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Bilbao y Su Doble. ¿Regeneración urbana o destrucción de la vida pública? -G. Gamarra y A. Larrea

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Libro en el que se aborda desde un perspectiva crítica el proceso de cambio urbano de Bilbao.

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BILBAO Y SU DOBLE

Andeka Larrea

Garikoitz Gamarra

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ÍNDICE

Introducción. Astenia urbana 2

I. Pulsión urbana 8

1. Política sin estética 11

2. Todo lo tropical se desvanece en el aire 18

3. Cultura es inversión 25

II. Ilusiones 36

1. Hitos en Abandoibarra 43

2. Posturbanismo 56

3. Del ciudadano de a pie al consumidor motorizado 83

4. Zafios bazares 114

III. Pulsión urbana 2 127

IV. Decepciones 143

1. Generaciones 150

2. Ojos que no ven 168

V. Bilboko Begiradak 175

1. Casco Viejo 177

2. Ría 186

3. San Francisco 194

4. Ensanches 200

5. Desarrollismos 209

6. Catedrales del consumo 221

7. Margen derecha 229

8. Panteones industriales 233

Bibliografía / Discografía 251

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Astenia Urbana

En los últimos años, Bilbao ha sido objeto de una larga serie de

transformaciones espaciales de gran importancia en el marco de un cuidado y diseñado

proceso de regeneración urbanística. El inicio simbólico de este proceso aconteció en el

preciso instante en que la administración autonómica vasca y la Fundación Solomon

Guggenheim anunciaron al mundo la intención de ésta de edificar en la ciudad del

Nervión un museo-franquicia de arte contemporáneo. Las estrategias de seducción

puestas en marcha por los gestores de la operación no se hicieron esperar y fueron

dirigidas, en lo fundamental, a una ciudadanía que había asistido impotente y

desconcertada al desmantelamiento del tejido industrial. La villa de Bilbao se

encontraba sumida en una neblina de incertidumbre y confusión: el Bilbao industrial y

todo lo que contribuyó a la formación de una identidad urbana colectiva —aunque

escindida en clases o, si se prefiere, en márgenes— se desvanecían súbitamente ante los

ojos asombrados de todos. Este momento de crisis se mostró, a la larga, como el motivo

fundamental esgrimido por los adalides del museo, desde políticos o periodistas hasta

financieros oportunistas: se trataba de que Bilbao no se apeara del tren del progreso y la

Modernidad, de que asumiera esta gran oportunidad que la Solomon Guggenheim

brindaba a los bilbaínos por el módico precio de unos cuantos milloncejos de dólares.

Aunque al principio hubo críticas, pronto se fueron desvaneciendo en un vago

rumor apagado frente al ensordecedor entusiasmo de los gacetilleros y de la plana

mayor de las instituciones vascas, que vieron la oportunidad de situar, por fin, lo vasco

en el mundo. Sin embargo, se urdía otra cosa bien diferente a la sola instalación de un

museo en una u otra ciudad de Europa, en este caso Bilbao. En realidad se estaba

maquinando el inicio de una gran operación económico-urbanística que, a la vista del

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jugoso pastel inmobiliario cuya primera porción se comió el propio museo, iba a

transformar el espacio industrial degradado y en desuso de la ribera de la ría en una

zona residencial de lujo y ocio cultural que inaugurase una nueva centralidad urbana

atractora de turistas y, por supuesto, de grandes inversiones. Es decir, como muy bien lo

resume Gamarra en las páginas que siguen, asistimos al surgimiento de una nueva

sintaxis arquitectónica (e incluso política) y de una nueva estética urbana que sigue la

pauta de lo que los economistas eufemísticamente denominan “marketing urbano”,

amparándose en un argot que encubre descaradamente la privatización del espacio

público, el servilismo de los políticos municipales y la entrega de espacios urbanos a la

empresa privada para su gestión mercantil.

Como se ve, nuestro proyecto de aproximación a este fenómeno quiere obviar

los lugares comunes y la propaganda superficial con que se ha adornado este proceso de

transformación urbana para centrarse en los presupuestos estéticos y, sobre todo,

políticos que pretende ocultar. Pretendemos sacar a la luz la trama oculta que esconden

los eslóganes y las encendidas defensas de un concepto de modernidad y de progreso

urbano tan hueco como absurdo. Hueco, porque no contiene más que una caduca y

deformada apología de la escatología secularizada de la Ilustración; absurdo, porque de

lo que se trata, hoy, es de la crisis de la ciudad moderna. Algunos oyen campanas...

Bilbao y su doble surge de una necesidad y de un encuentro. Sentimos la

necesidad de dar una respuesta crítica a la despolitización de la ciudadanía y al deterioro

del espacio público urbano (que es, en esencia, político); ambos son la desgraciada

consecuencia del acoso que el capitalismo internacionalizado ejerce desde hace décadas

sobre la ciudad. En este texto se analizará la transición de la ciudad industrial a la

ciudad de ocio y servicios, así como la profunda imbricación de los procesos de

generación de capital con el surgimiento de un modelo de ciudad volcada hacia la

vigilancia-espectáculo o el espectáculo vigilante. La progresiva mercantilización del

objeto ciudad y la consolidación de la economía simbólica son fenómenos coextensivos

a la creciente complejidad informacional del mundo, al menos en los países ricos, así

como a un creciente aislamiento social en zonas protegidas y vigiladas. La generación

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de una ciudad-residuo como contraparte a la lógica de la exclusión pone en evidencia no

sólo la panoplia de desigualdades sobre las que se levanta la ciudad contemporánea,

sino también los procesos de invisibilización puestos en marcha en contra de los

excluidos del sueño urbano. Éstos y otros procesos y fenómenos han sido agrupados en

el concepto “ciudad posmoderna”, y son comunes a muchas de las grandes

aglomeraciones urbanas del mundo, con las lógicas diferencias locales y culturales. De

estos procesos y de su incorporación en las estrategias urbanísticas de una ciudad de

tamaño medio como Bilbao hablamos en este libro, atentos, por supuesto, a la propia

diferencia que la aplicación del modelo ha supuesto en nuestra ciudad.

Fijaremos nuestra atención en tres momentos decisivos de la historia de Bilbao:

la Guerra Civil, la industrialización y la actual transformación urbana. Posteriormente,

trazaremos un recorrido por las frustradas esperanzas de las tres generaciones que han

visto cómo el sueño urbano se convertía en pesadilla, actuando muchas veces

políticamente contra esta inercia, pero derrotados al fin. La memoria ocultada de estas

luchas, los lugares destruidos que han sido sustituidos por brillantes objetos

arquitectónicos, supone un esfuerzo ideológico por privar a Bilbao del recuerdo de

acontecimientos históricos que han conformado su identidad en las últimas décadas,

hacer de la ciudad un espacio sin historia, en un intento ridículo de lograr una mal

entendida "armonía" social.

De un encuentro, decíamos. En este caso, del encuentro de dos filósofos

preocupados por la cuestión, tan olvidada, del espacio —tanto el político como el

estético—, atentos a sus mutaciones desde dos aproximaciones disciplinares que quieren

converger en la unidad del libro: aproximación crítica y aproximación apologética, es

decir, filosofía y fotografía urbanas. Por tanto, creemos conveniente defender un

acercamiento al hecho urbano desde la filosofía, bien entendida ésta como un método

genealógico y crítico que indaga acerca de los fundamentos, del origen y de las

estrategias de construcción de la ciudad contemporánea. Pero una filosofía atenta no

sólo a las cuestiones, problemas y reflexiones desde el ámbito de la pura teoría, sino una

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filosofía que encuentra en la propia experiencia urbana el lugar del cuerpo y del espacio

para una teorización de este experimentar a dos.

Es evidente que muchos sucesos y aconteceres no se han limitado a transformar

el paisaje, sino que han afectado incluso a las identidades de ambas márgenes de la ría

del Nervión, al compás de los cambios acelerados del capitalismo global. La

desaparición de la geografía, de la que habla Virilio, se concreta aquí en el

desvanecimiento de la frontera fluvial que la ría encarnó durante décadas, separando y

zonificando las clases y posibilitando los discursos ideológicos de la burguesía y de la

clase obrera. Así como estas distinciones de clase se desvanecen en un centro urbano en

el que la masa anónima es la protagonista, en este texto se hace una revisión de la

supuesta desaparición definitiva de éstas, insistiendo en la evidente zonificación de las

periferias, así como en la existencia de un ocio y de un consumo de primera, segunda y

tercera categoría que los gestores empresariales han sabido entender muy claramente.

Por lo que respecta al trabajo fotográfico que acompaña a la reflexión teórica,

con el cual forma la unidad ensayística de la misma, éste surge de la necesidad de dotar

de imágenes contemporáneas y de documentar para el archivo muchos espacios urbanos

destinados a la desaparición y al olvido. En el impulso por la consecución de una

imagen-marca Bilbao, la actual hiper-estetización del espacio urbano y el recurso a la

arquitectura monumental de firma producen un efecto de invisibilización de gran parte

de la ciudad y, sobre todo, de sus gentes, que es la contraparte del visible esfuerzo

político por domesticar a una ciudadanía que se había mostrado en el pasado reciente

sumamente activa como sociedad civil, autoorganizándose y protagonizando luchas

urbanas de todo tipo. En este sentido, es lamentable y revelador constatar la progresiva

desaparición de aquellos lugares que dieron cobijo y apoyo a estas luchas, en un

descarado intento de borrar las huellas políticas que constituyen el pasado urbano de

Bilbao y presentar el tiempo presente como el producto abstracto de fuerzas

impersonales, eso sí, esforzadas en la consolidación de un espacio urbano

absolutamente despolitizado en su base social.

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Estas fotografías del otro y del Nuevo Bilbao deberían ser vistas como un

discurso político, más que como un reflejo estético del Bilbao duro e industrial que

parece que nunca fuimos. Político, bien entendido en el sentido de posibilidad de acción

y de reflexión, es también estético, tal y como defendemos en este libro contra la

concepción de lo estético como puro fascismo del mito, cuyo reflejo imaginal más

evidente lo encontramos en las postales que podemos comprar en cualquier quiosco de

Bilbao. Estos souvenirs muestran el Bilbao de la utopía narcisista y absoluta de quienes

han imaginado y construido el presente de la morfología urbana de Bilbao a través de

las maquetas blancas y asépticas que han precedido siempre todos los proyectos de

regeneración urbana, en las cuales los cuerpos son ignorados u obviados como el resto

matérico despreciable de la gran fiesta de las Ideas. De la misma manera infame que la

gestión inmobiliaria del suelo desprecia a las personas que habitan o habitarán sus

moradas estándar, la gestión política del Bilbao contemporáneo desprecia a las claras su

opción por un urbanismo social, responsable y sostenible, en una enconada defensa del

modelo neoliberal de ciudad cuya crisis y nefastas consecuencias son bien visibles en su

lugar de origen, la ciudad norteamericana.

En cualquier caso, además de la crítica, tal y como hemos dicho, las fotografías

quieren ser la parte apologética y esperanzadora de nuestra contribución personal en el

esfuerzo por ampliar o iniciar el debate sobre el Bilbao actual, tan escaso y limitado a

determinados foros académicos. Se pretende evitar el puro y duro criticismo de salón

para afrontar, junto con otros colectivos, la posibilidad de vislumbrar una dignidad

reconocida en el uso de los espacios urbanos más marginados y, también, la de alumbrar

nuevos usos creativos, imaginativos y reivindicativos en los espacios diseñados para el

confort anodino y el uso restringido al consumo. Creemos que la ciudad actual, en

contra de quienes se oponen e imponen su proyecto a toda la ciudadanía, es un

hervidero latente de fuerzas sociales, de ideas y de vivencias urbanas que deben

encontrar un cauce de expresión y manifestación en el espacio público urbano, auténtico

pilar de una posible democracia urbana aún por venir.

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En este esfuerzo, ofrecemos nuestro trabajo y nuestra colaboración.

Andeka Larrea

Bilbao, diciembre de 2006

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I. Pulsión urbanaMamá, gran puta,

mal educas: siempre quiero más

y ahora busco en la mierda

lo que no me puedas dar.

Patrullero Mancuso: “T.V.”

La ciudad está de moda. Durante los últimos años, en las sociedades de consumo

se ha producido un fenómeno que podríamos calificar como retorno de lo urbano. Los

escenarios metropolitanos vuelven a abundar en el cine, la televisión o la prensa gráfica;

se habla en términos de “marketing urbano” y “ranking de ciudades”; se puja por

conseguir la firma de los arquitectos estrella para remodelar nuestras ciudades; el

urbanismo ya no es el fruto de un auge económico, la guinda en el pastel del Capital,

sino que se utiliza como agente dinamizador para economías deprimidas. No hay duda:

la imagen de la ciudad vende. Esto es lo que está ocurriendo, claramente, desde 1993

con Bilbao, pero también lo que ocurrió en 1992 con Barcelona y Sevilla y en los

últimos 25 años con tantas y tantas ciudades del Primer Mundo afectadas por la

desindustrialización. Las ruinas de las viejas fábricas hoy inútiles dejan paso a

atractivos diseños arquitectónicos.

La imagen de la ciudad parece, por tanto, estar hoy de nuevo en alza. Sin

embargo, la metrópoli moderna, en tanto que fenómeno geográfico, y su estética propia,

la estética urbana, han tenido a lo largo de su historia una prensa muy desigual. Desde

mediados del siglo XIX, momento en el que se suele fechar el nacimiento de ese

complejo fenómeno llamado “ciudad de la multitud”, lo urbano ha sido sinónimo de

“ciencia”, “progreso”, “cosmopolitismo”, “juventud” y “vida”, pero también de

“inseguridad”, “suciedad”, “crimen”, “enfermedad” y “muerte”. Se ha pasado de

periodos en los que la ciudad era considerada un objeto de deseo preferente por la

opinión pública a otros en los que el consenso se ha forjado alrededor del repudio de lo

urbano. Hoy, al menos en Europa, vivimos un relativo relanzamiento de la ciudad, pero

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se trata de una ciudad dulcificada, una ciudad acotada por los dirigentes y sus

arquitectos, una ciudad de diseño que, en el mejor de los casos, nace de la imaginación

de los artistas y no de las espontáneas fuerzas económicas y sociales que la

constituyeron en tiempos anteriores. Hoy lo urbano es sólo un objeto de deseo en cuanto

“logotipo” o “marca”, previamente inmunizado, por tanto, a las connotaciones más

turbias que han rodeado a la ciudad.

A pesar de los pesares (y del marketing), en “lo urbano” —Manuel Delgado

(1999)— siguen todavía resonando ecos contradictorios. Más que de “atracción urbana”

o “repulsión urbana” debemos de hablar, en estrictos términos freudianos, de “pulsión

urbana”, con el ambiguo e irresuelto carácter de las pulsiones: erótico y thanático a la

vez. Por eso, antes de acometer el estudio de las transformaciones urbanísticas del

Bilbao actual, queremos repasar brevemente las vicisitudes de esta “pulsión urbana” a lo

largo de nuestra historia urbana más reciente, desde los referentes más generales de la

cultura urbana (y antiurbana) de los EEUU y Europa hasta la propia historia urbana de

Bilbao.

Aparentemente, las instituciones públicas locales promocionan y ensalzan el

Bilbao “urbano”; “Bilbao Metropolitano” lo llaman. Pero la historia inmediata de

Bilbao nos habla de una relación compleja entre el cuerpo socio-político que

constituyen los bilbaínos y el espacio urbanístico-fabril que les tocó vivir. Se trata,

como casi todas, de una relación de amor/odio con la propia ciudad, tan ensalzada como

criticada. Se habla con nostalgia del “Bilbao que se nos fue” y se aparta la mirada de un

Bilbao que ya no se reconoce, o se alza la vista hacia un próximo renacer económico y

cultural de la capital vizcaína. De cualquier modo, se trata de una identidad, ante todo,

compleja y problemática. Las preguntas al respecto de Bilbao son desde hace más de

cien años siempre las mismas: ¿ciudad o pueblo? ¿Cosmopolita o endogámica? ¿Capital

financiera o ciudad fabril? ¿Sede del progreso vasco o de la explotación laboral?

¿Símbolo de modernidad o catástrofe urbanística?

A lo largo de este primer capítulo realizaremos un viaje, un tanto vertiginoso, sin

duda, a través de las culturas urbanas recientes, más específicamente, de las culturas

urbanas del Bilbao que hoy dejamos atrás con el lanzamiento del Nuevo Bilbao o

Bilbao Metropolitano. Pasaremos del Bilbao de la dictadura al de la transición; de las

luchas político-sociales de los sesenta y setenta a las nuevas culturas urbanas de los

ochenta; de la militancia antifranquista al punk y el Bilbao tropical. Y, todo ello,

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atravesado por las referencias artísticas, políticas y culturales que dan un sentido

universal o global a lo que en Bilbao ha sucedido y está sucediendo: Baudelaire, los

surrealistas, los situacionistas y mayo del 68, la revolución musical y cultural de los

sesenta y setenta; todas ellas referencias ineludibles para cualquier historia cultural

urbana. Mezclaremos, por tanto, registros y contextos de una forma que tanto al lector

más académico como al más informal pueden resultar chocantes, pero que componen

una unidad viva en el crisol imposible de la vida urbana. Éste es, a nuestro parecer, el

único modo de penetrar, de algún modo, en la intrahistoria reciente de Bilbao, aquélla

que nos permitirá juzgar la actual. Por todo ello, la historia de la pulsión urbana tiene

que ser una historia doble: historia política e historia estética. La historia política de una

sociedad civil y sus luchas por reivindicar los usos autónomos de los espacios urbanos

(espacios públicos) y la historia estética de la cultura popular y, en primera línea, su

música, como intento trágico de hacer propio el abigarrado y gris paisaje del Bilbao

industrial que hoy vamos dejando atrás.

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1. Política sin estética

Desde la segunda mitad del siglo XIX hasta la primera del XX, se había asistido

a una explosión urbana de facto, a la vez que a una “atracción ambigua” (mezcla de

atracción y repulsión) por la emergente ciudad de la multitud. Esta erótica de la imagen

de la ciudad se registra en todos los ámbitos de la cultura de masas, desde el cine negro,

que puede considerarse como su canto de cisne, hasta los orígenes rastreables en la

literatura urbana del XIX. Aquella seducción típicamente moderna por la “jungla de

asfalto” aparece ya en el Baltimore de Poe, en el San Petersburgo de Dostoievski, en el

París de Víctor Hugo y de Las flores del mal de Baudelaire, con sus ambiguas escenas

de la capital del siglo XIX, la de la burguesía industrial y financiera auspiciada por Luis

Felipe. Baudelaire llora la caída del París medieval, demolido por Haussmann y el

desarrollismo burgués pero, a la vez, queda hipnotizado por el nuevo París, el de los

amplios bulevares y sus cafés, el de los tranvías y los paseantes, la ciudad anónima de la

multitud, y queda fascinado igualmente por la prostitución callejera y el París nocturno,

por el tedio urbano y la indolencia de los desclasados como él, por los contrastes de

opulencia y miseria, entre lo nuevo y lo viejo, entre el esplendor y la ruina, por la ciudad

bajo el signo de Satán.

Tras la Segunda Guerra Mundial y con la Guerra Fría todo cambia. La gran

ciudad empieza a perder su magnetismo a pesar de que no dejan en ningún momento de

aumentar la población urbana, así: tanto el tamaño como el número de ciudades. El

Capital sigue acumulándose progresivamente en grandes núcleos urbanos, tanto es así

que las antiguas metrópolis coloniales, las ciudades de la multitud, dejan paso a las

mastodónticas conurbaciones que hoy conocemos. La vida ajetreada de las calles, cuyo

protagonista era el atareado peatón representado en el cine a través del slapstick de

Buster Keaton o Harold Lloyd, queda en segundo plano tras la generalización del

automóvil; el cine negro deja paso a las road movies; los barrios son perforados por las

autopistas. El american way of life, alimentado por el nuevo imperialismo del Plan

Marshall, es antiurbano y suburbanizador, y es que, si algo tenían en común Nixon, los

hippies y la “clase media” americana era el deseo de huir de la ciudad sucia y caótica

hacia las afueras, en un regreso a las “fuentes naturales”.

A la vez que las ciudades crecen y crecen, quien puede se escapa a dormir a los

suburbios. La especulación inmobiliaria que derivó en el crack del 29 abandona el

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centro de la ciudad; sus viejas viviendas son ocupadas por las clases con menos recursos

o se desploman para dejar paso a nuevos edificios de oficinas. En el mundo anglosajón

despuntan las urbanizaciones con viviendas unifamiliares generando un crecimiento

urbano horizontal descontrolado. En las socialdemocracias, por el contrario, se opta por

la edificación en vertical en las “ciudades dormitorio”, siguiendo los planteamientos del

urbanismo racionalista, pero con el mismo trasfondo de repudio hacia la vida callejera.

Sin embargo, al lado de este movimiento generalizado hacia la periferia y de la

subsiguiente cultura antiurbana, podemos localizar diversos momentos y movimientos

de resistencia —siempre relativamente aislados, siempre excepcionales—, que

reivindican la vuelta a las calles. Mientras los hippies se montaban su viaje a Oriente, en

las ciudades estadounidenses el movimiento por los derechos civiles se radicalizaba con

los Panteras Negras, tomando un cariz netamente urbano por el simple hecho de que

los denostados centros de las ciudades eran el hábitat disponible para los grupos sociales

menos favorecidos y para los excluidos de todo tipo. A la vez que la clase obrera

afroamericana protagonizaba su propia lucha política urbana, la vanguardia artística de

Nueva York —principalmente blanca, en su mayoría de extracción burguesa—

reivindicaba, frente al bucolismo hippie, los placeres prohibidos de la gran ciudad. La

Factory de Andy Warhol y, especialmente, la Velvet Underground son un ejemplo del

contraste entre la atracción neoyorquina por el abismo urbano y el imaginario

hegemónico en la Costa Oeste.

De este modo, en los EEUU de los sesenta podemos aún hallar movimientos de

resistencia ante la tendencia generalizada antiurbana, movimientos de una identidad

fuertemente urbana, pero en los que lo político y lo estético están definitivamente

escindidos. Por un lado el cinismo y agnosticismo político de los integrantes de la

Factory; por el otro, el movimiento político negro, que encarna la dureza de las calles

americanas, no sueña sino con volar de la ciudad, como su odiada clase media blanca.

El “en-sí” y el “para-sí” de lo urbano permanecen escindidos.

Tenemos que viajar hasta Francia para encontrar un movimiento, también

minoritario, también aislado, que resiste el rechazo cultural a lo urbano de aquel

momento, pero que, frente al caso americano, lo hace de una manera íntegra: a la vez

política y estéticamente y, además, haciendo de todo ello teoría y praxis.

En primera línea de la rebelión parisina de mayo del 68 y, sobre todo, a la

vanguardia de su nuevo imaginario político —nuevas formas de participación, nuevas

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formas de acción, nuevas reivindicaciones— estuvo la autoproclamada Internacional

Situacionista (antes Letrista). Ellos ya hablaban en el año 1959 un lenguaje que

podríamos hacer nuestro en el contexto inmediato del actual Bilbao postmoderno:

Mientras que hoy las mismas ciudades se dan como un espectáculo lamentable, un suplemento a

los museos, para que los turistas que se pasean en autocares de vidrio, el Urbanismo Unitario

considera el medio urbano como un terreno de juego en participación (Internacional situacionista

1997, pág. 94).

El Urbanismo Unitario era una de las armas revolucionarias que proponía el grupo de

Guy Debord, compartiendo planteamientos (aunque desde ámbitos muy distintos) con el

también marxista Henry Lefebvre de El derecho a la ciudad. El testigo de la ambigua

pulsión urbana de Baudelaire y los Surrealistas es recogido por los situacionistas,

apologetas de la ciudad indisciplinada, de lo urbano como amplificación del carnaval.

Pero aquellos eran casos excepcionales incluso entre la izquierda. El urbanismo por el

que finalmente acababan abogando los partidos comunistas en el poder no se

diferenciaba del que genera la ciudad funcional de la socialdemocracia.

Por aquel entonces Bilbao sufría los milagros del desarrollismo. El plan

comarcal de 1964 tuvo como única virtud dotar al Área Metropolitana de Bilbao —

AMB, siguiendo el concepto que desarrolla Marisol Esteban (Esteban 2000)— de

unidad, al menos nominal, más allá de la treintena de términos municipales que

componían el “Gran Bilbao”. La política económica del régimen se cebaba —de forma

no muy distinta a la actual— con la especulación inmobiliaria. El Plan Comarcal se

redujo a un “todo vale” que modeló el caótico y abigarrado crecimiento de Bilbao.

Lejos quedaban los ensayos de posguerra de una arquitectura y proyección urbanas que

articulasen el ideario falangista de la “familia-municipio-sindicato”. De aquellos

tiempos de autarquía provenían las primeras viviendas sociales y algunas

construcciones monumentales, como el Museo de Bellas Artes de Bilbao, inaugurado en

1945 y en cuya construcción participó el entonces jefe de la D.G.R.D. (Dirección

General de Regiones Devastadas), Gonzalo Cárdenas. Con el ingreso en la ONU, los

tecnócratas ocupan su lugar, y del caduco capitalismo de estado pasamos a las nuevas

formas neoliberales: todo por preservar el orden social (la paz social lo llaman hoy),

motor primigenio del alzamiento nacional.

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Las reapropiaciones urbanas del 68 francés tuvieron un eco lejano en la bien

controlada España del sereno y el toque de queda, aunque ya desde principios de los

sesenta el movimiento obrero se estaba reestructurando en el país. Junto al

desarrollismo llega el aumento y la concentración progresiva de la clase obrera, así

como las primeras huelgas durante el año 1962, con unas muy activas Comisiones

Obreras infiltradas en el sindicato vertical, por inspiración de Stalin. Entre el 67 y el 69,

después de que el Tribunal Supremo declare subversiva la organización sindical de

origen comunista, se generaliza la conflictividad obrera con especial virulencia en la

industria metalúrgica vizcaína. Sin embargo, la lucha ocupa la fábrica antes que la

ciudad en el AMB.

Mayo del 68 había nacido como un movimiento obrero pero, sobre todo, como

un movimiento estudiantil; el carácter netamente urbano se lo daba esta presencia de

jóvenes estudiantes al frente de la revuelta, con las principales universidades parisinas

en el centro de la ciudad. Una de las consecuencias del 68 fue que los gobiernos

tomaron nota del peligro que supone mantener en el corazón de la ciudad unas

instituciones dedicadas al conocimiento —del que nunca se sabe lo que puede venir—.

Tras la revuelta se generalizó el emplazamiento de las nuevas universidades en la

periferia, en lugares aislados, evitando así el peligro de propagación de la crítica a otros

ámbitos sociales. En Madrid y Barcelona se habían dado conatos de lucha estudiantil

desde finales de los cincuenta y el tardofranquismo calcó la estrategia europea de

suburbanización del saber. De este modo, la Universidad Autónoma de Madrid, fundada

en 1968, se traslada a Cantoblanco, en la periferia de la ciudad, en el 71, construyéndose

a medida para permitir la entrada de la caballería en caso de “motín” en sus pasillos.

El ejemplo de Bilbao tiene algunos paralelismos. La universidad más antigua y

prestigiosa era la Universidad de Deusto, una institución religiosa cuyas facultades de

Económicas y Derecho estaban directamente controladas por la elite burguesa local. En

1955 se creaban las facultades de Ciencias Políticas, Económicas y Comerciales en el

barrio de Sarriko, donde aún permanece la de Económicas y Empresariales. En el

mismo año 1968, al sumarse las nuevas facultades de Medicina y Ciencias al campus de

Sarriko, se constituye la efímera Universidad Autónoma de Bilbao, antecedente de la

Universidad Pública del País Vasco. En 1969 se decide la construcción del nuevo

campus en Leioa, a 15 km de Bilbao, cuyas obras comienzan ese mismo año. Las

primeras clases se imparten durante el curso 1972-1973. Finalmente, tras la extensión

del distrito universitario a las tres capitales vascas, se crea la UPV-EHU en 1980. Para

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este momento, además de Deusto, las facultades que están presentes en el cuerpo urbano

de Bilbao son únicamente la de Económicas y Empresariales y la de Ingeniería. Las

humanidades y las políticas, agentes clásicos de la crítica social, han sido expulsadas del

núcleo urbano; en concreto, la Facultad Pública de Filosofía se dispersa hasta San

Sebastián, y la de Historia, a Vitoria. Pero este aislamiento de la intelectualidad bilbaína

no era nuevo.

Como han insistido varios historiadores (García Merino 1992; Montero 1994;

Lorenzo Espinosa 1989), desde su despegue industrial a finales del XIX, Bilbao ha

sabido separar nítidamente los barrios obreros de los emplazamientos burgueses,

especialmente a través de su ría. Se evita la conflictividad social haciéndola

cotidianamente menos visible. Pero el aislamiento de los grupos sociales no se quedó

aquí. La estructura urbana de Bilbao se desarrolló de tal modo que la clase proletaria

quedó separada respecto a las clases medias constituidas por oficinistas y letrados, aquel

colectivo subalterno con un suficiente acceso a la cultura para constituirse en

vanguardia política de los trabajadores. Hemos de buscar una explicación a la peculiar

identidad política de Vizcaya también en estos elementos de carácter puramente

topológicos, así, el gran auge del nacionalismo vasco en detrimento de las ideologías

revolucionarias de carácter obrero tiene mucho que ver con esta “falsificación” de la

experiencia cotidiana. El contraste entre el lujo de los patronos y la miseria de los

obreros se disfraza a través de su disposición geográfica, a la vez que se cultiva la

desconfianza aldeana de las clases medias locales con respecto a la inmigración.

Históricamente, la clase media bilbaína se afincó en la antigua anteiglesia de

Begoña, una ladera relativamente aislada del cuerpo urbano. Si en lo básico las

viviendas de Begoña no se diferenciaban de las obreras —igual que sólo levemente se

diferenciaba el sueldo de un obrero del de un oficinista—, las condiciones económicas

para su acceso eran ligeramente superiores, marcando así la distinción que buscaba esta

clase media local que se creía emergente, clase media que no quería ser confundida con

la inmigración obrera. El barrio de Begoña aún hoy conserva por tradición un carácter

distinguido difícil de comprender para el visitante o para los mismos jóvenes de la

ciudad. Está presidido por su basílica, en la que se aloja la patrona (matrona) de Bilbao,

signo de la beatitud de la villa y, en concreto, de la de aquella clase media que se

refugiaba en las faldas de su señora ante los horrores del industrialismo y la pagana

clase obrera. No hay que olvidar, además, que la basílica de Begoña se convirtió en

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santuario de los carlistas y después cuna del nacionalismo vasco de signo más

tradicionalista.

La desconexión entre el movimiento obrero y la elite intelectual continuó en

Bilbao hasta bien entrados los años setenta. No sin motivo, el intelectual era visto con

recelo por la clase trabajadora, y el conocimiento, como algo extraño. Cuando en el

barrio obrero de Rekalde se decide a dar sus primeros pasos la Universidad Popular, lo

que se pretende es, básicamente, superar esta situación creando una universidad obrera

construida por obreros y para obreros, proyecto de claras resonancias sesentaiochistas.

La Universidad oficial es un claro y valioso instrumento de la clase dominante, la burguesía. Los

libros, los programas, los sistemas de enseñanza, etc., todo es un montaje que huele a pozo

séptico, y donde la verdad que debería descubrir la ciencia, está tapada (…) Nuestra Universidad

no se parecerá en nada a la Universidad oficial. Sólo en el nombre (…) Ya ha habido en la

Historia otros intentos por crear un saber universal y profundo, enraizado en los trabajadores.

Recordemos la Universidad obrera de Segovia en la República, la Escuela obrera de París, etc.

Vamos, una vez más, a intentarlo entre todos (Universidad Popular de Rekaldeberri 1977, pág.

33).

La Universidad Popular de Rekaldeberri fue una de las experiencias de asociacionismo

vecinal más intensas y emocionantes de la historia de Bilbao. Tuvo su antecedente en la

biblioteca de Rekalde, nacida en pleno franquismo, que fue creada, financiada y

gestionada por vecinos del barrio ávidos de cultura y reflexión. De las charlas que se

empezaron a organizar en la biblioteca durante el año 1976 nació la idea de organizar

esta Universidad Popular que impartía sus cursos de ocho de la tarde a diez de la noche

para un ochenta por ciento del alumnado conformado por trabajadores. De estructura

asamblearia y autogestionada, tampoco eran insensibles a la problemática urbana. La

memoria de su fundación comienza haciendo hincapié en esta cuestión:

Recaldeberri es una de esas grandes verrugas urbanas que crecen sobre el cuerpo enfermo de la

gran ciudad monopolista. Esa gran ciudad que no es el resultado natural de la propia naturaleza

humana, porque nada hay más antihumano y antinatural que el engranaje monstruoso de estas

grandes ciudades. Esa gran ciudad que es fruto de una historia concreta que ha favorecido a unos

pocos en perjuicio de la mayoría. Esa gran ciudad industrial que se convierte en la “Meca” de los

inversionistas, al buscar éstos el máximo rendimiento a sus capitales en el mínimo plazo (UPR

1977, pág. 13).

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A pesar de la inspiración parisina de esta Universidad obrera, muy lejos queda la actitud

de los situacionistas ante la ciudad capitalista heredada, muy lejos sus psicogeografías y

derivas urbanas. El grupo de Debord era heredero directo de los surrealistas que durante

los años veinte y treinta habían descubierto en el París de la multitud el renacer del mito

y con él la poesía (Benjamin 2005). El marxismo que lideraba los movimientos urbanos

del todavía Bilbao industrial era, por el contrario, mucho más sensible a la racionalidad

política de reivindicación del espacio para el uso público que a la imaginación poética

que liberan aquellas “verrugas urbanas”. Si se puede hablar de una política urbana en

los últimos años del franquismo y los primeros de la transición, no podemos hablar de

una reivindicación popular de una estética urbana hasta la siguiente generación. De

nuevo, lo urbano “en sí”, pero no “para sí”.

Las luchas anticapitalistas, máxime tras el maoísmo y los movimientos

postcoloniales de liberación nacional, han tendido a desconfiar de las reivindicaciones

netamente urbanas, como las de los situacionistas. Con la entrada en escena del

ecologismo, la ciudad sostenible ha buscado modelos en la Ciudad Jardín de Geddes, en

Kropotkin y en Howard, en el socialismo utópico y anarquista del XIX (Masjuan

Bracons 1992); también ha encontrado inspiración en los autogobiernos municipales

protocapitalistas de la Baja Edad Media (o última Edad Media), en los ritmos y las artes

útiles de la ciudad gótica. La reivindicación del pequeño comercio por amplios sectores

de la izquierda hoy tiene mucho que ver con este espíritu.

Malos tiempos para los trances urbanos de Baudelaire, Breton o Fritz Lang, pero

ni siquiera Bilbao fue inmune a otra nueva y ocasional, aunque intensa, reminiscencia

de “lo urbano”, en lo que se ha dado en llamar la “Euskadi Tropical” (Estebaranz 2005).

Para poder abordar este punto, debemos antes hacer un alto en el camino para introducir

un anunciado fenómeno, sin duda fundamental a la hora de hablar de cultura urbana: la

cultura Pop.

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2. Todo lo tropical se desvanece en el aire

El “espacio” por excelencia de cultura de masas, agente de la cultura popular del

siglo XX y XXI y de su secuestro, es, sin lugar a dudas, el de la música Pop. Y con el

término Pop nos referimos al amplio espectro de la música popular moderna y

postmoderna entre el rhythm and blues y el techno, pasando por el rock, el heavy o el

pop (con minúsculas) etc., si no hasta el tango, el pasodoble y el jazz. No nos vamos a

detener en acotar ni en definir el amplio espectro de variantes musicales que abarca lo

que entendemos por Pop, pero sí apuntaremos a que no es una música ni exclusivamente

occidental, ni su origen es necesariamente anglosajón —aunque sea allí donde ha tenido

su gran industria mediática—. Es la música popular de una sociedad moderna, por tanto,

con aspiraciones universalistas implícitas. en algún sentido, y una música íntimamente

unida a su reproducción técnica.

El Pop y sus distintas manifestaciones tienen un carácter netamente urbano, a

pesar de sus habituales excursiones a la periferia. Era así en los orígenes. El blues de la

algodonera se electrifica al calor de la industria automovilística. Sus sonidos estridentes

de guitarra son los chasquidos de la ciudad. Cuando desembarca en Londres en forma

de rhythm and blues, esta música se recibe desde una sensibilidad doblemente industrial

y doblemente urbana. La reverberación en las producciones se exagera, generando

sensación de espacios amplios; las percusiones se metalizan; la acústica “natural” de los

instrumentos tradicionales se electrifica variando su campo de acción, que ahora

depende sólo de la potencia del amplificador; además, los sonidos y ruidos se modifican

en la mesa de mezclas para imitar la sonoridad de los materiales de la ciudad. La música

se vuelve espacial y se emplaza en la dinámica urbana.

A partir de los años sesenta, la música Pop hegemónica va a ser la anglosajona.

Ya hemos comentado la deriva antiurbana del movimiento de masas hippie y su música;

sin embargo, a partir de finales de los setenta y como consecuencia directa de la crisis

del petróleo y su consabida desindustrialización y conflictividad social, las cosas

cambian; se produce una nueva explosión urbana. El icono en el movimiento juvenil

musical de este momento es el punk, con los Sex Pistols y su ideólogo Malcom

McClaren a la cabeza. Algún autor ha señalado la conexión de facto entre los

situacionistas y McClaren quien, habiendo militado durante los sesenta en grupos

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cercanos, adaptaría durante los setenta la imaginería de aquellos para gestar los signos

de identidad del movimiento punk (Marcus 1993).

El punk aborrece los festivales al aire libre y los sonidos exóticos y acústicos de

la era hippie. De Londres a Nueva York, la música se compone de los materiales

oxidados, de los espacios ruinosos de la ciudad industrial en desmantelamiento. La

propia indumentaria de los punkies es un collage de basura urbana, colecciones de

mercancías en estado de ruina que parchean el cuerpo exhausto de la juventud. La del

punk es una reapropiación civil directa de la ciudad —se puede decir que un tanto

irreflexiva pero no menos política—, nacida de una política de la desesperación. Los

grupos de música que lideraron el movimiento en el Reino Unido entendieron a su

manera la tradición política en que se engarzaba el punk; los Sex Pistols, por ejemplo, lo

llamaron anarquía aunque, muy probablemente, conscientes de que su anarquismo poco

tenía que ver con el terrorismo de Bakunin o el bucolismo de Kropotkin. El término

anarquía, que era pronunciado por individuos que utilizaban bolsas de basura como

elemento de tocado y mezclaban esvásticas con hoces y martillos, recogía las

connotaciones demoníacas que le atribuyó históricamente la burguesía liberal del XIX.

La anarquía de los Pistols es la del Teatro de la Crueldad de Artaud o, mejor aún, la

expresión cultural, sin tapujos, del orden económico y social imperante. Sólo que el

punk, al menos originalmente, a pesar de sus aristas tenía un carácter menos

reivindicativo que festivo: celebraba la ciudad en llamas de la era Thatcher.

En España aparecen grupos de música punk ya a finales de los setenta. Sin

embargo, no se tratará aún de un fenómeno de masas ni de un movimiento cultural

propiamente dicho, representan una avanzadilla musical que sólo excepcionalmente

incorpora una orientación radical, dadas las circunstancias políticas del país. Conviene

aclarar la anomalía de la historia social del Pop en España; y es que si en EEUU y el

Reino Unido el Pop había sido un fenómeno que nacía de las clases populares y para las

clases populares, en España, los músicos eran los hijos más o menos “rebeldes” de la

oligarquía en el poder que, gracias a sus privilegios económicos, pudieron tener noticias

de las nuevas modas que venían de ultramar. El freno de la dictadura a la expresión

popular venía dado doblemente: por un lado, desde los mecanismos normales de la

censura franquista; por otro, desde la autocensura de clase de los “artistas”. Así, el pop

español se fue gestando como cultura de masas en el peor sentido, en tanto que industria

cultural disciplinante. Tonadillas como “Tengo un amor”, “En la fiesta de Blas” o

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“Digan lo que digan” no sólo eran un espejo para los guateques de los niños bien, sino

la escuela ideológica del cuerpo proletario más dócil; la clase obrera iba urbanizando su

futuro, sus sueños hipotecarios, en el más puro american way of life.

Tras la muerte de Franco los cambios se precipitan, aunque ya hemos visto que

el activismo político y las reivindicaciones se hacían oír en toda España desde finales de

los sesenta, y en Euskadi, particularmente, durante la década de los setenta. En este

tiempo y con el comienzo de la crisis industrial, nos encontramos en el AMB con una

sociedad civil profundamente concienciada, muy sindicalizada y muy activa en la lucha

por sus derechos políticos y laborales. Es el momento del auge del asociacionismo

barrial, la efervescencia democrática que quiere una participación directa de todos los

ciudadanos. De aquí surgió, como vimos, el movimiento vecinal de Rekalde y otros

barrios, igual que las primeras fiestas de Bilbao (Aste Nagusia), organizadas

independientemente por las asociaciones y las “konparsas” de la clase obrera de Bilbao.

Se puede pensar que fue gracias a esta tendencia a la autogestión de espacios y a la libre

expresión de las reivindicaciones populares de donde nació lo que se dio en llamar

“Rock Radical Vasco” (RRV), pero no se puede dejar de destacar una fisura, una grieta

entre dos generaciones y dos modos de entender la cultura, la crítica y la política.

Propiamente, el punk llega a Bilbao de la mano de grupos como Eskorbuto,

Parabelum o MCD, bien entrados los ochenta, cuando en Inglaterra el movimiento ya

está extinto. De nuevo, el activismo político tras la muerte de Franco hizo que los

efectos de la programada desindustrialización no se hicieran ver hasta que los ánimos

sociales estuvieron más calmados, encauzados hacia la sociedad que los herederos del

régimen querían construir. Entre estos grupos de punk, Eskorbuto, banda formada hacia

1981, es la más representativa del corte generacional con respecto a la generación de la

lucha política clandestina, tanto por su actitud como por su historia.

Provenientes de Mamariga, barrio marginal en la obrera Santurtzi, Eskorbuto

eran pioneros en la margen izquierda en estética y cultura punk. Por sus canciones, por

sus entrevistas, no cabe duda de que estaban firmemente enraizados en la zona, pero no

podían evitar lanzar durísimas críticas a aquel degradado entorno urbano que

representaba el Área Metropolitana de Bilbao en los años ochenta; sin embargo, su

crítica es ciertamente ambigua, tan fulminante como pasiva.

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Mirarás al cielo y verás una gran nube sucia.

No lo pienses, no lo dudes: Altos Hornos de nuestra ciudad.

Mirarás las fachadas llenas de mierda, llenas de mierda.

Desde Santurce a Bilbao vengo por toda la orilla.

Somos ratas en Vizcaya,

somos ratas contaminadas

y vivimos en un pueblo que naufraga (Eskorbuto 1985).

Eskorbuto critica el naufragio del Bilbao industrial pero, a la vez, hace de esa estética

ruinosa su bandera y seña de identidad. El título de su primer disco, Esquizofrenia, es la

síntesis de su posición escindida frente al mundo que les ha tocado vivir. Quizás su

postura tenía mucho de reacción frente a aquellas asociaciones de vecinos que

programaban excursiones campestres y celebraban asambleas en las campas de

Santimamiñe, a los pies de las “ancestrales” cuevas (UPR 1977); reacción y crítica

despiadada contra la oligarquía explotadora, contra los burócratas y torturadores

estatales, pero mucho más allá –mucho más allá de donde se quedaba el RRV–, contra

los sueños ultramundanos del ciudadano medio, del obrero engañado, pero también del

ciudadano reivindicativo, del militante radical, del huelguista, del “gudari”. Tal vez, sin

darse cuenta del todo, Eskorbuto estaban reactivando una vez más el sueño nietzscheano

de hacer frente a este mundo sin refugiarnos en un más allá, redimir toda la realidad

realmente existente, redimirla en alguna forma, quizás la única posible, porque “sólo

como hecho estético tiene justificación la vida”.

El punk no huye a la naturaleza en busca de imágenes del futuro no

contaminadas de presente, en todo caso, siguiendo con los hábitos de trapero de los

surrealistas de los años veinte, “busca en la basura algo mejor, busca en la basura algo

nuevo, busca en la basura solución” (Eskorbuto 1985). Pero esta reivindicación de la

ambigua “pulsión urbana” fue, una vez más, minoritaria, incomprendida e incluso

perseguida. Es conocido el boicot que sufrió el grupo tras su enfrentamiento con las

Gestoras pro-Amnistía; más tarde, ellos mismos, en su gusto por mimetizar el cuerpo

enfermo del Bilbao industrial, caían descompuestos por la heroína. El No Future que

también cantaba Eskorbuto —“El pasado ha pasado y por él nada hay que hacer, el

presente es un fracaso y el futuro no se ve”— se hizo palpable en la suerte de aquellos

mártires de la margen izquierda.

Como vimos, la izquierda marxista más ortodoxa sospecha y critica estas

tendencias mimetizadotas al respecto del paisaje alienado de la ciudad capitalista por

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parte de la cultura popular. La teoría se resiste a comprenderlo pues es, sin duda, la gran

paradoja de la ciudad capitalista: junto a la opresión, y tal vez haciendo de la necesidad

virtud, se genera una cultura popular urbana, una estética urbana, un “hacer propio” el

espacio urbano inhóspito en el que hacina la masa obrera. Así lo hicieron Eskorbuto

como otros tantos punkies de su tiempo y, hasta cierto punto, el hip hop en la

actualidad. Parece casi un acto reflejo, una forma de instinto, como la del camaleón que

se refugia en los colores y texturas de su medio, tal vez para defenderse, tal vez sólo

para fundirse sin solución de continuidad con su hábitat. La gran acusación del

marxismo sobre estos procesos de estetización de la ciudad –como la de cualquier otra

mercancía– es la de “fetichismo”. La ciudad se “naturaliza”, del mismo modo que

cualquier otra mercancía, para ocultar los procesos sociales de producción que la han

llevado a existir. Sin embargo, la reducción de estos fenómenos a ideología no explica

lo suficiente o simplifica en exceso la realidad; una tendencia iconoclasta de raigambre

judía se cuela en el comunismo vía Marx para secar el ánimo de un pueblo

acostumbrado, por necesidad, a buscar las imágenes redentoras en su vida cotidiana, a

redimir la vida cotidiana.

Eskorbuto fue el exponente más extremo de una generación nacida en el último

franquismo y que no detectaba grandes diferencias entre los dos regímenes que le había

tocado vivir. Las posibilidades políticas abiertas por la democracia les movilizaban

bastante menos que a sus padres y hermanos mayores; estaban mucho más interesados

en acciones directas sobre espacios inmediatos. No les interesaba planificar una política

cultural nacional tanto como ocupar un local vacío para hacer cultura; no pensaban en

alistarse en el ejército de liberación nacional, sino en desertar del ejército de ocupación

nacional; no soñaban con largos viajes a Oriente, sino que se pegaban un viaje en el

portal más cercano. En este sentido se ha hablado de una tropicalización de la política y

cultura vascas protagonizada por diferentes colectivos de jóvenes. El movimiento de

insumisión y el movimiento okupa, que sembró de gaztetxes Euskadi, fueron los más

destacados. La tropicalidad venía marcada, frente a la contención de la militancia obrera

tradicional, por un gusto por la inmediatez a la vez que por una fusión entre ámbito

público y privado, entre lucha política y organización de la vida íntima. El Gaztetxe del

Casco Viejo se convirtió en emblema de esta época, auténtico santuario del punk

bilbaíno. La experiencia del gaztetxe (‘casa joven’ o ‘casa de jóvenes’, nombre en

euskera de las casas okupa) comenzó en abril de 1986, con la ocupación de un antiguo

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local de la BBK (Caja de Ahorros Bilbao-Vizcaya) en las Siete Calles, el corazón

histórico de la villa. En este local ensayaban y actuaban grupos de rock y de teatro

locales, además de ofertar una intensa programación cultural. Su funcionamiento era

asambleario y totalmente autogestionado, financiándose con el bar. Su clausura en 1993,

rodeada de una campaña “informativa en el más puro estilo atutxiano” (Ortega Lahera

1995), constituyó el “fin de fiesta” del Bilbao radical y tropical. En los últimos años, el

Gaztetxe había sobrevivido gracias al acuerdo entre la asamblea del local y el

ayuntamiento, que por aquel entonces presidía Gorordo. Durante su mandato, el

peneuvista Gorordo se fue distanciando de su partido, que lo acusaba de personalista y

megalomaniaco por proyectos como el del museo de arte contemporáneo vasco en la

Alhóndiga, el entonces célebre cubo de la Alhóndiga, imaginado mano a mano por el

alcalde y Jorge Oteiza, que debía saludar el nuevo milenio junto al cubo de Londres

(Zulaika 1997).

Expulsado Gorordo del partido, llegaría Josu Ortuondo a la alcaldía, responsable

e impulsor del cierre del Gaztetxe, no sin prometer una “escuela de rock” para sustituir

el hueco cultural que dejaba el Gaztetxe, la cual se emplazaría en la antigua iglesia de

La Merced. Este proyecto tomaría forma años más tarde con el nombre de Bilborock;

venía a cumplir las funciones del clausurado Gaztetxe, sólo que con ciertos matices de

distinción que vienen a resumir el paso a la nueva etapa, al nuevo Bilbao del

Guggenheim, el Bilbao del siglo XXI. El Bilborock, que se habilitó originalmente como

sala de conciertos para albergar el concurso de rock “Villa de Bilbao”, está ubicado

también en la parte vieja de Bilbao, pero en su margen izquierda, en Bilbao la Vieja, la

zona históricamente más degradada, los antiguos arrabales. La sala de conciertos supuso

el primer movimiento en la “recuperación” de este barrio, colocando una serie de cebos

a la bohemia local para que se instalase en lo que habría de ser el Montmartre bilbaíno

(o más bien el Lavapiés y, si fuera posible, La Latina o Chueca). Este proceso se ha

desarrollado principalmente a través de la sociedad municipal para la promoción

empresarial y el autoempleo, Lan Ekintza, la cual puso en marcha un proyecto para la

creación de empresas de "sociedad, ocio y cultura" que, con el apoyo financiero y el

alquiler a precios bajos de locales, ha conseguido que en el barrio se establezca un

importante número de artistas jóvenes y empresarios de hostelería quienes, consciente o

inconscientemente, son los agentes principales en el inicio de la regeneración de un

barrio en el que la especulación inmobiliaria promete convertir esta zona degradada por

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años de indiferencia, olvido y políticas de hacinamiento de minorías en la ampliación

residencial del Casco Viejo de Bilbao.

Frente a la autogestión e independencia del Gaztetxe, el Bilborock se organiza

jerárquicamente desde el ayuntamiento, con varios trabajadores asalariados que se

dedican a mantenerlo y mantener el orden. Y el orden y la pulcritud son elementos

destacados en el sustituto del Gaztetxe. Las primeras ediciones del Villa de Bilbao,

concurso que en aquel entonces todavía permitía a bandas locales amateur tocar en un

escenario profesional, contaban con el morbo adicional de celebrarse en una iglesia

abandonada. Cuando el ayuntamiento decidió utilizar el recurso improvisado de la

iglesia de La Merced como equipamiento cultural estable, se puso manos a la obra en

una reforma que transformó el interior del templo en una especie de plató de televisión

(templo del tele-capital, por otra parte); resulta muy significativo, en este sentido, que el

primer espectáculo estrenado en este espacio fuese una producción para Euskal

Telebista, una versión televisiva de La Pasión y en la que uno de los autores de este

libro participó como apóstol. La bóveda fue tapiada para habilitar un piso con locales de

ensayo, locales, por supuesto, de alquiler, gestionados por la administración del

Bilborock. De la democracia directa a la mercadotecnia burocrática.

