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Capítulo 1: Los comienzos de la historiografia argentina 1810-1852 Jorge Myers Pimen, el Cronista: “Una palabra más, la narración final— Y así mi crónica termina, El deber cumplido, el don de Dios A mí, humilde pecador. No en vano El Señor me ha hecho durante muchos años un testigo Y aprender el arte de las letras ha; Con perseverancia un monje en lejano día hallará Mi obra, sincera y anónima. Encenderá, tal cuál yo lo hago, su lámpara, para sacudir El polvo de los siglos de su pergamino, Y trasladará las verdaderas narraciones Haciendo conocer a los hijos de la Ortodoxia El destino antiguamente acontecido de su tierra Y conmemorar así sus Tsares, Por sus labores, glorias y hechos bondadosos, Y rogarle de modo humilde al Señor Por sus pecados, por sus oscuros actos.” Aleksandr Pushkin, Boris Godunov Introducción La historia de los territorios que luego conformarían la República Argentina comenzó a ser escrita desde el mismo momento, casi, en que los conquistadores españoles ingresaron en ellos. La historia argentina, sin embargo, recién comenzaría a existir a partir del hecho de la Revolución de Independencia. La historia patria nace con la Revolución: recoge y resignifica toda la historia anterior a la luz de ese evento tan decisivo. Es por ello que si bien Gregorio Funes pudo ser legítimamente tildado de plagiario por los historiadores que siguieron en su estela, la operación realizada en su Bosquejo de Historia civil del Paraguay, 1

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Capítulo 1: Los comienzos de la historiografia argentina 1810-1852

Jorge Myers

Pimen, el Cronista:“Una palabra más, la narración final—Y así mi crónica termina,El deber cumplido, el don de DiosA mí, humilde pecador. No en vanoEl Señor me ha hecho durante muchos años un testigoY aprender el arte de las letras ha;Con perseverancia un monje en lejano día hallaráMi obra, sincera y anónima.Encenderá, tal cuál yo lo hago, su lámpara, para sacudirEl polvo de los siglos de su pergamino,Y trasladará las verdaderas narracionesHaciendo conocer a los hijos de la OrtodoxiaEl destino antiguamente acontecido de su tierraY conmemorar así sus Tsares,Por sus labores, glorias y hechos bondadosos,Y rogarle de modo humilde al SeñorPor sus pecados, por sus oscuros actos.”Aleksandr Pushkin, Boris Godunov

Introducción

La historia de los territorios que luego conformarían la República Argentina comenzó a ser escrita desde el mismo momento, casi, en que los conquistadores españoles ingresaron en ellos. La historia argentina, sin embargo, recién comenzaría a existir a partir del hecho de la Revolución de Independencia. La historia patria nace con la Revolución: recoge y resignifica toda la historia anterior a la luz de ese evento tan decisivo. Es por ello que si bien Gregorio Funes pudo ser legítimamente tildado de plagiario por los historiadores que siguieron en su estela, la operación realizada en su Bosquejo de Historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán constituyó el primer esfuerzo por imprimirle un sentido al pasado prerrevolucionario desde el mirador de la Revolución. Al copiar fragmentos extensísimos de las obras inéditas de los historiadores coloniales de esta región y publicarlos bajo su nombre en una obra que culminaba con la ruptura con España, daba el primer, aunque sin duda rudimentario, paso hacia la construcción de una narrativa histórica del pasado de la región que se organizara en torno a la noción de “patria”.

Al igual que en otras regiones de la América antes española, los líderes del movimiento patriota estuvieron marcadamente conscientes de estar participando en un proceso de gran trascendencia histórica. Fue por ello que muchos de ellos redactaron breves relatos autobiográficos, otros conservaron cartas y periódicos de la época, y otros, más aún, buscaron arrojar luz sobre algunos de los conflictos políticos que puntuaron la

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marcha de la Revolución y que permanecían poco comprendidos por los contemporáneos. Aunque la mayor parte de esos materiales permanecieron inéditos hasta mucho tiempo después, algunos fueron publicados como parte de la tarea de legitimación de la Revolución entonces en curso, como fue el caso de la Vida del Doctor Mariano Moreno publicada en Londres en 1812 por su hermano Manuel. En ese escrito Manuel Moreno explicaba con gran precisión las razones que lo habían impulsado a redactar y publicarlo, siendo su propósito –como el de los otros mencionados arriba- no tanto el de escribir la historia de la revolución cuanto el de preparar materiales para un futuro historiador de la misma. Es por esta razón que justificaba su empresa del siguiente modo: “Aunque muy interesante, la historia de las revoluciones acaecidas hasta ahora en la América del Sud española es poco conocida, ya porque el calor de las contiendas, que desgraciadamente ha sido preciso sostener para defender su conducta, no ha dado lugar para escribir una relación prolija de sus procedimientos, y ya porque la malicia, o el interés recientemente heridos, se han empleado en desfigurar los hechos y pintar los acontecimientos más heróicos como maldades. Nada sería más importante y curioso que el saber con certeza los pasos que han dado los nuevos gobiernos, que se han erigido en una obra, que debe producir la felicidad de un territorio inmenso; y cuando el filósofo no encuentra sino desgracias en la lista de los sucesos actuales de la Europa, sería muy lisonjero descansar la vista sobre el cuadro halagüeño que presentan los pueblos modernos que pelean por su libertad. Debo, no obstante, abstenerme de entrar en esta empresa, que resigno confiado a los talentos y crítica de los hijos del país; y como de su número, me ceñiré a facilitar sus trabajos en esta parte, formando la historia de uno sus más ilustres compatriotas, que por sus luces e infatigable patriotismo ejerció uno de los principales papeles en la revolución de Buenos Aires (…).”1 Importantes como eslabones en la construcción de una historiografía nacional, aquellas obras sin embargo no revestían un carácter propiamente histórico, debido a su fuerte impronta testimonial. Aunque algunas de ellas, como la aludida vida de Mariano Moreno o –con mayor mérito aún- las Memorias del General Paz, han podido convertirse en clásicos de la literatura argentina, carecen del grado de distanciamiento y de explícita objetividad necesarios para separar a la historia de la memoria, colectiva o individual.

En efecto, entre la publicación de la historia de Funes en 1816-17 y las de la Historia de Belgrano de Mitre (en su primera edición incompleta) y de la Historia Argentina de Luis Domínguez, la construcción de una tradición historiográfica local se realizó a través de tres tipos de actividad proto-historiográfica: 1) la recopilación y/o preservación de documentos vinculados al pasado de las Provincias Unidas; 2) la publicación de colecciones de documentos –como aquellas dos empresas tan célebres cuán rivales, la Colección de Obras y Documentos Inéditos relativos a la Historia Antigua y Moderna del Río de la Plata de Pedro de Ángelis (1836-37) y la Biblioteca del Comercio del Plata comenzada por Florencio Varela y completada por Valentín Alsina con la colaboración de Vicente Fidel López (1845-48, Montevideo)-2; y 3) la elaboración

1 Moreno, Manuel, Vida del Doctor Mariano Moreno, en: Carranza, Adolfo P. (comp.), Memorias y autobiografías, Tomo 2, Museo Histórico Nacional, Buenos Aires, 1910, pp.6-7.

2 Cabe señalar que, a diferencia de la Colección de De Ángelis, la Biblioteca fundada por Varela publicó también obras que no eran de carácter estrictamente histórico, como

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de las primeras interpretaciones globales del sentido del pasado argentino, antiguo y reciente, por parte (sobre todo) de los principales escritores de la Nueva Generación, guiados en aquella empresa por el modelo de la historiografía romántica europea y por cierta noción de una filosofía de la historia (o historicismo) de nuevo cuño. Cabe subrayar que a diferencia de la situación vivida en otros países de América latina, la Argentina tardó en organizar aquellas instituciones que ofrecieran un marco normativo mínimo al campo historiográfico local. Mientras que en el Imperio de Brasil el Instituto Histórico e Geográfico había sido organizado ya en la década de 1830 y en la vecina República de Chile la Universidad creada en 1842 había instituido la tradición de un concurso anual para premiar y publicar a la mejor “Memoria histórica” (es decir, al mejor trabajo monográfico dedicado a analizar alguna faceta del pasado nacional), en la Confederación Argentina la desorganización de las instituciones de educación superior que siguió a la caída de la Presidencia Unitaria, agravada por la supresión de la partida destinada a financiar la Universidad de Buenos Aires bajo Rosas, y potenciada por la larga secuela de guerras civiles y revoluciones de la segunda mitad del siglo XIX, retrasó los comienzos de ese proceso de institucionalización hasta la última década del siglo. Por ejemplo, el Archivo Provincial (luego Archivo General de la Nación) recién comenzó a ser organizado de un modo adecuado -durante la gestión de Manuel J. Trelles- en la década de 1850, mientras que iniciativas como aquella impulsada por Bartolomé Mitre en 1854, acerca de la creación de un Instituto Histórico-Geográfico de Buenos Aires, estuvieron condenadas a terminar ineluctablemente en el fracaso, tanto por el clima de agudo enfrentamiento faccioso de la época cuanto por la falta de apoyo económico proveniente del Estado.

El rescate de la memoria

Por su posición extremamente marginal en el interior del Imperio Español hasta casi finalizado el siglo XVIII, las regiones que luego conformaron las Provincias Unidas del Río de la Plata poseían una tradición historiográfica colonial mucho más exigua que la de las otras regiones de América latina. A diferencia de la Nueva España, de Perú o de Chile, la Conquista en el Río de la Plata generó relativamente pocos escritos testimoniales. Salvo escasas excepciones, muy pocos de aquellos testimonios llegaron a ser publicados antes de la Independencia: los relatos de Ulrico Schmidl3 o de Álvar Núñez Cabeza de Vaca4 están entre las excepciones más notables5. También fue divergente la experiencia historiográfica rioplatense en comparación con otras regiones del Imperio durante el siglo XVIII, cuando los jesuitas americanos comenzaron a construir una tradición historiográfica organizada en torno a ciertos tópicos propios del

ciertos textos de Juan María Gutiérrez.

3 Schmidl, Ulricus, Reise am Rio de la Plata (Derrotero y viaje al Río de la Plata), 1567.

4 (Pero Hernández) Comentarios de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, Valladolid, 1555.

5 A los que se podría sumar, a pesar de no constituir un testimonio estrictamente histórico, el poema de Martin del Barco Centenera: La Argentina, Lisboa, 1602.

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naciente patriotismo criollo. Los valles centrales de Nueva España constituyeron el tema de la hábil pluma neoclásica de Francisco Javier Clavijero, los de Chile lo fueron del Abate Molina; Buenos Aires, en cambio, careció de un defensor semejante6. Más importante aún, si la producción propiamente histórica referida a la región fue bastante escasa en términos comparativos, una porción importante de esa tan poca permaneció oculta en archivos públicos y privados hasta el siglo XIX. Las élites novohispanas podían formar bibliotecas históricas referidas al pasado de su patria; aquellas de Buenos Aires y de las demás ciudades que luego integraron las Provincias Unidas a duras penas podían juntar algunas escasas copias de manuscritos históricos. Además de la intención satírica de aquella ficción, es probable que esta ausencia de información precisa y de fácil acceso acerca de Buenos Aires y su territorio haya contribuido a la imagen exagerada con que la pluma de Voltaire retrataba a esta ciudad y sus habitantes cuando ella se convertía en escenario de las desventuras de Candide, Cunégonde y el siempre extrañamente entrañable Pangloss7.

Esta situación determinó que la primera tarea propiamente historiográfica emprendida en el Río de la Plata tuviera lugar a partir del comienzo de la Revolución y que consistiera en localizar, preservar y recopilar fuentes referidas tanto al proceso en curso cuanto al régimen caído. Los individuos que tuvieron una participación destacada en los sucesos acaecidos en la región a partir de la Primera Invasión Inglesa redactaron, por ende, relatos autobiográficos o semi-autobiográficos referidos a ella. A parte de los autores ya mencionados, el general Tomás Guido, el presidente de la Primera Junta, Cornelio Saavedra, el primer Director Supremo, Gervasio Antonio Posadas, el primer gobernador “constitucional” de la Provincia de Buenos Aires, Martín Rodríguez, y destacados dirigentes patriotas, como Manuel Belgrano, Pedro Agrelo, Ignacio Núñez y otros, dejaron escritos autobiográficos con la intención de justificar su conducta ante sus contemporáneos y la posteridad. Los letrados y militares que participaron en el movimiento revolucionario tenían una conciencia muy clara de estar asistiendo a uno de los mayores acontecimientos históricos ocurridos en la región del Río de la Plata, y sentían por ello que su actuación política en un proceso que desde su comienzo había generado interpretaciones encontradas y controversias acerca de sus orígenes y de sus fines exigía una explicación hasta cierto punto detallada. El tipo de declaración que encabezaba las breves “Memorias” de Posadas constituye un lugar común que aparece bajo otras formas y utilizando otras palabras en casi todos aquellos testimonios de la

6 Por su edad, por su cargo de historiador regional de la Compañía, y por haber sido uno de los expulsados, esa tarea le pudo haber incumbido al Padre José Guevara (1719-1806). Sin embargo, su crónica –aparentemente redactada antes de 1767- permaneció inédita hasta 1836, cuando Pedro de Ángelis decidió incluirla en el primer tomo de su Colección de obras y documentos.

7 Aunque un documento de 1747, copiado por Juan María Gutiérrez y enviado como obsequio a su amigo Trelles, sugiere que la descripción hecha por Voltaire de la vida opulenta y fastuosa de Buenos Aires haya podido basarse en algunos hechos reales: el documento describe los festejos por el cumpleaños del Rey, una parte de los cuáles consistió en arrojar monedas de plata y oro a las multitudes festivas desde las azoteas y balcones de las casas.

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Revolución (y, más adelante, de las guerras civiles): “Manifiesto de cuánto sé y me consta acerca de la Revolución de Buenos Aires; o más bien confesión ingenua y verídica de cuanto por mi ha pasado, para que sirva a mis hijos en su defensa después de mi muerte, ya que en mi vida no he tenido juez imparcial ante quién entablarla; o para que les sirva siempre de simple consuelo y desahogo, contra las solemnes imposturas y mentiras que se han estampado en los papeles públicos”.8 Aunque el estilo en que ella estaba redactada era enteramente distinto, la igualmente breve Autobiografía del General Manuel Belgrano incluye una justificación expresada en términos casi idénticos: “Yo emprendo escribir mi vida pública –puede ser que mi amor propio acaso me alucine- con el objeto que sea útil a mis paisanos, y también con el de ponerme a cubierto de la maledicencia; porque el único premio a que aspiro por todos mis trabajos, después de lo que espero de la misericordia del Todo Poderoso, es conservar el buen nombre que desde mis tiernos años logré en Europa, con las gentes con quienes tuve el honor de tratar, cuando contaba con una libertad indefinida, estaba entregado a mí mismo, a distancia de dos mil leguas de mis padres, y tenía cuanto necesitaba para satisfacer mis caprichos”.9

Sólo en la siguiente generación fue que se dio comienzo a la tarea de recopilar y editar a algunos de aquellos materiales testimoniales referidos a la revolución, dispersos hasta entonces, asi como a algunas de las crónicas y documentos referidos a la época colonial. Pedro de Ángelis dirigió la empresa más importante de edición de documentos coloniales realizada con anterioridad a la caída de Rosas. Nacido en Nápoles en 1784, vagamente vinculado a la oposición a la Restauración en su primera juventud, exilado a Paris luego de los levantamientos de la década de 1820 -donde ejerció dentro del medio intelectual galo el rol más bien modesto de redactor de voces biográficas (entre otras) para diversos diccionarios, enciclopedias y revistas- terminó por fijar su residencia permanente en la ciudad de Buenos Aires a partir de 182710. Contratado durante la presidencia de Rivadavia (junto al español José Joaquín de Mora) para hacerse cargo de la prensa progubernamental, permaneció en Buenos Aires luego de la caída de aquél. Pese a la profunda inquietud que suscitaban en él sus nuevos conciudadanos –a quienes no vacilaba en tratar con cierto desprecio en su correspondencia con amigos italianos-, residió largos años en el país, colaborando sobre todo con el régimen de Juan Manuel de Rosas como redactor de los periódicos que lo apoyaron. Ejerció además otras tareas como, por ejemplo, la preparación y publicación de varios tomos (2 3, y 4, de un total de 5) de la primera recopilación de leyes y decretos de la Provincia. De formación letrada, poseedor de una cultura clásica relativamente extensa, asistió a las célebres primeras

8 Posadas, Gervasio Antonio de, Memorias, en: Carranza, Adolfo P. (comp.), Memorias y autobiografías, Tomo 1, Museo Histórico Nacional, Buenos Aires, 1910, p. 135.

9 Ibid., p.91.

10 Entre otras, publicó breves noticias biográficas sobre Torquato Tasso, Baruch Spinoza, y Tiziano. Además publicó un artículo –luego convertido en objeto de burla por parte de sus enemigos políticos- en defensa de las cualidades de su compatriotas: “Les italiennes”. Estas y otras referencias bibliográficas han sido tomadas del exhaustivo estudio bibliográfico de Josefa Emilia Sabor, Pedro de Ángelis y los orígenes de la bibliografía argentina. Ensayo bio-bibliográfico, Ediciones Solar, Buenos Aires, 1995.

