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Cap Corazonnegro

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Capítulo uno

El concierto había terminado. Narcissus tenía todavía los dedos apoyados en el teclado del piano, la cabeza ligeramen­te doblada hacia adelante, los ojos cerrados. El cabello negro le caía sobre el rostro perlado de sudor.

Había cantado una canción nueva con voz mórbida, rozando apenas las teclas con un toque ligero, como una ca­ricia.

Las chicas que lo miraban con aire soñador se quedaron calladas una fracción de segundo, luego explotaron en gritos entusiastas. Repetían su nombre, lo aclamaban y pedían otra canción.

Narcissus se levantó e hizo una reverencia brusca. —Me voy —le susurró a Douglas.

—¿Qué? —protestó el baterista —tienes que quedarte por lo menos para el bis, están esperando…

Narcissus se encogió de hombros. —No tengo ganas. No estoy de humor —contestó. Agarró su chamarra de piel y se marchó del escenario sin voltear.

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Douglas no lo siguió. Narcissus estaba insoportable. —¡Qué pesado—pensó. Echó una mirada al tercer integran­te del grupo, el bajista Ian—. ¿Y ahora que hacemos? —pre­guntó, apenas moviendo los labios.

Las chicas del público seguían aplaudiendo y llamando a gritos a su ídolo: —¡Narcissus! ¡Narcissus! ¡Narcissus!

Ian levantó los hombros y murmuró: —¿Retirada? Narcissus salió a un callejón atrás del teatro y dio un

res piró profundo al aire frío de noviembre. Por fin solo. Ya no aguantaba estar en medio de toda esa gente.

No tenía ganas de hacer un bis, de escuchar los gritos de las chicas.

Después de todo lo que había pasado...La niebla atrapaba los edificios entre sus dedos húmedos.

Narcissus se envolvió en su chamarra de piel y se encaminó por el callejón. Sus pasos resonaban sordos en la calle desier­ta. Escuchaba las voces agudas de los chicos y de las chicas que salían del teatro. Algunos se quedarían allí afuera con la esperanza de verlo. Ni hablar, esperarían hasta la madruga­da. Nada de autógrafos esta noche.

Decidió tomar el metro. No deseaba ir a casa enseguida. De todos modos, no dormiría. Seguía pensando en la

muerte de Arthur Blackwood.

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La tía Lucinda entró en la cocina sin hacer ruido, los pies dentro de sus pantuflas de esponja.

Viola la vio de reojo e hizo desaparecer el manuscrito bajo la mesa. Lo apoyó sobre sus rodillas y lo abrió con las manos pegajosas de miel. Lo había agarrado a escondidas del estudio de Cornelia y no quería que la sorprendieran leyéndolo.

La tía llevaba puesta una bata bien abrigada y cuando caminaba se balanceaba como un gordo pingüino. —¿Qué quieres desayunar? —le preguntó, posando su mirada, de trás de las gafas redondas, un buen rato sobre su so-brina.

Esa mañana, se notaba claramente que Viola traía algo raro, pero la tía Lucinda prefirió no hacer comentarios. Su atención se fijó en el frasco de miel con una cucharita todavía adentro. Sacudió un dedo delante de la nariz de su sobrina. —Eso no se hace, Viola, estás creciendo, no puedes comer como un pajarito, ¡necesitas alimentarte correctamente!

—No encontré nada más —se justificó la chica con tono resentido.

—Viola estás creciendo—estas eran las palabras favo-ritas de las tías últimamente.

—Viola, estás creciendo, no puedes vestirte así.

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—Viola estás creciendo, no te encorves, no grites, no corras. Viola no podía más. Eran demasiadas las cosas que no se podían hacer cuando se iban a cumplir catorce años.

Tía Lucinda empezó a dar vueltas por la cocina como si no supiera bien lo que estaba buscando.

Viola aprovechó la ocasión para echar un vistazo al manuscrito y asegurarse de no haber dejado huellas de miel. Caray, ¡había una huella de su pulgar justo en el centro de la primera página!

—Estoy segura que compré pan —murmuró la tía Lucinda. Abrió una puerta de la alacena. —Oh, no, ¡se me olvidó otra vez!

Nada extraño, la casa era un desastre, como de cos-tumbre.

Viola vivía con tres tías y ninguna se podía considerar una buena ama de casa.

