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PRÓLOGO Carta de Julio César a Atia (45 a. C.) Envía al muchacho a Apolonia. Mi querida sobrina, comienzo de forma tan abrupta con ob- jeto de desarmarte y de mitigar y contrarrestar con mi tenaz per- suasión toda objeción por tu parte. Tu hijo ha dejado mi campamento de Cartago en buen estado de salud; le tendrás en Roma en el transcurso de la semana. He dado instrucciones a mis hombres para que la travesía sea pausada con el fin de que recibas esta carta antes de que él llegue. Puedo imaginarte en este mismo instante planteando reparos, a tu juicio fundados: eres madre además de una Julia, lo que te hace doblemente obstinada. Y creo saber cuáles serán tus obje- ciones, pues ya hemos hablado con anterioridad de estos asuntos. Aludirías a su salud inestable, aunque pronto te darás cuenta de que Cayo Octavio regresa de su campaña conmigo en Hispania más saludable que cuando la comenzó. Cuestionarías la calidad de los cuidados que recibe en el extranjero, pero si lo piensas con detenimiento, te darás cuenta de que los médicos de Apolonia están más preparados para atender a sus problemas de salud que esos perfumados charlatanes que hay en Roma. Tengo seis legio- nes de soldados en Macedonia y alrededores, y, mientras que la muerte de cualquier senador no supondría una gran pérdida para el mundo, la salud de los soldados es asunto de máxima impor- tancia. Además el clima costero de Macedonia es tan benévolo como el de Roma, si no más. Eres una buena madre, Atia, pero adoleces de esa severidad y rigidez moral que en ocasiones afec- tan a nuestra estirpe. Has de aflojar un poco las riendas y permi- tir que tu hijo se convierta de hecho en el hombre que es por derecho. Tiene casi dieciocho años, y recuerda los presagios en el momento de su nacimiento, los cuales, como sin duda sabes, he hecho todo lo posible por favorecer. 9 HijodeCesarSegEd.qxp_HijodeCesar 15/03/16 14:34 Página 9

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PRÓLOGO

Carta de Julio César a Atia (45 a. C.)

Envía al muchacho a Apolonia.Mi querida sobrina, comienzo de forma tan abrupta con ob-

jeto de desarmarte y de mitigar y contrarrestar con mi tenaz per-suasión toda objeción por tu parte.

Tu hijo ha dejado mi campamento de Cartago en buen estadode salud; le tendrás en Roma en el transcurso de la semana. Hedado instrucciones a mis hombres para que la travesía sea pausadacon el fin de que recibas esta carta antes de que él llegue.

Puedo imaginarte en este mismo instante planteando reparos,a tu juicio fundados: eres madre además de una Julia, lo que tehace doblemente obstinada. Y creo saber cuáles serán tus obje-ciones, pues ya hemos hablado con anterioridad de estos asuntos.Aludirías a su salud inestable, aunque pronto te darás cuenta deque Cayo Octavio regresa de su campaña conmigo en Hispaniamás saludable que cuando la comenzó. Cuestionarías la calidad delos cuidados que recibe en el extranjero, pero si lo piensas condetenimiento, te darás cuenta de que los médicos de Apoloniaestán más preparados para atender a sus problemas de salud queesos perfumados charlatanes que hay en Roma. Tengo seis legio-nes de soldados en Macedonia y alrededores, y, mientras que lamuerte de cualquier senador no supondría una gran pérdida parael mundo, la salud de los soldados es asunto de máxima impor-tancia. Además el clima costero de Macedonia es tan benévolocomo el de Roma, si no más. Eres una buena madre, Atia, peroadoleces de esa severidad y rigidez moral que en ocasiones afec-tan a nuestra estirpe. Has de aflojar un poco las riendas y permi-tir que tu hijo se convierta de hecho en el hombre que es porderecho. Tiene casi dieciocho años, y recuerda los presagios en elmomento de su nacimiento, los cuales, como sin duda sabes, hehecho todo lo posible por favorecer.

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Quiero que comprendas la importancia del mandato con elque comienzo mi carta. Su griego es atroz y su retórica, floja; sufilosofía no está mal, pero sus conocimientos de literatura sonuna excentricidad, por no decir más. ¿Son los tutores en Romatan dejados y negligentes como los ciudadanos? En Apolonia ten-drá la oportunidad de leer filosofía y de mejorar su griego conAtenodoro, ampliará sus conocimientos de literatura y pulirá suretórica con Apolodoro. Ya lo he dispuesto todo.

Además, a su edad es necesario mantenerle alejado de Roma:es un joven de fortuna, de posición elevada y gran belleza, y si nole corrompe la admiración de los muchachos y muchachas, lo harála ambición de los aduladores (advertirás cuán hábilmente me re-fiero a esa moralidad campechana vuestra). En una atmósfera es-partana y disciplinada, sus mañanas transcurrirán junto a los máseruditos maestros de nuestro tiempo perfeccionando el arte hu-mano de la inteligencia, y pasará sus tardes con los oficiales demis legiones aprendiendo ese otro arte sin el cual ningún hombreestá completo.

Ya tienes una ligera idea de lo que siento por el muchacho y decuáles son mis planes para él: sería hijo mío ante la ley como loes en mi corazón si ese Marco Antonio –que sueña con suce-derme y que intriga con mis enemigos con la misma discrecióncon la que un elefante deambularía por el Templo de las VírgenesVestales– no hubiera impedido la adopción. Tu hijo Cayo es mimano derecha, pero para que pueda continuar siéndolo sin peli-gro y me suceda en el poder debe tener la oportunidad de cono-cer en qué radica mi fuerza. Y esto en Roma no puede hacerlo, yaque el más importante de ellos lo he dejado en Macedonia: mis le-giones, con las que el verano próximo Cayo y yo arremeteremoscontra los partos o los germanos, y a las que es posible que tam-bién necesitemos para combatir las traiciones que surjan enRoma… Por cierto, ¿cómo está Marco Filipo, a quien te compla-ces en llamar tu esposo? Es tan tonto que casi le aprecio. En rea-lidad le estoy agradecido, pues de no estar tan ocupado haciendoel bobo en Roma y conspirando tan torpemente contra mí juntocon su amigo Cicerón, quizás estaría desempeñando su laborcomo padre adoptivo de tu hijo. Tu difunto esposo, pese a pro-venir de una familia carente de distinción, al menos tuvo el aciertode engendrar un hijo y de prosperar gracias al nombre de la fa-

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milia Julia; tu actual esposo, en cambio, intriga en mi contra y seríacapaz de destruir ese nombre que constituye la única ventaja queposee frente al mundo. Aun así, desearía que todos mis enemigosfueran tan ineptos: sentiría menos admiración por ellos, pero es-taría más seguro.

Le he pedido a Cayo que se haga acompañar a Apolonia pordos amigos que lucharon con nosotros en Hispania y que ahoraregresan con él a Roma: Marco Vipsanio Agripa y Quinto Salvi-dieno Rufo, a los cuales conoces, y otro –un tal Cayo Cilnio Me-cenas– al que no conoces. Tu esposo sin duda sabrá que esteúltimo desciende de una antigua familia etrusca emparentada re-motamente con la realeza, un detalle que al menos le complacerá.

Observarás, mi querida Atia, que al inicio de esta carta daba laimpresión, como tío tuyo, de dejarte elección respecto al futurode tu hijo; pero como César debo dejar claro que no es así. He deregresar a Roma en el transcurso de este mes, y habrás oído ru-mores de que me dispongo a hacerlo en calidad de dictador vita-licio en virtud de un decreto del Senado que aún no se ha emitido.Esto me capacita para designar un jefe de caballería, que será lasegunda autoridad máxima por debajo de mí. Lo he designado, ycomo puedes suponer, he elegido a tu hijo. Ya es una realidad yno se puede cambiar; de modo que si tú o tu esposo interferís, laira del pueblo se abatirá sobre vosotros con tal fuerza que mispropios escándalos parecerán por contraste insignificantes.