La estética del Gaztetxe era puramente punk. Utilizaba el reciclaje como modo

de decoración privilegiado. Los cuadros donados por los artistas locales reposaban

sobre paredes desnudas, los materiales se exhibían sin disfraces plásticos, la rugosidad

de la piedra y el hierro estaba tan presentes en la música como en el suelo, las columnas

y los muros. En los últimos años, unas jornadas “góticas” habían colocado en el techo

una enorme araña, muy parecida a la que hoy nos encontramos enfrente del

Guggenheim. Hoy la juventud bilbaína es mucho más pulcra; del “jako” se han pasado

al “perico” (aunque algunos nostálgicos prefieren todavía el “speed”), y el famoso

concurso de grupos de música locales se ha convertido en un prestigioso certamen

internacional que pretende abrir las puertas (las de la imaginación, claro) del mercado

“global” del rock a los concursantes. Bilbao empieza a ser “capital cultural” o tal vez

“franquicia” de la cultura del Capital. Es cierto, la ciudad vuelve a estar de moda.

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3. Cultura es inversión

Si a partir de la Segunda Guerra Mundial la tendencia generalizada en el Primer

Mundo era al abandono de los centros urbanos hacia la periferia suburbial, a partir de

los ochenta y, sobre todo, ante la llegada del nuevo milenio, el proceso parece invertirse

hasta cierto punto. Se construyen nuevas viviendas en el centro urbano, se publicitan las

maravillas de la vida en la metrópoli, a la vez que se acusa una revalorización

económica y social de la ciudad.

Como veíamos, en los años sesenta y setenta, cierta sociología de corte marxista

heterodoxo (Lefebvre, Castells, Harvey) criticaba la tendencia suburbanizadora y

antiurbana inherente tanto a la cultura del individualismo posesivo neoliberal como al

racionalismo socialdemócrata de los años sesenta y setenta. Estos intelectuales

reclamaban por aquel entonces la calle como espacio de conflicto, conflicto social en

tanto que valor positivo desde el que establecer una sociedad (más) justa. La calle se

entendía como condición de posibilidad de un espacio auténticamente tolerante,

radicalmente democrático, en el que lo público fuese algo más que la coincidencia de

intereses egoístas de individuos aislados. El nacimiento de la llamada ciudad

postmoderna (Amendola 2000), sin embargo, hace necesaria hoy la revisión de esta

vieja reivindicación de la cultura de las aceras de la que ya hablase Jane Jacobs en el

Nueva York de los años cincuenta.

La calle vuelve a estar de moda, pero ahora de mano de los propios poderes

fácticos. Los valores del espacio urbano en tanto que lugar de encuentro parecen

despuntar; las jóvenes generaciones retornan a los cascos antiguos y al centro,

abandonando las tranquilas viviendas de los suburbios que sus padres conquistaron con

esfuerzo; dan nueva vida a las plazas a la vez que nacen nuevos museos, parques,

palacios de la música... El ocio toma la ciudad.

Hacia el año 1999, cuando el proceso de regeneración urbana de Bilbao estaba

ya bien avanzado, pude asistir a una conferencia de Ibon Areso, concejal peneuvista de

urbanismo y destacado protagonista en la “aventura” del nuevo Bilbao. La conferencia

fue leída en la Universidad de Deusto, y estaba dirigida a alumnos de la Universidad de

Nantes, con los que Deusto mantenía un programa de intercambio para estudiar de

forma compartida los procesos de regeneración de ambas ciudades. Areso, tras una

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somera explicación de los grandes planes de la villa, concluye emocionado desvelando

el axioma que sostiene el gran puzzle económico-urbanístico del Bilbao postmoderno:

“Hasta ahora, en las administraciones públicas, pensábamos que cultura equivalía a

gasto; pero con la experiencia del Guggenheim estamos demostrando que cultura

equivale a inversión”.

Aunque el plan general de ordenación urbana fue presentado algunos años antes,

podemos decir que el hecho determinante del proceso de regeneración urbanística de

Bilbao lo constituye, en el año 1993, la puesta en marcha del Museo Guggenheim-

Bilbao. Y es que aquel plan de ordenación municipal muy poco ha influido sobre unas

intervenciones urbanístico-arquitectónicas millonarias, igual que los planes del resto de

municipios afectados. En concreto, los elementos primeros y más visibles fueron

administrados directamente por el Gobierno Vasco y la Diputación. Los ayuntamientos

(únicamente los de Bilbao y Barakaldo) pasan sólo en un segundo momento a formar

parte de la empresa de regeneración de área metropolitano de Bilbao y sólo dentro de

contextos interadministrativos en los que sus competencias quedan muy mermadas.

Finalmente, el papel que les toca a los alcaldes de los municipios afectados por las

reformas es el de portavoces y animadores de un plan diseñado desde instancias

políticas y económicas superiores, que van más allá de las propias administraciones

vascas. Los ciudadanos, por su parte, asisten paralizados a un espectáculo económico

hermético, decidido por técnicos y expertos, en el que, al parecer, no hay lugar para la

discusión política o, en todo caso, el debate habrá de hacerse sobre hechos consumados.

Mientras tanto, otros sospechamos que esta “inversión en cultura” no es otra cosa que

“cultura de la inversión”, disolución de la política en la economía de mercado y rapto de

la democracia en pos de los grandes lobbies del Capital multinacional.

A diferencia de lo que ocurre en otras ciudades europeas o americanas, el paso

del movimiento antiurbano y suburbanizador en política de vivienda al reencantamiento

urbano y la consiguiente revalorización de la ciudad como hábitat, se produce en Bilbao

de forma más tardía y menos diferenciada. Si el movimiento hacia la periferia no se

desarrollaba hasta mediados de los ochenta, la vuelta de la ciudad lo hace bien entrados

los años noventa. Su ejemplo nos resulta especialmente útil, pues el solapamiento y

continuidad entre ambos procesos —la diáspora hacia la periferia no se ha detenido con

este retorno de lo urbano— es aquí más evidente que en ningún otro lugar: la

suburbanización de facto y la apología mediática de lo urbano coinciden.

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Lo tardío del movimiento suburbano de Bilbao se da sobre todo por el retraso

económico de España y Portugal respecto a sus vecinos del norte. Con la joven

democracia, la ratificación de la permanencia en la OTAN y la entrada en la CEE, las

clases obreras se hacen crecientemente propietarias —propietarias de, al menos, un

coche y una hipoteca—, y corriendo tras el paradigma de la calidad de vida desplazaban

su tradicional residencia en la industrial margen izquierda del río Nervión hacia la

margen derecha, tradicionalmente burguesa. Si no se da una nivelación efectiva de las

clases sociales, sí se produce una homogenización de la identidad de clase: todo el

mundo se considera clase media —incluso los que no tienen más que para las rebajas—.

Poblaciones como Leioa o Sopelana, en la margen derecha, reciben miles de

“exiliados” provenientes de las barriadas obreras de la grisácea margen izquierda. Otros

puntos fuera del País Vasco, como Castro Urdiales, en Cantabria (otro tradicional punto

de veraneo), acogen cantidades ingentes de población de la margen izquierda gracias a

las mejoras en las autopistas que permiten a los nuevos residentes ir y venir de sus

residencias a su trabajo en el Área Metropolitana de Bilbao en un tiempo récord. El

fondo infraestructural que se esconde detrás de este nuevo escenario es la

transformación en sector servicios del anteriormente dominante sector secundario. Esta

llamada “reconversión industrial” es de sobra conocida, pero quizás no lo es tanto el

cambio cultural e ideológico que conlleva. Todo esto se ha materializado en una

mutación morfológica del Área Metropolitana. El vaciamiento de enormes solares

industriales se solapa con su mutación en diversos espacios públicos de ocio; ocio

entendido como otro modo de industria, un ocio que fomenta el consumo y la inversión.

En el caso de Bilbao no asistimos, por de pronto, a la desaparición física de la ciudad

pero, a cambio, se invisibilizan los agentes políticos, auténtica materia prima de la

ciudad; los ciudadanos se presentan hoy en el lugar de espectadores pasivos de este gran

parque arquitectónico que quiere ser hoy el centro de Bilbao.

La ya clásica obra sobre cultura urbana, Todo lo sólido se desvanece en el aire

de Marshall Berman, toma una escena del final del Fausto II de Goethe para ilustrar el

sentimiento trágico del hombre moderno frente al progreso económico y tecnológico. El

afán constructor del Fausto ingeniero le hace pensar en canalizar toda la fuerza del mar

para aprovechar su energía en favor del bienestar del género humano. Esta empresa

altruista encuentra, sin embargo, un escollo en dos ancianos que viven en su pequeña

casita junto a la playa. El resto de los habitantes de la zona han aceptado el realojo para

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hacer posible la obra, pero aquellos dos ancianos prefieren pasar sus últimos días en el

lugar en que gastaron toda su vida. Fausto no sabe cómo resolver la situación y lo deja

en manos de sus técnicos, puestos a su servicio por Mefistófeles, quienes deciden

librarse de los ancianos asesinándolos de noche. Una vez descubierto el crimen, Fausto

comprende el destino fatal de su alianza con las fuerzas del mal para conseguir el bien,

descubre las consecuencias no deseadas de su amor a la humanidad y el anhelo de

progreso. Los sueños de la razón crean monstruos y los gobernantes que se

desentienden del momento político por excelencia, el de la decisión, dejándolo todo en

manos de los técnicos generan catástrofes. En la era postmoderna, lo que no se ve ya por

ninguna parte es siquiera el impulso utópico original que motivó nuestras empresas

desarrollistas, el amor a la humanidad que llevó a Fausto a cometer su crimen. Si los

sueños de la razón crean monstruos, las pesadillas del marketing ¿Qué es lo que nos

traerán?

Los ancianos del Fausto bilbaíno podrían situarse en Bilbao la Vieja o en

cualquiera de los otros destinos de la “gentrificación” de la villa del siglo XXI. El

término “gentrificación”, tomado del inglés gentrification (de gentry: ‘gente bien’,

educada, pero no rica) , se usa frecuentemente en los últimos estudios de cultura urbana

para hacer referencia al proceso de “rehabilitación” de los cascos antiguos degradados, a

través de su reconversión en destino de los jóvenes “bohemios” , “artistas” o

simplemente estudiantes, hijos de las clases medias altas, que buscan espacios de

cultura y ocio donde poder desarrollar su creatividad y su vida despreocupada. En 2005,

en el contexto de una reunión internacional de urbanistas organizada por la asociación

Bilbao Ría 2000, se estableció un pequeño concurso entre “jóvenes urbanistas” para

proyectar la rehabilitación del marginal barrio de Bilbao la Vieja. Según narra la revista

de divulgación que edita esta asociación (Ría 2000 nº 12 2005), el grupo de trabajo

decidió llamar a esta zona Bilbi, diminutivo cariñoso para denominar a Bilbao la Vieja.

En realidad, este es el nombre con el que los vecinos y jóvenes que viven y frecuentan

la zona la han denominado tradicionalmente; quién les iba a decir a ellos que estos

“jóvenes urbanistas internacionales” se apropiarían de su mote para diseñar un futuro

“Bilbi” lleno de restaurantes, tiendas y cafés de diseño al más puro estilo Montmartre.

La bohemia mercantilizada ya puja hoy por la “renovación” de los viejos arrabales de la

villa.

La empresa prometeica de la Modernidad capitalista está marcada en su

experiencia original por el signo de la violencia y la injusticia. En su famoso poema “El

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cisne”, Baudelaire lanzaba su queja frente al primer gran urbanismo moderno que, en

nombre del progreso, había transformado su ciudad hasta hacerla irreconocible. “El

corazón de un hombre cambia más lento que la forma de una ciudad”, se lamentaba el

poeta francés. Parece que la única crítica concebible ante tales atropellos es el llanto

conservador de quien ve alterados sus “hábitos”, sus inercias cotidianas. De hecho, es

del hábitat de lo que se trata también en la ciudad (algo que parecen olvidar nuestros

políticos). Este inmovilismo al respecto de los lugares heredados parece tener ya, de

entrada, un regusto tecnófobo. Se trataría de la queja del débil, del cobarde que se queda

atrapado en la melancolía por un pasado perdido. Pero el carácter bilbaíno, como la

historia nos demuestra, es otro. Así lo fue cuando, en pos del progreso industrial, fue

quitándose de encima sus viejos símbolos de identidad a lo largo del siglo XIX, los

mismos símbolos que figuran todavía en el escudo de la villa, incluido finalmente el

viejo puente de San Antón, un puente medieval sustituido por el actual sin más

necesidad que “estar a la altura de los tiempos”. Es conocido el carácter desprendido de

los bilbaínos; hay que renovar el mobiliario. El Bilbao viril coge el toro del futuro por

los cuernos.

Más allá de la indolencia política de Baudelaire, algunos de los históricos

“héroes urbanos” que hemos ido presentando sí ofrecían una alternativa política para

defender sus intuiciones al respecto de la ciudad, alternativas que difícilmente pueden

tacharse de “conservadoras”. Algunos surrealistas se acercaron al anarquismo y otros,

como Breton, se hicieron militantes comunistas. A pesar de la fidelidad de Breton al

partido, no fueron pocas las sospechas e incomprensiones de los comunistas hacia las

extravagancias de los surrealistas. Los situacionistas, por su parte, habían extraído las

conclusiones políticas inherentes a la crítica de la representación de las vanguardias

modernas; desde ahí concibieron su crítica a la “sociedad del espectáculo”. El

espectáculo era la forma final en las transformaciones de la mercancía, por tanto, el

modo más eficiente de enajenación de la vida cotidiana. Para la oficialidad marxista la

Internacional Situacionista sólo eran una panda de chalados, y sus “derivas urbanas”,

callejeos de borracho. De los punkies ni qué decir. Al contrario que los anteriores,

provenían de la clase obrera, la cultura urbana les salía de su más profunda entraña.

Pero, tan fuerte era su intuición al respecto de la emergente cultura urbana, como su

impotencia en cuanto a organización política. Su amor por la ciudad enferma del

capitalismo era una pasión fatal, semejante a la de Baudelaire, y su destino sólo podía

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ser morir contagiados por su amante. La tarea que nos queda consiste, por tanto, en

reintegrar todas estas tradiciones urbanas en una alternativa política y estética posible.

La pulsión urbana, decíamos, es aquel instinto que nos sitúa ante nuestro propio

hábitat, el de la ciudad capitalista moderna, de un modo ambivalente. Podríamos hablar

de la encrucijada urbana. Encrucijada sentimental ante “las fachadas llenas de mierda” a

las que cantaba Eskorbuto, ante el paisaje abrupto, ni tan siquiera urbano en aquel

sentido de la ciudad de la multitud, más bien simplemente contaminado, contaminado

cultural y tecnológicamente, incoherente, extraviado, como salido de una película de

Emil Kusturika. De hecho, la época del punk en la que Eskorbuto se engancharon al

decadente Bilbao industrial era también el tiempo en que Victor Coyote cantaba: “El día

en que España y Portugal se miren cara a cara, le den la espalda a Europa y se

consideren un país más del tercer mundo, ese día eu voi cantar, ese día eu voi bailar”

(Los Coyotes 1985). Y aunque pareciera una broma —y en gran medida lo fuera—, en

aquel momento aquello era algo concebible y por eso, tal vez, algo posible: la no

alineación en la OTAN, el no ingreso en la CEE, la no ratificación de la monarquía

heredada del régimen franquista.

En los primeros ochenta España era considerado un país en vías de desarrollo.

Los últimos quince años de la vida de Bilbao han supuesto el definitivo ingreso en la

economía y la cultura neoliberal. Muchas cuestiones que inquietan a nuestra sociedad

hoy se responden rápidamente recordando este cambio. Hace quince años no existía

ninguna gran superficie comercial en el Área Metropolitana y la mayoría de la

población se trasladaba en transporte público. Hoy, de Santurce a Bilbao ya no se va por

toda la orilla —a no ser que se construya la amenazadora “vía” del Nervión—, sino por

la autovía de Santander, desde donde podremos ver la auténtica ciudad de centros

comerciales que constituyen Max Center y Megapark.

Como comprendió el psicoanálisis, la pulsión, forma humana del instinto, tiene

aún todo el carácter ambiguo que connota la ley natural. En la pulsión actúan tanto el

principio de vida (Eros) como el de muerte (Thanatos). En el instinto ambos principios

estarían unificados, pero esa síntesis, exclusiva del paraíso animal, es lo que le viene

negado al hombre de base; ésta es la enseñanza de todos los mitos al respecto de la

caída y de la capacidad de juicio y pecado por parte del ser humano frente a la

naturaleza.

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Los grandes deseos que mueven nuestro cuerpo tienen este carácter ambiguo: los

deseos sexuales, los alimenticios e, igualmente, los deseos contradictorios al respecto

del espacio: los deseos motrices y los deseos de estatismo. El objeto de la pulsión

urbana es esa contradicción entre el quedarse y el escapar de la ciudad, entre conservar

y transformar la ciudad, entre el habitar y el romper los lazos. Al respecto de la pulsión

del “morar”, sentimos un apego tal por “nuestro lugar”, por el barrio de toda la vida, por

los rincones de nuestra niñez, por las calles recorridas hasta la saciedad que quisiéramos

fundirnos con nuestra ciudad. Pero, justo en ese momento, nos sorprende una sensación

de repulsión, todos estos lugares se abalanzan sobre nosotros como una costra viscosa

que nos quisiera enterrar vivos. Por el contrario, y en gran medida como reacción a lo

anterior, la pulsión del “escapar” nos ofrece la gran ciudad de la multitud como un

objeto erótico irresistible; la metrópoli es el “lugar” paradógico por excelencia, puro

movimiento, no deja espacio para las costumbres, es el lugar que no permanece. Pero en

su extremo, este espacio de deseo se revela como un abismo inhóspito, una tierra

inhumana sin ningún calor.

La pulsión no puede ser reprimida ni apartada, pues es lo que moviliza nuestro

ánimo. Sin pulsiones nos quedamos sin vida; las pulsiones son nuestro propio cuerpo,

nuestro cuerpo en movimiento. Negar las pulsiones equivaldría a creernos espíritus

inocuos. La pulsión no se puede negar, sino que tiene que ser reconducida, expresada, y

la cultura es, en gran medida, la expresión o represión de estas pulsiones. Una cultura

activa es aquella que expresa las pulsiones, una represiva la que las niega. La expresión

de las pulsiones no significa la completa traducción a una forma simbólica, cultural, de

nuestro lado biológico. El cuerpo nunca es domesticado del todo. El proceso es circular:

se trata de una retroalimentación infinita, la cultura vuelve a la biología cuando sus

interpretaciones empiezan a sonar a falsas, cuando la intuición matricial se difumina. De

la pulsión urbana pasamos al impulso utópico urbanístico para volver a la pulsión

urbana en la que se corrobora lo certero de nuestra visión, de nuestra política. En este

proceso de retroalimentación, política y estética están muy cercanas la una de la otra. Es

la estética, en tanto que sensibilidad abierta que informa a la política de los caminos

trillados y de los espacios por abrir.

Últimamente se ha hablado mucho de la política de los cuerpos, de la

micropolítica, que opera a un nivel pre-individual. Activistas Queers y transexuales,

igual que antes feministas y grupos de gays y lesbianas, insisten en la problematicidad

de las relaciones entre sexo y género, entre cuerpo e identidad. En el mismo sentido se

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debe hacer justicia e hilar fino en el terreno político al respecto del cuerpo urbano. De

forma correlativa a las micropolíticas y los dispositivos del poder que actúan sobre el

cuerpo humano, existen los dispositivos del espacio urbano, como supo ver ya Foucault

(Foucault 1999). Si la política no “busca entre la basura algo nuevo”, sólo caerá en los

mismos errores. Lo que aquí planteamos es un materialismo radical, el que escarba en

los complejos pliegues epidérmicos en la búsqueda de nuevos mundos. Más allá del

reconocimiento, hacia el descubrimiento.

Dice el tango que 20 años no es nada, pero son muchas las cosas que han

cambiado en Bilbao en los últimos 20 años. Hace 20 años uno todavía podía constatar la

presencia viva de vestigios de un pasado que hoy casi ni se recuerda: las últimas

sardineras de Santurce gritaban aquello de “Sardina freskue!!”, el hierro fundido todavía

caía de las vagonetas en el horno alto de Altos Hornos de Vizcaya (AHV), las fiestas

populares aún eran eso, tan sólo populares (y no tele-populares).

Cuando el primer gran centro comercial se estableció en Barakaldo, aquello

supuso un acontecimiento insólito, recibido entre las quejas del pequeño comercio, cuya

sentencia estaba clara, y la curiosidad desconcertada de la clientela. Éste fue quizás el

primer signo de que algo estaba cambiando en Bilbao, de que, tras la triste sentencia de

muerte de la industria local, Bilbao entraba en una nueva etapa de modernización. La

sensación de extrañeza no podía ser mayor: ¿iba la destrucción del tejido económico a

traer una nueva abundancia? Pocos años atrás si se quería acceder al “gran mercado

global” había que escaparse, por lo menos, hasta Andorra, referente local comparable a

lo que para los habitantes de Berlín Este debía de representar la zona occidental.

Según Fredric Jameson, la Postmodernidad emerge no contra la época moderna,

sino precisamente cuando el impulso modernizador ha acabado con los últimos

vestigios del antiguo régimen, cuando no queda rastro de la experiencia previa a la

revolución tecnocientífica moderna. Los nuevos ritmos, perspectivas y rituales de la

ciudad de la multitud y las máquinas se expanden espacial y temporalmente hasta teñir

los mismos recuerdos de nuestra historia reciente. Algo de esto sucede en Bilbao pero,

sobre todo, lo que se constata es una sed de “borrón y cuenta nueva”. Es cierto que el

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pasado cae por sí solo —la debacle de las viejas tecnologías y formas de organización

ante los nuevos tiempos es constatable—, pero su caída se acelera desde una voluntad

de quemar todo rastro del pasado reciente, como si se tratase de un divorcio mal avenido

que no quiere dejar nada en el presente que le recuerde a aquel fracaso humillante.

Hasta a la custodia de los hijos renuncia hoy Bilbao en el divorcio de su pasado.

Se puede objetar que, si de algo se ha cuidado el nuevo Bilbao, es de conservar

memoria monumental de sus grandes industrias (el cargadero de Barakaldo, el horno

alto en Altos Hornos de Vizcaya, la grúa de Euskalduna) y de recuperar algunos

elementos que la ciudad de las décadas anteriores había dejado atrás (el tranvía). La

cuestión sería, sin embargo, hasta qué punto esta “monumentalización de la historia”

contribuye verdaderamente a borrar el rastro de los últimos conflictos sociales aún

sangrantes, el de las últimas derrotas y, con ello, a disolver finalmente los vínculos

vitales y las estructuras políticas que componían la vida efectiva de aquel Bilbao

industrial: su sociedad civil.

Como muy bien apunta Zygmunt Bauman, la mejor caracterización para

comprender el paso de la Modernidad a la Postmodernidad (o lo que él llama

Modernidad pesada y Modernidad líquida) es el tránsito de una “sociedad de

productores” a una de “consumidores”. La sociedad de productores trabaja como un

enorme engranaje en el cual todo está conectado y la buena marcha de la producción

depende de la estabilidad de cada función; la sociedad de productores era la del

panóptico, la del gran hermano orwelliano que todo lo ve y todo lo controla, pero era

también la de las organizaciones obreras, la de la lucha hombro con hombro de los

compañeros por los derechos laborales y sociales. En la sociedad de consumidores los

individuos no reconocen más vínculo entre ellos que el de competidores. La estabilidad

laboral es tan frágil como dinámica la economía; a la misma velocidad que mutan las

ofertas, que aparecen nuevos y revolucionarios productos, el trabajador cambia de

empresa y función. Pero es que el mismo trabajador ha perdido la vieja fidelidad a la

empresa que ya nadie le exige: antes de que le echen ya habrá encontrado nuevo

destino, por el momento. Su conducta en el mercado laboral no dista mucho de la que

tiene como cliente en el supermercado, como consumidor al otro lado de la barra.

El modelo de vida que establece esta Modernidad líquida tiene su rito iniciático

en el “ir de compras”. Los bilbaínos aprendieron el abecedario del mundo en el que se

metían yendo de compras al Max Center, Pryca o a Artea. Mientras “los mayores”

parecían resistirse a las nuevas corrientes y aconsejaban a sus hijos sólidos planes

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vitales –carreras técnicas que les asegurasen un futuro en la empresa que velase por su

jubilación–, esos mismos “prejubilados” de la vieja industria bilbaína se convertían en

la vanguardia del consumismo local; más aún que sus hijos, ellos son quienes han

aprendido el abecedario y han podido ejercer de “sujetos” en el hipermercado global. La

latente guerra entre generaciones, que empieza a encenderse hoy en toda Europa, tiene

su raíz inmediata en el caso de Bilbao en esta paradoja vital que se da entre padres e

hijos: entre la generación propietaria —los viejos productores de una industria ahora

desmantelada—, y los jóvenes desposeídos —los universitarios hijos de trabajadores—,

que desembocan en un presente de precariedad, inestabilidad y agnosticismo con

respecto a ningún futuro, social o personal.

La completa dependencia de la juventud con respecto a sus padres les lleva a una

absoluta impotencia ante la tarea de su propia autonomía, que empieza por la

imposibilidad de acceder dignamente a una vivienda (en ningún régimen) y termina con

su desentendimiento al respecto de la política ¿Si ni siquiera eres dueño de tu propia

biografía cómo vas a sentirte protagonista de tu tiempo? Pero, si los jóvenes se han

apeado de la historia, ¿quién es hoy el sujeto político de Bilbao? ¿Acaso sus padres?

¿La derrotada generación del acero? Pareciera que, generación tras generación, junto

con la información genética se heredasen ciertas claves que revelan la fatalidad del

propio destino, pues desde la Guerra Civil hasta nuestros días el hombre público no

levanta cabeza. En Bilbao, un simple ejemplo que caracteriza muy bien la Europa de

hoy, la sociedad se desentiende de un pasado, presente y futuro que no siente suyo y,

mientras tanto, los poderes económico-político-mediáticos hacen y deshacen a su gusto

ante el aplauso de un público que asiste al espectáculo de su propia ciudad como si la

copla no fuese con ellos.

Bilbao se apresura a quitarse de encima un montón de sueños que no entendió

nunca demasiado bien, y lo hace en todas las esferas. El simulacro de la historia política,

económica y social es completo, abarca todo el espectro ideológico, todo se

monumentaliza, todo se hace mercado. Los poderes fácticos justifican la empresa de

marketing urbano bilbaíno como la única oportunidad de la ciudad para levantar cabeza

tras su naufragio industrial. Tal vez sea esa la cuestión de Bilbao. Que la misma ciudad

se convierte en mercancía para, de algún modo, lograr sobrevivir en estos tiempos… por

tanto, para no sobrevivir, ni en su presente, ni en su incierto futuro, y ni siquiera en su

pasado pues, como comprendió Walter Benjamin, “tampoco los muertos estarán seguros

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ante el enemigo cuando este venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer” (Benjamin

1982, pág. 181).

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II. Ilusiones

La ciudad se descubre cada vez más iconizada. La ciudad nueva en tanto objeto de deseo y de

consumo debe de hacer visible, exaltándolas, las propias cualidades y las referencias simbólicas

y prácticas. Estas deben ser inmediatamente reconocibles por todos (...) la ciudad ha comenzado

a representarse a sí misma.

Giandomenico Amendola: La ciudad postmoderna.

Si durante el periodo de la Modernidad la ciudad ha representado una imagen liberadora de

anonimato y libertad, se puede decir que en la época posmoderna la ciudad se está convirtiendo

en el campo de batalla de la oposición entre propiedad pública y privada. Las zonas urbanas

deprimidas se están poniendo en manos del capital internacional recodificadas como lugar de

ocio y consumo. La imagen de decadencia, muerte y regeneración de la ciudad se complementa

con el declive y abandono de barrios enteros que luego son redescubiertos y puestos a

disposición de la nueva burguesía. A las reformas económicas hay que añadir una oposición

mítica entre las imágenes de una ciudad en ruinas y la visión utópica de una ciudad milenaria del

siglo XXI.

Joseba Zulaika: Crónica de una seducción

En los últimos tiempos, el adjetivo “ilusionante” se oye insistentemente de

labios de los políticos vascos. Cada vez que se propone un nuevo proyecto de

renovación en Euskadi, ya sea el “plan Ibarretxe” o el Bilbao del siglo XXI, se añade el

dichoso adjetivo. Supongo que todo parte de una política-marketing bien calculada, en

la que se eligen unas palabras tabú y otras palabras tótem en un uso puramente mágico

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del lenguaje. Cuando a alguien se le atribuye una palabra prohibida, poco puede hacer

para librarse del sortilegio —la favorita hoy en día, claro está, es “terrorismo”—. Al

contrario, cuando se adjetiva una política con la palabra mágica, de inmediato se

convierte en algo angelical. Son palabras muy indefinidas, incluso con significados

contradictorios, que parecen tener una vocación de engullir toda la realidad. Los

políticos repiten sus palabras fetiche hasta la extenuación, para que le entre en la cabeza

a la ciudadanía, para que, de tanto oírlas, el pueblo se crea que es lo “natural”. La

psicología descubrió hace tiempo la importancia del hábito en la configuración de las

creencias, algo que ya era conocido desde mucho antes por el saber popular: “El hábito

hace al monje”. Hoy, todos monjes, ni un solo ciudadano.

El Partido Popular y el PSOE, los gigantes de la mercadotecnia política, nos

tienen bien acostumbrados a este lenguaje, especialmente los populares, que por algo

son los legítimos representantes de la clase dominante y sus tecnologías de la

persuasión; el PNV es un aprendiz adelantado. No he tenido el valor de acercarme al

misterioso mundo de los expertos en imagen que acotan el léxico de nuestros políticos,

pero puedo constatar que el adjetivo “ilusionante” es, según Google, patrimonio

prioritario del mundo del deporte (siendo el deporte el patrimonio prioritario de la

cultura española) y de cualquier tipo de plan estratégico, generalmente de carácter

público. El término “ilusión” proviene del latín illusio, que significa ‘engaño’, derivado

a su vez de ludere, que significa ‘jugar’. Aplicar el adjetivo “ilusionante” al terreno

lúdico puede estar justificado, no tanto, quizás, al de la política. Desde luego, a los

expertos en marketing político no les interesan demasiado las etimologías.

El punto de partida de la aventura del Nuevo Bilbao tiene sus orígenes más

remotos en 1978, con la reforma de la ley del suelo. Aunque es antes, en el comienzo

del franquismo, cuando se empiezan a elaborar los primeros planes de ordenación

urbana, a la vez que toda Europa vive el auge del urbanismo fruto de la necesaria

reconstrucción de la posguerra. La ley del 78 tardará en aplicarse a los distintos

municipios de España y, del mismo modo, tardará en llegar a Bilbao, tanto que “a

mediados de 1990 sólo 46 de los 109 municipios vizcaínos (50,3 por ciento de su

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población y el 55 por ciento del territorio) tenían aprobadas sus normas subsidiarias o

planes generales de ordenación urbana” (Esteban 2000, pág. 161).

El proyecto de renovación del Nuevo Bilbao tiene su antecedente en el Plan

General de Ordenación Urbana, presentado por el ayuntamiento bilbaíno, finalmente, en

1994, tras una dilatada gestación que se remonta a 1988. Este plan se ceñía, como es

natural, al ámbito de la villa, pero ya en su primera forma se miraba de cara al 700

aniversario de la fundación de la villa como la oportunidad de convertir todo el “área

metropolitana” –que viene a ser el nuevo término políticamente correcto para referirse a

lo que el franquismo llamó Gran Bilbao– en una “ciudad de servicios avanzados”

(Esteban 2000, pág. 89). En los años siguientes se pasaría de aquel plan general de

ámbito municipal a un plan parcial de ámbito metropolitano, escenificando en sus

mismos términos el cambio de paradigma de los últimos tiempos, de lo local pero

general a lo global pero parcial, desde el urbanismo integral hasta el urbanismo puntual

o lo que podemos denominar post-urbanismo. El sentimiento de oportunidad histórica,

más allá del consistorio bilbaíno, era generalizado. Corrían los aires de 1992, y los

fondos europeos de cohesión estaban por repartir. Las mastodónticas operaciones para

ventilar de una vez las ruinas industriales, estando además implicadas todas las

administraciones en la responsabilidad de su desmantelamiento, hacían que el marco de

acción y el presupuesto necesario sobrepasasen las capacidades del ayuntamiento. El

problema afectaba a toda el área, no sólo al municipio de Bilbao, y es así que desde

instituciones supralocales se decide por fin poner la primera piedra, determinante en los

desarrollos posteriores: en 1995 se inaugura el primer tramo del metro. El adjetivo

metropolitano, que hizo caracterizar posteriormente a todo el área de actuación, tiene

mucho que ver con este artefacto tan típicamente moderno y su imaginario, tal vez

mucho más que con un análisis científico de las condiciones de vida de la zona.

Como veíamos, en la época franquista y con el plan comarcal de 1964 se

constituyó una unidad administrativa regional con el nombre de “Gran Bilbao”. Ésta

tuvo realmente muy pocas atribuciones propiamente de política urbana: la única política

urbana del desarrollismo consistía en la máxima de “cuanto más crecimiento

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demográfico y urbano, mejor”… y ya se irán improvisando las soluciones según llegan

las inversiones. Con la llegada de la democracia se ventila la unidad administrativa del

Gran Bilbao y se comienza una política de desanexiones municipales. En una entrevista,

el arquitecto Fede Arruti, se lamentaba de la situación:

Bilbao perdió la oportunidad a principios de los ochenta de hacer otro Plan General,

probablemente mucho más progresista, mirando más a los barrios, zonas periféricas, zonas

suburbiales que eran la herencia de los últimos años del franquismo. La pérdida de aquella

oportunidad vino complementada con la desaparición del Gran Bilbao, que era un fenómeno

franquista pero necesario en cuanto a coordinación territorial y a estructuración de una comarca

que es un hinterland metropolitano. No se podría ni siquiera pensar Bilbao al margen de la

metrópoli entera. Eso, junto a la política de desanexiones, lamentabilísima, que tuvo lugar… es

un caos total. Pierde posibilidades de hacer una estructuración a nivel comarcal (Ortega Lahera

1995, pág. 204).

Durante los ochenta, las políticas descoordinadas de los distintos municipios en

materia urbana era algo que sufrían (y siguen sufriendo) los ciudadanos. Los trazados de

bidegorris (paseos peatonales y para bicicletas) que se iban construyendo en la periferia

de los municipios quedaban cortados al llegar al siguiente pueblo, a pesar de ser un

continuum de conurbaciones; las aceras recién ampliadas se vuelven a estrechar en el

municipio vecino (que no ha hecho nada al respecto) y, sobre todo, los municipios

adyacentes tienen una conexión muy complicada para el peatón; es el caso claro de la

margen izquierda, sobre todo en las conexiones entre Portugalete, Sestao y Barkaldo.

Aun más dramático es el aislamiento entre la zona minera y la margen izquierda:

recuerdo a las amas de casa de Trapagaran con sus carritos de la compra, cruzando con

gran peligro los nudos de carreteras que unen Portugalete y la zona minera. Estos dos

municipios colindantes entre sí, separados únicamente por un kilómetro no urbanizado

(excepto por carreteras, claro); los habitantes de Trapagaran (12.580 habitantes)

optaban por abastecerse en la mayor oferta comercial de Portugalete (49.788

habitantes). Claro que todo esto era antes del boom de los grandes centros comerciales,

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donde hasta para quien no posee coche —y alguna familia queda aún sin coche, porque

no quiere o porque no puede por motivos económicos o físicos—, le resulta económico

pagar el viaje en autobús para desplazarse hasta el Megapark de San Vicente. Pero de

las penurias del peatón en esta Meca de las ofertas hablaremos más adelante.

Varios expertos en el tema han detectado en el proceso de regeneración de

Bilbao y su entorno una “falta de liderazgo”, algo de lo que se culpa, especialmente, a

los agentes políticos. Posiblemente este problema tenga que ver, de nuevo, con la falta

de correspondencia estricta entre el cuerpo urbano sobre el que había que actuar y una

institución pública específica. ¿Quién se supone que debería liderar el proceso? ¿El

alcalde de Bilbao, el de algún otro municipio, representantes de urbanismo de la

Diputación Foral de Bizkaia o el propio Lehendakari?. De hecho, el sobrado “liderazgo”

de Gorordo le valió su descabezamiento por parte de la cúpula del PNV. Él ya había

visto la necesidad de la gran obra que requería Bilbao, y por ello reclamaba una mayor

partida presupuestaria para los ayuntamientos, para que fueran los propios ciudadanos

(o quizás simplemente su alcalde en nombre de aquellos) quienes administrasen y

decidiesen el modo de renovar la ciudad. La Diputación Foral de Bizkaia es la que

cuenta con mayores partidas en este sentido y los ayuntamientos deben recurrir a sus

favores. La idea de Gorordo era que estos fondos fuesen directamente a parar a los

ayuntamientos, sin mediaciones de concursos y subvenciones con las que no se puede

contar hasta el último momento. Pero el problema no atañía exclusivamente a la villa de

Bilbao sino que era una cuestión de toda la comarca, como ya hemos insistido. La

desindustrialización de la ría dejaba, además de unas cifras alarmantes de paro, una

imagen desastrosa, de chatarras industriales que se iban oxidando y desmoronando,

mercancías y materiales acumulados que no encontraban salida y, mientras se iba

desmantelando el tejido industrial, barricadas y brutales enfrentamientos entre policía y

trabajadores. Se admitió a España en la UE a cambio de centrar la economía española en

el sector servicios. La industria metalúrgica se iba desmantelando aquí (no en Alemania,

por ejemplo) y la amplia producción en agricultura, ganadería y pesca se limitaba; el

sector terciario, especialmente el turismo, debía ser y es el motor económico de nuestro

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país. Bilbao toma buena nota de ello y decide ponerse en acción.

Otro de los términos fetiche, no tanto de los políticos como de los economistas

—o de los políticos entendidos en economía—, es el de las mercancías de “alto valor

añadido”. La clave del resurgimiento de la ría está en centrarse en una economía que

produzca mercancías con un gran “valor añadido”. Eso era lo que el Diputado General

de Hacienda, José Luis Laskurain, debió de ver en el Guggenheim cuando se le planteó

la posibilidad de pujar por su construcción en Bilbao, lo mismo que vería, según Joseba

Zulaika, la otra persona que estuvo desde el principio informada del plan, Ibon Areso.

De la filosofía del concejal de urbanismo al respecto de la política cultural pública ya he

dado noticia. De hecho, Joseba Arregi, el entonces consejero de cultura del Gobierno

Vasco, sólo se enteró de los planes del ejecutivo autónomo una vez hubo dado su visto

bueno Arzallus (Zulaika 1997). Estaba claro que el Museo Guggenheim no era una

cuestión de cultura, sino de economía: una inversión. Sin embargo, el proyecto de un

museo de arte contemporáneo en Bilbao era anterior. Gorordo había presentado, mano a

mano con Jorge Oteiza, el proyecto de la Alhóndiga, la restauración y renovación del

viejo almacén considerado patrimonio histórico, que debía ser coronado con un inmenso

cubo (tan de moda de cara al tercer milenio). El proyecto respondía a la importante

escuela de arte contemporáneo vasco, especialmente en la escultura de Oteiza y sus

discípulos; se iba a tratar, por tanto, de un museo de arte contemporáneo vasco. La

sustitución de aquella idea por el Guggenheim es paralela –aunque a distinta escala

económica, claro está– al intercambio del Gaztetxe del Casco Viejo por el Bilborock,

dado que en ambos casos apreciamos el mismo fenómeno de preferencia por una

política cultural controlada por las instituciones y vaciada de potencialidades

“subversivas”. Todo encaja en el gran puzzle del Bilbao Postmoderno.

Finalmente, el problema de la coordinación entre ayuntamientos, a falta de un

organismo como el del Gran Bilbao, se resolvió con la creación de Bilbao Metrópoli-30

y Bilbao Ría 2000. Pero antes, la iniciativa la tenía el Gobierno Vasco, quien, junto a la

Diputación, concibió e hizo realidad en un tiempo record los edificios más

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emblemáticos de todo el proceso: el Museo Guggenheim-Bilbao y el Palacio

Euskalduna de Congresos y de la Música.

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1.Hitos en Abandoibarra

Joseba Zulaika, en su imprescindible libro Historia de una seducción, compara

de modo muy acertado Abandoibarra con Canary Wharf, antigua zona industrial de

Londres que, tras la desindustrialización, se decide renovar convirtiéndola en un centro

financiero al estilo de Manhattan, pero un Manhattan redimensionado por toda su

historia en celuloide:

La ciudad proyectada de los Docklands de Londres es por supuesto armónica y justa. Esta

fantasía postmoderna de comunidad bien avenida en medio de un espectáculo arquitectónico

encomendado al Star System, con la esperanza de que los ciudadanos se conviertan en felices

Voyeurs de su propia grandeza progresista era la quintaesencia de la regeneración que se

pretendía en Londres. Es también lo que quiere ser la experiencia de Bilbao (Zulaika 1997, pág.

129).

El proyecto de reconversión de lo que eran los restos del viejo corazón industrial

de Bilbao empezó por el Museo Guggenheim-Bilbao, el buque insignia de todo el

proyecto de regeneración del área metropolitana, tal y como se afirmaba pomposamente

en la exposición autocelebrativa que el Guggenheim Bilbao dedicó a su arquitecto

creador. La azarosa historia de la negociación para la apertura de una sede de la

Fundación Solomon Guggenheim en Bilbao (una inversión total de 142.782.445 €) pasa

por la ignorancia de los representantes vascos al respecto de la fundación americana y

su estado de finanzas, a la vez que por un apresuramiento en firmar el acuerdo a toda

costa. Como Zulaika demuestra, esta situación sólo se puede entender en el contexto de

un sentimiento de inferioridad por parte de los políticos vascos, sentimiento de

inferioridad basado en la imagen exterior proyectada por Euskadi.

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1.1. McGuggenheim

Recién inaugurado el Museo Guggenheim-Bilbao, se podía leer en una guía de

arquitectura editada en Londres para el gran público al respecto del nuevo edificio que

era “una gran noticia que los vascos se dediquen a invertir en arquitectura de vanguardia

en lugar del terrorismo de ETA”. Parece que no estaba del todo injustificado el

sentimiento de los políticos; no obstante, lo grave del asunto es que se quiera entrar en

un club donde se tienen socios como el autor de aquella guía o como Thomas Krens.

Krens, el director del Museo Guggenheim, fue el inventor de lo que la prensa

neoyorquina dio en llamar McGuggenheim (y que Oteiza, mucho más inspirado y

lúcido, bautizó como Guggenheim euskodisney). Krens, un “joven lleno de ideas

renovadoras”, arriesgadas y un tanto megalómano, pone en poco tiempo al borde de la

bancarrota a la fundación Solomon Guggenheim para la que trabaja. Una política de

adquisiciones y ventas un tanto extravagante, junto a varios proyectos de dudoso valor

cultural –y evidente interés crematístico– le hacen ganar una merecida fama de “tiburón

de las finanzas” entre los círculos artísticos de Nueva York (Zulaika 1997). Su proyecto

más “renovador” y ambicioso es el de crear una serie de museos Guggenheim satélites

del neoyorquino, que actuarán como franquicia del primero. La justificación “moral” de

la idea era la gran cantidad de obra almacenada que no tenía suficiente espacio para ser

expuesta en Nueva York. Frente a esto, resulta curioso destacar que las obras más

apreciadas de la colección Solomon Guggenheim tienen cláusulas que impiden su

traslado por cuestiones de conservación, como es el caso de la mayoría de las obras de

las vanguardias europeas. Por el contrario, entre las últimas adquisiciones están muchas

obras del escultor canadiense Richard Serra, uno de los escultores favoritos de la

Solomon Guggenheim; las esculturas de Serra, muy bien conocidas a estas alturas en

Bilbao, son de un tamaño tal que dificultan su exposición en el limitado espacio del

Guggenheim Nueva York.

El nombre de Richard Serra es fundamental, en cualquier caso, para comprender

el periplo bilbaíno al respecto del Guggenheim y algo más al respecto de lo que esta

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ciudad post-industrial representaba para cierta vanguardia cultural postmoderna.

(Bilbao) era la ciudad dura que había entusiasmado a Serra, la ciudad sin concesiones a lo

bonito, a lo blando, a lo decorativo (…) Bilbao poseía la estética de lo duro y feo hasta un grado

sublime. Era el espejo perfecto de las ruinas del mismo capitalismo que les habían hecho a ellos

(Gehry y Serra) famosos y ricos. Ellos eran artistas y sabían cruzar estéticamente las barreras

entre lo bonito, lo feo, la riqueza y la pobreza, la gloria y la ruina. Nada más emblemático del

mundo postindustrial, postmoderno, posthumanista que los despojos de las fábricas tan

productivas antaño, los recuerdos de hermosos teatros y edificios modernos desaparecidos, las

ruinas de los grandes proyectos mesiánicos de la ciencia y el progreso (Zulaika 1997, pág. 97).

Unos años antes de que se iniciasen los contactos entre el Gobierno Vasco y

Thomas Krens, Serra había donado una enorme escultura de título Bilbao al Museo de

Bellas Artes. Frank Gehry, el famoso arquitecto que se encargó del edificio, “se

impregnó”, a su decir, de la estética dura de Bilbao. El museo no quería sustituir la

ciudad, sino ser un centro que coordinase las miradas sobre el entorno urbano. Como

insiste Zulaika, para Gehry “bastaba su museo para transformar todas aquellas ruinas en

visión gloriosa”. En un principio, su única preocupación era no ser comprendido por los

bilbaínos y que se produjese una “dulcificación” (getxificación, decimos nosotros, en

relación al municipio de Getxo, residencia tradicional de la oligarquía vasca). Años más

tarde, cuando Abandoibarra había sido, efectivamente, dulcificado, de lo que se quejaría

Gehry era de la suciedad de su edificio, de que no brillase como una piedra preciosa.

Merece la pena detenernos en los entresijos estéticos que encierra la propuesta

de Gehry y, para ello, nada mejor que remitirnos a un artículo clave sobre el arquitecto.

Fredric Jameson, filósofo marxista estadounidense y gran admirador de Gehry, había

dedicado un artículo en los años ochenta a la vivienda en Santa Mónica que el

arquitecto de origen canadiense acondicionó para trasladarse con su familia. En los

ensayos “El postmodernismo o la lógica cultural del capitalismo tardío” y “Equivalentes

espaciales en el sistema mundial”, dentro de su ya clásico Teoría de la Postmodernidad,

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originalmente publicado en 1984, Jameson utiliza la Casa Gehry (1978) como metáfora

de la lógica del postmodernismo, no en un sentido negativo, como era lo habitual en el

marxismo, sino desde un examen fino de sus posibilidades políticas. El postmodernismo

es considerado por Jameson como el punto de vista supraestructural de una

modificación acaecida en la propia base del capitalismo que, siguiendo al economista

Ernst Mandel, llama “capitalismo tardío”; el postmodernismo no es, por tanto, una

cuestión de gustos, si no el lugar donde estamos y desde el que debemos pensar nos

guste o no. En cuanto a Gehry, por aquel entonces se dedicaba a construir edificios

desnudos con materiales pobres, sencillos cubos que adaptaba a los entornos más

distintos. La filosofía de Jameson tiene una profunda huella derridiana, y el Gehry de

finales de los setenta era fácilmente asimilable a la lógica de la deconstrucción. Frente

al historicismo monumental, la comodificación y la reificación que traía la arquitectura

postmoderna más cercana a los intereses del capital —Robert Venturi publicaba por

aquel entonces Learning from Las Vegas)—, Gehry despuntaba como una forma de

entender la crisis de la arquitectura moderna sin venderse a la mercadotecnia. La Casa

Gehry no era, en realidad, una casa nueva, sino una casa antigua, de estilo colonial, que

Gehry se encargó de reconstruir o, más bien, de de-construir. Jameson encuentra en este

edificio un modelo para pensar el postmodernismo más allá del historicismo

neoconservador de corte heideggeriano o, en el plano de la arquitectura, de otros

arquitectos como Charles Moore o el propio Bofill. Al contrario que aquellos, la

recuperación que Gehry realiza de la arquitectura tradicional americana no se hace de

cara al mercado, como un revival estilístico adaptado a los materiales actuales y a la

escala que el mercado requiere. Sin embargo, el arquitecto californiano sí comparte con

los otros postmodernos su “superación” de los cánones del Movimiento Moderno, el

que a partir de los años veinte había renovado los principios de la arquitectura con

autores como Le Corbusier, Walter Gropius o Mies Van De Rohe.

El Movimiento Moderno tenía el mismo componente demiúrgico y confianza en

la razón que habían caracterizado a la Modernidad en el ámbito político o filosófico; era

una arquitectura utópica, que confiaba plenamente en la capacidad modeladora, para

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bien, del espacio construido sobre sus habitantes. Eliminando la irracionalidad de

nuestros edificios y nuestras ciudades, creando hábitats “claros y distintos”, borraremos

el mal que condujo a los hombres a los grandes desastres del siglo XX. La caída de la

URSS y el auge del neoliberalismo en los tiempos de Thatcher y Reagan hicieron mella

en estos grandes principios, lo mismo que en las organizaciones clásicas de la lucha

obrera. El postmodernismo arquitectónico pasa página de aquel intento de partir de cero

y recupera todo lo que había sido tabú en el Movimiento Moderno: la ornamentación, el

historicismo, el irracionalismo de los espacios, la representación. La narratividad, el

eclecticismo e incluso el gusto por lo kitsch son elementos fundamentales en la

arquitectura postmoderna. Con la caída de los grandes sueños de la razón cae también la

distinción entre cultura de masas y cultura para elites: el Partenón tiene tanto que

enseñarnos como un casino de Las Vegas.

Gehry, a pesar de estar “más allá” de la Modernidad, no parece estar dominado

por el cinismo de Venturi, ni por el clasicismo de Aldo Rosi. Su casa de Santa Mónica

no imita un estilo pasado sino que, directamente, lo cita; lo que tiene de histórico el

edificio no es fruto de una imitación actualizada con nuevas tecnologías y nuevos

materiales. Gehry no representa el pasado, lo “presenta” en carne y hueso; no trata de

componer un simulacro, un escenario que nos haga cercano y lejano aquel tiempo que

soñamos idílico. El antiguo edificio es recubierto y atravesado por nuevas paredes y una

cubierta metálica, como si estuviese infectado por alguna forma de tecnología

alienígena. La sensación general es de extrañamiento: en lugar de la empatía que buscan

los historicistas al respecto de los estilos representados, Gehry nos coloca en una

posición distanciada frente al antiguo edificio, realmente presente; frente al espacio de

ensueño, cómplice del ensueño mítico de la mercancía, un espacio del shock, el shock

de quien despierta sobresaltado, de quien descubre una ilusión óptica. A este respecto,

un tema en el que insistía Jameson es en la confusión entre interior y exterior que se

producía por la superposición de paredes y cubos en la casa de Santa Mónica. Se podría

decir que, al contrario, el postmodernismo conservador no sólo ratifica las distinciones

burguesas entre espacio privado y espacio público, sino que, con los juegos y engaños

visuales, se adentra en el terreno intermedio del ensueño: un exterior hecho interior.

