoría de los demócratas casi no difieren. En uno y otro partido los a is lacionis tas del tipo de los de antes de la guerra han desaparecido totalmente. Demócratas y republicanos son incondicionales partidarios de la OTAN y de las demás a l ianzas regionales, de la misma manera que apoyan a grandes rasgos la política militar del Ejecutivo, ya pertenezca a uno o a otro partido. Si a ve­ces se producen desacuerdos sobre las cuestiones de detalle no e s sobre bases , part idis tas .

Sean cuales fueren sus semejanzas y diferencias, cada uno de los dos partidos tiene su estilo y su personalidad. Si los demócratas se enorgulle­cen de que entre sus filas figuren eminentes prácticos, presentando irrefu­tables cartas credenciales, el partido no es menos, en su conjunto, el me­nos " r e s p e t a b l e " , el menos "amer icano" . Es más bien el partido del "hom­bre de la c a l l e " que el del "hombre de los s a l o n e s " y practica gustoso una cierta demagogia con las multitudes de las grandes ciudades y con los agri­cultores de los Estados del Sur (lo cual no quiere decir que los republica­nos, llegado el caso, no se comporten de la misma manera).

ESTILO Y PERSONALIDAD Es ta personalidad del partido demócrata se refleja en su manera de

obrar. Prefiere una pelea a puño limpio que un duelo a florete„ Ejemplo de

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ello es la campaña de Harry Truman en 1948, basada en el slogan "que se vayan al diablo". . Para el demócrata, la política es un juego, que juega de una manera que sorprende a veces al republicano, más serio. Por supuesto que también existen demócratas ser ios , los del ala intelectual, mucho más serios incluso que los más convencidos republicanos. Mientras que no están en juego consideraciones polít icas práct icas, el demócrata medio mira a su congenere intelectual con una mirada, más indulgente sin duda, pero a pe­nas menos escèpt ica, que la que dirige a su equivalente republicano.

Por lo demás, cada uno de los partidos obra de acuerdo con su per­sonalidad. Los demócratas se precipitan allí donde los republicanos temen aventurarse. Llamar la atención de un demócrata sobre la miseria social e s como agitar un trapo rojo ante los ojos de un toro; un republicano pre­ferirá proceder a un examen serio y designar, en caso de necesidad, una comisión de encuesta formada por distinguidos ciudadanos antes de de­cidir que el mal existe realmente y que sólo la acción del gobierno fede­ral será capaz de remediarlo. La razón de todo ello es que el impuesto su­plementario que se impondrá en consecuencia saldrá, muy probablemente, de su bolsillo.

Ta les son, pues, el partido republicano y el partido demócrata: dos comunidades heterogéneas que presentan entre el las más semejanzas que diferencias, y, sin embargo, lo bastante originales como para que sea po­sible la elección entre la una y la otra. Los contenidos de las dos botellas no son los mismos, pero se diferencian como el burdeos del borgoña y no como el yodka del coñac.

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Robert E. Spiller

EL RED CRITICO

CUBRIMIENTO >E AMERICA

Robert E. Spiller es profesor de Lengua Inglesa en la Universidad de Pensi lvània. Ha sido profesor visitante en muchas universidades, tanto en los Estados Unidos como en el extran­jero. Es autor de diversas obras entre las que figura "Cycle of American Literature"

LA MAYORÍA DE EDAD (1910-1925)

L a colonización de América fue algo úni­co en la historia del hombre. Jamás en los tiempos históricos había sido trans-

plantada toda una cultura (en este caso la cul­tura de la Europa occidental) a un continente desconocido anteriormente. No es de extrañar que la imaginación de los europeos resultara inflamada, desde el siglo XV hasta el XX, por las posibilidades que ofrecía tan gigantesco ex­perimento. Las perspectivas de la mente se en­sancharon con rapidez explosiva para no quedar atrás ante la expansión del panorama ofrecido a los ojos. Un mundo nuevo que conquistar y domeñar ofrecía oportunidad de crear una socie­dad ideal, de corregir todos los errores del pa­sado, de cumplimentar por fin el destino del hombre.

Las realidades de la emigración al nuevo país y de establecerse en él fueron ásperas y dolorosas, y hubieron de pasar varios siglos antes de que algo digno de ser llamado civili­

zación quedara firmemente establecido en los continentes occidentales, en especial en su par­te septentrional, lo que hoy es los Estados Uni­dos y el Canadá. Y hasta que los recién llega­dos no domeñaron la naturaleza salvaje y la tro­caron en algo parecido a una sociedad organizada no pudieron prosperar ni la literatura ni las ar tes .

La literatura de los hombres y mujeres que se lanzaron a esta aventura es una historia de ensueños, y por ello también un historial de desengaños. Llevaron consigo las tradiciones y las costumbres que habían heredado y asimis­mo los ideales y proyectos que habían forjado con sus fracasos y sus esperanzas fall idas. América como cultura fue creación de la mente de Europa, y siempre ha habido una "América" ideal que jamás existió en continente alguno. Pero la América verdadera es muy verdadera. Por ser la única cultura de la historia del hom­bre que ha sido transplantada en su totalidad, siempre ha compartido sus ideales fundamenta­les y sus aspiraciones con las culturas de que

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surgió (y, con el tiempo, entre es tas culturas figuraron las de Asia y Africa además de las europeas), en tanto que las realidades geográ­ficas, económicas y las relativas al ambiente de un mundo por cultivar al cual llegó esa cul­tura eran absolutamente nuevas. La profunda discrepancia que sobrevino entre hechos e idea­les es acaso la característica más pronunciada de la cultura americana a lo largo de toda su historia e incluso hoy. Los americanos provo­camos frecuentemente confusión en gentes de otras tierras al ser simultáneamente pragmáticos e ideal is tas .

No es de extrañar que esta gigantesca la­bor de ajuste necesi tase varios siglos para al­canzar su culminación en cierto grado. Hasta hace poco tiempo, los eruditos americanos no han creído empezar a comprender lo que efecti­vamente había acontecido. El estudio de la li­teratura americana no se ha tomado en serio has­ta hace unos decenios, y probablemente no es una coincidencia casual que en el mismo período los Estados Unidos hayan producido un grupo de escritores cuya influencia se siente en todo el mundo. Una especie de despertar cultural tu­vo lugar tanto en la literatura de los Estados Unidos como en su estudio serio en Norteaméri­ca y en el extranjero entre las dos guerras mun­diales , o desde 1910. Así que estuvimos pres­tos para ocupar nuestro sitio como potencia mun­dial nos encontramos también capaces de ofre­cer al mundo un conjunto de novelas, poesía, obras teatrales y ensayos que ofrecía expresión imaginativa a la vida que habíamos conocido como pueblo.

Fue Emerson quien comentó, al leer por primera vez Leaves of Grass ("Hojas de yerba") , de Whitman (acaso el libro más norteamericano de todos los libros norteamericanos): " L e salu­do cuando inicia una gran carrera, que, no obs­tante, ha de tener antiguos antecedentes para semejante comienzo". La literatura norteameri­cana siempre está comenzando, más siempre tiene antiguos antecedentes en alguna parte. La sensación de novedad y fuerza característ icas de las obras norteamericanas modernas también tuvo largos comienzos, pues hasta que el movi­miento hacia el oeste de la civilización europea no se detuvo en algún lugar del continente nor-

íiericano durante varias generaciones, la l i­teratura no pudo madurar y florecer.

Evidentemente, esta obra de transplante y recreación fue continua, aunque su desarrollo histórico se manifestó en dos grandes olas o ciclos. El primero culminó alrededor de 1835-

Mark Twa in (1837-1910). Fue la primera f i ­gura importante del segundo c i c lo literario

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1850, cuando la cultura de las primeras colo­nias costaneras del Atlántico, contenidas por la gran muralla de los Montes Apalaches durante cas i dos s iglos, produjo las obras de Emerson, Thoreau, Poe, Hawthorne y Melville. El segundo es de este siglo, cuando el avance hacia el oeste acabó por dominar la totalidad de los Es ­tados Unidos continentales y comenzaron a sur­gir escritores de vigor simultáneamente en Ca­lifornia y en Chicago, en Misisipí y en Maine. E s la culminación de este segundo ciclo lo que aquí nos atañe, el ciclo que se inicia con la irrupción hacia el oeste a finales del siglo XVIII pero que no produjo literatura importante hasta los días de Mark Twain y Henry James, a finales del XIX.

Los primeros indicios de que este segundo ciclo cultural había alcanzado " s u mayoría de edad" (según frase de Van Wyck Brooks), comen­zaron a apreciarse poco después de 1910 en las largas novelas de Theodore Dreiser, en las pri­meras obras de teatro de Eugene O'Neill, en la poesía de Robert Frost y Carl Sandburg. Una rápida ojeada a este despertar literario y al que le antecedió nos revelará inmediatamente las diferencias entre ambos. En primer lugar, los escritores más antiguos eran de estirpe inglesa y todos nacieron en los estados marineros del Atlántico y pasaron en ellos la mayor parte de su vida. Los escritores posteriores pertenecían principalmente a familias emigradas más tarde (Dreiser era oriundo de Alemania, O'Neill de Irlanda, y Sandburg de Suècia), y nacieron en California y en el Oeste Medio, además de en el Levante norteamericano. Los primeros fueron predominantemente rurales y agrarios en sus sentimientos; los segundos escribieron general­mente con un fondo industrial y ciudadano. Los primeros estaban estrechamente vinculados con la tradición literaria inglesa y compartían el idealismo del movimiento romántico inglés; los segundos reflejaban con fuerza las tradiciones y los movimientos literarios de Alemania, Fran­cia y Rusia y hablaban como ellos con el escep­ticismo y realismo de una era científica.

Es posible, por tanto, pensar en las obras de los poetas, novelistas, dramaturgos y críti­cos norteamericanos modernos como parte de un único movimiento literario, característicamente norteamericano porque expresan la cultura hete­rogénea y transplantada de los Estados Unidos, pero se distinguen del primer grupo de obras norteamericanas de importancia en que compar­ten con la literatura de la Europa central (e in­cluso con la de Asia) la preocupación por las

fuerzas que operan en el mundo hoy. Existe una literatura norteamericana, pero es además una de las literaturas del mundo.

