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REV DO PADRE M. RAYMOND CATHALA, O. P. VIDA DE LA IGLESIA «Revue thomiste », 11/1912, 1/1913, 3/1913, 11/1913 y 7/1922. Traducción castellana y comentarios: Patricio Shaw, 2016.

CATHALA VIDA DE LA IGLESIA · ! 3 PROEMIO DEL TRADUCTOR Como lo señala Su Santidad el Papa Pío XII1, a la inversa de los imperialismos modernos, la Iglesia Católica Histórica

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REVDO PADRE

M. RAYMOND CATHALA, O. P. VIDA DE LA IGLESIA

«Revue thomiste», 11/1912, 1/1913, 3/1913, 11/1913 y 7/1922. Traducción castellana y comentarios:

Patricio Shaw, 2016.

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ÍNDICE

ÍNDICE ......................................................................................................... 2 PROEMIO DEL TRADUCTOR .............................................................. 3 INTRODUCCIÓN ...................................................................................... 6 PRIMERA PARTE EL ORGANISMO EN SÍ MISMO .................... 11

Cap. I. — Alma de la Iglesia. ................................................................ 12 § 1. — Lo que es el alma en un ser vivo. ................................................ 12 § 2. — ¿Que será el alma de la Iglesia? ................................................. 16

Cap. II. — Cuerpo de la Iglesia. ........................................................... 30 Cap. III. — Esencia del Compuesto. .................................................. 39

SEGUNDA PARTE LA VIDA DEL ORGANISMO ........................ 59 Cap. I. — Vida orgánica. ....................................................................... 61 II. — Vida sensitiva ................................................................................ 82

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PROEMIO DEL TRADUCTOR

Como lo señala Su Santidad el Papa Pío XII1, a la inversa de los imperialismos modernos, la Iglesia Católica Histórica Inmortal progre-sa ante todo en profundidad (tomísticamente se diría en comprensión: conjunto de notas incluidas en la nota católica) y sólo después en an-chura o extensión (conjunto se sujetos a los que puede atribuirse la nota católica). Y la misma Iglesia, en nombre de Cristo y de su Evan-gelio que custodia y comunica divinamente asistida, apela para el Reino de Cristo primeramente al hombre en cuanto hombre, es decir en cuanto inteligente, y seguidamente a las cosas y fuerzas que le subordina. Importa más el peso y calidad del tesoro transmitido que la cantidad de los recipientes. La Eclesialidad Postcatólica del Vaticano II, por un extraño paralelismo con los imperialismos modernos, tam-bién apela principalmente a meras fuerzas inestables superficiales y como tales desprovistas de unidad y profundidad intelectual: en su caso las del progresismo, el inmanentismo, el existencialismo y un siniestro nihilismo velado, y a ellas y al demonio tiende a esclavizar a quienes siguen «fielmente» sus dictados. Pero el apelo inmutable y trascendente de la Iglesia Católica Histórica aún permanece en Occi-dente como un eco en verdades sobrenaturales no del todo acalladas recibidas de los mismos Apóstoles y de Cristo, y este eco se propaga directamente con su insondable virtualidad objetiva divino-humana a insondable virtualidad subjetiva humana, en los católicos consciente-mente fieles al adorado Autor de la Religión de sus padres, e indirec-tamente en el resto de los justos. Donde hay alma con un mínimo de profundidad consciente de alma eviterna2 llamada a entregarse toda a Dios según como Dios lo dicta, allí hay extensión posible para la Igle-sia Católica Histórica Inmortal a pesar de la Eclesialidad Postcatólica Disolvente. Gracias a Dios, el Vaticano II nunca llegará a toda la pro-

                                                                                                               1 Discurso a los nuevos cardenales, 20 de febrero de 1946. 2  Santo Tomás de Aquino: «Lo que tiene una potencia que no recibe el acto todo de una vez, se mide por el tiempo: porque lo que es de este tipo tiene un ser terminado en cuanto a modo de participar, porque el ser se recibe en alguna potencia y no es absoluto en cuanto a las partes de la duración. Pero lo que tiene una potencia dife-rente del acto y sin embargo recibe todo el acto de una vez, se mide por el evo: porque esto no tiene sino un único modo de terminación, a saber, porque si ser es recibido en otro. Pero lo que no tiene potencia diferente del ser se mide por la eter-nidad, porque el ser de este tipo es por todo modo no-terminado. De donde se desprende que el evo no es sino una eternidad participada.» —Super Sent., lib. 1 d. 8 q. 2 a. 2 co.  

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fundidad de todas las almas para apagar o preceder allí a la Iglesia Ca-tólica Histórica Inmortal.

Hemos descubierto con placer este ingenioso y penetrante, aunque tristemente inconcluso, estudio de la Vida de la Iglesia, compuesto por el insigne domínico Raymond Cathala, alumno del Collegium Ange-licum de Roma y profesor del Instituto Católico de Tolosa, ciudad donde está enterrado el Doctor Angélico; lo hemos traducido y le hemos insertado comentarios personales con referencia a la crítica situación eclesiológica católica de nuestros días. Esperamos que el resultado ayude a comprender la esencia y la operación de esta Maravi-lla Inmortal que, aún en nuestros días de apostasía y hasta abomina-ción de la desolación instaurada en el lugar santo, está íntimamente implicada en la Historia de Occidente inyectando en ella todo lo vir-tuoso, y dicta a todo hombre el modo acertado de pensar y de ser.

El autor compara a la Iglesia con un compuesto humano formado por los fieles católicos cuya alma, aunque no cuya hipóstasis (ésta es una hipóstasis creada connatural a aquélla), es el Espíritu Santo con el que constituye un todo subsistente por sí en una unión accidental úni-ca cuyo mismo nexo, muy a diferencia de las uniones accidentales regulares donde éste es un tenue accidente de relación, es el Espíritu Santo mismo. La unidad accidental especial de la Iglesia es la misma Persona que procede del Padre y el Hijo uniéndolos. Los actos ecle-siásticos de la Iglesia sólo pueden ser entonces de ella en cuanto su-puesto y virtual persona viva, es decir en cuanto gobierna, enseña y santifica universalmente: son infalibles y están animados por la Terce-ra Persona Divina que une a la Iglesia consigo por una inhabitación amorosa indefectible que es superlativamente perfecta, y es una unión comparativamente sólo inferior a la hipostática.

El autor atribuye a la Iglesia así concebida una triple vida análoga a la de la persona humana: vegetativa, sensitiva e intelectiva. En la se-gunda incluye con clarividencia genial los concilios (sensorium commune), la tradición (memoria) y la infalibilidad (estimativa). Sobre la tercera nunca llegó a escribir, sorprendido por una grave enfermedad y la muerte. Cabe preguntarse qué sería para el Padre Cathala el equivalen-te analógico, en la Iglesia, del intelecto agente, el pasivo, y el posible en el compuesto humano.

Viendo tanta vida —aunque hoy replegada en una minoría que orando en profundidad respira verdades salvíficas bien recibidas— en la Iglesia Católica Histórica e Inmortal, y tanta muerte en la Eclesiali-dad Postcatólica Engañosa y Envolvente, queremos con toda el alma

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hacer nuestras estas palabras del Pastor Angélico1: «Tal vez se puede esperar —y pedimos a Dios que así sea— que esta época de máximas calamidades mejore la manera de pensar y de sentir de muchos que, ciegamente confiados hasta ahora en las engañosas opiniones tan di-fundidas hoy día, despreocupados e imprudentes, pisaban un camino incierto lleno de peligros. […] Las angustias presentes y la calamitosa situación actual constituyen una apología tan definitiva de la doctrina cristiana, que es tal vez esta situación la que puede mover a los hom-bres más que cualquier otro argumento. Porque de este ingente cúmu-lo de errores y de este diluvio de movimientos anticristianos se han cosechado frutos tan envenenados, que constituyen una reprobación y una condenación de esos errores, cuya fuerza probativa supera a toda refutación racional. Porque, mientras las esperanzas fallan y desilusio-nan, la gracia divina sonríe a las almas temblorosas: “se percibe el paso del Señor”2 y a la palabra del Redentor: “He aquí que estoy a la puerta y llamo”3.»

                                                                                                               1 Pío XII, Encíclica Summi Pontificatus. 2 Ex 12, 11. 3 Ap 3, 20.

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INTRODUCCIÓN

«Y ciertamente la razón, cuando iluminada por la fe busca persistente, piadosa y sobriamente, alcanza por don de Dios cierto entendimiento, y muy provechoso, de los misterios, sea por analogía con lo que conoce natural-mente, sea por la conexión de esos misterios entre sí y con el fin últi-mo del hombre.» Extraídas de la Constitución Dei Filius del concilio del Vaticano, es decir, de la más alta autoridad que reverenciamos en la tierra, estas palabras nos servirán de guía en la difícil cuestión que abordamos. En efecto, nos propusimos estudiar la Iglesia tanto en su naturaleza íntima y divina organización como en las manifestaciones diarias de su vida; y queríamos alcanzar nuestro objetivo, no siguiendo la vía analítica, que tantos autores siguieron —por eso remitimos al lector a sus obras—, sino tomando la vía sintética, más difícil quizá, pero también —al menos nos parece así— más apta para conquistar las almas, poniendo mejor de resalto, en una visión global, todo lo que hay de bello y divino en la obra de Cristo.

Para eso debíamos partir de un concepto, de una definición, para después construir todo nuestro tratado sobre esta base inquebrantable y estudiar la Iglesia entera en función de este concepto y esta definición. Allí estaba la dificultad. ¿Cómo formarse un concepto pre-ciso, claro y adecuado para una cosa tan misteriosa como la Iglesia? ¿Cómo definirla en pocas palabras a ella cuya esencia conocemos tan poco? Es que en efecto en su naturaleza la Iglesia contiene un elemen-to divino que le es esencial, puesto que es eso mismo lo que la distin-gue de cualquier otra sociedad religiosa. ¿Cómo entonces definir este elemento divino, cómo llegar a comprimirlo y estrecharlo hasta hacer-lo entrar bajo algún nombre? —Y, en caso de que llegáremos, ¿po-dríamos estar seguros, después de reducirlo a la estrechez de nuestras concepciones humanas, de no haberlo falseado hasta el punto de des-truirlo? Seguramente la Iglesia nos aparecía como una vasta organiza-ción religiosa que tiene al igual que las demás su elemento humano, visible, tangible hasta cierto punto; —pero eso no bastaba: un elemen-to se nos escapaba siempre, un elemento esencial, tal como en ningu-na parte podíamos encontrar o sospechar uno similar.

El texto del concilio del Vaticano nos volvió entonces a la memo-ria. La Constitución decía que hay verdades sobrenaturales que supe-ran absolutamente el alcance de la inteligencia humana. Aún estando reveladas por Dios, estas verdades no pueden verse: el hombre no puede sino creerlas por un acto de voluntad motivado por el hecho de que Dios es la Verdad soberana, y movido por la omnipotente gracia

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de Dios. Pero cuando las cree, el hombre puede de alguna manera estudiar y analizar estas verdades. Nunca llegará a tener de ellas una evidencia intrínseca —estando reservada su visión para la otra vida—, pero por aproximaciones podrá, por un don de Dios de quien viene toda luz, llegar a un conocimiento más profundo y suave de estas ver-dades; podrá ver mejor su belleza, su armonía, su cualidad divina. Y a estas aproximaciones la Constitución las especificaba: es en primer lugar «la analogía de las cosas que la razón conoce naturalmente»; en segundo lugar, «la conexión de los misterios entre sí y con el fin últi-mo del hombre».

Así pues, en vez de un concepto o definición de la Iglesia, ¿no de-beríamos partir de una simple analogía, más fácil de encontrar y más clara para nuestra inteligencia? Seguramente la analogía —semejanza mezclada de desemejanza— no satisface siempre la mente deseosa de llegar a conclusiones absolutas; pero, a falta de algo mejor, es decir cuando es imposible cualquier otro medio de saber, ¿no habría que contentarse con el menos perfecto, sobre todo cuando con él se llega a un conocimiento bien suficiente? La Escritura por otra parte nos parecía llena de analogías de toda índole, y en ella encontrábamos este texto: «Por medio de la grandeza y belleza de las criaturas se puede conocer por analogía (ἀναλόγως) a quien es su Creador»1. ¿Por qué vacilar entonces? El concilio por un lado y la Sagrada Escritura por el otro nos presionaban a contentarnos con una simple analogía.

Pero ahora tocaba encontrar esta analogía. Cristo había compara-do la Iglesia a un reino —sobre todo en las parábolas—; a una ciudad construida sobre una montaña; también la había representado bajo los rasgos de una vid de la cual Él era el tronco, o también de un redil adonde debían ser conducidas todas las ovejas. San Pablo en sus epís-tolas había aportado otras imágenes: la Iglesia era una casa construida sobre la piedra angular de Cristo; o también era la esposa, la novia de Cristo; y san Juan, en sus visiones del Apocalipsis, había entrevisto la preparación de estas celestiales bodas; o por fin era el cuerpo de Cris-to, el complemento de Cristo, el acabado de Cristo. ¿Cuál de estas analogías elegir? Todas o casi todas ponían bien de relieve la íntima dependencia de la Iglesia frente a su Fundador; pero una lo hacía so-bre todo: la del cuerpo de Cristo. Luego nos parecía que ella retornaba más frecuentemente bajo la pluma del Apóstol. Era, si podemos ha-blar así, una idea que le era cara, sobre la cual volvía sin cesar para analizarla más y más: Iglesia, cuerpo de Cristo2; —los fieles, miembros                                                                                                                1 Sab 13, 5. 2 Col, 1, 18/24; Ef 1, 22ss.; 5, 23.

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de Cristo1; — Cristo, cabeza de la Iglesia, no solamente por una pre-eminencia honorífica, sino también por un influjo vital que parte de Él y gana a todos los miembros2; —la Iglesia complemento de Cristo, como el cuerpo es el complemento natural de la cabeza, que separada presentaría algo monstruoso3; —por fin la Iglesia esposa de Cristo, lo que vuelve a acentuar una vez más la unión de la Iglesia y su Funda-dor, «serán los dos una carne»4. — Y esta analogía es la que con toda naturalidad se impuso a nosotros; es la que hemos elegido, es por la que vamos a estudiar la Iglesia.

El Apóstol San Pablo5 dice: «Ha puesto todas las cosas bajo los pies de él, y le ha constituido cabeza de toda la Iglesia, la cual es su cuerpo, y en la cual aquel que lo completa todo en todos halla el complemento de todos sus miembros.» Santo Tomás de Aquino comenta que Cristo, como Cabeza Primera de la Iglesia, está relacionado a ella por preeminencia en el sitio, por difusión de virtudes y por conformidad en naturaleza. Y según el exi-mio dominico de la Contrarreforma Ambrosio Catalino, todo lo que se opera visiblemente en la Iglesia Católica Militante lo opera Cristo mediante el Papa. Luego Cristo opera en lo visible de la Iglesia la preeminencia posi-cional del Papa en ella, la difusión de las virtudes por el aseguramiento de su condición primera que es la transmisión de la Verdad Revelada a través de ella, y la conformidad en la sobrenaturalidad fundamentada en la Verdad Revelada y vivificada por la oración y los sacramentos. Preguntémonos si Cristo quiere operar la preeminencia delegada de un pretendido «Vicario» suyo que no opera en lo más mínimo la preeminencia primera del mismo Cristo sobre la Iglesia y sobre el mundo por ella; si quiere asegurar a ese personaje para transmitir la Verdad Revelada y la Verdadera Eucaristía que él ataca radicalmente, y si quiere por ese personaje arquitecto de apostasía fundamentar en la Fe la connaturalidad de la Iglesia con Él.

Cuerpo de Cristo, la Iglesia es pues un organismo divino-humano. Organismo: en efecto, en la opinión de todos la Iglesia es una sociedad. Ahora bien, una sociedad, para ser viable, debe tener en sí principios de unidad, de subordinación de miembros y funciones, unidad de ob-jetivo, etc., que en toda verdad la hacen asemejar a un cuerpo vivo. La Iglesia, aunque en gran parte trasciende el orden de la naturaleza, no está, precisamente debido al elemento humano que contiene, fuera de la ley común: para que viva es necesario pues que tenga al interior de sí misma una fuerza vital que la anime; y puesto que tiene promesas de eternidad, le hace falta un principio interior que hasta la consumación de los siglos la mantenga en el ser rejuveneciéndola siempre. Y esta

                                                                                                               1 1 Cor 12, 12/27; Rom 12, 4ss.; Ef 4, 4/16. 2 Ef 4, 16; Col 2, 19. 3 Ef 1, 22ss. 4 Ef 5, 23/33 5 Ef 1, 22-23.

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eternidad —¿quién no lo ve?— postula en este compuesto un elemen-to sobrenatural, divino: tendremos más tarde que precisar aún más su naturaleza. Humano, es el último término que tenemos que justificar. Compuesta de hombres, ¿podría la Iglesia ser otra cosa que un orga-nismo humano? La Iglesia, Esposa de Cristo y salida del costado en-treabierto del nuevo Adán, ¿no está hecha, como la primera Eva, a semejanza del Hijo del Hombre? «El Salvador mismo —leemos en un decreto de Inocencio VI— dejó perforar por la lanza su costado para que por los torrentes de agua y sangre que manaron de él pudiera formarse la única, la inmaculada, la virginal Iglesia, nuestra madre, su Esposa.»1 No acumulemos los textos; reservémoslos para más tarde.

Por fin, añadamos una última observación. Este organismo di-vino-humano es un ser absolutamente real, visible, de la existencia del cual cada uno de nosotros puede convencerse. Este cuerpo, por su elemento humano, puede convertirse en el objeto de nuestra certeza experimental: lo sabemos y vemos ser y vivir, —bien lejos de que sea una quimera, un simple ser de razón. Seguramente los Padres llaman a la Iglesia «cuerpo místico de Cristo»; pero místico no se opone a real; solamente se opone a físico.2 —No obstante, si la existencia de la Igle-sia es un hecho de experiencia, accesible por consiguiente a nuestros sentidos, no podríamos decir lo mismo de su esencia, que no solamen-te los sobrepasa, sino que supera también nuestra inteligencia, siendo de un orden absolutamente sobrenatural.

Resumiendo al Revdo. Padre Noël Barbara, debemos decir lo siguiente so-bre la visibilidad de la Iglesia Católica Histórica Inmortal en los tiempos presentes. Ella es el Cuerpo Místico de Cristo y participa en el misterio de la Encarnación, en el que el mismo medio que Dios en su sabiduría eligió para realizar la visibilidad de su Verbo, en muchos casos la impidió. Para ver se requiere no sólo visión, sino luz. Así, para percibir realidades divinas se requiere la Fe, que requiere una disposición interior adecuada de los hombres. Los milagros y la sublimidad de la doctrina de Cristo eran signos que a la luz de la Fe permitían a los hombres percibir su divinidad. Los sig-nos de la credibilidad de la Iglesia a la luz de la Fe son sus cuatro notas: unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad. Hoy como siempre la Iglesia de Cristo está en el grupo de fieles que se retrotraen a Cristo y presentan esas notas distintivas que son perceptibles a la luz de la Fe aunque estén

                                                                                                               1 Decreto de festo Lanceæ et Clavorum Domini. Cf. SAN AGUSTÍN, In Psalm. 147, 19; y en el breviario, fer. vj. post Dom. I Quadr., el himno de vísperas. —SAN AGUSTÍN dice también (Tract. 120 in Joann.): «Prima mulier facta est de latere viri dormientis et appellata est vita materque vivorum. Magnum quippe significavit bonum ante magnum prævaricationis malum. Hic secundus Adam, inclinato capite, in cruce dormit, ut inde formaretur ei conjux quæ de latere dormientis effluxit.» 2 Cf. LEÓN XIII, Carta encíclica de la Unidad de la Iglesia: «Se llama [la Iglesia]… el cuerpo de Cristo; Cuerpo Místico, sin duda, pero vivo siempre.»

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circunstancialmente oscurecidas. Hoy las cuatro notas brillan por su ausen-cia en el grupo cuyo jefe, al unísono con el Vaticano II, promueve irreli-gión y apostasía, pero se dejan percibir en quienes, privados de pastor y dispersos por el mundo, son llamados con desprecio «integristas». De todas las parábolas sobre el Reino de Dios, la del trigo y la cizaña nos demuestra dónde están los obispos que todavía son católicos y que hacen visible la apostolicidad de la Iglesia. Hoy la confusión es tan grande que es virtual-mente imposible discernir entre la Iglesia Católica Histórica Inmortal y la Eclesialidad Postcatólica y arrancar la cizaña sin riesgo de destruir el trigo. Aquélla es la «Casa de la Fe» y sólo le pertenecen quienes han conservado esta virtud teológica y su profesión pública.

En este ser real y visible vamos a proceder a un estudio meticu-loso, análogo al que la Psicología nos enseña a hacer para el hombre. Comoquiera que presentamos la Iglesia como un «organismo divino-humano», debemos estudiar la esencia de este organismo y sus opera-ciones vitales; y éstas serán las dos grandes divisiones de este trabajo. Y en la primera parte trataremos primero de los elementos que com-ponen el organismo antes de estudiar su esencia; en la segunda consi-deraremos las distintas manifestaciones de la vida en función del tér-mino «humano». Terminaremos con reflexiones prácticas que serán en cierto modo la conclusión de todo lo que haya precedido. He aquí la división de este estudio:

PRIMERA PARTE: el organismo en sí mismo. 1° Alma o principio vital de este organismo. 2° Cuerpo o elemento visible y animado de este organismo. 3° Esencia del compuesto. SEGUNDA PARTE: la vida del organismo. 1° Vida orgánica. 2° Vida sensible. 3°. Vida intelectual. Conclusión.1 Es evidente, y lo añadimos para evitar de entrada cualquier malen-

tendido, que este trabajo —puesto que hablamos de un estudio sobre la vida de la Iglesia tal como se manifiesta a nuestros ojos, sea en su pasado, sea en su presente— sólo se refiere a la Iglesia que vive acá abajo, es decir la que los teólogos llaman «la Iglesia militante». En efecto, los miembros ya sea de la Iglesia triunfante o de la Iglesia su-friente llevan una vida de la cual no podemos tener ningún conoci-miento experimental. Queremos hablar sobre todo de la Iglesia cuyo cuerpo nuestros sentidos pueden alcanzar, la Iglesia visible.                                                                                                                1 Desafortunadamente, el capítulo final de la Segunda Parte dedicado a la vida inte-lectual de la Iglesia, y la Conclusión, no fueron dados por el autor al público. Lo sorprendió una dolorosa enfermedad y la muerte.

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PRIMERA PARTE EL ORGANISMO EN SÍ MISMO

Es evidente que la Iglesia existe; sería inútil detenernos a probarlo. Desde los veinte siglos que ella lleva obrando en el mundo y resistien-do a los innumerables agentes tanto intrínsecos como extrínsecos que militan contra su subsistencia, cada uno pudo convencerse de que la Iglesia no era un simple mito, sino al contrario una realidad de las más objetivas. Tenemos tan poco derecho de dudar de su existencia como de la de una de las naciones que nos rodean. Éste es un hecho de ex-periencia diaria, hecho que no se prueba. «La Iglesia fundada por Cris-to —al mismo tiempo que la revelación divina por Él acabada— entró en el mundo y pasó a ser un hecho histórico.»1 Toca pues a cada uno abrir los ojos y mirar. Y siendo la Iglesia una sociedad —como hemos dicho más arriba—, su existencia es necesariamente una existencia vital. Ya que —y esto es también una verdad de evidencia absoluta— cuando se habla de una sociedad no puede tratarse de una existencia sin vida. El modo como podemos figurarnos una sociedad no es el de un mineral cualquiera, sin movimiento, sin acción ni reacción, sin vida; la vida es al contrario una propiedad esencial suya sin la cual la socie-dad no puede existir más. Suprímase la una y por ese mismo hecho se aniquilará la otra. De esta entidad social podrán quedar rastros, un recuerdo más o menos profundo, pero el cuerpo mismo habrá desapa-recido.

Henos aquí pues en presencia de una sociedad viva cuyo estudio vamos a abordar. Pero por todas partes donde se encuentra la vida corporal —nos enseña la sana filosofía— deben encontrarse dos ele-mentos distintos entre sí y hasta separables: uno, principio superior, será el elemento vivificador, recibido en el otro y que lo vivifica; el segundo, inferior, será el cuerpo, de suyo tendiente a la disolución, pero mantenido en la unidad y vivificado por el primero. Estos dos elementos reunidos forman un solo todo —de manera similar a la composición química, ya que este todo que resulta no es de la natura-leza de ninguno de los componentes: es una tercera naturaleza inter-mediaria entre las dos otras. Sucesivamente vamos a estudiar estos dos elementos bajo el nombre de principio vital o alma, y de cuerpo. Nos quedarán por decir algunas palabras de la esencia del compuesto; lue-go, explicado todo eso, podremos entonces abordar la consideración de las manifestaciones vitales de la Iglesia.

                                                                                                               1 MONS. COMMER, Die Kirche in ihrem Wesen u. Leben (trad. ital., p. 58).

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CAP.  I. — ALMA DE LA IGLESIA.

Digamos en primer lugar algunas palabras sobre el rol del princi-pio vital, o alma, en todo organismo.

§ 1.  —  Lo que es el alma en un ser vivo.

Prescindiendo de las diferencias de naturaleza de este principio se-gún que se lo estudie en tal organismo más o menos elevado, nos limi-taremos a indicar aquí sumariamente los principales caracteres comu-nes a todo principio vital, cualquiera que sea su grado en la escala de los seres. A estos caracteres los reduciremos a tres: la unidad, la acción inmanente y la finalidad, —no porque todos sean específicos del ser vivo, sino porque a distintos títulos los tres son esenciales del mismo.

El principio vital debe ser uno, es decir indiviso, único. Y a esta unicidad la postulan dos razones: el alma debe ser causa de la unidad sustancial del ser vivo y también causa de su operación. En efecto, el ser por sí mismo es complejo. En su composición entran una infinidad de elementos que los microscopios nos revelan. Ya tomemos una célula, un protozoo, el más pequeño de los seres vivos conocidos: en esta materia suficientemente amplificada el ojo descubrirá toda una organización, toda una subordinación de funciones que hará que el ser más minúsculo pase a ser a nuestros ojos una virtual reproducción en pequeño de la contextura del más complejo de los seres vivos. Conque el elemento más simple nos aparece compuesto: ahora bien, aunque hecho de partes distintas, este ser es un todo. Una célula viva nos ofrece un aspecto totalmente diferente que por ejemplo un montón de piedras, donde también se encuentran reunidos numerosos elementos, pero por simple yuxtaposición. El ser vivo es otra cosa; la unión entre sus partes componentes es muy diferente; y ya se la explique por la continuidad del protoplasma u otra hipótesis científica, siempre habrá que dar además una razón de esta continuidad del protoplasma de célula a célula en un cuerpo pluricelular y consigo mismo en uno mo-nocelular. No estamos en presencia de un montón de células, de co-lecciones de células. «La vida —dice Flourens1— no es solamente una colección de propiedades y, sin salir de las condiciones precisas de-mostradas por la experiencia, es visible que en ella es necesario un vínculo positivo, un punto central, un nudo de vida […], una fuerza general y una, de la que todas las fuerzas particulares no son más que distintas expresiones.» El ser vivo es uno, éste es su primer carácter;

                                                                                                               1 De la vie et de l’intelligence, 1ª parte, p. 159 y 97.

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más aún: sólo es vivo en cuanto es uno. Unum et ens convertuntur. Esta unidad del ser vivo le vendrá pues de lo que lo hace ser, y vivo: del alma, del principio vital mismo. Ahora bien, ¿quién no ve que para dar lo uno este principio mismo debe poseer esta propiedad? Nemo dat quod non habet: la razón natural no puede sustraerse a esta conclusión. —Uno en su ser, el ser vivo lo será también en su operación. No porque la operación no pueda ser múltiple en él; si hasta la multiplicidad de sus operaciones irá en proporción directa de su perfección como vivo; —pero unicidad de operación 1° en su especie, su naturaleza. Y es una simple consecuencia de lo que acabamos de decir. El actuar se agrega al ser y es por así decir su expansión, su flor. En el mismo ramo po-drán abrirse varios capullos, pero, ¿podrá el mismo tallo llevar juntos rosas y lirios? Por el hecho mismo de que un ser vive, se determina a tal vida que le pertenece en propiedad; una planta no podrá sino cre-cer, desarrollarse: nunca se la verá moverse con un verdadero movi-miento local. —Unicidad de operación 2° en su principio: a toda cosa, en efecto, le es necesaria una razón y una razón suficiente. Si el ser vivo hace tal acto, es porque tiene en sí la potencia de hacerlo; y pues-to que en la serie de las causas no se puede franquear el infinito, de-bemos detenernos en este principio vital, causa intrínseca del ser, de la vida y de la operación para el ser vivo. —Unicidad de operación 3° en su fin; pero para explicar esto debemos estudiar los dos caracteres restantes, la acción inmanente y la finalidad.

Preguntémonos si la Eclesialidad Postcatólica es con la Iglesia Católica His-tórica Inmortal una en naturaleza, una en principio de operación, y una en fin de operación, o su es su Principal Destructora en lo posible. Su natura-leza es «comunión con todos los hombres»1 y «con todas las religiones»2, su principio de operación, según ella misma, es una «fe» que, también según ella misma, es meramente «la disponibilidad para dejarse transformar una y otra vez por la llamada de Dios»3 sin mención de operaciones subjetivas in-telectivas ni de determinaciones objetivas dogmáticas, y su fin de operación y objeto de culto, según ella misma4, es el hombre.

Al hablar de acción inmanente queremos decir que la acción parti-rá del ser vivo y se terminará en el ser vivo. De los tres caracteres que estudiamos éste es el único específico del ser vivo, no porque todas sus acciones estén necesariamente dotadas de esta cualidad, sino en el sentido de que solamente en el ser vivo se encontrará tal método de

                                                                                                               1 Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la Iglesia entendida como comunión. 2 Vaticano II, declaración «Nostra Ætate». 3 Francisco, Lumen Fidei. 4 Pablo VI, Alocución a los padres conciliares, 7/9/65.  

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actuar. Los dos caracteres restantes son comunes a todos los seres y sólo se encuentran en el ser vivo porque éste, antes de ser vivo, es ser. El mineral, en efecto, puede actuar, y la química nos lo muestra todos los días; pero esta acción es por decirlo así ad extra. El cloro que actúa sobre el sodio produce un efecto en este otro cuerpo. El ser vivo, al contrario, por una acción que viene del interior, podrá no terminar su acción sino en el interior de sí mismo. Seguramente queda el lugar para la acción transitiva formalmente tal si el ser es corporal, o sólo virtualmente transitiva si el ser vivo es espiritual; pero esta acción tran-sitiva no será la única operación del ser vivo. El ser vivo actuará sobre el aire, por ejemplo; pero sólo actuará para asimilárselo: la asimilación será el término de su acción. Esto mismo vale para la comida, etc. —Intencionalmente no queremos introducir en la inmanencia la nota de fin, de objetivo: sería confundir entre sí caracteres diferentes. Por eso encontramos menos justa la definición que dan algunos autores según la cual la inmanencia es aquello por lo que el ser vivo se constituye el fin de su acción. Nos place más definirla como la propiedad que tiene el ser vivo y sólo él de terminar en sí mismo sus operaciones. El tér-mino se concibe aquí solamente como resultado —y no todavía como objetivo: distinción sutil quizá, pero no infundada. Santo Tomás, con su claridad habitual, decía de la acción inmanente: «es una acción de las que permanecen en el agente, y no de las que pasan a otro» («est actio quiescens in agente, non autem transiens in alterum»)1. Se ve que hace en su definición una abstracción total de la idea de objetivo.

Preguntémonos cuánto y cómo la Eclesialidad Postcatólica deja permane-cer en sí misma y en su estructura y vida doctrinaria y litúrgica oficial a las operaciones que todavía son propias de la Iglesia Católica Histórica Inmor-tal y cuánto y cómo las pone en aprietos.

La finalidad, tercer carácter del principio vital, es en un sentido el más aparente de los tres. Manifestándose de una manera más exterior, cae más aún bajo nuestros sentidos; no es entretanto más que la con-secuencia de los dos otros. El principio vital es esencialmente teleoló-gico: su finalidad es tan evidente que es precisamente una de las razo-nes que nos lo hacen admitir como entidad distinta y previa —por anterioridad de razón— a la materia que él vivifica, que «hace tal». El principio vital es la idea directriz que conduce el ser por una marcha infalible desde el principio de su existencia hasta su completo desarro-llo. Es lo que entre tantos elementos útiles o nocivos le hará elegir los primeros y abandonar los otros; es lo que velará por la elaboración de los tejidos, ya que según la ciencia moderna el embrión al principio

                                                                                                               1 Summa th. I, q. 76, a. 1, co.

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está compuesto por una «materia aparentemente uniforme», y en este germen nada está especialmente determinado a pasar a ser tal miem-bro más bien que tal otro. El principio vital está pues allí presidiendo al igual desarrollo de esta materia, a la especificación de tal o cual teji-do, de tal o cual órgano, cuando el mismo feto bastante desarrollado comience a presentar la forma del cuerpo que debe realizarse.1 Así el ser vivo actuará sobre lo que lo rodea; terminará su acción en sí mis-mo; pero además la hará para sí mismo: la planta por sus raíces se asimila los jugos de la tierra y toma de ellos su vida; por sus hojas res-pira el aire y renueva su savia: actúa sobre el exterior, no para compo-ner un nuevo cuerpo —ella misma subsiste—, sino para perfeccionar-se aumentando su vida: es en efecto por ese medio que ella crece y gana poco a poco el desarrollo que se le debe. «El huevo —dice Clau-de Bernard2— es un devenir; representa una clase de fórmula orgánica que resume el ser del que procede y del que guardó en cierta manera el recuerdo evolutivo.» Por eso es por la finalidad que varios científicos —Cuvier y Claude Bernard entre otros— quisieron definir la vida. El primero decía: «La vida es un remolino más o menos rápido, más o menos complicado, cuya dirección es constante y que arrastra siempre moléculas de la misma clase, pero adonde entran y de donde salen continuamente las moléculas individuales.» Claude Bernard, el segun-do, más explícito: «La vida es la idea directriz o la fuerza evolutiva del ser».3 —Esta finalidad es esencial al principio vital, dimana de él como la propiedad de la esencia: nace de la íntima naturaleza del principio mismo. «En el seno del mismo ser creado hace falta un principio que lo adapte a los fines que contribuye a realizar. La naturaleza alcanza sus fines porque en los seres hay un principio de finalidad que los solicita a actuar en una dirección determinada para realizar un fin que les es propio, su fin natural. […] [Esta finalidad] existe realmente en los seres; ella da a todas sus potencias su impulsión radical y su direc-ción.»4

Preguntémonos si la Eclesialidad Postcatólica tiene la misma idea directriz que la Iglesia Católica Histórica Inmortal —la propagación del Reino de

                                                                                                               1 «Las investigaciones de los biólogos probaron la falsedad de la creencia antes gene-ral de que el germen de cada organismo es una repetición en miniatura del organis-mo llegado a madurez y que sólo difieren por el volumen; mostraron al contrario que cada organismo que nace de una materia aparentemente uniforme avanza hacia su multiformidad definitiva por cambios insensibles.» (SPENCER, Principios de biología, 3ª parte, cap. 3.) 2 Le Problème de la physiologie générale. 3 Citados en LEPIDI, O.P., Elem. phil. christ., vol. III, p. 179. 4 Cf. MERCIER, Ontologie, p. 238, 261.

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Dios en las almas y en las instituciones— y si elige los elementos útiles a ésta y descarta los que le son nocivos o hace todo lo contrario: elegir los nocivos y descartar los útiles.

Obsérvese que estos tres caracteres que rápidamente acabamos de resumir están muy avecinados entre sí y se causan recíprocamente. Pero estas pocas notas bastan; pasemos sin tardar más a la cuestión del alma de la Iglesia, que deberá también tener las cualidades requeri-das para toda alma.

§ 2.  —  ¿Que será el alma de la Iglesia?