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Con su residencia familiar, Gehry altera todas las convenciones, reinventa las

posibilidades hasta el punto que su propia esposa seguía teniendo problemas al cabo de

un tiempo para encontrar un orden:

He notado que mi mujer deja papeles y cosas encima de la mesa, que en la organización de

nuestra vida casera hay una especie de caos. Empecé a pensar que tenía algo que ver con el

hecho de que ella no sabe aún si he terminado ya o no (Jameson 1996, pág. 138).

Por tanto, las preguntas que queremos las dudas que nos asaltan ahora son: ¿Qué

queda en el Guggenheim-Bilbao de esta provisionalidad? ¿Qué queda de la distancia

crítica hacia la historia reificada por el poder?

En el caso de Bilbao, el elemento histórico que se debería citar sería la ciudad de

las ruinas industriales pero, al contrario que en su casa de Santa Mónica, aquí nadie le

iba a asegurar que su tough city no fuera reformada, ornamentada, dulcificada por sus

habitantes. A pesar de sus intenciones, el “historicismo” postmoderno se adueña de

Bilbao a medida que avanza su regeneración urbanística. Lo paradójico del estilismo

postmoderno de Bilbao es que, a diferencia de lo que ocurría en la primera arquitectura

postmoderna, Bilbao da un paso más en la vorágine historicista de anulación de la

historia: recupera la propia “Modernidad” arquitectónica, tecnológica y urbanística

como un “estilo” descargado de cualquier efectividad política. Si el postmodernismo

arquitectónico había sido originalmente un movimiento de contestación al Movimiento

Moderno, en los albores del siglo XXI, la Postmodernidad está tan asentada que se

puede permitir citar a sus propios rivales como parte de su filosofía de la historia. Hoy

hasta la estética del nacionalismo stalinista o maoísta pueden ser cita en un spot

publicitario sin peligro de ofender a nadie, todo ha sido perdonado, todo olvidado, “todo

es entrañable”, como ya adelantó Warhol. El historicismo se caracteriza por construir

una narración de la historia en la que el presente es conclusión lógica y cima de un

continuum de progreso. A la vez se produce un efecto de homogeneización de todas las

épocas: igual que no hay alternativa al presente, no existen diferencias radicales entre

presente y pasado, ni entre las distintas épocas del pasado, ni siquiera entre las culturas.

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El acercamiento al pasado se realiza a través del reconocimiento, por la empatía de la

actualidad con lo remoto; el ejemplo más claro de este modo de proceder es el de la

novela histórica, tan de moda últimamente: viajamos al antiguo Egipto, a la época de las

Cruzadas o a la Revolución Industrial londinense, con una caracterización de

personajes, ritmos, lógicas de acción que nos son completamente familiares; se evita

cualquier extrañamiento, tan fácil cuando exploramos seriamente otro tiempo o cultura

—e incluso a nosotros mismos con cierto rigor—. El historicismo arquitectónico hace lo

propio con los modos históricos de construir: los descontextualiza y los mezcla unos

con otros; conserva las formas pero la técnica, siempre bien escondida, es actual; reduce

la historia a una serie de “estilos”, de modas al uso que no añaden más que el capricho

del momento, sin novedad infraestructural que expresar. El historicismo obvia el

sustrato económico, las fuerzas materiales que operan por debajo de la cultura.

El primer postmodernismo arquitectónico reivindicaba herencias de la

arquitectura que, supuestamente, el Movimiento Moderno había despreciado frente al

Art Nouveau o el Neoclasicismo que le precedían. Sin embargo, como ha sido

sobradamente demostrado, autores como Mies Van Der Rohe o Le Corbusier no dejaron

de tener presente desde sus inicios los grandes hitos de la historia universal de la

arquitectura, pero a la vez se esforzaban en expresar estéticamente la tecnología

moderna que estaban utilizando. Denunciaban al Neoclasicismo por citar estilos pasados

que escondían nuevas técnicas de construcción completamente extrañas a las que habían

dado sentido a aquellas formas. Estilos como el gótico no se comprenden sin conocer

las técnicas constructivas del momento: el arco ojival fue un hallazgo tecnológico sin

precedentes que permitía aumentar la altura de los edificios en un tiempo en el que no se

utilizaba más material que la piedra en la construcción. Tras introducir el hierro, el

hormigón o el vidrio en la construcción, citar aquel ingenio técnico tiene el doble efecto

de ocultar la novedad de la actual tecnología y producir una falsificación de la historia.

La ojiva aparece como capricho formal, el presente como colección de estilos pasados

transformados en moda.

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El Guggenheim-Bilbao no cae en esta forma de historicismo, al contrario, utiliza

todas las posibilidades formales y dinámicas que ofrece una tecnología de construcción

actual, lleva el vanguardismo hasta sus últimos límites. Su componente ideológico actúa

en otro nivel. La posición en la que se sitúa el espectador –el turista o el propio

viandante bilbaíno– ante este museo-escultura es de pura contemplación, vivencia

sensorial donde queda muy poco espacio para una mediación lingüística: aún no existe o

no conocemos el dialecto que pueda leer correctamente el Guggenheim de Gehry. Pero

es que el mismo creador, su arquitecto, participa en el modo de composición de esta

lógica espectacular. Fue noticia y elemento polémico en todos los medios el hecho de

que los cálculos para construir las formas curvas que Gehry había dibujado fueran

realizados a través de un programa de ordenador especialmente diseñado para ello. La

mente humana no es capaz de hacer los cálculos necesarios para alzar la visión sublime

de Gehry: tenemos la imagen, no su explicación. Esto es algo novedoso en arquitectura,

pues si nos retrotraemos a cualquier arquitectura previa, como la gótica, son los

adelantos en matemática e ingeniería los que dan pie a los nuevos estilos. Aquí la visión

es completamente libre y sólo en un segundo momento se trata de traducir

racionalmente esta imagen a través de los cálculos matemáticos de la computadora.

Recuerdo una película de ciencia ficción de los últimos años —mediocre, pero

no por eso menos interesante— que podría servir de ejemplo para esta nueva situación

en la que se encuentra el hombre frente a su producción. Se trata de la famosa Contacto,

de Robert Zemeckis, basada en el libro homónimo de Carl Sagan y estrenada en 1997,

con Jodie Foster en el papel de una científica que recibe un mensaje de las estrellas para

construir una máquina teletransportadora que la permitirá viajar más allá de Orión. En

este caso, ella no recibe una imagen profética de cómo será la máquina, sino “los

planos” informáticos que le permitirán construir la máquina. La ciencia terráquea es

incapaz de explicar el modo de funcionamiento de la máquina que se describe en la

información recibida, pero sí se posee la tecnología para construirla, no hay más que

seguir las instrucciones. En los términos clásicos heredados de la filosofía griega, la

comunidad científica no tiene, en este caso, Episteme, si no que se mueve en el terreno

de la mera Doxa, de la opinión; posee la tecnología para construir la máquina y tiene las

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instrucciones de funcionamiento, pero no conoce el mecanismo, ni siquiera si en

realidad llegará a funcionar, si en verdad no es más que una broma pesada. Sabe el para

qué y sabe el cómo, pero no sabe el porqué. En el fondo, todo el conocimiento que tiene

la científica sobre esta máquina se asienta en una “creencia” que no está o no puede

contrastarse críticamente. El personaje interpretado por Jodie Foster está convencido de

la veracidad del mensaje, así como de su origen extraterrestre y sus buenas intenciones.

La trama de la película se completa con un párroco para establecer así el diálogo fe-

razón que tanto interesa al cine hollywoodiense.

Como decíamos, el mensaje es recogido a través de una computadora, del mismo

modo que la computadora otorga la posibilidad racional al sueño imaginario de Gehry.

La ocultación en el proceso de producción se asienta aquí en la misma tecnología que la

lleva a cabo: es tal la cantidad de cálculos que la mente humana se siente, en cierto

sentido, desbordada, es una forma del sublime matemático que aparece en Kant, la

vivencia estética por excelencia del romanticismo.

Desde luego, habría mucho que hablar de ordenadores a la hora de tratar de

comprender el complejo tema del postmodernismo. Si hay una tecnología que determina

la forma cultural de nuestro tiempo, ésta es, sin duda, la informática: una tecnología

difícilmente representable, como también apunta Jameson. Frank Gehry dejó atrás sus

orígenes constructivistas; pasando por encima de la simbología del Movimiento

Moderno, pero también por las recuperaciones narrativas del postmodernismo

historicista, Gehry construye hoy en día espacios volumétricos curvilíneos, donde prima

lo aleatorio y donde el único lenguaje reconocible es el de la matemática.

En el caso del Guggenheim-Bilbao, la “experiencia fundacional” vino dada por

la mirada instantánea del forastero, del recién llegado que vislumbra una nueva forma

deslizándose sobre el paisaje sólo entrevisto. Thomas Krens, en su primera visita no

programada a Bilbao, localizó él mismo el futuro emplazamiento del museo sin apenas

conocer la ciudad. En un footing de última hora de la tarde, mientras cruzaba el puente

de La Salve, decide la ubicación del futuro museo y, además, concibe él mismo que el

puente debía ser integrado en la arquitectura del museo. Así lo confirmó en la entrevista

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que le hizo Joseba Zulaika, y el arquitecto nunca ha desmentido que fuera el director del

Museo Guggenheim quien decidiese el emplazamiento de su obra. Poco más tarde, con

todos los papeles prácticamente firmados, Gehry visitaría la ciudad de la mano de

Krens, su promotor —promotor asimismo de Richard Serra, amigo común—. El

concurso organizado por el Gobierno Vasco para elegir arquitecto se convocaría varios

meses después, pero hacía tiempo que el premio estaba dado. Por otro lado, resulta

sorprendente el miedo y la aversión de Gehry ante la posibilidad de que Bilbao quisiese

convertirse en una Disneylandia, ya que el Guggenheim-Bilbao posee claros parecidos

con el edificio que el arquitecto de origen canadiense había diseñado para el Concert-

Hall de Walt Disney en California. Diseñado en 1987, los responsables no se dieron

tanta prisa como el Gobierno Vasco, y el edificio no fue concluido hasta 2003 —la

primera piedra se colocó en 1999—, aunque Gehry parece que aprovechó “algunas” de

las ideas para el Guggenheim-Bilbao.

1.2. Euskalduna después de Euskalduna

Muy distinto en significado e importancia es “el otro” gran hito arquitectónico

del Nuevo Bilbao, el Palacio de Congresos y de la Música “Euskalduna”. Desde la

misma página web para su promoción, el Palacio Euskalduna se presenta como “el

segundo hito tras el Museo Guggenheim de Gehry”. Su condición de segundón es

endémica, ya desde el mismo hecho de que se conciba como “Palacio de Congresos y de

la Música”, espacio multifuncional donde “la temporada de ópera, los conciertos

sinfónicos, el ballet y los recitales conviven, sin interferencia alguna, con los grandes

congresos, las juntas y asambleas generales, las convenciones y las reuniones de

empresa, dando también cabida a una autónoma sede de la Orquesta Sinfónica de

Bilbao”. No hace falta ser un experto en psicología para descubrir en esta especie de

disculpa un afán autojustificativo por tener que aglutinar todas estas actividades en un

mismo y emblemático edificio. Como veremos, en el proceso de regeneración urbana de

la zona se repite la tendencia a construir o proyectar grandes edificios en los que prima

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la forma y el simbolismo urbano sobre la función y los usos posibles, todo ello en un

área metropolitana de un tamaño y unas características bien conocidas; la función del

inmueble deberá de ser ajustada con posterioridad a su construcción según las

oportunidades, aglutinando algunos servicios o desviando otros desde sus localizaciones

previas —es el caso de la Diputación Foral de Bizkaia, que se trasladará

innecesariamente al rascacielos de César Pelli—.

A diferencia del Guggenheim, el Euskalduna fue diseñado por dos arquitectos

españoles, Federico Soriano y Dolores Palacios, siendo su obra más importante hasta la

fecha. El edificio, financiado por la Diputación Foral de Bizkaia e inaugurado —con

cierta precipitación— en febrero de 1999, simboliza, según los autores, el último buque

construido en el antiguo astillero. La memoria de los astilleros de Euskalduna, cuyo

cierre se convirtió en icono de la lucha por la pervivencia de la industria naviera en la

zona, no pasa desapercibida en este edificio; algo más dudoso es que ocurra lo mismo

con el titánico edificio de Gehry. El óxido que preside el imponente navío del

Euskalduna es el de las ruinas industriales que durante años presidieron las orillas de la

ría. Los trazos del Euskalduna nos hablan un lenguaje más cercano al del Movimiento

Moderno que al del postmodernismo de cualquier signo. El simbolismo de una

Modernidad trágica queda impreso en este buque fantasma como recuerdo de que no

todo es esplendor y progreso, de que el presente está sembrado de los fantasmas del

pasado. El edificio no prescinde de una narratividad histórica pero, desde luego, no es

nada triunfalista. Es muy destacable el impresionante auditorio, que podría remitirnos a

las fuentes del Movimiento Moderno, al expresionismo de, por ejemplo, el Hans

Poelzig, del Gran teatro de Berlín, construido en 1919 para Max Reinhardt. Pero aquí lo

telúrico se mezcla con lo cubista, el mito es enfriado a través de la mediación de la

historia.

En 2004 se inauguraba junto al Euskalduna el Museo Marítimo ría de Bilbao.

Este museo fue “resultado del trabajo realizado por la fundación privada sin ánimo de

lucro que lleva el mismo nombre, surgida en 1996” (Esteban 2000). En 1997 se

constituye el patronato “formado por representantes de los principales ámbitos públicos

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y privados de Bilbao” (Esteban 2000). El edificio que alberga el museo fue construido

por el arquitecto Juan Francisco Paz; como símbolo destacado, en su superficie

conserva la grúa Carola, la más grande adquirida por los astilleros Euskalduna, que se

encontraban en este emplazamiento. La memoria marítima de una zona con tanta

tradición en este sector era algo que ya echaba a faltar Julio Caro Baroja en 1974. En

toda Euskadi no se empiezan a valorar y conservar las reliquias navales existentes hasta

fechas muy tardías, coincidiendo con el declive de la productividad del sector, algo que

resulta habitual en el fenómeno museístico. En concreto, en el proceso de regeneración

de la ría fue un hito importante la restauración de un embarcadero del siglo XIX en

Barakaldo, por parte de la asociación Bilbao Ría 2000, así como la apertura del Museo

Marítimo. Sin embargo, una vez más, la memoria se rescata no desde los protagonistas

que vivieron las luchas y derrotas del sector, sino desde grupos de poder y antiguos

patronos, que cuentan la historia “a su manera”, a la manera de los vencedores. Además

de presente y futuro, los trabajadores perdieron en aquellas luchas su propio pasado.

En julio del mismo 2004, trabajadores del astillero de La Naval de Sestao se

manifestaban en “lo que ayer fueron los terrenos de Euskalduna, que hoy están

ocupados por palacios de congresos, museos, grandes hoteles y centros comerciales,

hasta finalizar en la sede del PSE. Impotentes ante esos muros, los trabajadores pitaron

e intensificaron las consignas de «Ayer, Euskalduna; hoy, La Naval» y «PSOE, Izar está

en lucha», y reclamaron carga de trabajo para tener futuro” (Gara 16-07-2004). Un

antiguo trabajador de Euskalduna y hoy sindicalista del astillero La Naval comentaba

emocionado al diario Gara:

Todavía no he visto el Museo Marítimo, porque tengo metido muy dentro el cierre de

Euskalduna. Cada vez que paso cerca del Museo Guggenheim, el puente de Deusto y el Palacio

Euskalduna, por poner tres ejemplos, siento mucha emoción. No sólo por el cierre, sino por lo

que se fue con él: la lucha y el compañerismo. Porque una empresa es una empresa, pero está

llena de trabajadores, de gente. Al final, recuerdas a todos esos que pelearon y que terminaron.

Me da mucha pena (Gara 16-07-2004).

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Euskalduna se fundó en 1900. Cuando le llegó la hora de cerrar contaba con casi

cien años de historia, en los que varias generaciones de bilbaínos habían entregado su

vida a aquella fábrica naval. En otros países, como Francia, de tradición sindical e

historia política tan distinta a la de España, la memoria de estos sectores es conservada,

en gran medida, por aquellos trabajadores que se sentían dueños y legítimos herederos

del valor y simbolismo de su trabajo, pese a estar en lucha constante contra el patrón.

Las dictaduras no pasan en balde, y el trabajador que vive en un país sin derecho a voz

ni a opinión siente que cada aspecto de su vida está determinado de forma dictatorial,

que nada de lo que ha hecho le pertenece. Nuestra “modélica transición” parece que

heredó, de paso, algunos tics del antiguo régimen, como el de no escuchar demasiado la

voz de sus trabajadores, pero además ha dejado, sobre todo, un carácter fuertemente

marcado para varias generaciones sobre lo que es el trabajo —un deber más que un

derecho— y sobre el valor que otorga a la persona —el de servir a la sociedad—. La

jubilación (o la prejubilación, tan frecuente en estos sectores desmantelados a marchas

forzadas) es la justa recompensa al sacrificio y, con ella, el antiguo trabajador parece

librarse de una condena; si tiene suerte de resolver favorablemente su futuro económico,

pocos son los que echan en falta algo de su pasado… Tal vez tener otra historia que

contar. Cuánto de Nacional-Catolicismo subyace a estos pensamientos.

El contraste entre el punto de vista de Krens, Gehry y los dirigentes vascos que

encargan la construcción del emblemático museo y el de estos trabajadores,

protagonistas de la historia inmediata de Abandoibarra, no podría ser mayor. Pareciera

que hablásemos de dos ciudades distintas, de dos mundos aparte, y así es. El mundo del

Guggenheim-Bilbao es el de las pulcras imágenes redentoras, el mundo de la pura

vivencia estética; el de los prejubilados y parados de Euskalduna es un mundo más acá

de la realidad, una realidad tan insoportable que prefiere ser borrada, arrasada tras

emblemas arquitectónicos de carácter universal, que no dejen huella de las miserias

concretas.

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2. Post-urbanismo

Tras la era neoliberal de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, después de la

atrofia de la utopía yuppie, el urbanismo en el Primer Mundo ha seguido unas pautas de

acción fragmentarias, más preocupado por intervenciones sistemáticas en áreas muy

limitadas de la ciudad —y muchas veces privadas— que en planes de ordenación

precisos y holísticos. El ejemplo de Canary Wharf, que traíamos antes a colación, es

muy representativo de este tipo de intervenciones, emparentadas con las que sufre

Bilbao. En una sociedad que recibe caracterizaciones como “sociedad moderna tardía o

postmoderna”, “sociedad de la segunda Modernidad” o “sociedad de la Modernidad

líquida” (Bauman 2004), las viejas ideas de la “Modernidad épica” o la “Modernidad

sólida” al respecto de un urbanismo sistemático están tan pasadas de moda como las de

una economía planificada. Zygmunt Bauman lo explica de forma diáfana al hablar del

paso de una sociedad de productores, con el sector secundario como motor de la

economía y el homo faber como modelo antropológico, a una sociedad de

consumidores, terciarizada, individualista y hedonista. Este cambio en el Primer Mundo

no queda explicado simplemente por la robotización de la producción sino,

especialmente, por el desplazamiento de la producción hacia países del Tercer Mundo,

bastante menos “líquidos”, por otra parte. Pero la distinción entre las dos etapas de la

Modernidad sí se ajusta perfectamente al tema que nos ocupa.

Giandomenico Amendola destaca la importancia del principio de identidad en la

ciudad postmoderna en contraposición al principio de utilidad, que connotaba al

urbanismo funcionalista típicamente moderno (Amendola 2000). Pero, si los

observamos en detalle, ni aquel urbanismo funcionalista era tan funcional, ni este

urbanismo iconizante deja en un segundo plano la cuestión de la productividad; en

ambos momentos del desarrollo del capitalismo tanto el principio de identidad como el

de utilidad van de la mano, aunque con una metodología y unos resultados diversos en

ambas épocas. Si las grandes ciudades planificadas de la era socialdemócrata —Brasilia

es su modelo más logrado, pero podemos reconocer los mismos principios compositivos

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en ciudades mucho más cercanas, como Gazteiz-Vitoria— trataban de mostrar una

imagen global de “maquinaria bien ajustada”, las nuevas intervenciones pretenden

destacar nódulos concretos dentro de la ciudad para simbolizar el dinamismo de un

magma económico de ofertas y demandas en constante efervescencia. El urbanismo se

puede leer siempre como metáfora de la economía dominante, es una de las expresiones

más descarnadas de las exigencias de la sociedad a los individuos que la componen. La

sociedad de productores pedía al hombre corriente que se convirtiera en un técnico

especializado, el esfuerzo constante y monótono le llevarían por sí solo y con el tiempo

al triunfo social. La sociedad de consumo exige al individuo dinamismo y capacidad de

adaptación a las nuevas demandas, tanto del consumo como de la administración de

mercancías —la otra cara de esta economía—; su temporalidad no es la del esfuerzo

rutinario, sino la de la “oportunidad”, la de velocidad y, más allá, la de la “aceleración”

(Bauman 2005).

Los economistas han desarrollado una suerte de “arte” al respecto de la ciudad

en tanto que agente de inversiones o, más bien, de la ciudad como mercancía en sí

misma. El marketing urbano trata de descubrir las técnicas adecuadas para vender una

ciudad. Al respecto de Bilbao, son varios los estudios que se han realizado en este

sentido. Marisol Esteban publicaba en 1999 Bilbao, luces y sombras del titanio. El

proceso de regeneración del Bilbao Metropolitano desde la Facultad de Económicas de

la Universidad del País Vasco, y comenzaba repasando los elementos imprescindibles

para hacer a una ciudad competitiva en la carrera de ciudades por capitalizar la

distribución de servicios de “alto valor añadido”. La gestión de las ciudades de cara a la

mejora de su competitividad económica se asienta, según la autora, sobre varias claves:

- La existencia de una infraestructura industrial y tecnológica adecuada.

- La existencia de un sistema de información y asesoramiento a empresarios e

inversores.

- El desarrollo de infraestructuras básicas de servicios urbanos y un sistema de

comunicaciones, así, flujos de personas, información y mercancías.

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- Promocionar una imagen internacional, con campañas internacionales para

atraer inversores y visitantes, recintos feriales, centros de convenciones y

congresos.

- Garantizar la existencia de recursos humanos de calidad a través de una

formación educativa adecuada.

- Condiciones de vida satisfactorias con respecto a la vivienda y servicios

sociales.

La posición moderadamente crítica de Esteban al respecto del proceso, le lleva a

cuestionar hasta qué punto está suficientemente desarrollado el primero de los puntos de

este listado. Al contrario, parece que el proceso de regeneración del área del Bilbao

Metropolitano quiere enfrentarse a una crisis en sus infraestructuras productivas

mediante la renovación de la fachada urbana y los servicios.

El fomento tan buscado por la mayor parte de las instituciones de este país, de la especialización

en servicios, como se ha hecho en los últimos años en el Área Metropolitana de Bilbao, no

garantiza un crecimiento sostenido del empleo, si no va asociado a un crecimiento del resto del

sistema productivo (Esteban 2000, pág. 75).

Todo esto, de hecho, coincide con un repliegue del transporte ferroviario de

largo recorrido y del naviero. Una renovación del “chasis” urbano de Bilbao atraerá

inversores que llevarán a consolidar nuevas infraestructuras tecnológicas e industriales.

El vivero actualmente existente de estas nuevas infraestructuras se localiza en el Parque

Tecnológico de Zamudio, la mayor apuesta del Gobierno Autonómico en la renovación

del sector secundario vasco, con una fuerte inversión en tecnologías de la comunicación

y en I+D. El Parque Tecnológico de Zamudio se instala en una zona rural porque, según

se explicó en el momento, no había suelo disponible en el Área Metropolitana de

Bilbao. “En ningún momento (…) se planteó la posibilidad de ubicar esta

infraestructura tecnológica en terrenos obsoletos a lo largo de la ría” (Esteban 2000,

pág. 180); la dificultad para liberar aquellos espacios ruinosos, en manos de diferentes

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administraciones públicas y privadas, y, sobre todo, su posible y lucrativa recalificación

inmobiliaria —al encontrarse en pleno corazón de Bilbao—, hicieron que el Gobierno

Vasco prefiriese la periferia rural vizcaína como destino en el que localizar el parque

tecnológico. Curiosamente, las administraciones locales pasarán años después a

promocionar aquellos espacios ruinosos de la ría (Abandoibarra, Zorrozaure…) como

lugares de inversión sobre los que erigir un nuevo centro financiero que sustituya la

desaparecida industria pesada.

Ése es el discurso aunque, de paso, se construye algún que otro edificio de

viviendas de lujo con la excusa de ir pagando los gastos que se generan. Para entender

el caso del Parque Tecnológico de Zamudio, sin embargo, no es necesaria ninguna

justificación de por qué no se hizo en los terrenos disponibles de la antigua industria

bilbaína, sustituyendo las viejas por nuevas tecnologías, los viejos por nuevos puestos

de trabajo. La estética del espacio construido y la interacción entre trabajo y vida

cotidiana de finales del siglo XX y principios del XXI hablan un lenguaje muy distinto

al del industrialismo decimonónico; a nadie se le ocurre ya plantar una industria en el

centro de la ciudad, a unos metros de las viviendas, y no sólo por el efecto ecológico o

la peligrosidad, sino por una cuestión de gusto: la separación espacial de las funciones

productivas fue una lección del urbanismo moderno de corte racionalista que la ciudad

postmoderna no ha querido olvidar. El parque tecnológico de Zamudio pretendía brillar

como un pequeño Silicon Valley de prosperidad, siguiendo con los modelos

estadounidenses que tanto parecen gustarles a los dirigentes locales; una vez más la

apariencia guiando el futuro.

Además de los elementos que enumera Esteban, existen otra serie de elementos

que deberían tenerse en cuenta para cualquier ciudad que quiera ser imán de inversores:

- Entorno social (paro, pobreza, marginalidad), algo que parece igualmente sin

resolver hoy en el Área Metropolitana de Bilbao (AMB);

- entorno cultural, concepto tan amplio que es difícil saber cómo debe de

caracterizarse para, efectivamente, atraer al inversor;

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- y entorno estético y ambiente urbano, esto es, la calidad de espacios públicos,

arquitectura, monumentos, formas de vida colectivas, uso social del ocio, etc.

Si en la primera serie de factores que enumeraba Esteban podemos reconocer

para el caso bilbaíno la insistencia tanto en la red de comunicaciones como en la

promoción de la imagen de la ciudad, en este segundo grupo de factores de tipo más

“social” parece que los gestores del Nuevo Bilbao están, sobre todo, interesados en el

tercer elemento, en el cuidado del “entorno estético y urbano”. La estética predomina,

por tanto, sobre la política e, incluso, sobre la economía, pues se concibe a la propia

estética como “motor” de la economía. Pero, antes de seguir adelante, debemos definir

mínimamente el ámbito sobre el que se está actuando en esta regeneración urbana que,

como venimos adelantando, no corresponde sólo a la villa de Bilbao, sino a todo su

entorno. Esta ausencia de un marco político específico para el espacio geográfico sobre

el que se trabaja tendrá, como veremos, unas consecuencias directas en lo que se refiere

al carácter democrático del proceso.

Veíamos que con la transición llegaba también el fin del Gran Bilbao, única

aportación de cierto valor venida de los planes de ordenación franquistas. El concepto

de “Gran Bilbao” tenía la virtud de hacer referencia a un conglomerado de municipios

sin apenas solución de continuidad urbana, que funciona con una relativa autonomía

económica y, sobre todo, como unidad de hábitat para sus pobladores. Tras la

disolución de aquella entidad, los problemas de coordinación de actuaciones entre los

municipios fueron un tema habitual: las competiciones entre los ayuntamientos por

hacerse con las subvenciones de la Diputación, las escalas rígidas de población que ésta

exigía para optar a un nivel de ayudas u otro. Los ayuntamientos competían por hacerse

con las subvenciones de la Diputación, cuya exigencia para optar a los mejores niveles

de ayudas era muy alta. El AMB tiene, sin embargo, más allá de los municipios que lo

integran, unas características que lo convierten en un espacio urbano homogéneo. El

área estaría compuesta por la zona minera, la margen izquierda, Bilbao, el Txorierri

(con Leioa como municipio destacado), la margen derecha y los municipios más

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occidentales de Uribe Costa (Sopelana). La concentración de población es visiblemente

superior no sólo a la del resto de la provincia, sino a la de la Comunidad Autónoma

Vasca. Según los últimos datos disponibles, en el AMB se registran alrededor de 1.800

metrohabitantes de media por kilómetro cuadrado, seis veces lo que en el resto de la

CAPV (INE 2005). Se trata de una de las aglomeraciones urbanas más densas de toda

España, sólo por detrás de Madrid y Barcelona, y a la par de Sevilla y Valencia. Esta

densidad oscila también dentro del AMB; Portugalete continúa encabezando la lista —a

pesar del descenso de población en los últimos años—, con 16.897 por kilómetro

cuadrado; Bilbao, la capital, cuenta por su parte con una densidad de 8.689, lejos

también de los 300 de la media de la comunidad autónoma.

De este modo, el AMB es una zona de concentración urbana visible que

necesita, por tanto, de políticas a la vez autónomas y coordinadas para dotarse de unos

servicios y comunicaciones coherentes entre los distintos municipios. A pesar de ser el

municipio más poblado de la zona, el plan estratégico que empezó a elaborar el

ayuntamiento de Bilbao desde 1988 se prometía inevitablemente insuficiente; con

menos de 400.000 habitantes, Bilbao no llega a la mitad de la población del AMB, que

se aproxima a un millón. Cuando el Gobierno Vasco decide que, tras Barcelona y

Sevilla, es el turno del relanzamiento de Bilbao, y se embarca en la aventura del

Guggenheim, no existe ninguna entidad administrativa que represente específicamente

los intereses del área. Como hemos visto, la primera iniciativa la tendrá el propio

Gobierno Vasco, que actúa sobre Bilbao a distancia, desde Vitoria (Guggenheim y

Metro) o a través de la Diputación (Euskalduna); el Ayuntamiento de Bilbao, como ya

señalaba Gorordo con insistencia, no contaba con suficiente capacidad económica para

financiar tales inversiones y, por tanto, tampoco estaba en su mano decidir lo que se iba

hacer. Por ello, junto con la coordinación entre las distintas administraciones que

controlan ruinas industriales y suelos en la zona que se quería regenerar, se empiezan a

establecer asociaciones en las que todas las administraciones implicadas están

representadas para dirigir conjuntamente la operación. La primera que se constituye y

da los pasos iniciales hacia la regeneración del AMB es Bilbao Metrópoli-30.

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2.1. Bilbao Metrópoli-30

La asociación Bilbao Metrópoli-30, antes de nada y, sobre todo, ha servido para

vincular estrechamente el término “metrópoli” con Bilbao y su entorno. Más allá de las

características diferenciales de la conurbación de Bilbao —un concepto mucho más

preciso y adecuado para la realidad urbana a la que nos referimos— que observábamos

hace un momento, debemos detenernos en el propio término “metrópoli” para

comprender el inconsciente político en el que se desarrolla todo el plan de regeneración

urbana.

Mencionábamos anteriormente la importancia del metro en la definición del

AMB, importancia porque acerca puntos que antes estaban más alejados, porque

construye un mapa cognitivo unitario que borra las distancias entre los distintos lugares

de la conurbación bilbaína, tanto como pronuncia otras distancias, como borra barrios y

municipios enteros de la psicología colectiva cotidiana por el simple hecho de carecer

de parada de metro. De hecho, los mapas de metro son uno de los mejores ejemplos de

mapas cognitivos que se pueden dar: tan fáciles de reconocer, tan sencillos y tan útiles

como falsificadores del espacio real. Para darse cuenta de ello basta con comprobar que,

en ciudades con un metro más complejo y consolidado –como Madrid–, la gente,

acostumbrada a hacer todos los trayectos en metro, desconoce las distancias reales por

la superficie. Del mismo modo, otras partes de la ciudad, directamente, desaparecen, y

cuando uno se extravía de su rutina y su metro y cae en ellas se siente transportado a

una suerte de interzona. El metro es vital en este sentido para comprender el concepto

de metrópoli en referencia a la conurbación bilbaína, su capacidad homogeneizadora del

espacio, la posibilidad de hacer desaparecer lo que no gusta. Pero es que además,

aunque parezca mentira, en una ciudad como Bilbao el metro es cosa de glamour y de

prestigio; como veremos, el metro y la misma metrópoli son una marca de lujo.

Consultando la enciclopedia libre de Internet Wikipedia, encontramos como

primera acepción de “metrópolis”: ‘país gobernante de otro en la época Colonialista’.

La metrópoli es la gran ciudad que expolia a sus colonias, es la ciudad imperial de los

imperios británico, francés, español e, incluso, romano; un “Bilbao metropolitano”

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tendría, por tanto, la connotación de ser un Bilbao dispuesto a, literalmente, comerse el

mundo. Y si seguimos con las siguientes acepciones de metrópolis en esta ejemplar,

filantrópica y útil enciclopedia —que recoge mejor que ninguna otra los usos actuales y

más extendidos—, nos encontramos, en la segunda acepción, con que metrópolis se

refiere a varias ciudades de ficción y fantasía, la de Lang en su homónima película o la

ciudad de Superman, por ejemplo; el esteticismo que pretende el Nuevo Bilbao compite

con estas dos ciudades del imaginario fascista. Sólo en una tercera entrada el término

metrópolis hace referencia simplemente a “una gran ciudad”.

La “Asociación para la revitalización del Bilbao Metropolitano” fue creada en

1989 por instituciones privadas y públicas, pero el mayor capital fue y sigue siendo, a

pesar de los deseos y el espíritu de la asociación, público. Entre las instituciones se

cuentan universidades, centros de investigación, organizaciones sin ánimo de lucro,

medios de comunicación y las principales empresas de la comarca. El nombre de Bilbao

Metrópoli-30 hace referencia a la treintena de municipios que quedan comprendidos en

su área de actuación; su finalidad “es la continuación y finalización del Plan Estratégico

de 1991”. El Plan General de Ordenación Urbana de Bilbao sería el antecedente que el

plan parcial metropolitano debía redimensionar en el marco de acción superior del Área

Metropolitana. Con la constitución de esta asociación independiente, la participación de

la ciudadanía en el proceso de regeneración quedaba limitada, y no sólo por no

depender directamente de la administración pública y por su dispar composición. Ya

desde la redacción del mismo Plan Estratégico, se dejaba ver su vocación “profesional”:

el Plan no estaba firmado ni por el alcalde de Bilbao ni por el lehendakari Ardanza, sino

que aparecía vinculado a la empresa Andersen Consulting. La cientificidad y

neutralidad de la mercadotecnia se exhiben como bandera de Bilbao Metrópoli-30; la

forma de la ciudad no es una cuestión política, sino técnica. De cualquier modo, a tenor

de cómo han ido las cosas en la realidad, hoy por hoy se reconocen más méritos que

defectos en aquel Plan Parcial del Área Metropolitana.

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Los antecedentes municipales del plan se remontan, como vimos, a la

liberalización de la ley del suelo de 1978. En junio de 1985, con Robles como alcalde,

se crea la “Oficina municipal del plan” con desavenencias entre PNV y PSOE. Más

tarde, en la época Gorordo, se abre una serie de concursos de ideas sobre la ciudad;

abundarán las maquetas, tantas que acabaron formando parte de una gran exposición en

1993 en el Museo de Bellas Artes, como muestra del “impulso utópico” bilbaíno de la

época. El PGOU (Plan General de Ordenación Urbana) comenzaba planteando

paralelismos con otras ciudades industriales en similares procesos de reconversión, por

ejemplo Glasgow, Hamburgo, Rotterdam o Turín. Con Ortuondo en la alcaldía se insiste

en la necesidad de salir de la crisis y redefinir la ciudad en la relación con su entorno;

uno de los aspectos que destacaba en primer lugar el Plan era la falta de suelo verde. Sin

embargo, en 1989 el PGOU ya recibía críticas por parte de HB y EA, especialmente por

la discriminación que se ejercía sobre los barrios obreros, las zonas más densamente

pobladas de Bilbao: “Los barrios grandes perdedores frente a la preferencia por los

grandes proyectos urbanos. Se cede a las presiones especulativas”.

Finalmente, en 1993 se redacta el documento definitivo del PGOU de Bilbao con

Eduardo Leira y Damián Quero como responsables del mismo. Una de las propuestas

que se incluyen es un gran vial para vehículos y peatones de Santurce a Bilbao. Más

tarde, en el Plan Territorial Parcial del Bilbao Metropolitano —el modelo estratégico de

Metrópoli-30—, se traducen las sugerencias del plan municipal proponiendo como gran

apuesta original la “Avenida del Nervión”. A pesar de las bondades sociales de aquel

Plan Parcial del Bilbao Metropolitano, los propios informes de Bilbao Metrópoli-30 al

respecto de su cumplimiento dejaban mucho que desear ya en 1995:

Uno de cada cuatro vizcaínos con posibilidades de trabajar engrosaba las listas del paro, que en

el caso de los jóvenes afectaba al 55 por cien de la población. Si el problema no se corregía, se

corría el peligro de que al cabo de algunos años Bilbao sería una ciudad que contaría con

equipamientos de primera línea, pero también con agudos problemas sociales (…) El Gran

Bilbao llegará al siglo XXI con museos de proyección mundial, un puerto puntero y un metro

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recién estrenado; pero cabe la posibilidad de que una parte de su población, los actuales parados,

queden al margen de todos estos grandes proyectos (Esteban 2000, pág. 91).

El informe de Bilbao Metrópoli-30 señalaba que “no se perciben avances en la

integración laboral de los colectivos marginales”. La concentración de pobreza en la

margen izquierda y Bilbao, y el aumento de los indigentes en todo el AMB era un dato

contrastado.

De cualquier modo, estos apuntes autocríticos iniciales de la asociación Bilbao

Metrópoli-30 desaparecen paulatinamente, en la misma medida en que la asociación va

apareciendo en un orden secundario frente a Bilbao Ría 2000, de la que hablaremos más

adelante. En 1999 se constituye una comisión de expertos que estudiarán diversos

modelos de éxito desarrollados en ciudades de tamaño y situación comparables a

Bilbao. Fruto de este estudio nació el documento actualmente vigente “Bilbao as a

Global City. Bilbao 2010. La estrategia”. Desde el mismo título comprendemos la

actualización de lenguaje y pretensiones. Los factores sociales, al menos en sus líneas

generales, quedan definidos siempre en un segundo ámbito; de las cuestiones de

participación ciudadana en las decisiones sobre el futuro de su ciudad: ni rastro. Bilbao

Metrópoli-30 imagina el Bilbao del 2010 “como ciudad internacional de clase mundial

en la nueva Sociedad del Conocimiento”. Una vez superados los hitos del metro,

comenzado en 1995, y el Guggenheim, de 1997, se trata de aspirar a metas concretas

para articular todo el poder estratégico de la ciudad. En primer lugar, actuar sobre el

elemento fundamental de los “recursos humanos”, “formando, reteniendo y atrayendo

profesionales”; junto a ello, fomentar las actividades empresariales de alto valor

añadido; y, en tercer lugar, cuidar del atractivo de la ciudad, una ciudad que debe de ser

habitable, por tanto atractiva. Los principios del marketing aplicados a la ciudad

dominan Bilbao Metrópoli-30 hoy por hoy. Entre los tres grandes proyectos que apunta

el actual plan “Bilbao as a Global City” están:

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- La creación de una ciudad de la innovación y el conocimiento en Zorrozaurre,

el Manhattan de Bilbao, antigua zona industrial hoy en declive (aunque no

desierta, ni mucho menos, de pequeños negocios en activo).

- La organización de una Exposición Universal en Bilbao.

- La regeneración urbanística del Casco Viejo de Bilbao y la revitalización de la

ría como nódulo de conexión.

Al informe de 2004, en formato PDF, no se puede acceder desde su página web,

aunque se ofrece —y lleva así seis meses, que sepamos—. Por lo demás, en sus páginas

virtuales se felicitan, como gran logro inmediato, por la inauguración del Bilbao

Exhibition Centre (popularmente conocido como BEC), a la vez que señalan la próxima

acometida de los eternos retos pendientes: “Y” vasca y la variante sur.

El dato de que las cosas marchan bien lo trae el aumento del turismo en el último

año en un 19% con un total de 739.685 visitantes. En cuanto a las actividades, destaca

para el presente 2006 (del 2 al 4 de mayo) la organización por parte de Bilbao

Metrópoli-30 del Foro Mundial de Valores para el Desarrollo de la Ciudad. Este evento

y otros semejantes son la vía de acceso y debate a las decisiones sobre el futuro de

nuestra ciudad, todo en torno a temas prefijados con el indiscutible marco de los

“valores para el desarrollo competitivo y sostenible —fíjense en el orden de los

factores— de una ciudad de las dimensiones medias como Bilbao Metropolitano”. Los

valores ya presupuestos son tales como “la innovación, la profesionalidad, identidad,

comunidad y apertura”. Para que el ciudadano se haga partícipe de las reflexiones de

este foro sólo debe, además, pagar 400 euros por los tres días. Pero es que ya se

concluía en un crítico informe de 1996 que:

El sector cultural es uno de los de mayor valor añadido en las sociedades avanzadas y un medio

relativamente barato para la creación del empleo (…) El Gran Bilbao debe, por lo tanto,

olvidarse de su pasado industrial si quiere hacerse con un hueco en la Europa del siglo XXI

(Esteban 2000, pág. 110).

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Por lo demás, la cuestión medioambiental, central en el Plan Parcial del Área

Metropolitana, pasa a un puesto secundario en la nueva orientación de Bilbao

Metrópoli-30 cara a 2010; la necesidad de oxigenación de Bilbao se arregla

contabilizándose los montes circundantes como parte de su zona verde.

Es sintomático que esta página web ("http://www.bm30.es") se abre

complaciéndose en mostrar el grado de orgullo de la ciudad que muestran los

encuestados (un 68% se sienten orgullosos) además de lo segura que “sigue siendo la

ciudad” (74%: sigue siendo segura). El tono autojustificativo de estas preguntas es

evidente, como es habitual en los informes públicos de todo el proceso de regeneración

urbana de Bilbao. Como vemos, la asociación Bilbao Metrópoli-30 está a la defensiva,

pero ¿a la defensiva de qué, si según las encuestas los ciudadanos están tan contentos de

que hagan y deshagan a su gusto? ¿Y por qué esa pregunta al respecto de si “Bilbao

sigue siendo segura”? ¿Se plantean en algún rincón de sus informes inaccesibles la

sensación creciente de inseguridad ciudadana? ¿Inseguridad virtual ante qué y quién?

Sobre la inmigración y su inclusión social, desde luego, no dice nada el Bilbao del

2010, como tampoco sobre paro, explotación laboral, mafias de la droga y prostitución

—más explotación laboral—; nada sobre la condición de desposeídos de la juventud

bilbaína, nada sobre un racismo que viene de atrás y que no deja de aumentar. Pero, por

si acaso, Bilbao Metrópoli-30 responde por adelantado y en nombre de toda la

ciudadanía a preguntas tan imprecisas como inquietantes.

Un informe del Ministerio de Fomento de 1999 sobre la pobreza urbana señala

que en España hay 374 barrios calificados como guetos, con un total de 2,8 millones de

residentes. En el AMB se identifican nueve: Otxarkoaga-Txurdinaga, Bilbao la Vieja,

Rekalde y Basurto en Bilbao; en la margen izquierda, Beurko, Rontegui y Desierto en

Barakaldo, San Juan en Santurtzi y el Casco Viejo en Portugalete. 74.508 personas

censadas en estos lugares. Se trata de centros históricos habitados por gente de edad

avanzada y sin recursos, además de zonas periféricas de casas baratas construidas entre

los años 50 y 60 que, tras el declive industrial, dejan una imagen de paro y miseria.

Quien mejora su situación en estas zonas es para dejar el barrio; su sitio lo ocupará

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alguien en una situación similar —otro joven marginal—. En estas zonas se registraban

en 1999 las tasas más altas de paro, con un 30 por ciento, cuando la media nacional

estaba en el 19; se contabilizan varios pisos sin inodoro; en Bilbao la Vieja nueve de

cada diez domicilios carecían de lavabo. En los años siguientes, si bien se ha

intensificado el lavado de imagen de alguno de los puntos más céntricos (Bilbao la

Vieja), la situación no sólo no mejora, sino que aparecen nuevos problemas nacidos de

las desigualdades sociales. Se registra un aumento de los sin techo, generalmente

atribuido a la llegada de inmigrantes irregulares (casi la mitad lo son), crecimiento de

violencia criminal —recordemos la huelga general de taxistas tras un asesinato— y

varios índices que alertan del aumento del racismo. En la Encuesta de Personas sin

Hogar 2005 (EPHG), de 1.833 sin techo, 648 manifestaban haber sido insultados, 611

robados y 412 agredidos y, por otra parte, 481 denunciados, 645 detenidos y 371

condenados. Un lúcido artículo alertaba sobre el emergente racismo en la zona, perfecto

caldo de cultivo de extremismos de derecha, comparable a otras antiguas ciudades

industriales portuarias como Marsella, nicho electoral de Le Pen:

La izquierda tradicional ha perdido su influencia en lo que se llamó cinturones rojos de las

ciudades. Sus líderes no tienen predicamento. Esa izquierda se ha quedado sin clientela puesto

que al no haber industria no hay trabajadores en el sentido convencional. En la comarca de

Bilbao, que no recibe población de otros colores de forma masiva, el alejamiento quizá se

camufle mejor que en otras regiones. Por eso no nos vemos, todavía, con skin-heads ultras ni

posicionamientos nítidamente racistas. Otros conflictos políticos ocupan a la opinión. (Frías

2005).

La inadaptación de la vieja ideología de izquierdas ante el desmantelamiento del

escenario por antonomasia de la lucha de clases —la fábrica, con la clase obrera

agrupada y los principios de la explotación claramente explícitos— abre la veda para

que los que sufren marginación y miseria, en su arrinconamiento respecto al Nuevo

Bilbao de las inversiones, busquen chivos expiatorios, enemigos fáciles entre sus

vecinos de otra etnia, una de las clásicas estrategias de despiste que ha gustado al Gran

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Capital desde sus orígenes, sobre todo en sus tiempos más épicos con el auge del

racismo en Alemania y EEUU. Como parece señalar el artículo mencionado, cuando los

“otros conflictos políticos” parecen ir quedando rezagados poco a poco, podemos

esperarnos un auge notorio del racismo y las ideologías para-nazis.

Como señalaba recientemente Manuel Delgado para el caso de Barcelona ante la

ley sobre civismo, al marketing urbano le importa menos que siga existiendo o aumente

la miseria urbana como que se vea. Bilbao Metrópoli-30 parece estar ahora mucho más

interesada en construir una ciudad atractiva para la inversión que una ciudad

verdaderamente justa.

2.2. Ría 2000

Si Bilbao Metrópoli-30 se ha acabado especializando en el marketing

internacional de la ciudad a través de congresos y foros, quien verdaderamente ha

gestionado las obras (Leira, 2004) ha sido la asociación Bilbao Ría 2000. Bilbao Ría

2000 nace en 1992, no sin polémica ni tensiones, como asociación interadministrativa

con un 50% de administraciones vascas y 50% estatales. La componen por parte estatal:

SEPES (entidad pública empresarial de suelo adscrita al Ministerio de la Vivienda

nacida tras la desaparición del INI como administradora de sus suelos), Autoridad

Portuaria de Bilbao, ADIF y Feve; por la parte vasca: Gobierno Vasco, Diputación de

Vizcaya, Ayuntamiento de Bilbao y Ayuntamiento de Barakaldo.

Esta asociación surge como modo de agilizar las tramitaciones al respecto de los

suelos que eran objeto de interés en el plan de regeneración. Se trataba de poner en

contacto a todas las administraciones con competencias sobre estos terrenos en los que

se acumulaban las ruinas industriales. En la revista que publica periódicamente Bilbao

Ría 2000, como medio de divulgación de sus acciones, se deja clara la naturaleza de la

asociación así como su modo de financiación:

Bilbao Ría 2000 nació con una aportación de capital de 1,8 millones de euros. A partir de ahí, la

entidad ha demostrado capacidad para lograr su equilibrio financiero sin necesidad de recurrir a

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presupuestos públicos. Esto es posible gracias a que los accionistas ceden los terrenos que

poseen en zonas centrales de Bilbao y Barakaldo, al tiempo que los ayuntamientos modifican los

usos previstos para dichos suelos. Bilbao Ría 2000 invierte en su urbanización y vende las

parcelas a promotores privados, con lo que se obtiene un excedente que se reinvierte en

actuaciones importantes para la metrópoli (…) Cuenta además con subvenciones de la UE” (Ría

2000 12-2005).

Ría 2000 ha encontrado un medio sencillo para autofinanciar sus grandes obras.

Consiste en recalificar para viviendas “los suelos de sus socios” –entidades públicas,

por tanto, los suelos de todos–, suelos que muchas veces están en el centro de la ciudad

con lo que llegan a venderse por cantidades record en el mercado inmobiliario; será con

lo que ganan por el método de la subasta inmobiliaria con lo que financien —más las

ayudas europeas, claro— las obras que se realizan en “el resto” de los solares (los que

no se recalifican). Esta estrategia le ha valido a Ría 2000 la hegemonía del proceso

frente a Bilbao Metrópoli-30; el precio que deberá pagar es que, a pesar de todos sus

defectos, Bilbao Metrópoli-30 partía de una concepción holística y organizada de todo

el proceso —el Plan de Ordenación Metropolitana—, aunque carecía de las garantías de

financiación, confiando en una inversión privada que nunca llegó. Bilbao Ría 2000, por

el contrario, ha intervenido siempre en función de los terrenos disponibles y las

oportunidades del mercado inmobiliario, comenzando por lo más fácil y dejando

pendiente lo más complicado, muchas veces lo más urgente.

Si de los Planes Generales Municipales pasábamos, con Bilbao Metrópoli-30, a

un Plan Parcial Metropolitano, con Bilbao Ría 2000 llegamos a un urbanismo

“circunstancial” en toda regla: partiendo de una idea general y una filosofía concreta de

renovar la ciudad desde los parámetros del marketing urbano, se interviene en función

de la oportunidad inmobiliaria. Los principales puntos de actuación de Ría 2000 han

sido los barrios de Ametzola y Abandoibarra, además de la zona de Galindo en

Barakaldo y los futuros barrios residenciales ganados a antiguas minas en La Peña y

Miribilla. El primero de los que se han considerado grandes logros de Ría 2000 —y en

gran medida lo ha sido— es la urbanización de Ametzola, junto al barrio de Rekalde,

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que comenzó en 1996. El barrio de Rekalde quedaba separado del Ensanche por la vieja

línea de ferrocarril de Feve, además de un antiguo almacén de Renfe. Al quedar

obsoleta la industria que antaño se desplegaba por toda la ría hasta Bilbao, el transporte

de mercancías desde la capital se vuelve innecesario, y las cargas se almacenan en el

mismo puerto de Santurtzi. Ría 2000 actúa, por tanto, intercambiando los terrenos entre

sus socios (Puerto Autónomo de Bilbao, Renfe y Feve) por el interés general, claro que

las obras públicas subsiguientes se financian a través de la recalificación de los terrenos

con mayor valor inmueble.