Vivían en Richmond, una colonia al sur oeste de Lon-dres, donde el Támesis hacía una amplia curva y luego se perdía a lo lejos en las colinas, hacia Oxford. Era un barrio lindo: las fachadas de las casas estaban recién pintadas, los arbustos cortados en formas geométricas perfectas y alrede-dor de las puertas trepaban delicadas rosas rojas y blancas.

Sin embargo, la casa de los Wyndham se veía diferente: era una casa alta y angosta que daba algo de escalofríos,

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construida justo en la cima de la colina, donde empezaba la reserva del Richmond Park. Se veía de lejos porque des-de su techo sobresalía un largo pararrayos, to do chueco.

Si la casa de los Wyndham se caía a pedazos era culpa de sus inquilinas: ninguna, en realidad, se fijaba en la ve-leta oxidada y con forma de gallo que rechinaba moles-tando a los vecinos, ni en los hoyos cada día más grandes del techo, ni en los matorrales de rosas, tan altos como gi gantes en el jardín.

Nadie se encargaba de la limpieza, solo la tía Lucinda, a veces, cuando estaba de vacaciones y se aburría horro-res; entonces, empezaba a recorrer todos los cuartos con las gafas oscilando peligrosamente sobre la nariz, armada de trapos y de un trapeador que sostenía como si no su-piera muy bien como utilizarlos.

Y nadie cocinaba tampoco: compraban comida con-gelada en el súper y la calentaban en el microondas.

—Ni modo —suspiró la tía Lucinda renunciando al pan—. Vamos a ver si quedan unas galletas. —Inspec-cionó una caja que no se veía muy atractiva—. Uhm, pa-recen algo viejas pero a la mejor todavía son comestibles. —Dejó caer algunas en el plato de Viola—. ¿Quieres té? —preguntó, poniendo en la mesa tres tazas de tama-ños distintos. —Vamos a ver, dónde puse la tetera…

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—La quemé ayer, querida, se me olvidó en la estufa —anunció la tía Belinda, entrando en aquel instante en la cocina. La gemela de la tía Lucinda traía puesta una bata cubierta de manchas verdes y amarillas que la hacía pare-cer un globo aerostático de colores. Agarró una galleta y la mordió. —¡Sabe horrible! —protestó. Miró a Viola con cara sorprendida y tiró la galleta.

—¡Encontré un huevo! —anunció alegremente la tía Lucinda, emergiendo del refrigerador—. ¿Alcanzará para una omelette?

—Uhm, yo paso, querida, está por llegar la señora Smithson Toff para un retrato de cuerpo entero. Tengo que preparar los colores —se justifico la tía Belinda y se fue, pasando a duras penas por la puerta.

—Yo tengo que ir a la escuela —murmuró Viola, si-guiéndola con el manuscrito apretado al pecho.

Se paró en la entrada y bajó la mirada a la página donde estaba la huella pegajosa de su pulgar. Con letra diminuta, y algo chueca, estaba escrito:

Narcissus Spark —Vol. 4 de Cornelia Wyndham

Cornelia Wyndham era la tía más joven de Viola y no sabían nada de ella desde hacía catorce horas.

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Había desaparecido: se había desvanecido en la nada. La tía Lucinda y la tía Belinda decían que no había

que preocuparse, que quizá Cornelia necesitaba estar un poco sola para pensar en la trama de su nueva novela. Viola no la había oído salir. ¿Cómo hubiera podido? Ha-bía estado en su cuarto con el iPod a todo volumen y la puerta cerrada, como de costumbre.

Cornelia también pasaba mucho tiempo detrás de una puerta cerrada, en su estudio, escribiendo.

Cornelia era una famosísima escritora para jóvenes. Sus libros habían sido publicados en ciento trece países y habían recibido premios y reconocimientos a nivel internacional.

La primavera anterior, la reina le había otorgado el máximo cargo honorífico que Gran Bretaña reserva a las mujeres, el DBE, el título de Dama del Imperio Británico.

La ceremonia tuvo lugar una tarde soleada en el Buc-kingham Palace. Viola y las tías (más enormes que nunca en sus anticuados vestidos color pastel) se conmovieron cuando la reina colocó la medalla sobre el pecho de Cornelia.

Las mesas del banquete habían sido colocadas bajo una carpa en el jardín, donde una banda en uniforme to-caba el himno nacional.