Esta alma es el mismo Espíritu Santo. Y a primera vista todo indi-ca que en efecto esta divina Persona tiene los caracteres de unidad, inmanencia y finalidad requeridos según lo antedicho para todo prin-cipio vital. Unidad: «unus Spiritus»1; no hay ni puede haber más que un solo Espíritu, que procede del Padre y el Hijo y los une con un amor sustancial; —inmanencia: la acción hecha por este Espíritu podrá ter-minarse en el interior de Él mismo, puesto que, siendo Dios, está en todas partes2; —finalidad, ya que Dios siendo para sí mismo su propio fin, al fin de cuentas no puede actuar sino para Sí mismo, aún cuando lo hace para nuestra utilidad.

Advirtamos la blasfemia contra Dios Espíritu Santo y la Iglesia Católica Histórica Inmortal en que incurrió Pablo VI al dar como «examinable» y probablemente «en alguna medida aceptable» «la tentativa de quienes quie-ren cambiar estructuras y espíritu [!] de la Iglesia para modelarla según las aspiraciones y dimensiones de los jóvenes de hoy»3.

Sobre estos tres puntos no nos parece que pueda haber dificultades: por eso pasemos por alto la cuestión de simple posibili-dad y lleguemos al hecho. Nuestras pruebas serán de cuatro clases: pruebas escriturísticas, pruebas de los Padres, pruebas de la liturgia y argumentos racionales.

I. Pruebas escriturísticas. —Numerosos son los textos que tendremos que citar; y como el comentario de cada uno nos llevaría demasiado lejos, comencemos por la explicación de dos o tres de los más explíci-tos; seguidamente no haremos más que referir los otros.

                                                                                                               1 Cf. 1 Cor 12, 13; Ef 4, 4; Flp 1, 27; etc., etc. 2 Seguramente la acción virtualmente transitiva de Dios tiene un efecto ad extra produ-cido en la criatura y no en Dios; pero si se admite la unión íntima de la criatura y Dios, tal como la realiza la gracia, ¿no puede decirse que esta acción, al tiempo de permanecer virtualmente transitiva, es hasta cierto punto inmanente, puesto que de alguna manera difícil de definir pero con todo real Dios y la criatura se convierten en una misma cosa? 3 Audiencia general, 25/9/68.

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«No apaguéis el Espíritu —escribe San Pablo a los tesalonicenses. […] Y el Dios de la paz os haga santos en todo, a fin de que vuestro espíritu entero, con alma y cuerpo se conserven sin culpa para cuando venga nuestro Señor Jesucristo».1 ¿Sería la intención de San Pablo —o mejor dicho del Espíritu Santo que habla por San Pablo— enseñarnos en este pasaje la existencia de una trinidad natural en la composición de todo individuo? —No creemos que tal sea su pensamiento. Sin duda enumera tres elementos; pero obsérveselo, ya que aquí tenemos una gran prueba a favor de nuestra tesis: San Pablo habla del cristiano, el homo spiritualis,2 en comparación con el homo animalis,3 que no percibe los misterios del Espíritu;4 y siguiendo al Apóstol podemos alegar en toda verdad que en todo cristiano se encuentran un cuerpo y un alma que lo constituyen hombre, y además un espíritu particular propio del cristiano y que lo constituye tal. De este texto, cuyo análisis no tene-mos que prolongar, retengamos simplemente esto: según San Pablo,5 lo que constituye al cristiano es su información por un tercer elemento que llama spiritus, πνεῦµα, elemento producido en nuestras almas por un nacimiento espiritual, según estas palabras de san Juan: «Lo que ha nacido del Espíritu, es espíritu.»6

Por un inaudito misterio de Sacrilegio Capital, la Eclesialidad Postcatólica está hecha en lo principal de su cuerpo de los elementos humanos que formaban el cuerpo social de la Iglesia Católica Histórica inmortal animada por el Espíritu Santo, y al mismo tiempo la misma Eclesialidad Postcatólica resiste radical y sistemáticamente al Espíritu Santo, inspirador de la Tradi-ción Católica contenida y comunicada en el Magisterio Perenne Infalible recapitulado en los papas verdaderos. A la Eclesialidad Postcatólica como gobierno imprimidor de impulsos cognitivos e instintivos perversos, del mismo modo que a una nueva y satánica Mega-Sinagoga que esta vez resis-te a la Verdad conocida como tal, le valen las palabras de San Esteban a los judíos: «¡Hombres de dura cerviz y de corazón y oído incircuncisos!, voso-tros resistís siempre al Espíritu Santo; como fueron vuestros padres, así sois vosotros.»7 El Sacrilegio Mayúsculo de la dirigencia romana pseudopapal de la Eclesia-lidad Postcatólica se extiende trágicamente a todos sus seguidores al menos como sombra, como mancha, y como muerte a la lealtad objetiva (aún si inadvertida e involuntaria) a la Iglesia Católica Histórica Inmortal. Como

                                                                                                               1 1 Tes 5, 19/23. 2 1 Cor 2, 13. 3 1 Cor 2, 14. 4 Cf. 1 Jn 3, 10: «Por aquí se distinguen los hijos de Dios de los hijos del diablo.» 5 Cf. SANTO TOMÁS In E. S. Pauli in 1 Thess., c. V, lect. II, cerca del fin; PRAT, la Théologie de saint Paul, II, p. 76, n. 4. 6 Jn 3, 6. 7 Hch 7, 51.

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apunta Mons. Guérard des Lauriers, «La mayoría de los “fieles” todavía es-tán unidos, de buen o mal grado, a la “iglesia oficial”; como los judíos, los contemporáneos de Jesús, a la sinagoga. Estos “fieles” son empero incapa-ces de explicar cómo un personaje que profiere habitualmente la herejía pueda ser en acto el Vicario de Jesucristo inspirado por el Espíritu Santo. Otros “fieles” se sienten parte de la Iglesia a partir de la imaginación. Ellos tienen su misa como antes… Helos allí tranquilizados, como los judíos en Sábado Santo, “hasta mañana por la mañana.” Porque todo esto es puro engaño satánico; ilusión que un solo rayo de la Verdad desde ya le disipa a cada espíritu fiel.»1

Y a la luz de esta explicación los textos siguientes no presentan ya ninguna dificultad, sino que irán precisándose siempre, y nos mostra-rán que este tercer elemento no es sino el Espíritu Santo mismo. «¡Oh gálatas insensatos! […] ¿Habéis recibido al Espíritu Santo por las obras de la ley?»2 — «Y no queráis entristecer al Espíritu Santo de Dios, con el que fuisteis sellados para el día de la redención.»3 Este tercer elemento —lo vemos claramente aquí— es un signo por medio del cual se reconoce a los verdaderos hijos de Dios, los redimidos por la preciosa sangre del Salvador y renacidos a la vida por el agua y el Espíritu Santo.4 «Todos nosotros somos bautizados en un mismo Espíritu para componer un solo cuerpo, ya seamos judíos, ya gentiles, ya esclavos, ya libres; y todos hemos bebido un mismo Espíritu.»5 — «Siendo un solo cuerpo y un solo Espíritu »6: es virtualmente el resu-men del mismo pensamiento. —«Y en quien habiendo así mismo creído, recibisteis el sello del Espíritu Santo que estaba prometido.»7 Esta misma idea del signo se expresa también así: «El que así mismo nos ha marcado con su sello, y que por arras de los bienes que nos ha prometido, nos da el Espíritu Santo en nuestros corazones».8 A este depósito con razón el Apóstol suplica a Dios conservarlo intacto al interior de nosotros mismos: «Y el Dios de la paz os haga santos en todo, a fin de que vuestro espíritu entero, con alma y cuerpo se con-serven sin culpa».9 Así un texto se esclarece por otro; mutuamente se dan la solución. Por fin, este Espíritu que «signa» a los fieles de Cristo,

                                                                                                               1 L’Église Militante, au temps de Mgr. Wojtyla. 2 Gal 3, 1-2. 3 Ef 4, 30. 4 Jn 3, 5; Cf. Mt 3, 11; Mc 1, 8; etc. 5 1 Cor 12, 13. 6 Ef 4, 4. 7 Ef 1, 13; Cf. Comentario de SANTO TOMÁS a este libro. 8 2 Cor 1, 21. Los mejores manuscritos griegos llevan aquí las palabras: «ὁ δὲ βεβαιῶν ἡµᾶς σὺν ὑµῖν…» 9 1 Tes 5, 23.

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los constituye miembros del cuerpo de Cristo,1 los convierte en cierta manera parte de Dios2 y los distingue de los fieles del mundo,3 —nos es representado como único: es el mismo para todos los fieles: «[para que yo] oiga decir de vosotros que perseveráis firmes en un mismo Espíritu, trabajando unánimes por la fe del Evangelio.»4

A estos distintos textos podemos añadir los siguientes: «y por esto conocemos que él [Dios] mora en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado»;5 — «En esto conocemos que vivimos en Él, y Él en nosotros, porque nos ha comunicado su Espíritu.»6 — «Sucederá en los postre-ros días, dice el Señor, que yo derramaré mi Espíritu sobre todos los hombres […] Sí, por cierto, yo derramaré mi Espíritu sobre mis sier-vos, y sobre mis siervas».7 —y ciertamente, esta preposición, «de Spiri-tu Sancto, ἐκ τοῦ πνεῦµατος», debe tener su razón de ser. ¿Y no queda claro en efecto que si, como lo explicamos, el Espíritu de amor es el alma de la Iglesia, esta alma sólo debe ser participada por los miem-bros del cuerpo, y no plena e independientemente poseída por ellos? Si en efecto cada miembro tiene en sí mismo un alma absolutamente independiente del alma del miembro vecino, ¿quién no ve que sería necesario entonces un tercer principio para hacer la unión completa?

«Los que se rigen por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios»8: un solo Espíritu para animar a todos los fieles. «Y por cuanto vosotros sois hijos, envió Dios a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual nos hace clamar: ¡Abba!, esto es: ¡Padre mío!»9 es la misma idea una vez más.

«Aquél que os comunica el Espíritu, y obra milagros entre voso-tros»10; «¿Por ventura no sabéis que vuestros cuerpos son templos del

                                                                                                               1 Cf. Ef 5, 30: «Porque nosotros que la componemos somos miembros de su cuerpo, formados de su carne y de sus huesos.» 2 Cf. Rom 14, 8: «Ora, pues, vivamos, ora muramos, del Señor somos», τοῦ κυρίου ἐσµεν. 3 «El padre de quien salisteis es el diablo.» (Jn 8, 44) «El príncipe de este mundo ha sido ya juzgado.» (Jn 16, 11). Etc. 4 Flp 1, 27. 5 1 Jn 3, 24 β. 6 1 Jn 4, 13; Cf. el comentario de SANTO TOMÁS sobre este versículo, Contra Gentes, l. IV, c. 21, 4º. 7 Hch 2, 17-18 (Joel 2, 28-32 [3, 1-5]). «Y en la palabra “derramaré” se entiende la abundancia del efecto del Espíritu Santo, y que no se detendrá en uno, sino que llegará a muchos, desde quienes en cierto modo se comunica a otros, como vemos en aquellas cosas que se derraman corporalmente.» (Summa th., C. Gentes, 4, 23). 8 Rom 8, 14. 9 Gal 4, 6. 10 Gal 3, 5.

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Espíritu Santo, que habita en vosotros, el cual habéis recibido de Dios, y que ya no sois de vosotros?»1 —podríamos seguir acumulando los textos, pero nos parece innecesario. De los que hemos citado, parecen resultar claramente estos tres puntos: 1° que todo cristiano tiene en sí un elemento espiritual que lo distingue de los otros hombres; 2° que este elemento está constituido por el Espíritu Santo mismo, deposita-do en nuestros corazones como un tesoro precioso que debemos con-servar con cuidado a partir del día de nuestro nacimiento a la vida divina (bautismo); 3° por fin, que siendo este Espíritu el mismo para todos los fieles y desigualmente participado por ellos, es precisamente el vínculo que los une entre sí, los constituye un verdadero cuerpo, les da la potencia de operar… La conclusión, nos parece, se impone de suyo: luego el Espíritu Santo es el alma de este cuerpo que forman todos los cristianos reunidos juntos, es decir la Iglesia.2

                                                                                                               1 1 Cor 6, 19; etc., etc. 2 Quizá no es inoportuno dar aquí la división de las Epístolas de San Pablo tal como la comprendía SANTO TOMÁS DE AQUINO. El lector encontrará en primer lugar una suerte de Índice general que le mostrará a qué epístola deberá referirse para contro-lar tal o cual punto resumido en este trabajo; verá sobre todo cuánto la analogía de la que nos servimos —la Iglesia como cuerpo del Cristo, animada por el Espíritu San-to— es esencial en la concepción del Apóstol. Toda la doctrina de San Pablo se refiere a la gracia del Cristo. «Hæc doctrina tota de gratia Christi, quæ quidem potest tripliciter considerari.» Y he aquí las divisiones del Doctor Angélico (Prolog. in omnes D. Pauli Epist.): 1. La gracia de Cristo en cuanto está en Él mismo como cabeza: EPÍSTOLA A

LOS HEBREOS. 2. La gracia de Cristo en cuanto está en los miembros principales del

cuerpo místico: epístolas dirigidas a prelados. San Pablo instruye a los prelados espirituales y temporales de la Iglesia. 2.1. Epístolas dirigidas a los prelados espirituales:

2.1.1. Sobre la institución, instrucción y dirección de la unidad eclesiástica en la PRIMERA EPÍSTOLA A TIMOTEO.

2.1.2. Sobre la firmeza contra los perseguidores en la SEGUNDA EPÍSTOLA A TIMOTEO.

2.1.3. Sobre la defensa contra los herejes en la EPÍSTOLA A TITO. 2.2. Epístola dirigidas a los señores temporales: EPÍSTOLA A FILEMÓN.

3. La gracia de Cristo en cuanto está en el mismo cuerpo místico, que es la Iglesia: epístolas a los gentiles, de las cuales se da la siguiente distinción, pues la misma gracia de Cristo puede considerarse en tres sentidos. 3.1. En sí misma: EPÍSTOLA A LOS ROMANOS. 3.2. En cuanto está en los sacramentos de la gracia.

3.2.1. EN LAS DOS EPÍSTOLAS A LOS CORINTIOS. 3.2.1.1. EN LA PRIMERA trata de los mismos sacramentos. 3.2.1.2. EN LA SEGUNDA, de la dignidad de los ministros.

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Advirtamos cómo la Eclesialidad Postcatólica, contra la enseñanza paulina (y evangélica y ya mosaica) de la no-auto-pertenencia y la sí-alienación del hombre que es fiel a Dios, enseña que: «El progreso es sobre todo un pro-greso del dominio creciente de la razón, y esta razón es considerada ob-viamente un poder del bien y para el bien. El progreso es la superación de todas las dependencias, es progreso hacia la libertad perfecta.»1

II. Pruebas patrísticas. —Los Padres, por otra parte, lo comprendie-ron de este modo. En su 1ª epístola a los corintios, Clemente de Roma tiene muy bellas enseñanzas sobre la unidad de la Iglesia. Escribía a los fieles de Corinto para reprocharles sus discordias y su rebelión contra sus verdaderos pastores; luego, exhortándolos a depositar toda acritud y odio, los conjura de volver a la unidad, a aquella unidad que hacía la felicidad de los tiempos antiguos, cuando sobre toda la comunidad, sobre todos sus miembros, «descendía la plenitud del Espíritu Santo».2 —San Ireneo habla en el mismo sentido que San Pablo del Espíritu Santo como señal característica de la Iglesia: «Dónde está la Iglesia está el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios se encuentra también la Iglesia y toda gracia.»3

San Basilio atribuye al Espíritu Santo la virtud que perfecciona a las criaturas racionales.4 San Juan Crisóstomo nos presenta el libro de los Hechos de los Apóstoles, en comparación con los Evangelios que son el relato de las maravillas obradas por Jesús, como la historia de los prodigios realizados por el Espíritu Santo desde la fundación de la Iglesia: «Los Evangelios son el relato de lo que Cristo hizo y dijo —los Hechos al contrario de lo que el Paráclito hizo y dijo.»5                                                                                                                                                                                                                                                            

3.2.2. EN LA EPÍSTOLA A LOS GÁLATAS, en la cual se excluyen usos religiosos superfluos contra quienes querían adjuntar usos religiosos antiguos a los nuevos.

3.3. En cuanto causa un efecto de unidad en la Iglesia. 3.3.1. Sobre la institución de la unidad eclesiástica, en la EPÍSTOLA A

LOS EFESIOS. 3.3.2. Sobre la confirmación y el adelanto de la misma en la EPÍSTOLA

A LOS FILIPENSES. 3.3.3. Sobre su defensa:

3.3.3.1. Contra los errores, en la EPÍSTOLA A LOS COLOSENSES. 3.3.3.2. Contra las persecuciones presentes, EN LA PRIMERA A LOS

TESALONICENSES. 3.3.3.3. Contra las persecuciones futuras y principalmente del

tiempo del anticristo, EN LA SEGUNDA A LOS TESALONICENSES.

1 Benedicto XVI, encíclica Spe salvi. 2 1 Cor 2, 2. 3 Adv. Hær., III, c. 24, n. 1. Enchir. patristic., n° 226. 4 De Spir. Sancto, c. 26. 5 In Act. Hom., I, 5.

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San Agustín es más explícito aún: «Lo que es el alma para el cuer-po humano, el Espíritu Santo lo es para el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. En toda la Iglesia el Espíritu Santo opera lo mismo que opera el alma en todos los miembros de un solo cuerpo.»1 He aquí pues la expresión misma de nuestra tesis: el Espíritu Santo, alma de la Iglesia.2 Aunque de manera menos formal, la misma idea se expone así3: «La sola Iglesia Católica es el cuerpo de Cristo. Que entonces aquel que quiere tener el Espíritu Santo vele por no quedarse fuera de la Igle-sia.»4 Agustín dice además: «Lo mismo que nuestro espíritu anima todos nuestros miembros, ve por nuestros ojos, oye por nuestros oí-dos, huele por nuestro olfato, habla por nuestra lengua […] así hace el Espíritu Santo en toda la Iglesia de Dios.»5 —Así mismo San Paulino de Nola: «En todo fiel actúa el Espíritu de Dios».6 —San Cirilo declara que el Espíritu de la Iglesia es quien anima a los fieles; ahora bien, este Espíritu es el que procede del Padre y el Hijo: «Nacemos del parto de la Iglesia —escribe— de su leche somos alimentados, de su espíritu somos animados.»7 —San Vicente de Lérins nos habla de Dios que vivifica a las «poblaciones en que estaba apagado el Espíritu».8

A estos distintos textos9, más o menos explícitos, pero que toma-dos en su conjunto nos parece que prueban realmente, permítasenos añadir algunos de Santo Tomás mismo. «El Espíritu Santo —dice10— es la principal y última perfección de todo el cuerpo místico, así como el alma para el cuerpo natural: ultima perfectio et principalis.» Quienquiera que esté mínimamente acostumbrado a la terminología de la escuela verá en esta expresión el equivalente del término «alma». —«La fe de

                                                                                                               1 Serm. 267 in Pentec. Enchir. patristic, n° 1523. 2 Cf. LEÓN XIII, Enc. Divinum illud munus, 9 maij 1897: «si Cristo es la cabeza de la Iglesia, el Espíritu Santo es su alma…» Y cita a San Agustín. 3 Epist. 150, nº 50. 4 Para legitimar el bautismo de los niños en su carta a Bonifacio, Agustín dice tam-bién: «ofrece a esos niños para que reciban la gracia espiritual, si bien también los ofrecen sus padres cuando son buenos y fieles. Se entiende con razón que ofrecen a los niños todos aquellos a quienes place la oblación y ayudan con su santa e indivi-dual caridad a la comunicación del Espíritu Santo.» (Epist. 98 [al. 23], cerca del medio. Cf. SANTO TOMAS, Summa th. 3, q. 68, a. 9, ad 2.) 5 Serm. de temp., 186. 6 Ep. 23, n. 25. 7 De Eccl. unitate, c. 5. 8 Commonit., V, 4. 9 Cf. también SAN BASILIO: «Quatenus Spiritus Sanctus vim habet perficiendi rationales creaturas absolvens fastigium earum perfectionis, fo rmæ rat ionem habet .» (De Sp. Sancto, c. 26.) 10 Dist. 13, q. 2, a. 2.

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una persona, incluso de toda la Iglesia [se trata del bautismo de los niños], beneficia al niño por obra del Espíritu Santo, que da unidad a la Iglesia y comunica los bienes de uno a otro.»1 He aquí pues el Espí-ritu que nos es presentado como el elemento que constituye la unidad en la Iglesia. Pues bien, recuérdese lo que decíamos más arriba: sólo el principio vital, el alma, establece la unión entre los distintos elementos que componen el cuerpo del ser vivo.2 —«El mismo Cristo, Hijo de Dios, consagra su Iglesia y la marca con su Espíritu como con su mar-ca y sello, et sibi consignat Spiritui Sancto quasi suo charactere et sigillo».3 Se ve que ésta es la misma idea de San Pablo, retomada y expuesta de dife-rente manera: el Espíritu Santo es la marca divina por la cual se reco-nocerá a la verdadera Iglesia de Jesucristo.4 —Por fin, añadamos un último texto: «Así como en un hombre vemos un alma y un cuerpo, y este hombre tiene sin embargo varios miembros, así mismo la Iglesia Católica es un solo cuerpo, y sin embargo tiene varios miembros. Y el alma que vivifica este cuerpo es el Espíritu Santo.»5

III. Pruebas litúrgicas. — Pasemos ahora a otra clase de pruebas, ex-traídas éstas de los libros litúrgicos. Los oraciones y ceremonias de la Iglesia van también a manifestarnos que el Espíritu Santo es verdade-ramente el alma de esta sociedad. —Sobre el recién nacido a quien va a bautizar, el ministro del sacramento de bautismo debe soplar suave-mente como para expulsar de él el espíritu maligno6, el espíritu del mundo que lo anima: todo hombre en efecto está concebido en peca-do. «Sal de allí, espíritu inmundo —pronuncia el ministro— y cede el lugar al Espíritu Santo Paráclito… Yo te exorcizo, todo espíritu in-mundo […] retírate de esta criatura de Dios a quien Nuestro Señor se dignó llamar a su Iglesia para que se convierta en el templo del Dios vivo, y que el Espíritu Santo habite en ella…» —Y para el bautismo de los adultos la cosa queda más clara aún: después de la primera in-

                                                                                                               1 Summa th. III, q. 68, a. 9, ad 2. 2 Cf. SANTO TOMÁS, Quodl. 9, artículo 16: «Si se considera la divina Providencia que dirige su Iglesia por el Espíritu Santo para que no yerre…» 3 Contra Errores Græcorum, c. 32. 4 Añadamos de pasada que esta teoría del Espíritu Santo como alma de la Iglesia se ha expuesto frecuentemente en estos últimos tiempos. Señalemos para su memoria —y sin pretender elaborar un catálogo: DUPANLOUP (l’Esprit-S.), BOUGAUD (l’Église), DOM GREA (l’Église), FRIAQUE, O. P. (le S. Esprit), NEWMANN (passim), P. DE LA BARRE (la Vie du Dogme), HUGOU, O. P. (Rev. thom., 1906, p. 426…), ARINTERO, O. P. (Desenvolvimiento y Vitalidad de la Iglesia), GOMMER (Die Kirche in ihrem Wesen und Leben), DOM BESSE, O. S. B. (Église et Monarchie), SCHWALM, O. P. (le Christ d’après S. Th., passim), etc. 5 SANTO TOMÁS, Opusc. VII, Exposición del Símbolo, cap. 12, init. 6 Cf. SANTO TOMÁS, Summa th. III, q. 71, artículo 2 y 3.

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suflación que puso en fuga a todo espíritu impuro, «que el ministro —dice el Ritual— sople en forma de cruz sobre la cara de aquél a quien bautiza, y que diga: por esta insuflación recibe el Espíritu de Dios y la bendición celestial.»1 No puede, pues, haber duda. El ministro del sacramento —incluso si es hereje y por lo tanto no posee en sí mismo el Espíritu— lo comunica a la criatura en cuanto él actúa en nombre de la Iglesia que nunca se verá privada de su alma; y la criatura renace así en toda verdad «del agua y el Espíritu Santo»2. Y parece que nos está permitido establecer el paralelo entre esta insuflación del bautis-mo y aquella de la que habla la Escritura: «Formó, pues, el Señor Dios al hombre del lodo de la tierra, y le inspiró en el rostro un soplo de vida, y quedó hecho el hombre viviente.»3 Es la misma acción produc-tora de vida; y siempre actúa Dios: en el bautismo no obstante Él or-denó al hombre como causa puramente instrumental.

Junto a esta insuflación sobre el bautizado, sólo vemos dos más en el Ritual o Pontifical. Una se hace sobre el agua que se bendice solem-nemente el Sábado Santo; la otra la hace el obispo sobre el crisma el Jueves Santo. Pues bien, obsérvese esto: el agua así bendecida es la que debe servir a la administración del bautismo; el santo crisma, por otra parte, se usa para la confirmación y ordenación de los sacerdotes. Parece pues que hasta en estos pequeños detalles se afirma la doctrina que sostenemos.4 Por la insuflación se comunica en cierta manera el Espíritu Santo a estas cosas inanimadas a fin de que ellas lo comuni-quen a su vez al alma misma.5 Muchas son las ocasiones de bendecir el agua en la liturgia; muchas las oraciones para eso: sólo se sopla sobre el agua que debe servir a los bautismos. Sobre el oleum infirmorum y el oleum catechumenorum no se sopla: es porque no están destinados ante todo a infundir en el alma el Espíritu Santo o a aumentar su posesión.

                                                                                                               1 Rituale Rom., passim. Indudablemente esta insuflación no es el sacramento; a lo sumo sólo es asimilable a uno de los sacramentales. Pero, acordándonos de que cuando se trata de sacramentos las palabras del ministro operan lo que significan: «Verba operantur in sacramentis» (Summa th. III, q. 60, artículo 7 y 8), guardada toda proporción, quizá puede decirse lo mismo de las ceremonias rituales. —El ministro, entre otras oraciones, pronuncia a continuación esta oración: «Retírate, maldito Satanás… que no haya nada común entre ti y el siervo de Dios N*… Rinde gloria al Espíritu Santo que llega… que en este pecho purificado por el agua santa hará una residencia y un templo a Dios.» 2 Jn 3, 5. 3 Gen 2, 7. 4 Cf. TERTULIANO, de Baptismo, 4; Enchir. patristic, n° 303. 5 Cf. SANTO TOMÁS, Summa th. III, q. 72, artículo 3, ad 3, y q. 83, a. 3, ad 3.

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Siendo así que la confirmación da también el Espíritu Santo1 —pero esta vez en su plenitud—, encontramos en las oraciones y cere-monias de este sacramento la misma idea. El obispo comunica a los cristianos el espíritu septiforme: «Envía a ellos desde los cielos tu Es-píritu Paráclito de los siete dones»,2 y sólo es en cuanto actúa en nom-bre de la Iglesia que el ministro de sacramento confiere su gracia. Para la validez no es necesario que el prelado esté en estado de gracia: basta que opere como miembro de la Iglesia: él entonces no es más que un simple instrumento y la gracia llega hasta el alma del fiel.

He aquí aún algunos textos litúrgicos que confirman nuestra tesis: «Retírate pues en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; cede el lugar al Espíritu Santo en virtud de esta señal de la santa cruz»3; «Parte de este mundo, alma cristiana, en el nombre del Espíritu Santo que en ti se ha difundido»4; «Oh Dios, por el Espíritu por el cual se santifica y se dirige todo el cuerpo de la Iglesia»5; «Ven, Espíritu Santo, dulce huésped del alma»;6 etc. Algunas de estas citas parecerían probar que el Espíritu Santo es el alma de todo cristiano: no lo nega-mos; pero afirmamos que el cristiano sólo es animado por él como miembro de la Iglesia cuya alma es el Paráclito. Y así cada prueba vale para nuestra tesis.

IV. Ahora sólo nos queda aportar los argumentos racionales. Sólo presentaremos dos, y muy brevemente: uno estrictamente filosófico, otro teológico. Puesto que la Iglesia es un organismo, un cuerpo —en una palabra un todo—, es necesario que tenga en sí un principio de unidad que la constituya verdaderamente tal. La Iglesia, en efecto, no escapa en eso a la condición de los otros organismos: como ellos no puede ser una sino gracias a un principio intrínseco de unidad. Pero por otra parte, no pudiendo la Iglesia componerse más que de elemen-tos físicamente separados entre sí ya sea en el espacio o en el tiempo, para reunir todos estos elementos entre sí y hacer de ellos un verdade-ro todo, hará falta como principio de unidad una entidad de sí misma independiente del tiempo y el espacio —es decir, una entidad inmate-rial, espiritual—, una entidad por fin de una potencia ilimitada, puesto

                                                                                                               1 En la epigrafía de los primeros siglos la confirmación se llama «consignatio». Este título es él mismo un confirmatur de nuestra tesis. Cf. lo que decíamos más arriba para los textos de San Pablo, donde el Espíritu Santo se representa como señal, sello, marca. (Cf. MARUCCHI, DE ROSSI, KRAUSS, etc) 2 Pontifical. 3 Orat. de exorcizandis obsessis a dæm. (Rit. rom.). 4 Orat. I pro commend. animæ (Rit. rom.). 5 Orat. Eccl. (fer. vj in Parasc, ad miss.); Cf. SANTO TOMÁS, In I Cor 12. 6 Prosa Veni Sancte Spiritus, in die Pentec. (Miss. Ord. FF. PP.)

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que deberá poder reunir todos los elementos, cualquiera que sea su número, ya simultánea ya sucesivamente, y eso hasta la eternidad. Así por la razón podemos llegar hasta sospechar, presentir el misterio —impotentes entretanto, indudablemente, ora a afirmarlo a priori, ora a analizarlo hasta en sus augustas profundidades.

Por otra parte —y éste es el argumento teológico— la Iglesia es, como hemos dicho, una sociedad sobrenatural. Debe pues tener en sí, en su seno, y como principal parte,1 un elemento sobrenatural, subsis-tente en sí mismo y causa de subsistencia para el todo, a paridad con el elemento humano que subsiste también admitiendo seguramente de-fecciones, vista su imperfección, pero sólo defecciones individuales y parciales. Ahora bien, naturaleza sobrenatural subsistente sólo cono-cemos y sólo hay una: Dios, perfecta y eternamente subsistente en sí mismo, y causa de todo ser, de toda subsistencia fuera de Él. El Alma de la Iglesia será pues Dios mismo —y de Dios precisamente aquella Persona a quien la vivificación se atribuye más propiamente, es decir el Espíritu Santo.2 Este argumento recibirá mucha luz de lo que diremos más lejos en el capítulo III.

…Sobrenatural en sí mismo, es decir, Dios, este Espíritu produci-rá por dondequiera que esté efectos correspondientes a su naturaleza. En todos los miembros de este organismo divino-humano, realizará, según su mayor o menor disposición subjetiva, efectos sobrenaturales más o menos intensos. Dondequiera que encontremos en el estado permanente un elemento sobrenatural, por pequeño que sea, tendre-mos el derecho a decir: «Allí está el alma de la Iglesia.» Entonces quie-nes tienen la fe, aún si la tienen sola, y débil —con tal que sea una fe divina— son miembros de la Iglesia, son vivificados por el Espíritu. Y eso nos parece evidente: si tienen una fe divina, es entonces porque Dios la opera en ellos; si Dios opera en ellos, es entonces porque Él reside en ellos, indudablemente de una manera imperfecta, incoativa por decirlo así, pero de una manera real; es entonces porque los ani-ma.3 Y así resolvemos la cuestión tan agitada entre los teólogos: hasta dónde se extiende el alma de la Iglesia.

                                                                                                               1 «…Complexio copulatioque earum duarum velut partium prorsus est ad veram Ecclesiam neces-saria, sic fere ut ad naturam humanam intima animæ corporisque conjunctio.» («El conjunto y la unión de estos dos elementos es indispensable a la verdadera Iglesia, como la íntima unión del alma y del cuerpo es indispensable a la naturaleza humana.» (LEON XIII, Encycl. Satis cognitum, 29 de junio de 1896) 2 «Espíritu […] Señor y vivificador» («Spiritum Dominum et vivificantem») (Símb. Nice-no-Constant.) 3 «[…] tal como el cuerpo vive por el alma de una vida natural, así el alma vive de Dios por la vida de la gracia. Pero Dios habita primero en el alma por la fe: “y que

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Al hereje, en el sentido formal de la palabra, aún bautizado, lo ex-cluimos absolutamente de la Iglesia. En él, en efecto, no hay más fe divina; el Espíritu no lo anima más.1 El bautismo, que por otra parte él rechazó virtualmente, sólo deja en su alma el testimonio indeleble de la deuda que contrajo con la Iglesia. Ésta en efecto lo alimentó y edu-có: quiéralo o no, él es deudor para con ella; por eso la legislación canónica reconoce derechos a la Iglesia sobre los herejes bautizados, y no se invalidan de ninguna manera estos derechos diciendo que eran buenos por otra época. Pero el hereje no forma ya parte del conjunto; él mismo se separo de él.

Para el cismático la cuestión se resuelve de la misma manera: el cismático formal está fuera de la Iglesia; y sobre todo en las condicio-nes actuales negamos que pueda tener una fe verdaderamente divina —y ésta es una consecuencia necesaria de nuestra doctrina.

Añadámoslo sin embargo: puede darse que en las sectas heréticas o cismáticas haya almas verdaderamente llenas de fe divina. De aqué-llas sin duda alguna deberemos afirmar que pertenecen al alma de la Iglesia: no son formalmente heréticas o cismáticas, sino solamente materialmente, como dicen los teólogos. ¿Pero forman parte del cuer-po de la Iglesia? Creemos que no: en efecto, están afuera; pero el Es-píritu que las anima las predispone a dejarse incorporar un día u otro si se presenta la ocasión. Es que el alma de la Iglesia, más vasta, siendo infinita, que el cuerpo que informa, lo sobrepasa y lo desborda hacia fuera: esta alma puede pues penetrar algunos órganos que actualmente todavía son extraños a la Iglesia y prepararlos así al retorno a la uni-dad, unum ovile2.

                                                                                                                                                                                                                                                           Cristo habite por la fe en vuestros corazones” (Ef 3, 17). Y con todo, no es perfecta esta habitación a menos que la fé esté formada por la caridad.» SANTO TOMAS In Ep. ad. Rom., c. 1, lect. 6. 1 Los mismos protestantes aceptarían esta solución. «Importa poco —dice HERMANN— que estemos literalmente de acuerdo con los católicos sobre algunos puntos de la doctrina cristiana. Lo que nos repugna en la Iglesia Católica no es en primera línea lo que allí se cree, sino la manera como se cree. La gran diferencia que existe entre Roma y nosotros es que no queremos una fe que no sea una convicción autónoma.» (HERMANN, Römische und Evangelische Sittlichkeit, 2, 11, 8ss.) —Así mismo ÖHNINGER (Christentum und moderne Weltanschauung, 76) declara que poco importa la cantidad de lo que se cree; todo depende del modo de creer, de la cualidad de la fe. —Cf. WEISS, le Péril religieux, p. 351. Por otra parte, mucho tiempo antes de esta confesión de los protestantes, SANTO TOMÁS mismo había expuesto esta doctrina: Summa th. II-II, q. 5, a. 3. 2 Jn 10, 16. Así mismo el Espíritu puede actuar y salvar almas independientemente de todo ministerio humano, dirigiéndolas en las vías de la justicia y dándoles un ardiente deseo de la verdad. Es lo que los teólogos llaman bautismo de deseo.

