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BEARN O L A SA L A DE L AS MUÑECAS

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L LORENÇ V I L L A LONGA

BE ARN O L A SAL A DE L AS MUÑEC AS

PRÓ LO G O D E J OSÉ CA R LOS L LO P

ED I C I Ó N D E J OSÉ CA R LOS L LO P Y DAV I D M A RT Í N CO PÉ

BARCE LONA MÉX ICO BUENOS A I RES NUEVA YORK

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PRÓLOGO

LOS PAPELES DE «BEARN»

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En Mallorca, los funerales son la ceremonia de la tribu. Nada hay más importante ni sintomático que un funeral. Un funeral es una llamada de la muerte a la vida y, en esa vida, a su repre-sentación y su ficción. En él se inventa incluso el respeto que no se tuvo por el difunto, cuando aún no lo era, y la fiesta social —con duelo o sin él— es ejemplar para comprender el mundo y ejemplarizante para aquel que aún continúa sin entenderlo. El mundo, en una isla —no hay que olvidarlo jamás—, es la isla en sí; todo lo demás está fuera del mundo.

Esto lo sabía Llorenç Villalonga, de quien a principios de se celebró el funeral en la iglesia parroquial de Santa Eula-lia, un bello templo gótico —el más antiguo de Mallorca— con un posterior añadido frontal a lo Violet Le-Duc, que parece una lanzadera espacial. Esta iglesia es la parroquia del barrio donde acabó viviendo, vía conyugal, el autor de Mort de dama: el barrio de los gatos —que permanecen—, las beatas —ya extintas—, los canónigos —ahora entre el clergyman y el jersey gris, sin muce-ta que los distinga— y lo que él denominó «la burguesía aristo-crática», restando a lo local la palabra y el concepto «nobleza».

El funeral de Llorenç Villalonga no fue multitudinario, ha-ciendo honor a la tradición insular, y no tan insular, que consi-dera la literatura como algo aparte de la vida, bastante inútil por otro lado. La iglesia de Santa Eulalia no es pequeña, pero tampoco excesivamente grande; sin embargo, no se llenó. Una hora antes del funeral hubo un apagón general de la ilumina-ción pública. Las calles quedaron a oscuras, velando el cadáver

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de quien se había paseado por ellas durante toda su vida. Sin la ciudad —sin una idea determinada de la ciudad: la cité sobre la ville—, Villalonga no hubiera sido el escritor que fue. El azar re-gala a menudo sombras y silencios impagables.

La iglesia, repito, no se llenó, pero el suyo fue el funeral más oficial de los que ha habido nunca en la isla por motivos artís-ticos. Presidió el duelo, en nombre del rey y del Gobierno de España, el entonces ministro de Cultura Ricardo de la Cierva — quien, por cierto, dio muestras de conocer muy bien la obra villalonguiana—. Lo acompañaban el director general del Li-bro, Joaquín de Entrambasaguas, el gobernador civil, el presi-dente del Consell General Interinsular, su conseller de Cultura, los alcaldes de Palma y Binissalem —donde Villalonga pasaba los veranos—, la delegada provincial del Ministerio de Cultura y el abogado —albacea de sus derechos, amigo del escritor y en aquel momento, senador por UCD—. Villalonga, que no había tenido hijos y había sido, como Borges, un escéptico de la de-mocracia, tuvo un banco de lo más representativo.

Alguien, sin embargo, se sintió relegado en aquel funeral. Me refiero a otro escritor, buen amigo y pariente político —era primo de su mujer— de Llorenç Villalonga. El día anterior ha-bía bajado a hombros el féretro junto con otros amigos y discí-pulos literarios, camino del cementerio. Pero la tarde del fu-neral nadie lo invitó a figurar en el banco oficial y masculino del duelo, donde él consideraba que estaba su sitio. Ni su pri-ma, la viuda, ni el albacea testamentario (que fue —como le habría gustado a Villalonga— el sutil maestro de ceremonias de los detalles formales) le habían dicho nada al respecto. El escritor —después de tantos años de estar junto a L. V.— se sin-tió marginado, se ofendió y de esa ofensa surgió repentina-mente el manuscrito catalán de Bearn o La sala de les nines: todo lo que tiene que ver con Villalonga se acaba convirtiendo en obra villalonguiana.

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Aquel manuscrito se lo había dado el escritor ofendido — cuando aún no lo estaba— al abogado que Villalonga había nombrado albacea testamentario. Poco después del funeral se lo reclamó, y el albacea —y posterior heredero de los derechos de la obra villalonguiana— se lo devolvió tal cual. Dicho ma-nuscrito —que Llorenç Villalonga le había regalado— perma-neció en su poder hasta su muerte y, después, en el de sus he-rederos, quienes, actualmente tramitan su venta al Consell de Mallorca, institución que ya compró años atrás la casa de vera-no de Binissalem, y creó en ella la Fundació Llorenç Villalon-ga. De qué fecha es ese manuscrito yo no lo sé, pero no me ca-ben dudas de que es posterior a un manuscrito original en castellano. Porque del mismo modo que hubo dos ediciones diferentes de Bearn —una en castellano (la de ) y otra en catalán (la de )— hubo también dos manuscritos diferen-tes. Así que el misterio de Bearn no se encuentra en la sala de las muñecas donde se encerraba el antepasado de don Antoni de Bearn y en la que murió asesinado, sino en la lengua en que fue escrita originariamente la novela. Es un misterio de una importancia relativa —o no—, pero existir, existe, y explica, una vez más, el juego al que Villalonga sometía a su principal personaje —él mismo— en su particular sala de las muñecas: su obra literaria. ¿El juego o las esperanzas que había deposita-do en su novela al escribirla?

No se tienen datos exactos sobre cuándo empezó Villalonga a escribir Bearn, pero existe una fecha más o menos precisa en sus Falses Memòries: los años de la Guerra Civil. Que luego la abando-nara para retomarla diez o quince años más tarde es posible: ocurre con muchas novelas que, tras una potente arrancada, se desvanece el relato entre las manos de su autor y queda en nada. O eso se cree hasta que llega el inesperado momento de cristalización y años después se escribe esa novela perdida, de una sentada casi. De hecho la primera edición de Bearn fue la

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castellana de , tras haberla presentado al Premio Nadal y luego al Ciudad de Barcelona y haberse quedado en ambos con un palmo de narices y algo más. Pero vayamos por partes y re-gresemos a la Guerra Civil, que es adonde siempre se regresa cuando se ha tenido la desgracia de vivir una de ellas.

