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©CONSEJO NACIONAL DE POBLACIÓNHamburgo 135, col. JuárezC. P. 06600, México, D. F.www.conapo.gob.mx

INSTITUTO DE MEXICANOS EN EL EXTERIORwww.ime.gob.mx

CONSEJO NACIONAL PARA LA CULTURA Y LAS ARTESwww.conaculta.gob.mx

FONDO DE POBLACIÓN DE LAS NACIONES UNIDASwww.unfpa.org.mx

Historias de Migrantes México-Estados UnidosPrimer ConcursoPrimera edición: noviembre de 2006ISBN: 970-628-861-9 Se permite la reproducción total o parcialsin fines comerciales, citando la fuente.

Impreso en México

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Reconocimientos

A todos los integrantes del Jurado Calificador:

Marco Aurelio CarballoDavid Martín del CampoRafael Ramírez Heredia (QEPD)Óscar de la BorbollaMónica LavínEugenio AguirreRosy OcampoJesús Guzmán UriósteguiBernardo Fernández BrigadaCristina Rivera Garza

A los enlaces institucionales:

Sofía Orozco Aguirre (IME)Sergio Martínez Sánchez(CONACULTA)Angélica Aguilera Figueroa (CONACULTA)Iris Lujambio (UNFPA)Napoleón Camacho Brandi (CONAPO)

A los compañeros de la Secretaría General del CONAPO, por el acopio y clasificación de las historias:

Sergio Rojas ValdésArmando Correa LazzariniMaritza Moreno SantillánMyrna Muñoz del ValleLourdes Rodríguez del PradoAraceli Franco SantillánMaría de la Luz Lozada ZarcoRoberto Hernández HernándezGloria Hernández MorenoIrma Linares Gómez

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* El día 14 de septiembre de 2006, el Jurado Ca-

lificador del Primer Concurso de Historias de Mi-

grantes, integrado por Eugenio Aguirre, Óscar de

la Borbolla, Marco Aurelio Carballo, Bernardo Fer-

nández, Jesús Guzmán Urióstegui, David Martín

del Campo, Mónica Lavín, Rocío Ocampo, Rafael

Ramírez Heredia y Cristina Rivera Garza, otorgó

el primer lugar, en su respectiva categoría, a Janet

Martínez, Alicia Reyes Acosta, Maryela Ávila Gar-

cía y Martha Elena Nava Tablada.

Además, el Jurado resolvió conceder mención ho-

norífica a Jorge Hernández-Fujigaki, Jaime César

Rezendiz Cabrera, José de Jesús Muñoz Serrano,

Janette Martínez de Rosete, Armando Zúñiga, Cyn-

thia Viridiana García Martignon, Gloria Maricela

García Landaverde, José Raúl Olmos Castillo, Ma-

ría Teresa Velázquez Navarrete, Candelario Briones

Bravo, Ignacio Alejandro Muñoz Silva, María Dolo-

res Fausto García, José Manuel Santiago Gayosso y

Gabriel Argenis Ponce Fuentes.

Las Historias se publican sin mayores intervencio-

nes, y en la preparación de la edición sólo se hicie-

ron mínimos cambios ortográficos y de puntuación

cuando fue estrictamente necesario.

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Índice

Presentación / 7Ing. Lauro López Sánchez AcevedoSubsecretario de Población, Migración y Asuntos Religiososde la Secretaría de Gobernación

Introducción / 9Mtro. Octavio Mojarro DávilaSecretario General del Consejo Nacional de Población

Historias ganadoras

Categoría 12 a 20 años (México) / 15Los viajes, mi viajeMaryela Ávila García (Mar)

Categoría 12 a 20 años (Estados Unidos) / 23La pobreza exigeJanet Martínez (Zapoteca)

Categoría 21 años y más (México) / 29Más adelante Dios diráMartha Elena Nava Tablada (Petla)

Categoría 21 años y más (Estados Unidos) / 47El sueño equivocadoAlicia Reyes Acosta (Alma Rivas)

Menciones Honoríficas

Categoría 12 a 20 años (México) Doble sueño: doble desilusión / 71VolaveruntEl amargo despertar del sueño americano / 83NeserecLa fuerza de la necesidad / 109TiernoSi mi mamá se hubiera quedado no estaría con nosotros / 127Cuauhtli

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Categoría 20 años y más (Estados Unidos)

Rams / 137FujiEl nómada al atardecer / 141El MolNosotros también migramos / 147El ChichimecoEl sueño mexicano / 171AndreaVeredas de esperanza / 189Torbellino

Categoría 20 años y más (México)

Los pasos al Norte / 209Verania¡Quiero estudiar! / 237DespatriadaMis paisanos / 251GanchosoSangre zacatecana en la guerra / 277María IgnaciaYo un migrante más / 283Desilusionado

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Presentación

El Consejo Nacional de Población, el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, el Instituto de los Mexicanos en el Exterior de la Secretaría de Relaciones Exteriores y el Fondo de Población de las Naciones Unidas presentan esta publicación que integra los cuatro trabajos que el ju-rado seleccionó como ganadores del Primer Concurso de Historias de Migrantes. México-Estados Unidos, así como las catorce obras que recibieron mención honorífica.

El concurso estuvo dirigido a mujeres y hombres de 12 años y más, residentes en México o en los Estados Uni-dos, mexicanos por nacimiento o descendientes de mexi-canos que han experimentado el fenómeno migratorio o conozcan de algún familiar, vecino o amigo cercano con una historia que contar. El concurso buscó estimular la ela-boración de testimonios que den cuenta de las motivacio-nes que propician la migración, las dificultades y riesgos que implica el proceso de migración, tanto para los hom-bres como para las mujeres, así como los apoyos institu-cionales y familiares recibidos en el tránsito, la llegada y la integración en las regiones de destino.

Los autores de estas obras han sabido transmitir sus vivencias, percepciones y hechos de vida en una histo-ria migratoria y representan a miles de otros testimonios vivos de otras tantas historias o de relatos similares que no han podido ser hechos públicos La expresión literaria del fenómeno migratorio constituye una herramienta fun-damental para contribuir a una mejor comprensión del fenómeno porque revela con crudeza los sentimientos humanos más profundos de los protagonistas involucra-dos en la migración.

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Historias de migrantes México-Estados Unidos

Las múltiples y variadas historias narradas por los par-ticipantes en este concurso tienen el mérito excepcional de indicar a los responsables de la toma de decisiones, a los ciudadanos interesados y al público en general las pistas más certeras para diseñar programas y acciones a fin de que el proceso migratorio contribuya al desarrollo personal, familiar y de las comunidades.

Nuestro más sincero reconocimiento y gratitud a todos los que hicieron posible este concurso, y muy parti-cularmente a todos aquellos jóvenes y adultos, hombres y mujeres, que tuvieron la iniciativa y la bondad de darnos a conocer sus historias.

Ing. Lauro López Sánchez AcevedoSubsecretario de Población,

Migración y Asuntos Religiosos

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Introducción

La migración de mexicanos a Estados Unidos es un fe-nómeno complejo, con una prolongada tradición y con profundas repercusiones sociales, económicas y culturales en ambos países. Varios son los factores que subyacen a este fenómeno. Acaso los más importantes derivan de la enorme asimetría económica y del elevado grado de in-terdependencia entre los mercados de trabajo de ambos países; a los que se suman las redes sociales y familiares establecidas entre mexicanos y una extendida cultura de la migración construida a lo largo de los años.

El número de migrantes mexicanos que residen en los Estados Unidos asciende a más de 11 millones, que suma-dos a los descendientes o de segunda y tercera generación la cifra asciende a 28 millones de personas con fuertes lazos sociales, económicos y culturales con nuestro país. Además, el fenómeno ha adquirido tal importancia cuan-titativa que prácticamente todos los municipios de nuestro país y los condados de los Estados Unidos dan cuenta de la presencia de este fenómeno.

En este contexto de una gran dinámica migratoria nació el Primer Concurso Historias de Migrantes. Méxi-co-Estados Unidos, convocado por el Consejo Nacional de Población, el Instituto de los Mexicanos en el Exterior (IME), el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CO-

NACULTA), y el Fondo de Población de las Naciones Uni-das (UNFPA). La convocatoria estuvo vigente entre abril y julio de 2006 y fue concebido como un espacio para que hombres y mujeres de 12 años y más de edad pudieran expresar sus historias y reflexiones sobre el fenómeno mi-gratorio.

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Historias de migrantes México-Estados Unidos

Se buscó la participación de mexicanos o descendientes de mexicanos, residentes en México o en Estados Unidos de manera temporal o permanente y que tuvieran una his-toria propia o que pudieran contar un testimonio que le sucedió a un familiar, amigo u otra persona. Las carac-terísticas y naturaleza binacional de la migración exigió promover la convocatoria por igual en México y en los Estados Unidos, por lo que el concurso resultó un medio atractivo para compartir sus experiencias y vivencias que pueden ser de utilidad para otros.

A través de sus historias, los 1 048 concursantes, 175 de los Estados Unidos y 873 de México, dieron cuenta de las condiciones críticas de desigualdad imperantes y falta de oportunidades para construirse un futuro en el país, y de la persistente exclusión social que impulsa la bús-queda de una vida mejor allende a nuestras fronteras. Los testimonios reconocen la violencia y discriminación hacia las mujeres, los riesgos y vulnerabilidades a que están ex-puestos los migrantes indocumentados, así como las difi-cultades para integrarse a la sociedad norteamericana. No obstante, también son voces que hablan con elocuencia, de experiencias liberadoras, de entereza, de éxito, de soli-daridad entre migrantes.

La presente publicación incluye las cuatro historias ganadoras, que ofrecen enseñazas y claman por un cam-bio de destino que está en nuestras manos y decisiones. La historia de Alicia Reyes Acosta, de Nueva York, EU, en la categoría de 20 años y más de edad, en su obra el “Sueño equivocado”, narra cómo la discriminación laboral y la in-defensión ante el poder local la obligaron a migrar a Esta-dos Unidos. Revela con crudeza la violación a su integri-dad física y derechos humanos, anota el trato denigrante de los polleros y otras vicisitudes que adquieren un mayor dramatismo en el caso de las mujeres; y verifica el proceso lento y difícil de su integración a la sociedad norteame-ricana. Sintetiza su experiencia de que si las causas que

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la orillaron a migrar no hubieran existido, “…jamás, jamás hubiera pensado en venir a este país, porque éste no era mi sueño; pero aprendí a vivir este sueño equivocado”.

Para Maryela Ávila García, del Distrito Federal, gana-dora en la categoría de 20 años y más de edad con su historia “Los viajes, mi viaje”, refiere a la historia migratoria de su familia desde la época del Programa Bracero. En este proceso destaca las penurias y carencias vividas, refiere a la migración con reiteradas idas y regresos al vecino país. Su experiencia de trabajo en el campo californiano la hace concluir que “… yo no quería eso para mí”. Por su sueño de estudiar y superarse, decidió dejar a su familia y regresar a México para cumplir su meta de terminar la universidad, algo que no pudo hacer allá, y que está segura de lograr aquí, pues está convencida de que “…cuando deseas algo realmente con el corazón, el mundo entero conspira para que lo logres”.

Martha Elena Nava Tablada, de Xalapa, Veracruz, ganadora en la categoría de 12 a 19 años de edad con su historia “Mas adelante dios dirá”, ve en su protagonista Nicolás, cómo la falta de oportunidades para sobrevivir en su región lo orilló a migrar. Describe el drama y lo pe-ligroso que es cruzar la frontera como indocumentado. Ya en Nueva York, le pareció poco atractiva su vida cotidiana que se reduce a trabajar duro y dormir poco. Manifiesta su amor por su país y el deseo de vivir aquí. Traza su meta de trabajar unos pocos años en Estados Unidos y juntar algo de dinero para retornar y establecerse en México.

El caso de Janet Martínez, de Los Ángeles California, EU, ganadora de la categoría 12-19 años de edad con su historia “La pobreza exige”, describe un caso de supera-ción y éxito, gracias dice, “al gran espíritu de superación que por herencia tenemos los indígenas”. Janet concluye diciendo que el espíritu de superación y triunfo de su abue-lo la inspira y motiva a lograr sus metas, y que una de sus ambiciones es lograr culminar una carrera universitaria.

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Introducción

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Historias de migrantes México-Estados Unidos

La publicación incluye, además, los catorce trabajos a los que, por su contenido y calidad, el Jurado otorgó menciones honoríficas, de los cuales cinco fueron envia-dos de los Estados Unidos, dos de California y Texas, res-pectivamente, y una de Maryland. Las nueve procedentes de de nuestro país llegaron del Distrito Federal, Durango, México, Guanajuato, Michoacán, Tlaxcala, San Luis Poto-sí, Sinaloa y Zacatecas.

El concurso ofrece una muestra de material inédito, sumamente valioso para reflexionar sobre las múltiples causas y consecuencias del fenómeno migratorio. Esta pu-blicación está llamada a convertirse en una fuente obliga-da de consulta para la formulación de políticas que hagan de la migración un proceso seguro, ordenado, legal y que contribuya al bienestar en ambos países.

Mi más sincero agradecimiento al personal de las instituciones convocantes que colaboró en el proyecto: al CONACULTA y a sus representaciones estatales, a la siem-pre solidaria colaboración de los Consejos Estatales de Población, al apoyo invaluable del IME por su eficiente coordinación con los consulados, clubes de migrantes y otras asociaciones de mexicanos en los Estados Unidos, y al UNFPA por su apoyo técnico y financiero. También nuestro agradecimiento al Jurado Calificador por el arduo y calificado trabajo realizado.

Para todas y todos los participantes y personal ope-rativo que hizo acopio y organizó el cuantioso material recibido, mi más sincero reconocimiento.

Mtro. Octavio Mojarro DávilaSecretario General

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Los viajes, mi viaje

Maryela Ávila García (Mar)

Categoría 12 a 20 años, México

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La Historia de migración en mi familia comenzó con mi abuelo materno, quien participó en el Programa Bracero. Años después, unos tíos comenzaron a emi-

grar a Estados Unidos. Mi madre, tentada por el sueño de una vida mejor y en un viaje de aventura, emigró a California en 1989. Después mi padre la siguió junto con mi hermano, que es dos años mayor que yo. Yo tenía tres años y buscaba a mi mamá, por eso es que también nos fuimos a California mi abuelita, mi hermana mayor y yo. Estuvimos casi un año pero a mi abuelita no le gustaba estar allá, por lo que decidimos regresarnos, excepto mi padre que se quedó a trabajar. Regresamos a Tócuaro, un pequeño pueblo en el estado de Guanajuato, y mi madre iba a ver a mi padre unas dos o tres veces al año.

Fue hasta abril de 1995, tras la muerte de mi abue-lita, que mi madre decidió irse a vivir y establecerse junto con mi padre. Se fue, y cuando terminaron las clases man-dó por mi hermano menor y por mí. Éramos cuatro, dos mujeres y dos hombres. Mis hermanos mayores se que-daron con una tía en la ciudad de México. Mi hermano y yo volamos de Morelia a Tijuana junto con dos tíos (un hermano y un primo de mi mamá). Ellos iban a tratar de cruzar la frontera ilegalmente por el cerro. A nosotros nos iba a recoger una tía, con la cual pasamos la línea fronte-riza en carro, con actas de nacimiento de otros niños. Yo tenía apenas nueve años y tenía miedo de que agentes de emigración nos hicieran preguntas, y al mismo tiempo era emocionante porque sabía que estaba cerca de vivir con mis papás.

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Historias de migrantes México-Estados Unidos

Finalmente, todo salió bien y en unas cuantas ho-ras ya estábamos en Pasadena, California. Estaba contenta de estar con mis padres. Sin embargo, a mi padre no le agradó mucho la idea de que mi hermano y yo estuvié-ramos ahí. Al contrario, pareció molestarle y es que mi mamá quería darle la sorpresa, y no le dijo nada hasta que llegamos.

A mí me dolió mucho su rechazo. Después de algu-nos meses entendí su reacción, y es que a un mes de ha-ber llegado nosotros, él se fue y nos abandonó. Se fue sin decir nada, sin decir adiós. Al parecer tenía todo planeado para irse con otra mujer.

Nosotros representábamos una amenaza para sus planes, quizás remordimientos. Se fue dejándonos con las deudas del teléfono, de luz, del departamento. Mi madre no tenía ni un dólar y se sentía desesperada. Estaba deshe-cha y el panorama era desolador, por lo que tomó la deci-sión de mandar por mi hermana mayor e irnos a Hopland, un pueblito al norte de California, junto con mis tíos que ya se encontraban con nosotros después de haber sufrido varios días en la frontera. Mi hermana llegó y dejamos el departamento con todo y muebles.

Cuando llegamos a Hopland, mi madre se encontró con la noticia de que no se podía quedar ahí con niños, ya que era peligroso porque había maquinaria en las huertas de peras y manzanas, en el rancho. Entonces, un conoci-do le dijo que un muchacho de nuestro pueblo se iba a regresar, pero que vivía a más de tres horas de ahí. Así fue como llegamos al valle de Salinas, una pequeña ciudad cuya principal economía es la agricultura. Estando ya ahí, y a un día de mandarnos de regreso a México, mi madre desistió de la idea y decidió que nos íbamos a quedar a vivir ahí. Al siguiente día, sin conocer a nadie salió a las calles en busca de trabajo. Encontró trabajo en la fresa (cortar fresas), donde empezó a trabajar al tercer día. Era un trabajo muy fuerte y si para un hombre es difícil mucho

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Historias ganadoras

más para una mujer que no estaba acostumbrada al tra-bajo pesado. Era desesperante verla llegar casi sin poder moverse y muerta de cansancio. Durante el día trataba de mantenerse entera y ponerse una mascara de fortaleza, por las noches se derrumbaba y su voz se quebraba en llanto. Tenía que sobrellevar la muerte de su madre, el abandono de mi papá y tenía que sacar adelante a una fa-milia. Pasaron los días y tuvo que acostumbrarse al trabajo y a la nueva vida que estábamos comenzando.

Mi hermanito y yo entramos a la escuela. Fue una etapa difícil ya que no hablábamos inglés. Yo tuve que adaptarme al sistema de la escuela, batallar con el idioma, con las costumbres y sufrir también el rechazo de algunos compañeros. El ser llamado mojado, pasa e indocumen-tado. Pronto llegó el invierno y se acabó la temporada de trabajo. Estábamos en el mes de diciembre y pronto iba a ser Navidad, y nosotros no teníamos dinero para comprar qué comer. Mi hermano lloraba por un vaso de leche, mi madre lloraba por no poder dárselo. Yo lloraba por verlos sufrir.

Ese ha sido el peor año de mi vida, no sólo por todo el sufrimiento sino también por todas las carencias. A veces teníamos que pedirles comida a unas vecinas que, por cierto, nos ayudaron mucho. Como dicen por ahí, des-pués de la tormenta viene la calma. Llegó la temporada de trabajo y poco a poco nuestra vida comenzó a mejorar. Tuvimos para cambiarnos a una casa. Mi mamá mandó por mi hermano que estaba en el D.F., el cual también sufrió en su intento de cruzar la frontera junto con mi tío. Afortunadamente pudimos reunirnos después de casi un año de no vernos.

Por fin estábamos todos juntos y nuestros lazos fami-liares se hicieron más fuertes. Poco tiempo después una vez más la fortaleza de mi madre se puso a prueba. El 21 de septiembre de 1996 recibimos la noticia de que mi tío, con el cual mi hermano cruzó la frontera, había muerto.

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Historias de migrantes México-Estados Unidos

Para mi mamá fue en golpe muy fuerte, no sólo porque era el hermano con el que tenía mayor comunicación sino también por la manera tan trágica de morir. Lo asesina-ron en Hopland, California. Trataron de asaltarlo y recibió quince puñaladas, una en el corazón.

Tuvimos que viajar hasta allá y mi mamá tuvo que identificar el cuerpo. Fueron días muy difíciles. Me dolió mucho porque mi tío había ocupado el lugar que dejó mi papá. Él representaba esa figura paterna. Pero, en diciem-bre de ese mismo año, también llegó alegría a la casa. Mi hermana mayor, con apenas quince años, se había junta-do en unión libre con su novio, mi mamá se convirtió en abuela y yo en tía por primera vez, con apenas diez años de edad.

Así pasó un tiempo, hasta que decidimos regresarnos a México. Mi hermana, que se había separado de su pa-reja, se regresó con nosotros junto con su bebé de ocho meses. Llegamos a Guanajuato y comenzamos la escuela. Mi madre sólo estuvo un par de meses porque al ver nues-tra situación económica se regresó a California. Nosotros estuvimos un año. No aguantamos más, ya que nos había-mos acostumbrado a vivir en Estado Unidos y, más que nada, a estar cerca de nuestra madre, que era la cabeza de la familia y era madre y padre a la vez.

Regresamos a Salinas y esta vez unas primas nos acompañaron en el viaje. Todos pasamos por la línea con actas de nacimiento. Una vez más la suerte nos acompañó. Llegamos a la casa donde vivía mi mamá y todos nos que-damos en un cuarto. No llevábamos ropa y fue un poco di-fícil (mientras nos acomodamos), aunque nada comparado a la primera vez. Nos mudamos a un departamento, cada una de mis primas hizo su vida. Mi hermano mayor decidió no seguir en la escuela y entró a trabajar. Mi hermana en-contró una nueva pareja y salió embarazada por segunda vez. Yo terminé la secundaria y entré a High School. Des-pués nos cambiamos de casa a una más grande.

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Historias ganadoras

Al pasar de unos años creo que ya nos habíamos acostumbrado al estilo de vida de la ciudad. Terminé la preparatoria y me convertí en la primera de mi familia en lograrlo. Para mí eso no era suficiente, uno de mis sueños y metas es obtener un título universitario. Pero como no pude entrar directamente a la universidad, por no ser resi-dente legal y no poder pagar colegiaturas, entré a Hartnel College un colegio comunitario, pero de nivel universita-rio, donde realicé dos años de Arte.

Para entonces ya había aprendido lo difícil que es ga-narse la vida. Yo sabía que el trabajo del campo era difícil, pero no supe qué tan difícil era hasta que en vacaciones anteriores trabajé en el transplante de brócoli y en la le-chuga. Ahí supe que yo no quería eso para mí. Que que-ría salir adelante, y en cierta manera recompensar todo el sacrificio de mi madre. Gracias a Dios he tenido todo el apoyo de mi familia, el abandono de mi padre no ha sido una desventaja, al contrario, ha sido algo que me ha esti-mulado a querer superarme y cada día ser mejor.

Hoy día, mi madre sigue trabajando en la agricultura, un trabajo muy digno pero muy agotador. Gracias a ello me ha dado todo, todo lo que tengo se lo debo a ella, al igual que todo lo que soy. Aunque fueron difíciles los pri-meros años, y fue difícil el estar en una ciudad donde no conoces a nadie y aprender un idioma al cual eres ajeno. Estar lejos de casa, añorar el pasado, recordar a los ami-gos. A pesar de todo esto, también es gratificante ver a tu familia unida superar todas las dificultades y aprender la vida.

Tengo también mucho que agradecer a Estados Uni-dos por todo lo que me ha brindado: una educación (ex-cepto la universidad), la oportunidad de conocer nuevos lugares, aprender un segundo idioma, que a lo largo de mi vida sé que va a ser una gran herramienta. También porque en Estados Unidos he conocido personas maravi-llosas, he tenido excelentes maestros, grandes amigos, per-

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Historias de migrantes México-Estados Unidos

sonas excepcionales que han aportado algo significativo a mi vida. Personas que me han enriquecido como persona y que definitivamente han hecho un cambio drástico en mi vida. Hoy soy una extranjera en mi propio país ya que, a pesar de haber nacido en el Distrito Federal, siempre fui ajena a esta ciudad. Una ciudad tan caótica, tan es-tresante, pero tan colorida, tan diversa, que te hace sentir en casa. Por eso estoy aquí, por todo lo que esta ciudad me hace sentir y también por tratar de llegar a mi meta, y terminar la universidad.

Estoy asimilando la vida capitalina y estoy readap-tándome a mi país, sintiéndome en casa con mi gente, con mis paisanos mexicanos. También estoy en busca de mis sueños y aunque sé que no es fácil, quién dice que las cosas que realmente valen la pena son fáciles, son las que cuestan más. Sin embargo un día escuché una frase y es la que me ha acompañado siempre: “cuando deseas algo realmente con el corazón el mundo entero conspira para que lo logres”. Me vine de California hace un par de meses ¡y extraño tanto a mi familia! Sin embargo, también lo hago por ellos. Espero poder verlos pronto y decirles cuánto los quiero. Por lo pronto estoy tras lo que deseo.

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La pobreza exige

Janet Martínez (Zapoteca)

Categoría 12 a 20 años, Estados Unidos

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La pobreza exije, dijo mi abuelo, reflexionando en su decisión de migrar a los Estados Unidos. De niño no tenía zapatos y andaba descalzo en su pueblo de Zo-

ogocho en la Sierra Norte de Oaxaca. Su idioma materno no era el español sino una lengua indígena, el zapoteco. Mi abuelo estudió sólo hasta el tercer grado de primaria, pese a esto y su escaso dominio del español tuvo la necesi-dad de trabajar desde muy chico para ayudar a su madre.

En 1970 decidió salir de su tierra natal, enclavada en la Sierra, y emigrar a los Estados Unidos en busca de sufi-ciente dinero para poderse comprar dos vacas, y regresar a su pueblo a trabajar con ellas. Al tratar dos veces de cruzar la frontera y fallar, el señor que lo acompañaba le dijo: —Estas salado, mejor vete solo –y lo abandonó a su suerte en la cuidad desconocida de Tijuana. A pesar de que no conocía a nadie en Tijuana, ni hablaba bien el es-pañol, mi abuelo no se dejó derrotar, él encontró trabajo y logró ahorrar. Sin ayuda y con sólo la ropa que tenía en su espalda regresó a la cuidad de México a buscar a su primo, quien lo ayudó a conseguir trabajo. Mi abuelo ahorró suficiente dinero para otra vez emprender su viaje en búsqueda del sueño estadounidense.

Esta vez sí logró cruzar la frontera y llegó a casa de su cuñada, quien le brindó la mano. Sin embargo, al mes, debido a los celos y alcoholismo del esposo de ella, mi abuelo no pudo estar más tiempo con ellos y le pidieron que se fuera. Para mi abuelo esto fue una gran tristeza ya que esto significaba la soledad completa, pues su espo-

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Historias de migrantes México-Estados Unidos

sa y sus hijos seguían en Oaxaca; aún no los podía traer debido a sus limitaciones económicas. Él se preguntaba, ¿habrá un día que me pueda reunir con mi mujer, mis dos hijos, ahora que voy lejos de mis paisanos oaxaqueños? Irse a vivir con alguien completamente desconocido, que hablaba un idioma diferente y tenía una cultura diferente era fatal para él. Ignoraba que su cuñada comprendía su situación: ya que ella se vio en la misma situación al ser una zapoteca migrante monolingüe que años atrás había pasado por lo mismo. Ella mandó pagar todos los gastos del coyote para que finalmente pudiera venir mi abuelita Rufina, y de esa manera se reunieran mis abuelos.

La misma cuñada lo ayudó a conseguir dónde vivir, con una pareja estadounidense de apellido Herman. Este señor ayudó mucho a mi abuelo, fue una gran influencia en su vida. Lo dejó vivir gratis un año, lo motivó a estudiar el inglés, de esta manera mi abuelo pasó de ser mono-lingüe a bilingüe en zapoteco e inglés Herman también lo ayudó económicamente. Mi abuelo usó esta educación para trabajar en una fábrica, en la cual empezó siendo barrendero. Después fue encargado de empacar, desem-pacar, cerrar, abrir y manejar de un lugar a otro. El trabajó en este lugar por un periodo de nueve años, con un suel-do mínimo y sabiendo que no iba a poder sostener una familia que iba creciendo. Por eso tomó la decisión de cambiar de trabajo y comenzó a trabajar como jardinero con un hombre asiático; allí fue que decidió establecer su propia ruta de jardinería. Ahorró su cheque y pidió presta-do, y con mucho esfuerzo pudo formar su propia ruta de jardinería. Este negocio empezó pequeño, pero luego se expandió y obtuvo suficiente dinero para no sólo sostener a su familia, pero también para comprar una casa.

Por este tiempo mi abuelo arregló su estatus migrato-rio y pudo solicitar residencia legal para sus dos hijos, que había dejado al cuidado de su mamá en su tierra natal. Mi papá era uno de estos dos hijos.

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Mi papá llegó a Los Ángeles con una lluvia de cuetes el 4 de julio de 1978. Al igual que mi abuelo, mi padre tenía como idioma principal el zapoteco, hablaba el es-pañol más básico. Para mí, para papá fue traumática la llegada a un país tan diverso como Estados Unidos, y en especial a una ciudad donde el contacto con la naturale-za era mínimo y donde sentía que no había libertad. Él ingresó a estudiar el sexto grado, pero dice que fue muy difícil para él. Primero, porque no dominaba el español; segundo, porque era un hábitat completamente distinto al ambiente donde vivía en la Sierra; tercero, porque era enfrentarse a diferentes costumbres del resto de los mexi-canos; y cuarto, pues, tenía que adaptarse a otro idioma totalmente desconocido. Todo esto limitaba su aprendiza-je y avance académico.

Al llegar a la primaria se sintió discriminado por no saber hablar el inglés y el español. Los niños se burlaban de él y era constante víctima de chistes racistas y discrimi-natorios de los mexicano-estadounidenses y de sus propios connacionales mexicanos, así como de los anglosajones. Se sentía aislado. Esto lo orilló a decirles a los directores de la escuela que la lengua que se hablaba en su casa era el inglés. Con esto él fue colocado en clases totalmente en inglés, lo cual atrasaba más su avance académico; pero todo lo hizo para dejar de sentirse hostigado.

Sus problemas en High School se fueron incremen-tado por la falta de conocimiento y entendimiento de la gramática del inglés, por lo cual se desilusionó y se invo-lucró en pandillas, pues de esta manera tenía una identi-dad para verse fuerte y que ya no lo molestaran; pensaba que así los niños le tendrían miedo y ya no se burlarían de él. Finalmente, debido a la limitante de ambos idio-mas europeos tampoco fue aceptado, pues era mexicano e indígena, pero no chicano, y nuevamente fue excluido y entonces optó por abandonar la escuela en el onceavo grado.

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Debido a nuestras costumbres indígenas uno debe de tener una vida útil, y mi abuelo, fiel creyente de sus tradiciones, dijo que si no iba a estudiar que se pusiera a trabajar ya que él no iba a mantener un hijo flojo y pandillero, que el indígena trabaja para comer y no se da por vencido ante ninguna situación. Esta actitud del abuelo Ricardo hizo que mi papá trabajara con mi abuelo en el negocio familiar de jardinería. Después de trabajar por quince años con mi abuelo adquirió las herramientas necesarias para iniciar su propio negocio. Él empezó de la nada, pues no tenía ahorros, y tuvo que pedir dinero pres-tado a familiares y amigos. Pero gracias a su dedicación, amor y entrega, su ruta de jardinería, que empezó con unas cuantas casas, se ha ido incrementando día a día. Debido a la solicitud de sus clientes para decorar mejor sus jardines, él decidió tomar diferentes cursos que lo han ayudado a perfeccionar su trabajo. Actualmente su traba-jo se ha extendido no sólo a jardinería, sino también al diseño de jardines y a algunos trabajos de construcción.

Cabe mencionar que fue gracias al gran espíritu de superación, que por herencia tenemos los indígenas, que mi abuelo excedió por mucho su sueño de comprar dos vacas y regresar a México, pues logró comprar su casa en Los Ángeles, construyó una casa en la cuidad de México, y construyó otra casa en su pueblo natal. Asimismo, sus ex-periencias se van reflejando en nuestra familia. Por ejem-plo, se manifiesta en la vida de mi papá, que también ha logrado sus metas, y ahora se manifiestan en mi persona, pues mi meta es lograr culminar una carrera universitaria, ya que estoy segura que si mi abuelo y mi papá hubieran tenido las oportunidades mías, ellos también lo hubieran hecho. Los esfuerzos de mi abuelo y de mi padre influyen en mi vida, me siento motivada por su espíritu de supe-ración y triunfo, y espero que sea esto lo que me ayude, junto con mi arduo esfuerzo, a alcanzar mis metas.

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Más adelante Dios dirá

Martha Elena Nava Tablada (Petla)

Categoría 21 años y más, México

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Mi nombre es Nicolás, nací en Petlalcingo, Puebla. Soy el séptimo hijo, pero en total somos doce hermanos, siete hombres y cinco mujeres. El úni-

co que vive es mi papá, que ya está muy enfermo y casi no puede caminar. Mi mamá tiene algunos años que murió. De chico ayudaba a papá en el campo junto con mis her-manos. Fui a la primaria en Petlalcingo y estuve hasta la secundaria, pero no la acabé. Me salí antes de terminar y me fui cinco años a trabajar a México, D.F., donde estuve en un rastro de puercos, pero no había buen sueldo, no había futuro, ni progreso. Nomás ganaba para vivir y así ni pensar en juntar para hacerte tu casa o comprarte ropa buena. Nada de eso.

Ahí me la pasé bien mal, por eso sólo duré siete me-ses y me cambié a trabajar en una ferretería, pero tampo-co me gustó porque no progresaba, aún así estuve tres años. Después, mejor regresé al pueblo donde permanecí dos años ayudando a mi papá en el campo, pero tampoco sacaba casi nada de dinero, menos que somos muchos hermanos y aunque no todos están en el pueblo, pues de dónde iba a sacar mi papá para mantenernos.

Mi hermano Rafa fue el primero en irse a Estados Unidos, a Nueva York. Como mandaba su dinero para el pueblo, me daba cuenta que sí rendía, que estaba ganan-do bien. Así que vi la forma de irme para el norte. Rafa me ayudó y puso todo el dinero para que pudiera pasar la frontera. Además, llegué a su casa, me apoyó para con-

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seguir trabajo y me echó la mano en todo. Tuve suerte porque allá estaba mi hermano, pero cuando la gente se va sola y sin conocer a nadie, realmente sufre.

En ese entonces no salía tan caro el viaje. Ahora está caro, yo creo que en dinero mexicano gastas de menos unos diez mil pesos. Porque tienes que comprar boleto de aquí a Nogales o Tijuana, la parte donde creas que vas a pasar. Ahí se busca al coyote, que te cobra otra buena lana, por eso te sale más económico que te vayas solo, pero es más riesgoso. Además, es mejor pagarle al coyote hasta que estás del otro lado, le das el dinero desde acá sólo si es conocido. Yo, por ejemplo, he pasado varias veces, pero no llevo dinero, ni le doy nada al coyote hasta que estoy en Arizona, desde ahí le mando a pedir a mi hermano dólares para el coyote, y un poquito más por cualquier imprevisto.

Muchos que se han ido del pueblo han fracasado, porque se llevan todo su dinero para pagar en la frontera y algunos coyotes los engañan. Porque si das el dinero al coyote por adelantado, después puede hacerse el perde-dizo y cómo lo encuentras. A muchos les ha pasado así, se quedan sin dinero en la frontera y luego tienen que trabajar en la línea para juntar, aunque sea para regresar a su pueblo, porque para pasar del otro lado, ¡ni en un año ganas el dinero!

La primera vez que crucé, de Petlalcingo viajé a Méxi-co y de ahí tomé un autobús a la frontera, donde estuve un día, mientras hacía contacto con el coyote. Hecho el con-tacto, se intenta la pasada en la noche. Hay varias formas de pasar, pero la más barata y por la que me fui, es cruzar a pie por los lugares donde no hay mucha vigilancia ni de México ni de Estados Unidos. Por donde pasamos no se atraviesa el Río Bravo, sólo hay pequeños barrancos secos. Cada pollero es como el guía, lleva un grupo desde cinco personas (porque no les conviene llevar menos) y máximo unas quince. El tramo que se camina varía porque

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depende del lugar donde los polleros tienen sus puestos de operación. En mi caso no caminé mucho, como unos cinco kilómetros.

Primero hay que esquivar la vigilancia americana, que está en la línea, y luego correr hasta el pueblo más cercano, donde los coyotes tienen sus contactos, personas de ese pueblito que les prestan un garaje o una casa, ahí te esconden por unas horas o una noche para que no te encuentren los policías de la migra. Los coyotes procuran pasarnos rápido y guardarnos en un cuarto o una casa, y ahí termina el trabajo de la persona que te ayuda a cru-zar, luego nos reciben otros y después otros, y otros, hasta que entrega la última persona (que es la que cobra) en el lugar final (son así como cadenas de coyotes). Hay tramos que te llevan en coche en la cajuela, amontonados como guajolotes y pues sí se sufre, pero uno se aguanta con la esperanza de tener una vida mejor del otro lado.

Yo he regresado varias veces a México, pero para volver no hay problema, aunque se tienen que pagar los impuestos sobre dinero o aparatos electrónicos que se trai-gan al país. Las otras veces que entré a Estados Unidos ya no se me dificultó, el problema es nada más la prime-ra vez, porque no sabe uno cómo debe conducirse, las demás veces ya se tiene experiencia de cómo hacerle en los pasos, las carreras y no cometer los errores de la pri-mera vez.

Ahora, como ya me sé el camino, paso sin coyote. Sólo una vez me agarró la migra en la pasada. Casi siem-pre te atrapan en la corrida o escondido en el campo y te advierten que no trates de escapar. Ya detenido, te regis-tran para asegurarse de que no traes armas, te suben a la patrulla (que algunos le dicen la perrera) y te llevan a la cárcel. Ahí haces una declaración, te preguntan tu nom-bre y de dónde eres, aunque ni sé para qué, porque todo mundo siempre contesta mentiras: se ponen otro nombre y dicen cualquier lugar que se les ocurra.

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Dependiendo de la cantidad de gente que tengan en la cárcel (casi siempre tienen muchos detenidos y muchos por agarrar) estás ahí unas tres o cuatro horas y te regresan a México. La vez que me agarraron no me maltrataron, pero en ocasiones sí golpean a la gente cuando al dete-nerlos quieren escaparse, se echan a correr o se ponen violentos. Antes de conocer cómo está la movida de la pasada en la frontera me daba un poco de pendiente, por-que uno se imagina que es como en las películas, que los guardias de la migra te disparan para matarte y cosas así, pero ya conociendo, uno sabe que si te agarran, pues hay que dejarse y ya. Esa ocasión, no tuve problemas porque di otro nombre, y como agarran tanta gente y en ese tiem-po no tenían registro de fotografías o de huellas, pues no se dan cuenta si varias veces atrapan al mismo. Además, no se dan abasto para detener a todos los que intentan cruzar. En una noche llegan y salen camiones repletos de gente que quiere pasar la frontera, sobre todo en fin de semana; y aún los que agarran, lo vuelven a intentar hasta que logran llegar del otro lado. Yo por ejemplo, después que me soltaron, esperé un rato y esa misma madrugada volví a intentarlo y logré cruzar.

Detrás de mí se fue mi hermano Epifanio, que se llevó a su familia; también otros dos de mis brothers estuvieron un tiempo, pero casi ni trabajaron, más que nada fueron de visita, a probar qué tal estaba por allá, y como no la hicieron se regresaron. El último en irse fue el más chico de los varones. Mis hermanas nunca se animaron porque para las mujeres es más peligrosa y difícil la pasada, no aguantan tanto como uno, además, sale más caro para una mujer porque hay que cruzar por las rutas más fáciles y seguras, que por supuesto son en las que más dólares co-bran.

Recién que llegué viví un tiempo con Rafa, después, cuando se fue Epifanio, me pasé a vivir con él y ya más recientemente vivo solo. Allá no me quejo de nada, gra-

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cias a Dios estoy bien. Me fui del pueblo porque no había ningún futuro para mí. Si me hubiera quedado, no tuviera esta casa, porque aunque es de mi papá (mi casa ape-nas la voy a construir), la hicimos mis hermanos y yo con los dólares que mandamos del norte. Yo también estoy por empezar a construir mi casa, ya tengo el material y el dinero para comenzar, pero si varios de la familia no estuviéramos en Nueva York no tendríamos nada. Aquí en México, por muy ahorrativo que seas, cuesta mucho lograr algo, apenas te alcanza para comer; si uno quiere comprarse buena ropa, salir a pasear o hacerse una casa, pues está canijo lograrlo, no se puede por mas que uno luche, es casi imposible.