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Pero este efecto estudiado hasta ahora no es más que el ínfimo mínimo: el Espíritu Santo, alma de la Iglesia, produce al menos la fe dondequiera que se encuentre. Según el sujeto sea más dócil, o sea, oponga menos resistencia a su acción, el Espíritu lo penetrará más, actuará más en él, lo vivificará más.1 Y entonces sobre este primer fundamento de la fe se añadirán conjuntamente la esperanza, la cari-dad, las virtudes sobrenaturales, todas las gracias, los dones, los fru-tos,… ya que es con abundancia que se suministra el Espíritu de Dios a los que se le someten: «pues Dios no le ha dado su Espíritu con me-dida».2 Para la gracia sólo gratum faciens, la mayor o menor receptibili-dad del sujeto puede poner un término; y aún aquí debemos añadir que en última instancia que a esta particular disposición subjetiva hay que hacerla remontar a Dios mismo como a su fuente. Que yo sea en efecto más o menos flexible a la moción divina, eso también lo debo a Dios, puesto que eso mismo es una gracia. —En cuanto a las gracias gratis datæ, dones de elección, como sólo se conceden para el bien de la comunidad, para el interés de todos, el Espíritu no las da hasta que se hace sentir la necesidad de ellos, y al darlas confiere también la capaci-dad de hacer buen uso de ellas. Pero, no temamos decirlo, cuando-quiera que estas gracias se hicieren necesarias —y algunas lo son de manera permanente—, el Espíritu no faltará nunca: «la naturaleza no falta en lo necesario»3.

Es dictamen teológico de San Alfonso María de Ligorio, inspirado en la es-cuela llamada ecléctica de la Sorbona y en el sabio jesuita Daniel Pétau, que la gracia suficiente de la potencia próxima y libre para orar, clave de todas las demás gracias incluidas las necesarias para obras arduas, es concedida por Dios a todo hombre sin más prerrequisito para su eficacia que el con-sentimiento del hombre. Porque aunque Él no está obligado a darnos su gracia, sin embargo, supuesto que nos da los preceptos, está obligado a darnos los socorros necesarios para ponerlos en práctica, aunque sea remo-

                                                                                                               1 Dios, en efecto, es de sí mismo acto. Por todas partes donde está actúa, —sobre todo, según la teoría tomista, por cuanto la acción de Dios en un lugar es la razón que constituye este lugar y que lo hace a Dios presente allí. Sólo que como Agente perfecto Él adapta su operación al medio en que se encuentra. En un ser libre Dios opera de manera de respetar la libertad del sujeto. El Espíritu de amor dará pues todo lo que se requiere para la operación; el alma sólo tendrá que dejarse conducir. Si resiste, la gracia pasa, suficiente, ineficaz; —si ella se manifiesta flexible hasta el fin, ésta es la gracia propiamente eficaz, ya que esta docilidad misma viene de Dios. 2 Jn 3, 34. 3  Traducción del pasaje aristotélico: «ἡ φύσις µήτε ποιεῖ µάτην µηθὲν µήτε ἀπολείπει τι τῶν ἀναγκαίων» (De anima III. 9, 432. b. 21-22).  

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tamente y mediante la oración. Y el mismo Santo Tomás enseña: «Dios nunca falla a la hora de hacer lo que es necesario para la salvación»1.

Al final de este capítulo permítasenos resumir y condensar en po-cas palabras toda la doctrina expuesta. Para animar a esta sociedad, a este cuerpo maravilloso que es la Iglesia, es necesario —lo hemos probado— recurrir a una verdadera alma. Esta alma no será, como la de las sociedades puramente humanas, una idea, una manera especial de concebir la vida colectiva, un ideal. El alma de la Iglesia —hemos dicho— es al contrario la más augusta y la más santa de las realidades: el mismo Dios. Seguramente nos sería difícil mostrar esta alma, indicar con el dedo en la Iglesia el lugar preciso donde se encuentra; ¿pero puedo hacerlo siquiera para el alma que me anima y que siento dentro de mí mismo? Sé sin embargo que ella está en mi, dando a mi cuerpo la vida y sensibilidad; la siento dentro de mí mismo, y no obstante, sin verla puedo descubrir su presencia más viva, más real en algunos de mis órganos. Si pongo la mano sobre mi corazón, casi sensiblemente la hallo allí; si toco mi frente, la percibo también, no ya, como recién, en forma de principio de vida y amor, sino como fuente de luz y sa-ber… Débiles imágenes, pero de las que podemos servirnos para el alma de la Iglesia, sólo como secuela de la comparación introducida más arriba. ¿Dónde está el alma de la Iglesia? Lo ignoro; pero sin em-bargo no puedo dudar de su existencia: por los frutos —decía Nuestro Señor— reconoceréis el árbol. Hay lugares donde la presencia de esta alma se me vuelve sensible, la descubro, casi la toco. Es que, aunque esté presente en todo el cuerpo, dando la vida y el ser, empero en al-gunos centros es más aparente. Cuando descubro las maravillas de la caridad cristiana: cuidados concedidos a todas las enfermedades cor-porales o espirituales más repugnantes, puedo sin temor de equivo-carme proclamar bien alto que allí se encuentra el alma de la Iglesia, y que se encuentra como principio de amor y vida; —cuando por otra parte veo desde el fondo de su prisión del Vaticano a un solo hombre mandar al mundo entero y dirigirlo en las sendas de la verdad, tengo también el deber de detenerme emocionado y exclamar: «Allí está el Espíritu de Dios, allí Él se manifiesta como fuente de verdad»; y debo añadir: «Vayamos a Él, escuchémosle»2.

                                                                                                               1 Summa th. I, q. 49, a. 2, ad 3. 2 Cf. BOUGAUD (l’Église, p. 747-749), que expone la misma idea.

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CAP.  II.  —  CUERPO DE LA IGLESIA.

Dado lo antedicho, no tenemos que probar que la Iglesia es un cuerpo u organismo; sólo tenemos que describir este cuerpo y deter-minar su naturaleza.

Al cuerpo de la Iglesia —de la Iglesia militante, puesto que es de ella que pretendemos hablar en todo este trabajo— podemos definirlo con el catecismo romano como «el conjunto de todos los fieles que viven en la tierra»1, o decir con Santo Tomás: «La Iglesia no es sino la reunión de los fieles, y cada cristiano es como si fuera un miembro de la Iglesia»2. Este cuerpo es entonces un organismo compuesto de estas minúsculas células que son todos los cristianos, los cuales constante-mente desfallecen y mueren; pero organismo que, a pesar de esta re-novación ininterrumpida de su misma sustancia, sigue siendo eterna-mente idéntico a sí mismo gracias al Espíritu que lo vivifica, —absolutamente como en el orden físico mi carne que se renueva de manera perpetua por estos continuos movimientos que son la genera-ción de células para reparar las pérdidas inevitables de la vida, sigue siendo una e idéntica, y sigue siendo mía, porque mi alma está siempre allí para hacer la unidad, incluso para presidir ella misma a esta ince-sante renovación y causarla.

Partes de este inmenso organismo serán «omnes fideles, christiani», todos los fieles, los cristianos, como decía recién Santo Tomás, es decir, todos los que han sido bautizados y no negaron el santo bautis-mo. En efecto, por este sacramento la Iglesia hizo suyos estos elemen-tos y los incorporó a su misma sustancia, y le pertenecerán tanto cuan-to no fueren rechazados. Si entonces admitíamos en el capítulo ante-rior que el alma de la Iglesia puede en razón a su infinidad vivificar de una ínfima pero verdadera vida sobrenatural a seres extraños al cuerpo de la Iglesia, de ninguna manera podemos decir que propiamente ha-blando formen parte del cuerpo elementos no vivificados por el Espí-ritu Santo. Es que en efecto el cuerpo, elemento humano, de una po-tencia por lo tanto finita, de ninguna manera puede extenderse fuera del alma y escaparse a su influencia. El caso puede producirse —es                                                                                                                1 «Cœtus omnium fidelium qui adhuc in terris vivunt.» (I P., c. 5, 5; Cf. SANTO TOMÁS, Summa th. III, q. 8, a. 3 y 4.) 2 «La Iglesia Santa es lo mismo que la congregación de los fieles; y cada cristiano es como un miembro de esta Iglesia de la que se dice (Eclo 51, 31): “Acercaos a mí, ¡oh ignorantes!, y reuníos en la casa de la enseñanza”.» (SANTO TOMAS In Symb. Apost.) — «…Corpus Ecclesiæ, sc. societas exterior eorum qui publica ejusdem fidei professione, eorumdem sacramentorum et pastorum communione conjunguntur.» (BILLUART, Summ. S. Th., Tr. de fide, diss. 111, art. 73.)

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innegable— de un hombre bautizado pero educado sin conocimiento de su religión, o que la abandonó enteramente y vive por consiguiente en un olvido total de Dios y de todos sus deberes. De este hombre diremos que está en disposiciones muy próximas a perder la poca vida sobrenatural que lo anima aún; en efecto, hasta ahora no hizo ningún acto contrario a la fe que, aunque latente, se encuentra en él; diremos además que él forma parte del cuerpo de la Iglesia hasta el momento en que, presentándose la ocasión de escándalo, por un acto positivo de su parte el rechace lejos de sí la fe que poseía aún y se sitúe así fue-ra del alcance vivificador del Espíritu. Entonces al menos implícita-mente habrá negado su bautismo, se habrá despojado de todo elemen-to sobrenatural, el Espíritu no lo animará ya, no será ya miembro de la Iglesia. —¿Será expulsado inmediatamente afuera? No, respondere-mos, a condición de que su presencia en el organismo no sea una oca-sión de demasiado detrimento para las otras partes del mismo todo. Podrá permanecer incorporado a la Iglesia, —pero a la manera de un elemento extraño, inmiscuido en un organismo sin recibir de él ningu-na vida.1

Todo cuerpo u organismo está compuesto por miembros más o menos importantes, jerarquizados entre sí, cuya cabeza es el más im-portante. León XIII, en su encíclica sobre la Unidad de la Iglesia, escri-bía: «Por su origen es, pues, la Iglesia una sociedad divina; por su fin y por los medios inmediatos que la conducen es sobrenatural; por los miembros de que se compone, y que son hombres, es una sociedad humana. Por esto la vemos designada en las Sagradas Escrituras con los nombres que convienen a una sociedad perfecta. Llámasela no solamente Casa de Dios, la Ciudad colocada sobre la montaña […] sino también Rebaño […] Reino suscitado por Dios y que durará eternamente; en fin, Cuerpo de Cristo, Cuerpo místico, sin duda, pero vivo siempre, perfectamente formado y compuesto de gran número de miembros, cuya función es diferente, pero ligados entre sí y unidos bajo el imperio de la Cabeza, que todo lo dirige.»2 A estos miembros que de acuerdo con toda la tradición eclesiástica el pontífice afirma

                                                                                                               1 Que se lo observe sin embargo: exigimos, para que un cristiano deje de formar parte del cuerpo de la Iglesia, que por un acto positivo se haya despojado entera-mente de la fe. Aquel, pues, que experimenta algunos movimientos imprecisos de duda, incluso si no los rechaza con prontitud, no deja ipso facto de ser miembro de la Iglesia; pero se dispone a una defección próxima. Aquel que al contrario hace un acto reflexionado y formal de incredulidad, como por ejemplo en el caso de aposta-sía, pierde instantáneamente toda vida sobrenatural y muere a la Iglesia. El hábito de la fe está en él destruido instantáneamente. 2 Carta encíclica de N. Ssmo. P. LEÓN XIII, de la Unidad de la Iglesia.

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encontrarse en la Iglesia, no tenemos la intención de identificarlos con cada uno de los miembros del cuerpo humano. No tenemos que llevar la comparación hasta allí: «pie, sobrie», dice el texto de la constitución Dei Filius hablando de la aplicación de las analogías extraídas del mun-do sensible al estudio de los misterios. Contentémonos con las pocas reflexiones siguientes, sea sobre la cabeza, sea sobre la simple jerarqui-zación de los miembros.

La cabeza de la Iglesia, puesta en lugar de Jesucristo mismo, fun-dador y jefe inmortal de este organismo, es el Sumo Pontífice: nadie se atrevería a ponerlo en duda. Casi no diremos nada sobre él, ya que no nos proponemos tratar las cuestiones concernientes al papado. Todo lo que diremos en relación con la Iglesia se aplica al sucesor de Pedro como cabeza, es decir como primero y principal órgano de la Iglesia. La cabeza es la parte más noble del organismo, la que tiene más vida y donde todo se da cita.1 Así mismo en la Iglesia el pontífice romano es el primero y más noble de todos los órganos; así mismo él es el más vivo, el más capaz de dar la vida; así mismo por fin él es el centro donde todo converge2: todas las acciones del cuerpo, en efecto, sólo se hacen en cierta manera para la cabeza.

Preguntémonos en qué (¿en algo católico?) han sido capaces de dar qué vi-da (¿vida católica?) por qué medios (¿medios católicos?) los jefes contem-poráneos de la Eclesialidad Postcatólica, pretendidos papas, que han pro-puesto e impuesto a la Humanidad los desvaríos irreligiosos abominables del Vaticano II y la consecuente liturgia occidental deformada y sacrílega. Si centralizan algo, es la generalización y perpetuación de la Irreligión Post-católica en detrimento del remanente acorralado y casi asfixiado de la Igle-sia Católica Histórica Inmortal.

Y no habiendo dificultades sobre la primera o la última de estas aserciones, digamos una palabra de la segunda: a saber, que en la Igle-sia como en todo organismo la cabeza es el miembro más vivo. No se trata obviamente de reivindicar la impecabilidad para los Sumos Pon-tífices. Esta impecabilidad personal no existe y no puede existir en el estado permanente, puesto que el elemento corporal de la Iglesia es enteramente humano y consiguientemente defectible. Pero se trata de la «vida» en el sentido en que constantemente hemos empleado esta palabra: vida sobrenatural inicial causada por la información de un principio sobrenatural; en otras palabras, vivificación por el Espíritu

                                                                                                               1 Cf. SANTO TOMÁS, Summa th. III, q. 8, 1 c. 2 «Fije su atención en la jerarquía eclesiástica. Los sacerdotes están unidos a sus obispos, los obispos dependen del papa. El papa ocupa la cumbre. Todo parte de él, todo termina en él. Ejerce en la Iglesia una función similar a la del jefe en un cuer-po.» (DOM BESSE, Église et Monarchie, 73.)

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Santo, pero vivificación en su acepción más amplia. El pontífice, que-rríamos decir —y, basados en el testimonio de la historia, que segura-mente no es una prueba, pero podría ser un índice, según parece que podemos alegar—, el pontífice no podrá nunca caer en herejía1 alguna o perder la fe —ni siquiera como hombre privado—, aunque pueda perder la caridad o la esperanza como consecuencia de faltas cometi-das contra estas dos virtudes. El caso se presentó de pontífices que tenían y sostenían opiniones erróneas y hasta proposiciones heréticas2, pero sin por eso permanecer menos fieles a la Iglesia Católica, en la que creían más que en su propio juicio. No eran pues herejes; —o si se quiere, aunque fueran materialmente tales, no por eso guardaban menos una fe divina por los misterios y las verdades profesadas por la santa Iglesia: el Espíritu los animaba siempre. —Añadámoslo de paso: la frase que acabamos de exponer es la más común entre los teólogos y canonistas.

¿Pero cómo entonces pudo ser jamás factible que este organismo del que hablamos, verdadero cuerpo humano animado por el Espíritu de Dios, un día se encontrara tener hasta dos y tres cabezas simultá-neas? Esta cuestión es y seguirá siendo siempre un misterio, como la del origen del mal, no tanto en el paraíso terrenal cuanto sobre todo en el mundo angélico. Y puesto que este problema es el que saca a mejor luz el elemento humano defectible que con el Espíritu compone la Iglesia, no temamos extendernos en él un poco. «Lo sobrenatural no destruye la naturaleza; la exalta. Se puede pues encontrarla [la natu-raleza] en este nuevo orden [que es la Iglesia tal como la estudiamos]. El Espíritu Santo, que actúa en la Iglesia a la manera de un alma en lo más íntimo del cuerpo, se contenta con animar de su vida divina a los elementos humanos que entran en la estructura eclesiástica. La razón, la ciencia por consiguiente, es capaz de distinguirlos […] No vayáis a creer que este agente sobrenatural manifieste su presencia por señales extraordinarias. Actúa con tanta discreción y flexibilidad que consigue borrarse. Los hombres designados al gobierno de la Iglesia se compor-tan de tal manera que se los diría abandonados a sus solas fuerzas. Reflexionan y trabajan en consecuencia. De hecho su acción es real, se la reconoce por los efectos que produce. La historia la constata y juz-ga. Bajo la acción más o menos buena de los ministros de la Iglesia, el cristiano siente la potencia del Espíritu divino que tiene la sabiduría de utilizar todo, hasta las debilidades y las faltas más graves, para el bien

                                                                                                               1 Obviamente hablamos de herejía en sentido formal de la palabra. 2 Es el caso, por ejemplo, de JUAN XXII con respecto a la visión beatífica. Cf. Cons-tit. Benedictus Deus, BENEDICTO XII, 4 cal. febr. 1336, DENZ-BANNW., 530.

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común y el éxito final, dejando a cada uno de sus agentes la parte de responsabilidad que le incumbe. Dios no aniquila, absorbiéndolo, el instrumento que utiliza; Él insinúa su acción en la de éste, la sobrena-turaliza. No suprime entretanto sus cualidades o defectos naturales. Es el genio de Dios que sabe asegurar el triunfo de sus designios y respe-tar el libre albedrío de los hombres de quienes se sirve. Él pareció en más de una circunstancia abandonar la Iglesia a la acción disolvente de jefes ignorantes, torpes y miserables; se pudo creerla a dos dedos de su pérdida. No hubo nada de ello. Dios, que la anima, sacudió los princi-pios de la disolución y los gérmenes de muerte. La Iglesia renueva así su juventud, a la manera de las águilas de la leyenda hebraica […]»1 Es según estos principios que toca resolver el caso que nos ocupa, al igual que los que podrían asemejársele. Digamos pues que sin embargo la Iglesia nunca fue bicéfala o tricéfala; verdadera cabeza nunca hubo más que una; sobre los dos o tres papas competidores, uno sólo era el verdadero sucesor de Pedro, el jefe de la Iglesia; los demás, en todo rigor de término, no eran más que antipapas, intrusos, lobos revesti-dos de piel de cordero e introducidos en el aprisco furtivamente… Teóricamente el problema carece de cualquier dificultad. Prácticamen-te, había un medio de solución que, por un misterio de la Providencia divina, ninguno de los teólogos o taumaturgos de la época supo des-cubrir. Sólo la bienaventurada Doncella de Orléans, con este instinto de lo divino que anima a los pequeños y humildes, sabía percibirlo. ¿«Nuestro Santo Padre el Papa? ¡Pero yo conozco uno solo: nuestro Padre de Roma!»2 —respondía ingenua y profundísimamente a una de las interrogaciones por las que la hacían pasar. Y de hecho, siendo de derecho divino según la opinión más probable la unión entre el epis-copado de Roma y el sumo pontificado, al descubrir cuál de los tres candidatos era en toda verdad obispo de Roma —ya que todos se decoraban con este título, pero uno solo tenía efectivamente Roma bajo su jurisdicción—, se habría podido reconocer al verdadero papa. Pero, una vez más, ¿cómo pudo producirse un tal hecho? Sólo la mali-cia de los hombres que pudo crucificar a un Dios pudo, abusando de Dios, traer y causar tamaño desorden en el mundo; y Dios, como ha-bía permitido a los judíos crucificar a su Hijo, permitió por igual a nuevos verdugos torturar a su Esposa —sabiendo de este segundo crimen, como del primero, extraer un bien inmenso.

                                                                                                               1 Église et Monarchie, p. 20, 22, 23. 2 Cf. Jean Bréhal et la réhabilitation de Jeanne d’Arc, por los PP. BELON, BALME, cap. 4, Summarium, p. 43; cf. también Recoll., p. 103.

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Hablemos ahora de los otros miembros de nuestro organismo di-vino-humano. Estos miembros serán numerosos, dada la grandeza del cuerpo de que hablamos; jerarquizados entre sí; por fin especializados los unos frente a los otros. «Porque así como en un solo cuerpo tene-mos muchos miembros, mas no todos los miembros tienen un mismo oficio, así nosotros, aunque seamos muchos, formamos en Cristo un solo cuerpo, siendo todos recíprocamente miembros los unos de los otros.»1 He aquí cómo San Pablo mismo expone lo que decimos. Y —obsérveselo— lo que constituye el miembro tal, es que es parte de un todo, que no es un todo él mismo, al menos hablando propiamente. «Porque así como el cuerpo humano es uno, y tiene muchos miem-bros, y todos los miembros, con ser muchos, son un solo cuerpo, así también el cuerpo místico de Cristo.»2 «Que ni tampoco el cuerpo es un solo miembro, sino el conjunto de muchos.»3 Cada miembro sólo deberá pues actuar en razón del todo, y por esta razón hace falta una gran diversidad de miembros que operen cada uno de una manera propia suya, según su forma particular: «Si dijere el pie: Pues que no soy mano, no soy del cuerpo, ¿dejará por eso de ser el cuerpo? Y si dijere la oreja: Pues que no soy ojo, no soy del cuerpo, ¿dejará por eso de ser del cuerpo? Si todo el cuerpo fuese ojo, ¿dónde estaría el oído? Si todo fuese oído, ¿dónde estaría el olfato? Mas ahora ha puesto Dios en el cuerpo muchos miembros, y los ha colocado en él como le pare-ció. Que si todos fuesen un solo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? Por eso ahora, aunque los miembros sean muchos, el cuerpo es uno.»4

Esta multiplicidad de miembros debe tener un orden, una disposi-ción. Nada en efecto se debe al azar en las obras divinas. Estos distin-tos miembros deberán pues subordinarse los unos a los otros según un principio de división. El mismo Apóstol establece una distinción que atribuye a Dios: «Y así, Él mismo a unos ha constituido apóstoles, a otros profetas, y a otros evangelistas, y a otros pastores y doctores, a fin de que trabajen en la perfección de los santos en las funciones de su ministerio, en la edificación del cuerpo místico de Cristo.»5 Desta-quémoslo de paso: no teniendo el miembro razón de existir para tra-bajar por la utilidad del todo —no hablamos aquí de las simples célu-las a las cuales asimilamos los simples fieles—, la gracia que lo consti-

                                                                                                               1 Rom 12, 4, 5. 2 1 Cor 12, 12. 3 1 Cor 12, 14. 4 1 Cor 12, 15-20. 5 Ef 4, 11-12.

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tuirá es una gratis data, no gratum faciens.1 Retengamos en efecto las pa-labras de San Pablo: el apóstol, el profeta, el evangelista, el pastor, el doctor, está instituido tal para la utilidad de los demás: «ad consummatio-nem sanctorum». Seguramente Dios no le negará la gracia santificante; pero aún sin esta gracia, él siempre podrá ser un instrumento del Espí-ritu de amor, aportando las aguas de la gracia a los demás —ex opere operato— sin retener nade de ella para sí mismo.

A esta clasificación del Apóstol que, en resumen, podría no ser más que una enumeración, algunos autores substituyen otra dividida en tres grupos. En el primero se encuentra el poder litúrgico o poder de orden, que opera la virtud y la gracia divina en las almas por los sacramentos; poder que reside en los obispos, los sacerdotes y sus ministros; en el segundo el poder didáctico o simbólico, o también de magisterio, que conserva y manifiesta las cosas de la sabiduría divina; en el tercero por fin el poder jerárquico, que llaman también poder de gobierno o jurisdicción, que comporta la facultad de instituir las leyes, juzgar y obligar. Pero este poder, comoquiera que tiene por objetivo regular los medios exteriores de acción de manera de dar a los fieles un estímulo para la prosecución de su fin sobrenatural, puede conside-rarse como una aplicación práctica y consecuencia del poder de magis-terio.2 Nos parece que esta clasificación, la más comúnmente emplea-da, encuentra su fundamento en estas palabras de Nuestro Señor: «Yo soy el camino, la verdad y la vida.»3 Venido al mundo para salvar a la humanidad herida a muerte por el pecado, el Redentor se empeñó en curar a esta humanidad en sus partes enfermas. Ahora bien, por el pecado el alma del hombre estaba muerta a la gracia; por eso Nuestro Señor dice: «Yo soy la vida», y por esta razón instituye el poder de orden destinado a producir la gracia en las almas; además, la inteligen-cia obnubilada por el pecado era impotente para distinguir siempre bien la verdad del error. «Yo soy la verdad», repite Cristo; e instituye el poder de magisterio, guía segura que nos conducirá a la verdad. Por fin, la voluntad del hombre, combatida ya de adentro por la concupis-cencia, ya de afuera por las tentaciones, era incapaz de querer el bien. «Yo soy el camino», dice también Cristo; y crea el poder de jurisdic-ción. Se lo ve pues: el poder de orden es el fundamento y la razón de                                                                                                                1 «[…] esta gracia dada gratuitamente no se ordena directamente a dirigir a su fin último a quien la recibe, sino para que por ella otros sean dirigidos, según aquello (1 Cor 12, 7) de que: “Pero los dones visibles del Espíritu Santo se dan a cada uno para la utili-dad”.» Cf. SANTO TOMAS In Ep. ad Rom. c. 1. lect. 3. 2 Cf. Delle Cause della grandezza di Roma pagana e delle loro relazioni con la Chiesa cattolica, per un prelato romano, p. 130. 3 Jn 14, 6.

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los otros dos; no obstante, en el texto evangélico Nuestro Señor siguió el orden genético: vivir bien es la condición necesaria para encontrar la verdad y llegar a la vida.

Preguntémonos si lo que pueden producir en las almas los jefes vaticanos conciliabulares es la Vida de Dios; si lo que pueden inculcarles ideológica-mente es la Verdad de Dios; si adonde pueden encaminarlas volitivamente es al Camino de Dios… No, evidentísimamente no…

Otros autores, más completos quizá, dividen a los miembros de la Iglesia en dos grandes clases: el grupo jerárquico y el grupo carismáti-co. Al primero pertenecen todos los que por la unción sacramental se volvieron aptos para producir la gracia en las almas por medio de los sacramentos y que están llamados a gobernar, regir la grey que Dios les confió. Estos miembros serán, además del papa que tiene su pri-mer lugar, los obispos y pastores puestos por el Espíritu Santo para la guardia de la Iglesia de Dios.1 —Al segundo pertenecen todos aquellos en quienes el Espíritu Santo difundió la caridad en un grado excepcio-nal, o por lo menos alguna gracia gratis data especial, caridad y gracia que son para estas personas como una unción2 propia, espiritual, que las dispone a la común utilidad. Y se advierte: estos miembros serán las almas más santas, del estado o condición que fueren, almas que «por la pureza del corazón y su celo abrasado se hayan hecho aptas para percibir los carismas celestiales y percibir las divinas inspiracio-nes, con lo cual, sea de manera oculta, sea de manera manifiesta, con-tribuyen a la edificación del cuerpo de Cristo.3 Estos privilegiados órganos del Espíritu Santo, bien que en realidad puedan pertenecer a cualquier condición, más particularmente abundan en el estado religio-so.»4 No sería difícil establecer que esta división en miembros jerárqui-cos y carismáticos es mucho más completa que la anterior y agota aún más la materia, dando, como se advierte, un amplio lugar a almas co-mo Catalina de Siena, Teresa de Jesús —y generalmente todos los místicos, incluso todos los contemplativos, empero sin excluir a acti-vos como san Juan de Dios—, que no pueden entrar ni en el poder de orden, ni en el de magisterio, ni en el de jurisdicción. La mujer, en efecto, es incapaz de recibir ordenación; por otra parte el Apóstol le niega el derecho de enseñar en la Iglesia.5 Y sin embargo, ¡cuánto más han hecho por el aumento de la vida de la Iglesia almas de la calidad                                                                                                                1 Hch 20, 28. 2 1 Jn 1, 20. 3 1 Cor 8, 1; 14, 3-5. 4 ARINTERO, O. P., Desenvolvimiento y Vitalidad de la Iglesia, t. IV, p. 23. Retraducido al español de una traducción francesa desde un original español que no encontramos. 5 1 Tim 2, 11.

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ante todo la Virgen Madre, y después de Ella, de la calidad de aquellas esposas del Cordero que toda su vida recibieron comunicaciones tan íntimas del Espíritu, comunicaciones cuya repercusión se hizo experi-mentar a lo lejos, a veces en el mundo entero, como principio de re-novación y purificación! ¡Cuánto más hicieron que muchos ministros revestidos de los poderes de orden, jurisdicción o magisterio, cuya vida no era siempre lo que habría debido ser, o que, aún inculpable, muchas veces no tenía el grado de intensidad que constituye la santi-dad y da a la menor de las acciones una especie de repercusión inmen-sa que todo el entorno experimenta. Desde el solo punto de vista de la historia exterior, ¿quién pudiera dudar de que una Catalina de Siena, humilde muchacha del pueblo, al traer al papa de Aviñón a su sede de Roma hizo más por la Iglesia que todo el colegio de los cardenales que rodeaba al pontífice y se mostraba hostil a la enviada de Dios?

Adoptaremos entonces esta segunda clasificación. Por otra parte, ¿no responde en cierta manera a las dos grandes facultades del hom-bre, inteligencia y voluntad? En efecto, a la inteligencia corresponde dirigir, gobernar, enseñar, esclarecer; a la voluntad, al contrario, se asocian el amor y todos los movimientos impulsivos que siguen el amor y lo manifiestan. Y sin embargo —parece que tenemos el dere-cho de decirlo— la jerarquía carismática, aunque invisible, es más no-ble y fecunda que la jerarquía de poder: produce frutos más bellos y suaves, contribuye aún más a la belleza de la Iglesia, de quien el Sal-mista cantaba: «En el interior está la principal gloria de la hija del rey»1. Es que la voluntad, aunque entitativamente inferior a la inteligencia, se le vuelve superior por la información de la caridad: la caridad en efec-to es la reina de las virtudes, la fe no es más que una humilde sirvienta suya.

Aunque la jerarquía carismática es distinta de la de poder y más noble que ella, nunca puede sufrir amenaza capital de la misma, que es la administra-dora de su fuente dogmática, sacramental y litúrgica. Una jerarquía de or-den que pretendiera ser de la Iglesia Católica Histórica Inmortal y causara amenaza capital a la jerarquía carismática atacando su fuente dogmática, sa-cramental y litúrgica contra el mismo instinto de conservación de la Iglesia Católica Histórica Inmortal, sólo puede ser una odiosa impostura ilegítima.

…Por fin, fuera de la cabeza y los miembros principales, uno en-cuentra en cada cuerpo animado los innumerables pequeños órganos

                                                                                                               1 Sal 44 (heb. 45), 14. «La Iglesia es bella. No hay en la tierra ninguna sociedad que pueda comparársele. Es divinamente bella, bella en su teología, bella en su derecho, bella en su historia. Esta belleza se impone a la admiración de quienquiera que la estudie, incluso de afuera. La fuente de esta belleza está adentro, pero se refleja por todo el conjunto de su existencia.» (D. BOSSE, Église et Monarchie, p. 23.)

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que forman los tejidos, simples células invisibles de suyo, pero cuya reunión —reunión hecha por el principio vital y bajo su dirección— constituye el conjunto armonioso y perfecto que cae bajo los sentidos. Así sucede con todo organismo vivo; así sucede con la Iglesia. Estas simples células son los cristianos, cuyo número no está fijado de nin-guna manera y puede variar, incluso en enorme escala, de un instante al otro, sin que por eso el cuerpo periclite. En un momento de crisis, siempre se constatará una pérdida de fuerzas, una disminución cuanti-tativa; en un momento de prosperidad, al contrario, el número, la can-tidad, aumentará y acumulará recursos para resistir a los próximos ataques del mal, ya que la vida es un combate y la lucha no terminará nunca para un cuerpo inmortal. En el período de disminución numé-rica, la pérdida será en favor de la calidad; en el momento del progre-so, al contrario, el aumento numérico no se dará siempre y necesaria-mente en detrimento de la calidad.

CAP.  III.  —  ESENCIA DEL COMPUESTO.

Divino en su alma, humano en su cuerpo, ¿qué será este compues-to en su esencia? Como puede advertirse, más arriba alegábamos con razón que si la existencia de la Iglesia era un hecho evidente, muy dife-rente era el caso de su Esencia. Apresurémonos por decir que estamos en pleno ámbito sobrenatural, ante un misterio que consecuentemente somos impotentes para comprender; misterio que debemos estudiar y escudriñar con nuestra razón esclarecida y elevada a lo alto por la Re-velación. Que nadie se asombre pues si nuestras explicaciones son insuficientes para alejar toda oscuridad y hacer aparecer claramente la esencia de este organismo divino-humano. Allí está el misterio que adoramos; guardémonos de querer destruirlo, guardémonos más aún de querer negarlo.

Apoyados en la Biblia, parece que en la historia de la humanidad

podemos contemplar tres grandes períodos de duración muy desigual, pero todos obras de la Sabiduría divina: de la creación al nacimiento de Cristo; del nacimiento de Cristo a Pentecostés; finalmente de Pen-tecostés al fin del mundo. Parece también que podemos, si bien no de manera exclusiva, adaptar cada uno de estos períodos a una de las tres augustas Personas de la Santísima Trinidad, al igual que en el hecho de la creación se atribuye la potencia al Padre que crea; la Sabiduría al Hijo, «per quem»; la bondad al Espíritu Santo, «propter quem»1.                                                                                                                1 Summa th. I, q. 45, a. 6, ad 2.

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El primer período comienza con la era de santidad original, desti-nada a durar tan poco; y casi al segundo instante de este tiempo, el pecado, que ya había manchado el mundo angélico, aparece en el mundo humano. Como es justo, el castigo no se hace esperar, y la voz del Altísimo resuena en el Paraíso llamando a Adán para reprocharle su falta.

Pero, siendo por un lado víctima de la seducción y por el otro una naturaleza no solamente intelectual como la del Ángel, sino racional, el hombre parecía ser menos culpable que Lucifer. Por ello en su miseri-cordia Dios se dignó suavizar su sentencia. Castiga al hombre, pero lo castiga como Padre, y la promesa de una Redención, de un rescate, siguió inmediatamente a la condena a muerte. ¿Qué era la muerte? ¿Qué era la Redención? La inteligencia de Adán, después del pecado propensa a la ignorancia y el error, seguramente sólo entrevió de ma-nera muy imperfecta lo que significaban estas palabras; pero creyó en su Señor; su fe le sirvió de ciencia y —podríamos añadir quizá, como está escrito de Abraham— de justificación anticipada.

No obstante, el pecado aparecido en el mundo crecía todos los días y tomaba proporciones inmensas: simple desobediencia con Adán, se volvía fratricida con Caín y bien pronto degeneraba en vicios contra la naturaleza a partir mismo de las primeras generaciones. Por eso Dios se arrepiente de crear al hombre: «Viendo, pues, Dios ser mucha la malicia de los hombres en la tierra, y que todos los pensa-mientos de su corazón se dirigían al mal continuamente, le pesó de haber creado al hombre en la tierra»1, y se propone vengar su majestad ultrajada. Se decreta el diluvio: solamente se salvarán Noé y a su fami-lia… Después es la torre de Babel y la confusión de las lenguas; cada vez más la humanidad se aleja de su Dios; es la fuga a Deo en su más fuerte acepción. Empero, en el medio de la universal perversidad, Dios vuelve sus ojos a Abraham y lo elige, habiéndolo probado, para ser el padre de un gran pueblo en cuyo linaje deberá nacer el Reden-tor. —Así, una vez más, los designios de Dios se precisaban: la por-ción de la humanidad por Él elegida se empequeñecía hasta llegar a formar al pueblo hebreo, predilecto de Dios y guardián de las prome-sas, mientras que el resto de la humanidad se abandonaba a los deseos de la carne y a sus codicias y se hundía cada vez más en las tinieblas y la sombra de la muerte, «in tenebris et in umbra mortis»2.

Con Abraham tenemos como si fuera la tercera alianza de Dios: la primera con Adán había estado constituida por la promesa del Reden-                                                                                                                1 Gen 6, 5-6. 2 Lc 1, 79.

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tor; la segunda con Noé estaba representada por el arco iris; la tercera por fin, que convenía establecer por una señal más sensible, puesto que la humanidad se materializaba cada vez más, estaba sellada en la carne misma del hombre: era la circuncisión.

