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Conf 1 rubia_vila_(realidad)

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CEREBRO, MENTE Y

CONCIENCIA: NUEVAS

ORIENTACIONES EN

NEUROCIENCIA

Director: Francisco José Rubia Vila

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¿Crea el cerebro la realidad? (Conferencia I)

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(Diapositiva 1)

En el siglo IV a.C Demóstenes constató lo siguiente:

“Nada es más fácil que el auto-engaño. Porque lo que cada hombre

desea también cree que es cierto”. (Diapositiva 2)

Para mí nada es más insufrible que engañarse a sí mismo. Y esa es la

razón por la que pienso que la tarea de deconstruir y revelar esos

engaños es algo que merece la pena emprender. En el marco de esa

tarea está desvelar que estamos engañados respecto a la realidad

exterior.

Tradicionalmente hemos considerado que percibimos la realidad del

mundo exterior porque ésta se refleja en nuestra mente como lo hace en

una cámara fotográfica, siendo esto válido no sólo para la visión, sino

también para el resto de los órganos de los sentidos, incluido el tacto

(Diapositiva 3)

Sin embargo, esto es completamente falso. Los avances en física,

psicología, neurociencia y filosofía nos dicen que la realidad no es lo que

parece. El cerebro no es un órgano pasivo, receptor de información, sino

que el acto de la percepción es un proceso activo en el que el cerebro

tiene mucho que decir. Si tomamos el ejemplo de la visión, lo que

constatamos es que cuando miramos a un árbol, por ejemplo, la luz que

se refleja en sus hojas son radiaciones electro-magnéticas que inciden

sobre los fotorreceptores de la retina del ojo produciendo una cascada de

reacciones químicas que se traducen en impulsos nerviosos que, tras un

recorrido, llegan a la corteza visual donde estos impulsos se integran y

procesan (Diapositiva 4). En la corteza los datos sufren un proceso

complicado que detecta la forma, los patrones, los colores y el

movimiento; luego el cerebro lo integra para formar un todo coherente.

De pronto aparece la imagen de un árbol en nuestra mente, lo que

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supone un auténtico misterio. Esa imagen la genera nuestra

mente/cerebro. Los impulsos que provienen del ojo son exactamente

iguales a los que provienen de cualquier otro órgano de los sentidos y es

el único lenguaje que entiende el cerebro. También las hormonas si

quieren tener un efecto sobre las células nerviosas tienen que traducirse

en impulsos eléctricos, en los llamados potenciales de acción. La imagen

del árbol, pues, es creada por la corteza visual. Y lo mismo ocurre con

los otros órganos de los sentidos.

El sonido de un violín, por ejemplo, genera ondas de presión en el aire

que estimulan células sensoriales en el oído interno que envían impulsos

eléctricos a la corteza auditiva en el lóbulo temporal. Allí los datos se

analizan e integran, terminando con la experiencia consciente de oír

música. Y así con los otros sentidos. Los sentidos son ciegos respecto a

la cualidad de su estimulación, responden sólo a su cantidad. Los

potenciales de acción que se generan en los receptores, que son todos

iguales en amplitud, sólo pueden aumentar o disminuir su frecuencia de

acuerdo con la intensidad del estímulo. Por tanto, son incapaces de

transmitir la cualidad de los estímulos.

Así, impulsos nerviosos que llegan a la corteza del lóbulo occipital

generan sensaciones visuales, si llegan a la corteza temporal,

sensaciones auditivas, etc. A partir de los órganos de los sentidos, la

información pierde toda especificidad.

Otro ejemplo sería el dolor. Cuando nos quemamos un dedo, por

ejemplo, pensamos que el dolor surge allí donde nos hemos quemado,

es decir, en el dedo. Y, sin embargo, esto no es cierto. El dolor, como

cualidad, es generado también por la corteza cerebral. Y la prueba está

en el hecho de que en sujetos que han perdido un brazo siguen

percibiendo el dolor localizado, según ellos, en una extremidad que ya no

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existe. El dolor se produce en el esquema corporal que existe en la

corteza cerebral.