En Nueva York hay mucho paisano y se vive bien, lo único duro es el idioma, porque no en todos lados la gente habla español. Yo les he platicado eso a los muchachos del pueblo que después se han animado a irse para allá. Les digo que el principal problema para los mexicanos que se van a trabajar a Estados Unidos es no saber el idio-ma, porque hasta pueden tener papeles legales, pero si no hablan inglés es una desventaja más grande que no tener papeles; es preferible hablar inglés y no tener papeles que tener papeles y no hablar inglés. La discriminación yo la sufrí de recién llegado, porque los gringos te hablan y no les entiendes, entonces te ven como si fueras gente que no razona, sólo porque no hablas como ellos y eres nuevo en el país. El primer año que estuve en Nueva York la pasé muy difícil. Mi primer trabajo fue de lavaplatos en un res-taurante que se llama Magic Place; por lo general muchos de los que se van para allá empiezan como lavaplatos.

Trabajé de lavaplatos los primeros dos o tres meses pero, la verdad, al principio andaba arrepentido de haber-me ido, hasta llorando estaba porque no entendía nada del inglés. Uno cuando recién llega, oyes que te están ha-blando y a fuerza tienes que tener un traductor porque no captas nada. Me acuerdo que una vez un muchacho

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de Guatemala que trabajaba en el restaurante y era buena gente, me encontró llorando porque había un capataz (manager, como le dicen allá) que me estaba gritando, que hiciera no sé qué, y yo no le entendía, hasta que me lo tradujeron, y pues me dio una maltratada. Esa vez le dije al guatemalteco: —Me regreso para México, porque aquí no les entiendo nada de lo que hablan.

Pero yo creo que el poder de Dios es muy grande, me mandó fuerzas para seguir trabajando. Además, el guatemalteco me dio un consejo (porque a él también lo habían maltratado mucho cuando recién llegó), me dijo: —Agarra el diccionario y ponte a estudiar, primero las pa-labras más fáciles, las que usas, por ejemplo: plato, tene-dor, vaso, eso es lo que te piden las meseras; empieza con lo más necesario, lo más común. Y agarré un diccionario que tenía mi hermano Rafa y me puse a estudiar lo más fácil, aunque después me volví bien curioso porque oía en el tren cualquier palabra y la escribía, luego que llegaba al restaurante, le preguntaba al guatemalteco, qué quiere decir esto, y como él llevaba casi un año en Nueva York ya entendía más o menos y me decía, pues quiere decir tal cosa. Y también le preguntaba cómo se pronuncia, porque las palabras no se dicen como están escritas, o a veces una palabra significa muchas cosas y hay que decirlas cuando es debido, no nomás porque sí.

Después, tanto el guatemalteco como mi hermano me aconsejaron que como mi horario de trabajo era de once de la mañana a nueve de la noche, me inscribie-ra temprano en la escuela para aprender inglés. En ese tiempo estuve estudiando como tres meses y pagaba cien dólares al mes; era barato, sobre todo porque ganaba bien. Desde el principio tuve mucha suerte. En mi primer tra-bajo empecé ganando 250 dólares a la semana, en ese tiempo era mucho para mí. Y como me metí a la escuela, aprendí un poco de inglés y empecé a subir en el trabajo, porque vieron que le echaba ganas y ya entendía más el

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idioma. Sobre todo eso de ir a la escuela fue lo que me ayudó mucho, porque en el restaurante ni quien te hablara español, pura mesera gringa; los dueños eran irlandeses, y pues también son de habla inglesa.

Para entonces me subieron a sandwichero y ganaba más. Así estuve dos años, pero me vine para el pueblo de vacaciones a ver a mi familia a finales del 92, la primera vez que vine fue en Todosantos, me acuerdo. Entonces ese trabajo se lo dejé a otro muchacho que era mi paisano del mismo pueblo.

Estuve en Petlalcingo un tiempo y después regresé a Nueva York, pero no al mismo trabajo porque se me hizo feo quitarle el empleo a ese muchacho que dejé en mi lugar, así que le dije: —Quédate con la chamba. Yo fui a buscar otro sitio para trabajar y, como ya le agarraba un poco al inglés, no se me hacía tan difícil contestarles cuando me preguntaban qué sabía hacer, además ya tenía experiencia en el trabajo de restaurante. Encontré empleo en otro restaurante, haciendo ensaladas y sandwiches.

Ahorita tengo 32 años, todavía estoy soltero, ya llevo como ocho años trabando y viviendo en Nueva York. Al pueblo nomás vengo de vacaciones cada uno o dos años, a ver a mi papá y mis hermanos. Trabajo en un restauran-te llamado Fireside, no me va tan mal porque gano unos quinientos dólares a la semana, que serían casi cinco mil pesos mexicanos semanales, ¿quién va a ganar eso en el pueblo?, aquí, por Dios, que está duro. Yo me doy cuenta cuando vengo que la situación en México está jodida; por ejemplo, mis hermanos que están en Petlalcingo, a veces se van a trabajar de albañiles y sólo sacan unos 35 o 40 pesos al día, y eso que la albañilería es un trabajo pesado. Por eso yo no me quedo.

En unas semanas me voy de regreso para el norte, porque la mera verdad allá estoy en la gloria. Aquí tra-bajé mucho en el campo, el trabajo es bien pesado, bien matado, anda uno a pleno rayo del sol y casi ni se gana

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nada. En cambio en Nueva York estoy trabajando como rey, atendiendo clientes nada más, no trabajo pesado, lim-pio cualquier cosa: la parrilla donde cocinan las hambur-guesas o los huevos, los baños, no es un trabajo duro. Además, limpiar no lo hago a diario, ahí en el restaurante somos como quince trabajadores y nos turnamos en los quehaceres.

Aunque también es cierto que algunos de los que se van al otro lado no le echan ganas y no progresan. A mí también me pasó eso al principio; yo era aquí en el pueblo bien borracho y recién que llegué a Nueva York pues igual tomaba mucho y el dinero no alcanzaba, pero después le paré porque vi que si seguía de briago nunca iba a pro-gresar. En cambio, otros que se van, aquí en el pueblo no tomaban y llegando allá hasta se pierden de borrachos, fracasan y tienen que regresarse a México.

También hay que reconocer que actualmente en Nueva York se está poniendo más difícil cada día; hay bas-tante trabajo, pero pagan muy barato. Aunque, por muy barato que sea, cuando hay necesidad prefiere uno ganar aunque sea poco a no ganar nada, y además pagan mejor que en México, aún en los empleos mas jodidos. Cuan-do digo muy barato estoy hablando de 180 dólares a la semana. Sobre todo, eso pagan los coreanos que tienen pequeños supermercados, pero quieren que trabajes doce horas al día, seis días a la semana. Una vez que andaba buscando trabajo en la calle, hace como tres años, solici-taban empleado en uno de esos supermercados y entré a preguntar, yo sabía que en otras partes estaban pagando a 5.50 la hora; cuando me preguntó el dueño cuánto quería ganar, le dije que trabajaba por hora y a la tarifa que daban en otros lugares, y el coreano sólo me quería dar 180 dó-lares a la semana, —¡No cómo cree! –le contesté, y que me salgo bien enojado, porque yo sé hacer bien cualquier trabajo y no iba a aceptar ese sueldo tan pinche. Ni loco, ¿iba a estar doce horas al día y seis días a la semana por

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ese dinero? Además, los coreanos te dan de descanso el día que ellos quieren, generalmente entre semana; si pides un domingo no te dan permiso. Así, menos me convenía, porque los domingos juego futbol con los amigos en el equipo que tenemos allá. Es bonito porque se juntan todos los paisanos y casi es el único rato en que pasas un tiempo con tu gente y platicas del pueblo.

La vida allá en Nueva York es dura en otro modo, porque a veces aún entre hermanos o amigos llega uno a tener broncas por tanta presión del ritmo de vida. Por ejemplo, como soy soltero, vivía con mi hermano Epifanio, que es casado y tiene hijos, pero a veces que en el trabajo tenía algún problema y llegaba de malas a la casa, me en-contraba a los niños llorando o que ya habían agarrado mi televisor y mis cosas, de ahí venían las discusiones con mi hermano. La vida de allá es difícil, te la pasas trabajando en una presión muy cabrona y encima vives amontonado, porque las rentas son muy caras y sólo las puedes pagar si compartes la casa con otras gentes. El norte más que nada es muy traicionero, ahí te puedes volver enemigo hasta de tu propio amigo, de tu padre o hermano, todo por el dinero, la competencia, la envidia. Allá uno se vuelve muy egoísta.

Por eso hace poco me cambié a un cuarto donde vivo solo y estoy más tranquilo; ni quien me diga nada. Llego de trabajar, compro mi cena, como tranquilo, me acues-to a dormir y al otro día a trabajar. Lo que me gusta de allá es que puedes vivir bien, juntar billete, sentirte como rico, siempre ganando dólares. En cambio, cuando vengo al pueblo no trabajo, el dinero está saliendo pero no entra, no tengo ningún ingreso.

Lo que no me gusta de los gringos es el racismo, no todos son así, claro, porque a veces hasta el mismo mexi-cano es bien racista con sus paisanos. Por ejemplo, me contaron (porque a mi nunca me ha pasado) que un mu-chacho mexicano estaba como manager en un restaurante

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y entonces uno de mis cuates fue a pedir trabajo ahí y lo contrataron, ese mexicano que era manager, aprovechan-do su puesto, lo regañaba bien gacho, lo maltrataba sin ninguna razón, porque no quería a nadie que pudiera qui-tarle el puesto. A ese mismo restaurante llegaban muchos trabajadores mexicanos que no le aguantaban al manager su genio, a todos los corría para que no le hicieran compe-tencia. Como el patrón no sabía español, no se explicaba por qué se le iban tanto los trabajadores si pagaba bien, pues el manager les hablaba a los otros empleados en es-pañol, el dueño no entendía nada y no se enteraba de cómo los maltrataba. Pero un día, el dueño puso a alguien a que le tradujera lo que les decía el manager a sus em-pleados y ahí se dio cuenta de lo feo que trataba a los otros mexicanos. Al primero que echaron fue al manager, hasta el mismo patrón le dijo: —¿Cómo voy a creer que a tus mismos paisanos los trates mal? –y lo corrió. A mi por eso no me gusta el ambiente de allá, te vuelves bien egoísta, hasta con tus mismos paisanos. Y vieras que el mexicano es muy buscado por los gringos para los trabajos, porque la mayoría son bien chambeadores; aunque, claro hay uno que otro compa flojo, pero la mayoría somos bien entro-nes, no nos gusta estar parados sin hacer nada, jugando o platicando con alguien; los dueños se dan cuenta de eso y te aprecian como trabajador.

Otra cosa que está muy dura en Nueva York es la droga, circula como agua. Yo allá no la consumo. Acá en el pueblo la probé una vez, pero no como vicio, nada más por pura curiosidad. No sé qué tiene que te pone como si anduvieras borracho. En Estados Unidos, hasta los niños de primaria andan drogados, chavitos de catorce, quince años, niñas y jovencitas también. Tengo allá muchos ami-gos que ven la mariguana como algo muy normal, es igual que cuando uno en México fuma un cigarro. Aparte, tam-bién usan otras drogas más pesadas como la heroína y la cocaína, que son fáciles de conseguir y circulan por todos

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lados. Por eso, digo yo, hay también mucha delincuencia allá; aunque, la verdad, los hispanos tenemos fama de pro-blemáticos y de que armamos muchas broncas; por eso no nos quieren los gringos.

Por ejemplo, en Nueva York, en una parte que se llama el Bronx, hay un lugar grande para fiestas y bailes, y cuando se junta ahí la banda de puros mexicanos, los Cholos, seguido se arman pleitos y, mínimo, salen uno o dos muertitos. Se pone muy violento, no sólo en el Bronx, también en Queens, en Brooklin, muertos a cada rato por broncas entre bandas o por la mariguana. La droga corre mucho por allá, pero como no me meto en eso ando tranquilo, ni quien diga nada mientras no en-tres en la mafia. Es delicadísimo meterte a vender droga, yo conozco algunos paisanos que andan en eso, pero ya no sales porque te quiebran; si entras no hay manera de echarse para atrás, porque los de las mafias tienen miedo de que vayas a delatarlos. Si te sales, al rato amaneces muerto, te patean, te queman la casa, te roban a tu hijo, violan a tu mujer. No sales limpio de ahí. Por eso ni me interesa; ganas mucho rápidamente, pero igual de rápido pierdes todo. Yo mejor tranquilo, trabajando como burro en el restaurante, pero también ahorrando billete, para hacer una casa, comprar un carrito, venir tranquilamente a mi pueblo a ver a mi familia y a descansar, sin necesi-dad de andar escondiéndome, como esos que andan en negocios chuecos.

La droga y la borrachera son dos cosas que no dejan progresar a algunos mexicanos que llegan a Nueva York. Por ejemplo, dos de mis hermanos se fueron para allá un tiempo, pero no la hicieron porque le entraron duro al alcohol y las drogas. Uno de mis brothers ya se andaba muriendo y cuando regresó al pueblo siguió con los vi-cios; el otro también, hasta la fecha no puede dejarlos y ya quedó medio mal de tanta sustancia que se mete. Antes poco se veía droga en el pueblo, ahora muchos de

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los que regresan la acostumbran, los chavos los imitan y, pues, ha cundido el vicio.

Cada vez que regreso al pueblo lo siento muy cam-biado, vengo cada uno o dos años pero a veces he tar-dado hasta tres años en regresar y, pues, ya ni conozco a nadie, todos cambian, hasta mi familia. Ahora, cada vez que vengo, me atienden como si fuera un empresario o al-guien importante, a diferencia de mis hermanos que están aquí y que ni los pelan. Yo les he dicho: —No sean así, traten igual a todos. Pero, pues, cambia mucho el trato, porque yo traigo dinero, les doy a todos mis carnales para comer; si alguno de mis sobrinos necesita algo, les com-pro ropa o cualquier cosa que haga falta. Cambia mucho la relación con tu familia y tus amigos cuando te ausentas tanto tiempo, cambia todo. Uno mismo cambia, yo, por ejemplo, ya no me acostumbro al pueblo, no puedo estar mucho tiempo, vengo sólo de vacaciones. Siento raro todo, ya no conozco a la gente. Cuando te vas al norte y regresas al pueblo después de unos años, te sientes como un fuereño, un extraño.

Ayer me fui a dar una vuelta por el campo y vi mucha tierra sin sembrar, de gente que se ha ido al otro lado y la deja abandonada. Como el clima es bien seco y la tierra es mala, cada vez menos compas quieren seguir trabajando en la agricultura, que es muy dura. Aunque este año dicen que llovió bien, y mucha tierra que antes ya no alcanzaba riego ahora la encontré bien bonita, toda verde. Cuando veo eso, a veces me dan ganas de quedarme y sembrar un terreno y echarle ganas, sacar una cosecha de provecho para ya no irme para el norte. Pero el problema es que aquí en el pueblo recibes dinero hasta que levantas la co-secha y la vendes, eso tarda seis meses o más, mientras que en Nueva York me he acostumbrado a tener dinero todo el tiempo. Además, en México te pagan bien baratas las cosechas y, pues, de dónde va a salir para vivir, para construirte una casa. Siendo soltero, puede que alcance,

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pero si tienes mujer, hijos, hay que mantenerlos, comprar-les ropa y aquí trabajando en el campo, de dónde sacas, si aunque te vaya bien en la cosecha, luego te la quieren pagar muy barato. A mí por eso, no me dan ganas de que-darme en el pueblo, ya me acostumbré a trabajar en el restaurante, a la forma de vida de Nueva York.

Aunque, en realidad, también a ratos, cuando estoy en mi pueblo, me gustaría quedarme, porque este es mi país, pero lo pienso mejor y sé que no se puede, porque ya no me acostumbro y además está la necesidad de tra-bajar y ganar dinero para progresar y tener una vida mejor. Mi papá todavía vive y está enfermo, ya no puede traba-jar el campo, mis sobrinos están chiquitos como para que trabajen, por eso todavía tengo que ayudarlos, ver que no les falte nada y solamente trabajando en el norte puedo sacar adelante a la familia y construir cosas para el futuro, cuando quiera casarme y tener mi familia.

Cuando estoy en Nueva York, le mando dinero a mi hermano que vive en Petlalcingo, y le digo: —Dale tanto a mi papá, que tenga para comer y no le haga falta nada. El resto me lo guarda o compra material para cuando haga mi casa en el pueblo, otra parte la pone en el banco. Además, ahorro allá y cuando vengo me traigo mi dinerito para gas-tar mientras estoy de visita. A veces el dinero que me guar-da mi hermano lo presta cuando algún compa le pide para una emergencia, porque a veces la gente aquí en el pueblo de verdad está muy necesitada, por ejemplo cuando se les enferma alguno de los niños y no tienen para el doctor. Yo le digo a mi hermano, préstalo, y si tengo buena voluntad hasta se los regalo, porque uno sabe lo que es la pobreza.

A nosotros nos pasaba eso cuando estábamos chicos, luego no teníamos ni para cuando se nos antojaba un re-fresco, un raspado; para nada había. Por lo regular mando cada mes al pueblo unos 700 dólares, no mando más por-que en Nueva York también tengo mis gastos. Aunque, la mera verdad, allá gasto poco; estoy en la gloria, porque en

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el restaurante donde trabajo, si llego temprano (una hora antes de mi entrada) el dueño me da la facilidad de hacer-me mi desayuno con lo que haya en la cocina. En la tarde tengo media hora para comer y de nuevo me preparo la comida ahí mismo, en el restaurante. En la noche, salgo del trabajo y compro la cena, pero, cuando mucho, gasta-ré tres o cuatro dólares de comida en todo el día, casi toda me sale gratis. Lo que sí es caro son las rentas, por eso allá se acostumbra juntarse varios para alquilar una casa o un departamento y cada quien agarra su cuarto. Ahorita de renta estoy pagando 550 dólares al mes por un cuarto, pero como a lo mejor se va una muchacha del pueblo conmigo, pues voy a alquilar un espacio más amplio, al menos que tengamos baño para nosotros nada más; aun-que vamos a tener que seguir compartiendo la casa con otras gentes, porque rentar uno solo está difícil.

Me arriesgo cada vez que paso la frontera porque soy ilegal y siempre lo seré. Hacerse de papeles y ser ciuda-dano americano cuesta bastante. Solamente que te cases con alguna muchacha que sea ciudadana norteamericana puedes tener más fácil los papeles, pero yo no le hago a eso de casarse por interés, no tiene caso si no quieres a la chamaca. Muchos le han hecho así para obtener su resi-dencia legal. Harta gente se casó nomás por conseguir los papeles, sobre todo hace un año, que se regó la noticia de que el gobierno ponía una fecha a partir de la cual todo trabajador que no fuera ciudadano americano o que no tuviera permiso de trabajo iba a ser detenido por la migra para regresarlo a su país. Cual más se casó para legali-zarse, sobre todo porque en Estados Unidos hay mucha mujer residente soltera o viuda; aunque ellas también se beneficiaron con los matrimonios, pues hacían el trato de que si querías los papeles, se casaban contigo para ayu-darte a conseguirlos, pero a cambio pedían una buena lana. Se hizo mucho negocio con esos casamientos, hasta que se dieron cuenta los del gobierno y muchos de los

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que participaron en estos matrimonios arreglados fueron a parar a la cárcel por violar la ley.

En el pueblo ha habido cambios buenos y malos a raíz de que la gente se va a trabajar a Estados Unidos. Lo bueno es que los que están allá mandan dinero a su familia, se construyen casas, meten dinero al banco; la gente tiene una vida mejor. Lo malo es que en el pueblo ya no quedan hombres jóvenes que trabajen las parcelas; existe mucho terreno que no se siembra porque no hay quien haga las labores; en el pueblo vive puro señor gran-de, como mi papá, a veces enfermos, que ya no tienen fuerzas para sembrar. Los chavos se van y no hay quien cultive el campo; la cría de animales se ha abandonado también porque no hay gente que los cuide.

Las familias que tienen gente que les manda dinero de Estados Unidos viven mejor, ya no están tan pobres como antes. Los que sólo viven de tejer sombrero y de la agricultura (que es lo que más se trabaja en el pueblo) hay años que les va muy mal, porque el sombrero se paga barato y si no se da la cosecha, pues, qué cosa hace la pobre gente, se la pasa comiendo tacos de frijoles y salsa, los niños descalzos, porque no hay dinero más que para medio comer. En cambio, si los muchachos se van a tra-bajar al norte, mandan dinero a la familia para el gasto, guardan un poco de dólares en el banco, se hacen una casa, compran un carro, viven mejor. La gente se va sobre todo porque aquí qué se hace que deje algo de dinero, no hay trabajo ni apoyo para el campesino.

Aún así, apenas compré en el pueblo un terreno de riego, me lo vendió un señor amigo de mi papá, que vive en México donde tiene un puesto de frutas en el mercado, y por eso casi no está en Petla. Ese señor le había ofrecido el terreno a mi papá, pero el jefe dice que para qué quiere más terreno si lo mantienen sus hijos, que están trabajan-do en el norte. Yo me animé a comprarlo, todavía no lo acabo de pagar, nada más di una parte, pero ya hice el

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trato y por el momento ahí lo tengo, como inversión. Ade-más, uno nunca sabe, a lo mejor más adelante me animo a quedarme un tiempo y sembrarlo.

Actualmente en Nueva York vivimos Epifanio (que se llevó a su familia), Rafa (que se casó con una gringa y está tramitando sus papeles de residencia legal), Filiberto y yo (que todavía estamos solteros). Todos trabajamos en restaurantes y le enviamos dinero a mi papá para que se sostenga y pueda seguir sembrando aunque sea un poco de maíz y frijol para comer.

Por el momento, no pienso regresar a establecerme al pueblo, al menos en dos o tres años, pero más adelante quiero (con lo que he ahorrado) poner un negocito. Aho-rita todavía voy a irme a trabajar al norte porque voy a hacer mi casa en el pueblo y tal vez más adelante me case con una muchacha de Petla, que a lo mejor se anima a irse conmigo esta vez. Esos son mis planes, voy a hacer la casa, primeramente Dios, y luego voy a poner un negocio de tacos de carnitas en la ciudad de Huajuapan o Acatlán. Aquí en el pueblo no creo que funcione porque la gente apenas tiene para comer, sólo en época de la feria podría haber más venta. Eso estoy planeando, pero todavía me voy a ir otros años a Nueva York para juntar suficiente dinero. Tal vez, trabajando allá otros añitos, pueda armar mi negocio, a ver si con eso ya la hago en mi pueblo. Así están mis planes, pero más adelante Dios dirá.

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El sueño equivocado

Alicia Reyes Acosta (Alma Rivas)

Categoría 21 años y más, Estados Unidos

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A nuestro querido lector.Esta historia es totalmente real.

Sólo los nombres de los protagonistasfueron cambiados para su protección.

Me llamo Alma Rivas, soy originaria del estado de Puebla, de una población que en los años 50 tenía 20 mil habitantes aproximadamente y un

ingenio azucarero de fundamental importancia para la eco-nomía de muchas familias de toda la región.

Soy la hija mayor del segundo matrimonio de mi padre, Sebastián Rivas, obrero, con Emelia Álvarez, ama de casa. Tengo seis hermanas, Mariana, Eliza, Amparo, Li-liana, Maricela y Antonia, y un sólo hermano, Samuel.

Siendo una familia tan numerosa el sueldo mi padre era insuficiente, por lo que mi madre tenía la imperiosa ne-cesidad de trabajar, lavando ropa, planchando y vendiendo comida. Además de todo esto, mi padre abandonaba la casa con mucha frecuencia; él no fumaba ni tomaba pero era un hombre muy violento y muy agresivo. Mi madre le tenía mucho miedo y nosotros también. Lo peor de todo era que se oponía a que mi hermana Mariana y yo fuéramos a la escuela. La dotrina de él era que las mujeres nacieron para ser amas de casa, pero gracias a mi madre algunas de mis hermanas y yo sólo cursamos el sexto grado. Sólo dos de mis hermanas estudiaron para maestras y mi hermano para contador. Me dolió mucho dejar la escuela, pero tenía que ayudar a mi madre y conseguí empleo de conserje en mi propia escuela; así estuve durante ocho meses.

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Después me acomodé en una tienda de abarrotes, trabajé en ese lugar por siete años. Ahí conocí a Alfonso y me enamoré. Pero... no podía experimentar felicidad: tenía miedo de repetir la historia de mi madre, me horrori-zaba la idea unir mi vida a una persona que podría hacer-me daño. Pese a mis temores dos años después nació mi primera hija. Desafortunadamente Paty nunca conoció a su padre, ella tenía 18 meses de edad cuando él murió de forma extraña y trágica en la capital de México, intoxicado con gas, y su cadáver fue descubierto tres días después de su muerte, que nunca se aclaró debidamente.

Un día, en el pueblo instalaron un negocio grande; presenté mi solicitud, pensé que era la oportunidad de mi vida, pues tenía conocimiento y experiencia, pero me ne-garon esa opción por no tener el nivel académico que re-querían. Pero insistí; insistí tanto que me pusieron a prue-ba por dos semanas. Puse todo mi interés y dio resultado porque me contrataron. Me sentí muy feliz, miraba nuevos horizontes y el sueldo sería mejor. Así comencé, como dicen, desde abajo. Para 1979 ya era cajera y en 1980 yo era administradora del negocio.

En cuanto a mi vida personal, intenté darme una se-gunda oportunidad. En 1976 nació mi hija Graciela y en 1985 nació Joel. Durante este trayecto el sindicato local había tomado la decisión de implementar un patronato a dicho negocio. Desde un principio el señor presidente y su secretario no me fueron nada agradables. Había algo en su actitud; yo tenía un raro presentimiento, y no estaba equivocada porque un día don Rafael, el presidente, llegó muy amable y dijo:

—Alma, necesito hablar con usted, por favor, suba-mos a su oficina.

Así que yo caminé delante de él y cuando subíamos por las escaleras ese hombre intentó besarme a fuerza. Él era un hombre fuerte y alto pero yo estaba dos escalones arriba, me sentí ofendida, y le crucé la cara con dos bofe-

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tadas. Él me tomó con fuerza por los hombros y me sacu-dió como muñeco de trapo; vociferaba y maldecía.

—Estúpida –me dijo–, hasta hoy ninguna perra me ha despreciado; te juro, negociante de pacotilla, que me las vas a pagar; así de paso me cobraré también las que tu padre me debe. Ese viejo imbécil me puso en ridículo públicamente, siempre se las ha dado de politiquillo im-portante pero vale mierda.

Como quiera que sea, era mi padre y nunca le guardé rencor, así que respondí sin temor alguno:

—Mi padre es un hombre honesto y respetado en todo el pueblo en cambio usted... usted no goza de muy buena reputación.

Levantó su mano derecha, como para pegarme, pero quedó suspendida en el aire.

—Te repito, mal nacida, me las vas a pagar, te juro que te vas a arrepentir de toda ... toda tu maldita vida —y se marchó.

Alejandro, el chofer, escuchó algo de lo sucedido y fue hacia mí, me notó alterada, preocupado me dijo:

—¿Alma que pasó aquí? Yo contesté –Nada ... no pasó nada.Él insistió contestando —Lo único que le digo es que

en serio tenga mucho cuidado, ese tipo es peligroso. Espe-remos no haya consecuencias, pero...

De manera extraña, cinco meses después ocurrieron dos robos en menos de tres meses y en similares circuns-tancias. En noviembre de 1985, una noche a la hora de cierre, ocurrió un asalto a mano armada en el que estuvo en juego la vida de las empleadas y la mía. Pero lo grave vino después, porque un día, dos obreros, don Carlos y Eugenio, me detuvieron en la calle para decirme:

—Alma, sabe ...?—Sí –dije yo– sí ¿qué pasa?—Bueno es que... la verdad –dice Eugenio–, es que

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nosotros vimos lo de los robos y casi estamos seguros de dónde viene todo esto.

Yo me sorprendí y pregunté:—¿Pero si ustedes saben algo, por favor ayúdenme.—No podemos –replicó don Carlos–, comprende

Alma, cualquier cosa que hagamos puede repercutir en contra de nosotros o de nuestra familias.

Sus palabras resonaban en mis oídos, trataba de en-tender por qué estaban sucediendo estas cosas. Tuve pre-guntas sin respuestas.

Así transcurrió cierto tiempo, pero en marzo de 1986 repentinamente anunciaron una auditoría. En abril de 1986 me llamaron a las oficinas centrales en la capital de Méxi-co. El coordinador, licenciado Leonardo Manrique, estaba con un grupo de personas y me dijo:

—Alma, la hicimos venir porque tenemos listos los resultados de la auditoría, y es de vital importancia que me responda ¿sabe usted porqué hay números rojos en su inventario?

Sorprendida contesté:—No, señor. Tengo seis años en la administración y

nunca he tenido problemas.Enfático, respondió como sentenciando:—Lo siento, Alma, nosotros tenemos un compromiso

y usted debe responder por esto. O nos restaura los cinco millones de pesos faltantes, o nos indica quién o quiénes son los responsables de esto. Porque de lo contrario nos veremos en la necesidad de denunciar este caso y usted responderá ante las autoridades competentes.

Estupefacta sentí que la tierra se abría bajo mis pies, un tanto turbada contesté:

—Señor Manrique, esto no puede estarme sucedien-do a mí; me dediqué totalmente a cumplir con mi trabajo, es más, ni siquiera tomé mis vacaciones del año pasado, ni siquiera me las han pagado.

—No lo sabía –contestó, pero de cualquier modo esto es muy grave.

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Yo agregué con vehemencia:—Entiendo que ustedes tienen que cumplir con su

deber, pero, ¿qué va a pasar con mi familia? ¿mis hijos?Y no hubo respuestas, sólo se limitó a decir:—Bueno, esta reunión se da por terminada. En un par

de semanas el contador Olivares pasará a su oficina para revisar otros documentos.

Cuando yo salí de las oficinas caminé sin rumbo, sentí que se me escapaba la vida, pensaba en mi enferma madre y en mis hijos. Dios, qué dolor, qué angustia. Me sentí des-esperada, acorralada.

¿Cómo enfrentar esto? ¿cómo decirle a mi madre todo esto? ¿qué irá a pasar con mis hijos?

Lloré, lloré y clamé a Dios sin encontrar consuelo. Así que esa noche regresé a casa extenuada, sin poder poner en orden mis pensamientos. Cuando llegué a casa ya era entrada la noche, mi madre estaba inquieta y, preocupada, me interrogó:

—¿Hija, es muy tarde qué sucedió?—Mamá, no se preocupe estoy bien.—¿Entonces, te caliento la cena?—No mami, no tengo hambre –contesté.Me miró profundamente y agregó:—¿Es muy grave verdad? ¡Contéstame, hija, por

favor! Me sentí descubierta y contesté:—Sí, mamá, sí es algo grave.Ella se acercó hacia mí y me abrazó llorando mientras

decía:—¿Qué va a pasar hija?—No lo sé, mamá, no lo sé.—Hija, antes que nos vayamos a dormir tengo algo que

decirte: doña Martha y su hija María dicen haber visto, hace unas tres semanas, descargar unas cajas de mercancía en la casa de Elsa, la hija de don Rafael, y además era la camio-neta de la tienda.

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—¿Pero cómo? ¡Eso no puede ser! ¿Saben quién ma-nejaba?

—Sí –dijo mi madre–, el chofer que despediste el año pasado.

—¿Faustino?—Sí, ellas lo vieron bien, si son vecinas de Elsa.Entonces, pensé, eso quiere decir que tienen copias

de las llaves de la camioneta y obviamente pueden tener llaves de la tienda. —Dios mío, mamá, ¿qué hago?

Ella contestó:—Bueno, creo que tienes enemigos en casa.—Sí, esa debe ser Sandra, la hermana de don Rafael.

Este señor consiguió que el sindicato le diera trabajo de cajera y recuerdo que un día no encontraba mis llaves, siempre las pongo en el primer cajón del escritorio, y apa-recieron hasta en la tarde encima del archivero.

—¿Sabes, hija?, creo que debes consultar un abogado.—Sí, pero ahora debemos descansar.Pero cuando vi a mis tres hijos dormidos (mi hija

mayor ya tenía 16 años de edad, mi Gracielita diez y mi pequeño Joel apenas un añito), miré sus caritas inocentes que, sin saber lo que se avecinaba, dormían plácidamente, y me derrumbé junto a la cunita de mi bebé. Los besé en silencio y di rienda suelta a mi dolor. Lloré mucho mientras ellos dormían, y yo decía, ahogando un fuerte grito desde el fondo de mi corazó: —No nos abandones, Dios mío.

Al día siguiente fui a buscar a Miguel, un abogado amigo de Samuel, mi hermano, le conté lo sucedido, y él escuchó con atención; calló por unos minutos y luego con desaliento me dijo:

—Alma, si no tenemos pruebas contundentes no se puede hacer nada, ni siquiera testigos. Si ya don Carlos y Eugenio no se quieren involucrar, sinceramente, ¿tú crees que estas señoras lo hagan?

—¿Y entonces?—Bueno, lo único que se puede hacer es conseguirte

un amparo.

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—Sí, pero, ¿para qué me sirve un amparo, y cuánto cuesta?

—Bueno, un amparo sólo te protegería por 60 días y te costaría siete mil pesos.

Desilusionada, contesté:—¿Y de dónde se supone, voy a pagar? Yo no tengo

esa suma.—Okey, si te decides por favor búscame.Como si llevara pesadas cadenas fui a mi trabajo,

sentía que todo mundo me miraba, ni siquiera podía con-centrarme y, como maldición, don Rafael y don Enrique se presentaron intempestivamente en mi oficina; con risa sarcástica sentenció don Rafael:

—¿Y qué, Almita, cómo le fue con lo de la auditoria?—Sí –dijo don Enrique–, chance y se merezca unas

vacaciones en Acapulco, ¿verdad, Rafa?Me tragué la rabia y me limité a decir:—Lo único que sé es que en dos semanas vendrá el

contador Olivares.—Bueno, hay que estar pendientes, vámonos,

compa.Al regreso a casa le conté a mi madre lo sucedido. Mi

madre tenía diabetes muy avanzada, temía por ella. Pero cuando hablamos ella apretó mis manos y me dijo lloran-do amargamente:

—Mi hijita, creo que sólo hay un camino.—¿Un camino?—Sí, que te tienes que ir. Irte de aquí, del pueblo, del

país.La sola idea me horrorizaba.—¿Cómo? ¿A dónde? ¿Con qué dinero?—Hija, todo esto es una trampa y yo prefiero saberte

lejos que en una prisión, y sobre todo cuando sé que tú no eres culpable.

Las dos nos abrazamos y nuestras lagrimas se fundie-ron en una, pero asustada le contesté:

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—¿Pero, mamá, que pasará con ustedes? ¿Y mis hijos? Además, usted está enferma.

—No lo sé, hija, pero no hay otro camino.

Ese día llegó mi cuñado Daniel de un viaje a Querétaro, y mi madre lo puso al tanto de todo. Él sugirió mi salida a San Luis Potosí a casa de unas amistades suyas, eso mien-tras conseguían un préstamo para cruzar la frontera.

Y así hice. Una semana más tarde salí de casa con el corazón hecho pedazos, sin despedirme de mis hijos. Esta experiencia fue la más dolorosa. Conforme el autobús se alejaba, más crecía mi ansiedad por volver, estaba aban-donado a mi familia aún en contra de mi voluntad, y con gran fervor pedí a Dios: —Protege, Señor, a mi madre y a mis hijos.

Así, llegué a San Luis Potosí. Gente muy buena me tendió la mano. Una semana más tarde, llegó mi madre con el dinero que serviría para el viaje a Tijuana y luego a los Estados Unidos.

Mamá se regresó el mismo día, no sin antes darme su bendición. Así que a la siguiente mañana me fui para Tijuana, el viaje duró tres días. Al llegar, me instalé en un pequeño hotel, con mucho miedo atranqué la puerta con una silla; esa noche no pude dormir y a eso de las cinco de la mañana se escucharon las Mañanitas a las Madres. Era 10 de mayo, un día muy especial, un día, en el que no pude abrazar a mi madre y a mis hijos. ¡Dios, qué mar-tirio! Así que al amanecer hablé con el encargado, para saber quién me podía cruzar la frontera. Me comentó:

—Aquí mismo, pero si quiere ir al mercado, está a dos cuadras de aquí.

Fui al mercado donde, como moscas, te llegan los llamados coyotes. No es nada fácil hacer contacto con esa clase de gente, pero esa misma noche ya estaba en un lugar al que sarcásticamente le llaman el Cerro de la Li-bertad. Me di cuenta a qué libertad hacía referencia: es

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el lugar donde esa clase de gente, miserable y de bajos instintos, cometen toda clase de aberraciones; violan a mujeres, hombres y niños; trafican con drogas; trafican con jovencitas para luego venderlas a prostíbulos. Lo peor de todo es que toda esta clase de crímenes quedan en la absoluta impunidad. ¿Saben por qué lo digo? Porque yo misma fui victima de uno de esos miserables.

Es muy doloroso para mí redactar todo lo ocurrido, pero justo ahí, en ese lugar, en la segunda noche de in-tento por cruzar la frontera, el maldito y asqueroso coyote buscaba dinero en mis pocas pertenencias. Luego comen-zó a esculcar entre mis ropas, yo me resistí y le decía:

—¿Qué busca? ¿Por qué se está portando así?El tipo se irritó y me golpeó la cara. Caí sobre los

secos arbustos; se abalanzó sobre mí, tapándome la boca, y me dijo:

—Como no tengas dinero para pagar, aquí te dejo para que los Bajapollos* hagan contigo lo que les dé la gana.

Sus palabras me angustiaron más porque ya me había enterado de las actividades de ese grupo.

De pronto, el miserable coyote rasgó mis ropas y me violó. Sí... sí. Este asqueroso animal abusó de mí física-mente. Pese a mis forcejeos, nadie me escuchó, nadie in-tervino para ayudarme. Porque el ayudante del coyote, a propósito, alejó a la gente en medio de la obscura noche.

Dios mío, qué asco, nunca me había sentido tan hu-millada, tan lastimada, quería morirme. Afortunadamente, el dinero lo había escondido en el ruedo de mi pantalón y dentro de la suela de mis zapatos. El muy canalla, luego

* Los Bajapollos son una pandilla del lado americano, en esos tiem-pos usaban motocicletas y perseguían a la gente para robarla, violarla y hasta se hablaba de asesinatos, comunes en esa zona.

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de su fechoría, silbó a su compinche, luego, como si nada hubiese ocurrido, cuando éste regresó le dijo:

—Ya está, vámonos.Así, con gran amargura pero sin valor para retornar,

continué mi pesada marcha porque, además, esa noche corrimos como desesperados. Luego apareció un helicóp-tero y nos obligaron a meternos en un pozo cubierto de pestilentes y nauseabundos plásticos, llenos de mosquitos; aún así, estuvimos en ese lugar casi una hora.

Por cierto que conocí a una chica de escasos 17 años, el coyote, de forma inesperada, la apartó del grupo, pero poco antes de esto ella me había dado un papelito con una dirección, y me dijo:

—Doña, si yo no logro pasar para ir a este lugar en Los Ángeles, espero que doña Carmen la ayude.

Esa fue la ultima vez que la vi no tuve oportunidad de saber su nombre, sólo supe que era de Michoacán. Pero siempre me he preguntado qué sería de ella. Eso nunca lo sabré.