—Qué linda ceremonia —había suspirado la tía Be-linda—. Prueba las fresas con crema ¡están exquisitas!

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—Este té es delicioso —también había murmurado la tía Belinda—. Es de la bergamota favorita de la reina.

Viola acarició el nombre de Narcissus en la primera página del manuscrito. Toda chica adolescente del plane-ta estaba enamorada de él: Narcissus Spark, el joven de diecisiete años más bello y tenebroso de la literatura de todos los tiempos, el cantante de rock con los ojos color morado y el cabello negro como el carbón.

Narcissus era tan popular que su rostro se encontraba por todas partes: en los escaparates de las librerías, en los carteles publicitarios del metro, en las paradas de los autobuses, en las páginas web dedicadas a él... Era imposible no conocer a Nar-cissus Spark. Incluso, estaban por filmar una película con las aventuras de su primer libro y le habían dado mucha publici-dad al casting para encontrar al actor principal. Estrellas de importancia internacional se peleaban el papel.

Pensando en Narcissus, Viola casi tropezó con el pe-riódico que el cartero había deslizado bajo la puerta: el Times de Cornelia. Lo levantó y lo puso sobre una mesita delante de la ventana.

Alguien estaba subiendo por la calle que llevaba a su casa: Viola reconoció el rostro triste del sargento Sim-mons y se alejó de un salto. No tenía ganas de hablar con él aquella mañana.

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El día anterior el policía había reunido a Viola y a sus tías en la sala. —Tienen que llevar una vida normal —ha-bía dicho al comenzar su discurso, acariciando su promi-nente barriga (aunque mientras pronunciaba estas palabras su expresión se veía algo escéptica). Probablemente, él tam-bién se daba cuenta que estaba diciendo una tontería.

—¿Cómo es posible llevar una vida normal cuando alguien de tu familia desaparece?—se había preguntado Viola.

Era un domingo y llovía a cántaros. Sobre el piso de la sala estaba colocada una batería entera de sartenes y de ollas y desde el techo caían unas enormes gotas de agua con so -noros pling, pling, pling, pling.

Una cosa “normal” era ir a la escuela: era un lunes por la mañana, después de todo.

Viola subió las oscuras y ruidosas escaleras y fue a su cuarto por su mochila y sus libros.

Cuando entró en aquella gran recámara llena de co-rrientes de aire, con la tapicería que se desprendía de las pare des, se percató de que tenía todavía el manuscrito pegado al pecho.

Miró el reloj: le quedaban unos minutos. Se sentó frente a su escritorio, delante de la ventana. Desde allí, a veces, sobre todo en la mañana, temprano, cuando el par-

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que estaba envuelto en una niebla inmóvil, le había toca-do ver salir a unos ciervos de la espesura de los árboles y mirar a su alrededor, como si quisieran vigilar la situación antes de regresar a la parte más escondida del parque.

Una vez, cuando Viola era pequeña y nadie había em-pezado a decirle que estaba creciendo, junto a Cornelia, había visto una criatura majestuosa con cuernos poderosos.

—Es el rey de los ciervos—le había dicho Cornelia.—¿Un rey?—exclamó Viola en el colmo de la emo-

ción, la nariz aplastada contra el vidrio. —Es un ser mágico: se deja ver solo por personas muy

especiales— le había explicado su tía. Viola no lo volvió a ver.

Quién sabe si hoy sería la ocasión. Se quedó quieta un instante, los ojos fijos en el vidrio, aguantando la res-piración, pero no pasó nada. Entonces, alisó con cuidado las arrugadas hojas del manuscrito y se puso a leer.

Cuando apareció el nombre de Narcissus sintió que su corazón daba un brinco, como siempre.

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Capítulo dos

Narcissus tembló de frío y aceleró el paso intentando no pen­sar en el hombre asesinado.

Quizá esta noche tuviera algunas ideas para una nueva canción. Era así cómo las ideas cobraban forma en su cabe­za: caminando por las calles de la ciudad.

Las tinieblas de Londres lo envolvían y Narcissus escu­chaba los ecos que afloraban de los cimientos de edificios an­tiguos, de los ríos enterrados con sus secretos, de las galerías del metro construidas por los ingenieros victorianos. Si escu­chaba con atención, la ciudad le susurraba sus misterios, sus historias seculares. Londres le sugería las canciones, él solo tenía que afinar su oído.