Espero que vuestro veraneo en Puteoli haya sido placentero yque os encontréis ya de vuelta en la ciudad para la nueva tempo-rada. Yo estoy cansado y con ganas ya de regresar a Italia. Tal vezcuando vuelva, y una vez despachados mis asuntos en Roma, po-dríamos ir a disfrutar de unos días tranquilos en Tívoli. Podrías in-cluso traer a tu esposo, y también a Cicerón, si es que desea venir.A pesar de lo dicho, en realidad siento un gran aprecio por ambos.Al igual que lo siento por ti, naturalmente.

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de Roma, no sé si por temor de su vida o por desesperación alcomprobar las consecuencias de su ambición. Nos hemos libradode ella para siempre. Octavio se dirige a Roma con el fin de rei-vindicar su legado, y lo hace con plena inmunidad. Apenas pudeocultar mi enfado y mi dolor cuando él mismo me lo dijo: esemuchachuelo y los patanes de sus amigos pueden ir a Roma sinriesgo alguno para su persona mientras que tú, mi héroe de losIdus de marzo, y nuestro Casio habéis de permanecer ocultoscomo animales perseguidos, más allá de los límites de la ciudad ala que habéis dado la libertad.

VI. De Marco Tulio Cicerón a Marco Junio Bruto (44 a. C.)

Seré muy breve. Es nuestro, estoy seguro. Ha ido a Roma y ha ha-blado ante el pueblo, mas solo para reivindicar su derecho al le-gado. He sido informado de que no habla mal de ti ni de Casio nide ninguno de los otros. Encomia a César con mucha discrecióny anuncia que acepta la herencia por deber y el nombre en señalde respeto, y que su intención es retirarse a la vida privada una vezresueltas estas cuestiones. ¿Podemos creerle? ¡Debemos hacerlo!Intentaré seducirle cuando regrese a Roma: puede que su nombreaún nos sea útil.

VII. Carta de Marco Antonio a Cayo Sentio Tavo,comandante militar de Macedonia (44 a. C.)

Sentio, mi viejo amigo, Antonio te envía saludos y además un in-forme de las trivialidades más recientes para que te hagas una ideade lo que tengo que soportar todos los días ahora que el peso dela Administración recae sobre mí. No se cómo César pudo aguan-tarlo día tras día. Era un hombre extraño.Ese pálido cabronzuelo de Octavio vino a verme ayer por la

mañana. Lleva cerca de una semana en Roma actuando cual viudaafligida, llamándose a sí mismo «César» y haciendo todo tipo deidioteces similares. Parece que los mentecatos de mis hermanos,Cneo y Lucio, le autorizaron sin consultarme a que se dirigiera ala multitud en el Foro a condición de que les garantizara que no

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haría un discurso político. ¿Has oído hablar alguna vez de un dis-curso que no sea político? Bueno, al menos no intentó arengar-les: no es tonto del todo. Estoy seguro de que recibió de elloscierto consuelo, pero nada más que eso.Pero aunque no lo sea del todo, sin duda algo tonto sí que es,

porque se da unos aires muy presuntuosos para un muchacho,sobre todo uno cuyo abuelo era un ladrón y cuyo único nombre dealguna importancia es prestado. Vino a mi casa al final de la ma-ñana, sin cita, cuando había media docena de personas esperando,y llegó acompañado de un séquito de tres como si fuera un malditomagistrado y ellos sus lictores. Supongo que pensó que lo dejaríatodo para ir corriendo a atenderle a él, cosa que por supuesto nohice. Le dije a mi secretaria que le informara de que tendría queaguardar su turno: en parte esperaba que se fuese, y lo deseaba tam-bién. Pero no lo hizo, así que le dejé esperando durante gran partedel resto de la mañana hasta que finalmente le dejé pasar.He de confesar que, pese a haber jugado con él como lo hice,

sentía curiosidad. Tan solo le había visto en un par de ocasionesanteriormente. Una, hace seis o siete años, cuando él tenía doce,que César le permitió pronunciar el panegírico en el funeral desu abuela Julia, y otra, hace dos años, con motivo de la MarchaTriunfal de César tras la campaña de África, en la que yo iba mon-tado en el carro con César y el muchacho detrás de nosotros.César me había hablado mucho de él en el pasado, y me pregun-taba si acaso le había infravalorado.Pero no. Jamás comprenderé cómo el «gran» César pudo nom-

brar a este muchacho heredero de su nombre, su poder y su for-tuna. Juro por los dioses que si ese testamento no estuvieradepositado e inscrito ya en el Templo de las Vírgenes Vestales,me habría arriesgado a cambiarlo yo mismo.Me habría exasperado menos si hubiese dejado sus aires de

grandeza en el recibidor, entrando en mi oficina como cualquierotra persona. Pero no lo hizo. Entró flanqueado por sus tres ami-gos, a los que me presentó como si realmente alguno de ellos meimportara. Se dirigió a mí con el civismo pertinente, y despuésesperó a que dijera algo. Le miré durante largo tiempo sin hablar.Lo que sí puedo decir en su favor es que es muy temperado: noperdió la calma ni dijo nada, y ni siquiera se le veía contrariado porhaberle hecho esperar. Así que finalmente dije:

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–Y bien, ¿qué es lo que quieres?Y ni siquiera entonces pestañeó. Me respondió:–He venido a presentar mis respetos al que fue amigo de mi

padre y a informarme de los trámites para ejecutar su testamento. –Tu tío –repliqué– ha dejado sus asuntos hechos un desastre.

Así que te aconsejo que no te quedes en Roma a esperar a que seordenen.Y tampoco después de esto dijo una sola palabra. La verdad,

Sentio, es que hay algo en ese chico que me da mala espina. Nosoy capaz de mantener la calma en su presencia.Añadí:–Te aconsejo también que no emplees su nombre tan a la ligera

como si fuera tuyo. No lo es, como bien sabes, y no lo será hastaque el Senado ratifique la adopción.Asintió.–Agradezco tus consejos –dijo después–. Empleo el nombre

en señal de reverencia, no por ambición. Pero, dejando a un ladola cuestión de mi nombre, e incluso mi parte de la herencia, aúnqueda el legado que César hizo a los ciudadanos. Creo que estántan indignados que…Me reí de él.–Muchacho –le dije–, este es el último consejo que te doy esta

mañana: ¿por qué no regresas a Apolonia y te dedicas a leer tuslibros? Allí estarás mucho más seguro. Yo me ocuparé de los asun-tos de tu tío como estime adecuado y cuando lo crea conveniente.No se dio por insultado. Me sonrió con esa tenue y fría son-

risa, y añadió:–Me complace saber que los asuntos de mi tío están en bue-

nas manos.Me levanté de mi mesa y le di una palmada en el hombro, di-

ciendo:–Así me gusta. Ahora será mejor que os vayáis; aún tengo mu-

chas cosas que hacer.Y ahí acabó la cosa. Me parece que es consciente de su situa-

ción, por lo que no creo que vaya a hacer planes de gran enver-gadura. Es un jovenzuelo petulante y mediocre que no destacaríaen absoluto de no ser por su derecho a usar ese nombre, lo cual,aun cuando por sí mismo no le lleve muy lejos, resulta fastidioso.Pero basta ya. Ven a Roma, Sentio, y te prometo que no hablaré

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una sola palabra de política. Asistiremos a una función en casa deEmilia –donde, por autorización especial de un cónsul cuyo nom-bre no mencionaré aquí, se permite que las actrices actúen sin lastan molestas vestimentas–, beberemos todo el vino que podamosy competiremos ante las mujeres para ver quién es mejor hombrede los dos.Pero la verdad es que desearía que ese cabronzuelo dejase

Roma llevándose consigo a sus amigos.