Por lo pronto, esa noche fueron inútiles los esfuerzos por pasar. Dos horas más tarde, Inmigración nos acorraló con caballos y nos pusieron en camionetas que nos con-ducirían a los centros carcelarios al amanecer; luego de tantas preguntas nos liberaron para el lado mexicano.

Ese día el coyote nos llevó al mercado, éramos cuatro per-sonas, nos repartió en mesas de una fonda para esperarlo. Yo fui al baño y, con mucha cautela, saqué un poco de dinero para comprar desayuno, y una muda de ropa; de-seaba bañarme, me sentía sola y asqueada. La otra ropa desgarrada, la dejé en ese maldito lugar. Por fin regresó, acompañado de otro hombre, y nos dijo:

—Este amigo se encargará de ustedes cuatro, los otros cinco se quedan conmigo. Luego vi cómo el tipo recibía dinero de manos del hombre recién llegado. Eso indicaba que nos había vendido.

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Este hombre nos llevó a una casa, me atreví a pedirle permiso para bañarme y cambiarme de ropa; para cuando regresé me dijo: —Tú, ruca, ven acá.

Sus palabras me molestaron pero, peor aún, me aco-modaron con otro grupo, aduciendo que yo era centro-americana y que me cobrarían 800 dólares. Con un poco de conocimientos sobre historia los convencí de su error. Esa misma tarde nos llevaron a un lugar donde estaba es-tacionado un trailer. Hicieron un recorrido y metieron a otras personas, estaba obscureciendo, me asusté cuando me dejaron por mucho rato ahí encerrada. Además éra-mos unas 70 personas. Una anciana lloraba y decía:

—Ay, muchachos, ya estoy muy vieja para esto, pero tengo doce años de no ver a mis hijos y no me quiero morir sin verlos.

Luego, una mujer con cuatro meses de embarazo también dijo:

—Yo tengo familia en California. Hasta hace un mes yo era muy feliz, ahora ni siquiera sé si voy a sobrevivir con mi bebé.

Uno de ellos preguntó:—¿Y tu esposo?Ella respondió:—Un día fuimos a una fiesta, eran las dos de la ma-

ñana y un borracho lo atropelló, lo arrastró como seis me-tros. Fabián está muerto. –Dicho esto, se cubrió la cara con ambas manos, llorando.

Un muchacho de Guatemala nos dijo:—Hermanos, creo que debemos orar para que el

Señor nos mire con misericordia.Por fin, el trailer se movió y, aunque era de noche,

dentro del trailer se sentía un calor extremo, era el mes de mayo, pero, a Dios gracias, este hombre nos trató con un poco más de compasión. Se apartó de la carretera y nos abrió unos cinco minutos el trailer y nos ofreció bo-tellas de agua. Esa mañana llegamos a otra casa, pero ya

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en Santa Ana, California, poco a poco, distribuyeron a la gente y, como yo les era útil en la cocina, me dejaron casi al último.

Ellos me ofrecieron trabajo en su casa, como cocine-ra, me mostraron una pequeña habitación en donde su-puestamente me podía instalar. Había armas en los autos y en la casa, así que me negué a aceptar. Ellos nos insistieron y cuatro días después me mandaron en uno de sus autos a Los Ángeles, pero me dejaron en el Este de la ciudad, luego llamé un taxi y me llevó a la dirección que me había dado la chica de Michoacán. Era un viejo edificio y a un costado había una iglesia católica, San Gregorio se llama-ba. Entré al edificio y busqué a la señora Carmen, eran las nueve de la mañana. Como ella no estaba, me quedé en la entrada del edificio un buen rato sin nada qué hacer. Pasó enfrente una mujer con cuatro niños y me miró, luego, con cierta curiosidad me preguntó:

—¿Usted está recién llegada, verdad?—Sí, –le contesté.—¿De dónde viene?, ¿a quién busca?Yo contesté su interrogatorio y le dije a quién busca-

ba, luego agregó:—¿Ya comió?Le contesté que no. Sacó de su bolsa un dólar y con

prisa se fue. Después, me fui a la iglesia, llorando aclamó a Dios un poco de consuelo a mi corazón. Imploré por mi madre y mis hijos. No sé cuánto tiempo estuve ahí, pero cuando regresé al edificio serían más de las dos de la tarde. Esta vez, me encontré con otra mujer y le pregunté ¿qué podía comprar con ese dólar?

—¡Oh! Pues venga, yo le puedo vender una sopa de bote. Sólo calentó agua, la puso en la sopa y me dijo:

—Son 60 centavos. Por favor, vaya a comer su sopa afuera.

Tenía hambre, no tenía dinero, no sabía a dónde ir, así que me quedé en la entrada del edificio, así me dieron

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las siete de la noche. A la hora que dicha persona volvía fui, toqué la puerta y salió ella, doña Carmen. Me miró con desprecio y dijo:

—Sí, necesito a alguien en el restaurante, pero ni te co-nozco, ni te puedes quedar aquí. No sé, qué mañas tengas.

Yo, en medio de mi confusión contesté:—Señora, tengo hambre, déjeme quedarme aquí sólo

esta noche.—No –contestó–. El esposo salió y le dijo:—Mujer, carajo, siquiera dale algo de comida.De mala gana me invitó a pasar, me sirvió caldo de

pollo con vegetales, aún no terminaba de cenar, y agregó:—¡Ah! y no creas que aquí todo es gratis. Cuando

termines, lavas todos esos trastes, okey?Cuando apenas comenzaba a lavar los platos tocaron

a la puerta, ella abrió y entró la mujer que me había dado el dólar preguntando:

—¿Dónde está la señora que estuvo buscándote?—Lavando platos, pa’ que pague lo que se tragó.Martha, que así se llama, se indignó. —Esta paisana

recién llegó y no te importa. ¡Qué hija de la gran...!Se asomó a la cocina y me llamó:—Venga, señora, me la voy a llevar a mi casa.

Así comenzó un nuevo capítulo en mi vida

Me fui a vivir con esa familia de Honduras. Tenía tres ni-ños, Rigo, Wilbert y Manuelito. Don Manuel, el esposo de Martha, no se molestó con mi presencia; ahora tenía que adaptarme a nuevas costumbres, a otra cultura y hasta a su forma de hablar. Por ejemplo, en vez de niños dicen cipotes; en vez de caricaturas, pichinguitos.

Faltaban los pasos a seguir. Como siempre, la princi-pal barrera, el idioma. Pese a todo, esta familia me ayudó a buscar trabajo, y aunque la ciudad me parecía muy gran-de poco a poco fui conociendo, y se fueron dando las

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cosas. Conocí a otras personas, entre ellas Mirna, también mexicana, y su esposo salvadoreño que tenía dos niñas. Aunque él las tenía en su país pues se estaba divorciando. Mirna trabajaba en un gran hotel, pero estudiaba enferme-ría, nos hicimos amigas y le conté de mis problemas y mis constantes pesadillas. Me comentó:

—Véngase a vivir conmigo, me siento muy sola, y de paso le va a quedar cerca para ir al psicólogo. Es un poco caro, pero él es mi amigo. Veré que le cobre lo justo

Y así lo hice, hablé con Martha, no hubo ninguna ob-jeción.

De modo que ya había trabajado de empleada do-méstica, en restaurante y justo en 1988 comencé un nuevo trabajo en los cementerios, como agente de ventas.

En México mi madre enfrentaba graves conflictos porque mi hija Paty, que ya contaba con 18 años de edad y que estaba a punto de terminar su carrera de enfermería, se encaprichó con el novio que tenía y se fue de la casa con él; esta noticia me impactó muchísimo, porque veía realizados mis sueños en ella, porque hizo su secundaria con mucho esfuerzo, con muchas necesidades, pero ahora ¿qué futuro le esperaba? ¿cómo sería su vida después? Sí, yo conocía a esa familia y el muchacho gozaba de fama de ser un haragán.

En 1989, en la empresa que yo trabajaba conocí a mi nueva pareja (era salvadoreño); pensé que merecía una nueva oportunidad. Justo ese año la compañía nos mandó a abrir mercado en Tucson, Arizona. Fuimos dos grupos, en total de 26 personas; me sentí bien porque al mercado sólo lo tratábamos, regularmente, en español.

Era 1990 y por la precaria salud de mi madre, mi her-mana Antonia viajó a México y le pedí que trajera a mi niño al regreso. Así lo hizo; tres semanas después mi Joel estaba frente a mí:

—¡Qué grande, qué lindo estas! –le dije.Me miró asustado y me dijo:

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—Usted no es mi mamá, yo quiero regresar con mi abuelita.

Pero poco a poco se fue calmando. Le mostré todo mi cariño, aunque en algunos momentos mostraba su re-beldía, su enojo. Comprendí que se sentía fuera de lugar, de modo que lo inscribí en la escuela; y así transcurría el tiempo en que me enteré que mi hija Paty había tenido un bebé, en enero de 1989. Estaba preocupada por ella porque no hablaba conmigo; casi al año me enteré de la existencia de mi primer nieto.

Para 1992 mi madre continuaba enferma. Otra vez mi hermana Antonia –que de hecho ya casi todos estábamos aquí, en este país, menos Mariana y Samuel– se trajo a mi hija Graciela que ya tenía 16 años. De modo que tuvimos inconvenientes, también de readaptación. Por cierto que ya no quería ir a la escuela, se reveló en mi contra, pero al menos aceptó estudiar inglés. En ese mismo año me ente-ré que el esposo de mi hija, ya vivía en Nueva York y que mi hija se había reunido con él. Me tranquilicé un poco porque mis cinco hermanas estaban y siguen viviendo en Nueva York.

En diciembre de 1993 el gerente de los cementerios, el señor Spencer, habló con nuestros jefes. Debíamos ir, mis compañeros y yo, a firmar los nuevos contratos de trabajo, pero su secretaria, que era hispana, llamó a mi jefa y le dijo:—Señora Portillo, mañana no mande a sus muchachos a firmar nada. Es una trampa porque mi jefe citó a agentes de inmigración y aquí los van a esperar.

Justo así fue. A la siguiente mañana, vigilamos y era ver-dad: a las 10:30 llegaron dos camionetas de inmigración.

De modo que cuando el gerente general de Los Án-geles se enteró de lo sucedido intervino muy molesto porque él conocía de nuestro estado legal. Pero fue hasta enero de 1994 cuando finalmente rompieron contrato con dicha empresa y nos regresaron a Los Ángeles.

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Vino otra época difícil porque ahora vivían mis dos hijos con José, mi pareja, y yo, pero sin suficiente dine-ro como para rentar un departamento. Acudí a mi amiga Mirna y nos permitió quedarnos en su casa temporalmen-te. Mi hija Graciela pronto consiguió trabajo cuidando a una niña. Pero se venía algo muy grave porque mi her-mana Mariana llamó informando que mi madre se había puesto mal. Llamé a mis otras hermanas a Nueva York. Dijeron estar enteradas; fue entonces que mi hija Paty co-menzó a tener comunicación conmigo. Me enteró que ya había una niña más y un embarazo de cinco meses. Pero no parecía muy feliz; me lo decía su voz.

Además de todo esto, localicé a mi amiga Martha, sus hijos ya no eran unos niños, y tanto ella como su familia se alegraron de verme y conocieron a mis hijos.

Era el mes de febrero cuando me informaron que mi madre se había agravado.

Traté de conseguir dinero pero no fue fácil. Mi hija Graciela logró que su patrona le prestara, y se fue antes que yo. Pero mi hermana Amparo me comunicó que mi cuñado Daniel ya tenía mi boleto de avión. Así, con todo el dolor de mi corazón dejé a mi Joel con la mamá de Martha, y también se encargaría José de llevar al niño a la escuela. El vuelo salió a las dos de la tarde, hacia México el 2 de marzo de 1994. Luego viajé a Puebla al Hospital San José dónde mi madre estaba internada, pero en el tra-yecto del vuelo sentí una inusitada desesperación, sentí que algo pasaba; al fin aterrizamos.

Cuando me acomodé en el autobús deseaba llegar cuanto antes. Mis labios los sentía resecos. Así que cuando llegué a Puebla tomé un taxi, y cuando bajé más que co-rrer deseaba volar para ver a mi madre. Eran las 8:40 de la noche y cuando fui a información me informó la enferme-ra, con la mayor frialdad:

—La señora Emelia Álvarez falleció a las tres de la tarde y su cadáver fue entregado a su hijo Samuel Rivas.

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Cuando escuché esto me quedé paralizada por la im-pactante noticia, luego salí corriendo. Lloraba, lloraba sin consuelo. Así que busqué en la central de autobuses cómo ir a Matamoros, y luego mejor un taxi para mi pueblo y hasta pensé, creo que la enfermera me mintió, mi mami tiene que estar bien.

Pero cuando llegué a casa había gente en la calle y me cubrí la boca para no gritar de angustia, y corrí al inte-rior de la casa. Ahí, en medio de la sala, estaba el féretro donde descansaba mi madre.

El dolor se apoderó de mí, sentía que mi corazón se rompía en mil pedazos porque no pude hablar con ella, ya no escucharía su voz. No pude pedirle perdón por no estar a su lado; no pude decirle cuánto, cuánto la amaba. Abracé el féretro donde ella al fin descansaba, al menos pude besar su fría frente. La miré. Su rostro mostraba gran serenidad. Y le hablé al oído muy quedo.

—Mami, nunca olvidaré tus enseñanzas ni tus sacrifi-cios, pero sobre todo, nunca olvidaré el valor con el que nos enseñaste a enfrentar la vida. Descansa en paz, mami-ta. Descansa en paz.

Todos sufrimos su ausencia, aquel vacío en la casa, su ropa, su perfume, sus cosas.

Así transcurrió el funeral, la misa a la que acudieron numerosas amistades que ella tenía. Luego la sepultura, los abrazos de condolencia y el final donde la familia se queda sola. Pasaron los nueve días (del novenario) hasta que llegó el momento de la despedida. Nuestro regreso a los Estados Unidos y, por supuesto, la familia que se que-daría como siempre.

Antes de continuar, hay un dato que quisiera mencio-nar: el fallecimiento de mi madre ocurrió justo el día que mi hijo Joel cumple años.

Bueno, pues antes de salir de casa, nos reunimos para hablar de la situación monetaria. Sobre todo porque nin-guna de nosotras tenía papeles, salvo Liliana. Mi hermana

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Eliza no tenía papeles pero ella se quedaría una semana más. Además, por el viaje mi hermana Marcela se traería a sus tres hijos, Ana de catorce, Leo de doce y Mario de diez años. En total el grupo era de ocho, incluyendo a mi hija Graciela. Gracias a Dios dejé algunas amistades en Tucson, pues el plan era llegar a casa de Mercedes. Por ser un grupo tan numeroso el caso fue que no había dinero para pagar coyote, aunque yo conocía el lugar. Cuando me trajeron a mi hijo y a mi hija Graciela decidí pasarlos yo misma por el lado de Nogales. Los nervios me hacían sudar, pero teníamos que intentar. Los hombres de inmigración estaban ahí, pasamos frente a ellos pero aún faltaba llegar a la calle principal. Mis hermanas lograron saltar una barda con alambrado, pero yo no lo conseguí, les pedí que se metieran unas en una tienda, otras en un Burger King. Así que me sequé el sudor respiré profundo, pensé en mi madre y pasé justo junto a ellos, sentados dos dentro del auto y uno afuera de él.

Los saludé con familiaridad como si los conociera y así lo logré. Nos reunimos, investigué si había algún retén, por lo que no se podía viajar en autobús. Miré una mini-van, el conductor preguntó:

—¿A Tucson?—Sí –le contesté. Con sonrisa amable dijo:

—Los llevaré por la carretera vieja, ¿de acuerdo?El hombre se dio cuenta de nuestra situación pero nos

ayudó. Llegamos a Tucson, llamé a Mercedes, mi cuñado Daniel ya estaba esperando. Él había rentado un auto y se sorprendió de lo rápido que fue todo. Así que esa noche ellos regresaron a Nueva York y mi hija Graciela y yo en un vuelo de avión que mi cuñado nos pagó.

Llegamos a Los Ángeles a las nueve de la noche. Llamé a la mamá de Martha y le dije de nuestro regreso. Al entrar a casa Joel me abrazó, nos abrazamos los tres, mis dos hijos y yo. El niño ya tenía nueve añitos, me pre-guntó:

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—¿Mamá, es verdad que mi abuelita se murió? –Mi hija adelantó la respuesta, dijo– Sí. El niño volvió a pre-guntar:

—¿Murió en mi cumpleaños?—Sí, hijo, sí –lo abracé fuerte porque él dijo entonces:—Yo tengo la culpa ¿Por qué en el cumpleaños?Hablé con él, no había, no hay ninguna culpa. Fue la

voluntad de Dios o el destino –No te culpes, le dije.Continuar con la vida no es nada fácil cuando se pier-

de a un ser querido, pero este ser querido era mi madre, la que con su inmenso amor nos motivó, la que con su fortaleza y su gran valor nos enseñó a ser fuertes, de modo que nos reincorporamos a nuestra vida diaria, como ella lo hubiera hecho. Y poco a poco todo volvía a la nor-malidad. Pero acudían a mi mente los momentos en que frente al féretro de mi madre prometí unirme a la familia en Nueva York.

Ahí, en Los Ángeles, realmente sólo teníamos algunas amistades. Creí que mis hijos tenían derecho de reencon-trarse con la familia, de conocer a sus otros parientes, otro lugar, donde tal vez estarían mejor.

Así que, aunque ya teníamos nuestro departamento y un carrito, tomamos la decisión de irnos de Los Ángeles a Nueva York.

Me puse en contacto con mi familia y mi hija Paty. De nuestros planes, mi hija no lo podía creer, fueron mu-chos años de separación.

Agosto 28 de 1995 fue la fecha en que llegamos a esta ciudad, temporalmente nos instalamos en el depar-tamento de mi hija, así conocí a mis nietos. En realidad yo no tenía ni siquiera una foto de ellos, me sentí feliz de conocerlos, besarlos, abrazarlos. Armandito tenía seis años, Mónica cuatro y Cindy, la bebé, sólo tenía tres me-ses. Realmente me parecieron preciosos, luego continua-mos con los reencuentros con el resto de la familia, con el resto de los sobrinos, todo me pareció maravilloso, pero

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había que buscar trabajo, un lugar dónde vivir y la escuela de mi hijo.

Enfrentamos nuevas dificultades, pero sobre todo co-nocí de cerca los problemas de Paty, que han sido y son graves, la violencia doméstica, el abuso de un esposo al que no le gusta trabajar.

Ella estuvo mucho tiempo sometida a esta clase de abusos, actualmente creo que su vida está cambiando.

Pero volviendo al tema, les diré que de este reen-cuentro familiar llegaron nuevas experiencias. Celebracio-nes, en especial las navideñas.

Sinceramente, esto ha sido significativo en mi vida, porque algunos cambios se presentaron, en especial la se-paración de mi pareja que se hizo adicto al alcohol. Su carácter cambió mucho conmigo, se dejó llevar quizá por la depresión de estar tan lejos de su familia y años de no verlos.

Enero, 1999

Inicié otra etapa de mi vida, pero el tiempo continuó, con-seguí trabajo en la limpieza de departamentos.

Pero confieso que, además de esta separación, vinie-ron otras situaciones, otros problemas, pero que en la vida se resuelven si se enfrentan. Fue hasta el año 2004 que mi hermana Eliza y Rubén, su esposo, me llamaron de su casa con cierta urgencia, intrigada fui para saber de qué se trataba.

Rubén se acercó y me dijo:—Cuñada, ayer fuimos al campo deportivo y unos

tipos estaban tomando. Nosotros estábamos cerca de ellos y escuchamos todo. Ahora sabemos toda la verdad.

—¿Cuál verdad? –dije.—Que ya sabemos quiénes efectuaron los robos y

quién estuvo detrás de todo esto.

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Mi hermana intervino diciendo:—Sí, Alma, ahora sí puedes denunciarlos porque sa-

bemos incluso sus nombres; ellos no me conocen, ni si-quiera saben que somos hermanas, es más, como estaban un poco tomados ni siquiera se percataron de nosotros.

Con toda rabia contenida en mi corazón le con-testé:

—¿Me estas sugiriendo que vaya a México, sin pa-peles, sin suficiente dinero, para abrir un caso en la corte? ¿Y si lo hiciera, de qué serviría, eh? ¿Esto le va a devolver la vida a nuestra madre, que sufrió tanto, que se angustió inútilmente por culpa de estos bastardos que nos robaron la tranquilidad, nuestra dignidad? ¿Crees que esto le devolverá la paz a mi corazón, me hará recuperar los años perdidos, el amor y la protección de la que carecie-ron mis hijos?

Con palabras suaves contestó mi hermana:—No, pero se puede hacer justicia.—¿Justicia? –dije yo–. Justicia, que dejo en manos de

Dios. Además, como dijo alguien: “soldado que huye sirve para otra batalla”.

Sólo digo que si gente perversa y sin ninguna clase de buenos sentimientos no se hubiera metido en nuestras vidas, si todo esto no hubiese ocurrido jamás, jamás hu-biera pensado en venir a este país, porque éste no era mi sueño.

Pero aprendí, aprendí a vivir este sueño equivocado. Así que tratemos de seguir viviendo en este país que he-mos adoptado como el nuestro.

Fin

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Esta historia es de hace unos 40 años o más y es real, la persona que a continuación se menciona respon-de al nombre de Rafael Silva González, quien antes

de irse a Estados Unidos tenía trabajo de operador en el Cine Victoria (ahora Teatro), su familia estaba conformada por su esposa y una hija; el dinero que ganaba no era su-ficiente, necesitaba mas; tenía un amigo que trabajaba en Estados Unidos y siempre que venía a Durango tenía dine-ro y lo gastaba como quería. Entonces vio que a Rafael le faltaba dinero y le ofreció llevarlo al otro lado, diciéndole que allá había trabajo para cualquiera y que iba a ganar mucho dinero. Rafael aceptó y pidió permiso en su traba-jo, su esposa aceptó esta decisión, y con un dinero ahorra-do se fue con su amigo al otro lado, creyendo que le iría bien como él se imaginaba. Antes el pasar la frontera no era mucho problema, se podía cruzar tan solo mostrando una identificación como empleado federal, y no pensó en llevarse otro documento ni nada más.

Este amigo se llamaba Abel, Rafael lo conocía desde hacía tiempo y confiaba en él, era dueño del vehículo en el que se iban a ir a Estados Unidos y era el que supues-tamente sabía dónde conseguir trabajo y conseguir dinero rápidamente. Se planeó todo muy bien, fijaron día y todo iba muy bien; con el dinero que llevaba se completaba todo lo del viaje y unos días allá, mientras que conseguían trabajo. Abel creyó que el dinero que gastaran lo recupe-rarían rápidamente, nomás era cuestión de tiempo y todo estaba resuelto. Llego el día y se fueron rumbo a la fronte-ra de Nuevo Laredo, dejando la ciudad de Durango hacia

“Doble sueño: doble desilusión”

Autor: Volaverunt

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algo desconocido para Rafael, dejando en esta ciudad a su esposa y una hija, creyendo que regresaría con mucho dinero y pensando que todo iba a estar mejor, la hija con-taba con apenas un año de edad o un poco más y se fue sabiendo que su esposa estaba embarazada.

En el camino todo fue tranquilo, sin ningún inconve-niente grave. Para manejar hasta allá se fueron turnando, la gasolina fue puesta por Rafael y el automóvil por Abel. El destino era Chicago, porque era donde Abel sabía que había trabajo, aunque él trabajaba en Ohio. Durante el viaje, las comidas también fueron pagadas por ambos, y durante la noche, como se iban turnando solamente dor-mían unas tres o cuatro horas, para reponerse un poco, mientras que uno manejaba el otro dormía y se detenían a cada hora de comida en alguna ciudad o poblado, para alimentarse. Un paso muy bueno que realizaron fue por Las Vegas, una ciudad donde tuvieron la suerte de pasar por ahí de noche, donde las luces eran impresionantes y aunque fue de pasada, se disfrutó mucho, porque es una ciudad realmente lujosa, llena de luces que impresionan a cualquiera, cabe mencionar que es la única ciudad que se ve desde la luna por sus luces, y terminando ese paso, volvieron a la carretera, nuevamente turnándose para ma-nejar. Y así se fueron hasta que llegaron a su destino; des-pués de un día y medio de carretera.

Lo primero que hizo Rafael fue buscar un departa-mento para dormir y quedarse ahí durante su estancia en la ciudad de Chicago, y pues no era gratis así que empeza-ron los gastos para Rafael y empezó a resentir que todo era más difícil. Pronto Rafael cambio sus pesos por dólares, que es la moneda de Estados Unidos, en aquel entonces el dólar valía cerca de cinco pesos, así que estuvo relativa-mente bien con ese poco dinero, pero Abel le decía que se recuperaría, pero las cosas no se dieron así, pasaban los días y no conseguía trabajo, y vivía con el dinero al límite, comprando comida chatarra y no muy buena que diga-

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mos, esos primeros días fueron muy sufridos, además de que en las fechas en que llegó, más o menos en el mes de diciembre, estaba haciendo un frío extremo, con mucha nieve, en algunos lugares el nivel de la nieve se levantaba hasta un metro de altura. Así que fueron días de hambre y de mucho frío.

Así duraron casi por un mes hasta que consiguió tra-bajo y las cosas mejoraron muy poco. El trabajo no era del todo bueno y ganaba muy poco, trabajaba en una em-presa, mejor dicho fábrica o taller, donde armaba radios en serie, era un lugar donde los aparatos electrónicos se armaban por medio de muchas personas trabajando en equipo, cada quien tenía su labor o su pieza que colocar en cada radio. Era un trabajo muy cansado aunque no lo parezca y no muy bien pagado puesto que era un traba-jo de noche, donde las jornadas duraban cerca de ocho horas y la hora de entrada era a las doce de la noche. En dicho trabajo había todo tipo de gente, me refiero a lati-noamericanos y estadounidenses.

Su estancia en Chicago no fue del todo agradable por muchas cosas, el trabajo que consiguió no era muy bueno y no se veía la posibilidad de conseguir otro donde gana-ra más, el clima era extremo, en época de frió nevaba a no más poder y en tiempo de calor, no se podía estar en algún lugar fresco porque el calor era sofocante donde quiera. Además de que el poco dinero que ganaba lo tenía que dividir en dos partes, una para él y la otra para su esposa, que permanecía en Durango, así que casi no le rendía el dinero y habló con Abel, que le había dicho que Estados Unidos era como un paraíso y al no ver esto, Ra-fael se molesto y le reclamó, mientras que Abel decía que era cuestión de tiempo.

Y no solamente tuvo que pasar por todo esto, sino que también tenía que andarse escondiendo de los de la migración porque si cometía cualquier delito, le pedían sus papeles y él no llevaba nada de papeles ni documen-

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tos, así que no podía arriesgarse a nada, así que el tiem-po que tenía libre era para esconderse y no para disfrutar como el creyó que iba a ser, pero nunca se imaginó todo esto, era todo lo contrario a lo que él había pensado, o por lo menos lo que le habían dicho.

Pero como todo mexicano, también tuvo sus días de fiesta, un día decidió irse a tomar con Abel y sin darse cuenta se le acabó el dinero. Él se hacía de comer para el trabajo y ese día no tuvo para comprar nada, ni había nada en el departamento para comer y en el trabajo a la hora del descanso, todos comían algo porque la jornada era pesada, y ese día él no llevaba nada y se puso a leer el periódico, entonces un compañero de trabajo, que era negro, empezó a conversar con él, los dos con un inglés no muy bueno pero suficiente como para darse a enten-der, el negro le pregunto a Rafael que si no iba a comer y este le contestó que no llevaba lonche ni nada para comer, pero esta otra persona le dijo que comprara algo en la cafetería pero Rafael no traía nada. De todas formas trató de conseguir prestado pero no consiguió nada, así que regresó a la mesa donde estaba el negro y le comentó que nadie le pudo prestar nada, pero la persona de color saco su lonche y lo partió a la mitad dándole una parte a Rafael, que al principio se negó porque dijo que no era necesario y además que esta persona lo necesitaba más por que se le veía a la vista que no se alimentaba muy bien y entonces se quedaría con hambre, pero la persona de color insistió diciéndole que eso no era ningún problema, entonces Rafael acepto.

Desde entonces Rafael cambio su forma de pensar hacia los negros o personas de color porque él los juzgaba como personas malas y desconsideradas, pero después de esto se dio cuenta que son personas como cualquiera y que las apariencias engañan.

El conversar con diferentes personas hizo que el inglés de Rafael mejorara y podía hacer mas cosas porque las pri-

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meras veces, en las cafeterías no sabía pedir otra cosa más que un coffee and donna, y ya estaba harto del café y las donas, pero con su estancia allá, aprendió mucho inglés y pudo comunicarse mejor, entendía mas cosas y empezó a observar todos los adelantos que tiene un país como ese en comparación con México, como quien dice, le empezó a gustar esa ciudad al grado de que cuando le escribía a su esposa, le decía que se fuera con él para que su bebé naciera allá y así les darían la ciudadanía americana, pero su esposa se negó porque decía que no se quería ir de aquí, además de que era mucho riesgo pasar la frontera y hacer un viaje muy largo con una niña de un año de edad y un bebé en camino, así que decidió que lo mejor era quedarse en Durango, y así lo hizo.

Mientras Rafael trabajaba en Chicago, Abel trabajó en Ohio y un día de tantos, tan normal como todos para Rafael, llegó su amigo Abel sorprendiendo con su llegada, diciendo que para que Rafael no estuviera solo se fue a trabajar a la misma ciudad, Abel renunció a su trabajo en Ohio pensando que conseguiría otro fácilmente en Chica-go porque decía que si Rafael consiguió trabajo y no tenía papeles, él lo conseguiría mas fácilmente porque tenía pa-saporte. Pero no fue así, tardó mucho en conseguir trabajo, hasta que Rafael le pidió ayuda a su jefe, diciéndole que tenía un amigo que necesitaba trabajo y el jefe, también latino, le dio un trabajo a Abel igual al de Rafael y así se pensó que todo mejoraría.

Y todo fue mejorando, parecía que todo iba a salir bien pero en una fiesta con amigos, los dos se fueron a tomar, solamente a tomar, no había nada de comida y Ra-fael siempre ha necesitado tener algo en el estómago para poder tomar tranquilo, así que no tomó mucho. Pero Abel y sus amigos sí. A la hora de irse del departamento donde estaban, los amigos con los que fue estaban muy tomados y solamente Abel traía vehículo pero no podía manejar en las condiciones que estaba, así que le dio las llaves a

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Rafael, que era el que menos había tomado y no estaba borracho, y este sin dudar ni preocupación aceptó. Era de noche y Chicago seguía impresionando a Rafael, ahora con la iluminación pública que era, en comparación de aquí, impresionante, se iluminaba todo tan bien que Rafael olvi-dó encender las luces del automóvil y nadie se dio cuenta, pues iban bien dormidos. Todo estaba tranquilo hasta que fueron alcanzados por la policía y Rafael escucho la frase parking over there (estaciónese ahí) y trató de despertar a Abel y sus amigos, pero no tuvo éxito. Escuchó nueva-mente a la policía y sin mas remedio detuvo al automóvil. Una vez detenido, el policía bajó de su patrulla y le pidió los papeles que se le piden a toda persona al cometer al-guna infracción, pero Rafael no llevaba ningún papel y fue detenido por la policía, que lo llevó a la migración donde estuvo detenido durante tres días hasta que lo mandaron de vuelta a México.

Vaya suerte la de Rafael, cuando todo parecía que iba a mejorar, lo multan y se dan cuanta que es ilegal y lo regresan para México sin ningún centavo, en la frontera.

Lo regresaron a la frontera en una avioneta especial para eso, donde iban cerca de veinte personas detenidas. Con esto estuvo de vuelta en México después de cerca de medio año en Chicago.

Una vez en la frontera, Rafael no tenía ni para comer, conoció a otro señor que se iba a ir en un camión a Aguas-calientes y se puso a platicar con Rafael, este le pidió algo de dinero, por lo menos para regresarse pero esta otra persona se negó diciéndole que no porque se acababan de conocer y nadie le garantizaba que el dinero que le prestara se lo fuera a regresar, y que como iban a ciu-dades diferentes era menos probable que se hiciera esta devolución. Pero Rafael insistió prometiéndole que se lo regresaría, le dijo que le diera todos sus datos y que él le mandaba el dinero pero de todas formas se negó. Hasta que Rafael platicando con él, lo convenció al grado de

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que se lo prestó y le dijo que no había ningún problema, con esto Rafael se pudo regresar a Durango después de muchos problemas en el otro lado.

Cuando llegó a su casa, su esposa lo recibió muy bien; con otra pequeña hija que era el bebé del que es-taba embarazada su esposa. En cuanto Rafael llegó con su familia, bautizaron a su nueva hija con el nombre de Adriana, la hermana mayor se llama Josefina, igual que su madre. Todo iba bien, siguió en su trabajo de operador de cine y al poco tiempo tuvieron a otra hija, ahora el nom-bre elegido fue Sandra, y todo estaba relativamente bien porque seguía faltando dinero hasta que fue contratado en la radio para cubrir turnos de locutor, el sueldo ahora era mas alto pero no mucho porque eran muchas perso-nas que mantener, y al poco tiempo su esposa se volvió a embarazar, ahora fue un varón que tuvo el mismo nombre que su padre, Rafael.

Con una familia de cuatro hijos y un trabajo donde tenía que aplicar horas extras para un poco más de sueldo, el dinero seguía faltando, así que le volvió la idea de regre-sar a Estados Unidos pero sabía que era mucho el riesgo, además de que dejaba ahora a su esposa con cuatro hijos, pero nomás fue la idea. Hasta que otro amigo de él, ahora con el nombre de Jesús, le comento que él estuvo traba-jando un tiempo allá también y que quería regresar, así que empezó otra vez que se iba a ir con él, pero la esposa de Rafael no estaba para nada de acuerdo en eso, porque si estaban batallando mucho con ese trabajo y con él en la casa, no sabría que hacer si se quedaba sola, pero Rafael con su carácter decidió irse nuevamente.

Las hijas de Rafael ya estaban en la escuela y su hijo más pequeño estaba muy chico, por eso la esposa se negó tanto, así que Rafael le propuso que se fueran todos, pero si pasar a uno es difícil, ahora con toda su familia implica-ba muchos riesgos con tres niñas apenas en primaria y un niño casi bebé, nuevamente se fue solo, con su amigo que

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este era muy diferente a Abel que era mas sincero, Jesús se aprovechaba de la gente y no batallaba tanto porque vivía solo; pero Rafael sí tenía una familia y algo numero-sa, pero no lo vio así, se le hizo fácil irse otra vez.

Así que Rafael, el día que se fue lo decidió en una mañana, antes renunció a su trabajo para irse con el di-nero que le dieran de liquidación y su esposa no quería que se fuera, pero Rafael estaba bien decidido y se fue ya cuando sus hijas estaban en la hora de clases, en la escue-la, así que él y su esposa fueron a la escuela donde esta-ban para que se despidieran de él, con solamente un beso y un abrazo se despidió de cada una de ellas, para que no perdieran tiempo en clase, y de ahí mismo después de despedirse se fue dejando nuevamente a su esposa ahora con cuatro hijos.

En esta ocasión ya iba mas preparado y con el cono-cimiento de a lo que iba, según él ahora si iba a “barrer dó-lares”, como él dijo, ya sabía cómo era la ciudad y nueva-mente llegó en tiempo de frió pero esta vez sí iba abrigado y con mas dinero, pues la liquidación fue grande, no como la vez pasada que hasta tuvo que vender unos botines que llevaba porque no tenía dinero para comer, pero ahora fue con otra mentalidad, pensaba rendir más el dinero y saber cuándo gastarlo. Pero ahora iba con su amigo Jesús, que no llevaba absolutamente nada de dinero, así que el camino el que compraba todo era Rafael y gastó más de lo que tenía pensado.

El paso al otro lado fue el mismo, por Nuevo Laredo, y vuelvo a decir que se podía pasar mostrando la licencia de empleado federal así que no hubo problema en eso. El camino fue nuevamente tranquilo y otra vez se turna-ban para manejar y en la noche descansaban unas cuantas horas, así que hicieron otra vez un día y medio para llegar desde Durango hasta Chicago.

Ahora con más conocimiento del idioma inglés, Ra-fael encontró un departamento para él y su amigo. Jesús,

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quien no traía dinero, le pedía prestado para todo a Ra-fael diciéndole que en cuanto consiguiera trabajo se lo regresaba, pero tardaron mucho en encontrar y el dinero nuevamente se le acababa a Rafael. Vivían apenas con el dinero pero como ya se tenía un conocimiento mejor de la ciudad y principalmente del idioma inglés, conocieron a personas con las que se empezaron a llevar muy bien, así que le pedían dinero prestado a estos nuevos amigos y se pudo alcanzar más.

Desesperado por no encontrar trabajo, Rafael fue a donde había trabajado anteriormente, en el taller y fábrica de radios en serie. Buscó al jefe, no lo encontró porque según un trabajador se fue de viaje y regresaba en unos días. Así que Rafael regreso a los pocos días y esta vez sí lo encontró, habló con él y su jefe se sorprendió al verlo, pues era muy difícil que un trabajador de él se fuera a México y en unos cinco años, este mismo regresara a tra-bajar a donde mismo, en el mismo trabajo, era increíble pero así fue, y el jefe como también era latino no dudó en darle trabajo a Rafael y a su amigo.

Ahora sí parecía que Rafael iba a tener éxito, pues ganaba más que la vez pasada y sabía cómo enfrentar los diferentes problemas en Chicago, como quien dice, ahora sí tenía experiencia, nuevamente la mitad de lo que gana-ba se lo mandaba a su esposa, pero ella dice que no fue así, ella comenta que sabía cuánto ganaba Rafael y que no era la mitad lo que le mandaba a ella, pero Rafael así lo cuenta: él se quedaba con la mitad para sus gastos en Chicago y la otra mitad se los mandaba a su esposa en Durango. La ciudad de Chicago le gustaba ahora más aun-que tenía que andarse escondiendo de la migración, pero aun así, en sus ratos libres salía a caminar para conocer la ciudad y descubrir las grandes cosas que tiene este fuerte y poderoso país.

En un día tan normal para todos, Rafael llegó a su apartamento y encendió una radio que tenía en su reca-

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mara y estaba escuchando una difusora que en esos mo-mentos transmitía música, pero de repente el programa que estaba fue interrumpido para dar una noticia terrible para Estados Unidos y sorprendente para el mundo, la no-ticia fue que el presidente John F. Kennedy había sido ase-sinado. En ese momento todos se sorprendieron y el país se cerró, nadie salía ni entraba a ningún estado ni al país, porque se empezó con la investigación de este asesinato que le dio la vuelta al mundo. Nadie podía hacer nada, ni salir a un día de campo o a una ciudad cercana hasta que no se diera la orden de que se abrieran las puerta del país y de cada estado, así se estuvo el país por casi una sema-na, pero eso no afectó mucho a Rafael porque no tenía la necesidad de salir a ningún lado fuera de la ciudad, así que siguió en su trabajo tranquilamente.

Pasaron los meses y Rafael siguió trabajando donde mismo porque ya conocía a los trabajadores y se llevaba muy bien con su jefe. En su departamento todo estaba re-lativamente bien puesto que también Jesús trabajaba y ya no le pedía tanto dinero a Rafael aunque, como era muy borracho, Jesús se iba de parranda cada fin de semana y se gastaba todo su dinero en alcohol, por esta razón a él siempre le faltaba dinero y le pedía a Rafael, prometiéndo-le que se lo regresaría pero no fue así puesto que apenas Jesús recibía lo que ganaba y enseguida se iba de parranda y se gastaba todo, Rafael trataba de detenerlo pero nunca consiguió hacerlo, y tenía que prestarle a Jesús para cada comida y el transporte al lugar de trabajo, y con estos gas-tos estaban apenas, Rafael con el sentimiento de que tenía a toda su familia en Durango le daban ganas de regresarse pero no lo hizo.