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sesiones del “Salón Literario” organizado por el librero Marcos Sastre, pronunciándose luego en público y en privado en contra de la nueva literatura “romántica”. Coleccionista de fósiles, de medallas y de otros objetos, De Ángelis fue además uno de los primeros estudiosos modernos de las lenguas indígenas locales, como lo demuestran los manuscritos de sus estudios sobre las lenguas Amaguá, y Abipona contenidos en el archivo de Andrés Lamas. Sintiéndose en gran medida aislado y sin verdaderos interlocutores locales (en su correspondencia con Carlo Zucchi habla con el mismo desprecio de los uomini di questo partito que de los “ilustrados” de la otra orilla), dedicó sus ratos de ocio a buscar y ordenar documentos referidos al pasado de su nueva tierra. En tres ocasiones –la primera exitosa, las demás fallidas- propuso editar colecciones de documentos y obras referidos al pasado colonial. Al fallecer en 1859, luego de una larga carrera como periodista culto y biógrafo de políticos, su principal obra docta seguía siendo aquella, publicada en 8 tomos entre 1836 y 1837 (cómo la obra fue enviada en forma de fascículos a los suscriptores, Josefa Emilia Sabor ha señalado que en realidad comenzó a publicarse en 1835 y sólo llegó a su última entrega en 1839).11

En el prospecto que anunciaba la colección (y que solicitaba el apoyo financiero de los suscriptores), De Angelis, luego de invocar el tópico entonces tan difundido acerca de la deliberada obstaculización, por parte del Monarca, de la circulación de saberes doctos entre sus súbditos americanos, y de señalar los peligros a los que estaban expuestos libros y documentos que sólo existían en estado de manuscrito, declaraba lo siguiente: “Muy raras son las bibliotecas y los museos que sobreviven a sus fundadores; y más raros los documentos que se perpetúan en el país a que pertenecen y a quién más interesa conservarlos. Estas consideraciones nos han impulsado a emprender una colección de obras y papeles relativos a nuestra historia y en su mayor parte inéditos, empezando por la Argentina de Rui Díaz de Guzmán, cuya obra, según el señor Azara, juez competente en la materia, nadie ha eclipsado hasta ahora, a pesar de haber servido de tema y de modelo a todos nuestros historiadores”.12 Ateniéndose a los criterios que definían la erudición histórica en su época, aunque obligado a obrar bajo la desventaja de estar demasiado alejado de los principales centros académicos europeos de la primera mitad del siglo XIX, De Ángelis señaló –no siempre de un modo enteramente preciso, como sus críticos y enmendadores posteriores han señalado en reiteradas ocasiones- la fuente del manuscrito –en muchos casos, tomada de bibliotecas privadas, como aquella del canónigo Saturnino Segurola- y buscó trazar una semblanza bio-bibliográfica de cada uno de los autores incluidos en su colección. Es en el cumplimiento de esta última tarea donde mejor se perciben las dificultades logísticas que entorpecían la marcha de su

11 Todas las opiniones personales de Pietro de Angelis mencionadas en este párrafo han sido tomadas de su correspondencia con el arquitecto Carlo Zucchi, publicada en Italia: Badini, Gino (comp.), Lettere dai Due Mondi. Pietro de Angelis e altri corrispondenti di Carlo Zucchi, Ministero per i beni e le attivitá culturali/Archivio di Statu di Regio Emilia, Regio Emilia 1999.

12 De Ángelis, Pedro, Prospecto de una colección de obras documentos inéditos relativos a la historia antigua y moderna de las Provincias del Río de la Plata, en: Carretero, Andrés M. (editor), Colección Pedro de Ángelis, Tomo 1, Editorial Plus Ultra, Buenos Aires, 1969, p.30.

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empresa, como cuando declaraba, por ejemplo, ignorar la suerte posterior de varios de los autores jesuitas incluidos en su antología, consecuencia de no haber podido obtener el libro de Diosdado Caballero, autor de una vida literaria de los últimos jesuitas americanos. Más allá de sus deficiencias, su Colección constituyó un primer intento por publicar y poner en circulación a un conjunto importante de obras históricas y documentos referidos al pasado colonial de las Provincias Unidas: la reseña favorable que recibió en la entonces muy prestigiosa Edinburgh Review demuestra que esta fue la opinión también de las comunidades letradas europeas.

Enrolado en filas del partido adverso al gobierno al que De Ángelis servía con su pluma, y obligado por ende a pasar más de la mitad de su vida en el exilio oriental, Florencio Varela buscó a su vez rescatar del olvido a una importante selección de manuscritos referidos a la época de la independencia. Editor, como se ha mencionado antes, de la Biblioteca del Comercio del Plata, que publicó numerosos escritos del período de la Independencia13, Varela se propuso una tarea más ambiciosa que la de De Ángelis, que quedó trunca por el peso de sus obligaciones como periodista y hombre político y por su prematura muerte a manos de un asesino en 1848 –aquella de redactar la primera historia de la revolución rioplatense. Nacido en 1807, hermano menor del poeta neoclásico y dirigente unitario, Juan Cruz Varela, debió compartir con éste el exilio montevideano a partir de 1829. Al igual que Pedro de Ángelis en la otra orilla, dedicó gran parte de su vida adulta al oficio de periodista, sobre todo a partir de la muerte de su hermano mayor. Aficionado como éste a la composición poética, obtuvo su principal ingreso de la práctica de la abogacía, profesión que ejerció desde su arribo a Montevideo, pese a que sólo llegó a revalidar su título en 1835. En 1833, además, el gobierno de Fructuoso Rivera lo había nombrado miembro de la “Comisión Censora del Teatro”, un cargo lucrativo además de ameno. En 1839, a la muerte de su hermano, se hizo cargo de la redacción de la Revista Oficial, y a partir de ese momento desplegaría una intensa actividad como periodista político, alineado con el gobierno de los letrados del partido Colorado instalado entonces en Montevideo. En 1845, fundó el importante diario, El Comercio del Plata, en cuyas páginas publicó algunos de sus estudios históricos más importantes (ensayos siempre incompletos y que él esperaba refundir para formar la historia de la revolución rioplatense) además de artículos políticos. Aunque Antonio Zinny sostenía lo contrario, no es imposible que el testimonio de Félix Frías indicándolo a Luis Domínguez como el principal colaborador de Varela haya sido correcto. En la biografía de Varela que Domínguez redactó, enfatiza la centralidad que tuvo para su propia formación su colaboración con él en diversas empresas. Habiendo sobrevivido al peligroso naufragio del buque que lo conducía de regreso de Río de Janeiro a Montevideo en 1842, caería bajo un puñal asesino en 1848, sin haber podido dar comienzo, siquiera, a la que esperaba sería la gran obra docta de su vida.

Obligado en 1840, por su estado de salud, a instalarse en Río de Janeiro, la capital del Imperio de Brasil, dedicó su tiempo en esa ciudad a la investigación histórica. Algunos de los manuscritos publicados luego en su colección montevideana fueron hallados en las bibliotecas públicas y privadas presentes en esa monarquía14. Fue también durante su estancia carioca que formuló por primera vez –un signo del rigor y

13 Cabe señalar que dos de los documentos publicados allí fueron tomados de la Colección de Pedro de Ángelis.

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predisposición a la interpretación objetiva con que había conducido sus pesquisas- la pregunta por el verdadero sentido original del movimiento iniciado en mayo de 1810 y que Bartolomé Mitre desestimaría años más tarde. En una carta a Juan María Gutiérrez, fechada el 24 de agosto de 1841, declaraba lo siguiente: “A medida, amigo querido, que avanzo en el estudio de los monumentos de nuestra revolución, se hace más espeso el círculo de dudas que me ciñe; dudas, Juan María, que no es posible satisfacer estudiando los documentos públicos y que sería preciso aclarar escudriñando correspondencias íntimas u oyendo relaciones sinceras de los hombres de aquella época, porque realmente son de inmensa trascendencia, si ha de escribirse con probidad y con deseo de ser útil. ¿Creerá Usted que la más grave y más oscura de esas dudas es acerca de las verdaderas intenciones de la Primera Junta revolucionaria? Hablo del cuerpo, no de un hombre. ¿La Junta del 25 de Mayo empezó a marchar determinada a emancipar el país de la tutela peninsular o siguió solamente al principio un impulso igual al que había movido a las Provincias españolas y a Montevideo mismo año y medio antes? Amarguísima duda es ésta; pero he de llegar a aclararla. Y resuelta por el primer extremo en el sentido más honroso ¡cuántas imprudencias no se cometieron! Estas dudas, mi amigo, son inseparables de investigaciones como las que nos ocupan”.15 Los ingentes esfuerzos de Varela por reunir materiales manuscritos se pueden seguir a lo largo de su correspondencia con Gutiérrez: cuando no estaba instando a agentes suyos en la otra orilla para que presionaran a la viuda de un prócer acerca de las cartas y memorias de su marido difunto, estaba escribiéndole a algún emigrado unitario para insistirle que debía poner por escrito cuánto recordaba de los primeros sucesos del movimiento de Mayo.

Aunque los textos referidos a la historia regional que finalmente publicó fueron muy fragmentarios, se puede apreciar su concepción de la tarea del historiador a partir de las siguientes declaraciones formuladas en otra carta dirigida a Juan María Gutiérrez.

14 La más importante, desde el punto de vista del proyecto historiográfico de Varela, fue sin duda la de Bernardino Rivadavia: “Poco he cosechado aquí sobre el Brasil; pero en cambio mucho, muy nuevo y muy útil sobre la Revolución de nuestra patria. Desde que se fue Pepe trabajo diariamente algunas horas con Rivadavia. Este hombre, dotado de prodigiosa memoria, de invariable respeto por la verdad, actor en todos los sucesos notables de la Revolución, posee muchos y muy preciosos documentos que no han de hallarse en otra parte, y multitud de tradiciones igualmente preciosas. El examen de esos documentos, las explicaciones que sobre ellos me da Rivadavia, y la narración de sucesos que no están publicados, constituyen nuestros trabajos. Me da los documentos, tomo notas de lo que hablamos y a la noche las reduzco a apuntes metodizados. Mucho espero sacar de esto. Entre otras cosas me ha dado Rivadavia una Autobiografía del general Belgrano, original; comprende sólo un breve período de su carrera; toda su campaña al Paraguay y algo sobre la batalla de Tucumán. Es escrita con ligereza pero bastante útil. Más despacio le daré idea de más completa de ese trabajo.” Varela-Gutiérrez, 1/IV/1842, Río de Janeiro, en: Moglia, Raúl J. y Miguel García (comps.), Archivo del Doctor Juan María Gutiérrez. Epistolario, Tomo 1, Biblioteca del Congreso de la Nación, Buenos Aires, 1979, p.242.

15 Moglia, Raúl J. y Miguel García (comps.), Archivo del Doctor Juan María Gutiérrez. Epistolario, Tomo 1, Biblioteca del Congreso de la Nación, Buenos Aires, 1979, p.226.

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Luego de explicar que creía que la porción principal de su investigación –realizada también en la Biblioteca de Río de Janeiro y en la del Instituto Histórico-Geográfico- se aproximaba a su fin, decía lo siguiente: “Impensadamente me encuentro hoy con un volumen de 200 páginas, todo de mi letra, que contiene los extractos y copias de los documentos sobre la colonia. (…) Dentro de tres días, pues, si no tengo algún insuperable inconveniente, empezaré esa obra que llevará este título: Cuestiones entre España y Portugal sobre los límites de sus respectivas conquistas en la América meridional hacia el Río de la Plata y sobre la Colonia del Sacramento, desde su origen, en 1493, hasta nuestros días. Sigue un volumen de Apéndices de documentos importantes, antiguos y modernos, muchos de ellos inéditos. Ese será mi título: me propongo no tomar la defensa de ninguna de las partes sino escribir severamente la historia de esas cuestiones apoyándola en documentos; sin embargo la naturaleza de la obra permitirá entremezclar ciertas explicaciones de los hechos que no cabrían en un cuerpo general de historia y que aquí serán necesarias. Creo que este libro será una parte esencial de la introducción a la Historia de nuestra patria.”16 El esfuerzo por colocar su interpretación de una disputa histórica sobre una muy sólida base documental define de un modo explícito y contundente aquello que Varela entendía por “severidad”. Aunque su obra haya quedado prácticamente truncada en sus inicios –y el manuscrito aludido formó parte de las pérdidas sufridas en el naufragio antes mencionado-, el esfuerzo realizado y el rigor que lo presidió lo han hecho acreedor legítimo al título de precursor de la historiografía nacional.

Varios de los miembros de la Nueva Generación argentina se dedicaron también, durante sus años de exilio (y mucho tiempo después, también), a reunir documentos y manuscritos referidos al pasado de su patria. Éste fue el caso sobre todo de los dos futuros historiadores, Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López, y del crítico literario e historiador de la cultura hispanoamericana, Juan María Gutiérrez. Gutiérrez aprovechó su exilio chileno para exhumar obras literarias coloniales como el Arauco domado de Pedro de Oña, y para realizar investigaciones sobre esa materia en las bibliotecas chilenas y peruanas, que luego darían sustento a su larga secuencia de estudios sobre escritores de la era precolombina (por ejemplo, el dedicado a Netzahualcóyotl, el rey-poeta azteca) y colonial. Sin embargo, como los esfuerzos realizados por estos intelectuales darían nacimiento a obras concretas de análisis histórico, sus esfuerzos como colaboradores en la tarea colectiva –sin la cual la historia como disciplina no podría existir- de búsqueda, identificación y preservación de fuentes documentales fue menos importante que aquella de interpretación. Entre los muchos interesados en el pasado nacional que no lograron plasmar en una obra orgánica los resultados de muchos años de investigación documental, merece una mención Andrés Lamas (1817-1891), ya que legó su muy nutrido archivo a sus dos patrias: a su Uruguay natal y a su adoptiva, la Argentina, donde vivió la última mitad de su vida. Asociado de un modo intenso a las actividades de los emigrados de la Nueva Generación en Uruguay –a partir de su colaboración en la empresa de El Iniciador (1838-39) codirigió muchos de los periódicos anti-rosistas y anti-oribistas publicados por los románticos argentinos y uruguayos-, había pactado con el joven Mitre una repartición de tareas historiográficas en la década del cuarenta: mientras que el porteño escribiría la biografía de José Gervasio de Artigas –una de las

16 Ibidem, pp.251-252.

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promesas incumplidas más intrigantes de la historiografía argentina-, Lamas se haría cargo de Manuel Belgrano –cuya historia terminó siendo escrita por Mitre-17. Aunque escribió mucho, la obra histórica publicada por Lamas resultó escueta: algunos estudios –precursores- sobre diversos aspectos de la vida y política de Bernardino Rivadavia, y numerosos folletos y escritos cortos que, aunque en su mayoría abordaban cuestiones políticas del momento, en ocasiones hacían referencia a los antecedentes históricos de los mismos. Entre sus manuscritos han quedado borradores de una “Historia del Uruguay”, de una “Política del Brasil en el Río de la Plata” y notas y apuntes sobre Sarmiento, “la época de Artigas”, “los indígenas y Fructuoso Rivera”, las misiones jesuíticas y el general San Martín. Como rescatador del registro documental del pasado, además de diversas autobiografías –como aquella de Somellera- cabe subrayar el papel central que jugó –como se desprende de su correspondencia con Juan María Gutiérrez y Bartolomé Mitre- en el rescate y publicación de la Historia de la conquista del Paraguay, Río de la Plata y Tucumán del Padre Pedro Lozano. El manuscrito fue publicado entre 1873 y 1875 en Buenos Aires, en la Biblioteca del Río de la Plata dirigida por el propio Lamas.

El rol que jugaron los coleccionistas de documentos que buscaron acercarlos al público –mediante su publicación en la primera mitad del siglo XIX o mediante su donación al Archivo de la Provincia de Buenos Aires o al Archivo General de la Nación (en cuya creación Lamas también jugó un papel importante) a partir de la segunda mitad- fue fundamental para que la historia argentina pudiera comenzar a ser escrita de un modo sistemático y riguroso en cuanto a su base documental. Fue una tarea ardua, que requirió de parte de sus practicantes dosis iguales de diplomacia y de dinero: entonces como ahora, aquellos descendientes de hombres y mujeres ilustres que han heredado más documentos que estancias, han buscado obtener por sus documentos los fondos necesarios para volver a tener estancias. Además, entonces como ahora, en una república cuya vida pública se define –comme il faut- por la polémica pública y el conflicto entre partidos con visiones divergentes del pasado, los descendientes con documentos privados en su posesión han temido por el uso negativo (desde la perspectiva de la familia) que se pudiera hacer de ellos. Pedro de Ángelis, en una de sus cartas a Zucchi, se quejaba amargamente del precio elevado que la viuda de un antiguo virrey le había hecho pagar por los documentos en su poder, mientras que Alejandro Magariños Cervantes, luego de la publicación en folletín, en España, de la primera versión de sus Estudios históricos, políticos y sociales sobre el Río de la Plata (1851-52), debió responder a críticas formuladas tanto por el hijo del Marqués de Sobremonte cuanto por el hijo del Virrey Jacques de Liniers, ambos súbditos de la corona española y celosos guardianes de la reputación póstuma de sus respectivos padres. La construcción de una base documental y su puesta en circulación constituyeron, pues, las tareas imprescindibles para que pudiera comenzar a tener una existencia concreta la práctica historiográfica en la República Argentina.

17 En 1854, Lamas le escribía lo siguiente a Mitre, desde Río de Janeiro: “Usted ya tiene noticias de Sarmiento de la extensión que ha tomado mi libro sobre Belgrano; no extrañará, pues, que ponga el mayor empeño en completarlo y en documentar bien todos mis juicios.” Correspondencia literaria, histórica y política del general Bartolomé Mitre, Tomo 1, Museo Mitre, Buenos Aires, 1912, pp. 58-59.