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En el verano de , Llorenç Villalonga se había retirado con su mujer, Teresa Gelabert, a la casa con jardín y huerto que ella poseía en Binissalem. Los bombardeos sobre Palma habían pro-vocado cierto desplazamiento de ciudadanos hacia los pueblos del interior de la isla. También el del novelista, que combinaba su retiro con guardias nocturnas en Falange Sanitaria. En el ve-rano de fracasó el desembarco de Bayo en Mallorca y Vi-llalonga cuenta que fue en ese momento cuando concibió la idea de Bearn o La sala de las muñecas: «Una vez abortada la aventura de Bayo, concebí Bearn». ¿Tenían relación una cosa y la otra? Posiblemente. Las fuerzas anarquistas de Bayo simboli-zaron el verdadero peligro revolucionario para la Mallorca tra-dicional del novelista —que era, por otra parte, la Mallorca real— y, salvada la situación bélica, es probable que Villalonga pensara que había llegado la hora de escribir la elegía de un mundo que no había sido destruido por la guerra, pero que, si no había desaparecido ya, estaba a punto de hacerlo. La misma sociedad que lo había creado era incapaz de sostenerlo; es de-cir, de reinventarlo. Para esa tarea se necesitaba la literatura.

Si damos crédito al escritor, es en el primer verano de la gue-rra cuando empieza Bearn. Sin embargo, en su Diario de guerra —de cuya edición en Pre-Textos fui el responsable— no figura por parte alguna noticia de la escritura de Bearn. Es verdad que el desembarco de Bayo fue en el y el Diario comienza en

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, un año después del llamado Alzamiento Nacional. Pero en esos dos años de breve escritura diarística —el Diario es bre-ve, esporádico y en muchas ocasiones elusivo de la realidad cir-cundante—, Villalonga no hace una sola anotación referente a Bearn. Solo nos indica que está corrigiendo el capítulo XIV de Madame Dillon, novela que con el tiempo se convertirá en L’he-reva de donya Obdúlia. Pero poco más.

Pero ¿cuál era la lengua literaria de Villalonga en ? Pese a haber escrito Mort de dama () —pienso que su mejor no-vela y el origen fundacional de toda su obra— en mallorquín o catalán de Mallorca, todo lo demás está escrito en castellano. Lo está Fedra —que tanto gustó al poeta Espriu—, lo está en su totalidad la revista Brisas —que él dirigía a su imagen y seme-janza—, lo están sus poemas —o mejor dicho, sus prosas rima-das—, lo está su biografía de Chateaubriand —escrita a medias con su hermano Miguel—, lo están sus artículos en prensa — que reúne, los exclusivamente políticos, en un volumen titulado Centro—, lo están sus conferencias literarias y sus ponencias profesionales sobre psiquiatría. Y ya en plena guerra, su Diario de guerra y sus emisiones radiofónicas, claro. Pero esa —la de la radio— es otra cuestión, puramente bélica, no literaria.

Antes he mencionado las esperanzas que Villalonga había de-positado en su obra y esas esperanzas pasaron durante años por el castellano como lengua literaria, aunque no lo dominara del todo. (Ocurre muchas veces con los escritores bilingües que su lengua coloquial, cotidiana, no coincide al cien por cien con su lengua literaria y eso se nota especialmente en la escasez de diá-logos en su obra). Luego la cosa cambiaría y una paradoja más de Villalonga fue que se convirtió en el gran novelista de la literatu-ra catalana del siglo . Pero en el momento de escribir Bearn, no era este su objetivo y tampoco su puerto de arribada, empeza-ra a escribir la novela durante la guerra —que parece probable, al menos sus primeras páginas y la idea general— o lo hiciera a

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principios de los —como aseguran algunos de los que le tra-taban en aquella época y defienden la tesis catalana del origi-nal—; lo que resulta curioso, porque dos años después de la pu-blicación de la primera edición de Bearn (Atlante, ), Villalonga se presenta al premio Ciudad de Palma con una nove-la también escrita en castellano —Desenlace en Montlleó—. Se pre-senta y lo gana, con lo que no parece que sus esperanzas litera-rias estuvieran en ese momento con la vista puesta en la literatura catalana. Como tampoco lo están mientras escribe —también en castellano— la primera versión de El misantrop. Eso vendría más tarde y lo haría —en parte— de la mano del rechazo, del olvido, de la invisibilidad, de la inexistencia de Lorenzo Vi-llalonga en la literatura española del momento. De su temor a pasar —siendo un escritor europeo— como un autor meramente local.

Cuando Llorenç Villalonga —que todavía firma como Loren-zo— acaba Bearn, decide presentarlo al Premio Nadal de , pero lo obtiene El Jarama, de Rafael Sánchez-Ferlosio. Villalon-ga, en aquel momento, está a punto de cumplir años y la de-rrota de su novela frente al llamado behaviorismo —que le pro-ducía urticaria intelectual— fue dolorosa por doble motivo. Lo fue en sí misma y lo fue también porque la interpretó —acerta-damente, además— como una declaración de principios de la literatura contemporánea española —su nueva vía— y en esa declaración iba incluida su exclusión, la exclusión de su mun-do literario. (Algo parecido ocurriría con autores más jóvenes, como Perucho o Cunqueiro, por ejemplo, y no es casual que ambos poseyeran también dos lenguas). A partir de ahí, Villa-longa, aconsejado también por sus amigos más jóvenes —de Llorenç Moya a Vidal Alcover o Porcel, de Grimalt a Frontera o Pomar— y no tan jóvenes —el valenciano Sanchis Guarner— empieza a contemplar la literatura catalana como una casa na-tural. Y la presencia de Cela en la isla —con quien tiene un rifi-

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rrafe después de que el gallego apunte una posible genealogía semita del mallorquín en el prólogo a esa edición castellana de Bearn—, añadida a la contemplación de su éxito literario —el de Cela— en una tradición del realismo tremendista por la que Vi-llalonga no siente aprecio ninguno, debió contribuir a ese cam-bio. Solo faltaba la irrupción del editor Joan Sales en su vida, que no tardaría mucho. Pero antes, Villalonga publica su nove-la en una editorial local. Y dos años después, repito, Desenlace en Montlleó, también en castellano. Entonces, ¿qué fue de esos manuscritos? ¿Se quemaron como todo lo que había en la sala de las muñecas?