Una cosa más debiera acaso añadirse en es tos días de guerra ideológica, en los que la literatura es a menudo poco más que propaganda política. Creemos que la libertad de palabra, como una de las piedras angulares de la teoría democrática norteamericana, no debe ser mera­mente debatida sino demostrada. Como la litera­tura e s , por definición, una forma de elevada crítica de la vida, el cuadro de la vida norte­americana que hallamos en las obras teatrales, novelas, poemas y ensayos modernos no es siem­pre alegre y esperanzador. De hecho, el arte, si ha de ser arte verdadero y universal, debe, en el mejor de los casos , ser una crítica violenta del hombre y de su destino, y la desesperación trá­gica es su inspiración como también su desahogo cómico. El crítico debe igualmente no sentirse estorbado por su lealtad a una fórmula filosó­fica fija que no emane de su propio entendimien­to y su propia conciencia.

Si los Estados Unidos han producido una literatura que es intensamente crítica de mu­chos aspectos de la vida en Norteamérica (y de la vida en general) existen bastantes posibilida­des de que el principio de la libertad de expre­sión sea responsable de ello. Lo trágico y lo cómico, lo creador y lo crítico, únicamente pue­den prosperar plenamente respirando aire libre. Es por ello oportuno examinar el movimiento moderno de la crítica literaria norteamericana.

EL REDESCUBRIMIENTO CRITICO "Sólo ayer"di joVan Wyck Brooks en 1921,

" l e cupo en suerte a América su parte efectiva de autocrítica. El movimiento crítico aconte­ció, como quien dice, de la noche a la mañana". En opinión de Brooks, esta nueva actitud de autocrítica lejos de ser síntoma de desilusión fue indicio de una nueva fe, la fe de los nor­teamericanos modernos en su capacidad para moldear su propio destino, para "cabalgar sobre las cosas , como las cosas antaño cabalgaron sobre e l l o s " . La antigua fe estuvo cimentada en la suposición de que no todo en la naturaleza estaba acorde con los intereses de la raza hu­mana y que, por esta razón, era mejor dejar que los hechos y las ideas siguiesen su propio ca­mino. Semejante filosofía resultaba idónea en alto grado para una civilización en expansión y movimiento. Pero cuando se alcanzaron los confines del continente, cuando se agotaron al menos algunos de los recursos materiales, como

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los bosques madereros vírgenes, y cuando se restringió severamente la inmigración, una nue­va filosofía, más crítica que és ta , resultó ine­vitable.

El primer paso para el desarrollo de seme­jante filosofía fue la afirmación del mismo acto de crítica. Pue Brooks quien empleó por primera vez el término "radical l i terario" para descri­bir a su coetáneo, Randolph Bourne, como di­rigente con suficiente valor para revolverse contra la tradición literaria del siglo XIX y declarar la revolución de la juventud norteameri­cana del siglo XX.

Es ta tradición, opinaban los jóvenes, de­pendía excesivamente de Europa y en particular de Inglaterra. "Nuestra humildad cultural" es­cribió Bourne en 1914, " e s el obstáculo princi­pal. . . Eija la mirada en Europa continuamos estrangulando cualquier genio indígena que sur­

is ge •

En aquel mismo tiempo Brooks clamaba pi­diendo la repulsa de las normas literarias que hicieron aparecer a Cooper como un Scott norte­americano, y a Bryant como un Wordsworth ul­tramarino, a la par que había trocado la límpida poesía de Lonfellow en una versión aguada de las baladas y narraciones románticas alemanas e inglesas . Creía, como muchos años antes lo creyeron Emerson y Hawthorne, que era preciso descubrir nuestro propio "pasado ut i l izable" y nuestro presente vital. Anteriormente, Walt Whitman, más que ningún otro escritor nortea­mericano de la primera época, casi nos había mostrado el camino, y fueron los norteamerica­nos los últimos en responder a su llamada.

II. L. Mencken fue quizá el más atrayente y vigoroso de estos radicales literarios. Hijo de un cigarrero alemán de Baltimore, adquirió sus conocimientos de América trabajando como reportero para los periódicos de esa ciudad, en la que residió toda su vida. Una obra experi­mental sobre Nietzsche le permitió elaborar sus propias ideas acerca de la iconoclastia. Siendo director de la revista Smart Set, y luego de otra de la que era propietario, American Mercury, se hizo con un pulpito desde el cual anatematizó las deferencias, las inhibiciones y las gazmo­ñerías que, en su opinión, estaban asfixiando la vida norteamericana.

Mencken no inventó la idea de que el puri­tanismo era la causa radical de lo malo, pero lo vapuleó con tanto entusiasmo como el que más., La teoría era que habíamos heredado de nuestros honrados abuelos un idealismo que anu­laba toda posibilidad de conocer los hechos de

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Theodore Dreiser (1871-1945). La vida moder­na puede ser también auténticamente trágica

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la vida y un materialismo que destruía cualquier oportunidad de realizar nuestros ideales . Pero Mencken opinaba que estábamos aprendiendo aprisa, como pudieran testificar Dreiser y otros escritores semejantes.

El ensayo escrito por Mencken acerca de Dreiser (que sigue siendo la defensa más fuerte y válida de ese gigante literario tan debatido) se convirtió en banderín de enganche en la gue­rra entre los críticos contemporáneos. Conser­vadores y radicales literarios afilaron sus he­rramientas crít icas alistándose en uno u otro bando en la controversia sobre Dreiser, y un crítico, Stuart Sherman, acabó por revisar su primera opinión y por escribir ensayos convin-

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centes en apoyo de los dos bandos en pugna. Pues ya en 1900, Dreiser, en su novela Sister Carrie, que no circuló, había declarado que la vida en la Norteamérica moderna podía ser auténticamente trágica, que la bondad no siempre es premiada ni la maldad castigada en los asuntos humanos. Mencken expresó sin am­bages que el antiguo " r ea l i smo" de William Dean Howells, optimista y mesurado, no llegaba en absoluto al corazón de la realidad. Siguiendo a Dreiser, batidor de nuevas sendas , instó a todos los novelistas nor­teamericanos a que tra­taran de los grandes im­pulsos motrices del hom­bre, el sexo y el dinero, sin disimular la fealdad y las trágicas conse­cuencias de las necesi­dades humanas., Lo muy bien que aprendieron esta lección las siguientes ge­neraciones de novelistas norteamericanos lo de­muestran Hemingway, Faulkner, Mailer y los beatniks de hoy.

Esta crítica lite­raria tendía más bien a dar suelta a las energías

acumuladas que a gobernarlas y enderezarlas. Fue necesaria de manera vital en el momento en que se manifestó, esto e s , inmediatamente antes de la primera guerra mundial y mientras duró el conflicto, mas fue fundamentalmente romántica, impresionista e inspiradora antes que dada a enjuiciar y medir. El único principio crítico que contribuyó fue la creencia de que una literatura para ser auténtica, tiene que ser expresión di­recta de la sociedad de cuyo seno surge . Esto es realismo en un sentido más fundamental que el que los anteriores escritores norteamericanos, incluido Mark Twain, habían conocido. Fue una llamada dirigida a los escritores modernos para que, arrancando nuevamente de las mismas raí-

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ces de la experiencia,hicieran de la literatura la profunda evaluación de la vida que ha de ser todo gran ar te . .La literatura y la crítica social , al menos en es ta fase del nuevo despertar nor­teamericano, no podían vivir separados.

Los dos críticos más influyentes que adop­taron es ta manera de pensar fueron el historia­dor Vernon L- Parrington y Edmund Wilson, pe­riodista.

La obra Main Currents in American Thought ("Tendencias principales del pensamiento norte­americano") de Parrington, cuando apareció en 1927, escandalizó a lectores y eruditos por igual y dio forma nueva a la totalidad del con­cepto de la historia de la literatura americana aceptado a n t e s . Se había supuesto hasta enton­ces que la literatura norteamericana, porque casi toda estaba escri ta en inglés, no era sino una parte de la literatura inglesa. Parrington citó a los autores de los períodos colonial y revolu­cionario de nuestra historia que habían creado una ..filosofía social marcadamente norteameri­cana partiendo de su experiencia en la "fronte­r a " y usando argumentos acerca de los princi­pios fundamentales de la sociedad humana. En su parecer se trataba del sistema agrario y de­mocrático de Thomas Jefferson. Hecho esto , se entregó a la tarea de clasificar a los escritores norteamericanos ordenadamente, de acuerdo con su identidad o divergencia con relación a este punto de vis ta .

E l resultado fue una nueva clasificación, en la que autores como Cooper, Thoreau, Whit­man y Mark Twain (que trataron directamente de la experiencia norteamericana) ascendieron a la cabeza de la l is ta, y otros, como Poe, James, Lowell y Longfellow (que trataron más bien de abstracciones e idealizaciones) perdieron el fa­vor .Era esto una versión del "pasado u t i l izable" que Brooks y otros habían pedido, una nueva orientación esencial del pensamiento norteameri­cano acerca del legado cultural propio.

Pasaron dos decenios antes de que un grupo de historiadores y críticos literarios, partiendo de una variante de la idea parringtoniana de la la relación entre literatura y sociedad, pudiera ofrecer, en la Literary History of the United States ("Historia literaria de los Estados Uni­dos" ) una evaluación completamente nueva en términos filosóficos y es té t icos y también polí­t icos y soc ia les . Era menester volver a definir la misma cultura antes de que su expresión li­teraria, al correr de los largos años en que fue reunida, pudiera ser descri ta y juzgada.

El impulso que llevó a los críticos histó­

ricos norteamericanos a aceptar es tas más am­plias verdades fue en gran medida el de las ba­tal las ideológicas de la década de 1930 que precedió a la segunda guerra mundial. Parring­ton estaba en lo cierto al opinar que, ante todo, la literatura americana ha de comprenderse como expresión de la civilización americana, pero erraba en su concepto de esa civilización tal como se desarrolló en el siglo XX. Una poten­cia mundial, urbanizada e industrializada, no podía continuar viviendo según los ideales de un legado agrario y colonial. Los radicales l i­terarios pronto se vieron forzados a encararse con otro problema: si la literatura debe expre­sar su sociedad, ¿qué clase de sociedad podían y debían los Estados Unidos crearse? Las po­tentes fuerzas del fascismo y del comunismo desafiaban sombríamente el legado democrá­tico, y muchos poetas, novelistas y dramatur­gos americanos se desorientaron en su caminar literario al tratar de apoyar a un bando cuan­do lo que se debatía era un conjunto de proble­mas esencialmente polí t icos.

Quizá el crítico literario americano que mejor supo abrirse paso por enmedio de la tur­bulencia ideológica de los años 1930 fue Edmund Wilson. Atraído tan poderosamente por la psi­cología y sociología que llegó a escribir obras excelentes acerca del freudismo y el comunismo, Wilson jamás perdió de vista su papel como crí­tico literario y como crítico de la literatura americana moderna. Pocos críticos literarios americanos de aquella época se atreverían a ha­cer lo que Wilson ha hecho: recoger en varios tomos sus ensayos, exactamente como se publi­caron, ordenarlos por decenios y ofrecerlos como una crónica histórica de opiniones. El secreto de su éxito reside en que Wilson siempre ha te­nido el don de gustar de los libros buenos por buenas razones, lo que le ha permitido reunir un asombroso historial de plenos aciertos crí­t icos.