La construcción de los bloques de viviendas que hoy luce Ametzola, constituyó

una de las primeras polémicas derivadas de las actuaciones de Bilbao Ría 2000. Si

inicialmente se hablaba de reservar un tanto por ciento importante para vivienda

protegida —siguiendo la ley autonómica vigente, que en este punto es más social que la

estatal—, al final se optó por eliminar este punto, saltándose de paso la ley, por poner en

peligro la financiabilidad de todo el proyecto. La venta inmobiliaria de estos terrenos

permitía, de este modo, la construcción del parque, la construcción de la nueva estación

de cercanías de Ametzola (margen izquierda) y el soterramiento de las vías para

construir la avenida del ferrocarril, un nuevo vial para coches y peatones, todo ello

dentro de la misma zona de Ametzola. Entre estas actuaciones cabe destacar la estación

de Renfe y Feve de Ametzola, que la propia asociación ha adoptado casi como icono

propio —así aparece en sus revistas—, obra de arquitectura que consideramos, tal vez,

la más destacable de todo el Nuevo Bilbao. En ella, así como en la técnica de

soterramiento de vías repetida por Ría 2000 para ganar superficie urbana, nos

centraremos más adelante; pasemos ahora al principal centro de actuaciones o al menos

uno de los trabajos más visible de esta asociación.

Abandoibarra, buque insignia de la revitalización del Bilbao Metropolitano, era

una zona de evidente abandono industrial en el mismo corazón de la ciudad; su vista,

junto con el clima grisáceo de la zona, contribuían a mermar el ánimo de los bilbaínos

cada mañana. Como vimos, Zulaika comparaba Abandoibarra con los Docklands de

Londres sobre los que se construyó Canary Wharf, el nuevo distrito financiero

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postmoderno comenzado en la era Thatcher, que sería inaugurado con el nuevo milenio,

en la era Blair. Como en Canary Wharf, el arquitecto estrella que daría unidad a todo el

proyecto de Abandoibarra es el argentino César Pelli. Pelli es conocido por sus

imponentes rascacielos, contando con el segundo más alto del mundo, las Torres

Petronas, de 452 metros, en Kuala Lumpur (Malasia). Y no es el único nombre de

arquitecto especializado en rascacielos que se ha barajado en el Nuevo Bilbao. También

oíamos el de Tai Pei, el recordman de altura con su torre de Taiwan (508 metros);

criterio incontestable, éste de “cuanto más alto, mejor el arquitecto”. En la capital

inglesa, Pelli fue el responsable de levantar su rascacielos de mayor altura, One Canada,

también conocida como Torre de Canary Wharf. Terminado en 1991, este rascacielos de

244 metros de altura es visible desde cualquier punto de la ciudad, incluso al popular y

negro barrio de Brixton llega su haz de luz de torreta de vigilancia. En Bilbao, Pelli fue

elegido para el diseño urbanístico del Nuevo Abandoibarra*, diseño que debía integrar

los proyectos ya en marcha del Guggenheim y el Palacio Euskalduna. El master plan de

Abandoibarra es el planning sobre el que se están urbanizando los solares de lo que

fueron los antiguos astilleros y los almacenes de Renfe, junto a la ría. En su página web,

Pelli señala como objetivo prioritario rellenar el hueco que, tras la desindustrialización,

se abre entre el Ensanche y la ría; se trata, por tanto, de construir una prolongación del

Ensanche, algo que nos vuelve a recordar el caso bilbaíno al de Barcelona, con la

continuación del ensanche en la Barceloneta de Oriol Bohigas. El conjunto de edificios,

paseos peatonales y zonas verdes que va ocupando este espacio se coordina a través de

un edificio central, firmado por el propio Pelli: la Torre Iberdrola. Este rascacielos, de

entre 150 y 165 metros, va a ser el edificio más alto de Bilbao, superando los 110

metros del edificio del BBVA, el más alto hasta ahora. Este rascacielos ha sido, más que

el centro comercial, incluso más que los pisos de lujo, una de las fuentes de mayor

polémica. Las desavenencias dentro del mismo consistorio bilbaíno y con la Diputación

Foral obligaron a Pelli a corregir el proyecto original haciendo disminuir varios metros

la altura del edificio. Sin embargo, el arquitecto argentino insistía en la necesidad

“formal” de su gran tamaño, que coordinaría el nuevo Abandoibarra y serviría de eje

unificador de la ciudad. Pero la polémica continuó, ya que, cuando salio a subasta la

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ocupación del edificio, destinado originalmente a un uso financiero, los responsables del

proyecto se encontraron con que no tenían clientes; la inversión privada, reclamo

fundamental del marketing urbano bilbaíno, o no se interesaba por ocupar un lugar en el

emblemático edificio, o no era suficientemente grande para llenar todo el volumen que

formalmente necesitaba Pelli para dotar a su master plan del remate arquitectónico

adecuado. Esto llevó a plantearse una nueva reducción de tamaño pero, cuando

peligraba la realización del edificio, uno de los socios de Bilbao Ría 2000, la Diputación

Foral de Bizkaia, decide trasladar sus oficinas al nuevo rascacielos —actualmente la

sede de la Diputación está ubicada en el Palacio Foral obra del arquitecto Luis Alardrén,

edificio de comienzos de siglo y uno de los reclamos arquitectónicos de la Gran Vía de

Don Diego López de Haro—. De cualquier modo, ni con el traslado de todas las

oficinas de la provincia de esta administración había suficiente para dar uso a todo el

rascacielos. Finalmente, Iberdrola, empresa energética que a principios de año tenía un

futuro inminente arrollador, se hace cargo de la torre que llevará su nombre. De

cualquier modo, dada la inestabilidad de este sector en los últimos tiempos, nada se

puede asegurar al respecto del futuro de la emblemática torre. Hacia febrero de 2006, la

propia Bilbao Ría 2000 hablaba de trasladar sus oficinas al edificio.

Éste es, quizás, el episodio más significativo al respecto de la cuestión del

marketing urbano en Bilbao. Más allá de la ausencia de control democrático del

proceso, más allá de su espíritu abiertamente privatizador y neoliberal, la estrategia de

construir una fachada y pensar que más tarde llegarán por sí mismos los inquilinos es lo

que resulta más escandaloso del proceso. De este mismo automatismo se quejaba

Marisol Esteban en su libro:

En el discurso sobre la regeneración urbana puede identificarse un cierto automatismo entre la

nueva imagen de Bilbao y su capacidad de convertirse, efectivamente, en un entorno atractivo

para la localización de los servicios avanzados; especialmente banca, alta tecnología y comercio

especializado (Esteban 2000, pág. 258).

Las administraciones públicas ofrecen todo tipo de facilidades a las grandes

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multinacionales para que hagan uso de las instalaciones que se les diseñan y, en último

extremo —algo que se viene repitiendo en el caso bilbaíno—, si el sector privado falla,

las administraciones públicas estarán dispuestas a hacerse cargo de las pérdidas, los

edificios construidos y lo que haga falta. La consabida lógica cotidiana del capitalismo

tardío: subvencionar a los pirómanos del estado y darles las gracias una vez han

arrasado con todos los fondos públicos.

El proyecto de Pelli, con el gran rascacielos de cristal organizando el espacio,

recoge un eco lejano de los dibujos del expresionista Paul Scheebart, que en la Primera

Posguerra Mundial imaginaba ciudades de cristal, comunidades utópicas donde las

oposiciones entre ciudad y campo, ricos y pobres —que llevaron a Europa a la guerra—,

habrían desaparecido. Aquellas ciudades estaban coronadas por catedrales de cristal

para una religión venidera, una “religión universal de la pura forma”. Si finalmente se

llega a construir la Torre de Iberdrola (que estaría lista para 2010), desde su último piso

se podría contemplar 15 kilómetros más allá, hasta el Abra, la costa cantábrica que tanto

ha sufrido los enveses de la economía vasca con sus distintas “urbanizaciones”

(superpuertos y minipuertos deportivos). Claro que no todos podrían disfrutar de tan

apetecibles vistas, como entiende el propio arquitecto: “En ciudades con rascacielos de

estas características se ha comprobado que, por medidas de seguridad, no es posible que

tengan acceso los ciudadanos ajenos a la empresa propietaria” (Deia 05-02-2005).

Ahora conocemos el contenido de la religión de la “pura forma” que creía vislumbrar

Scheebart: la pura forma del dinero.

Los edificios de la zona que más rápidamente se han puesto en funcionamiento,

algunos de ellos ya en el comienzo del Ensanche, han sido las viviendas de lujo, el

centro comercial Bidarte y el hotel de la cadena Sheraton, diseñado por el arquitecto

mexicano Ricardo Legorreta. En breve estarán listas también las llamadas Bilbo Ateak

(‘puertas de Bilbao’), obra del japonés Arata Isozaki, rascacielos que llegó también

envuelto en polémica, tanto por construirse sobre las ruinas de un edificio considerado

patrimonio histórico, como por su altura, 23 plantas, en pleno centro de una ciudad con

poca verticalidad hasta el momento. Las “viviendas de lujo” de Abandoibarra son obra,

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por su parte, del arquitecto vasco Luis Peña Ganchegui y el austriaco Robert Krier, y el

centro comercial Zubiarte (‘en medio del puente’) del británico Robert Stern. A todo

ello debemos sumar el puente Zubizuri (‘puente blanco’) de Calatrava, otra de las

primeras obras acabadas de la zona; la pasarela Pedro Arrupe, que conecta la

Universidad de Deusto con la nueva Biblioteca, al otro lado de la ría y cuyas obras están

avanzadas; y por último un edificio colindante destinado a ser sede del rectorado de la

UPV, para hacer visible esa capacidad de “generar recursos humanos”, tan básica, como

vimos, para generar los dividendos estimados. En Abandoibarra, además del

Euskalduna y el Guggenheim, contamos con esta colección de arquitectos de lujo y un

paseo de esculturas firmadas por artistas de la talla de Jorge Oteiza, Eduardo Chillida,

Vicente Larrea, William Tucker, Manolo Valdés, Ulrico Rückriem, Markus Lüpertz,

José Zugasti o Ángel Garrazacon: concentración de artistas estelares que no es fruto,

como sería lógico, de una economía a su vez estelar, sino como imán de inversores.

Si el Sheraton y las torres de Isozaki nacen de un impulso privado, Bilbao Ría

2000 se responsabiliza de la gestión de las viviendas de lujo y el centro comercial

Bidarte, ambos finalizados en 2004. El Sheraton y el bloque de viviendas resultaron

polémicos antes de construirse por su posición al respecto del pequeño parque de Doña

Casilda, el único parque histórico de la ciudad, sin duda el de mayor significado

sentimental. Entre el final del parque y la ría sólo mediaban los antiguos almacenes de

Euskalduna, ningún gran edificio que cerrase el espacio. Una vez desmantelada la

naviera, la posibilidad de prolongar el parque hasta la ría parecía evidente, haciendo

ganar a la ciudad una necesaria zona verde que se extendería por el mismo corazón de

Bilbao. Sin embargo, el modo de financiación del Nuevo Bilbao aconsejaba rentabilizar

esta zona cediendo algún espacio a la industria más pujante del momento: la

inmobiliaria. Entre el parque y la ría se han construido finalmente las famosas

“viviendas de lujo” (la primera se entregó en 2004) y el hotel Sheraton, dos bloques que

ahogan inevitablemente el parque, tal y como cualquiera puede comprobar, y por mucho

que algún poder fáctico insista en desmentir. A cambio está en proyecto extender el

parque más allá de estas viviendas y hasta la ría, con lo que los habitantes de lujo de

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estas casas van a contar con un panorama inmejorable en pleno centro de Bilbao, al

alcance de muy pocos: parque a ambos lados y vistas en primera línea de ría, una ría

saneada, no la histórica de los mubles, las ratas y las manchas de aceite. Habrá que

preguntarse —siempre hay que sospechar—, qué régimen de accesibilidad tendrá el

público no propietario a ese parque en las inmediaciones de unas viviendas de lujo… ya

sabemos que los habitantes de lujo gustan de seguridad privada, vallas protectoras y

gustan, sobre todo, de proteger su intimidad y sus vergüenzas… ¡en pleno centro de

Bilbao! A su lado está Zubiarte, la galería comercial “de lujo” accesible desde el Puente

de Deusto. Al respecto de este centro, se rumoreó que un comentarista de arquitectura

de Bilbao lo calificaba de “zafio bazar”. Lo cierto es que, tanto el centro comercial

como los bloques de viviendas, tienen un aspecto telúrico muy poco elegante, que en

nada se asemeja a la ligereza del Guggenheim, de las pasarelas de Calatrava o Arrupe o

al proyectado rascacielos de cristal de Pelli; ni siquiera con el más distante Palacio de

Euskalduna, a pesar de todo su óxido. La preponderancia de la piedra de tono rojizo-

anaranjado resulta, evidentemente, muy poco adecuada para resaltar el elemento

acuático, que sería el elemento paisajístico-comunicativo que se ha querido destacar en

todo el proyecto; así, el Euskalduna como navío en ruinas, el Guggenheim físicamente

abrazado al Puente de La Salve y a la ría, y las livianas pasarelas. Una vez más, más allá

de los elementos previos desde los que merece una crítica feroz toda esta actuación, las

mismas soluciones estéticas resultan contradictorias.

Desde Ría 2000 se ha repetido que con esta actuación en Abandoibarra se venía

a unir la parte “recuperada” para uso público de Bilbao al Ensanche; la culminación de

esta reunión estaría en la nueva Plaza de Euskadi, junto al Puente de Deusto, que

vertebraría todo el espacio, lo viejo y lo nuevo. Sin embargo, cabe preguntarse a vista de

los hechos, si “para sacar adelante la regeneración urbanística de Abandoibarra no se ha

potenciado un proceso de especulación inmobiliaria en el centro de la ciudad, que se

transmite de manera inmediata al resto de la urbe y la metrópoli” (Esteban 2000, pág.

151).

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Aunque no tenemos ánimo de ser completamente exhaustivos —pues no

queremos dejar exhausto al lector—, debemos dar una breve noticia de los proyectos

restantes de Bilbao Ría 2000, concretamente, de las operaciones realizadas en

Barakaldo. El edificio más emblemático de los construidos en Barakaldo ha sido el

BEC, pero no fue responsabilidad de Ría 2000, sino de una nueva asociación fundada

con el nombre del centro para su construcción y administración. Ésta es, de nuevo, una

asociación inter-administrativa, pero formada mayoritariamente por administraciones

vascas: Gobierno Vasco 47,7%, Diputación 47,7%, y pequeñas participaciones del

Ayuntamiento de Barakaldo, Cámara de Comercio de Bilbao y Feria Internacional de

Bilbao. Sin embargo, si repasamos cualquier número del boletín que publica

periódicamente Bilbao Ría 2000, podemos ver que, entre las obras finalizadas, el mayor

número se concentra en el municipio de Barakaldo, aunque seguramente no el mayor

presupuesto. En el número 12 de la revista, se contabilizaban como finalizadas las obras

de:

Polideportivo de Lasesarre; campo de fútbol de Lasesarre; parque de Lasesarre; Bulevar

Murrieta; plaza Desierto; Ronda Norte de circunvalación, desvío y ampliación de la carretera BI

37-39; rehabilitación del cargadero de mineral; calles Arana, Aldapa, Portu, plaza Auzolan,

Herriko plaza y Paseo de los Fueros; centro de Servicios Sociales; rehabilitación del edificio

Ilger; central de recogida de RSU; parque ribera de Galindo (Ría 2000 12-2005).

La presencia del Ayuntamiento de Barakaldo en la asociación Bilbao Ría 2000 —

recordemos que no hay más ayuntamiento en Ría 2000 que el de Bilbao y el de

Barakaldo— tiene algo que ver con ser el municipio que albergaba más metros

cuadrados de ruinas industriales, tanto del lado de la ría, con Altos Hornos como la más

representativa, como en el interior, con la zona alrededor de San Vicente y hasta Sestao,

llena de viejas industrias abandonadas, o semiabandonadas. La zona más transformada

estaba destinada hasta el momento a actividades económicas poco compatibles con la

habitabilidad del área. Por un lado, las industrias más antiguas se aposentaban en el

margen de la ría, conectando con el afluente Galindo, uno de los ríos más castigados por

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la polución de toda el AMB. Aquí, Bilbao Ría 2000 se ha centrado en la urbanización a

través de viviendas (éstas sí, de protección oficial), parques y la construcción del nuevo

Lasesarre, el campo de fútbol del equipo local —destacado por su diseño, a cargo de

Jorge Muntañola y Álvaro Pérez de Amézaga—, al que se le ha sumado un

polideportivo municipal. Se ha aprovechado, además, para recuperar alguna joya

histórica, como un cargadero de mineral del siglo XIX, algo que ocurría en 1997;

mientras que en 1999 se declaraba monumento el horno nº 1 de AHV, en Sestao. Del

otro lado, en el lado interior de Barakaldo, nos encontrábamos con una zona reservada

hasta el momento a almacenes industriales y un cordón de fábricas que conecta con

Sestao, con Babcock Wilcox como empresa destacada, y hasta Portugalete, toda la

margen interior de Eskeraldea (margen izquierda), separando la zona minera con una

red de autovías. Estos espacios se están reciclando alrededor de una iniciativa previa de

tipo privada, una iniciativa que ha “dinamizado” la economía de la margen izquierda

como pocas: Max Center, Pryca y el conglomerado llamado Megapark; una de las

concentraciones de centros comerciales más densas de España.

El asentamiento de los primeros centros comerciales (Baliak, Pryca y Max

Center de Eroski) abren la veda para la reurbanización de una zona muy poco valorada

hasta el momento por el sector inmueble. El gran complejo comercial se conecta, de esta

forma, con el recinto ferial a través de nuevos paseos y parques, y nuevas viviendas,

uniendo el barrio de San Vicente, hasta ahora bastante aislado, a Barakaldo. Lo más

espectacular, más que el BEC incluso, son sin duda los cinco rascacielos construidos en

semicírculo, llevando al extremo las proporciones gigantescas con que se ha construido

en esta área. Lo cierto es que hace años IKEA parecía interesarse por la zona para

construir un gran centro comercial, mucho mayor del que actualmente tiene pero, a la

vez, se mostraron interesados en la construcción de una serie de rascacielos de

viviendas. En aquel momento, la multinacional sueca entró en conflicto con los

intereses de la Diputación, que planeaba solventar las deudas de impuestos de años y

años de crisis industrial e irresoluciones que con ella tenía contraído el INI (responsable

estatal de Altos Hornos), expropiando los ruinosos terrenos industriales que allí

quedaban. Finalmente se construyó el BEC en aquel terreno sobre el que IKEA había

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lanzado la oferta pero, de hecho, IKEA ha abierto una sucursal en la zona, y las cinco

mastodónticas máquinas de habitar —un habitar muy inhóspito, con unas vistas

tremendas al monte y a la red de macrocomercios— hoy lucen al viento con una estética

que se nos antoja genuinamente ikeaniana. La rumorología decía que una de las torres

iba destinada a viviendas de protección oficial para realojar a los “gitanos de La Iberia

(Sestao)”, algo que, afortunadamente, no se ha materializado. Lo interesante de los

rumores, por falsos que acaben siendo, es que dicen más sobre el inconsciente popular

que cualquier estudio sociológico: San Vicente en Barakaldo queda configurado según

el sueño hitleriano, con su macrocentro de reuniones (BEC), su centro de ocio para la

clase obrera y su campo de concentración/exterminio para el lúmpen racial. El plan

Urban de cohesión europea toma su forma en Urban-Galindo.

Bilbao Ría 2000 fue organizadora a finales de 2005 del 41 congreso de la

Internacional Society of City and Regional Planning, foro de una asociación

internacional de urbanistas creada en 1965, que nada parece tener que ver con el

regionalismo de Mumford en la época del new deal. Bilbao se complacía de contar con

la notable presencia, entre los participantes de este foro, de Albert Speer, hijo del

famoso arquitecto y urbanista de Hitler. Coincidencias.

En el último número hasta la fecha de la revista que publica Bilbao Ría 2000, se

recogen unas declaraciones muy significativas del presidente de esta asociación

internacional al respecto del espíritu que alienta el marketing urbano de Bilbao.

Hace año y medio, el Instituto Americano de Arquitectos adoptó un lema. Es este pensamiento

que enlaza, en última instancia, con el renacimiento de vuestra ciudad: Arquitectos: creando

comunidades saludables, seguras y sostenibles para las generaciones futuras. Quizás Bilbao sea

uno de los mejores, si no el mejor ejemplo, del propósito que nosotros hemos asumido (…) Éste

es el objetivo definitivo de la renovación urbana, creando sitios para que las personas disfruten,

elevando la calidad de vida y asegurando un entorno más segura y más saludable (Ría 2000 12-

2005).

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Al respecto de la sostenibilidad, parece irónico que una ciudad como Bilbao,

cuyo tráfico rodado la circunda y atraviesa diariamente, embadurnándola con sus

combustibles, pueda ser calificada como sostenible ecológicamente. A nivel social, a

juzgar por los grados de marginalidad y exclusión de sus barrios, tampoco parece muy

adecuado el adjetivo “sostenible”. El término de “ciudad segura”, sin embargo, puede

ser mucho más interesante, por la importancia que tiene en el discurso del nuevo

urbanismo norteamericano. Que una ciudad deba ser ante todo segura, significa que

tiene una amenaza constante que se debe rechazar. A pesar de que Bilbao ha convivido

con la lucha armada y la acción política directa de todo tipo desde hace décadas, hasta

ahora, cuando se pensaba en trasformaciones urbanas, no parecía ser interés prioritario

el tema de la seguridad, muy al contrario que en EEUU. Bilbao, en su lucha por

embarcarse en el capitalismo más pujante –el único accesible, por otro lado–, se trae de

paso de América una lógica política y una ética personal basadas en la evitación del

conflicto, el miedo y, consiguientemente, una dominación silenciada.

El sociólogo norteamericano Mike Davis estudió a fondo el caso de Los Ángeles

en su ya clásico City of Quartz. En el mundo del capitalismo más salvaje, desde EEUU

hasta Sudáfrica pasando por México, donde unos pocos privilegiados han de convivir

con una gran parte de la población por debajo del umbral de la pobreza, ha nacido en los

últimos veinte años un tipo de urbanismo privado que colma las expectativas de la

población adinerada. Se trata de urbanizaciones seguras que deben generar comunidades

bien cohesionadas. Protegidas del exterior por barreras electrificadas y del interior por

un sistema de video-vigilancia, estas comunidades del miedo, aunque prácticamente

desconocidas en nuestro país, constituyen el paradigma de la ocupación del espacio en

el capitalismo tardío. El objeto de miedo por excelencia, ratificado por los poderes

públicos, es “el merodeador” no identificado, aquel sujeto que “no pertenece al sitio

donde aparece”, el agente pasivo del miedo-ambiente contemporáneo”. A esto se une la

obsesión por la higiene y la transparencia de los espacios, lo cual delata una falta de

hábito en el necesario trato con el otro, con el diferente; inexperiencia que parece haber

degenerado en paranoia colectiva.

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Marisol Esteban terminaba su análisis del año 1999 al respecto del “proceso

bilbaíno” reseñando un análisis del vicepresidente de la sociedad para la revitalización

de Emschen, en la zona del Rhur alemán, donde se vivió, en los años setenta, un

proceso semejante al del Bilbao actual. Este directivo señalaba que “no aceptamos

proyectos para los que no existan compromisos de inversión” (El Correo 21-10-1993).

Esteban remarca una serie de signos inquietantes al respecto de la marcha del proceso

de revitalización, entre los que destaca que “el motor del proceso siguen siendo las

administraciones públicas, a pesar de las recurrentes invitaciones al sector privado de

hacerse protagonista de dicho proceso”; los “pocos hoteles, aparte del Sheraton”, que se

han abierto, necesarios sobre todo para generar una demanda que hoy día no es

suficiente para hacer funcionar la maquinaria del marketing urbano; el gran turismo

actual nace de campañas promovidas por las grandes multinacionales del sector y no por

una supuesta decisión espontánea de los clientes, lo cual es una contradicción en los

términos.A estos dos puntos se suman las críticas de los arquitectos locales con las

distintas actuaciones; se contratan grandes obras “con firmas internacionales, mientras

los muelles de Bilbao se agrietan y se hunden”. En general, en todo el proceso urbano se

tiende a un gusto por el “maquetismo” que lleva a los políticos a filtrar y a publicitar

los proyectos antes de que existan decisiones estables, con lo que uno puede pensar que

el entusiasmo infantil es parte del criterio decidor, como lo fue, por ejemplo la decisión

de dónde construir el Guggenheim. El tipo de marketing en el que se ha embarcado

Bilbao es más propio del mundo del rock que de un estudio económico serio. Parece

similar a las estrategias de promoción de estrellas como David Bowie, cuyo manager a

mediados de los setenta, Tony De Fries, manejaba la hipótesis de que, si quieres

convertirte en una estrella del rock, debes comportarte, vestirte, viajar y vivir como una

estrella, de tal forma que se gastó una fortuna que nunca consiguió amortizar.

Más allá de todo esto, junto a Marisol Esteban, nos preguntamos sobre las

consecuencias en el mercado del suelo de la “filosofía del Patrimonio a cambio de

Patrimonio” que ha guiado a Bilbao Ría 2000.

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No parece razonable que sean las propias instituciones, aunque Bilbao Ría-2000 opine que no

hace política de vivienda, las que están incentivando con sus estrategias la subida de los precios

en este mercado, para así poder financiar los proyectos diseñados (Esteban, 2000 pág. 259).

¿Es el objetivo final en realidad generar actividad en el sector inmobiliario? ¿Es

esta la “sinergia” económica de la que tanto se habla? Las consecuencias del dinamismo

en este sector las llevamos sufriendo todos en España desde hace unos años, y sabemos

que este tipo de actuaciones de autofinanciación sin impuestos, a través de privatización

de patrimonio, son usos habituales en Madrid, Barcelona, Sevilla, Valencia y, sobre

todo, en todas las zonas más turísticas de España. Quizás, finalmente, el referente de

Bilbao no sea el Londres de los Docklands, ni Frankfurt, ni Manchester, ni el Rhur, ni

ninguna otra antigua ciudad industrial sino, simplemente, Benidorm, Mallorca o

Tenerife.

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3. Del ciudadano de a pie alconsumidor motorizado

La comunicación es a la vez la característica y el reto principal de las ciudades metropolitanas.

La competitividad en la globalización exige maximizar tanto la comunicación con el exterior

(puertos, aeropuertos, telecomunicaciones, nuevas infraestructuras, ferrocarril…) como la

comunicación interna, en la medida en que la ciudad metropolitana es un sistema de centros

urbanos.

Marisol Esteban: Luces y sombras del titanio

Una de las cosas que más han llamado la atención en Bilbao en los últimos diez

años es su apuesta decidida por los transportes públicos: ferrocarril, metro, tranvía,

puentes y, más allá, puertos, aeropuertos, el Tren de Alta Velocidad (TAV). Desde el

punto de vista del urbanismo —de lo que podríamos llamar urbanismo estático— nos

encontrábamos con una apología mediática de la ciudad que coincidía con un proceso

de suburbanización de facto y, sobre todo, de iure: como modelo de vida que representa

el triunfo económico y social. En el ámbito del transporte —lo que podríamos llamar

urbanismo dinámico—, a la vez que se promociona la imagen de los nuevos transportes

públicos —casi como iconos más que como herramientas—, aumenta el número de

vehículos privados, se construyen zonas de ocio y consumo sólo accesibles en coche, se

abren nuevas carreteras sobre las vías cubiertas, y se “dinamiza” el mercado laboral

obligando al trabajador a desplazarse en su propio automóvil para optar al puesto. La

vida cotidiana del bilbaíno sigue teniendo mucho que ver con la contaminación, los

atascos y los accidentes de tráfico. Según noticia del Observatorio Vasco de la Juventud

a principios de 2006, los accidentes de tráfico son la principal causa de fallecimiento

entre los jóvenes vascos; con respecto a los cuatro años anteriores, ha descendido la

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mortandad por sida y sobredosis, se mantienen los suicidios, pero aumentan los

accidentes de tráfico. Sin embargo, más allá del marketing —el metro de Bilbao antes

que nada fue una “marca registrada”—, existe una importante inversión en este tipo de

infraestructuras, aunque más centrada en mercancías que en los pasajeros, si es que a

estas alturas hay alguna diferencia.

La larga lista de iniciativas para abrir nuevas vías de comunicación exteriores e

interiores comenzó con el proyecto más costoso, el que más tiempo está llevando poner

en marcha: la llamada “Y” Vasca, que conectaría por TAV las tres capitales vascas.

Desde luego, algún tipo de conexión ferroviaria sería necesaria, ya que Renfe no ofrece

conexión directa entre Bilbao y las otras dos capitales vascas, y las propias oficinas de

turismo de San Sebastián y Bilbao desaconsejan el uso de los servicios que presta Eusko

Trenbideak entre Bilbao y Donosti —en su página web ni informan del horario; la

duración del viaje no está muy lejos de las cuatro horas que tardaba ya a finales del

XIX—. Los proyectos de conexión rápida por ferrocarril entre las cuatro capitales

vascas (incluida Pamplona) se remontan a 1850, con diversos trazados como el

ferrocarril a Tudela o el Bilbao-San Sebastián, inaugurado en 1882; pero varios factores

llevaron a que, finalmente, las líneas más desarrolladas fueran, tras la Guerra Civil, las

que conectan Bilbao con Castilla, máxime con la construcción de la autopista Bilbao-

San Sebastián.

El consejero de transportes y obras públicas, Álvaro Amann, en entrevista para

Confebask (central patronal vasca) en 2004, daba cuenta de la estrategia de su cartera al

respecto de la inversión en infraestructuras de comunicación. El reto histórico al que se

enfrentaría la CAV, y con ella Bilbao, es la “deslocalización”; en palabras del

consejero: “nos pueden deslocalizar empresas, pero nunca el territorio, y la base

operativa logística es la llave”. No se puede frenar la tendencia inherente al

neoliberalismo de deslocalización industrial, con sus rápidos desplazamientos y

cambios de plantillas; lo único que queda es hacer competitivo el marco territorial vasco

para que las multinacionales asienten sus evanescentes negocios por algún tiempo. La

tendencia europea es llevarse la producción hacia el Este, y es aquí donde una red de

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transportes fiable, sobre todo de mercancías, puede jugar una baza “a favor de Euskadi”.

En todo ello el proyecto emblemático es la “Y”, que ha de conectar las capitales vascas

con París por el norte y con Madrid por el sur a “gran velocidad”; Bilbao estaría en una

punta de la “Y” pero, en verdad, sería su centro mismo, con la superestación

“intermodal”. De la intermodal fue casi de lo primero que se habló para el Nuevo

Bilbao, es también el proyecto más ambicioso, el más costoso (12 millones de euros

gastados de un presupuesto de 240 millones) y, hoy por hoy, el más polémico. Sin

embargo, parece que su puesta en marcha es segura, así como la decisión de construir la

estación intermodal en los terrenos de la estación de Abando-Renfe mediante el

soterrado de la misma y la urbanización de su superficie.

El transporte ferroviario de mercancías es el eje principal de la revolución

infraestructural en marcha, en la cual tiene un lugar destacado la conexión ferroviaria

del puerto de Bilbao, hasta el momento inexistente. El Superpuerto vino a sustituir al

anterior puerto de Bilbao, creado en la histórica industrialización de la zona, y fue

proyectado durante una década —los ochenta— que coincidía con la mayor crisis

económica de la zona y con un boom sin precedentes del transporte por carretera y la

potenciación pública de sus infraestructuras en detrimento del ferrocarril. La extensión

de nuevas y más modernas carreteras por España no ha frenado, igual que no han dejado

de desmantelarse las viejas vías ferroviarias de comunicación interprovinciales —donde

el marketing de las “vías verdes” ha tenido un papel esencial para tranquilizar una

conciencia ecológica vinculada al consumo responsable y sostenible—. Pero las

posibilidades abiertas por el TAV y, sobre todo, la necesidad de competir y converger

con otros países europeos que cuentan con este tipo de comunicación, han llevado a que

en los últimos años el AVE sea una de las apuestas e iconos de modernidad de los

distintos gobiernos españoles. Muy lejos quedan los tiempos de Abel Ramón Caballero,

ministro de transportes del PSOE entre el 85 y el 88, que consideraba “una agresión

medioambiental inaceptable este tipo de transporte” (Ecologistas en Acción 2006).

Frente a las resistencias de la asamblea anti-TAV, el gobierno justifica la “Y” vasca

como un medio ecológico para evitar la saturación del transporte de mercancías por

carretera que sufre la CAV, dada la ausencia de comunicación ferroviaria. Sin embargo,

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el Tren de Alta Velocidad está principalmente diseñado para transporte de viajeros y no

se adapta para muchas de las mercancías que llegan al Puerto Autónomo de Bilbao, a lo

cual debemos sumar que el 97% de los desplazamientos en Euskadi son

intracomarcales, y el TAV se limitaría a conectar las tres capitales vascas sin paradas

intermedias, con el efecto previsible de una mayor acumulación de las empresas en

estos puntos para detrimento de la provincia (Diagonal nº 30).

Pero, como decíamos, esta apuesta por el tren y el barco no frena el crecimiento

de la hipertrofiada red de carreteras vasca —y la aún más hipertrofiada concentración de

utilitarios privados—, y así lo muestra el Plan General de Carreteras para Donostia y

Bilbao, con su eterna promesa de eliminación de accesos y pasos a nivel (a nivel de

vivienda) que dificultan la vida de los vecinos. Sin embargo, el Gobierno Vasco quiere

dejar claro que ésta no es su apuesta, que “ya no es la solución tener más carreteras, sino

más puertos y, sobre todo más ferrocarriles”. Pero no se trata de cualquier tipo de

ferrocarril.

Todos los planes de “mejora” del sistema conllevan un precio ecológico y social

considerable, corresponden al modelo de “desarrollo” neoliberal harto conocido,

irrespetuoso con el medio ambiente natural y con el hábitat humano. El TAV tal vez sea

el exponente más claro, con la agresión al medio natural, lo inaccesible para la mayoría

de la población —pues no deja de ser un tren de lujo— y su discriminación de todo lo

que no sean grandes capitales (en ambos sentidos). Las movilizaciones anti-TAV, según

señalan los propios grupos implicados, están dejando mucho que desear; la sociedad

civil vasca no es la que era en la época de Lemoiz, cuando se contaba con un presente

industrial sólido y se podían despreciar unos pocos puestos de trabajo. El argumento

que frena hoy la conciencia social ante el auge neoliberal en Euskadi es la eterna

promesa de estabilidad y puestos de trabajo —25.000 según el consejero—, y es que,

una vez más, igual que ocurría con la cultura, las nuevas claves de la economía política

hacen del vino, sangre, y del gasto, inversión, también en el caso del transporte:

Hasta este momento el transporte crece por encima de la economía. Esto no es bueno y nos

traslada a un escenario de insostenibilidad (…) Gestionar el transporte. Ésta es la única solución.

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Pero esto también es, al mismo tiempo, la gran oportunidad del desarrollo del sector del

transporte y la logística, abriendo un nuevo campo de la economía. Aprendamos a gestionar el

transporte y conseguiremos una sostenibilidad de nuestra economía y una oportunidad de

negocio empresarial de alcance elevado como lo es en estos momentos del 12% del PIB (Amann

2004).

Claro que, en esos 25.000 puestos de trabajo y en el negocio que se pueda hacer con la

nueva red de transportes, debemos contar con los miles de precarios, los servicios

subcontratados a través de ETTs, los teleoperadores, la larga red de vigilantes de

seguridad, etc.; todo lo que rentabiliza hoy por hoy las economías del Primer Mundo.

Pero empecemos por el principio, y en el comienzo era el metro; antes de Gehry

ya estaba Foster.

3.1. Bajo tierra

Según una noticia publicada por El Correo el 14 de diciembre de 1993, el

Guggenheim y el metro estaban considerados como los “mejores ganchos publicitarios

de España”, algo que entronca directamente con la nueva política de marketing urbano

de la villa. Sin embargo, si hacemos caso a la genealogía de la S.A. de Metro Bilbao

(empresa creada para la gestión del metro), el metro tendría un sentido y orígenes bien

distintos. Podemos remontarnos hasta 1971 como primer indicio de la construcción de

un ferrocarril metropolitano en Bilbao, “cuando el Ayuntamiento de Bilbao y la Cámara

de Comercio constituyen la comisión de comunicaciones de Vizcaya para analizar el

problema del transporte en el Gran Bilbao”. Para entonces, el AMB era ya una

abigarrada conurbación de cerca de un millón de habitantes, y la red de transportes —

especialmente la que comunicaba la margen izquierda del Nervión (la zona de mayor

densidad de poblacion) con la capital— parecía insuficiente.

El primer ferrocarril construido en el Área Metropolitana era el de la margen

derecha, y se remontaba a principios de siglo. A diferencia de lo que ocurría en

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Inglaterra, espejo industrial en el que la clase empresarial bilbaína se miraba —y a cuya

burguesía y sus costumbres trataba de imitar de forma enfermiza—, en Bilbao el tren de

pasajeros no aparece como medio de transporte para los obreros. Hasta mediados de

siglo, las viviendas obreras se localizan en las inmediaciones de las fábricas, de tal

modo que la vida cotidiana de éstos se confundía con los efluvios y explosiones de las

metalúrgicas, algo que se mantuvo intacto hasta los años ochenta en localidades como

Sestao. El tren de la margen derecha se construyó para los patronos. Era el tiempo en

que la burguesía industrial y financiera bilbaína, ante el “deterioro de las condiciones de

vida” en la urbe, decide reservar sus residencias en el Ensanche para oficinas, y

trasladar su vivienda a los tradicionales puntos de veraneo en la margen derecha. En

este tiempo se crea Neguri, pensado ya no para la temporada estival, sino como

residencia permanente, de invierno (Neguri viene de negu: ‘invierno’), para la burguesía

bilbaína. Para evitar intromisiones de grupos no deseados, se impusieron una serie de

normas de edificación para la zona relativas al tamaño de las viviendas o la

obligatoriedad de incorporar piscina y jardín. El tren de la margen derecha debía llevar

diariamente a los patronos de la industria bilbaína, desde sus residencias en Neguri

hasta sus centros de trabajo en el Ensanche. Esta línea de la margen derecha estaba

gestionada en su tiempo por la empresa ferroviaria pública local Eusko Trenbideak

(Ferrocarriles Vascos); su trazo, que unía Plentzia con el Casco Viejo (con parada en la

Universidad de Deusto), coincide, salvo pequeñas modificaciones, con el primer tramo

de metro inaugurado por el lehendakari Ardanza en 1995. Del tren de lujo de principios

de siglo al metro de lujo a finales del mismo. Por su parte, en la margen izquierda fue

también necesaria finalmente una conexión entre Santurce y Bilbao para el transporte de

trabajadores, con el creciente aumento de población de la zona, y la complejificación de

la vida económica y de su red de empresas. La primera línea llegaría sólo hasta

Portugalete, terminando en la hoy jubilada estación de la Canilla; este trazado es el que

serviría más tarde para el cercanías Renfe, ampliado hasta Santurce, antigua aldea de

pescadores que fue creciendo exponencialmente a la par de la industrialización.

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A pesar de las crecientes necesidades de una red de transporte más amplia,

durante los años setenta queda pendiente el estudio de un posible metro, y se apuesta

por el transporte público por carretera, reforzado con los servicios de transporte privado

que las empresas se veían obligadas a prestar a sus trabajadores. A decir verdad, el

transporte público hacia el año ochenta en Bilbao era envidiable en frecuencia y

condiciones si lo comparamos con muchos otros puntos de España en aquel momento,

incluso con las grandes capitales. Cada una de las márgenes estaba conectada con

Bilbao por sus respectivas líneas de cercanías y, si existía una desconexión esencial,

ésta era entre ambas orillas de la ría: con el Puente Colgante y un pequeño trasbordador,

unos pocos metros entre Portugalete y Las Arenas se convertían en una distancia

considerable, sobre todo a nivel social —en este sentido las cosas no han cambiado

demasiado, el puente sigue siendo de pago—. Más allá de este “principio fundamental

de segregación urbana” en el AMB, el mayor problema aparecía en la desconexión de

muchos barrios, tanto de Bilbao como de la margen izquierda. En la margen obrera, las

poblaciones de la zona más alejada de la orilla del Nervión quedaban aisladas,

sumándose a la distancia que les separaba de las estaciones de tren, el terreno

accidentado que obligaba a convertir en verdaderos atletas a los pobladores de estos

barrios (Mamariga y Cabiezes en Santurtzi, La Florida y Repélega en Portugalete, toda

la zona alta de Sestao, San Vicente en Baracaldo). En la villa, los últimos barrios

construidos durante el desarrollismo sufrían una suerte igual o peor (Rekalde, la Peña y,

sobre todo, Santutxu, Otxarkoaga, Txurdinaga y otras, que hoy no están mejor en este

sentido, como Zurbaran). De este modo, dada la densidad y la cantidad de población, las

zonas más discriminadas por los trazados del transporte ferroviario se encontraban a lo

largo de toda la margen izquierda de la ría hasta adentrarnos en el mismo Bilbao. Claro

que esto no era fruto sino de un urbanismo caótico rayando lo imposible, que decidía el

terreno sobre el que asentar la siguiente barriada obrera por puros motivos

especulativos, comprando el terreno más barato, construyendo allí donde la lógica

humana y el instinto animal dicen que no se puede vivir; detrás de todo desarrollismo

hay una fe en el progreso tecnológico que sabe que tarde o temprano las barreras

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naturales serán superadas con otro ingenio tecnológico… Y aquí es donde llega la

máquina tele-transportadora, el metro.

A pesar de aquellos largos antecedentes, no se puede negar que el metro y, en

concreto, un metro de diseño, como el que se trajo a Bilbao, fue el primer elemento del

marketing urbano que pretendía cambiar la imagen internacional de la ciudad. Más allá

de que finalmente esté sirviendo para conectar barrios “dejados de la mano de Dios”, el

metro aparece en Bilbao junto a una parafernalia propagandística fuera de lo común

para un transporte público. Esto nos recuerda un ejemplo muy ilustrativo relativo a los

ferrocarriles en Gran Bretaña. Durante el gobierno neoliberal de los ochenta, el Reino

Unido privatizó su red de ferrocarriles. De aquella privatización se derivaron dos

consecuencias visibles: por un lado, un incremento alarmante en los accidentes con

decenas de muertos en los años posteriores; por otro, una inversión espectacular en

marketing para promocionar la imagen renovada y dinámica de aquellos ferrocarriles,

liberados del gris encorsetamiento de lo público. Aquí todavía no hemos llegado a la

privatización de los ferrocarriles, pero la privatización de su gestión es ya un elemento

en esta dirección y, como vimos, la gestión privada es la clave de la rentabilidad del

transporte público, según el propio Gobierno Vasco.

En 1987 el Gobierno Vasco apoyaba la financiación y construcción del metro,

que empezaría al año siguiente. En 1993 se crea la S.A. de Metro Bilbao, empresa

creada para gestionar este bien público —toda la infraestructura es propiedad del

Gobierno Vasco— de manera privada y según criterios de “excelencia”. El 11 de

noviembre de 1995 se inaugura el primer tramo de la línea 1, el que sale desde Plentzia

y llega hasta el Casco Viejo. En aquel momento, uno podía pensar que todo el aparato

publicitario y el bombo que se daba al metro venían a justificar una obra que, además de

muy cara, no aportaba gran cosa al trazado de ferrocarril ya existente hasta el momento.

De hecho, la única diferencia entre el tren de la margen derecha y el nuevo metro eran

unas pocas estaciones entre Deusto y el Casco Viejo (San Mamés, Indautxu, Zabalburu

y Abando). El resto del trazado era similar, con el tren viajando por la superficie —

como un tren, no como un metro— y con algunas estaciones “enterradas” (Areeta o

Algorta), para que, efectivamente, pareciese que uno se “metía en el metro” o en el tren

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de la bruja; desde luego, algo había que hacer para convencer a los bilbaínos de que

aquello era un metro y no simplemente el tren de toda la vida al que habían cambiado

los vagones y colocado un par de “fosteritos".

Antes de Gehry fue Foster, Norman Foster. La britanofilia bilbaína, que en

casos concretos ha degenerado, sin exageración, en enfermedad mental, se reinauguraba

en la sociedad bilbaína. Años después tendríamos a James Bond actuando para su

enésima película en las inmediaciones del Guggenheim, y todo podría parecer fruto de

una casualidad de no existir realmente en Bilbao lugares tan anacrónicos como La

Bilbaína, club privado al viejo estilo de los gentlemen británicos donde “se cuecen

muchas cosas de las que se decide en empresas y administraciones públicas”, según

declaran sus propios responsables. El arquitecto de Manchester comenzaba, a finales de

los sesenta, dentro del movimiento que se dio en llamar hi-tech. Entre sus obras más

conocidas y destacadas está el edificio central del Hong Kong and Shanghai Banking

Corporation, en Hong Kong, terminado en 1986. Este edificio parece recoger la

herencia futurista de la ciudad maquínica de San t́ Elia, exponiendo en la superficie todo

el entramado tecnológico con orgullo; de hecho, se trata de un edificio dotado de un

complejo sistema mecánico e informático, que regula la cantidad de luz que entra en el

interior a través de espejos. Pero lo más impresionante es su interior, semejante a un

gran portaviones, no apto para personas que sufran de vértigo: los pisos literalmente

cuelgan de las paredes dejando un enorme espacio vacío en el centro. Es la estética de la

tecnología punta que no busca ornamentos ni disimulos.

La Torre Eiffel asomaba al nuevo siglo superando la barrera entre ingeniería y

arquitectura, pero aún cargada con el impulso humanista que llevó a la revolución

científica del Renacimiento; en el final del siglo XX y de los sueños de la razón,

arquitectos como Foster, Richard Rogers o Peichl explotan todas las posibilidades de la

tecnología aplicada a la arquitectura, pero ya no hay nada de aquel simbolismo

ilustrado: es la tecnología secularizada en manos de las grandes multinacionales que

pagan el encargo. El lugar en el que quedan los empleados en estas “máquinas de

trabajar”, como la de Hong Kong de Foster, es la penumbra; no son más que

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insignificantes masas de carne al lado del mamotreto de metal en el que se encajan. El

metro de Bilbao se diseña en este mismo estilo high tech pero sin el brutalismo que se

podía encontrar en Hong Kong. El diseño de una serie de estaciones de metro podría

resultar poco visible en la superficie urbana; sin embargo, en el caso de Bilbao se quería

que las nuevas paradas tuvieran un efecto para el exterior de la ciudad, ya que era el

primer paso hacia el Nuevo Bilbao, y el viandante lo tenía que notar. La solución fueron

los famosos fosteritos, cubiertas para las estaciones de metro que emergía desde el

subsuelo como embudos que pretenden llevarse de paseo en metro a toda la ciudad; éste

es uno de los elementos más innovadores y de mayor orgullo para Metro Bilbao. El

mayor espectáculo lo encontramos, sin embargo, en el interior de las estaciones. Como

en sus anteriores arquitecturas, Foster aprovecha visualmente los grandes espacios

horadados en pos de un monumentalismo tan espectacular como, a veces, agobiante. En

la estación de Sarriko podemos contemplar la enorme altura y todo el volumen vaciado

si montamos en su ascensor o desde las mismas escaleras mecánicas, en un travelling

ascendente que nos coloca en una dimensión intermedia entre “La estrella de la muerte”

de la Guerra de las galaxias y el estadio de Nüremberg de El Triunfo de la Voluntad.

Recuerdo concretamente el primer corte de luz que pude vivir en el metro de

Bilbao. Las escenas de la multitud ascendiendo serenamente desde la profundidad de la

parada del Casco Viejo eran propias de un grabado de Piranesi. No se trata tanto de la

efectiva profundidad —que en algunas líneas del metro de Madrid, que nada tiene de

diseño, es mayor— como de la acentuación, a través de la gran altura de todos los

techos, del volumen espacial. Foster, en contra de la tendencia general de la arquitectura

a “hacer como si nada pasase”, como si realmente no estuviésemos a 100 metros sobre

el suelo en un rascacielos o a 30 metros de profundidad bajo el suelo en el metro, nos

insta a que tomemos el toro por los cuernos y asumamos cotidianamente la grandeza de

la construcción, pero también la brutalidad de nuestra tecnología en relación a nuestros

miserables cuerpos. Supongo que si Foster diseñase coches eliminaría la carrocería para

que sintiésemos el vértigo de los 100 km/h en nuestra humana dimensión, tal y como

gustaba Marinetti. Igual que ocurría con Gehry, en el caso de Foster nos encontramos

con un arquitecto radical, que no quiere esconder las contradicciones de la vida moderna

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pero, como ocurría con el californiano, el proyecto de marketing urbano en que está

embarcado Bilbao engulle y convierte en marca todo lo que contrata, y cuando más

espectacular y llamativo, mejor.

No se puede negar la habilidad, inconsciente o no, de los administradores

locales. El metro de Bilbao es un metro-icono, es el “Meta-metro”. Lo era ya cuando

sólo se había inaugurado la primera línea, el antiguo tren de la margen derecha

disfrazado que no deja de ser hoy. Por otra parte, que un medio de transporte tan

tortuoso para el usuario se convierta, precisamente, en un signo de prestigio y lujo no

puede dejar de resultarnos paradójico. El metro como medio de transporte fue

históricamente, y hoy recoge esta herencia, una claudicación del peatón ante las

exigencias de la vida moderna. El coche irá por la superficie; el peatón, con las ratas,

bajo tierra; el consumidor bajo la luz del sol; el ciudadano de a pie, a la sombra de las

miles de cámaras “que velan por su seguridad”. Y en cuestiones de seguridad va

sobrado nuestro metro, con su interminable lista de prohibiciones; al menos parece que

finamente Metro Bilbao S.A. ha claudicado ante el intento de preservar la exclusividad

de su imagen frente a los fotógrafos anónimos. Últimamente, las páginas de la revista

que publica la empresa Metro Bilbao se quejan del creciente vandalismo registrado en

sus instalaciones, cosa que no deja de ser sorprendente si tenemos en cuenta el celo y la

agresividad de sus empleados y la política de no permitir la más mínima puesta en duda

de su autoridad represora y sus prerrogativas como policía de este espacio vigilado.