Viola se estremeció. Narcissus vivía en una Londres oscura y misteriosa, siempre sumergida en la niebla: una ciudad donde el invierno era eterno y los cielos tenebro-sos. No se parecía en nada a la ciudad que ella conocía. Cornelia había mezclado las cartas, cambiado muchos

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nombres, había inventado, destruido, vuelto a construir monumentos, jardines, plazas, calles como si se divirtiera al jugar con la ciudad.

Narcissus se dirigió rápidamente hacía el puente de Agincourt. El Támesis corría oscuro y amenazante bajo los arcos de piedra. Miró hacia abajo: la corriente impetuosa que llegaba del mar parecía obstinada con arrastrar todo a su paso. Del agua se levantaba una niebla espesa que a la luz de los faroles tenía un color verdoso.

Narcissus aceleró el paso. A su derecha, se entreveían las luces lejanas y evanescentes del muelle Seagull Wharf. La cú­pula de St. Paul, recién remodelada, emergía láctea y espectral delante de él. A su izquierda, el Big Ben tocó doce tañidos.

Ese es el puente de los suicidios, pensó Narcissus. El me­jor panorama de Londres. Cruzó rápido el Strand y se dirigió hacia la plaza Nelson Square. Una señora, con un abrigo de piel que llevaba un perrito tembloroso amarrado con una correa, pasó a su lado, guardando la distancia lo más que pudo y dirigiéndole miradas sospechosas.

Narcissus sonrió: efectivamente su apariencia no era nada alentadora. Su padre tenía razón en quejarse. Pero co­nocía tan poco a su hijo.

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Viola volvió a pensar en todo lo que sabía de Narcis-sus. Antes que nada, su nombre completo era Narcissus Bysse Peregrine Norland. Narcissus Spark era el nombre artístico que utilizaba cuando tocaba con los Sparks in the Dark, el grupo de rock que había formado con sus mejores amigos: el bajista Ian y el baterista Douglas.

Narcissus vivía en un verdadero palacio, donde un vie-jo y fiel mayordomo se encargaba de todo. Cornelia nunca escribió sobre la madre de Narcissus o sobre su pasado.

Muchos eran los misterios asociados al personaje de Narcissus. Solo se sabía que su padre, Lord William Nor-land, uno de los más importantes funcionarios de Scot-land Yard, desaprobaba casi todo lo relacionado con su hijo: sus amigos, su música, su cabello demasiado largo, sus pantalones de mezclilla rasgados.

Era verdaderamente el colmo, pensaba Lord Norland, que el hijo del jefe de la policía más apreciada y conocida del mundo pareciera un delincuente.

Narcissus pasó delante de la imponente Grand Galle ry y cruzó Nelson Square, deteniéndose un instante a observar la silueta iluminada del Big Ben, uno de los monumentos más famosos de la ciudad, que emergía de la niebla en la lejanía.

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Caminó toda Regency Street hasta llegar a las luces des­lumbrantes de Piccadilly Square. Aunque fuera ya tarde, una pareja de turistas le tomaba fotos a la célebre estatua del dios del amor, representado como un ángel.

Narcissus dobló a la izquierda y, de repente, se detuvo. Había algo sospechoso.

El reloj de la entrada tocó las ocho. Viola se sobresaltó. Se le había hecho tarde, ¡muy tarde! Recogió de prisa las hojas del manuscrito, se agachó para levantar la mochila y vio su cara preocupada en el espejo al lado de la cama.

El rostro reflejado le hizo una sonrisa un poco chue-ca, como para disculparse por decepcionarla, por aún no tener los rasgos perfectos, los pómulos altos y las cejas arqueadas que aparecerían mágicamente, una vez que de-jara de crecer. Esa mañana, su cara, con las mejillas regor-detas y los aburridos ojos grises, se veía más abatida que de costumbre: antes de bajar a desayunar, de hecho, Viola había tenido la brillante idea de cortarse el cabello ella sola.

Su largo cabello rojo intenso.Ahora estaba esparcido en el suelo delante del espejo

y ni siquiera parecía ser suyo. Viola rozó con la mano los cortos mechones que, des-

de su cabeza, salían disparados en todas las direcciones.