Esto quiere decir que todo lo que vemos, oímos, gustamos, olemos,

tocamos es una creación cerebral a partir de los datos que le llegan de

los órganos de los sentidos. Con otras palabras: todo lo que conocemos

son esas imágenes mentales. Esto va en contra de nuestra más firme

creencia, de la impresión subjetiva, de que lo que experimentamos es

real, que lo que percibimos está ahí afuera, en el llamado mundo exterior.

Pero la neurociencia nos dice que el mundo de nuestra experiencia está

“ahí afuera” tanto como están los ensueños. Cuando soñamos creamos

una realidad que nos parece tan real como lo que entendemos por

realidad, pero cuando despertamos nos damos cuenta que ha sido todo

una creación cerebral, de nuestra mente. Quizá por eso lo que

entendemos por realidad y la realidad onírica son tan parecidas para

nosotros: ambas son producto de nuestro cerebro/mente; la única

diferencia es que lo que entendemos por realidad está basada en

informaciones procedentes de los órganos de los sentidos, mientras que

la realidad en los ensueños procede de estímulos internos. Es de

suponer que Calderón de la Barca (Diapositiva 5) sospechaba este

paralelismo cuando decía que la vida era un sueño. Me viene a la mente

el cuento taoísta del maestro Chuang Tzu que decía que soñó que era

una mariposa que revoloteaba con la brisa del aire, feliz y sin

preguntarse quién era. Cuando se despertó se encontró muy confuso

preguntándose: “¿Soy un hombre que ha soñado ser una mariposa, o

soy una mariposa que sueña ahora que es un hombre? Quizás toda mi

vida no es otra cosa que un momento en el sueño de una mariposa”. El

escritor estadounidense Edgar Allan Poe (Diapositiva 6) decía: “Todo lo

que vemos o parecemos es solamente un sueño dentro de un sueño”.

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Por consiguiente existen dos tipos de realidades: una es la realidad que

experimentamos, nuestra imagen de la realidad; y la otra, la realidad

subyacente que da lugar a esa imagen nuestra y que es igual para todos

los observadores. Algunos autores le han llamado la “realidad absoluta”,

mientras que la realidad de nuestra experiencia recibe el nombre de

“realidad relativa”. Esta realidad relativa significa que sólo podemos

conocer los contenidos de nuestra consciencia, los pensamientos,

sensaciones, percepciones, sentimientos que aparecen en la mente, pero

no las “cosas en sí” como decía el filósofo alemán Immanuel Kant

(Diapositiva 7). Y mucho antes que él Demócrito de Abdera en el siglo V

a.C. ya dijo que no podemos conocer cómo está constituida o no cada

cosa. Asimismo, de Abdera y del siglo V a.C. era el sofista griego

Protágoras que decía que el hombre era la medida de todas las cosas.

Además, la realidad absoluta es mucho más rica que la que da lugar a

nuestra realidad relativa. Sólo aquellos estímulos que encuentran

receptores apropiados son los que son capaces de modificar las

estructuras nerviosas que se encuentran en los órganos de los sentidos.

Así, por ejemplo, no tenemos receptores para las frecuencias que

detectan los murciélagos, ni receptores para rayos infrarrojos, como

algunas serpientes, o ultravioletas, como las abejas y algunos peces de

la profundidad del océano. De manera que nuestros órganos de los

sentidos son auténticos filtros que no dejan pasar más que muy pocos

estímulos. Por ello, el mundo de esos animales que he citado y de

muchos otros tiene que ser algo completamente distinto al nuestro.