Siempre ha habido una especie de conjura —empleo la pala-bra, que es grandilocuente y excesiva para el caso, solo porque sé que a L.V. le haría gracia— para evitar la consideración de Vi-llalonga como un escritor fuera de la literatura catalana. Y cu-riosamente la ha habido entre los que más deseaban que Villa-longa fuera —como acabó siendo— un autor de la literatura catalana. Y más curiosamente aún entre quienes le reprochan una y otra vez —desde no se sabe qué judicatura— su conserva-durismo —esencial en su particular visión del mundo—, cuan-do no lo tildan de fascista sin más. A un hombre que considera-ba una grosería cualquier radicalismo y ya no digamos la falta de finezza, mesura y sentido común. Pero todo eso forma parte de la sala de las muñecas, de los misterios y equívocos a los que tan aficionado era Llorenç Villalonga. Y entre ellos, la existencia de ese primer manuscrito —en castellano— de la novela, que Jau-me Vidal Alcover —en el prólogo a su edición para la colección Letras Hispánicas, de Cátedra— considera, interesadamente, una mera traducción. Como si Villalonga —cuya inteligencia, de un cerebralismo frío, era de primer orden— estuviera en este mundo para escribir y traducirse y volver a escribir y volver a traducirse y así —ahora lo intento en una lengua, luego lo prue-bo con otra— en una espiral infinita y sin cuento ni destino al-

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guno. Aunque también es verdad que esas nieblas, a él, le inte-resaban particularmente: «ni castellano ni catalán; debería escribir en francés», llegó a decir.

Pero no se interprete nada de todo esto como una reivindica-ción de las que tanto gustan para hacer perder el tiempo a la gente, especialmente entre aquellos a los que la literatura im-porta poco y la contemplan como un objeto político arrojadizo, en función de la lengua y sus sectarismos. Solo es la historia de Bearn, del libro, quiero decir. Y en esa historia hay un rechazo —o lo que se vive como tal— y un dolor en el que ya se incuba la metamorfosis, el cambio de lengua. Solo falta un empujón y ese empujón se lo dan Baltasar Porcel y Mercè Rodoreda —la otra gran novelista catalana del — como embajadores respectivos de Villalonga y Joan Sales, o de Sales y Villalonga, que tanto da en ambos casos. Siempre he creído que Joan Sales vio en Villa-longa dos cosas: el gran escritor que era, por supuesto, y la oportuna posibilidad de creación —junto al corpus rodorediano y en colaboración con el crítico Molas— de la verdadera novela catalana del , manca y coja desde Vida privada, de Sagarra. El episodio —con final feliz— lo han contado, mucho mejor de lo que podría contarlo yo, sus protagonistas, y en La sala de las muñecas ya es La sala de les nines y el nombre literario de Vi-llalonga, Llorenç, para siempre. El nombre de Lorenzo quedará aparcado en la placa de su casa; la de médico, quiero decir, y Bearn obtendrá el Premio de la Crítica, modalidad literatura ca-talana, de ese año. El moderno diletante de entreguerras, el fa-langista ocasional durante la Guerra Civil y el hombre conser-vador, facción fatalista mediterráneo, se había convertido —vía mutación idiomática o asimilación de la lengua coloquial en li-teraria— en flamante autor de la literatura catalana, lo que en castellano le había sido negado, con su novela más destacada, una y otra vez. Se ve que el mar separa mucho.

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Bearn es una novela narrada por un cura del que apenas sabe-mos nada, aspavientos, sensatez y sumisión aparte. Quiero de-cir que en el libro se mantiene el equívoco del origen del narra-dor, que suponemos es don Toni de Bearn, el sujeto narrado. Este asunto del equívoco, ya lo hemos dicho, es muy villalon-guiano. Como lo es el antepasado que fue amante de la reina — el guardián de la sala de las muñecas—, pero que también pudo serlo de Godoy. Hay un matrimonio basado en el interés, la inteligencia y un afectuoso sentido del humor. Hay una Ma-llorca, estructurada en castas, que se desvanece mirándose al espejo. Hay un globo Montgolfier y una especie de De Dion-Bouton que revienta entre risas. Hay filosofía volteriana, arma-zón bergsoniano, destellos aforísticos a lo La Rochefoucauld y memorialismo del Gran Siglo. Hay también chispazos nietzs-chianos y luces proustianas. Hay un misterio de rosa-cruces y un adulterio con una sobrina, un viaje a París y otro affaire amo-roso, esta vez con Napoleón III. En fin, el equívoco de nuevo. Un equívoco donde la mallorquina Xima —la sobrina amada— le pondrá los cuernos a Eugenia de Montijo: otro guiño villa-longuiano. Pero todos esos equívocos tienen un doble objetivo: cantar la elegía de un mundo —de una manera de entender y vivir el mundo— en vías de extinción y elevarlo a la categoría de mito. Para ello el novelista será eje, narciso y disfraz, como disfrazadas están las muñecas de la sala cerrada y disfrazado es-taba el antepasado de don Toni de Bearn cuando entraba en la sala cerrada a jugar con ellas y cuando fue asesinado. Que equí-voco y disfraz siempre han sido primos hermanos.

En cuanto al estilo, poca voluntad había en el escritor. El suyo fue desmañado y sin traza: era un hombre sordo para el estilo; en Villalonga, el estilo son las ideas. «En la novela

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Bearn intenté hacer el retrato moral de la isla, pues en Mort de dama había hecho su caricatura», nos dirá en sus Falses me-mòries. Para lograrlo, Llorenç Villalonga se disfraza de afran-cesado de mediados del que escribe sobre otro afrancesado del , que a su vez escribe disfrazado de caballero francés del . Los tres hombres son el mismo y en su particular juego de espejos inventan una Mallorca imaginaria, universalizán-dola, que es el mejor retrato de otra Mallorca que fue real. (Algo parecido haría Lampedusa con Sicilia, algunos años más tarde). Pero en el fondo, ahí, en su humus, acaba vislumbrán-dose una sola cosa: el rostro solitario y algo perplejo de su autor, un rostro que pertenece a esa estirpe que nace con el cardenal de Retz y el Duque de Saint-Simon y tiene su cima en Marcel Proust.