Luego vinieron Isaac, Jacob, José, Moisés. Y con el gran tauma-turgo de Egipto vemos consumarse la unión de Dios y su pueblo, unión reiterada y consagrada definitivamente en medio de las augustas y terribles pompas del Sinaí por la promulgación de la ley confiada a Israel y a Israel solo como especial testimonio de dilección por parte de su Dios, «Deus Abraham, Isaac et Jacob, Deus Israel». Y en toda la Bi-blia ya no oiremos más que las expresiones de amor de Dios a su pue-blo, su bienamado, al que colmará de beneficios, dándole la victoria sobre sus enemigos, concediéndole las riquezas de la tierra; tampoco oiremos ya más que las reclamaciones terribles de este Dios cuyo amor es mal conocido y que tratará a su pueblo de prostituta y adúlte-ra.

Entonces realmente parece que no necesitamos hacer aún más hincapié en este punto. El pueblo hebreo es verdaderamente el pueblo de Dios; la sinagoga —en cuanto este término personifica la religión de los hebreos—, es la esposa de Dios.

Pero obsérvese algo: la religión de los hebreos termina en Dios prescindiendo de las personas divinas. Las revelaciones aún oscuras de la Trinidad son muy raras en el Antiguo Testamento: era el reino del monoteísmo, más particularmente el reino de Dios Creador, de Dios el todopoderoso, —podemos decir de Dios Padre, aunque este título tan dulce sea muy poco conocido por los hebreos.1 Por eso Cristo podía decir a los judíos: «Mi padre hoy como siempre está obrando» y reclamando que se le reconociera su turno de actuar, de realizar su misión, añadía: «Y yo ni más ni menos.»2

Infiel un número incalculable de veces, la sinagoga había llegado a producir frutos tan diferentes y opuestos: una Virgen madre por una parte, y por la otra aquellas sectas bajas e hipócritas para las cuales la religión no era ya más que una ocupación, un oficio. Cansado de tan-tas inconstancias, Dios resolvió enviar a su Hijo al mundo. Los tiem-pos estaban llenos: llenos de promesas y llenos de iniquidades.3 El Ver-bo se encarnó.

                                                                                                               1 Sólo se encuentra esta expresión en los libros griegos. Cf. sobre todo Sab 14, 3. 2 Jn 5, 17. 3 «Mas cumplido que fue el tiempo, envió Dios a su Hijo…» (Gal 4, 4.) He aquí cómo, en su maravillosa lengua, se expresa la Iglesia: Quando venit ergo sacri

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Sonaba para la sinagoga la hora última. Y de hecho, si el pueblo hebreo hubiera aceptado y reconocido la misión del Hijo de Dios, no por eso él dejaba de venir a perfeccionar la religión del Antiguo Tes-tamento y preparar para su Padre adoradores en espíritu y en verdad.1 Hijo por su madre de la sinagoga, Cristo limitó su ministerio a las ove-jas perdidas de Israel.2 Era su hora de acción: «Por eso yo también estoy obrando, et ego operor»3; acción por otra parte hecha en unión con su Padre y en la más perfecta obediencia.

Y, tan suave con los pequeños y humildes, tan bueno con los en-fermos y afligidos de toda índole, Cristo es terrible respecto de los hijos desnaturalizados de la sinagoga que tienen como nombres fari-seos, herodianos, saduceos, escribas… Los «væ!» suceden a los «væ!» con una energía y una audacia que solo Dios se podía permitir. Esta lucha entre Jesús y sus enemigos aparece reiteradamente en los sinóp-ticos; pero es quizá en san Juan que se manifiesta más fuerte: más en-carnizada por parte de los judíos, más calma por parte del Hijo del Hombre. Citemos los pasos siguientes del capítulo 8, que habría que citar entero: «Ellos le replicaron: Nosotros no somos de raza de forni-cadores, un solo padre tenemos, que es Dios. A lo cual les dijo Jesús: Si Dios fuera vuestro padre, ciertamente me amaríais a mí; pues yo nací de Dios, y he venido de parte de Dios; porque no he venido de mí mismo, sino que Él me ha enviado. ¿Por qué, pues, no entendéis mi lenguaje? Es porque no podéis soportar mi palabra. Vosotros sois hijos del diablo, y así queréis satisfacer los deseos de vuestro padre […] Quien es de Dios escucha las palabras de Dios. Por eso vosotros no las escucháis, porque no sois de Dios.»4 ¿De qué modo más claro se podía acusar la sinagoga de infidelidad? Esta oposición de «ego» y

                                                                                                                                                                                                                                                           Plenitudo temporis, Missus est ab arce Patris Natus orbis Conditor, Ac de ventre virginali Caro factus prodiit. (Dom. Passion., Hymn. ad. Matut.; Breviar. Præd.) 1 «Pero ya llega tiempo, ya estamos en él, cuando los verdaderos adoradores adora-rán al Padre en espíritu y en verdad. Porque tales son los adoradores que el Padre busca», dice Jesús a la samaritana. Jn 4, 23. 2 «Yo no soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel.» Mt 15, 24; Cf. Mt 10, 6, etc. 3 Jn 5, 17. 4 Jn 8, 41-44/47.

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«vos», esta frase terrible: «Vuestro padre es el diablo», ¿podrían ser más significativas?1

Y mientras está en el mundo, Jesús obra, «et ego operor», y hasta cier-to punto obra rápidamente, ya que el tiempo huye y la noche vendrá pronto: «Conviene que yo haga las obras de aquel que me ha enviado, mientras dura el día: viene la noche, cuando nadie puede trabajar.»2 Por otra parte Cristo sólo está por poco tiempo en la tierra: deberá pronto partir: «Mientras estoy en el mundo, yo soy la luz del mundo.»3 «Todavía estaré con vosotros un poco de tiempo y después me voy a aquel que me ha enviado.»4 «Yo me voy, y vosotros me buscaréis».5 «Pues en cuanto a los pobres, los tenéis siempre con vosotros; pero a mí no me tenéis siempre.»6 «La luz aún está entre vosotros por un poco de tiempo. Caminad, pues, mientras tenéis luz […] mientras tenéis luz, creed en la luz, para que seáis hijos de la luz.»7 «Hijitos míos, por un poco de tiempo aún estoy con vosotros.»8 Etcétera.

Jesús realiza pues la obra para la cual su Padre lo envió en el mun-do: «las obras de aquel que me ha enviado»9. Esta obra es la Reden-ción sangrienta, complemento de la Encarnación; y es la constitución de la Iglesia, coronación de la Redención. Hasta el fin, Cristo, fiel a su misión, hace la obra de su Padre. Elige a sus apóstoles, les predica la verdad del reino, los prepara para la evangelización, les anuncia la Igle-sia, instituye los sacramentos,… y por fin muere en la cruz, gritando esta palabra sublime, resumen de toda su vida: «¡Consummatum est! ¡Pa-dre, he llevado a cabo lo que me habías dado para hacer, y muero para obedecerte!» Y en su muerte da el día a la Iglesia.

Cristo muerto resucita, resurrección que da el fundamento a nues-tra fe: sin ella, en efecto, nuestra creencia sería inútil; y antes de su Ascensión continúa todavía sus enseñanzas a sus apóstoles, pero de una manera ininterrumpida: importa en efecto que los discípulos se habitúen a la partida del Maestro que va a alejarse para siempre.10

                                                                                                               1 Cf. 1 Jn 3, 10-12: «Por aquí se distinguen los hijos de Dios de los hijos del diablo… No como Caín, el cual era hijo del maligno», «ex maligno erat…», etc. 2 Jn 9, 4. 3 Jn 9, 5. 4 Jn 7, 33. 5 Jn 8, 21. 6 Jn 12, 8. 7 Jn 12, 33/36. 8 Jn 13, 33. 9 Jn 9, 4; Cf. 6, 38; 8, 29. 10 Hch 1, 11. No hablamos de la presencia continua de Nuestro Señor en medio de los nuestros por la santa Eucaristía.

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¡Pues sí! para siempre —o al menos hasta el segundo advenimien-to; —y sin embargo, a pesar de su ausencia, Cristo prometió vivir siempre con su Iglesia: «Y estad ciertos de que yo mismo estaré siem-pre con vosotros, hasta la consumación de los siglos.»1 Está, pues, a la vez presente y ausente; ¿pero cómo? Dejemos hablar al Evangelio: allí encontraremos la solución de este problema. «Y cuando haya ido […] vendré otra vez.»2 «Y yo rogaré al Padre, y os dará otro consuelo, para que esté con vosotros eternamente, a saber, el Espíritu de verdad […] vosotros lo conoceréis, porque morará con vosotros, y estará dentro de vosotros. No os dejaré huérfanos: yo volveré a vosotros. Aún resta un poco de tiempo; después del cual el mundo ya no me verá. Pero vosotros me veréis, porque yo vivo, y vosotros viviréis.»3 «Cualquiera que me ama […] mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos mansión dentro de él.»4 «El Consolador, el Espíritu Santo, que mi Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo».5 «Me voy, y vuelvo a vosotros. Si me amaseis, os alegraríais sin duda de que voy al Pa-dre».6 «Permaneced en mí, que yo permaneceré en vosotros. […] quien está unido, pues, conmigo y yo con él […] el que no permanece en mí […] si permanecéis en mí».7 «Perseverad en mi amor. Si observareis mis preceptos, perseveraréis en mi amor; así como yo también he guardado los preceptos de mi Padre, y persevere en su amor.»8 «Mas cuando viniere el Consolador, el Espíritu de verdad […] que yo os enviaré de parte de mi Padre».9 «Y yo no os las dije al principio, por-que entonces yo estaba con vosotros. Mas ahora me voy a aquel que me envió […] mas […] os conviene que yo me vaya; porque si yo no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros; pero si me voy, os lo enviaré. Y cuando él venga […] porque yo me voy al Padre, y ya no me veréis.»10 «Cuando venga el Espíritu de verdad, él os enseñará to-das las verdades; pues no hablará de suyo, sino que dirá todas las cosas que habrá oído […] recibirá de lo mío […] Todo lo que tiene el Padre, es mío. Por eso he dicho que recibirá de lo mío».11 «Dentro de poco ya

                                                                                                               1 Mt 28, 20. 2 Jn 14, 3. 3 Jn 14, 16-19. 4 Jn 14, 23. 5 Jn 14, 26. 6 Jn 14, 28. 7 Jn 15, 4-7. 8 Jn 15, 9-10. 9 Jn 15, 26; Cf. 14, 16-17. 10 Jn 16, 5-10. 11 Jn 16, 13-15.

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no me veréis; mas poco después, me volveréis a ver: porque me voy al Padre.»1 «Así vosotros ahora a la verdad padecéis tristeza; pero yo volveré, y vuestro corazón se bañará de gozo, y nadie os quitará vues-tro gozo.»2 «Salí del Padre, y vine al mundo; ahora dejo el mundo y otra vez voy al Padre.»3 «Tengo acabada la obra cuya ejecución me encomendaste.»4 «Y ya no estoy más en el mundo, pero éstos quedan en el mundo; yo estoy de partida para ti. ¡Oh Padre santo!, guarda en tu Nombre a éstos que tú me has dado, a fin de que sean una misma cosa [por la caridad], así como nosotros lo somos [en la naturaleza]. Mientras estaba yo con ellos […]»5. Etcétera.

Detengamos ahí nuestras citas: son todas palabras pronunciadas por el Maestro antes de su muerte; y las hemos referido en el orden mismo en que el evangelista nos las transmitió. ¿Qué doctrina debe-remos extraer de ellas? Aquí, como en los discursos escatológicos, es difícil trazar de una manera bien precisa la línea de demarcación entre los distintos temas de que Jesús habla con los apóstoles. Cristo les habla de su partida próxima, inmediata, y de su retorno. La partida se realizará por la Crucifixión y la Ascensión; y creemos que el Maestro habla a la vez de las dos. El retorno, es decir, la reunión del desapare-cido con sus amigos, se realizará así por las apariciones multiplicadas después de la Resurrección como por la reunión en la patria después de la muerte de los discípulos, —y por fin por un retorno a la tierra del Verbo después de su Ascensión: retorno que no realizará en per-sona, sino que obrará por su Espíritu, el cual es su propiedad como Él es propiedad del Padre.

A la luz de estas explicaciones se vuelve más fácil la exégesis de los textos referidos. Creemos que todos pueden entenderse del retorno del Verbo por su Espíritu, mientras que al contrario no todos pueden interpretarse del retorno del Hijo resucitado. Por fin, si juntamos los distintos textos donde se habla claramente de la misión del Espíritu Santo, resultará una luz particular: «Y Yo rogaré al Padre, y os dará otro Consuelo»6; «el Consolador, el Espíritu Santo, que mi Padre envia-rá en Mi nombre»7; «el Consolador […] que Yo os enviaré de parte de mi Padre»8; «Os conviene que yo me vaya; porque si yo no me voy, el

                                                                                                               1 Jn 16, 16. 2 Jn 16, 22. 3 Jn 16, 28. 4 Jn 17, 4. 5 Jn 17, 11-12 y todo el 17. 6 Jn 14, 16. 7 Jn 14, 26. 8 Jn 15, 26.

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Consolador no vendrá a vosotros, pero si me voy, [Yo] os lo enviaré.»1 Etcétera. San Juan había comprendido bien este nudo de alguna ma-nera necesario entre la glorificación del Señor y la misión del Espíritu: «Aún no se había comunicado el Espíritu Santo, porque Jesús todavía no estaba en su gloria.»2 Añadamos esta última reflexión: los versículos 9-10 del capítulo 15 de san Juan: «Perseverad en mi amor. Si observa-reis mis preceptos, perseveraréis en mi amor; así como yo también he guardado los preceptos de mi Padre, y persevero en su amor»; y el 26 del capítulo 17: «Yo por mi parte les he dado y daré a conocer tu nombre, para que el amor con que me amaste, en ellos esté, y yo mismo esté en ellos», toman un aspecto muy especial si recordamos que el amor se atribuye especialmente al Espíritu Santo, y por fin que el amor con que el Hijo es amado por el Padre no es otro que el Amor subsistente, la tercera persona de la Santísima Trinidad. El texto griego emplea la palabra «ἀγάπη», término que la Vulgata traduce a menudo por «charitas»: «Deus charitas est, ὁ Θεὸς ἀγάπη ἐστίν3; Deus charitas est, et qui manet in charitate, in Deo manet, et Deus in eo.»4

Esta conversación sublime de Cristo con sus apóstoles, conversa-ción de la cual hemos tomado tantos préstamos, se acaba con la ora-ción sacerdotal; luego vienen las horas de tinieblas, las horas de sufri-miento: la agonía, la traición, la negación… De lejos Jesús veía venir este instante, instante terrible en que el mismo vencedor de la muerte debía sucumbir como prenda de su victoria. Pues observemos cómo representa su angustia y su espera. «Con un bautismo tengo de ser yo bautizado: ¡oh y cómo traigo en prensa el corazón, mientras no lo veo cumplido!»5 «Pero ahora mi alma se ha conturbado. Y ¿qué diré? ¡Oh Padre!, líbrame de esta hora. Mas no, que para esa misma hora he ve-nido al mundo. ¡Oh Padre! glorifica tu santo nombre.»6 Y quizá se podría aplicar a Jesús mismo estas palabras dichas a los discípulos en aquellos momentos de infinita tristeza cuando una última vez se desahogaba con sus amigos y los reconfortaba: «La mujer en los dolo-res del parto está poseída de tristeza, porque le vino su hora; mas una vez que ha dado a luz un infante, ya no se acuerda de su angustia, con

                                                                                                               1 Jn 16, 7. 2 Jn 7, 39. 3 1 Jn 4, 8. 4 1 Jn 4, 16 β. 5 Lc 12, 50. 6 Jn 12, 27-28.

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el gozo que tiene de haber dado un hombre al mundo.»1 Sin embargo, el Hijo acepta el cáliz presentado por el Padre; la Pasión comienza, Jesús muere, se acaba la Redención.

Pero no la obra de Cristo. La sinagoga, en efecto, estaba rechazada para siempre jamás. Casi crudamente el Maestro lo había revelado en parábolas durante la última semana de su existencia terrena, y los fari-seos no se habían equivocado en ello. En su lugar había que instituir la Iglesia, y Jesús le da la vida en los dolores de la Cruz, y muere ponién-dola en el mundo. Esta es la razón por la que el Salvador se podía comparar a una mujer en dolores de parto. La Iglesia, segunda Eva, sale inocente e inmaculada del costado entreabierto del segundo Adán.2

Así pues, resumámonos sobre este punto. En este segundo perío-do de la historia del mundo, el Verbo se encarnó para redimir a la humanidad y traerla a Dios de quien se alejaba. Una vez salvada la humanidad por la muerte sangrienta, quedaba al Salvador establecer los medios de salvación: es lo que comenzó en la tierra dando la vida a la Iglesia; es lo que acabó desde lo alto del Cielo enviando a su Espíri-tu para vivificar su Iglesia.

Y henos aquí llegados al tercer período, aquél donde obrará el Es-píritu, por supuesto en unión con los dos Principios de quienes pro-cede y a quienes es igual, período que será el último, puesto que debe conducirnos hasta el fin del mundo.

Sería superfluo —al menos así lo creemos— establecer por una parte que desde el Pentecostés apto para considerarse como el día de la constitución definitiva de la Iglesia por la animación del Paráclito, el Espíritu obra en el mundo; y por otra parte que este Espíritu sólo obra allí en nombre de los dos Principios que lo enviaron, y en unión con ellos, más particularmente en nombre del Hijo, puesto que acaba en la tierra la obra propiamente realizada por el Hijo. Habría que citar todo el libro de los Hechos de los Apóstoles, muchísimos pasajes de las epísto-las; habría que alegar en testimonio además toda la historia desde Cris-to hasta nuestros días. Contentémonos con algunos textos tomados entre tantos otros: «Del seno de aquel que cree en mí, manarán, como

                                                                                                               1 Jn 16, 21. «También significa el ejemplo mencionado anteriormente, que Jesucristo quitó las angustias de la muerte y regeneró al hombre nuevo». SAN JUAN CRISOSTOMO (SANTO TOMAS, Catena aurea, in h. 1.). 2 Cf. BOUGAUD, l’Église, p. 56; Cf. también los textos de INOCENCIO VI, de la litur-gia y de SAN AGUSTÍN que ya hemos citado. —Consultar también a TERRIEN, la Grâce, II, p. 4, 14-16, etc. Cf. también SANTO TOMÁS: «Per sacramenta quæ de latere Christi pendentis in cruce fluxerunt, dicitur esse fabricata Ecclesia Christi.» Summa th. III, q. 64, a. 9, ad 3.

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dice la Escritura, ríos de agua viva. Esto lo dijo por el Espíritu Santo, que habían de recibir los que creyesen en él; pues aún no se había co-municado el Espíritu Santo, porque Jesús todavía no estaba en su glo-ria.»1 «Entonces fueron llenados todos del Espíritu Santo, y comenza-ron a hablar en diversas lenguas las palabras que el Espíritu Santo ponía en su boca.»2 «Y es que ha parecido al Espíritu Santo, y a noso-tros».3 Y este Espíritu sí es el de Jesús: «pero tampoco se lo permitió el Espíritu de Jesús»4; «escudriñando para cuándo o para qué punto de tiempo se lo daba a entender el Espíritu de Cristo que tenían dentro».5

* * *

Pero, se nos dirá, ¿y la Esencia de la Iglesia? ¿Para qué este largo estudio de la historia del mundo, esta trabajosa exégesis de los textos de la Escritura? —Reconocemos que la digresión fue larga, pero nece-saria, ya que de las nociones anteriores nos será fácil extraer sin más tardanza un primer elemento tocante a la Esencia de la Iglesia. Y es lo que haremos sentando las conclusiones siguientes, de las cuales segu-ramente nadie impugnará ni la solidez ni —digámoslo— la belleza toda divina.

I. La Iglesia nos aparece como la hija adoptiva de Dios Padre. Y tal Paternidad se la debe a Cristo: ningún extraño, en efecto, es admi-tido a compartir la herencia con el hijo de familia, sino en cuanto éste está de acuerdo. Todo hombre en cuanto criatura es la propiedad, la cosa del Creador, del Padre por consiguiente; pero la relación que existe entre ambos es la del esclavo a su amo, a su señor todopodero-so, que del primero puede hacer cuanto se proponga. Es en la Biblia la comparación tan frecuentemente alegada del alfarero frente a la arcilla que moldea.6 —Ahora bien, este género humano, propiedad del Pa-dre, «Tuyos eran»7, a la oración del Hijo pasó a ser su propiedad per-sonal —o al menos, para hablar más teológicamente, esta porción de la humanidad que desde toda la eternidad había sido predestinada a la gloria: «Pídeme, y te daré las naciones en herencia»8; «Tuyos eran, y me

                                                                                                               1 Jn 7, 38-39. 2 Hch 2, 4. 3 Hch 16, 18. 4 Hch 16, 7; etc. 5 1 Pe 1, 11. 6 Sab 15, 7ss.; Ecli 33; Sal 2, 9, etc., etc. 7 Jn 17, 6. 8 Sal II, 8.

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los diste»1. Ahora que por estos hombres Cristo se ha inmolado, «yo por amor de ellos me santifico, me ofrezco por víctima, a mí mismo»2; ahora que por la ablución de la sangre del Salvador han sido pu-rificados del pecado, ahora que creen en Dios: «Yo he manifestado tu nombre a los hombres que me has dado […] y han reconocido verda-deramente que yo salí de ti, y han creído que tú eres el que me ha en-viado»3, Cristo ruega por ellos y los entrega a su Padre: «Por ellos rue-go yo ahora […] por éstos que me diste, porque tuyos son: Y todas mis cosas son tuyas, como las tuyas son mías […] ¡Oh Padre santo! […] a fin de que sean una misma cosa»4; «que todos sean una misma cosa; y que como tú, ¡oh Padre!, estás en mí, y yo en ti, así sean ellos una misma cosa en nosotros.»5 Y entregándolos a su Padre, exige, «volo», que este Padre los reciba como a otro sí mismo y los coloque con él: «¡Oh Padre!, yo deseo ardientemente que aquellos que tú me has dado, estén conmigo allí mismo donde yo estoy».6

Meditemos 1º el pasaje «Ruego que todos sean una misma cosa». Porque, como los platónicos dicen de esto, cualquier cosa que fuere tiene unidad de donde tiene bondad. Ahora bien, ¿de qué bondad común derivarían su unidad religiosa y por ende dogmática (y no meramente afectiva o social) los católicos y los acatólicos? Es bueno aquello que causa la conservación de una cosa, pero ninguna cosa es conservada sino por ser una. La conservación material y administrativa de una congregación puede aplicarse a fines pésimos si tales son los de la misma. Meditemos 2º el pasaje «Como tú, ¡oh Padre!, estás en mí, y yo en ti». Porque algunos son una misma cosa, pero en el mal, lo cual a los postcatólicos no les inspira especial miedo ni precaución. Por eso Dios no pide esta unidad, sino aquella según la cual los hombres son unidos en el bien, a saber, en Dios.

II. La Iglesia nos aparece como la esposa del Hijo de Dios, esposa bienamada a quien el mismo esposo dio la luz: el amor es el principio de todas las cosas, y es en el acto de amor más intenso posible —«nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus ami-gos»7— que del costado entreabierto de Cristo sale la bienamada que besa a su esposo momentáneamente inanimado por una muerte real pero extrañamente semejante al sueño tan fecundo del primer hom-bre. Esposa obediente y sumisa: «por cuanto el hombre es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo místi-

                                                                                                               1 Jn 17, 6. 2 Jn 17, 19. 3 Jn 17, 6-8. 4 Jn 17, 9-12. 5 Jn 17, 21. 6 Jn 17, 24. 7 Jn 15, 13.

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co […] la Iglesia está sujeta a Cristo»1. Esposa por fin, viuda de alguna manera de su bienamado, pero cuyas bodas se celebrarán triunfales en el cielo: «gocémonos, y saltemos de júbilo, y démosle la gloria, pues son llegadas las bodas del Cordero y su esposa se ha puesto de gala»2; esposa de quien está dicho: «Ven, y te mostraré la esposa, novia del Cordero […] y me mostró la ciudad santa de Jerusalén, que descendía del cielo»3.

Reflexionemos cómo la Eclesialidad Postcatólica en la encíclica Redemptoris Missio de Juan Pablo II estimula a las «comunidades eclesiales de base» co-mo «signo de vitalidad de la Iglesia, instrumento de formación y de evange-lización» y hasta nada menos que «un punto de partida válido para una nueva sociedad fundada sobre la civilización del Amor. Por analogía con su monstruosa madre eclesial mundial postcatólica, y muy a diferencia de la Iglesia Católica Histórica Inmortal, estas comunidades están en las antípo-das de descender del cielo y de estar fundadas en Jesús, «Resplandor de la Luz Eterna» y Principal Objeto de Fe Católica, y solo brotan desde las pro-fundidades de las peores pasiones inspiradas por el Infierno a la subvertibi-lidad humana individual y colectiva.

III. La Iglesia nos aparece como el Templo del Espíritu Santo: no nos atrevemos a decir como su cuerpo. El Espíritu en efecto habita en la Iglesia, la vivifica y la anima: recuérdese todos los textos ya citados; recuérdese también el ad 5 del artículo 9, cuestión 1 de la II-II de la Suma Teológica donde Santo Tomás explica que la expresión del Sím-bolo: «Credo in unam sanctam catholicam et apostolicam Ecclesiam», debe entenderse de modo que su sentido sea: «Creo en el Espíritu Santo, que santifica a la Iglesia.» Por otra parte, refirámonos al texto de los Hechos de los Apóstoles: allí leemos esta expresión: «cuando de repente sobrevino del cielo un ruido, como de viento impetuoso que soplaba»4. Ahora bien, los discípulos eran entonces alrededor de 120 en el cenáculo5: era la Iglesia en su ínfimo desarrollo, recibiendo el alma que iba a darle una potencia de incremento prodigiosa. Lo dice también el texto de san Juan: «Alentó hacia ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo».6 La misma Escritura se sirve pues de las expresiones e imágenes materiales más capaces de hacer nacer en nosotros la idea de alma: es siempre —lo hemos dicho— como el eco de la palabra del Génesis: «y le inspiró en el rostro un soplo de vida, y quedó hecho el hombre viviente».7

                                                                                                               1 Ef 5, 23-24. 2 Ap 19, 7. 3 Ap 21, 9-10. 4 Hch 2, 2. 5 Hch 1, 16; 2, 1. 6 Jn 20, 22. 7 Gen 2, 7.

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Reflexionemos cómo el primer mandatario de la Eclesialidad Postcatólica, Juan XXIII, juzgó que la Iglesia Católica Histórica Inmortal no tenía aires bastante buenos dentro de sí, y necesitaba abrirse para recibirlos del mundo profano. Preguntémonos si siendo él la poderosa primera causa eficiente de esa subversión, podía ser a la vez —como lo sería un verdadero papa— la primera causa instrumental de la conservación en el orden visible de todo lo que está divinamente instituido en la Iglesia.

IV. Por fin, y es con una consolación infinitamente suave que es-cribimos esto, no podía absolutamente ser que la Iglesia bella y admi-rable tal como la describimos, estuviera sin referencia, sin relación con esta criatura ideal, simple criatura desde luego, pero tan vecina de Dios que se había hecho su madre. Asociada al misterio de la Encarnación, puesto que había ofrecido su cuerpo para ser el tabernáculo del Verbo encarnado; asociada al misterio de la Redención, puesto que, con nun-ca haber debido conocer el dolor, lo había aceptado y deseado para expiar en unión con su Hijo e inmolarse con él a favor de quienes por un instinto maternal ella sentía que le pertenecían por vínculos aún no consagrados, ¿habría carecido María de su lugar en la realización del misterio que estudiamos? Imposible: el plan de la divina Providencia habría carecido de armonía, habría parecido incompleto. Por eso esta-ba allí, la Madre de los dolores, «juxta crucem Jesu mater ejus»1; estaba allí de pie y fuerte, «stabat», en su inmensa desolación, contenta a pesar de todo de ver realizarse la voluntad del Padre. Y Jesús tuvo una última mirada para su madre, su último tesoro, puesto que desde horas su Padre se había convertido en su juez y casi su verdugo; Jesús la obser-vó suavemente. «Mujer —dijo—, ahí tienes a tu hijo.2 Esta Iglesia que va a nacer después de mi muerte, te la confío, te la doy en mi lugar. Madre, que se convierta en tu hija…» Y así, debido a la voluntad de Cristo, la Iglesia se hacía hija adoptiva de María, como lo pasaba a ser del Padre celestial.

* * *

No está todavía todo dicho con respecto a la Esencia de la Iglesia. Nos queda por estudiarla de manera más intrínseca, y no ya por decir-lo así en relación con la Santísima Trinidad.

Alma divina por una parte, por la otra cuerpo humano: ¿qué clase de unión podrá resultar de estos dos elementos? ¿Cuál será la manera de animar de este principio vital? —Se advierte que vamos mucho más adelante en las augustas profundidades del misterio; y una vez más

                                                                                                               1 Jn 19, 25. 2 Jn 19, 26.

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viene al caso recordar que no podríamos de ninguna manera explicarlo todo.

Nos parece poder decir que estamos en presencia de una especie de unión accidental absolutamente única, unión en un sentido muy vecina de la unión hipostática.

Expliquémonos exponiendo los distintos modos de unión de los seres, que según la filosofía se reducen a tres.

I. La unión hipostática, de la que existe un único caso, es el ma-trimonio de dos naturalezas en una misma persona. Quedando a salvo la integridad de cada naturaleza, una de las esencias subsiste por la misma subsistencia de la otra; de suerte que, una vez cumplida la unión, el resultado sea, no una naturaleza total que consta de la reunión de las otras dos, sino una persona que termina y perfecciona una y otra esencia.1

II. La unión sustancial nos aparece como la reunión, el matrimo-nio de dos elementos, ya sean de suyo incompletos y ordenados uno al otro, ya sean al contrario completos y perfectos en su naturaleza, pero que por su acción uno sobre otro se modificarán mutuamente, matri-monio del que resulta un tercer elemento, completo éste, pero de otra naturaleza que los dos componentes. Se advierte que en un caso de dos imperfectos en cierta manera resulta un tercer ser, perfecto esta vez y producido no por la yuxtaposición sino por la compenetración de los otros dos; es el caso de la unión del cuerpo y el alma para el hombre; en el otro caso, de dos elementos perfectos reunidos en la combinación química resultará un nuevo producto diferente de los dos componentes que tiene otras virtudes y es operado por sus recí-procas reacciones.

III. La unión accidental, por fin, ínfima entre todas, es la que re-sulta de la aproximación, de la yuxtaposición de dos naturalezas, las cuales, permaneciendo en sí mismas intrínsecamente no mudadas, de ninguna manera producen por el hecho de su reunión una nueva esencia, sino solamente un todo final que sólo es tal accidentalmente, no por sí mismo. La vida, parece, nunca podrá resultar de una seme-jante unión.

Sentado esto, digamos en primer lugar que no estamos en presen-cia de una unión hipostática. Quizá era algo análogo lo que había so-ñado Quesnel, aunque su pensamiento no quede muy claro, puesto que el 8 de septiembre de 1713, entre 101 otras proposiciones, Cle-mente XI en su constitución Unigenitus condenaba la 75ª formulada                                                                                                                1 Cf. CONTENSON. Theolog. mentis et cordis, l. 9, diss. 3, c. 1, y todos los teólogos to-mistas.

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así: «Ecclesia est unus solus homo, compositus ex pluribus membris quorum Christus est caput, vita, subsis tent ia et persona; unus solus Christus compositus ex pluribus sanctis quorum est Sanctificator.»1

En nuestro caso, en efecto, no puede encontrarse ninguno de los elementos requeridos en la definición que dábamos más arriba. Antes de la unión, por una parte la Iglesia no existía; es la infusión del Espíri-tu Santo que la hace tal, al menos que la completa y consagra; después de la unión, aunque sea difícil expresar lo que tenemos, indudable-mente no tenemos como término último una única persona que actúa en dos naturalezas: no tenemos unión hipostática tal como la concibe la Teología.

Por otra parte, que la unión del Espíritu Santo con el cuerpo de la Iglesia no sea substancial, parece que se pueda establecer por las razo-nes que usa santo Tomás para excluir este modo de unión en el miste-rio de la Encarnación.2 En efecto, como en el misterio de la unión Hipostática (y en esto la unión del Espíritu Santo y la Iglesia se acerca a la unión del Verbo y la humanidad de Cristo), estamos en presencia de una unión entre Dios y la naturaleza humana, aunque de una clase totalmente distinta. A priori debemos dejar de lado la hipótesis de una unión entre dos entes imperfectos que completándose entre sí forman un todo. Que esta imperfección pueda existir en el elemento humano, pasa aún; pero del lado de Dios es absolutamente imposible. Queda la hipótesis de las dos entidades perfectas cada una en su naturaleza, pero que se modifican mutuamente por reacciones recíprocas y llegan a formar un todo, completo y perfecto, pero de una tercera naturaleza. Ahora bien —¿quién no lo ve?—, esta hipótesis implicaría una muta-ción del lado de Dios; es pues, como la anterior, inaceptable.

¿Admitiremos la unión accidental? A primera vista parece que de-bamos rechazarla por los mismos motivos que según santo Tomás la excluyen para la Encarnación.3 ¿Veremos así cerradas ante nosotros todas las clases de uniones, y estaremos obligados a inventar una cuar-ta?

No lo creemos así. De una unión accidental se deriva un todo accidental, es decir, no

compuesto de partes constitutivas de su esencia, pero ya formado por otros tantos todos, distintos y perfectos cada uno en su naturaleza, y reunido por un nexo que se sobreañade a ellos. Si admitimos tal con-cepto, quizá podremos resolver la difícil cuestión que nos ocupa.

                                                                                                               1 DENZINGER 1425 (1290). 2 Cf. SANTO TOMÁS, Summa th. III, q. 2, a. 1. 3 Ibid.

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Bajo esta definición genérica encontraremos especies de unión acci-dental, según tengamos especies de nexos accidentales. Así pondremos en el grado ínfimo la unión accidental por simple yuxtaposición: la de un montón de piedras: el nexo es aquí infinitamente frágil; lo encontra-remos más fuerte en la unión del caballo y el jinete: no es ya aquí una simple yuxtaposición; hay más: ya que tenemos una real y mutua ac-ción de uno sobre otro. Más fuerte aún será el nexo en una casa: las distintas piedras que la componen están aquí sólidamente unidas entre sí. Tendremos otra especie de unión accidental en la comunidad de intereses que vincula entre sí a los distintos miembros de una patria; otra aún si a la comunidad de intereses añadimos la de la sangre, como en la familia; otra aún, más intima, más fuerte, más duradera, si tene-mos la comunidad de vida, como en el matrimonio. No obstante, en los distintos ejemplos que acabamos de enumerar, ¿qué vincula, qué une? Una relación, un accidente, la más frágil de las entidades; consecuen-temente toda unión accidental será una unión frágil, la más frágil de las uniones, y será tanto más frágil cuanto que el mismo nexo sea más débil y tenga menos realidad; consecuentemente también, el «todo» resultante de esta unión será un «todo» por accidente, precisamente en razón a la naturaleza del nexo que lo forma: este nexo en efecto es un accidente y no una sustancia. Indudablemente nunca —como ya lo decíamos— la vida podrá resultar de tal unión, que por esta razón excluimos sin dificultad del caso que nos ocupa.