Ya en el Renacimiento, Leonardo pensaba una ciudad utópica en la que los

humanistas y los practicantes de las artes liberales caminarían por la superficie, sobre

pasos elevados, en contacto con el sol vivificante, mientras que los mecánicos, la plebe

dedicada a artes innobles, habría de desplazarse por subterráneos, evitando el encuentro

entre los hombres vulgares y la aristocracia del espíritu. Fritz Lang repetiría el esquema

en Metrópolis, aunque ambos modelos están, posiblemente, inspirados en la distribución

de las artes en los barcos. Bilbao, sin embargo, parece tener otra cultura

cinematográfica, gusta más de adentrarse en el interior de la tierra, cual molochs… O

eso piensan nuestros dirigentes, quienes no cogen el metro más que en las

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inauguraciones. El tedio que produce el hábito del metro es digno de un estudio

antropológico: basta con ocultar una cámara en un vagón para ver la felicidad que

transmite a sus viajeros el metro más “elegante” de Europa. Pero como vimos, de lo que

se trataba con el metro era de convertir a Bilbao en metró-poli; tendremos que decidir

cuáles van a ser nuestras colonias. El metro es el primero de aquellos “iconos” de

modernidad que el marketing urbano ha querido extender sobre la imagen de Bilbao. En

la competición mundial entre ciudades, Bilbao no puede competir contra iconos de lo

urbano como Nueva York, Buenos Aires, París o Londres. Sin embargo, en una segunda

división, se vuelve competitiva y rentable mediante otras estrategias. Al contrario que

las grandes ciudades de la Modernidad, Bilbao no puede realizar la operación

postmoderna de auto-iconización de, por ejemplo, Nueva York, a través de su cine. En

la Postmodernidad no sólo las ciudades históricas convertidas en turísticas se preocupan

por lucir su “identidad” en cada rincón; la idiosincrasia de Bilbao no existe en el

imaginario global, como sí existe la de Londres, París, Roma, Venecia o San Francisco.

Para competir en la carrera del marketing urbano, Bilbao abandona el cultivo de su

propia intimidad para significar, con sus nuevas arquitecturas, con sus nuevos medios

de transporte, con su nuevo Casco Viejo, la “idea” de ciudad moderna: la imagen mítica

de la Modernidad urbana. Paradójico.

La “Y” del metro de Bilbao, con el centro de la “Y” en San Inazio, a partir de

donde se bifurca hacia ambas márgenes de la ría por un lado y ascendiendo hasta

Etxebarri por el otro, ha sido la justificación “social” de este transporte, conectando

zonas hasta ahora relativamente aisladas, tanto los barrios más altos en Bilbao como los

más alejados de la ría en la margen izquierda. El tortuoso urbanismo bilbaíno, sobre

todo a nivel de alturas, hizo que se instalasen ya a principios de siglo ascensores para

conectar la parte baja del Casco Viejo con la nueva en expansión en Begoña, ascensores

(aún existentes) que, al igual que el Puente Colgante de Portugalete, unían dos espacios

y dos clases sociales previo pago del importe del billete. Como veíamos, Begoña se

convirtió históricamente en refugio para una clase “media” letrada con conciencia

diferencial al respecto de la inmigración obrera; el pago del peaje de su ascensor

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marcaba la distancia. Pero las necesidades del desarrollismo borraron esta

diferenciación y, alrededor de Begoña, se extendieron bloques obreros rodeando todo el

Casco Viejo, circundando completamente la colina que lo recorre. Y la extensión siguió

más allá hasta Otxarkoaga, rincón marginal por excelencia de Bilbao, donde hoy por

hoy sigue sin atreverse a ascender el metro. El centro de metadona y los corros de

gitanos saludan la entrada a este barrio saneado con un parque y un diseño corbuseriano

de ciudad residencial —o campo de exterminio— del extrarradio parisino, todo él

bordeado de autopistas que lo aíslan del tejido urbano. Para otras zonas periféricas el

metro sí ha supuesto uno de los pocos parabienes que han sacado del Nuevo Bilbao. Los

barrios más populosos de Bilbao —Santutxu, San Inazio (no así Rekalde) y las zonas

interiores de Barakaldo y Sestao— están ahora conectadas con el centro como nunca, lo

cual no sólo redunda en beneficio de sus habitantes, sino también de la especulación

inmobiliaria, siempre en contacto con los planes de los políticos. El caso de San Vicente

en Barakaldo es notable. Pero no lo es menos el de Cabiezes, en Santurtzi, donde está

prevista la llegada del metro para 2010, el glorioso año para Bilbao Metrópoli 30. El

AMB, saturada de espacios edificados y de viviendas vacías, no desaprovecha la

oportunidad para construir allí donde va a haber una nueva parada de metro.

La otra reforma ferroviaria que ha ayudado a reconectar barrios ha sido la del

recorrido de cercanías Renfe de la margen izquierda. El primer trazado de un tren

“obrero” para desplazar trabajadores de sus puestos de trabajo a la fábrica a lo largo de

la margen izquierda (1888) conectaba Bilbao con la estación de La Canilla, en

Portugalete; posteriormente se extendería hasta Santurtzi, conectando el antiguo

municipio pesquero con El Arenal bilbaíno (La estación de La Naja, hoy abandonada).

Para la intervención sobre Abandoibarra, el trazado de aquel tren fue desplazado junto

al de mercancías que hacía el camino de Santurce a Bilbao inaugurado in hilo tempore

por las titánicas sardineras. Las estaciones de Deusto (universidad) y La Naja

desaparecían; a cambio, el tren inauguraba otras nuevas en San Mamés, Autonomía,

Ametzola y Zabalburu, para ir a desembocar en la estación de Abando, histórico punto

de llegada de los ferrocarriles interprovinciales y primera estación de ferrocarril

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construida en Bilbao –paradójicamente, fuera del término municipal de la villa pues, por

aquel entonces, Abando aún era una anteiglesia independiente; fue anexionado en 1890–

. Esto permitía centralizar la mayor parte de los servicios ferroviarios en Abando, tanto

los de cercanías (margen izquierda, zona minera y encartaciones) como los que

conectaban con el resto de España. La centralización de las líneas de cercanías y

provinciales en Abando se vio acompañada de una sencilla pero eficaz reforma

arquitectónica en la estación, tal vez el precedente por excelencia de todo lo que vendría

después a nivel estético y político en Bilbao. En este caso, se cambió el austero acceso

lateral a las vías para abrir el espacio en una perspectiva majestuosa; la acumulación de

multitudes se hace visible para el usuario (y el turista), así como se aprovecha toda la

altura del edificio, mostrando sus distintos niveles unidos por las escaleras mecánicas.

Este tipo de escenario es común a todas las estaciones renovadas en Bilbao, tanto las de

metro como las de cercanías, espacios que se abren frontalmente al espectador como

enormes auditorios o teatros. Por otra parte, según la obra prevista por Bilbao Ría 2000

para este año 2006, la operación estética de estaciones de tren se va a ver completada

con la reforma del vestíbulo y la parte posterior de la estación de La Concordia, una de

las primeras grandes estaciones de Bilbao, y auténtico icono arquitectónico de la ciudad.

Al parecer, la reforma que se va a realizar en esta estación es muy similar a la que

describíamos anteriormente en Abando; entre estas dos estaciones, además, distan sólo

unos metros y un callejón en el que se van a habilitar pequeños comercios. Los “puntos

muertos” urbanos se rellenan con espacios de consumo, para cubrir los “tiempos

muertos” de los pasajeros.

Si bien la proyectada estación intermodal no ha visto la luz aún, en el perímetro

de la estación de Abando y La Concordia se concentra gran parte del transporte

ferroviario urbano e interprovincial, quedando sólo al margen la Estación del Norte, en

Atxuri, que conecta Bilbao con San Sebastián, línea que, como vimos, vive en el siglo

XIX. En concreto, y volviendo a la estación de Abando, a la centralización de los

distintos Cercanías y los interprovinciales se suma la conexión con el metro a través de

una parada en Abando. El efecto que, además, se produce con esta centralización es el

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de una indiferenciación espacial entre el usuario del tren de la margen izquierda, el del

metro (prácticamente de la margen derecha, hasta ahora) y el usuario de líneas de largo

recorrido nacional e internacional —por lo general ocasional y de carácter

heterogéneo—; la llegada del AVE hará que la confusión sea aún mayor. Si en las

antiguas fábricas la acumulación de los trabajadores y su separación de las clases

dominantes hacía que la “clase obrera” apareciese como algo tangible, la

indiferenciación en un mismo espacio de los viajeros procedentes de diversos puntos,

con distintos destinos, viajando por muy diferentes motivos y de muy desigual extracto

social, hace que las masas de individuos se perciban sólo como “usarios”, como

clientes, por tanto “consumidores” de determinado bien, el transporte, cada uno desde

sus intereses y su conformación individual e intransferible, como el DNI. Por contraste,

el desvío del tren de la margen izquierda, recogiendo ahora pasajeros de la zona de

Autonomía y del barrio de Rekalde –de extracción y tradición típicamente obrera–,

viene a aglutinar y separar más si cabe una serie de zonas marcadas por su marginalidad

al respecto del actual proceso, como residuos o deshechos sociales del proceso previo de

desindustrialización. Esta es una lógica que se repite a lo largo de las distintas

actuaciones en el Nuevo Bilbao: acumulación y separación de los grupos sociales

(polarización y guetificación) por un lado, a la vez que masificación y homogeneización

de todos ellos en la metrópoli, en la metrópoli “de paso”, como es el caso de Abando, y

en la metrópoli de consumo, como los paseos marítimos, puertos deportivos, y

macrocentros comerciales. Es una estrategia doble: a pesar de poner en juego nuevas

armas –el consumismo–, el Poder no desprecia las viejas identidades de clase, sino que

las utiliza en su propio beneficio, para que se vuelvan de hecho contra la clase como

posible sujeto político y, por tanto, adversario.Los trabajadores en tanto que individuos se sienten ahora impotentes ante su

identidad de clase, no saben qué hacer con ella. En su lugar de trabajo están sometidos a

tal inestabilidad laboral, que las alianzas entre los compañeros, la vieja fraternidad

obrera, se resquebraja; la sensación de ser para la empresa simplemente provisionales y,

por tanto, prescindibles dinamita cualquier ánimo de organización en el ámbito laboral.

Fuera del trabajo, en un espacio como el tren de la margen izquierda, que aglutina un

grupo homogéneo a nivel de extracción social, la identidad colectiva tampoco concierne

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al individuo, es más, aparentará no pertenecer a este grupo disfrazándose con los signos

del simple y llano “consumidor” universal. De hecho, sabe que en cuanto llegue a la

metrópoli y se confunda con el gentío de (in)diferentes consumidores desaparecerá

cualquier posible espejismo de clase.

No existe un icono de la metrópoli más fotogénico y cinematográfico que el tren

y sus estaciones. La operación de centralización que hemos descrito al respecto de

Abando, operación de estética, actuaba en este sentido. El marketing urbano aprovecha

todos sus recursos disponibles para significar la ciudad en tanto que gran bazar, motor

de los anhelos, gran mercado que a la vez se hace mercancía a sí mismo (paradoja

lógica), gran mercado que a su vez es objeto de los anhelos del consumidor. En este

proceso ad infinitum la ciudad de facto queda oculta bajo la fantasmagoría de lo ciudad:

Bilbao metropolitano representa ahora “cualquier gran ciudad”.

Si el ferrocarril es todo un signo de la Modernidad —con su buqué melancólico,

por tanto periclitado, de vieja película—, el tranvía lo es de forma más intensa, por

haber desaparecido de la vista con aquellos buenos años. Todos tenemos un tío-abuelo

que murió atropellado por un tranvía, si no, siempre podemos remitirnos a la figura de

Gaudí. Y es que morir atropellado por un tranvía parece un lujo, modo romántico de

dejar este mundo donde los haya, superior incluso a la tuberculosis. El primer tranvía

eléctrico se construyó en Bilbao en 1896. Más de cien años después, “el asesino

silencioso” volvía, con un look renovado, inspirado quizás en La fuga de Logan, pero

mantenía intactas sus siniestras inclinaciones y, de nuevo, se llevaba por delante a algún

peatón despistado en tanto que víctima propiciatoria. En este caso, el muerto no era

Gaudí ni nuestro tío, sino un inmigrante, mujer y que, para colmo, estaba hablando por

teléfono móvil… ¡Si es que no se puede andar así por la calle! No hubo mayor

escándalo, los bilbaínos entendían que éste es el precio del progreso y, en pos del

progreso, ni en Euskadi ni en España, a nadie le pesan las víctimas, que siempre son

víctimas de su imprudencia, como cada temporada nos recuerda la DGT.

El tranvía es atractivo para el turismo, con un recorrido por las zonas insignes

del nuevo y el viejo Bilbao y, además, era muy útil para el transporte de cortas

distancias dentro de la capital. Además, esto hay que reconocérselo, el tranvía es el

único medio de transporte público perfectamente adaptado para los minusválidos, a

quienes verdaderamente sí ha hecho un gran servicio y no sólo nominal, como es lo

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habitual. Pero, remarcando la cuestión de la acumulación en la que insistíamos antes, el

tranvía realiza una operación de montaje urbano inversamente proporcional a la que

veíamos en el cercanías de la margen izquierda. Si este último entrelaza los espacios de

mayor marginación y que menos interesan mostrar del AMB, el tranvía es un fundido

encadenado de esas imágenes que vemos en calendarios, libros, revistas y todo tipo de

folletos publicitarios de Bilbao. Lo feo con lo feo, lo bonito con lo bonito; el pasado con

el pasado, el futuro con el futuro.

Al respecto del elemento puramente icónico del ferrocarril en el nuevo Bilbao (y

esto a pesar del intenso uso del cercanías y el metro), considero importante destacar la

cuestión del soterramiento de vías, por la que tan obsesionados están en Bilbao Ría

2000. Este tipo de acción urbanizadora me recuerda en su lógica al ecologismo que

remeda el impacto visual de los tendidos eléctricos en paisajes naturales soterrándolos:

el típico ecologismo de “adosado”, cuya concepción del desarrollo sostenible y el

respeto al medioambiente se reduce a una estética purista que esconde un despilfarro

energético y una agresión medioambiental reduplicativa. En Bilbao se reconocen las

vías que cruzan la ciudad como “heridas”, y se soterran para dar paso a nuevas

carreteras de incluso cuatro carriles que se contemplan con normalidad, como si los

coches no cortasen la libre circulación del peatón, no atropellasen habitualmente

ciudadanos de a pie, no emitiesen contaminación combustible y acústica (el 90% de la

que sufren las ciudades). El ferrocarril se potencia como logo, como objeto de

contemplación, pero los modos de vida que se prescriben y las propias condiciones

laborales y los servicios están atados al uso del vehículo privado; la hipocresía no podía

ser mayor. Uno de los soterramientos de vías a mi juicio más desafortunados fue el de

San Mamés. El antiguo ferrocarril de transporte de mercancías que venía desde

Olabeaga “partía en dos” la zona de San Mamés, para adentrarse después en un túnel y

salir a la superficie por la zona de La Casilla (Ametzola, el otro soterramiento más

visible). La Facultad de Ingenieros de Bilbao se construyó junto a las vías y, con su

crecimiento, los ingenieros responsables en el diseño, se vieron obligados a convertir el

propio edificio en un puente sobre las vías, de tal forma que se extendió un pasillo y

varias aulas elevadas sobre el vacío, con las vías por debajo. El simbolismo,

precisamente, de una facultad de ingeniería, quedaba reflejado en esta síntesis; aquel

abrazo que realiza físicamente el Guggenheim entre pasado y presente al integrar en su

arquitectura el puente de La Salve, estaba realizado en otro sentido en este edificio: el

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abrazo entre la teoría y la práctica, entre la formación de ingenieros de puentes y

caminos y el trazado de puentes, vías y caminos para el desarrollo industrial. Claro que,

con la terciarización de la economía española, estos símbolos resultan un tanto demodé

frente a una dinámica laboral basada en la oportunidad y la inestabilidad a la que

incluso los jóvenes ingenieros se tendrán que adaptar. Con el soterramiento de las vías y

el enterramiento de algún piso de la Facultad de Ingeniería, la antigua metáfora queda

deshecha, a la vez que la belleza y efecto de aquel edificio quedan reducidos al absurdo.

Se potencia el uso del ferrocarril urbano como parche al límite del crecimiento del

parque automovilístico, que satura todas las ciudades españolas, pero esto se hace en

detrimento del ferrocarril interurbano, cada día más cercano a su extinción. La clave de

este proceso es muy sencilla, se basa en el simbolismo que posee el automóvil al

respecto de la propiedad privada vertebrada sobre la unidad familiar, frente al

ferrocarril, en el que el conflicto público se hace inevitable. Podríamos pensar en

núcleos de grandes comercios como Megapark en la margen izquierda o Artea en la

margen derecha, cuyo acceso primario fuera un ferrocarril de cercanías, habilitado para

el transporte de las mercancías que los usuarios de los centros comerciales adquiriesen;

algo que aparece irrealizable no por cuestiones técnicas, sino porque repugna al gusto

del consumismo contemporáneo. El “ir de compras”, ese ritual fundacional de la

Modernidad líquida según Bauman, está muy estrechamente vinculado en estos casos al

“ir en coche”. En este rito, el continuum del consumo no se rompe, porque el coche se

entiende como parte de este hacer uso del consumo privado con lo que de la “burbuja

doméstica” nos desplazamos hasta el mercado en la “burbuja automovilística”,

reduciendo la interacción y el conflicto público al de la vivienda: los saludos en el

portal o, en el peor de los casos, las amenazas y reyertas entre vecinos, los bocinazos y

las agresiones en la carretera.

El tren, por su parte, no se exhibe más que en puntos de concentración, allí

donde su imagen puede ser un fondo de reclamo al consumo, como claramente se está

desarrollando en la estación de Abando. Al contrario, cuando Gehry concibió y

construyó su Guggenheim quiso aprovechar el trazado de líneas que circulaban por

debajo del museo de tal modo que, cuando el tren pasaba, el interior del museo actuaba

como caja de resonancia, magnificando, una vez más, el paisaje de la Modernidad en

ruinas que tanto fascina al arquitecto norteamericano. Esto podía tolerarse en el Nuevo

Bilbao como parte del espectáculo retro y tras el pago del ticket del museo, ya que fuera

del consumo la experiencia estética de la ciudad moderna está vedada; lo que queda es

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la experiencia estética y política inconsciente de la vida postmoderna, de la economía

terciarizada y el consumismo feroz.

Frente a lo anterior, una de las intervenciones ferroviarias y arquitectónicas más

destacables artísticamente en el Nuevo Bilbao es, sin duda, la de Ametzola. La nueva

estación de cercanías, creada tras el cambio de trazado del tren Santurtzi-Bilbao, se

construyó a la altura del cuidado estético del nuevo Bilbao. Los responsables del diseño

fueron los arquitectos De la Brena, Iriarte y Múgica, un equipo (IMB) del que hay

escasa noticia para lo que es habitual en el Nuevo Bilbao metropolitano; el proyecto se

enmarca dentro de las acciones de Bilbao Ría 2000, en concreto, en la renovación del

cercanías de Renfe de la margen izquierda, que ha traído también otras nuevas

estaciones, la de San Mamés, Autonomía y Zabálburu, y la remodelación de la estación

de Santurtzi, bastante menos afortunada que la de Ametzola. Con un acceso de vidrio y

metal de aspecto high tech, cercano a los fosteritos del metro, pero eludiendo sus curvas

—de un trazado, así, más clásicamente “moderno”—, lo más atractivo en diseño del

equipo IMB se encuentra, sin embargo, en el interior “subterráneo” de la estación. Los

viajeros esperan en un anden muy largo; la vista se prolonga hasta confundirse el andén

con el propio túnel desde el que llega el ferrocarril; como en el metro de Foster es el

hormigón quien domina el espacio pero, al revés que en la obra del arquitecto británico,

se acentúa la horizontalidad del desplazamiento del tren, en lugar de los amplios

espacios monumentales. Los arquitectos han abierto una serie de “respiraderos” a lo

largo del andén y el túnel que lo continúa, y han aprovechado estas claraboyas para

plantar una línea de árboles que trepan desde la oscuridad de las vías hacia la luz,

desplegando sus ramificaciones ya en la superficie. Para el viajero que espera el tren,

estos árboles en busca de la luz exterior representan una visión liberadora; no se niega el

carácter alienante de la estación subterránea, al contrario, la masa de hormigón acentúa

su carácter opresivo de arquitectura militar, de búnker a la espera de un bombardeo, sin

embargo, la inserción de la naturaleza, de la línea de árboles, da un lugar a los cuerpos

sepultados y una esperanza de “respirar” ante la opresión tecno-económica que nos

circunda. Es, sin duda, la arquitectura más interesante, más incluso que el Euskalduna,

de las que se pueden encontrar en Bilbao; a pesar de ello, y de ser icono para la sociedad

Bilbao Ría 2000, es difícil encontrarlo destacado en las guías turísticas. El organicismo

de IMB no habla el lenguaje consolador de Frank LLoyd Wright, si acaso el trágico de

Saenz de Oíza pero, más allá, plantea un diálogo crudo entre cuerpo y técnica, no oculta

la realidad, y por eso plantea el problema. Esta arquitectura alberga, además, una

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interesante escultura de Vicente Larrea, una protoforma de hierro oxidado, magma

telúrico que expresa todo el potencial crudo de la materia.

3.2. En la superficie

Si la ría del Nervión ha sido protagonista de la historia del AMB en sus distintas

fases y momentos históricos, sus puentes no lo han sido menos. Desde el histórico

puente medieval de San Antón —del que aún se guarda recuerdo en el escudo de la

villa—, derribado en aras del progreso tecnológico por la oligarquía industrial bilbaína,

hasta el Puente de Portugalete, auténtico icono de la modernización vizcaína, la

construcción de los distintos puentes, sus usos y sus reglas han determinado la vida

económica y social de la zona. Del mismo modo, los artífices del Nuevo Bilbao han

subrayado su pretensión de recuperar la ría, sus orillas y sus aguas como vía de

comunicación. Sin embargo, si el tráfico de pasajeros o turístico por las aguas del

Nervión sigue siendo esporádico, entre ambas orillas y dentro del término municipal de

Bilbao, se han lanzado varios nuevos puentes. La repercusión mediática de éstos ha

sido, en cualquier caso, bastante desigual; a los lobbies del Nuevo Bilbao les ha

interesado más promocionar la imagen de los puentes y pasarelas peatonales que se han

trazado entre ambas orillas que hacer publicidad de los nuevos enlaces destinados

principalmente para el tráfico rodado, en los que en realidad se han centrado las nuevas

realizaciones de los últimos años, como ocurrió en toda la historia industrial de Bilbao.

De hecho, la destrucción del antiguo puente de San Antón (construido antes de 1318),

sólo se puede explicar para mejorar la comunicación “rodada” en este punto. Y es que

ésta sigue siendo la historia de Bilbao, como la de las principales ciudades españolas: el

arrinconamiento del peatón en espacios específicos para su “esparcimiento”, y el

soterramiento del transporte público (metro), todo para dejar vía libre sobre la superficie

al transporte privado.

Una vez más, el acto fundacional, en cuanto a la recuperación “icónica” del

puente bilbaíno, lo establecieron el dueto Krens-Gehry, al abrazar el puente de La Salve

en la arquitectura del Guggenheim-Bilbao. Este puente es otro de esos símbolos del

desarrollismo, ideado a finales de los sesenta para aliviar la congestión de tráfico en el

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norte de Bilbao, se construyó en 1972 según diseño del ingeniero Juan Batanero. Su

nombre oficial es “Príncipes de España”; el popular viene del lugar en el que se

construye desde el que, según se dice, los marineros que por ahí pasaban cantaban

salves a la virgen de Begoña, pues su santuario era visible desde ese punto. El puente de

La Salve se construyó a 23,5 metros por encima del mar para permitir el tránsito de

barcos, constituyendo aún hoy un icono de la dureza industrial de Bilbao. La enorme

mole de hormigón y hierro, pintado de un verde absurdo, conecta la Alameda Rekalde y

Mazarredo, en el Ensanche, con la autovía de Begoña, soportando un tráfico diario de

65.000 vehículos, con sus accidentes y atropellos. Desde la orilla derecha de la ría, los

peatones tienen acceso a la superficie del puente a través de unas escaleras y de un

ascensor de pago (0,16 euros, según última tarifa), pero la incomodidad para los no-

conductores no acababa en el duro ascenso hasta el puente, sino que, una vez allí, son

recibidos por el comité de bienvenida de cuatro carriles de coches que salen o entran a

Bilbao a toda velocidad, y esto, recordemos, a más de 20 metros de altura sobre la ría.

No es de extrañar que este puente se convirtiera en una cita habitual para los suicidas

bilbaínos: el ascenso de los treinta metros invita más a lanzarse al vacío que a cruzar a

la otra orilla del Nervión. A pesar de que la demanda de soterramiento de la autovía de

Begoña por parte de los vecinos no haya llegado a buen puerto —antes se soterra a los

vecinos que al transporte rodado en Bilbao—, actualmente se está acondicionando esta

autovía para transformarla en una vía urbana y reducir su tráfico y siniestralidad a la

mitad, con lo que es de esperar que mejoren en algo las condiciones del Puente de La

Salve. Sin embargo, cuando el promotor americano Thomas Krens quedó extasiado ante

este puente, se encontraba atravesándolo en su footing vespertino; quizás a aquella hora

el tráfico fuese menos intenso de lo habitual pero la impronta estética, de nuevo,

provenía de encontrarse cara a cara con otra de aquellas ruinas vivientes de la

modernidad industrial occidental. Y es que somos muchos también los que pensamos

que no habría habido mejor monumento conmemorativo del 11-S que conservar sus

ruinas humeantes como memoria viva del desastre de la Postmodernidad occidental;

claro que a tanto no se atrevían Gehry y Krens.

Pero, a la vez que el museo Guggenheim abrazaba el Puente de La Salve, se

trazaba otro —hoy junto al Palacio Euskalduna de Congresos y de la Música— para

“agilizar” el tráfico rodado, en este caso en su conexión entre el valle de Asúa y el

Txorierri (en la margen derecha), y las autopistas A-8 y A-68 (hacia Santander, Vitoria

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y San Sebastián). Con el puente de Euskalduna se pretendía librar al de Deusto, en

medio de todo el “tinglado” turístico de Abandoibarra, del denso tráfico rodado que lo

puebla, haciéndolo de este modo más atractivo para el consumidor de a pie (o de “a

parking”) que se acerca al centro comercial Zubiarte o a los paseos de camino al

Guggenheim. El puente de Euskalduna viene a completar por el lado tecnológico al

Palacio de Congresos y de la Música, de modo análogo a como La Salve complementa

al Guggenheim. Este puente, que no fue fruto del desarrollismo franquista, hace

convivir de “igual a igual” a peatones y coches, con unas condiciones menos brutales

para el ciudadano de a pie, pero sin eliminar su papel secundario en el centro urbano.

Diseñado por el ingeniero Javier Manterota, fue saludado con admiración técnica por su

trazado en curva que permitía un tránsito eficaz entre la perpendicular a la ría de Sabino

Arana y la paralela de Botica Vieja, en la otra margen. Pero lo que para el vehículo a

motor es una suave transición, para el ciudadano de “a pie” es un recorrido duro y poco

amable, a pesar de la ancha acera y del tejado que resguarda de las habituales lluvias

bilbaínas, no tanto del viento imponente que llena de paraguas la superficie de la ría. La

curva del Puente de Euskalduna fue uno de los mayores reclamos en el Bilbao Urban

Circuit, aquel día de verano de 2005 en que Bilbao creyó convertirse en Montecarlo. A

este puente-scalextric, ideal para carreras de coches, debemos sumar un tercer puente

“automovilístico”: el puente de Miraflores. Fue abierto al uso el 28 de abril de 1995, sin

ceremonia inaugural por miedo a las protestas vecinales que, en fechas supuestamente

tan alejadas del “desarrollismo”, se encuentran con un nuevo foco de ruidos y

contaminación a la puerta de sus viviendas. El puente une la autopista A-8 y Bolueta;

con una altura de 45 metros supera al de Róntegui (en Barakaldo), que en los años

ochenta se levantó a 42 metros de altura para permitir el paso de unos barcos que en

muy pocos años después se dejarían de construir. Tanto puente de altas velocidades no

resulta muy atractivo para el Nuevo Bilbao cívico y sostenible que se trata de construir,

por ello, los distintos grupos que gestionan el plan de regeneración metropolitano han

puesto un especial énfasis propagandístico en sus pasarelas o puentes peatonales sobre

el Nervión y alrededor del núcleo urbano-turístico de Abandoibarra. Uno de los últimos

puentes en colocarse ha sido la pasarela de Pedro Arrupe, ligera, sencilla, eficaz y barata

—nada que ver con la multimillonaria obra de ingeniería de Miraflores—, que une la

privada y pía Universidad de Deusto con su nueva Biblioteca, construida en el nuevo

centro de Abandoibarra; por si los alumnos de Deusto consultaban poco su biblioteca,

ahora tienen un aliciente más para quedarse en la cafetería, al trasladar los libros al otro

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lado de la ría, ni más ni menos. La pasarela de Pedro Arrupe no será la última, pues se

conciben constantemente nuevos nudos peatonales entre ambas márgenes pero, sin

duda, el más insigne fue el de Calatrava, el primero.

Los protagonistas locales de la empresa bilbaína quisieron amortiguar el valiente

y un tanto brutal gesto artístico de Gehry y Krens para con el puente de La Salve con la

construcción del Zubi-zuri (‘puente blanco’), más conocido como Pasarela de Calatrava.

Otro hijo del high-tech, el arquitecto valenciano se hizo famoso con su Ciudad de las

Artes y de la Ciencia en Valencia. Al contrario que Foster, ha querido siempre presentar

un aspecto más humano y orgánico de la tecnología, una “estética de la sostenibilidad

tecnológica”. La rumorología dice que incluso se manejaba su nombre en caso de que

Gehry fallase para el Guggenheim. Al final se tuvo que conformar con el aeropuerto de

Loiu, conocido como La Paloma. Ya la pasarela trajo sus problemas. La climatología y

la luminosidad mediterránea, a la que tan bien se adapta la arquitectura de Calatrava,

poco tienen que ver con la gris condena de Bilbao. El Puente-blanco tenía originalmente

un suelo transparente que permitía ver la ría a los viandantes, pero la suave y constante

lluvia frecuente de Bilbao (sirimiri) convirtió la pasarela en paseo deslizante, con lo que

hubo que cubrirlo de una resina adherente que le ha hecho perder su transparencia. Para

más inri, esta resina, a costa de tanta humedad, ha tomado un aspecto verdoso un tanto

repulsivo. Otro tanto le ha ocurrido a la propia superficie del puente, ya que las

inclemencias del tiempo, la humedad y la contaminación hacen que pierda su aspecto

inmaculado y parezca, simplemente, sucia.

El aumento del tráfico aéreo en el antiguo aeropuerto de Sondika hacía necesaria

una ampliación desde finales de los ochenta. Bilbao tenía prácticamente el monopolio

del tráfico de pasajeros en la CAV; los aeropuertos de Foronda en Álava y de

Hondarribia en Guipúzcoa se han especializado en el transporte de mercancías, y el

crecimiento de la economía terciaria española, en general, y de la vasca, en particular,

conllevaban un aumento del tráfico de pasajeros. Las autoridades de la Diputación

aprovecharon esta oportunidad y, en lugar de ampliar el aeropuerto de Sondika, deciden

construir uno ex nihilo. Contando con el plan estratégico urbano del AMB, se entiende

que lo primero que van a ver los turistas e inversores de Bilbao, su aeropuerto, debe

estar a la altura de lo que Bilbao quiere representar. Un metro de diseño para la

metrópoli y un aeropuerto de diseño para dejar claras las ambiciones bilbaínas.

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Con “La Paloma” los problemas fueron de la misma índole, tanto técnicos como

climatológicos; parece ser una constante de este arquitecto la inadaptabilidad de sus

construcciones a contextos distintos a su hábitat de origen. Poco después de su

inauguración, el nuevo aeropuerto de Loiu perdió sus “alas”: un alerón ornamental que

coronaba el edificio fue arrancado por los fuertes vientos que arrecian en la zona.

Además, los usuarios empezaron a descubrir las numerosas trampas mortales que

Calatrava había escondido en su aeropuerto: paredes transparentes que uno descubre

después de haber empotrado su carro contra ellas, asientos en forma de tabla de surf más

adecuados para este deporte que para el descanso y, sobre todo, una sala de espera para

quien recibe a los viajeros, en la calle, expuesta a las inclemencias del tiempo que, como

decimos, en Bilbao no suelen ser para descuidarse y, concretamente, en Loiu con sus

vientos, menos. Detenernos en cada detalle sería tedioso, pero basten estos ejemplos

para señalar la paradoja de un arquitecto que, supuestamente, tiene como seña de

identidad crear una tecnología a la medida del hombre y, sin embargo, encuentra serias

dificultades para hacer comprender a los hombres cómo utilizar sus utensilios más

cotidianos, especialmente en aeropuertos o puentes, lugares más dados a las prisas y

carreras que a la contemplación. La arquitectura de Calatrava representa como ninguna

las virtudes de las que se quiere investir el imaginario bilbaíno: higienismo y

sostenibilidad, ciencia y tecnología del siglo XXI, todo con un toque místico, de un

extraño humanismo extraterrestre con la presencia abrumadora de la luz y el color

blanco que nos introducen en el imaginario post mortem del "2001" de Kubrick.

A nivel económico, las inversiones y esperanzas de Bilbao habían sido puestas,

desde que la desindustrialización empezaba a llamar a la puerta de la comarca, en la

ampliación de su puerto, el que se llamó durante una temporada Superpuerto, al igual

que López de Arriortúa se convertía en Superlópez: la salvación de la economía vasca

era cuestión de superhéroes.

El Puerto Autónomo de Bilbao está dirigido directamente desde el Ministerio de

Fomento, que en una fecha tan temprana como 1985 ya sospechaba algo de lo que iba a

ser el futuro de la industria bilbaína. El puerto proyecta entonces su ampliación, sobre

todo en tanto que puerto comercial, en detrimento previsible de la actividad industrial

que había sido históricamente su mayor fuente de trabajo. Esta ampliación, que

comenzó en 1992, finalizaba el primer tramo en 1998. La tendencia histórica del puerto

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había sido hacia su desplazamiento desde el centro de Bilbao, donde comienza, hacia la

desembocadura de la ría, primero en Portugalete (1887) y finalmente a Santurce (1902),

en busca de espacios más amplios que facilitasen el acceso a los cargueros. Este proceso

culmina cuando la asociación Bilbao Ría 2000, de la que el Puerto Autónomo de Bilbao

es uno de los socios más importantes, recalifica los terrenos del puerto que aún

quedaban en el centro de Bilbao, concretamente en Abandoibarra.

La ampliación del puerto fue objeto de múltiples críticas de algunos grupos

ecologistas agrupados para la defensa del Abra, espacio natural de una belleza y

biodiversidad constatadas que en varios puntos se ha visto invadida por el hormigón de

las descomunales instalaciones del puerto, además de expuesta a los peligros de la carga

y descarga de combustibles, una de las actividades que más ha aumentado en el puerto.

Según cifras del propio Puerto Autónomo de Bilbao, en 2005 la actividad se incrementó

en un 2,25% respecto al año anterior, lo que supone un record histórico. Parece, por

tanto, que en este punto la apuesta económica de reajuste sí que viene seguida de un

relativo éxito. Pero más que esta cuestión y este puerto, para comprender la experiencia

urbana que los poderes fácticos están construyendo en Bilbao es interesante tomar en

consideración una empresa portuaria mucho más discreta en cuanto a inversión, pero

mucho más visible por el ciudadano medio: el Puerto Deportivo del Abra, o Puerto

Deportivo de Getxo. Situado en Las Arenas, uno de los núcleos urbanos del principal

municipio de la margen derecha, Getxo, el Puerto Deportivo ha concentrado una parte

importante de la publicidad del Nuevo Bilbao como rincón de ocio y esparcimiento por

antonomasia.

Hace unos meses era noticia que los cruceros que arriban a la costa bilbaína, que

hasta ese momento anclaban en el puerto de Santurtzi, atracarían a partir de ahora en el

de Getxo, mucho más atractivo para el turismo que empieza a llegar a Bilbao. El Puerto

Deportivo, además, esta dotado de un centro comercial con franquicias de las marcas

más internacionales para que los turistas, como es habitual, se sientan como en casa. Por

su parte, en Santurtzi, donde hasta hace poco se frotaban las manos con la llegada de

turistas a sus calles procedentes del puerto, ya pueden empezar a desmantelar el Burger

que inauguraron en la euforia inicial.

De nuevo, aquel proceso de concentración y homogenización del que nos

hacíamos eco anteriormente. Los restos de la industria secundaria y los transportes de

mercancías a gran escala se concentran en el final de la margen izquierda, mientras que

el consumo de productos de alto valor añadido se hace visible en los nuevos centros de

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Bilbao y la margen derecha; los espacios cuidados y amables como Getxo se miman

más aún, y se facilita el acceso a turistas y vecinos del AMB; mientras que los espacios

más atacados estéticamente por el desarrollismo y socialmente por la

desindustrialización se alejan de la vista pública, se invierte antes en hacerlos invisibles

que en resolver sus problemas —lo cual equivaldría a replantear toda la cuestión

política y económica—.

En términos de marketing, la relación entre el Puerto Mercantil y el Puerto

Deportivo es análoga a la que se daba entre puentes para vehículos y los peatonales: se

publicitan las inversiones más vistosas, a la vez que la parte más dura y engorrosa de la

economía, la tecnología y el trabajo (los modos más tradicionales de la vida económica

y laboral), se alejan de la vista cotidiana hacia la periferia, una periferia, más mediática

que geográfica, donde se concentra la mayor parte de la población. Por el contrario, en

el centro del espectáculo urbano se construyen mini-puertos de formato acogedor,

hechos a la medida de las capacidades del gran consumidor y de los deseos

inalcanzables de la masa de pequeños consumidores. No creo que en este punto deba

justificarse lo privativo de este tipo de ocio para la gran mayoría de la sociedad, así

como el nítido simbolismo de opulencia que representa el inmaculado universo de los

yates. El disfrute de estos espacios públicos por las masas de consumidores virtuales es

básicamente visual, como lo puede ser en Saint Tropez o, sin ir más lejos, en el Puerto

Deportivo de Barcelona — claro ejemplo y precursor de lo que se está haciendo en

Bilbao—. Oriol Bohigas, arquitecto responsable de semejante atropello al litoral

mediterráneo, aún defiende su “recuperación” para el “uso público” de unos terrenos

ocupados por ruinas industriales hasta 1992; limitada concepción de los “usos públicos”

la del arquitecto catalán, semejante a la de los agentes del Nuevo Bilbao —al menos,

éstos, hablan un lenguaje mucho más transparente de mercadotecnia y reducción de la

esfera pública al consumo y al trabajo—.

Debemos llamar la atención sobre el proceso de publicitación del sector terciario

y, sobre todo, el de servicios “de alto valor añadido”, y la simultánea invisibilización de

las formas y espacios de trabajo más tradicionales, no sólo el sector primario y

secundario, sino también aquellos en los que las mercancías aparecen en una forma

inacabada en tanto que no están listas aún para ser exhibidas ante el consumidor

individual. El Poder —autoconsciente o no— pone un cuidado extremo en evitar que el

consumidor tropiece con la imagen incompleta del objeto de sus deseos, la imagen que

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delate el truco del que proviene la magia de la mercancía; es un recelo semejante al que

ponen los padres para acostar a los niños el día antes de Reyes. Este es otro exponente

más de la tendencia de las economías capitalistas de los últimos treinta años, no tanto a

desposeer a los trabajadores de los medios de producción, algo que está más que

asentado tras la Segunda Guerra Mundial, sino a alejar de la experiencia cotidiana la

evidencia de esta desposesión. A partir de la crisis de 1973, el proletariado del Primer

Mundo no ha visto tan mermados sus derechos laborales como perdida su conciencia de

clase y su autoconcepción como ser político. Mientras que el creciente proletariado de

los sectores tradicionales (primario y secundario) lo constituye una mano de obra casi

esclava del Tercer Mundo que siente la modernización tecnológica y política como algo

impuesto y ajeno, el viejo proletariado de Occidente se ha cultivado en una potente

escuela del consumismo; su autoidentidad como humanos se basa en el consumo

económico o visual de mercancías reificadas. La Postmodernidad parece una suerte de

vuelta al antiguo régimen, donde la naturaleza viene dada y es inmutable, sólo que,

extrañamente, muta a cada momento: misterio encarnado en la memoria televisiva,

esencias acabadas pero que se gastan a cada momento, a tiempo para ser sustituidas por

la mercancía consecutiva en la cadena de la moda. El Capitalismo tardío elabora los

argumentos narrativos que hacen que el proletariado mundial, tanto el del Primer como

el del Tercer Mundo, pierdan de vista cualquier identificación en tanto que

protagonistas de la Historia. El Tercer Mundo se inviste de símbolos étnicos o,

especialmente, religiosos que le hace participar (materialmente y vivencialmente) en la

Postmodernidad capitalista, mientras mantienen una falsa conciencia de un

pseudotradicionalismo; el Primer Mundo, por su parte, se autoconcibe como

protagonista de su narración pero no de la Historia, protagonista en un contexto natural:

el individuo como Rey de de la Selva Universal.

Resumiendo todo el tema del transporte, a pesar de la insistencia en tipos de

transporte más ecológicos y cívicos, el Nuevo Bilbao no ha dejado de potenciar el uso

del vehículo privado, a la vez que se han construido nuevas carreteras. La autovía que

une Bilbao con Santander propició a finales de los noventa una huída de población

desde la margen izquierda hacia Cantabria en busca de un mercado inmobiliario menos

saturado. Mientras tanto, los vecinos de Rekalde siguen esperando a que se desmonte la

autopista que sobrevuela el barrio, o se promete desviar la entrada oeste por Sabino

Arana después de más de quince años de protestas de los vecinos afectados por el ruido

de la autopista (podemos contemplar todavía los carteles en las viviendas colindantes

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que lo exigen). Bilbao se sigue trasladando preferentemente en coche, y la prueba de

ello son los múltiples parkings que continúan constituyéndose en el mismo centro de la

ciudad y, más aún, las distintas ofertas de ocio consumista en forma de grandes centros

comerciales, a ambas orillas del Nervión, de difícil acceso por transporte público y muy

incómodo uso (por no decir olímpico) por parte de los peatones, dadas sus gigánticas

dimensiones.

En cuanto al transporte público por carretera, la estación de autobuses de largo

recorrido Termibús, situada en Garellano, muy cerca de San Mamés, a la salida de la

ciudad, es un muy buen ejemplo del lugar que ocupa en el “ranking de los transportes”.

Esta estación fue trasladada desde su anterior emplazamiento, en la calle Autonomía,

por la necesidad de ampliación y modernización de unas instalaciones francamente

desfasadas, como ocurre en gran parte de las estaciones de autobuses de largo recorrido

de España. La anterior estación, por su ubicación —cerca de la degradada Zabalburu—

y por el envejecimiento y estado de descuido de las instalaciones, tenía una imagen de

servicio de segunda a este tipo de transporte, un servicio de “bajo valor añadido”. Con

el proyecto de la intermodal lo que se buscaba era, precisamente, unificar todos los

transportes públicos en una gran estación integrada. El problema que se esgrimió para la

construcción de la intermodal fue el bloqueo de Renfe a ceder el terreno (la estación de

Abando) para este uso común. Lo cierto es que, si bien se está produciendo una

paulatina unificación de todos los transportes ferroviarios, la estación de autobuses, que

originalmente iba a ser provisional, ha quedado definitivamente ubicada en los

márgenes de la ciudad, eso sí, con conexión al cercanías, al metro (estación de San

Mamés) y al tranvía. Esta estación de Termibús ha sido objeto de polémica. El diputado

electo por Bizkaia comentaba en una entrevista en El Correo al respecto de la misma

que se trata de “una estación que nos acerca a una ciudad arcaica más propia de países

del tercer mundo en lugar de la moderna homologada a otras de Europa que se trata de

crear” (El Correo 8-10-1994). Desde luego, frente a los 40.000 millones en que estaba

presupuestada la intermodal, la solución de Termibús se puede considerar útil y

económica, muy alejada de los planes faraónicos en los que se ha embarcado el Nuevo

Bilbao cada vez que ha tenido que renovar una estación o aeropuerto. Termibús parece

salirse de esta lógica general del marketing urbano aunque, tal vez y a pesar de las

palabras de algún representante del PNV, esto sea más coherente de lo que parece.

El autobús, tanto urbano como interurbano y, especialmente, el interprovincial (y

más aún los viajes regulares a otros países), tal y como se suele apreciar en su situación

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marginal, descuidada y periférica, es un transporte de segunda categoría o mejor,

tercermundista. Si nos acercamos a Termibús, podemos reconocer una mayoría de

pasajeros de pocos recursos: estudiantes, inmigrantes, tercera edad, precarios de todo

tipo y lumpen en sus variadas formas. El autobús es el transporte público de largo

recorrido más barato y, con la creciente subida de precio del ferrocarril y su tendencia a

invertir en Alta Velocidad, la distancia entre los dos se hace aún mayor. Esta estación

prefabricada, “provisional”, es el perfecto decorado para simbolizar la relación que

Bilbao quiere representar con respecto al tipo de usuarios de este transporte. Son

provisionales, están por error, pero no deberían estar y, por lo tanto, no se les debe

prestar mayor atención, por lo que la infraestructura que los alberga debe ser lo más

liviana posible. La estación de Termibús es el ejemplo más perfecto en el Nuevo Bilbao

de aquellos espacios que invitan a no demorarse, a pesar de que no hay lugar de

mayores demoras y esperas que estas estaciones. La estación está al aire libre, bordeada

por las casetas prefabricadas que albergan a los despachadores de billetes de las

distintas compañías. El único espacio cerrado de acceso público es la cafetería y una

tienda, lugares, como no, mediatizados por el consumo. Quien espera a su autobús debe

hacerlo, aunque resguardado de la lluvia, expuesto al viento y al frío, sobre asientos de

hierro que en invierno se tornan de hielo y en verano queman; pequeña sala de torturas

para que la gente no se demore en este rincón.

Zygmunt Bauman rescataba en su Modernidad Líquida la serie de distinciones

conceptuales entre espacios públicos urbanos que elaboró el sociólogo Richard Sennett

en su libro La caída del hombre público. Sennett distinguía primero entre “espacios

públicos civiles”, que son los “espacios que la gente puede compartir como persona

pública —sin que se la inste, presione u obligue a quitarse la máscara y “soltarse”,

“expresarse”, confesar sus sentimientos íntimos y exhibir sus pensamientos, sueños y

preocupaciones más profundos—“ (Bauman 2005, pág. 105) y “espacios públicos no

civiles”, aquellos en los que, a pesar de la acumulación de masas en un mismo punto, la

sociedad civil no tiene oportunidad de expresarse, ni siquiera de formarse, las masas se

reducen a “masas de individuos”. Estos últimos espacios públicos no civiles son los que

más proliferarían en las ciudades contemporáneas, dentro de la recesión del hombre

público y la invasión de las esferas de lo público por lo privado, por la masa de egos.

Entre los espacios públicos no civiles, Bauman distingue tres: espacios émicos, fágicos

y no-lugares. Empezando por esta última categoría, la que es en primer lugar más

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interesante para lo que ahora nos ocupa, el no-lugar es una noción que puso de moda

Marc Augé en 1992 y se refiere a espacios de tránsito como estaciones de servicio,

aeropuertos, el transporte público, etc. “Los no-lugares aceptan la inevitabilidad de una

permanencia prolongada de extraños, de modo que esos lugares permiten la presencia

meramente física —aunque diferenciándola muy poco de la ausencia de sus pasajeros,

ya que anulan, nivelan o vacían de toda subjetividad idiosincrásica” (Bauman 2005,

pág. 111). La estación de Termibús puede ser un claro ejemplo de este tipo de “no-

lugares”, un espacio doblemente periférico, un lugar vacío de sentido e interés,

curiosamente cuando se encuentra junto a la catedral bilbaína, su estadio de fútbol, San

Mamés, uno de los espacios de mayor centralidad simbólica; todo el carácter de centro

simbólico de San Mamés sólo sirve para exagerar la insignificancia estética y simbólica

de la estación contigua.

Este tipo de espacios exentos de genius loci, cuyo paradigma son las estaciones

de servicio, opera sobre los cuerpos que se demoran una brutal reducción del individuo

a sus meras funciones fisiológicas, en cierto sentido los no-lugares son escenarios para

una pornografía desexualizada. No hay espacio para la Historia, ni para la memoria ni

para la utopía en el no-lugar, estos espacios que se extienden como una antimateria más

y más por nuestros territorios.

Volviendo a los otros dos tipos de espacio público no civil, tal vez más

interesantes en tanto que originales, los espacios émicos y mágicos son dos categorías

tomadas del antropólogo Levi Strauss; eran los dos modos primitivos de expulsión y

asimilación de la diferencia por parte de las comunidades humanas. Del lado émico

encontramos ejemplos históricos de esta estrategia en la expulsión (destierro), el

aislamiento en espacios cercados y periféricos o, sencillamente, la eliminación del otro,

del diferente, del criminal, el loco, el poseído. La estrategia fágica no busca la expulsión

de la diferencia, sino su asimilación a lo semejante; sus ejemplos históricos más

comunes estarían en la “conversión” forzosa (por ejemplo, de judíos y musulmanes al

cristianismo en la España de los Reyes Católicos), el “lavado de cerebro” o, en su modo

más primitivo, el canibalismo, vía primordial de asimilación de la otredad a la mismidad

por el proceso de digestión. Al aplicar estas categorías al contexto urbano, Bauman

pone como ejemplo del espacio público no civil de tipo émico la plaza de La Défense de

París, espacio inhóspito donde los haya, que sólo invita a los transeúntes a salir

rápidamente de la estación en busca de su destino y abandonar aquella inmensa y

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expuesta explanada. Si la estación de Termibús, por lo necesario de la demora de los

pasajeros, no permite localizarla claramente en esta tipología (sí en la de no-lugares),

con las estaciones de metro nos encontramos con un caso algo distinto. Al imponente

despliegue estético podemos sumar la gran frecuencia de trenes, con lo que el viajero no

tiene excusa para demorarse, a no ser que esté tramando algo no previsto, por tanto

sospechoso de criminalidad. Los inhóspitos diseños de Foster se aditamentan con una

reglamentación exhaustiva que prácticamente no le permite otra cosa al transeúnte que

circular. Las estaciones de Abando y La Concordia o el aeropuerto de Loiu podrían ser

otros ejemplos, y lo son en gran medida, pero ya se trata de ejemplos mixtos en los que

la estrategia fágica de asimilación de la diferencia empieza a tener un papel creciente, y

esto por el “relleno” de estos lugares con “espacios de consumo”.

Los espacios fágicos por excelencia en las modernas ciudades son los templos

del consumo, auténticos “templos” de la Postmodernidad en sentido estricto. Los

grandes centros comerciales protegen al individuo que sale de su espacio doméstico de

los peligros del espacio público, de los conflictos con la diferencia, del peligro de

exponerse a lo desconocido. En el templo del consumo, los individuos son asimilados

en tanto que consumidores, y refuerzan su actividad por la confluencia masiva de otros

consumidores; la diferencia es marginalizada, todos saben que están ahí por algo, y la

presencia de los demás confirma la importancia de la tarea, se trata de un consenso por

el número. Este espacio público no civil, el de tipo fágico, representado específicamente

por el gran almacén, es, sin duda, la principal apuesta en el Nuevo Bilbao.