Fue hasta un día que Rafael conducía a su trabajo y sin darse cuenta se pasó el semáforo en amarillo y un trán-sito lo vio, y antes eran muy estrictos con eso, más en Esta-dos Unidos, así que lo detuvieron y nuevamente no tenía

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papeles y se lo llevaron a la migración, exactamente igual que la vez pasada y lo mandaron de vuelta a México.

Decepcionado por esto, pero contento porque iba a ver otra vez a su familia, se regresó a Durango pero ahora sí con algunos regalos para sus hijos que se pusieron muy contentos al verlo, igual que su esposa, fue como una fies-ta que regresara a Durango porque Rafael estuvo ausente cerca de un año, por fin se dio cuenta de que su lugar era aquí en Durango.

Pronto encontró trabajo como locutor en una radio-difusora local, y con un puesto de cubridor de turnos, le tocó cubrir a un locutor que iba a estar fuera durante quin-ce días, con esto aumentó su fama y lo más suertudo, por así decirlo, fue que ese locutor nunca regresó y Rafael se mantuvo en ese puesto durante treinta años. No se podía estar mejor y la vuelta a Estados Unidos quedó como un recuerdo del cual Rafael esta muy arrepentido, pero con-tento por que me pudo contar su historia en el otro lado, y yo siendo el nieto de Rafael Silva González escribí esta historia con gusto.

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Nosotros vivimos en Isla del Bosque, un pueblo recientemente establecido como urbano, que se encuentra en el municipio de Escuinapa, Sinaloa,

mi familia nuclear, Fausta García, mi madre, quién en bre-ve les diré que siempre ha sido una luchadora, que estoy orgullosa de ella, al servir de padre y madre gran parte de su vida para mi y mi hermana Susana, la inaguantable que finge muchas veces un corazón duro, al igual que mi padre Cervando Fausto, él es la persona que se ha desvi-vido por nosotras, por nuestra educación y nuestra vida, dejando de lado muchas cosas importantes para él, hasta su salud, comodidad y alimentación, cada vez que ha cru-zado la frontera.

A mi edad, siento que mi vida a girado entorno la mi-gración, a sus causas, a sus consecuencias, desde chica he tenido ante mis ojos a mis tías llorando por la desaparición temporánea de mis familiares, a mi madre ocultándome el paradero de mi padre, a mis abuelos disgustarse al no querer que sus hijos se marchen indocumentados.

No sé si me hubiera gustado ser siempre una niña a la que solamente tenían que decirle que su padre se encon-traba trabajando. Pues la realidad, a una edad conciente, me trajo sentimientos que tal vez la inocencia me hubiera privado, aunque si así hubiese sido no tendría la oportuni-dad de contarles esta historia, principalmente de mi padre y mi familia, y restaría el saber a muchas personas acerca de la falsedad del sueño americano.

En realidad no me agrada del todo recordar estos su-cesos, pero aunque conozco gran parte de su vida, estoy segura que hay cosas peores que no nos ha contado, y

“El amargo despertar del sueño americano”

Autor: Neserec

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digo esto porque por primera vez me sentaré a escuchar su historia. Lo que yo pudiese contar es lo que yo he vi-vido como hija, lo que me han contado, y lo que ellos tal vez no saben que he escuchado.

Tan sólo a los 17 años de edad nació en mi padre la curiosidad de ir al extranjero, empezó ahorrando de su salario durante un buen tiempo, semana tras semana, y la mitad del dinero lo entregaba a mis abuelos. Su trabajo era en el campo y cumplía con él en vacaciones pues se en-contraba estudiando la preparatoria. Cuando por fin aho-rró lo suficiente para migrar, les notifico a mis abuelos que los dejaría ya que ellos no podrían dar a todos el estudio, y siendo el hermano mayor tendría que hacer ese sacrificio. Pues en su familia fueron 7 hermanos.

Pero entre la preocupación de mis abuelos y la nece-sidad que tenían, tuvieron que aceptar que él se marchara. Entonces contactaron a unos familiares en Estados Unidos para que lo ayudaran; el caso era que tendrían que de-cirle al coyote que si le responderían con la cantidad de 300 dólares de aquel tiempo como préstamo para que mi padre le pagara al hombre.

En fin, su salida fue en marzo, dice que hacia mucho frío pues cruzó por el río, pasando en Tijuana y, lógico, al pasar por el río sacó el dinero que llevaba oculto y el coyote observó el dinero, a lo que me dice le dio mala es-pina, y aumento su preocupación. Estando en San Diego, California, el coyote regreso a mi papá a Tijuana, simple-mente dijo que no quería saber nada y por mas que mi padre le rogó porque lo dejara, lo regreso.

Luego al siguiente día buscó a otro contacto pollero y lo cruzó por el cerro llamado el área Miramar en Tijuana, todo el trayecto a pie, ya estando en San Diego, el po-llero y él abordaron el metro para llegar al centro, luego tomaron un autobús hacia Los Ángeles California, donde desafortunadamente los detuvo la migra y los regresaron a Tijuana. Entonces, estando de nuevo en el lugar de ini-

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cio se puso en contacto con otro coyote que lo pasaba por 300 dólares nuevamente, y para su fortuna sí logra-ron cruzar un grupo de 15 personas en un vehículo, todos apretados, lo triste de escuchar y más duro de mencionar es que entre estas personas iban muchachas muy bonitas, a las cuales les tocaba la peor parte, pues al enterarse el coyote que eran señoritas, pasaban forzadamente a ser sus señoras y las usaban hasta que ellos querían, –así pedían a gritos que las ayudáramos –dice mi padre, pero no podían hacer nada porque ellos estaban armados. La mala suerte lo siguió, y antes de llegar a su destino la migra los regre-só nuevamente a Tijuana, pero esta vez los enviaron a la cárcel donde el cuestionamiento era el mismo, quién era el coyote, a lo que nadie respondía. A fin de cuentas con una multa de 20 dólares salieron en libertad.

Mi padre, no dejándose vencer después de tanto em-peño, volvió a intentar esta vez por La Rumorosa. Caminó durante mucho tiempo y por fin llegó a Riverside, Califor-nia con los parientes, quienes lo recibieron con los brazos abiertos y le ofrecieron un rinconcito para dormir. En esa casa se encontraban también otros familiares indocumen-tados. Lo que traía de dinero se terminó en ese peregrinar y entonces enseguida se buscó un empleo, pues resulta que la familia le cobraba renta, comida, luz, agua, teléfo-no, gas, –y lavas tu ropita con tu jabón –le decían– y, por si no te acuerdas, tienes que pagarme los 300 dólares que te preste del coyote. Y todo esto, hubiera o no trabajo.

Entonces encontró trabajo en un restauran llamado Vincent, nombre del dueño, el primer día en la mañana entró de lavaplatos. Dice que el patrón lo vio trabajar todo el día y al final le dijo que se tenía que quedar a trabajar toda la noche, y así lo hizo, con la misma ropa y sin dor-mir. Al amanecer el dueño le dijo que se tenía que quedar por el resto del día, forzadamente se quedó porque sólo estaba a prueba para el trabajo, y ya llevaba 24 horas sin descansar, pero siguió trabajando. Al terminar el día el pa-

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trón simplemente le dijo que no le daría el trabajo que porque era muy flojo y cochino, mi papá se molesto y le repitió –¿no me vas a dar el empleo? –y él decía que no, mi padre exhausto le pregunto –¿entonces no me vas a pagar nada? –y, mirándolo fijamente, sólo le dio 20 dóla-res. Yo más que nadie sé que mi papá en cualquier trabajo es muy dedicado y honesto, pero la discriminación es lo más frecuente para un ilegal que además no sabía hablar inglés.

Después de esto encontró trabajo junto con un primo, limpiando pisos de tiendas comerciales reconocidas, tra-bajo que se realizaba durante la noche y les pagarían por quincenas, a lo que al llegar la primera el patrón no les pagó. Entonces dejaron ese empleo y llegaron al rancho de un colombiano donde les dieron trabajo de cazadores topos, era trabajo de día y les pagaban muy poco pero era preferible a no tener nada, y así se paso el tiempo, pagando aquí, pagando allá, hasta cubrir lo del coyote, y en los ratos libres buscaba otro empleo mejor pagado y lo obtuvo en un autolavado, y comenzó a buscar un departamento. Todo iba muy bien, caminaba hasta su tra-bajo pues le quedaba cerca, tenía amistades, entre ellos muchos paisanos sin papeles.

Un día, en su recamara, con la visita de unos primos que se quedarían a dormir, comenzaron a escuchar a una mujer gritando y golpeando la puerta con fuerza desespe-rada, llorando, pateando y gritaba –¡salgan por favor!, –y al querer abrir la puerta mi padre, sus parientes le dijeron que no lo hiciera porque a veces eran trampas, entonces dice que se acercó, pero arrastrándose, y mirando por la rendija debajo de la puerta observó que todo se estaba quemando, todos salieron y mi papá tuvo que refugiarse con un tío político apodado El Maike. un tipo medio loco que participo en la guerra de Vietnam, lo bueno fue que encontró la oportunidad de cambiar de empleo en una carpintería, ya estando en esto, podía mandarles dinero a

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mis abuelos y hacía sus propios ahorritos que daba a guar-dar su tío El Maike. Entonces se topó con un tipo que le decían El Zapata, que le busco problemas y pelearon, a fin de cuentas terminaron siendo amigos y él mismo le dijo a mi papá que aprendiera inglés para que ganara mejor, entonces diario aprendía una palabra hasta que obtuvo el dominio del idioma, pero sólo hablado.

Comenzó a ver cosas a su alrededor, como mujeres que se casaban o embarazaban sólo para que el gobierno norteamericano les diera ayuda económica por cada niño que tenían, y el desempleo que te da la mitad de tu ultimo trabajo.

Hablando de trabajo, ocupan papeles como iden-tificaron y seguro los cuales son falsos. El tiempo no se detiene, y pasado como unos tres años dice que ya tenía alzados como 3 mil dólares y un día le avisan que a mi abuelito le cayó un caballo encima, entonces le dijo al Maike que retirara 1 500 dólares para mandar a su familia, pero lo raro fue que él se los negó y le dijo que primero se cerciorara de que lo que le decían era cierto, situación que a mi papá le pareció extraña, que le negara su propio dine-ro. Entonces le exigió que le explicara que había pasado, y es que el Maike compro tres bonos federales que al pasar diez años cada uno tendría un valor de diez mil dólares y todo había resultado ser una estafa. Reunió un poco más de dinero y se regresó a su pueblo natal, Isla del Bosque, donde se casó con mi madre.

A los 18 días después de la boda, mi papá invito a un hermano de mi mamá, Luis, de 17 años, a irse a Esta-dos Unidos y el aceptó. Llegado el tiempo, comienza de nuevo el recorrido por el peligro, por el sufrimiento, y la angustia de los familiares.

Llegaron a Mexicali con una tía, donde buscaron al coyote y no lo encontraron, así decidieron irse ellos solos cruzando por La Hechicera, este lugar está cerca de Te-cate. Solamente iban los dos, con un bule de agua cada

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uno, pasaron la línea fronteriza sin problema alguno, ca-minaron todo el día, y al atardecer escucharon unos ba-lazos, en una situación un poco tensa porque trataban de esconderse y donde quiera había víboras de cascabel que los podían morder. Se hizo noche y después de compro-bar que no había peligro caminaron nuevamente, ya esta-ban cansados y como no podían dormir por los animales venenosos, orinaron haciendo un circulo a su alrededor. Después de descansar, pasadas unas horas volvieron a ca-minar sin quitarse los zapatos y llegaron a Cuchillo Califor-nia, donde no había nada de gente, sólo estaba la migra y se retiraron de ahí en cuanto pudieron.

Caminaron día y noche, día y noche, día y en la tarde llegaron a una carretera por la que pasó un americano en bicicleta y le preguntaron hacia dónde se dirigía esa carretera y él contesto que para una revisión. Estaban muy cansados y ahí se quedaron sentados esperando raite, pero nadie les hacía caso, entonces mi papá le pregunto a su cuñado que si se entregaban y él dijo que sí. Lo dejó acostado en la carretera y le dijo que no se moviera de ahí, entonces se recostó en la orilla y de este modo se paró un chicano, y mi papá le pidió raite a Los Ángeles, a lo que el respondió que no podía. –Entonces, si no puedes, ve, avísale a la migra que venga por nosotros –le pidió de favor, y así lo hizo. Llegaron dos unidades y los arrestaron lanzándolos a México.

Mi padre y nosotros damos gracias dios porque hay personas que se quedan en el camino y que desean que la migra los agarre para salvar sus vidas, en este caso corrie-ron con suerte, pues mi tío ya estaba muy débil.

Llegando a Mexicali, se quitaron los zapatos y fue cuando al quitarse también los calcetines las uñas se des-prendieron pues se les cocieron los pies y los tenían todos hinchados, pero esto no debilitó las intenciones que ya te-nían y descansaron para volver a intentarlo de nuevo, pero ahora con coyote. Llegaron a su destino, pero al arribar a

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la casa del ya mencionado Maike no quiso a mi tío, le dijo a mi papá que solamente él podía quedarse. Entonces los dos se fueron con un primo que estaba casado con una muchacha llamada Olivia, que al siguiente día los corrió porque según ella necesitaba privacidad, entonces sin más esperanzas pidieron posada en un grupo religioso llamado Pentecostés y, después de estar un tiempo ahí, el pastor les dio raite a Los Ángeles, donde empezaron a vender elotes cocidos, y en tiempo de calor vendían raspados, lo que por cierto era vergonzoso porque la policía no los dejaba vender y a veces les tiraba todo. No le gusto mucho la situación y mi papá se fue a Riverside habiendo dejado a mi tío con otros parientes.

Entonces comenzó a trabajar haciendo defensas para carros, hasta que un día una pareja de color oportunista acusaron a mi papá de haberles robado dinero y mi papá les dijo que estaban locos y se fue caminando al trabajo. El negro, no conforme, fue hasta el trabajo a golpearlo y mi papá se aguantó para que todos vieran quién había empezado, porque estaban otros trabajadores, y como mi papá le decía que no tenía ningún dinero de él, entonces el negro lo amenazo con sacar una pistola y le decía que lo iba a matar, los que observaban llamaron al comisario, quien vio la situación y se llevó al negro porque efecti-vamente traía un arma. Le dijo a mi papá que no lo iba a reportar con la migra pero que se fuera de Riverside, el suceso hizo que se regresara a Los Ángeles, en donde sabiendo él de la vendimia de elotes le entraron de lleno, pero el colmo fue que cuatro cholos pochos los asaltaron, la cosa estaba clara, nomás la llevaban de perder, y los dos se dieron cuenta que en el norte en la actualidad la gente que se regresa de Estados Unidos sólo te lavan la cabeza y te enredan con ilusiones y cuentos de personas que han vivido el sueño americano que oculta las tristezas y crueldades que generalmente vive el emigrante fuera del país natal. Pero nadie sabe si duermen en el suelo, y nadie

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pregunta qué es lo que comen, qué hacen cuando están enfermos y cómo viven huyendo de la migración.

Entonces, sin más, solicitó empleo en una pizzería, haciendo las pizzas en horarios nocturnos, donde apren-dió con facilidad, pero era un empleo muy mal pagado que no daba ni siquiera para la renta, entonces les comu-nicó a sus parientes que se regresaría a Riverside, donde al llegar al domicilio, los interceptó una unidad de inmi-gración. Mi papá, al verlos, les comento a los demás que no se asustaran porque la migra estaba tras de ellos, unos traían papeles y otros no y mi papá les comento que el podía bajarse y correr pues ya conocía el lugar, pero si hacía esto pasaría a perjudicarlos. La opción era que se entregara para que la migra no interpretara que ellos eran coyotes o raiteros.

Cuando la migra los detuvo, preguntó si traían pape-les y mi papá fue quien dijo que no y los demás dijeron que sí, siendo todo ya arreglado pues varios no los traían, así la migra sólo detuvo a mi papá y a los demás les pidió que se retiraran.

Encontrándose en México, viéndose en la misma si-tuación, sin trabajo y sin dinero, por consecuencia decide irse de nuevo, con un contacto ahora de mi tío Luis quien había cruzado con el, cruzo con una pequeña mochila, por el lado de algodones entre Tijuana y Mexicali, atrave-sando los campos de cultivo. Todavía pagando 300 dóla-res por pasar.

Llagaron sin ningún problema pero el coyote le pidió la mochila mi papá para esculcarla y ver que no trajera droga. Luego se dirigió al condado de Rubidoux, Califor-nia, donde consiguió empleo de cortador de uva, pagán-dole la caja de uva a 25 centavos de dólar. En ese tiempo se asistía en una barraca, que es como un trailer, propie-dad de una amiga llamada Eloísa.

El primer día de trabajo se encontraban laborando como a medio día y llegó un paisano mexicano a solicitar

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empleo, se sentó debajo de una planta de uva a esperar al patrón, que nunca llegó, lo único que obtuvo fue una picadura de abeja en la vena, que lo mando al hospital y no se supo que pasó con él.

Trabajaban con una navaja que les dejaba las manos todas cortadas y además, al ver la fruta fresca y exquisita se antojaba, pues no se comía bien esos días, y a los dos días de estar comiendo uvas por consecuencia contraían una diarrea que casi los deshidrata en conjunto con el calor. Así trabajó una semana y su cheque fue de 80 dólares.

Luego se encontró trabajo en un lavado de autos pro-piedad de un hombre de color, donde al final del día le notificaron a mi papá que su sueldo iba a ser solamente las propinas, cosa que lógicamente no conviene y deci-dió dejarlo. Recordando que ya tenía experiencia en este trabajo, solicitó empleo en otro auto lavado propiedad de unos rusos, donde el propio patrón observo su trabajo y al observar que sí tenía experiencia en el lavado de coches, al momento le da el empleo pagándole cinco dólares la hora mas las propinas.

Todo marchaba bien en ese trabajo, pero luego de un tiempo el dueño mostró síntomas de racismo, pues se mostraba muy autoritario enfrente de sus paisanos ha-ciendo menos a sus trabajadores, pues les impedía silbar, cantar, platicar ya que eran cosas que al el le molestaban, pero todo era solamente pretexto para correrlos y meter en su lugar compatriotas de él. Entonces dejaron el trabajo por racismo y se colocaron en una empacadora de naran-ja. Todo estaba muy bien nuevamente, les pagaban 4.5 de dólar la hora, hasta que un día se dio una redada en ese lugar, donde a casi todos los que no traían papeles los arrestaron excepto a mi papá, porque se metió en el refri-gerador que se encontraba desconectado, fue del modo en que no lo llevaron. Como les dio miedo se fueron y buscaron otro trabajo haciendo piezas para carros pesa-dos en una fábrica, donde el requisito era saber el idioma

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inglés, al estar dentro se encontró con mexicanos, chinos, coreanos y japoneses, y al empezar a convivir con los pai-sanos, a los demás les daba coraje que hablaran español pues ellos no entendían, causa de esto fue que los repren-dieran por estar hablando español y citaron a mi papá a la oficina donde le hicieron una prueba de cuestionario, acerca del idioma inglés, de diversas palabras la cual paso con facilidad. Quien le hizo el cuestionamiento se dio cuenta de que sí sabía hablar inglés, entonces su pregunta fue: –¿Porque habla español mientras trabaja? –a lo que mi papá respondió que por que hablaba con sus paisanos y si el quisiera tener amistades con los demás, entonces sí les hablaría en inglés. Pero a fin de cuentas el reglamento fue el mismo y le impidieron hablar español.

Luego de esto buscaron cualquier excusa para despe-dirlo, mi papá no tenía experiencia en una orden que ellos dieron, que consistía en abrir un hueco en la pared para poner la instalación de la luz, y con un martillo, le dio de golpes a la pared y lo corrieron al no saber hacerlo. Luego de durar una semana sin trabajar, se regresó a México sin nada de dinero ni para pagar el taxi.

Empezó a trabajar en el campo plantando chiles, o en lo que hubiera, y así lo hizo. Un día se fue a rociar veneno junto con un hermano y, aun tomando todas las precauciones necesarias, se envenenaron. En ese tiempo yo estaba por nacer, por lo que se preocuparon demasia-do y los dos estaban tendidos en sus casas desvariando sin saber lo que decían. Consecuencia de esto es que aunque ha pasado el tiempo el olor del veneno le sigue afectando a mi papá.

Quedándose un tiempo aquí en México, trabajando en los camarones y la pesca, por fin nací yo, y luego de uno año encargaron a mi hermana, naciendo unos meses después, luego de haber vivido con nosotras un tiempo desde que nacimos decidió ir de nuevo a la frontera a bus-car suerte.

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En Mexicali se contactó con un coyote que lo ayudo pasar por el lugar de algodones nuevamente. Mi papá había conseguido un préstamo y lo dejo con la tía en Mexicali, ya que el acuerdo entre mi papá y el coyote era que el dinero se lo entregarían una vez que mi tía se diera cuenta que el ya estaba en su destino.

Pero antes le preguntó cuánto tiempo iban a caminar y el respondió que sólo 5 minutos, lo cual no fue cier-to. Pasaron al oscurecer, con cuidado porque había migra por todos lados, en un área desértica, y después de unas 5 horas caminando pasaron por un túnel debajo de una autopista, eran como las 12 de la noche, se encontraban exhaustos pero no se detuvieron pues les faltaba poco, caminaron hasta las 5 de la mañana y a las 7 llegaron al punto donde se reunirían con los demás ilegales arriba de un cerro para ocultarse de la migra. Desde ahí verían cuando llegara el raitero y cuando llegó estaba lloviendo, y el cansancio y la lluvia hicieron que a mi papá se le entumieran los pies y tuvo que bajar el cerro rodando por-que simplemente no podía mover los pies, si apenas había podido subir el cerro. Toda la bajada fue un martirio y a demás el raitero le exigía que se apurara, y él lo tuvo que ayudar como si fuera un costal, aventándolo a la cajuela.

Lograron pasar un retén sin contratiempo, pero esta-ba otro más adelante que tenían que burlar y entonces los bajaron cerca de un canal por un base de fuerza aérea, pues veían cuando despegaban los aviones. Después de unas horas, el raitero llega y los sube de nuevo. Hasta lle-gar a Los Ángeles, donde a mi papá no le gustó la situación porque el acuerdo era que se pagaba hasta llegar con los parientes, que sí los tenía en Los Ángeles, pero no llevaba la dirección, la única que llevaba era en Riverside, deján-dolo ahí y exigiendo rápidamente el dinero, porque tienen contactos en todos lados. Y mi tía no quería pagar porque no tenía novedades de mi papá, entonces la amenazaron y le dijeron que si no pagaba algo le pasaría a la familia.

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Mientras mi papá trataba de llegar a Riverside, ya que era muy tarde y la noche le tomaría por sorpresa en Los Ángeles, entonces la gente latina notó su preocupación y hubo quienes le daban dinero para que llamara por telé-fono y alguien fuera a recogerlo, también había quienes le aconsejaban que se alejara de ese barrio pues era zona de pandilleros, pero antes le pedían la identificación para ver de qué nacionalidad era, y al saber que era sinaloense y de origen mexicano hubo entre ellos Lupe, un jardine-ro salvadoreño, que le abrió las puertas de su casa para darle facilidad de usar su teléfono y darle alimentación mientras llegaba un conocido a procurarlo, cosa curiosa que mi papá notó fue que los salvadoreños, en vez de consumir tortillas con los alimentos la sustituyen por un fruto llamado chayote. Lupe le dijo que si no se acomoda-ba a trabajar donde se dirigía, que él le podía conseguir empleo de jardinero. Pasadas unas horas llegó un primo y, despidiéndose debidamente de Lupe, tomaron camino a Riverside.

Llegando al domicilio del primo, se encontró con un tío político del cual mi papá sabía que tenía papeles e iba y venía constantemente a Mexicali, pero su sorpresa fue saber que alguien le puso el dedo y le quitaron todo tipo de documentos y permisos, dejándolo en México, en-tonces él cruzó de ilegal, quedándose definitivamente en Estados Unidos para sostener a su familia.

En ese entonces otro primo lo invitó a trabajar en una empresa haciendo piezas para carro, especializándose principalmente en las puertas. Ya una vez trabajando, la empresa dio a conocer que ocupaban mas personal, y mi papá le avisó a la familia en México para que su hermano, mi tío Jaime, el cuarto hermano de los siete, se fuera de indocumentado, porque había empleo.

Mi papá se hizo cargo de todo el gasto del coyote, el cual lo cruzó por el drenaje, pero la migra lo encontró y al verlo que iba por el drenaje lo tildaron de loco, trataron

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de sacarlo pero no pudieron, llegando así con bien al país americano.

Por ese tiempo mi papá se cambio de domicilio con otro pariente de nombre Salvador, donde dormía en la co-cina, mismo lugar donde llegó mi tío sin saber lo que le esperaba, y ahora mi papá tenía que pagar doble renta, comida, agua, luz, etcétera, y al momento de presentar a mi tío en la empresa, para colmo no lo contrataron debido a una crisis, pero mi papá si mantuvo su trabajo. Entonces seguían insistiendo para que emplearan a mi tío presen-tándose constantemente a la empresa hasta que un día de mala suerte se toparon en la calle rumbo al trabajo con una pareja de color que buscaba bronca, pero los ignoraron pues es muy común ver por aquellos rumbos que gente de color se siente superior al mexicano. Pero también de igual forma los ojos están abiertos a distintas situaciones, porque existe gente de color en Estados Unidos que es muy pobre, a los cuales mi papá veía dormir en los calle-jones, y andar todo el tiempo descalzos por el pavimento, sin mostrar en su rostro la incomodidad y el dolor de tocar el asfalto a temperaturas muy elevadas, recolectando car-tón, aluminio y cosas que allá se acostumbra reciclar.

Luego de ver que la empresa no contrataría a mi tío, mi papá, al tener doble gasto en todo, y que con lo poco que ganaba no alcanzaba, decidieron irse a Los Ángeles a trabajar en una pizzería, donde mi tío comenzó a conquis-tar mujeres casadas, pues se dio cuenta que las mujeres en ese país gozan de muchos apoyos, y quería ver si con alguien ligaba. A lo que mi papá le advirtió que si seguía con ese pensamiento era mejor que se regresara a México porque es muy común ver a la gente muerta en los ca-llejones del centro de Los Ángeles, y no fuera a ser que quisieran cobrar cuentas de sus actos.

Después de unos días muy difíciles, para relajar la tensión, unos parientes de mi tío Luis, cuñado de mi papá, los invitaron por la noche a conocer Long Beach, que era

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un área muy bonita, todo muy alumbrado, donde compra-ron unas jaibas enormes, que mi papá cocinó con técnicas mexicanas, recordando el tiempo en que él iba a la ma-risma a recolectar pesca, todo estaba muy bien, aunque lamentablemente el dinero era insuficiente y de estar allá sufriendo sin la familia, era mejor la opción de sufrir pero estando en compañía de la familia, pues para colmo estan-do de esas primeras ocasiones en que se iba continuamen-te, recuerdo que estábamos comunicados solamente por el correo, llegaban tantas cartas como podía escribirnos, porque no había teléfonos y yo hacía todo lo posible por escribir bien para que mi papá observara que mi letra me-joraba cada día más.

Entonces, estando en México trabajando de nuevo en las tareas comunes, estableciéndose por un tiempo, les cuento que tengo la costumbre de preguntar cada vez que me levanto por mi papá, y esto viene de pequeña porque la primera vez que recuerdo y sufrí la partida de mi padre fue cuando iba en la primaria en segundo grado, yo me levantaba y recuerdo con claridad que le decía a mamá –¿donde esta mi papi? –y ella me respondía– trabajando, hija. Cuando llegaba de la escuela hacía la misma pre-gunta, y obtenía la misma respuesta, así durante casi una semana en la que la explicación mas lógica que mi madre me daba era que él se levantaba temprano y se iba antes de que yo despertara y que llegaba tan noche que ya no me encontraba despierta, pero por fortuna o desgracia siempre he tenido empeño en la escuela y ya sabía leer en ese entonces, así un día en mi clase saqué una libretita que ya tenía mucho que no la utilizábamos para trabajar, en la que nunca observé la pasta trasera de mi libreta converti-da en una cartita de despedida, yo recordé a mi papá es-cribiendo con la libreta en la mano, recargado en la puerta de la cocina, lloroso, me acerqué y le dije: –¿Qué tienes, papi? –y no me dijo nada. Yo seguí jugando, entonces con esa imagen comencé a leer la cartita, con palabras cortas

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recuerdo que me decía que cuidara a mi hermanita y a mi mamá, que él se había ido a trabajar lejos y que no iba a regresar pronto, que era por nuestro bien, que me com-portara y no descuidara la escuela. Quería que lo discul-para por no haberse despedido, que a él también le dolía separarse de nosotras, pero más grande entendería que esa era la forma en que el podía sacarnos adelante.

Pero como las otras veces regresó a México descon-solado porque no se observaba fruto de su estancia en el otro lado. Entonces comenzó a trabajar en la pesca y el campo, lo típico de la región, que al igual que los otros tra-bajos más que dinero dejaban cansancio. En una ocasión, estando de pesca en el mar, regularmente entran en grupo de cinco, donde cada uno se encargaba de una sección de la red, a mi papá le había tocado llevar el plomo, pero una mala posición dentro del agua ocasionó que en una ola, otro compañero soltara la red, enredando a mi papá, casi ahogándolo, solamente Dios sabe como se desenredó después de dos intentos desesperados por romper la red, y al ver que no podía, resignado se quedó quieto, y aun no se explica cómo salió de esa situación.

Además de eso, iban a capturar camarón que, al estar vedado, el gobierno los penaliza, llevándolos a la cárcel, incluso golpeándolos, quitándoles las atarrayas, bicicle-tas, camarón, lo que lleven en posesión, juzgándolos por dos delitos: contaminación del agua (por la purina) y por capturar camarón en temporada de veda. Situación que la gente conoce muy bien y saben a lo que se arriesgan, pero muchas veces es lo único con lo que se mantienen muchas familias.

Una vez, en agosto, a mi padre lo llevaron preso cuan-do lo sorprendieron rumbo al camarón, quitándole todas sus pertenencias, donde se dio una conversación con el inspector de pesca. Donde al momento de advertirlo de no volverlo hacer, mi papá contesto que a él no le gustaba la pesca en tiempo de veda, pero que desafortunadamen-

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te era lo único que había, ya que en julio había hecho el intento de ir al otro lado nuevamente y no lo logró, sólo regresó todo golpeado igual que otras 70 personas que también trataron de cruzar con él. Explicándole así al ins-pector de pesca que él se exponía a todo por la familia, incluso a la cárcel, de esta forma lo dejaron libre regresán-dole la bicicleta para que se regresara, porque lo dejaron en otro pueblo, como a 28 kilómetros de Isla del Bosque.

Todo esto lo motivó para buscar un compañero e ir en busca de la frontera de nueva cuenta, llevándose a un primo llamado Manuel.

Esa ocasión vi llorar a mi papá y despedirse como nunca lo hizo, porque de todas las ocasiones que se fue a cruzar la frontera nunca nos aviso que se iba.

Lo ayudé a empacar escuchando sus consejos, ob-servando la casa como si fuera la última vez y ocultando sus ganas de quedarse, con un rostro disfrazado. Lo digo porque a él le gusta México, siempre que regresa lo hace con unas ganas de comer frutos de los árboles y probar de nuevo las tortillas que mi mamá hace.

Al llegar a Mexicali se contactaron con un coyo-te apodado El Mago, y al conocerlo como una persona seria y sencilla, mi papá le preguntó que por qué tenía ese apodo, a lo que él se rió y otro más contestó: –¡Porque todo lo desaparece!.

El coyote quedo de ir por ellos a las doce de la noche, para cruzar la línea de Mexicali, y ahí estuvieron esperan-do una oportunidad para cruzar, hasta dar las cinco de la mañana sin haber podido intentarlo. Por consiguiente se regresaron a casa, para intentarlo de nuevo por la noche a la misma hora y en el mismo lugar, entonces a las tres de la mañana un agente de migración se presentó en su unidad, iluminándolos con un faro advirtiéndoles que se retiraran o tendría que dispararles, y el primo Manuel, asustado además de escuchar hablar español al americano, se retiró y tras él mi papá.

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Regresando de nuevo a casa para volverlo a intentar más tarde. Se dio la tercera ocasión pero esta vez con una tercera persona que iba a ser el “anzuelo”, pues mientras él se dejaba detener por la migra, mi papá y mi primo aprovecharían para cruzar. Y así lo hicieron, llevando ya las indicaciones de dónde tendrían que parar para escon-derse, pero con la emoción de haber cruzado la línea, el primo y el coyote se quedaron en el lugar previsto y a mi papá se le olvido, yéndose de paso, y al dar vuelta sobre una calle ya venía una unidad de migración que lo detuvo, le preguntaron cuántos eran y respondió que estaba solo, entonces lo esposaron y lo metieron a la unidad llevándo-lo a las oficinas de inmigración o la perrera, conocido así por todos lo indocumentados, para sacar los datos perso-nales de los detenidos. Esto después de llenar la unidad con indocumentados, y en la perrera todavía tienes que esperar tu turno para dar tus datos, porque son cientos de personas que fallaron en su intento y fueron detenidas, hombres, ancianos, niños, niñas y hasta mujeres embara-zadas.

Una vez que mi papá regresó, yo estaba lavando su ropa y encontré una credencial de un señor de Michoacán, no recuerdo exactamente, pero fue una persona que trató de cruzar junto con él, y le dejó su identificación para que la oficina de migración no supiera su verdadera identidad, pero la huella digital es única.

Bueno, en ese lugar te ponen una película de todos los riesgos que corres al tratar de cruzar la frontera, donde más que nada te explican y enseñan las diversas formas en las que mueren los ilegales.

Luego de un día soltaron a mi papá por la noche con la opción de regresarlo a su país o dejarlo en la línea, de-cidiendo entonces quedarse para volver a intentarlo, en-tonces contacto a un coyote que lo invito a concentrarse en un hotel donde tenía a otros indocumentados, mi papá pregunto cuánto tiempo durarían para cruzar, a lo que el

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coyote le respondió que cinco minutos y como mi papá ya se sabía ese cuento, le dijo que sí, pero solamente tenía la intención de cenar y dormir ahí, al aceptar cruzar con él, el coyote la pago el taxi a mi papá para que lo llevaran al hotel, así descanso y cenó bien, pero con el pretexto de ir a comprar un refresco por la mañana se les peló y ya no regresó.

Dirigiéndose por las calles de Mexicali, ubicando lu-gares conocidos, llegó a la casa de una tía se encontró con la sorpresa de ver al primo Manuel en la casa. Dando la explicación de que al ver que la migra detuvo a mi papá, el coyote pensó que la migra los iba a estar buscando y se regresaron.

De este modo contactaron a otro pollero en San Luis Río Colorado y al momento de localizarlo cruzaron por la línea junto a quince personas más, arrastrándose como serpientes por el suelo sin levantar la cabeza, llegaron a un parque, donde los esperaba el raitero, que los llevo fuera de peligro a una casa en Yuma donde estaban alrededor de 100 indocumentados esperando llegar a su destino.

Sin descansar, ese mismo día salió mi papá y el primo Manuel, junto a las quince personas ya mencionadas, hacia un canal donde esperaron un buen tiempo a un guía que les daría instrucciones, les dijo que hicieran lo que él hacía, si se agachaba todos, se agachaban, si se tira-ba al suelo tendrían que hacer lo mismo y así fue hasta llegar a las vías de un tren, donde todos los trenes iban hacia el sur y escasos hacia el norte. Abordaron uno con rumbo desconocido hacia el norte, donde una muchacha muy presumida dentro de las 15 personas no toleraba ni siquiera que la miraran la cual estuvo apunto de caer al subir al tren porque este mismo no detuvo la marcha, so-lamente disminuyó la velocidad, fue del modo en que la rescataron entre tres personas de donde podían sujetarla porque el tren ya iba a toda su velocidad; al subirla al tren se rompió su ropa pero lo importante fue haberle salvado

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la vida. Mientras viajaban, el coyote hacía llamadas para dar ubicación y así los esperaran al finalizar el viaje, luego se detuvo el tren en su destino y los estaba esperando un auto cerrado, bajando de dos en dos del tren para abordar el carro y llevar a cada uno hacia su destino. Llegando así a Riverside sin ningún problema.

Posteriormente, optaron por sacar sus papeles falsos con un costo de 120 dólares para comenzar a trabajar en la construcción, con un ingreso de diez dólares la hora.

En ese lugar también hizo amistades de diversas par-tes de la república, Chihuahua, Guadalajara, el Distrito Fe-deral, de los cuales algunos trabajan honradamente en su trabajo y otros, aparte del trabajo honrado, también se de-dican a lo ilícito y de igual forma hay algunos que se dejan llevar por el alcohol y las drogas, es ahí donde te das cuen-ta que cada ilegal en Estados Unidos tiene su historia, tal es el caso de un conocido de mi padre en el trabajo que, al no tener la compañía de su esposa, buscó los placeres con las americanas y, sin darse cuenta, un día solicitó apli-cación para la amnistía, donde se incluía examen clínico, y fue ahí donde se enteró que era portador del VIH, y enton-ces el gobierno norteamericano le niega el permiso de ir a su tierra natal, por estar contagiado, aunque hay algunas personas como este muchacho que les importa poco o simplemente no tuvieron la suerte de saber que estaban contagiados para así proteger a sus parejas.

Existe una persona, que se acercó a mi papá para invi-tarlo a la venta de droga, a lo que mi padre nunca aceptó, por saber del fin de muchas personas en ese negocio, que caen en la cárcel, igual que le sucedió a esta persona, la cual pagó una condena de diez años, y una vez cumplida la sentencia fue deportado a México, quedando en los ar-chivos como una persona no grata para ese país.

Esto fue contado a mi papá por el mismo sujeto, sa-biendo este mismo que si los agentes de narcóticos lo de-tienen de nuevo o lo reconocen, le dan cadena perpetua.

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En los seis meses que mi papá duro trabajando ahí se incrementó la vigilancia migratoria con redadas, cateos y retenes. Pero gracias a las radiodifusoras hispanas de mucho raiting, que muy acertadamente daban las ubica-ciones de las redadas, muchos mexicanos pudieron sal-varse de ser detenidos. La clave que se manejaba era “el tamarindo está en determinada autopista”, cosa que llevó a muchos mexicanos a escuchar constantemente ese pro-grama de radio. Migración se limitaba con amenazar al programa diciendo que lo sacarían de su transmisión.

Al grado de que hasta salir de compras no era segu-ro, porque hasta en los abarrotes había redadas, también llegaron a la situación de tener que justificar y comprobar el origen de los ingresos para poder enviarlos al país de origen.

La situación era desesperante ya que todo el tiempo tenían que estarse cuidando de no ser detenidos por las autoridades migratorias, situación que mi padre no sopor-tó y decidió regresar a casa, donde en su trayecto observó que la situación de los retenes era otra, porque antes te bajaban del autobús y te pedían dinero por la cosas que llevabas, desde 500 hasta mil pesos, y hoy en actualidad ya no te paran sino que por cada autobús que pasa del norte hacia el sur, en la garita de Sonorita le piden la can-tidad de seis mil para no ser revisados.

Pasando un año en México hasta que por el mes de junio la misma situación de escasez lo hizo querer volver a intentar cruzar la frontera, llevando con él solamente tres cambios completos, puestos uno sobre otro. Cuando llegó San Luis Río Colorado se contactó con un coyote que lo cruzo el mismo día sin descansar del largo viaje, pasando la línea sin dificultad, pero como ya había corrido y caminado unos metros, se regresaban para atrás porque la migra venía a encontrarlos, siendo muy difícil brincar la línea del norte hacia el sur, golpeándose pies y manos, logrando cruzar a México sin ser detenidos, haciendo esto

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de brincar la barda hacia el norte y regresar al sur cada vez que veía la migra, el caso es que de tanto que hicieron el intento, al final fueron detenidos y puestos a disposición de las oficinas de migración, donde nuevamente le dan la proyección de la película de los riesgos en la frontera.

