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COLECCION CUENTOS DEL ALTO CACHAPOAL COLECCION CUENTOS DEL ALTO CACHAPOAL Jacqueline Balcells y Ana María Güiraldes Jacqueline Balcells y Ana María Güiraldes PANGUI EL PUMA PANGUI EL PUMA

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COLECCION CUENTOS DEL ALTO CACHAPOALCOLECCION CUENTOS DEL ALTO CACHAPOAL

Jacqueline Balcells y Ana María GüiraldesJacqueline Balcells y Ana María Güiraldes

PANGUI

EL PUMA

PANGUI

EL PUMA

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Primera edición

ISBN 978-956-8800-01-715 de diciembre de 2010

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Estimados amigos,

El puma, uno de los mamíferos carnívoros más

imponentes de América, recorre extensos territorios desde

el Canadá, en Norteamérica, hasta la Patagonia, en

Sudamérica. En Chile, lo podemos encontrar desde el

extremo norte de la Región de Arica y Parinacota, hasta el

Estrecho de Magallanes por el sur. Como todos los grandes

carnívoros y a pesar de su extenso rango de distribución,

nunca es abundante, y si a ello se suma su conducta

extraordinariamente cauta y hábitos más bien nocturnos,

resulta francamente difícil de observar. Uno de los pocos

lugares donde se ha podido avistar, incluso a plena luz del

día, es en la cuenca del Cachapoal.

Este cuento relata uno de esos escasos y fascinantes

encuentros con Pangui, el puma, una experiencia que bien

podría ser tu propia vivencia si te adentras en la cuenca del

Cachapoal, con los sentidos muy alerta, y por supuesto, si

la suerte te acompaña. Buen viaje…

José Antonio Valdés

Gerente General

Pacific Hydro Chile

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PANGUI,

EL PUMA

La camioneta subía a saltos por el pedregoso

camino del cajón de Las Leñas en la cuenca del

Cachapoal. En lo alto, negros bajo el sol del medio día,

dos cóndores planeaban en círculos, como si estuvieran

vigilando el valle. Los vuelos silenciosos de las enormes

aves contrastaban con los brillantes manchones de

nieve cordilleranos que hacían gala de eternidad.

Por el costado derecho del camino, en su ladera

soleada, la montaña mostraba de trecho en trecho sus

roqueríos rodeados de plantas que parecían jardines

diseñados por la mano de un artista. Aquí y allá surgían

como un regalo el verde azulado de la flor del chagual,

el blanco de la flor del quisco, el rojo intenso de los

soldadillos y los rosados de las orquídeas salvajes. Y

sobre ellas, entre aleteos afanosos, un picaflor y una

mariposa escogían sus mejores néctares.

A la izquierda, la pendiente caía sobre las

frescas gargantas del valle regado por las

aguas, metálicas a la luz del sol. El río bajaba

impetuoso y su espuma salpicaba el aire, las

riberas y las plumas blanquinegras de dos

patos cortacorrientes que descansaban

sobre una piedra. 3

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El ruido del motor se suavizó para pasar por el

angosto sendero que había dejado un derrumbe.

-¡Abuelo! ¡Nos vamos a caer!- exclamó Daniel,

mirando hacia abajo.

-¡Ponte el paracaídas!- bromeó Juan, sorteando con

éxito el último tramo difícil.

Veinte minutos después, abuelo y nieto descendían

del vehículo y descargaban su equipaje en el lugar

elegido para acampar un par de noches. Era un

pequeño claro, rodeado por matorrales, dos quillayes de

amplia y acogedora sombra y un solemne maitén.

Antes de armar la carpa Juan pateó con la punta de

su zapatilla un par de bostas secas, que volaron por los

aires y se desintegraron junto a unas plumas grises.

Mientras tanto Daniel lo ayudaba bajando los víveres

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de la camioneta. Cuando depositaba en el suelo un

botellón de agua, el niño se quedó inmóvil y atento.

Entre los arbustos había escuchado crujidos y

un correteo.

-Abuelo…¿oíste?

-¿Qué?

-Ese ruido…

-¿Cuál ruido?

-Ese… entre los matorrales…¿será el puma?

-¡Ojalá que no!- rió Juan. Pero al ver la cara de susto

de su nieto, lo abrazó por los hombros y le dijo:

-Recuerda lo que te conté: el puma ataca sólo si se

siente perseguido.

-¿Y si tiene hambre?

-Se come un guanaco- respondió Juan.