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4. Zafios Bazares

Desde mediados del XIX, las Exposiciones Universales constituyeron un

fenómeno destacado en el primer capitalismo. En primer lugar, eran la representación

ritual y espectacular del abstracto concepto de “progreso universal”, que el positivismo

había pregonado, y en el que la burguesía liberal creía a pies juntillas (o le venía bien

creer). El progreso era el caballo que tiraba de las riendas del imperialismo occidental,

el lugar en el que las ciencias aplicadas, de la mano de la expansión capitalista, podían

demostrar ante los ojos atónitos de las masas sus logros y conquistas sobre el reino de la

naturaleza y la tradición. En segundo lugar, marcaron un antes y un después en la

relación de las masas obreras con las mercancías que fabricaban; si los medios de

producción habían sido negados al proletariado, ahora se pretendía compensar esta

desposesión mediante determinada “participación” en el proceso general de la

acumulación de Capital. Claro que esta “participación” no era aún en calidad de

inversor, sino una participación de tipo visual, como espectador: es el nacimiento de la

sociedad del espectáculo mercantil. Por último, las Exposiciones Universales suponían

un ensayo general para un urbanismo renovado. Walter Benjamin establecía una

continuidad entre los pasajes comerciales parisinos de principios de siglo XIX, la utopía

arquitectónica de Fourier (falansterios) y los palacios de cristal que se pusieron de moda

en las Exposiciones Universales a partir de la de Londres de 1851 y su famoso Crystal

Palace. Esta arquitectura de cristal tendría un resurgir en su aspecto más utópico en el

expresionismo alemán, poco antes de la Primera Guerra Mundial; la obra más perfecta

de este movimiento fue el Pabellón de Cristal que Bruno Taut hizo para la exposición de

industria siderúrgica de Colonia en 1914, pero el péndulo entre uso mercantil y político-

utópico de las nuevas posibilidades tecnológicas aplicadas a la arquitectura se iría

inclinando progresivamente hacia el lado del Capital. Se puede reconocer en

Disneylandia un punto de llegada, la exposición universal definitiva, donde el impulso

utópico es puesto íntegramente al servicio del fetichismo de la mercancía, donde la

ciudad se transfigura en un inmenso bazar; son varios los sociólogos urbanos que han

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establecido paralelismos entre este parque de atracciones y las formas del urbanismo del

miedo norteamericanas.

Durante los años treinta, la contienda latente en Europa se escenifica en las

distintas Exposiciones Universales como duelos arquitectónicos entre los distintos

pabellones, a cual más monumental, a cual más arrogante, agrupándose en calles y

avenidas de la guerra y el Capital. Tras la Segunda Guerra Mundial, las Exposiciones

Universales entran en crisis perdiendo el protagonismo que tuvieran antaño, de modo

paralelo a la pérdida de protagonismo económico de los estados nacionales. Fenómenos

como Sevilla 92 o Zaragoza 2008 son un claro ejemplo de cómo ciudades periféricas

pueden optar a ser sedes de los viejos festivales del capital. Hasta Bilbao ha soñado con

ser sede de una Exposición Universal, como confirman los proyectos actuales de Bilbao

Metrópoli 30, y es posible que en el futuro lo acabe siendo.

El BEC ha sido presentado como uno de los recintos feriales más grandes de

Europa. Su imponente volumen, desplegado en una zona periférica de Barakaldo, en

San Vicente, sobre antiguos terrenos de Altos Hornos, ha sido construido en las

dimensiones del movimiento financiero que se pretende generar con el Nuevo Bilbao,

un lugar para la exhibición e intercambio de mercancías de alto valor añadido. La nueva

y majestuosa feria de muestras viene a sustituir al edificio que aún reconocemos en las

inmediaciones de San Mamés, instalación rápidamente envejecida, inaugurada en los

últimos ochenta, que se ha quedado pequeña para las aspiraciones del moderno Bilbao.

La principal exposición que albergaba la antigua feria de muestras —y que se ha

trasladado ahora al BEC— es la prestigiosa feria de la máquina-herramienta, dedicada a

la tecnología punta del sector secundario, como resto del antiguo industrialismo que

Bilbao “no supo actualizar”. Pero para el gran público, más que aquella feria, lo que

llegaban eran sus usos más lúdicos, como el Parque Infantil de Navidad, con sus

tiovivos o sus exhibiciones de juegos de construcción (mecanos, tentes…), escuela

maquinística para los sueños de los hijos del metal. En los últimos años, la feria de

muestras ajustaba sus gastos alquilándola a los universitarios de Sarriko para que

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celebrasen sus maratonianas fiestas, en la época en la que el botellón no sólo no era

perseguido, sino que encontraba sus cauces legales para hacerse con una techumbre.

Los recintos feriales de un país terciarizado, sin embargo, son bien distintos a

aquel del Bilbao industrial. Madrid, eje de la economía española, por mérito o por

decreto, tiene larga experiencia con IFEMA en este tipo de ferias postmodernas del

intercambio de todo tipo de mercancías. Las ferias que encontramos en IFEMA son del

tipo Calzado y Marroquinería, Salón Náutico, Fitness, Bebés y Mamás, Casa Pasarela,

Encuentro Nupcial Puerta, Expodental, Deporte Total. La más mediática, y una de las

que mueve gran capital, es ARCO, la feria internacional de arte; tal vez el arte sea el

paradigma de la mercancía con “alto valor añadido” que el marketing urbano que

comenzó por el Guggenheim y el metro quiso atraer a Bilbao.

Por el momento, el BEC sigue haciendo uso de las citas de su precursor, la Feria

de Muestras de Bilbao, con su estrella indiscutible de la Feria de Máquina Herramienta;

junto a ella reconocemos otras dedicadas al sector tecnológico secundario (más

mecánica que altas comunicaciones, desde luego), pero se empiezan a incluir otras del

tipo Bricoforma, CreaModa, Expobodas, Expovacaciones, Nagus. El sector terciario va

tomando lugar, como si el BEC fuera una continuación del Megapark, el gran centro

comercial que crece en sus inmediaciones: de la Expoboda del Megapark uno puede

pasar a la Expoboda del BEC, sin saber muy bien en qué lado del sistema económico

está, a qué lado de la barra: cliente o camarero, consumidor o trabajador.

Paradójicamente, mientras se cultiva la ignorancia en los consumidores al respecto del

proceso de producción y, de este modo, no se les muestran las mercancías hasta que

éstas están bien empaquetadas, hasta que los escaparates debidamente decorados, en el

momento en que las mercancías son exhibidas por primera vez, se borran las diferencias

entre el mayorista, el minorista y el cliente final, entre el político, el técnico y el

ciudadano: el producto les habla a todos el mismo lenguaje encantado, es una única

seducción, la que ejerce la mercancía sobre el espectador-consumidor.

Por el lado del pasado, el de la antigua Feria de Muestras, se reconocía aún el

impulso utópico (además de su represión ideológica) propia de las Exposiciones

Universales, como la de 1900 que erigió la Torre Eiffel, tan hermanada en su estilo al

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Puente Colgante de Portugalete. En las exposiciones, como en el falansterio de Fourier,

se confundían los sueños tecnológicos de la edad adulta con los juegos de los niños y,

en el caso de Bilbao, niños y mayores se daban cita conjuntamente en ferias de

minerales, sellos y monedas. El mineral, del que había vivido toda la comarca desde el

siglo XIX, se abría a la mirada atenta, fascinada, como recuperando las cualidades

mágicas que otorgara el alquimismo. Volviendo a la gigantesca mole del BEC, digna

por su monumentalismo de la arquitectura fascista de Albert Speer —padre—, necesita

también de eventos no estrictamente feriales para rentabilizar su construcción y su

misma existencia.

En 2005, por primera vez, se celebraba el campeonato “mundial” de

Bertsolaritza en un municipio vizcaíno. Éste concurso recoge la tradición del bertsolari

(‘el que hace versos’), en el que, de dos en dos, los participantes deben improvisar unos

poemas sobre una estructura y una temática dada. Y, precisamente, el campeonato se iba

a celebrar en Barakaldo, tan poco euskaldún en tanto que el mayor municipio de la

margen izquierda, conformada ésta por la inmigración interna española antes y durante

el franquismo. El acontecimiento artístico-deportivo, uno de los más masivos

celebrados en el BEC, sirvió por ello como acto de demostración del proceso de

“normalización lingüística” de las zonas tradicionalmente no euskaldunes de la CAV.

Por otra parte, parece que, en general, al mundo abertzale le gusta el nuevo BEC y

prueba de ello es el intento fallido de celebrar a finales del mismo 2005 una asamblea

general de lo que antes de su ilegalización se llamaba Batasuna. La autocelebración de

la identidad, como consigna política central en la izquierda vasca, liga bien con estos

espacios de exhibición de la mercancía ¿o no es la nación una protoforma de la

mercancía, hoy perfectamente subsumida bajo su legítima heredera? Si uno ya no sabe

exactamente qué cambios de nombres de la formación abertzale se debían a una

estrategia legal y cuáles a la transformación política real, desde luego sí parece claro

que fue voluntario el cambio de nombre de su periódico, desde Egin, que en euskera

significa ‘hacer’, a Gara, que se traduce como ‘somos’. De que somos mercancía no

cabe ninguna duda, por eso éste es nuestro lugar propio, la feria, a los tres lados de la

barra: detrás, delante y encima.

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A unos metros del BEC encontramos una de las superficies comerciales más

grandes de toda Europa. Lo que a principios de los noventa comenzó con el Hiper

Baliak, un simple supermercado junto a una carretera —eso sí, algo más grande de lo

que estaban acostumbrados en la zona—, poco después dio paso al Max Center, gran

superficie con supermercado de Eroski incluido pero, además, un paseo de tiendas de

diversas marcas. Más tarde llegó Pryca y, finalmente, Megapark. La oferta de centros

comerciales se ha extendido como una mancha de aceite sobre el borde de la A8, en el

municipio de Barakaldo. En un foro de Internet descubríamos al respecto de esta zona

comercial la siguiente descripción detallada:

Baracaldo se está convirtiendo en la capital del comercio de la zona norte.

A la gran oferta de supermercados y tiendas que hay en el casco urbano hay que sumar el gran

número de centros comerciales y grandes almacenes que se han instalado en la periferia; el

número de éstos se ha incrementado casi exponencialmente en los últimos años.

Uno de los primeros fue el MAX CENTER; en su momento uno de los mayores centros

comerciales del País Vasco. En él podemos encontrar una oferta muy variada de productos y

servicios, que va desde tiendas de ropa como Zara, Cortefiel, etc. hasta un gran supermercado

(Eroski), pasando por joyerías, tiendas de animales, zapaterías, bares y restaurantes, y cines; es

decir, prácticamente cualquier cosa que necesitemos.

Debido a la gran afluencia de gente y a pesar del tamaño del centro comercial ha habido que

hacer una ampliación en los terrenos del antiguo HIPER BALIAK, conocida como MAX OCIO.

A esta zona se han trasladado todos los bares y restaurantes y 16 salas de cine. Además tiene una

bolera con 26 pistas, esta sección tiene todo lo necesario para pasar estas frías tardes de invierno.

Sin embargo, y por si esto no fuera suficiente, a esta oferta hay que sumarle otro gran centro

comercial situado aproximadamente a 500 metros del MAX CENTER; este centro, llamado

MEGAPARK, de reciente construcción e inauguración (1 año), consta de múltiples y variados

pabellones comerciales: MEDIAMARK, LEROY MERLIN, CONFORAMA, SURCOUF,

DECATHLON, PC CITY, KIABI, DOSHER e IKEA, entre otros.

MEGAPARK cuenta con más de 4.000 aparcamientos, pero es impresionante ver cómo la gran

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afluencia de gente no deja ni una plaza libre. Desde luego, si eres de los que te gusta ir a un sitio

y poder comprar todo lo que se te ocurra, esta zona de Baracaldo es el sitio ideal para ti.

Obviando la compleja psicología de este anónimo forista de Internet (que parece

hacer suya toda la publicidad que ha podido recoger a su paso, aderezada con algún

estudio sociológico y de mercado), este texto resume perfectamente todo el complejo de

centros comerciales de Barakaldo que ha transformado radicalmente la vida cotidiana de

la margen izquierda en los últimos años. Sin embargo, si de este tema ya habíamos

hablado anteriormente, lo que no habíamos examinado hasta ahora es la forma

diferenciada en que esta nueva Modernidad consumista hacía su aparición en ambas

márgenes del Nervión. La supuesta homogeneización de la Postmodernidad, en la que

todo el mundo se convierte en clase media, al menos ideológicamente, no es tan pura

como se predica.

Igual que donde a la margen izquierda le tocaba el Puerto Comercial, y a la

Derecha correspondía el Puerto Deportivo, lo que en la margen izquierda es la

superficie comercial compuesta por Max Center, Pryca y Megapark, en la derecha es

Artea, y en el nuevo centro “de lujo” de Abandoibarra, Zubiarte. Particularmente

interesante, Megapark es un conglomerado de centros comerciales en pugna entre ellos,

ofreciendo constantes rebajas de precio para hacerse competitivos; el acceso primario es

por carretera (está junto a la autopista) y, una vez allí, siempre es preferible ir en coche

hasta el parking correspondiente al centro comercial elegido, si no, la caminata se

convierte en procesión inacabable. Para esto baste recorrer la inmensa avenida

resguardada que se ha habilitado para los “peatones” que se atreven a acercarse hasta

allí, una inmensa y penosa calle que se prolonga a lo largo de toda la línea de centros

comerciales. Lo inhóspito de la zona, a pesar de la habilitación de paseos, convierte el

exterior del Megapark en uno de aquellos “no-lugares” de los que hablara Augé;

extrañamente, uno de aquellos “templos del consumismo” se ve investido con las

connotaciones de los interespacios inhóspitos de las estaciones de servicios o los

aeropuertos. Todo lo contrario ocurre con Artea, el gran centro comercial de la margen

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derecha, de dimensiones mucho más “humanas” y con cierta estética “calatraviana”, en

el cual la mayor parte de los comercios están albergados dentro de un mismo edificio. El

tipo de consumo es mucho más especializado; no es tan importante el “ofertismo” como

los “productos de alto valor añadido”, esto es, las prestigiosas marcas que ofrecen los

distintos comercios. Es un tipo de comercio más pequeño y más especializado y un tipo

de consumismo más refinado, el cual llega a su cima en Zubiarte, el centro comercial de

Abandoibarra. La diferencia entre estos dos tipos de consumo dice mucho al respecto de

las distintas capacidades y culturas consumistas de la margen izquierda y de la Derecha

o el Ensanche bilbaíno, cuna de la burguesía de la zona. El consumo en Artea o

Zubiarte, igual que el del Puerto Deportivo de Getxo, es un consumo “con clase” y ya lo

dijo el propio alcalde Ortuondo: “no queremos hacer un hipermercado, aunque nos lo

quitarían de las manos, sino algo de mucha calidad, diseño cuidado y espíritu de ocio”

(Esteban 2000, pág. 130). A pesar de que algún crítico haya calificado el edificio de

Stern para Zubiarte como “zafio bazar”, lo que desde luego son bastante zafias son las

condiciones a las que se enfrenta el cuerpo masificado y expuesto a todo tipo de

inclemencias en los inmensos hangares del Megapark o del mismo Max Center. El

modo de consumo que se da aquí bebe de los lugares tradicionales donde se han

formado los consumidores más populares, las amas de casa, aunque en este caso no se

puede hablar propiamente de consumidores, sino de auténticos “ingenieros del

abastecimiento doméstico”. Es un encuentro entre las grandes superficies para

mayoristas —tipo Merca-Madrid o el propio Merca-Bilbao— y los mercados

tradicionales, sobre todo los que aún se ven en la margen izquierda igual que en las

zonas populares y rurales de toda España, los mercadillos callejeros y ambulantes, entre

cuyos vendedores se encontraban las hoy desaparecidas sardineras de Santurtzi.

El capitalismo multinacional se las ha de ver de forma diferenciada con esta

población: si quiere integrarla en una cultura del puro consumismo, ha de aprender a

hablar su dialecto de procedencia, por tosco y de pocos modales que éste sea. Pero

claro, a costa de aceptar esta forma de cultura del regateo basada en una competencia

feroz entre los comercios colindantes, afinando los precios hasta sus límites (y más allá,

a juzgar por los pleitos entre las distintas marcas), el consumo de segunda división se ve

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sazonado por una precariedad mayor si cabe entre sus trabajadores, pero también por

una falta de cuidado para con el “cliente”. Ante el Megapark uno se pregunta si está

ante un espacio de servicios o ante naves industriales; el cuerpo del consumidor no tiene

otra que volverse duro si quiere hacerse con su oferta, luchar por su parte. Todo lo

contrario es el reino luminoso de Zubiarte, el comercio que debe tener como clientes

más fieles a los futuros habitantes de las viviendas de lujo que se han levantado a su

lado; semejante idea parecen tener las torres de Isozaki, con viviendas y centro de ocio y

comercial incluido, en un ecosistema donde lo doméstico y lo mercantil no conocen más

espacio intermedio que ascensores, escaleras y pasillos: el sueño de la Postmodernidad,

la debacle de la sociedad civil. Y como vimos, también el Megapark posee sus propias

viviendas aunque, en este caso, no de lujo; son aquel grupo de rascacielos del que

hablamos anteriormente, de dimensiones gargantuescas.

Pero el terciarismo del Nuevo Bilbao no se completaría sin su momento de ocio

y esparcimiento. Éste está muy bien representado en sus pretensiones por el Puerto

Deportivo pero, claro está, si más o menos “cualquiera” puede tomarse una cerveza

(cualquiera con algo de dinero sobrante, claro) en sus bares-franquicia-prefabricados, no

todo el mundo puede tener un yate, además de que somos muchos a los que poco nos

interesa, precisamente, tener un yate. Por eso también la clase ex-obrera iba a tener su

espacio propio de ocio, el que se calificó del Guggenheim de la margen izquierda. El

proyecto Urban-Galindo de Ría 2000, en Barakaldo, con fondos europeos destinados, en

este caso, para el saneamiento de la zona y el río; incluye “un parque de ocio dirigido a

la familia y de entrada libre, que incorpora atracciones, restaurantes y tiendas

especializadas, ocupando una superficie de doce hectáreas al borde de la ría” (Esteban

2000, pág. 156). Para poder hacer rentable este proyecto tiene que haber más de 600.000

visitantes al año pero, por ahora, el parque de ocio queda aparcado a la espera de la

dinamización de lo ya puesto en marcha, básicamente Abandoibarra y el BEC; por

ahora la margen izquierda deberá conformarse con el ocio de segunda división de la

extensión del Max Center, Max-Ocio. De cualquier modo, el parque de ocio de Galindo

no parece que fuese a diferir mucho del de Eroski, sabiendo que la idea de Ría 2000 era

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dejarlo íntegramente en manos de la iniciativa privada. En el caso del ocio de altas

miras, el dinero público no tiene tanto miedo de circular y perderse por el camino, como

no lo tiene para subvencionar grandes empresas privadas o para cubrir sus goteras; en el

caso del ocio de la masa obrera, el estado —sea el español, el vasco o el bilbaíno—

confía en los mercaderes que sabrán ofrecer un producto de entretenimiento a la altura

de la sensibilidad del vulgo. Todos somos clase media. En ciudades como Madrid,

donde la cultura del centro comercial está bien asentada, podemos experimentar las

sensaciones intensas que se nos ofrecen en lugares tan aconsejables como el Xanadú de

Arroyomolinos ¿Qué más puede aspirar a hacer la clase obrera con su tiempo libre?

Bilbao Metrópoli: Metrópolis de Fritz Lang.

Más significativo incluso a este respecto resulta explorar la modificación del

ocio juvenil en los últimos años en Bilbao. Los nuevos espacios y tendencias del fin de

semana vienen determinados por el cambio de escalas, por la cultura del coche, por el

gran desplazamiento en busca de una centralidad global, más allá del “provincianismo”

local resistente. La escapada del sábado noche no cabe ya en el propio municipio,

espacio geopolítico que hoy equivale al doméstico. “Salir” no es sólo salir de casa sino

salir del barrio, salir del pueblo y salir “afuera”. El erotismo del “escapar” emana de la

economía multinacional, de la autopista, de las líneas ADSL, de un espacio que no tiene

lugar, que es puro “más allá”, “después”, “After”. La cultura del House, del Electro o

simplemente del After, han traído nuevas discotecas durante los últimos diez años y más

aún desde que el Guggenheim ha construido el consenso general sobre las virtudes del

Nuevo Bilbao. Dejando al margen las clásicas discotecas de la villa (Congreso,

Conjunto Vacío o Distrito), de menor tamaño e integradas en el continuum y la noche

urbana, nuevos espacios de gran tamaño, periféricos en cuanto a su localización

geográfica, casi tan autónomos como los propios centros comerciales, se van

apoderando del fin de semana del Bilbao Metropolitano. Estas discotecas, cuanto más

grandes mejor, pretenden ser un universo alternativo; como los templos del consumo (al

fin y al cabo muchas veces acaban siendo sólo esto, templos de un consumo de tipo más

arriesgado), constituyen auténticos centros ontológicos escindidos del resto del cuerpo

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urbano, “otro-mundo” que no busca ser imagen mejorada de éste; ni de los templos del

consumo, ni de estas discotecas se extrae enseñanza alguna para la transformación

política del espacio cotidiano, su relación con la realidad y el cuerpo es de pura

transfiguración, lo cual tampoco es intrínsecamente negativo, por cierto. Desde la ya

histórica Factoría en Berango (hoy Image), pasando por el Columbus (hoy Xtrem) en

Zorrozaurre, hasta la reciente Fever de Bolueta (o Santana 27, según el día), podemos

establecer un tríptico que nos permite comprobar cómo se organiza hoy esta noche

bilbaína, la que está en mayor armonía, en cuanto globalización de la diversión, con el

Nuevo Bilbao.

La sala Image, en la localidad de Berango, cerca de Getxo, es ya todo un clásico

del House de la zona. Que sea en la margen derecha donde aparezca por primera vez

esta nueva forma de ocio no debería sorprender; con unas rentas y unas condiciones

socioeconómicas mucho más “avanzadas”, Getxo y su periferia han destacado como

vanguardia del proceso de regeneración del , un proceso que, como hemos señalado en

otra ocasión, puede calificarse de getxificación de Bilbao. Algo más tarde, pero sin

competir con la anterior, aparecía la también consolidada —aunque siempre más

inestable— Columbus (Xtrem). Afincada en la periferia de Bilbao, en Zorrozaurre, se

adelantó a los proyectos de convertir esta península de ruinas industriales en el

Manhattan de Bilbao. El público y las tendencias de esta discoteca estuvieron desde el

comienzo claramente diferenciadas de la Image. Dirigida a la cultura más “ultra” del

electro y a un espectro social de clase obrera, sus asiduos provenían principalmente de

la margen izquierda y, especialmente, de los barrios más humildes de Santurtzi,

Portugalete, Sestao, Barakaldo y del mismo Bilbao, y es que también en aquellos

municipios obreros se establece una sutil distinción entre barrios: hay barrios con menos

“casta” que otros, precisamente, los de mayor y más tardía inmigración, curiosamente

los más pobres. Y es que la solidaridad entre obreros es bastante menos compacta de lo

que se la pinta, como todos sabemos.

Pero las distinciones culturales de clase tienden hoy a desaparecer, gracias a

Aznar quien, a juicio del filósofo José María Ripalda, nos consiguió convencer de dos

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cosas fundamentales y fundamentalmente falsas: que España pertenece al Primer

Mundo y que todos somos clase media. La entrada del neoliberalismo feroz y su

Modernidad licuada —sus contratos temporales, los convenios basura, las ETTs, el

telemarketing: la sociedad de servicios— adquiere en Bilbao un rostro particular,

presidido por su Guggenheim y su metro de lujo, una iconología que se extiende

también al ámbito del ocio juvenil, incluso hasta el aparentemente más autónomo. Si las

salas Image y Columbus mantenían una clara distinción de clase y márgenes, el Fever

representa la homogeneización de la sociedad bilbaína en un único grupo. Con una

oferta musical mucho más amplia, varios ambientes, varias velocidades, pretende

acoger en tanto que semejantes a los distintos jóvenes, no importa de dónde provengan

ni hacia dónde vayan, sólo que están en el hiperespacio del fin de semana. Se podían

detectar ensayos previos en esta dirección al respecto de la noche bilbaína ya en el

institucional Bilborock, con su estética de plató de televisión, o en la vertiente más

bailable del Kafe-Antzoki, antiguo teatro reciclado en sala de conciertos y,

especialmente, sala de fiesta que, a pesar de su vocación original de apoyo a la

euskaldunización de Bilbao (o tal vez por ello), terminó expresando muy bien ese

espacio común donde la lucha de clases se detiene y la comunidad de iguales se hace

visible (tal vez como metáfora de la orgánica Euskal-Herria a construir). El Fever es una

continuación de aquel imaginario, restando peso al elemento localista-folklorista y

poniéndoselo al global y, todo ello, con cierto toque de estilo, al que aspira cualquiera

que se sienta clase media. La “mugre” del “bareto”, los perfiles cerveceros o los

uniformes agresivos del punk y el heavy se transmutan en cuerpos de gimnasio, las

drogas de diseño y espacios asépticos. Claro que a este nivel todo está aún por decidir, y

más en un espacio tan novedoso y complejo como el Fever; los mensajes reaccionarios

y utópicos se entrecruzan de forma ambigua, no está claro si la igualación de los

diferentes es la del centro comercial, semejantes en tanto que consumidores, o la que

Victor Turner describía en el proceso pitual, la communitas de la temporalidad ritual de

la que cualquier cosa puede salir —o nada—. Como veía Benjamin, sobre el carácter

sagrado o mítico de la violencia fundadora nada sabremos hasta que sea demasiado

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tarde.

Para terminar este recorrido simbólico de los espacios de ocio bilbaínos es

interesante acercarse a uno de los fenómenos festivos más importantes de la zona y que

mejor han registrado el cambio de paradigma de los últimos tiempos: la Semana Grande

bilbaína o Aste Nagusia. Se celebra en la segunda quincena de agosto, durante ocho días

y nueve noches, siendo una de las fiestas estivales más exitosas de toda España, con

gran afluencia de público desde otras partes del territorio nacional y unos presupuestos

crecientes, muy centrados, sobre todo, en los espectáculos musicales y pirotécnicos de

escala internacional. Pero para comprender el devenir de estas fiestas debemos

adentrarnos antes en sus orígenes. La Aste Nagusia, al contrario de lo que sucede en la

mayoría sino en todas las fiestas que se celebran en las capitales españolas durante el

verano, no conmemora el patrón de la villa, no tiene por tanto carácter religioso alguno

ni en su forma actual ni en su origen. La virgen de Begoña es la patrona - más bien

matrona- de la ciudad, pero su festividad no coincide con las fechas en que se celebra la

Aste Nagusia. La Semana Grande tiene su inicio en los primeros años ochenta, y es

fruto de la voluntad de las asociaciones populares de la villa; de hecho, tradicionalmente

son ellas y ningún otro grupo quien organiza los festejos con cuya recaudación

financian sus actividades del resto del año. Grupos antimilitaristas, ecologistas,

feministas, asociaciones de vecinos, grupos de teatro, asociaciones deportivas, etc. eran

hasta hace bien poco los protagonistas de estas fiestas. Con la transformación de la

sociedad y, sobre todo, de la ideología vasca en los últimos diez años —su

envejecimiento y aburguesamiento delirante— los poderes fácticos han ido

adueñándose de la Aste Nagusia a golpe de talonario, de grandes espectáculos que

invitan a las masas a desplazarse fuera del espacio dominado por las asociaciones, el

Casco Viejo y sus alrededores. El Ayuntamiento, que originalmente potenciaba o al

menos no dificultaba la actividad de estas asociaciones ciudadanas, se complica con los

poderes económicos y patrocina una fiesta paralela localizada crecientemente en los

márgenes de la ciudad. La fiesta se suburbaniza y se convierte en una celebración del

consumo y la inversión, una fiesta programada por técnicos y profesionales del

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espectáculo, una fiesta que, además, busca especialmente abrazar el espacio urbano del

Nuevo Bilbao. El toque autóctono en la estrategia del poder para el desmantelamiento

de las asociaciones populares autogestionadas está en su criminalización creciente,

relacionando directamente a estos grupos con ETA, dentro del contexto de la paranoia

del "entorno". Toda política no teledirigida, toda organización espontánea de

ciudadanos que sea obrera y no tenga como interés particular el mundo taurino, es

sospechosa de ir tramando los crímenes más inmundos.

Durante los años setenta y ochenta, la vida urbana del se caracterizó por una

intensa actividad pública y política entretejida alrededor de una importante red de

asociaciones. El trabajo de estas asociaciones locales era destapar a todos los niveles -

desde el marco barrial hasta el global- el conflicto social oculto por los intereses de la

clase dominante. La amplia proletarización de la zona creaba un caldo de cultivo idóneo

para la conciencia de clase y la conciencia política subsiguiente, generando un flujo y

reflujo entre la fábrica y la ciudad que sacaba las contradicciones económicas y sociales

fuera del ámbito laboral e individual para plantear una lucha global al sistema

capitalista. Con la crisis y el paulatino desmantelamiento de la mayor parte del tejido

industrial de la zona, este panorama social languidece de forma paralela. Sin embargo,

cuando las antiguas asociaciones y la vida callejera empezaban a evaporarse, los

poderes fácticos redescubren el espacio público urbano reclamándolo para sus propios

intereses. La apropiación por parte del Ayuntamiento y de distintos grupos económicos

y mediáticos de la Aste Nagusia es un ejemplo muy interesante de este cambio de

estrategia. El ocio se transforma en el negocio fundamental de la ciudad postmoderna,

además de su principal escuela de consumismo.

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III. Pulsión urbana 2Hay un paraguas roto en la basura,

tengo las zapatillas tan gastadas,

recojo trozos de un espejo partido.

Todos los días dicen que sale el sol,

yo hoy no lo he visto.

Llueve en Bilbao…

Doctor Deseo: “Llueve en Bilbao”

Este es un libro de textos e imágenes. Se pueden leer por separado, como dos

libros independientes, o a la vez. El texto cumple la función crítica; las imágenes, la

apologética; y el libro en su totalidad debería constituir la síntesis entre ambas.

La parte crítica trata de diseccionar el Bilbao del marketing urbano, analizar en

detalle un proceso hecho a espaldas de la sociedad civil y explorar la naturaleza de la

seducción que comanda todo el proyecto. Más allá de los lobbies económicos, de los

agentes políticos y de los técnicos, en el Nuevo Bilbao detectamos un deseo común de

una ciudad connotada por el prestigio y la clase, un Logo mercantil del que participan

las realizaciones urbanas en la misma lógica en que lo sensible participaba de las ideas

en la filosofía de Platón. Como explicábamos al respecto de las grandes ferias de

exposiciones, el lenguaje que habla la mercancía es siempre el mismo, ya se dirija a

mayoristas, minoristas, clientes individuales, o incluso a directivos de compañías y

dirigentes políticos, es un único arte de la seducción.

Frente a este nuevo Bilbao fotogénico —tantas veces planificado en maquetas y

reproducido después en guías turísticas, memorias institucionales de autobombo,

incluso videoclips o películas—, la parte fotográfica del libro quiere hacer visible y, de

algún modo, redimir estéticamente al otro Bilbao, el periférico —por muy en el centro

que esté—, el Bilbao de los barrios más populosos, el construido por los múltiples

desarrollismos, el Bilbao marginal y/o marginado, el ruinoso, los restos del Bilbao

industrial aún presentes. Pero también queremos retratar el Bilbao más actual, el que se

está levantando ahora mismo de forma silenciosa, el de los no-lugares, el de los

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espacios anodinos que ocupan la mayor parte del espacio recientemente construido. Son

todos aquellos espacios “feos”, según los parámetros hegemónicos; los lugares que el

Poder invisibiliza y, a pesar de ser los más presentes, denota con la marca de lo pasado,

de lo insignificantes. Nuestra labor apologética sería, en este caso, dotar al menos de un

“proto-sentido” a estos no-lugares vaciados de significado. No lo entiendo. ¿”No” los

fotografiamos? El “sería” me confunde.

Bilbao sufre un proceso de iconización creciente, con nuevos edificios y lugares

que denotan su ambición de convertirse en un referente urbano. Cada nueva actuación

se convierte en fetiche, los paseos se llenan de estatuas, la nueva ciudad se

monumentaliza, es una ciudad llena de mensajes, o tal vez con un único mensaje

repetido por doquier. Pero a la vez, mientras estos puntos densos reclaman toda la

atención, los lugares donde se acumula cotidianamente la mayor parte de la población,

los barrios y zonas residenciales, se vacían de sentido, no dicen nada. El área

metropolitana se organiza en dos espacios con distinta densidad simbólica, el centro y la

periferia, algo análogo a la lógica espacial religiosa que explicaba Mircea Eliade en Lo

Sagrado y lo Profano; unos pocos centros (templos) constituyen el espacio sagrado

concentrando toda la fuerza simbólica y ontológica sobre sí, mientras el resto del

espacio se constituye como profano en relación a aquel, vacío de su poder organizador y

redentor.

El espacio profano está regido, a su vez, por una temporalidad profana, un tipo

de temporalidad de una lógica degenerativa, entrópica. A medida que pasan su tiempo

en la profanidad, los hombres se van cargando de pecados, su conducta se aleja más y

más del arquetipo sagrado. Por este motivo, periódicamente, los hombres deben visitar

los centros sagrados —y a veces es suficiente con inclinarse hacia ellos en su rezo

cotidiano— para renovarse, para limpiarse de los errores cometidos, borrar toda huella

de la temporalidad profana en la que se han desviado de los preceptos sagrados y

reintegrar su vida, desde cero, en la vía correcta. La temporalidad del ritual religioso es

la que permite refundar el sentido del universo y el de la propia vida, pasar del Caos

profano al Cosmos.

En el caso de la ciudad postmoderna —por llamarla de alguna manera— nos

encontraríamos ante algo semejante sólo que las intensidades y los significados,

obviamente, varían, pero permanece esa lógica dicotómica de arquetipos imaginarios

perfectos a un lado y una realidad intematizable al otro. A medida que se mima, se

embellece y se fija la atención mediática sobre el Nuevo Bilbao monumental, el “otro

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Bilbao” se va arrinconando, se torna más insignificante, se convierte en un fenómeno

inexplicable a la luz de la reluciente ciudad de titanio. De este modo, no sabemos ya por

dónde coger las experiencias y conflictos cotidianos y, frente a ellos, sólo podemos

oponer la pureza del Bilbao imaginario: el camino recto, la ley y el orden.

Afinando un poco más, en el terreno urbano contemporáneo aquellos centros —

templum— los encontramos no sólo en todos los espacios públicos para el consumo,

sino en el espacio doméstico en tanto que dominado por los iconos televisivos: la tele

como “hogar” sagrado. Pero entre la propaganda televisiva y el centro comercial se

encuentran los múltiples intersticios, la interzona profana que escapa a toda razón. Esta

interzona está compuesta por los no-lugares en la periferia pero también en el centro de

la ciudad, por los rincones marginales que deben ser evitados, por nuestra propia

barriada, nuestro inhóspito portal, el solar de la esquina, las obras que crecen por

doquier y, más allá aún, por nuestros propios conflictos laborales, las desavenencias

domésticas e incluso nuestros desencuentros biológicos: la enfermedad y la grasa

asaltan nuestro cuerpo igual que el merodeador nuestras calles, “aparecen allí donde no

pertenecen”. Los espacios fotografiados en este libro serían por tanto espacios

“merodeadores”, pues aparecen por Bilbao sin pertenecer a Él, al Nuevo Bilbao.

Pero antes de empezar a sospechar y criticar la nueva ciudad que emerge como

gran fetiche colectivo, debemos plantearnos en qué medida nuestra propia investigación,

por muy bien intencionada que sea, contribuye a esta mistificación de la ciudad.

Es vital, a la hora de escribir un libro, preguntarse por el contenido o el valor

político de lo que uno está proponiendo, ya que, tal y como advierte el filósofo

norteamericano Fredric Jameson (Jameson 1996), nada está exento de un contenido

político. Cuando alguien se propone la tarea de hacer un libro sobre “la ciudad”, llega

un momento en el que empieza a sospechar al respecto de la naturaleza del impulso que

le lleva a pensar o escribir sobre ella, como si la ciudad tuviera algún tipo de entidad y

autonomía verdadera en sí misma, separada del entramado económico, político y social

más amplio en el que está inserta. Y, sobre todo, la sospecha se hace más aguda al

descubrir que estamos concibiendo y fotografiando la ciudad como si se tratase de un

decorado, calles y espacios vacíos, sin los habitantes que se supone son la materia prima

de cualquier ciudad. Uno, no sin motivos, comienza a sentirse víctima de una perniciosa

abstracción metafísica, de una cosificación del espacio público.

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¿Qué es hoy “la ciudad” separada del resto del todo socio-económico? Porque,

en realidad, la ciudad no puede ser considerada autónoma, ni económica ni política, ni

siquiera culturalmente. Cuando la sociología urbana se ha planteado esta cuestión, ha

terminado siempre en un callejón sin salida: lo urbano al final se disuelve en niveles

más amplios a la vez que más concretos de análisis o, finalmente, lo urbano se convierte

en una caracterización tan general que lo abarca todo y hasta el campo se vuelve hoy, en

las sociedades plenamente modernizadas con sus medios de comunicación y transporte,

en urbano.

Desde una perspectiva materialista, la ciudad, en tanto que objeto de estudio

autónomo, resulta ciertamente sospechosa. Si la ciudad hoy no se puede considerar

política ni económicamente como un sujeto autónomo, tal vez, en todo caso, se la pueda

concebir como una “unidad de hábitat”, aunque, como vemos en el caso de Bilbao, esta

unidad debe definirse más allá de los límites meramente municipales con su fenómeno

de conurbación; en cualquier caso, la misma noción de “unidad de hábitat” resulta

bastante sospechosa ¿Cómo acotar los límites de esa “unidad” de hábitat? ¿Serían

límites exclusivamente territoriales, como los demarcados por el espacio geográfico

real? ¿Podemos definir acaso el hábitat al margen de los media? ¿No habitamos

igualmente los media? Y siendo así, ¿no habitan el mismo espacio cotidiano —por

virtual que sea— personas que no comparten espacio real alguno? ¿No tendrán razón

por tanto los apologetas de la telépolis, quienes reconocen el nuevo espacio cívico más

allá de los viejos muros espaciales de la ciudad?.

Hubo un tiempo en que la ciudad sí constituía —hasta cierto punto— una unidad

económica, política y social. El caso más claro está representado por las ciudades-estado

griegas pero, en general, en toda la Antigüedad se encuentran casos semejantes; al fin y

al cabo Roma no era más que una ciudad. Pero antes que como realidad económica,

política o jurídica, la ciudad aparece aquí como realidad narrativa. La idea de ciudad es

una herencia que podemos rastrear hasta los orígenes de la civilización; simboliza los

esfuerzos del hombre por conquistar un lugar estable frente al caos y la amenaza

exterior. Es, por tanto, un símbolo que condensa todos los temores y las dificultades

sufridas por el hombre del Neolítico en su determinación sedentaria. Todos los mitos

occidentales están llenos de referencias a la ciudad, aunque en muy distintos tonos:

desde el odio bíblico a la cultura urbana, con Caín como fratricida fundador de

ciudades, y Sodoma y Gomorra como iconos de los vicios urbanos, pasando por los

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mitos y rituales fundacionales de las colonias griegas de la península itálica, o los de la

propia Roma —con un Rómulo igualmente fratricida, pero ahora de manera justificable

por su virtud constructora—, hasta la más remota cultura mesopotámica con el Poema

de Gilgamesh, dedicado a Uruk, la ciudad edificada por el rey Gilgamesh.

Durante la antigüedad, por tanto, a pesar de poderse detectar un proceso de

desencantamiento de la tierra (dominada por los ancestros enterrados), y a pesar de la

aparición de una auténtica identidad política urbana —con su momento de esplendor en

las Polis griegas—, la ciudad continuó dominada por concepciones míticas. Después de

la caída del Imperio, Roma, que había llegado a tener más de un millón de habitantes —

densidad que ninguna ciudad volvería a alcanzar hasta mediados del XIX— y el resto de

las ciudades del Imperio prácticamente desaparecen, junto al sistema tributario del que

dependían. La economía feudal se construyó al margen de las ciudades pero, en el final

de la Edad Media, la cultura urbana y la fuerza política de las ciudades gozaron de un

auge sin precedentes.

Tras el año 1000, las rutas comerciales que se extendían por toda Europa

empezaron a generar una acumulación de capital, gracias a lo cual los antiguos

mercados itinerantes que se establecían en las murallas de las viejas ciudades romanas

semiabandonadas dieron paso a los burgos, asentamientos de comerciantes y artesanos

estables que constituirán la base del desarrollo de las ciudades medievales, al margen de

los poderes feudales. La cultura del gótico, con sus calles laberínticas, sus catedrales y

las órdenes mendicantes dedicadas a la enseñanza, crece al calor de aquel proto-

capitalismo; por primera vez la ciudad no vive del dinero expoliado al campo, como un

fortín monumental para los poderosos, sino que se expande desde la propia economía

que ella moviliza. Los plebeyos artesanos y comerciantes (proto-burgueses) se auto-

organizan creando gobiernos y milicias municipales de defensa contra las incursiones de

los señores feudales, lo que reforzará aún más esta nueva identidad urbana en ciernes.

Aquella autonomía, sin embargo, se corta de raíz ya en el renacimiento, con la

creación de los grandes reinos. Los gobiernos municipales aceptaron la ayuda de

determinados poderosos aristócratas que les defenderían con sus ejércitos de caballeros

de los otros señores feudales. Pero aquellos ejércitos que debían proteger las ciudades se

convirtieron a la vez en dominadores de estas ciudades. La autonomía política de estos

centros de población llegaba a su fin. La organización política y económica tiende a

centralizarse y, con el tiempo, los estados nacionales buscan la eliminación de los viejos

fueros y leyes especiales que se pactaron en su momento con los gobiernos municipales

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locales; la debilidad de los gobiernos municipales en la actualidad es una consecuencia

notable de la historia urbana occidental.

Sin embargo, este momento de esplendor urbano no pasa en vano. Si la idea más

remota de ciudad tenía unos orígenes míticos, construida sobre el sentimiento de

amenaza y contra la naturaleza, la ciudad gótica supondrá una refundación de la idea de

ciudad en un sentido mucho más político, como defensa de la autonomía popular no

frente a la naturaleza, sino frente a la aristocracia, frente a los poderosos. Y es esta idea

política de ciudad la que habrá de volver posteriormente, ya en la historia moderna,

como “resistencia urbana”; la historia de Occidente está atravesada por un hilo rojo de

agitación y rebelión contra los poderes centralistas que devuelven el poder a sus

dimensiones inmediatas.

Los alzamientos revolucionarios en Francia desde 1789, la Comuna de París de

1871, el alzamiento del Soviet de Petrogrado en 1917, o la revolución de 1934 en las

ciudades de Oviedo y Barcelona, más allá de que alguno de ellos se inscribiese en

lógicas revolucionarias meta-urbanas, el momento de toma local del poder hace revivir

aquella independencia urbana de las ciudades del final de la Edad Media. Y la

confirmación de esta imagen viene de los fracasos del alzamiento, cuando los herederos

de los reyes renacentistas y barrocos envían sus ejércitos desde las capitales a reprimir

los alzamientos; la narratividad estatalista cuenta después cómo aquellas ciudades han

sido “liberadas”.

El ambiguo simbolismo de la ciudad tiene, por tanto, sus raíces históricas en

estas dos concepciones, la mítica y la política. Sin embargo, más allá de la memoria

histórica, la consideración de la ciudad y, sobre todo, de “lo urbano”, como una entidad

autónoma genuina –por encima de su fantasmagoría mercantil– tiene otro punto fuerte

desde el ámbito estético y cultural, considerando la “estética” como teoría del arte a la

vez que teoría de la “sensibilidad”, en sentido kantiano. La estética urbana, como arte

urbano que se desarrolla a partir del siglo XIX, vendría a dar razón de una

transformación sin precedentes en la experiencia colectiva, en la sensibilidad

compartida por los habitantes de la ciudad de la multitud.

A partir de mediados del XIX, con la industrialización, se produce una auténtica

revolución urbana. A la par que las nuevas ciudades industriales, las grandes capitales

europeas y americanas empiezan a crecer a un ritmo inédito en la historia de la

humanidad; el caso de EEUU es paradigmático. Una ciudad como Nueva York, que en

1800 tenía una población de 50.000 habitantes, cincuenta años después multiplica por

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10 el número de habitantes (515.000) y para 1900 contaba ya con 3.437.000. El proceso

en países como Inglaterra o Francia es similar, y algo más lento y tardío en otros más

atrasados, como Alemania o Rusia. De cualquier modo, incluso en países que por aquel

entonces vivían una crisis histórica como España —pérdida de las últimas colonias—, el

proceso de urbanización empieza a hacerse notar. El caso de Bilbao, teniendo siempre

en cuenta que no se trata de una gran capital, sino de una mera ciudad industrial

periférica, es muy significativo: en 1800 tenía una población de unos 1.000 habitantes;

cincuenta años después cuenta ya con 18.000 habitantes, para pasar en 1900 a 83.306 y

alcanzar en 1940 los 229.334 habitantes. Es decir, en 140 años había multiplicado su

población por más de 200.

El trasvase de población rural hacia las ciudades tiene un efecto que podríamos

denominar de shock sobre los hábitos, las creencias y, en general, sobre la experiencia

colectiva. En un par de generaciones, una parte importante de la población descubre que

ha perdido y olvidado su marco de referencia tradicional, los apoyos rituales en los que

se apoyaba toda su concepción de la vida. De la noche a la mañana, y sin demasiadas

explicaciones, han sido trasplantados del antiguo régimen, con una economía rural, una

política semifeudal y una ideología teocéntrica, a un escenario de masas proletarias

hacinadas, que conviven en jornadas inhumanas de trabajo junto a humeantes máquinas

de hierro. Como veíamos, EEUU fue el lugar donde más violentamente se produjo la

modernización, y por ello mismo es allí donde se encuentran los primeros ensayos de

tratar de dar un cauce simbólico a las nuevas circunstancias, algo así como una cultura

urbana moderna.

Y es que si “lo urbano” tiene un lugar propio, mucho antes que como disciplina

académica (sociológica, histórica, geográfica, antropológica) es como “arte” urbano. La

narrativa toma formas urbanas en los folletines literarios, en las revistas editadas para el

gran “público”, ese nuevo fenómeno que traen consigo las ciudades. Géneros nuevos,

como el policíaco abren la imaginación popular al laberinto urbano, a sus recovecos y

misterios. La música merece especial atención. De carácter siempre más claramente

popular y con más alcance, el jazz mimetiza los ritmos de la ciudad, igual que bailes

como el tango e incluso el chotis. Más tarde el rock se atreverá a llevar la mimesis de la

electricidad urbana hasta sus últimas consecuencias; hablar de “rock urbano” es una

reiteración, como lo es decir “cine urbano”. Tanto el cine como el rock son

esencialmente urbanos, nacen en la ciudad y hablan desde el lenguaje de la ciudad,

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desde sus sonidos, desde sus ritmos; el que oye y escucha el rock, igual que aquel que es

capaz de seguir una película, está ya iniciado en lo urbano, infectado por lo urbano.

No cabe duda de que lo urbano tiene que ver con una modificación en la

experiencia colectiva y así lo vieron los primeros que fueron acuñando el concepto:

Georg Simmel o Walter Benjamin detectaron esta modificación “estética”, en el “sentir

común” de su tiempo. La ciudad moderna, por tanto, la ciudad de la multitud, del

transporte mecanizado, la ciudad maquínica, se confirma como un tipo de hábitat

diferente. Por tanto, aquella definición que dábamos de “unidad de hábitat”, para la

ciudad, tal vez no sea tan despreciable, lo urbano tiene que ver con el habitar, con la

costumbre, o tal vez con la dificultad para establecer costumbres; lo que resultaría más

difícil es definir dónde empieza y dónde acaba esa “unidad” del habitar pues, tal vez, no

sea ya la ciudad el límite que acote el perímetro de lo urbano.

Volviendo a la “idea de ciudad”, los restos de la concepción mítica más arcaica

que siguen vigentes a través de sus reflejos mercantiles, hoy descubrimos cómo los

media y los políticos insisten en vendernos la idea de “la propia ciudad” como motivo

de orgullo y complacencia, y encienden los ánimos para defenderla con la misma fuerza

con que defendemos los colores de nuestro equipo; el estadio de fútbol, que en Bilbao

es por algo llamado La Catedral, es el lugar por excelencia donde la ciudad y sus

ciudadanos se encuentran cara a cara autocelebrándose: los restos de Roma. Pero, ¿qué

buscan los poderes fácticos con esta identificación del colectivo con la propia ciudad?

Tal vez tenga que ver con la impotencia de facto que representan hoy los marcos

políticos municipales, con su insignificancia respecto a los poderes estatales y

regionales e, incluso, con la falta de acceso de los ciudadanos a las decisiones

municipales. Si el colectivo, en tanto que sujeto político, se identifica hoy con “su

ciudad”, lo hace de modo análogo a su identificación con el equipo de fútbol, con un

sentimiento de “pertenencia y destino”, o de “fatalidad”, según las suertes de la liga.

Como vimos, a partir de la creación de los grandes reinos y estados europeos, el

poder municipal se minimiza. El fenómeno de la ciudadela, casa cuartel primitiva, es el

más claro ejemplo de cómo este ejército real sitió de hecho las ciudades que decía

defender. Los reyes, sin embargo, conservaron la imagen de las grandes ciudades como

sello de los reinos. El absolutismo barroco reforzó la imagen de la ciudad con sus

espectaculares avenidas; la ciudad se volvió escenografía del poder de la corte; las

grandes capitales eran nuevas romas, centros desde los que se dominan los imperios

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(español, francés, británico), ciudades que se enriquecen a costa de las provincias y

colonias. Los estados decidieron, por tanto, que el recuerdo popular de la ciudad

medieval autogestionada no debía ser simplemente reprimido sino corregido: redirigido.

La ciudad, orgullosa de sí, se convierte en símbolo del lujo imperial. La burguesía

estuvo lista para tomar el poder cuando se olvidó de sus ciudades autogestionadas del

medioevo, para rendirse al poder imperial y global del capital financiero.

Dentro de esta misma lógica, el marketing urbano vende hoy la ciudad como

imagen. El experto en marketing, el publicista, y detrás de él el promotor, el empresario,

venden la ciudad al ciudadano devenido consumidor, le seducen a través de la mirada;

no sin antes vendérsela también al intelectual, al artista e incluso al técnico, pues son

ellos los que deben justificar el proyecto, y alimentar la imaginación y el deseo de los

consumidores-ciudadanos, son ellos los que pueden “erotizar” la imagen de la ciudad, y

es que no hay negocio sin deseos.

“Lo ciudad”, en tanto que ente imaginario, logotipo, idea platónica de la ciudad

concreta, pasa a concentrar todo el encanto ambiguo de la Nueva York cinematográfica,

el París de los boulevares, la Venecia de postal, el San Petersburgo de las pasiones

novelescas del XIX, el Shanghai y el Hong Kong del siglo XXI, la Metrópolis de Fritz

Lang y Los Ángeles de Blade Runner. “Lo ciudad” se refiere sobre todo a sus iconos de

modernidad: el tranvía, el metro, la autopista urbana, los rascacielos de vidrio, las

galerías laberínticas, los neones. “Lo ciudad” es un parque de atracciones: túnel del

terror y del amor a la vez; es la imagen exótica de la ciudad, la cosificación de lo

urbano. Y “lo ciudad”, como mercancía de gran valor añadido, se vende bien y se vende

caro. Se vende a la conciencia burguesa, a la del conductor, a la del propietario (real o

potencial) pero también al arquitecto, al artista y al sociólogo, al antropólogo, al filósofo

y a todo investigador que será agraciado con la beca que, temporalmente, le permita

salir de su precariedad natural; “lo ciudad” tiene una larga clientela asegurada. Pero no

hay engaño mercantil ni triquiñuela de publicista que no esté asentado sobre un genuino

impulso utópico. El deseo es siempre ambiguo y el trabajo de mercadotecnia es

concentrarlo en el objeto, de tal forma que quede paralizado y no regrese al sujeto en

forma de motor político.