Cuando se presentó la oportunidad de que mi padre hablara con un oficial de migración, donde le explico que su preocupación era que al encontrarse en una edad ya avanzada para andar en esa dura situación de correr, brin-car y esconderse, le pidió información acerca de algún permiso temporal, y él contestó que se dirigiera con el cónsul mexicano, pero estando todo golpeado y cansado, se regresó a México.

Esta ocasión, yo vi con mis ojos esos moretones en los brazos al descolgarse de la barda, lo vi quitarse los cambios de ropa sobrepuestos que lo estaban asando, los zapatos que le cocieron lo pies, y lo ojos rojos del can-sancio.

Pero después de estar en casa se puso en contacto con el consulado mexicano, el que dio la explicación de no poder otorgar el permiso, debido a los archivos de sus detenciones anteriores, ocurridas al tratar de cruzar ilegal-mente al país vecino.

Entonces a mi papá no le quedó otra alternativa más, solamente ejercitarse para obtener la condición necesaria para la dura tarea de cruzar nuevamente. Cosa que no nos dijo, porque estábamos de vacaciones escolares y yo y mi hermana nos íbamos a correr todos los días con él hacia la playa, que queda como a una hora a pie.

Este entrenamiento duró una semana para a principios de julio partir de nueva cuenta a San Luis Río Colorado, entrando en contacto rápidamente con el pollero, quien lo cruzó a él y cinco personas más. Esta persona les dio instrucciones de lo que debían hacer y dónde iban a refu-giarse. Al llegar al sitio antes previsto los detuvo un policía extranjero, en ese momento se armaron de valor y optaron

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por separarse comenzando a correr, solamente a uno fue al que el policía alcanzó a rociarle gas lacrimógeno en los ojos y los demás se escondieron en las llantas traseras de unos traileres, en el sitio donde se ubica la refacción, luego de un tiempo se dieron cuenta que el coyote los había abandonado dejándolos a su suerte.

Ya pasada la noche, cerca de la madrugada, la migra seguía buscándolos, mi papá les dijo a los otros cuatro que mientras no los tocaran, no salieran de su escondite, por-que la migra decía –¡Salgan, ya los vimos, sabemos que están ahí!. Pero nadie salió hasta que se retiró la migra. Todos tenían solamente el conocimiento de estar en San Luis Río Colorado, lo más rápido que pudieron buscaron un lugar mas céntrico y seguro donde hubiese gente lati-na, y para su suerte encontraron a un joven que los llevó al centro de la cuidad, cobrándoles cincuenta dólares por el favor, pero lo bueno era encontrarse en un lugar seguro.

Mi papá se decidió a salir dejando a los demás escon-didos para buscar un raitero que los llevara hasta Yuma, encontrándolo con el trato de llevarlos por cien dólares a todos. Cuando llegaron a Yuma buscaron a otro coyote que los llevaría a Riverside, quien les cobro 1 500 dólares por cada uno, llevándolos a Los Ángeles y no a Riverside como estaba planeado, ya que según era más conveniente estar en Los Ángeles.

Pero al llegar, todos decidieron dirigirse a Seattle, Washington, donde los rumores decían que había empleo, pero para tomar este nuevo rumbo tuvieron que pagar 250 dólares más.

El viaje fue muy pesado, pues pasaron todo Califor-nia, Oregón y posteriormente Washington, todo esto en un tiempo de 30 a 35 horas.

Al final del trayecto compraron de nuevo los papeles falsos con un valor de 120 dólares para comenzar a traba-jar y a la vez comprando también el quipo necesario que la empresa no otorgaba para trabajar en la obra, como

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cinta, escalera, zapatos, pistola eléctrica, cuerda eléctrica, cinto, etcétera, en un monto cerca de los 400 dólares.

El trabajo consistía en pegar hojas de madera con un horario siete de la mañana a diez de la noche, pagándose por día, como trabajaba de ayudante de albañil ganaba solo 55 dólares diarios.

Era por esos días donde el trabajo se encontraba es-caso y las necesidades eran muchas, pues ahora le paga-ban por quincena.

Esto lo obligó a buscar otro empleo, en una fábrica de puertas corredizas, donde enviaron a mi papá a hacerse un chequeo médico para ver si no consumía sustancias tóxicas, luego de ver que no tenía ningún problema con su salud, de inmediato lo contrataron y empezó a trabajar. Con un sueldo de 8.25 dólares la hora, además, para su suerte, el trabajo resultó ser muy fácil, aunque las condicio-nes del clima eran poco favorables para la empresa, pues casi no llegaban pedidos, ocasionando la disminución de horas de trabajo. Luego de todo eso, surge un nuevo pro-blema, pues al querer cambiar el cheque, no había donde los cambiaran por no tener papeles buenos y legales.

Para colmo, se encontraban laborando ahí unos rusos que dejaban ver su racismo al tratar con odio y maldad a los mexicanos. Esto motivó que se acumularan los che-ques y cada quien tratara de buscar quién los cambiara, no importando lo que cobraran por el cambio. El frío era insoportable y entonces nace un problema, ya que un compañero y paisano de mi papá se da cuenta que su esposa se encontraba embarazada, abortando debido a los tóxicos del ambiente en ese lugar, teniendo que pagar mil dólares por la operación, otras consecuencias de estos tóxicos que dejaron a mi papá corto de la vista del ojo derecho, con el que casi no ve.

Decidió entonces salir de ahí para irse a California, donde regreso a la empresa en que alguna vez había traba-jado en la obra y no lo emplearon por no haber suficiente

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trabajo. Viendo así que un hermano de mi papá, el mas chico, saldría rumbo a México después de tener casi nueve meses en Estados Unidos, decidió acompañarlo debido al peligro latente que cada vez es mas intenso en la frontera, saliendo esta ocasión por la línea de Tijuana.

Llegando a la central de autobuses en la garita de So-norita, comprobaron una vez más que cobraron de nuevo los seis mil pesos para no ser revisados.

Aun no sé cuántas veces mas fue y regreso porque me ha dicho que hubo ocasiones que paso solo, más no me contó como sucedieron. Solo sé que esta, por lo pron-to, ha sido la ultima, y ojalá sea así, porque aunque los de-rechos de los migrantes tienen mucha validez, esa barda rígida y enorme que se está levantando y las tropas milita-res en la frontera sólo huelen a más muertes, tampoco no sé cuantas veces mi madre lloró al no saber noticias de mi papá en meses, tampoco sé cuántas veces estuvo detenido en la cárcel. Pero a pesar de todo, todavía no entendía lo que era brincar una cerca, pasar por el desierto o el río, hasta hace poco.

Son muchos los sufrimientos que hemos pasado como familia y mucho más lo que ha pasado él como padre y como ser humano, por eso están presentes en mi memoria los momentos en que yo y mi hermana colgábamos en el pinito de navidad una carta donde pedíamos que no se fuera, otras ocasiones en las que me molesté por no quedase y estar conmigo en mis quince años, en las gra-duaciones y momentos especiales que él cambiaba por un poco más de dinero para una vida mejor.

“Todos somos alguien en algún lugar”, es lo que dice mi papá y que esta es la pura verdad. El tiempo transcurre y nadie lo detiene, es del modo que han transcurrido casi 22 años, yendo y viniendo, pues han sido varias la veces que mi papá ha viajado de ilegal a Estados Unidos. Ya casi tiene 40 años pues es nacido en 1966, viviendo así el cruce a la frontera desde que cobraban 300 dólares hasta

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hoy que cobran 2 500 dólares. Gracias a Dios, aunque ha sufrido, él y la familia, hoy está con todos nosotros. Lás-tima que hay personas que no vuelven a ver a sus seres queridos, porque el mojado muere, robado, golpeado, violado, ahogado, asfixiado, por picadura de un animal o deshidratado.

No entiendo cómo mi papá tiene tanto valor para de-cirme que varias ocasiones hubo quien lo tomaba del pie y le pedía arrastrándose que lo ayudara, y el sólo seguía con su camino al no poder hacer nada por esas personas que quedaron en el camino, que observó cómo algunos esposos se quedaban quietos al ver que violaban a sus mujeres y otros morían al tratar de defenderlas.

–El emigrante debe ser tolerante –me dice. Porque los atropellos y abusos se ven hasta en las propias familias, donde te cobran de todo, aunque tu privacidad sea dormir en el suelo de la cocina, en el pasillo, en la puertecita de un closet donde te avientan su ropa sucia y no respetan ese lugarcito que tienes para descansar.

Un día me encontraba ayudando a mi mamá con la limpieza de la casa y encontré unas cartas como tipo me-morias que mi padre escribió, él no sabe que yo las leí, en ellas decía cómo cuando ya no podía más subía las dunas con mucho sacrificio y se dejaba caer rodando al no poder mas. La falta de agua y el sol hacen desvariar, es por eso que cada vez que se iba era para él una despedida dolorosa.

Hoy mi padre sigue en nuestra compañía sin deseos de volver a irse, yo ya tengo 17 años y mi hermana 16, las dos nos vamos a trabajar con él, o buscamos cómo poder ayudar a la familia, mi mamá se queda en casa, administrando lo poco que ganamos, y eso porque, como siempre, casi no hay trabajo.

Lo que aprendió mi papá en Estados Unidos, como lavar carros, cocina, carpintería, cortar uvas, cazar topos, hacer pizzas, defensas para carro, armar puertas y limpiar

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cimientos, no le ha valido para poder encontrar un trabajo con el que pueda mantener sin problemas a la familia. La tristeza es saber que es muy poco probable que encuentre un trabajo estable, porque no lo quieren contratar debido a su edad.

Esto es lo que puedo contarles de esta historia, triste pero real, en la que no estoy segura de saberlo todo, pero esto me basta para quitarme las ganas que yo tenía de ir a Estados Unidos sin papeles, y además contarles a muchos jóvenes de mi edad que se quieren ir, para que lo piensen mejor. Y no les ocurra como a la última chica del pueblo que se fue y después de estar desaparecida, la encontra-ron violada y muerta.

Por eso, debemos correr la voz, y ojalá esta anécdota de mi padre sirva para que muchos reflexionen y tomen en cuenta las atrocidades que puede pasar una persona como ilegal. Para que su sueño siga siendo sólo eso, y no tengan que vivir la realidad de una pesadilla maquillada, de la que muchos han sido victimas, mismas que hacen que familiares y amigos despierten amargamente, al igual que los pocos que logran sobrevivir a ese al que llaman sueño americano.

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Eran los primeros días del mes de enero del año 2004, cuando mi padre hizo planes de ir a los Estados Uni-dos, nos reunimos con la familia y platicamos en

varias ocasiones, era la posible solución de nuestros pro-blemas económicos, que en ese momento eran críticos. Sabíamos que era peligroso el traslado pero nunca nos imaginamos la magnitud de ese problema. A pesar de que mi padre se ausentaba constantemente por periodos de tres a seis meses por cuestiones de trabajo, pensamos que no extrañaríamos mucho su ausencia, sin embargo no fue así, a pesar de que nos preparamos física y mentalmente con tiempo.

Llego el día en que mi padre tenía que irse, previa-mente de haberse puesto de acuerdo con el coyote, quien lo llevaría a los Estados Unidos. Era el primero de abril de 2004, cuando nos levantaron para que nos despidiéramos de mi papá. Sentí que esto no sería igual como en otras ocasiones que se iba: antes era dentro de nuestro país, ahora se trasladaría a un lugar más lejos y extraño, con otras leyes y costumbres, en ese momento me hice mu-chas preguntas que no tenían respuesta, ¿cuándo lo volve-ría a ver?, ¿cómo le va a ir durante el viaje?, entre otras.

A las 06:30 horas, salió de la casa y fue una des-pedida muy triste, se fue con destino a Tulancingo, Hi-dalgo, donde haría el primer contacto con el coyote. Los siguientes días fueron de tristeza y dolor; 48 horas después tuvimos noticias de él, vía telefónica, que se encontraba en Monterrey, Nuevo León, y ahí se trasladaría a Piedras

“La fuerza de la necesidad”

Autor: Tierno

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Historias de migrantes México-Estados Unidos

Negras, Coahuila, y ya no volvería a hablar porque, según el coyote, cada vez sería más difícil comunicarse por telé-fono. Durante los siguientes días perdimos comunicación, no sabíamos nada de mi padre. El día 7 de abril del mismo año tuvimos noticias de él, que ya había llegado a su des-tino, que era en la ciudad de Atlanta, Georgia.

Hoy que tengo la oportunidad de estar nuevamente con mi padre y durante las pláticas que hemos tenido, al-gunas veces me ha contado lo siguiente: “Cuando salí de aquí me fui a Tulancingo, Hidalgo, en la central de autobu-ses localicé al coyote , con las señas que él me había dado, nos fuimos a México, Distrito Federal; en la Central del Norte lo esperaban otras personas, él nos indicó a dónde y a qué horas deberíamos sacar el boleto para la ciudad de Monterrey, hasta ese momento yo no sabía cuánta gente llevaba, sin embargo me daba cuenta que se le acercaba mucha por momentos, en Monterrey dijo que comprára-mos algo de comer para llevar, pero algo que no se echara a perder, como tortillas de harina, atún y agua.

“De Monterrey nos fuimos con destino a Piedras Ne-gras, Coahuila. En las terminales de autobuses el coyote conseguía las líneas especiales y nosotros nos acercábamos a sacar los boletos como cualquier pasajero, pero los de la taquilla ya tenían instrucciones, antes de llegar a Piedras Negras pasamos por un retén donde hay policías y solda-dos, nos bajaron a todos, revisaron nuestras pertenencias y nos pidieron que nos identificáramos con algún docu-mento oficial; yo llevaba mi tarjeta de elector. Después de una hora aproximadamente pasamos la revisión y nos fuimos con destino a Piedras Negras. Eran como las cinco de la tarde cuando el autobús se detuvo, dijo el coyote que bajáramos rápidamente y que corriéramos hacia el monte, todos corrimos hacia la dirección que él nos señalaba, nos detuvimos como a 500 metros de la orilla de la carretera, nunca llegamos a Piedras Negras, bajamos antes de llegar a la ciudad, esto ocurrió en territorio mexicano.

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Menciones Honoríficas

“Al reunirnos en el monte éramos 27 personas de las cuales eran el coyote y dos de sus ayudantes. El coyote dio una serie de instrucciones, entre otras, dijo que caminaría-mos tres noches, si nos agarrara la migra no decir quién es el coyote, para que la migra no nos detenga mucho tiempo y así poder intentar cruzar nuevamente la línea en caso de que nos regresen, hizo que nos memorizáramos un nume-ro telefónico, el nombre de un señor, de un hotel de Pie-dras Negras, que buscáramos ese lugar, y ahí nos buscaría en caso de que fallara el cruce, porque si dicen quien es el coyote nos van a detener como unos tres meses y vamos a quedar fichados y después vamos a tener más problemas.

“Hizo dos grupos, cada uno con un guía, y él se regre-só, ya que cuenta con documentos y él cruza por el puen-te internacional. Cuando empezó a anochecer iniciamos a caminar, eran aproximadamente las 19:30 horas. Con dirección al este, a las 22:00 horas llegamos a una casa donde nos esperaban dos personas, descansamos como media hora e iniciamos nuevamente a caminar. Estas dos personas se fueron con nosotros, como a las doce de la noche aproximadamente llegamos a la orilla del río Bravo. Nos dijeron que les pagáramos, que ellos nos iban a cru-zar el río, nos cobraron trescientos pesos, a cada uno y entre los matorrales sacaron una lancha y en menos de media hora cruzamos todos el río Bravo, estas personas presentaban aliento alcohólico.

“Al pisar la otra orilla del río Bravo, pensé muchas cosas, tuve miedo, dije –Ahora estoy en tierra ajena, que dios me cuide. Nuevamente empezamos a caminar siguiendo al guía, para nosotros todo era desconocido. Como a las cinco de la mañana detuvimos la marcha en un lugar con muchos matorrales, el guía dijo que confor-me fuera amaneciendo nos fuéramos escondiendo mejor, durante el día hiciéramos el menor ruido. Todo el día es-tuvimos escondidos entre los matorrales, como animales o delincuentes, unos durmieron pero yo ese día no dormí,

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porque cercas del lugar donde estaba escondido había un árbol podrido y pensé que en ese lugar podría estar algu-na víbora o algún otro animal ponzoñoso.

“Al caer la noche el guía nos reunió, hizo algunas recomendaciones dijo que no nos quedáramos mucho durante el camino y empezamos a caminar. Durante el trayecto cruzamos varios alambrados muy altos, todo esto deberíamos hacerlo con rapidez. Como a la media noche, como tres personas empezaron a quedarse, decían estas personas que no estaban acostumbrados a caminar y que ya estaban muy cansados, por lo que el coyote les dijo que si querían podrían quedarse. Él les indicaría por donde regresarse, le dijeron que querían seguir, esto hizo que el avance fuera lento. En el trayecto a algunas personas se les terminó el agua; el coyote empezó a molestarse por la lentitud de algunas personas, que hacía que fuéramos esperándolos y a cada rato hacíamos paradas. Durante el camino se oían el aullido de coyotes o lobos y ruidos de otros animales. Pasamos por un estero donde había agua, por la oscuridad no vimos cómo era el agua y la mayo-ría tomamos agua de ahí y asimismo llenamos las botellas que llevábamos vacías. Esto ocurrió durante la segunda noche de camino, por fin detuvimos la marcha como a las 05:30 de la mañana, nuevamente a escondernos entre los matorrales.

“Esta vez creo que sí dormí un rato, por que desperté con mucho frió, las botellas de agua que habíamos llena-do durante la noche eran de agua sucia con gusanos, sin embargo, así tomamos el agua. Estaba nublado, como a medio día empezó a llover y así estuvo toda la tarde, pero por el lado mexicano se veía que la lluvia era más fuerte, nos mojamos todos ya que esto no fue previsto y nadie llevaba ningún naylon o algo para protegerse de la lluvia; esto ocurrió durante el segundo día. A pesar de la lluvia, a lo lejos se escuchaban ruidos de vehículos y como en dos ocasiones el ruido de una avioneta, éstos eran de la

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Menciones Honoríficas

patrulla fronteriza. Ese día algunos ya no tenían qué comer ya que lo que llevaban se les había terminado por que la mayoría eran jóvenes de entre 18 a 22 años de edad. Al principio se dedicaron a puro comer por el camino, y los demás eran mayores de 35 años.

“Al caer nuevamente la noche, la tercera noche, ini-ciamos a caminar. Todos estábamos mojados; dijo el guía que le echáramos ganas ya que el avance sería más difícil porque había mucha agua en el camino, como a las diez de la noche vimos las primeras luces de un pueblo gran-de, rodeamos completamente ese pueblo, tardamos varias horas de camino, de igual forma cruzamos varios alambra-dos altos. Llegamos a una carretera pavimentada, donde ya pasaban vehículos. Estuvimos escondidos por varios minutos, había un alambrado muy alto, el guía dio algu-nas instrucciones para cruzar al momento que él indicara, cuando consideró conveniente cruzamos el alambrado y nos metimos dentro de unas alcantarillas donde la mitad de estas, tenía agua. Entré en una de ellas, el avance tenía que ser a gatas, a lo lejos se veía un círculo blanco, era donde terminaba la alcantarilla; cuando íbamos como a la mitad pasaron algunos carros. Por momentos pensé que la alcantarilla iba a reventar, al salir a la otra orilla de la carre-tera, había mucho lodo, no importando esto, el guía dijo que corriéramos, aquí nos perdimos como media hora, ya que al correr algunos tomaron diferentes direcciones, todo esto yo lo había visto en películas pero ahora lo estaba viviendo en carne propia nunca antes me había imaginado que esto fuera real.

“Al reunirnos nuevamente, un señor dijo que ahora sí se iba a quedar porque ya no podía caminar, con lo mo-jado le dolían todos los huesos, por lo que el guía le dijo: –Ahora le sigues porque si te quedas y te entregas a la migra en menos de dos horas nos localizan a todos–. A lo lejos se veían unas luces, decía el guía que era un destaca-mento de la patrulla fronteriza, por lo que con la ayuda de

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algunos jóvenes casi arrastrándolo se lo llevaron. El señor empezó a quejarse que le dolían las rodillas, por momen-tos le levantaban el ánimo y otras ocasiones lo regañaban ya que esto no era un juego, y si se quedaba nos afectaría a todos y ya habíamos avanzado mucho.

“Como a las tres de la mañana llegamos nuevamente a una carretera, la cruzamos y avanzamos como a unos cien metros y ahí dijo el guía que podíamos descansar, que a las cinco de la mañana nos acercaríamos a la ca-rretera ya que vendrían por nosotros. Durante todo este trayecto únicamente éramos el guía y doce los que íbamos de emigrantes, al cuarto para las cinco, nos acercamos a la orilla de la carretera, dijo que todos tiráramos las mochilas que llevábamos, que nadie debería de subir con mochila a los vehículos, y aunque llegaran los vehículos no hiciéra-mos nada hasta que él diera la orden y que hubiera iden-tificado los vehículos, a las cinco en punto de la mañana llegaron dos camionetas cerradas, se dieron la vuelta y a la voz del guía todos subimos a los vehículos. Volví a ver al señor que conocí en Tulancingo, Hidalgo, la otra camio-neta la manejaba el otro guía. Ellos habían llegado un día antes que nosotros, subimos como pudimos, durante va-rias horas estuvimos acostados uno encima de otro como cuando se apila la madera; la orden del chofer era que no nos moviéramos aunque estuviéramos incómodos para no levantar sospechas. Entramos a una carretera de varios ca-rriles, como a las diez de la mañana de reojo vi una ciudad muy grande pero no podía asomarme.

“Como a las doce del día se detuvo en un lugar, al parecer cargaron combustible, continuamos el trayecto, a las dos de la tarde entró a un estacionamiento grande. Ahí dijo el coyote que ya podíamos sentarnos, ya habíamos pasado lo más peligroso, sin embargo, no deberíamos le-vantar sospechas, este estacionamiento era de una tienda Wal-Mart, el coyote compró de comer y nos dio a todos. Comimos como desesperados, porque los que todavía te-

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Menciones Honoríficas

níamos de comer lo tiramos junto con las mochilas. Con-tinuamos el camino, pero esta vez ya íbamos sentados, no deberíamos estar volteando porque la policía podría pararnos. Como a las seis de la tarde llegamos a una ciu-dad, el coyote dijo que ese lugar se llama Jackson, Texas, y donde estábamos estacionados era un hotel. Empezamos a bajar de uno por uno con una separación de diez a quin-ce minutos. Cada uno entró en un cuarto donde él nos indicó. Cada vez que alguien bajaba no podía ni caminar por lo cansado y la incomodad en que veníamos en el interior del vehículo.

“Cuando me tocó mi turno, de igual forma no podía caminar, con mucha dificultad me dirigí hacia el cuarto donde todos entraban. Al entrar la cuarto del hotel ahí estaban ya todos los del otro grupo, era un cuarto peque-ño. Una vez que estuvimos todos en el interior del cuarto nuevamente entró el coyote, dio algunas instrucciones y dijo que esa noche dormiríamos en ese lugar y que al día siguiente continuaríamos la marcha y que por nada de-beríamos salir, que no hiciéramos mucho ruido, también hizo aclaraciones sobre la forma del pago que se le haría. En ese lugar le pagaron tres personas que venían del es-tado de Oaxaca, cada una de estas personas le dio diez y nueve mil pesos. Según él, se molestó mucho porque no le pagaron en tierra mexicana, porque el dinero mexicano en ese lugar no le servía, y además hacían mucho bulto ya que eran puros billetes de doscientos y cincuenta pesos, sin embargo se los llevó, ahí nos enteramos por las noti-cias de la lluvia que nos tocó en el camino era una tromba que había caído en la ciudad de Piedras Negras, inclusive había muertos. Mucha gente está atorada en los árboles según las imágenes que pasaban en la noticias. Como a las diez de la noche llegó con sus ayudantes y nos trajo de cenar.

“Por lo cansados que estábamos hubo como dos per-sonas que se quedaron dormidas y no despertaron cuando

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llegó la cena, después todos nos quedamos dormidos casi encimados, no supe en qué momento me quedé dormido, cuando desperté estaba ya el coyote parado en la puerta diciendo que nos preparáramos para salir, ya que no tarda-ba en amanecer y deberíamos salir antes.

“Esta vez, nos organizó por ciudades donde cada uno se dirigía, y así empezamos a viajar por diferentes ciuda-des de los Estados Unidos. Aquí perdí la noción del tiem-po, empezó a disminuir el efectivo de la gente, porque en algunas ciudades dejaba de dos a tres personas. Amanecía y anochecía y nosotros seguíamos viajando, solamente se detenían en las gasolineras para cargar combustible, sólo me acuerdo que en el séptimo día llegué a la ciudad de At-lanta, y aquí se me presentó un problema muy grande, ya que la persona que me recibiría no estaba y que además él le pagaría la cantidad de mil setecientos dólares, por lo que el coyote se molestó mucho; al tardarse mucho en recibirme intentó regresarme, pero al avanzar como media hora de regreso, prefirió volver nuevamente al lugar donde me esperarían, casi estuvo a punto de golpearme, yo no podía hacer nada ya que para mi todo era desconocido.

“Finalmente, llegué al lugar con la persona que me recibiría, donde pude por fin contactarme vía telefóni-ca con mi familia, siempre he tratado de ser fuerte. Esa vez no pude seguir hablando y empecé a llorar y me dio mucha pena, ya que en ese lugar había otras personas. Me acuerdo muy bien que alguien dijo que no me apenara, normalmente todos llegamos así, –llora, es una forma de desahogarte–. Entré en un cuarto donde había desorden y dos colchones tirados en el piso, me acosté, no supe cuan-to tiempo pasé, creo que me quedé dormido. Cuando des-perté nuevamente llamé a México, esta vez estaba más tranquilo, ya estaba en los Estados Unidos, pero, ahora había otro gran problema, conseguir trabajo.

“Traté de hacer amistad con las personas que ahí vi-vían, y así poder conseguir un trabajo, tardé varios días sin

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trabajar, sin dinero, no podía salir por ningún lado, porque en ese país todos andan en carro. Por fin, un día, un señor de San Luis Potosí, después de varios días me consiguió trabajo en la pintura. Me dijo que si quería, que ya me había conseguido trabajo, pero que pagaban muy barato, a seis dólares la hora. No le pensé más. Lo importante era trabajar. Se contactó por teléfono con esa persona y le dijo que por la mañana pasaría por mí. Al día siguiente me levanté desde las seis de la mañana, ya que esa persona pasaría por mí entre las seis y media a siete de la maña-na. Por fin trabajaría. Pasaron por mí en un vehículo VAN cerrado, después de dos horas de viaje llegamos al lugar donde trabajaríamos. Me dieron instrucciones de todo lo que tenía que hacer, puse mucha atención para evitar co-meter errores ya que para mí todo era nuevo.

“El trabajo era pintar casas nuevas, mejor dicho, resi-dencias. Pasaron los días, yo ansiaba que llegara el día del pago. Transcurrieron quince días, por fin llegaría el pri-mer pago pero resulta que ese señor no pagaba la quin-cena completa, que tendría que quedarse con tres días de fondo, por lo que mi primer pago lo recibí hasta los dieciocho días. El día del pago hizo cuentas de cuántas horas habíamos trabajado, resultó ser que sólo habíamos trabajado cien horas por lo que alcanzaba 600 dólares. A estas alturas ya debía comidas, tenía que pagar renta, biles, que son servicios de agua, luz, teléfono entre otros, y aparte le teníamos que pagar combustible, porque él nos llevaba en su vehículo para ir a trabajar, que eran cinco dólares por día. De ese dinero me quedó muy poco después de pagar varias cosas. En ese momento no me podía negar, ya que lo que me interesaba era conservar el trabajo, y así siguieron los siguientes días y el señor con el que trabajaba no siempre tenía trabajo así que a veces trabajaba y a veces no.

“Nunca supe cómo se llamaba porque todos le habla-ban por El Cuate. Era un señor del estado de Jalisco que

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tenía 17 años en los Estados Unidos, sabía muy bien el trabajo de la pintura y demás transas. Tardé aproximada-mente tres meses trabajando con este señor, durante este tiempo hice los trabajos más pesados de la pintura, ya que el trabajo de pintura en los Estados Unidos no es lo mismo que aquí en México, no todo se pinta con brocha, en su mayoría es spray, con una máquina. Debo reconocer que los trabajos que se hacen son de la mejor calidad por lo que no se permiten errores. Por la cantidad que ganaba y los gastos muy grandes que se tienen que solventar era muy poco el dinero que mandaba a México, por lo que aquí en México no solucionaba en nada mis problemas económicos, creo que hasta aumentaron. A estas alturas el trabajo empezó a escasear, por lo que este señor buscó la forma de correrme, y empezó a retrasar el pago, mani-festando que no le habían pagado.

“En este tiempo ya llevaba como cuatro meses, y un día dijo que no nos iba a pagar, que hiciéramos como qui-siéramos pero que no había dinero, al mismo tiempo nos pedía que le siguiéramos trabajando, que esta situación en cualquier rato mejoraría, por lo que decidí salirme de ese lugar, tratando de no salir con problemas para que me pagara lo que me debía, eran como 90 horas. Estuve varios días sin trabajar, tratando de conseguir un nuevo tra-bajo, pero en ese momento no había porque en todos los trabajos que había se necesitaba tener vehículo para tras-ladarse. Total, este señor nunca me pagó, y no hay forma de denunciar por que uno nunca sabe con qué tipo de personas se puede encontrar en las autoridades norteame-ricanas, porque muchos son racistas, hasta corre uno el riesgo de que lo pongan a disposición de las autoridades de migración y lo regresan a México.

“Durante el tiempo que trabajé con este señor, un día sábado nos trasladamos a trabajar. Como siempre, al salir de la carretera interestatal 575 había un retén. El chofer del vehículo dijo: –Ya nos cargó... ahí esta migración–, y no

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Menciones Honoríficas

había forma de evadir la revisión. Al llegar al lugar donde estaba la policía únicamente estaban revisando licencias de manejo, pero este joven que manejaba no tenía licen-cia, ya que en el estado de Georgia a los emigrantes no les autorizan licencia de manejo. Nos bajaron del vehículo, al chofer lo subieron a una patrulla, el vehículo en el que viajábamos se lo llevó una grúa, al joven se lo llevaron por conducir sin licencia, y a los tres trabajadores que íbamos a bordo nos dijeron que deberíamos de retirarnos de ese lugar, por las señas que nos daban ya que estos policías no hablaban español.

“Habíamos avanzado como hora y media del lugar de donde vivíamos y, con el temor que nos fueran a llevar, empezamos a caminar a la orilla de la carretera hasta lle-gar a una gasolinera, uno de los jóvenes ya tenia un buen tiempo viviendo en esa ciudad y más o menos se ubicaba en dónde estábamos, dijo –este día ya lo perdimos–, le habló por teléfono al patrón, pero nunca lo localizó, está-bamos en ese lugar como animales abandonados, por lo que decidió hablarle a un taxi para que nos fuera a traer. Para entonces ya eran como las doce del día, llegó el taxi y nos llevó a donde vivíamos. Nos cobró 60 dólares, ya que estábamos muy lejos. Ese día no trabajamos y apar-te tuvimos que pagar 20 dólares cada uno. El dueño del vehículo se enteró de estos hechos hasta el día siguiente y, como era domingo, no pudo sacar el vehículo, sólo al chofer, después de pagar 120 dólares de multa, y el lunes sacó el vehículo después de pagar 80 dólares, y todavía pidió que le cooperáramos para estos gastos y también ese lunes no trabajamos.

“Conseguí trabajo nuevamente con otros mexicanos, ya que al no hablar inglés no podía trabajar directamente con los gringos, pero con esta gente era muy lejos y no querían ir por mí, por lo que tuve la necesidad de cam-biarme de domicilio a un lugar donde los vehículos de esta compañía de pintura pasaran más cerca, y así poder

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trasladarme al centro de trabajo, conseguí un lugar donde vivir. Aunque estaba caro tuve que aceptar, eran 400 dó-lares al mes, y en esa compañía sólo ganaría a 7 dólares la hora, pero no había otro remedio, por lo que acepte.

“Inicié una nueva aventura, con otras gentes pero el mismo tipo de trabajo, por lo que no me costo mucho trabajo adaptarme. Esta compañía de pintura tenía mucho trabajo, pero eran muchos también los gastos. Me levanta-ba a las cinco de la mañana para esperar el carro a la orilla de una carretera, ya que estos nunca tenían una hora exac-ta en pasar, pero, normalmente pasaban antes de las seis de la mañana, nos íbamos a trabajar muy lejos, por lo que el regreso también era muy tarde, de igual forma durante la quincena no pasaban mas de 100 horas de trabajo, y nos descontaban 30 dólares por quincena para la gasolina y aparte cada uno tenía que comprar su herramienta de trabajo, la ventaja era que en esta compañía el pago era seguro.

“El trabajo de la pintura cuando llueve o hace frío no se puede trabajar, con el agua se escurre la pintura y con el frío no se seca. Por tal motivo a veces no se puede trabajar muchas horas, a pesar de que hay trabajo, y aquí si no trabajas no ganas, porque el pago es por las horas en que se trabaja, los días en que anochece temprano tampo-co se puede trabajar muchas horas ya que en estos lugares normalmente son residencias nuevas, y no cuentan toda-vía con energía eléctrica.

“Una ocasión salimos a trabajar como todos los días, viajábamos de norte a sur por la carretera interestatal 285, una carretera de cinco carriles, nosotros íbamos en el se-gundo carril de derecha a izquierda, al lado derecho via-jaba una señora en una camioneta, el que iba sentado al lado derecho del chofer grito y dijo miren esa señora va durmiendo y casi al mismo tiempo nos dio un golpe, en la parte central del vehículo en que viajábamos, afortuna-damente del lado izquierdo no teníamos vehículo cerca

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Menciones Honoríficas

porque con el golpe nos sacó del carril y también el chofer supo controlar el vehículo para no voltearnos, el chofer era una persona de origen colombiano, por lo que al recupe-rarse y regresar al carril empezó a seguir a la persona que nos había golpeado, tardamos varios minutos para poder alcanzarla y detener a la citada persona, cuando se detuvo nos dimos cuenta que era una señora como de 45 años de edad aproximadamente, y no hablaba español, por lo que uno de los compañeros marco a 911 para pedir auxi-lio, pero como nadie hablaba bien el inglés tardó mucho tiempo para que lo atendieran, y yo creo que con el sólo hecho de haberle dicho que no hablábamos español y que éramos hispanos tardó como 40 minutos en llegar una pa-trulla.

“Como tardó mucho tiempo en llegar la patrulla, una vez que la señora se le pasó el susto y al ver que nadie de nosotros hablaba inglés, subió a su vehículo y se retiro del lugar. Cuando llegó la patrulla ya no estaba esta persona, después llamaron a una ambulancia y también tardó en llegar, cuando llegó la ambulancia se llevaron a dos per-sonas, los que resultaron lastimados, aunque no de gra-vedad. Después que la patrulla tomó nota de los hechos, proseguimos nuestro camino. Al llegar al lugar del trabajo le informaron al patrón de los hechos, por radio, por que se enojó bastante y ordenó que nos regresáramos y este día lo perdimos al no poder trabajar, y aparte nos castigo un día diciendo que por falta de cuidado, fueron dos días sin trabajar. Esto sucedió en el mes de octubre.

“Aunque ya llevaba como seis meses en los Estados Unidos mi situación económica no mejoraba, hasta en-tonces comprendí que la vida en este país era trabajar y trabajar, sin poder conseguir nada, eran pocas las posibi-lidades de ahorrar, ya que todo se tiene que pagar, (renta, agua, luz, gas, teléfono, basura) entre otros gastos, para trasladarse de un lugar a otro, como ir a una tienda o a de-positar dinero, se tiene que conseguir que alguien lo lleve

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Historias de migrantes México-Estados Unidos

en su vehículo o en su caso pagar taxi, no puedes faltar a tu trabajo por que no te pagan, no puedes darte el lujo de enfermarte porque si faltas varios días te despiden, porque cuando falta alguien el patrón pierde mucho dinero.

“Durante este tiempo conocí a mucha gente, mexi-canos, de Guatemala, Honduras, El Salvador, Venezuela, Paraguay, entre otros, trabaje con dos maras salvatruchas, cada uno con una historia diferente. A la hora de la comi-da no reuníamos y cada uno platicaba su historia sobre la forma en que llego a los Estados Unidos, había personas que tardaban varios meses en llegar a este país.

“Por la forma en que contaban sus historias los cen-troamericanos, tienen un concepto pésimo sobre la po-licía de México, ya que durante el trayecto que dura de Chiapas hasta llegar la frontera norte de México, sufren muchas humillaciones, y la misma policía les roba su dine-ro o que tienen que entregarle para que no los detengan. Un guatemalteco decía que tardo 30 días para llegar a los Estados Unidos, que él viajó en un grupo de 40 perso-nas donde iban 8 señoras. «En Nogales los tuvieron varios días encerrados en una bodega, los coyotes las obligaban a tener relaciones sexuales, –y como estaban armados no-sotros no podíamos hacer nada, sentíamos un coraje por la impotencia de no poder intervenir. Esto sucedió durante varios días, cuando llegaba la noche y llegaban los coyotes las señoras lloraban, porque sabían lo que les esperaba durante la noche. Por fin llego la noche en que nos iban a cruzar, por Nuevo México, una de las señoras dijo que lo más seguro que iba a llegar a los Estados Unidos embara-zada. Durante el cruce que hicimos por el desierto una de las señoras se volvió como loca, empezó a gritar porque el calor era muy fuerte, el coyote dijo que si no podía ya caminar que ahí se quedara, que él no se iba a esperar por una persona, se quedó en el desierto la señora nunca supimos cual fue su destino.»

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Menciones Honoríficas

“Así como esta historia existen miles de historias, cada emigrante que existe en los Estados Unidos es una historia diferente. Unos pasan en la primera y otros tienen que intentar en varias ocasiones hasta lograr su objetivo. Después de escuchar varias historias más difíciles y com-plicadas que la mía, comprendí que yo tuve mucha suerte ya que a la primera llegue a mi destino sin mayores difi-cultades, salvo los riesgos que corrí en el camino, como la picadura de una víbora o algún otro animal venenoso.

“Durante mi estancia en los Estados Unidos, aprendí algunas cosa buenas, como son: las leyes se respetan, por-que si no, la aplicación es muy drástica; hay personas que ayudan al emigrante; el enemigo mas grande del mexica-no es el mismo mexicano que ya está ahí, porque piensa que le van a quitar el trabajo. En los Estados Unidos con un solo dólar puedes comprar algo para comer, y en cam-bio aquí en México con un peso no comes, puedes comer y vestir muy bien sin necesidad de mucho dinero, comprar un buen carro, y gozar de varios lujos, siempre y cuando trabajes o tengas trabajo.

“Durante este tiempo, aquí en México no teníamos teléfono, únicamente contábamos con un celular, por lo que al realizar alguna llamada desde los Estados Unidos a mi familia le costaba más caro que a mí. Por teléfono era poca la comunicación con mi esposa e hijos, era muy poco el cambio en cuestión de dinero, trabajaba como esclavo y al cobrar todo se iba en pagar, pero tampoco podía regresarme porque no tenía dinero, ya que cuando el anterior patrón cuando no me pagó casi una quincena también tuve que conseguir dinero para poder sobrevivir en los siguientes días, y esto lo tuve que pagar con mi nuevo trabajo, aunque en el actual trabajo era seguro, sin embargo no era lo suficiente para solventar mis problemas económicos.