Dice una antigua ley física que toda acción produce una reacción de fuerza igual y dirección contraria. La literatura no constituye una ex­cepción a esta regla, y un movimiento vigoro­samente dinámico, como el de los radicales li­terarios, hubo de provocar bien pronto una reac­ción más exigente críticamente, conducente a normas, formas y preceptos neoclás icos .

Entre los hombres con quien Mencken com­batió más animosamente contaron Irving Babbitt y J . E. Spingarn, ambos catedráticos, uno de francés, en Harvard, el otro de inglés, en Co­lumbia, y los dos más bien teóricos literarios

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que crít icos. Babbitt y Spingarn, aunque tan violentamente en rebeldía contra el siglo XIX como cualquier radical literario, diferían de Brooks, Bourne y Mencken porque insistían en que el juicio literario debía ser alcanzado con un criterio moral o estético más que político o social . Eran filósofos más: que historiadores de la literatura y su crítica era especulativa y judicial .

Fue Jorge Santayana quien identificó el movimiento neohumanista apoyado por Babbitt con lo que bautizó con el nombre de The Genteel Tradition, último baluarte de los ideales deci­monónicos. Estaba en lo cierto al opinar que Babbitt, Paul Elmer More y quienes los seguían estaban de acuerdo con los ideal is tas sus antecesores al luchar en un mundo de leyes naturales irracionales. Al oponerse a Mencken, a Dreiser y a la mayoría de los radicales lite­rarios, los dos grupos habrían llegado a un acuerdo, pero los neohumanistas se distinguían de sus predecesores en que eran militantes y agresivos, en tanto que los críticos "cor tesa ­n o s " reflejaban solamente un resplandor morte­cino del brillante Emerson.

Los archienemigos de Babbitt fueron lo que denominó el "viejo romanticismo" y la "nueva c ienc ia" . "Pudiera acaece r" , opinó, "que la crítica sea algo más de lo que Mr. Mencken quisiera que creyésemos.. . El crítico serio sien­te mayor preocupación por conseguir una escala acertada de valores, y con ella ver las cosas en justa proporción, que por la autoexpresión". Babbit descartaba la crítica de Mencken califi­cándola de vaudeville intelectual superior".

Los románticos, opinaba, habían soltado al hombre individual en un mundo carente de sentido para que se las compusiera sin ley moral o sensatez que le guiaran, y los nuevos científicos habían complicado la confusión al demostrar que la ley natural es todopoderosa e irracional. Durante más de un siglo, Babbitt se quejaba, la literatura inglesa y la norteame­ricana habían caminado al azar. Ahora, al menos los norteamericanos se encontraban en un ato­lladero de impresiones y reacciones sensorias .

¿Cuál era la solución? No lo sería volver desde la ciencia a Dios, pues eso no sería sino sustituir una regla arbitraria y no humana por otra. Los humanistas medievales se habían rebelado contra los dictados de una deidad arbitraria y habían empleado la investigación científica para establecer la autoridad de la voluntad humana. Ahora la ciencia se había tornado igual de tiránica y la voluntad humana

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se hallaba nuevamente en peligro. Lo que habia que hacer era desplazar el péndulo para que recobrara su posición de equilibrio. Los huma­nis tas tenían una vez más que encontrar un camino en un mundo dualista para que el hombre recobrara el dominio de los asuntos humanos sin rendir plei tesía a una autoridad sobrehumana o infrahumana.

El movimiento neohumanista en sus mani­festaciones extremadas y dogmáticas alcanzó su desarrollo máximo alrededor de 1930 y luego se consumió. Mas el estímulo que dio al renova­do examen de los problemas de la literatura y la moralidad tuvo influencia profunda y duradera. La contribución de Irving Babbitt y sus colegas de pensamiento crítico norteamericano no fue tanto sus ataques contra Mencken y los radica­les literarios como su conocimiento de lo mejor del pensamiento crítico y de la literatura de los clásicos y de Europa. Incluso en contra de su voluntad, se unieron con los radicales lite­rarios para liberar la literatura norteamericana del embarazoso y limitador eslabón que la unía a la tradición de "l i teratura inglesa" . Se dijo que los discípulos de Babbitt se entretenían du­rante sus c lases en Harvard en contar las alu­siones que le oían a la literatura mundial, y en cierta ocasión contaron hasta setenta en una hora. Las fuentes de teoría y crítica literarias francesas, alemanas y c lás icas pudieron fluir una vez más, como lo hicieron en tiempos de Emerson, en la mente creadora norteamericana sin ser antes filtradas por los críticos y las revistas de Inglaterra. El sector reaccionario y "fundamental is ta" del movimiento crítico norteamericano había ofrecido su propia con­tribución al nuevo despertar de la conciencia literaria nacional. Antiguos y modernos habían juntado sus fuerzas en una nueva Batalla de los Libros.

Una tercera escuela de crítica literaria na­ció de es tas batal las de 1915 a 1930, una ma­nera de pensar que tuvo entonces mucho menor influjo que el de los radicales literarios y el de los neohumanistas, pero que pronto pasó a ser quizá la más importante de todas a causa de su contribución a lo que luego se denominó la "nueva c r í t i ca" . Fue el impresionismo es té­tico de J . E . Spingarn, hombre entregado al e s ­tudio del Renacimiento y de Croce, el crítico italiano. Spingarn desti ló sus ideas de las mis­mas fuentes que los neohumanistas, esto es de la principal corriente de la tradición litera­ria c lásica y europea, pero llegó a conclusio­nes algo diferentes. Subrayó como función pri­

mordial de la literatura no ya la expresión de su propia sociedad y de su época, como decían los radicales literarios, y tampoco los valores morales básicos de todos los tiempos, como sos­tenían los neohumanistas, sino el mismo acto de creación imaginativo. Recordando a Goethe, a Carlyle y a Sainte-Beuve, prestó atención a la obra de arte en sí y en su relación con su autor y su lector, preguntando lo que el poeta habría tratado de lograr, la manera en la cual había cumplido su propósito y aquélla como ha­bía sido escuchado. Mas se apresuró a añadir: " L a intención del poeta debe ser juzgada en el momento del arte creador, según esté reflejada en la misma obra de arte y no según las vagas ambiciones que él imagina que son su verdadero propósito, y tampoco después de la consumación del acto creador".

Claro está que esto es enfocar la crítica literaria de manera esencialmente romántica y acercarían a Spingarn a Brooks y Mencken más que a Babbitt y More, pero su consecuencia inmedia­ta fue llamar la atención sobre la obra de arte misma más que sobre ningún aspecto de su con­texto y de esta manera preparó el camino para los críticos analít icos más disciplinados que luego vendrían.

Así pues, todas las preguntas principales que la crítica literaria puede hacer legítima­mente ya habían sido formuladas antes de 1920 y habían sido debatidas ardorosamente. Empero, la consecuencia más importante de toda esta actividad cr í t ica no fue que facilitó la apari­ción de una notable escuela de crítica litera­ria, lo que es cierto, sino que sentó la estruc­tura fundamental para un renacimiento literario. El escritor norteamericano de 1920 y 1930 dejó de sentir la "humildad cultural" que Brooks y Bourne deploraron en 1915. Podía ya fustigar su propia sociedad, como Theodore Dreiser, Sinclair Lewis y John Dos Passos comenzaron a hacerlo, con igual confianza y vigor que un Swift o un Voltaire; podía buscar la fatalidad trágica de todo lo vivo, como Faulkner, O'Neill y Wolfe, en el ámbito de la propia experiencia sin peligro de provincialismo; y podía responder a sus propios impulsos líricos, como Frost y Eliot, sin necesidad de ir más allá de los co­nocimientos, la experiencia directa y el len­guaje de su época, en busca de una forma de expresión pres tada .La literatura norteamericana, al arraigarse más honda y firmemente en el pa­sado, descubrió, al fin, cosas propias que decir, y métodos propios para expresarlas. Alcanzó, verdaderamente, su "mayoría de edad" .

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E n la histórica Pensilvània, Pittsburgh, una de las fortalezas de la industria norteamericana, no sólo es la ciudad de las grandes acerías sino también la sede de una de las orquestas más desta­

cadas del país . Actualmente, la Orquesta Sinfónica de Pittsburgh está recorriendo

el Viejo Mundo bajo el patrocinio del Programa de Presentaciones Cul­turales del Departamento de Estado. Aunque es su primera salida del país, la Orquesta es bien conocida en Europa por la calidad de sus grabacio­nes y el prestigio de su director: William Steinberg.

Steinberg lleva 12 años al frente de la Sinfónica de Pittsburgh, y se­gún Eugene Ormandy, director de la Sinfónica de Filadèlfia, en ese tiem­po la ha convertido en "una de las se is mejores del mundo".

La Sinfónica de Pittsburgh se presentó en España durante el mes de octubre: el día 18 actuó en el Teatro Coliseo de Bilbaojlos días 20 y 22 en el Teatro de la Zarzuela de Madrid, y los días 24 y 25 en el Liceo de Barcelona. En los programas de tales conciertos, junto a obras de Weber, Falla, 3eethoven, Schubert, Ravel, Berlioz, Mozart y Mendelsohn, la mú­sica norteamericana estuvo representada por piezas de Walter Piston,George Gershwin y Aaron Copland.

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MÚSICA DE AMERICA Y ESPAÑA

T ambién en el mes de octubre se celebró un gran acontecimiento cultural: el Primer Festival de Música de América y España. La música de las Americas se interpretó junto a las obras de los

compositores españoles. El Festival, organizado por el Instituto de Cultura Hispánica, con

importantes colaboraciones de uno y otro lado del Atlántico, se inspiró en la idea de los Festivales Interamericanos de Música, el primero de los cuales se celebró en Washington en abril de 1958.

Dichos Festivales -el segundo de los cuales tuvo lugar en abril de 1961-, preparados por la Organización de Estados Americanos, han pre­sentado la música de los países que se extienden desde el Ártico a la Tierra del Fuego: la música del Continente Americano.

El Festival de Música de América y España tiene una dimensión nue­va: es transcontinental. Las obras de aquel lado del Atlántico se unen a las europeas, a las españolas concretamente. Cinco compositores nor­teamericanos estuvieron representados. Aaron Copland, Walter Piston, Virgil Thomson, Qüincy Porter y Vladimir Ussachevsky formaron la "de­legación" de Estados Unidos en la gran "embajada sinfónica del conti­nente americano" que Madrid recibió en el mes de octubre.