VIII. Quinto Salvidieno Rufo. Notas para un diario (44 a. C.)

Hemos visto a Antonio. Aprehensivo. Tarea ingente. Le tenemosen contra, no hay duda; empleará todos los medios a su alcancepara detenernos. Nos hizo ser conscientes de nuestra juventud einexperiencia.Es un hombre realmente impresionante. Vanidoso, aunque con

audacia. Vestía una toga blanquísima (que hacía destacar sus bra-zos musculosos y tostados) con una banda de color púrpura de-licadamente orlada con oro; tan grande como Agripa, pero demovimientos felinos en lugar de taurinos; de huesos grandes, ros-tro agraciado, con pequeñas cicatrices blancas de cortes aquí yallá; nariz sureña, se ve que antaño rota; labios carnosos, curva-dos hacia arriba en las comisuras; ojos de color castaño claro quepueden llegar a centellear de ira, y voz retumbante, capaz de en-volverle a uno tanto en la fuerza como en el afecto.Mecenas y Agripa están furiosos, cada cual su manera. Mece-

nas, rígido, frío como un témpano (cuando se pone serio aban-dona todos sus amaneramientos y hasta parece que el cuerpo sele endurece); no ve posibilidad alguna de conciliación, ni la desea.Agripa, por lo general tan impasible, tiembla de rabia, el rostro en-rojecido, los enormes puños apretados. Pero Octavio (ahorahemos de llamarle «César» en público) parece extrañamente ale-gre, nada enfadado. Sonríe, habla animado, se ríe incluso (es laprimera vez que ríe desde la muerte de César). En su momentomás difícil parece que nada le preocupa. ¿Actuaba así su tío enmomentos de peligro? Hemos oído decir que sí.Octavio rehúsa hablar acerca de esta mañana. Por lo general

nos bañamos en las instalaciones públicas, pero hoy vamos a la

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con que vendrá. Nuestros hombres se encargarán de concertarlos detalles.

XI. Actas del Senado: los consulados de Quinto Pedio yOctavio César (septiembre, 43 a. C.)

Que se revoque la sentencia de proscripción contra Marco Emi-lio Lépido y Marco Antonio y que se les envíen cartas de conci-liación pidiéndoles disculpas a ellos y a los oficiales de susejércitos.

Aprobado por el Senado.Juicio del Senado: contra los asesinos y conspiradores en el

asesinato de Julio César. Fiscales: Lucio Cornificio y MarcoAgripa.

Que se prohíba toda hospitalidad por parte de Roma al asesinoen rebeldía Marco Junio Bruto y que sea condenado en su exilio.

Que se prohíba toda hospitalidad por parte de Roma al asesinoen rebeldía Cayo Casio Longino y que sea condenado en su exi-lio.

Que se prohíba toda hospitalidad por parte de Roma al tri-buno de la plebe P. Servilio Casca, a quien el temor y la mala con-ciencia hacen que se ausente del Senado, y que sea condenado.

Que se prohíba toda hospitalidad por parte de Roma al cons-pirador y pirata Sexto Pompeyo y que sea condenado en su exilio.

El jurado senatorial declara culpables a todos los conspirado-res y asesinos, y los condena.

XII. Carta de Cayo Cilnio Mecenas a Tito Livio (12 a. C.)

Mi querido Livio, de todos los recuerdos que con tus preguntashas desenterrado del fondo de mi alma te encuentras ahora conel más triste. Llevo días posponiendo el escribirte porque eraconsciente de que suponía enfrentarme de nuevo a ese antiguodolor.

Teníamos que encontrarnos con Antonio en Bolonia, de modoque marchamos desde Roma seguidos de cinco legiones de sol-

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dados, habiendo pactado con Antonio y Lépido que no llevaríanconsigo más soldados que nosotros. El encuentro tendría lugar enel islote que hay en el Lavinia, donde el río se ensancha cerca desu desembocadura en el mar. Sendos puentes estrechos comuni-caban el islote con ambas orillas, y, gracias a que el terreno eratotalmente llano, los ejércitos pudieron detenerse a cierta distan-cia del río, pero sin perderse de vista el uno al otro en ningún mo-mento. Cada uno de los bandos dispuso una vigilancia de cerca decien hombres en cada uno de los accesos al puente, y los tres(Agripa, Octavio y yo) comenzamos a avanzar lentamente; en-frente de nosotros, Lépido y Antonio, cada uno de ellos acom-pañado de dos hombres, se aproximaban desde la otra orilla aigual paso.

Recuerdo que llovía: era un día gris. A unos metros de distan-cia del puente había una pequeña cabaña de piedra tosca; nos di-rigimos hacia allí, reuniéndonos con Antonio y Lépido en lapuerta. Antes de entrar Lépido nos escudriñó a fin de verificarque no íbamos armados, y Octavio, sonriendo, le dijo:

–No vamos a hacernos daño. Hemos venido a acabar con losasesinos, no a imitarlos.

Tuvimos que agacharnos para entrar porque la puerta era muybaja. Octavio se sentó junto a una rudimentaria mesa que habíaen el centro de la habitación, flanqueado por Antonio y Lépido.Tal como imaginas, antes de encontrarnos habíamos llegado a unacuerdo de carácter general: Octavio, Antonio y Lépido formaríanun triunvirato inspirado en el que veinte años atrás constituyeronJulio César, Cneo Pompeyo y Craso; la duración del poder triun-viral sería de cinco años. Dicho poder significaba el Gobierno deRoma, e incluía el derecho a asignar magistrados de la ciudad y adirigir los ejércitos provinciales. Las provincias occidentales (Casioy Bruto dominaban las de Oriente) se dividirían entre los triunvi-ros. Nosotros ya habíamos aceptado la que era con diferencia laparte más modesta –las dos Áfricas y las islas de Sicilia, Cerdeñay Córcega–, cuya posesión era, además, dudosa porque SextoPompeyo dominaba ilegítimamente Sicilia y controlaba la mayorparte del Mediterráneo; pero no eran tierras lo que buscábamoscon ese concordato. Lépido conservaría lo que ya tenía, la Nar-bonense y ambas Hispanias, y Antonio tendría el mando de lasdos Galias, que eran, con mucho, la parte más rica e importante.

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El motivo fundamental era, claro está, la necesidad de combinarnuestras fuerzas con el objeto de derrotar a Bruto y a Casio enOriente, castigando así a los asesinos de Julio César, y restaurar elorden en Italia.

Nos quedó claro enseguida que Lépido era el títere de Anto-nio. Era un hombre pomposo y fatuo, aunque mientras no abrierala boca su presencia resultaba bastante imponente. Ya sabes eltipo de hombre que digo: tenía el aspecto de un senador. Anto-nio le dejó parlotear durante unos minutos y después hizo ungesto como de impaciencia.

–Dejemos los detalles para más tarde –dijo–. Tenemos cosasmás importantes de las que hablar. –Y, mirando a Octavio, aña-dió–: Sabes que tenemos enemigos.

–Sí –respondió Octavio.–Aunque cuando te marchaste el Senado te hiciera reverencias

y se postraran a tus pies, puedes estar seguro de que en estos mo-mentos están tramando algo en tu contra –dijo Antonio.

–Lo sé –replicó Octavio pausadamente. Esperó a que Antoniocontinuara.

–Y no solo en el Senado –añadió Antonio. Se puso en pie ycomenzó a caminar inquieto por la habitación–; en toda Roma.Me acuerdo siempre de tu tío Julio –movió la cabeza de un ladoa otro–. No puedes fiarte de nadie.

–No –respondió Octavio con una leve sonrisa.–No dejo de pensar en todos ellos: blandos, gordos, ricos, y

cada vez más ricos. –Dio un puñetazo sobre la mesa, con lo quealgunos de los pergaminos cayeron al suelo de arcilla–. Y nuestrossoldados están hambrientos, y lo estarán aún más antes de queacabe el año. Ningún soldado lucha con el estómago vacío y sintener nada que esperar cuando haya terminado.