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“Se me presentaron algunos problemas aquí en Méxi-co, donde requería de mi presencia y también llegó el mes de diciembre, la navidad, la familia lejos, yo en un lugar extraño con gente extraña, y como no mejoraba nuestra situación económica, decidí regresarme en el mes de di-ciembre. Hice planes para regresarme pero no pude llegar en la navidad, así que inicie mi viaje de regreso después de la navidad, y por autobús porque por avión no me al-canzaba mi dinero. Me ayudaron a conseguir un boleto del más barato en una línea de autobús y el 26 de di-ciembre de ese mismo año salí de la ciudad de Atlanta con destino a Houston, Texas. Llegamos después de doce horas de viaje, de ahí trasbordamos con destino a Mon-terrey. Al caer la noche del día 27 llegamos a un puente internacional del cual no recuerdo el nombre ni el lugar, el chofer dijo que si no queríamos que nos revisaran que nos cooperáramos de a 10 dólares cada uno de los pasaje-ros, para que no tardáramos en pasar, de lo contrario nos revisarían nuestras pertenencias, ya que mucha gente trae cosas, y así no pagaría el impuesto correspondiente.

“Había un autobús estacionado delante de nosotros y tenía todas las cosas fuera de la cajuela, parecía un tian-guis, por lo que la mayoría estuvo de acuerdo; solamente los que no traían nada no estuvieron de acuerdo, pero el chofer dijo que todos deberían de entrarle, por lo que una persona de los pasajeros se encargó de juntar el dinero y se lo entregó al chofer. Este señor se bajó del vehículo y entró a las oficinas de migración. Esto ocurrió del lado america-no, desde la ventanilla observe que saludó a todos lo que se encontraban adentro de la oficina pero no me di cuenta en qué momento entregó el dinero. Al mismo tiempo den-tro al autobús subió una persona de migración del sexo femenino, pidió que todos nos identificáramos con algún documento oficial, solamente hubo tres personas que no traían consigo ningún documento por lo que les dijo que bajaran del carro, y se los llevaron al interior de las ofici-

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nas. No tardaron más de cinco minutos y regresaron, les preguntaron que les dijeron y uno de ellos dijo que nada, que solamente les pidieron 20 dólares a cada uno.

“Después de esto llegó el chofer y dijo que todo esta-ba listo, que ya nada más faltaba que sellaran las cajuelas para que en el lado mexicano ya no nos revisaran, –por que ahí sí nos friegan, ellos son mas. Al autobús se acercó una persona del sexo masculino y le colocó unos sellos en la cajuela con la leyenda de Revisado, posteriormente reiniciamos nuestro viaje ya en territorio mexicano. En ese momento sentí una sensación muy bonita, como que me sentí más tranquilo, a pesar de que faltaba mucho para llegar a mi casa. Cuando llegamos a la garita del lado mexicano el chofer les dijo a los de la aduana que ya nos habían revisado, únicamente revisaron los sellos y no hi-cieron más preguntas.

“Llegamos a Monterrey y cambiamos de autobús con destino a San Luis Potosí y de ahí nuevamente nos pasa-mos a otro autobús con destino a Querétaro, para enton-ces ya era la mañana del 28 de diciembre, en Querétaro ya no cambiamos de autobús, únicamente nos dieron boletos para la ciudad de México, otros para Guerrero, Oaxaca, y otras ciudades. Cada quien se fue en la hora que ya habían establecido los de la línea de autobuses, esto en virtud que la línea de autobuses en que viajamos únicamente llega-ba hasta Querétaro. Por la tarde, aproximadamente a las cinco de la tarde llegue a mi casa a reunirme con mi espo-sa e hijos, donde nunca debí haber salido, con lágrimas fui recibido, pero esta vez no eran de tristeza, sino de alegría de estar nuevamente juntos, aunque debo reconocer que llegué sin dinero.”

Hoy ha pasado más de un año, que mi padre llegó de los Estados Unidos. Creo que soy un afortunado, dios nos ayudó a traer de nuevo a mi padre a casa. En esto de la migración también fui involucrado aunque no en forma di-recta, porque sufrí mucho la ausencia de mi padre, ahora

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sé como sufren las familias que ven partir un hijo, un padre de familia, un esposo, un hermano, con destino a los Es-tado Unidos por que nunca se sabe cuándo lo volverán a ver. Y a partir de este tiempo, aunque tenemos muchas carencias, no nos ha faltado de comer en casa. Cuando re-gresó, tardo mucho tiempo para conseguir trabajo, ya que las personas mayores de 40 años o más es muy difícil de conseguir trabajo. A pesar de esta mala experiencia que tuvimos en esta familia hemos seguido adelante, voy a se-guir estudiando, a prepararme para tener un mejor futuro para que algún día no tenga que sufrir en carne propia esta mala experiencia, donde no todos corren con la misma suerte. Cuando veo las noticias en la televisión de los que se mueren al intentar cruzar el río Bravo o en el desierto, esto me entristece, porque se me viene a la mente lo que algunas veces mi padre me ha platicado.

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No es un error, no es una paradoja prefabricada, es una idea florecida en el recuento superficial de lo que mi mamá ha vivido y de los muchos caminos

que pudo caminar, es tan extraño, pero no lo puedo dudar.Tan profundo llega la incongruente cotidianidad

mexicana, que hace que se tambaleen los patrones que tenemos de bueno y malo, y se complica cuando surgen extrañas cosas manchadas y tornasoladas que nos confun-den con sus matices a la hora de emitir un juicio. ¿La mi-gración, qué tan mala o qué tan buena es? ¿Mi mamá en verdad está lejos?

La primera vez que fue mi mamá a Estados Unidos a trabajar yo debía tener entre seis y ocho años, y es que no lo recuerdo bien porque tuve la fortuna de contar con mis abuelitos y una tía que nunca dejaron que me sintiera abandonado, y también porque a esa edad uno elimina las angustias y tristezas con llantos de lagrimas livianas y abundantes y con juegos extenuantes. Y es que la distancia entre personas realmente ¿con qué se mide?, ¿con minu-tos de silencio?, ¿con días de olvido?, ¿con incongruencias sobre características a la hora de pensar en las personas?, ¿con lugares de sobra en fiestas?, ¿con kilómetros? La figu-ra de mi mamá seguía presente, a pesar de la distancia, y porque también siempre hubo algo de distancia.

Ya desde entonces y más atrás hay pruebas del tesón y rectitud de mi mamá a la hora de hacer algo. Nunca dio señales de su decisión de partir (al igual que cuando yo iba a nacer, nadie se dio cuenta hasta muy cerca del

“Si mi mamá se hubiera quedado, no estaría con nosotros”

Autor: Cuauhtli

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acontecimiento), sólo uno o dos días antes lo debió haber comentado, yo no me di cuenta. Fueron esos días sufi-cientes como para que la confusión en la casa le diera la soltura para irse. No sé hasta ahora en qué día ni en qué hora exacta dejó de estar junto a nosotros. Al presente parece extraño, que no hubiera sentido raro no verla con su vestido de rayas amarillas y negras en el lavadero por las mañanas, ni que no hubiera quien me preguntara y me corrigiera en las tareas escolares de primaria.

Mi familia y yo somos de Huiramba, Michoacán, un pueblo pequeño, anteriormente principalmente campesi-no. Mi mamá es madre soltera, o bueno, es a lo que más se acerca, porque mi papá y ella no se casaron ni estuvieron juntos, porque mi papá desde que nací se fue a Estados Unidos, tengo contacto con él, no mucho, y en los últimos cuatro años ha sido que me ha apoyado económicamente de forma considerable. Él es otra historia con argumentos muy diferentes a los de mi mamá, pero que al fin los dos terminaron en el mismo territorio. Él estudió una licencia-tura, mi mamá la prepa, mi mamá me tenía a mí y a otra media hermana, mi papá tenía aspiraciones profesionales.

Los motivos por los que se fue mi mamá no los sé exactamente, tal vez quería que siempre comiéramos y vistiéramos bien, y que fuéramos a la escuela sin tener dificultad a la hora de necesitar una libreta y un lápiz. Tal vez quería mejores cosas para ella, no lo he preguntado porque tengo la certeza de que la estabilidad material para nosotros la ha conseguido, y tampoco pregunto porque tengo el presentimiento de que en el fondo hubo motiva-ciones más que materiales, motivaciones de esas que dan energía pero a veces duelen, tal vez quería cambiar su vida y yo creo que también cambió.

Tampoco sé cuándo empezaron los cambios en la casa, aquí con mis abuelitos, mi tía (que permite que tenga la dicha de decir que tengo dos mamás) y mi hermana, ni cuándo llegó la primera carta donde me decía que me

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portara bien con mis abuelitos y mi tía y que cuidara de mi hermana, ni cuándo llegaron los primeros dólares, ni cuándo use ropa gringa, ni cuándo todo esto se volvió le-vemente parte de la rutina.

Para entonces aquí en el pueblo donde vivo cada vez más personas emprendían el viaje al Norte. Pronto también comenzaron los regresos efímeros de aquellos que jugaron en las calles empedradas del pueblo y en el campo, los que ayudaron a sus padres a sembrar y a cose-char los frutos del sol, la tierra y el agua, y que se alejaron de eso. Todavía hoy es muy fácil identificar a aquellos que estuvieron en el Norte, tienen la piel diferente por que se acostumbró a los rayos de sol mas leves de latitudes diferentes, los jeans bien cuidados, tenis y playeras, y en algunos hasta el acento cambia. Puede que se sientan di-ferentes, tanto que chocantes pueden parecer. Diferentes no por haber gastado sus días en un lugar diferente, en el fondo tal vez se sienten algo diferentes por tener deudas con amaneceres, soles, soplos de aire, lluvias y cambios en el pedazo de tierra que no se engaña a sí misma y los ve como parte de ella, así como debería ser en todas las tierras, todas que son una. Pero a pesar de que la tie-rra ahí esta esperando ser fertilizada por la humedad de nuestro sudor, tranquila sosteniendo miles de caminos y a las casas, podemos muy cómodamente no verla y tratar de separarnos mediante capas de cemento de vanidad y pretensión. Se nos olvida muy fácil la fruta que hemos comido, nutrida de amor callado, agua, sol y minerales, pero no se nos olvida fácilmente el árbol que nunca dio manzanas y así dejamos de empapar sus raíces con agua y sus hojas con miradas.

Pienso que es muy difícil poder olvidar cómo enten-der palabras en español, habiendo de mil colores, sabores y olores, sólo a causa del polvo generado por pedir mu-chas veces hamburger and soda, pero lo difícil también pasa.

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Fueron alrededor de cuatro años que mi mamá per-maneció en Estados Unidos sin regresar. Ahora sé que para nada era cuestión de no querer regresar, si no de tratar de desquitar o sacar provecho de la travesía del cruce de la frontera, que es muy caro, y me imagino que nada agra-dable como para quererlo repetir en cuatro años. En ese entonces no teníamos teléfono, casi nadie en el pueblo, pero frente a la casa había una cabina telefónica pública, mandaban comúnmente a un niño mensajero cuando mi mamá llamaba, e íbamos mi abuelita, mi tía, a veces mi hermana (era muy pequeña) y yo, y esperábamos nuestro turno para entrar en la cabina de madera y cristal que in-tentaba aislarnos para que permaneciéramos mi mamá y yo suspendidos y juntos en nuestras voces.

Nuestras pláticas no eran tan amenas, siempre está-bamos bien, aunque acabáramos de pasar por una fuerte gripa o tristeza, nunca quisimos que mi mamá se preocu-para por nosotros, eso aleja, pero los sentimientos a veces se escapan de las palabras y viajan en los tonos leves y pe-sados del aire que exhalamos al hablar, a veces no era ne-cesario decir que habíamos estado enfermos o de malas. Lo material era lo que más me tenía unido a mi mamá, me parece algo mezquino, me emocionaba muchísimo con la noticia de que algún tío o pariente regresaba con algo que nos mandaba mi mamá, estrenarlo era muy agradable. No correspondí a su consideración: las cartas todavía hoy me cuestan, no sé qué escribir, mi cotidianidad se me escapa de la mente como algo muy ligero, lo que siento a veces no lo logro atrapar, excusas, sólo excusas.

Mi mamá regresó para cuando yo egresé de la prima-ria, quiso estar en ese momento, apuntalando su gran pre-sencia en nuestras vidas. Se notaba que estaba con noso-tros. Le gusta estar en casa, le gusta ir a Pátzcuaro, pueblo grande que tal vez resguarda tantas nostalgias suyas pero que no son necesarias para sentirse bien allí. Me daba miedo no ser lo que ella creía que era, y lo peor es que

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yo no tenía idea de cómo debía ser. Cualquier asomo de reprimenda me asustaba demasiado. Mucho del tiempo de su primer regreso se fue en lo que me pareció todo un peregrinaje para conseguir una visa. No era necesario que lo dijera; no debió ser nada agradable su primer cruce ilegal de la frontera, tan desagradable debió ser que en busca de esquivar un segundo intento viajó por la visa a Ciudad Juárez, al DF, salía mucho a Morelia, gastó mucho dinero, juntó constancias, documentos, etc., hasta que consiguió la visa después de algunos meses, no creo que de forma muy recta porque sería difícil que le dieran visa a una madre soltera sin trabajo, porque obviamente para cualquiera estarían implícitas ciertas ideas, y aparte hay tantas madres solteras que quieren ir a los Estados Unidos de forma legal, y no precisamente a conocer Nueva York.

Regresó a Estados Unidos y yo, que soy perezoso y ensimismado, dejé que la distancia de su recuerdo en mí se fuera haciendo más grande, me pedía cartas o fotos y hasta hoy puedo contarlas con una mano; hubo regaños, me dijo alguna vez que la había decepcionado, eso me dolía mucho pero yo no hacía nada. Las palabras hijo y mamá son tan antiguas y han sido tan fuertes que con sólo decirlas, aún con frialdad, siguen uniendo personas. Así pasó otra vez el tiempo, sintiendo, o más bien no sintien-do, a mi mamá.

Hasta ahora la historia de mi mamá se parece en mucho a la historia de cientos de personas en México, y aún tengo la certeza de que hay unas historias mucho más fuertes, que superan hasta la tendenciosa y amarillista visión de la migración que presentan los medios. Gente de mi comunidad ha muerto deshidratada y abandonada en el desierto. De otros no se ha sabido nada por años. De otros, peor aún, se tiene noticia, pero de que han ol-vidado sus raíces y a la gente que los quiere, incluidos hijos y esposas. Se sabe de personas con VIH que vienen a morir matando a sus esposas y a más con su ignorancia,

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irresponsabilidad, o desdén con la vida. Hay gente que está en la cárcel, estancada en las leyes de Estados Uni-dos hasta quién sabe cuando. Hay quienes sólo regresan a ser acogidos en el panteón por la tierra que siempre tuvo la esperanza de que iban a regresar (pero, como se me quedó grabado y como me pareció triste cuando supe y escuché las campanas del entierro de una señora a quien fácilmente evocaba, siempre junto a su hija. Ellas inten-taron irse juntas al Norte, pero ninguna pudo lograrlo y, peor; sólo una regresó al pueblo, cuentan que intentaron cruzar por una especie de túnel que servía de desagüe y que el afluente aumentó, la señora se ahogó, su hija regre-só sola y con la mirada perdida, todo en el transcurso de una semana, todavía yo recordaba haberlas visto juntas fuera de su casa hace pocos días). Pero también mi mamá paso algo que se queda grabado en el alma.

Un sábado de esos en los que íbamos a la casa de un tío a hablar por teléfono con mi mamá, ella me confió algo: tuvo cáncer. Cáncer suena malo, suena a muerte, suena extraño, suena a noticia de televisión. Suena distan-te porque en el fondo uno quiere que sea así. Creo que mi mamá se adelantó a mi primera lagrima fácil, notó tal vez el pequeño espasmo en mí y no quiso que derivara en algo que me hiciera sentir mal y dijo —ya pasó, ya me extirparon el tumor, todo va bien dicen los doctores, ahora sólo voy a terapias. Siguió el temor en mí, sabía yo que el cáncer puede ser escurridizo y malero, atacando cuando menos se lo imagina uno. Lo que más me dolió fue cuando me contó que había estado en el hospital por semanas, y sin embargo siempre nos habló por teléfono cada quince días como siempre lo había hecho. No nos percatamos de nada, me dolió imaginaria sola en un hos-pital, como nunca la había visto o imaginado. —¿Por qué no nos dijiste nada? —le cuestioné con una pizca de coraje que iba dirigida en verdad hacia mí, mi hermana, mi tía y mis abuelitos, porque sentía en ese momento que nosotros

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habíamos sido los que emprendimos el viaje frívolo hacia un lugar lejos de ella. Me dijo: —¿Qué hubieran hecho? solo preocuparse, —una frase fría pero tremendamente verdadera y que denotaba la gran consideración que ella tenía hacia nosotros.

Hasta entonces nunca había pensado en la posibilidad de la muerte de mi mamá ni había sentido lo mucho que me hacía sentir. Ahora que escribo quiero llorar de nuevo. Tampoco había notado que la vida es tan exuberante en situaciones y sentimientos, nos puede siempre sorprender fácilmente. También lo que me atravesó la mente como una ráfaga de luz paralizante pero transitoria fue darme cuenta de las grandísimas consecuencias que puede tener una decisión, en las que se incluye la muerte, esto lo digo porque cuando también me contó que había tenido que asistir a quimioterapia y radioterapia, y demás trajines de la guerra contra la muerte, y que era muy caro todo, y que, sin embargo, contaba con el seguro social estado-unidense que le permitió acceder al tratamiento que evitó el desarrollo del cáncer, detectado en una visita rutinaria al doctor del seguro, muy, muy rápidamente pasó por mi cabeza el recuerdo de una vecina de enfrente que murió de cáncer y tuvo los recursos para el tratamiento y, sin embargo, le fue complicado tener una cura porque, pues desgraciadamente en México todavía era y es complicado batallar eficazmente contra la enfermedad por los costos y la deficiente infraestructura médica.

Concluí tristemente que si mi mamá no hubiera emi-grado a Estados Unidos y se le hubiera desarrollado el cán-cer estando aquí, lo más probable es que hubiera muerto, porque habría muchos motivos: no tenemos recursos para acceder a un tratamiento eficaz, no tenemos seguro so-cial, no tenemos el hábito ni la facilidad de hacernos unos buenos chequeos a nuestra salud periódicamente, pero tal vez algo en lo que no importa si el cáncer se hubiera pre-sentado en Estados Unidos o en México es el impulso que

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mi mamá tuvo de sobrevivir por nosotros, y es que así me lo hizo entender. Y más allá llega esta situación, más allá de pensar en cómo es de grandemente perturbadora la vida, de cómo enfrente de nuestras narices puede explotar una estrella y no nos damos cuenta, llego a lo que muchas veces llegamos a pensar todos: “algo está haciendo mal la humanidad”, algo o mucho, diría yo, y es que mi mamá, porque las leyes así lo dicen, no tiene derecho a Seguro Social en Estados Unidos, y aquí y en muchísimos casos Seguro Social significa derecho a seguir viviendo, y ella no lo tiene. Lo que pasó es que utiliza el nombre y los be-neficios legales de otra persona, que consiguió por medio de unos papeles, así que su nombre en Estados Unidos es otro diferente al que le conocemos.

Con todo esto es fácil imaginar lo extrañados que muchos nos sentimos al escuchar discursos y noticias tan ajenas, con lo mucho que significa la migración. No es di-nero lo que se busca, si no mejores condiciones humanas; no es invasión, la gente no es un bicho; no es cuestión de diplomacia, es cuestión de conciencia. Pero cuándo vere-mos el mundo con más claridad y menos codicia estéril. Ojalá pronto.

Mi mamá cambió, sigue siendo una persona de tem-peramento fuerte pero tiene tantos ratos de buen humor y tranquilidad que es notorio su renovado aprecio por la vida. Siempre me parece tan profunda e inteligente, siem-pre había sido inteligente. Ahora que lo pienso, hubo pe-queñas señales de la revolución por su acercamiento con la muerte; alguna vez me regañó por teléfono y no quiso hablar conmigo pero poquito tiempo después, casi lloran-do, me pedía perdón a pesar de que hay mucho por qué regañarme. Cada vez siento que la quiero más, lástima que a veces me vuelvo a ensimismar y me da tanto miedo decepcionarla.

Si mi mamá fue capaz de ocultar algo tan grande, no dudo que minimice su cansancio, su tedio a causa del

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trabajo de cocinera de cafetería, de la soledad de estar en un país tan ajeno muchas veces del mundo, de ese mundo que necesita sólo paz y conciencia, de que tenga ganas de regresar a comer un elote de la milpa de mi abuelito.

Nunca he cuestionado a mi mamá por haberse ido a Estado Unidos a trabajar, porque ha tenido mucho de bueno, no la he cuestionado a pesar también de que en fondo me gustaría que estuviera más cerca y que su tra-bajo sirviera para mejorar ese México de personas con hambre de justicia y pan, pero tal vez eso nos correspon-de a los que fácilmente accedemos al fruto de esta tierra rica y de la gente de verdad trabajadora. ¿Yo, ir a Estados Unidos? Mejor no digo nada, porque la vida puede ha-cernos tragarnos nuestras palabras. Recuerdo cuando fui a acompañar a un tío a la parada de autobuses cuando partía al Norte. Creo que lo más difícil del viaje sería ver alejándose las siluetas de las casas de mi pueblo.

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El banco de mi memoria, como el CPU de una com-putadora obsoleta, ha alcanzado su punto de satura-ción: con el correr de los años mis travesías han de-

positado sedimento tras sedimento hasta finalmente copar los vértices de mi bóveda craneana.

Como arqueólogo inquisitivo urgo de cuando en cuando entre las ruinas de mi pasado, y ante mí se revela la cúpula prístina de la iglesia del pueblo donde fui bau-tizado en tiempos antediluvianos. Me veo recorriendo las calles húmedas de la capital en los tiempos del tranvía, después de la construcción de las pirámides del Sol y de la Luna y antes del Metro y los Ejes Viales, después de los aztecas pero antes de los imecas. Distingo a un niño provinciano originario de un lugar con domicilio conocido que se deslumbra ante la luminosidad de los anuncios de neón y, como adolescente, se pierde en la absoluta, ma-níaca e impersonal inmensidad de la ciudad.

Cautivado por la vasta horizontalidad de Los Ángeles, deambulo por Sunset Bulevard, Montebello, East Los An-geles y la City of Commerce; asisto a una obra del Teatro Campesino; pido en un Denny’s en mi mutilado inglés an order of scrombol eggs, some hot keis an a cop of cofi; y vagamente ubico en el sur las torres de plástico del castillo prefabricado de Disneylandia, hogar de Blanca Nieves y su séquito de liliputienses refugiados europeos.

Me abraza el verano fulgurante en las playas del Lago Michigan; transito por los pasillos asépticos de la Universi-dad de Chicago y sus muy góticas imitaciones. Vislumbro

“RAMS”

Autor: Fuji

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los rostros familiares de compatriotas, amigos y me trenzo en una batalla invernal con mi dulce Jessica Nadine y mi apuesto Benjamin Daniel, empleando como proyectiles gélidos copos de nieve.

Me atormenta la indecisión de mi pasión culinaria ¿Cenaré comida tailandesa, china, japonesa, vietnamita, filipina, libanesa, griega, persa, judía, polaca, suiza, ale-mana, salvadoreña, guatemalteca, cubana, portorrique-ña, o buscaré refugio seguro en mis bien amados platillos mexicanos?

!Ay, Chicago, catedral del hedonismo gastronómico, House of the Blues, cómo añoro tu estrepitoso subway, tu multicolor collage de vecindarios, tus estupendas mutan-tes raciales, tus Spring Rolls, Chow Meins, Falafels, Gyros, Corn Beef and Pastrami sandwiches, Potato Dumplings, Blinzes, Swedish Pancakes, Pupusas, tu lechón y tu arroz con gandules!

También recorro el decrépito centro de la Meca del Automóvil, Detroit. Contemplo a un venado y a su cer-vato a clásico galope sobre la carretera federal US 94; en una huerta perdida, mordisqueo una manzana corte usted mismo y diviso en el cielo redondo una parvada de patos que se dirige en formación triangular al Cono Sur !Quién pudiera ser un ave para emitir graznidos burlones a las migras del mundo y a los programas de viajero frecuente!

Me solazo en los ojos moriscos y la voz sensual de María Isabel, la híbrida gallega argelina. Siento en mi ros-tro el aliento cálido de Yukari, esa brisa proveniente de Kumamoto. Lamento la partida de Jasmine, la irlandesa que no halló eco a su melodía de amor. Disfruto la com-pañía de André, el hindú coqueto baila salsa de Goa, de David, el noble chilango, y de Javier, la quintaescencia de la gentileza chicana.

Me lastima la inseguridad de mi multitalentosa y pinto-resca amiga Jane, la irlandesa americana de corazón latino

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en conversión perpetua al judaísmo ortodoxo, que se de-claró en huelga de pasión hace dos décadas. !Pobrecita!

Me ensordece el ruido de las discotecas de la Aveni-da Revolución en Tijuana, repletas de jóvenes menores de 21 años ready to let the good times roll; hieren mi sentido estético las artesanías de los curious shops; y me deja ató-nito el borriquito con pretensiones de cebra, espécimen peculiar de la contracultura animal que, en su intermitente lucidez, rebuzna por un psicólogo.

Cual espectros, las siluetas de los que se van con-trastan con el color grisáceo de la Tortilla Curtain. En un santiamén, se metamorfosearán de mexicanos a indocu-mentados. Clarito veo la línea divisoria entre Tijuana y San Isidro con sus serpentinas de autos, los movimientos errá-ticos de los sabuesos olfatea drogas de la migra, los vende chicles, los vende elotes, los limpia parabrisas, los pordio-seros, las gesticulaciones de los frustrados conductores, las innumerables casas de cambio, los factory outlets, las tiendas de menos de un dólar y el anaranjado Trolley.

Al final de mi Tour de la Nostalgia, todas las capas finas de la memoria acaban por colapsarse: Los Ángeles queda comprimido en dos palabras, los rascacielos de Chicago se transforman en rascasuelos, los Cadillacs de Detroit se convierten en chatarras, San Diego, este santo señor, se muda al Cielo, y Tijuana simplemente vuelve a ser la venerable Tía Juana.

Recientemente me he propuesto expandir los rams de mi memoria para poder atrapar, entre la tupida red de sus chips, las impresiones más livianas. Y entonces, como un niño impaciente, devorar a lengüetazos el megahelado agridulce de mi pasado.

Así, desde la distancia, me desplomaré al suelo a carcajadas, fulminado por los misiles satíricos de Julio, el francotirador del humor refinado; aspiraré el aroma de la cabecita de su curiosísima Valerie; esquivaré las patadas

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Tai Kwon Do de Pepito, el de boca menuda y ojos color turquesa; y recordaré con gratitud la fiera fraternidad de Pepe, el tigre con corazón de gatito.

Mi reconstruido CPU también me permitirá deleitar-me con el sabor salitroso de la piel de una chica que co-nocí en Baja California, recorreré una vez más cogido de su mano las Playas de Rosarito, dejaremos que los escurri-dizos granitos de arena acaricien nuestros pies desnudos y, para cerrarlo todo con un broche de oro sentimental, nos conmoveremos ante la vista de sus sangrantes atardeceres mientras sorbemos una piña colada.

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Con la mirada puesta en los colores que aquel atar-decer me regalaba, soñaba y enumeraba mis pla-nes. Una casa grande y mucha comida y una silla

de ruedas para tabique y medicina para Cabecita de algo-dón y muchos juguetes de control remoto y voy a apren-der a leer y a escribir... Cumpliría 14 años en la Navidad del ‘85.

El arresto (Mayo 05, ‘85)

Una lluvia de miradas fulminantes y trabalenguas me cayó encima, mi mundo se oscureció, mis sueños quedaron arrestados. Decenas de agentes de migración se arremoli-naban frente a mí. Me aseguraron de manos y pies, mien-tras una ambulancia se llevaba al hombre que minutos antes había tratado de derribarme del tren. ¿Cuanto tiem-po ha pasado? No fue mi culpa, no entiendo, no hablo inglés.

Mi hogar

–¿Te has quedado loco o qué, vato? No has dicho palabra alguna y sólo miras a la pared como si quisieras derribarla –me dijo, con un español mocho, un compa-ñero de celda que estaba allí por haber dado muerte a su padrastro.

“El nómada al atardecer”

Autor: El Mol

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Le conteste que no, que sólo estaba replanteando mi futuro. –Huy, vato; aquí tienes que correr como corren los demás o te lleva la chingada, cuando cumplas la mayoría de edad te llevarán a la grande, allí conocerás a los verda-deros convictos...

No sé cuanto tiempo siguió hablando, yo no le tomé más atención, pues lo que realmente me tenía agobiado eran las promesas que había hecho tres semanas antes. Todo estaba perdido, de allí en adelante ese sería mi hogar y mi futuro sería otro. Tabique era el único que conocía mi plan y al no recibir noticias mías, seguro que lo revelaría. La casa, la silla de ruedas, las medicinas. Todo se estaba esfumando de la realidad. Los carros de control remoto nunca los había tenido y ahora no los necesitaba.

Mi niñezDesde muy pequeño siempre rodé de un lado a otro por la gran ciudad, como un nómada industrializado, buscan-do el sustento mío y de mi familia. Somos tres hermanos y cinco hermanas, de la escalerita yo soy el mayor. En ese tiempo nunca tuve la oportunidad de ir a la escuela, pues ganarse unos pesos era mejor, así vendiendo periódicos, chicles, lavando carros, haciendo mandados, etcétera.

Aprendí a ganarme la vida, mi madre lavaba y plan-cha ajeno y los dos sosteníamos la casa que rentábamos, siempre ahorrábamos un poco para comprar un terreni-to, pero nunca fue así. A Eduardo (Q.E.P.D.), le decíamos Tabique por su condición física (minusválido). El fue mi amigo de siempre, su medio de transporte era un viejo carro de supermercado y yo era el motor. Sus piernas se las amputaron cuando él era muy pequeño, no tenía mamá (Doña Martha, Q.E.P.D.). Cabecita de algodón fue quien de él se hizo cargo, de su papá sólo se acodaba que lo había regalado por que nació enfermo.

Esa tarde noche, empuje a Tabique hasta la casa de Becerra, el judicial que se encargaba de llevar gente al

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Norte. Le entregué los veinte mil pesos que minutos antes había tomado de los ahorros míos y de mi mamá. El trato fue dos mil dólares a Houston. La salida esa misma noche a las diez p.m.

El viaje

Cinco autobuses avanzaban en caravana. Cada uno trans-portaba a mas de cien pollos migrantes. Conforme avan-zábamos en el trayecto la cifra aumentaba, unos se veían ya cansados, no parecía que fuesen mexicanos. Los re-cién abordados, más frescos, entretenían a los demás con sus platicas altaneras. –No, primo, aquí en México no es nada, allá en los Estados unidos, unos carrazos, dólares, edificios, unas güerotototas que se mueren por los mexi-canos... –Yo ya estuve en Chicago un año y ya me hice una casa aquí en México, también me compre un carrito, hablo inglés y tengo mi patrón...

Con estas platicas cruzamos varios estados y diferen-tes corporaciones nos pararon pero la clave era muy po-derosa, según dijo Becerra, que venía de los meros, meros, de los de hasta arriba. Finalmente llegamos a Matamoros. En Matamoros fue la última vez que miré a Becerra, nos dejo allí con el enganche.

El viaje. Segunda Etapa

Nos separaron por grupos, a las mujeres de buena figura las llevaron a trato especial. Cuatro días pasamos en unas casuchas viejas comiendo frijoles y tortillas. El quinto día nos llevaron hasta donde parecía un patio de ferrocarril, nos acomodaron en un vagón que tenía dos perforaciones en el piso, uno tenía la función de sanitario y el otro para que entrara aire. Con palabras de ánimo nos dijeron que del lado americano todo estaba arreglado, que los tres gru-pos anteriores a nosotros ya estaban en Houston. Cruza-

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mos al lado americano en el vagón y después de una larga espera el vagón empezó a moverse nuevamente. Hubo otras tres paradas a intervalos de tiempo muy grandes. Según los coyotes, fueron los puntos de revisión de Har-lingen, Pueblo Viejo y Kingsville. Sin embargo, al llegar a Raymondville el tren se volvió a parar, se oyeron voces, radios y ladridos de perros. Nos habían descubierto. Entre la confusión algunos logramos correr y ocultarnos entre la maleza. –Nos tumbaron casi a todos –le dijo uno de los coyotes a otro hombre.

Esperamos ocultos y aparentemente la migra se retiró con el botín, los coyotes nos dijeron que volveríamos a subir al tren en cuanto ellos dieran la orden. El tren empe-zó a moverse y tomar velocidad, no parecía que la migra estuviera allí, los coyotes dieron la señal de salida, em-pezamos a correr a un costado del tren, los agentes de migración salieron de su escondite, nosotros tratando de agarrar al tren y ellos a nosotros. Realmente parecía un juego, un oficial me seguía y gritaba –Stop, stop. Yo me agarre de una escalera del vagón que pasaba a mi lado con gran velocidad, ese hombre me tomó por la camisa, su intención era detenerme pero en su intento perdió el equilibrio y cayo entre los durmientes y la grava de la vía. Rodó, me imagino que por varios metros. El estuvo decidi-do a tirarme y yo a llegar a Houston.

Antes de que pararan el tren, un helicóptero convirtió la noche en día, no me quitaba la luz del reflector. Cuando el tren hizo un alto total había patrullas, camionetas de migración y agentes por doquier. En un segundo los agen-tes me tiraron, me esposaron de pies y manos, había yo atentado contra uno de ellos. Terminó el viaje a Houston, y con ello mis sueños.

La sentenciaDespués de un corto proceso, me sentenciaron 360 me-ses por atentar contra la vida de un oficial federal, con

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intención de causarle la muerte. El proceso estuvo lleno de irregularidades que aun estoy apelando en el noveno circuito de la Corte Suprema con sede en San Francisco, California.

Una organización, de la cual me hice miembro, me esta apoyando en el proceso judicial, y los que saben me aseguran que reducirán mi condena. El juez de la Corte Suprema aceptó la apelación y me citó a una audiencia en septiembre del año 2008. Tengo una gran esperanza.

Mi madre falleció sin saber de mí y nunca pudo com-prar el terrenito, Mi padre falleció el pasado mes de abril, el 11 para ser exacto. Nunca dejo su alcoholismo y al final le cobro la vida. Tabique nunca reveló el secreto. Murió junto con Cabecita de algodón en el temblor de 1985. Eran muy pobres para que alguien los reclamara y les diera cristiana sepultura (Q.E.P.D.). Mis hermanos y hermanas crecieron y ya tengo muchos sobrinos.

Yo he viajado por varios estados de la Unión Ame-ricana pero preso, he estado. En muchas prisiones en di-ferentes estados unidos pude aprender a leer y escribir y lo irónico es que primero lo aprendí en ingles hoy recien-temente aprendí a escribir español por medio del apoyo que me brinda I.N.EA. Concluí mi primaria, secundaria y empiezo el Bachillerato.

Aquí estudie mi High School, el colegio, y recibo cur-sos de la Universidad de California. Me gusta mucho la sociología.

Entre todos los conflictos que se suscitan aquí, dentro de la prisión, me sirven como objeto de estudio. Ahora, recientemente todas las movilizaciones de emigrantes le-gales e ilegales aquí en Estados Unidos también son de mucha importancia.

Sin embargo, lo que realmente me interesa es mi gente, mi pueblo, esa gente de la gran nación que es Méxi-co. Espero algún día poder servirles, ayudarles en algo. Es tiempo que México pase de la mediocridad a un nivel

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mucho mas elevado, y cada uno de nosotros tenemos que contribuir para que esto suceda.

Los ¡Viva México! y ¡Sí se puede! son sólo voces que el aire se lleva, sin duda necesitamos acción.

Por ultimo, sólo quiero agradecerles por tomarse el tiempo de leer mi historia.

Espero no acabar este atardecer en una prisión. El día que me liberen simplemente volveré a empezar.

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“Nosotros también migramos”

Autor: El Chichimeco

Antes que nada quiero presentarme dando mis ge-nerales. Mi nombre es José, soy mexicano, nací en León en el bello estado de Guanajuato: También

me gustaría decir que tengo 36 años, mido más o menos 1.77 metros, tengo ojos negros (claro que a veces se cam-bian a color verde), y el pelo todavía es negro pero ya se me están saliendo muchas canas. Ni hablar, así es la vida pero lo bueno es que estas canas de alguna forma deter-minan mi experiencia.

La mitad de mi vida la he vivido en los Estados Uni-dos debido a que salí de México hace 18 años. ¡Caray!, como pasa el tiempo, ya que cuando nos damos cuenta, es porque ya se nos echó encima. Parece que fue ayer cuando llegue a Ciudad Juárez para cruzar la frontera. Recuerdo muy bien los detalles, desde que llegamos a la Central Camionera un domingo a las siete de la noche. Al siguiente día, a las ocho de la mañana, fue el coyote por mi prima y por mí para cruzarnos por el río. Antes era más fácil ya que lo cruzamos encima de una hoja de triplay, la cual estaba encima de una cámara de llanta que era estira-da por unos chavos.

Cuando pasé el río no llevaba mucho agua, porque al muchacho que estiraba la cámara con nosotros encima el agua sólo le llegaba a la cintura. Una vez que cruzamos el río caminamos por debajo de unos puentes de la carretera 10 y luego el guía nos llevo a tomar un camión urbano que nos llevo al centro de El Paso. Eso fue rápido ya que como a las nueve o diez de la mañana ya andábamos matando

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el tiempo en restaurantes y tiendas, para esperar que se hicieran las siete de la noche ya que a esa hora saldría el tren que nos llevaría a Chicago. Todo transcurrió tranquilo y a eso de las seis de la tarde el coyote fue por nosotros a una tienda y de ahí nos llevo a la estación del tren. Sin ningún problema llegamos a Chicago a las cuatro y media de la tarde del último miércoles de septiembre de 1988. Sin lugar a dudas esa fue una experiencia que cambió mi vida, pero no es eso lo que quiero contar en esta historia. Es otro asunto el que quiero contar. Uno que la mayoría de la gente experimenta tarde o temprano, algunos más de una vez, y que a todos nos marca. Hoy quiero narrar como fue que conocí a mi pareja.

En diciembre del 2003, después de que terminó mi semestre en la Universidad de Arizona me fui durante las vacaciones a mi terruño querido. Allá estuve como desde el doce de diciembre hasta el sábado once de enero, cuan-do regresaba de mi León, Guanajuato a Tucson, Arizona. Había quedado con un amigo duranguense de vernos en la ciudad de Zacatecas para conocer un poco más a esta ciudad colonial. Aparte de conocer un poco más a la ciu-dad minera, también queríamos conocer más de la vida gay nocturna de esta ciudad y, para eso, a eso de las siete y media de la noche nos salimos de nuestro humilde hotel, el María Conchita y nos dimos a la tarea de buscar un bar de ambiente.

Lo primero que hicimos fue irnos al centro de la ciu-dad, ya que por experiencia propia es casi seguro que en las plazas públicas céntricas se puede encontrar a otras personas que también son de la familia. No sé porque pero he escuchado que los gays tenemos una especie de radar que nos permite detectar a otras personas que tam-bién son de ambiente. Yo puedo corroborar esta creencia ya que muchas veces me ha funcionado, especialmente en Guadalajara. En fin, el caso es que nos fuimos al centro y cuando íbamos pasando por los portales de la Avenida

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Hidalgo miré a un muchacho que estaba parado recarga-do en la pared. En ese momento yo no tenía trabajando mi radar pero me encontraba en una ciudad donde nadie me conocía así que me llené de valor para preguntarle por la información que estábamos buscando.

–Hola, sabes, no somos de aquí y andamos buscan-do un bar de ambiente. ¿De casualidad sabes si hay uno cerca?

Sonriendo él me respondió con una pregunta: –¿De ambiente?... Pues aquí en la esquina está La Catrina. Ese es de ambiente. No sé si eso es lo que buscan.

–¿Y que tal esta el ambiente ahorita? ¿Ya hay gente?–No, el ambiente comienza como hasta las diez u

once de la noche. Aparte, como hoy es sábado, no creo que haya mucha gente porque la mayoría se va al Escán-dalo.