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El arte de la interpretación

Aunque existieron algunos antecedentes parciales en los años anteriores a 1830, fue la Nueva Generación la que buscó formular por vez primera una interpretación general de la historia de la Revolución de Mayo, y –por extensión- de aquella de la nueva República y sus disensiones civiles. Formados en el Colegio y la Universidad creados por Bernardino Rivadavia, el marco ideológico que definió su pensamiento fue sin embargo aquel complejo surtido de ideas asociado a la Revolución de Julio en Francia, formado por corrientes cristalizadas en programas de mayor o menor espesor intelectual y proyectadas fuera del ámbito francés por obra de ese acontecimiento. En lo que se refiere a la producción propiamente historiográfica de los miembros de la Nueva Generación, el elemento más importante tomado por ellos de aquellas corrientes y reelaborado como insumo para su propia obra, fue la noción de una “filosofía de la historia”, que también aparecía asociada algunas veces a una nueva “ciencia de la sociedad”. La historia, aunque indudablemente debía reposar sobre una sólida base documental, debía consistir en una interpretación “filosófica” de los hechos del pasado. Esta historia filosófica o “filosofía de la historia” debía reposar sobre una conciencia clara del movimiento progresivo de las sociedades humanas a través de la historia –un movimiento surgido de la naturaleza perfectible de la humanidad y que debía conducir hacia estadios espirituales, materiales, y sociales, cada vez más desarrollados y complejos. Más aún, aunque la “filosofía de la historia” acompañara la reconstrucción de los hechos históricos de tan solo un pueblo o una época, debía estar imbuida la interpretación del historiador de una clara conciencia de la existencia de una historia universal, una Weltgeschichte (para emplear el término hegeliano), en cuyo interior se debía desarrollar necesariamente toda historia local o nacional. Aunque esta concepción de la historia procedía de varios autores y corrientes intelectuales activos en Europa desde el siglo XVIII en adelante, cristalizó de un modo más preciso y programático en la obra de dos filósofos, Georg Wilhelm Friedrich Hegel y Victor Cousin. Hegel desenvolvió su filosofía de la historia en el interior de su propio sistema –basado en la dialéctica y en una concepción idealista de la realidad humana-, haciéndola pública a través de dos cursos universitarios: uno en 1822-23 y el otro –con una mayor elaboración de la materia propiamente histórica- en el invierno de 1830-31. Ese segundo curso fue publicado en 1831. En esos dos cursos de clases magistrales, Hegel clasificó a la práctica histórica según tres grandes tipos: 1) la historia original, es decir aquella producida por los contemporáneos de los hechos –sus ejemplos son Heródoto, Tucídides y Guicciardini, entre otros-; 2) la historia reflectiva (subdividida a su vez en varios tipos), es decir, aquella cuyos practicantes habrían logrado una conciencia de la historia universal y que no se sintieran confinados dentro de su propio presente; y, finalmente, 3) la historia filosófica, es decir, la historia universal escrita como la narración del constante desenvolvimiento del Espíritu (Geist) a través de las sucesivas épocas, impulsado hacia momentos de cada vez mayor autoconciencia y perfección. Inserta en su sistema filosófico general, la historia filosófica debía unir dialécticamente al aspecto subjetivo y objetivo de la historia humana, la historia rerum gestarum con las res gestae propiamente tales: debía ser, en otras palabras, simultáneamente historia universal e historia universal de la historiografía. La historia era, más aún, el eterno desenvolvimiento del Espíritu en el espacio, y debía ser estudiada por ende desde una perspectiva holista, totalizadora.

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No fue, sin embargo, la “filosofía de la historia” hegeliana la que obtuvo mayor repercusión en el Río de la Plata durante la primera mitad del siglo XIX. Aunque su nombre y su obra eran conocidos –a través de referencias en la Historia de la filosofía del Padre Jaime Balmes, entre otras- tanto los detalles de su sistema como el sentido general que animaba su concepción de la “historia filosófica” permanecieron ausentes del debate historiográfico rioplatense antes del siglo veinte. El otro gran condensador de la nueva filosofía de la historia, Victor Cousin, fue, en cambio, la principal fuente en la que embebieron los intelectuales argentinos esa nueva forma de concebir la historia. Cousin había entablado una relación intelectual muy estrecha con Hegel a partir de su primer encuentro en 1817, razón por la cuál no resulta difícil discernir la huella del sistema hegeliano en la escuela filosófica fundada por Cousin en París, el eclecticismo. Existieron, sin embargo, importantes diferencias entre ambos sistemas. Por un lado, el movimiento perpetuo de la dialéctica hegeliana, operando a través de sucesivas tesis, antítesis y síntesis, aparecía transformado en la obra de Cousin en una combinatoria de opuestos, sin que resultara siempre claro si el resultado del pasaje de un estadio histórico a otro implicaba una síntesis o una mera coexistencia de elementos de distintas épocas sin que se produjera una relación necesaria entre sí. Más importante aún fue la presencia –mucho más explícita en Cousin que en Hegel- de una permanente referencia a las doctrinas del catolicismo: en el caso de su concepción de la filosofía de la historia, ella implicó una articulación más enfática de una visión providencialista, es decir, de una historia cuyo proceso de cambio habría estado subordinado a los designios de la divina providencia. En 1828, Cousin publicó un Cours d´histoire de la philosophie, en cuyas páginas condensaba su versión de la historia filosófica. Ese libro tuvo una importante repercusión en el Río de la Plata, donde fue parcialmente traducido y publicado en 1834 (por José Tomás Guido). Vicente López y Planes –de la generación neoclásica- comenta en su correspondencia el entusiasmo que le producía la filosofía ecléctica de Cousin y su escuela, mientras que su hijo, Vicente Fidel López, incluiría en más de uno de sus escritos una referencia a ese libro. Junto a ese, tres otros –publicados por historiadores que entonces eran discípulos del jefe de la escuela ecléctica- sirvieron para consolidar la importancia de la “historia filosófica” en el interior del universo intelectual de la Nueva Generación: Principes de la philosophie de l’histoire (1827), una traducción de la versión más breve de la Scienza Nuova de Giambattista Vico hecha por el joven Jules Michelet y acompañada por un estudio introductorio, y la Introduction a la philosophie de l’histoire de l’humanité, una traducción de las Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menschheit de Johann Gottfried Herder realizada por Edgar Quinet (1827), y el estudio del mismo autor, Essai sur les Œuvres de Herder (1828). Es importante subrayar, además, que éstas no fueron las únicas fuentes posibles para que los jóvenes intelectuales del Río de la Plata adquirieran una noción más o menos clara de la nueva “filosofía de la historia” o “historia filosófica”. Nociones semejantes podían ser halladas en autores tan diversos como Pierre-Joseph Buchez, Pierre Leroux, Pierre-Simon Ballanche (de cuyo Essai sur la palingénesie sociale de 1830 es posible que Echeverría haya tomado la noción de palingenesia), Sismondi, o Théodore Jouffroy.

En sintonía con aquellas posiciones intelectuales, muchos de los integrantes de la Nueva Generación sostuvieron (sobre todo en los años 1830 y 40) que la historia era una actividad docta que debía estar regida por la búsqueda de las causas generales del cambio y la transformación de los estados y de las sociedades, y no meramente por el deseo de

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reconstruir empíricamente las causas inmediatas y locales. La creencia que subtendía a aquel programa historiográfico era aquella en el progreso indefinido de la humanidad, en la perfectibilidad humana, en un destino providencial que las revoluciones ocurridas desde el siglo XVIII en adelante parecían haber puesto de manifiesto. Alberdi, en su “Lectura” de 1837, esbozó este programa de un modo explícito y detallado: “Aquí tenéis, pues, nuestra revolución en presencia de la filosofía, que la detiene con su eterno por qué y para qué. Cada vez que se ha dicho que nuestra revolución es hija de las arbitrariedades de un virrey, de la invasión peninsular de Napoleón, y otros hechos semejantes, se ha tomado en mi opinión, un motivo, un pretexto, por una causa. Otro tanto ha sucedido cuantas veces se ha dado por causa de la revolución de Norteamérica la cuestión del té; por causas de la Revolución Francesa, los desórdenes financieros y las insolencias de una aristocracia degradada. No creáis, señores, que de unos hechos tan efímeros hayan podido nacer resultados inmortales. Todo lo que queda, y continúa desenvolviéndose, ha tenido y debido tener desenvolvimiento fatal y necesario. Si os colocáis por un momento sobre las cimas de la historia, veréis el género humano marchando, desde los tiempos más primitivos, con una admirable solidaridad, a su desarrollo, a su perfección indefinida.”18

Esa marcha permanente de la humanidad hacia cimas cada vez mayores de perfección, hasta alcanzar el “mundo definitivo” –el término, citado por Alberdi, pertenece a Jouffroy-, esa “ley del progreso”, se veía sin embargo modificada parcialmente por otra noción a la que también suscribieron todos los escritores de la Nueva Generación: un cierto nacionalismo historicista. Alberdi –en el mismo texto- describiría también con gran precisión a este elemento del programa ideológico-teórico de la nueva historiografía romántica que debía escribirse en el Río de la Plata: “El desarrollo, señores, es el fin, la ley de toda la humanidad; pero esta ley tiene también sus leyes. Todos los pueblos se desarrollan necesariamente, pero cada uno se desarrolla a su modo; porque el desenvolvimiento se opera según ciertas leyes constantes, en una íntima subordinación a las condiciones del tiempo y del espacio. Y como estas condiciones no se reproducen jamás de una manera idéntica, se sigue que no hay dos pueblos que se desenvuelvan de un mismo modo. Este modo individual de progreso constituye la civilización de cada pueblo; cada pueblo, pues, tiene y debe tener su civilización propia, que ha de tomarla en la combinación de la ley universal del desenvolvimiento humano, con sus condiciones individuales de tiempo y espacio.” Esta doctrina de un perfectibilismo historicista tenía, según Alberdi (y también según Echeverría, aunque existieran importantes discrepancias tanto en sus respectivos planteos teóricos cuanto en la evaluación política del presente rioplatense que cada uno formulaba), importantes consecuencias para la explicación de la historia argentina; ofrecía, podría decirse, una suerte de interpretación general del pasado argentino in nuce: “Al caer bajo la ley del desenvolvimiento progresivo del espíritu humano, nosotros no hemos subordinado nuestro movimiento a las condiciones propias de nuestra edad y de nuestro suelo; no

18 Alberdi, Juan Bautista, Doble armonía entre el objeto de esta Institución con una exigencia de nuestro desarrollo social; y de esta exigencia con otra general del Espíritu humano en: Weinberg, Félix, El Salón Literario de 1837, Hachette, 1977, Buenos Aires, p.137. Sobre Alberdi, ver los importantes trabajos de: Oscar Terán, Natalio Botana, Tulio Halperín Donghi, y la antigua aunque útil biografía de Bernardo Canal Feijóo, Constitución y revolución.

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hemos procurado la civilización especial que debía salir como un resultado normal de nuestros modos de ser nacionales; y es a esta falta que es menester referir toda la esterilidad de nuestros experimentos constitucionales.”19 La concepción alberdiana de la historia moderna como un progreso cada vez más acelerado –una suerte de revolución mundial que estaba transformando las condiciones sociales y políticas imperantes en todos los pueblos del globo y que preparaba el advenimiento de aquello que años más tarde Alberdi denominaría “el pueblo-mundo”- fue ampliamente compartida por los demás miembros de la Nueva Generación. Para autores como Vicente Fidel López o Domingo Faustino Sarmiento, la historia argentina debía ser interpretada a la luz de esa historia mundial marcada por el hecho del progreso histórico de la humanidad –que se presentaba ante los ojos de esta generación con la fuerza de una verdad inapelable-.

En el caso de Sarmiento, sobre todo, aunque también en el de Echeverría, otro elemento que debía servir para interpretar el pasado nacional era la teoría de los “grandes hombres”, formulada por primera vez bajo su forma moderna en las ya mencionadas lecciones berlinesas de Hegel sobre “la filosofía de la historia”, desenvuelta luego con gran precisión por quien fuera el principal divulgador de la filosofía hegeliana en Francia, Victor Cousin –en su Cours d’histoire de la philosophie el ciclo napoleónico servía como ilustración ejemplar del modo en que un individuo selecto (un Welthistorisch Individuum) podía condensar en su propia persona todo el “espíritu de una época”- y empleada finalmente en obras históricas por autores tan diversos como Jules Michelet, Thomas Carlyle, Ralph Waldo Emerson o Francois Guizot20. En su “Primera lectura” ante el Salón literario, Esteban Echeverría (1805-1851), por ejemplo, argumentaba del siguiente modo: “¿Qué nos ha faltado para concluir la obra de nuestra completa emancipación? Grandes hombres. Sólo el heroísmo de nuestros guerreros y de algunos cuantos iniciadores de Mayo cumplió con su deber y satisfizo las esperanzas de la revolución. Por lo demás, han pululado talentos mediocres de todo género, políticos, científicos, literarios; pero la mediocridad nada produce; de suyo es infecunda. Si literaria, se contenta con imitar, si científica, almacena en la memoria lo que otros aprendieron y descubrieron, si política sierva de sus propias pasiones o de la ambición de las más diestras, es azote y ludibrio de los pueblos. Sólo el genio estampa en sus obras el indeleble sello de su individualidad, y deja por donde pasa vivos e indelebles rastros.”21

19 Ibid., pp.138-139.

20 Cabe recordar que en la teoría de Johann Wolfgang Goethe del genius o en ciertos textos de Johann Gottlieb Fichte, como su Über das Wesen des Gelehrten de 1806, aparecen ya antecedentes del concepto que Hegel desarrollaría en vinculación a su filosofía de la historia. Es posible, por otra parte, que Cousin haya contribuido también a la formulación original de esta teoría, ya que la visión tradicional de la relación entre el ecléctico galo y el dialéctico alemán –como aquella tan desfavorable a Cousin que aparece en los escritos de Hyppolite Taine- ha sido revisada últimamente. Ver: Pinkard, Terry, Hegel. A Biography, Cambridge University Press, Cambridge, 2000. Sobre la filosofía de la historia en términos más generales, siguen siendo de consulta provechosa dos libros de Karl Löwith: Meaning in History y From Hegel to Nietzsche. The Revolution in Nineteenth-Century Thought, Columbia University Press, 1964, New York.

21 Weinberg, Félix (comp.), Op.Cit., p.166.

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Esa falta de grandes hombres se debió, según Echeverría, no sólo al hecho de no haber sabido los revolucionarios analizar la situación histórica concreta en que se hallaba la patria argentina al momento de producirse su emancipación, sino también a la falta de una doctrina, un dogma, que resumiera y sistematizara la ciencia de la sociedad aplicada a las condiciones argentinas. Echeverría se preguntaba retóricamente:“¿Qué les faltó (a los hombres que lideraron la revolución), echando a un lado la perversidad o los extravíos de las pasiones?”; y respondía “Capacidad, ideas; y no ideas vagas, erróneas, incompletas, que producen la anarquía moral, mil veces más funesta que la física, sino ideas sistematizadas, conocimiento pleno de la ciencia social, de su alta y delicada misión y de las necesidades morales de la sociedad que incautamente puso en ellos su confianza.”22 El proyecto intelectual y político de Echeverría partía de este diagnóstico: era necesario ofrecer una primera sistematización de la ciencia de la sociedad argentina. Resultaba necesario, en otras palabras, redactar el Dogma socialista.

El libro escrito por Echeverría y publicado en 1838 no es un libro de historia, aunque haya incluido muchos juicios acerca del sentido de los hechos que conformaron la historia colonial y reciente de la Argentina. Es más bien un programa político-ideológico elaborado en función de dos creencias rectoras: que la época actual se presentaba como una “era crítica” –es decir, como una en la cuál la crítica intelectual debía estar al servicio de la destrucción de las instituciones heredadas de un pasado ya perimido- y que la única salida posible al atolladero que representaban tanto el gobierno de Rosas cuanto las guerras civiles recurrentes y el estado no constitucional de la República argentina consistía en un estudio del ideario que había presidido a la Revolución de Mayo y su condensación en un sistema sintético que sirviera como guía para la acción política futura. La investigación histórica era, desde la perspectiva adoptada por Echeverría, una tarea subordinada a la gran exigencia política del momento: constituir la nación. Es por ello que en las páginas dedicadas a dilucidar la historia de la revolución argentina, Echeverría no expresa ninguna duda acerca del sentido profundo de ese acontecimiento: el ideario de Mayo contenía en su centro el propósito de lograr la emancipación nacional, la independencia frente a España.

El argumento histórico –esquemático y generalizador, ya que no hay prácticamente alusión alguna a hechos concretos- consistió en la interpretación de la revolución de Mayo como un movimiento que había debido otorgarle el poder al pueblo como condición necesaria de su triunfo; cuando, debido al atraso civilizatorio español -un atraso potenciado por las rémoras que el antiguo régimen colonial había colocado en el camino del progreso americano-, el pueblo no estaba aún en condiciones de convertirse en sujeto de soberanía. Según Echeverría: “Era preciso atraer a la nueva causa los votos y los brazos de la muchedumbre, ofreciéndole el cebo de una soberanía omnipotente. Era preciso hacer conocer al esclavo que tenía derechos iguales a los de su señor, y que aquellos que lo habían oprimido hasta entonces no eran más que unos tiranuelos que podía aniquilar con el primer amago de su valor; y en vez de decir: la soberanía reside en la razón del pueblo, dijeron: el pueblo es soberano. (…) El principio de la omnipotencia de las masas debió producir todos los desastres que ha producido, y acabar por la sanción

22 Ibid. P.167.

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y establecimiento del despotismo”.23 La revolución de Mayo había buscado fundar la nación argentina, pues, pero para hacerlo había debido crear una “democracia” que en el contexto de las condiciones entonces imperantes, había terminado por producir un régimen más despótico que aquel que ella había derrocado. Tal como había sucedido en la “Grande Révolution” francesa, a la revolución argentina había seguido la contrarrevolución, la restauración del sistema español, que Echeverría creía ver en el gobierno de Rosas. In nuce, esta es la interpretación de la historia argentina que Echeverría formuló como parte de su proyecto político-ideológico.