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suplemento de

i m mm I i -

. . , •

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JULIAN M A R I A S

LOS ESTADOS UNIDOS FRENTE A LA DECISION DE 1964

I

Por qué las próximas e lecciones presidenciales americanas susc i -& tan tan vivo y apasionado interés? ¿Por qué los pa íses extranjeros,

ante todo los de Europa e Hispanoamérica, se preocupan y hasta to­man partido, con extraño calor, ahora que los Es tados Unidos van a elegir a su Presidente? A primera vista parecería una intromisión que los que no somos norteamericanos hablemos demasiado de e s a s e lecciones; pero si se mira bien hay alguna razón para el lo. Y es que el mundo no e s ya un sistema de compartimientos es tancos , que todo él está " e n presencia y que en el caso de los Estados Unidos esto es especialmente cierto: las funciones que asumen —que tienen que asumir— en el mundo actual hacen que nada im­portante suyo sea sólo suyo, y por tanto su Presidente, si bien no e s nues­tro Presidente, es ciertamente algo nuestro. (¿Qué exactamente? No es fácil responder, y mientras no podamos hacerlo no sabremos bien que quieren de­cir hoy e s tas dos palabras: sociedad y polít ica). Lo curioso es que quienes más enérgicamente opinan sobre las elecciones americanas son aquellos que niegan que tengamos que ver con los Es tados Unidos o és tos tengan que ver con nosotros, los que no admiten nuestra común pertenencia a esa realidad llamada Occidente, es decir, los que no tendrían derecho a la me­nor intervención en ta les asuntos. Pero esto no es más que una de las mu­chas inconsecuencias a las que tenemos que acostumbrarnos.

Hay, sin embargo, algunas razones particulares para que las próximas elecciones provoquen un interés más apasionado que lo usual , empezando por los propios Estados Unidos. Ante todo, que se tiene la inequívoca im­presión de que se juega en el las algo de insólita importancia. Durante mu­cho tiempo, en efecto, ha parecido que la distancia entre los dos grandes partidos americanos, el republicano y el demócrata, no es muy grande; que se trata sobre todo de dos equipos polít icos dist intos, con matices diver­gentes pero con un fondo común de mayor importancia; es decir, que el re­sultado de las elecciones no afecta decisivamente a la vida del pa í s , que su política en conjunto no varía demasiado en un caso o en otro. Es ta im­presión, hay que advertirlo, es más fuerte en el exterior que en el pa í s : las diferencias entre demócratas y republicanos parecen a veces muy grandes a los americanos, aunque resulten poco relevantes v is tas desde fuera; la pasión que se pone en las elecciones es considerable, pero opera sobre un fondo intacto de concordia, sobre una enérgica afirmación de la conviven-

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eia, suelo adecuado para todos los desacuerdos y las discrepancias . Impor­tan mucho los matices —aunque desde el exterior parezcan sólo matices—, precisamente porque se es tá persuadido de que todos van a seguir viviendo juntos, pase lo que pase en las e lecciones , van a seguir entendiéndose, van a seguir viviendo bien, porque el mundo no se va a acabar para ninguna frac­ción del país al día siguiente de su derrota electoral. A esto se añade que en muchas elecciones se ha tenido la impresión de que los americanos e s ­taban optando entre los dos mejores hombres disponibles —extraña impre­sión, que debe producir a un pueblo un profundo consuelo. ,

¿Significa algún cambio respecto de esta situación la que se está dibu­jando en 1964? Creo que s í , y que ello explica cierta inquietud y apasiona­miento de unos y otros. Intentaré explicar cómo veo el nuevo planteamiento.

L a s dis tancias entre los dos candidatos contendientes, el presidente Lyndon Johnson y el senador Barry Goldwater, han aumentado mucho, y ha­bría que añadir: deliberadamente. La candidatura de Goldwater significa precisamente esa decisión: ha repetido una vez y otra que no quiere ser un " e c o " , es decir, que no quiere ofrecer a los americanos una versión lige­ramente distinta de la política demócrata, sino lo que llama una "a l te rna­t i v a " . En principio, esto parece tener algún sentido, pero se ocurren algunas reservas graves: primero, que forzar las d is tancias , es decir, aumentarlas artificialmente, sobre ser peligroso para el pa ís , lo es para el partido que lo hace; es muy probable que ahora exis ta también una distancia conside­rable entre Goldwater y el grueso del partido republicano, a pesar de la ad­hesión de la organización burocrática, de su fracción administrativa; y, s e ­gundo, el no querer ser un " e c o " puede llevar a una actitud " p a r a s i t a r i a " : cuando se quiere ser "d i f e ren te" o " o p u e s t o " a toda costa, se vive pen­diente de aquello a que uno quiere oponerse, de eso de lo que se busca d is ­tinguirse, y desaparece toda originalidad. Muchos sienten el temor de que los republicanos pretendan en las próximas elecciones ser " l o contrario de los demócratas" , en vez de ser, sencil la y positivamente, republicanos, aunque esto significa algo bastante próximo, en virtud del hecho de que las cosas tienen sus exigencias, y los planteamientos reales de los pro­blemas polí t icos, soc ia les y económicos obligan a una amplia zona de coin­cidencia, derivada de la estructura objetiva de los asuntos. (Las declara­ciones de Goldwater en la reunión de Hershey mostraron que éste empezaba ya a moderar sus posiciones in ic ia les) .

A los ojos de la gran mayoría de los europeos y los hispanoamericanos, la nomination de Goldwater como candidato republicano es incomprensible. La imagen de él hoy dominante es la de un reaccionario extremado, parti­dario de medidas violentas, sumamente simple en sus opiniones y que re­presenta un retroceso de muchos decenios. Es ta imagen es probablemente inexacta, o cuando menos exagerada, pero es un hecho, y con ella en cuanto hecho hay que contar si no se quiere ser utópico. Hace pocos años, la opi­nión mundial estaba persuadida de que los talentos de Foster Dulles y su política al frente del Departamento de Estado eran muy inferiores a lo que sería deseable ; no voy a discutir aquí el acierto de esa convicción, me bas­ta con señalar que fue un factor importante en la política americana, y na­turalmente un obstáculo, lo que los americanos llaman una liability. Yo no voy a sugerir, claro es tá , que este tipo de hechos sean para ellos decis i ­vos; simplemente quiero decir que hay que tenerlos presentes , y que si se quiere tener las cuentas en orden, hay que hacer pasar, junto a las partidas posit ivas o assets, ta les liabilities.

Pero los extranjeros deberían intentar comprender por qué un número respetable de americanos sienten adhesión y hasta entusiasmo por Gold­water; algunos, es cierto, lo apoyan por las mismas razones que los europeos

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ven, y que les parecen, repito, incomprensibles: por su reaccionarismo, su simplismo, sus posiciones elementales y violentas; pero otros muchos se sienten atraídos por motivos dist intos y en cierta medida opuestos. ¿Cuá­les? Aunque parezca extraño, en primer lugar por cierto " l ibe ra l i smo" , que les parece más enérgicamente defendido por Goldwater que por los demó­cratas . Los americanos han tenido siempre desconfianza frente al poder del Estado —creo que tienen en eso toda la razón—; temen la intervención de éste en la vida privada y en las funciones de la sociedad, por ejemplo en la actividad económica; confían en el hombre individual y en las asocia­ciones que se organizan libremente, en la empresa libre y competitiva, en la regulación espontánea de la vida socia l . Ven con instintiva antipatía y suspicacia el big government, y les repugna el papel prepotente del Estado en la mayoría de los países europeos, aun los que no pueden ser conside­rados como " to t a l i t a r io s " . El crecimiento del Estado federal preocupa siem­pre, tanto por lo que significa de disminución de los es tados como de in­tromisión en la vida de la sociedad y de los individuos. Una apelación a la libertad y la independencia de hombres y grupos socia les frente al inter­vencionismo encontrará siempre eco en los Estados Unidos, y justamente por tocar la profunda raíz liberal del pa ís . Esto es una de las cosas que no deberían olvidar nunca los demócratas.

La situación del problema negro es un ejemplo particularmente claro. E s evidente que apoyan a Goldwater casi todos los segregacionistas y ra­c i s t as del pa ís , enemigos de la Ley de Derechos Civiles por la que tanto se esforzó Kennedy y que Johnson ha llevado a buen puerto; perotambién lo siguen otros americanos que no son segregacionistas , que desean en una u otra medida la integración, pero consideran que la manera de decretarla hiere ciertos derechos de los es tados y de las personas, va contra cier­tos principios incluidos en la letra o al menos en el espíritu de la Cons­titución; es tos piensan que hay un derecho a asociarse con quien uno quie­re , que la ley. no puede imponer a nadie con quién debe tratar; es ta concep­ción es sobremanera discutible y evidentemente parcial, porque olvida los deberes y las exigencias de las funciones públicas, pero aquí no trato de juzgar a los americanos sino de comprenderlos, de explicar por qué algunos de ellos —con razón o sin razón— se sienten representados por Goldwater.

Análogamente, a muchos alarma lo que llaman tendencias " s o c i a l i s ­t a s " , los esfuerzos por convertir a los Estados Unidos en un Welfare State - lo que todavía es en medida muy limitada. , La "guerra contra la pobreza" , la ayuda —que significa siempre alguna intervención— federal en la educa­ción, lo que tiende a una socialización de la medicina, la excesiva plani­ficación, todo esto provoca recelo y defensas en gran número de america­nos . Tienen la impresión de que los principios mediante los cuales Norte­américa ha alcanzado su incomparable prosperidad y un grado de just ic ia socia l inigualado en parte alguna son otros, y en cierta medida opuestos; que su abandono y sustitución por otras normas amenaza estratos muy pro­fundos de la vida del país . Muchos piensan que se trata de problemas falsos , susci tados por teóricos abstractos o con propósitos electorales . Libros sin duda bien intencionados, pero algo demagógicos e irresponsables, como The Other America, de Michael Harrington, han provocado considerable confu­sión en el exterior e incluso dentro de los Estados Unidos. Hablar con de­masiada insis tencia de la " p o b r e z a " norteamericana no es demasiado se­rio, a menos que se aclaren mucho las cosas ; en los Estados Unidos existe pobreza, quién lo duda, como existe , y en proporción casi siempre mucho mayor, en todos los pa í ses , pero mientras en otros se da por supuesta y no se habla de ella, en los Es tados Unidos se presenta como un mal atroz y que clama al cielo, olvidando que esa pobreza e s casi siempre explicable

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y derivada de causas excepcionales , aunque las excepciones, como todo en ese pa í s , tengan gran volumen; que es el precio que hay que pagar por las posibilidades pol í t icas , socia les y hasta económicas que se abren ante los americanos; es decir, que una de las cosas que pueden ser es pobres; que esa pobreza es muy relativa (2.000 dólares anuales por persona ó 3.000 por familia) y sólo puede llamarse así por comparación con la riqueza de la sociedad americana en su cas i totalidad, y que cuando ese concepto s e usa en otros pa í ses , por ejemplo en muchos de Hispanoamérica, como si qui­siera decir lo mismo que en e l los , el resultado es más bien cómico; que se habla de los "pobres i nv i s ib l e s " —the invisible poor—, y uno p iensa en lo extraordinario que es un país donde los pobres son invisibles y hay que ir a buscar los .