Octavio le miraba.Antonio prosiguió:–No puedo dejar de pensar en Julio. Si hubiera sido un poco más

decidido a la hora de lidiar con sus enemigos… –De nuevo hizo unmovimiento con la cabeza. Hubo un largo silencio.

–¿Cuántos son? –inquirió Octavio en voz baja.Antonio sonrió con ironía y se sentó de nuevo a la mesa.–Tengo unos treinta o cuarenta nombres –le dijo con desidia–.

Y supongo que Lépido tiene también algunos más.

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–Has hablado de esto con Lépido –dijo Octavio.–Lépido está de acuerdo –replicó Antonio.Lépido carraspeó, extendió el brazo, dejando que su mano des-

cansara sobre la mesa, y se inclinó ligeramente hacia atrás:–Con gran pesar he llegado a la conclusión de que esta es la

única vía que nos queda, por mucho que nos desagrade –dijo–. Teaseguro, mi querido muchacho, que…

–No me llames «mi querido muchacho» –interrumpió Octaviocon una voz, al igual que su rostro, totalmente inexpresiva–. Soyel hijo de Julio César y soy cónsul de Roma. No vuelvas a lla-marme «muchacho».

–Te aseguro… –prosiguió Lépido, mirando a Antonio. Anto-nio se rio. Lépido hizo un gesto con las manos–. Te aseguro queno… que no pretendía…

Octavio se apartó de él y se dirigió a Antonio: –Estás hablando de proscripciones, como en los tiempos de

Sila.Antonio se encogió de hombros:–Llámalo como quieras. Pero es necesario; sabes que lo es.–Lo sé –replicó Octavio con voz pausada–. Pero no me

gusta.–Te acostumbrarás… –respondió Antonio alegremente–. Con

el tiempo.Octavio asintió abstraído. Se ajustó la capa en torno a su

cuerpo, se levantó de la mesa y se dirigió hacia la ventana. Estaballoviendo. Yo podía verle la cara. Las gotas de lluvia caían sobreel marco de la ventana y le salpicaban en la cara. No se movió. Eracomo si su rostro fuera de piedra. No se movió durante un buenrato. Después se volvió hacia Antonio y dijo:

–Dame los nombres.–Dime que lo apoyarás –replicó Antonio pausadamente–.

Que, aunque no te guste, lo apoyarás.–Lo haré –dijo Octavio–. Dame los nombres.Antonio chasqueó los dedos, y uno de sus ayudantes le acercó

un papiro. Le echó un vistazo, alzó la mirada hacia Octavio y, conuna sonrisa irónica, dijo:

–Cicerón.Octavio asintió, y, a continuación, replicó con mucha

calma:

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–Es cierto que nos ha causado problemas en el pasado y quete ha ofendido, pero me ha dado su palabra de que se retirará.

–La palabra de Cicerón… –terció Antonio, escupiendo alsuelo.

–Es un anciano –respondió Octavio–; es probable que no lequeden muchos años más.

–Un solo año más, seis meses…, hasta un mes sería muchotiempo –dijo Antonio–. Tiene demasiado poder, incluso derrotado.

–Me ha hecho daño –dijo Octavio como hablando para símismo–, pero aun así siento afecto por él.

–Estamos perdiendo el tiempo –replicó Antonio, y después,tamborileando con los dedos en el rollo de papiro, añadió–: Dis-cutiría contigo cualquier otro nombre, pero Cicerón no es nego-ciable.

Octavio sonrió, creo.–No –dijo–, Cicerón no es negociable.De pronto pareció perder interés en lo que estaban hablando.

Antonio y Lépido iban proponiendo nombres y de vez en cuandole pedían su consentimiento. Octavio asentía distraído. En un mo-mento dado, Antonio le preguntó si no quería añadir sus propiosnombres a la lista, a lo que Octavio respondió:

–Soy joven. Aún no he tenido tiempo de forjarme tantas ene-mistades.

Y así, a última hora de la noche, a la luz de una lámpara queparpadeaba con cada leve suspiro del aire, elaboramos la lista.Diecisiete de los senadores más ricos y poderosos serían prontocondenados y sus fortunas, confiscadas, e inmediatamente des-pués otros ciento treinta serían declarados proscritos, y se haríanpúblicos sus nombres con el fin de que Roma pudiera concretarlas fronteras de su miedo.

–Si no queda otro remedio, hagámoslo sin demora –dijo Oc-tavio.

Después nos fuimos a dormir como haría cualquier soldado,envueltos en nuestras mantas y tendidos sobre el suelo de arcillade aquella cabaña. Acordamos que ninguno de nosotros comen-taría nada con sus tropas hasta haberse concretado todos los de-talles del pacto.

Como sabes, mi querido Livio, mucho es lo que se ha dicho yescrito acerca de aquellas proscripciones, para bien y para mal. Y

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es cierto que al final el asunto se nos fue bastante de las manos.Antonio y Lépido no paraban de añadir nombres a la lista, y al-gunos de los soldados aprovecharon la confusión para saldar suspropias cuentas con sus enemigos y enriquecerse, aunque eso erade esperar. Cuando se trata de pasiones, sea en el amor o en laguerra, los excesos son inevitables.

Sin embargo, siempre me ha sorprendido que, cuando llega lapaz, los hombres comienzan a dudar de si lo que se hizo estuvobien o mal. Creo ahora que ambos juicios son inadecuados, y loson en idéntica medida, porque los que así juzgan lo hacen notanto porque les preocupe lo que está bien y lo que está mal comoen señal de protesta contra los crueles dictados de la necesidad ode la aprobación de estos. Y la necesidad es simplemente lo queha ocurrido, el pasado.

Dormimos durante la noche, y nos levantamos antes del ama-necer. Y ahora, amigo mío, me aproximo a ese dolor que mencio-naba al comienzo de esta carta. Ha sido el miedo a aproximarmelo que me ha hecho divagar con disquisiciones filosóficas, por loque confío en que me disculparás.

Concertadas las proscripciones, los triunviros habían de deci-dir sobre los asuntos de Roma durante los cinco años siguientes .Ya se había acordado que Octavio renunciaría al consulado querecientemente había recibido del Senado: dado que, en virtud desu posición, cada uno de los triunviros gozaba ya de poderes con-sulares, parecía más práctico dejar las labores senatoriales enmanos de lugartenientes, ampliando así la base senatorial delpoder, y dejar a los triunviros libres para desempeñar sus funcio-nes militares sin impedimentos. El segundo día se consagraría ala elección de los diez cónsules que ejercerían el poder sobre laciudad durante los cinco años próximos y al reparto de las legio-nes entre los triunviros.

Desayunamos con un pan basto y unos dátiles; Antonio se quejóde la frugalidad de la comida. Continuaba lloviendo. Hacia el me-diodía la cuestión de las tropas ya estaba resuelta: en el reparto Oc-tavio obtuvo tres legiones que antes no teníamos, además de las onceque ya dirigíamos. La tarde se dedicaría a la elección de los cónsules.

Comprenderás que se trataba de una negociación importante:era evidente, aunque de forma tácita, que, a pesar de los pactos al-canzados, seguían existiendo diferencias sustanciales entre Marco

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Mi hijo Quinto quería que viera el gran Foro al que acudíacon frecuencia a ocuparse de los negocios de su señor, así que sedespertó muy temprano a fin de que pudiéramos pasear por lascalles antes de que se llenaran de gente. Habíamos ido a ver elnuevo Senado y caminábamos por la Vía Sacra hacia el Templode Julio César, que bajo el sol de la mañana parecía tan blancocomo la nieve de las montañas. Recordé que en una ocasiónsiendo niña había visto a este hombre que ahora es dios, y quedémaravillada ante la grandeza de aquel mundo del que yo habíaformado parte.