Las consecuencias extraídas por él de ese ensayo de historia militante no discrepaban demasiado de las de Alberdi y otros miembros de la Nueva Generación, aunque el lenguaje en que eran expresadas si lo hiciera. Según Echeverría: “La revolución marcha, pero con grillos. A la joven generación toca despedazarlos y conquistar la gloria de la iniciativa en la grande obra de emancipación del espíritu americano, que se resume en estos dos problemas: emancipación política y emancipación social. El primero está resuelto; falta resolver el segundo. En la emancipación social de la patria está vinculada su libertad. La emancipación social americana sólo podrá conseguirse repudiando la herencia que nos dejó la España, y concretando toda la acción de nuestras facultades al fin de constituir la sociabilidad americana. La sociabilidad de un pueblo se compone de todos los elementos de la civilización: del elemento político, del filosófico, del religioso, del científico, del artístico y del industrial. La política americana tenderá a organizar la democracia, o en otros términos, la igualdad y la libertad, asegurando, por medio de leyes adecuadas a todos y cada uno de los miembros de la asociación el mas amplio y libre ejercicio de sus facultades naturales. Ella reconocerá el principio de la independencia y soberanía de cada pueblo, trazando con letras de oro en la empinada de los Andes, este emblema divino: la nacionalidad es sagrada.”24 Poner fin al gobierno de Rosas, organizar la democracia y consolidar la nación: esa era la tarea que le incumbía a la Nueva Generación, y cualquier estudio histórico debía estar subordinado a ella. En cuanto al Dogma socialista –que combinaba de un modo ecléctico insumos tomados de las obras de Pierre Leroux y la escuela sansimoniana, de Alexis de Tocqueville, de Giuseppe Mazzini, y de muchas otras corrientes intelectuales contemporáneas- y su croquis de la historia argentina, cabe indicar que como parte de su lectura de la historia argentina a la luz del proyecto de una política futura le reconocía, finalmente, igual legitimidad a los “antecedentes federativos” que a los “antecedentes unitarios”. La futura nación argentina debía emerger, según el autor de La cautiva, de la conciliación y síntesis de los programas unitario y federal, es decir, de “los dos grandes términos del problema argentino: la Nación y la Provincia.”25

Vicente Fidel López y Domingo Faustino Sarmiento, Historiadores en Chile

23 Echeverría, Esteban, Obras completas, Ediciones Antonio Zamora, Buenos Aires, 1972, pp. 144-145.

24 Ibid., p.149.

25 Ibid., p.165.

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Este esquema filosófico de interpretación de la historia recibiría la adhesión entusiasta de otros miembros de la Nueva Generación Argentina, dos de los cuáles no solo le darían un desarrollo más extenso en el marco de las polémicas historiográficas que tuvieron lugar en Chile –su país de exilio durante la década de 1840-, sino que intentarían aplicarlo a la redacción de obras históricas concretas: Vicente Fidel López (1815-1906) y Domingo Faustino Sarmiento (1810-1888). Vicente Fidel López fue, de los dos, el que buscó adquirir de modo más asiduo una formación histórica profunda, y el que dedicó a lo largo de su vida el mayor empeño a la elaboración de una obra de carácter histórico. Como casi todos los escritores rioplatenses de la era romántica, empleó su pluma para producir obras pertenecientes a distintos géneros literarios. Publicó dos novelas, varios panfletos y artículos dedicados a cuestiones financieras y económicas –una rama de estudios que cultivó obsesivamente durante los largos años posteriores a Caseros en que permaneció excluido de la actividad política argentina-, otros que intervenían en el debate en torno a la codificación, algunos estudios de carácter étnico-lingüístico referidos a las lenguas precolombinas en la región andina, y hasta varios manuales, como su Curso de bellas letras redactado en la década del cuarenta y publicado en 1845, en la esperanza (a la postre frustrada) de poder vendérselo al sistema escolar chileno. El centro de su obra estuvo constituido sin embargo por sus escritos históricos: la Memoria sobre los resultados generales con que los Pueblos Antiguos han contribuido a la Civilización de la Humanidad (Santiago, 1845); su Manual de Istoria de Chile (Valparaíso, 1845), su estudio sobre el banco fundado por Rivadavia, El Banco: sus complicaciones con la política de 1826 y sus transformaciones históricas (Buenos Aires, 1891), y la obra a la que dedicó toda su vida, la Historia de la República Argentina (Buenos Aires, 1883-1893), cuyo contenido había estado elaborando desde su exilio chileno y cuyo primer avatar fue la serie de artículos sobre la “revolución argentina” publicados por él en el periódico de Sarmiento, El Progreso.

Vicente Fidel López, pese a ser hijo del presidente del Tribunal Supremo de la Provincia de Buenos Aires e importante dirigente del partido federal, Vicente López y Planes, compartió la animadversión contra el régimen de Rosas de sus compañeros del Salón Literario. Es por ello que, cuando fuera enviado por su padre a Córdoba con la intención de alejarlo del ambiente político demasiado enrarecido de la Buenos Aires del “terror rosista”, no vaciló en unirse a la rebelión unitaria que estalló en esa provincia el 10 de octubre de 184026. Durante el efímero gobierno unitario, López se convirtió en el director y redactor del periódico oficial, El estandarte nacional.27 Imposibilitado por esa

26 No solo las opiniones políticas enfrentaban a Vicente Fidel con su padre. En la correspondencia entre ambos, marcada por constantes discusiones por cuestiones de dinero, de política y laborales, aparece también una clara preferencia del hijo por la literatura romántica, que el padre como neoclásico subestimaba. Por ejemplo, en una carta escrita en Córdoba el 26 de mayo de 1840, el jóven López respondía a una cita a Virgilio en la carta anterior de su padre, con otra de Echeverría, a quien juzgaba superior.

27 Sus 12 números aparecieron entre el 24 de octubre y el 2 de diciembre de 1840. En su “Prospecto”, publicado en el primer número, López declaraba: “Bajo el Estandarte Nacional haremos la guerra al renegado tirano que todo lo abomina; y bajo el estandarte nacional lucharemos por cimentar el imperio de las leyes y de la libertad.” En las páginas de ese periódico también buscó difundir el “credo” o “dogma” de la Joven Generación

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razón de volver a Buenos Aires, luego de la caída del gobierno al que se había plegado, debió atravesar las sierras cordobesas y la Provincia de La Rioja –donde, según su propio relato, corrió peligro en varias ocasiones- hasta llegar a la ciudad chilena de Copiapó. De allí, en alguna fecha anterior a marzo de 1841, pasó a Santiago donde estableció su residencia hasta 1849. En esa última fecha decidió trasladarse a Montevideo, donde creía tener mejores perspectivas para el ejercicio de la profesión de abogado, y donde pudo desempeñar el cargo de defensor de pobres hasta su regreso a Buenos Aires en 1852. En Chile, López participó en muchas empresas conjuntas con Sarmiento, como la fundación de un colegio para señoritas que al poco tiempo quebró, o como su rol –más prolífico de lo que hasta ahora se ha creído- en El Progreso. Ante la imposibilidad de rehabilitar sus títulos de abogado, se vio obligado a ejercer la docencia, tanto en el Instituto Nacional de Santiago (donde Francisco Bilbao lo recordaba como una figura importante en su propia formación)28 y en la Universidad de Chile, luego de haber obtenido en 1845 el título de licenciado en Filosofía y Humanidades (con la Memoria sobre…los pueblos antiguos como última prueba). Fue durante aquellos años de exilio, en Chile y en Montevideo, cuando López terminó de elaborar una perspectiva histórica propia.

Imbuido de una formación literaria palpablemente romántica, su orientación historiográfica también lo sería, como se desprende de los libros que le pedía a su padre y a otros que le enviaran. Por ejemplo, instalado ya en Chile, le pedía a su progenitor nuevos libros de Cousin, “Herder, Mélanges de Jouffroi, Filosofía del derecho de Lerminier, Introducción a la historia de Lerminier, e Influencia de la filosofía del Siglo XVIII del mismo; también Diario de cursos públicos y la obra de Sismondi; también Villemain”.29 En otras cartas le pedía obras de Saint-Simon, la Historia romana de Michelet –cuya lectura debió haber incidido sobre el juicio negativo formulado acerca de una reedición de Gibbon, reseñada por López en El Progreso30-, Heeren, Charles Didier, Lerminier, Mignet, y muchos más. En su “Libro de Apuntes”, aparentemente comenzado durante su exilio chileno y continuado hasta los años 1870, aparecen huellas de aún más lecturas que sirvieron para conformar el molde historicista e idealista de la visión de la historia desarrollada por el joven exiliado: Madame de Stäel, Ancillon, Hyppolite

Argentina, publicando algunas de las “Palabras simbólicas” redactadas por Echeverría. Un estudio reciente sobre la etapa cordobesa de López es: Ghirardi, Olsen A., Vicente Fidel López en Córdoba, Edición del autor, 2005, Córdoba.

28 Allí comenzó sus tareas dictando un curso sobre “filosofía de la historia”: “Pronto estaré en uno de los mejores colegios de esta ciudad enseñando filosofía de la historia; sobre cuya ciencia yo soy aquí el único jóven que tenga ideas; yo he empezado a popularizar a Jouffroy, Ud. conoce su importancia y el atractivo que este ramo tiene para la razón, puede juzgar de la reputación que él reflejará sobre mí, pasadas las primeras resistencias, que a la verdad están pasando ya.” Archivo Los López. Correspondencia, Legajo 2364, Documento 3955, AGN, Buenos Aires.

29 Archivo Vicente Fidel López. Correspondencia, Legajo 2364, Documento 3934, AGN, Buenos Aires.

30 “Boletín bibliográfico”, El Progreso, No.54 (13/1/43).

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Fortoul, Benjamín Constant (Mélanges littéraires et Politiques), Francois Guizot, y otros. Explícitamente adscripto a la posición no sólo historiográfica, sino también política de los historiadores humanitaristas franceses, como Michelet y Quinet31, López le declaraba a su padre en otra carta lo siguiente: “esté firmemente persuadido que siempre he sido digno de su estimación, porque mis ideas, mis sentimientos y mis acciones ‘se sont trouvé forts d’être toujours en harmonie avec les lois générales de l’humanité’”.32 La consecuencia que esas lecturas y estos principios tuvieron sobre su concepción de la historia aparece enunciada con claridad en una de las notas contenidas en su cuaderno de apuntes: “En todo trabajo histórico, la 1ª cuestión debe ser: ¿Cuáles son las ideas que dominan las diversas épocas, cuya historia se emprende, y cuáles son los hombres que representando esas ideas luchan en la escena bajo cada una de ellas como bajo otras tantas banderas distintas. Resuelta esta cuestión debe completarse la historia por la apreciación de las instituciones políticas destruidas, establecidas y por establecer, o por mejor decir, el resultado de toda historia debe ser apreciar el pasado para comprender y mejorar el presente; comprender y mejorar el presente para comprender y acelerar los progresos del porvenir.”33

Entre 1843 y 1845, López preparó los dos libros de cierta envergadura que publicó en 1845: el Curso de Bellas Letras –basado sobre todo en Villemain y en De la littérature de Madame de Stäel- y su Memoria sobre los resultados generales con que los pueblos antiguos han contribuido a la civilización de la humanidad. Sin embargo, desde su llegada a Chile había concebido el proyecto de escribir una historia de la Revolución Argentina que sirviera como “vindicación” de su tierra natal ante las críticas y la general ojeriza que ella provocaba entre los escritores chilenos. Aunque a fines de 1842 publicó un pequeño cuaderno en que daba inicio a esa obra, debió suspender su publicación por falta de recursos financieros34. Fue por ello que pese a estar ya envuelto en polémicas acerca de la literatura “socialista” –cuya superioridad a la “romántica” defendía- y la libertad sexual de las mujeres –su folletín panegírico dedicado a “Georges Sand” y su vida privada había generado cierto escándalo en el pacato ambiente chileno de aquella época-, aprovechó la ocasión de una polémica con otro periódico chileno, El Demócrata, más radical que El Progreso, para continuar su elaboración de los contenidos de lo que años más tarde cristalizaría como la Historia de la República Argentina. En su artículo titulado “República Argentina” –continuación de “Polémica con El Demócrata- publicado en el número 52, el 11 de enero de 1843, luego de postular que “los sucesos y

31 Más aún, según José Victorino Lastarria en sus Recuerdos literarios, López habría sido el impulsor de la decisión tomada por la “Sociedad literaria” de Santiago de dedicar todo su primer año de actividades (1842-43) al estudio en profundidad de la obra de Herder, seguida por la de Vico.

32 Valparaíso, 21-3-1841.

33 Archivo Los López, Sala VII, Legajo 2377 (7/21/2/4), “Libro de Apuntes” (Documento No.5451), p.19.

34 Archivo Los López, Sala VII, Legajo 2364, Documento 4276 (Carta a Félix Frías, Santiago de Chile, 8/9/1842.

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el espíritu de la civilización van como a ciegas, precipitándose, avanzando sin mirar para atrás, sin consultar las dificultades del terreno que pisan, ni los abismos que los cercan”, López proponía examinar la historia argentina, desde el presente dominado por la figura de Rosas, con la intención de hallar las causas generales que actuaban no sólo en ese país, sino en todos los que se habían emancipado de España. Se preguntaba retóricamente: “¿Qué es lo que se proponían nuestros padres al echarse en los brazos de la Revolución de Independencia? Darse garantías contra el poder de los virreyes españoles; asegurarse con la libertad de imprenta la libre manifestación del pensamiento; subdividir los poderes, según las doctrinas de todos los socialistas; hacerse representar en congresos para dictarse leyes, para labrarse su propia felicidad; poner límites a la autoridad del gobierno, para que no se entregue a la arbitrariedad de sus caprichos; establecer formas judiciales para los crímenes políticos; asegurar en fin la libertad de pensar y de obrar, según los dictados de la razón, en todo aquello que no contraríe las leyes y perjudique a un tercero. Estas han sido las aspiraciones de todos los pueblos americanos. Y bién, qué es lo que se ha conseguido en la República Argentina después de haber trabajado tanto para obtener estos resultados? Un gobierno que es la negación de todos estos propósitos, un gobierno que lejos de realizar nada de lo que se intentaba introducir en América en formas e instituciones, ha descendido ya mucho más allá de la antigua arbitrariedad española que nos sirve de tema siempre.” La explicación de este funesto resultado ya aparecía, in nuce, en aquella serie de artículos: la democracia. Luego de hacer suya la frase de Cousin –“el día de la democracia no siempre es el día de la libertad”- el historiador en ciernes pasaba a desarrollar el siguiente argumento: “(…) con la democracia puede también triunfar el despotismo. Y efectivamente así es siempre cuando las masas que constituyen la democracia son atrasadas; sucede que después del triunfo esas masas abdican su poder en su jefe; como que no están nutridas de principios ilustrados, de ideas ni de costumbres públicas, eligen una representación material, un jefe, un caudillo, y ponen en él toda la confianza y la fé que los hombres ilustrados sólo ponen en la inteligencia y en la razón pública (…).”35 Según López –que respondía en este pasaje a lo que consideraba una visión de la historia argentina reciente distorsionada por el lente chileno con que se la miraba-: “En este trabajo esperamos demostrar al Demócrata que lejos de haber ambicionado el partido ilustrado de la República Argentina a cimentar la desigualdad entre las provincias, ni erigir esta desigualdad en sistema político, ha ambicionado constantemente y hecho esfuerzos increíbles por introducir las mismas instituciones y el mismo ardor de cosas en cada una de ellas, y que son las masas, es decir la democracia, las que resistieron esta importación y las que se pusieron bajo la tutela de los caudillos; le probaremos que muy poco tiempo después de verificada la revolución del año 10, dejó de tener influencia la capital en el resto del estado, porque la democracia del interior se la quitó por lo mismo que la capital era liberal y civilizada; le probaremos que el partido ilustrado argentino, lejos de haber disputado al pueblo la posesión de sus derechos políticos los ha consagrado del modo más completo estableciendo el sufragio universal (…). Las capacidades (la minoría de la nación) comprendían y querían el progreso, las luces, la libertad, la mayoría, la democracia, hasta ahora poco, no ha comprendido ni querido estas cosas y las ha combatido en conformidad con lo que era mayoría atrasada, mayoría española, mayoría colonial, mayoría

35 “Algunas palabras sobre El Demócrata No.2”, El Progreso No.62 (23/1/1843).

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preocupada, mayoría retrógrada.”36 Para el joven escritor argentino, el curso seguido por la revolución argentina debía explicarse a partir de la lucha entablada entre el “partido ilustrado” y la “democracia bárbara”, una contraposición que Sarmiento tan sólo dos años más tarde convertiría en el leitmotiv de la interpretación histórica de casi toda su generación. López –cuya concepción de la historia había sido formada en el mismo molde ideológico que la de sus contemporáneos, Alberdi y Sarmiento- sostenía que “las cosas sociales: son fenómenos de orden fatal y necesario”, y que era esa la razón por la cual, en una sociedad malformada por su historia anterior, la institución de la democracia –el gobierno de la mayoría, de las masas- podía generar y había generado consecuencias políticas opuestas a las que la revolución de 1810 había perseguido.