Lo que la neurociencia moderna nos dice sobre nuestra limitación en el

acto de la percepción es el resultado de muchos experimentos, y no

supone una gran novedad, pues ya algunos autores en el pasado lo

habían sospechado. El filósofo francés Renato Descartes (Diapositiva 8)

decía que las cualidades secundarias de las cosas (colores, sonidos,

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gustos, olores, etc.) no existían fuera de nosotros, sino en nosotros como

sujetos “sintientes”. Y uno de sus seguidores, Nicolás Malebranche

(Diapositiva 9) argumentaba lo siguiente: “Cuando uno siente calor, no se

engaña en absoluto por creer que lo siente… pero uno se engaña si

juzga que el calor que siente está fuera del alma que lo siente”. O sea,

que Malebranche siguió a Descartes en negar la objetividad de las

cualidades secundarias de las cosas. Y ya en el siglo XVIII el filósofo

napolitano Giambattista Vico (Diapositiva 10) escribía: “Si los sentidos

son capacidades activas, de ahí se deduce que nosotros creamos los

colores al ver, los gustos al gustar y los tonos al oír, así como el frío y el

calor al tocar”.

El filosofo irlandés George Berkeley (Diapositiva 11) decía que sólo

conocemos lo que percibimos, de manera que sus contemporáneos

discutieron si cuando caía un árbol en el bosque y nadie estuviera

presente para escucharlo haría algún ruido o no. Por lo que hoy sabemos

indudablemente no habría ningún ruido, ya que el sonido no es ninguna

cualidad de la realidad absoluta, sino sólo de la nuestra.

Immanuel Kant decía que lo único que podíamos conocer es cómo la

realidad nos aparece, es decir, el fenómeno de nuestra experiencia, pero

nunca la realidad tal y como es. Y añadió más: el tiempo y el espacio no

eran cualidades del mundo físico, sino un reflejo de cómo operaba

nuestra mente.

El científico Albert Einstein (Diapositiva 12) fue el primero que puso en

tela de juicio que el espacio y el tiempo fuesen absolutos, dando a

entender que tanto el uno como el otro son dos aspectos de una realidad

más fundamental a la que llamó “el continuo espacio-tiempo”. Cómo es

ese continuo espacio-tiempo en realidad es algo que nunca podríamos

saber. Se asume que Einstein le dio la razón a Kant porque lo que

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podemos saber de la realidad subyacente son la manera en la que nos

parece que el espacio y el tiempo son dos cualidades diferentes.

No sólo las cualidades secundarias existen sólo en nuestra mente, sino

que lo mismo puede decirse de nuestra percepción de la distancia. La luz

que incide sobre la retina genera una imagen en dos dimensiones del

mundo. El cerebro estima la distancia, por ejemplo de la altura de un

árbol, detectando las pequeñas diferencias entre los datos del ojo

izquierdo y del ojo derecho, los movimientos relativos y nuestra

experiencia pasada respecto al tamaño de los árboles. Así calcula la

altura, generando una imagen en tres dimensiones del mundo y

haciéndonos creer que ese árbol está “ahí afuera”.

La conclusión que podemos sacar de todo esto es que cuando hablamos

de materia, del mundo material parece que nos estamos refiriendo a la

realidad subyacente, cuando de hecho nos referimos a las imágenes de

nuestra mente. El tiempo, el espacio, la materia no están fuera de

nuestra consciencia, sino que no existen si no existiera esa consciencia.

Uno de los escritos filosóficos hindúes, el llamado Ashtavakra Gita dice:

“El mundo que de mí ha emanado, en mí se resuelve, como la vasija en

el barro, la ola en el océano y el brazalete en el oro de que está

compuesto”. Como es sabido, en los textos hindúes el mundo, así como

el yo, son considerados “maya”, o sea, ilusión.

Y en el Libro tibetano de la Gran Liberación encontramos la frase

siguiente: “La materia se deriva de la mente o consciencia, y no la mente

o consciencia de la materia”.

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Por cierto, en física cuántica se conoce que el acto de observar un

fenómeno afecta a lo que se está observando, algo similar a lo que

hemos dicho que hace el cerebro durante la percepción.