En ese momento mi amigo le pregunta: –¿Y en donde esta ese bar, el Escándalo?

–Huy, esta hasta por la feria.–¿Y van vaqueritos?Sonriendo el muchacho respondió –Sí van, pero no

creo que te vayan a gustar porque aunque se ven muy machitos, nomás espérate que hablen y....

Ese “y…” se refería a que aunque la mona se vista de seda, mona se queda.

–Y la feria, o mejor dicho, El Escándalo, ¿esta muy lejos de aquí?

–Sí, sí está un poco retirado. Si quieren yo los puedo llevar, nomás estoy esperando a un amigo, quedé de verlo aquí a las nueve, faltan como diez minutos.

Ahí esperamos los diez minutos para que llegara el amigo de nuestro recién guía pero las campanadas de la catedral zacatecana sonaron las nueve de la noche y el dichoso amigo no se apareció. Esperamos otros quince minutos y nada. Fue entonces cuando pensamos irnos al Escándalo, pero nuestro guía nos dijo que era muy tempra-

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no, que la gente empezaba a llegar después de las once de la noche. Para matar el tiempo le pedimos a nuestro guía que nos enseñara un poco la ciudad. Le pedí que nos llevara a un restaurante a tomar un café, así que nos fuimos a un Vip’s sobre la Avenida Hidalgo. Estuvimos ahí como cuarenta minutos, hablando sobre nuestros trabajos, sobre experiencias de la vida y otras tonterías. Después, para seguir matando el tiempo le pedí que nos llevara a la Bufa, desde donde la ciudad lucía con un encanto es-pecial durante la noche. Después de estar como media hora en la cima del cerro de la Bufa bajamos a la ciudad y aunque todavía era un poco temprano decidimos irnos al Escándalo.

El guía se transforma en Fernando

El Escándalo era un lugar bastante grande, al menos así me pareció. En ese tiempo todavía me acordaba mucho del bar Mario’s de Chicago. Mario’s Place estaba locali-zado en el barrio de Pilsen, en Chicago. En este barrio, Mario’s estaba sobre la avenida Blue Island, casi llegando a la Cermak y Ashland. Durante la noche, esta zona lucía tenebrosa debido a que no había mucha luz. Enfrente del Mario’s estaba una planta recicladora de metales, como fierro y aluminio. Recuerdo que alguna vez le ayude a mi cuñado a callejonear en una camioneta, buscando desde electrodomésticos hasta camas, aires acondicionados, los cuales vendíamos como fierro viejo en esta planta. Ac-tualmente esta planta esta en el mismo lugar y cientos de personas siguen manteniendo los callejones de Chicago limpios, recogiendo lo que se puede reciclar y llevarlo a vender a este planta.

El caso es que el Mario’s fue el primer bar latino de ambiente que conocí en mi vida. Para mucha gente era un antro de mala muerte debido a que el lugar estaba muy

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pequeño y en no muy buenas condiciones. Pese a eso, el Mario’s era un bar que yo sentí muy familiar, ya que cada fin de semana estaban los mismos rostros. La gran mayoría de los clientes eran mexicanos de los nacidos en Estados Unidos e inmigrantes, también había mucho puertorrique-ño, dominicano, cubano, guatemalteco, salvadoreño, co-lombiano, ecuatoriano y del resto de Latinoamérica. Eran pocos los gringos y afroamericanos que iban pero los que ahí estaban era porque les encantaban los latinos.

La diversidad dentro de lo que se considera gente de ambiente era vasta, ya que ahí encontrabas gays, gays con caras de buga, bugas con cara de gay, vestidas, y bugas que andaban con vestidas. Lo que nunca miré, o al menos no me di cuenta, fue que hubiera chichifos, esos chiquillos que les gusta andar con gente a cambio de dinero. Los días que más había vestidas eran los viernes y los domingos, porque en estos días había show en los que las vestidas imitaban a grandes estrellas de la música como Lupita D’alessio, Lucía Méndez, Ana Gabriel, Gloria Trevi, Ale-jandra Guzmán y Rocío Durcal. Otra de las razones por las que el Mario’s era considerado de mala muerte eran las peleas que en ocasiones había, y según tengo entendido a la larga causaron el cierre del recinto de la vida nocturna gay latina de Chicago. Fue como en el 2001 cuando final-mente cerraron el Mario’s. Actualmente el lugar donde es-taba el Mario’s es un lugar donde venden piñatas y dulces mexicanos.

Como ya mencioné, El Escándalo era un lugar muy grande y desde el momento en que llegamos al lugar me sentí como en casa, bueno como en el Mario’s. Lo pri-mero que hicimos al llegar fue hacer un breve reconoci-miento del lugar, recorriéndolo todo, y después de esto pedimos unas bebidas. Ahí estuvimos tanteando la bebida que habíamos pedido ya que ninguno de los tres éramos bebedores de corazón. Mientras nosotros nos tomábamos nuestras bebidas, en el escenario estaban las vestidas can-

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tando temas de Paloma San Basilio, de Gloria Trevi, y no recuerdo de quién más.

Una vez que terminó el show y se abrió la pista para bailar, le pedí a Fernando que si me acompañaba a bailar algo de lo que estaban tocando, a lo cual accedió con un poco de pena. En ese momento yo no sabía que él era un buen bailador pero pese a que yo no sabía bailar mucho, me animé y lo convencí de que nos fuéramos a la pista. Fue ahí, mientras bailábamos, cuando Fernando se trans-formo de guía a una persona que se miraba interesante y que valía la pena conocer un poco más. Ahí estuvimos bailando como cuatro canciones, después nos regresamos a nuestra mesa.

Como a las dos de la mañana pensamos que ya era suficiente del Escándalo y nos salimos para ir al hotel a dormir. Fernando nos acompaño para mostrarnos el ca-mino y, después de mucha habilidad y persistencia de mi parte, lo convencí de que se quedara en el hotel ya que ni quería que yo lo llevara a su casa. Yo no lo podía dejar ir solo ya que era muy noche y él se había portado muy bien con nosotros. Así que para que se quedara en el cuarto, tuve que decirle que lo llevaría a su casa a primera hora del domingo y le dije que mis intenciones no eran que se quedara porque quería hacer algo con él. Le dije que lo iba a respetar que de eso no se preocupara. Creo que el darle mi palabra que lo iba a respetar lo convenció, y finalmente decidió pasar la noche en el María Conchita. Antes de dormirnos, estuvimos buena parte de la madru-gada platicando y conociéndonos más. Fue en esas horas en las que ambos comenzamos a enamorarnos a primera vista, al primer contacto, en la primera plática o no sé; pero el chiste es que desde aquel momento Fernando se ha quedado en mi corazón y no sé por cuanto tiempo más será.

La mañana siguiente nos levantamos y de nuevo use mis tácticas para convencer a Fernando de que nos acom-

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pañara a almorzar algo antes de que nosotros continuára-mos nuestro viaje a Durango. Después de varias veces que le pedí que nos acompañara, finalmente aceptó y nos fui-mos a buscar una fonda en el centro de la ciudad. Almor-zamos algo sencillo y al cabo de aproximadamente cua-renta minutos terminamos y nos disponíamos a salir cuan-do a mi amigo se le ocurrió que invitáramos a Fernando a Durango. Yo estuve de acuerdo en que lo invitáramos y casualmente esta vez no fue necesario rogarle mucho para que aceptara. Solo nos pidió tiempo de hacer unas llama-das para avisar en su casa y, finalmente, a eso del medio día estábamos saliendo de Zacatecas. Llegamos a poner gasolina en una estación en el entronque de las carreteras a Torreón, Saltillo y Durango. Eran las doce y media del día y comenzábamos un trayecto de más o menos tres o cuatro horas en las que manejé un poco desvelado pero muy contento. También iba un poco descanteado al prin-cipio por lo que estaba pasando con Fernando. Era como algo que llegó de repente y que, aunque me gustaba, tenía que asimilarlo ya que era lo que yo había estado buscando como pareja. A la misma vez, yo sabía que iba de paso, aunque me gustaba para que fuéramos pareja, no sabía qué iba a pasar con lo nuestro.

La llegada a Durango

Yo había estado una vez en Durango, dos años atrás, y me pareció una ciudad muy cuadrada. Es decir, no había muchas cosas que ver y me recordó un poco a Irapuato, ya que tampoco tiene muchos atractivos para la gente que no es de ahí. Cuando era un adolescente tuve una novia de la ciudad fresera y siempre que iba a verla, terminábamos yendo al centro a comer pizza, o simplemente a pasear. Uno de los atractivos de Irapuato es conocer el reloj que tiene incorrecto uno de los números que marcan la hora,

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ya que las cuatro se marcan IIII en vez de IV. En Durango no tienen ese problema y aunque la ciudad, como dije antes, me pareció cuadrada, esta vez tenía un tono dife-rente, había unos matices que la hacían verse diferente a la primera vez. Creo que esos matices y tonos se los estaba dando el hecho de que ahora yo estaba acompañado por Fernando.

Llegamos a eso de las cuatro de la tarde y lo primero que hicimos fue buscar un hotel donde quedarnos. Encon-tramos uno como lo que queríamos y lo primero que hici-mos al instalarnos fue dormir un buen rato. Bueno, la idea era dormir pero para ser franco, no lo pudimos hacer ya que mi amigo se salió y nos dejo solos. En vez de dormir, aprovechamos ese rato para conocernos (en el sentido bíbli-co) mejor. A eso de las seis de la tarde nos salimos a buscar algo para comer. En el camino se nos atravesó una farmacia de esas en las que también venden comida y ahí Fernando compro un cartón de leche de la que no necesitaba refrige-rarse, pero no se lo tomó. Tampoco comió mucho ya que según él estaba cuidando su figura. Yo sí me comí mis cua-tro tacos sin preocuparme mucho por la figura.

Después de comer, anduvimos un rato por la plaza principal de Durango y sólo tomé como tres fotografías. Una de estas fue a Fernando, la cual, por cierto, salió muy bien, tanto que en cuanto llegue a Tucson la puse como trasfondo en mi computadora del trabajo. Después de un rato de caminar para bajar la comida regresamos al hotel para. ya entrada la noche. preparamos para irnos a bailar un rato al Arthur’s. En ese tiempo, el Arthur’s era el bar de ambiente de Durango y estaba en un segundo piso de un edificio frente a una Soriana. Era un lugar cool, que también me pareció muy parecido al famoso Mario s de Chicago. Total, que llegamos al Arthur’s a eso de las once de la noche y por ser domingo no había mucha gente. A lo mucho había unas diez personas y pedimos algo para tomar. Ahí estuvimos escuchando música pop en inglés y

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en español y no recuerdo si también hubo show travestí pero seguramente sí. Como de costumbre, estuvimos so-lamente un par de horas en las que nos tomamos como dos tragos, vimos el show y Fernando y yo bailamos algu-nas canciones antes de salirnos del lugar como a la una de la mañana. Esa fue nuestra segunda noche. Creo que en nuestro caso, para conocernos no contaba la cantidad de días sino la calidad de ellos y como prueba de ello es que nuestra atracción se seguía fortaleciendo. Algún día, cuando Fernando pueda ir a México quiero repetir esas treinta y seis horas que pasamos juntos ese segundo fin de semana de enero de 2003, volviendo a hacer exactamente lo mismo.

La despedida

Se dieron las nueve de la mañana del día lunes 13 de ene-ro y con ello la hora de la despedida, una despedida que dolía mucho pero no quedaba de otra. Tal vez si no exis-tiera la frontera imaginaria que divide a los Estados Unidos de México, le hubiera pedido a Fernando que se viniera conmigo a Tucson, pero eso no era posible por el momen-to. Antes de salir del hotel le di a Fernando una tarjeta de presentación de mi trabajo para que me hablara y él me dio su dirección y su correo electrónico. Nos dimos un fuerte abrazo mientras escondíamos nuestros ojos brillo-sos para no contagiarnos la tristeza. No hacía falta que nos cuidáramos, ya que la tristeza no se podía contagiar debido a que emanaba de nuestros propios corazones. To-tal, después de varios abrazos no quedo otra que salir del hotel y manejar rumbo a la central de autobuses.

Durante el trayecto, Durango tenía otro rostro. La ciu-dad parecía que estaba muerta pese a ser una mañana de lunes a la hora pico. Después de un rato, llegamos a la central camionera y a mí me invadía una nostalgia com-

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binada con ansiedad que, según Fernando, me hacían ver un poco cortante y menos cariñoso de lo que había sido. Sin duda Fernando tenía razón pero quizás era como un mecanismo de autodefensa que mi subconsciente había erecto para proteger a mi corazón. Sin embargo, una vez que Fernando se perdió de mi vista al entrar a la central de autobuses, a eso de las nueve de la mañana de ese lunes, mi corazón se quedó suspirando con su imagen y este sus-piro duró tres meses hasta que lo volví a ver en otra central de autobuses, esta vez en Nogales, Sonora.

Durante el camino de la ciudad de Durango a Santia-go Papasquiaro sólo me fui hablando de Fernando y de lo bonito que había sido conocerlo. Continué suspirando el siguiente martes que nos quedamos en Santiago y durante todo el miércoles cuando salimos rumbo a Tucson. Llega-mos a Tucson la noche del miércoles como a las nueve de la noche. Y ahí estuvimos hasta el viernes cuando nos fuimos a Los Ángeles ya que ahí vivía mi amigo y obvia-mente ahí se quedo. Yo regresé a Tucson el lunes a donde llegué casi al anochecer. Una semana había pasado, una semana en que pasaron muchas cosas, una semana muy ajetreada.

La soledad cala… y mas cuándo uno esta enamorado

Desde el primer día que pisé suelo arizonense sentí que estaba como en casa. La primera vez que fui a Tucson fue en abril del 2001. En ese tiempo era estudiante de la Universidad de Illinois en Chicago y estaba participando en el McNair Scholars Program, el cual ayuda a estudian-tes de las minorías, que son los primeros de la familia en cursar estudios universitarios, a continuar con estudios de postgrado. Uno de los requisitos del programa era que buscáramos una conferencia académica y fuéramos para participar en ella. Eran los tiempos en que yo todavía an-

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daba de pata de perro, así que me metí al Internet y bus-qué conferencias de latinos. Así encontré que la Nacional Association of Chicana and Chicano Scholars tendría su conferencia anual en Tucson, Arizona. Le plantee ese de-seo a los administradores del McNair Program e inmedia-tamente me dieron luz verde para ir a la conferencia con los gastos pagados.

Para no ir solo a la conferencia le comente a uno de mis profesores que pensaba ir y afortunadamente él me dijo que también iba a atender. Hicimos los planes para irnos juntos y así fue. En al aeropuerto O’Hare nos en-contramos con otros maestros que también acudían a la conferencia así que nos pusimos a conversar para matar el tiempo mientras salía el avión. Salinos a las once de la ma-ñana y tres horas más tarde, el avión de American Airlines aterrizaba en Tucson. Esa vez me tocó un asiento justo en la ventana y gracias a ello me tocó ver las montanas Cata-lina cuando el avión descendía encima de la ciudad. Mi primera imagen de Tucson fue de casas en el desierto con albercas llenas de agua color azul.

Al estar en tierra, Tucson tomó otra perspectiva. Desde la camioneta tipo van del Super Shuttle me tocó ver el Tucson Boulevard, para luego tomar el Benson Hig-hway hasta llegar a la Avenida Euclid y llegar al Marriott University Park. En el trayecto, los lotes baldíos llenos de matorrales, mezquites chaparros y muchas banquetas va-cías fueron la bienvenida ocular que Tucson me dio. Los mezquites me transportaban a mi Guanajuato, tanto como los lotes baldíos llenos de matorrales y el suelo arenoso del desierto. La noche del día en que llegué, un paseo por el campus de la Universidad de Arizona terminó por convencerme de que la idea de solicitar admisión para una maestría en esa universidad, no era tan descabellada. Así que estuve en esa conferencia atendiendo sesiones, conociendo a otros maestros y estudiantes con intereses si-milares y disfrutando de la hermosa vista de las montañas

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Catalina y el olor a tierra húmeda y a flores de naranjo que había por las noches en el campus universitario.

A mi regreso a Tucson enfrenté de nuevo la soledad de mi departamento el cual era considerado un estudio debido a que era muy pequeño. Solamente consistía de una cocina anexa a la sala y ambos espacios era lo prime-ro que se topaba al entrar al estudio. Después, había una pared, o más bien un pedazo de pared que dividía la sala-cocina del cuarto para dormir. Lo único que estaba más discreto era el baño, en cuyas paredes estaba la taza y la regadera. Afuera del baño y con acceso directo al espacio de dormir estaba un lavabo y la entrada al closet. Aunque mi estudio era pequeño, yo estaba muy contento de estar viviendo ahí, ya que estaba muy cerca de la universidad, en la Avenida Cuatro y la Avenida University.

Me gustaba mucho caminar a la escuela ya que el ca-mino estaba lleno de mezquites, de nopales, de magueyes y otras plantas desérticas, tanto en las banquetas como en los jardines de las casas. También, durante la primavera el camino estaba impregnado del olor de los naranjos silves-tres que estaban por las calles. Era un ambiente muy apa-cible y pese a eso, pese a esa armonía con una agradable naturaleza urbana, yo estaba extrañando a Fernando y co-mencé a buscar la forma de comunicarme con él. Aunque hablamos por teléfono un par de veces, este medio no era la mejor forma y comenzamos a comunicarnos a través de correo electrónico.

Los correos

From: José To: FernandoSubject: HeyDate: Tue, 14 Jan 2003 22:31:34 -0700¿Qué tal, Fernando?:

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Mira, hace un par de horas que llegamos a Tucson y, bueno, todo el camino me vine acordando de ti y lanzando suspiros al viento de tanto recuerdo. La verdad que me la pasé a toda madre contigo y espero que sigamos en contacto.De verdad que me caíste muy bien y sé que eres una persona que vale mucho.Por lo pronto cuídate y después te mando una carta normal.Un abrazo bien fuerte y un beso bien plantado.José.

Este fue el primer correo que le escribí y para el cual obtuve la siguiente respuesta.

Fecha: Wed, 15 Jan 2003 03:41:34 +0000Para: JoséDe: FernandoAsunto: ¿Qué tal, Fernando?¡Hola!Sabes, cuando venía en el camión creí que todo había terminado, pero veo que no. ¡Gracias! Te doy una calurosa bienvenida a mi vida a pesar de que estemos separados, quiero decir tan lejos. Me agradas, me da risa, jajajajajaja porque de la nada se dio todo y sin pensar ni planearlo.Bueno es todo y me despido, en un par de días te hablo o te es-cribo. Es todo. Nos vemos luego y por lo pronto voy a poner todo en orden en mi familia. Nos vemos, cuídate tanto como yo me cuido, ok.AdiósFernando

Recuerdo que cuando llegaron los primeros correos los leía y los volvía a leer. Trataba de descifrar mensajes ocultos que me dijeran que todo era verdad, que realmen-te lo que Fernando escribía era lo que sentía. Cada día, por lo menos tres veces revisaba mi correo para ver si ya me había contestado.

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From: José To: Fernando Subject: RE: ¿Qué onda???Date: Mon, 27 Jan 2003 16:58:50 -0700Qué onda, perdido, oye no te desaparezcas tanto tiempo.Mira, aquí te mando la foto que te tome en Durango. Y, pues, hablamos luego...José

Fecha: Tue, 28 Jan 2003 00:40:34 +0000De: Fernando Asunto: RE: ¿Qué onda???Para: José¡Qué onda!¿Como estás? Espero y bien. Pasa de que ando un poco presionado de trabajo.Creo y además tengo en propuesta mi renuncia que esta programada para el día 8 de febrero del año en curso. Pero todavía no está apro-bada por el coordinador de la institución, pero estoy trabajando en ello.Te marqué dos veces pero no entró la llamada y no entendí si era que estaba en otra área o no sé, pero puedo platicar contigo por el chat.Bueno. te deseo que te la pases muy bien y no te olvides del Frodo, cuídate y bye.Fernando

¡Frodo! Eso era parte de su dirección de correo electrónico. Luego me explicó que era el personaje de la película El Señor de los Anillos y que ese nombre signifi-caba hombre pequeño. El trabajo al que quería renunciar era en una escuela primaria donde daba clases de baile folclórico. El comentario sobre esa renuncia comenzó a hacerme pensar en la posibilidad de verlo pronto. Pensé en que tal vez podría venirse a vivir a Nogales, Sonora,

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y para mí eso estaría perfecto. Cuando vivía en Tucson, iba a Nogales por lo menos dos veces al mes a comprar buena parte de la despensa. Incluso, recién mudado a Tuc-son, pensé en la posibilidad de irme a vivir a esta ciudad fronteriza debido a que sólo estaba a una hora de Tucson. Ese ha sido uno de mis sueños, vivir en la frontera del lado mexicano y trabajar en los Estados Unidos ya que así ten-dría lo mejor de los dos mundos.

From: José To: Fernando Subject: RE: ¿Qué onda???Date: Tue, 28 Jan 2003 10:57:09 -0700Pues tu dime la hora, y el día en que puedes estar en un Chat, así como cual y en qué foro. Yo la verdad nunca entro a los chats pero para platicar contigo sí lo haría. No sé si también tengas un núme-ro de teléfono al cual te pueda hablar y para nada que me olvido de ti. Oye, y qué planes tienes para después que renuncies. Eso sí me parece una determinación muy seria pero sé que tu debes saber muy bien lo que haces. Oye, pues a ver cuándo hablamos de nuevo y ya sabes tu nomás déjame saber. Ahh y pues ya estoy en Tucson y no pienso salir por un buen rato hasta que vaya a Ciudad Juárez a verte. Nos vemos y que estés bien.José

Fecha: Sat, 01 Feb 2003 02:26:39 +0000De: Fernando Asunto: RE: ¿Qué onda???¡Hola!:Sabes, he pensado mucho en ti pero nos divide una frontera. La semana que entra estoy en el teléfono que te di primero y si no me encuentro, me dejas recado con mi compañera. Gracias por escribirme ya que me siento un poco solo y el saber que tú estás me alegra. No me hago ilusiones por que creo que la distancia nos limita pero aquí estoy. Espero que te des una vuelta por acá pronto y ahora sé que vivir vale la pena. Bueno cuídate, un saludo a tu

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amigo y un saludo para ti porque hoy estoy tomando a tu salud y estoy llorando por lo que me hiciste vivir ese fin de semana que nos pasamos juntos. Gracias por ponerte en mi camino por que yo vivo una soledad.Adiós.Fernando

Ciudad Juárez también significaba la posibilidad de vernos pronto. Pensé que tal vez en un fin de semana allá nos podríamos encontrar. Para él Ciudad Juárez sí estaba mas lejos que para mí, pero tenía que alimentar la esperanza. Se venían las vacaciones de Semana Santa y eso represen-taba la oportunidad de materializar las ganas de vernos. Nunca se hizo pero seguimos mandándonos correos para estar en contacto.

From: José To: Fernando Subject: RE: ¿Qué onda???Date: Sat, 01 Feb 2003 05:20:09 -0700Órale... pues nomás no te vayas a emborrachar muchachito... Mira pues la semana que viene te hablo para saludarte... Fíjate que yo pienso mucho en ti, sobre todos los sábados que es cuando te conocí. Ahorita estoy súper ocupado con lo de la tesis, tengo que escribir mucho y hacer análisis sobre un estudio. Ayer comencé a entrar datos en la computadora para después analizarlos e incluir-los en mi trabajo. No creas, sí es mucho trabajo pero ni modo.Es parte de la vida. Pero sí tengo un chingo de ganas de verte. La verdad que sí, y sólo sé que el tiempo se ira volando y cuando menos acuerde ya será hora de ir de nuevo para allá y esta vez si espero verte mas tiempo.Bueno cuídate y hablamos luego...José

Pasó enero y pasó febrero y Fernando renunció a su trabajo y con ello nuestras ganas de vernos no se apaga-

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ron. Me decidí a invitarlo a los Estados Unidos, ya que él me había comentado que posiblemente se venía a los Es-tados Unidos, pero a Alabama donde tenía un tío. Se llegó marzo y con ello el gobierno federal me regreso parte de los impuestos que me había quitado durante el año. Fer-nando había recibido un dinero de su retiro en la escuela primaria donde enseñaba y una vez más lo convencí de que se animará a venirse a Tucson. En los primeros días de marzo la situación se estaba poniendo tensa ya que el presidente George Bush estaba terco en que Irak era una amenaza para los Estados Unidos. Los desvaríos y la locu-ra del presidente lo llevaban cada vez a la guerra preventi-va que protegería a los Estados Unidos del terrorismo. Para mí, la única amenaza que Bush veía era la que él mismo estaba fomentando en la frontera, donde más y más vigi-lancia se acumulaba. En los días previos a la invasión a Irak, los noticieros de Tucson señalaban que la frontera sería infranqueable conforme se acercaba la hora en que comenzaría la invasión a Irak, ya que casi sellarían la línea imaginaria que divide a México de los Estados Unidos por el desierto sonorense.

From: Fernando To: JoséSubject: dónde lo veo’Date: Thu, 13 Mar 2003 17:18:55 +0000¿Qué? ¿Dónde y cuando te veo? Yo estoy listo para viajar pero también necesito que me des un numero de cuenta para depositar el dinero que tengo y nomás llevarme el del pasaje y comida. O bien me lo llevo pero me da miedo llevar esa cantidad, y espero que esté muy bien y en un rato vuelvo a revisar mi correo a ver qué dices.Fernando.

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From: José To: FernandoSubject: Re: dónde lo veo’Date: Thu, 13 Mar 2003 18:21:05 +0000Mira, pues no tengo cuenta de banco en México pero no sé si pue-das traértelo en cheques de viajero, o si no pues tráetelo en efec-tivo pero en billetes grandes y repartido en bolsas del pantalón, la mochila etc., y bueno aquí estaré en la oficina así que te esperoJosé.

Los detalles finales

Este fue el último correo que le mande a Fernando ya que después saqué mi cuenta en un Instant Messenger para comunicarnos mejor. Así era más fácil comunicarnos al instante y lo único que teníamos que hacer era quedar de acuerdo a que hora nos mirábamos en el chat. Fue por medio del Instant Messenger como quedamos de acuerdo en el día y la hora en que saldría Fernando de Zacatecas, y así yo le pude calcular la hora en que llegaría a la ciu-dad de Chihuahua, después a Agua Prieta y finalmente a Nogales. Como no hay plazo que no se cumpla, por fin llegó el día en que Fernando se decidió en emprender el viaje y cruzar la frontera. Un compañero de la universidad se había traído a su tía unos meses antes. Según él, ella se cruzó a la brava y esa expresión me pareció muy intere-sante y no me aguanté y le pregunté, –¿Cómo esta eso de que se cruzó a la brava? Él, con una sonrisa simplemente me contestó, –Pues con coyote.

Cruzar a la brava es algo que hacemos miles de mexi-canos todos los días pero no creemos que estamos co-metiendo un delito. Estoy seguro que la mayoría de los inmigrantes vemos esto como un reto que hay que superar o como un obstáculo que hay que vencer. La verdad es que las políticas migratorias de los Estados Unidos no nos

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dejan otra opción, ya que no es fácil conseguir una visa de turista o de trabajo. Volviendo al punto, en esos mo-mentos yo ya estaba planeando lo de Fernando, así que le comenté mis planes a mi amigo y le pedí que si me podía facilitar el teléfono del dichoso coyote, a lo cual me dijo que sí. Y dicho y hecho, en cuando Fernando salió de Zacatecas, yo le hable al coyote en Nogales para decirle que mi primo venía en camino, que si me lo podía pasar y que cuánto era lo que cobraba por llevarlo hasta Tucson. El precio eran mil doscientos dólares.

Fernando no le pudo ganar a la guerra ya que no pudo salir antes de que ésta comenzara. La salida de Fer-nando de la ciudad minera de Zacatecas fue el día que Mr. Danger, como acertadamente le llama Hugo Chávez al presidente George Bus, daba órdenes de invadir a Irak. Recuerdo muy bien que era un jueves por la noche cuan-do sonó el teléfono, ya que ese día me toco ir al Woddy’s, un bar de ambiente, a trabajar haciendo pruebas del VIH y de sífilis. Era Fernando, que me decía que ya estaba todo listo. De hecho, la salida iba a ser un día antes, pero según Fernando se presentaron inconvenientes, ya que se iba a venir sin decirle a nadie pero de alguna manera su mamá se dio cuenta. En esa llamada Fernando me comentó que su mamá quería hablar conmigo para saber quién era yo y así quedarse más tranquila. Mi respuesta fue, –Por supues-to que hablo con tu mamá para tranquilizarla –y cuando me pasó en el teléfono a mi futura suegra le comenté que no desconfiara de mí, que era un persona correcta, sin vicios y que tenía las mejores intenciones con su hijo. La señora se quedó más tranquila y le pedí que me pasara de nuevo a Fernando, solamente para decirle que le deseaba suerte en el camino y que me hablara cuando estuviera en Chihuahua, para yo ir planeando la hora de irme a Noga-les a esperarlo. Después de colgar, la noticia de que había comenzado la invasión a Irak corrió como pólvora. Era la crónica de una guerra anunciada que me causo mucho

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coraje y preocupación a la misma vez.Esa noche trate de dormir tranquilo ya que estaba

muy entusiasmado.La mañana siguiente, es decir el viernes, a eso de las

diez de la mañana entró la llamada que estaba esperando. Fernando estaba ya en Chihuahua y mi corazón comenzó a latir más fuerte, ya que finalmente lo iba a volver a ver. Yo le calculé que si Fernando salía a las diez u once de la mañana de Chihuahua, llegaría más o menos a las seis o siete de la noche a Agua Prieta y un par de horas después llegaría a Nogales. Yo me salí de Tucson rumbo a Nogales a eso de las seis y media de la tarde y, como siempre que iba a Nogales, durante el camino sintonizaba FM Globo para recordar los tiempos en que escuchaba esa difusora de radio en León. A las ocho de la noche llegué a la nueva central de autobuses de Nogales, pero de nada me sirvió llegar pronto ya que tuve que esperar ahí hasta las once o doce de la noche en que finalmente llegó el autobús donde viajaba Fernando.

La cruzada a la brava

No me podía contener mi sonrisa de satisfacción de que finalmente volvía a ver a Fernando. Esa sonrisa se hizo más profunda cuando nuestras miradas se cruzaron y le di un abrazo de bienvenida. Ni él ni yo habíamos cenado y teníamos mucha hambre por lo que ahí mismo compra-mos unas tortas para cenar. Mientras cenábamos estuvi-mos conversando muy tímidamente pese a que teníamos muchas ganas de platicar. No era lo mismo conversar por el chat o por correo electrónico, así que pese a que ya nos conocíamos mucho, necesitábamos conocernos más en persona. Ya habría tiempo de eso y todavía es algo que estamos haciendo, conocernos más. Después de cenar, nos salimos a buscar un hotel donde pasar la noche y sin

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manejar mucho encontramos El Campestre, muy cerca de la tienda Ley de Nogales. Esa fue una noche muy esperada en cual batallamos mucho para dormir.

La mañana siguiente lo primero que hicimos al levan-tarnos fue hablarle de nuevo al coyote para ponernos de acuerdo en lo detalles del cruce de la frontera. El coyote quedó de venir a nuestro hotel por la tarde ese mismo sábado para llevarse a Fernando, así que teníamos todo el día para mostrarle a Fernando un poco de Nogales. Lo más importante es que teníamos más tiempo para convi-vir. Lo primero que hicimos fue ir a buscar algo de comer y nos fuimos a una cafetería donde venden buena comida a buen precio. Después nos fuimos al centro de la ciudad donde, como en cualquier ciudad fronteriza del norte, abundan los puestos de artesanía y los turistas que buscan alguna prueba de que fueron a México. Siempre he dicho que la zona fronteriza es lo único que muchos estadouni-denses conocen de México y cuando este ha sido el caso siempre les recomiendo que viajen al centro del país, ya que ahí encontrarán otro México muy diferente a lo que ven en Tijuana, Nogales o Ciudad Juárez.

La ansiedad previa al cruce de la frontera que la ma-yoría de los inmigrantes mexicanos sufren comienza desde el momento en que se despiden de sus familiares. Esta ansiedad se intensifica cuando llegan al puerto fronterizo por donde piensan cruzar y en muchos casos dura varios días, incluso semanas, debido a que a veces no se puede cruzar el mismo día que llegan a la frontera. Tanto Fer-nando como yo, estábamos experimentando esa ansiedad durante ese sábado por al tarde. Se llegaron las seis de la tarde y con ello la llegada del coyote que iba a cruzar a Fernando. No hubo tiempo de abrazos prolongados y lo único que le deseé a Fernando fue buena suerte y decirle nos vemos en Tucson.

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Por fin, la llegada

Después de pasar veinticuatro horas en Nogales regresé a Tucson. Iba muy contento y preocupado, pero con la con-fianza de que todo iba a salir bien. Mi preocupación no era si Fernando iba a pasar sino cuándo y si lo iba a aga-rrar la migra. La guerra había estallado y Estados Unidos estaba cuidando más la frontera con México para cuidar-se del terrosismo. Qué difícil es hacerle ver a la mayoría de los estadounidenses que los trabajadores inmigrantes mexicanos no son terroristas, ya que lo único que vienen a hacer es trabajar. Prueba de que los mexicanos no son terroristas es que la mayoría de las personas que secuestra-ron los aviones el 11 de septiembre del 2001 estaban aquí con visas, es decir, legalmente. Sin embargo, creo que las personas antiinmigrantes a lo que le tienen miedo no es a los terroristas, sino al hecho que el rostro de los Estados Unidos está dejando de ser exclusivamente blanco para transformarse en moreno, están aprovechando el pretexto del terrorismo para atacar la inmigración indocumentada y documentada no solamente de México, sino de todo La-tinoamérica.

La gran mayoría de los inmigrantes mexicanos indo-cumentados vienen a los Estados Unidos con un objetivo muy claro, cruzar la frontera y trabajar, reunirse con el cónyuge, reunirse con el novio o la novia, y en muchos casos reunirse con los hijos o los padres. Si la migra los agarra la primera vez, entonces lo tratan una segunda, una tercera o hasta una quinta vez si es necesario. Fernando y yo también teníamos un objetivo claro e íbamos a lu-char hasta lograrlo. Afortunadamente era marzo y el de-sierto de Sonora todavía no estaba tan caliente como en los meses de junio, julio y agosto. Creo que si Fernando hubiera querido migrar durante el verano no lo hubiera apoyado sino todo lo contrario, lo hubiera desanimado. El desierto sonorense es muy traicionero y ha reclamado la vida de miles de inmigrantes, pero en marzo, que es cuan-

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do Fernando cruzó, todavía no es tan peligroso. Creo que el hecho de que estábamos en la primavera era lo que me tenía tranquilo y confiado de que Fernando iba a pasar sin ningún problema.

Llegué a Tucson a las siete de la noche y, después de un rato de leer, me dormí el con mi teléfono en la mano ya que era posible que el coyote me hablara en cualquier momento para decirme dónde podía a recoger a Fernan-do. Pese a que no quería despertar hasta que la llamada telefónica lo hiciera, el insomnio me ganó un par de veces en las horas de la madrugada. Me levanté temprano, conté el dinero que Fernando había traído y lo junté con lo que yo tenía para tenerlo listo para cuando el coyote habla-ra. Pasó el día lentamente y yo no salí de mi estudio. Se llegó la noche y de la travesía de Fernando no escuchaba ni una palabra. Esa noche fue la noche de los premios Oscar, y había como cuatro mexicanos nominados, entre ellos Salma Hayek por su película Frida. Era la primera vez que me llamaba la atención ver los Oscar. Ese domingo también habían regresado mi visita, un amigo polaco y su pareja que habían llegado de Chicago varios días antes. Se habían ido a visitar el Cañón de Colorado, que por cierto les gusto mucho. Con ellos me puse a ver la entrega de los premios mientras seguía esperando noticias, esperando la llamada que me dijera, –ya estamos en Tucson, ¿en dónde nos vemos?

A las nueve de la noche por fin sonó el teléfono. Era el coyote.

–¿Puedo hablar con José? –me dijo–Sí, soy yo.–Nomás te hablo para decirte que ya traigo a tu

primo. Ya pasamos el retén y venimos en Green Valley. Quiero que nos veamos en una gasolinera que está salien-do de la autopista 10 en la calle 22. ¿Sí sabes dónde está?

–Sí, sí sé donde está. Entonces como en quince minu-tos nos vemos por ahí ¿verdad?

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–Sí, en unos quince minutos nos vemos por ahí. Trae listo el dinero.

En cuanto terminó la llamada, me salí del estudio y sólo le dije a mis amigos que regresaba en unos minutos porque iba a recoger a Fernando. Manejé por las obscuras calles de Tucson hasta llegar al sitio acordado, en donde esperé sólo cinco minutos hasta que salió de la carretera una camioneta estilo pick-up. La camioneta se estacionó en la parte más obscura de la gasolinera y de ella bajo el coyote acompañado de Fernando.

–Aquí esta, vivito y sin problemas, ¿tienes mi dinero?–Sí, aquí esta –Le di el dinero acordado y solo me

preguntó:–Sí es lo que habíamos quedado, ¿verdad?Asentí con la cabeza diciendo que sí. Se lo echó a la

bolsa del pantalón sin siquiera contarlo, se despidió ofre-ciendo sus servicios por si se necesitaban en el futuro y volvió a retomar su camino. Iba rumbo a Phoenix a lle-var al resto de la gente que había cruzado con Fernando. Después que la camioneta desapareció de nuestra vista, miré a Fernando y le di un abrazo de bienvenida. Estaba todo sucio ya que habían caminado toda la noche y todo el día. La evidencia de que habían caminado estaba en los zapatos de Fernando, los cuales eran nuevos cuando llegó a Nogales y ahora estaban rotos, al igual que el pantalón y la sudadera. Me comentó que caminaron a sólo cien o dos-cientos metros de retén de la migra sobre la autopista 19.

Ni el tiempo, la guerra, o la extrema vigilancia de la migra habían detenido nuestra meta de reunirnos para comenzar una relación de pareja, una relación de familia. Esto era el principio de una historia que se sigue escribien-do, la historia de que nosotros también migramos para re-unirnos con nuestras parejas y formar hogares venciendo los obstáculos que se nos pongan enfrente. Esta es una historia de la cual somos los protagonistas y que también queremos escribir.

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Me llamo Andrea, tengo 28 años y, como tantas personas, he tenido una vida difícil tanto econó-mica como moralmente en mi país de origen, lo

cual me hizo tomar una decisión que cambiaría por com-pleto mi estilo de vida en sólo una semana.

Yo vivía en una hermosa ciudad colonial al sureste de la ciudad de México en casa de mis padres. En ese entonces, pasante de la carrera de medicina, soltera, quizá nadie pensaría que yo tuviese tanta responsabilidad eco-nómica cayendo sobre mis hombros por no ser cabeza de familia o tener hijos, sin embargo la situación económica era difícil a pesar de que éramos y seguimos siendo una fa-milia pequeña, los ingresos que mi padre proveía no eran suficientes.

Mi familia estaba compuesta de cuatro mujeres, inclu-yendo a mi madre, y de sólo un varón, que era mi padre. Él, desde que mis hermanas y yo éramos niñas, viajaba todo el tiempo para conseguir el sustento de cada día, lo cual me hizo madurar a temprana edad y entender la si-tuación por la que estábamos pasando, en la cual debía de ayudar y apoyar a mi familia cuando fuese necesario, como cuando faltaba dinero para medicinas, para doctor o para completar para la alimentación.