Esa interpretación de la historia de la revolución argentina se insertaba, para López, dentro de un cuadro más vasto, aquel de la historia universal. Solo cuando se comprendiera el fresco completo de la historia y de las sucesivas revoluciones que impulsaban a la humanidad por la senda de un progreso cada vez más vertiginoso, podría llegar a ser cabalmente comprendida también la revolución que puso fin al gobierno de los Virreyes en Buenos Aires. Es por esa razón que se propuso –alentado además por la polémica chilena en torno al mejor modo de escribir la historia- desenvolver la historia de los pueblos antiguos como tema de su trabajo final para obtener el título de licenciado en filosofía y humanidades. Partiendo de la frase entonces muy citada de Pascal –“la humanidad es, para mí, un hombre que perpetuamente crece y que perpetuamente aprende”- López buscó esbozar en su Memoria un cuadro sinóptico de la marcha general de la humanidad a través de sucesivas revoluciones y estadios. Si “progresar perpetuamente hacia la perfección” era el movimiento providencial que el Supremo Hacedor le había impreso a la humanidad, para López, la perfección de una sociedad y de una época se medían según un criterio explícitamente liberal: cuánta más libertad individual existiera en ella, tanto más civilizada y progresista sería.

Si la historia era el progresivo desenvolvimiento del germen de la libertad, la historia respondía, además, a un impulso fatal y necesario. Los hechos históricos –de cualquier índole que fueran- no eran nunca “un resultado del acaso” sino que respondían a “una necesidad histórica”. El motor detrás del cambio histórico, de la serie de revoluciones vividas por la humanidad, era la lucha perpetua entre progresistas y conservadores: “la historia no es otra cosa que la lucha recíproca que sostienen los que quieren detener el progreso con los que quieren desatar los lazos que le impiden volar sin obstáculos sobre las alas de la libertad”.37 El sentido profundo de la historia, examinada a la luz de la “historia filosófica”, residía en las ideas morales que los pueblos, los partidos y las revoluciones habían venido realizando desde la antigüedad más remota hasta la época en que López escribía. En el contexto del debate chileno –al que nos referiremos a continuación- López defendía una historia idealista y generalizadora, más atenta al sentido general de una época y de un proceso que a los datos específicos o a las comprobaciones documentales. En una carta escrita a su padre desde Montevideo en

36 Ibid.

37 López, Vicente Fidel, Memoria sobre los Resultados Generales con que los Pueblos Antiguos han contribuido a la Civilización de la Humanidad, Editorial Nova, Buenos Aires, 1943, pp.29-30.

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1851, en la que respondía a críticas que su progenitor le había endilgado a una publicación suya, declaraba lo siguiente: “En cuanto a las inexactitudes que Usted ha encontrado en el Prólogo del Triunfo Argentino no tengo yo la culpa sino Usted que me negó todo auxilio; pues he tenido que hacerlo sobre reminiscencias ligeras y antiguas de algunas rápidas conversaciones con Usted sin que nadie me haya suministrado el menor dato. Mas creyendo que la verdad histórica está en el sentido de los hechos y no en su exactitud lineal y material, prescindí de lo que podrían ser pequeñas inexactitudes para fijarme sólo en que todos mis detalles fueran ciertos bajo el punto de vista de la época. Así es que aún en los errores que Usted me revela ninguno encuentro que no sea cierto en su verdad social, no sé si me podrá Usted comprender.”38 Esta creencia, que presidió todo el trabajo histórico del futuro ministro de hacienda, subtendió a todos los errores e imprecisiones que aparecen en su obra, y sobre todo en su obra temprana. Era éste el flanco débil de la concepción de la práctica histórica preconizada por López. En su Memoria –elogiada con toda justicia por José Luis Romero por haber constituido el primer esfuerzo argentino por escribir sobre la historia europea y mundial- aparecen, además de las inexactitudes debidas al estado contemporáneo del conocimiento histórico referido a la antigüedad preclásica –fue recién en el siglo XX que las excavaciones en la región de la antigua Mesopotamia y en Egipto permitieron un conocimiento mucho más preciso y detallado de la historia del Medio Oriente antiguo-, errores lisos y llanos. La siguiente frase, por ejemplo, que sería inaceptable en el examen de un alumno universitario contemporáneo, ilustra los peligros hacia los cuales conducía el método filosófico de López: “No me acuerdo ahora, señores, de un modo preciso, de qué época es Zenón: lo que sí puedo decir es que su filosofía data desde entonces (es decir, de la época de los griegos antiguos)”.39

El argumento concreto desarrollado en ese texto no discrepaba demasiado de las visiones canónicas de la historia universal acuñadas por Hegel, Cousin, y otros. La historia humana avanzaba desde oriente hacia occidente; Egipto, la India, Persia, Etiopía habían dado inicio a la civilización de la humanidad, pero por la naturaleza profundamente teocrática de esas sociedades, habían permanecido estancadas durante milenios en su estadio original; Grecia había desarrollado por primera vez, debido a la fuerza determinista de su geografía, el espíritu de la libertad individual, el concepto del individuo; Roma a su vez había desenvuelto hasta su máxima expresión el espíritu del Estado y el de la ley. El cristianismo, finalmente, había surgido para efectuar una revolución en el mundo antiguo, abriendo el camino hacia el mundo moderno, al establecer una unidad de creencias, un dogma que permitiera dotar al mundo unificado creado por el Imperio Romano de una moral social. Al igual que en sus escritos referidos a la revolución argentina, para López la historia del progreso de la civilización durante la antigüedad y también luego, bajo el imperio del cristianismo, estaba regida por una permanente lucha entre los ilustrados, las capacidades, y las masas, ignorantes y atrasadas40. Sin embargo, López no creía que la situación de las “masas” fuera estacionaria, ni en la historia europea ni en la americana. El progreso era un progreso

38 Archivo Los López, Sala VII, Legajo 2364, Documento 4088 (VFL-VLyP, Montevideo, 27/10/1851), Archivo General de la Nación, Buenos Aires.

39 López, Vicente Fidel, Memoria (Op.Cit.), p.55.

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civilizatorio, cuya consecuencia directa era ensanchar cada vez más el espacio social abarcado por “las capacidades” y reducir cada vez más aquel ocupado por las “masas atrasadas”. Es por ello que López, en su polémica con el Demócrata, había declarado que el también apoyaba como sistema político a la “democracia”: sólo que no creía llegado aún el momento oportuno para entregarle el gobierno a las masas en Hispanoamérica, ya que en la coyuntura contemporánea, la democracia haría perecer a la libertad. Ilustración y libertad: esos eran los dos principios rectores del progreso humano para López. Ellos presidían su visión de la historia, y presidían también su posicionamiento ante la política de su época. Su Memoria, en efecto, concluía con la siguiente declaración de principios: “Deseo la filosofía y la libertad para todos: su culto está providencialmente destinado a reinar sobre el orbe.”41

El debate de los historiadores en Chile42

La recién creada Universidad de Chile adoptó en 1842 la disposición reglamentaria de convocar cada año a un concurso acerca de la historia patria. Cada uno de los concursantes debería presentar una “memoria histórica” acerca de algún aspecto del pasado chileno, y la obra premiada sería publicada por la propia universidad. Fue en el marco de este concurso que José Victorino Lastarria43 redactó sus Investigaciones sobre la influencia social de la conquista i del sistema colonial de los españoles en Chile. Esta obra fue presentada a la Universidad en septiembre de 1844, premiada, y publicada poco tiempo después. Aparecía en el marco de un creciente debate público en torno al carácter nacional chileno y las causas históricas que habían contribuido a su formación, cuyo punto de arranque había sido la publicación del libro Sociabilidad chilena (1842) de

40 “Pensad en las masas, pensad en su atraso, pensad en su corrupción y en su ignorancia y comprenderéis las luchas y los obstáculos que las buenas doctrinas prueban en la historia.” Op.Cit., p.102.

41 Ibid., p.107.

42 El mejor estudio reciente del contexto cultural chileno de la década de 1840, y de los debates históricos que lo atravesaron, es: Stuven V., Ana María, La seducción de un orden. Las élites y la construcción de Chile en las polémicas culturales y políticas del siglo XIX, Ediciones Universidad Católica de Chile, 2000, Santiago de Chile. Consultar también: Subercaseaux, Bernardo, Historia de las ideas y de la cultura en Chile. Tomo 1: Sociedad y cultura liberal en el siglo XIX, J.V.Lastarria., Editorial Universitaria, 1997, Santiago de Chile; Jaksic, Iván, Andrés Bello, Editorial Universitaria, 2002, Santiago de Chile; Romero, Luis Alberto, ¿Qué hacer con los pobres?, Editorial Sudamericana, 1997, Buenos Aires. Algunos estudios recientes de Alfredo Jocelyn-Holt también iluminan aspectos de la discusión cultural chilena de aquellos años.

43 1817-1888. Además de historiador y gestor de iniciativas culturales como la “Sociedad literaria”, fue uno de los primeros novelistas transandinos, líder del partido liberal en sus primeros años de existencia, legislador, jurista, diplomático y, hacia el final de su vida, presidente de la Corte Suprema de la vecina república.

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Francisco Bilbao, antiguo discípulo de Vicente Fidel López en el Instituto Nacional y autoproclamado seguidor de Edgar Quinet y Jules Michelet en materia historiográfica, y del Abbé de Lamennais en materia política y social. Arrojado como un petardo contra el entonces apacible ambiente intelectual chileno, su retórica excesivamente dramática llevó a que el libro de Bilbao fuera condenado en un “auto-de-fe” y quemado en la principal plaza pública de la capital del país trasandino. El argumento desarrollado en su interior era claro y preciso, aunque se apoyara en las concepciones de la filosofía de la historia para dar cuenta del mismo. Aparece resumido en las primeras frases del libro: “Nuestro pasado es la España. La España es la edad media. La edad media se componía en alma y cuerpo del catolicismo y de la feudalidad”.44 Más que un libro de historia, el polémico texto de Bilbao era una impugnación ideológica a las formas sociales y políticas que entonces servían para organizar a la sociedad chilena. La herencia española, potenciada por la iglesia católica con sus doctrinas “bárbaras”, habría contribuido a establecer un régimen social de profunda desigualdad en Chile, en cuyo marco la democracia política era imposible. La desigualdad denunciada no era sólo aquella que separaba a las distintas clases de la sociedad; era también la que separaba a las razas según rangos, y era también aquella que establecía el sometimiento de las mujeres por parte de los hombres. Fue este último aspecto de la peroración de Bilbao el que generó mayor escándalo en la pacata sociedad chilena de los años 1840. Frases como la siguiente no pudieron sino despertar el encono de los sectores más conservadores de esa nación: “La mujer está sometida al marido. Esclavitud de la mujer. (…) Esta desigualdad matrimonial es uno de los puntos más atrasados en la elaboración que han sufrido las costumbres y las leyes. Pero el adulterio incesante, ese centinela que advierte a las leyes de su imperfección, es la protesta a la mala organización del matrimonio.”45 El curioso ensayo histórico de Bilbao sirvió como disparador de un intenso debate, del cuál participarían las distintas fracciones del “peluconismo” –en vísperas de convertirse en el partido conservador, fusión Montt-Varas mediante-, de los sectores “liberales” y/o “románticos”, y del catolicismo militante.

En ese contexto, además, varias iniciativas promovidas por católicos y románticos llevaron a tornar más áspero e intenso el nuevo clima de polémica que se vivía en Chile. En 1842 había nacido la Sociedad Literaria impulsada por Lastarria, cuyas iniciativas provocarían una seguidilla de polémicas entre “clásicos”, “románticos” y “socialistas”, en las cuáles participaron los exiliados argentinos, a veces en un rol protagónico. En 1843 aparecía la Revista católica, publicación de larga duración, en cuyas páginas fue elaborado todo un programa historiográfico alternativo al de los escritores “liberales” como Bilbao o Lastarria. Fue en el marco de esta serie de discusiones y conflictos políticos que tuvo lugar el debate acerca del mejor modo de escribir la historia que enfrentó a Andrés Bello con Lastarria, y en el cuál terciaron los emigrados argentinos como López y Sarmiento.

La interpretación de la historia chilena efectuada por Lastarria coincidía en sus grandes lineamientos con aquella efectuada por Bilbao, aunque la retórica con que se expresaba fue sin dudas más cauta que la de este último. Envuelta en el ropaje idiomático

44 Bilbao, Francisco, “Sociabilidad Chilena” en: Obras completas Tomo 1, Imprenta de Buenos Aires, 1866, Buenos Aires, p.5.

45 Op.Cit., p.10.

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de la “filosofía de la historia”, la posición adoptada por Lastarria en el interior de ese conglomerado de tendencias diversas fue muy precisa: frente a un providencialismo fatalista, como aquel analizado por Quinet en el prefacio a su traducción de las Ideen de Herder, el autor chileno reivindicaba como elemento central que toda historia “filosófica” debía tener en cuenta al analizar el desenvolvimiento progresivo de la humanidad: “esa libertad de acción de que la ha dotado su Creador”46. Haciendo coincidir su perspectiva histórica con su posición en el debate político chileno, Lastarria declaraba en el prefacio a su “Memoria histórica” lo siguiente: “La sucesión de causas y efectos morales, que constituyen el gran código a que el género humano está sometido por su propia naturaleza, no es tan estrictamente fatal, que se opere sin participación alguna del hombre; antes bien la acción de esas causas es absolutamente nula si el hombre no la promueve con sus actos.” Lastarria declaraba su adhesión a una concepción de la historia cercana a la del Herder crítico del fatalismo historicista, a la del Vico sostenedor de la teoría del “homo faber”, distanciándose de ese modo de visiones más “deterministas”, como la hegeliana que hacía coincidir a la historia humana con un desenvolvimiento del espíritu en gran medida ajeno a la intervención de los individuos. En el contexto del debate histórico chileno, Lastarria se presentaba como un “providencialista liberal”, quien sin excluir la acción de la providencia divina sobre el destino de la humanidad, prefería enfatizar la doctrina del libre albedrío en clave moderna, es decir, subrayando la libertad de acción, práctica y moral, de los individuos47. Sin negar la necesaria anterioridad de un riguroso dominio de los datos empíricos que constituyen el tejido de la historia –de los “hechos”-, Lastarria proponía realizar una indagación centrada en las consecuencias, en los resultados, que la cadena de los hechos durante el pasado colonial y poscolonial, pudieron haber tenido sobre la estructura social y política del Chile de su propia época. Proponía, en este sentido, una historia escrita desde el presente, y pensada para impactar sobre la discusión política y social de su tiempo. Es por ello que declaraba: “No os presento, pues, la narración de los hechos, sino que me apodero de ellos para trazar la historia de su influencia en la sociedad a que pertenecen, cuidando de ser exacto e imparcial en la manera de juzgarlos. Tampoco los encomio ni vitupero ciegamente, sino por lo que son en su propio carácter y resultados; ni me ciño a descubrir su influjo social, sin permitirme expresar mis opiniones, porque no pertenezco a aquellos historiadores que se limitan a narrar los acontecimientos considerándolos como fatales, y absteniéndose de apreciarlos porque los creen fuera del alcance de la conciencia humana a causa de su misma fatalidad.”48

46 Lastarria, José Victorino, “Investigaciones sobre la Influencia Social de la Conquista i del Sistema Colonial de los españoles en Chile”, en: Vicuña Mackenna, Benjamín (comp.), Historia Jeneral de la República de Chile desde su Independencia hasta Nuestros Días Tomo I, Imprenta Nacional, 1866, Santiago de Chile, p.9.47 Por ejemplo: “La historia es el oráculo de que Dios se vale para revelar su sabiduría al mundo, para aconsejar a los pueblos y enseñarlos a procurarse un porvenir venturoso. Si solo la consideráis como un simple testimonio de los hechos pasados, se comprime el corazón y el escepticismo llega a preocupar la mente, porque no se divisa entonces más que un cuadro de miserias y desastres (…)”, Ibid., p.11.

48 Ibid., p.17.

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La interpretación de la historia de Chile que a la luz de estos principios proponía desarrollar en su “Memoria” enfatizaba la centralidad de dos períodos de la misma: la Conquista y la Revolución de Independencia. Según Lastarria, ambos se habían constituido en “los puntos culminantes de nuestra historia”. Más aún, estaban entrelazados entre sí: para entender la historia de la Conquista, era necesario examinar las consecuencias ulteriores que ella había producido y que llevaron a la independencia; para entender la historia de la Independencia, era necesario examinar las prácticas y formas de organización social, surgidas de la Conquista, que determinaron los límites dentro de los cuáles este segundo movimiento hubo de desenvolverse. La argumentación histórica que buscó desarrollar en su libro giraba en torno a una suerte de “histoire des moeurs” de los chilenos, partiendo del siguiente presupuesto: “Las costumbres de un pueblo son su vida misma, su ser intelectual y moral, sus hábitos, usos, gustos e inclinaciones; nacen con el hombre y se desarrollan espontáneamente con él, pero se modifican al mismo tiempo por mil circunstancias extrañas, ni más ni menos que una planta cuyo germen prende en el seno de la tierra y se desenvuelve bajo el influjo del clima y del cultivo”49. En función de este postulado acerca de la centralidad de las costumbres, el argumento crucial que organizaba su obra fue que la heredad social y cultural legado por España a Chile resultaba un escollo para la implantación plena de un régimen republicano y liberal moderno: las costumbres heredadas de España no estaban a la altura de las instituciones que los chilenos, luego de la independencia, habían querido adoptar. Según Lastarria,: “Cualquiera que sea el origen de las instituciones sociales de un pueblo, de aquellas instituciones que determinan su modo de ser, su constitución política y moral, es indudable que por su naturaleza tienen su mas poderoso fundamento en las costumbres, por manera que si ambas no concuerdan, la constitución social no produce buenos resultados. Puede sentarse como un dogma sancionado por la razón y la experiencia de los siglos que hay tal reciprocidad de influencia entre las costumbres de una sociedad y su forma política, que ésta no puede existir sino busca en aquellas su centrote apoyo, y que las costumbres a su vez se van amoldando a ella insensiblemente.”50 El dilema contemporáneo de los chilenos consistía precisamente en la confrontación radical, la antítesis incluso, entre sus costumbres y modos de ser y las instituciones formales que la constitución de 1833 había establecido. En este punto, sus conclusiones, aunque expresadas en un lenguaje mucho más matizado que el de Bilbao o el de sus colegas argentinos, coincidía con el diagnóstico general formulado por ellos: el despotismo monárquico aliado a la teocracia católica, ambos en contubernio con la aristocracia “feudal” formada por los descendientes de los conquistadores, habían colaborado para formar un pueblo incapacitado para la vida en libertad51.