Nos detuvimos un momento a descansar junto al templo, puesa mi edad me canso con facilidad. Y mientras descansábamos via un grupo de hombres que se acercaba caminando en direccióna nosotros; sabía que eran senadores, porque vestían togas confranjas de color púrpura. En el centro del grupo había un hom-bre de cuerpo delgado, tan encorvado como el mío, que llevabaun sombrero de ala ancha y un bastón en una mano. Los otros pa-recían dirigirse a él cuando hablaban. Mi visión no es buena, porlo que no podía distinguir bien sus facciones; pero algo en mí in-tuía que le conocía, y le dije a Quinto:

–Es él.Quinto me sonrío y preguntó:–¿Es quién, madre?–Él –dije, temblándome la voz–; el amo del que te he hablado,

al que solía cuidar.Quinto le miró de nuevo, me tomó del brazo y nos acercamos

a la calle para poder verle pasar. Otros ciudadanos, que tambiénle habían visto aproximarse, se habían agolpado a orillas de lacalle, y nos unimos a ellos.

No tenía intención de hablar, pero según pasaba, los recuerdosde mi infancia volvieron a mí y pronuncié su nombre.

–Tavio –dije.No fue más que un susurro, pero lo dije en el mismo instante

en el que él pasaba junto a mí, de modo que aquel a quien no pen-saba dirigirme se detuvo y me miró perplejo. A continuación hizoun gesto a los hombres que le acompañaban, indicándoles que sequedaran donde estaban, y se acercó a mí.

–¿Has dicho algo, buena mujer? –preguntó.–Sí, mi señor –respondí–. Te ruego que me disculpes.

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–Has pronunciado el nombre por el que me llamaban cuandoera niño.

–Soy Hirtia –le dije–. Mi madre fue tu nodriza cuando erasniño en Velletri. Puede que no lo recuerdes.

–Hirtia –dijo, y sonrió. Dio un paso hacia mí y me miró: teníael rostro arrugado y las mejillas hundidas, pero aún podía ver enél a aquel niño que conocí–. Hirtia –dijo de nuevo, tomándomede la mano–. Claro que te recuerdo. Cuántos años…

–Más de cincuenta –respondí.Algunos de sus amigos se acercaron; con un gesto les indicó

que se alejaran.–Cincuenta… –repitió–. ¿Y han sido buenos para ti?–He criado a cinco hijos, de los cuales tres viven y prosperan.

Mi esposo fue un buen hombre, y tuvimos una vida cómoda. Losdioses se lo llevaron, y yo estoy satisfecha con mi propia vida quetermina.

Me miró y dijo:–¿Tuviste alguna hija?Me pareció una pregunta extraña.–Solo tuve varones –le respondí.–¿Y te han honrado? –preguntó.–Sí, me han honrado –afirmé.–Entonces tu vida ha sido buena –dijo–. Quizás mejor de lo

que crees.–Me iré feliz cuando los dioses me llamen –afirmé.Asintió, y de pronto su rostro se ensombreció. Con una amar-

gura que yo no alcanzaba entender, dijo:–Entonces eres más afortunada que yo, hermana mía.–Pero tú –le dije– no eres como el resto de los hombres… Tu

imagen preside todos los hogares de las gentes del campo y fi-gura en los cruces de caminos y en los templos. ¿Es que no tehace feliz que el mundo entero te honre?

Me miró durante un instante sin responder. A continuación sevolvió hacia Quinto, que estaba a mi lado, y dijo:

–¿Es este tu hijo? Tiene tus mismos rasgos.–Este es Quinto –respondí–. Es administrador de todas las tie-

rras de Atio Sabino en Velletri. Desde que me quedé viuda he vi-vido con Quinto y su familia allí. Es buena gente.

Se quedó mirando a Quinto sin hablar, y después dijo:

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–Yo no he tenido ningún hijo. Solo tuve una hija, y a Roma.–Tus hijos son todo el pueblo –le dije.Él sonrió.–Ahora pienso que habría preferido tener tres hijos y haber

vivido honrado por ellos.No sabía qué decir, así que no respondí.–Mi señor –dijo mi hijo con voz trémula–. Nosotros somos

gente humilde, nuestras vidas han sido lo que han sido. He oídoque hoy vas a consultar con el Senado, brindando al mundo tusabiduría y tu consejo. En comparación con la tuya, nuestra for-tuna no es nada.

–¿Quinto te llamas? –le preguntó, y mi hijo asintió–. Quinto…,hoy, gracias a mi sabiduría, debo consultar con el Senado y darorden de que alejen de mí lo que más he querido en esta vida. –Susojos brillaron durante unos instantes. Después su expresión sesuavizó y añadió–: Le he dado a Roma una libertad de la que soloyo no puedo disfrutar.

–No has encontrado la felicidad –le dije–, pero la has dado.–Así ha sido mi vida –respondió.–Espero que aún puedas ser feliz –añadí.–Te estoy muy agradecido, hermana mía– dijo–. ¿Hay algo que

pueda hacer por ti?–Estoy satisfecha –le respondí–. Y mis hijos también.Asintió.–Ahora debo ir a cumplir con mi deber. –Pero permaneció en

silencio durante un largo tiempo sin moverse, tras lo cual aña-dió–: Hemos vuelto a vernos tal como nos prometimos hacetanto tiempo.

–Sí, mi señor –dije.–Antes me llamabas Tavio –observó sonriendo.–Tavio –rectifiqué.–Adiós, Hirtia –me dijo–. Esta vez creo…–Que no volveremos a vernos. Me marcho a Velletri, y no re-

gresaré más a Roma.Asintió con la cabeza, me besó en la mejilla y se alejó cami-

nando despacio por la Vía Sacra para reunirse con el grupo dehombres que le estaban esperando.

Estas son las palabras que he relatado a mi hijo Quinto en eltercer día antes de los Idus de septiembre. Lo he hecho por mis

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hijos, y los hijos de estos, y todos los que vengan después, para quemientras que esta familia exista conozcan el papel que desempeñóen tiempos pasados en el universo que fue Roma.

II. Diario de Julia, Pandateria (4 d. C.)

A través de mi ventana, en el resplandor del sol de mediodía, veola masa de roca gris y sombría que desciende hacia el mar. Comotodas las de esta isla de Pandateria, es una roca de origen volcá-nico, bastante porosa y ligera, sobre la que hay que pisar con cui-dado para no cortarse con los filos ocultos. Hay otras rocas en laisla, pero no se me permite llegar a ellas. Solo se me permite andarsin compañía ni vigilancia a una distancia de cien metros en di-rección al mar, hasta la estrecha playa de arena negra, y la mismadistancia en cualquier dirección desde la pequeña casa de piedraque desde hace cinco años constituye mi morada. Conozco la ana-tomía de esta tierra estéril mejor que ninguna otra, incluso que lade mi Roma natal, con la que compartí casi cuarenta años de in-timidad. Es probable que ya no llegue a conocer ningún otrolugar.

En los días claros, cuando el sol o el viento dispersan las brumasque con frecuencia emanan del mar, dirijo la mirada hacia el este yen ocasiones creo poder ver la masa continental de Italia, e inclusola ciudad de Nápoles, que yace cómodamente al abrigo en su plácidabahía. Pero no estoy segura: puede que no sea más que una de esasnubes oscuras que de vez en cuando ensombrecen el horizonte. Noimporta; nube o tierra, jamás podré acercarme siquiera un poco más.