¿Pero no podemos por encima las distintas especies de unión ac-cidental de las que acabamos de hablar admitir otra cuyo nexo sería no una simple relación sino la más sólida y augusta de las realidades: una Persona divina? Nada parece oponerse. El mismo Espíritu Santo sería este nexo que, no teniendo para nada en cuenta el espacio o tiempo, arma en un verdadero «todo» divino-humano las distintas células del organismo. En toda verdad tendría así razón de alma frente a la Igle-sia, la cual sería un «todo» no per accidens, sino per se subsistens, precisa-mente en razón a la naturaleza del nexo que lo forma. Tendríamos pues una unión accidental que da como resultado un todo no acciden-tal, sino per se subsistens; y en el orden de la naturaleza sólo habría un ejemplo de ella: el que nos ocupa. Este todo será tanto más sólido y resistente, cuanto que el nexo mismo que lo hace tenga más fuerza y resistencia. La unión accidental pasará a ser entonces, por su fuerza, muy vecina de la unión hipostática, puesto que, como ésta, se hará en la unidad de Persona divina, «unidad increada, subsistente por sí mis-

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ma, y unidad perfecta, que tiene en sí misma todo lo que debe perte-necerle», como enseña Santo Tomás.1

El Espíritu unido a la Iglesia le da poder subsistir en sí misma, verdadero conjunto vivo y absolutamente diferente de todas las demás sociedades humanas. No es la Hipóstasis divina que sostiene a la Igle-sia; pero esta Hipóstasis presente en la Iglesia producirá en ella una subsistencia connatural a la Iglesia. Y para enunciar un punto tan deli-cado quizá podríamos basarnos en Santo Tomás. A la cuestión «¿la caridad es algo creado en el alma?»2, la segunda objeción especiosa concluía que Dios de suyo era el alma del alma: «Luego Dios vivifica al alma por sí mismo». —No, responde Santo Tomás: Dios vivifica al alma no por sí mismo, sino por la caridad que difunde en esta alma, al igual que no por sí mismo vivifica el cuerpo sino por el alma que pone en él: «Dios es, efectivamente, vida tanto del alma, por la caridad, como del cuerpo, por el alma. Pero la caridad es formalmente vida del alma, como el alma lo es del cuerpo.»3 —En el caso de la Iglesia, no es pues una unión hipostática, sino la unión que se le acerca más. En este sen-tido los libros santos nos presentan la Iglesia como una persona: «la Iglesia incesantemente hacía oración a Dios por él»4; «Toda la multitud de los fieles tenía un mismo corazón y una misma alma»5; «y su esposa se ha puesto de gala.»6—y quizá el orden natural nos da de este hecho una analogía lejana: ¿no son el marido y su esposa una sola persona jurídica, guardando sin embargo cada uno su hipóstasis? Pero desde el día del matrimonio, como consecuencia de la unión contratada, revis-ten uno y otra una nueva personalidad común a ambos. ¿No es lícito concebir algo análogo para la Iglesia?

A esta unión quizá podríamos llamarla unión por inhabitación.7 Sólo bajo todas las reservas proponemos esta expresión, listos para emplear nosotros mismos otra cuando la encontremos o cuando al-guien nos indique una menos imperfecta. Y esta unión por inhabita-

                                                                                                               1 Summa th. III, q. 2, a. 9 ad 1. 2 Summa th. II-II, q. 23, a. 2. 3 Summa th. II-II, 23, 2 ad 2. 4 Hch 12, 5. 5 Hch 4, 32. 6 Ap 19, 7. 7 El término «inhabitación» es uno de los más frecuentemente empleados por la Escritura para expresar esta presencia del Espíritu en nuestras almas: Rom 8, 11; 2 Cor 6, 16; cf. también 1 Cor 3 16; Rom 8, 8-10; 2 Tim 1, 14. —Cf. también la obra del R. P. FROGET, de l’Habitation du Saint-Esprit dans les âmes justes.

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ción se reduciría en resumen a la que el amor opera en aquellos a quienes anima. Digamos pues algunas palabras de la unión de amor.1

El amor —trátese del apetito sensible, del racional, o por fin de un amor de benevolencia o codicia— es un movimiento que inclina al amante hacia el objeto por él deseado, como hacia un bien que le per-tenece en cierta manera, o que tiene relaciones con él. Se advierte que el amor es formalmente una unión, un nexo, un nudo que junta al amante y al amado inclinándolos uno hacia otro. Y de esta primera unión resultará una segunda, que esta vez será propiamente hablando el efecto del amor: será la realización física, la actualización de esta inclinación unitiva por búsquedas y aproximaciones que necesaria-mente no serán nunca perfectas y continuas aquí abajo. —Dicho esto del amor humano, contemplemos ahora la cuestión del lado divino. Y en primer lugar, digámoslo ante todo: precisamente porque mi volun-tad no es de ninguna manera la causa de la bondad de los seres, sino que es movida por esta bondad como por su objeto, el amor por el que quiero el bien a otro no es de ninguna manera causa de la bondad de este otro.2 Con Dios es el revés. Nada existe fuera de él antes del término de su acto creativo: él no puede entonces amar nada, no pue-de entonces ser solicitado al amor sino por sí mismo. Pero precisa-mente porque se ama infinitamente, su amor por decirlo así desborda de sí mismo y se difunde afuera —bonum sui diffusivum— produciendo allí los seres que pasarán a ser no el término de su amor divino, lo que es imposible, sino al contrario los efectos de este mismo amor. Es lo que decía Santo Tomás: el amor de Dios derrama y crea la bondad en las cosas.3

Así, todo ser sólo será en cuanto Dios lo ama; así en todo ser Dios estará realmente presente por una verdadera unión con él, puesto que el amor por una parte formalmente es un nexo, una unión, y por otra parte efectivamente opera una aproximación real. Y para Dios ningún

                                                                                                               1 Leer todo el artículo de SANTO TOMÁS: Summa th. I, q. 43, a. 3: «Est unus specialis (modus quo Deus est in omnibus rebus) qui convenit naturæ rationali in qua Deus dicitur esse sicut cognitum in cognoscente et amatum in amante, […] etc.» Item, SANTO TOMAS In II ad Cor c. 6, lect. 3 (pasado el medio): «Aunque se diga que Dios está en todas las cosas por presencia, potencia y esencia, sin embargo no se dice que habite en ellas, sino sólo en los santos por la gracia. La razón de ello es que Dios está en todas las cosas por su acción en cuanto se une a ellas como quien les da el ser y las conserva en el ser. Pero en los Santos está por la operación de los Santos mismos por la que alcanzan a Dios y por así decir lo comprehenden, la que consiste en amarlo y conocerlo. Porque se dice que quien ama y conoce tiene en sí las cosas conocidas y amadas». 2 SANTO TOMÁS, Summa th. I, q. 20, a. 2, co. 3 SANTO TOMÁS, Summa th. I, q. 20, a. 2.

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obstáculo puede interponerse como cuando se trata del amor humano, que hace imposible esta perpetua co-presencia con el objeto amado.

Y esta primera conclusión no está de ninguna manera en contra-dicción con nuestra tesis. Más bien podemos invitar a juzgar ésta por aquélla. Dondequiera que hay ser participado, allí hay amor divino para causarlo; así pues, donde hubiere un especial modo de ser, allí también tendremos una especial presencia del amor divino. Y como el amor se apropia al Espíritu, allí tendremos una especial presencia del Espíritu de Dios. Ahora bien, tal es el caso de la Iglesia: resulta pues que en la Iglesia tendremos por modo de inhabitación una presencia totalmente particular del Espíritu Santo tal como no la tendremos más perfecta en este género.1

En efecto, la Iglesia nos aparece como eterna, indefectible, sobre-natural. Éste es un modo ser que no encontraremos en ninguna otra criatura. El hombre justo, por ejemplo, que no es tal sino porque Dios vive en él de una manera especial, puede sin embargo fallar en cual-quier momento y convertirse en objeto de odio desde el punto de vista sobrenatural para el Dios que antes tenía en él sus complacen-cias. Para la Iglesia tal caso es imposible: si sus miembros pueden de-caer y faltar a Dios, ella al contrario no fallará jamás. La inhabitación del Espíritu Santo en el alma justa y en la Iglesia es pues espe-cíficamente diferente: en un caso es defectible, en el otro no.

Inferior pues a la unión en persona, «la unión por inhabitación» parece que le sucederá inmediatamente por orden de dignidad. Ella nos parece en efecto más fuerte, más intima que la unión sustancial: como esta última, da el ser, puesto que el amor de Dios crea el bien al que se dirige, pero da además un ser divino, eterno, esencialmente indefectible.

* * *

Junto al misterio de la Encarnación, realizado por la unión hipos-tática, tendríamos pues otro misterio. «Así como el Padre envió al Verbo en la plenitud de los tiempos para unirse hipostáticamente a la naturaleza humana y de esta manera restaurar, ennoblecer, atraer a él y restaurar en él todas las cosas como cabeza de la Iglesia, así el Espíritu Santo es enviado por el Padre y el Verbo para permanecer eternamen-te en nosotros por una unión tan maravillosa que él mismo pasa a ser la verdadera alma de todo este cuerpo místico, el principio vivificador

                                                                                                               1 «Mas, porque […] nada puede obrar en donde no está, […] dondequiera que hay algún efecto de Dios, allí ha de estar el mismo Dios causándolo». C. Gent. IV, 21.

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y santificador de todos las almas que piden vivir cristianamente y san-tificarse: siendo aquel que de una manera u otra hace en nosotros y por nosotros todo lo que podemos hacer para la vida eterna.»1

Que no se nos pida explicar aún más: somos incapaces. El miste-rio permanece: lo debemos adorar y respetar. Terminando, con todo, este capítulo, echemos un vistazo a la obra de la Providencia para ad-mirarla y ver lo que tiene de divino.

Si, en efecto, la perfección de todo ordenador se revela en la ar-monía perfecta de su obra, ¿qué debemos decir de la obra de Dios?… Uno en su naturaleza, pero trino en personas, él obra entero, pero no obstante de manera que en cada acción algo corresponda más particu-larmente a una de las tres Personas: así el Padre actúa por el Hijo para el Espíritu Santo; así el Padre es poder, el Hijo sabiduría, el Espíritu amor; así el Padre crea, el Hijo restaura, el Espíritu consuma en la santidad; así por fin el Padre actuaba en el primer período de la humanidad, el Hijo en el segundo, el Espíritu en el tercero. Y en el término de la acción creativa, ¡qué admirable armonía en la gradación de los seres! Desde el punto de vista natural: el ser sin vida, el vegetal, el animal, el hombre, el ángel; desde el punto de vista sobrenatural, el alma fiel, la sinagoga, la Iglesia, María, ¡Jesucristo! El alma fiel en quien se unen Dios y el hombre, pero de una manera accidental que permite el fallo, incluso el fallo final; la sinagoga hoy muerta pero a la que también se unía Dios de manera accidental e ininterrumpida, permitiendo así to-das las prostituciones, pero interviniendo cuantas veces había una desviación del fin. La sinagoga, en efecto, era la guardiana de las pro-mesas: era necesario que estas promesas se conservaran intactas… Luego la Iglesia, dónde la unión es estable y eterna, la Iglesia indefec-tible en su todo pero no en sus miembros; María, tan vecina a Dios que se convierte en su Madre, criatura ideal, perfecta, impecable, des-tinada a recibir el imperio sobre todo el mundo creado; ¡Jesucristo por fin, el Hombre-Dios, realmente hombre y realmente Dios esta vez, obrando en una carne pasible y mortal acciones de un valor infinito, porque son las acciones de Dios!

«¡Oh profundidad de los tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Dios! […] a él sea la gloria por siempre jamás. Amén»2

                                                                                                               1 ARINTERO, op. cit. Retraducido al español de una traducción francesa desde un original español que no encontramos. 2 Rom 11, 33/36.

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SEGUNDA PARTE LA VIDA DEL ORGANISMO

Es tiempo ahora de ocuparnos de la segunda parte de nuestro tra-bajo, la que responde directamente al título que nos hemos fijado, parte que no podía tratarse convenientemente sino después de los desarrollos previos.

De este organismo divino-humano vamos a estudiar las manifesta-ciones vitales. Allí encontraremos, reunidos para actuar, los dos ele-mentos cuyo análisis hicimos, el alma y el cuerpo. Al alma correspon-derá la vivificación: «El Espíritu es quien da la vida»1; al cuerpo, al contrario, corresponderá servir de instrumento al principio vital.

Siendo toda vida orgánica necesariamente una evolución, un desa-rrollo, un devenir, precisemos de entrada, para evitar toda confusión, cuál es de estos términos el sentido que un católico puede admitir para la Iglesia y qué sentido al contrario debe absolutamente rechazar. ¡Tanto abusaron de estas palabras nuestros adversarios y las desvirtua-ron tanto! Pues bien, digámoslo ante todo, la evolución no significa ni implica de ninguna manera la alteración. «Lo propio del progreso es que una cosa crece permaneciendo ella misma; lo propio de la altera-ción, que una cosa se transforma en otra.»2 El ejemplo clásico dado, que para el tema que tratamos tiene un inmenso alcance, es el del pro-greso en la constitución del mismo cuerpo humano. «Que la religión imite así en las almas —escribe san Vicente de Lérins, y lo que dice de la religión podemos decirlo de la Iglesia— el modo de desarrollarse de los cuerpos. Sus órganos, aunque con el paso de los años se desarro-llan y crecen, permanecen siempre los mismos. ¡Qué diferencia tan grande hay entra la flor de la infancia y la madurez de la ancianidad! Y, sin embargo, aquellos que son ahora viejos, son los mismos que antes fueron adolescentes. Cambiará el aspecto y la apariencia de un indivi-duo, pero se tratará siempre de la misma naturaleza y de la misma persona. Pequeños son los miembros del niño, y más grandes los de los jóvenes; y sin embargo son idénticos. Tantos miembros poseen los adultos cuantos tienen los niños; y si algo nuevo aparece en edad más madura, es porque ya preexistía en embrión, de manera que nada nue-vo se manifiesta en la persona adulta si no se encontraba al menos latente en el muchacho.»3 Siendo la Iglesia según nuestra teoría un

                                                                                                               1 Jn 6, 64. 2 SAN VICENTE DE LÉRINS, Commonitorium, c. 23, 2. 3 SAN VICENTE DE LÉRINS, Commonitorium, 23, 4-7.

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cuerpo, un organismo, deberá desarrollarse exactamente como se desarrolla un organismo humano, admitiendo el progreso, digamos mejor el incremento, pero permaneciendo idéntica a sí misma. La úni-ca diferencia es que el organismo humano tras el progreso conoce el decaimiento, la vejez, la muerte; la Iglesia, al contrario, permanecerá hasta el fin de los siglos en eterna juventud, en progreso constante, hasta que por fin, llegada a su más alta perfección, sea transferida de este valle de lágrimas al reino del Hijo de Dios: «hasta que arribemos todos a la unidad de una misma fe y de un mismo conocimiento del Hijo de Dios, al estado de un varón perfecto, in virum perfectum, a la medida de la edad perfecta según la cual Cristo se ha de formar místi-camente en nosotros.»1

La primera carta que sería encíclica y papal de Pablo VI —Ecclesiam suam— si éste no hubiera quedado de antemano fuera del Papado por proponerse, según lo probaría, conducir a la Iglesia contra la idea directriz de la Iglesia, dice: «La Iglesia debe ir hacia el diálogo [colloquium] con la sociedad de hombres en que le toca vivir, de donde resulta que ella misma asuma por así decir la especie de palabra, mensaje y diálogo.» Pues bien, esto es un cambio sustancial en la concepción de la esencia de la Iglesia Católica acer-ca de sí misma, cambio que por supuesto no pudo ser dado por Ella misma ni por su Supremo Maestro divinamente asistido. Es una abismalmente desgarradora y repugnante falsedad, sobre todo, que la Iglesia «vaya hacia» el diálogo con el mundo y «asuma la especie» de un tal diálogo, degradán-dose a mera opinión humana relativa y hasta, peor aún, a mero proceso de intercambio de opiniones humanas relativas. La Iglesia Católica Histórica Inmortal ciertamente no tiene ni puede tener nada nuevo ni digno que aprender de las opiniones mundanas modernas, ni puede tener la tarea de ir hacia un tal intercambio ideológico bilateral y transformarse en él. Santo Tomás enseña: «Según la opinión de todos, no conviene que el sabio sea ordenado por otro, sino que él mismo, más bien, ordene a los otros.»2

Así pues, cuando en todo este trabajo hablemos de evolución y progreso, el lector sabrá qué sentido deberá dar a estas palabras. Nun-ca será el de alteración, de cambio esencial.

Entremos ahora en el estudio detallado de las operaciones vitales de la Iglesia. Las reduciremos todas a tres capítulos, absolutamente como el psicólogo reduce todo el estudio de la vida humana a estas tres consideraciones: vida orgánica, vida sensitiva o animal, vida inte-lectual.

                                                                                                               1 Ef 4, 13. 2  Comentario a la Metafísica de Aristóteles, libro 1, lección 2, nº 7.

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CAP.  I. — VIDA ORGÁNICA.

Hemos visto cómo la Iglesia, salida tras la muerte de Cristo de su costado entreabierto, fue confiada por el mismo Salvador a su santa Madre. ¡Cuán pequeña era entonces, y cuán frágil! Y sin embargo en la misma Jerusalén tenía adversarios decididos a hacerla perecer. Pero la Providencia velaba por su obra e iba a abandonarle el mundo.

En efecto desde el día de Pentecostés en que la Iglesia había reci-bido su alma, se había agrandado, se había desarrollado casi repenti-namente. Con razón el Maestro la había comparado a un grano de mostaza, «menudísimo entre todas las semillas»1, que de repente se convierte en un árbol inmenso; y también a la levadura que por una fuerza secreta interior actúa inmediatamente a su alrededor y fecunda todo lo que alcanza.2 «Un poco de levadura hace fermentar toda la masa»3, escribía el Apóstol. Encontrándose en el mundo, la Iglesia actúa en él y lo gana; su acción se extiende. ¿Cómo se lo impedirían? ¿Y quién podría poner obstáculo a la fuerza activa de Dios? Porque —no lo olvidemos— el alma de nuestra Iglesia es el mismo Espíritu Santo. Por eso no hay medio para frenar la acción de la Iglesia; a partir de que existe, obra; a partir de que está en un lugar, se desarrolla y prospera en él.

Y de hecho, la parábola del Salvador se convierte en una realidad rápidamente. Ved la Iglesia el año mismo de su nacimiento; observad-la una treintena de años más tarde. Bajo Nerón ya está instalada en Roma, donde gana siempre hasta en el palacio de los Césares… La omnipotencia romana se vuelve, por cierto inconscientemente, uno de los medios humanos más preciosos para la propagación de este ger-men bendito. Los mares se surcan en todos los sentidos, se recorren las vías romanas en todas las direcciones, y dondequiera que se en-cuentran, los apóstoles dejan, como recuerdo de su paso, florecientes colonias cristianas instituidas con todas sus piezas casi instantánea-mente.4 «Su voz ha resonado por toda la tierra, y se han oído sus pala-bras hasta las extremidades del mundo»5, escribe San Pablo a los Ro-manos. «Cuántos millares de judíos hay, que han creído»6, dicen los Hechos de los Apóstoles. Tácito habla de una «multitudo ingens»7. San                                                                                                                1 Mt 13, 31-32. 2 Mt 13, 33. 3 Gal 5, 9. 4 El Sr. HARNACK entre otros. 5 Rom 10, 18. 6 Hch 21, 20. 7 Ann., 15, 44.

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Clemente de Roma dice «πολὺ πλῆθος» hablando de los cristianos inmo-lados por Nerón. Contentémonos con estos testigos del siglo I.1

La Iglesia, en efecto, absorbe todo lo que la rodea. Como Dios, en cuyo nombre actúa, no hace acepción de personas; y si al principio, por razones de orden interior, hubo algunas dificultades para la admi-sión de los gentiles, el Espíritu, alma de nuestro cuerpo, supo bien pronto vencer todas las repugnancias.2 Por eso San Pablo escribe: «para con el cual no hay distinción de gentil y judío, de circunciso y no circunciso, de bárbaro y escita, de esclavo y libre […] ni tampoco de hombre ni mujer. Porque todos vosotros sois una cosa en Jesucristo.»3

Históricamente es entonces ficticia la razón con que nuestros ad-versarios representan a la Iglesia como un enemigo temible que siem-pre crece y se insinúa por todas partes, y bajo este pretexto luchan contra ella y pretenden aplastarla. Pero también la historia la condena implacablemente, ya que, si las atroces persecuciones de los empera-dores romanos lejos de aniquilar a la Iglesia sirvieron a su desarrollo —«sanguis martyrum, semen christianorum»—, las persecuciones del tiempo moderno, por hábiles que puedan ser, están condenadas por adelanta-do al mismo resultado. En la Iglesia, en efecto, constatamos este he-cho verdaderamente prodigioso: la persecución es para ella un princi-pio de fecundidad. Y cuanto más cruel y sangrienta es la persecución, más también prepara para resultados maravillosos. Quien lea con cui-dado el libro de los Hechos se hará una idea de los primeros años de la historia de la Iglesia. Debíamos señalar de paso esta admirable fe-cundidad del sufrimiento: sufrimiento, castigo del primer pecado, y                                                                                                                1 En el siglo II SAN JUSTINO escribe: «No hay pueblos, sea bárbaros, sea griegos, o del nombre que se llamen […] entre quienes no se invoque el nombre de Jesucristo.» (Cum Tryph., 117.) Véase también a SAN IRENEO, Adv. Hæres., I, 10, 2; III, 4, 1; SAN CLEMENTE ALEJANDRINO, Stromat., VI, 18, 367; TERTULIANO, en el Apologético, 37, escribe: «Nosotros somos de ayer, sin embargo, llenamos vuestras ciudades, islas, fuertes, pueblos, concejos, así como los campos, tribus, decurias, el palacio, el sena-do, el foro, solamente os hemos dejado vuestros templos»; Ad Scap., 2, 5: « Somos casi la mayor parte de cada ciudad», dice hablando de los cristianos. —Numerosos también son los testimonios en ORÍGENES: Adv. Cels., 3, 8/15/29/30; 7, 69. —En el siglo IV, Cf. PORFIRIO, LUCIANO, EUSEBIO, etc. Citemos por fin a SAN AGUSTÍN: «Ahora ya habla todo el Cuerpo de Cristo las lenguas de todos, y en las que aún no se habla, se hablará». (In Ps. 147, 19.) —De esta propagación tan rápida y maravillosa el concilio del Vaticano dijo: « es un gran y perpetuo motivo de credibilidad.» (Cons-tit. Dei Filius, c. 3.) —Cf. HARNACK, Mission et Expansion du christianisme dans les trois premiers siècles; GRANDMAISON, S.J., Études, 1903; RIVIÈRE, Revue pratique d’Apolog., 1906; Cf. también Revue augustinienne, 1907. —Ven también Contra Gentes, I, 6. 2 Observar que San Pedro, a partir de su primer discurso en Jerusalén, habla clara-mente de la vocación de los Gentiles a la fe en Jesús resucitado. Hch 2, 39. 3 Col 3, 11; Gal 3, 28.

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también reparación de la falta, y encaminamiento hacia la beatitud suprema.

Por lo demás, para la Iglesia no queremos ni podemos absoluta-mente querer esta animosidad de nuestros adversarios. Ya que tal es la diferencia entre esta absorción que hace la Iglesia de los elementos que la rodean y la de los otros organismos vivos frente a los principios de que se alimentan: ésta se hace siempre a costa de los equivalentes, aquélla al contrario se hace para su propia ventaja. Y en efecto, si es un bien para el león que los ciervos existan porque se alimenta de ellos, es desde luego para el ciervo un enorme mal la existencia del león que lo destruye. El hombre, rey de la naturaleza, se sirve de todos los seres que se le someten, y esto es un gran bien para él; ¡pero cuán caro debe costar esta realeza a los inocentes animales inmolados para la comida o el servicio de este dominador! Para la Iglesia no hay nada semejante. Bien que englobe a individuos separados, bien que se asi-mile sociedades enteras, eso es siempre para el mayor bien de estos últimos, que son perfeccionados cada uno según su naturaleza.

¿Se trata del individuo aislado? A causa de su englobamiento por la Iglesia, vemos su naturaleza purificada de la mancha original y so-breelevada, puesto que recibe como don la vida de la gracia, vida so-brenatural; vemos que en el ámbito del conocimiento le está abierto un campo más vasto de verdades que explorar, y que en la medida en que juzgare y pensare de acuerdo con el modo de juzgar y pensar de la Iglesia, participará en la infalibilidad de esta misma Iglesia en todo lo tocante a las especulaciones de orden sobrenatural y a las reglas de conducta moral; vemos por fin que para su actividad recibirá, induda-blemente con mucho mayor abundancia que el infiel, estos principios interiores de acción tan misteriosos y potentes que tienen el nombre de gracia. Y además de estas mociones interiores, recibirá del exterior ayudas potentes: primeramente el conocimiento de una moral inmuta-ble, ideal, infinitamente más elevada que todas las que podrían conce-bir hombres; seguidamente la fuerza del ejemplo: ante todo el del Sal-vador —«ejemplo os he dado, para que pensando lo que yo he hecho con vosotros, así lo hagáis vosotros también»1—, también el ejemplo de los santos, de los que lo son menos por milagros maravillosos que por virtudes heroicas: ideal menos sublime que el de Cristo, pero por contrapartida más accesible a nuestra pequeñez; por fin la atmósfera de santidad en medio de la cual vivirá por consecuencia de la comu-nión de los santos, ya que los cristianos, todos miembros de un mismo

                                                                                                               1 Jn 13, 15.

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cuerpo, reciben en cierta manera la repercusión de los actos de virtud practicados por sus hermanos.1

Lamentablemente, en la desquiciada Eclesialidad Postcatólica, como escri-be Mons. Guérard des Lauriers, «la regla de Fe ya no es la Verdad objeti-vamente revelada, interpretada si es útil por referencia a la inteligibilidad de la que el principio de no-contradicción es la norma divinamente asentada. La Fe de la “iglesia” es concebida por quienes profesan expresamente se-guir el Vaticano II, de l misma manera que la “iglesia” misma. Y es la ma-nera modernista. La humanidad sólo se concibe “en marcha”. Ella es un colectivo cuyo devenir es erigido en norma absoluta para cada individuo.»2 ¿Y qué piensa y con todos los esfuerzos hace pensar la Eclesialidad Postca-tólica, sino la cosmovisión apóstata del Vaticano II según la cual la Primera Verdad no obliga a nadie a nada y por ende, lógicamente, ni siquiera existe?

Si al contrario se trata de la misma sociedad, se perfeccionará en consecuencia misma del perfeccionamiento de cada uno de los indivi-duos que la componen; además, encontrará en la Iglesia una garantía del mantenimiento del orden y honor y una seguridad de libertad que son precisamente los primeros elementos de todo progreso social; tendrá en ella un consejero íntegro al mismo tiempo que un ayudante siempre fiel, un guía absolutamente seguro en medio de las espinosas cuestiones que se pudieren presentar. He aquí en algunas líneas consi-deraciones que requerirían volúmenes por poco que se las quisiera desarrollar convenientemente, y que sería fácil confirmar con la histo-ria de muchos pueblos para los que la medida de libertad y progreso siempre estuvo en relación directa con la de su sumisión y respeto a la santa Iglesia.

* * *

Pero no basta con englobar los elementos exteriores, es necesario asimilárselos. Aquí también encontramos una diferencia notoria entre el organismo que estudiamos y cualquier otro de orden natural. Éstos, en efecto, actuando sobre los elementos que se incorporaron, operan sobre ellos un trabajo de descomposición que implica el rechazo de la parte no asimilable. Para la Iglesia, al contrario, todo es bueno. Posee en sí con qué asimilarse todas las almas. Tiene la virtud de hacer de ellas cristianos, verdaderos Hijos de Dios. Y esta omnipotencia, que en última instancia corresponde al alma, es decir al Espíritu Santo, en el caso presente es indispensable: recuérdese en efecto que en el orden actual de las cosas fuera de la Iglesia no hay salvación. Ahora bien,

                                                                                                               1 Cf. Summa th. III, q. 21, a. 3. 2 La Iglesia Militante en tiempo de Mons. Wojtyla.

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estando todo hombre llamado a la vida eterna, debe encontrar ante sí los medios de salvarse. Están allí: sólo hay que emplearlos, pues.

La máxima paulina de «hacerse todo para todos» (1 Cor 9, 22), es un llama-do a la condescendencia humilde a los hábitos intelectuales y morales indi-ferentes de los destinatarios de apostolado, no, como lo querría la Eclesia-lidad Postcatólica con su «inculturación» un llamado al fingimiento pseudo-fraternal mal fundado e hipócrita ni a la auto-prostitución traidora a la Cruz y complaciente a sus enemigos que se realiza en la tolerancia sistemática y general de creencias y prácticas de muerte. Es claro que si el hijo de la Igle-sia Católica Histórica Inmortal debe hacerse todo, es sólo todo lo mejor para todos, apelando a todo lo mejor de ellos. Los elementos que componen el reino fundado por Cristo, siendo de esencia espiritual y moral, hacen abs-tracción de cualesquier aleaciones humanas necesariamente particularistas y deterministas. El reino de Cristo trasciende este mundo, por eso los bienes que contiene son de un valor inestimable y, para adquirirlos y comunicar-los, el católico verdadero se sacrifica todo. Si él se hace todo lo bueno para todos, es evitando los particularismos inferiores y temporales que alterarían en él la pureza celestial del Evangelio.

No obstante, si la Iglesia en virtud de su Alma divina tiene en sí misma la potencia de cambiar los hijos de iniquidad en hijos de predi-lección, la aplicación de esta potencia puede ser impedida, y de hecho así se encuentra a menudo. Aquí interviene, indudablemente como agente pero como agente defectuoso, la independencia humana, la libertad. Obrera de Dios y movida por él, la Iglesia, como Dios, respe-ta el libre albedrío de la criatura. El hombre entonces podrá poner obstáculo a la obra de santificación y conversión —en el caso que nos ocupa, a la obra de asimilación de la Iglesia; y poco importa que este obstáculo venga de un alma aislada o de una sociedad entera.

Este obstáculo —¡horror máximo!— viene, desde el Vaticano II, nada me-nos que a todas las regiones herederas de la Iglesia Católica Histórica In-mortal, nada menos que de los mismísimos titulares materiales de sedes episcopales de la misma empezando por el primero de ellos, todos los cua-les están privados de la autoridad apostólica y de sus consecuencias como la infalibilidad y la representatividad eclesiástica católica.

En ambos casos el desorden es el mismo, ya que se trata de un verdadero desorden: la parte rebelándose contra el todo, el inferior rechazando la subordinación al superior. ¿Pero qué pasará?

Ante todo, debido a la voluntad culpable del hombre, se seguirá un estado de crisis doloroso para todo el compuesto y que durará has-ta que se dé una solución definitiva. Esta solución será la sumisión completa, absoluta y definitiva del inferior al superior, y así todo vuel-ve a entrar en el orden: la gracia triunfa de la naturaleza; el hombre y la sociedad vuelven a ser respetuosos respecto de Dios y obedientes a su ley santa; o será una separación cruel entre la Iglesia y el cuerpo recal-

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citrante, solución dolorosa para la Iglesia, pero desastrosa para el re-belde, y que se operará de una de las siguientes maneras:

A veces el rebelde por sí mismo tomará la iniciativa de separarse de la Iglesia y aún muerto se ingeniará para vivir en su soledad. Si el motivo de la separación viene más bien de la inteligencia1, será la here-jía, que se niega a adherirse a las doctrinas reveladas o a la enseñanza de la santa Iglesia; si al contrario viene más bien de la voluntad, será el cisma: en este último caso, conservando todos los dogmas de la Igle-sia-Madre, el rebelde rechazará la comunión con tal parte, tal miembro de la Iglesia, con la Cabeza por ejemplo. En el caso de herejía, donde el pecado es directamente contra la fe, los rebeldes, absolutamente separados de la verdadera Iglesia, se reducen a erigirse en sectas2, con-denados a las peores contradicciones, como el protestantismo nos da un ejemplo. En el momento de su separación de la Iglesia rechazan definitivamente todo lo que la Iglesia les había comunicado; no les queda ya nada, ni sacramentos3, ni fe divina: y es una consecuencia directa de la naturaleza de su pecado, opuesto precisamente al elemen-to constitucional de la Iglesia, según nuestra tesis: la Fe4. —En el caso del cismático no ocurre lo mismo. Su pecado directamente opuesto a la unidad de la Iglesia es menos grave que el del hereje5, que tiene con-secuencias infinitamente más graves. El cismático no es un sectario; es un separado. Por eso retiene en sí mismo —pero como en el depósito al que ya no abastece la fuente— todos los tesoros que él «robó»6, por decirlo así, a la verdadera Iglesia. Retiene todos los dogmas de la fe y tiene todos los sacramentos que producen la gracia ex opere operato, al igual que en el seno de la verdadera Iglesia. Puede producir la gracia en las almas; y eso le da una apariencia de santidad que claramente lo distingue de toda confesión herética, —pero de santidad que por esté-ril contrasta con la de la Iglesia romana y así lo manifiesta como con-denado a una muerte más o menos próxima. No obstante, debemos                                                                                                                1 Cf. CAYETANO, en II-II, q. 39, a. 1, ad 3 dub. 2 Summa th. II-II, q. 11, a. 1, ad 3. 3 Se nos objetará quizá que los herejes pueden bautizar. Indudablemente, responde-remos; pero su bautismo sólo es válido a condición de que el ministro que lo confiere tenga la intención de hacer lo que hace la Iglesia. Y si hay dudas sobre esta intención, debe reiterarse el bautismo, saltem sub conditione. 4 Cf. Summa th. II-II, q. 16, a. 1, ad 1 et alibi. «Porque tal como por el alma vive el cuerpo, así el alma por Dios. Así pues, como el cuerpo vive por lo que primero se une el alma al cuerpo, así el alma vive por lo que primero se une Dios al alma. Pero esto es la fe, porque la fe es lo primero en la vida espiritual.» (SANTO TOMÁS In Ep. ad. Hebr., X, lect. 4.) 5 Summa th. II-II, q. 39, a. 1, ad 3. 6 Adv. Hær., 3, 4.

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añadir con Santo Tomás, «así como el pecado, pérdida de la caridad, conduce a la pérdida de la fe, así el cisma conduce a la herejía». Y hoy parece bien difícil admitir la posibilidad de un cisma que por el hecho mismo no sea al mismo tiempo herejía. «Al principio —decía San Je-rónimo— se puede de alguna manera distinguir el cisma de la herejía; con todo, no hay ningún cisma que para aparecer bien separado de la Iglesia no se haya forjado alguna herejía.»1

A veces, al contrario, cual lobo que devora oculto bajo una apa-riencia de oveja, el hombre empeñado en su rebelión —«pertinax»—, siguiendo pensando y actuando de modo opuesto al de la Iglesia, se esfuerza a pesar de todo por permanecer en el seno de la Iglesia. Esta vez ésta deberá tomar la iniciativa de una solución violenta.2 Cansada en su longanimidad, tras tentar vanamente todos los medios de con-versión, deberá resolverse a rechazar de su seno a este elemento muer-to que comenzaba a propagar la corrupción en torno suyo.3 Los cana-les aferentes de la gracia, de la vida, se cortan definitivamente: el hom-bre esta vez queda abandonado a sí mismo en una muerte dolorosa de la que son una lamentable imagen el pesado silencio y la espantosa soledad reinantes en torno de él desde que está excomulgado. Así se-parado de la sociedad de los vivos, no teniendo más relaciones con nadie, el hombre podrá vegetar, a condición de que observe un abso-luto mutismo y no haga daño en torno suyo. Si al contrario, agriado por la humillación, sigue sembrando la falsa doctrina o escandalizando por sus ejemplos de modo que esté en peligro la cristiandad, la Iglesia entonces, con dolor pero con fuerza, no vacilará, si tiene la posibili-dad, en entregarlo al brazo secular. Y esto es la Inquisición, tan deni-grada y mal comprendida.

Entre los católicos algunos se permiten dudar de los derechos de la Iglesia a este respecto. Este derecho —responderemos— ella lo tiene, y es un derecho inalienable; es el derecho que crea el deber tan urgente para la Iglesia de velar por la integridad de la Fe y trabajar para

                                                                                                               1 Summa th. II-II, q. 39, a. 1, ad 3. 2 Leer toda la q. 21 del Supplem. 3 Las lamentables páginas que el Sr. ALF. LOISY acaba de publicar bajo el título Choses passées (París, E. Nourry, 1913) prueban bien esta misericordiosa longanimidad de la Iglesia para con sus hijos rebeldes. Cuando el 7 de marzo de 1908 se publicó la sentencia de excomunión que alcanzaba al infeliz sacerdote desviado y lo rechazaba del seno de la Iglesia, ya hacían muchos años que el SR. LOISY —él mismo es quien lo confiesa— había dejado de ser católico. En realidad, es él quien se retiró de la Iglesia; la sentencia de excomunión sólo fue por parte de la Iglesia una sentencia dictada para poner fin al equívoco doloroso que la actitud poco honesta del conde-nado hacía subsistir en muchos espíritus.