49 Ibid., p.42.

50 Ibid., p.47.

51 “Podemos, pues, establecer como fuera de duda, que la monarquía despótica en toda su deformidad y con todos sus vicios fue la forma política bajo la cuál nació y se desarrolló nuestra sociedad, porque esta fue su constitución, su modo de ser, durante toda la época del coloniaje. Esta forma política desenvolvió su influencia corruptora en nuestra sociedad con tanta mas energía, cuanto que a ella sola estaba reservado crear, inspirar y dirigir nuestras costumbres, y cuanto que se hallaba apoyada en el poder religioso,

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La respuesta de los letrados aliados al régimen pelucón no se hizo esperar. Andrés Bello, venezolano exiliado desde hacía mucho en Chile, letrado y poeta de fama internacional, y rector de la propia universidad que había decidido publicar el texto de Lastarria, comenzó a divulgar primero en privado las reservas que ese libro le inspiraba52. Bello, como reconocería Lastarria años después en sus no siempre confiables Recuerdos literarios, acusaba a los argentinos –a Vicente Fidel López y a Sarmiento, fundamentalmente- de haber sido los difusores de las obras de Vico y de Herder, y más aún, de haber propuesto reemplazar la investigación de los hechos históricos por el análisis filosófico de la historia53. La recepción que estos le tributaron al libro de Lastarria fue elogiosa. Sarmiento publicó la primera reseña del libro en su periódico, El Progreso, alabando en ella la amplitud de visión de Lastarria y la ambición de la empresa histórica que se había asignado como tarea. Su principal discrepancia tuvo que ver menos con el plan de la obra o con el método que con el juicio demasiado contundente emitido acerca de España y su rol como antigua metrópoli. Poco tiempo después, Bello, en su discusión de ese texto, subrayaría precisamente ese aspecto del argumento de Lastarria, criticando también la visión demasiado negativa de España que a su juicio habría emitido ese escritor. En el caso de Bello, la intencionalidad que impulsaba su censura era claramente política: Lastarria, al igual que Bilbao, había denunciado la condición social de la mayoría de los chilenos, sumidos en una más que tangible pobreza material y expuestos siempre a los atropellos por parte de la pequeñísima élite dueña de los mayorazgos y en control de todos los resortes del estado. En el marco de un clima de creciente agitación social –que culminaría hacia finales de la década con la creación de la “Sociedad de la Igualdad” liderada por Bilbao y Santiago Arcos y la campaña por extender el derecho al sufragio a los artesanos y sectores medios de la sociedad- el discurso histórico de Lastarria provocaba desconfianza en los sostenedores del régimen vigente. Es por esta

formando con él una funesta confederación, de la cuál resultaba el omnipotente despotismo teocrático que lo sojuzgaba todo.” Ibid., p.50.

52 1780-1865. La proximidad de Bello a los dirigentes de la república “portaliana” queda puesto de manifiesto por el hecho de que, además de haber sido el rector de la Universidad de Chile desde su fundación hasta su propia muerte (1843-65), publicaba asiduamente en el periódico “oficial” del partido en el poder, El Araucano, y hasta le redactaba los mensajes anuales a los presidentes y vicepresidentes de ese país.

53 “Nadie había sostenido, al hablar de los resultados sintéticos de la ilustración europea, que fuese propio para educar el entendimiento y acostumbrarle a pensar por sí, el aceptar sin examen las conclusiones de un sistema filosófico cualquiera; y si los escritores argentinos habían recomendado el estudio de la filosofía de la historia en Vico y Herder, no habían rechazado, que nosotros sepamos, el estudio de la historia misma, ni habían hablado de aquel estudio, a propósito de los resultados sintéticos de la civilización europea, colocándolo al nivel de estos resultados. La confusión que el señor Bello padecía le llevaba demasiado lejos, pues aceptando él mismo el falso sistema de Herder, parecía desechar e estudio de la filosofía de la historia y dar preferencia al estudio de la crónica y de la narración históricas.”; Lastarria, J.V., Recuerdos literarios, Zig-Zag Editores, 1969 (1ª ed. 1878), Santiago de Chile, pp.198-199.

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razón que Bello respondió sin ambivalencia alguna al meollo político-ideológico de la “memoria histórica”: “Los débiles invocan la justicia: déseles la fuerza y serán tan injustos como sus opresores”.54 El debate historiográfico en el Chile de Bulnes estuvo, en efecto, atravesado por sobreentendidos políticos y sociales.

La posición historiográfica de Bello, madurada lentamente desde su exilio londinense, cobró un estado explícito a través de sucesivas reacciones a la propagación de la “filosofía de la historia” en Chile, desde su primer mensaje como rector de la universidad, hasta sus pronunciamientos culminantes emitidos en el marco de la polémica de 1848. Empleando una retórica que siempre buscaba producir un efecto de tranquila ponderación y ecuanimidad, Bello había respondido a los defensores de Herder y de la “filosofía de la historia” en su discurso como rector de 1843 en los siguientes términos: “La opinión de aquellos que creen que debemos recibir los resultados sintéticos de la ilustración europea, dispensándonos del examen de sus títulos, dispensándonos del proceder analítico, único medio de adquirir verdaderos conocimientos, no encontrará muchos sufragios en la Universidad. Respetando como respeto las opiniones ajenas, y reservándome sólo el derecho de discutirlas, confieso que tan poco propio me parecería para alimentar el entendimiento, para educarlo y acostumbrarle a pensar por sí, el atenernos a las conclusiones morales y políticas de Herder, por ejemplo, sin el estudio de la historia antigua y moderna, como el adoptar los teoremas de Euclides sin el previo trabajo intelectual de la demostración. Yo miro, señores, a Herder como uno de los escritores que han servido más útilmente a la humanidad: él ha dado toda su dignidad a la historia, desenvolviendo en ella los designios de la Providencia y los destinos a que es llamada la especie humana sobre la tierra. Pero el mismo Herder no se propuso suplantar el conocimiento de los hechos, sino ilustrarlos, explicarlos; ni se puede apreciar su doctrina sino por medio de previos estudios históricos. Sustituir a ellos deducciones y fórmulas, sería presentar a la juventud un esqueleto en vez de un traslado vivo del hombre social; sería darle una colección de aforismos en vez de poner a su vista el panorama móvil, instructivo, pintoresco, de las instituciones, de las costumbres, de las revoluciones de los grandes pueblos y de los grandes hombres.55” Como se puede apreciar de esta cita, el sentido del argumento de Bello consistía menos en una recusación total al estudio de la filosofía de la historia que en una subordinación de la misma a la tarea previa de un estudio de los hechos empíricos del pasado. En un medio conservador y muy católico como el de Chile, existió sin embargo un subtexto, un implícito elidido en el discurso de Bello: el elogio cauto y ambivalente a Herder y su obra se producía en el contexto del rechazo visceral de la opinión católica –de la francesa tanto cuanto de la chilena- a la obra de los traductores de Vico y de Herder, Michelet y Quinet, empeñados como lo estaban en esos mismos años en sus campañas contra el ultramontanismo y el “jesuitismo”. Sarmiento, consciente de los alcances extra-historiográficos del pronunciamiento del rector, respondió casi de inmediato en su diario El Progreso, señalando su preferencia por “la síntesis de los nuevos escritores” y concluyendo que las sugerencias del polígrafo venezolano debían “rechazarse”56.

54 Citado en Stuven, A.M., Op.Cit.55 Bello, Andrés, citado en: Lastarria, J.V.,Op.cit., p.198.

56 El Progreso, Santiago, 29 de septiembre de 1843, citado en: Stuven V., Ana María, Op.cit., p.230.

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En 1848, Bello se sintió compelido a pronunciarse de un modo más explícito acerca del mejor modo de encarar la tarea histórica como consecuencia de la publicación en 1847 de un nuevo libro de Lastarria -su Bosquejo histórico de la Constitución del Gobierno de Chile durante el primer período de la Revolución, desde 1810 hasta 1814- y la polémica política y historiográfica que suscitó. Presentado al concurso anual de las “memorias históricas” en 1846, aunque el nuevo estudio de Lastarria había logrado en efecto alzarse con el galardón, el dictamen –redactado por Antonio Varas y Antonio García Reyes- daba a entender, elípticamente por cierto, que la obra premiada no pertenecía, stricto sensu, al campo de la historia. La edición publicada del texto incluyó como respuesta un prólogo marcadamente elogioso redactado por Jacinto Chacón –periodista, intelectual menor, y amigo y discípulo de Lastarria- en cuyas páginas se hacía una también encendida defensa de la “historia filosófica”. Bello, aunque el fondo de su discusión remitiera a la nueva obra de Lastarria –cuya interpretación constitucional sí discutiría en otros artículos-, prefirió dirigir sus comentarios al prologuista. Su argumento ahora se tornaba más explícito y contundente, abarcando implícitamente, además, a las recientes obras históricas de Sarmiento, López y Bilbao: “No hay peor guía en la historia que aquella filosofía sistemática que no ve las cosas como son, sino como concuerdan con su sistema. (…) Hoy no es ya permitido escribir la historia en el interés de una sola idea. Nuestro siglo no lo quiere; exige que se le diga todo; que se le reproduzca y se le explique la existencia de las naciones en sus diversas épocas, y que se dé a cada siglo pasado su verdadero lugar, su color y su significación.”57 La posición del letrado venezolano se articuló en torno a una serie de propuestas fundamentales, todas ellas dirigidas a criticar la escuela de los filósofos de la historia. Por un lado, contraponía la investigación de los hechos a la interpretación de los mismos: para que un trabajo de historia fuera auténticamente histórico, era necesario que aceptara la rigurosa primacía de la primera tarea por encima de la segunda. La redacción de una obra histórica debía seguir un orden riguroso: establecer primero los hechos, comprobarlos a través de la investigación, desplegarlos ante los ojos del lector, y sólo luego, si así lo deseaba el autor –citaba como ejemplo de este último caso a Sismondi y su historia filosófica de la Francia-, pasar a la interpretación general de lo investigado. Segundo, si la investigación empírica debía siempre anteceder a la interpretación filosófica, el estilo narrativo era siempre preferible al analítico: “En fin, he conservado siempre la forma narrativa, para que el lector no pasase súbitamente de una relación antigua a un comentario moderno, y para que la obra no presentase las disonancias que resultarían de fragmentos de crónicas, entreverados de disertaciones.”58 Tercero, esa narración debía atenerse en la mayor medida de lo posible al lenguaje, las concepciones y los juicios de los contemporáneos de los hechos estudiados, evitando proyectar sobre ellos teorías que aquellas personas no habrían tenido modo alguno de imaginar ni comprender.

Finalmente, Bello ofrecía como objeción a la historia filosófica dos argumentos paralelos y, en parte al menos, contradictorios. Por un lado sugería que la historia era

57 Bello, Andrés, “Modo de escribir la historia”, en: Bello, Andrés, Antología de discursos y escritos, Editora Nacional, 1976, Madrid, p.181.

58 Ibid., p.182.

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esencialmente una ciencia inductiva, basada en la investigación empírica de los acontecimientos del pasado. La filosofía de la historia, debido a su punto de partida esencialmente deductiva, quedaría excluida, por ende, del campo disciplinar de la historia. Por otro lado, sin embargo, postulaba la existencia de “dos especies de filosofía de la historia”. “La una”, según Bello, “no es otra cosa que la ciencia de la humanidad en general, la ciencia de las leyes morales y de las leyes sociales, independientemente de las influencias locales y temporales, y como manifestaciones necesarias de la íntima naturaleza del hombre. La otra es, comparativamente hablando, una ciencia concreta, que de los hechos de una raza, de un pueblo, de una época, deduce el espíritu peculiar de esa raza, de ese pueblo, de esa época; no de otro modo que de los hechos de un individuo deducimos su genio, su índole.”59 Estos dos tipos de filosofía de la historia se distinguían entre sí en función del alcance del objeto de su investigación. La primera consistía en una “ciencia de la humanidad”, “una misma en todas partes”, al igual que las leyes de la física, cuyo imperio era el mismo en Japón y en Europa; la segunda era una ciencia de lo particular, que solo podía desenvolverse en función de un conocimiento directo del fenómeno estudiado. La primera era universal, la segunda local: pretender obtener un conocimiento exacto acerca de la materia perteneciente a la esfera de la segunda, mediante el empleo de las herramientas de la primera, constituiría un absurdo: “Pues otro tanto debemos decir de las leyes generales de la humanidad. Querer deducir de ellas la historia de un pueblo, sería como si el geómetra europeo, con el solo auxilio de los teoremas de Euclides, quisiese formar desde su gabinete el mapa de Chile”60. Bello invocaba como autoridad en la cuál apoyar esta porción de su argumentación al “filósofo que mejor ha inculcado la importancia, los elementos y el alcance” de la filosofía de la historia, el ecléctico Victor Cousin61.

La polémica en torno a la filosofía de la historia definió el contexto intelectual en cuyo interior las primeras obras importantes de la tradición historiográfica argentina debieron ser escritas. Si bien la segunda polémica entre Lastarria y Bello tuvo lugar después de la publicación de la Memoria de López y del Facundo de Sarmiento, las observaciones del escritor venezolano permiten comprender con mayor claridad cuáles

59 Ibid., p.188.

60 Ibid., p.189.

61 Una segunda intervención por parte de Bello en esta polémica salió publicada en El Araucano del 4 de febrero de 1848 bajo el título de “Modo de estudiar la historia”. Reproduce en forma más sucinta y en un tono más ad hominem –abundan las ironías acerca del conocimiento impreciso que Chacón poseía de la historia europea- los principales argumentos del primer artículo. Su innovación más importante fue la adopción por Bello –también hasta cierto punto sesgada por cierta ironía- de los términos acuñados por Chacón para referir las dos “escuelas” históricas que se confrontaban: la del “método ad narrandum” y la del “método ad probandum”. Una vez más, si el tono de Bello delataba mayor irritación, la conclusión buscaba ser ecuánime. No se trataba de la necesidad de optar –en términos absolutos- entre una y otra, sino de establecer la oportunidad de su adopción desde la perspectiva del contexto cultural contemporáneo de Chile.

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eran las líneas de combate, es decir las distintas posiciones en pugna, que desde 1842 habían servido para definir los términos de la polémica historiográfica en cuyo interior los argentinos debieron elaborar su obra. Por un lado, al haber sido reconocidos como el principal vehículo para la introducción de las nuevas “filosofías de la historia” en Chile, los emigrados argentinos se vieron obligados a reforzar sus argumentos a favor de ellas, quedando colocados a priori en una posición específica y no del todo cómoda en ese campo intelectual nacional que no era el suyo. Por otra parte, el clima de discusión intensa que se había generado en torno a autores como Michelet, Quinet, Cousin, Vico, Herder y los demás autores asociados a esa nueva manera de concebir la historia –una discusión en la cual participaron como innovadores y polemistas- dejó huellas sobre la obra de ambos autores considerados aquí (como también sobre aquella del autor de las Bases). No sólo se intensificó –como consecuencia de la presión ejercida por críticos como Bello, Varas, o Benavente- la necesidad de elaborar una defensa explícita del carácter propiamente histórico de las obras escritas desde una perspectiva “filosófica”, sino que además se modificaron los protocolos de lectura de aquel rico acervo de autores europeos, llevando a cambios en la evaluación que de ellos hacían los historiadores argentinos. Leer a Quinet, Michelet o Lerminier en el contexto de los conflictos culturales transandinos producía un sentido distinto al que podía haber emergido de su lectura en el contexto intelectual del que habían salido expulsados, aquel marcado por el ascenso al poder de Rosas y las interminables guerras civiles entre unitarios y federales. El nuevo contexto llevaba a complejizar y matizar el sentido de las obras que servían como herramienta intelectual e insumo a la hora de pensar la propia historia. Sin el obligado solapamiento de la polémica chilena con aquella argentina, sin la necesidad de pensar estrategias para convencer a dos públicos con preguntas y preconceptos muy distintos (y en el caso de Sarmiento se trataba por supuesto no de dos, sino cuatro, ya que sus públicos incluían a los argentinos de adentro y de afuera, a los chilenos en cuyo país estaba haciendo una carrera política e intelectual, y al gran público lector de los países centrales del orbe que nunca dejó de estar presente en su horizonte intelectual), cabe preguntarse si las primeras respuestas historiográficas argentinas a las dudas y acuciantes problemáticas que suscitaban los hechos de la revolución y de las guerras civiles habrían adquirido el grado de complejidad que finalmente alcanzaron. En el caso de López, aquella intensa y hasta cierto punto traumática experiencia chilena dejó huellas que se hicieron sentir sólo muy gradualmente en la elaboración de su obra histórica mayor, redactada muchos años después de su primer retorno a la patria; en el caso de Sarmiento, por el contrario, esa misma experiencia constituyó la fragua en cuyo interior sus principales obras históricas –Civilización y barbarie y (de más problemática clasificación) Recuerdos de provincia- asumieron una forma y un sentido definitivos. No parece casual que la complejidad, la tensión epistemológica, la rica ambigüedad, de aquella obra del exilio, haya tendido a evaporarse –salvo notables excepciones- de sus obras posteriores al mismo. Como sea, es importante subrayar el hecho de que la primera escritura histórica argentina realmente merecedora de ese nombre –los primeros esfuerzos por condensar en una interpretación sintética a los hechos del pasado nacional- se produjo en el contexto la “flotante provincia argentina”, lejos del suelo natal y en el marco de discusiones intelectuales nacidas de los dilemas que otras naciones entonces enfrentaban.