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-¿Y si ya no hay guanacos?

-Se come una liebre.

-¿Y si no hay liebres?

-Un conejo.

-¿Y si no encuentra conejos?

-Un ratón.

-¿Y si no encuentra ratones?

-¡Se come tus salchichas con mayonesa!- volvió a

reír Juan.

Pero Daniel no se rió y siguió con su tema:

-O sea, el puma no se acercará.

-Probablemente no.

-Y si nos sigue ¿lo vamos a ver?

-Difícil: casi nunca se deja ver.

-¡Qué suerte tuviste cuando te encontraste con él!

-Y fue una suerte que yo no le interesara como almuerzo.

-¿Te dio mucho miedo?

-Sí, pero un miedo mágico, como el de los cuentos. Yo

estaba frente a una fiera de largos bigotes blancos y

ojos amarillos que me miraban fijo…¡y la fiera no me

hizo nada!

-¿Y si te hubiera atacado?

- No creo …, pienso que sólo me seguía por

curiosidad: los pumas conocen cada piedra de su

territorio y les gusta tener todo bajo control. Pero si yo

hubiera sido un guanaco y él hubiera tenido

hambre…¿sabes lo que habría hecho conmigo?

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Daniel negó con la cabeza.

El abuelo se puso de pie y se preparó como un actor

ante su público. Movió sus piernas y brazos imitando el

lento paso de un felino y su voz se hizo ronca y dramática:

-Si yo hubiera sido un guanaco no habría alcanzado a

ver ni un solo pelo de sus bigotes, pues él habría estado

escondido entre los matorrales con el vientre pegado al

suelo, esperando el momento preciso. Y mientras yo

olfateaba el aire, pues algo extraño presentía, el Pangui

se habría impulsado como un resorte con sus potentes

patas, y sus uñas antes escondidas para no dejar

huellas se habrían asomado. Entonces

habría caído sobre mí y ¡zas! sus dientes

de cuchillo se habrían hundido en mi

nuca y ¡rasssh! sus zarpas me habrían

desgarrado. Todo habría sucedido en

un segundo.

-¡Menos mal que no somos guanacos!-

murmuró Daniel, mirando a su

abuelo casi con miedo.

-Ni liebres- sonrió el abuelo.

El niño se quedó en silencio.

Volvió la cabeza hacia los matorrales y la

desvió con rapidez.

-¿Por qué le pusiste Pangui, abuelo?

-Yo no le puse Pangui, ese es el nombre que

le dan los mapuches.

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Un rato después, Juan encendía la cocinilla de

camping y preparaba unos tallarines. Los dos

almorzaron con apetito. Juan pensaba en las plantas

que quería fotografiar y en los insectos y animalitos que

a lo mejor se dejarían ver. El niño pensó en la suerte de

tener un abuelo científico que supiera tantas cosas y lo

llevara con él a sus aventuras.

Esa tarde recorrieron los alrededores. Juan, a cada

paso, se inclinaba para fotografiar una planta o su

índice se movía para mostrar a su nieto algo escondido.

- Mira. Eso que parece un canasto es el nido de un

peuco que buscó protección bajo las espinas de este

quisco. Y mira el hoyo cavado acá, en este brazo más

largo: es el refugio de algún ratón.

-¿Y si en vez de uno te hubieras encontrado con

tres?- preguntó Daniel.

-¿Tres nidos…tres quiscos… o tres ratones? -dijo

el abuelo.

-Tres pumas.

-Nunca me habría encontrado con tres pumas

adultos, porque no andan en manada: el puma es un

animal solitario.

-¿Y podríamos saber si anda alguno por aquí?

–insistió Daniel.

-¡Qué obsesionado estás con Pangui..! –comentó el

abuelo antes de responder-: sólo podríamos saberlo por

sus rastros.

-¿Qué rastros?

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-Las fecas, por ejemplo.

-Las fecas son las cacas, ¿verdad?

-Exactamente.

-¡Mira, abuelo, ahí hay unas fecas! ¿Serán del puma?

-No, esas bolitas son de liebre o de conejo. Lo que nos

dice que si por aquí anda Pangui, hay comida para él.

La luz comenzaba a declinar. Poco a poco se iba

llevando los reflejos plateados del río y teñía de morado

las montañas. Los pájaros diurnos enmudecieron y

bajaron a sus árboles. El tucúquere encendió las

enormes linternas de sus ojos y se aprestó para la caza.