El cerebro es un sistema cognoscitivamente cerrado y no abierto al

mundo como creemos. Interpreta las señales que le llegan y las evalúa

según sus propios criterios, por lo que el mundo sensorial es una

construcción del cerebro, aunque no se trate de una construcción

arbitraria.

En ciertas ocasiones nos encontramos con fenómenos que son

prácticamente grietas en nuestra construcción de la realidad. Esto

aparece claro en lo que llamamos ilusiones visuales en donde el cerebro

malinterpreta los datos sensoriales y construye una imagen de la realidad

que lleva a confusión. Un ejemplo de ello es el llamado cubo de Necker

(Diapositiva 13). La mayoría de las personas ve un cubo tridimensional

que puede verse de dos maneras diferentes, aunque generalmente lo

vemos “desde arriba”. Pero lo interesante es que lo que percibimos no

son doce líneas en una hoja de papel, sino un objeto tridimensional, o

sea, con profundidad. Esta profundidad es aportada por el cerebro.

Otros ejemplos de ilusiones visuales nos dicen también que al cerebro no

le interesan los datos objetivos, sino que lo percibido lo relaciona con el

entorno induciéndonos a engaño (Diapositiva 14). O genera objetos no

existentes, como en el triángulo de Kanizsa (Diapositiva 15, 16, 17).

Todos estos ejemplos corroboran lo dicho: el cerebro crea la realidad que

conocemos. Algunos autores nos dicen que esta realidad es una ilusión.

Desde luego, desde el punto de vista de nuestro cerebro esta

reconstrucción del mundo es completamente real. Lo que es un engaño

es creer que las imágenes de nuestra mente son el mundo exterior.

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Existen muchas más ilusiones de forma y de movimiento en las que

parece que el cerebro no trabaja de manera fiable.

La capacidad creativa del cerebro que hemos visto en el ejemplo del

triángulo de Kanizsa es muy común cuando tratamos de recuperar

contenidos de la memoria. En ese proceso de recuperación la memoria

puede fabricar inconscientemente informaciones que faltan o cuando la

información es incompleta seleccionando el elemento cercano que más

se le parece. Ese proceso se ha denominado “confabulación” y tiene

lugar de manera completamente normal porque el cerebro aborrece los

vacíos informativos, generando lo que falta. El individuo cree que la

información fabricada es cierta, lo que explica que dos personas distintas

recuerden versiones diferentes de un mismo hecho. Probablemente,

ninguno de los dos almacenó el 100% de la experiencia. A lo sumo un

90%; el otro 10% será fabricado y cada uno lo hará de una manera

diferente: de ahí que las versiones luego difieran.

Parece ser que es el hemisferio izquierdo el que confabula. Los enfermos

con cerebro escindido son pacientes que sufriendo de epilepsia fueron

operados por el neurocirujano cortando todas las fibras que unen un

hemisferio con el otro, es decir, el llamado cuerpo calloso con sus 200

millones de fibras. Con estos enfermos se realizó el siguiente

experimento (Diapositiva 16). Al paciente se le requirió que fijase el

centro de una pantalla en la que se proyectaron dos imágenes. La

imagen de la izquierda del campo visual, una escena nevada, se

transmitió al hemisferio derecho por el cruce de las vías visuales y la del

hemicampo visual derecho, la pata de una gallina, al hemisferio

izquierdo. Luego se le pidió al paciente que eligiese de entre varias con

cada mano la imagen más cercana a la que había visto. La mano

izquierda, controlada por el hemisferio derecho, eligió una pala y la mano

derecha, controlada por el hemisferio izquierdo, la cabeza de una gallina.