La sombra de Facundo

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El momento culminante de la historiografía argentina en la primera mitad del siglo XIX fue el de la publicación de Civilización y barbarie de Sarmiento como folletín en Valparaíso en 1845. Algunos años antes de esa fecha, en 1842 en una carta a su padre, Vicente Fidel López había compuesto un retrato de Sarmiento que lo mostraba clara y explícitamente alineado con la “historia filosófica”, una afiliación cuya huella no puede sino ser palpada en las páginas del Facundo: (Sarmiento) “no solo es mi amigo, sino mi admirador; verdad es que yo lo soy suyo también, porque es un hombre de una alta y bien nutrida inteligencia alimentado como yo a Cousin, Jouffroy, Lerminier, Leroux, Guizot, Damiron, etc., Herder y Vico y Heeren; en fin, tatita, ni a propósito podrían haberse formado dos inteligencias más análogas que la suya y la mía.” En efecto, ya desde sus primeras publicaciones en la prensa chilena, Sarmiento había señalado su preferencia por la historia escrita según el “método ad probandum”, es decir, por la historia filosófica. En su “Vindicación de la República Argentina en su Revolución y en sus Guerras Civiles”, publicado originalmente en las páginas de El Mercurio de Valparaíso en junio de 1841, había postulado que: “Una época refiere lo que ha visto, otra coordina estos datos en un cuerpo, otra los compara y los examina, hasta que viene una que los explica y los desenvuelve. Tal es la época actual, que se ocupa de explicar los hechos históricos, y colocarlos, no en el orden cronológico en que se han sucedido, sino en el orden progresivo de los desenvolvimientos de las sociedades.” Algunos años más tarde, en el marco de la primera polémica histórica con Andrés Bello, defendería con mayor contundencia aún a la “historia filosófica”, declarando lo siguiente: “Porque la historia, tal como la concibe nuestra época, no es ya la artística relación de los hechos, no es la verificación y confrontación de autores antiguos, como lo que tomaba el nombre de historia hasta el siglo pasado. El historiador de nuestra época va hasta explicar con el auxilio de una teoría, los hechos que la historia ha transmitido sin que los mismos que los describían alcanzasen a comprenderlos.” Entre otros ejemplos de esta nueva manera de escribir la historia, Sarmiento mencionaba a Michelet, tan cuestionado por los sectores académicos chilenos más próximos a la Iglesia.

A principios de 1845, luego de haber publicado varios trabajos menores referidos a distintos temas de la historia argentina (y entre ellos su primer ensayo autobiográfico, luego reelaborado, expandido y transformado hasta convertirse en los Recuerdos de provincia), Sarmiento emprendió un camino autoral que lo llevaría a Alberdi a bautizarlo con el epíteto de “el Plutarco de los bandidos”. Guiado por la convicción de que “la biografía de los instrumentos de un gobierno revela los medios que pone en acción, y deja conjeturar los fines que se propone alcanzar”62, escribía en febrero de ese año su Vida del General Fray Félix Aldao. De estructura más simple que su Facundo, con una escritura más espontánea y una retórica más explícitamente moralizadora, el propósito de aquel ensayo biográfico, la meta que había presidido a su escritura, fue sin embargo la misma que sirvió para articular su siguiente obra. A través del examen –un poco escueto y con más juicios de opinión que datos concretos- de la vida de un hombre representativo de su época –un “grand homme” según el modelo hegelo-cousiniano- Sarmiento buscó desentrañar en su Fray Aldao el sentido profundo de la revolución que había tenido lugar

62 Sarmiento, Domingo Faustino, Vidas de Fray Félix Aldao y el Chacho, Editorial Argos, 1947, Buenos Aires, p.65.

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en el Río de la Plata, para auscultar de ese modo su posible destino futuro: “¡Oh Dios que nos ocultáis los secretos del porvenir, no nos los ocultéis! Ahí se están preparando los destinos hispano-americanos: algo –mejor que la América del Norte, o mil veces peor que Rusia-, va a salir formidable de entre tantos escombros. ¡La Edad Media otra vez, o algo grande que no ha visto el mundo en política! La civilización francesa llevada en hombros de españoles de pro o…¡Dios sabe qué!”63

El 2 de mayo de 1845 apareció la primera entrega del nuevo folletín que publicaba el diario El Progreso, la Vida de Facundo Quiroga. Durante los siguientes tres meses aparecieron las sucesivas entregas de esa obra, la cuál fue publicada como libro inmediatamente después de concluida su aparición en el periódico. La adhesión de Sarmiento a la “historia filosófica” le resultaba evidente a sus contemporáneos de los años del exilio chileno: cualquier análisis de la contribución del Facundo a la construcción de una tradición historiográfica argentina debe asumir ese dato como su ineluctable punto de partida. A diferencia de Fray Aldao, el Facundo es un texto que por momentos parece a punto de verse desbordado por la cantidad de referencias a autores europeos y norteamericanos que sirven para legitimar o para reforzar los argumentos desarrollados por Sarmiento. Resulta evidente que la presencia de ciertos autores era más funcional a la interpretación del pasado y del presente argentinos que el autor sanjuanino deseaba desenvolver que la de otros que integraron aquella catarata de citas. Por un lado, Sarmiento, en su “Introducción” a la primera edición, presentaba su libro como una suerte de réplica sudamericana a La démocratie en Amérique de Alexis de Tocqueville: en efecto, las preguntas que formula Sarmiento en esa introducción acerca de la naturaleza de la democracia argentina, y que reverberan a lo largo de sus sucesivos capítulos, corresponden a la estructura del análisis ya desarrollado por el autor francés. Si el destino posible de la democracia, en América del Norte o en América del Sur, dependía de la compleja e inestable relación entre las instituciones que garantizan la libertad de los individuos, por una parte, y la pasión democrática, igualitaria, que anima e insufla vida a las repúblicas modernas, por otra parte, el eje vertebrador de la indagación histórica desarrollada por Sarmiento debería haberse visto obligado a consistir precisamente en la exploración de esa relación; siendo, en efecto, este interrogante tocquevilleano uno de los principales elementos que subtienden y estructuran esa obra. Otros autores, como Francois Guizot y Augustin Thierry le ofrecieron a Sarmiento los materiales con los cuáles elaborar una teoría de la civilización moderna –aunque cabe subrayar que algunas veces la relación entre las definiciones sarmientinas y aquellas halladas en las lecturas a las que explícitamente hace referencia son engañosas-. Otros más aún –como el Barón de Humboldt, Volney, y Montesquieu- le sugirieron las aplicaciones posibles de una teoría que veía en los distintos tipos de régimen político existentes en el mundo una consecuencia de cierto determinismo climático y/o geográfico.

El sistema de citas empleado por Sarmiento resultó, sin embargo, torrencial, ya que además de estos autores, muchísimos más aparecen invocados en los acápites que acompañan cada capítulo, como también en el propio cuerpo del texto. Al formular un balance acerca del significado histórico de los gobiernos asociados a la figura de Bernardino Rivadavia y al partido unitario, Sarmiento subrayaba la emergencia de una

63 Ibid., p.26.

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nueva comprensión de la relación entre sociedad y estado –entre el sistema social de un país y su constitución política- con el siguiente tour-de-force referencial: “Hoy los estudios sobre las constituciones, las razas, las creencias, la historia, en fin, han hecho vulgares ciertos conocimientos prácticos que nos aleccionan contra el brillo de las teorías concebidas a priori; pero antes de 1820 nada de esto había trascendido por el mundo europeo. Con las paradojas del Contrato social se sublevó la Francia; Buenos Aires hizo lo mismo; Montesquieu distinguió tres poderes y al punto tres poderes tuvimos nosotros; Benjamín Constant y Bentham anulaban al ejecutivo, nulo de nacimiento se le constituyó allí; Say y Smith predicaban el comercio libre, comercio libre se repitió. Buenos Aires confesaba y creía todo lo que el mundo sabio de Europa creía y confesaba. Sólo después de la revolución de 1830 en Francia, y de sus resultados incompletos, las ciencias sociales toman nueva dirección y se comienzan a desvanecer las ilusiones. Desde entonces, empiezan a llegarnos libros europeos que nos demuestran que Voltaire no tenía mucha razón, que Rousseau era un sofista, que Mably y Raynal unos anárquicos, que no hay tres poderes, ni contrato social, etcétera. Desde entonces sabemos algo de razas, de tendencias, de hábitos nacionales, de antecedentes históricos. Tocqueville nos revela por primera vez el secreto de Norteamérica; Sismondi nos descubre el vacío de las constituciones; Thierry, Michelet y Guizot, el espíritu de la historia; la revolución de 1830, toda la decepción del constitucionalismo de Benjamín Constant; la revolución española, todo lo que hay de incompleto y atrasado en nuestra raza.”64 La constelación de autores cuyos nombres estructuran este pasaje le sirvió a Sarmiento, entre otras cosas, para subrayar su plena pertenencia al universo intelectual de la “Nueva Generación” argentina. La mirada escudriñadora dirigida por Sarmiento a la historia de la Revolución argentina se manifestaba ante sus contemporáneos, por ende, como compenetrada con aquella nueva “ciencia social”, con aquella nueva conciencia del “espíritu de la historia” que las corrientes intelectuales salidas a la luz luego de la Revolución de Julio habían instaurado.

El argumento histórico desarrollado en el Facundo tuvo un impacto inmediato sobre los demás miembros de su generación y desencadenaría resonancias en la obra de historiadores y publicistas de otros países de la región (además de Chile en cuyo territorio residía). Condensado bajo la figura dicotómica de la civilización y la barbarie, el estudio de la vida y de la época de Juan Facundo Quiroga, analizada en contrapunto con aquella del general “civilizado” José María Paz, y también, de un modo más directo con aquella del representante de la síntesis “perversa” –la “barbarie civilizada”-, Juan Manuel de Rosas, le permitiría explorar el “espíritu” de la historia argentina más reciente, según el modelo del “grand homme”65. “En Facundo Quiroga no veo un caudillo simplemente, sino una manifestación de la vida argentina, tal como la han hecho la colonización y las

64 Sarmiento, Domingo Faustino, Facundo, Centro Editor de América Latina, 1979, Buenos Aires, p.109.

65 Luego de explicar que los gobiernos que esperaban que Rosas pasara de ser un factor desestabilizador, tanto para sus vecinos cuanto para la propia Argentina, a ser, en cambio, una fuente de estabilidad, un constructor de instituciones, observaba: “(ellos) conocen muy poco la Historia. Dios no procede así: un hombre, una época, para cada faz, para cada revolución, para cada progreso.” Ibid., p.242.

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peculiaridades del terreno, a lo cual creo necesario consagrar una seria atención, porque sin esto, la vida y hechos de Facundo Quiroga son vulgaridades que no merecerían entrar, sino episódicamente, en el dominio de la historia”66.

A través del hilo de los acontecimientos que fueron labrando aquella vida sudamericana, Sarmiento pretendía resolver el gran dilema postulado por la “Esfinge Argentina”, a saber: ¿por qué una revolución que se había propuesto instaurar un sistema de democracia y libertades había desembocado, por el contrario, en un régimen más despótico que aquel contra el cuál se había realizado? La respuesta de Sarmiento, matizada y compleja a lo largo de varios centenares de páginas, es harto conocida: la revolución argentina habría sido doble, consistiendo primero en la revuelta de las ciudades de cultura europea en contra de la Metrópoli colonial –España-; y luego, en la revuelta de la campaña –sede de la barbarie americana- en contra de las ciudades67. En el Río de la Plata, el choque entre la barbarie y la civilización habría producido el triunfo de la primera –emblematizada en la figura zoomórfica, primitiva, de Facundo Quiroga-, permitiendo luego la creación de una síntesis monstruosa, una “nueva República de Platón”, la Confederación Argentina regida por Juan Manuel de Rosas. Las razones históricas más profundas de ese curso errático y fallido de la revolución debían buscarse en las condiciones geográficas de la Argentina, en el tipo de sociedad que la colonización española había sabido conformar -tanto en la frágil cadena de ciudades que se extendía desde los Andes y el Altiplano hasta desembocar en el Río de la Plata, cuanto en las enormes y desiertas campañas que las rodeaban-, y en la dinámica precisa que el proceso revolucionario había adquirido desde sus comienzos en 1810. Aunque su referencia a Guizot y a Thierry puede inducir a engaño, es importante subrayar que la definición de “civilización” que habita el discurso de Sarmiento es en primer término, eminentemente político: remite a la tradición republicana de la antigüedad clásica y de las comunas del Renacimiento italiano68. Si bien es cierto que el núcleo de la definición elaborada por Guizot habita, qué duda cabe, el concepto tal y como aparece empleado en el discurso de Sarmiento –es decir, que la “civilización” consiste en la unión necesaria entre el progreso moral y el progreso social, y que esos dos elementos derivan de la multiplicación de vínculos de sociabilidad entre las personas-, la referencia etimológica a la “civitas” y a los “civi” que la servían y le daban su razón de ser está también presente de un modo decisivo en los usos que Sarmiento hace de ese vocablo. Las ciudades no sólo eran repositorios de cultura, de saberes cultos y de conocimientos doctos, no sólo eran

66 Ibid., p.15.

67 Ibid., p.65.

68 El carácter republicano del pensamiento político de Sarmiento ha sido subrayado por Natalio Botana y Tulio Halperín Donghi. Ver: Botana, Natalio, La tradición republicana, Sudamericana, 1984, Buenos Aires; Halperín Donghi, Tulio, Una nación para el desierto argentino, CEAL, 1982, Buenos Aires. Ver también: Orgaz, Raúl, Sociología argentina, Assandri, 1945, Córdoba; Romero, José Luis, Historia de las ideas políticas en la Argentina, FCE, 1946, Buenos Aires; Número conmemorativo de Sur, 1960; Halperin Donghi, Tulio, e Iván Jaksic, Sarmiento. Constructor of a Nation, University of California Press, 1994, Berkeley.

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espacios de sociabilidad intensa que permitían el progreso moral y social de los individuos que las habitaban, sino que eran además -y de un modo eminente- sede de lo político. Según el análisis realizado por Sarmiento, la existencia de una densa y compleja trama de sociabilidad –siguiendo muy de cerca en este tramo de su exposición a Guizot y a Tocqueville- era la condición sine qua non para la emergencia y el buen funcionamiento de instituciones políticas modernas, de hábitos y costumbres acordes a las exigencias de una vida política articulada en torno a la “libertad de los modernos”.

La contraparte dicotómica de aquella “civilización” de las ciudades era la “barbarie” de la campaña, que se caracterizaba precisamente por su carácter profundamente asocial. El vacío de la campaña argentina, las enormes distancias que separaban un poblado de otro, un rancho de otro, la rusticidad de los medios con los cuáles sus habitantes debían buscar sobrevivir, todo ello habría contribuido a forjar un espacio humano en el cuál la naturaleza había triunfado sobre la capacidad social de los hombres. En la descripción sarmientina, siempre atravesada por ambivalencias y ambigüedades, los hábitos y las costumbres de los habitantes de la campaña derivaban más de la naturaleza que los rodeaba que de su condición humana: siendo por ello que en la descripción elaborada de ellos, aparecían a veces como los hombres, lobos de los hombres, de la metáfora hobbesiana, otras veces como aquellas cuasi-bestias, mudas y solitarias, de la postulación rousseauniana. Cualquier apariencia de orden social resultaría ser meramente un remedo grotesco de la verdadera sociedad de las ciudades, una réplica paródica como en el caso de la “sociabilidad” de las pulperías. En semejante ámbito, lo político propiamente tal no podía existir. En ausencia de un orden político, no podía existir tampoco ningún progreso moral o social: la condición determinante del medio rural argentino era su “salvajismo”, y ello implicaba que el progreso –de cualquier tipo que fuera- siempre hallaría en ese medio un obstáculo a su pleno desenvolvimiento. Los únicos grupos humanos posibles en semejante situación debían corresponder necesariamente a los más primitivos que la humanidad había conocido, la tribu, la horda, el malón; y la única forma de gobierno debía ser por ende el despotismo carismático de los caudillos que los lideraban. El triunfo de este elemento, de esta entidad, en el curso de la revolución argentina, habría conducido a la desaparición de toda forma institucional de lo político: antes que unirse a la marcha ascendente del progreso europeo, la consecuencia inesperada de la revolución argentina habría sido la de retrotraerla a formas políticas premodernas y aún extra-europeas69.

En un artículo seminal, Carlos Altamirano ha centrado su atención en las estrategias retóricas empleadas por Sarmiento como parte de la escritura del Facundo, y ha observado la cantidad abrumadora de referencias “orientalistas” que pueblan ese texto70. Estas, según el convincente argumento de Altamirano, habrían servido para

69 “Lo que por ahora necesito hacer notar es que con el triunfo de estos caudillos, toda forma civil, aun en el estado en que la usaban los españoles, ha desaparecido, totalmente, en unas partes; en otras, de un modo parcial, pero caminando visiblemente a su destrucción.” Ibid., p.65.

70 Altamirano, Carlos, “El orientalismo y la idea del despotismo en el Facundo”, Boletín del Instituto de Historia Argentina y Ameriana “Dr. Emilio Ravignani, Tercera Serie, No. 9, 1er Semestre de 1994, Buenos Aires.