Finalmente, hay un punto que me parece decisivo para comprender el caso Goldwater. La parte de su programa que parece más anacrónica e in­sostenible es la que se refiere a la política exterior, y és ta e s precisamente la más visible desde fuera y la que más importa a los extranjeros; pero hay que recordar que los Es tados Unidos apenas han tenido hasta 1945 política exterior, que hasta entonces han vivido " d e n t r o " de sí mismos, que la em­presa nacional ha sido hacer los Estados Unidos. Son millones los ameri­canos que no tienen aún sentido de la política internacional, y que por tan­to apenas atienden a las porciones de programa que se refieren a el la , o lo hacen con extremado simplismo, sin tener en cuenta las complejidades rea­les ni el sistema de conexiones de unas cosas con otras . Pues bien, Gold­water desempeña la función de interesar por la política a e s a importante fracción despolit izada del país que no tiene sentido de los problemas mun­dia les . Si no se me entendiera mal, yo diría que Goldwater es tá desempe­ñando en los Estados Unidos una función análoga a la que ejercieron los caciques en la España de fines del XIX y comienzos de es te s iglo: la de interesar por la política, en esca la reducida y local o doméstica, a los que no se podían dar cuenta de los grandes temas nacionales o internacionales; el caciquismo —a pesar de muchas facetas repugnantes— contribuyó a la movilización del pueblo hacia la política, y por tanto a la efectividad de la democracia; e s probable que Goldwater despierte el interés de minorías considerables que. estaban hasta ahora fuera de la política actual y a l as que sólo un planteamiento anacrónico podrá ir incorporando.

Hasta aquí sólo he intentado hacer inteligible lo que en el exterior no lo parece: el éxito inicial de Goldwater dentro de su partido. Ahora hay que ver el reverso de la medalla.

II

Cuando los partidarios de Barry Goldwater alegan que muchos " g r a v e s " problemas que reclaman la intervención del Estado federal —pobreza de am­pl ias zonas de la sociedad americana, discriminación racial , deficiencias de la educación— no existen o son mucho menos graves de lo que se d ice , o al menos pueden resolverse por medios que dejen libre la iniciativa pri­vada o la de los es tados , acaso tienen alguna razón; pero olvidan que el argumento podría volverse contra e l los , y con mucha más energía, cuando presentan como problemática y desacertada o débil la política —sobre todo exterior— de la administración demócrata en los últimos cuatro años . Por lo pronto, la prosperidad económica ha alcanzado un máximo, y ha superado las previsiones más optimistas; ha sido la administración de Kennedy la que ha llevado a cabo la reducción de impuestos, que ha puesto en circu­lación una enorme suma de dinero y ha favorecido el consumo y las nuevas inversiones; el " p a r o " o desempleo se ha reducido, aunque no ha desapa­recido, y además hay que hacer constar que lo que se entiende por unem-

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ployment en los Estados Unidos tiene poco que ver con lo que se llama as í en otras partes: se considera "desempjeado" a todo el que en las últimas semanas no tenia un trabajo y lo buscaba; esto hace que se incluya a todos los que han perdido sus puestos de trabajo, pero además a los que lo han dejado para buscar otro —los americanos cambian fácilmente de job—, a las mujeres que deciden trabajar o volver a trabajar una vez que los hijos están criados, a los muchachos que desean empezar a trabajar, aunque sea par­cialmente y para ayudarse a sus gas tos , a los que, en vista de que el ca­beza de familia ha perdido su empleo, buscan un trabajo que normalmente no necesi tan ni desean; esto explica, por ejemplo, que la cifra de 5 por 100 de desempleados se componga en gran proporción de jóvenes de menos de 20 años , y que si se limita a los adultos cabezas de familia no llegue al 3 por 100, y esto teniendo en cuenta que anualmente aumenta mucho el nú­mero de los que alcanzan edad de trabajar y que por tanto se amplían los puestos de trabajo necesar ios .

En cuanto a la política exterior, es fácil, claro es tá , señalar las difi­cul tades , porque en es ta época son enormes, y prácticamente todo lo que pasa en el mundo gravita sobre los Es tados Unidos, pero no es fácil para Goldwater presentar como " d é b i l " e indecisa la política demócrata después de la actitud de Kennedy sobre los proyectiles dirigidos en Cuba o la de Johnson en las cos tas del Vietnam; y tampoco es fácil prescindir de las con­secuencias que la victoria republicana, con esta candidatura, tendría para la influencia de los Estados Unidos en Asia, para las relaciones con His­panoamérica o para el porvenir de la Alianza Atántica.

A mi juicio, los partidarios de Goldwater han cometido —o están co­metiendo— un enorme error de perspectiva, que se podría formular con bas­tante precisión y que envuelve varios aspectos íntimamente ligados entre s í :

El núcleo de su error es lo que yo llamaría la fragmentación de los pro­blemas, e s decir, el olvido de que todas las cuest iones polí t icas se con­dicionan recíprocamente. Goldwater suele pronunciarse sobre cada una de e l l as , como si nada tuviera que ver con las demás, y propone su " s o l u c i ó n " sin cuidarse de comprobar que es compatible con la que ofrece para la cues­tión siguiente. Algunos ejemplos aclararán lo que quiero decir. Se queja de los grandes gastos federales y del crecimiento del Estado, pero favore­ce un papel mucho mayor de los militares y una intervención decisiva de és tos en la solución de los conflictos, desea una "v i c to r i a " en la política exterior y la guerra fría, pero no explica cómo puede intentarse siquiera esto sin poner un poder mucho mayor en las manos del Estado federal, sin con­trolar la industria y la economía, sin reducir la iniciativa privada.

E s a fragmentación, que autoriza las faltas de coherencia, favorece tam­bién el uso del wishful thinking o "pensamiento des idera t ivo" . Goldwater y sus partidarios dicen las cosas que hay que hacer: restablecer la fuerza y pujanza de los es tados , lograr una victoria total sobre los adversarios, eliminar la influencia del comunismo en Asia, etc . ; pero no dicen cómo pue­de hacerse. La diferencia entre la voluntad y el mero deseo —el fenomenó-logo PfSnder lo explicó muy bien hace medio siglo— consiste en que, mien­tras se puede desear cualquier cosa, sólo puede quererse lo que parece po­s ible , aquello que está en nuestra mano conseguir —al menos intentar— y para lo cual estamos dispuestos a hacer lo necesar io. Ahora bien, en polí­t ica los deseos significan muy poco, y resulta dudoso que Goldwater quiera todas e sas cosas que sin duda desea.

En tercer lugar, y siempre a causa de esa fragmentación, se irrita fren­te a todo lo que le desagrada, sea o no evitable, sea o no necesario, es decir, sin pararse a pensar si lo que le agrada es posible. Partiendo de una

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actitud indudablemente justificada, la de recelo frente a la prepotencia del Es tado , se opone al crecimiento del gobierno federal, que era bien poca cosa antes de la Guerra Mundial y hoy es una maquinaria enorme, poderosa y costosísima. Pero parece que no se para a considerar que s i el Estado ha crecido, la sociedad ha crecido mucho más —en la economía, en la cul­tura, en las actividades de toda índole, en la función dentro del mundo—; de suerte que si el Estado no se hubiera desarrollado como lo ha hecho, hoy sería un instrumento impotente, incapaz de regular la vida del cuerpo social y, por supuesto, de desempeñar las enérgicas funciones que Gold-water le pide. Visto desde Europa, o desde los pa íses de Hispanoamérica en que el Estado existe , el de Norteamérica es todavía mínimamente inter-vencionsita y opresor,y la "proporción" o ratio respecto de la sociedad es muy inferior en todos los órdenes. (Sólo habría que hacer una excepción, y és ta es la defensa; pero hay que tener presente que corre a cargo de los Estados Unidos la mayor parte de la de Occidente en conjunto, y que, por otra parte, la política de Goldwater tendría que intensificar este capítulo). La sociedad americana asume y realiza un sinnúmero de funciones que en otras partes son incumbencia del Estado, y e s t o ' e s lo primero que hay que tener presente cuando se lee a los americanos que hablan de es tos temas: por ejemplo, cuando los economistas l iberales se quejan del intervencionis­mo y la planificación; a los más intervencionistas de los americanos se les pondrían los pelos de punta si vieran lo que, en orden a la planificación, aceptan o proponen los más liberales entre los europeos.

E s a actitud de "irr i tación"1 frente a lo que no gusta culmina en el an­ticomunismo de Goldwater. Estoy, y es bien notorio, a considerable dis tan­cia del comunismo, y precisamente por eso no comparto la afición que por el "ant icomunismo" sienten muchos. Primero, porque creo que no es fácil entusiasmarse por una " a n t i - c o s a " ; segundo, porque todo "an t i - i smo" es parásito del " i s m o " correspondiente, lo necesi ta para existir, vive de él —de oponerse a él—, es servil y no creador; y tercero, porque todo " a n t i -i smo" es tá muy cerca y es muy parecido al " i s m o " contrario: por lo ge­neral es lo mismo, sólo que al revés. La falta de originalidad de los "an t i -i s m o s " los hace, por e so , es tér i les e ineficaces: el antifascismo de los años treinta y tantos llevó a buena parte del planeta a padecer el fascismo, ya que en casi todas partes triunfó el mismo esti lo y análogos principios, sólo con un cambio de signo; es de temer que el "ant icomunismo" tenga consecuencias parecidas . No habría mayor destrucción de la sociedad ame­ricana —la creación histórica más original de nuestro tiempo— que la pe­trificación en un molde pasivo, sólo determinado por la decisión de ser " l o contrario del comunismo", en vez de ser positivamente lo que e s , y que es tá a cien leguas del comunismo y el anticomunismo juntos. Es te e s el aspecto más peligroso de la candidatura de Goldwater, y no sólo, como es fácil ver, por el riesgo de un choque armado con la Unión Soviética o con la China —que no es flojo riesgo—, sino más aún por la deformación y mu­tilación que imprimiría a la sociedad americana y a las posibil idades hu­manas del pa í s .