“Lo ciudad” en cuanto objeto de deseo entronca con la mirada sorprendida del

niño. Algo de utópico encierra sin duda todo esto pero, en tanto que no se traduce en

una alternativa política, lleva a la traición del componente emancipador. En una

conferencia reciente, Jameson hacía mención de esta ambigüedad del impulso utópico:

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puede engendrar tanto un programa emancipatorio como uno represivo; tras los

fascismos latía también un impulso utópico. Y, precisamente, son estas formas

degradadas de utopía, las fascistas, las que mantienen más vivo el impulso utópico

virgen. Los programas revolucionarios beben del impulso utópico a costa de

secularizarlo; el nacionalismo fascista, en cambio, crea alrededor del impulso utópico

una red mágica de significantes que impiden su definitivo desvelamiento para mantener

vivas así las fuentes matriciales de la acción. “Lo ciudad”, la ciudad del marketing

urbano, actúa de modo semejante al respecto de los elementos utópicos inherentes al

deseo de la ciudad, ya que mantiene vivo aquel deseo a costa de no revelar su potencial

revolucionario, de mantener inapalabrado el programa político emancipador que de él

debe derivarse. “Lo ciudad”, la ciudad mercantilizada, es la ciudad mítica, la ciudad en

la que nuestros prejuicios ilusionados, nuestras supersticiones más arcaicas —miedos y

anhelos— se enredan perniciosamente.

Pero el deseo que desata la ciudad no se detiene en este deseo de tipo óptico, lo

que se desea al respecto de la ciudad no es simplemente mirarla; la ciudad deseada es

también la del adolescente erotizado por ese constante flujo urbano. La ciudad no se

percibe en este punto por el sentido de la vista, que es la mirada arquitectónica del niño,

sino por el tacto, se trata del estar inmerso en el oleaje de la urbe. Aquí nos situamos ya

un paso por encima de la mirada mítica, el cuerpo se empieza a integrar en el colectivo.

El vándalo adolescente, como el coro de borrachos, está más cerca de constituirse como

genuino sujeto político, aunque todavía sería un sujeto en sí, que no para sí; es aquella

ciudad rebelde de la toma de La Bastilla, el calor de los compañeros en los instantes en

que todo es posible. Desgraciadamente, por su condición de inmediatez, esta rebelión

está condenada a la traición y al fracaso.

Pasamos, por tanto, de la ciudad y “lo ciudad” a “lo urbano”, de límites mucho

más indefinidos, pues no identifica la subjetividad política con un referente sensible. La

experiencia sensible sólo puede ser ambigua y compleja, por ello el sujeto, que siempre

está lingüísticamente constituido, en un momento posterior, es y debe ser revisable en

aquella experiencia sensible previa, en aquel hábitat. Igual que nadie confunde ya sexo

y género, no debemos confundir lo urbano y la ciudad. No nos interesan tanto los

límites y la condición autoconsciente de una posible nueva Polis —que también— como

la “sensibilidad” urbana, la matriz de la que bebe la Política, sea esta municipal,

regional, estatal, internacional o mundial.

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Volviendo a Bilbao y a ese “Bilbao urbano” oculto tras la fantasmagoría

mercantil del Nuevo Bilbao, es evidente que no podemos tomar esta ciudad como un

referente de “modernidad”, ni mucho menos. Bilbao tiene muchos componentes

urbanos, pues fue durante mucho tiempo vanguardia de la modernización de España,

pero tiene también muchos, quizás más, componentes provincianos, aldeanos, restos del

Bilbao premoderno que se hicieron fuertes en la ideología nacionalista, y restos de una

modernización forzosa para muchos habitantes, llegados del campo castellano,

extremeño, gallego o andaluz con lo puesto. Quizás la característica más magnética de

Bilbao sea su carácter mixto, de collage imposible entre tradición y modernidad —y

ahora Postmodernidad—, entre naturaleza y artificio, con su paisaje accidentado y

desbordante que parece contagiar en su dureza a las mismas construcciones.

Si hay un elemento predominante en Bilbao, éste es la “contaminación”. No nos

referimos sólo, que también, a la contaminación atmosférica aún presente, sino a una

contaminación estética entre distintos espacios. Es difícil, o era difícil hasta hace poco,

encontrar un rincón estéticamente coherente y bien diseñado; las prisas del

desarrollismo y la especulación se hacen notar en cada rincón, pero también en la

imaginación de sus habitantes para adaptarse a unas condiciones geográficas y socio-

económicas duras. La tradicional paciencia de los habitantes del norte de España (y no

sólo del norte) para adaptarse a una climatología y un terreno difíciles, parece continuar

en el carácter de los bilbaínos, oriundos e inmigrantes, capaces de hacer habitable una

estructura urbana tortuosa, diseñada por y para el gran Capital.

Aunque lo pretenda, Bilbao no es ni ha sido un símbolo de la modernización

ejemplar, al contrario. Igual que en el resto de España o, incluso, de forma más

exagerada, su modernización tecnológica y económica no tuvo el reflejo equivalente a

nivel ideológico; mientras en otras urbes españolas el anarquismo y el socialismo se

extendían, poniendo las bases para una modernización alternativa, en Bilbao, el auge del

tradicionalismo nacionalista, frenaba los impulsos revolucionarios. Esta última

característica la convierte en un caso raro, que contrasta con las demás ciudades

industriales españolas, rareza que llegó a llamar la atención de Max Weber.

Esa es la tradición de Bilbao, para lo bueno y para lo malo, la que se debe

asumir, y desde la que se podría transformar coherentemente la ciudad. Lo demás es

expolio de la memoria, lavado de cerebro. Bilbao, y cualquiera que “quiera” esta ciudad

lo sabe, no es la ciudad de la multitud, la gran metrópoli con las masas que aceleran el

paso y la marcha por grandes avenidas. No es la ciudad de metros y aglomeraciones, de

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tranvías y autopistas. El Bilbao que ha fascinado a tantos, incluidos posiblemente Gehry

y Serra, y el que nos fascina a nosotros mismos, como prueban las fotografías, es, como

dijimos, el de los contrastes: entre centro y periferia, que se solapan en cualquier sitio,

como un collage descuidado, entre la ciudad industrial y desarrollista y la tradicional,

entre ciudad y naturaleza, entre vegetación y basura, entre agua y óxido; la ciudad

basura de Eskorbuto, ciudad collage donde lo viejo y lo nuevo se anulan mutuamente y

se convierten en naturaleza inorgánica; todo se amontona sin orden, se pisa, se solapa;

no las oculta: muestra sus aristas. Bilbao es, por tanto, una ciudad desbordante, que

advierte algo al respecto de cualquier intento de una pretendida dominación total del

espacio: el espacio es una matriz de la que nacen imágenes, pero imágenes que tan

pronto salen de la materia se derriten y se reintegran en ella.

Sin embargo, la ciudad y esta ciudad no existen al margen de una mirada

concreta, de modo que, antes de acabar con este punto, queremos descubrir nuestras

cartas, nuestra mirada. En primer lugar, debemos dejar claro que nuestra mirada es una

mirada individual y aislada, la del espectador que se re-crea, la del poeta que con-crea,

la del filósofo que re-flexiona; es una mirada, por tanto, escindida. No es la mirada de

un colectivo sobre su praxis política, que mira la ciudad como su herencia y su tarea,

que piensa su ciudad como su producto siempre inacabado –necesariamente inacabado–,

su praxis y su responsabilidad, el lugar para la vida buena. Nuestra mirada, por mucho

que nos pese, se parece más a la mirada del turista, a la mirada fascinada de la ciencia

ficción sobre la vida extraterrestre. Nuestra subjetividad estética se parece al

cosmonauta, lejos de su tierra o quizás proveniente de una tierra destruida para siempre,

que navega por un limbo interespacial en el que todo le es tan ajeno como propio;

porque ya no tiene un lugar propio todos los lugares le son tan ajenos como propios.

La ciudad, por tanto, como “puro hecho estético”. Decía Nietzsche que sólo

como hecho estético tiene justificación la vida, y desde esta perspectiva contemplamos

nosotros Bilbao. No estamos reivindicando simplemente una vuelta a la política, frente

a la mirada estetizante actualmente hegemónica. Pues, si es prioritario denunciar el

desentendimiento contemporáneo de la responsabilidad política, la nueva política debe

venir acompañada de una nueva forma de mirar que sustituya al esteticismo paralizante,

de otra estética que no sea en sí misma mítica. A la mala estetización de Bilbao, que nos

trae el marketing urbano, no vamos a oponer una repolitización carente de estética, sino

una estetización que es en sí misma política, una estética política, porque la propia

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estética es desde el principio política, y viceversa. El problema no es que se estetice

Bilbao, sino que se haga desde una mala estética, desde una estética políticamente

reaccionaria, por no decir, simplemente, fascista.

Bilbao como un decorado, así lo contemplamos en este libro. Bilbao sin gente,

obviándola, considerándola pero manteniendo las distancias, sobre todo con los que se

sienten más partícipes en la responsabilidad urbana, en los movimientos sociales y

asociaciones de vecinos, siempre vigilantes frente a las incursiones del extraño. En

Bilbao el poeta, el artista, el filósofo son generalmente confundidos con el secreta y,

ciertamente, muchas veces con razón. La mirada que reivindicamos aquí es una mirada

puramente moderna. No soñamos con comunidades cohesionadas, perfectamente

autonarradas y ritualizadas. Los antecedentes de esta mirada que reivindicamos se dan

en el romanticismo, en la primera Modernidad crítica, como bien la ha caracterizado

Patxi Lanceros. El turismo que conocemos hoy de los paraísos exóticos y vegetales es

una degeneración mercantil de lo que Novalis, Goethe y otros románticos descubrieron

como pioneros: el éxtasis sublime ante lo absolutamente otro de la Razón, el otro que ya

no puede ser Dios, pues Dios para entonces había sido reducido a pura Razón, a

superyo.

El marxismo siempre ha criticado estos éxtasis vivenciales como el fetichismo

más propio de la relación a la que se entrega el hombre con la naturaleza en su

alienación capitalista. Hombre y naturaleza, unidad dialéctica, no se reconocen, igual

que el consumidor no reconoce en la mercancía su propia huella, la del género humano.

Algo de eso puede haber en este éxtasis sublime de la ciudad tomada como alien; este

proceso de extrañamiento, igual que tiene una forma de ensueño degenerado en el

capitalismo, de onanismo de lo imaginario, de paraíso inmediato, tiene algo propio de la

creatividad humana. Es la misma forma del sueño —y parece ser que antes del

capitalismo los hombres también soñaban—. Si habría que marcar una diferencia entre

la cosificación y la recreación estética del artista, ésta sería correlativa a la que se

produce entre el sueño diurno, lleno de narcisismo y autocumplimiento de deseos, y el

sueño nocturno, perturbado por deseos mal cumplidos, monstruos de todo tipo y, sobre

todo, lleno de contaminaciones entre distintos campos semánticos. El sueño establece

una suerte de exterioridad en la propia intimidad. Por eso resultan tan peculiarmente

oníricos los espacios confusos como los que suelen aparecer en las películas de Alfred

Hitchcock, exteriores que parecen interiores y viceversa.

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Siguiendo con la crítica marxista, que sólo parece concebir en la perspectiva

urbana aquella perspectiva clásicamente política, la del sujeto colectivo que reflexiona

sobre sus condiciones materiales y el programa de emancipación, la cuestión del

“fetichismo de la mercancía” tuvo una elaboración teórica posterior en la Escuela de

Frankfurt. Walter Benjamin, por ejemplo, centra parte de su breve pero intensa obra en

mostrar la continuidad entre la estética romántica y la mercancía en tanto que objeto de

exhibición y deseo; la vivencia estética de lo sublime sería la antesala que prepara la

relación entre el consumidor y la mercancía. Simplificando, podríamos establecer una

línea continua entre la experiencia que refleja C. D. Friedrich en su Caminante sobre

mar de niebla —un caminante arrebatado por la inmensidad montañosa—, la del

marchante de arte burgués contemplando sus colecciones —el propio padre de

Benjamin—, el obrero invitado a la Exposición Universal, o el bilbaíno medio

contemplando un yate en el puerto deportivo de Getxo.

Si Benjamin y Bloch eran ciertamente ambiguos a la hora de enjuiciar la

naturaleza del deseo que moviliza la mercancía, tras Auschwitz, a otros como Adorno

no les cabía duda del destino irremediable al que conducía aquella lógica del sortilegio

estético en la sociedad capitalista. Sea como fuere, hay un halo de iconoclastia y

ascetismo que recorre gran parte de la tradición marxista, el cual no podemos dejar de

criticar; ésta tal vez comenzó con la crítica de Marx al socialismo utópico y a toda su

imaginería, que no venía según él más que a paralizar el nervio revolucionario, pero

también en su falta de interés al respecto del arte y la estética en general; como buen

hegeliano, posiblemente pensaba que el arte en nuestro tiempo carecía de potencial

político. Este punto, sin embargo, no ha dejado de traer problemas. Las preguntas sobre

la posible función crítica o ideológica del arte, o sobre el arte en la sociedad

postrevolucionaria son algunas de las cuestiones que más controversia han derivado.

Recientemente, en las jornadas sobre nacionalismo organizadas en la Facultad de

Historia de la Universidad de Oviedo —organizadas por la Asociación de Jóvenes

Historiadores/Conceyu de Xóvenes Historiadores de la Universidad de Oviedo en

marzo de 2006—, pudimos asistir a varias mesas redondas en torno a la cuestión del

nacionalismo. En todas ellas se repetía un enfrentamiento semejante: de un lado un

representante de la izquierda (generalmente marxista) atacaba el nacionalismo por

tratarse de un irracionalismo pernicioso; del otro, un representante de algún

nacionalismo periférico de izquierdas trataba de justificar, con dificultades, su postura.

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El auditorio y la organización se componían en su mayoría por gentes de izquierdas,

muchos de ellos marxistas. Uno de los ponentes —intelectual orgánico del Partido

Comunista de Asturias y competente historiógrafo—, en su ataque contra la postura de

su oponente —eminente hegelianista y polémico nacionalista vasco—, resumió sus

argumentos en contra de cualquier posible entendimiento entre izquierda y nacionalismo

afirmando que la tradición de izquierda se había caracterizado por su racionalismo,

frente a la nacionalista, de carácter mitologizante y por tanto irracionalista. El

“nacionalista vasco” matizó, sin querer crispar los ánimos en tanto que filósofo

polizonte en aquel encuentro de historiadores, aquella tajante oposición entre mito y

razón, a la que un marxismo prehegeliano, una suerte de kantismo disfrazado, nos tiene

bastante acostumbrados. El auditorio, sin embargo, no quedó convencido, o más bien,

no pareció entender.

Introduzco aquí esta anécdota porque me parece que ilustra a la perfección la

asfixiante concepción racionalista en que ha caído la tradición marxista más militante,

aquélla que está al frente de los partidos comunistas y de muchos movimientos sociales.

Este racionalismo nos transporta en el tiempo, ni más ni menos, que hasta la Ilustración,

a la política del “ciudadano” y al marco kantinano del enfrentamiento de razón y

naturaleza. Mucho ha llovido desde entonces como para caer en tan restringido enfoque.

Para empezar, llovieron Hegel y el propio Marx. La dialéctica hegeliana y luego

marxista, precisamente, venía para corregir y radicalizar la Modernidad ilustrada,

evitando tanto las limitaciones del individualismo ahistórico ilustrado –calvinismo

disfrazado– como la divinización romántica de la naturaleza y reconociendo un carácter

abierto de la historia, siempre en manos de la praxis concreta, siempre por decidir.

La raíz del nacionalismo es romántica, como reacción a la estrecha concepción

política del racionalismo ilustrado. La Revolución Francesa muy pronto superó los

marcos del pensamiento kantiano, y más aún de la posterior máquina represiva

napoleónica. El romanticismo venía a recuperar el valor del mito, y la nación se

representa como mito fundador de identidad colectiva. Los peligros históricos de este

mito los conocemos todos pero, frente a él, no vale retirarse a un momento previo, y

esto vale doblemente para un marxista que, si debería tener a un enemigo filosófico

enfrente es al liberalismo burgués, el liberalismo individualista y racionalista criticado

por los románticos y por Hegel.

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El mito es consustancial a la narratividad misma de la identidad, es inherente al

lenguaje y a la imaginación humana. Sin mito no hay poesía, y sin poesía no se moviliza

el nervio político. Por eso debemos volver a una visión más compleja de la interrelación

entre imagen y lenguaje, entre mito y razón. Con la idea de pulsión urbana queríamos

representar este mismo problema desde la perspectiva de la cuestión urbana. Y así es

como vimos que de la ciudad, observada desde el punto del vista del deseo y el mito,

extraemos imágenes ambiguas, las cuales nos empujan hacia un horizonte utópico pero

que, a su vez, nos pueden encerrar en un sueño totalitario. El peligro es el lugar propio

del deseo y de la imagen que lo moviliza. Sin embargo, sin imagen y sin deseo no

tenemos absolutamente nada, ni programa político ni aliento para despertar cada la

mañana.

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IV. Decepciones¿Dónde está el porvenir

que crearon nuestros viejos?

¿Dónde está el porvenir

que forjaron nuestros viejos?

Eskorbuto

El esfuerzo por publicitar la imagen de Bilbao tiene a nivel inmediato unos

resultados un tanto ambiguos, sin embargo, los actores políticos y técnicos insisten en la

dificultad de realizar aún una evaluación seria sobre la sinergia económica que, a largo

plazo, todo el proceso pueda generar. Las estadísticas parecen mostrar una mejora en la

imagen, del mismo modo que se habla de aumentos espectaculares en la ocupación

hotelera. Por nuestra parte, a estas alturas ya hemos dejado claro que nos importa más

bien poco el triunfo o fracaso de la regeneración económica que persigue el marketing

urbano de Bilbao, partiendo de nuestra denuncia de esas mismas formas de economía

que se tratan de atraer: formas de explotación globales, ecológicamente insostenibles y

social, cultural y personalmente degradantes. El mal no está en si esta estrategia sirve o

no para enriquecer la comarca; partiendo de la arriesgada hipótesis de buena voluntad

de nuestros dirigentes —buena voluntad que sólo podría estar basada en una ignorancia

que raya la idiotez—, en el caso de Bilbao parece protagonizarse un pacto mefístico en

el que se busca hacer el bien a través del mal, vendiendo la propia alma al diablo.

Sin embargo, si es difícil evaluar de forma científica el impacto causado por

todas las obras y publicidad de la zona, lo que sí parecen corroborar las encuestas y

nuestra propia experiencia –por mal que nos pese– es la aceptación mayoritaria de la

“apuesta ilusionante” del nuevo Bilbao por parte de la sociedad local.

Gracias a los motores de búsqueda de Internet, está al alcance de la mano de

cualquiera hacer un pequeño estudio “amateur” al respecto del grado de proyección de

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Bilbao a nivel internacional. Antes de nada, debemos atender a una serie de factores,

como la especificidad del uso de la palabra que introducimos o la diferencia de la

extensión de Internet en el mundo, sin olvidarnos de que a esto debemos sumar el grado

de objetividad que le da a Internet su característica espontaneidad. Para realizar el

estudio basta con introducir el término “Bilbao” en alguno o varios de los principales

buscadores y compararlo con el número de entradas obtenido para otras ciudades. De

esta manera podemos hacernos la idea de la difusión de la villa en este medio virtual.

Pusimos en práctica este “experimento” un caluroso 22 de mayo de 2006. El

buscador elegido fue Google, el de mayor implantación mundial. Realizando primero

una comparativa entre diferentes ciudades internacionales, establecimos las cifras en

que se mueve el asunto: Nueva York, 2.610 millones de entradas, Londres (London)

1.120 millones, Paris 822 millones, Manchester 223 millones, Turín (Torino) unos 110

millones (sumando su nombre en los distintos idiomas), Tolouse 84 millones, Lille 68 y

Florencia (Firenze) unos 60 millones. Pasamos a las principales de España y nos

encontramos con 295 millones de entradas para Madrid y 220 para Barcelona, lo cual

nos da una idea del arco de cifras teniendo en cuenta el grado de implantación de

Internet en España y la imagen de sus distintas ciudades. Con este dato al respecto de

las principales ciudades españolas, pudimos ver ya que Barcelona, con un millón y

medio de habitantes (tres millones en el área metropolitana), tiene una difusión

telemática bastante superior a la capital de España (el doble de habitantes); Barcelona sí

ha logrado una repercusión mediática importante con su fuerte marketing urbano

desarrollado a partir de 1992 y continuado con su Forum de las culturas, un modelo

urbano de ciudad-marca que Bilbao ha ansiado siempre emular.

Si pasamos ya a las distintas ciudades españolas, comprobamos que la mayoría

se mueven en un arco entre los 6 millones de entradas e las más pequeñas (Logroño) y

cerca de 60 millones para las más grandes y turísticas (Sevilla o Granada), pudiendo

apreciar ya que es el turismo el sector que más moviliza la imagen de las ciudades

españolas. Para Bilbao, por su parte, descubrimos cerca de 38 millones de entradas, al

nivel de San Sebastián, Murcia o Salamanca, algo por encima de Santander, Valladolid

o Pamplona (entre 20 y 26 millones) y por debajo de Zaragoza (40 millones). Bilbao, de

casi un millón de censados en su área metropolitana —un tercio de la población del área

metropolitana de Barcelona— cuenta con 38 millones de entradas en Google, poco más

de la sexta parte que la exitosa ciudad del marketing urbano español; en relación a sus

tamaños, Bilbao cuenta con la mitad de difusión que la ciudad condal. Las cifras hablan

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por sí solas, si bien la conciencia de los bilbaínos al respecto de su ciudad no parece

adecuarse exactamente a la realidad.

Posiblemente, el futuro económico de Bilbao y de Euskadi tenga más que ver

con coyunturas macroeconómicas que con sus esfuerzos de autopublicitación pero, en

caso de que en los próximos años las cosas no vayan mal del todo, podemos estar

seguros de que nuestros gobernantes se colgarán los laureles por aquel proyecto

visionario que salvó Bilbao de su ruina. Si finalmente no salen las cuentas, no habrá

dimisiones ni arrepentimientos, nuestros políticos saben muy bien a quién deben culpar

en estos casos: a aquellos “pájaros de mal agüero” que pusieron en duda sus ambiciosos

planes, a aquellos sin la paciencia suficiente para dejar que las aguas de la abundancia

lleguen al cauce previsto, tal y como recientemente hizo el alcalde Azkuna al no poder

renovar la locura de las World Series (que convirtieron en el verano de 2005 el centro

Bilbao en una pista de Fórmula I) ante las presiones desde distintos frentes y colectivos

y ante la evidencia de un fiasco económico anunciado con sobrado fundamento por sus

críticos más activos.

Una vez realizada la comprobación del Google, por supuesto revisable, desde

luego que completamente acientífica, pero indudablemente sintomática, nos queda

preguntar: ¿cómo se ha llegado a convencer a toda la ciudadanía de la idoneidad de

embarcarse en el proyecto del Nuevo Bilbao? ¿Cómo han podido hacer propio algo

decidido desde las elites gobernantes? El debate y la intervención de la sociedad civil en

la construcción del Nuevo Bilbao ha sido insignificante, excepto honrosas, por no decir

milagrosas, excepciones, como la de la asociación de vecinos de Bilbao la Vieja y,

sobre todo, la asociación de vecinos Euskaldunako Zubia, cuyos encuentros para

reflexionar, debatir y negociar el futuro de la península de Zorrozaure se están

realizando a la vez que los poderes urbanísticos hacen sus cálculos y diseños, algo raro

en el proceso de Bilbao, donde el debate llega cuando todo está en marcha y decidido

desde arriba.

La pregunta es, entonces: ¿cómo se entiende que hayamos pasado de la sociedad

civil activa y contestataria de los setenta y ochenta a la pasividad y a la identificación

con los poderosos? No debemos despreciar el efecto de ETA y cómo ha podido

determinar la marcha de la sociedad vasca y sus motivaciones pero, desde luego,

tampoco podemos reducir la problemática local a ETA, ni reducir la cuestión de la lucha

armada a la mitología imperante. La conexión entre el asociacionismo bilbaíno y

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nacionalismo de izquierda fue y sigue siendo enormemente compleja. Desde luego, ni

todo el asociacionismo es ni era abertzale, ni todo el asociacionismo abertzale apoya la

lucha armada, a pesar de lo que diga y “demuestre” la Audiencia Nacional. La

criminalización creciente e interesada de la sociedad civil vasca en su conjunto por parte

de los poderes fácticos —l sumario 18/98 es, por ahora, la cumbre de este disparate con

tintes totalitarios que empezó con la ilegalización de Batasuna y el cierre de medios de

comunicación— ha cubierto la opinión pública de un “velo de ignorancia” al respecto

del “tema vasco” que, antes de nada, convendría aclarar, por lo menos en los temas que

nos conciernen.

No debemos desechar, decíamos, el impacto de la vorágine de la violencia

armada sobre la salud de la sociedad civil vasca, y no debemos hacerlo tanto desde el

punto de vista de que las prioridades políticas abertzales –autodeterminación, amnistía,

euskaldunización– puedan ensombrecer otras luchas más cotidianas, más sutiles, como

desde el lado de la criminalización y persecución del asociacionismo vasco en su

conjunto, por parte de los poderes centrales judiciales y políticos y de los poderes

locales, incluido Gobierno Vasco y ayuntamientos. Sin embargo, tampoco tenemos que

ser ciegos en este punto a que la suerte de muchos fenómenos locales obedece a

cambios globales, como puedan ser la inserción de España en el neoliberalismo duro,

con la modificación de la experiencia cotidiana de sus ciudadanos que lleva consigo: la

suerte que la sociedad civil vasca y bilbaína ha corrido en los últimos veinte años no ha

sido muy distinta a la de otros puntos de España, como Asturias o, incluso, Madrid. Un

caso interesante para comprobar las complejas relaciones entre asociacionismo,

movilización política y lucha armada independentista fue el del movimiento de

insumisión, especialmente fuerte (aunque no sólo) en Euskadi. La estrategia del

Movimiento de Objeción de Conciencia (MOC), principal protagonista histórico de la

lucha antimilitarista en España, a finales de los ochenta, asombró y cogió despistados a

todos: políticos, militares, sindicatos y partidos de todo signo. Tras el acuerdo con el

Gobierno para aprobar una Ley de Objeción de Conciencia, que superaba todas las

existentes en Europa en ese momento. El MOC, en lugar de retirarse, decide llevar su

lucha antimilitarista más allá, y promueve el boicot, no sólo del servicio militar

obligatorio, sino de la propia objeción de conciencia legalizada: se trataba de trabajar

incondicionalmente por el “utópico” desmantelamiento de todos los ejércitos.

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El antimilitarismo radical del MOC era difícil de masticar por parte de la

izquierda abertzale que apoyaba en su coyuntura la lucha armada, y esto provocó más

de un desencuentro entre ambos frentes en un primer momento. Pero esto no era un

problema exclusivo de la izquierda revolucionaria vasca. El propio PCE, hasta que el

movimiento estuvo muy desarrollado, no reconoció al movimiento antimilitarista y el

PCPE (Partido Comunista de los Pueblos de España), con su orientación marxista-

leninista, hoy mismo sigue apoyando la estrategia de “entrismo” en los cuarteles, la

concienciación política de los soldados en pos de la creación de un ejército al servicio

de la revolución. Al fin y al cabo, el movimiento de objeción de conciencia no era en

sus orígenes más que un grupo de cuatro “curas chalados”. Herri Batasuna y, sobre

todo, sus juventudes (Jarrai), fueron claros en un primer momento al respecto de su

postura: no al ejército español, sí al ejército vasco de liberación. La insumisión de este

tipo, por tanto, se alejaba del movimiento antimilitarista que dominaba en el resto de

España. Este era el mensaje lógico que se derivaba del proyecto nacional de Herri

Batasuna. Pero para entonces, Euskadi ya vivía los calores de la “tropikalidad” —lo que

se dio en llamar “Euskadi Tropikal” (Estebaranz, 2005)— y estrategias tan poco

ortodoxas de lucha política como la ocupación se habían convertido en prácticas

comunes entre la población juvenil más activa, radicales de todos los signos: ácratas,

socialistas y abertzales de izquierda. La insumisión convergía con esta nueva

sensibilidad política del “queremos esto y lo queremos ahora” —un Gaztetxe— o el “no

queremos esto y no lo vamos a hacer de ningún modo” —la mili—. El burocratismo de

la política tradicional, con sus inacabables órdenes del día y su organización jerárquica

y tecnocrática se cambiaron por las prácticas asamblearias y la acción directa, lo cual

podía, en muchos casos, llevar a resultados un tanto arbitrarios y a decisiones aún

menos democráticas, si cabe, que en los partidos. Pero sobre todo se trataba de contestar

las formas acartonadas de organización, y de despertar el nervio político del colectivo,

de construir una sociedad civil realmente activa, que no agotase sus fuerzas a mitad del

camino, en los previos. Era preferible conducir las fuerzas limitadas en acciones directas

que, al menos, tendrían algún resultado, a quedarse en casa o quedarse dormido en el

próximo congreso de no sé qué partido maoísta.

El Movimiento de Objeción de Conciencia, que en Europa había tenido siempre

unos tintes más morales e individualistas, acabó estando muy ligado en España a este

tropicalismo de raíces utópicas y antisistema. Podríamos relacionarlo con el

antimilitarismo europeo de la Primera Guerra Mundial o con el colectivismo libertario

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de la Guerra Civil, pero le faltaba su teleología salvífica. Esta nueva forma de política,

que podía llegar a asentarse y alimentarse de estructuras partidistas, venía realmente a

destruir los viejos esquemas de la lucha obrera, a renovar sus anquilosadas formas de

organización que ya no respondían a la realidad económica y social. Todavía a finales

de los ochenta, todo esto fue quizá un destello desde el futuro, un “recuerdo del

porvenir” de esos que se suelen colar en la historia.

Cuando el Instituto Nacional de Industria (INI) comenzó a desmantelar la

industria vasca, la juventud empezó a comprender que su vida laboral iba a ser mucho

más incierta que la de sus padres. El fordismo, su fidelidad obligada y el paternalismo

patronal quedaban atrás, la economía se volvía mucho más ágil y, de aquella agilidad en

la destrucción de industrias centenarias, era testigo la población bilbaína; algunos

supieron extraer sus conclusiones al respecto de lo que podían esperar en cualquier

futuro alternativo, incluso en un futuro nacional independiente, y de que no podían

esperar a cambiar las cosas o éstas les cambiarían a ellos. Dentro del complejo entorno

de HB, y a la vez que en el seno del Movimiento Comunista (MC) y Liga Comunista

Revolucionaria (LCR) nacía “Mili KK” —EMK y la LKI en Euskadi (grupos

comunistas de orientación trotskista), de los que sale Zutik—, surge en Euskadi

“Kakitzat” (Díaz Alonso, 2006), coordinadora local vasca del movimiento de

insumisión. Kakitzat, independiente del MOC —aunque en muchos casos actuasen

conjuntamente—, era también de clara y definida ideología antimilitarista.

Paradójicamente, el militarismo vasco se quedaba así en minoría dentro del propio

entorno de HB, la coalición de partidos que supuestamente apoyaba o justifica la lucha

armada de ETA. Y todo esto ocurre a finales de los ochenta y principios de los noventa,

bastante antes de la primera tregua. La sociedad civil vasca era mayoritariamente

antimilitarista y, a la vez, en gran medida independentista: no había contradicción.

Éste es un ejemplo de la complejidad del asociacionismo vasco y de sus

relaciones con ETA. Atribuir su declive a su perniciosa connivencia con la banda

armada resulta, por tanto, más que exagerado, falso. Ni siquiera la criminalización de

bulto que se realiza repetidamente desde Madrid, Vitoria y Bilbao, explica la pasividad

actual de los bilbaínos ante la transformación radical de su entorno y el vaciamiento

físico de su memoria histórica. Para comprender el declive de su lucha urbana,

convendría acudir a las raíces históricas de la sociedad civil del propio Bilbao y su

entorno, historia que podría entenderse como la de tres generaciones y tres derrotas: la

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derrota de los padres que perdieron la Guerra Civil, la de los hijos que sufrieron la

desindustrialización y la prematura –tal vez pendiente– derrota de los nietos de la

“Euskadi tropikal”. Podemos hablar de tres traumas consecutivos que hunden a cada

generación en sendas depresiones colectivas: el colectivo queda inmovilizado ante la

sensación de que, haga lo que haga, luche lo que luche, nada va a cambiar, de que está

en manos de fuerzas superiores: las fuerzas de ocupación nacionales durante la Guerra

Civil, las fuerzas políticas del estado español —eso era al menos lo que decía el

gobierno autonómico— durante la desindustrialización, o las fuerzas económicas

globales durante la resistencia de los últimos tiempos. En psicología conductista este

tipo de reacción se conoce con el nombre de “indefensión aprendida”, y se suele definir

como una “experiencia de incontrolabilidad de una situación que incapacita a la persona

para emitir una respuesta que le permita controlar adecuadamente los eventos del

medio”. Cuando un sujeto tiene la vivencia de que, actúe como actúe, no se va a librar

de un estímulo negativo, terminará por acostumbrarse a sufrirlo y, en el momento en

que vuelva a ser atacado, no se esforzará por defenderse sino que, simplemente, se

resignará ante su fatal destino. El sujeto ha aprendido a estar indefenso, seguro de que

haga lo que haga nada va a conseguir.

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1. Generaciones

Llegados a este punto, la cuestión fundamental es saber cómo hemos llegado

hasta aquí, cómo es posible que la mayor parte de la sociedad bilbaína no sólo se quede

inmóvil ante la dirección de la política urbana local, sino que además la apoye

“ilusionada”. Y este apoyo incondicional al Nuevo Bilbao no es sólo un dato estadístico,

sino que se puede contrastar con los vecinos, con los familiares, incluso con los amigos.

Claro que tal vez las preguntas ya estén viciadas desde el principio: ¿Qué te parece el

Guggenheim? Claro, “feo no es”, pero no es de esto de lo que se trata. Podríamos

calificar la situación de la sociedad vizcaína de síndrome de Estocolmo, un síndrome

cultivado a lo largo de casi un siglo de cautiverio. Desde los abuelos hasta los jóvenes,

la sociedad bilbaína en pleno defiende con pocas fisuras el planning urbano en marcha.

Por tanto, habremos de rastrear generación tras generación el drama psicológico que les

lleva a dar por buenos tanto su secuestro político como los inquietantes planes que los

secuestradores tienen para ellos. Tres generaciones de decepciones, tres generaciones de

fracasos, tres generaciones vencidas.

Por lo general, de niños suelen ser, al menos durante unos meses, personas

despiertas que se interesan por todo, seres que quieren participar en todo lo interesante.

Es después, cuando las instituciones pedagógicas ponen en nuestros labios preguntas

que no son las nuestras, que no son las que queremos hacernos, cuando empezamos a

dejar de preguntar. Podemos trazar una analogía con nuestra sociedad urbana ¿Cuándo

empezaron a poner en nuestros labios las preguntas que no nos interesaban? ¿Cuándo

empezaron a responder por nosotros? ¿Cuándo empezamos a creer que se trataba de

nuestras propias decisiones?

Aunque en términos absolutos el período de mayor acumulación de Capital y

trabajo en la historia de Bilbao se registre en la época franquista, la verdadera edad de

oro de la ciudad se debería situar en el período de la revolución industrial. Hasta la

Guerra Civil, Bilbao era claramente la tercera ciudad de España, sólo por detrás de

Madrid y Barcelona, auténtica vanguardia viva de la modernización de España, con un

panorama socio-político, además, claramente diferenciado (García Merino 1987).

La invención del convertidor Bessemer provoca en el Reino Unido una enorme

demanda de hierro no fosfórico, tipo de mineral que no existía en aquel país. Bilbao,

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que desde tiempos remotos exportaba hierro a Inglaterra, era, al parecer, el destino más

accesible para explotar los yacimientos de este tipo de hierro no fosfórico, factor que

hace despegar inicialmente a la industria metalúrgica vizcaína. La transformación

económica se precipita entre 1895 y 1910. De las pequeñas y aisladas explotaciones

metalúrgicas que se remontaban a los orígenes de la propia villa se pasa,a partir de

1905, a una industria metalúrgica propiamente dicha. Las fábricas siderúrgicas –

extracción y transformación del hierro– son las que más actividad concentran pero,

junto a ellas, surge una red de navieras, hidroeléctricas y una actividad bancaria

diversificada, creándose en estas fechas el Instituto de Crédito para financiar el fomento

industrial. El capital se concentra en pocas manos: los Ybarra, De la Sota, Chavarri,

Salazar, y de más empresarios, crean monopolios metalúrgicos comprando minas

dispersas por España. Según el análisis de Manuel Montero, el rápido despegue de la

industria bilbaína que acontece entre 1898 y 1901, se gesta sin tener en cuenta la

viabilidad a largo plazo, todo un signo de la impaciencia burguesa que se corrobora en

el desplome de la bolsa de 1901 (Montero, 1994). Pero este breve revés no servirá para

detener la marcha imparable de la economía local ni la de las ansias burguesas de

acumulación de Capital. La estructura urbana moderna de Bilbao se empieza a

configurar en este momento. Desde el asentamiento tradicional de la villa, Bilbao la

Vieja y las Siete Calles, Bilbao se desborda anexionando las anteiglesias (término semi-

municipal autónomo) colindantes. La absorción de Abando fue determinante al

posibilitar el crecimiento de la ciudad tal y como hoy la conocemos; el Ensanche, con

varias versiones corregidas durante la segunda mitad del XIX, constituye la metáfora

urbana del sueño económico de la burguesía el momento: un crecimiento sólo limitado

por la plantilla cuadriculada del estado liberal y por las mismas fronteras físicas del

terreno. La nueva ciudad de la burguesía liberal erigía sus palacios, oficinas, bancos y

su edificio de la bolsa, todo embebido de una Modernidad neoclásica y modernista, al

más puro estilo parisino o londinense. Pero este nuevo Bilbao del Ensanche no se hacía

sin el apoyo y la promoción de los poderes públicos, al contrario: no existía diferencia

entre los intereses privados de los empresarios y los poderes públicos del Estado. Hacia

1891 los nuevos empresarios empezaban ya a figurar en la nómina vizcaína de

diputados a cortes y senadores; la burguesía industrial toma el poder político para

administrar lo público de acuerdo a sus intereses.

El siglo XIX había estado determinado por la tensión entre la burguesía liberal y

los tradicionalistas, que representaban los poderes resistentes del antiguo régimen.

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Bilbao había destacado como un bastión liberal en Euskadi, resistiendo por tres veces el

asalto de los carlistas. Al entrar el nuevo siglo, y con el despegue industrial de la capital

vizcaína, los signos políticos también se modernizan. La abolición de los fueros por

Cánovas y la introducción del servicio militar obligatorio a finales del XIX sería el

detonante para la evolución nacionalista de parte de la burguesía bilbaína pues, si los

ánimos liberales y expansionistas de los industriales no podían compaginarse con el

punto de vista carlista, había una serie de privilegios forales que les resultaban

ciertamente provechosos. Por este motivo, muy pronto el nacionalismo ruralista,

independentista y antiliberal de Sabino Arana deja paso a un nacionalismo burgués, el

de Ramón de la Sota y Llano, con afanes meramente autonomistas. Para 1923 Bilbao

había tenido ya cuatro alcaldes nacionalistas. La dictadura de Primo de Rivera supone

finalmente el despegue definitivo del nacionalismo, incluso entre las clases más

populares locales. Con la prohibición de los partidos políticos, la actividad nacionalista

se expande por el ámbito cultural. Se crean entonces las diversas asociaciones culturales

nacionalistas y los batzokis: el nacionalismo hace de la cultura local un patrimonio

exclusivo construyendo un discurso que cala tanto entre la burguesía como entre las

clases populares nativas. Si a la burguesía local le interesa un discurso que ponga frenos

a los aranceles de Castilla, a las clases populares vizcaínas, identificar todos los males

como provenientes de fuera, les ahorra la ardua tarea de comprender la compleja

modernización que se está dando en Bilbao. Para el nacionalismo, todo mal y todo

conflicto vienen de los poderes estatales liberales, del alejamiento de “Dios y la vieja

ley” —Jangoikoa eta Lege Zaharra— y de la cercana invasión de los “maketos”,

nombre peyorativo de la población inmigrante utilizado y popularizado por la teoría

racista de Sabino Arana. El nacionalismo divide a la propia clase trabajadora en nativos

e inmigrantes y, por otro lado, imagina una unidad orgánica entre las clases obrera y

burguesa nacionales.

En el auge nacionalista y, sobre todo, en el freno de las ideologías obreras

revolucionarias, fue determinante, como ya habíamos adelantado, la propia estructura

urbana. A la separación por la ría entre la Margen obrera y la burguesa se suma el

aislamiento de la clase de oficinistas (en Begoña), grupo asalariado pero con cierta

formación intelectual, tan necesaria en la ideologización del colectivo (García de

Cortázar 1980). La situación en la zona divide el signo político entre Bilbao (con su

ensanche burgués) dominado por el nacionalismo, y la zona minera y margen izquierda,

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mayoritariamente de origen inmigrante y de signo socialista, anarquista y, en un tercer

término, comunista.

La crisis de 1929 afecta tardía pero profundamente a la economía española

coincidiendo –fatalmente– con la II República. Tampoco Bilbao se libra de las penurias.

Como reacción a esta situación y con la derecha en el poder llega la revolución de 1934

que, aunque fracasada, se produce en Bilbao en forma de levantamiento armado, muy

lejos sin embargo de la unánime respuesta popular que recibe en la cercana Asturias.

Asturias era también una región industrial en la que se daba una gran concentración

obrera pero que, igual que Bilbao, no llegaba a constituir una gran metrópoli como

Barcelona o Madrid. A pesar de ello, varios factores, entre los que no es despreciable la

ausencia del elemento nacionalista, hicieron que en Asturias prendieran los ánimos

emancipadores de la clase obrera con mucha más fuerza que en Bilbao. En este sentido

es de señalar que el anticlericalismo del movimiento obrero español contrasta con la

notable tolerancia —incluso durante la Guerra Civil— y presencia del clero local en la

vida cotidiana vasca y su constatable poder sobre la clase obrera; hasta en la

distribución y promoción de la vivienda obrera en Bilbao tuvo un control importante el

clero vasco, dictando las condiciones de acceso. Y es que, a pesar de su concentración

obrera y de formar parte de la gran conurbación, municipios como Sestao, Barakaldo, o

el propio Bilbao no dejaban de ser “aldeas con fábrica” y su vida cotidiana hasta bien

avanzado el franquismo seguía los rituales y ritmos propios del mundo rural,

conservando sus festividades, así como la fuerte estructura y control familiar y

eclesiástico.

La llegada al poder del Frente Popular y el estallido de la Guerra Civil

profundizan más si cabe la diferenciación política de Vizcaya, con la constante

ambigüedad del gobierno de Aguirre, más preocupado en sus ansias autonomistas que

en la lucha frente al fascismo. De hecho, la firma por parte de Aguirre de la lealtad a la

República contra el fascismo coincide con la salida del PNV de su presidente Luis

Arana Goiri, hermano del fundador del PNV que “no estaba conforme con que en el

Gobierno de Euskadi hubiese representantes de partidos de fuera y, sobre todo, con que

su tierra natal anduviese metida en una contienda entre españoles y a favor de uno de

los dos bandos; en su opinión, a Euskadi no se le había perdido nada en aquella guerra”

(BRU, A. 2006). Aguirre forma un ejército independiente del Ejército del Norte,

militarizando desde el principio los múltiples batallones de distinto signo político para

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evitar, de este modo, la formación de milicias populares que prendiesen la llama

revolucionaria entre los vascos. La tensión y desconfianza entre el ejército vasco y los

demás batallones republicanos sería constante; no era para menos pues, mientras el

lehendakari se mantenía firme al lado de la República, varios párrocos y dirigentes

nacionalistas insistían en tender puentes y contactos con representantes del bando

enemigo. A los sinsabores de la cárcel y el exilio, Bilbao debe sumar no sólo su

ambiguo y titubeante papel en la contienda, sino también las tensiones internas entre los

combatientes de distinto signo político. Esto dejó para el futuro una memoria turbia de

la guerra, poco cómoda y nada épica.

Un episodio controvertido y sangrante lo constituye la propia entrega de Bilbao

y su industria prácticamente intacta a las tropas franquistas. En el momento de su

capitulación, el ejército vasco se planteó no sólo la voladura de los puentes, como se

hizo, sino la destrucción de AHV y del mismo casco urbano de Bilbao. El lehendakari

Aguirre finalmente no dio la orden de destruir todas aquellas infraestructuras, pero

tranquilizó al gobierno de Azaña explicándole que, con los sabotajes realizados en las

fábricas, las fuerzas de ocupación no podrían hacer un uso rentable de su capacidad

productiva hasta el final de la contienda. En septiembre de 1937, la industria bilbaína ya

estaba trabajando al cien por cien de su capacidad del lado del fascismo. La

relativamente rápida caída de Bilbao en la Guerra Civil hace que frente a otras ciudades,

como Madrid u Oviedo, la estructura urbana y, sobre todo, la estructura industrial se

conservase, como vimos, intacta. Se ha analizado con detenimiento el importante auge

de la industria vizcaína en la posguerra (Lorenzo Espinosa, 1989); la Guerra Civil

recupera las formas más duras del capitalismo histórico español, ayudándose en muchas

de sus grandes obras públicas de la mano de obra esclava de los vencidos. Gracias a la

“economía de posguerra”, las grandes empresas se recuperaron en aquel momento de la

crisis de los años 30; “no se trata de una revolución nacionalsindicalista, como llamó el

régimen al milagro industrial, sino un puro negocio de la burguesía monopolista adepta

al caudillo” (Lorenzo Espinosa, 1989).

Desde comienzos de siglo asistíamos a un modelo de crecimiento del capital en

esta región “semiespontáneo”, sin intervención estatal o, más bien, en la intervención de

la burguesía en los escasos poderes públicos para su propio beneficio. Pero es durante

los años 40, durante el periodo de la “autarquía económica” de posguerra, cuando el

Capital bancario español se asienta, sin competencia alguna, en Bilbao, dinamizado

desde el Banco Central, que emite créditos según disposiciones del régimen. La

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depresión general de la sociedad española y las hambrunas contrastan con los

dividendos en la industria bilbaína.

Así pues, en Junio de 1937 no sólo había caído Bilbao sino también toda una

etapa de su historia política y social. Podríamos decir que la historia de Bilbao vuelve a

comenzar de cero cuando el primer alcalde de la dictadura, José María de Areilza,

pronuncia su discurso inaugural:

Que quede esto bien claro: Bilbao ha sido conquistada por las armas. Nada de pactos y

agradecimientos póstumos. Ha habido, vaya que si ha habido vencedores y vencidos. Ha

triunfado la España una, grande y libre. Ha caído para siempre esa horrible pesadilla que se

llama Euskadi, y que era resultante del socialismo pietista por un lado y la imbecilidad

vizcaitarra por otro. Vizcaya es otra vez un trozo de España por pura y simple conquista militar

(Ugarte, P. 1999, pp. 129-130).

Estas palabras suponían un sopapo al nacionalismo vasco que había tratado de

pactar con los italianos primero y después con el mismo Franco una rendición

benevolente. La persecución del nacionalismo y cultura vasca, y el exilio de sus líderes

y la burguesía local más cercana al PNV, llevaría más tarde a muchos hijos y herederos

del pensamiento aranista a un desengaño con respecto a sus orígenes, y una

radicalización y cambio de perspectivas en los siguientes 30 años.

Franco concibió la Guerra Civil como una cruzada. La presencia del PNV,

confesional y tradicionalista, en el bando republicano, resultaba por tanto incoherente

con esta interpretación. El fusilamiento y excomunión de muchos curas nacionalistas

vascos tras la derrota es fruto lógico de esa búsqueda de simplificar la realidad por parte

del dictador y sus seguidores. Pero sería, precisamente, en las aulas de la jesuita

Universidad de Deusto donde se fraguase el comienzo de la transformación en el seno

del nacionalismo vasco, donde una parte importante del nacionalismo abandona su

anclaje tradicionalista y religioso para buscar su propio destino. Ya durante la

República, además del Partido Nacionalista Vasco, existían varios grupos nacionalistas

(ANV, STV o ENB) que representaban la compleja estructura social del movimiento y

sus matices. Estas diferencias se profundizarán y darán a luz un movimiento

nacionalista netamente obrero y revolucionario. ETA nace en 1959 de varias escisiones

de EGI (Juventudes del PNV) y de EKIN. Los hijos de la burguesía local, conscientes

de la connivencia entre los grandes industriales y el régimen, deciden dar un giro radical

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a los planteamientos del nacionalismo del XIX, y poco a poco se va modernizando en

forma de nacionalismo popular postcolonial. Hacia finales de los setenta el discurso de

ETA había construido una identidad narrativa muy distinta, no se trata de etnias y razas

en pugna, sino un estado colonial que invade y niega la subjetividad política legítima de

la colonia. Finalmente, Franco sí había logrado su principal propósito: borrar todo rastro

del gobierno legítimo de la República y de sus promesas revolucionarias. El

nacionalismo vasco de izquierdas ya no tiene otro recuerdo de España que la de Franco

y su nacional-catolicismo.

En este punto, y en lo que al desarrollo de la sociedad civil urbana se refiere,

podríamos entroncar con experiencias como la Universidad Popular de Rekalde, de la

que hablábamos al comienzo del libro. Están surgiendo, efectivamente, una nueva

Euskadi y un nuevo Bilbao. Un Bilbao mucho más moderno y autoconsciente, en el que

madura una sociedad civil que reclama su protagonismo político. Pero este nuevo

Bilbao no es sólo el de los hijos de los bilbaínos que perdieron la guerra. Pertenece

igualmente a los hijos de los extremeños, andaluces, gallegos, castellanos o riojanos,

que no sólo perdieron la guerra, sino que perdieron su mismo campo en busca de un

futuro en las capitales industriales de España.

El Bilbao anterior, el de los abuelos, había sido el de aquellos primeros bilbaínos

que vieron transformarse su paisaje natal a un ritmo exacerbado y también el de quienes

desde el siglo XIX llegaban del mundo rural con apenas la edad de trabajar —muchos ni

eso—, encontrándose por primera vez con el mar y los monstruos de hierro y humo que

descansaban a lo largo de la ría. Fueron generaciones, tanto de nativos como de

inmigrantes, que vivieron en sus propias carnes el paso abrupto desde el mundo rural al

industrial y urbano, que vivían la dureza de este hábitat con una mezcla de resignación y

orgullo: la ciudad taller, la ciudad fragua. En gran medida, habían asistido a un antes y

un después de este mundo, un adentro y un afuera, y se sentían partícipes en la

construcción de un futuro que creían mejor, de una vida que no quedaba en manos de

los caprichos de la naturaleza y el mito; la decepción ante la pérdida de la guerra no

pudo ser mayor. Podríamos decir que aquella primera generación del Bilbao industrial

se sentía partícipe de su ciudad como si se tratase de una gran maquinaria en marcha.