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Las tías, como era de imaginarse, no hicieron comen-

tarios. Se conformaron con representar el papel de todos

los días: “No-pasó-nada-todo-es-normal-y-si-Viola-se-por-

ta-de-forma-rara-es-porque-está-creciendo”.

Así es.

Y Cornelia no desapareció: necesita estar sola para es-

cribir sin que nadie la moleste.

Claro, ¡cómo no!

—Queridas tías, ¡sigan viviendo en su burbuja feliz!

—suspiró Viola, intentando alisar con las manos un me-

chón particularmente rebelde.

Cornelia también tenía el cabello rojo. Pero el suyo era

rojo Tiziano. De pequeña, Viola creía que Tiziano era un

peluquero famoso y tenía la firme intención de ir con él

cuando creciera para que le pintara el pelo de un rojo idén-

tico al de Cornelia. Luego la tía Belinda le explicó que Ti-

ziano era un gran pintor del Renacimiento, muerto siglos

atrás, y no un peluquero a la moda que jugaba con los colores.

Viola le sacó la lengua a la imagen del espejo, se puso un

abrigo sobre el uniforme escolar y recogió la mochila. Después

de un momento de duda, colocó el manuscrito de Narcissus

en la mochila: llevarlo consigo la haría sentir menos sola.

Corrió escaleras abajo como una flecha; la larga bufan-

da que tenía en la mano revoloteó en su estela. Cuando

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llegó a la entrada, se detuvo frente a la puerta del estudio de

Cornelia, donde unas horas antes había entrado a escon-

didas y tomado el manuscrito.

Cornelia se había marchado dejando treinta páginas

de un libro incompleto dedicado a las últimas aventuras de

Narcissus y una hoja todavía metida en la vieja Remington

que se empeñaba en utilizar, a pesar de tener una compu-

tadora.

Aquella hoja tenía solo una frase.

Viola empujó delicadamente la puerta con una mano

y echó un vistazo al interior, como lo hacía en ocasiones

durante alguna pausa en el repiqueteo de la máquina de

escribir, para cerciorarse de que Cornelia no hubiera sido

devorada por una de sus historias.

Quizá las tías tenían razón. Tal vez Cornelia realmente

salió en búsqueda de inspiración y pronto estaría de regreso.

Pero la silla aún seguía vacía.

“Felicidades, Viola, ¡tú también crees en los cuentos,

como las tías!” se dijo, luchando en contra de un senti-

miento de miedo que la invadía.

Respiró el agradable olor a piel de los libros en las re-

pisas: el olor de Cornelia.

El reloj de la entrada tocó las ocho y cuarto. ¡Era hora

de irse!

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Capítulo tres

El sargento Simmons estaba en la sala con la tía Lucinda. Hablaban en voz baja, mientras él se acariciaba su gorda barriga. Viola aguzó el oído.

La visita del sargento era de carácter informal, ya que aún no pasaban cuarenta y ocho horas desde que Corne-lia había desaparecido.

—Les sugiero esperar un poco más antes de hacer pú-blica la desaparición de Miss Wyndham —decía.

Se veía incomodo, como siempre: no se entendía si por atención hacia la tía Lucinda o porque no supiera bien en dónde poner los pies sobre el piso, que parecía un terreno minado de ollas llenas de agua.

—La Srta. Wyndham es una personalidad muy conocida.La tía Lucinda lo miraba sin hacer comentarios, con

los brazos cruzados sobre su amplio pecho en una actitud defensiva.

—Los medios de comunicación van a enloquecer cuando descubran su desaparición, las van a asediar fotó-

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grafos y periodistas —insistió el sargento—. No les darán tregua.

Viola se alejó sin hacer ruido y entró en la cocina. Abrió cuidadosamente la puerta trasera y salió a una selva de matorrales y hierbas azotadas por el viento.

Hacía un frío inusual para ser el mes de noviembre. Sacó el iPod de la mochila y se puso los audífonos: lo prendió a todo volumen y la voz de Ian Curtis de los Joy Division inundó su cabeza. Se envolvió en la bufanda azul para protegerse del viento y, corriendo, tomó un atajo pa-ra bajar desde la colina hacia el río. En un instante alcan-zó el sendero a la orilla del Támesis.