¿Qué significa, frente a todo es to , la candidatura demócrata, al frente de la cual figura el presidente Lyndon Johnson? Algo mucho más concreto, conocido y controlable —por eso he podido dedicar mucho más espacio a la otra alternativa que se anuncia y que hay que intentar definir—: la polí­t ica americana desde 1961. Es ta política es tá , con rasgos propios, dentro de la gran tradición de la vida pública americana contemporánea. Cuando Goldwater decía que Nelson Rockefeller o Scranton no representaban nada esencialmente distinto de Lyndon Johnson, tenía razón, pero no advertía que con ello estaba caracterizando la verdadera tradición americana y ade-

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más definiendo lo que es la concordia política en un país . Cuando una na­ción lo es efectivamente, sus posiciones polít icas no son nunca esencial­mente d i s t in tas , y es incomprensible que el que se opone a eso se llame a sí mismo "conservador" .

La política americana de hoy es tá determinada, a grandes rasgos , por las cuest iones planteadas y por las técnicas actuales que permiten inten­tar resolverlas . En este sentido, toda política que no sea un capricho o un disparate tiene que partir de un torso impuesto por las circunstancias y por el nivel del tiempo, dos factores de los que prescinde alegremente la pre­sente representación del partido republicano. Ahora bien, como la política es pensamiento circunstancial y plenamente actual , hacer eso significa vol­ver la espalda a la política y orientarse hacia la utopía o el arbitrismo. Por eso lo que me parece más peligroso de la situación actual es el probable quebranto con que va a salir de las e lecciones , no ya Goldwater, sino el partido republicano, lo cual afectaría gravemente al equilibrio de la vida política de los Estados Unidos, consistente en que hay dos partidos pode­rosos, ambos con posibil idades reales en todo momento de alcanzar el Poder.

No quiere esto decir que la candidatura demócrata no tenga r iesgos o no puedan hacerse reservas frente a el la. Las acusaciones de " s o c i a l i s ­mo que los partidarios de Goldwater hacen a los demócratas son infunda­das , y v is tas desde Europa r is ibles ; pero harían mal es tos últimos en no tener presente la parte de razón que sus adversarios tienen, la necesidad de frenar el intervencionismo y la planificación y reducirlos al mínimo ne­cesario para el funcionamiento autónomo y coherente de la sociedad. La confianza en la iniciativa privada, en la invención, la fortuna y el riesgo son caracteres de los Estados Unidos, y sería un grave error que és tos se dejaran tentar por soluciones fáci les , adoptadas por pueblos de menor ím­petu creador. Finalmente, hace cuatro años John F . Kennedy inició una em­presa política a la cual llamó, con espléndido acierto retórico, la Nueva Frontera. Es evidente que el Presidente Johnson no puede estar ligado por el est i lo de su antecesor, y que ha de gobernar con plena independencia; pero independencia no quiere decir insolidaridad, menos aún retroceso. La innovación de Kennedy no era sólo suya personal, sino la expresión de has ­ta dónde los Estados Unidos habían llegado; Kennedy no existe ya, pero además de su memoria existen los Estados Unidos que en él alcanzaron su expresión más feliz y adecuada. Si el partido demócrata no recoge la ins­piración, la imaginación, la promesa, la esperanza de la Nueva Frontera, para llevarlas más allá y de manera nueva, faltará también al imperativo más inexorable de la política: la actualidad, el nivel del tiempo.

Esto e s , si no me engaño, lo que se ventilará en noviembre de 1964. Los Estados Unidos se encuentran enfrentados con una decisión de increí­bles consecuencias . Si bien la concordia permanece intacta, las diferen­c ias entre las dos candidaturas son mayores que las usua les , y crean una mayor tensión. Pocos serán, por otra parte, los americanos que piensen que en noviembre van a elegir entre los dos mejores hombres disponibles. El problema interior más importante, la convivencia entre blancos y negros, que es un grave problema real , con pretexto del cual lanzan piedras sobre los Estados Unidos los que nunca han tenido ocasión de pecar, los que pe­can incomparablemente más tan pronto como tienen cualquier materia de "d iscr iminac ión" , ese problema, digo, camina a buen paso hacia su solu­ción —en la medida en que los problemas humanos efectivos admiten tener­la—; si continúa Johnson en el poder, el proceso seguirá por sus pasos , y al término de su mandato nos encontraremos seguramente más avanzados

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de lo que se imaginaría, porque el Sur ha empezado ya a resignarse a lo ine­vitable y es tá ya en el fondo dispuesto incluso a sacrificar cier tas parcelas de razón, y por otra parte la Ley de Derechos Civiles vá a descargar muy pronto la espoleta de exasperación de los negros; si Goldwater fuera Pre­s idente , habría que volver a empezar; y no tanto porque él se opusiera al proceso de integración e igualdad jurídica, sino porque encendería en unos el temor y en otros la esperanza, porque suprimiría la resignación de unos y aumentaría la exasperación de los otros.

Lo más grave sería, sin embargo, la repercusión en la política exte­rior y por tanto en la marcha del mundo. La desconfianza frente a Goldwater es tan viva en Europa y en Hispanoamérica, su posición las tiene tan esca­samente en cuenta, que ser ía inevitable una desintegración —parcial y tran­sitoria, pero muy peligrosa— de esa realidad histórico-social que se llama Occidente. Coincidiría esto con una agudización de las tensiones con el bloque soviético, con una suspicacia mayor y una disminución del respeto por los Estados Unidos- Se comprende que muchos millones de hombres, fuera y dentro de los Estados Unidos, miren con atención y ansiedad al calendario y se pregunten qué les va a suceder el mes de noviembre de 1964.

C A R M E L O M A R T I N E Z

LA APASIONADA VEHEMENCIA

E l extremismo en la defensa de la libertad no es un vicio y la mo­deración en la prosecución de la just íc ia no es una vir tud". Jus ­tificando así todas sus act i tudes, Barry Goldwater se plantó como

gran vencedor en la convención republicana de San Francisco. Los delega­dos de todo el país se habían reunido al l í , en el " P a l a c i o de la V a c a " , para elegir y proclamar su candidato a la Presidencia de los Es tados Unidos de América. El día 15 de julio un grito clamoroso fue determinante: "¡Quere­mos a Barry!".

Con este grito de "¡Queremos a Barry!", quedaba planteada una ba­tal la que va a enfrentar en noviembre a Lyndon B. Johnson con Barry Goldwater.

"¡Queremos a Barry!" e s , por otra parte, mucho más que un grito. Es

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una apasionada voluntad. Porque en este caso es tan importante la adhe­sión como el ardor de los partidarios. Los partidarios de Goldwater, tienen la misma vehemencia que su líder.

Conocí en Mexico D.F . a un hombre de negocios de Dallas que, cuando conversábamos sobre Goldwater, parecía transfigurarse. "Todo parece que es tá en contra suya —me decía con los ojos brillantes—, desde las circuns­tancias a los periódicos. Johnson es tá en la Presidencia , y no hay popula­ridad como la que otorga el ejercicio del Poder, y la prensa de Europa y buena parte de la prensa de mi país también están contra Goldwater... Pero no importa. Usted no pierda de vis ta a Barry Goldwater, que tiene la sol i ­dez de un corredor de fondo para marchar durante kilómetros y un " s p r i n t " impresionante en los metros finales. Cuando aprieta en ese " s p r i n t " final le aseguro que es como una locomotora" .

Los hechos le han dado has ta ahora la razón a mi amigo norteameri­cano porque esta charla era un mes antes de la Convención de San Fran­cisco, cuando todavía se ignoraba lo que podrían hacer y obtener los otros hombres del partido republicano que aspiraban también a la candidatura para la Presidencia . El día 15 de julio, en el enfervorizado ambiente de la Convención, Barry Goldwater, senador desde 1952, aceleró con su "spr in t característ ico y, entre el clamor de "¡Queremos a Barry!", sus 883 votos aplastaban a los 214 votos de Scranton, a los 114 de Rockefeller, a los 41 votos de Romney, a los 27 de Margaret Chase Smith —también una mujer aspiraba a la Presidencia—, a los 22 de Judd, a los 5 de Fong y a los 2 votos de Cabot Lodge.

Era evidente que, en efecto, los republicanos querían a Barry, el hom­bre que, entre sus libros, había escri to uno titulado " L a victoria, ¿por qué no? ' . Era evidente también que, en esa jornada del 15 de julio, Barry Goldwater, el hombre de ojos azules y una dentadura que parece post iza en su sonr isa de seguridad y confianza en sí mismo, había dado el paso más importante en su carrera. Porque, sin remontarse demasiado, simple­mente a primeros del años 1964, nadie hubiera arriesgado mucho por e s ­te Barry Goldwater.

REACCIONES A Barry Goldwater se le han hecho, desde su proclamación como can­

didato, miles de reproches en todos los pa í ses , incluido el suyo propio. Por el mundo, una serie de comentarios de prensa han difundido diversos temores ante las posibilidades del senador de Arizona, presentándole po­co menos que como un " u l t r a " , un extremista, un hombre agresivo, un re­trógrado en la actual política mundial de evoluciones, aperturas y coexis­tencia.

Nadie sabe de verdad cuales son en es te momento las posibil idades de Goldwater —una encuesta de Gallup en noviembre pasado daba ventaja a Nixon, que ni siquiera aspiraría después a candidato en la Convención y que estuvo bastante callado, trabajando en su bufete de Nueva York-pero la realidad norteamericana ha demostrado repetidas veces que una cosa son los comentarios e incluso las declaraciones y frases de las campañas electorales , y otra cosa muy distinta la actuación de un Pre­sidente investido como tal con la responsabilidad de la Nación a sus es ­pa ldas .

En cualquier caso, a todos les había contestado con anticipación el propio Goldwater con la declaración ya enunciada de que no hay extremis­mos en la defensa de la libertad y de la jus t ic ia . Pero no se puede negar la exis tencia de esos temores, que alcanzaron en Europa su máxima sig­nificación con el comentario del superconservador " T i m e s " , de Londres,

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que calificó la elección para candidato del superconservador Goldwater como "una aberración". O el comentario de " L e F iga ro" , en Pa r i s , que definió al senador de Arizona como un hombre "personalmente simpático, según todas las referencias, pero carente de cultura, de experiencia, de equi l ibr io . . ."