Para esta edición —en la que hemos corregido errores y cam-biado inexactitudes, sin movernos, obviamente, ni un ápice de su sentido, concepción y espíritu originales— se han utilizado tanto las tres principales ediciones castellanas de Bearn —At-lante, Seix Barral y Cátedra—, como la catalana de y la de , incluida en el volumen Les novel·les del mite de Bearn. Da-vid Martín Copé —que ha sido el impecable rastreador de los di-ferentes textos— y yo, como supervisor de sus correcciones, hemos intentado conseguir una edición de la más ajustada fi-delidad a la forma que le dio en vida su autor, o que le habría dado de conocer mejor el castellano. Es decir, solo hemos modi-ficado todo aquello que hemos considerado incorrecciones de vocabulario, distorsiones gramaticales y disonantes mallorqui-nismos que, pese a su gravedad, a Jaume Vidal Alcover —su pri-mer y último, hasta hoy, editor en castellano— le pasaron por alto. Suficientes como para considerar que esta, si no la edición definitiva —palabra última, más adecuada para los filólogos que para nosotros— de la versión castellana de la novela, es la que más se ha aproximado a esa idea.

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A mediados de los , cerca del final de su vida, visité a Llo-renç Villalonga en su casa. Todavía figuraba la placa de médico con su nombre en castellano: Lorenzo. La casa era una casa austera, aunque con las piezas y los motivos decorativos que correspondían a una buena casa —de segunda fila— del barrio catedralicio. Damascos, espejos, arquillas, cajas, pinturas os-curas, panoplias, algún tapiz de imitación dieciochesca y una sala de seda ambarina con cierta voluntad palaciega, algo pre-tenciosa, como de indiano. El escritor no se detuvo en esa sala, sino que me pasó a otra bastante más pequeña donde había un tresillo isabelino y una camilla con brasero. También estaba el televisor, cerca de la chimenea. Sobre aquella chimenea había un espejo colgado de la pared y la atmósfera era, ya dije, aus-tera y mediterránea, ahí donde el gusto de la clase media y la vocación señorial llegan a parecerse tanto que no se distin-guen. Recuerdo que sobre la repisa de la chimenea había dos bibelots de muy dudoso gusto, inexplicables en un escritor como él. Eran dos caracolas en cuyo interior lucían horrible-mente unas calcomanías de la catedral de Palma y el puerto de la ciudad. Nosotros, en esta edición, nos hemos limitado sim-plemente a suprimir aquellas caracolas.

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Els meus ulls ja no sabensinó contemplar diesi sols perduts.

, Cementiri de Sinera

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INTRODUCCIÓN

Carta de don Juan Mayol, capellán de Bearn, a don Miguel Ge-labert, secretario del señor cardenal primado de las Españas.

Bearn, 1890

Querido amigo:

Ignoro si cuando llegue esta carta a tus manos, juntamente con el manuscrito que la acompaña, conocerás ya la infausta nueva: los señores murieron hará cerca de dos meses, en circunstan-cias harto misteriosas. Bearn se ha visto invadido de escriba-nos, notarios y acreedores. Todos se ocupan de los intereses materiales de los difuntos, que al fin se reducirán a nada, y son pocos los que piensan en rezarles un padrenuestro. Yo mismo no dispongo de dos horas seguidas, y cuando, al llegar la no-che, quedo finalmente solo, mi espíritu se halla tan turbado que no me siento con fuerzas para encomendarlos a Dios, de tal forma que si no fuera por la misa que les ofrezco todas las ma-ñanas creo que hubieran pasado al otro mundo bien ligeros de equipaje. En momentos como éstos, amigo mío, el espectáculo del egoísmo humano parece que cierra las puertas a toda idea de redención. Los sobrinos llegaron un día y medio después de la desgracia, cuando los señores habían sido ya enterrados. Ha-cía años que no ponían los pies en Bearn. Yo te aseguro, Miguel, que lo de «su desconsolada familia», como publicó El Adalid, no pasa de ser una figura retórica. Doña Magdalena elogió las porcelanas del salón y los hermanos se interesaron por el pinar de Sa Cova, que ellos suponían cortado desde tiempo atrás. No creí necesario decirles que, si no cortado, está vendido y cobra-

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do anticipadamente y rehuí todo lo referente a últimas volun-tades hasta que comunicaran de Madrid cuál era el postrer tes-tamento de los difuntos (que, dicho sea entre nosotros, me constaba que no hicieron ninguno en toda su vida). Se intere-saron también por las joyas de doña María Antonia y por el di-nero que pudiera haber en la casa, pero el juez, que se les ade-lantó, había cerrado y sellado todos los armarios, cosa que me evitó tener que dar explicaciones. La sobrina, a última hora, hubiera querido visitar la famosa sala de las muñecas, y yo, cre-yendo interpretar la voluntad de los difuntos, hice como si hu-biera perdido la llave. Se fueron un poco recelosos y no he vuel-to a verlos. Hubieran desconfiado doblemente de haber sabido que en un escondrijo de mi cuarto, lleno de papeles y trastos viejos, guardo mil quinientos duros que el señor me entregó hace cosa de medio año, con instrucciones concretas, como irás viendo. En el manuscrito adjunto he intentado exponer un caso de conciencia. Piénsalo antes de emprender su lectura: todo cuanto en él relato has de admitirlo como si fuera una confesión. Si no te hallaras dispuesto a recibir mis confidencias (que, te lo advierto, te turbarán), estoy seguro de que sabrás quemar esas páginas antes de pasar adelante.