La escuela de Viola se llamaba Cornhil y quedaba a solo diez minutos de camino. Se trataba de un colegio muy de moda: con edificios cubiertos de hiedra y jardines inmensos donde chicos en uniforme blanco jugaban cric-ket; parecía salido de una serie de la BBC. Sin embargo, aquel día, el paisaje no era nada idílico.

Viola se detuvo para ponerse el gorro del abrigo. Con la lluvia, el sendero se había transformado en un riachue-lo fangoso y sus botas de hule se embarraron rápidamen-te. El río tenía el color del acero liquido y algunos patos se refugiaban entre los matorrales de la orilla. Más allá, se veía un barco con dos remeros que avanzaban silenciosos sobre la superficie encrespada por el viento.

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Viola sintió escalofríos y miró a su alrededor: no ha-bía nadie, pero tenía la sensación de que alguien la estaba observando. Examinó nerviosamente los árboles a su iz-quierda y se puso a correr.

En aquel instante, una sombra se desprendió del tron-co de un árbol y una figura arropada en un largo abrigo de armiño se perfiló sobre el camino.

Pero Viola, que corría sin voltear, tan rápido como si tuviera alas en los pies, no se percató de nada. Salió a la calle asfaltada y entró apresuradamente por la reja de Cornhil.

Había más chicas y chicos que estaban tan retrasados como ella y que se dirigían rápidamente hacia los salones.

Viola entró en el salón de Química un instante antes de que el Sr. Scott, el profesor, llegara cargando las tareas que había corregido y cerrara la puerta diciendo: —¡Este es el día del juicio final, chicos!

Viola se dejó caer en su silla con un suspiro. La Quí-mica no se le daba fácilmente y los exámenes eran un in-fierno para ella.

Dorothy Lavander, su compañera de lugar, ni siquie-ra volteó a saludarla. Viola no era muy popular en Cornhil.

Durante el recreo, sin embargo, alguien le hizo más caso que de costumbre: su nuevo peinado no había pasa-do desapercibido.

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—Hola, mira quién está aquí, la sobrina de Cornelia Wyndham —le dijo Cinthia Rogers, la chica más guapa de Cornhil.

—¿Por qué no te lo cortas todo de una vez ? Podrías empezar una nueva moda.

—Sí, ¡la del huevo hervido! —intervino Laura Har-ding, la mejor amiga de Cinthia. Le rozó con la mano los mechones hirsutos que se disparaban en todas las direc-ciones. —O la del espantapájaros.

Viola se alejó en un movimiento.—Oh no, ¡la pequeña Cornelia se ha ofendido! —ex-

clamó Cinthia.Viola le dio la espalda y se dirigió corriendo hacia el

jardín. Afuera, el aire helado le provocó escalofríos, pero por lo menos nadie la molestaría. Hacía tiempo que pre-fería estar sola. O mejor dicho, hacía tiempo que nadie quería su compañía.

Quién sabe que había sucedido exactamente: de un momento a otro, sus compañeras empezaron a crecer mu-cho más rápido que ella. Cinthia, Laura y Dorothy dieron un brinco colosal hacia adelante y ella se quedó atrás. Aho ra, estaban a años luz de ella.

Inalcanzables.

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Quizás Viola efectivamente estaba creciendo, como decían las tías, pero a ella no le parecía así: era mucho más bajita que sus compañeras y tenía el cuerpo poco femeni-no, tan plano como una plancha.

Y luego pasó el incidente, su ruina definitiva. En septiembre, después del regreso a clases, Cecilia

Romilly la sorprendió escribiendo en su diario; se lo arran-có de las manos, sacudiéndolo delante de todos. Mientras Viola buscaba desesperadamente la manera de recuperarlo, provocaba las risas histéricas de todo el salón. Cecilia su-bió a un escritorio y empezó a declamar algunos pasajes.

Viola la miró como paralizada. Sus sueños, sus estú-pidas ideas, de niña, exhibidas frente a todos.

Y al final, la gota que derramó el vaso.—Miren nada más: ¡Viola de grande quiere ser una

escritora famosa, como su tía —gritó Cecilia—. Vaya, ¡que modesta!

Desde aquel día Viola dejó de tener un diario y tam-bién dejó de escribir. El daño estaba hecho: poco a poco se volvió menos popular que la sopa de col de la ca fetería escolar.

Soplaba un viento gélido y el uniforme de la escuela, camisa, falda y calcetines, resultó demasiado ligero. Viola regresó temblando.

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