En es tos comentarios ha habido, según han reconocido luego muchos comentaristas, no poco de exageración y no poco de miedo a que el empuje de Goldwater pudiera agravar —en la cuestión fundamental— las relacio­nes con la URSS, creando un clima de tensión propicio a una guerra, que es hoy el fantasma del mundo. Por lo demás, el comentario de " L e F i g a r o " es también exagerado en otros aspectos , sobre todo los que se refieren a la cultura de Goldwater. Cierto que Goldwater ni es un intelectual, ni un estudioso. Ni fue de muchacho estudiante destacado, ni lo fue para graduar­se como alférez en la Staunton Military Academy, de Virginia, en 1928, ni lo fue en la Universidad de Arizona, donde solamente realizó estudios du­rante un curso. Pero, en cambio, los textos del senador, y especialmente su libro " L a conciencia de un conservador", revelan a un hombre de ideas claras apoyadas en una dilatada experiencia.

Es también curioso que, del mismo modo como Goldwater se anticipó a las crí t icas sobre su extremismo, también se anticipó a este otro tipo de crí t icas, al declarar a la revista "Der Spiege l" : "Yo no soy el hombre más inteligente del mundo —hay muchísimas personas que me tienen por un ig­norante— pero he viajado mucho y he visto y he realizado muchas más co­sas que la mayoría de mis compañeros del Congreso" .

En realidad, y dado que en el término medio está la virtud, hay que situar a este Goldwater —que aspira a la Presidencia nada menos que de los Estados Unidos— como un auténtico hombre hecho a sí mismo, que tra­bajó desde muchacho en la inmobiliaria de su padre, que a los 20 años era jefe de ventas del negocio y a los 27 el director de la empresa. Su triunfo en la política es también un claro indicio de que, con sus caracter ís t icas de tenacidad, de ímpetu, se ha portado como contaba el hombre de nego­cios de Dal las : como un corredor de fondo, en una carrera política muy lar­ga, con " s p r i n t s " tan fulgurantes como el trayecto que remataba el 15 de julio.

Mayores han sido, si cabe, las crít icas que se le han hecho a Goldwater en los Estados Unidos, donde se llegó a vislumbrar una escis ión en las fi­las del Partido Republicano. El clima de las horas y de los días siguien­tes a la convención republicana facilitaron sin duda una serie de act i tudes desai radas . Rockefeller declaró que había que prevenirse contra el extre­mismo en el seno del partido; otros llegaron a hablar —como el gobernador demócrata de California, Brown— de "efluvios de fasc ismo"; el mismo Eisenhower expresó sus reservas a algunas afirmaciones de Goldwater, y el "New York T i m e s " apuntó sus vaticinios a un posible conflicto entre Goldwater y los moderados de su partido.

L a s esc is iones se han producido, y los nervios también. Son lógicos después de toda batalla, aunque sea con votos, y aunque sea dentro del propio partido. No obstante, si las cosas siguen su curso normal, todas e s a s discusiones van a dar paso inmediatamente a lo que tiene que ser: la unión de todas las fuerzas republicanas en torno a Goldwater para darle la batalla electoral a los demócratas de Johnson., Y en ese momento, Goldwa­ter, que es desde 1962 general en la reserva, tendrá en sus manos todo un potencial que arranca precisamente de las crí t icas de sus adversarios: la política del no compromiso, la política de la energía. En la política de su llamado extremismo puede encontrar Goldwater, contra lo que muchos ima­ginan, enormes cantidades de seguidores repletos de tanto entusiasmo co-

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rao los que han gritado una vez y otra: "¡Queremos a Barry!".

EL PENSAMIENTO DE GOLDWATER A Goldwater —y esto quedó muy claro ya en la Convención— no le gus­

tan las medias t in tas . De ahí viene su proclamada intransigencia frente a muchos problemas. Goldwater es hombre para el cual la palabra "compro­miso es un revulsivo. Y, por otra parte, la definición de conservador en Goldwater es una definición bastante ambigua en el mundo de hoy, donde todas las palabras se han quedado difusas. Pues tos a encontrar una defi­nición habría que recurrir a afirmar, sencillamente, que Goldwater es Gold­water.

El pensamiento político de Goldwater se ha ido exponiendo en una se­rie de conferencias de prensa, declaraciones y discursos, más o menos oca­s ionales , muchos de los cuales vienen ya influidos por la circunstancia electoral . Por eso , donde mejor puede anal izarse el pensamiento y las teo­r ías del senador de Arizona es en su libro " L a conciencia de un conser­vador , que lleva un subtítulo mucho más significativo —mucho más gold-wateriano, habría que decir— que el título mismo: " E l ocaso de la libertad en Estados Unidos" .

Como ya hemos afirmado, hay algo subyugante en el modo de expresar­se el candidato republicano: esa claridad que es su aliento más firme, su caracter ís t ica más acusada, precisamente la que presta mayor contundencia y vigor a sus palabras, lo mismo cuando se refiere a los problemas internos de los Estados Unidos que cuando se refiere a la posición de Norteamérica en el mundo y a la amenaza mundial soviét ica. Y, aún más, cuando fija en principio la posición del hombre:

" C a d a miembro de la especie es una criatura única —ha escrito Gold­water en su libro, del que vamos a fijar los puntos principales—. La pose­sión más sagrada del hombre es su alma espiritual de esencia inmortal,pero de paso en nuestra vida mortal. Este lado mortal establece hondas diferen­c ias entre cada hombre y todos los demás. Únicamente una filosofía que tenga en cuenta las graves divergencias entre los hombres y, con arreglo a ta les divergencias, prevea el modo de desarrollar las dist intas potencia­l idades de cada uno, puede decir que es tá de acuerdo con la naturaleza. En nuestros días se habla mucho del hombre común. Es un concepto que con­cuerda muy poco con la historia de una Nación que se hizo grande merced a la iniciativa y a la ambición de hombres que nada tenían de hombres co­munes. Los conservadores saben que ver al hombre como parte de una masa uniforme es condenarlo a la esc lavi tud" .

Goldwater, que hace una advertencia sobre cómo el Estado, que es la garantía de la libertad, puede ser la restricción de la libertad si ejerce un poder absoluto, se plantea en su "conciencia de conservador" un proble­ma de origen: " ¿ F u e una democracia lo que crearon nuestros padres? Di­fícilmente., El sistema de restr icciones que en sí misma t iene, es taba di­rigido no sólo contra los tiranos individuales, sino también contra la tira­nía de las m a s a s " . Con lo cual, Goldwater plantea con todo rigor un pro­blema universal, que denuncia tanto como la dictadura de un tirano la tiranía de una masa, . que ha sido motivo de tantos ensayos en la eterna búsqueda de la fórmula casi mágica que permita al hombre convivir con el hombre, entre los imperativos de la libertad y, lo que es mucho más importante, de la jus t ic ia .

Decididamente opuesto a la intervención del Estado federal en nume­rosas materias, su contundencia se ha manifestado especialmente en lo que atañe a la agricultura. " L a intervención federal en la agricultura ha resultado en realidad una perturbación —afirma— y el habernos apartado en

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es te punto de la Constitución nos ha llevado a una inevitable pérdida de la libertad personal y ha creado un caps económico: excedentes más que exces ivos , una inmensa carga de impuestos, elevados precios para el con­sumidor, vejaciones de vigilancia: dudo que alguna vez la insensatez de haber ignorado el principio de las limitaciones de un gobierno haya tenido una demostración más convincente" . Añade que " l a producción agrícola, como cualquier otra producción, es tá mejor dirigida por la actividad natu­ral del mercado l ib re" . Y tras expresar la realidad de que los avances t ec ­nológicos han conducido a que la necesidad del número de campesinos sea infinitamente menor, concluye que en vez de ayudas es ta ta les , " e l único medio de persuadir a los campesinos para que se dediquen a otras activi­dades es dejar de pagar a los campesinos incapaces por el trabajo de pro­ducir lo que no puede ser vendido en un mercado libre a precios l i b r e s " .

EL TRABAJO Y LOS IMPUESTOS Más importante todavía es su declaración en materia de trabajo, que

afecta en línea recta a los sindicatos norteamericanos. Goldwater acusa como causa de corrupción y enfermedad en la vida nacional " e l enorme po­der económico y político ahora concentrado en manos de los l íderes de los s ind ica tos" , que "corrompe la vida política de la Nación ejerciendo una influencia indebida en la elección de funcionarios", que "compromete gra­vemente la libertad de millones de ciudadanos t rabajadores" .

" L a función natural de un sindicato y la única para la que fue conce­bido históricamente —ha escrito— es la de representar a los empleados què necesi tan una representación colectiva para contratar con los patronos y ponerse de acuerdo en las condiciones de empleo. Pero, notadlo bien, esta función se pervierte desde el momento en que un sindicato se arroga el de­recho de representar a los empleados que no quieren tal representación, o que ejerce actividades que nada tienen que ver con las condiciones del contrato de trabajo —por ejemplo, las act ividades políticas— o pretende tra­tar con una industria globalmente en vez de tratar con cada patrono indi­vidualmente . . . " "Liber tad de asociación —insiste Goldwater una y otra vez—. En es te primer punto, el argumento es tan sencillo que me asombra que sea necesario expl icar lo" .

" E l remedio es dar a la libertad de asociación una protección legal. Es ta es la razón por la que yo he favorecido con todas mis fuerzas que el Estado tenga, entre las leyes que protegen el derecho a trabajar, leyes que prohiban los contratos de trabajo en los que se ponga como condición ser miembro de determinado sindicato. Es t a s leyes harían desaparecer una gran plaga de la escena americana contemporánea, y no puedo entender por qué tantas personas que están de acuerdo en que debe haber "derechos ci­v i l e s " y " l iber tades c i v i l e s " , se oponen tan vehementemente a e l l a s " .

En materia de impuestos, Barry Goldwater, que ha sido calificado co­mo "un modesto millonario", se pronuncia en el libro contra el impuesto graduado. " E n los últimos años se ha introducido la costumbre de desa­creditar el derecho de propiedad para asociarlo con la ambición y el mate­rialismo. Este ataque al derecho de propiedad e s , al mismo tiempo, un ata­que a la l iber tad" .

Goldwater define que " e l Gobierno tiene determinados derechos sobre nuestra propiedad" pero que el problema está en establecer cuáles son ta­les derechos. "Un jefe de familia gana anualmente 4.500 dólares trabajan­do por término medio veintidós días cada mes. Los impuestos, v is ibles e invis ibles , le quitan el 32% de sus entradas, lo que significa que la terce­ra parte o, lo que es lo mismo, siete días enteros de su trabajo mensual, se le van en impuestos. El americano medio es tá , por tanto, trabajando para

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el gobierno la tercera parte de su tiempo: la tercera parte de lo que produ­ce no es para é l , se le confisca y es para otros que no lo han ganado. No­temos con esta consideración que los Es tados Unidos están en una tercera parte soc ia l i zados" .