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la salvación de todos los hombres, sobre todo el deber de preservar a los pequeños y los débiles —aquéllos que por sí mismos no pueden instruirse— del mal ejemplo tan arrastrador y del error presentado bajo colores seductores; es el derecho que tiene todo hombre de ha-cerse cortar un miembro pútrido cuya conservación pondría en peligro su vida.

Y, considerando las cosas desde un punto de vista más elevado, ¿no debemos concluir que yerran seriamente desde el punto de vista teológico quienes no dudan en enseñar que la Iglesia no tiene el dere-cho de entregar a los convencidos y empecinados al brazo secular, —o quienes bajo apariencias apologéticas se contentan con explicar las condenas inquisitoriales de la Edad Media diciendo que fueron o bien excesos de autoridad por parte del Sumo Pontífice, o bien actos que emanaban de él a título de superior temporal y no espiritual?1 La Igle-sia —preguntaremos a estos autores—, ¿es o no una sociedad perfec-ta?2 En caso afirmativo, ¿cómo negarle el poder coercitivo? Por otra parte, ¿no es la Iglesia el objetivo de todo el mundo? Por todas partes vemos que las obras menos perfectas están ordenadas por la divina Providencia a las más perfectas: todas las criaturas irracionales están sometidas al hombre; el hombre a la Iglesia, y la Iglesia a Dios. ¿Y quién puede negar que si esto es así la Iglesia tiene el derecho y el de-ber de servirse del hombre, de subordinárselo, de utilizarlo para sus fines, en último lugar de impedirle dañarle? «El hombre malo —decía Aristóteles— es peor y más nocivo que un animal.» Si entonces desde el punto de vista natural no es malo matar a un animal, sobre todo a un animal nocivo, así mismo puede ser bueno quitar la vida a un hombre que sólo se sirve de ella para dañar. Del hecho de que el here-je perjudica sobre todo bajo el punto de vista sobrenatural, ¿se con-cluirá que el motivo es demasiado poco serio para condenarlo, mien-

                                                                                                               1 «…En lo que respecta a la pena de muerte aplicada a los herejes, si nos atenemos a los escritores modernos, bien pocos juicios le son favorables. Las explicaciones de los amigos de la Iglesia apenas son excusas; las frases de sus adversarios son injurias o invectivas. Con más moderación y justicia puede decirse con KOBER, p. 744, que allí hubo ciertamente una negación de los principios de la antigüedad cristiana; —con KRAUSS, p. 115, que la pena capital impuesta al hereje en nombre de la Iglesia debe definitivamente condenarse como un error deplorable, causa de muchas desdi-chas.» (TH. DE CAUZONS, Histoire de l’Inquisition en France, volumen I, página 315, nota.) 2 «La Iglesia […] es una sociedad genérica y jurídicamente perfecta, porque tiene en sí misma y por sí misma, por voluntad benéfica y gratuita de su Fundador, todos los elementos necesarios para su existencia y acción.» (LEÓN XIII, encícl. Immortale Dei.)

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tras que se lo juzgaría suficiente si se tratara de un perjuicio natural?1 San Pablo, hablando de sembradores de discordias y errores, exclama-ba: «¡Ojalá fuesen cortados de entre vosotros los que os perturban!»2

La declaración Dignitatis humanæ del Vaticano II contradice a la Iglesia Ca-tólica en su enseñanza sobre los deberes del Estado cuando declara el dere-cho a la libertad religiosa: la prueba se deriva claramente de Quanta Cura de Pío IX, que indica que el Estado tiene el deber de reprimir a los violadores de la religión católica, que incluyen a quienes expresan públicamente reli-giones acatólicas. En Dignitatis Humanæ, al contrario, el principio se invierte del derecho de la Primera Verdad a ser defendida y difundida poderosa-mente (aunque no fuera forzosamente) al supuesto derecho del hombre a expresarse «religiosamente” en desatención de ella y a su antojo. El derecho a no ser constreñido en materia religiosa excede en gran medida el objetivo que le fue asignado, a saber la realización de las condiciones re-queridas al hombre para satisfacer la obligación de buscar y abrazar la ver-dadera religión, y hasta lo contradice, ya que el hombre no puede ni buscar correctamente, ni menos abrazar la verdadera religión por sus propias fuer-zas y sin una determinada parcialidad de las autoridades públicas seguida de una determinada presión útil del cuerpo social (y tampoco, por supuesto, sin la gracia).

Seguramente, dado su carácter, no corresponde a la Iglesia conde-nar ella misma a muerte, y menos ejecutar la sentencia. Pero una vez que convenció a un malhechor de su culpabilidad, y que sus esfuerzos por llevarlo al arrepentimiento han fallado, ¿en qué razones se funda-ría nadie para negarle el derecho de recurrir a la potencia secular que incapacitará al condenado —digamos mejor al «convencido»— para dañar? ¿Y qué mayores malhechores que aquéllos que les corrompen la verdad a las almas?

En el desarrollo de su actividad, la Iglesia puede también encon-trar otra clase de dificultades: las que tienen por causa los conflictos de autoridad entre los distintos poderes civiles y el poder eclesiástico mismo. En teoría, aquí también la Iglesia a priori tiene razón y derecho de imponer su autoridad.3 En efecto, ¿no tiene ella a su servicio una moral infinitamente más elevada que todas las morales humanas? ¿Y no se inspira en un ideal más noble y perfecto que el de las otras so-ciedades? Es lo que afirmaba León XIII en su encíclica Immortale Dei: «Y así como el fin al que tiende la Iglesia es el más noble de todos, así

                                                                                                               1 Cf. LEPICIER, de Stabilitate et Progressu dogmatum, que trata esta cuestión con mucha precisión y exactitud, según los principios de SANTO TOMÁS (p. 193ss.) 2 Gal 5, 12. 3 Obviamente, hablamos lo más formalmente posible; y lo que decimos aquí sólo se refiere a las decisiones y direcciones del Sumo Pontífice, no a los actos del jefe tem-poral de los Estados de la Iglesia.

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también su autoridad es más alta que toda otra autoridad ni puede en modo alguno ser inferior o quedar sujeta a la autoridad civil.»1

Notemos cómo La primera constitución del Vaticano II de la Eclesialidad Postcatólica instaura el mal deicida y a la vez homicida del laicismo con las siguientes insidiosas palabras: «Si por autonomía de la realidad se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y va-lores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía. No es sólo que la re-clamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además responde a la voluntad del Creador.»

De los distintos elementos englobados así, la Iglesia como un todo no extraerá la vida; al contrario, la tiene en sí misma y la comunica a los otros; pero ganará virtualmente una prolongación de vida, una extensión de vida y de su acción, precisamente en proporción al nom-bre de los nuevos reclutas. No vivirá más, ya que su vida es una y no viene de abajo; pero vivirá allí donde aún no vivía; y esta extensión, esta difusión que nada podrá frenar, puesto que las persecuciones mismas son por disposición de la Providencia uno de sus más poten-tes agentes2, constituirá la catolicidad, —es decir, la modalidad que afecta a la Iglesia y la hace presente en todos los puntos del globo.

* * *

Como ser vivo, la Iglesia debe tener una operación similar a la res-piración de los seres vivos. Esta operación para la Iglesia es la oración. Oración continua; el mismo Cristo la había recomendado: «conviene orar perseverantemente y no desfallecer»3. Y esta recomendación la realizó a la letra la Iglesia entera. Hay que echar un vistazo a un mapa del mundo y darse cuenta del número de lugares donde cada día, a todas las horas, la Hostia de amor se inmola a la justicia y la gloria del Padre. Hay que pensar también en las distintas horas del oficio canó-nico, recitadas por tantas y tantas bocas, y hay que enumerar una a una las casas religiosas donde el fervor siempre reinante sabe interrumpir el curso de la noche para orar aún, precisamente en las horas en que se cometen quizá los más pecados; por fin, hay que pensar en todas las

                                                                                                               1 Cf. también encíclica Diuturnum illud: «La Iglesia de Cristo no puede ser sospechosa a los príncipes ni mal vista por los pueblos. La Iglesia amonesta a los príncipes para que ejerzan la justicia y no se aparten lo más mínimo de sus deberes.» (DENZINGER-BANNW., 1858.) 2 «Pero aquella vid [la Iglesia], multiplicaba sus retoños con tanto mayor vigor cuan-to más era regada con la sangre fecunda de los mártires.» (SAN AGUSTIN, de Catech. rud., c. 24.) 3 Lc 18, 1.

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oraciones que emanan cada día de los corazones cristianos: ¿no es perpetua esta respiración de lo divino que nos vuelve a poner en pre-sencia de Dios y nos llena de Él? Por la oración la Iglesia aspira la verdad, yendo a buscarla en Dios, que es su primera fuente. Y allí mismo está en efecto el aire vivificante que respira la Iglesia: verdad increada o verdad creada, poco importa, ya que en resumen ésta no es más que una participación de aquélla1, verdad que da el conocimiento del fin y los medios para alcanzarlo; a este título, primer elemento indispensable2, puesto que antes de amar un fin y tender a él, hay que tener un conocimiento al menos general de él. Deseada, aspirada por todos los miembros, incluso por los más pequeños, esta verdad, to-mada de todas partes, es recibida por los miembros superiores, cual-quiera que sea la fuente de que provenga. Éstos detenida y paciente-mente la elaboran, la esclarecen por su trabajo personal, la purifican por un movimiento absolutamente inconsciente para el resto del com-puesto, y rechazan todo lo que puede tener de errores y oscuridades alrededor: las más veces en efecto la verdad tomada de en medio de los hombres se rodea demasiado de una comitiva poco digna de ella. Seguidamente la comunican a las otras células, que también la pedían, aunque las más veces inconscientemente, y que la obtienen en la me-dida de sus necesidades3, sin dudar en lo más mínimo del trabajo y de los esfuerzos que fueron necesarios para adquirirla.

Para salvarse hay que ser llamado útilmente por Dios, para ser llamado útilmente por Dios a salvarse hay que ser ayudado por Dios y para ser ayu-dado por Dios hay que orar bien y bastante. Y quien ora bien y bastante, lo hace desde la Iglesia y para la Iglesia, que es ella misma la Guardiana, Co-municadora e Institucionalizadora, y en cierto modo Personificadora So-cial, del Llamado de Dios al hombre a Dios y la Comunidad Bien-y-Bastante-Orante, que facilita la oración por su atmósfera doctrinaria verda-dera y vivificante. La Iglesia le es edificada a Dios para habitar en ella como en la que ora a Dios y al hombre para orar en ella como en la que canaliza la oración. Dios quiso que su Iglesia, fundada sobre la ley celestial de la oración como sobre la luz celestial del Evangelio, se perpetuara siempre en el mundo, pero también quiso que no pudiera perpetuarse en el mundo sino a condición de orar siempre. Esto lo compromete a Dios mismo a asegurar que siempre haya católicos buenos orantes. La Eclesialidad Post-católica, por su atmósfera doctrinaria falsa y mortífera, toda hecha de an-tropocentrismo, naturalismo, librepensamiento y desalienación, y hasta infiltrada del «humo de Satanás» impide, cuanto es de sí y de su propia influencia, al hombre orar y respirar el aire vivificante de la verdad. Pero las tradiciones espirituales riquísimas y nunca borradas de la Iglesia Católica

                                                                                                               1 Cf. Summa th. I, q. 16, a. 5, ad 3. 2 Summa th. II-II, q. 16, a. 1, ad 1; III, q. 110, a. 3, ad 1. 3 Rom 12, 3-9; Summa th. II-II, q. 2, a. 6; q. 5, a. 4.

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Histórica Inmortal, contenidas en maravillosos escritos, y en restos comu-nitarios, aunque debilitados, de hábitos y símbolos católicos, siempre servi-rán de eco útil de la Iglesia Católica Histórica Inmortal que incite a orar bien y bastante.

Esta operación, tal como la describimos aquí, aunque tiene por objeto la verdad, es absolutamente diferente de dos otras operaciones de las que tendremos que tratar más abajo. Sólo hablamos aquí de un conocimiento general del fin y los medios para llegar a él, conocimien-to comunicado por los órganos superiores a los inferiores en toda la inmensidad del cuerpo místico; conocimiento obtenido ora de Dios mismo por la oración, ora del hombre como causa instrumental; lo que aquí entendemos abarcar es la predicación y, en general, todo el ministerio de la palabra.1

Nos parece bueno añadir esta observación: así como las células de mi cuerpo reciben pasivamente la vida que les comunican los órganos superiores de mi ser, así mismo las células del cuerpo místico, es decir los simples fieles, deben en cierta manera recibir pasivamente la ense-ñanza que se les da. No queremos decir que deben contentarse con escuchar y no hacer nada —comprender así sería falsear nuestro pen-samiento—; queremos decir que estas simples almas no tienen el de-recho de sospechar de la enseñanza que se les da; deben recibirla con amor y ponerse en las manos de Dios que les procura este medio de instruirse. La inversión del orden no es una quimera hoy. ¿No se la vería en quienes debiendo recibir la enseñanza se las dan audazmente de maestros y se encargan de reformar la instrucción que se les da? Todo discípulo, por su rol mismo, debe tener confianza en su maes-tro: «el discípulo debe creer », decía Aristóteles2.

Así como cuando en la sagrada mesa un sacerdote me da la santa Comunión, no tengo el derecho de preguntarme si la hostia que me presenta está verdaderamente consagrada, así tampoco tengo el dere-cho, sin razón y muy grave, de dudar lo más mínimo de la verdad que se me enseña de lo alto de la cátedra. Y admitiendo que por imposible se deslizaran errores en la boca del sacerdote, si soy fiel a la gracia Dios me preservará de comprender mal: «todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios»3. Incumbe a otros que a los simples fieles el deber de velar por la integridad de la Fe. Y muchos, asumien-do un oficio que no les pertenece y para el cual no tienen ni las luces

                                                                                                               1 Cf. Summa th. II-II, q. 180, a. 3, ad 4. 2 Refutaciones sofísticas 2, 165b 3 Cf. Summa th. II-II, q. 2, a. 3. 3 Rom 8, 28.

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ni las gracias de estado necesarias, son causa de mucho desconcierto y sufrimientos.

La razón que tienen los católicos de dudar de la pretendida «verdad» que se les enseña «desde lo alto de la cátedra» de la Eclesialidad Postcatólica, es por cierto gravísima y justificada —es la transmisión de un «evangelio» nuevo y falsificado pestilencial portador de la libertad religiosa que lleva al ateísmo. Esa razón gravísima lleva por lógica a la descalificación de esa Eclesialidad en su pretensión de ser la continuación verdadera y represen-tación legítima de la Iglesia Católica Histórica Inmortal. No es más que la puesta en práctica de la siguiente instrucción paulina: «Pero aun cuando nosotros mismos, o un ángel del cielo, si posible fuese, os predique un evangelio diferente del que nosotros os hemos anunciado, sea anatema.»1

* * *

Otra operación debe seguir, que sea principio de movimiento y acción como la anterior lo era de vida. Así como en el cuerpo físico la sangre, al circular en las venas, aporta por todas partes, con el calor vital, la potencia de actuar, así en la Iglesia por los canales de los sa-cramentos circula en el cuerpo místico la gracia bajo todas sus formas. Obrado prodigiosamente ex opere operato, este elemento sobrenatural penetra hasta los órganos más distantes, aquéllos que por su culpa sólo reciben a intervalos este influjo vital. Y tal es la potencia de este elemento, que puede resucitar a la vida sobrenatural almas muertas desde hace tiempo y enterradas bajo una corrupción indecible. ¡Qué no puede, en efecto, una absolución sobre un alma pecadora! Que baste con recordar los nombres de la samaritana, de María Magdalena. Y estas almas, purificadas de una corrupción tan inveterada, retoman un vigor y una fuerza a veces superior a los que se encuentran en otras almas que nunca conocieron las degeneraciones. Se produce la obra de Dios, divina como su Autor.

San Pío X dijo de los modernistas, que décadas más tarde asaltarían la es-tructura material de la Iglesia Católica Histórica Inmortal sin ser formal-mente de la Iglesia Católica Histórica Inmortal ni conseguir eliminarla: «Ellos traman la ruina de la Iglesia, no desde fuera, sino desde dentro: en nuestros días, el peligro está casi en las entrañas mismas de la Iglesia y en sus mismas venas; y el daño producido por tales enemigos es tanto más inevitable cuanto más a fondo conocen a la Iglesia. Añádase que han apli-cado la segur no a las ramas, ni tampoco a débiles renuevos, sino a la raíz misma; esto es, a la fe y a sus fibras más profundas. Mas una vez herida esa raíz de vida inmortal, se empeñan en que circule el virus por todo el árbol, y en tales proporciones que no hay parte alguna de la fe católica donde no pongan su mano, ninguna que no se esfuercen por corromper.»

                                                                                                               1 Gal 1, 8.

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Y el exorcismo de León XIII incluye estas palabras en la imprecación a San Miguel Arcángel: «A la Iglesia, a la inmaculada esposa del Cordero, sus as-tutos enemigos la han llenado de amargura y la han intoxicado con ajenjo; han puesto sus impías manos sobre todo lo que le es muy querido a ella. En donde ha sido constituida la sede de san Pedro y la Cátedra de la Ver-dad que es luz para las naciones, aquellos han establecido el abominable trono de su impiedad; lo han hecho así para golpear al Pastor y dispersar a su rebaño.» ¿Qué hacer? —Ofrecer la terrible prueba a Dios con humildad, suplicarle luces y fuerzas y, en la medida de los propios conocimientos certificados con seguridad en las Reglas de Fe Católica, sobre todo el Magisterio Peren-ne Infalible, buscar al clero remanente de la Iglesia Católica Histórica In-mortal y sus sacramentos.

Sería un lugar común extenderse aquí a hacer resaltar la admirable economía de los sacramentos: su naturaleza, su número, que corres-ponde tan maravillosamente a la naturaleza humana y a las distintas situaciones de esta misma naturaleza. La obra de Cristo es tan perfecta que difícilmente podamos concebir una economía distinta de la que existe de hecho. Un número mayor de sacramentos nos parecería sin razón de ser, y un número menor nos daría la idea de una organiza-ción incompleta. —E, históricamente hablando, estos canales están tan íntimamente unidos que ninguna herejía pudo menospreciar algu-nos sin ser llevada por la lógica de las cosas a rechazarlos todos tarde o temprano.

Nos proponemos aquí hablar de la gracia bajo todas sus formas. Ella es en efecto siempre un elemento vivificador, un principio de acción. Y su infusión, su circulación en el cuerpo místico —para em-plear el término mismo de la operación del cuerpo físico—, es bien continua como la respiración. ¿No la acompaña y sigue en todo y para todo? Si la respiración se hace por el oración, ¿la oración no es una gracia? ¿Y no lo es el ministerio de la palabra para todos los que lo aprovechan? Y luego éste es el lugar de hacer hincapié una vez más en el dogma de la comunión de los santos. Según lo que hemos dicho hasta ahora, ¿no se sigue que todos los cristianos son solidarios entre sí y participan directamente unos en las obras de otros? Así como sufrimos recíprocamente las consecuencias de nuestros pecados —tantas veces los inocentes pagan por el culpable—, así mismo ocurre con las gracias recibidas por cada uno. Producen un primero e inme-diato efecto en el alma misma que recibe estas gracias; pero producen también uno segundo general y sensible para todo el conjunto de los fieles. Con el mérito de las almas santas que viven aún en la tierra ocu-rre lo mismo que con el mérito de los santos vivos en el cielo: la Igle-sia participa en todos y toma de ellos en cierto sentido una renovación

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de fuerza y energía.1 —Ahora bien, extensivamente podemos llamar santa a toda alma que recibe una gracia, puesto que esta gracia produ-ce en ella frutos de justificación y salvación.2

Pero más particularmente aún se aplica a la Eucaristía lo que de-cimos aquí. Y esta vez hay que aplicar los términos de elemento nutri-tivo y sangre en toda su realidad. ¿No es en efecto la Eucaristía por excelencia el elemento nutritivo de la Iglesia como la sangre lo es para el hombre, elemento elaborado internamente y que circula por todas partes aportando por todas partes la vida? Es pues realmente una su-blime realidad el ser misterioso que describimos, y no simple ficción.

* * *

Y renovada la vida sin cesar, continuamente mantenida por los medios anteriormente descritos, ella aumenta en intensidad en el compuesto y va a producir en él efectos maravillosos. El cuerpo físico crece, se desarrolla; la Iglesia también crece, no con un crecimiento puramente numérico —hemos dicho más arriba a qué respondía este aumento—, sino que crece por el desarrollo de órganos esenciales.

Sería interesante entrar aquí en un estudio largo y detallado de las distintas instituciones eclesiásticas, sin olvidar la aparición de las órde-nes religiosas, ya que es esto de lo que nos proponemos hablar. Sobre todo la historia del monaquismo y sus distintas formas sería para no-sotros extremadamente instructiva. Uno podría seguir la evolución de esta parte esencial de la Iglesia, y la vería modificándose al mismo tiempo que sigue siendo esencialmente ella misma con la humanidad que progresa, caminando a la par junto con ella para poder serle útil y trabajar para su perfeccionamiento. El estudio del rol social del monje desde su aparición hasta hoy daría a luz reseñas nuevas y fecundas que permitirían quizá terminar una vez con los ataques continuamente renovados contra todas las órdenes religiosas.

Pero no nos es posible lanzarnos a un estudio que exigiría cono-cimientos diferentes en profundidad de los que tenemos. Digamos

                                                                                                               1 Cf. Summa th., Suppl., q. 18, a. 2; q. 21, a. 1, ad 3; q. 25, a. 1; etc. 2 Leer el artículo 3, q. 21, de la III. «Como en el cuerpo natural la operación de un miembro redunda en bien de todo el cuerpo, tal ocurre en el cuerpo espiritual que es la Iglesia. Y comoquiera que todos los fieles son un solo cuerpo, el bien de uno se comunica al otro. […] Y todo lo que todos los santos hicieron de bueno se comuni-ca a quienes viven en la caridad, porque todos son uno: “Yo entro a la parte con todos los que te temen” (Sal 118, 23). Es por eso que quien vive en la caridad es partícipe de todo el bien que se hace en el mundo entero». (SANTO TOMÁS Opusc. 7, Expos. symboli, c. 13.)

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simplemente una palabra del gran factor de estas distintas institucio-nes, de la razón de su aparición.

Siendo la Iglesia un cuerpo vivo cuya alma es el Espíritu Santo mismo, debe al igual que los demás cuerpos estar sometida a un pro-greso real: ya lo hemos dicho. Ahora bien, en todo cuerpo vivo se deben distinguir tres períodos: la del crecimiento, el de la plenitud del ser, y por fin el de la disminución o deterioro seguido de la muerte. Para la Iglesia el tercer período no puede existir: ella es inmortal. El segundo período no se realizará nunca acá abajo, sino que al contrario será la aurora de la eternidad bienaventurada, según el texto del Após-tol: «Y así, él mismo a unos ha constituido apóstoles, a otros profetas, y a otros evangelistas, y a otros pastores y doctores, […] en la edificación del cuerpo místico de Cristo, hasta que arribemos todos […] al estado de un varón perfecto, a la medida de la edad perfecta según la cual Cristo se ha de formar místicamente en nosotros.»1 La Iglesia «comienza en la tierra y en los combates de esta vida un edificio que sólo tendrá su última coronación y su esplendor supremo en el cielo».2 Queda pues que la Iglesia siempre se encuentre en el primer período, el del progreso o, para no emplear esta palabra, en el período de la tendencia hacia el fin, del encaminamiento hacia esta perfección toda celestial descrita por San Pablo: «a fin de hacerla comparecer delante de él llena de gloria, sin mancha, ni arruga, ni cosa semejante, sino siendo santa e inmaculada.»3 —Así pues, la Iglesia estando en vía de crecimiento y permaneciendo siempre idénticamente la misma gra-cias al alma que la vivifica, verá aparecer en ella sucesivamente y en distintas épocas las instituciones que indicábamos. Serán como la apa-rición de órganos nuevos esenciales producidos por el principio vital mismo que reaccionará sobre la acción del ambiente. La Iglesia en efecto no es un ente aislado; al contrario, rodeada por todas partes de elementos extraños, percibe una cierta influencia de ellos, al igual que a su vez influye sobre ellos; pero —digámoslo bien alto— las influencias del exterior pueden ser la ocasión de la aparición de estos órganos; nunca serán su causa.4

La causa hay que buscarla más arriba: no es otra que la infinita po-tencia del principio vital de la Iglesia. Y se podría formular las dos siguientes leyes: 1º al hacerse sentir la necesidad de un nuevo órgano

                                                                                                               1 Ef 4, 11-13. 2 LEÓN XIII, encíclica Jampridem (sobre la situación del catolicismo en Alemania, 1886). 3 Ef 5, 27. 4 Cf. la encíclica Pascendi.

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(institución, orden religiosa, etc.) procedente de las circunstancias, de los tiempos o lugares, etc, el órgano nace y lleva consigo todas las adaptaciones a las necesidades a que debe responder; 2° la aparición de este órgano se debe a la suma de los esfuerzos realizados por todo el cuerpo místico antes de esta aparición; se preparaba pues en secreto desde mucho tiempo. Sería falso, en efecto, imaginarse ver aparecer estos nuevos órganos de repente, por generación espontánea, sin nin-gún punto de unión con el pasado. La generación espontánea no exis-te en lo espiritual como tampoco en el orden de la naturaleza; y el dogma de la comunión de los santos, —tan análogo con el principio físico de la conservación de la energía— basta por sí solo para explicar la producción de estos órganos, sin que haya que recurrir a una verda-dera creación. En los siglos que precedieron la aparición de tal orden religiosa, ¡cuántas almas, santificándose aisladamente, habían acumula-do una suma de méritos que parecía haber quedado hasta entonces sin efecto! Ahora bien, estos méritos, preciosos a los ojos de Dios que no deja nada sin remuneración, sirvieron precisamente de disposición, de preparación para la aparición del nuevo instituto. Era por así decir una puesta en reserva de fuerzas para la hora en que las requeriría la nece-sidad de un mayor esfuerzo.1 Se nos objetará quizá que quitamos todo mérito a los fundadores mismos de las órdenes religiosas. No —responderemos—, ya que su verdadero mérito a nuestros ojos —y ciertamente no es pequeño— es precisamente, en razón a su perfecta pasividad y entera sumisión al Espíritu Santo que se convirtió en su guía, haber sido juzgados por Dios dignos de servir de instrumento divino para el establecimiento de su familia religiosa. Y, una vez más, la misma historia autoriza nuestra conclusión; basta, para convencerse, con echar un vistazo a los orígenes de cada una de las grandes órde-nes.

Obviamente estos nuevos órganos que aparecen a menudo sin una contribución directa de la cabeza de la Iglesia no serán verdaderamen-te tales sino por la aprobación al menos implícita del Sumo Pontífice. Esta aprobación los consagra, pueden ahora tomar su parte de activi-dad. Mientras respondieren a una verdadera necesidad, subsistirán; al contrario, a partir de cuando dejaren de ser útiles —por ejemplo las órdenes militares de la Edad Media—, se marchitarán poco a poco y desaparecerán para dejar el lugar a otros, a menos que modificando su finalidad primitiva asuman una segunda correspondiente a nuevas

                                                                                                               1 Cf. Summa th. II-II, q. 24 toda entera, pero sobre todo el artículo 6.

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necesidades; en este caso subsistirán porque teniendo un objetivo, respondiendo a una necesidad, tendrán una razón de subsistir.1

Aquí vienen a propósito unas acertadamente trágicas palabras de Mons. Donald Sanborn sobre lo que está ocurriendo hace medio siglo con las ins-tituciones físicas de la Iglesia Católica Histórica Inmortal por infiltración administrativa panherética: «así como la mujer que no expulsa el feto no dispuesto para la forma humana es herida por la infección, la Iglesia o la sociedad que no expulsan la materia no dispuesta para la autoridad son in-fectadas por el mal de la confusión a causa de la ausencia de la autoridad. Además, si la causa de la ausencia de disposición para la autoridad es la vo-luntad de promulgar la herejía, las instituciones de la Iglesia se pudrirían en el humor fétido de la herejía a causa de la apariencia de autoridad de quien fue elegido.»2

Y para ser completos deberíamos también extendernos detenida-mente sobre el aumento de vida sobrenatural ad intra. Se puede encon-trar en efecto en la historia de la Iglesia alternaciones de intensidad de vida divina y relajación, al igual que en el cuerpo físico tenemos las alternaciones de buena salud y enfermedad. En general la persecución es para la Iglesia un agente conservador3; la excesiva prosperidad ma-terial, al contrario, acarrea bien rápidamente las negligencias culpables de los individuos, las cuales causan a continuación algo así como una disminución de vida divina. En todo rigor de término la Iglesia langui-dece entonces. Aquí también vemos una analogía entre lo natural y sobrenatural: la existencia de un enemigo a nuestro alrededor es siem-pre un estimulante, un excitador; en la paz, al contrario, la gente se duerme y se ablanda.

* * *

Todo organismo perfecto debe poder reproducirse: es la ley de la naturaleza, y todos los seres vivos tienden a eso. Para la Iglesia, toda generación propiamente dicha es necesariamente imposible, dado que ella debe durar hasta la consumación de los siglos y permanecer una. Sin embargo, siendo un cuerpo inmortal compuesto de elementos                                                                                                                1 Tener en cuenta, con todo, que tal o cual familia religiosa podrá desaparecer; pero no el estado religioso en sí mismo, que es de la esencia de la Iglesia. 2 De papatu materiali. 3 «Cuanto más la tribulación abunde en el cuerpo místico de la santa Iglesia, más también abundará la suavidad de la consolación. ¿Y cuál será esta suavidad? Será la reforma y la santidad de sus ministros que volverán a florecer para la gloria y honor de mi nombre, y que elevarán hacia mi el perfume de todas las virtudes. Son los ministros de mi Iglesia que se reformarán, y no mi Iglesia, ya que la pureza de mi Esposa no puede disminuirse ni destruirse por la falta de sus siervos.» (SANTA CATALINA DE SIENA, Diálogo, p. 23.)

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mortales que a su vez desfallecen, la Iglesia sólo se mantendrá en el ser por una especie de generación continua. En el orden de la naturaleza se constata el mismo fenómeno: en el desgaste continuo de la vida las células que componen mi carne se mueren en efecto por turno y hay en mi cuerpo una especie de renovación continua de elementos vita-les: con todo, mi carne permanece idéntica a sí misma. Así ocurre con el cuerpo de la Iglesia. Como esta cuestión de hecho no presenta nin-guna dificultad, no nos habríamos detenido en ella si no hubiera habi-do que indicar el modo de esta renovación.

Por cuanto hace a las simples células del cuerpo, y en general para todo organismo que no pertenece a la jerarquía de orden, la Iglesia repara sus pérdidas confiriendo el Bautismo a nuevas almas, confiriéndoles a continuación la Confirmación que les da la plenitud del Espíritu Santo y las «confirma» en el estado sobrenatural al que estaban elevadas desde el Bautismo.1 Hasta ahora se advierte que la cuestión es bastante simple.

Por cuanto hace a los miembros más importantes, sobre todo los de la jerarquía de orden, la Iglesia opera su renovación confiriendo a células ya englobadas la vocación a un estado superior, especie de finalidad de la célula que la especificará para tal función y la conducirá infaliblemente a cumplir el rol para el cual está hecha. Recientemente esta cuestión de vocación se encontró al orden del día y no faltó a suscitar vivos debates. Por eso no vienen mal algunas palabras al res-pecto.

Dos teorías se encuentran en presencia: una que se decía tradicio-nal y que uno casi querría llamar rutinaria; la otra, aparentemente nue-va y que contradiría lo que se admitía corrientemente desde hace tres siglos, pero realmente antigua y verdaderamente tradicional y eclesiás-tica. Expongámoslas brevemente.

La primera dice que Dios deposita Él mismo la vocación en el al-ma que quiere llamar y la hace sensible sea por gracias absolutamente excepcionales que por consiguiente son por así decir la firma auténtica de Dios, sea, más de ordinario, por «un conjunto de hechos que ma-nifiestan esta vocación y permiten reconocer y constatar su realidad». El elegido, para comenzar, es el primer juez, como el primer testigo de estos hechos; con todo, los comunica a su director de conciencia, que, pasado el tiempo del estudio, se pronuncia y constata la existencia de la vocación. «Para reivindicarse esta dignidad hay que estar llamado

                                                                                                               1 Cf. Summa th. III, q. 62, a. 11; q. 77, a. 1, co.; etc.

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por Dios, y la elección de los superiores no es sino la constatación de este llamado.»1

La segunda teoría, al contrario, niega la existencia de toda voca-ción anteriormente a la llamada de los superiores eclesiásticos. Antes de esta llamada sólo hay para ella vocabilidad, y esta vocabilidad se en-cuentra no solamente en quienes de hecho son llamados, sino también en una infinidad de otros. De suyo no es más que una aptitud que comporta positivamente todas las cualidades requeridas para el sacer-docio y negativamente la exclusión de todos los defectos ya morales, ya simplemente físicos —como las irregularidades canónicas— que podrían ser un impedimento a la realización de este oficio. Porque —una de las ventajas de esta teoría es sacar vivamente a luz este punto— el sacerdocio es ante todo un oficio, una gracia gratis data, ordenada en primer lugar a la utilidad de los otros «a fin de que trabajen en la per-fección de los santos en las funciones de su ministerio, en la edificación del cuerpo místico de Cristo»2. Y así, el mismo obispo en su diócesis, como un rey en su reino —aquí está citado Santo To-más3—, destina a ciertos sujetos a los divinos ministerios, reservándo-se elegirlos él mismo y llamarlos según las necesidades y sus aptitudes personales. El obispo, en todo rigor del término, llama y da la voca-ción.4

Obviamente no podemos entrar en una discusión profundizada de estas dos tesis, pero nos inclinamos absolutamente a la segunda. Indu-dablemente sin negar en los sujetos que deben llamarse verdaderas predisposiciones al estado sacerdotal, creemos que la verdad y el inte-rés mismo de la Iglesia —¿podría haber conflicto entre una y otro?— deben hacernos afirmar que estas aptitudes, lejos de ser señales de una vocación actuada, no son, como lo decía muy bien el autor que segui-mos, sino señales de vocabilidad. El sujeto revestido de estas aptitudes es llamable (in potentia a la llamada definitiva), no llamado (in actu). La

                                                                                                               1 BRANCHEREAU, de la Vocation sacerdotale, p. 42, passim. 2 Ef 4, 12. 3 Summa th., Supplem. q. 38, a. 1. 4 «Te he mostrado —dice Dios a SANTA CATALINA— el cuerpo místico de la santa Iglesia bajo la figura de una bodega que contenía la sangre de mi único Hijo, y es por esta sangre que todos los sacramentos tienen su virtud y contienen la vida. En la puerta de esta bodega está mi Cristo en la tierra; él se encarga de distribuir la sangre y de designar a quienes ayudarán a su ministerio en toda la extensión de la cristiandad. A él solo pertenece la unción que da el poder; nadie lo puede hacer sino él; es de él que sale todo el clero, y él da a cada uno sus funciones en la distribución de la preciosa sangre…» (SANTA CATALINA DE SIENA, Diálogo, p. 201.) Se sabe que la expresión «Cristo en la tierra» designa al Sumo Pontífice.

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Iglesia por medio del obispo, su órgano oficial, sólo debe llamar al sacerdocio a sujetos aptos para este estado y dignos de él: «Dignos et idoneos», son los términos mismos que emplea la Iglesia; —e induda-blemente el obispo pecaría seriamente llamando a sujetos privados de estas condiciones, o incluso llamando sin informarse suficientemente de la existencia de estas condiciones. Porque exponerse culpablemente al pecado ya es una falta. Pero —debemos añadir— la vocación en el sentido pleno, definitivo e indeformable de la palabra, no existe sino cuando el candidato aceptó debidamente la llamada hecha por el obis-po. Después de la elección del obispo, de llamable el sujeto pasa a ser llamado (actu). El atractivo no será así más que absolutamente secunda-rio y podrá incluso faltar completamente. Su solo rol será impulsar a un llamable a ponerse de sí mismo a disposición del obispo y a ofrecer-se a él para recibir su llamado. Todo peligro de iluminismo desaparece entonces por el hecho mismo y la Iglesia se vuelve no sólo la distri-buidora elegida por Dios de la gracia de la ordenación, sino también la proveedora de su jerarquía. Habiéndole concedido Cristo el primer poder, ¿por qué le habría negado el segundo, inferior y subordinado al primero?1

Así la Iglesia llamará al sacerdocio en proporción a sus necesida-des; por lo que hiciere al número y edad de los candidatos será más o menos difícil, más o menos exigente, según tuviere más o menos pér-didas que reparar. Pío IX, León XIII, Pío X, recomendaban última-mente a los obispos actuar de este modo. ¿No sería éste un modo de actuar muy audaz por parte de la Iglesia si Dios depositara directa-mente la vocación en las almas?