Tú, Miguel, has sido y eres el amigo de mi vida, en la plena acepción de la palabra. Siempre recordaré tu misericordia cuando, en momentos de angustia, porque la tragedia era re-ciente, te confié aquella desgracia, por no decir aquel crimen, que contribuyó a hacerme renunciar al mundo. El día que te conocí cumplía una semana de lo de Jaime. Yo, que no he teni-do padres ni hermanos, hallé en ti primeramente el cariño fra-ternal y después aquella milagrosa comunidad de criterio que constituye la merced más grande que Dios Nuestro Señor pue-de dispensar a dos hombres. Ni tú ni yo (arcades ambo, como decía, medio en serio medio en broma, el rector del seminario) olvidaremos los largos diálogos bajo el almez del patio, comen-

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tando a san Agustín y a Descartes. Nuestras inteligencias se abrían al mismo tiempo ante la maravilla de ese mundo sobre-natural que algunos niegan por frivolidad, pero que, cuando se llega a entrever, constituye una palpable revelación de la pre-sencia divina. Don Antonio me decía a veces, porque él era así, que, al sentirme viejo y examinar mi existencia, echaría en fal-ta en ella, como si se tratara de una salsa picante, un solo ingre-diente, que es el diablo. Eran cosas del señor, que él no decía para que se las tomaran en serio y que, no obstante, obligaban a pensar. Si fuera cierto que el demonio no ha intervenido en mi vida (y tú y yo sabemos que no lo es) me parecería una gracia especialísima. Don Antonio poseía un alma generosa, confiada y abierta. Todos sus errores, que fueron muchos, provenían de su confianza en la Misericordia y de su amor a las criaturas y a la naturaleza: merecerían atenuantes y disculpas en gracia a las intenciones. Su envoltura mortal es ya polvo (aquella carne a la cual no había regateado deleites) y ahora solo queda el alma en presencia del Dios vivo que habrá de juzgarla.

Necesito exponerte las dudas que me crea esta doble muerte, y las instrucciones que recibí del señor, junto con los mil qui-nientos duros a los que hice referencia. Parece imposible que hubiera llegado a reunir una cantidad de tal magnitud, que bastaría casi para sostener a una familia. El esfuerzo que ello debió representarle (aun sabiendo que cuando una de esas ca-sas se arruina siempre se salva algo del naufragio) hace pensar en el enorme interés que debía sentir por los encargos que me ha hecho: él, a quien los años habían apartado, al parecer, de toda actividad mundana. Si los acreedores y los abogados que estudian la liquidación de los difuntos se dieran cuenta de que yo, en otro tiempo porquero y hoy pobre capellán sin más benefició que la misa, escondo tanto dinero en mi habitación, creerían probablemente que lo he robado y quién sabe si llega-rían a atribuirme la muerte de los señores, ocurrida en unas ho-

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ras de intervalo, cuando gozaban, a pesar de sus años, de una salud perfecta. Tales peligros nada significan al lado de las preo-cupaciones de índole moral que se me plantean. El señor carde-nal es la primera autoridad de la Iglesia española, y yo, Miguel, confío en ti para someter el caso a su alta jurisdicción. Pero an-tes es necesario que conozcas perfectamente el problema de que se trata. La consulta no es sencilla y me he visto obligado a comenzar la narración desde tiempos atrás. Reseñar las parti-cularidades de aquella vida tan hermosa, a pesar de sus graves errores, ha constituido un lenitivo para mi soledad. He de reco-nocer, y así habremos de manifestarlo al señor cardenal, que el móvil de la exposición que se acompaña, escrita en el transcur-so de estas noches interminables, no es quizá solo un escrúpu-lo moral, sino también la fruición de hacer revivir la figura fa-miliar y venerada que acabo de perder.

Con ella desaparece todo un mundo, comenzando por estas tierras que me han visto nacer y que habrán de subastarse, por-que los acreedores ya han notificado que no quieren esperar. Los sobrinos ni tienen dinero para hacerse cargo de las hipote-cas ni, acostumbrados a la vida de la ciudad, sienten el menor interés por estos lugares. Quedaría una última esperanza: aca-ba de regresar de América un pariente que ha hecho fortuna con cajas de cartón. Parece increíble que vendiendo cajitas se pueda llegar a ser un personaje, pero él se ha presentado con mucho boato, cargado de cadenas de oro y decidido a deslum-brar a todos con un automóvil eléctrico que corre como desbo-cado y que ha matado ya dos ovejas. En las tarjetas de visita, se-gún me han contado, aparece, debajo del nombre, la palabra «cartoenvases», que nadie sabía lo que significaba hasta que se averiguó que se trataba de las famosas cajitas. Pues bien, este personaje, por decirlo así, se supone que tal vez compraría la finca, con lo que evitaría que fuera a parar a manos extrañas. Comprendo que a los señores eso de «cartoenvases» no les pa-

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recería muy bien, y se dice, además, que la madre del capitalis-ta vivía separada del marido, un Bearn descarriado, cuando na-ció la criatura; cosa que dio lugar a comentarios. La edad nos enseña a examinar los acontecimientos con filosofía. Para mí, que me hallo a medio camino de la existencia, este Bearn-de-cajas-de-cartón no pasaría de ser un intruso, pero es evidente que en estos mismos instantes se está formando una nueva ge-neración dispuesta a asociar, en su día, estas viejas tierras a la persona del aventurero y a experimentar, delante de tal unión, señor y tierras (que ella creería provista de fuertes raíces), los mismos sentimientos que yo, desde niño, experimenté ante don Antonio. Escudriñando por el archivo de la finca no deja-ríamos de hallar casos parecidos al que nos ocupa. Porque la realidad solo radica en nosotros mismos y extrae al fin toda su continuidad de algo tan mágico y tan convencional como es un nombre. Dios, según nos enseñan, creó los mundos por medio del Verbo.

El señor ejerció sobre mí una verdadera fascinación. Su espo-sa, que era tan buena, nunca me inspiró el interés de aquella alma que se disputaban Dios y el demonio sin que a la hora ac-tual pueda vislumbrarse quién ha ganado en la lucha. Es posi-ble que en esta angustia se base el amor que siempre le he pro-fesado, y es posible también que sea ella, la angustia, aquella salsa que, según el señor, necesitan los manjares a fin de resul-tar sabrosos.

Para la mejor comprensión del problema he dividido mi exposición en varias partes, como si se tratara de una novela. La primera podría titularse Bajo el influjo de Fausto y responde a la época borrascosa de aquella discutible existencia. La segun-da discurre más bien en la calma de estas montañas y se podría llamar (aunque en un sentido un poco equívoco, porque la cal-ma era más aparente que real) La paz reina en Bearn. Respecto a la tercera, constituye un epílogo escrito algo después, con mo-

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tivo de una reciente visita, por lo demás extraña y desconcer-tante.

Permite, todavía, una última observación: no te asombres de hallar algunas crudezas en el curso de este relato. Debes hacer-te cargo de que estoy obligado a presentar al señor tal como fue, con sus lacras y sus grandezas, y que, desde el momento en que someto su figura al juicio de la Iglesia, nunca reflejaré bastante la realidad de los hechos, aun cuando, por encima de todas las incomprensiones posibles, quedará Dios, que constituye la comprensión infinita.