En el piso de abajo, en la cocina, mi madre grita a la única sir-vienta que se nos permite tener. Oigo el estruendo de las cacerolasy sartenes, y de nuevo los gritos: la misma repetición fútil de todaslas tardes durante estos años. Nuestra sirvienta es muda, y aunqueno es sorda, es improbable que tan siquiera entienda nuestra lengualatina. Aun así, mi madre continúa gritándole infatigablemente, conel tenaz optimismo de que hará sentir su disgusto y de que quizásconsiga algo. Mi madre, Escribonia, es una mujer excepcional: concasi setenta y cinco años, posee la energía y la voluntad de una mujerjoven, y va por la vida intentando imponer un orden peculiar a unmundo que nunca le ha gustado y reprendiéndolo porque no se or-

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Oh, Estrabón, a decir verdad, creo que su vida ha terminado:en estos últimos años ha soportado más de lo que un hombrepuede soportar. En su rostro se dibuja esa serenidad inhumana delque, sabiendo que su vida ha terminado, solo aguarda ya la co-rrupción de la carne que denota ese final.Jamás he conocido a un hombre para quien la amistad signifi-

cara tanto, y me refiero a un tipo concreto de amistad. Sus ami-gos verdaderos han sido aquellos a quienes conoció siendo joven,antes de que alcanzara el poder que ahora posee. Supongo quecuando uno es poderoso solo puede confiar en aquellos a quienesconocía y en quienes podía confiar antes de serlo. O puede que elmotivo sea otro… Y ahora está solo. No tiene a nadie.Hace cinco años su amigo Marco Agripa, a quien convirtió

en su yerno, murió en la soledad de su regreso a Italia desde tie-rras extranjeras sin que Octavio César pudiera siquiera despe-dirse de él. Al año siguiente, aquella buena mujer, su hermanaOctavia, murió en el amargo aislamiento que ella misma habíaescogido, lejos de la ciudad y de su hermano, en una sencillagranja de Velletri. Y ahora el último de sus amigos íntimos, Me-cenas, ha muerto, y Octavio César está solo. Ninguno de suscompañeros de juventud vive ya, y, por tanto, no hay nadie enquien sienta que puede confiar, nadie con quien pueda hablar deesas cosas que verdaderamente le importan.Vi al emperador la semana después de morir Mecenas. Me ha-

llaba en el campo cuando ocurrió el triste suceso, y me apresuréa regresar tan pronto como recibí la noticia. Traté de ofrecerle miconsuelo.Me miró con esos ojos azules tan claros, tan asombrosamente

jóvenes aún, que iluminan su ajado rostro. En sus labios se dibu-jaba una leve sonrisa. –Bueno, nuestra comedia casi toca a su fin –dijo–. Pero una co-

media puede ser muy triste.No supe qué decir. –Mecenas –comencé–. Mecenas…–¿Le conocías bien? –preguntó Octavio.–Le conocía –respondí–, pero no creo que bien.–Pocas personas le conocían bien –dijo–. No era del agrado de

muchos. Pero hubo un tiempo en que éramos jóvenes (MarcoAgripa también lo era), y en que éramos amigos y sabíamos que

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lo seríamos durante toda la vida. Agripa, Mecenas, Salvidieno,Rufo y yo. Salvidieno también está muerto, pero murió hacemucho tiempo. Puede que muriéramos todos entonces, cuandoéramos jóvenes.Me alarmé porque jamás había oído hablar a mi amigo de

forma tan incoherente. Le dije:–Estás consternado. Ha sido una gran pérdida.–Estaba a su lado cuando murió –dijo–. Y nuestro amigo Ho-

racio también. Murió muy tranquilo, y estuvo consciente hasta elfinal. Hablamos de los viejos tiempos que pasamos juntos. Mepidió que velara por el bienestar de Horacio, y dijo que los poe-tas tienen cosas más importantes que hacer que ocuparse de símismos. Creo que Horacio lloró y se dio la vuelta. A continuaciónMecenas dijo que estaba cansado, y murió.–Puede que estuviera cansado.–Sí, estaba cansado –dijo.Se hizo un silencio entre nosotros, tras el cual Octavio añadió:–Muy pronto habrá otra muerte. La de otro que está cansado.–Querido amigo… –le dije.Agitó la cabeza, sonriendo aún.–No me refiero a mí –dijo–, los dioses no serán tan amables

de llevarme. Me refiero a Horacio. Vi la expresión en su rostrodespués. Virgilio, y después Mecenas, dijo Horacio. Después merecordó que en una ocasión, hace muchos años, en un poema enel que se burlaba con afecto de las enfermedades de Mecenas, ledecía a Mecenas…, a ver si consigo acordarme…: «La tierra noscubrirá a los dos en el mismo día. Presto el juramento del sol-dado: contigo a la cabeza, marcharemos juntos, preparados losdos para recorrer con esfuerzo, como amigos inseparables, eseduro camino en el que terminan todos los caminos». No creo queHoracio le sobreviva por muchos meses. No lo desea.–Horacio… –dije.–Mecenas era un mal escritor –dijo Octavio–. Siempre solía

decírselo.No pude consolarle. Dos meses más tarde Horacio murió. Un

sirviente encontró su cuerpo una mañana, en su pequeña casapróxima al Digentia. Su rostro irradiaba paz, como si solo estu-viera dormido. Octavio hizo enterrar sus cenizas junto a las deMecenas, en el extremo más alejado del Esquilino.

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La única persona a la que ama que permanece con vida es suhija. Y temo por ese afecto, que me desespera enormemente. Puesa su hija perece importarle cada vez menos su posición: su es-poso se niega a vivir con ella y permanece en el extranjero pese aser cónsul del año. No creo que Roma sea capaz de soportar la muerte de Octa-

vio César, y no creo que Octavio César sea capaz de soportar lamuerte de su alma.

VIII. Diario de Julia, Pandateria (4 a. C.)

El modo de vida que llevaba en Roma era casi de entera libertad.Tiberio estaba en el extranjero, e incluso pasó el año de su con-sulado en Germania organizando los puestos de avanzada frentea las incursiones de las tribus bárbaras. En las pocas ocasionesque tuvo que regresar a Roma me visitaba por compromiso, y en-seguida hallaba una excusa para irse.El año después de su consulado, mi padre, por propia inicia-

tiva dispuso que un sustituto le relevara en la frontera germana,y ordenó a mi esposo que regresara a Roma para cumplir con susfunciones. Y Tiberio se negó. Creo que fue el gesto más admira-ble que había tenido jamás, y casi le respeté por su valentía.Escribió a mi padre para decirle que no deseaba llevar una vida

pública y manifestando su deseo de retirarse a la isla de Rodaspara consagrar el resto de su vida al estudio de la literatura y la fi-losofía. Mi padre fingió que se enfadaba, pero creo que en reali-dad estaba contento: se dio cuenta de que Tiberio Claudio Nerónhabía cumplido su función.A menudo me he preguntado cómo habría sido mi vida si esa

hubiera sido realmente la intención de mi esposo.

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pués, cuando emprendieron la guerra contra la República, en dosocasiones los derroté en batalla…».