Un crujir de hojas delató los correteos de los roedores

que salían de sus madrigueras y las plantas soltaron

sus fragancias para saludarlos.

Abuelo y nieto tomaron sopa y comieron con ganas

pan con queso y jamón. Luego del viaje y la caminata

estaban realmente cansados y se metieron con gusto

en sus sacos de dormir. No pasó mucho tiempo antes

de que los ronquidos de Juan interrumpieran el rumor

de las aguas que a esa hora se escuchaba con nitidez.

Daniel se daba vueltas y vueltas en el saco, pero a

pesar de su cansancio no lograba conciliar el sueño. Su

mente estaba llena de sensaciones e imágenes. Por un

lado, era la primera vez que su abuelo lo consideraba

un hombre grande y lo llevaba con él a su expedición.

Por otro, era la primera vez que se encontraba rodeado

por árboles, montañas, río, rocas, plantas, pájaros,

ruidos, olores y…¡quizás por un puma!

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De pronto lamentó haber tomado tanta agua, porque

le dieron ganas de ir al baño. Se incorporó y movió a su

abuelo por el hombro, para avisarle que saldría fuera de la

carpa. Como la respuesta fue un ronquido más fuerte que

los otros, salió de su saco y se arrastró hacia el exterior.

El cielo se veía blanco de estrellas en la noche del

valle. Se quedó absorto mirando hacia lo alto. Ante esa

inmensidad y belleza, comenzó a experimentar una

emoción nueva que no habría podido explicar. ¡Se sintió

tan pequeño bajo ese cielo que parecía no tener fin! ¡Se

sintió tan indefenso rodeado de esas sombras móviles y

de esas inmóviles! El maitén era ahora un gigante negro

que ondulaba en silencio. La roca donde su abuelo

había apoyado su caja de herramientas era una

inmensa rata envuelta en una capa oscura. Los

arbustos que lo rodeaban eran un ejército camuflado de

hojas negras y listo para el combate.

Daniel olvidó para qué había salido. Pero en cambio

recordó las palabras de su abuelo: “Te llevo conmigo

porque ya cumpliste ocho años y eres un hombre

grande”. Entonces pensó que si era grande, no debería

sentir miedo. Y si dominaba el miedo se transformaría

en héroe. Así, tomó aire, enderezó los hombros, sus

ojos ya más acostumbrados a la noche adquirieron el

poder de dominar las sombras y en cosa de segundos se

sintió como el conquistador de la cuenca del Cachapoal.

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Avanzó unos pasos.

El trozo de luna iluminaba lo suficiente como para

saber por dónde caminaba. Siguió adelante sintiendo

que su valentía necesitaba algo para descubrir. Si había

una liebre, se asustaría de su presencia y él conocería

su carrera; si había un búho, él escucharía su ulular; si

había un zorro, él alcanzaría a ver su cola. Si había

ratones, culebras, bichos, arañas, todos ellos se

esconderían a su paso. Daniel iba con los ojos tan

abiertos que le llegaban a doler y sus pupilas dilatadas

ocupaban casi todo su iris. El corazón le latía fuerte

por el placer de vencer el miedo a la oscuridad y a

lo desconocido.

Caminó decidido unos diez metros más hasta llegar a

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los matorrales que parecían soldados. Giró a la derecha

para continuar la marcha, cuando nuevamente escuchó

un crujido.

Se detuvo.

-¡Liebre, sal de ahí! - dijo en voz alta, para mantener

firme su espíritu de héroe.

Pero ninguna liebre se movió.

-¿No quieres salir? –amenazó, inflando el pecho bajo

su polerón verde.

Pero la liebre no apareció.

Entonces el conquistador extendió sus brazos y con

un gesto decidido separó en dos las ramas del escondite.

Fue cuando lo vio.

Ni siquiera un sonido salió de su boca.

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Ahí, frente a él, dos ojos verde amarillentos lo

miraban fijo. Bajo ellos flotaban, fantasmales, unos

larguísimos bigotes blancos. Y cuando la fiera abrió la

boca y a Daniel le pareció que los cuatro colmillos eran

cuatro puñales, sintió un escalofrío en la nuca.

No se atrevió a mover ni un dedo. Su valentía de

héroe había sido aniquilada por dos ojos que no

pestañeaban y unas fauces que no rugían. Ahora Daniel

era una estatua de brazos abiertos que se aferraba a

las ramas de un matorral oscuro como si fueran las

tablas de un naufragio.