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Puesto que nunca, que yo recuerde, llegaste a venir a Bearn, te diré que se trata de una vieja posesión de montaña, situada cer-ca de un lugar de unas cuatrocientas almas llamado, también, Bearn. Se ignora si la finca tomó el nombre del pueblo o si el pueblo ha tomado el nombre de la heredad. Cada año, el día de San Miguel, que es la fiesta patronal, el predicador alude a que estas tierras pertenecen a los señores desde la Conquista. «Nues-tra estirpe —solía decir don Antonio— es tan antigua que no data; sus orígenes se pierden en la noche, cosa que nos cubre de prestigio.» Pero la tradición que los hizo respetables e indiscuti-bles no ha llegado a ser comprobada de una manera oficial. Los señores fueron indiferentes en materia de erudición, excepto mi bienhechor, que salió afrancesado. No hará todavía ciento cin-cuenta años, uno de los bisabuelos, llamado también don Anto-nio, era un espíritu primitivo y autoritario, del que se cuentan muchas historias, aunque se le atribuyen excesos que segura-mente no cometió. Los viejos recuerdan un cantar que decía así:

Jesús es troba en el celi a Moreria l’infeel.A l’Infern hi ha el Dimoni i a Bearn hi viu don Toni.

El señor se reía de tales cosas. «Por lo menos —decía— ese no perdía el tiempo.» Los demás antecesores pasaron, por lo ge-neral, sin pena ni gloria. Vivían en el campo. Ignoraban o des-deñaban los refinamientos de la Ciudad. La Ciudad, en corres-pondencia, los ignoraba a ellos.

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Desde el lugar a Bearn hay, a pie, cerca de una hora de ca-mino, pero, debido a los accidentes del terreno, no se descu-bre la casa hasta que se está junto a ella. Bearn se halla, pues, imaginariamente, a cien leguas del mundo. Las tierras son pobres, llenas de rocas y bosques. En estos parajes, hará treinta y nueve años, vine al mundo, hijo de un labrador y de una jornalera. No conservo memoria de mis progenitores. De mi madre oí decir que era hermosa, con los ojos negros. Tan pronto tuve uso de razón me destinaron a guardar cerdos, pero el señor dispuso, algunos años después, que me envia-sen a un colegio de la Ciudad.* Recuerdo cómo ocurrió el he-cho. Era un atardecer de estío y había conducido la piara cer-ca de S’Ull de sa Font cuando llegaron los señores. Pasaban entonces largas temporadas ausentes y, cuando se hallaban en la finca, el respeto, el miedo o la timidez me hacían huir de su presencia. Casi no me atrevía a mirarles más que en la igle-sia el día de san Miguel, cuando les colocaban dos sillones de terciopelo rojo frente al altar. Doña María Antonia era muy bella, y don Antonio, delgado y esbelto, más bien pequeño, se le parecía bastante, a pesar de ser feo. Eran primos herma-nos. Aunque sonreían casi siempre, su aspecto imponía, por-que parecían de una materia diferente a la de los campesinos, más nueva y luminosa. Todavía hoy no sabría explicarlo. Los vestidos influían seguramente, pero creo que se trataba de algo más inmaterial, casi mágico, que se desprendía del nom-bre feudal y pastoril de Bearn, reverenciado desde el púlpito en el día de la fiesta. Regularmente, hacia San Miguel, suele llover en la montaña, y así la historia de la vieja familia va en-lazada, en el recuerdo, tanto como a los hechos de armas de los

* Aun cuando en la isla existen varias ciudades, los mallorquines acostum-bran admitir una sola, que es Palma, en otro tiempo «Ciutat de Mallorca»; por antonomasia, «Ciutat». (Nota del autor.)

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antepasados, a los primeros frescores y al verdor alegre de los primeros pastos.

—Mira, Tonet, qué niño tan hermoso —dijo doña María An-tonia.

El señor me miró en silencio. Su esposa parecía un poco in-mutada.

—No sé —añadió— a quién me recuerda.Él callaba. Al día siguiente me enviaron a la Ciudad, interno

en el colegio de los padres teatinos. No regresé hasta abril, por las vacaciones de Pascua. Mis protectores no se hallaban en la finca. Madò Francina me dijo que el señor «se había embarca-do» y que doña María Antonia se encontraba en la posada* de Bearn, que es una casona de piedra situada junto a la iglesia. Me pareció ver algún misterio en sus palabras. Se trataba, en efecto, del hecho más increíble ocurrido en el transcurso de si-glos. Todos lo comentaban a media voz y yo, por más que pres-taba atención, no lograba enterarme de nada. Por otra parte, lo que entonces hubiera podido averiguar habría sido únicamen-te el aspecto externo de la cuestión. Años más tarde, pasada la borrasca y cuando volvían de nuevo a vivir juntos, mi protec-tor me fue descubriendo el mecanismo moral de lo acaecido, en unas conversaciones largas que se parecían a la confesión. Ignoro hasta qué punto podrían considerarse como tal, y com-prendo que te espantará, como a mí me espanta, que a la hora presente, después de tantos años como llevo de capellán en la casa y de haberle visto morir en mis brazos, yo no pueda afir-mar que el señor se haya confesado una sola vez en toda su vida. Poseía un alma clara y cambiante. Por lo mismo que se trataba de un hombre sincero, nunca se tenía la seguridad de

* En Mallorca se designa con este nombre la casa que, para breve estancia, los terratenientes poseen en el pueblo y aun en la capital de la provincia. (Salvo que se indique lo contrario, todas las notas son de los editores.)

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saber cómo era, igual que no es posible adivinar cuáles serán las imágenes que se irán reflejando sobre un cristal. Es descon-certante que los seres que no se encerraron en un sistema, aca-so por no prescindir de ningún aspecto de la verdad (tal fue, en su tiempo, el caso de Leonardo da Vinci), se nos aparezcan como los más tenebrosos. Si a esto añadimos que a los señores les acostumbran desde pequeños a las fórmulas amables, que no están hechas para que se las tome demasiado en serio pero que embrollan y convencen a las personas sencillas, tendre-mos otro motivo que explicaría la desconfianza. Los indivi-duos vulgares, entre los que me cuento, tienden, sin poder evitarlo, a creer que únicamente las malas formas revelan franqueza, porque no saben descifrar los valores convenciona-les y los sobreentendidos de la cortesía. Para nosotros, él no era fácil de entender. Creo haberte dicho, por ejemplo, que usaba en su última época peluca blanca y hábito gris de fran-ciscano. Quienes relacionaban su vida pasada y sus conversa-ciones, a veces no muy edificantes, con aquel hábito, no cap-taban sino una disonancia, que ciertamente existía, pero hubieran debido ver también las analogías (vida recoleta, amor a los temas del espíritu) que no dejaban de ser reales. No sa-biendo hablar sino una lengua, se admiraban y desconfiaban de quien, habitualmente y casi por instinto, hablaba varias. Era fundamentalmente bien intencionado, aunque algunos de sus actos hubiesen sido desastrosos; pero él creía que los de-sastres eran ocasionados más por una insuficiencia mental que por una maldad voluntaria, que se negaba a admitir.