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denotar “el espacio del despotismo”, es decir, el mundo de la campaña. Cruzando el archivo “orientalista” de Edward Said con las definiciones políticas de Montesquieu, Altamirano ha podido observar que la retórica orientalista de Sarmiento le permitió subrayar enfáticamente el carácter despótico asumido por las formas políticas que habían emergido en la campaña argentina luego de la Revolución de Mayo –basadas como lo estaban en el empleo arbitrario de la fuerza-. Esa frondosa referencia orientalista –aplicada también a Rosas, como cuando Sarmiento sugería que el gobierno de Mejmet Alí en Egipto era más sinceramente modernizador que el que regía a la Confederación Argentina- sirvió también para poner de relieve otro elemento de tanta o mayor importancia desde el punto de vista del Sarmiento historiador: que en el marco de uno de los esquemas centrales de la historia filosófica –aquel que señalaba que la civilización y/o el espíritu avanzaban no sólo en el tiempo, sino en el espacio, de oriente a occidente- la consecuencia fatal de la revolución argentina habría sido la de retrotraer al país a una situación semejante a la de los pueblos considerados entonces (desde una mirada europea teñida de racismo) los más estancados y abyectos del planeta. Como siempre en los libros más elaborados de Sarmiento, la argumentación combinaba diversas capas de interpretación, que no siempre eran enteramente compatibles entre sí. Si por un lado, la retórica orientalista servía para denotar simultáneamente la emergencia del despotismo y la exclusión de la Argentina de su lugar “natural” en el concierto de las naciones del mundo, también servía para subrayar una de las estructuras profundas de la mirada comparatista del Sarmiento historiador: su conciencia de una profunda continuidad entre el mundo árabe y el iberoamericano, soslayada por el relato español de la “Reconquista” pero cuyos indicios parecían rodearlo por doquier, hasta en el apellido de su madre. Es decir, en la interpretación histórica desarrollada en el Facundo, la referencia orientalista no sólo servía para señalar “semejanzas” entre pueblos y situaciones históricas muy distantes entre sí, sino para aludir –aunque más no fuera elípticamente- a la convicción sarmientina de que si algunos de nuestros males podían ser atribuidos a la mala herencia española, otros más profundos y arraigados podían serlo a la aún peor herencia que nos habría legado la experiencia de siete siglos de dominación árabe e islámica en la península ibérica. En textos posteriores como los Viajes o los Recuerdos de provincia, el lector de la Histoire de l’Empire Ottoman de Alix volvería explícita esta parte de su interpretación “filosófica” de la historia argentina. La condición “oriental”, juzgada por Sarmiento como “bárbara” por excelencia”, era el peligro latente que habitaba el fondo oscuro de todas las sociedades iberoamericanas, y de ninguna más que el de la argentina.

Además de constituir uno de los esfuerzos más complejos y coherentes por explorar la historia de la revolución argentina a la luz de la filosofía de la historia, el Facundo posee otra particularidad que hace de él un texto bisagra en el temprano desarrollo de la historiografía rioplatense: redactado por un nativo de San Juan, que contemplaba a su patria desde el mirador distante del exilio chileno, constituye el primer libro en concebir explícitamente a la historia patria como la historia de una nación, la nación argentina. Aunque postula la situación contemporánea de la República Argentina como una atravesada por la “guerra social”, por un conflicto entre dos “civilizaciones” antitéticas, su análisis nunca deja de postular a la totalidad del territorio de la Confederación Argentina como el sujeto natural de la historia que narra y examina. Más aún, en sus páginas aparece desarrollada de un modo más intenso cierta concepción cultural de la “nación”, tomada del nuevo nacionalismo romántico elaborado en los años

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treinta en los escritos de Echeverría, Alberdi, Félix Frías y otros miembros de la Nueva Generación. La identidad de los habitantes del territorio de la República Argentina se definiría por sus rasgos culturales, y estos a su vez aparecían representados como el producto de su medio geográfico –sui generis, según Sarmiento- y de su historia –única e intransferible-. Los argentinos poseían rasgos profundamente originales, que distinguían su carácter y sus costumbres de los de otros pueblos: “¿Qué impresiones ha de dejar en el habitante de la República Argentina, el simple acto de clavar los ojos en el horizonte, y ver… no ver nada, porque cuanto más hunde los ojos en aquel horizonte incierto, vaporoso, indefinido, más se le aleja, más lo fascina, lo confunde y lo sume en la contemplación y la duda? (…) De aquí resulta que el pueblo argentino es poeta por carácter, por naturaleza.” A través del prisma que le ofrecían las obras de Tocqueville, de James Fenimore Cooper, del Barón Alexander von Humboldt, Sarmiento procuró descomponer los colores específicos y originales que identificaban a los argentinos como un pueblo con identidad propia, como una nación entre las demás naciones del mundo. Característicamente –dada la permanente ambigüedad generada en ese libro por la disonancia y a veces hasta confrontación entre el sentido de su argumento explícito y aquel contenido en los tropos de su retórica-, esa identidad nacional aparecía retratada por Sarmiento casi enteramente sobre la base de las costumbres de la campaña, y no de la ciudad.

Esparcido a los cuatro vientos por las generosas manos de su autor, el Facundo supo dejar una marca indeleble –pese a las polémicas y resistencias tenaces que suscitó- en el pensamiento historiográfico de la generación romántica. El poderoso tropo de la lucha heroica entre la civilización y la barbarie –de cuyo desenlace dependía el lugar que le correspondería en el mundo a los países de América latina- se impuso muy rápidamente en las polémicas históricas y políticas que entonces tenían lugar en Chile, en Uruguay y hasta en la propia Argentina –donde Bernardo de Irigoyen se sintió obligado a realizar una crítica pretendidamente demoledora a ese libro en las páginas del periódico mendocino, La ilustración argentina (1849)-. En Uruguay, donde el joven Bartolomé Mitre estaba entonces realizando un programa intenso de lecturas históricas y ensayando sus primeros primitivos ensayos en el género, el esquema plasmado por Sarmiento ingresó muy rápidamente al debate local. En 1847, en el marco de su polémica con el letrado blanco, Bernardo Berro, Manuel Herrera y Obes71 incorporó a sus “Estudios sobre la situación”, publicados en el periódico El Conservador, dirigido por José Mármol, argumentos muy próximos a los del Facundo. Por ejemplo, cuando formula la siguiente apreciación en referencia al General Fructuoso Rivera –entonces enemistado con el gobierno de letrados “colorados” del cuál Herrera y Obes formaba parte-, ¿cómo no detectar cierto eco sarmientino?: “Vamos a hablar de un hombre, pero de un hombre que contiene en sí toda una faz de nuestra sociedad; todo un principio de revolución; todo un sistema de ideas, de hábitos y de tendencias –esto pues, toda una cuestión social bajo la

71 1806-1890. Ministro en diversas oportunidades, rector de la Universidad de la República, diputado, senador y juez de la corte suprema de su país, dedicó la mayor parte de su energía a la lucha política. En 1890, poco antes de fallecer, tuvo la buena fortuna de ver a su hijo elevado a la presidencia de la república oriental.

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forma de un hombre; y al nombrarlo, nosotros no haremos sino determinar esa cuestión.”72

Poco tiempo después, en España, donde otro letrado uruguayo se esforzaba –pese a su corta edad- por componer un estudio general de la historia del Río de la Plata, también aparecían en su texto observaciones muy próximas a la interpretación general que Sarmiento había hecho de la historia argentina. Alejandro Magariños Cervantes73 escribía, en 1851, lo siguiente: “Lo que hay en América, lo que aquí no ven o no quieren ver, es la lucha entre el principio retrógrado absolutista, hijo de las tradiciones seculares de la colonia, disfrazado con nombres más o menos especiosos, y el principio progresista de la revolución prematuramente iniciada en 1810. Lo que hay allí, es la democracia en pugna con los mil obstáculos que la rodean: el antagonismo de razas, de intereses, de preocupaciones, de abusos e innovaciones, que ora vencidas, ora vencedoras, ora encaminadas al bien, ora despeñadas en un abismo sin fondo, caen y se levantan como heridas de un vértigo espantoso. Las costumbres, las creencias, las leyes, el carácter nacional, y hasta el idioma, se templan y modifican en la fragua ardiente de este gran cataclismo nacional. (…) las ideas, los hábitos y tradiciones del viejo hemisferio sostienen el rudo embate de otras ideas, hábitos y tradiciones, que llamaríamos americanas, si no les cuadrase mejor el nombre de tártaras. (…) En suma, lo que hay en la América española, y en ninguna parte como en el Río de la Plata, es la lucha más franca e ingenua de que nos ofrecen ejemplo los anales de la humanidad entre el absolutismo y la democracia, entre la civilización y la barbarie, ya se considere en las cosas, ya en los elementos que constituyen la vida política y social de las naciones.”74 En este caso, como en el anterior, se percibe claramente la marca de la interpretación histórica articulada por Sarmiento en su Facundo, un libro que además aparece citado explícitamente en más de uno de los “estudios” que integraron el libro de Magariños.

A diferencia de Herrera y Obes –cuyo perfil público fue esencialmente el de un político y periodista-, Magariños Cervantes se veía a sí mismo (probablemente con más optimismo que razón) como fundamentalmente un hombre de letras: poeta, novelista e historiador. En su calidad de historiador, Magariños siguió en sus líneas generales las interpretaciones de Andrés Lamas75 y de Sarmiento, añadiéndoles un aparato erudito del

72 Herrera y Obes, Manuel/Berro, Bernardo Prudencio, El caudillismo y la revolución americana. Polémica. (a cura de Juan Pivel Devoto), Biblioteca Artigas, 1966, Montevideo, p.32.

73 1825-1893. Autor demasiado prolífico como para garantizar su reputación póstuma, siguió también una carrera política en su país natal, llegando a ser ministro en el gabinete de Lorenzo Batlle (donde Herrera y Obes fue uno de sus colegas), entre otros cargos de importancia.

74 Magariños Cervantes, Alejandro, Estudios históricos, políticos y sociales sobre el Río de la Plata (1851 –folletín-; 1854 –libro-), Biblioteca Artigas, 1963, Montevideo, pp.282-283.

75 Además del Facundo, Magariños estructuró una porción de su análisis de la situación política contemporánea en el Río de la Plata sobre la base de un artículo publicado por Andrés Lamas primero en El Nacional de Montevideo en 1845, y luego como panfleto en

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que habían carecido las obras de aquellos autores. Azara, también presente en Sarmiento, Manuel Moreno, Humboldt, Tocqueville, Alberdi, y los principales historiadores coloniales rioplatenses desfilaron por las páginas de la principal obra histórica escrita por aquel joven de veinte y tantos años. En una polémica posterior a la publicación parisina de los Estudios, entablada con la revista cultural porteña dirigida por Miguel Navarro Viola, El Plata Científico y Literario, Magariños daría una muestra de su conocimiento extenso de las principales fuentes entonces disponibles para estudiar el período colonial, además de ensayar una defensa de la labor de erudición de Pedro de Ángelis (cuya actuación política bajo Rosas impugnaba). Organizados en torno a la matriz interpretativa de la historia argentina y latinoamericana que había hallado en Lamas, en Sarmiento, en Herrera y Obes, en Las Bases de Alberdi (cuyo comentario constituyó el último capítulo de la primera edición de sus Estudios), los escritos históricos de Magariños publicados en la década de 1850 se apartaron sin embargo en un punto decisivo de la visión de aquellos otros autores: la mirada que dirigía hacia la tradición colonial era bastante más complaciente que la de ellos, tanto en relación al rol positivo que habría cumplido el catolicismo cuanto en relación al valor –también entendido como positivo- del aporte de España a la cultura de sus antiguas colonias.

Como lo sugieren estas referencias uruguayas, el momento de mayor impacto de la clave sarmientina de interpretación del pasado nacional sobre el debate histórico correspondió a los tres lustros que siguieron a la publicación de Facundo. A partir de la década del sesenta, en el contexto de un clima intelectual cada vez más preocupado por la naturaleza de la información histórica, obras como la de Sarmiento comenzaron a perder su fuerza de persuasión historiográfica. Sometido a cuestionamientos cada vez más severos acerca de la naturaleza de la documentación en que se había basado para reconstruir la biografía de Juan Facundo Quiroga, la identidad histórica del libro de Sarmiento –es decir, su capacidad de interpelar al lector como libro de historia- comenzó lentamente a desvanecerse. Publicado como un aporte a la reconstrucción de la historia de la revolución argentina y leído como tal en un inicio, las lagunas, las omisiones, los errores fácticos, se volvieron cada vez más tangibles en la medida en que el siglo XIX avanzaba hacia su cierre. Las refutaciones póstumas realizadas por autores más preocupados que el pensador sanjuanino por la cientificidad de su método y por la confiabilidad de sus fuentes documentales –como Ernesto Quesada o aún David Peña-, sirvieron simplemente para confirmar lo que ya hacía tiempo había sido el destino del Facundo: de libro de historia se había transformado en un magnífico relato romántico, plasmado en una prosa vehemente y transgresora, acerca de unos personajes cuya verdadera historia debería aguardar aún algún tiempo antes de ser narrada. El destino crítico del Facundo –que ha llevado a teóricos literarios recientes a sostener que se debería leer como una novela o como una suerte de epopeya pampeana- no debe sin embargo obturar una adecuada comprensión del sentido preciso que los contemporáneos,

1846: “Apuntes históricos sobre las agresiones del dictador argentino Juan Manuel de Rosas contra la independencia de la República Oriental del Uruguay”. El hecho de que algunos pasajes del libro de Magariños siguen muy de cerca a otros de Lamas, dio lugar a una discusión en los años 1930, en la cuál participaron Narciso Binayán y Rómulo Carbia, acerca del carácter “plagiario” del autor de los Estudios. Concordamos con la lectura de Pivel Devoto en este punto, quien consideraba que esa acusación era demasiado excesiva.

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los primeros lectores, de esa obra, le asignaron: en el contexto de la discusión e investigación históricas de las décadas de 1840 y 1850, el libro de Sarmiento ocupó el lugar de una de las síntesis más importantes de la historia nacional efectuadas hasta ese momento, si no la más importante. Es por ello que la sombra terrible del Facundo, tanto como la del homónimo personaje en cuya vida se basaba, seguiría proyectándose sobre el debate histórico argentino hasta épocas aún muy recientes.

Hacia la construcción de un campo

Con la caída de Rosas en 1852, seguida por el retorno de gran parte de los emigrados de los años anteriores, una nueva etapa se abría en la historia de la historiografía argentina, marcada tanto por rupturas cuanto por continuidades con los –escasos- logros de la época que entonces se clausuraba. Por un lado, el regreso de la “flotante provincia argentina” a su hogar originario –con Alberdi y Sarmiento como las principales excepciones- implicó también una repatriación del debate histórico argentino. El periódico de Bartolomé Mitre, fundado en 1852, Los Debates, asumiría la tarea de presentar a su nuevo público a ese grupo de escritores que por efecto de la censura del régimen caído, eran prácticamente desconocidos en su tierra nativa: Sarmiento, Alberdi, Juan María Gutiérrez, entre otros, se convertirían en objeto de breves retratos en sus páginas. Periódicos literarios y culturales –aunque muchas veces de vida efímera- comenzaron a multiplicarse, y en sus páginas hallaron también un espacio las discusiones acerca de la historia argentina, antigua y reciente. Ese nuevo espacio por el cual podían circular ahora los textos –generalmente breves- escritos en el exilio o compuestos en medio del fragor de la lucha facciosa que sacudiría a Buenos Aires y a la Confederación Argentina durante toda la década, sirvió también para naturalizar la práctica histórica en una tierra de la cual –salvo la importante iniciativa de De Ángelis- había sido, también ella, prácticamente proscripta. La reorganización del Colegio y de la Universidad de Buenos Aires, del Archivo y de la Biblioteca de la Provincia, aunque magros fueron sus resultados en el transcurso de esa década, abrieron nuevos espacios institucionales para la enseñanza y discusión de la historia: el hecho de que no pudieron ser aprovechados adecuadamente en un primer momento no debería obturar la importancia que revistieron tales esfuerzos institucionalizadores. Desde la perspectiva de la disciplina histórica, el más ambicioso y también el más malogrado de esos esfuerzos fue la creación de un “Instituto Histórico Geográfico” impulsado por Mitre, a partir del modelo brasileño. Inaugurado en septiembre de 1854, no tardaría en disolverse como consecuencia del recrudecimiento de los enfrentamientos políticos intensos que acompañaron las luchas entre “crudos” y “cocidos”, entre “pandilleros” y “chupandines”. En su discurso inaugural, Mitre, sin embargo, había señalado cuál era el principal estorbo a un verdadero avance del conocimiento histórico –más aún, de cualquier producción intelectual- en la Provincia: “El culto de la inteligencia sólo se alimenta entre nosotros de la meditación solitaria y de los esfuerzos individuales, por eso no se propaga ni adquiere prosélitos. El fuego sagrado no tiene entre nosotros un altar público, y solo arde en el fondo del gabinete del hombre estudioso: por eso no se acaloran los corazones en el noble entusiasmo de las ciencias y las letras. Si esas fuerzas intelectuales que poseemos, concurriesen a un fin, si esas aspiraciones errantes se concretasen, si esos trabajos fragmentarios se complementasen los unos por los otros, si esas meditaciones solitarias se

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magnificasen por la discusión y el contacto, nos sorprenderíamos nosotros mismos del tesoro de ciencia, de ideas, y de trabajos desconocidos que poseemos (…).”76 Si el diagnóstico del tribuno porteño por excelencia era acertado, las condiciones para hallarle un remedio aún no estaban dadas. Como descubrirían muy a su pesar los ahora no tan jóvenes escritores de la “Nueva Generación”, Rosas pudo haber sido la causa de muchos de los males del presente en que estaban obligados a bregar, pero también había sido uno de sus síntomas.

76 Mitre, Bartolomé, “Instituto Histórico Geográfico. Discurso pronunciado en la Biblioteca Pública con el objeto de promover la asociación.”, Arengas de Bartolomé Mitre, Tomo Primero, Biblioteca de “La Nación”, 1902, Buenos Aires, p.84.

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