Así concebida, la cuestión de reclutamiento y renovación de los órganos de la jerarquía entra perfectamente en el sentido de nuestra tesis: el Espíritu, alma de la Iglesia, está allí para presidir a esta prepa-ración continua; es Él quien impulsa a los individuos, por una especie de finalidad sobrenatural (atractivo u otras circunstancias secundarias), los pone a la vista del obispo y los hace llamar por éste, que les confiere en el nombre de Dios la vocación al cargo de las almas.2

                                                                                                               1 Recuérdese el último texto del Diálogo de SANTA CATALINA DE SIENA que refería-mos. 2 Está bien claro que en todo esto no se trata más que de la vocación sacerdotal. La vocación religiosa es totalmente otra cosa. Es una gracia esencialmente gratum faciens, ordenada ante todo a la santificación de aquel a quien se concede por Dios. Al con-trario, la vocación al sacerdocio es principalmente una gracia gratis data. «Gratia gratis data non ordinatur directe ad hoc quod ille qui eam recipit, ad finem ultimum dirigatur, sed ut per eam alii dirigantur, sec. illud 2 Cor 12, unicu ique datur mani f e s ta t io Spir i tus ad

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* * *

Nutrición, asimilación, respiración, circulación, aumento y renova-ción: tales son, bajo nombres no convencionales tomados del orden natural que nos da tan perfecta analogía del sobrenatural, las distintas operaciones que acabamos de estudiar. Se lo verá fácilmente: muchas veces debimos renunciar a largos desarrollos en un afán de brevedad. Nos bastará con haber delineado las principales adaptaciones con las conclusiones que se derivan de ellas.

Agotadas las manifestaciones de la vida vegetativa, debemos pasar a la vida sensitiva. Será el objeto del artículo siguiente.

II.  —  VIDA SENSITIVA

Después de las operaciones vegetativas, ínfimas en el orden de operaciones vitales, el hombre tiene otro grupo de operaciones de un orden más elevado, que la filosofía tradicional reduce a los dos princi-pios generales de conocimiento y apetito sensibles.

La experiencia nos demuestra en efecto que el ser dotado de vida animal percibe los objetos materiales que existen en torno suyo y ex-perimenta para con estos objetos movimientos a veces apetitivos, a veces al contrario repulsivos. La percepción del objeto se hace por medio de los cinco sentidos —vista, olfato, oído, gusto, tacto— que nos relacionan con el mundo exterior y nos juntan a él. Además de estos sentidos los escolásticos admiten también los sentidos internos: sensorium commune, especie de punto central donde convergen todas las percepciones particulares, imaginación, memoria, y estimativa o instin-to. Del lado del apetito nos encontramos en presencia de las pasiones, divididas en pasiones del apetito concupiscible: amor-odio, deseo-aversión, placer sensible-malestar o tristeza, —y en pasiones del apeti-to irascible: esperanza-desesperación, valor-temor, cólera. Por fin co-mo consecuencia y complemento del apetito, encontramos la facultad motriz, que, propia del animal, le permite cambiar de lugar a discre-ción. Todas éstas son cosas conocidas que apenas había que recordar. Fieles a la idea principal de nuestra tesis, debemos estudiar la Iglesia desde el punto de vista de este segundo grado de perfección, y buscar lo que corresponde en ella a los distintos sentidos, o a las distintas pasiones del hombre.

                                                                                                                                                                                                                                                           ut i l i ta t em .» (SANTO TOMÁS, In Ep. ad Rom., c. 1, lect. 3.) El sacerdote no es sacerdo-te sólo para sí mismo, sino en primer lugar para las almas.

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* * *

Detenidamente, en la primera parte de nuestro trabajo, nos exten-dimos sobre el Alma de la Iglesia. Era la ocasión de poner bien de relieve el elemento divino que compone a nuestro «organismo divino-humano». Tendremos en adelante que hacer más hincapié —pero nunca de manera exclusiva— en el elemento humano.

Contra muchos disidentes que no temieron negarlo, no dudamos en afirmar que la Iglesia debe tener su lado sensible. Sólo se lo olvidó demasiado en algunos momentos, en particular en la aparición de la Reforma, dónde se soñaba con no se sabe qué Iglesia que no habría sido más que una sociedad intelectual, toda espiritual, sin nada de ex-terior, nada que hablara a los sentidos. Tal Iglesia, si existiera, nos importaría poco, ya que no se estaría hecha para nosotros. A nosotros hombres lo que nos hace falta es una Iglesia donde el elemento sensi-ble material aparezca a los ojos de todos, puesto que es nuestra natura-leza sólo llegar a lo espiritual, a lo inmaterial, pasando por lo sensible. En la Iglesia de Jesucristo este elemento existe. Lejos de ser una im-perfección o indignidad, la presencia en ella de semejante elemento es la señal de su perfección, de su acabamiento. Creada por Dios para los hombres, ella está maravillosamente proporcionada a la naturaleza de ellos, adaptada a sus necesidades.1

La Iglesia en primerísimo lugar cae bajo nuestros sentidos y habla a nuestros sentidos. Visibles son los templos, donde los cristianos se reúnen para orar e instruirse. Se presentan espléndidos a los ojos de todo espectador, elevados como para dar una idea de la altura de la doctrina que allí se enseña, extensos para significar la caridad que debe abarcar a todos los fieles. Sus paredes mismas se mudan en otros tan-tos libros donde se nos propone todo el dogma y toda la moral bajo imágenes sensibles. La vida de Jesucristo, la historia del Antiguo y Nuevo Testamento, los más sublimes misterios de la Religión como la Trinidad, la Redención, el Juicio con sus consecuencias, se nos repre-sentan sobre piedra o tela: son epopeyas espléndidas donde el artista de los tiempos de fe, todo impregnado de sana teología, se daba libre carrera, recordando siempre que su objetivo era instruir y edificar. —Pero habría sido poco no hablar más que a los ojos: en la Iglesia se canta y se crearon los órganos para apoyar las voces; las campanas lanzan a todo vuelo en el espacio el llamado a la oración: sus notas armoniosas se escapan del Templo como si las bóvedas fueran dema-

                                                                                                               1 Cf. Contra Gentes IV, c. 56; MONSABRE, Exposition…, conf. 51, principio.

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siado bajas para contener los impulsos de amor y exaltación de la Igle-sia entera.

Y no es todo: el mismo Templo se anima bajo las maravillosas so-lemnidades que se suceden con el tiempo litúrgico, recordando a la Iglesia, sucesivamente y en un orden perfecto, los más importantes artículos de su símbolo: Encarnación de Dios, Redención, Resurrec-ción, Ascensión y Glorificación del Salvador, misión del Espíritu San-to, Trinidad… admirables ceremonias que son una lección fecunda en enseñanzas, ya que en todo la Iglesia sólo tiene por objeto alcanzar las almas.

¿Viene al caso hacer hincapié en este lenguaje mudo de la Iglesia y recordar que tiene en su belleza toda sobrenatural un verdadero valor apologético? Cada vez la gente duda menos de él, sobre todo desde que se ha dado ver almas no creyentes oír este lenguaje y guiadas por él llegar hasta la conversión. De hecho, si es verdadero que solamente la verdad es creativa y que el error es impotente para edificar, ¡cuán verdadera debe ser la Iglesia que supo crear tan admirables monumen-tos de un estilo absolutamente insospechado a los pueblos más fecun-dos en producciones artísticas! Estas admirables catedrales de flechas delgadas, tan ricas y tan austeras bajo su ornamento de encajes, flanqueadas por tamaña multitud de santos —«una gran muchedum-bre, que nadie podía contar»1—; estas telas de los primitivos con tonos tan armoniosos donde las figuras conservan desde siglos un aspecto extático todo hecho de adoración y amor y parecen reflejar el cielo; —estas estatuas, estos bajorrelieves de todas las clases donde reviven en la piedra los héroes del Antiguo y Nuevo Testamento o de las leyen-das de santos: ¿no son un múltiple y maravilloso certificado de la viva-cidad y verdad de la Iglesia que produjo estas obras maestras?

Templos, ceremonias, cantos, estatuas, todo eso sin embargo sólo es secundario en la Iglesia. Añadamos pues que incluso en lo que es esencial al culto la Iglesia instruye y edifica por medio de los sentidos. Todo sacramento —y sabemos que por ellos la vida circula en nuestro organismo— es una señal sensible: por ello se hace objeto de expe-riencia. Sensible es el agua que introduce al recién nacido en la Iglesia; sensible es el crisma que signa la frente y da la plenitud del Espíritu Santo; sensibles son las palabras que reparan las debilidades y enfer-medades del alma; sensible es el Pan consagrado de que se alimenta la Iglesia… Y si la señal productora de la gracia es sensible, ¿no debemos añadir que la misma gracia a menudo lo es? Hay un conocimiento

                                                                                                               1 Ap 7, 9.

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experimental de la presencia en nosotros de esta gracia1 que se da a algunas almas experimentar. Conocimiento seguramente imperfecto y que siempre deja lugar a cierto temor, pero que permite la dilatación del corazón en la confianza y la espera.2

Dejemos por el momento estas consideraciones sobre las cuales tendremos que volver para buscar su significado. Lo que hemos dicho de ellas basta para legitimar el lado sensible que atribuimos a la Iglesia. Se trata ahora de estudiar los sentidos internos: hablemos por consi-guiente de los Concilios, sensorium commune de la Iglesia.

En el hombre, este sentido sirve para hacer la unidad de todas las percepciones adquiridas por las distintas facultades sensibles. Es en él que todo se da cita, aún desde los puntos más distantes; en él todo se compara; en él por fin todo se juzga. Él desempeña el rol de una suer-te de tribunal supremo ante el cual los sentidos particulares aportan sus informaciones y que juzga sobre su acuerdo.3

Estas pocas palabras bastarán para indicar la naturaleza y el rol de esta potencia; bastarán también para hacer ver qué sorprendente ana-logía tiene en la Iglesia con el Concilio Ecuménico. ¿Qué tenemos en efecto en estas clases de reuniones plenarias del Episcopado y la cris-tiandad? Bajo la mirada y dirección del Papa, Cabeza de la Iglesia, los

                                                                                                               1 Cf. Summa th. I-II q. 112, a. 5 «una cosa puede ser conocida de manera conjetural por medio de indicios. Y de esta suerte sí puede el hombre conocer que posee la gracia, porque advierte que su gozo se encuentra en Dios […]Sin embargo, este conocimiento es imperfecto. Por eso dice el Apóstol en 1 Cor 4, 4: “De nada me arguye la conciencia, mas no por esto me creo justificado”.» 2 «Oh Señor, en ti tengo puesta mi esperanza; no quede yo para siempre confundi-do.» Sal 30, 1. —Ad rem, SANTO TOMAS: «El conocimiento experimental de una realidad se adquiere por los sentidos; pero diferentemente si se trata de una realidad presente o ausente. Porque si se trata de una realidad ausente, se adquiere por la vista, el olfato y el oído; pero si se trata de una realidad presente, se adquiere por el tacto y el gusto; pero por el tacto respecto de una realidad exteriormente presente, por el gusto al contrario respecto de una realidad interiormente presente. Ahora bien, Dios no está lejos de nosotros, ni fuera de nosotros (Jer 14, 9): “Ello es, ¡oh Señor!, que tú habitas entre nosotros”. Y es por eso que el conocimiento experimental de la divina bondad se llama gustación (1 Pe 2): “si es caso que habéis probado [gustastis] cuán dulce es el Señor”; (Pr 31, 18): “Probó [gustavit], y echó de ver que su trabajo le fructifica”. Y expone un doble efecto de este conocimiento experimental. Uno es la certeza del intelecto, otro es la seguridad del afecto. En cuanto al primer efecto dice “y ved”. Porque en las realidades corporales primero se ve y después se gusta, pero en las realidades espirituales primero se gusta y después se ve, porque nadie conoce si no gusta. Y por eso dice primero “Gustad” y después “ved”. En cuanto a lo segundo dice “cuán suave es el Señor”, etc.» SANTO TOMAS In Ps 33, super illud Gustate et videte quoniam suavis est Dominus. 3 GOUDIN, Phil., Phys. IV, Disp. un., q. 1, a. 5.

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obispos del mundo entero —por consiguiente de los puntos más dis-tantes del cuerpo de la Iglesia— se reúnen para discutir y juzgar, apor-tando cada uno las luces que podía tener y adquirir en tal punto del espacio donde el Espíritu Santo lo constituyó para apacentar a la grey de Dios.1 Por su naturaleza, pues, el concilio es un tribunal donde se juzga con un principio de luz connatural al organismo: el mismo Espí-ritu Santo. Por eso sus sentencias serán necesariamente infalibles, no, como quisieron algunos, porque el conjunto de los Obispos constituya la Iglesia docente que debe ser infalible, sino solamente porque el Concilio es un acto —déjesenos pasar la expresión: se distingue entre «acto humano» y «acto de hombre»—, un acto eclesiástico de la Iglesia. Ahora bien, la Iglesia completa conlleva al Espíritu de Verdad como alma. Todo acto eclesiástico será infalible, al igual que todo acto sa-cerdotal producirá necesariamente la gracia y todo acto humano impli-ca la libertad.

El Conciliábulo Deuterovaticano inicia su constitución inicial Gaudium et spes vomitando estas vergonzosas palabras: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo.» Ciertamente la masa innumerable de hombres de nuestro tiempo que no son discípulos de Cristo, tiene trágica-mente mal puestos y mal determinados sus gozos, esperanzas, tristezas y angustias, y la Iglesia Católica Histórica Inmortal no puede compartir esas afecciones desviadas y desviantes, sino procurar curarlas. Sólo podría per-cibirlas tales como son: desviadas y desviantes. Como el Conciliábulo Deu-terovaticano percibe y da a percibir pésimo y de manera contraria a la Igle-sia Católica Histórica Inmortal los tristes datos de la situación del mundo presente, está lejísimos de ser el sensorium commune de la Iglesia Católica His-tórica Inmortal. Pero por otra parte, si el Conciliábulo Deuterovaticano fuera un Concilio Ecuménico de la Iglesia Católica Histórica Inmortal, se-ría un acto eclesiástico asistido y hasta movilizado nada menos que por el mismísimo Espíritu Santo. Al no serlo, la administración episcopal colecti-va bajo cuya gestión se realizó, y la capitalidad gubernamental de la misma, no fue la Iglesia Católica Histórica Inmortal, ni fue el Papado.

Pero en la Iglesia vemos otras reuniones que los Concilios Ecu-ménicos, a saber los concilios o sínodos particulares. ¿Encontraremos en el orden natural una analogía para explicarlos?

Cuando un organismo se encuentra perjudicado en una de sus par-tes, sea por la introducción de una sustancia extraña, sea por la altera-ción de un tejido, se sabe que de todas las partes sanas que rodean la herida se hace algo así como una concentración de energía vital cuyo objetivo es expulsar el cuerpo extraño o reconstituir el tejido. Quizá es

                                                                                                               1 Hch 20, 28.

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ésta la analogía que necesitamos. De hecho los concilios o sínodos particulares la mayor parte del tiempo sólo tienen por objetivo renovar la intensidad vital en tal o cual parte del cuerpo de la Iglesia: corrigien-do los abusos y excitando al bien. ¿Tendrán la infalibilidad? Induda-blemente, para usar el término que acabamos de introducir, no esta-mos en presencia de un acto eclesiástico: la Iglesia, en efecto, no opera allí entera, actiones sunt suppositorum. Lógicamente, pues, debemos negar toda infalibilidad a estas asambleas particulares, vi sui. Pero añadiremos que estas reuniones pueden gozar de una infalibilidad participada en la medida en que se inspiran en el Espíritu que conduce a la Iglesia.

* * *

Como todo ser vivo la Iglesia habla: y su lengua es la más poética que existe, la más rica quizá en sentimientos de toda clase. Baste con recordar que al texto inspirado —puesto que en su liturgia la Iglesia hace tanto uso de la Biblia y sobre todo de los Salmos— adjunta el admirable revestimiento de la melodía gregoriana. Lengua admirable, ya que incluso prescindiendo del carácter inspirado de los textos, el arte y la poesía llegaron aquí generalmente a un grado de perfección que es difícil sobrepasar; arte y poesía tan bellos porque son verdade-ros: son simples, y sin esfuerzo ni rodeo alcanzan su objetivo: instruir y edificar. ¿Por qué debemos decir que esta poesía es todavía tan in-comprendida hoy?

* * *

La Iglesia debe tener la memoria del pasado. Después de los dieci-nueve siglos que vive y actúa en el mundo habiéndose siempre con-servado perfectamente una e idéntica a sí misma, ¿cómo no tendría el recuerdo de los siglos transcurridos? ¿Sería ella el único de los seres vivos que carecería de esta facultad conservadora que es para el hom-bre una condición sine qua non de ciencia y progreso? Eso parece inve-rosímil; por eso parece que a priori debíamos afirmarle una memoria a la santa Iglesia. La vía se abre así a nuestras investigaciones para saber lo que será esta memoria y lo que conservará.

La memoria es la facultad conservadora de las cosas pasadas.1 Es como un tesoro del alma donde se guardan las imágenes adquiridas por el ministerio de los sentidos para poder recordarse fácilmente

                                                                                                               1 GOUDIN, Phil., Phys. IV, Disp. un., q. 1, a. 5.; SANTO TOMAS, Summa th., I, q. 78, a. 4.

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cuando la necesidad se haga sentir. No es pues una facultad operativa propiamente hablando: almacena y se contenta con reconocer como pasadas, una vez que se recuerdan, las especies que conserva. No es más que una vigilante guardiana puesta a cargo de un tesoro.1

Y puesto que es una facultad conservadora del pasado, ¿qué fue el pasado para la Iglesia? Para más claridad podemos considerarlo en dos momentos distintos: el del nacimiento de la Iglesia y el de la historia de la Iglesia. Y para terminar con este segundo período sobre el cual sólo tenemos pocas cosas que decir, abordémoslo en primer lugar.

Esta historia, desde la muerte de Jesús hasta nuestros días —larga de tantos siglos y testigo de tantas catástrofes—, se resume en pocas palabras: persecuciones continuas que dan lugar a un mayor desarrollo de la Iglesia, y producen estas admirables maravillas humano-divinas llamadas Santos. Y de este pasado a la vez doloroso y caro la Iglesia conserva un recuerdo enternecido: consúltese los que podríamos lla-mar sus archivos de familia: se leerá allí los nombres de estos héroes que honraron a su Madre; se verá allí el relato de sus hazañas. A cada día del año, la Iglesia se complace en venerar la memoria de estos hijos generosos que le fueron fieles hasta el fin. Esta delicadeza del recuer-do, vieja como la Iglesia, se manifiesta desde los primeros siglos en aquel respeto con que se rodeaban los despojos de los santos mártires y en aquel cuidado de los primeros cristianos por recoger los recuer-dos y las «actas» de sus hermanos.2

El primer período de esta historia es el más importante desde el punto de vista que nos ocupa. La Iglesia recibió en su nacimiento el pleno conocimiento de todo lo que le era importante saber; es decir que recibió de su Fundador la plenitud de lo que Dios en su magnífica liberalidad había juzgado oportuno revelar a los hombres. Y aquello no estuvo exento de analogía con el mundo natural, puesto que Dios había creado a Adán en posesión de esta ciencia que era connatural a él y requerida por su estado de jefe de la humanidad. El cierre de la Revelación con la era de los Apóstoles, comúnmente admitida desde hace tiempo, si hoy está solemnemente definida, al menos está oficialmente enseñada por la Iglesia, puesto que el decreto Lamentabili condena la proposición siguiente: «La revelación, que constituye el objeto de la fe católica, no quedó cerrada con los Apóstoles.»3

                                                                                                               1 Buscando simplificar, reducimos a un único sentido, en la Iglesia, imaginación y memoria. 2 Se conoce la solicitud del Papa Damaso a este respecto. 3 DENZINGER, 2021; es la 21ª proposición.

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Ahora bien, ¿cómo se suministró esta Revelación? Una en sí mis-ma, puesto que sólo constituye un todo, una del lado del Revelador que es Dios mismo, sin embargo no fue suministrada ni de repente, ni de la misma manera. Y aquí también para más claridad debemos divi-dir.

Se había escrito una primera parte desde siglos bajo la inspiración divina: la joven Iglesia recibió estos libros como sus documentos jus-tificativos, ya que todo en estos libros hablaba de ella y la profetizaba. Estos libros decían: «Se acordará de los beneficios recibidos, y se con-vertirá al Señor toda la extensión de la tierra; y se postrarán ante su acatamiento las familias todas de las gentes. Porque del Señor es el reino; y él tendrá el imperio de las naciones.»1 «Será contada como la del Señor la generación venidera; y los cielos anunciarán la justicia de él al pueblo que nacerá, formado por el Señor.»2 Decían: «[Jerusalén,] Tiende tu vista alrededor tuyo, y mira».3 «He aquí lo que responde el Señor Dios: Sábete que yo extenderé mi mano hacia las naciones, enarbolaré entre los pueblos mi estandarte. Y a tus hijos te los traerán en brazos, y en hombros llevarás a tus hijas. Y los reyes serán los que te alimenten, y las reinas tus amas de leche. Rostro por tierra te adora-rán, y besarán el polvo de tus pies.»4 Decían: «¡Levántate, oh Jerusa-lén!, recibe la luz».5 «Y a tu luz caminarán las gentes, y los reyes al res-plandor de tu nacimiento.»6 «Mira: Todos esos se han congregado para venir a ti; vendrán de lejos tus hijos y tus hijas acudirán a ti de todas partes. Entonces te verás en la abundancia; se asombrará tu corazón, y se ensanchará cuando vengan a unirse contigo naciones de la otra parte del mar, cuando a ti acudan poderosos pueblos.»7

Se recibió otra parte de la boca misma de Cristo; pero para que se propagara más rápidamente, la joven Iglesia la consignó en nuevos escritos —producción suya esta vez— inspirados como los que le transmitía la Sinagoga. Y como era justo dar un lugar especial al re-cuerdo de Aquel que la había fundado, los nuevos Libros relataron primeramente la historia de Jesús de Nazareth; y como secuela de esta historia narraron la difusión de la Iglesia. A continuación los escritos se volvieron dogmáticos, morales y disciplinarios, —y ésta es toda la recopilación de las Epístolas. Por fin, el último escrito fue como una                                                                                                                1 Sal 21, 28-29. 2 Sal 21, 32. 3 Is 60, 4. 4 Is 49, 22-23. 5 Is 60, 1. 6 Is 60, 3. 7 Is 60, 4-5. Cf. MONSABRE, Expos., 51ª conf.

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visión de los tiempos futuros: describía el triunfo y la coronación de la Iglesia por aquellas bodas celebradas en el cielo con el Esposo biena-mado después de los dolorosos y terribles combates de esta tierra.

Una tercera parte, la última, recibida igualmente de Cristo, no se consignó nunca en una escritura canónica, pero transmitida oralmente de generación en generación se ha conservado intacta y entera hasta hoy. Muchos negaron la existencia de esta enseñanza no escrita. Pero todo los condena: la Escritura: «Así que, hermanos míos —escribe San Pablo—, estad firmes en la fe, y mantened las tradiciones o doctrinas que habéis aprendido, ora por medio de la predicación, ora por carta nuestra»1; «Yo por mi parte os alabo, hermanos míos, de que en todas cosas os acordéis de mí, y de que guardéis mis instrucciones, confor-me os lo tengo enseñado»2; los Padres, aún los más antiguos: «Traditione igitur quæ est ex Apostolis sic se habente in Ecclesia, et permanente apud nos, revertamus ad eam quas est ex scripturis ostensionem»3; «hinc patet quod non omnia per epistolas tradiderint, sed multa etiam sine litteris. Eadem vero fide digna sunt tam illa quam ista»4; etc., etc. Por fin la razón misma, ya que, ¿qué sociedad no tiene sus costumbres, sus usos tradicionales, de nin-guna manera escritos y sin embargo observados y dotados de fuerza de ley? ¿Pero para qué insistir? La existencia de la Tradición es una verdad de fe5 que ningún católico puede negarse a admitir.

Una vez dadas estas explicaciones, podemos resolver la cuestión. ¿Qué hace la Iglesia de esta Revelación? La respuesta es simple. Co-moquiera que se haya suministrado, la Iglesia la conservó en su me-moria. Demos algunos textos más: «Mas el Consolador, el Espíritu Santo —había dicho Jesús en su discurso de despedida—, que mi Pa-dre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo, y os recordará [suggeret] cuantas cosas os tengo dichas.»6 Este «suggerere», ¿no hace alusión a una verdadera memoria, facultas conservativa præteritorum? «Entonces me acordé de lo que decía el Señor: Juan a la verdad ha bautizado con agua, mas vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo»7, así habla S. Pedro en los Hechos; y este recuerdo de una palabra del Salvador modifica su conducta. «Sine charta —escribe S. Ireneo8—, et atramento scriptam habentes per Spiritum sanctum in cordibus salutem et veterem traditionem

                                                                                                               1 2 Tes 2, 14. 2 1 Cor 11, 2. 3 S. IREN. Adv. Hær., I, 5. 4 S. JUAN CRISÓSTOMO, In 2 ad Thess, 2, 14. 5 Cf. Conc. Trident., sess. 4; Vatican., de Fide cath., c. 2 (DENZINGER 1787). 6 Jn 14, 26. 7 Hch 11, 16. 8 Adv. Hær. I, 4.

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diligenter custodientes». Esta idea de memoria se nos sugiere también bajo otra forma: la memoria es un tesoro. Ahora bien, Jesús decía un día en parábola: Y él añadió: «Por eso todo doctor bien instruido en lo que mira al reino de los cielos es semejante a un padre de familia que va sacando de su repuesto cosas nuevas y cosas antiguas, según convie-ne.»1 San Pablo escribe por su parte: «guarda el depósito»2; «Guarda ese rico depósito por medio del Espíritu Santo, que habita en noso-tros.»3 San Ireneo empleaba también la misma figura: «Apostoli quasi in depositorium dives plenissime in ecclesia contulerunt omnia quæ sunt veritatis»4Y para no multiplicar sin fin nuestras citas5, detengámonos sobre estas palabras de León XIII: «Ipsi uni [Ecclesiæ] tanquam in deposito esse jussit [Deus] res omnes afflatu suo hominibus enuntiatas; eam denique unum staluit interpretem vindicem magistram veritatis et sapientissimam et certissimam cujus præcepta æque singuli æque civitates debeant audire et sequi»6.

Entonces se encuentra confirmada por el argumento de autoridad la afirmación que hacíamos a priori de la existencia de una memoria en la Iglesia.

¿Y que hace esta facultad? Conserva. Éste es su único oficio. Al-macenó las verdades divinas a medida que se le suministraban; en ade-lante las guarda como preciosos materiales que servirán a otras facul-tades. Aparte de eso, la memoria no tiene ninguna acción; por eso bastará con indicar aquí tres cosas: lo que conserva, el modo de esta conservación, y también las distintas manifestaciones de esta memoria. La elaboración pendiente sobre estos datos de la memoria que pasen a otras facultades, encontrará en otra parte su lugar en nuestro estudio.

La Eclesialidad Postcatólica está hecha una sola cosa con la insidia del ke-rigma, introducida por el protestante Bultmann y seguida por los jesuitas de Innsbruck que lo incluían a Ratzinger. En el kerigma la Eclesialidad Postca-tólica instituye un radical prejuicio oscurecedor y falsificador de toda la memoria de la Iglesia Católica Histórica Inmortal, reduciendo, según Ber-goglio, la Verdad salvífica divinamente revelada a un anuncio «que exprese el amor salvífico de Dios previo a la obligación moral y religiosa, que no imponga la verdad y que apele a la libertad»7. El predicador postcatólico es-tá llamado primaria y hasta únicamente a invitar, alentar y acompañar a sus oyentes en la supuesta experiencia —despertada en el crudo egocentrismo

                                                                                                               1 Mt 13, 52. 2 1 Tim 6, 20. 3 2 Tim 1, 14. 4 Adv. Hær. 3, 4. 5 Cf. también SAN VICENTE DE LERINS, Common. I, I, 6; SANTO TOMAS, Summa th. III, q. 25, a. 3, ad 4; q. 72, a. 4, ad 1, etc. 6 LEÓN XIII, Officio sanctissimo, 22 de diciembre de 1887. 7 Francisco, Evangelii gaudium.

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sensual mediante «slogans» naturalistas, chatos y antidogmáticos— de lo que engañosamente llama «obra de Dios a favor del hombre en Cristo muerto y resucitado». Dicha experiencia está abierta a todas las aberracio-nes por no estar certificada en su contenido inteligible según ninguna otra regla que ella misma. Por cierto, el verdadero Amor Salvífico de Dios a los hombres, amor teocéntrico y, ¡por cierto!, no antropocéntrico, en Dios es posterior a su Esencia y su Verdad necesarias, pues es decretado libremente desde ellas, y en el intelecto del verdadero creyente mal podría jamás ser previo a la obligación religiosa, pues ese mismo amor es previamente a to-do un objeto de la primera obligación religiosa que es la Fe a la Verdad Re-velada, y además un objeto no previo sino posterior a la Soberanía Absolu-ta de Dios sobre todas las potencialidades de los hombres. Además, el Amor Salvífico de Dios a los hombres consiste en darse Dios mismo a ellos, pero sólo se les da a partir del conocimiento dado de Él según Él, re-gistrado en la Iglesia Católica Histórica Inmortal. El sacrílego y apóstata enfoque kerigmático es una alteración fundamental de la respuesta de la Iglesia a la Divina Comisión dada por Cristo: «A mí se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, e instruid a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; en-señándolas a observar todas las cosas que y os he mandado.»

Lo que conserva primeramente es el tesoro de las Escrituras canóni-cas que guarda contra los ataques impíos que querrían exigir el sa-crificio a veces de uno, a veces de otro de sus textos; defiende el senti-do mismo de esta Escritura contra las interpretaciones erróneas o caprichosas; seguidamente salvaguarda el depósito de las verdades transmitidas oralmente contra aquellas innovaciones sospechosas de las que ya hablaba el Apóstol, «profanas vocum novitates»1, y que en todos los siglos vinieron a atacar la sana noción de los dogmas. Todo eso lo guarda con la sabiduría del Padre de familia que, sin dejar perderse nada, toma de su tesoro «nova et vetera» según las circunstancias y nece-sidades. Lo guarda como parte de la herencia que su Esposo le dejó muriendo y que le había aportado de su lejana patria, del seno mismo de Dios.

¿Cómo conserva? La naturaleza misma de la Iglesia nos da la respues-ta. En esta memoria nada se pierde, nada se altera; el depósito revela-do, aunque complejo, es absolutamente homogéneo. Los artículos vinculados entre sí por los nudos lógicos que los conectan forman un todo perfectamente armonizado en el cual no se puede percibir nin-gún principio de alteración; es más: estos nudos son tales que la co-rrupción de una parte implicaría inevitablemente la corrupción del todo, si por imposible se presentara el caso. Pero debemos añadir que la virtud de esta memoria que viene toda del Espíritu Santo, «Paraclitus autem Spiritus sanctus… suggeret vobis omnia….; bonum depositum custodi per                                                                                                                1 1 Tim 6, 20.

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Spiritum Sanctum qui habitat….», nunca podrá encontrarse inferior a su tarea y tendremos así siempre en la santa Iglesia los tesoros de verda-des y luces reveladas por Cristo en su integridad y pureza.

¿Cómo se manifiesta esta memoria? De dos maneras sobre todo: en los escritos de los antiguos padres y toda la literatura cristiana; y también en la liturgia estudiada en sus distintas formas y su historia, no ya bajo el punto de vista puramente estético, sino bajo el punto de vista do-cumental. Y podemos ver en estas dos fuentes las manifestaciones de la memoria de la Iglesia a tal dato del espacio y el tiempo. Al generali-zar así el estudio, podemos llegar a descubrir hasta muy atrás en el pasado el inicio de los dogmas que se pretende que sean modernos. El estudio retrospectivo no es, por lo demás, el único posible: tras un trabajo profundo y metódico se podrá llegar hasta prever una definición próxima por el análisis de los fundamentos de su definibilidad existentes en el pasado.1 Con todo, se impone una obser-vación: del hecho de encontrarse en presencia de un dogma del que la literatura antigua no diga nada, nadie tendría el derecho de concluir cosa alguna contra este dogma. En este ámbito, en efecto, no puede tener ningún valor el argumento negativo; es que tiene en contra suyo la verdad de fe de que la Iglesia conserva en su memoria verdades que de ninguna manera se entregaron a la escritura.

* * *

No nos queda ya por estudiar más que el último sentido interior: la estimativa o instinto. Para la Iglesia será la infalibilidad, y en la natura-leza misma de este don encontraremos la justificación de nuestra atri-bución.

Dios, fin supremo de la criatura, se manifestará a ella en la Patria por la luz de gloria. Será entonces Dios claramente visto en sí mismo y contemplado en un acto ininterrumpido que nunca tendrá saciedad ni cansancio. Divinizada por la glorificación, el alma goza de Dios en plena e inmutable posesión. Entre ella y su fin supremo no hay ya ningún intermediario: ella se adhiere a su Señor, y nunca jamás puede separarse de Él. Y para preparar en el tiempo esta unión perfecta de la eternidad, Dios a partir de acá abajo se deja entrever. Pero no es la visión, con su inmovilidad y claridad: no es más que la fe, con sus oscuridades y misterios; no es aún el término: sólo el encaminamiento:

                                                                                                               1 Cf. el notable trabajo de DU RENAUDIN, O.S.B., sobre la définibilité de l’Assomption de la Très-Sainte Vierge, Revue Thomiste, 1900, 1901, 1902.

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«Ahora no vemos a Dios sino como en un espejo, y bajo imágenes oscuras»1.

Ahora bien, al servicio de esta fe, el Señor en cierto modo subor-dinó tres dones maravillosos: la Revelación o Profecía, la Inspiración escriturística y, el menor de todos, la Infalibilidad.

En la Revelación o Profecía en sentido propio de la palabra, Dios inclinándose hacia la humanidad le comunica algunos de los secretos de su Sabiduría o Providencia; y el vidente exclama: «Hæc dicit Domi-nus…». Como prenda de su misión añade: «Ecce signum…», y predice algún acontecimiento futuro, o manifiesta una cosa desconocida, u opera un prodigio. Con ello pide a sus oyentes un pleno asentimiento a lo que les comunica: es —y lo prueba— el heraldo del Dios de Ver-dad. Pero siendo hombre, el profeta, el vidente por quien Dios se manifiesta, no hace más que pasar. Consiguientemente su testimonio sólo tendría valor para sus contemporáneos, para sus oyentes, si Dios mismo, por un nuevo beneficio para su criatura, no hubiera velado por la conservación de este testimonio, por su transmisión a la poste-ridad. De ahí se explica por parte de Dios una moción que invita a tal o cual hombre a tomar una pluma y en la inteligencia de este hombre una iluminación especial que lo ayuda en su relato y lo preserva de todo error. Revelada la verdad, comunicada por el profeta y consigna-da por el escritor sagrado, se transmite pues de generación en genera-ción. Y esto todavía no basta. Una vez desaparecido el autor sagrado, ¿quién conservará su obra al abrigo de las malas interpretaciones? Porque por muy inspirado que esté él, el libro es un texto muerto y no puede él mismo defenderse. De allí este tercer carisma: la infalibilidad en la interpretación, carisma dado a la Iglesia y que no se restringe al texto escrito, sino que se extiende también a todo lo que de la Revela-ción sólo se conservó oralmente. Se advierte que estos tres dones, profecía, inspiración, infalibilidad, son como una participación de la Verdad increada; y entre estos dones la infalibilidad es el menor. Es-tando en adelante cerrada la Revelación2 y completo el canon de las Escrituras3, solamente el tercer don, la infalibilidad, puede ejercerse en la Iglesia4.