Bilbao era más una obra de la ingeniería que de la política, y sus ciudadanos se

concebían más como técnicos que como ciudadanos.

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La siguiente generación, la de nuestros padres, está igualmente determinada por

la inmigración desde el mundo rural, pero ya no se trata tanto de la experiencia de

ruptura entre el mundo tradicional-rural y el urbano-moderno. En medio ha habido una

Guerra Civil como trauma colectivo que no deja una sola mirada inocente sobre la

superficie de España. A partir de los años cincuenta se produce la mayor llegada de

emigrantes en términos absolutos a Bilbao y su entorno; es la época del desarrollismo,

de la especulación inmobiliaria y el momento de la mayor extensión periurbana de

bloques de vivienda obrera. La inmigración rural viene ahora para incorporarse

políticamente a las estructuras clandestinas de los hijos de quienes perdieron la Guerra

Civil para incorporarse a la nueva narratividad identitaria de este nuevo Bilbao

emergente. La experiencia que determina este momento es, por tanto, una experiencia

puramente política: la de la dictadura militar, la represión, la falta de libertad y el

recuerdo de los padres asesinados, exiliados y encarcelados. Esta segunda generación ha

nacido sobre una estructura industrial y financiera asentada. A partir de los años sesenta

verán un desembarco de empresas extranjeras que se suman a las existentes pero, en

general, sigue siendo el Capital nacional español adepto a Franco el que domina en la

gran conurbación de Bilbao. La mentalidad de la generación de los héroes fundadores

no tiene lugar ante una maquinaria ya construida, casi como paisaje natural, ahora es

tiempo de pasar a una perspectiva política que reclama, antes que nada, la caída del

orden de explotación Capitalista-Franquista: la reapropiación de los medios de

producción. Sin embargo, aunque el momento heroico de los padres fundadores haya

pasado, hay algo que conecta a esta generación politizada con la de la Guerra Civil y

que separa a ambas, definitivamente, de la tercera generación: su autoconcepción

antropológica como homo faber, sobre la que se articula todo el proyecto político, pues

quien reclama sus derechos frente a la dictadura sigue siendo el trabajador. La sociedad

civil bilbaína se siente llamada a “construir su ciudad”; el obrero tiene conciencia de su

ciudad como de su propia producción, producción “en sí” pero no “para-sí”, le es

enajenada por la dictadura y el patrón, dos caras del mismo poder, y por ello reclama la

legítima reapropiación de “lo suyo”.

El trabajador/ciudadano siente enajenados sus derechos, y es que estamos aún en

un tiempo en el que todavía son visibles y reconocibles las fuentes de esta misma

enajenación. El trabajador aún tiene a la vista el claro proceso de dominación, su

participación en todos los momentos de la producción –desde la extracción del mineral,

pasando por su tratamiento químico hasta su transformación en útil– se corresponde con

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su conciencia de la alienación. Como hemos visto, en la siguiente generación esto nunca

más será posible.

A pesar del estado dictatorial, la concentración obrera en las fábricas llevó a una

profunda ideologización. Los trabajadores se reconocían como grupo, se sabían más

necesarios para el funcionamiento del sistema de lo que ellos necesitaban a los patronos

y, sin duda, al aparato represivo de la dictadura. Más que herederos de la Segunda

República se sentían enemigos del estado español, que prácticamente sólo habían

conocido en su forma dictatorial. En los últimos años de la dictadura y, sobre todo, tras

la muerte de Franco se suceden mes a mes, semana a semana las huelgas, los encierros y

las manifestaciones secundadas masivamente, a lo que se suma el apoyo armado de

ETA. El cuerpo social obrero es uno por primera vez en la historia de Vizcaya, tanto

contra el patrón como contra el franquismo. Pero con la democracia llega también la

desindustrialización y, lo que debería haber sido el alumbramiento a una nueva era de

libertad, toma los tintes de una nueva forma de opresión económica que el colectivo en

lucha sólo sabe ya identificar con España. En un momento en el que el esquema del

Estado-Nación y su control y planificación de la economía han entrado en crisis, el

nacionalismo vasco no posee otros conceptos para explicar el desastre de la economía

local que su tesis colonialista. Las hostilidades hacia el estado y hacia España en general

no terminan; el nuevo régimen monárquico se revela heredero del franquismo y el

apoyo plebiscitario de la mayoría de la sociedad española a la OTAN y a la CEE es

contestado masivamente en las urnas vascas. A la tradicional desconfianza respecto al

estado español se suma la confrontación y diferenciación entre las opiniones públicas

vasca y española (Ripalda, J. M. 2005 y Diagonal nº 25).

Cualquier análisis de esta etapa tan importante en la configuración actual de

Bilbao y el País Vasco que pudiéramos elaborar sería incompleto, pero cabe insistir en

un punto que venimos destacando desde el comienzo del libro. En esta segunda

generación se reconoce tanto una pasión por la futura Euskadi que se ansía construir

como, finalmente, un creciente desapego a la vida cotidiana en la pequeña vivienda, en

el barrio obrero y en la explotación fabril. En la efervescencia del primer Bilbao

industrial no constatábamos aún esta decadencia simbólica del Bilbao desarrollista, este

habitar apresurado y provisional de una ciudad construida a golpe de especulación,

siempre en busca de otro futuro, primero un futuro sin Franco, después tal vez un futuro

sin España, un futuro siempre aplazado, viviendo con la vista puesta en un “más allá”

que degrada y desvaloriza el “más acá”, cada día más molesto. El tedio que hoy

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reconocemos en la actitud del prejubilado hacia su propia memoria laboral, hacia las

viejas luchas sindicales y políticas, no lo es ante su memoria de la dictadura, sino ante la

memoria de la transición y el gobierno socialista de Felipe González. Tras la

esperanzadora muerte del caudillo, los cierres indiscriminados de fábricas que siguieron

a pesar de la dureza de las huelgas y encierros lleva a la clase trabajadora a una

sensación de impotencia y fatalismo que le hace perder toda esperanza al respecto del

control de la marcha de las cosas. Es en este encuentro entre transición y

desindustrialización donde cae esta segunda generación poco a poco y donde se da su

misteriosa y portentosa transformación de trabajadores a consumidores.

Tanto el período que acababa con la Guerra Civil como el que termina con la

desindustrialización están determinados por un aumento constante de la población frente

al descenso de los últimos veinte años (cerca de 100.000 habitantes sólo en la capital

vizcaína). Hasta la Guerra Civil, el municipio y su entorno experimentaron un aumento

constante pasando de los 83.309 habitantes en 1900 a 195.186 en 1940; con el

desarrollismo franquista llega el mayor auge industrial de Bilbao y la inmigración

masiva desde otras partes de España, aumento que no se detiene hasta los años 80; así,

la población de la capital vizcaína se sitúa en 1981 en 433.030 habitantes y el conjunto

de la provincia en 1.181.401. En 2004, por el contrario, la población de Bilbao había

descendido hasta 352.317 (aunque según los datos del INE para 2005, siempre

estimativos, se daría un ligero aumento de algo más de 1000 personas para Bilbao).

Más que la positiva disminución de un hacinamiento asfixiante, el dato que

determina la vida urbana con la caída de la natalidad es el progresivo envejecimiento de

la población. En la época previa a la Segunda República, la mayor parte de la población,

máxime en las zonas obreras, tenía una edad comprendida entre los 16 y los 40 años; en

el propio gobierno vasco de la Guerra Civil sólo había un miembro que superaba los 40.

Este dato es fundamental para comprender el nervio vital de cada época, máxime en un

régimen democrático como el actual, en el que la mayor parte de los mensajes político

van dirigidos a una población que ya no es joven, algo que no es de extrañar, dado que

la gran parte de la renta española pertenece a la población de más de cuarenta y cinco

años. La hegemonía de los discursos de la seguridad y el miedo tienen, sin duda, mucho

que ver con esta preponderancia de la población adulta e, incluso, anciana, tanto en

número como en poder: si hay alguna clase media son ellos, los propietarios de las

casas. Si comparamos los datos de Bilbao con los de toda España descubrimos que,

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aunque en los últimos treinta años se produce en todo el territorio estatal una caída en el

crecimiento vegetativo que llegaba a cero en 1998, en Vizcaya ya había caído hasta

cifras negativas (-1,74) en 1995 y, a pesar de que se produce una cierta recuperación en

los últimos años, como en el resto del estado, aún en 2004 el crecimiento era

prácticamente cero mientras que en el resto de España llega ya al 2%. Algo semejante se

comprueba en la edad media de maternidad que en España está en 30,86 años mientras

en Vizcaya se situaba en 2004 en 32,39 años.

El descenso de natalidad en todo el territorio español se da, en primer lugar, por

las transformaciones sociológicas de las nuevas generaciones españolas, unidas a la

crisis económica que hoy se salda con unas cifras alarmantes de endeudamiento de las

familias. La caída del modelo de vida nacional-católico —con excepción de algunos

grupúsculos fundamentalistas— instaura modos de vida no volcados en la construcción

de familias numerosas, que emancipan a la mujer de su mero rol de madre y abren la

construcción doméstica a muchas otras opciones vitales. Pero aún más determinante en

la caída de la natalidad es, sin duda, la llegada del neoliberalismo a nuestro territorio,

que incorpora a la mujer al mercado de trabajo —por gusto y/o por necesidad—

empeorando, paradójicamente, el poder adquisitivo de las familias: el país duplica su

mano de obra y, a cambio, desatiende la crianza de unos hijos que ya a penas puede

permitirse tener.

En esta disminución de la población en el Área Metropolitana de Bilbao (AMB)

se cuenta como factor principal la caída de la natalidad, pero también la emigración

fuera de la CAPV en busca de trabajo, y el abandono de la capital y de la margen

izquierda hacia entornos de mayor “calidad de vida” en la margen derecha o Cantabria.

Este descenso de población varía, por tanto, en las distintas zonas del AMB. Si en la

margen izquierda y las zonas tradicionalmente obreras se acusa cierto descenso, en otras

zonas, como la margen derecha (Getxo), se pasa de 67.321 habitantes en 1981 a 84.024

en 2002, con un leve descenso en los últimos años, otros municipios, como Sopelana,

crecen claramente también en los últimos años, de 9.460 en 1996 a 11.469 en 2005,

indicativo de una de los lugares de mayor huída interior de población en el AMB.

Cabría aclarar, de cualquier modo, qué es lo que se esconde detrás de la

“calidad de vida” de estos lugares de destino de la inmigración interior dentro del AMB.

Si pensamos en equipamientos públicos, nos podemos sorprender al descubrir que estos

lugares de destino tienen en algunos casos menos equipamientos y espacios de

esparcimiento que los puntos de origen. No es el caso de Sopelana, pero sí el de Castro

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Urdiales (Cantabria), destino de muchos emigrantes de la margen izquierda con un

grado extremo de terreno construido y masificación. En estos casos se produce otra

forma de marketing urbano del que saben mucho las promotoras inmobiliarias, y que

empieza por aquellas maquetas higiénicas que fotografían para sus carteles

promocionales: la calidad de vida es entonces sinónimo de una vida en miniatura, sin

huellas. La calidad de vida equivale a un nuevo modo de vida que hemos desarrollado

sobradamente en los capítulos anteriores, modo de vida en el que se depende

enteramente del automóvil. De hecho, Castro Urdiales se ha convertido en destino de

muchos emigrantes que trabajan en Bilbao gracias a la conexión por autopista

inaugurada en unos años; desplazarse a vivir allí implica un uso cotidiano del automóvil

tan importante o más que el nuevo “lugar” elegido, y es que tal vez el nuevo lugar sea

ese no-lugar entre la autopista y los media. La calidad de vida implica, por tanto –y esto

se puede aplicar también a los destinos en la margen derecha–, una vida en torno al

coche; por tanto, un traslado a un paraje aparentemente más natural, pero atravesado por

agentes doblemente contaminantes y antinaturales, una hipócrita agresión al medio

físico.

A los procesos de migraciones internas dentro de la AMB se le suma uno de

emigración fuera de la CAV. Igual que en otras regiones hermanas que han sufrido la

desindustrialización, como Asturias, en Bilbao pasamos de un escenario de inmigración

constante en los anteriores 100 años a uno de emigración. La huída de población joven

en busca de mejores oportunidades a los grandes centros financieros de España y del

mundo es creciente en los últimos años. “El AMB viene siendo, en términos agregados,

responsable de más del 80 por cien del saldo migratorio externo de toda la CAPV y, en

concreto, de Bilbao y de la margen izquierda salen de manera continua dos de cada tres

emigrantes netos” (Esteban 2000, pág. 51). Esta emigración tiene como protagonistas,

generalmente, a jóvenes titulados en busca del primer trabajo.

Parece que las cosas han cambiado mucho en los últimos veinte años. Sin

embargo, a pesar de las diferencias de este período con los dos anteriores y, aunque

marcados por tres acontecimientos históricos diferenciales bien conocidos (la Guerra

Civil, la desindustrialización y el Euro), estas tres etapas históricas y sus tres

generaciones coinciden con tres fases de la continua concentración urbana en España.

Hasta 1936 la población urbana llegaba a un 30%; hacia 1970 se había alcanzado un

45%, lo cual, además, dado el crecimiento de la población total del país, suponía el

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mayor crecimiento urbano en términos absolutos. Pero lo más sorprendente es que, el

tercer período, aquel en el que Bilbao sufre una pérdida de población y España entera

una caída en la natalidad, la densidad urbana en el conjunto del país no desciende, sino

que llega a cifras inéditas: en 1998 el 78% de la población española vivía concentrada

en las ciudades.

Como ya habíamos mencionado, la Postmodernidad se caracteriza por ser el

momento de modernización total en el que el histórico conflicto entre la ciudad y el

campo ha quedado superado, pero ni se ha resuelto en la utópica síntesis que pensaron

los socialistas utópicos, ni en revolución que predicase el marxismo. El campo,

sencillamente, ha sido engullido por la ciudad: hoy todo es telépolis, con las filas de

adosados y chavolas periurbanas extendiéndose en las márgenes de las carreteras.

La tercera generación es la nacida, por tanto, a la Postmodernidad. Los nietos de

los que perdieron la Guerra Civil —a la postre hijos de los que perdieron la transición—

, a diferencia de sus abuelos, han nacido a un mundo completamente construido y

decidido, a diferencia de sus padres, con una industria madura hasta la senectud. Pero el

cuerpo descompuesto de aquella antiguas fábricas se aprendió en la infancia como

paisaje natural, igual que ha visto nuestra colega, la filósofa Irene Fortea, con la misma

naturalidad con la que observan los niños las arrugas de los viejos, como si se tratase de

otra especie que nada tiene que ver con ellos ni con el paso del tiempo (Fortea 2006).

Sin el afán constructivo de sus abuelos, sin las grandes aspiraciones políticas de sus

padres, la tercera generación parece descolgada de aquella herencia o, más bien, parece

haber integrado todo aquello que le vino de sus antecesores de un modo insólito. Esta

última generación ha recibido este hábitat duro como un don. No lo siente como fruto

de la limitación, sino como estética dura que se opone a la estética blanda de la tele. Tal

vez también la melancolía de un siglo de derrotas transfigura el espacio en ruina

shakesperiana. Sueño de una noche de otoño, del otoño del treinta y tantos, del sesenta y

tantos, del ochenta y tantos; el otoño del siglo XX.

De Altos Hornos en funcionamiento sólo tiene esta generación, si acaso, una

imagen infantil o adolescente. El recuerdo más profundo que les queda de la industria

pesada local es la del óxido y la ruina arquitectónica, la técnica no como espacio

artificial ganado a la naturaleza, sino como espacio natural, una extraña y atractiva

naturaleza de fango y óxido. Si los padres heredaron la industria en funcionamiento

como paisaje natural, la mirada infantil de los hijos ha dado por naturales las mismas

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ruinas que se extendían por doquier. Esta generación ha crecido al son cotidiano de las

luchas y encierros en Euskalduna, La Naval, Altos Hornos, Babcock & Wilcox, al calor

de las huelgas de padres y tíos, el cierre de sus fábricas, el paro y la prejubilación. Igual

que veía Walter Benjamin para la joven generación europea que se batió en la Primera

Guerra Mundial, esta generación de bilbaínos está saturada de experiencias, harta de un

pasado que se atraganta y parece por ello querer empezar de cero, de muy poco, con una

austeridad y unos proyectos tan humildes como inmediatos. Estrategias políticas como

la ocupación y la insumisión dicen mucho de todo ello. No se aspira a ser la cumbre de

la cultura universal ni la vanguardia de la política revolucionaria, basta con hacer una

política genuina aquí y ahora, una cultura cara a cara, quitándose de en medio las

enormes mediatizaciones burocráticas, técnicas, institucionales, jerárquicas de la

política tradicional. La sociedad civil que se constituye a partir de esta experiencia tiene

una forma novedosa tanto en su organización como en sus acciones, como explicaba

Josetxo Estebaranz, autor de “Tropicales y Radikales”, en una reciente entrevista para

el periódico Diagonal:

Se trataba de movimientos que no eran anecdóticos, que implicaban a un montón de gente, y no

eran de laboratorio, fruto de una estrategia política o de una receta ideológica, sino que eran unas

resistencias a un proyecto de modernización, en el sentido de incorporación a un capitalismo que

ahora padecemos (…) Movimientos caracterizados por una tropicalidad, un calor y goce por la

lucha, y una faceta autónoma radical, la independencia de medios y fines de las mismas.

(Diagonal, 30, pág. 28)

El movimiento de insumisión es ya historia, el de ocupación resiste de algún

modo, aunque sin el esplendor del que gozó a mediados de los ochenta. La cuestión

sigue siendo ¿Por qué naufragó también aquella lucha?. El fascismo fue el verdugo de la

generación de los abuelos, la desindustrialización neoliberal lo fue el de los padres ¿Y el

de los hijos? ¿Quién el de la tercera generación? ETA, desde luego, algo ha tenido que

ver, como lo ha tenido la estrategia obsesiva, monocromática y falta de imaginación de

una dirección abertzale de estructura semi-stalinista; el ideario nacionalista ha acabado

dogmatizando proclamas que en su momento tenían un sentido, convirtiendo derechos

en obligaciones y castigos colectivos. El grado de enviciamiento del clima político y de

los propios movimientos sociales que Herri Batasuna generó con sus tácticas

militarizadoras ha sido determinante en la corrosión de la vida pública en Euskadi igual

que en Bilbao. Las sospechas, rencores y desaliento que introduce en la vida cotidiana la

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cultura de la amenaza física y el asesinato se acaba escapando, irremediablemente, de

las manos e imposibilitando ninguna forma de vida política, genera unas relaciones de

poder viciadas cercanas a la lógica de la mafia. Pero, sin duda, más allá del hecho

diferencial de la lucha armada, la caída de la sociedad civil no es un dato exclusivo de

Bilbao, por tanto, no se puede atribuir exclusiva ni principalmente a ETA el desaliento

de la vida política bilbaína.

Incluso los movimientos radicales y tropicales más espontáneos, a pesar de

construirse desde subjetividades muy alejadas de las mentalidades institucionalistas de

padres y abuelos, estaban también atados a un contexto urbano local y se articulaban

sobre una lógica política muy concreta a nivel espacial. La globalización, con su poder

teledirigido sobre las decisiones locales y la destrucción de las estructuras barriales a

través del fomento del vehículo privado, ha desmontado los presupuestos vitales de

aquel auge asociacionista de mediados de los ochenta. El dinamismo y la imaginación

de una juventud con mucho tiempo libre —por aquello del paro masivo de los

ochenta— y mucho mundo por descubrir y construir, han sido aplacados por la cultura

del consumismo, cultivada por todos los medios de persuasión imaginables desde la más

tierna infancia. El Euro ha dinamitado las coordenadas económicas, topológicas y

simbólicas de la lucha política previa: nos hemos quedado sin referencias. Se ha

producido un salto cuántico en la dimensión del enemigo y, sin embargo, continuamos

con las armas del siglo anterior.

A pesar de todo, en las nuevas luchas permanece algo de aquella filosofía

tropical, de aquella espontaneidad en la acción y desvinculación de los modos clásicos y

jerarquizados de hacer política. Podría verse aquella época como un ensayo temprano de

lo que sería la lucha antiglobalización actual. Desde el movimiento planetario

antiglobalizador hasta actos colectivos tan aparentemente banales y despolitizados como

los macrobotellones, el nervio político de los jóvenes trata de expresarse con desigual

fortuna, trata de construir una nueva sintaxis política que hoy por hoy es un mero

balbuceo, pero por algo se empieza; y es que no es poco reclamar el derecho a ocupar

masivamente la calle de forma espontánea simplemente para disfrutar de ella. En la

sentada por una vivienda digna del 14 de mayo de 2006, convocada al margen de toda

institución política o sindical y por simples correos electrónicos, se puede continuar la

senda de aquel espíritu de tropicalismo de los ochenta pero, desde luego, Bilbao ha

dejado de ser un punto de referencia de movilización política en España, tal y como

demostró la modesta sentada en la plaza del teatro Arriaga. Tras el 13-M la resistencia

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se ha instalado de forma esperanzadora en Madrid, tantos años dormida, destino hoy de

los jóvenes de Bizkaia y de otras provincias del estado en busca de empleo para sólo

encontrar precariedad; Madrid, hoy, como auténtica metrópoli colonialista del estado

español, cruda y crecientemente cruda “verdad urbana” de nuestra economía y política,

verdad urbana donde hoy parece tomar poco a poco forma una contestación frontal al

capitalismo.

Pero no debemos de hacernos falsas ilusiones. Ni estos jóvenes que protestaban

por una vivienda digna en Bilbao, ni aquellos que aún defienden la ocupación como

modo de protesta ante el terrorismo urbanístico ejercido por las grandes promotoras

inmobiliarias y aplaudido, subvencionado y aprovechado por las administraciones

públicas, representan a la gran masa de jóvenes del Bilbao actual. Durante los ochenta,

la insumisión activa era practicada por una minoría pero apoyada de modo entusiasta

por la inmensa mayoría de la juventud, ejemplo del clima político y combativo de la

juventud vasca y españolan de la joven democracia. En los albores del siglo XXI, la

apatía política de los jóvenes bilbaínos es constatable. Las luchas directas se disuelven

en un clima político local esterilizador que rinde a la sociedad a los placeres inmediatos

del consumismo de la nueva ciudad mercantil. En lugar de sentadas por una vivienda a

la que nadie puede acceder, el domingo es más atractivo para ir a la playa o al centro

comercial en el Área Metropolitana de Bilbao. Algo no muy distinto de lo que ocurre en

otras muchas capitales de provincia de España pues, a pesar de todo el afán

metropolitano, Bilbao se hunde cada vez más en una conciencia de inferioridad de

ciudad periférica, algo insólito en la historia de Bilbao: Bilbao ha conseguido

convertirse en una ciudad de provincias. El sentimiento de aislamiento, de encontrarse

en un espacio al margen de los centros en los que se decide hoy la historia no podía ser

mayor entre los jóvenes, algo muy distinto a la conciencia social del Bilbao de sólo hace

15 años, que se sentía capaz de inventar y ser vanguardia en la lucha por la

emancipación universal.

Ante el clima de impotencia, ante el síndrome de “indefensión aprendida” de

esta generación de bilbaínos que creció a la sombra de la inmersión de España en el

neoliberalismo más atroz —contra el cual parece que ni los movimientos más radicales

estaban conceptualmente preparados—, los jóvenes se rinden a los esquemas mentales

de las generaciones anteriores, responden y aceptan preguntas que hoy carecen de todo

sentido. ¿Cuándo te vas a comprar una casa? ¿Cuándo vas a conseguir un empleo fijo?

¿Cuándo te vas a casar? La generación nacida en la posguerra creció con la necesidad

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como eterna compañera y la libertad como la eterna ausente. Sus hijos han vivido en

una burbuja de bienestar que se resquebraja nada más salir de la universidad. La

situación de estos jóvenes recuerda bastante a la de uno de los replicantes de Blade

Runner quien, tras haber vivido toda su vida engañada pensando que era un ser humano,

descubre que es un robot, que todos sus recuerdos son falsos, han sido programados

para construir un perfil psicológico determinado. El shock que sufre esta generación,

entre las expectativas vitales en que fueron educados y las expectativas reales de vida

que descubren en el mundo exterior, tiene efectos aún por determinar. Desde luego, una

de las reacciones es la protesta y la lucha, lucha espontánea y compleja, que desconfía

de cualquier institución pues todas son cómplices del engaño de su propia vida. Pero la

reacción mayoritaria, de momento, no es ésta, sino la del propio personaje de Blade

Runner, una suerte de desensibilización, se hace como si no pasase nada y se imitan sin

ningún tipo de pasión ni credibilidad los modelos paternos, replegándose sobre el

núcleo familiar en una eterna y culpable minoría de edad. Igual que Bilbao no acepta su

debacle y se encierra en su burbuja del Nuevo Bilbao –que como hemos visto no es más

que burbuja inmobiliaria–, esta generación no acepta su desamparo histórico,

económico y simbólico. Y no se trata sólo de esos jóvenes que al no poder acceder a un

piso propio y se quedan en casa de los padres hasta más allá de los treinta, sino también

de aquellos que consiguen una hipoteca gracias al aval de los suyos, convirtiéndose, de

nuevo en eternos deudores no sólo de los bancos sino del favor, creencias e ideología

paternas; el conservadurismo e inmovilismo social al que esta situación aboca es más

que evidente, el secuestro de toda una generación, de su imaginación y nervio político

sólo pueden llevar a la senectud de la propia sociedad, tal y como hoy ocurre de forma

especial en Bilbao.

La generación del franquismo quemó su vida en asegurar para los suyos lo que

ellos no pudieron tener. Aquellos hombres gastados en las fábricas, y las mujeres

sacrificadas entre la cocina y el mercado, dieron un sentido a su vida como mártires por

un futuro mejor, un futuro del que a ellos sólo les correspondían las migajas de la

jubilación, premio de consolación por los servicios prestados. Hoy, a sus hijos, a los que

les corresponde heredar aquel anhelado porvenir, incluso esas pensiones públicas les

parecen ya una utopía inalcanzable. Esta juventud que pudo disfrutar de su infancia y

juventud en un eterno jardín de infancia irreal, es criticada ahora por su indolencia, por

su falta de previsión pero ¿qué se puede prever en un mundo erigido como un castillo de

naipes? Tal vez la única previsión sensata es apostar a cuándo llegará la ráfaga que se

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lleve todo por delante. Los jóvenes del botellón, la juventud eternamente criminalizada,

son esos niños que lo han tenido todo y esos jóvenes que no tienen nada, ni casa ni

futuro, nada (y, desde luego, poco dinero); esos niños sin patio, que de la videoconsola

se les quería mandar directos al taller o a la oficina, pero que hoy reclaman su patio,

reclaman su calle. Estos jóvenes sufren la opresión más dura: la edipización, el nido de

la esquizofrenia. No tienen libertad, viven con sus padres, atados a ellos, dependen de su

firma en un banco para verse agraciados con una hipoteca o simplemente un alquiler,

cualquier acción estará supervisada por aita y ama, eternamente niños, atrapados en una

matriz viscosa que no les deja ser libres. Edipo no se anda con tonterías, porque de lo

que se trata y lo que a Edipo le es negada es, sencillamente, la posibilidad de SER. La

esquizofrenia es la expresión individual de esta represión; el terrorismo (y no estamos

hablando de ETA) es su expresión colectiva. Los grandes patriarcados nacen de este

miedo, son respuestas a la absorción sin piedad en la matriz. Este enfrentamiento

generacional de jóvenes y viejos que proyectan e inflaman los poderes mediáticos día a

día es más peligroso que el de las razas y las culturas, que no dejan de ser imaginados y

difundidos hoy por los voceros de la burguesía, y viene para ocultar una vez más la

verdadera lucha, la de pobres y ricos. El sistema capitalista, una vez más, y repitiendo

estrategias de la época hitleriana, oculta su propia opresión buscando chivos expiatorios:

los gitanos, los inmigrantes, los jóvenes; el sistema capitalista juega con fuego, una vez

más.

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2. Ojos que no ven

La gente como tú lo encuentra fácil,

Anhelando ver, caminando por el aire,

Cazando en las riberas, por las calles,

Todas las esquinas abandonadas demasiado pronto,

Establecidas con el debido cuidado.

Joy Division: Atmosphere

La del Nuevo Bilbao es la historia de los edificios monumentales, las esculturas

en paseos idílicos junto a la ría, los centros comerciales punteros, los puertos deportivos

o las infraestructuras públicas de lujo. Pero es también la historia de otros lugares que

hasta no hace mucho saludaban a la ciudad con la misma arrogancia con la que se

elevan hoy las torres de Isozaki, otros lugares que ahora, sin embargo, ante la gloria del

Nuevo Bilbao, quedan oscurecidos en una segunda o tercera división del ranking

comercial, triste sombra de lo que fueron. Podemos recordar la vieja feria de muestras,

empequeñecida y casi invisible ahora, cuando hace diez años reclamaba para sí toda la

atención y miradas. Igual o peor suerte ha corrido la estación de “La Naja”, en pleno

corazón de Bilbao, bajo la estación de la Concordia, hasta hace unos años punto de

llegada y salida de los viajeros que cada día llegaban de la margen izquierda y la zona

minera, horas y horas de cientos de miles allí esculpidas, ahora invisibles. Pero incluso

espacios y comercios como El Corte Inglés —símbolo del modo de vida de la clase

acomodada franquista— aunque aún resistente ha visto acartonarse en los últimos años

su brillo, algo que se puede comprobar las últimas navidades, reciclando sus anteriores

guirnaldas, porque la meca del comercio se ha trasladado a la periferia, a los

megacentros comerciales. Pero más claramente aún, otras zonas que en su momento

fueron vanguardia y signo del “alto valor añadido” hoy languidecen, sucias y

prematuramente envejecidas, avergonzadas ante las miradas de los transeúntes.

Autonomía y su plaza de Zabálburu fueron la última zona hasta donde se

extendió el burgués —como todos— ensanche bilbaíno. Cuando se inauguró la última

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de las torres de Zabálburu, en 1975, se vendió como una zona de prestigio, símbolo de

modernidad y marca de ascenso social. Hoy es una de las zonas céntricas de la villa más

marginales, próxima a convertirse en residuo urbano. Se trata de un grupo de rascacielos

de sesenta metros de altura en los que viven más de 1000 personas con apartamentos

considerados en su momento de lujo, no sólo por su tamaño sino por su localización; los

grupos ascendientes del último franquismo podían hacerse un sitio en el hasta entonces

limitado ensanche: la burguesía se ensanchaba algo más, había sitio para unos cuantos

ricos más en el mismo centro de Bilbao. Los inmaculados rascacielos, hoy ennegrecidos

por la contaminación albergaban, además de las viviendas, un complejo comercial a la

última que hacía del edificio la panacea de la comunidad autosuficiente. La galería

comercial, llamada “Calle Pop” —con las reveladoras resonancias de este nombre para

la generación de los guateques—, en el momento de su estreno no podía ser menos que

el último grito. Hace unos meses fue definitivamente clausurada después de cerrar todos

los negocios y ante la peligrosidad de sus recovecos; el hipermercado Simago fue en los

ochenta una marca de prestigio que los habituales de El Corte Inglés no se

avergonzaban en visitar, todo esto antes de su quiebra y conversión, vía absorción

empresarial, en Champion, centro comercial de segunda por excelencia. El “Instituto

Vasco de Nuevas Carreras”, nombre prometedor para lo que finalmente fue una escuela

de paro como tantas otras, se esconde también en este complejo como un viejo

falansterio abandonado. En menos de diez años, este vanguardista edificio empezaba a

verse invadido por sex shops, cines X y la cercana calle General Concha se convertía en

la nueva sede de la prostitución en Bilbao. Los yonkies, por su parte, subían de San

Francisco y deambulaban como sonámbulos desde la Plaza de Toros hasta Zabálburu.

La mercancía tiene como marca de nacimiento el signo de la ruina. Cuanto más

brille en su comienzo, cuanto más marcada esté por la moda, más rápidamente quedará

degradada como signo demodé: es el precio justo que debe de pagar por su brillo

desmesurado. En el ejemplo de las modelos y estrellas del espectáculo, uno de los tipos

de mercancía más valorados socialmente, podemos reconocer claramente esta dialéctica:

en los patéticos intentos por remedar los efectos del tiempo sobre la piel que aceleran y

desnaturalizan el envejecimiento natural, precipitando el efecto de la descomposición

postmortem sobre el rostro vivo. En el momento de la emergencia del capitalismo

industrial, escritores como Poe o Wilde entrevieron metafóricamente la naturaleza del

nuevo tipo de vida que se imponía en el mundo moderno. Así, en “El retrato de Dorian

Gray” de Oscar Wilde, el protagonista logra una larga juventud a cambio de encerrar en

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un lienzo los efectos de su mala vida, pero cuando la mala conciencia del protagonista le

haga enfrentarse a tal contradicción entre apariencia y esencia su cuerpo real se verá

llevado a la ruina en un solo instante: el tiempo se cobra en un instante lo que le fue

robado. A las mercancías con mayor valor de exhibición, y no sólo a las humanas, les

llega el final tan pronto como el mercado aparta la vista de ellas ante la siguiente

novedad, cayendo en estado de ruina. Esta lógica es inherente al propio mercado

capitalista y su sistema de la moda. De hecho, las mercancías no están elaboradas para

durar —como cualquiera puede comprobar con su calzado y ropa—. Habrá que ver qué

tal envejece el Nuevo Bilbao, la “marca” Bilbao en tanto que ciudad devenida

mercancía ¿Tendremos dentro de diez años unas torres Isozaki comparables a lo que

representan las torres de Zabálburu hoy? ¿Sucias y pasadas de moda? Es tan peligroso

jugar a la moda con la propia epidermis como con la de lo público.

Por otra parte, si unos lugares caen en las sombras de lo demodé, la gran

mayoría caen en las sombras de lo periférico, del lugar sin prestigio. Son los barrios más

populosos, aquel Bilbao cotidiano que casi nadie reclama, del que hasta muchos de sus

moradores quisieran volar. Y es que constantemente se publican memoranda

nostálgicos del Bilbao del XIX y de la primera mitad del siglo XX, del mismo modo

que el tranvía gusta de conducir a los turistas hasta el Casco Viejo, aquel pequeño

Bilbao tan entrañable. Pero del Bilbao construido durante el desarrollismo, del Bilbao

populoso de los barrios periféricos nadie quiere acordarse, pocos publican sus

memoranda, casi nadie los lee, casi ni sus propios moradores. Además, tenemos

también otra serie de espacios que, directamente, han desaparecido en los últimos diez

años: los lugares destruidos. Lugares que continúan tal vez en la memoria de algún

individuo aislado pero que han desaparecido de la memoria colectiva. A dos de estos

espacios vamos a dedicar las últimas líneas del libro, dos muestras de arte público que

no tuvieron lugar en el Bilbao del arte público, el que llena plazas y museos de arte

vanguardista.

La construcción del Guggenheim coincidió con la modificación del trayecto del

tren de cercanías de la margen izquierda a su paso por el centro de Bilbao. Las vías

pasaban por la orilla del Nervión, justo por el lugar en el que se estaba construyendo el

Guggenheim, y con el desmantelamiento de los almacenes de Renfe y los pocos trenes

de mercancías que hacían para entonces aquel recorrido, se aprovechó a modificar el

trayecto del cercanías. La primera parada que desapareció fue la de La Naja, en el

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centro de Bilbao; más tarde lo haría también la de Bilbao-Parke, junto al histórico

parque de Doña Casilda —hoy ensombrecido por el Sheraton y las viviendas de lujo—,

muy cerca de donde hoy se encuentra Zubiarte, en el puente de Deusto. Esta parada era

lugar de llegada para los estudiantes de la Universidad de Deusto que viajaban desde la

margen izquierda, que en aquella época todavía eran numerosos. Antes de su

desmantelamiento, cuando ya se había habilitado el actual recorrido (por San Mamés y

Autonomía hasta Abando), se mantuvo una “lanzadera” desde Olabeaga hasta la

estación de Bilbao-Parque. Los viajeros que se dirigían a la estación de Bilbao-Parke se

apaeaban, por tanto, en Olabeaga y cambiaban de tren para llegar a su destino en un

fantasmagórico trayecto de una sola estación. Los viajeros seguían tomando el tren con

la incertidumbre de no saber hasta cuándo, cuándo se cerraría definitivamente la

estación de Bilbao-Parke.

El trance duró varios cursos académicos y temporadas de rebajas y, mientras

tanto, alguien —tal vez Renfe— tuvo la feliz idea de instalar sobre el tejado de la

estación, de cara a las obras del Guggenheim que se estaba construyendo, una escultura.

El acceso al tren se hacía desde el puente de Deusto. Los viajeros debían descender por

unas escaleras hacia la estación, que quedaba en parte debajo del puente y en parte

avanzando hacia Abandoibarra. Sobre el tejado, el escultor José Ibarrola colocó varias

siluetas humanas de metal oxidado, siluetas grises y anodinas, que proyectaban hacia el

espectador unas sombras dibujadas sobre el techo de la estación, sombras de colores. El

título de la obra era Las sombras del Guggenheim son de colores; las figuras estaban

mirando hacia el museo y, claro está, sus sombras de colores venían proyectadas por la

“luz” que emanaba de la obra en ciernes de Gehry.

Durante varios años los pasajeros que salían o entraban a la estación y los

viandantes que cruzaban el puente de Deusto podían detenerse a observar la entonces tal

vez enigmática escultura. Años después, cuando no queda rastro ni de la estación ni de

la escultura —ni noticia en Renfe de qué se hiciera con ella—, la luz que proyecta el

Guggenheim ha hecho crecer muy cerca de allí Zubiarte, el centro comercial del puente

de Deusto. “Zubiarte” significa “en medio del puente” pero, sin duda, quien bautizo el

centro comercial con este nombre tenía en mente la correspondencia entre el término

“Arte” (entre) en Euskera y el término latino tan pujante en el Bilbao de los museos,

juego de palabras e idiomas del que se ha hartado la mercadotecnia bilbaína desde que

el museo americano se colase en Abandoibarra. Las sombras del Guggenheim son de

colores y de colores muy brillantes, pero fácilmente degradables, como ocurría en la

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escultura de la estación. La degradación alcanzaba no sólo a las siluetas de aquellos

hombres de hierro oxidado, sino a sus sombras de colores, borradas cada mes por la

lluvia por mucho que se afanasen en intentar evitarlo los responsables del

mantenimiento de la escultura.

Muy lejos de allí, en la margen derecha, próximo a la parada de metro de Gobela

(Getxo), existía otra muestra de arte público realmente destacable que,

lamentablemente, no existe desde hace ya algunos años. La expresión artística se

encontraba en un pequeño complejo deportivo con un frontón y varios campos de fútbol

sala. En una de las paredes permaneció pintado durante un tiempo un graffiti

impresionante, una explosión de colores y de formas que transfiguraban el anodino

paisaje del Antiguo Golf —es el nombre con que se conoce este barrio residencial, por el

campo de Golf que, al parecer, existía aquí para disfrute de la burguesía local—. Los

arabescos se entrelazaban a partir del Tag —“el alias” del artista, su firma sobre la que

se articula el arte del graffiti— en una trasgresión salvaje contra el imperativo de Adolf

Loos; pero lo más interesante de este graffiti, más que su belleza, que sin duda la tenía,

era un detalle figurativo que surgía en el centro de la composición, entre la maraña de

formas abstractas. Casi invisible, semioculto entre la maleza de grafos, emergía en

blanco y negro un rostro ambiguo, quizás de una chica joven, con una expresión gélida,

robótica, y debajo un solo mensaje: “Stop the virtual Show!”.

Mucho se ha escrito y se ha dicho sobre los graffiti (De Diego 2000), desde que

son auténticas obras de arte hasta que son un acto gratuito de narcisismo bárbaro, como

el orín del perro para marcar el territorio. Lo cierto es que, salvo excepciones, no deja

de ser perseguido con lo que parece que, al menos, los poderes públicos tienen claro que

se trata de un acto delictivo que atenta contra la propiedad, lo cual no es un mal

comienzo. Siempre he pensado que existe una continuidad entre los garabatos que uno

hace distraído y estas elaboradas firmas. De hecho, cuando los niños juegan con un

bolígrafo se suelen distraer a veces adornando formas abstractas que parecen grafos de

un lenguaje por inventar: el grado cero de la escritura. En todo ello la escritura

redescubre su aspecto menos representativo, lo que los propios grafos tienen de puro y

abstracto juego de la imaginación, lo que tienen de más corporal, expresiones detenidas

del cinetismo del niño, la primera expresión de unas “formas trascendentales de la

sensibilidad” (espacio y tiempo) mucho menos fijas y universales de lo que Kant pensó

(Benjamin 1986).

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En otros sistemas de escritura, estoy pensando especialmente en los orientales,

éste es un arte mucho más desarrollado, y que se sigue trabajando, mientras que en

occidente, máxime con la extensión de los tipos estándar de las máquinas de escribir, la

parte “sensible” de la escritura se tiende a pasar por alto. El arte del graffiti, a mi

entender, tiene mucho de reacción contra esta desensibilización tan propia de Occidente

y que empieza por su misma escritura, en la primacía del elemento comunicativo e

instrumental del lenguaje frente al aspecto expresivo: gráfico y fonético. En este

sentido, el graffiti sería a la escritura lo que en su momento supuso el rock para el

lenguaje y el canto, con la ruptura de los standares de la música burguesa.

Creo que el graffiti del Antiguo Golf expresaba muy bien esta idea: la de la

resistencia frente a la “representación”. El graffiti representa un juego con el lenguaje en

el que se toma en consideración sólo la parte menos genérica del lenguaje, la más

concreta, su materia prima, el lado menos instrumental del lenguaje, el más resistente a

la comunicación. Desde el punto de vista del habla se trataría de la fonética así, tras la

repetición en tanto que el factor determinante de la comunicación, permanece una

diferencia difícilmente abarcable: el sonido. Por otro lado, desde el punto vista de la

escritura, encontramos esta parte concreta, resistente a la comunicación, del lado del

grafo. No nos referimos al signo, sino al mero grafo, antes de asignarle ningún valor en

la cadena de significantes: el grafo “suelto”. Nuestro tiempo y nuestra sociedad son los

de la iconización creciente, pues, para nosotros, todo es signo, todo está conectado a una

cadena de significantes, todo representa algo. Tras la invención de la fotografía, las artes

pictóricas desecharon su función figurativa y su trabajo por hacer representaciones

verosímiles de la realidad, no sólo porque esta labor había sido automatizada en la

fotografía —por tanto, difícilmente superable—, sino porque aquella función

representativa se estaba apoderando de todos los ámbitos de la vida cotidiana,

desplazando el elemento propiamente poético y expresivo del arte, como libre juego de

la imaginación. La pintura quería denunciar el simulacro general de la representación y

reclamar la vuelta del “Ser” frente al “Representar”, tal y como señalaba también

Feuerbach; claro está que en un mundo que orbita alrededor del dinero, puro valor de

cambio, es fácil perder de vista el sentido propio de las cosas.

Con la extensión de la cultura audiovisual, técnicamente heredera del ingenio de

la fotografía, el imperio de la verosimilitud avanza más aún. Las representaciones son

cada vez más elaboradas, rozan la realidad virtual, el umbral de distinción entre ficción

y realidad está cerca de traspasarse, la representación quiere aparecer ella misma como

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realidad. Cuando la población mundial asistió en tele-directo a la caída de las Torres

Gemelas, había presenciado ya tantos ensayos perceptuales doblemente verosímiles que

el atentado terrorista sólo podía ser visualizado con la vivencia y el magnetismo propios

de un espectáculo más, un acontecimiento externo, ajeno al propio espectador, como un

acto “sublime” –como lo consideró en algún sentido un famoso músico contemporáneo–

, siempre atentos por si aquella orgía de destrucción podía extenderse más aún en un fin

de fiesta apoteósico.

Bilbao se constituye como Ciudad-Marca, en el mismo sentido en el que lo

hacen Barcelona o Sevilla, con la gentrificación de su Casco Viejo y la erección de

edificios emblemáticos, rascacielos vanguardistas que reclaman la atención de las

miradas resumiendo todo el paisaje urbano en una imagen arquitectónica simple y

fácilmente identificable. La ciudad se iconiza, se virtualiza, interesada más en su

“parecer” que en su “ser”. Los vecinos pobres son expulsados de unos cascos viejos

revalorizados por la burbuja inmobiliaria; las guías turísticas y de arquitectura se llenan

con los nuevos espacios de lujo. Pero la población sobrante y los espacios ausentes en la

representación no dejan por ello de existir, sólo que ya no se ven: la miseria aumenta

pero no se representa y, como dice el refrán “ojos que no ven, corazón que no siente”.

El graffiti de Gobela, con su advertencia “Stop the virtual Show!”, denuncia alarmado

esta situación.

Por su propia naturaleza “expresionista-abstracta”, el graffiti escarba en la

materia, oculta hoy mediante la iconización de todo lo visible; su misma capacidad de

abstracción hace del graffiti un arte doblemente concreto. Hay que escarbar en la piel, ir

más allá de la figura, horadar en hormigón, la piedra, el vidrio o el titanio, viajar más

adentro de la forma de la arquitectura, para redescubrir la fuente de la imaginación, para

poder reconstruir un lenguaje poético y político que nos podamos creer, que no sea la

repetición de un mundo muerto por inanición. Stop the Virtual Show, “parad el

simulacro de la vida”.

Garikoitz Gamarra

Madrid, diciembre de 2006

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V. Bilboko Begidarak

Las fotos que formaron parte de la exposición "Bilboko Begiradak" (Miradas

sobre Bilbao) nacen del impulso por dar a mi investigación sobre el espacio urbano

contemporáneo un reflejo visual que le era imprescindible y que, a la larga, se ha

independizado y se ha convertido en una investigación fotográfica propia. En el intento

por recuperar para la visualidad pública un Bilbao escondido e invisibilizado por los

medios productores de imágenes, mi trabajo ha confluido felízmente con el del también

filósofo Garikoitz Gamarra, con quien sufre una nueva metamorfosis; de este modo,

pasará a convertirse en un libro conjunto en el que fotos y teoría urbana establecen un

diálogo a través del cual se muestran las posibles líneas de apertura democrática del

espacio urbano contemporáneo, así como los diques y los muros que el esteticismo

barato del marketing urbano pretenden imponer en nuestra ciudad. Estas fotografías son

un testimonio mudo de la pluralidad de espacios silenciosos en los que es habitada la

ciudad; silenciosos, por cuanto no gritan deseosos de ser mirados, tal y como acontece

con los edificios de la nueva arquitectura que se edifican por doquier en Bilbao;

silenciosos, también, porque en ellos transcurre la vida cotidiana y silenciada (por el

marketing) de la mayoría de cuantos vivimos en esta ciudad y hacemos uso del espacio

de lo cotidiano sin espectacularizar cada gesto de nuestra vida.

Lejos de la exhaustividad y el rigor, esta muestra fotográfica está próxima al

concepto situacionista de "deriva": son el producto del deambular urbano y del

encuentro, del azar y, por qué no decirlo, de la suerte de encontrar una mirada devuelta

en el lugar inesperado. Este trozo de Bilbao que aquí se muestra es más que el envés del

Bilbao-logo, es el eco de los afectos y de los sentimientos que tienen estos lugares en

nuestra memoria, así como la afirmación de una dignidad perdida del paisaje industrial,

de la fealdad edificatoria, del abigarramiento y mezcolanza de estilos imposibles; en

suma, del desastre urbano que un día fue producto de la historia, de sus luchas, de sus

injusticias y de sus desigualdades. De aquel Bilbao feo, industrial, marcado en gris bajo

el incesante sirimiri en cuyas melancolías tantos olvidos se han padecido.

Andeka Larrea

Bilbao, diciembre 2006

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1. Casco Viejo

Marijaia como espectro en el Casco Viejo de Bilbao. Aste Nagusia 2005

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Mercado de la Ribera

Muelle de Marzana

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Mirador de Bailén

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Calle Tendería

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Iglesia de San Antón

Iglesia de San Nicolás

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Puente del Arenal

Obras del parking del Arenal. Bilbao 2006

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Begoña

Cementerio en Begoña

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¡Arde Marijaia, arde!. Aste Nagusia 2005

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2. Ría

Olabeaga

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Ribera de Olabeaga

Zorrozaurre

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Ría de Bilbao

Muelle de anguleros

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Harria

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Grúas en Zorroza

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Dársena Portugalete

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3. San Francisco

Bilbi asesinado…

Alrededores de la Plaza de la Cantera

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Desde el puente de Cantalojas

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Calle Aretzaga

Las Cortes

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Trinchera de Zabala

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Calle San Francisco

Las Cortes

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Alrededores de la Plaza Tres Pilares

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4. Ensanche y alrededores

Estación de Abando

Fosterito

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Acceso Metro Indautxu

1 de mayo (ascensor del Metro)

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Hurtado de Amezaga

Plaza Biribila

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Nueva bilblioteca de la Diputación Foral de Bizkaia

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Torre de Izozaki Centro comercial Zubiarte

Hotel Sheraton y edificio de viviendas de lujo

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Puente de Euskalduna Palacio de Euskalduna

Acceso peatonal al puente de Euskalduna desde Botika Vieja

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Punete de Euskalduna

Universitas Deustensis

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Pantocrator de la Universidad de Deusto (Sapientia Melior Auro)

Puente de “La Salve”

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En el ensanche bilbaíno

Memoria de los Astilleros de Euskalduna

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5. Desarrollismos

Casas en Autonomía

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Zabalburu desde Begoña

Obras en la plaza de Zabalburu

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Calle Autonomía

Rascacielos de La Casilla

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Antigua fábrica de pan de Irala Viviendas en Santutxu

Talleres en Errekalde

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Estación de Ametzola

Andén de RENFE Ametzola

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Viaducto de (sobre) Errekalde

Kukutxa. Errekaldeko Gaztetxea

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Deusto

Puente de La Salve

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Termibús

Antigua Feria de Muestras de Bilbao

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Periferias

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6. Catedrales del consumo (Barakaldo)

B.E.C. (Bilbao Exhibition Centre)

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San Vicente (zona B.E.C.)

San Vicente

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B.E.C.

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B.E.C.

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Megapark

Max Centre

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Megapark

Max Centre

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Rascacielos Megapark

AutopistaA-8

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Autopista A-8 desde inmediaciones de Megapark

Cafetería en Megapark

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7. Margen Derecha

Palacetes junto a la playa de Ereaga

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Centro comercial Artea

De compras por Artea

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Puerto Deportivo de Getxo. Distintos ángulos.

Con Las Arenas (Getxo) de fondo

Con Santurtzi (Margen Izquierda) de fondo

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UPV (Leioa). Agosto 2006

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8. Panteones industriales

Horno Alto nº 2 (Sestao)

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Sestao

Sestao (La Iberia)

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+Sestao

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Erandio

Lutxana

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Galindo (Sestao)

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Galindo (Sestao)

Babcock Wilcox (Sestao)

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Lutxana

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Lutxana

Basauri

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Petronor (Muskiz)

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Lutxana

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Lutxana

Zorroza al fondo

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Central térmica Puerto de Santurtzi

Puerto de Santurtzi

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Petronor (Muskiz)

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Superpuerto

Castro Urdiales (Cantabria)

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Mira quién mira

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