Pangui miraba a Daniel y Daniel miraba a Pangui.

Siguieron así eternos minutos hasta que en un

momento el niño sintió que las rodillas ya no soportaban

su peso. Soltó las ramas y cayó al suelo a la espera del

zarpazo en su hombro y de los colmillos en su nuca.

Pasó un segundo, pasaron dos, pasaron diez y

pasaron veinte. Daniel, hecho un ovillo en el suelo,

temblaba como un cachorro asustado. Y así lo encontró

Juan, que al despertar y ver el saco de dormir vacío de

su nieto, había salido a buscarlo.

-¡Daniel, Daniel!

La voz del abuelo hizo que el niño levantara la

cabeza, se pusiera de pie de un salto y se abrazara con

desesperación a las largas piernas de Juan. Ahora los

temblores se habían unido a las lágrimas.

-¿Qué haces aquí, que te pasó?

-¡Lo vi, abuelo, lo vi!

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-¿A quién?

-Al Pangui… y no me hizo nada…

-¿Por qué saliste de la carpa? ¿Tuviste una pesadilla?

-¡¡¡No!!! Estaba ahí, en el matorral. Le vi los ojos, le vi

los bigotes, le vi los dientes… ¡Y el Pangui no me hizo

nada, abuelo, igual que a ti!

Juan dio unas palmaditas en la espalda de su

nieto y guardó silencio. Y caminó abrazando al

niño, que aún temblaba, de regreso a la carpa.

Más tarde, arropado en su saco, Daniel insistió:

-No me hizo nada, abuelo, no me hizo nada…

Sólo me miró, mientras le flotaban los bigotes y

me mostraba los dientes.

-Sí, Daniel, sí… Ahora duerme.

Daniel cerró los ojos. No le importaba si el abuelo le

creía o no, ni si sus amigos le iban a creer. Pero para él

esa noche iba a ser la más importante de toda su vida:

había estado frente a frente a un puma, se habían

mirado… y seguía vivo.

Afuera, el río bajaba con sus mismos tumbos, saltos

y carreras. El cóndor, el águila y el peuco seguían

durmiendo, mientras los ojos del tucúquere traspasaban

las sombras en busca de los ratones y lauchas que a su

vez salían a buscar raíces y semillas. Y lejos del gigante

negro, de la roca rata y de los matorrales agazapados,

una figura ondulante, lenta y silenciosa, de ojos amarillo

verdosos y largos bigotes blancos, seguía recorriendo

sus dominios bajo la mirada fija de cientos de estrellas.

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El puma (Puma concolor) se extiende por casi toda América, desde

Canadá hasta Magallanes. Junto al jaguar, son los grandes felinos

americanos. Los machos, en las regiones frías, superan los 100 kg y

los 2 m de longitud. A pesar de su tamaño, es cauto y difícil de

observar. Daniel y su abuelo Juan fueron muy afortunados de haber

visto a esta hermosa fiera en su ambiente natural. La emoción de

Daniel es más que justificada…

¿Pero, por qué es tan difícil ver un puma? ¿Por qué un ojo entrenado

sólo ve huellas? ¿Por qué los pastores saben de él sólo cuando cae

sobre sus rebaños? Pues la respuesta hay que buscarla en su forma de

vida. A un predador perfecto, que caza al acecho, no le interesa ser

visto. Durante el pleistoceno americano, hace más de 10.000 años,

conviviendo con grandes leones y tigres dientes de sable, el puma

pudo sobrevivir hasta nuestros días desarrollando un bajo perfil, el de

un poderoso e invisible cazador. Un cazador cuyos ojos verde

amarillentos le brindan una perfecta visión nocturna. Un cazador cuyos

largos bigotes blancos le permiten desplazarse en silencio entre la

vegetación, sin mover una sola rama a su alrededor.

Recuerda que si conoces a los animales puedes leer en el suelo del

bosque. Por eso, cuando vayas al campo, y si tienes mucha suerte,

podrías saber de la presencia del puma si caminas atento a lo siguiente:

● El barro, la tierra arenosa y sobre todo la nieve, son los mejores

sustratos para observar la huella del puma.

● La huella del puma, a diferencia de la de un gran perro,

no marca las uñas; es redonda, con el cojinete

central grande, bien marcado y triangular.

● El rastro del puma, atraviesa quebradas, troncos

y rocas, se mete entre la vegetación, a

diferencia de un gran perro, que generalmente

sigue los senderos.

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