Mucho más tajante es la opinión enunciada por Goldwater en lo que se refiere al impuesto progresivo: " L a idea de que una persona que gana 100.000 dólares al año tiene que contribuir con el 90% de sus ingresos para los gastos del gobierno, mientras que otra que gana 10.000 dólares paga el 20%, repugna completamente a mis nociones de just icia . No creo en el castigo al éxito. En otras palabras, es contrario al derecho natural de pro­piedad, al que acabamos de aludir —y, por tanto, inmoral— negar al hombre cuyo trabajo ha producido frutos más abundantes que los de su vecino, la oportunidad de disfrutar de la abundancia que ha logrado".

"Un impuesto graduado —concluye— es un impuesto confiscatorio. Sus efectos y en gran parte su finalidad es bajar a todos los ciudadanos a un mismo nivel. Muchos de los líderes que proponen el impuesto gradual fran­camente admiten que su finalidad es redistribuir la riqueza nacional. Quie­ren llegar a una sociedad igualitaria: finalidad que violenta al mismo tiem­po la carta fundamental de la República y las leyes de la naturaleza. (*)

RELACIONES EXTERIORES Si la energía es la característ ica general del senador de Arizona, en

materia de política internacional esta energía ha sido repetidamente ex­puesta por Goldwater en cada una de las cuestiones que, prácticamente, tienen el común denominador de la lucha entre Oriente y Occidente. Gold­water ha llegado a decir que cas i valdría la pena que su país no tuviera relaciones con la Unión Soviética puesto que para nada le servían, y hace algún tiempo llegó a expresar su opinión sobre el empleo de armas nuclea­res en Vietnam para barrer al enemigo.

Al referirse al peligro del comunismo, Goldwater lo hace adelantando con más fuerza que nunca su mandíbula de luchador: " E s t e peligro crece de día en día, y ha alcanzado ya el punto en que los líderes del pueblo americano, tanto los políticos como los in te lectuales , están buscando de­sesperadamente los medios de apaciguar o acomodarse con la Unión Sovié­t ica , al precio que sea necesario pagar por la supervivencia nacional. Se dice a nuestro pueblo que por mucho valor que tenga su libertad es aún más importante vivir. Es tá invadiendo las conciencias de nuestras gentes un ca­vernario miedo a la muerte, hasta el punto de que muchos han creído que llenar de honores al jefe-déspota es el precio que tenemos que pagar para evitar la destrucción nuclear" .

" L a causa real de la decadencia puede fácilmente enunciarse: nues­tros enemigos han entendido la naturaleza del conflicto, nosotros no; ellos han determinado vencer, nosotros no. Si una potencia enemiga se empeña en conquistarnos y su determinación es emplear todos sus recursos para lograrlo, indudablemente que es tá en guerra con nosotros; y nosotros, a no ser que ya nos consideremos vencidos, estamos en guerra con él . E s más, a no ser que queramos convertirnos en traidores, nuestro objetivo, como el del enemigo, debe ser vencer. No la paz, sino la victoria".

* En materia de impuestos, hay que señalar la ley de reducción de impuestos que fue una de las grandes bata l las del presidente Kennedy y que el presidente Johnson firmó recientemente. La ley supone para las empresas y los ciudadanos 8.000 mi­l lones de dólares, en un alivio de la presión fiscal que se invertirá en consumo, dentro de un país cuyo producto nacional bruto se espera l legue en el año actual a los 623.000 millones de dólares .

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Goldwater expresa que, "na tura lmente" , no desea la victoria por la fuerza armada y que " s i es posible, debe evitarse por todos los medios la guerra propiamente d i cha" pero también hace su salvedad: "Si nos di-je'ramos que es más importante evitar la guerra que salvar nuestra libertad nos meteríamos en un callejón que no tiene sino una salida: entregarnos como venc idos" .

En lo que se refiere a la ayuda al exterior, el pensamiento de Gold­water es que tal ayuda " v a a parar no a nuestros amigos sino a pa í ses neu­trales y aún a países enemigos.. Damos esta ayuda inspirados en la teoría de que podemos comprar la alianza de los pueblos —o a lo menos desani­marlos a irse con los comunistas—, haciéndolos económicamente prósperos. A esto se le puede llamar la teoría estomacal del comunismo e implica que la política de un hombre se determina por la cantidad de alimento en su e s ­tómago. . . "

"Nuestro actual programa de ayuda extranjera es tá , en suma, mal con­cebido y mal administrado. En la mayoría de los casos no ha hecho al mun­do libre más poderoso y en cambio ha debilitado a los Estados Unidos, y ha creado en todo el mundo la idea de que somos un pueblo que funda su alianza y su amistad con los demás pueblos, no en los valores espir i tuales , sino en las cosas materiales, que son la base de la propaganda del comu­nismo. En este sentido hemos aceptado la doctrina comunista".

Más duro todavía es Goldwater al referirse a la ayuda a los pa íses co­munistas ya que, a su entender, ese dinero " n o sólo ha sido malgastado sino que ha promovido la causa del comunismo".

ESTRATEGIA OFENSIVA En s ín tes i s , Goldwater es partidario de una estrategia ofensiva. "Dada

la actividad dinámica y revolucionaria del carácter del enemigo, no pode­mos vencerlo contentándonos con retener y defender lo que es nuestro. Ade­más de parar sus golpes necesitamos atacarlo rudamente. Además de de­fender nuestras fronteras necesitamos perforar las suyas . Además de man­tener libre al mundo libre, necesitamos hacer libre al mundo comunista. Pa­ra conseguir es tos fines, necesitamos tratar de acometer al enemigo en el lugar y con las armas que nosotros e l i jamos" .

En su libro, Goldwater reitera su idea de que el comunismo debería ser declarado fuera de la ley en todo el mundo libre y que " d e acuerdo con esta declaración, deberíamos romper las relaciones diplomáticas con todo gobier­no comunista, incluyendo el de la Unión Soviét ica" . Y al propio tiempo, es partidario de ayudar a sublevarse a los pueblos cautivos contra los usur­padores comunistas, cooperando con sus movimientos de res is tencia , con una Norteamérica preparada para tomar parte en operaciones militares con­tra los regímenes comunistas vulnerables y actuando con energía en cr is is como la revolución húngara de 1956.

Citando precisamente el ejemplo del levantamiento húngaro, Goldwater escribe: "En un caso semejante deberíamos presentar al Soviet un ultimá­tum prohibiéndole la intervención y estar preparados, si el ultimátum fuera rechazado, para trasladar rápidamente nuestras fuerzas, equipadas con las armas nucleares apropiadas, a la escena de la revuelta. . Nuestro objetivo sería presentarle allí al Soviet una fuerza superior y obligarle a rendirse. Un choque, en es tas circunstancias , entre las fuerzas soviét icas y las ame­ricanas no sería probable: la mera amenaza de la guerra por parte de los Es tados Unidos, que aumentaría de valor al saber el Kremlin que la lucha tendría lugar en medio de un pueblo hostil a Rusia y que fácilmente podría extenderse a otras zonas dominadas por los comunistas, probablemente in­clinaría al Kremlin a aceptar el ultimátum. Naturalmente que el Kremlin sa-

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bría al mismo tiempo que en caso de recurrir a bombas y proyectiles de lar­go a lcance , inmediatamente recibiría el pago correspondiente. En e s a s con­diciones, obligaríamos a los l íderes del comunismo a una derrota parcial . Si en 1956 hubiéramos tenido la voluntad y los medios para llevar a cabo tal política, hubiéramos salvado a la Revolución Húngara".

Es te e s Barry Morris Goldwater, que queda mejor descrito en sus pro­pias palabras que en cuanto se pueda escribir de él . Sus ideas pueden ser discut ibles , pero cuando Goldwater las pronuncia, erguido, desafiante, t ieso ante los micrófonos, seguro de sí mismo, sus ojos azules despiden chispas y electriza a su auditorio.

Goldwater, que ahora tendrá pocas oportunidades de descansar en su casa de Phoenix, es " l a bomba Goldwater' , como se le ha calificado. Pero, por lo pronto, hay algo que aceptan cas i todos los comentaristas del mun­do; Y es que, después de muchos años en que demócratas y republicanos han presentado hombres de ideas muy similares en política, con programas igualmente parecidos, Goldwater es diferente. Y "d i f e ren te" es un califi­cativo de gran magnetismo para los norteamericanos. Goldwater no es un in­telectual ni un político dispuesto a halagar o tranquilizar incluso a la ma­yoría que neces i ta . Goldwater e s , en cambio, un líder de pura cepa, muy capaz de arrastrar (con su contundencia y su manera de llamar al pan, pan, y al vino, vino) grandes masas de quienes no creen en el arte del compro­miso.

En cualquier caso, los delegados republicanos que le eligieron en San Francisco para candidato a la Presidencia de los Estados Unidos, sabían que para oponerse a los demócratas no contaban con nadie mejor que este hombre de Arizona, duro, agresivo, claro y rotundo, que es la ant í tes is de sus contrincantes. Un hombre que tiene el aire de la vieja frontera y que, con sus maneras y esti lo, puede ser un vibrante llamamiento a la ilusión de muchos norteamericanos.

• Él LOS AUTORES:

Julián Marías, Doctor en- Filosofía, es Director del Seminario de Estu­dios de Humanidades. Fue fundador, con D. José Ortega y Gasset, del Insti­tuto de Estudios de Humanidades. Ha enseñado en el Wellesley College y en las Universidades de Harvard, California, Yale y Puerto Rico. Ha dado con­ferencias en la mayoría de los países europeos y americanos, y en la India. Entre sus obras figuran "Historia de la Fi losofía", "Introducción a la Filo­sofía" (publicada en los Estados Unidos, por Yale University Press, bajo el título "Reason and L i fe " ) , "Miguel de Unamuno", "Ortega", " E l método histórico de las generaciones", " L a estructura soc ia l " , "Los Estados Uni­dos en escorzo", "Los Españoles", " L a España posible en tiempo de Car­los I I I " , y " E l tiempo queni vuelve ni tropieza". Es colaborador de muchas publicaciones, como "Foreign Af fa i rs" y "Revista de Occidente".

Carmelo Martínez, periodista, en la actualidad director de Tele-Radio, Ha sido subdirector de la revista " S P " , redactor ¡efe del diario "A r r i ba " y director de " L a Voz de Cast i l la" , de Burgos. Es premio "Ondas" (1964) de novela.

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