—¿No comprendes —solía decirme— que el tramposo o el es-tafador difícilmente se consideran a sí mismos como tales? Los tramposos hacen mil arreglos para quedar en buen lugar, cosa que ciertamente no entraña perversión, sino error. Desengáña-te, Juan: el cochero no vuelca el carruaje por maldad, sino por impericia.

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Sin duda por ello leía tantos libros, olvidando que la inteli-gencia también nos extravía en ocasiones. Pertenecía por su formación al siglo y no sabía prescindir de la Raison, a pe-sar de que, como irás viendo, poseía un temperamento más poético y contradictorio de lo que parecía a primera vista.

—Reconozco —explicaba— que la razón es una lucecita dé-bil: esto no debe ser un motivo para intentar apagarla, sino para despabilarla.

El credo quia absurdum de Tertuliano (que él, como sus maes-tros franceses, atribuía equivocadamente a san Agustín) le pare-cía una aberración. Era hábil sofista y dialéctico. Yo he conside-rado con prevención sus enseñanzas, pero no siempre he sabido sustraerme a su encanto. ¿Cómo podría haber sido de otra ma-nera? El colegio al cual me habían llevado a los ocho años care-cía de espíritu. La enseñanza era rutinaria; los modales de mis condiscípulos, vulgares y sin elegancia. Cuando volvía aquí me sentía cautivado por el ambiente de libertad y cortesía que se respiraba junto a él. Nunca discutía ni se enfadaba, aunque por uno de los inescrutables designios de su personalidad dual, no había renunciado a castigar corporalmente las faltas de sus infe-riores. Yo le he visto azotar con las correas de las caballerías al mayoral de las tierras, una especie de atleta que aceptaba los azotes aullando, y le he visto seguidamente comentar el castigo con el señor vicario, que condenaba aquellas cosas como pro-pias de l’ancien régime y contrarias a la fraternidad cristiana. El hecho ocurría de una manera casi periódica, aproximadamente cada cambio de luna, porque el mayoral era mal hablado y decía «vatuajudes», vocablo que no encaja ciertamente en el clásico vocabulario del siglo , por lo menos tal como lo imagina-mos en nuestros días. Me horrorizaban y me atraían los prepara-tivos de la escena, la amable naturalidad con que el señor seña-laba las correas que pendían detrás de la puerta del zaguán y el modo como el mayoral se las presentaba respetuosamente.

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—A ver —decía don Antonio— cuánto tiempo recordarás esto. Quítate la camisa, siéntate en un taburete e inclina la cabeza.

El mayoral inclinaba la cabeza y resultaba desconcertante ver cómo aquel hombre, joven y vigoroso, se dejaba azotar por don Antonio, que era más bien pequeño y pasaba de la cin-cuentena. Ya que las leyes físicas y biológicas repugnaban la es-cena, pienso que aquella sumisión por parte del mayoral, que algunos tildarán de vileza, obedecía a fuerzas morales, a todo un orden de cosas (disciplina, tradición, jerarquía) que honra-ban igualmente al amo y al criado.

Terminada la ceremonia, el señor recomendaba al doméstico que si la piel le escocía se pusiera aceite del fino y volvía a sus lecturas de los clásicos. Él me enseño la lengua francesa y me inició en Racine y Molière, y, gracias a él, un pobre sacerdote de pueblo que nunca ha querido faltar a sus votos no morirá sin sa-ber cómo amaba Fedra o cómo sonreía Celimena. Creo que Dios ha de preferir mi sacrificio consciente a los sacrificios de las mentes oscuras, que casi no son, en verdad, sacrificios.

Era un hombre extraordinario. Sé que sus detractores podrán reprocharle muchos aspectos y hasta burlarse de su cultura dieciochesca un poco apolillada. A medida que las ciencias va-yan avanzando (y el ritmo es acelerado en este final de siglo), su erudición habrá de parecernos forzosamente frívola, de mero aficionado. En realidad, él no pretendió ser otra cosa. Pero su importancia no consistía en la ilustración, sino en sus intuicio-nes geniales, que en ocasiones hacían de él un precursor. No vacilo en consignarlo, y así lo apreciaron también, en su sim-plicidad, gran parte de los aldeanos de Bearn: aquel ser razona-ble, escéptico, abúlico e indiferente parecía tener, Dios me perdone, algo de brujo.

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Juzgo indispensable describirte el escenario en que se ha de-sarrollado el proceso. Es posible que te sorprendiera su mezcla de casa de labor y de palacio, propia de las épocas en que los señores agrupaban a su alrededor las diversas dependencias necesarias para la marcha de la hacienda. Omito hablarte de la almazara, o de los apriscos, pajares y graneros. Mi bienhe-chor, a decir verdad, descuidó bastante esas cosas, arruinan-do su patrimonio y perjudicando de retruco a las buenas gen-tes del lugar. Él mismo se daba cuenta de que su administración no era buena. «Los señores estamos mandados retirar», ex-clamaba. Se refería a los terratenientes, y en esto coincidía con su enemigo Juan Jacobo Rousseau, pero únicamente en esto, pues en el fondo era aristocrático y parecía colocar, como Séneca, el prestigio intelectual por encima de la misma fraternidad humana. No quiero significar que no amara a los campesinos, pero sí que no les concedía trato de igualdad. Él mismo se ha definido diciendo que rehuía «los contactos hu-manos innecesarios». Con esa frase un poco sibilina, pienso, y tengo mis motivos, que se refería a los contactos físicos cuando no constituyen fuente de placer. El amor eleva a una pastorcilla hasta un trono, pero esfumado el encanto sensual, de por sí efímero y engañoso, el aristócrata rehuirá el trato de la pastorcilla y con el más frío de los egoísmos la abandonará a su suerte miserable. Transcurrirán los años y tal vez un día la víctima repudiada y el seductor se encontrarán a solas en un camino. Ella, mujer madura y sin atractivos, le saludará hu-mildemente, llamándole vuesa merced, saludo al que corres-ponderá el viejo amante con lejana jovialidad, sin invitarla a apear el tratamiento. Su conciencia nada le reprocha. Tal vez aquella mujer ha estado enferma y él le envió, por conducto del señor vicario, un billete de cinco duros. Tal vez protege a