                                                                                                               1 1 Cor 13, 12. 2 Cf. Lamentabili, prop. 21. 3 Cf. Conc. Trident., sess. IV, DENZINGER, 783ss. 4 Con ello no entendemos de ninguna manera negar las revelaciones o inspiraciones privadas. Sólo hablamos de las comunicaciones divinas que se imponen a la fe de todos los fieles.

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Inferior a la inspiración y a la revelación de las cuales no es más que la intérprete, la infalibilidad es una ayuda divina cuyo efecto es a la vez positivo y negativo. Positivo, es decir que excita a buscar la ver-dad, y a buscarla donde se encuentra, a saber en la memoria de la Igle-sia; negativo, es decir que impide el error, no porque la infalibilidad aporte consigo la verdad— se la haría encontrar cuando se la busca—, sino solamente haciendo imposible el error. En su investigación, la Iglesia, gracias a la infalibilidad, no podrá detenerse hasta que haya encontrado la verdad: hasta entonces ella estará impaciente y seguirá sus investigaciones con una especie de instinto de que no encontró lo que necesita.

El Concilio Vaticano I brinda a las mentes esta importante verdad: «Porque el Espíritu Santo no les fue prometido a los sucesores de Pedro, a fin de que ellos propaguen una nueva doctrina revelada, sino que, bajo la asisten-cia del Divino Espíritu, puedan preservar incólume, y explicar con toda fidelidad la revelación o depósito de la fe, trasmitido por los apóstoles». Ciertos tradicionalistas pretenden deducir de allí que toca a los papas elegir libremente enseñar según aquello para lo cual se les prometió el Espíritu Santo, o según aquello para lo cual no se les prometió. El católico después sabrá si siguieron al Espíritu Santo según se conformen con la Tradición Católica o no: absurdo, pues un papa verdadero es el concentrador de la Tradición Católica activa, y conocemos la Tradición Católica por el Magis-terio Perenne Infalible recapitulado en el último papa verdadero. Es infali-ble que la asistencia del Espíritu Santo dirigida a la infalibilidad sea ella misma infalible. El Espíritu Santo nunca dispondría las cosas de manera de Él «presentarse» cuando el Papa esté por exponer bien, y «ausentarse» en el caso contrario. Daría una asistencia positiva condicional, y ninguna asisten-cia negativa incondicional pues el papa podrá propagar doctrina falsa cuan-do quiera: o sea, a veces «ayudaría» contingentemente, dependiendo del Papa, a que éste enseñe católicamente, pero nunca «ayudaría» necesaria-mente a que éste no enseñe anticatólicamente. Pero la asistencia «semi-positiva» sin la negativa no tiene ningún sentido ni utilidad, y lo magiste-rialmente «purgativo» (preservar de error) es prerrequisito de lo perfectivo (infundir la verdad). Por cuanto los maestros supremos del Vaticano II ciertamente han propagado nueva doctrina, por tanto no fueron asistidos por el Espíritu Santo, y no fueron papas.

Bajo el punto de vista teológico, en efecto, la infalibilidad es ver-daderamente un instinto: es decir, algo no razonado sino sentido, que se manifiesta a menudo de improvisto, con espontaneidad. Y en la Escritura encontramos expresiones conformes a esta idea: se habla de sentido de lo verdadero, de sentimiento de las cosas de Dios: «Y lo que pido es que vuestra caridad crezca más y más en conocimiento y en toda discreción [in omni sensu], a fin de que sepáis discernir lo mejor».1

                                                                                                               1 Flp 1, 9-10.

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«Mas temo que así como la serpiente engañó a Eva con su astucia, así sean maleados vuestros espíritus [sensus], y degeneren de la sencillez propia del discípulo de Cristo»1. «Porque los que viven según la carne, se saborean con las cosas que son de la carne; mientras los que viven según el espíritu, gustan [sentiunt] de las que son del espíritu»2. Añada-mos que la expresión «sentido católico» es de uso corriente para sig-nificar este instinto. Y es raramente en ocasiones solemnes que se manifiesta. «Interest inter consensum theologorum et sensum christianum —escribe el P. BAINVEL3— cum ille consensus v i propria non habeat auctori-tatem nisi humanam; sensus autem catholicus auctoritatem divinam immediate exhibeat: non potest enim Ecclesiæ corpus errare in fide: quin etiam ea fides Eccle-siæ finis est magisterii et ratio ultima cur sit id infallibile…. Ecclesiæ vero discen-tis fides, sensu catholico manifestatur, qui sensus et ipse in fidelium precibus, devo-tionibus, canticis, multiplici agendi ratione elucet, et quidem nominatim in vita sanctorum et in confessione martyrum».

Monseñor Sanborn señala: «Es por la acción del Espíritu Santo en Su Igle-sia que los fieles niegan el Vaticano II, sus reformas, y a los reformadores. El solo concebir que el Espíritu Santo desee un reconocimiento de Su au-toridad en la promulgación de estas leyes y doctrinas perversas mientras inspira a los fieles negarlas, es blasfemo.»4

¿Quién no lo ve? este instinto es indispensable para la Iglesia co-mo para todo ser vivo; y ésta es, para hablar con S. Tomás, la certeza que se encuentra en todo apetito natural, no en el sentido de que el apetito tenga de por sí conocimiento de este fin, sino en cuanto este apetito, dirigido por Dios, es infaliblemente inclinado a su propio fin.5

                                                                                                               1 2 Cor 11, 3. 2 Rom 8, 5. 3 BAINVEL, De magisterio vivo et traditione, p. 56, 101. — Del mismo modo, pp. 94, 96: «Consensus fidelium in dogmate fidei est criterium infallibile divinæ veritatis; — Fidelium nomine veniunt… non modo theologi, sed quodammodo Episcopi et Papa, qui, ut privati credunt et profitentur quod authentice docent atque sic ad Eccle-siam discentem pertinent. Is consensus dicitur etiam sensus catholicus; qui sensus mani-festari solet non solum explicita fidei professione, sed etiam practice, usibus, ritibus, precibus; argui autem et inferri monumentis vel paucis aliquando potest, ut nomina-tim ex confessione martyrum… Huc pertinet quod Pius IX quæsivit ab episcopis quis esset de Immaculata Beatæ Virginis Conceptione sensus non modo suus, sed etiam fidelium suorum… Unde fit ut argui possit… a sensu catholico ad rei verita-tem… prout fideles sunt Ecclesia credens, quæ errare non potest, ad quam est ordi-natum magisterium infallibile et ex cujus conscientia hauriunt fere magistri vel di-recte vel indirecte suam doctrinam…». 4 The Dissent of Faith. 5 SANTO TOMÁS, Summa th. II-II, q. 18, a. 4; 3. D. 26, q. 2, a. 4; Cf. también I P. q. 1, a. 6, ad 3.

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¿Cuál será el objeto de este instinto? Deberá referirse al fin y a los medios que conducirán a este fin; es decir, a la fe que en la Iglesia da el conocimiento del objetivo supremo, y a las costumbres que son el medio de llegar hasta Dios, de merecer la bienaventuranza. De suyo el instinto no distingue lo uno de lo otro; ¿qué importa el resto? Basta para la realización de su rol que él esté presente para impedir a la Igle-sia desviarse en la pura concepción que tiene de su Dios, o de extra-viarse en vías prácticas que la conducirían a las regiones de la sombra y la muerte.

Si buscamos la sede de este instinto, deberemos decir que reside en todo el cuerpo de la Iglesia. Todos los fieles, incluso los más pe-queños y humildes, son a su manera la sede de esta infalibilidad, y en la medida en que piensan y juzgan de acuerdo con la santa Iglesia, gozan cada uno de una infalibilidad participada. Por eso a cualquiera le interesa conocer su sentimiento íntimo cuando quiere darse cuenta de las creencias de la santa Iglesia. Pero será necesario, precisamente por-que se trata de un instinto, que su respuesta sea espontánea, simple, sin rodeos, diríamos casi irreflexiva, por temor a que un sentido dema-siado humano o demasiado carnal vengan a perturbar la pureza de esta respuesta: «no discurráis de antemano lo que habéis de hablar; sino hablad lo que os será inspirado en aquel trance; porque no sois voso-tros los que habláis, sino el Espíritu Santo»1. «Porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel trance lo que debéis decir.»2 Por eso la mejor manifestación de este instinto serán los usos, los ritos, los rezos, las devociones, los cánticos, serán las palabras de los Santos3, las respues-tas de los mártires… Allí el sentimiento católico se descubre libremen-te; no es obstruido por interrogaciones sutiles, ni falseado por análisis a menudo inexactos, casi siempre arriesgados; brota espontáneamente en toda su pureza y esplendor. Siendo cada fiel en efecto parte de la Iglesia, debe tener esta infalibilidad en él, seguramente no en grado pleno, sino por manera de participación; y la infalibilidad de cada fiel, aunque indudablemente no despreciable y suficiente en sí misma para la individualidad al servicio de la cual está —ya que el Espíritu obtiene a cada alma la luz necesaria para conocer a Dios y hacer su salva-ción— no puede tener un verdadero valor divino sino en cuanto se acompaña del consentimiento, con-sentire, de los otros. La Iglesia, pues, no será infalible porque todos sus miembros lo son; pero al contrario porque la Iglesia no puede errar, todos los fieles, miembros de esta

                                                                                                               1 Mc 13, 17. 2 Lc 12, 12. 3 Un ejemplo especialmente interesante es dado por Santa Juana de Arco.

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Iglesia, participan cada uno en su medida de esta infalibilidad y se convierten así en testigos autorizados de la Revelación divina y la fe de la Iglesia. La infalibilidad no viene de abajo para seguidamente subir; al contrario, viniendo de arriba, se deriva hasta el más humilde de los elementos.

Pero participada por cada fiel, la infalibilidad lo es a un título muy especial por el Sumo Pontífice. Él es en efecto en el organismo de la Iglesia el miembro más importante, aquel de donde parte todo el influjo vital y que preside a toda dirección. ¿A qué título el Sumo Pon-tífice es infalible? ¿Y su infalibilidad es otra que la de la Iglesia? La definición del Concilio del Vaticano nos lo precisará: «El Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra, esto es, cuando en el ejercicio de su oficio de pastor y maestro de todos los cristianos, en virtud de su su-prema autoridad apostólica […]». No es pues a título personal, sino solamente porque como jefe de la Iglesia el Papa está autorizado a interpretar el sentido católico, aún sin recurrir a investigaciones o es-tudios. En efecto, en todo organismo corresponde a la cabeza inter-pretar las sensaciones, hacerse su juez; y ningún otro miembro lo pue-de hacer. El papa y la Iglesia sólo hacen uno, al igual que mi cabeza y mi cuerpo; y cuando el Papa habla, la Iglesia entera habla con él y por él. Pero el Papa sólo es infalible porque es la cabeza de la Iglesia; y así su infalibilidad se confundirá con la de la Iglesia: la infalibilidad es una y el Papa es su primer órgano: es el sentido de la definición: «posee […] aquella infalibilidad de la que el divino Redentor quiso que gozara su Iglesia en la definición de la doctrina de fe y costumbres. Por esto, dichas definiciones del Romano Pontífice son en sí mismas, y no por el consentimiento de la Iglesia, irreformables.» De lo contrario, la Igle-sia sólo podría dar su aprobación a las definiciones del Papa si estas definiciones, en el momento en que se dan, le fueran extrañas, le vinie-ran del exterior: lo que supondría un divorcio entre la Iglesia y su jefe, divorcio imposible, ya que en su hipótesis no quedaría ya ni Iglesia ni Papa.

El importante teólogo Matthias Joseph Scheeben señala: «La infalibilidad [pontificia] debe ser considerada a la vez como actual y como habitual; no bajo la forma de un hábito adquirido o infuso, sino bajo la forma de un concurso sobrenatural prestado por el autor mismo de la autoridad, que es-tá adjunto habitual y esencialmente a la autoridad de la persona y se revela según una ley constante e invariable».1

Y nuestra explicación encuentra una confirmación en la historia misma del Concilio. En el momento de formular esta definición, se

                                                                                                               1 Scheeben, Dogmatik.

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buscaba un término para expresar bien la esencia de esta infalibilidad del Sumo Pontífice. «Se había creído encontrarlo en esta frase: la infali-bilidad personal y separada del Papa. Pero el Concilio descartó estos dos términos. El primero, infalibilidad personal, pareció apenas tolerable, no estando la infalibilidad adjunta a la persona del Papa sino a su función; y el segundo, infalibilidad separada, se juzgó detestable. Nunca hay que pronunciar la palabra «separado» cuando se trata del papa y la Iglesia. La Iglesia y el Papa es todo uno. Donde está el Papa está la Iglesia. Y donde está la Iglesia está el Papa. Se ve a veces cabezas separadas del cuerpo: pero en los cadáveres. Ni siquiera es bastante decir que cuan-do el Papa habla, la Iglesia se adhiere siempre. Se oye a la Iglesia en el Papa… El mismo Espíritu Santo que pone tales palabras en los labios del Papa las pone al mismo tiempo en el corazón de la Iglesia, allí las había puesto antes: ya que ellas no suben a los labios del Papa sino porque salen del corazón mismo de la Iglesia.»1

El teólogo dominicano de la Contrarreforma Silvestre Prierias, maestro del Sagrado Palacio Apostólico de Roma, enseña lo siguiente: «La Iglesia uni-versal es esencialmente la convocación al divino culto de todos los creyen-tes en Cristo. La Iglesia universal es virtualmente la Iglesia Romana, cabeza de todas las iglesias, y el Pontífice Máximo.»2 Claramente quien es virtual-mente la Iglesia Católica Histórica Inmortal, mal puede concebirse como contrario a ella, y quien es virtualmente la Abominación de la Desolación de la Eclesialidad Postcatólica, mal puede concebirse como papa.

Una última cuestión: la de la permanencia de esta infalibilidad. Al-gunos querrían que ésta fuera un carisma transitorio por naturaleza y cuyo uso sería muy raro. Si se proponen hablar del uso solemne de la infalibilidad, tal como lo tenemos en las definiciones ex cathedra y en las decisiones conciliares, no queda sino alinearse a tal manera de ver: es de hecho de que estas definiciones son cosa rara en la historia de la Iglesia, y que no se hacen sino después de largos estudios y prepara-ciones. Pero si se trata de la infalibilidad en sí misma, no podemos admitir tal opinión. La infalibilidad es a nuestros ojos cosa esencial-mente permanente en la Iglesia, una consecuencia del principio vital, diríamos incluso una medida de este principio vital. ¿No es según la intensidad de este instinto, de este sentido católico, que se juzga de la vitalidad religiosa en tal o cual medio? La historia está allí por otra parte para confirmar todo esto con el peso de su autoridad. El dogma de la Inmaculada Concepción es típico. Definido solamente en 1854, se creía desde hacía mucho tiempo. En la Edad Media famosos docto-res se extraviaron al respecto; el pueblo al contrario, guiado solamente                                                                                                                1 BOUGAUD, Christianisme et temps présent, IV, p. 127-128. 2 In præsumptuosas Martini Lutheri Conclusiones de potestate Papæ.

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por el instinto, creía con piedad y firmeza. Y así los pequeños y los ignorantes triunfaban sobre los teólogos y los doctores. Es que éstos están todavía en el peligro de ahogar la voz del instinto con la sutileza —sin embargo necesaria— de sus razonamientos, y Dios permite a veces que uno u otro de ellos se extravíe. Pero poco a poco la verdad triunfaba de toda resistencia; la creencia se propagaba; y cuando Pío IX abrió su investigación, pudo darse cuenta de la perfecta armonía, en todos los puntos del globo, de la conciencia católica en esta mate-ria. Lo mismo podríamos decir de la infalibilidad pontificia; lo mismo debemos decir hoy de la Asunción de la Santísima Virgen, de la virgi-nidad de San José… ¿Quién entre los católicos duda de estas verda-des? En ninguna parte sin embargo se encuentran formalmente ense-ñadas; pero el sentido católico nos inclina a creer; «sentimos» que estas cosas son verdaderas; por supuesto, al creerlas firmemente no erra-mos… ¿Cuál es el motivo de nuestra adhesión a tales verdades? Nadie podría responder; pero todos sienten que dudando de ellas se erraría seriamente. Hay entonces allí algo instintivo, espontáneo, no reflexionado; pero el instinto dura tanto cuanto el ser vivo mismo, para servirle continuamente de guía.

En el Cantar de los Cantares, la exégesis católica tradicional general inter-preta en sentido místico como dichas por Cristo a la Iglesia o al alma fiel las palabras del Esposo a la Esposa, y entre ellas las siguientes: «¡Oh casta paloma mía, tú que anidas en los agujeros de las peñas, en las concavidades de las murallas, muéstrame tu rostro, suene tu voz en mis oídos; pues tu voz es dulce, y lindo tu rostro.» 1 Así, Cristo pediría a su Esposa la Iglesia Católica, Histórica e Inmortal, o al alma fiel que sólo puede serlo en con-sonancia con ésta, que le cante como una paloma esencialmente dulcísona-vo. Preguntémonos si es creíble que Cristo califique de dulce y llame om-nipotentemente a cantarle la voz propia y pública de la Eclesialidad Após-tata del Vaticano II, llamando así a todos los católicos a cantarle al unísono de ella.

* * *

Esposa del Salvador, la Iglesia debe llevar en sí misma semejanzas con Cristo: es una consecuencia de su modo de nacimiento y de su fin. Ahora bien, Cristo, Dios revestido de carne, había conversado en me-dio de los humanos, instruyéndolos, edificándolos, colmándolos de beneficios: así mismo hemos visto y de nuevo veremos a la Iglesia, divina del lado de su alma, humana en su cuerpo, vivir en medio de las sociedades humanas, participar en sus vicisitudes, instruir a los hom-bres, darles ejemplos de una virtud sublime, enriquecerlos por fin con                                                                                                                1 Cant 2, 14.

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beneficios infinitos. Pero si ella no fuera más lejos, la semejanza sería imperfecta e incompleta. Hubo en la vida de Cristo un lado que de-bemos encontrar en el desarrollo vital de la Iglesia, comoquiera que la vida de ésta no es por decirlo así sino la prolongación hasta la eterni-dad de la existencia del Salvador. Queremos hablar de la pasibilidad: y de la pasibilidad oída en su sentido más amplio; es decir, de la recepti-bilidad que tenía Cristo y que debe tener la Iglesia para todas las im-presiones, todas las emociones que podía hacer nacer en él la percep-ción de un bien o de un mal, emociones manifestadas por algo sensi-ble.

E indiscutiblemente este lado pasivo tuvo una amplia parte en la vida de nuestro bienamado Salvador. Cualquiera puede advertirlo ho-jeando los Evangelios: en ellos encontrará rastros manifiestos de cada una de las pasiones humanas. Es que Cristo había asumido nuestra naturaleza en toda su integridad; y esta naturaleza implica al menos radicalmente estos distintos movimientos. Al contrario, la naturaleza divina, acto puro, perfección soberana, no admite ni cambio ni pasión. La Iglesia pues, si es perfecta su semejanza con Cristo, no sólo podrá tener como el Hijo del Hombre las pasiones, sino que también las deberá tener, no en su elemento divino sino en su elemento humano, en su cuerpo.

Así nos toca hablar de una segunda razón de existencia de las pa-siones para la Iglesia, razón extraída precisamente de la naturaleza de los elementos constitutivos de esta Iglesia. Si en efecto el alma de la Iglesia es divina, su cuerpo es humano, e íntegramente humano, por decirlo así. Es ésta la razón que nos hizo hablar de conocimiento sen-sible; es también la que ahora nos hace concluir la existencia del apeti-to sensible. Por todas partes donde está, el hombre actúa según su naturaleza; ahora bien, su naturaleza comporta este apetito. Y no im-porta que esta naturaleza esté elevada o no a un orden que la sobrepa-sa y que no podría pretender: la gracia que la elevará sobre sí misma no la violará en sus elementos esenciales: la obra de Dios no es con-tradictoria y no se autodestruye.

No se espera de nosotros la teoría de las pasiones. Nos aplicare-mos solamente a destacar las manifestaciones al menos de algunos de estos movimientos en la vida de la Iglesia; y aquí también la Iglesia nos parecerá bella, y verdaderamente digna de su Esposo divino.

Y puesto que el amor es la raíz, el inicio de todas las demás pasio-nes, es por él que debemos comenzar. La Iglesia ama lo bello, lo gran-de, lo majestuoso, hasta lo suntuoso. Sus templos, sus ceremonias, sus creaciones lo dicen bastante. Ved los esplendores litúrgicos: no se

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olvidó nada para destacar su resplandor: cantos, decoraciones, música, sagrados ornamentos, todo es bello, todo es grande. Añadid que los lugares donde se celebran estas solemnidades son maravillas de belle-za, maravillas cuya propiedad la Iglesia puede justificablemente recla-mar; ya que en este punto ella es creadora. Hojead los libros que sir-ven al culto divino: he aquí nuevas obras maestras, las miniaturas, propias de la Iglesia. Es que para el servicio de su Esposo ella juzga que nada es demasiado bello, demasiado grande, o hasta demasiado costoso. El Dios que ella predica es un ideal de belleza; ella quiere que en el culto que le rinde haya una suerte de reflejo de esta belleza divi-na. Y así se aplica para que todo sea lo más digno posible de servir a este culto. De ahí el empleo de las materias más preciosas y costosas; de ahí tan santa emulación para llegar a animar estos materiales y por hacerles relatar en un lenguaje mudo lo que libros enteros no podrían expresar. De esta pasión por la belleza nacieron los estilos románico y gótico; bajo la presión de esta emoción germinaron sobre suelos esen-cialmente católicos estas maravillas para siempre inimitables: Verdelay, Notre-Dame-la-Grande, Notre-Dame-du-Port de Clermont, Amiens, Notre-Dame y la Santa Capilla de París, Ruán, Chartres, Saint-Maximin en Francia, Colonia en Alemania, Milán, Orvieto, Siena y Florencia en Italia, Burgos en España… todos nombres que destaca-mos al azar, y de los cuales cada uno sugiere tantos otros.

Si en la Eclesialidad Postcatólica hay un amor que brilla por su ausencia y hasta represión, es el amor a la grandeza… Todo en ella es mezquino y vil… El primer versículo del primer Salmo dice así: «Dichoso aquel varón que no se deja llevar de los consejos de los malos, ni se detiene en el ca-mino de los pecadores, ni se asienta en la cátedra pestilente de los liberti-nos». El original hebreo traducido por «libertinos” es לצים, «ltsim» gerundio que literalmente significa «burlantes». En ese monosílabo se concentra la esencia de la modernidad y del hombre moderno no en cuanto hombre sino en cuanto moderno. Es una abismal y absoluta grieta moral, afectiva y ontológica que, habiendo apostatado de Cristo, y partiendo con el terrible ímpetu de tan terrible caída, del culto de las pasiones desordenadas exacer-badas hasta el odio puro nihilista contra toda razón, ataca, tendiendo a ne-garlo y eliminarlo, absolutamente todo lo que tiene firmeza y ser, y que, en cuanto tal, refleja la Perfección, Estabilidad y Eternidad de Dios. La Burla es la antítesis de la Palabra Sustancial y el principio de toda disgregación y muerte intelectual y moral. Todo en la vida moderna está tejido de burla… Aunque los neomodernistas se digan y hasta se crean serios, su obra objeti-va es una grandísimamente sacrílega falsificación y burla de los Tesoros in-telectuales y morales revelados y dados por Dios al mundo. La moderni-dad, recibida y exaltada en la cátedra pestilencial del Vaticano II, ha hecho de la burla y de los burladores una ideología, un culto sistemático y un pa-radigma, como nunca había ocurrido en ninguna barbarie humana. El espí-ritu de burla voltea toda grandeza con una gravedad proporcional a ésta.

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Por eso el espíritu de la Eclesialidad Postcatólica, espíritu de suplantación y subversión inmanentista antropocéntrica enemiga inmediata de las glorias trascendentales del Reino de Cristo, es pura trivialidad, vulgaridad y basura, y alimento para las peores aberraciones espirituales.

Al amor responde el odio, odio por todo lo que está mal. ¿La Igle-sia puede odiar? Sí, a condición de sólo odiar lo realmente malo. Y en primer lugar odia a Satanás y a toda su corte infernal: ¿son bastante horribles los demonios representados por la escultura o pintura en nuestros viejos templos de la Edad Media? La Iglesia también odia el pecado y todo lo que es tenebroso, falso, injusto. Ello es en efecto una extensión del imperio de Satanás; y no hay acuerdo entre los hijos de la verdad y los hijos de Belial. Ya sean obispos, reyes o simples bur-gueses, si son pecadores, la Iglesia los odia como tales, y los alcanza, no sin piedad, pero sin debilidad, con firmes condenas. ¿No es eviden-te el odio de la Iglesia por Satanás en las vehementes reprobaciones de los exorcismos? Léanse algunos: no se podrá menos que notar cuánto la lengua eclesiástica, de ordinario tan calma en la oración, se vuelve aquí apasionada y fuerte, sin por ello perder nada de su serenidad y confianza. Es que ella es entonces la expresión de una emoción vio-lenta causada por la presencia de un temible enemigo.

La falta de odio al mal conlleva necesariamente una falta de amor al Bien. En el discurso de apertura del Vaticano II, Juan XXIII dijo: «En nuestro tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia más que la de la severidad. Ella quiere venir al encuentro de las necesidades actuales, mostrando la validez de su doctrina más bien que renovando condenas.» No condenar por principio lo que amenaza el inte-lecto, la voluntad y la existencia fructuosa de un ser participado, es no amar ni aún creer. Nos lo explica con la mera luz natural Aristóteles, comentado por el Aquinate: «No sólo hay que conocer más los principios que la con-clusión a demostrar, sino que además nada debe ser más cierto que el he-cho de que las cosas opuestas a los principios son falsas. Y esto porque es necesario que el que sabe no sea descreedor de los principios, sino que asienta a ellos firmísimamente. Pero quienquiera que duda de la falsedad de uno de dos opuestos, no puede aferrarse firmemente al opuesto, porque siempre teme sobre la verdad del otro opuesto.»1 No condenar es además no ser Ek-klesía, la Llamadora a salirse de un estado de existencia malo e indigno.

Audaz, la Iglesia lo es cuando por ejemplo resiste a un rey, repi-tiendo al riesgo de duras represalias el «non licet»2 de la Escritura; aprensiva, llena de solicitud, lo es a favor de los suyos, no temiendo nada para sí misma: en presencia del peligro está inquieta hasta que sepa que todos sus hijos están bien al abrigo bajo sus alas; y le es un                                                                                                                1 Comentario a los Analíticos Posteriores de Aristóteles, Lección 5, Nº 7. 2 Mt 14, 4.

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verdadero sufrimiento constatar que tantos de aquellos a quienes ali-mentó no quieren más su protección maternal. La lengua tan apre-miante de un Syllabus o de una encíclica Pascendi, ¿es otra cosa que un grito de alarma lanzado en frente de un peligro inminente, y una señal de concentración para todos los que no quieren sucumbir?

Y es en la lengua misma de la Iglesia que hay que ir a buscar las revelaciones de su sensibilidad y las traducciones de sus emociones: por encantadoras figuras, ingenuas comparaciones, también con la mágica ornamentación de la cantilena gregoriana, la Iglesia se ma-nifiesta, se vuelve comunicativa, se abre a cualquiera que la quiera es-cuchar; con simplicidad y verdad se desahoga: la lengua entonces desempeña su verdadero rol, suministra verdaderamente lo más ínti-mo de otras personas.

A veces es el amor admirativo que se expresa en el Lauda Sion y todo el Oficio del Santísimo Sacramento; o bien el gozo, la alegría —¡y con tantos matices diferentes!— en los Aleluya de ritornelos prolonga-dos, en el Lætabundus de Navidad, el Victimæ Pascali de Pascua; otras veces es la tristeza, ¡y cuán verdadera!, en medio de las lágrimas del Libera o del tañido del Dies iræ, más profunda aún en los consternantes Oficios de Tinieblas de la Gran Semana y los himnos sangrientos de la Pasión; en otra parte es la esperanza y el deseo: por ejemplo las supli-cantes llamadas del Rorate en Adviento, del Veni Sancte; y hasta las ho-ras de lágrimas, aunque no sin esperanza: en los rezos de la Commenda-tio animæ, sobre todo en el Subvenite; en otra parte aún el temor respe-tuoso, el Terribilis locus iste de la Dedicatoria… Seguramente todo no es igual ni perfecto en esta tan rica colección de piezas; y sin embargo, en el conjunto, ¡qué admirable recopilación! El Christe qui lux es et dies, el In pace, los Media vita de la Cuaresma, a cuyo canto se dice que Santo Tomás de Aquino no podía impedirse llorar, la Oratio Jeremiæ… ¿no son éstas obras maestras que pueden competir con cualquiera de las producciones de las lenguas más ricas?

* * *

En el plan primitivo divino, es decir, anteriormente al pecado de la criatura, el sufrimiento no existía. Sólo tuvo su razón de ser como instrumento de la justicia divina, para restaurar el orden que la rebe-lión del hombre había perturbado. Por eso lo vemos aparecer el día mismo de la primera falta; y desde este día se adjunta a los pasos del hombre y lo sigue sin separarse nunca de él. «Multiplicaré tus trabajos

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y tus miserias»1 había dicho el Señor a Eva; y a Adán «Mediante el sudor de tu rostro comerás el pan»2. Ninguna fecundidad era posible en adelante sino al precio del sufrimiento. Pero un día debía venir en que esta fecundidad misma se adjuntaría al dolor. Fue así para Cristo, cuya muerte dio el día a la Iglesia; debía ser así en la Iglesia hasta la eternidad. En el sufrimiento Cristo había percibido el mejor medio de probar su amor a los hombres: «majorem charitatem nemo habet»3; era pues justo que la respuesta del hombre fuera del mismo son. Y por la boca de San Pablo la Iglesia exclama: «Yo que ahora gozo de lo que padez-co por vosotros, y estoy cumpliendo en mi carne lo que resta que pa-decer a Cristo en sus miembros, sufriendo trabajos en pro de su cuer-po místico, el cual es la Iglesia.»4 «Porque a medida que se aumentan en nosotros las aflicciones por amor de Cristo»5. Para la Iglesia este sufrimiento es continuo: persecuciones sangrientas de cada siglo du-rante las cuales se inunda tal o cual región de la sangre de la Iglesia; persecuciones omnímodas; —y también sufrimientos voluntarios, mortificaciones consentidas de plena voluntad: misterios de odio del hombre contra su carne, que sólo tienen explicación en un deseo in-menso de reproducir en sí la Imagen del divino Crucificado… Es que la Iglesia sabe la fecundidad de su dolor: y el sufrimiento se busca como un medio de aumento del Reino de Dios, como un medio de salvación para las almas…

* * *

Esta vida de la Iglesia, tan rica y tan perfecta, debe manifestarse por el movimiento como la de todo ser vivo que no está permanente-mente en posesión de su fin. A partir del primer día de su existencia, la Iglesia nos manifiesta su marcha hacia delante. El Maestro había di-cho: «Euntes in universum mundum»; y esta palabra, una de los últimas del Bienamado, fue con cuidado celoso registrada por los discípulos. En-seguida de Pentecostés, empujada por la vehemencia del Espíritu que la anima, la Iglesia comienza su marcha que, nunca cansada, ella no interrumpe jamás. Es que se trata de conquistar nuevas almas para su Esposo; y la voz de San Pablo siempre se hace oír: «quomodo credent Ei quem non audierunt?»… Es necesario a toda costa aportar la buena noti-                                                                                                                1 Gen 3, 16. 2 Gen 3, 19.  3 Jn 15, 13. 4 Col 1, 24. 5 2 Cor 1, 5. —Ver una bella página sobre el sufrimiento en HUYSMANS, L’oblat, p. 355ss.

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cia a los lugares donde se ignora aún: de ahí los viajes de San Pablo y las peregrinaciones de los otros Apóstoles, sea al Oriente, sea al Occi-dente; de ahí las misiones de un San Agustín a Inglaterra, de un San Bonifacio a Alemania, de un San Francisco Javier a India y Japón, de un San Luis Bertrand a América; de ahí la constitución de tantas órde-nes religiosas o sociedades que sólo tienen un objetivo: ir a predicar a Cristo por todas partes donde este Nombre salvador es aún descono-cido. Y sin escuchar la voz de la sangre o la carne parten los portado-res de la Noticia, muchas veces seguros de nunca regresar; se van, obreros de la Iglesia, preparándole el pueblo que mañana seguramente serán sus hijos. Será necesaria la sangre para garantizar la conquista, para cimentar la Fe de estas nuevas cristiandades: ¡Que importa! ¡Has-ta mejor! Ya que el rocío siempre activa la fecundidad del suelo.

El Vaticano II introdujo una novedosa nota «peregrina» en el concepto de Fe, en el concepto de Iglesia, y en el concepto de María y Cristo mismos. El discurso peligrosamente ambiguo de una «peregrinación de la fe»1 , insinúa que la Fe misma es lo que está en marcha, y eventualmente anda a los tanteos, cuando obviamente cualquier peregrinación católica aún alegórica tiene en su mismo principio y en todo su progreso certezas fijas, definitivas e inamovibles. La única peregrinación católica puede ser desde la Fe, en la Fe, según la Fe. No hay nada más firme y fijo que la Iglesia Católica Histórica Inmortal y sus dogmas: es ella columna y apoyo de la Verdad2, es ella escuela de certezas celestiales; congrega a sus hijos en torno de un Dios que se revela luminosamente al espíritu humano en su propia punta más intemporal. Llamarla caminante y aventurera, e incluso más revolucionaria, espontánea y desinhibida que la misma sociedad laica conservadora, y reivindicadora de lo más bajo y pasional del hombre, es la distorsión más vertiginosa y sacrílega que jamás se haya hecho de su naturaleza. Dar a la Iglesia el rango de «caminante» es negar su fundación divina. La Iglesia Católica Histórica Inmortal es el solio colocado en el Cielo del cual habla el Apocalipsis3 y en el cual está sentado el mismo Dios, descansando, reinando, disponiendo y juzgando [Observaciones del autor anónimo del completo, rico, instructivo comentario medieval «Vox Domini» del libro del Apocalipsis, incluido en el Corpus thomisticum.].

Y he aquí el movimiento local tal como existe para la santa Iglesia. ¿Qué tierra no tuvo aún sus misioneros? ¿En qué punto del globo el Nombre de Cristo todavía nunca ha sido pronunciado? No es bastante sin embargo: la marcha hacia adelante, la conquista de la Iglesia no se detendrá hasta que haya conducido a las todas las ovejas al único redil.

                                                                                                               1 Lumen gentium, 52. 2 1 Tim 3, 15. 3 Ap. 4, 2.  

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Aquí también encontramos un argumento apologético a favor de la divinidad de nuestra Iglesia: es que tal movimiento sería incompren-sible si el Espíritu Santo no estuviera presente para causarlo y mante-nerlo. Para invalidar este argumento a menudo se ha opuesto la exis-tencia de las misiones de las sectas disidentes. Pero en primer lugar, estas misiones sólo datan de ayer mientras que la de la Iglesia Católica es tan vieja como ella. Por otra parte, si en los herejes se encuentra algo análogo a estas conquistas, es la evidencia misma que ello no po-dría ser cuestión de identidad de principio, objetivo y resultados. ¿Quién podría negarlo? Es una contrahechura, la mayor parte del tiempo poco sincera y poco honesta; y allí mismo donde es sincera, si es que eso se encuentra, sólo es explicable por un resto de savia toma-da antes de una fuente común y no completamente agotada.

Así se acaba nuestra segunda parte, el estudio de la vida sensible

de la Iglesia. Nos queda por dar un paso más para perfeccionar nues-tro conocimiento y ver hasta el fin a la santa Iglesia reproducir en su vida a Cristo, su Esposo, y al hombre que la compone.