Así comienza el relato de mis hechos y servicios a Roma acercade los cuales te escribía esta mañana. Durante la hora o más que hepasado tumbado en mi triclinio fingiendo que dormía y permi-tiendo así que Filipo descansara de su preocupación, he pensado denuevo en este relato y en las circunstancias en las cuales lo compuse.Se va a grabar en unas tabletas de bronce con las que habrán de re-vestirse las columnas que adornarán la entrada a mi mausoleo. Estascolumnas tendrán espacio suficiente para seis de estas tabletas, ycada una de las tabletas contendrá cincuenta líneas de unos sesentacaracteres cada una. En consecuencia, la declaración de mis hechosha de limitarse a unos dieciocho mil caracteres.Me parece totalmente adecuado haberme visto obligado a es-

cribir acerca de mí mismo en estas condiciones, aunque sean ar-bitrarias. Pues al igual que ha ocurrido con los hechos de mi vida,estas palabras han de acomodarse a la necesidad pública, y han deesconder tanta verdad como la que muestran. La verdad yacerá enalgún lugar de la densa piedra que esas palabras labradas han derevestir, lo cual también es adecuado, porque gran parte de mivida ha tenido ese carácter secreto: nunca me pareció prudenteque los demás conocieran lo que mi corazón guarda.Es una suerte que en la juventud no seamos conscientes de

nuestra ignorancia, pues, si lo fuéramos, no hallaríamos la valen-tía que nos permite adquirir el hábito de resistir. Puede que sea uninstinto de la sangre y la carne lo que evita este conocimiento,permitiendo así que el muchacho se convierta en el hombre queha de vivir para asistir a la locura de su existencia.Ciertamente, yo era un ignorante aquella primavera en que tenía

dieciocho años, en que estudiaba en Apolonia y en que recibí la no-ticia de la muerte de César… Se ha especulado mucho acerca de milealtad a Julio César, pero te juro, Nicolás, que no sé si amaba o noa aquel hombre. El año antes de que le mataran, había estado con éldurante su campaña en Hispania. Era mi tío y el hombre más im-portante que jamás había conocido; su confianza en mí me hala-gaba, y sabía que pretendía adoptarme y convertirme en su heredero.Pese a que hace casi sesenta años de ello, recuerdo aquella tarde

en el campo de entrenamiento cuando recibí la noticia de la

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muerte de mi tío Julio César. Mecenas, Agripa y Salvidieno esta-ban conmigo. Uno de los sirvientes de mi madre trajo el mensaje,y recuerdo que después de leerlo lloré como si sintiera dolor.Pero en ese primer instante, Nicolás, no sentí nada: era como

si el gemido de dolor proviniera de otra garganta. A continuaciónme invadió una sensación de frialdad, y me alejé de mis amigospara que no se dieran cuenta de lo que sentía y lo que no. Y mien-tras caminaba solo por aquel campo, intentando provocar en mímismo el obligado sentimiento de dolor y pérdida, de pronto sentíun regocijo similar al que uno experimenta cuando cabalga sobreun caballo que se tensa y se agita bajo su cuerpo, sabiendo queposee la habilidad para controlar a la pobre bestia estúpida que, so-brada de energía, busca poner a prueba a su jinete. Cuando regreséjunto a mis amigos, supe que había cambiado, que era otra personadistinta de la que había sido. Sabía cuál era mi destino, pero nopodía hablar de él con ellos, que, no obstante, eran mis amigos.Aunque probablemente entonces no habría podido expresarlo

en palabras, sabía que mi destino no era otro que cambiar elmundo. Julio César había ascendido al poder en un mundo queera más corrupto de lo que puedes llegar a imaginar. Lo gober-naban no más de seis familias; las aldeas, regiones y provinciasque se hallaban bajo tutela de Roma eran la divisa empleada parachantajear y recompensar, y en el nombre de la República y bajocapa de tradición, el asesinato, la guerra civil y la represión des-piadada eran los medios para lograr los fines aceptados del poder,la riqueza y la gloria. Cualquier hombre que tuviera dinero sufi-ciente podía alzar un ejército, lo que le permitía aumentar su ri-queza, y lo cual, a su vez, le proporcionaba más poder y gloria. Asípues, los romanos se mataban unos a otros, y la única autoridadera la que emanaba de la fuerza de las armas y de las riquezas. Yatrapado entre las luchas y las banderías, el ciudadano común seretorcía tan indefenso como la liebre en la trampa del cazador.No me entiendas mal. Nunca he sentido ese amor sentimental

y retórico por el pueblo común que estaba tan en boga durante mijuventud e incluso ahora. En su conjunto, la raza humana me pa-rece bruta, ignorante y ruda, cualidades que se ocultan tanto bajola basta túnica del campesino como bajo la toga blanca y púrpuradel senador. No obstante, en el más débil de los hombres he apre-ciado, en momentos en que estaban solos y eran ellos mismos,

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arranques de fuerza como filones de oro en una roca que se des-compone; y en el más cruel de los hombres, atisbos de ternura ycompasión; y en el más vano, momentos de elegancia y sencillez.Recuerdo a Marco Emilio Lépido: un hombre viejo despojado desus títulos a quien hice pedir perdón públicamente por sus deli-tos y suplicar por su vida. Después de haberlo hecho, en presen-cia de los soldados a los que había mandado, me miró durante unlargo instante, sin vergüenza, miedo ni arrepentimiento, y sonrió.A continuación se dio la vuelta y, muy erguido, comenzó a cami-nar hacia su oscuridad. Y recuerdo a Marco Antonio en Actium,que miraba desde la proa de su barco cómo Cleopatra y su flotase alejaban condenándole a una derrota segura, y que en aquelmomento entendió que ella jamás le había amado. Había, no obs-tante, en su rostro una expresión sabia y casi femenina de afectoy perdón. Y recuerdo a Cicerón, cuando finalmente supo que susimprudentes intrigas habían fallado, y cuando en secreto le in-formé de que su vida corría peligro. Sonrió como si entre los dosno hubiera pasado nada y dijo: –No te preocupes. Soy un hombre viejo. Aunque haya come-

tido errores, he amado a mi país.Tengo entendido que rindió el cuello a su verdugo con esa

misma elegancia.Así pues, no fue por idealismo o porque me creía moralmente

superior que decidí cambiar el mundo, motivos que invariable-mente engendran el fracaso. Ni tampoco lo hice para incremen-tar mis riquezas y mi poder, dado que la riqueza que va más alláde la comodidad de uno mismo me ha parecido siempre la másaburrida de las posesiones, y el poder que va más allá de su utili-dad, la más despreciable. Lo que vino a buscarme aquella tarde enApolonia hace casi sesenta años era el destino, y decidí no rehu-sar su abrazo.No obstante, fue más una especie de intuición que una certeza

lo que me hizo comprender que si el destino de uno es cambiarel mundo, es necesario primero cambiarse a sí mismo. Para poderobedecer a su destino uno debe hallar o inventar en su interioruna parte de su persona que sea resistente e indiferente a símismo, a los demás, e incluso al mundo que tiene por misión re-construir, no conforme a su propio deseo, sino con arreglo a unanaturaleza que irá descubriendo a medida que lo hace.

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Y, sin embargo, aquellos eran mis amigos, a quienes más que-ría en el preciso instante en que, en mi corazón, les di la espalda.¡Qué animal tan contradictorio es el hombre, que abandona o re-chaza aquello que más ama! El soldado que escoge por profesiónla guerra, en medio de la batalla anhela la paz, y en la seguridadde la paz recuerda el batir de las espadas y el caos del campo debatalla inundado en sangre. El esclavo que se rebela contra la ser-vidumbre que no pudo elegir y que con su trabajo logra comprarsu libertad, se somete después a otro señor más cruel y exigenteque el anterior. El hombre que abandona a su amante vive en losucesivo soñando con su perfección imaginaria.Yo tampoco estoy exento de estas contradicciones. Cuando

era joven habría dicho que mi existencia solitaria y taciturna mehabían sido impuestas. Me habría equivocado. Como hacen la ma-yoría de los hombres, yo elegí mi futuro entonces: escogí ence-rrarme a mí mismo en aquel sueño, informe aún, de un destinoque no podía compartir con nadie, y abandoné así la posibilidadde esas amistades humanas tan normales que ni siquiera se hablade ellas, y que, por tanto, rara vez se valoran.Uno no se engaña acerca de las consecuencias de sus actos; se

engaña acerca de lo fácil que puede ser vivir con ellas. Yo cono-cía las consecuencias de mi decisión de vivir encerrado en mímismo, pero no podía prever cuán gravosa sería la pérdida. Puesmi necesidad de amistad aumentaba a medida que la rechazaba, ycreo que mis amigos, Mecenas, Agripa y Salvidieno, nunca pu-dieron comprender por completo esa necesidad.Claro, que Salvidieno Rufo murió antes de haber podido com-

prenderla. Al igual que yo, se movía impulsado por las energías dela juventud, tan inconscientes que son incapaces de prever con-secuencias, y cuyo único propósito es consumirse a sí mismas.El hombre joven, desconocedor del futuro, ve la vida como

una suerte de aventura épica, una odisea a través de mares extra-ños e islas desconocidas en las que poner a prueba sus poderes ydemostrarlos, descubriendo así su inmortalidad. El hombre demediana edad, que ha vivido el futuro con el que una vez soñó,ve la vida como una tragedia, pues ha aprendido que su fuerza,por grande que sea, no prevalecerá sobre la de las circunstanciasy la naturaleza, a las que da nombres de dioses, y ha aprendido quees mortal. Mas el hombre anciano, si desempeña debidamente su