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Preguntado por qué había elegido con la mano izquierda la pala, el

paciente respondió, con el lenguaje que en la mayoría de las personas se

localiza en el hemisferio izquierdo, que para limpiar la porquería del

gallinero. El paciente interpreta una conducta con el hemisferio parlante

de la que no tiene conocimiento por estar ese hemisferio independizado

del otro. Michael Gazzaniga, el neurocientífico que realizó este

experimento, le llamó al hemisferio izquierdo el “hemisferio intérprete”. En

realidad es un hemisferio mixtificador, porque engaña con sus

interpretaciones.

Este experimento recuerda también lo que ocurre en el estado hipnótico.

Si el hipnotizador, por ejemplo, en plena hipnosis le dice al sujeto que se

ponga a gatas en la alfombra, el individuo obedece en un estado

inconsciente. Si en ese momento el hipnotizador lo despierta y le

pregunta al sujeto qué hace a gatas en la alfombra, el sujeto responde:

“es que se me ha caído una moneda”. En estado consciente, la persona

observa un comportamiento que no ha sido dictada por ella y el cerebro

interpreta su motivación falsificando la realidad. Aquí, de nuevo, el

cerebro rellena una información que le falta confabulando.

Partiendo de la filosofía de Immanuel Kant, una corriente llamada

“constructivismo” afirma que la realidad no se encuentra fuera del

observador, sino que es construida por su aparato cognoscitivo, por su

mente. En este sentido, el primer constructivista fue el filósofo napolitano

Giambattista Vico, antes citado, que acuñó la célebre frase: “verum

ipsum factum”, o sea, “lo verdadero es lo mismo que lo hecho”. Esta

unión del conocimiento con la acción se expresa elocuentemente en la

frase de Antonio Machado: “caminante, no hay camino, se hace camino

al andar”.

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Ya en este siglo, en Austria se conocen como constructivistas Paul

Watzlawick, Heinz von Foerster y Ernst von Glasersfeld, todos emigrados

a Estados Unidos. En Chile los autores conocidos son Humberto

Maturana y Francisco Varela.

En relación con el concepto que tradicionalmente tenemos de objetividad,

es decir, de que los objetos están afuera e independientemente de

nosotros, von Foerster dice: “Objetividad es el delirio de un sujeto que

piensa que observar puede hacerse sin él”. Este mismo autor nos dice

que el cerebro es mucho más receptivo para cambios en el entorno

interno que en el externo, refiriéndose al hecho de que tenemos

aproximadamente cien millones de receptores sensoriales frente a unos

diez billones de sinapsis en nuestro sistema nervioso, lo que interpreta

como que somos 100.000 veces más receptivos a lo que ocurre dentro

de nuestro cerebro. El neurocientífico chileno Humberto Maturana, antes

mencionado, llegó también a esa conclusión cuando observó que la

presentación de un color en el campo visual de un sujeto no producía

tanta actividad cerebral como cuando el sujeto pensaba en ese color, es

decir, que el cerebro estaba mucho más ocupado consigo mismo que

con la realidad exterior.

El psicólogo suizo, Jean Piaget (Diapositiva 17), está considerado

también como un constructivista psicológico, es decir, que considera que

el individuo no es un mero producto del ambiente, ni un simple resultado

de sus disposiciones internas, sino una construcción propia que se va

produciendo día a día como resultado de la interacción entre esos dos

factores. El conocimiento no sería una copia de la realidad, sino una

construcción del ser humano.

Esta visión del cerebro está de acuerdo con la neurofisiología moderna.

Según ésta, nuestro mundo cognoscitivo puede dividirse en tres ámbitos

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distintos. El primero es el ámbito de las cosas y procesos que pertenecen

al llamado entorno: se le ha llamado el “mundo de las cosas”. El segundo

ámbito es al que pertenece nuestro cuerpo y todas sus experiencias, o

sea, el “mundo del cuerpo”. Y el tercer ámbito es el de los estados y

experiencias “no corporales”, como los sentimientos, ideas y

pensamientos. Por regla general no confundimos estos tres ámbitos. En

psicopatología, sin embargo, podemos encontrar que algunos

esquizofrénicos confunden estos ámbitos e informan que sus manos, por

ejemplo, no les pertenecen, sino que son tratadas como cosas.