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la criatura que nació del pecado; acaso no le regatea ni estu-dios ni alimentos, pero sin concederle lo que vale más que to-dos los tesoros de la Tierra: un nombre honrado, una patente de limpieza. Así son a menudo, incluso aquellos que se tienen a sí mismos por justos, los poderosos de este mundo: fríos y duros como la piedra. Perdona, Miguel, esta digresión inopor-tuna. En el caso concreto de mi bienhechor he de manifestar que él no se tenía por virtuoso. Nunca fue, por lo menos, hi-pócrita, pero ante el hecho de reconocer las faltas y persistir en ellas, ¿qué consecuencias cabe deducir, como no sea el pe-cado de contumacia?

El escenario que ahora nos interesa es la parte noble del edi-ficio. Se entra por un gran patio orientado al mediodía que en Mallorca se llama clasta (de claustrum, en latín), donde están los establos y las habitaciones del mayoral y de los gañanes. Al fondo, un arco sin gran importancia arquitectónica, aunque se-gún los eruditos pertenece al gótico del siglo , conduce a otro patio menor, en el que se abre un amplio zaguán del que arranca la escalera que comunica con el piso alto. En un rincón de este zaguán existe un hogar de payés aislado del resto de la estancia por un tabique de seis palmos de altura y rodeado de bancos de vulgar mampostería, recubiertos por pieles de cor-dero. Antiguamente debió servir de cocina, pero al refinarse las costumbres y entronizarse el lujo, esta se trasladó a otro sitio más recóndito, lo cual no significa que a veces no se utilice to-davía para asar un cabrito o calentar alguna olla de agua. En in-vierno constituye un lugar muy abrigado, aun cuando la puer-ta, desde la que se divisan los dos patios a los que he hecho referencia, no se cierra hasta la noche. Junto a este hogar existe un ventano alto que da a un cuarto interior. Consigno su pre-sencia porque tiene importancia para mi relato. A la izquierda, conforme se entra, aparece una sala cuadrada, con un piano, que comunica con el comedor.

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Arriba están las salas y las habitaciones de los señores, an-chas y alegres. La escalera desemboca en un corredor o galería que ocupa todo un muro del hueco de esta y presenta tres puer-tas grandes: una a cada extremo, frente a frente, y otra en el centro, enmarcadas las tres por columnas que sostienen sendos frontones o remates triangulares al estilo clásico. En esta parte, la casa fue modernizada hará cosa de setenta y pico años. La puerta central comunica con una estancia ovalada, casi sin muebles, decorada con motivos pompeyanos e iluminada por una claraboya. De ella se pasa al salón principal, perfectamente amueblado y simétrico, con dos balcones (entre los cuales se halla una chimenea de mármol) que dan al jardín. A la izquier-da del gran salón está la alcoba nupcial y a la derecha una puer-ta que comunica con otros dos saloncitos en los que había ins-talado el señor su dormitorio y su cuarto de trabajo: dichas habitaciones tienen acceso directo al jardín por medio de una escalera de caracol. El salón es de una gran magnificencia, fo-rrado de seda azul, con espejos y buenas porcelanas. Antaño permanecía siempre cerrado, pues la alcoba principal, a través de varias estancias y de un pasillo, comunica con una escaleri-lla disimulada que conduce al gabinete de la planta baja, conti-guo al comedor; pero desde que regresamos de Roma, en enero de , fue este salón azul la última pieza habitada por los se-ñores. Aquí han muerto en mis brazos, llevándose ella su serena bondad, no siempre efusiva con respecto a mí, y él su gran espí-ritu y sus enigmas desconcertantes. Antes de había sido un santuario. Hoy vuelve a serlo. Daría íntegra la fortuna del se-ñor barón de Rothschild para rescatarlo de los acreedores que no han de tardar en venir a profanarlo, inconscientes de cuanto aquí se ha incubado y de lo que representan estas paredes y esta chimenea estilo imperio, junto a la cual él fingía tantas veces dormir la siesta mientras se entregaba a sus lucubraciones. Vi-vía del futuro y del pasado, y ambos tiempos le atraían por

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igual. «El presente —me decía— no existe, es un punto entre la ilusión y la añoranza.» Lo cual parecía indicar que en su alma, más bien pagana, no dejaban de existir anhelos de eternidad.

Las dos puertas que se abren en los extremos de la galería en la que desemboca la escalera comunican la una con un gabine-te amueblado modestamente, que sirve de antesala al archivo, y la otra con diversas estancias, entre las que se halla un peque-ño oratorio a fin de que doña María Antonia, los días de lluvia, pudiera entregarse a sus devociones sin pasar por la clasta, a la entrada de la cual está la capilla. Desde dicho oratorio, que an-taño era una habitación de paso, arranca otra escalerilla secre-ta que asciende a la sala de las muñecas, de la que te hablaré más adelante y en la que, muertos los señores, nadie de cuantos vivimos, empezando por mí mismo, ha puesto jamás los pies.

Ahí tienes, someramente descrito, el lugar de la acción. Aña-de por tu cuenta los bosques y las montañas, las tierras pobres, en declives rocosos, cubiertos de vegetaciones aromáticas y humildes; puéblalos de tordos en otoño y de ruiseñores en pri-mavera; no olvides los fenómenos atmosféricos, el sol, las nu-bes y la lluvia, ni las noches de luna, ni las magníficas tempes-tades en las que, según el poeta, se manifiesta la grandeza del Creador:

Coelo tonante credidimus Iovem regnare.

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Hasta después de ingresar en el seminario no llegué a saber las causas de la separación de mis bienhechores, que entonces pa-recía definitiva. Estos habían recogido a una sobrina segunda, huérfana, a la que educaban en un colegio de Montpellier. Se llamaba Xima y tendría diez o doce años más que yo. Constituía

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