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papel, no puede ver la vida sino como una comedia. Pues sustriunfos y derrotas devienen una misma cosa, de modo que nin-guna de las dos es más motivo de orgullo o de vergüenza que laotra, y no es ni el héroe que lucha contra esas fuerzas ni el prota-gonista que es destruido por ellas. Como un caparazón vacío, elpobre actor digno de lástima acaba por descubrir que ha repre-sentado tantos papeles que ha dejado de ser él mismo.Yo he representado estos papeles en mi vida. Y aunque ahora

que he llegado al último creo haberme librado de la comedia queme ha caracterizado, puede que solo sea la última ilusión, un me-canismo irónico con el que finaliza la función.Cuando era joven representé el papel de erudito, es decir, de al-

guien que analiza cuestiones sobre las que no tiene ningún cono-cimiento. Con Platón y los pitagóricos, floté por entre las brumasen las que se dice que los espíritus vagan en busca de un nuevocuerpo. Y durante un tiempo, convencido de que hombres y ani-males eran hermanos, me negué a comer carne, y se creó entre micaballo y yo un vínculo que nunca habría creído posible. Al mismotiempo, y sin que ello me causara la más mínima inquietud, adoptéigualmente las doctrinas contrarias de Parménides y Zenón, y mesentía en casa en un mundo absolutamente denso e inerte, sinotro significado que el aparente y, por tanto, infinitamente mani-pulable, al menos para la mente contemplativa.Cuando el curso de los acontecimientos cambió a mi alrededor,

tampoco me pareció inapropiado asumir el personaje de un sol-dado y representar el papel correspondiente.

«Emprendí guerras, civiles y extranjeras, en todo el mundo, pormar y por tierra… En dos ocasiones se me aclamó con una ova-ción, en tres ocasiones celebré triunfos curules, y fui aclamadocomo emperador en veintiuna ocasiones».

No obstante, tal como han observado otros, quizás con mástacto del que merecía, fui un soldado mediocre. Todos los éxitosque me atribuía pertenecían a otros más hábiles en el arte de laguerra que yo: Marco Agripa en primer lugar, y después aquellosque heredaron las destrezas de las que él era autor. A pesar de loslibelos y rumores divulgados durante los primeros días de mi vidamilitar, no era más cobarde que otros, ni carecía de la voluntad su-

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ficiente para soportar la privación de las campañas. Creo que eraincluso más indiferente al hecho de mi existencia de lo que lo soyahora, de modo que el soportar los rigores de la guerra me pro-porcionaba un curioso placer que no he experimentado en ningúnotro lugar ni antes ni después. Pero siempre tuve la impresión deque la guerra poseía una dimensión peculiarmente infantil, pesea que fuera necesaria.Se dice que en los primeros días de nuestra historia se ofre-

cían a los dioses sacrificios humanos en lugar de animales, y hoyen día creemos, orgullosos, que dichas prácticas son tan parte delpasado que solo se mencionan en el contexto incierto de los mitosy leyendas. Movemos la cabeza con asombro ante esos tiempostan alejados –decimos– de la erudición y de la humanidad que ca-racterizan al espíritu romano, y nos maravilla la brutalidad sobrela cual se asienta nuestra civilización. También yo he sentido unacompasión lejana y abstracta por aquellos primitivos esclavos ocampesinos que murieron en el altar de un dios salvaje, víctimasdel cuchillo sacrificial. Y, sin embargo, siempre me he sentido unpoco ingenuo al hacerlo.Pues en ocasiones en mis sueños veo desfilar ante mí los cien-

tos de miles de cuerpos que ya no volverán a caminar sobre la tie-rra, hombres no menos inocentes que aquellas víctimas de antañocon cuyas muertes se lograba el favor de un dios primitivo, y tengola impresión, en la oscuridad o la claridad del sueño, de que yo soyel sacerdote que emerge del oscuro pasado de nuestra raza paraoficiar el rito que hace que el cuchillo aseste su golpe. Queremoscreer que nos hemos convertido en una raza civilizada, y con de-voto horror mencionamos esos tiempos en los que el dios de lascosechas exigía el cuerpo de un ser humano para su siniestro me-nester. Pero ¿acaso no es el dios al que tantos romanos han ser-vido, en nuestra memoria e incluso en nuestro tiempo, tan oscuroy temible como aquel dios antiguo? Aunque fuera para destruirle,he sido su sacerdote, y aunque fuera para debilitar su poder, heobedecido a su mandato. Y, sin embargo, no le he destruido ni hedebilitado su poder. Duerme impaciente en el corazón de algunoshombres, esperando a despertarse o a que le despierten. Entre labrutalidad que sacrifica una sola vida inocente a un temor inno-minado y el espíritu erudito que sacrifica miles de vidas a un temoral que hemos dado nombre, no sabría con cuál quedarme.

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En cualquier caso, muy pronto decidí que honrar a aquellosdioses que proceden de la oscuridad de los instintos era perjudi-cial para el orden de los hombres. Así pues, animé al Senado aproclamar la divinidad de Julio César y erigí un templo en suhonor en Roma a fin de que todo el mundo pudiera sentir la pre-sencia de su espíritu. Y estoy seguro de que después de mi muerte,el Senado juzgará igualmente adecuado proclamarme dios a mítambién. Como sabes, en muchas aldeas y provincias de Italia yase me considera divino, aunque nunca he consentido que esteculto se practique en Roma. Es una necedad, pero sin duda ne-cesaria, aunque de todos los papeles que he tenido que represen-tar a lo largo de mi vida, el de dios mortal ha sido el másincómodo. Soy un hombre, y, por tanto, tan idiota y débil comola mayoría de los hombres. Pero hay algo que me diferencia de misiguales, y es que he sido consciente de ello, lo que me ha permi-tido conocer sus debilidades, y que jamás he presumido de alber-gar en mi interior más fuerza y sabiduría que ningún otro hombre.Ese conocimiento ha sido una de las fuentes de mi poder.Es mediodía, y el sol comienza su lento descenso hacia el oeste.

El mar está en calma, y las velas cuelgan inertes contra el fondopálido del cielo. Nuestro barco se mece suavemente sobre las olas,aunque sin avanzar de un modo perceptible en ninguna dirección.Los remeros, que se han pasado el día descansando, me miran an-siosos y aburridos, esperando que interrumpa su descanso y losobligue a trabajar para combatir esta calma que nos paraliza. Perono voy a hacerlo. En media hora, una hora o dos se levantará unabrisa, y partiremos rumbo hacia la costa, donde nos refugiaremosy echaremos el ancla. Mientras tanto me contento con dejarme lle-var adonde el mar me conduzca.

De todos los males que acompañan a la vejez, el insomnio, delque cada vez sufro más, es el más molesto. Como sabes, siemprehe padecido de insomnio, pero cuando era joven era capaz dedarle una utilidad a esa inquietud nocturna de mi mente, y casipuede decirse que disfrutaba de esos momentos en que me pare-cía que todo el mundo dormía y que yo era el único que podía re-crearse contemplando su reposo. Libre del apremio de quienesme aconsejaban la adopción de medidas condicionadas a su pro-

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