El cerebro distingue estos ámbitos según criterios en parte heredados y

en parte adquiridos. Mientras el entorno está representado sólo

sensorialmente, el propio cuerpo se representa tanto desde el punto de

vista sensorial como motor. Sabemos lo que hacemos desde el punto de

vista motor, porque cada movimiento produce impulsos sensoriales que

vuelven al cerebro y le informan del movimiento realizado. Si esta

realimentación sensorial falta, la extremidad ya no es considerada como

propia.

Esa diferenciación entre el “mundo de las cosas” y el “mundo corporal” la

aprendemos en parte. Hace ya algunos años Held y Hein realizaron el

siguiente experimento. Colocaron un gatito recién nacido en una cesta y

otro en un arnés que movía la cesta como en una noria (Diapositiva 18).

Ambos se movían en un entorno de rayas verticales alternativas blancas

y negras. El gato que andaba y tiraba del otro desarrolló su sistema

visual normalmente. El gato en la cesta, que pasivamente era movido por

el otro, quedó ciego. Este ejemplo sirve para indicar que el mundo de la

percepción se adquiere de manera activa, recordándonos la frase antes

mencionada de Vico: “lo verdadero es lo mismo que lo hecho”.

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A lo largo de la evolución, entre el estímulo y la respuesta se ha ido

generando todo un sistema que cada vez se ha alejado más del entorno

y que casi se independiza de él: el sistema nervioso. Una prueba de ello

son algunas cifras interesantes al respecto. Por ejemplo, durante todo

este período de tiempo la diferencia entre el número de fibras del nervio

óptico de la rana es de 500.000, mientras que en el hombre es de

aproximadamente un millón. Sin embargo, si comparamos el número de

células nerviosas del cerebro, en la rana encontramos unos pocos

millones y en el cerebro humano 100.000 millones. La sensorialidad

primaria no ha crecido mucho entre estas dos especies, pero sí, y de

manera extraordinaria el procesamiento interno de las señales que

provienen de la periferia.

Un importante rendimiento de este cerebro casi autista es lo que se

denomina la constancia de los objetos, aunque cambien de lugar o de

apariencia. Por ejemplo, las hojas verdes de los árboles en un día

soleado tienen a mediodía un aspecto completamente distinto que en la

penumbra del crepúsculo, que reflejan ondas electromagnéticas más

cerca del rojo que del verde, pero nosotros seguimos percibiéndolas

como verdes. Este hecho y otras constantes nos permiten orientarnos en

un mundo constantemente cambiante, percibiéndolo como estable.

Por todo lo dicho podemos concluir que la percepción no es ningún

proceso pasivo o reflejo del mundo exterior, como siempre se ha

pensado, sino un proceso activo en el que las experiencias pasadas, la

memoria, las emociones y las expectativas juegan un papel importante.

No estamos separados de nuestro entorno, pero nuestro cerebro actúa

casi de manera independiente creando un mundo artificial y que proyecta

hacia el exterior. Probablemente, de esta manera, podemos anticipar y

prever muchas conductas antes de realizarlas, lo que, sin duda, tiene un

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valor importante para nuestra supervivencia, único interés que el cerebro

tiene: la supervivencia del organismo que lo alberga.

Quisiera terminar con una historia sacada del budismo zen:

Estaban dos monjes discutiendo sobre la bandera que ondeaba encima

del templo. Uno de ellos decía: “la bandera se mueve”, y el otro decía: “el

viento se mueve” y así no se ponían de acuerdo sobre quién llevaba

razón. Entonces el sexto patriarca Hui Neng les dijo: “Señores, no es la

bandera la que se mueve ni tampoco el viento, es vuestra mente la que

se mueve”.