Después, mi hermana Aylen (la de en medio) tuvo un fracaso matrimonial de cuya unión nació mi sobrino Axel, quedando desamparado inmediatamente después de cumplir su primer añito de edad al ser abandonado y echado a la calle, como si fuese un animal, por el hombre

“El sueño mexicano”

Autor: Andrea

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que lo engendró, el que se hace llamar su padre, y aunque no fuese mi responsabilidad, yo me sentí comprometida con él y con mi hermana para salir todos adelante, ya que ella con mucho esfuerzo estaba cursando la carrera de medicina al igual que yo, quedándonos poco tiempo a ambas para trabajar y ganar lo suficiente para mantener-nos mi hermana, yo y el bebé que había llegado al mundo sin tener culpa alguna.

Por esa razón, mi padre seguía colaborando con no-sotros aunque éramos mayores de edad, trabajando 18 horas al día para que así nosotros pudiésemos continuar con nuestros estudios.

Al ver este esfuerzo tan grande que mi padre hacia, durmiendo sólo seis horas diarias, sin obtener los resulta-dos esperados, quedándose muchas veces sin comer, sin zapatos, sin ropa, descansando en cartones sobre el piso dentro de su negocio que apenas comenzaba, decidí bus-car una mejor solución para ayudar a mi familia, sin dejar de mencionar que yo tenía trabajos temporales desde los quince años de edad, ya que desde ese entonces veía la necesidad tan grande que existía, pero sin dejar por un lado los estudios, ya que mis padres querían que hiciéra-mos una carrera por que esa sería la única herencia que nos dejarían.

Fueron tiempos difíciles los que pase cuando vivía en mi país, pero al menos estaba junto a mi familia, ahora puedo decir que sigo viviendo momentos muy duros pero prácticamente sola, sin el apoyo físico de los que me quie-ren, teniendo que comer sola, sin tener con quien compar-tir una alegría o una tristeza, un triunfo o una derrota.

No sólo la dificultad económica que tenía en ese momento me hizo pensar que mi país no sería la mejor opción para buscar un futuro favorable, económicamente hablando, y una vida mejor, ya que también puedo decir que huí de un fantasma que perturbaba mi mente día con día, y que impidió que sobresaliera en mis estudios, al no

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tener atención psicológica a tiempo cuando fui abusada sexualmente por un pariente muy cercano a los 16 años. Después de ese suceso hubo una serie de problemas fa-miliares, entre los cuales destacaron la separación y la marginación familiar, la culpabilidad, la falta de atención psicológica y el miedo de volver a ver al atacante, aunque en su momento fui muy fuerte al denunciarlo, pero como las leyes de ese país no fueron muy justas, en poco tiempo el individuo estaba como si nada caminando en las calles de la ciudad donde vivía y fue entonces cuando conside-ré la opción de emigrar hacia el extranjero para tratar de comenzar una nueva vida, lejos de la pobreza y de todo aquello que me hacia daño, pensé que esa era la mejor opción aunque para ello tuviera que sacrificar los cinco años de esfuerzo y desvelo de mi carrera y, por supuesto, a mi familia.

Tuve que convencer mis padres de que me dejaran ir sólo por un año, juntaría dinero y regresaría a terminar mi carrera para que ellos siguieran orgullosos de mí, y por supuesto le mandaría dinero a mi madre para ayudar a los gastos de la casa y a construir un cuarto extra, ya que la casa sólo contaba con una habitación, una cocina, un baño y necesitaba ampliarse.

Llegó el momento de partir y de dejar a mis seres que-ridos con un enorme nudo en la garganta, pero al mismo tiempo con tantas ilusiones de conocer un país nuevo y de ganar más dinero para poder ayudar a la economía familiar. Esos sueños me hicieron tener la fuerza necesaria para exponer mi vida como lo hice, olvidándome de lo que realmente era importante: mi familia, mi carrera, mis costumbres, mis tradiciones, los valores morales que me inculcaron mis padres y la cultura de mi país.

En ese tiempo estaba decidida y confiaba plenamente en Dios que todo saldría bien y que resultaría tal y como estaba prometido por los llamados coyotes, que son las personas a las cuales se les paga cierta cantidad de dinero,

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dependiendo de qué tan lejos venga la persona que quie-re cruzar hacia el otro lado del país y que ellos pasarían ilegalmente.

Obviamente, ellos sólo dicen la mejor parte para hacer el trato, ocultando lo que realmente vivirá la perso-na y los riesgos a los que estará expuesta, como violacio-nes (mayormente en mujeres), muertes por asfixia (cuando van escondidos dentro de las cajuelas de los autos o en los trailers), o lo contrario a eso, muertes por frío (cuando el trailer trae encendido el congelador), muertes por inso-lación y/o deshidratación (por falta de agua y de comida, cuando son abandonados por los coyotes en el desierto), mujeres que son convertidas en prostitutas al ser engaña-das después de haber sido abusadas, niños y niñas utiliza-dos para pornografía infantil o algo aún peor, para introdu-cirles droga en sus cuerpos, abuso físico y moral, así como discriminación por parte de las autoridades extranjeras. Incluso hasta pueden ser encarcelados para posteriormen-te ser deportados y sin dejar de mencionar el dinero que los coyotes roban a la gente que va a cruzar la frontera, ya que muchas veces cobran por adelantado sin haberlos llevado al destino prometido, dejándolos abandonados en el desierto, todo esto sin que la gente esté enterada, como lo fue en mi caso, en que le prometieron a Arturo (mi novio por cuatro años, el cual también era indocumenta-do y había cruzado la frontera dos años y medio atrás) que yo cruzaría por la línea, rápido y sin sufrimiento alguno y, bueno, nada de eso estaría siquiera cerca de la realidad.

Toda la felicidad que existía dentro de mi ser por co-nocer otras costumbres, otra cultura, otro idioma, otros gru-pos raciales en el llamado país de las oportunidades y de la libertad, y obviamente por el inminente reencuentro de la persona que amaba en ese momento, se transformó en una angustia incontrolable conforme pasaban las horas y los días previos a mi llegada al otro lado de la frontera, en donde estaba convencida que mis sueños se harían realidad.

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Puedo decir que ese fue el viaje sin regreso mas largo de mi vida. Aunque sólo transcurrió una semana, para mi fueron meses desde el momento en que llegué a una ciudad cerca de la frontera, en donde me recogieron dos mujeres y me llevaron a un parque, donde teníamos que disimular y caminar y no estar juntos para no levantar sos-pechas y posteriormente juntar mas gente y trasladarnos a otra ciudad aún mas cerca de la frontera, dejándonos en un hotel en donde estarían otros cuatro grupos más de personas que también intentarían cruzar al otro lado.

La ilusión de tener una vida mejor era la que me man-tenía con aparente fuerza, es decir, físicamente, pero por dentro me estaba muriendo de miedo y de angustia ya que iba sola y no conocía a nadie, en mi grupo sólo éramos tres mujeres y el resto eran hombres, completando así un grupo como de 16 personas.

Parece mentira, pero a mí, que nada en mi vida había hecho que se me fuera el hambre, ese episodio tan terri-ble logró que no tuviera apetito por varios días, ya que no podía pensar en otra cosa que no fuese mi familia y en la angustia que ellos estarían pasando al no saber nada de mi porque obviamente estábamos incomunicados, yo sabía que estaba no del todo bien, pero al menos viva, nada más que eso de nada me servía ya que en ese momento no había manera de hacerle saber a mis padres que yo estaba bien.

Siempre nos mantenían encerrados hasta que llegaba el momento de dar el siguiente paso, es decir, de cambiar de auto, de coyotes y de ciudad. Lo mas difícil fue cuando llegó el momento de cruzar realmente la frontera, gracias a Dios a mí no me fue tan mal porque tuve la suerte de que me pasaran en un auto, en el asiento de delante de lado del pasajero, ya que según los coyotes mi aspecto físico era como de gabacha, no obstante el resto del grupo iba en la parte de atrás, apretados, unos arriba de otros. Nunca ima-giné cómo sería toda esa travesía, realmente Arturo y yo

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creímos que sólo me tomaría un día el cruzar la frontera, como ellos dijeron, pero no fue así.

Afortunadamente, la distancia entre la ciudad fronte-riza y la ciudad extranjera se recorre en un lapso relativa-mente corto, diez o quince minutos, pero mientras todo eso iba sucediendo yo sentía que íbamos avanzando mu-chísimos kilómetros y que estaba pasando una cantidad inmensa de minutos. Mis ojos se iluminaron cuando vi la bandera norteamericana ondeando en un establecimien-to, y fue cuando supe que ya estaba del otro lado, pero al mismo tiempo iba sintiendo un escalofrío tremendo cuan-do iba viendo el muro de lámina de fierro que dividía a los dos países y volteando hacia todos lados para ver si la patrulla fronteriza no nos veía.

Pero lo peor estaba por comenzar. Una vez introdu-cidos en la pequeña ciudad extranjera fuimos de nuevo dejados en un hotel, tocándome a mí hacer el papel de acompañante de una de esas personas para que nos pu-diésemos registrar en dicho hotel o hacer el check in, como le dicen los americanos. Yo me quedé sorprendida cuando escuche hablar al coyote, porque obviamente lo estaba haciendo en inglés, algo que jamás imaginé y apar-te mostrando su identificación de Texas. Fue entonces que comprendí cómo operaban estos grupos de gente.

Una vez dentro de la habitación, los coyotes salían y nos dejaban ahí, obviamente yo no dormía nada por el temor de que me fuesen a hacer algo, el tiempo se hacía tan largo y a veces escuchábamos conversaciones entre ellos mismos que me ponían los nervios más de punta, ya que decían que el carro o la camioneta que se había ido antes que la de nosotros había sido agarrada por la migra, yo no sabía exactamente a qué se referían puesto que era mi primer intento tratando de cruzar la frontera e igno-raba completamente todo lo que estaba sucediendo, sin embargo, todo eso me daba muy mala espina y comencé con mucha angustia que ya no pude controlar teniendo así

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Menciones Honoríficas

que entrar al baño para poder desahogar todo lo que esta-ba sintiendo mediante un llanto desesperado. Ya no sabía que hacer, sólo quería regresar con mi familia, tuve que salir de ahí fingiendo sentirme bien pero en realidad sen-tía que me desvanecía y que las fuerzas se me iban. Fue entonces cuando un hombre de mi grupo se acerco a mí, coincidimos que éramos mexicanos, del mismo estado de la republica y era evidente que yo iba sola, así que decidió autonombrarse mi protector durante el viaje y no hacía más que cuidarme, comentaba que llevaba diez años cru-zando la frontera, que ya estaba acostumbrado. Una vez lo agarraron, lo sacaron y el volvió a meterse, todo esto lo decía de una manera tan natural y fresca como si fuese una novela o un cuento, yo tenía tantas dudas y preguntas que hacer porque no entendía nada, puesto que nunca había vivido algo así y todo lo que sabía era a través de los medios de comunicación, de la televisión. Él solamente me estaba preparando por si nos agarraban y de esa ma-nera saber qué hacer.

Dentro de mi grupo iba mucha gente joven, es decir, muchachos jóvenes de entre 15 y 18 años que no tomaban en serio lo que estaba sucediendo, se salían del hotel a platicar y a fumar como si estuviesen en una fiesta, dis-frutando de una noche maravillosa, corriendo el riesgo de que alguien viera algo sospechoso, como lo era tantísima gente en un solo cuarto, y llegaran agentes de inmigra-ción. Yo por mi parte me sentía indignada, ya que siem-pre pagamos justos por pecadores y los coyotes daban las instrucciones que supuestamente teníamos que seguir, si no ponían en riesgo a todos y eso no era justo ya que yo y otras personas estábamos arriesgando nuestra vida para llegar a los Estados Unidos, a los cuales sí nos importaba.

Sin embargo ellos hacían caso omiso a las palabras de una de las mujeres del grupo, que ya era mayor de edad, como de unos 45 años, y aparte diabética, la cual era residente legal de los Estados Unidos de América pero

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había ido a El Salvador por su hija para llevarla al otro lado y no la quiso dejar sola arriesgando de esta manera sus papeles de residencia permanente. Mientras tanto, mi angustia iba creciendo conforme pasaban las horas y los días, y más por mi familia que seguía sin noticias de mi parte, así que en una salida de los coyotes por un descuido dejaron unas tarjetas de teléfono que utilicé para llamara mis padres, me contestó mi hermana Aylen diciéndole que todo estaba bien, casi sin poder hablar, teniendo un nudo en la garganta, tratando de contener las lagrimas mientras mi corazón se desgarraba por dentro, no pude hablar con mamá y papá pero lo mas importante ya lo sabían, que yo estaba bien dentro de lo que cabía.

Hubo momentos en los que quise salir del cuarto para dejar que los agentes de inmigración me aprehen-dieran y así poder terminar con ese suplicio ya que en esos momentos tantas cosas cruzaban por mi mente, tenía miedo de que nos agarraran o a un peor de que todo mi esfuerzo y sacrificio quedara en el intento y no volviese a ver jamás a mis seres amados.

Como todo era paso por paso, esperamos un día y medio para cambiar de auto y seguir el recorrido. Cuando por fin eran las nueve de la noche creí que pronto todo terminaría, pero no, aun faltaba más, lo más arriesgado estaba por venir, lo que por supuesto yo ignoraba. Nos llevaron en una van y de ahí nos dejaron al lado de una carretera desierta, escondidos detrás de unos arbustos casi congelándonos porque era época de frío y el coyote dijo que nos recogerían en veinte minutos, lo cual no sucedió. Todo seguía siendo una mentira, esperamos más de cuatro horas tirados en el suelo y junto con otro montón de gente mal portada como si lo que estuviera en juego fuese un trofeo, haciendo ruido y hasta fumando, Dios mío, yo no creía lo que estaba sucediendo.

De repente un ruido extraño se escuchó y al voltear al cielo pude ver unas luces que se acercaban hacia noso-

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Menciones Honoríficas

tros y, como yo no conocía nada y era mi primera vez, le pregunte al hombre que me protegía: –¿Ángel, qué cosa es eso? –y el contesto– Es la migra, agáchate. Oh, por Dios yo estaba tan aterrada y sin saber qué hacer. Después él dijo, –Cuando nos recojan tu te vas conmigo y si nos aga-rran yo te ayudo a correr para tratar de escapar, no te pre-ocupes. Créanme que en esos momentos todo da igual, confiar o no confiar en nadie, ya no sabes qué es peor porque de una u otra manera estás arriesgando tu vida con gente desconocida.

Como dije anteriormente, después de más de cuatro horas Llegó un trailer y de entre los arbustos comenzaron a salir decenas de personas corriendo desesperadamente a subirse como pudiesen, muchos se pisotearon, otros se golpearon y muchos otros hasta se cayeron porque todo debía y tenía que ser tan rápido, en segundos ya que podía pasar la patrulla de caminos, la Highway Patrol, y repor-tarnos a migración o en el aire podía aparecer de nuevo el helicóptero de la migra que vigilaba la frontera.

Al estar dentro del trailer, yo no hice más que hacer una oración durante las mas de cuatro horas que nos tomó en llegar a otro lugar en donde nos recogerían otras per-sonas en diferentes carros, todos íbamos muy apretados pues al parecer habíamos subido al camión como unas 70 personas, sin contar la mercancía que traían, y que duran-te el viaje otros coyotes fueron pasando a la parte de atrás de la caja del trailer dejándonos en la parte de enfrente de dicha caja por si abrían las puertas al momento de revisar el trailer y sólo vieran dicha mercancía. Todos teníamos que estar callados, sobre todo al momento de pasar las revisiones, que eran dos. Gracias a Dios llegamos bien a las cinco de la mañana y de ahí, otra vez por grupos nos dividieron para llevarnos en vans al destino final, lo que tomó un periodo de tres horas y media más.

Llegamos a una casa y uno de los coyotes, que pre-sumía ser muy joven, comenzó a llamar a cada uno de

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los familiares y de ahí se distribuyeron para entregarnos y cobrar lo establecido para así concretar el dichoso trato.

Les puedo decir que estuve muy contenta cuando lle-gué a salvo y vi a Arturo esperándome con una enorme sonrisa, después de no verlo por mas de dos años, pero de una cosa sí estoy segura, nunca más volveré a intentarlo y nunca más pondré de nuevo en peligro mi vida o la de un miembro de mi familia. No le deseo a nadie que pase lo mismo que yo y que tantas personas pasamos al tratar de cruzar la frontera, ignorando muchas veces los riesgos a los que estaremos expuestos, sin saber si saldremos vivos o no, o si alguien nos hará daño.

Pero no todo acabó ahí, la lucha tenía que continuar, ahora venía la verdadera lucha por alcanzar el sueño ame-ricano.

Para comenzar, uno llega sin conocer a nadie, so-lamente tienes contacto con la persona que te ayuda, te recibe en su casa y te saca de esa oscuridad mientras en-cuentras trabajo, juntas un poco de dinero para estable-certe y obviamente eso no se logra en dos o tres meses, probablemente te tome un año lograr ese propósito, ya que hay que pagar alimentación, vivienda, ropa, servicios de la casa y transporte.

Yo llegué a la casa de Arturo que era mi novio desde que vivía en México, el cual ya tenía dos años y medio viviendo en una ciudad de Chicago. Cruzó también ile-galmente la frontera y corrió con suerte. Pasó la línea el mismo día que dejó su país con una mica de otra persona y llegó a casa de un primo, que lo acogió por un poco mas de un año hasta que pudo independizarse completa-mente. Transcurrió un poco mas de una semana cuando por fin ya estaba lista para buscar trabajo, ya que primero tenía que reponerme de ese horrible viaje, aceptando así lo que había ocurrido sin poder borrar las imágenes que aun permanecían en mi cabeza. No fue fácil encontrar un trabajo. No era solamente llenar una solicitud, era tener

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un número de seguro social y una identificación válida y como todos los ilegales no lo tenemos, tienes que conver-tirte en cómplice y comprar documentos falsos para poder trabajar.

Otro obstáculo más, aparte de esos dos, era el idioma inglés, ya que el 95% de los establecimientos tienen los anuncios en inglés y se habla por supuesto ese idioma, también se habla español pero sólo en las comunidades latinas y casi en todos los trabajos, aunque estén mal paga-dos y aunque los jefes o dueños sepan que no son legales tus documentos, quieren que hables inglés. Al no conocer a nadie comencé a investigar en donde había una escuela de inglés para adultos, cuya ventaja era que la enseñanza es gratuita, de esa manera logré llegar para inscribirme a las clases de ESL (inglés como segundo idioma o english as a second language) después de haber caminado varias cuadras porque no sabía utilizar el transporte público y no tenía auto. Ya dentro de las clases fui preguntando a los compañeros si no sabían de un trabajo o de que alguien necesitara personal para trabajar, hasta que encontré una buena samaritana que me dijo que de qué quería traba-jar y yo le contesté: –De lo que sea. Para ese entonces ya habían transcurrido casi tres meses y me encontraba desesperada por no tener empleo. Arianne habló con el manager del restaurante donde laboraba y me llevó a que me hicieran una entrevista; gracias a sus recomendacio-nes, a que dije que ya tenía experiencia como mesera y que sabía algo de inglés me aceptaron.

Tuve que invertir en zapatos, medias y uniformes, ya que ellos no proporcionaban nada, como tampoco nos proveían de seguro médico, como en otras empresas o compañías. El trabajo para los inmigrantes es muy duro, ya que las personas que ahora están legalmente en este país y que alguna vez fueron indocumentados abusan de nosotros, pagándonos el sueldo mínimo por mucho tra-bajo y no respetan las leyes, haciéndonos trabajar horas

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extras, pero al pago mínimo y no como over-time (tiempo extra), que es un poco más del mínimo, porque saben que necesitamos el empleo y porque desgraciadamente todos los que vamos llegando estamos mal informados de los derechos que tenemos aunque no tengamos documentos, ya que todo nos da miedo y lo menos que queremos es meternos en problemas o perder el empleo que con tanto sacrificio conseguimos.

Lo más triste es cuando creemos que las personas con nuestra propia cultura, ya establecidos en este país nos van a dar la mano y es todo lo contrario, son ellos mis-mos los que nos dan una puñalada en la espalda, parece mentira pero así es, mejor otras personas de otras razas tratan de ayudar y de entender nuestras necesidades. De esa manera abusan de los inmigrantes, haciéndonos creer que nos van a despedir o incluso a muchos hasta los ame-nazan con echarles a la migra si no obedecen o hacen lo que ellos quieren.

Al trabajar como mesera tuve que enfrentarme a dife-rentes situaciones, como agradarle al jefe, no opinar, sim-plemente quedarse callada aceptando las decisiones que ellos tomaran, hacer el trabajo, no sólo de servir mesas y atender a los clientes, que supuestamente fue para lo que me contrataron, sino hacer el trabajo de lavar trastes y de limpieza, y no sólo eso sino soportar a los clientes borrachos y groseros cuando estos ya estaban pasados de copas y sin respaldo alguno por parte de los dueños. Esta situación la toleré por casi tres años.

Ahí mismo conocí a un señor cuyo trabajo era ser preparador de taxes, lo que en México se conoce como impuestos, bajándome cielo, mar y estrellas, diciéndome que me pagaría mejor por menos trabajo, que yo mere-cía otro tipo de empleo; en esa época todavía no estaba bien informada de todas las cosas que había en este país de Estados Unidos y menos porque aquí sólo es trabajo, poca diversión y mucho encierro, no hay días ni noches ni

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Menciones Honoríficas

fines de semana libres, y obviamente todo nos agarra de sorpresa, yo le pedí descansar los fines de semana porque en los restaurantes siempre se trabaja en viernes, sábado y domingo y con mi reciente matrimonio con un mexica-no nacionalizado americano debía compartir más tiempo, y no porque él me lo exigiera sino porque yo ya estaba cansada de tanto trabajar, quería descansar un poco más y además compartir el tiempo libre que mi esposo Alexis tenía.

El señor aceptó y me contrato junto con mi herma-na Aylen, que traje de México, pagándonos una cantidad mensual, trabajando de diez de la mañana a siete de la noche. Todo estuvo bien los primeros días para posterior-mente convertirse en un abuso, ya que a veces salíamos a las ocho o incluso hasta las diez de la noche y seguíamos recibiendo el mismo sueldo y aparte de todo nos despidió inmediatamente después de que terminó la temporada de taxes, que es aproximadamente de cuatro meses, ponien-do de pretexto que no teníamos documentos y que migra-ción estaba checando que los negocios tuvieran toda la documentación del personal en orden.

Fue muy duro el habernos quedado sin trabajo, pero más duro fue para mi hermana, porque ella tenía que man-tenerse y a su hijo Axel, mi sobrino de siete años, el cual había sido traído a los Estados Unidos con mucho esfuerzo y no sólo eso, sino que también se expuso su vida para que lo pasaran y así pudiera estar junto a su madre, ya que no contaba con un padre que lo sostuviera. Mi hermana y mi sobrino fueron recibidos con los brazos abiertos en mi casa, pero como en toda situación, una vez sin trabajo co-menzaron a sentirse mal y como carga para nosotros (mi esposo Alexis y yo), por lo que decidieron regresar a Méxi-co, dejándome sumida en una depresión y tristeza profun-dos, ya que yo había hecho todo lo posible por ayudarlos y traerlos para que estuvieran mejor después de tres años de no verlos y que difícilmente volvería a ver pronto.

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De ahí para acá, sólo he tenido trabajos temporales por cuatro o cinco meses, máximo, quedándome el resto del año sin empleo, sin haber terminado las clases de in-glés, primero porque no me alcanzaba el tiempo ya que llegaba muy cansada del trabajo y después por la falta de ganas y de entusiasmo debido a la depresión que ya pade-cía desde hace años, pero que ahora se había acentuado más por la soledad, la falta de mi familia, el no tener em-pleo, el que cada vez se hiciera más difícil encontrar traba-jo por la falta de documentos y la falta de un inglés fluido, lo que me hacía sentir todo esto como sino valiera nada, como sino tuviera vida, como si fuera un vegetal, discrimi-nada por no hablar ingles, sintiéndome tonta y de menos todo el tiempo y, por supuesto, derrotada, sin haber cum-plido el sueño americano por el que arriesgue mi vida.

Parece mentira, pero ni habiéndome casado con un nacionalizado americano he podido arreglar mis do-cumentos y todo por ignorancia, por creer en la gente y por no investigar antes de dar un paso. Mi esposo Alexis, como ya mencioné, es ciudadano americano, lo que fácil-mente me hubiera permitido legalizar mi situación migra-toria si hubiese entrado con algún tipo de visa o permiso legal. Por haber entrado ilegalmente a este país no puedo arreglar nada, ya que la ley que permitía pagar una multa está cerrada debido a los ataques del 11 de septiembre del 2001.

Ahora no me queda más que esperar un milagro, porque esperar una reforma migratoria sería como espe-rar el regreso de los dinosaurios a la tierra, es práctica-mente imposible, lo que me obliga a continuar entre las sombras; sin una identificación valida; manejando sin li-cencia, siempre pendiente de los policías; con miedo a las redadas; con sueldos míseros y bajos, malos tratos y discriminación; con empleos poco dignos para personas como nosotros, que nos gusta trabajar y: por si fuera poco, soportando a grupos racistas que se creen los guardianes

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Menciones Honoríficas

de la frontera, y ganan cada vez más fuerza (como los llamados minuteman); teniendo que aguantar crímenes de odio entre los que destacan destrucción de negocios latinos, golpizas a inmigrantes, burlas por parte de los gringos, que nos llaman wetbacks (espaldas mojadas) en público, o algo mucho peor, que me parece inhumano y deplorable, cuando estas personas gringas engañan a los obreros, que por lo general están parados en las esquinas de algún establecimiento en donde se venden materiales para construcción, esperando a que alguien los contrate y sean llevados a trabajar, pero en lugar de eso son llevados a oficinas de inmigración. No conformes con este atropello en contra de estas personas que no hacen nada malo, más que buscar el sustento para las familias que dejaron en sus pueblos, y que trabajan arduamente de sol a sol, estas per-sonas sin sentimientos filman videos para posteriormente ponerlos en Internet y que así toda la gente pueda ver el momento cuando los indocumentados corren y saltan de las camionetas al darse cuenta que fueron víctimas de unas personas crueles y desalmadas, y por si fuera poco, las nuevas reformas migratorias, que pretenden criminali-zar a los indocumentados, dejándonos sin empleos, san-cionando a los que nos empleen, evitando que nos renten las viviendas y negándonos atención médica.

Aunque este país no me gusta y habiendo pasado ya cinco años sin poderme adaptar a estas costumbres, difícil-mente me puedo ir ya que ahora me detiene mi esposo, el cual tiene deudas de tarjetas de crédito, de financiamien-tos de auto, y una pensión alimenticia que tiene que pasar a sus dos hijas de un matrimonio anterior, siendo una can-tidad muy fuerte que difícilmente podría pagar en México, teniendo que trabajar horas extras desde las cuatro a.m..hasta las siete o nueve de la noche para poder sobrevivir.

Lo que para mí en un principio era lograr el sueño americano trabajando, que claro, la mayoría de las veces se logra un tiempo por tantos obstáculos que hay, pero

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una vez traspasado esas barreras la gente se vislumbra con los dólares, olvidándose incluso hasta de las familias que dejaron en el otro lado de la frontera, yendo muchas veces sólo a enterrarlos, derrochando el dinero en alco-hol, mujeres, carros de lujo, bares, llenándose de deudas y de hijos, metiéndose en gangs o pandillas, cometiendo delitos por los que van a dar a la cárcel convirtiéndose así en una carga para el gobierno americano, para que inmediatamente después de cumplir su condena sean ex-pulsados o deportados del país, dejando en vergüenza a los inmigrantes que realmente ayudan a la economía de los Estados Unidos con su trabajo, producto del sudor de su frente, libres de delitos siendo así buenos ciudadanos, luchando día con día para ganarse el respeto de todos.

Ahora puedo decir que tengo un nuevo sueño, el sueño mexicano, ese es mi verdadero sueño, regresar a la hermosa tierra que me vio nacer y no para recuperar el tiempo perdido, porque eso jamás lo recuperaré, pero sí para vivir al máximo lo que me quede de vida, con la frente muy en alto, porque ni el montón de billetes verdes que uno pueda ganar serán suficientes para comprar un abrazo, un beso, una sonrisa y una mirada de nuestros seres amados o las costumbres y nuestra cultura que allá dejamos en nuestro querido país que es México.

Con este relato doy testimonio fiel de todo lo que se sufre al cruzar la frontera, pretendiendo que las personas que tienen en mente viajar al país de las oportunidades y de la libertad tomen conciencia de que no es nada fácil, y a largo plazo lo que una vez tanto anhelamos y por lo que tanto luchamos se transforme en dolor, tristeza, llanto, soledad, libertinaje y desintegración familiar y no en felici-dad, riqueza y unión como todos pensamos.

Por ultimo, cabe mencionar que los nombres utiliza-dos en la historia fueron escogidos con el firme propósito de transmitir el significado de mi sentir en cada pasaje de la historia.

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Menciones Honoríficas

Andrea: nombre que me asigné por haber sido va-liente desde el inicio hasta el final en todas las adversi-dades que se me presentaron. Aylen: nombre asignado a mi hermana por darme alegría aun en los momentos más difíciles, ya que sin su apoyo no hubiese logrado continuar con el recorrido. Axel: nombre asignado a mi sobrino por ser un regalo de Dios y el motor que mueve a toda mi fa-milia para salir adelante. Arturo: nombre asignado a mi ex-novio por haber sido y seguir siendo fuerte antes, durante y después de haber sufrido el fenómeno de migración, si él no me hubiese transmitido su fuerza y no me hubiera dado la mano yo no hubiera podido salir adelante. Alexis: nombre asignado a mi esposo, el hombre que me hace sentir protegida a pesar de tantos obstáculos que hay en mi vida. Ángel: nombre asignado al hombre desconocido que me guió y me cuidó durante todo el trayecto siendo este un mensajero de Dios.

Y, por ultimo está, Arianne: nombre asignado a la mujer que me permitió ver una luz al final del túnel sien-do bondadosa al recomendarme para un empleo, y así obtener mi primer trabajo.

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“Veredas de esperanza”

Autor: Torbellino

Introducción

El fenómeno de la inmigración tocó mi vida aún antes de mi nacimiento. Mi padre abandonó a mi madre cuando estaba embarazada, a principios de los años

setenta, y nunca regresó a su lado. Yo nací en las afueras de la capital mexicana. Mi madre y yo emigramos a la frontera de México en el norte de Coahuila cuando yo sólo tenía escasos seis años de edad. Pasé mi niñez y mi adolescencia en este lugar, y vi en primer plano a muchos de mis compatriotas cruzando o tratando de cruzar hacia el lado americano, supe de la muerte de muchos de ellos a lo largo de mi vida en la frontera. Mi madre conoció a otra persona en la frontera y vivieron juntos por muchos años sin casarse.

Esta persona cruzaba hacia los estados unidos cuando no tenía trabajo, y a veces se pasaba meses sin enviarnos dinero por las dificultades que enfrentaba sin trabajo. Yo nunca imaginé que fuera a ser uno de tantos que cruzan hacia los Estados Unidos buscando una vida diferente.

Las dos principales razones que me inclinaron a venir a los Estados Unidos fueron, primero, la situación econó-mica que en ese tiempo vivía mi familia (para entonces mi madre y mi padrastro ya se habían separado, y yo quería continuar con mis estudios, pero mi madre apenas podía mantener a la familia de tres hijos. Mi opción era trabajar en alguna maquiladora y estudiar de noche o ir a los Esta-

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dos Unidos a juntar dinero y regresar a estudiar). La segun-da razón fue la curiosidad de conocer a mi padre con el cual había entablado contacto un año anterior; aunque él en realidad tenía sus propios problemas, y yo sólo lo había visto una vez en mi vida.

HistoriaCorría el mes de julio de 1990 en la ciudad fronteriza de Piedras Negras, Coahuila. A mis 20 años, apenas gradua-do de la preparatoria, eran pocas las oportunidades de empleo y las posibilidades de una vida mejor. Como un adulto joven esas probabilidades se veían con más prome-sa del lado americano. La situación, aunada a una querella familiar, hacía más apetecible la idea de salir huyendo ha-cia cualquier lado, y por qué no probar suerte en otro país, otra cultura, otro idioma; se veía fácil.

Hacía algunos días que había empezado a jugar con la idea de irme a los Estados Unidos. La oportunidad se presentó el día que conocí a Martín, un joven trabajador de maquiladora originario de Guanajuato que compartía la idea de emigrar hacia el lado norteamericano, aunque por diferentes motivos. El me decía: –Sólo quiero una lana para levantar unos cuartos, comprar muebles y así casar-me; los papás de mi novia ya nos ofrecieron un lote para construir nuestra casa.

Martín consiguió los nombres de unas personas que tenían experiencia cruzando el río Bravo. Un día, a finales de julio, me dijo que ya estaba decidido a irse y quería saber si yo quería hacerlo y acompañarlo. Acepté irme con él y con otros dos hombres que cruzarían por el río Bravo. Poco me imaginaba el vuelco que iba a dar mi vida en las siguientes semanas. Le comenté a Martín que no tenía di-nero para pagar por el viaje pero él me aseguró que no era necesario: –No vamos con un coyote, las otras dos per-

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sonas que cruzarán con nosotros sólo quieren compañía. Martín me llevó a conocer a quien sería el líder del grupo, un sujeto de nombre Miguel, y a su medio hermano, un hombre delgado de nombre Fermín. Miguel era un hom-bre esbelto y fuerte con semblante sereno, tal vez de unos treinta y cinco años de edad. Su tono de voz y serenidad daban cierto aire de confianza, a pesar de haberlo cono-cido por unos cuantos minutos. Su medio hermano tenía apenas unos días de egresar del Centro de Readaptación Social de Piedras Negras; estuvo ahí por homicidio. Mató a un hombre a cuchilladas.

Esa última semana de julio llovió mucho en la re-gión norte de Coahuila y sur de Texas. El grupo de cuatro intentaría cruzar por la parte norte de Piedras Negras, cerca de un lugar conocido como la Isla del Mudo. No pudimos salir el día planeado debido a las recientes llu-vias que habían hecho crecer la corriente del río Bravo. Miguel nos explicó que si cruzábamos, la tierra húmeda y el lodo que acumuláramos en las suelas de los zapatos nos causarían estragos y que, de hecho, corríamos peli-gro de no llegar a nuestro destino, situado a más de 70 kilómetros de la frontera, debido a la fatiga. No quedé muy conforme con su decisión pero acaté el consejo. Días después me daría cuenta de lo que Miguel nos in-tentaba decir en ese momento. Caminar por el lodo no es tan difícil, el problema es cuando caminas por muchas horas con los zapatos mojados, estos se hacen progresi-vamente pesados y las ampollas y el roce de la tela y la piel crean una situación muy difícil. Se decidió intentar el cruce de nuevo el día 4 de agosto, un sábado. Regresé un poco desilusionado a mi casa, contento porque po-dría ver unos días más a mis dos hermanos y mi madre, quienes, por cierto, no tenían la menor idea de lo que yo estaba punto de hacer.

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CruceEl día 4 de agosto de 1990 era un día soleado en Piedras Negras y se pronosticaba muy caluroso. Este era el día señalado por Miguel para cruzar hacia Texas. Mi madre andaba fuera de la ciudad y regresaba esa noche. Mis her-manos se quedarían solos por unas horas. Esa mañana me vestí con pantalón de mezclilla y camisa de manga larga. No cargué con ninguna otra ropa y tampoco tomé ningu-na mochila conmigo para no despertar sospechas. Nunca quise decirle a mi madre lo que quería hacer por temor a preocuparla y porque pensé que ella no aprobaría el pa-sarme de indocumentado. Al salir por la cocina tomé un pequeño cuchillo y me lo puse en la bolsa trasera, lo hice porque tenía desconfianza de las personas con las que iba a cruzar y quería tener algo para defenderme en caso de que algo pasara.

Ese día el corazón se me hacía pedazos. Tenía el pre-sentimiento que no iba a ver a mi familia por mucho tiem-po. Mi situación personal era tan deplorable y me sentía en tal depresión y amargura que mis pensamientos vagaban de un lado a otro. Martín y yo acordamos juntarnos con Miguel y Fermín a unas cuadras de las orillas del río Bravo después de mediodía. Yo fui el último del grupo en llegar esa tarde. Me sorprendió ver que Miguel, el líder del grupo no traía nada consigo para el viaje. Fermín traía una peque-ña mochila y dentro una chamarra, me reí dentro de mí y pensé, a quién se le ocurre traer una chamarra con este calor. La respuesta vendría esa misma noche.

Martín y yo compramos unas tortillas, unas latas de frijoles y una bolsa de granola para el camino. Nos diri-gimos hacia el río por ahí de las cuatro de la tarde. En el camino hacia el río se nos unió una quinta persona, de la cual no recuerdo su nombre. Era un joven de unos 16 años, alto y delgado que cargaba dos tubos de llanta de diferente tamaño, al parecer él era sobrino de Miguel. Él se encargaría de regresar los tubos al lado mexicano una

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vez que hubiéramos cruzado. Llegamos a las orillas del río cerca de la Isla del Mudo, desde donde podíamos ver perfectamente a la distancia lo que hoy se conoce como el Puente 1. Con la mirada exploramos el área, pescadores tiraban sus cañas en el Bravo, no hacían caso de nosotros, pareciera otro día normal para ellos. Después de divisar el lugar donde desembarcaríamos avanzamos unos cien metros hacia el norte. La razón es que el río corre de norte a sur y al cruzar la corriente nos arrastraría hacia el sureste, en forma diagonal, así quedaríamos exactos en el lugar donde queríamos del lado americano. El sol aun estaba muy alto, aun no era hora apropiada para cruzar, así que Miguel decidió dar una nadadita. Martín descansaba en el pasto, Fermín se drogaba con marihuana, yo sólo observa-ba el río, tal parecía que cada uno de nosotros teníamos nuestra manera de relajar la tensión. Al atardecer, Miguel dio la orden de inflar los tubos, tomamos turnos para so-plar aire en ellos, todo era silencio. Cuando terminamos de inflar los tubos Miguel habló.

–Esta es su última oportunidad de echarse para atrás –nos dijo–. Una vez que crucemos el río, si nos agarra la migra nos regresarán a México y podemos intentar otro día. No se resistan ni traten de correr. Si alguien se enfer-ma en el camino lo pondremos a un lado de la carretera para que alguien lo auxilie.

Al terminar Miguel sus cortas indicaciones, nadie dio paso atrás.

Martín y Miguel tomaron el tubo mas pequeño, Mi-guel se sentó en medio del tubo, ya en el agua, y Martín le dio su ropa. La persona que va sentada en el tubo tiene la responsabilidad de mantener la ropa y los zapatos secos, y sobre todo no perder nada. En el segundo tubo, más grande, Fermín fue el encargado de ir sentado y resguar-dar la ropa. El sobrino de Miguel y yo nos encargaríamos de patalear, uno de cada lado del tubo. Sólo dimos unos pasos hacia la profundidad del río y yo sentí cómo mis

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pies dejaron de tocar el fondo lodoso del Bravo y ahora (sin saber nadar) estaba a merced de un pedazo de plás-tico en uno de los ríos que más vidas ha cobrado en la historia de mi país. Yo coloqué mi brazo izquierdo en el tubo y el derecho lo usé para remar, y usé mis piernas para impulsarme a un ritmo constante. Ese atardecer de agosto mi vida cambio para siempre.

El cruce de la frontera entre Estados Unidos y Méxi-co generalmente no era muy difícil. El problema radica en sortear los obstáculos después del cruce. Después de esto viene cruzar el tramo de terreno de aproximadamen-te quince kilómetros entre la frontera y la primer garita o retén donde nuevamente se encuentran agentes de la Pa-trulla Fronteriza. Caminamos esa noche por más de cinco horas, nos guiábamos por el ruido y a veces por las luces de los carros que a lo lejos corrían por una carretera. Esa noche caminamos amparados por la oscuridad, la camina-ta parecía segura, sin eventos, no hacía calor, estábamos descansados. Pensé que esto no estaba tan mal, ¡no sabía lo que me esperaba!

Después de haber caminado unos diez kilómetros, Miguel decidió descansar y tratar de dormir un poco. Ra-cionamos la poca comida que traíamos y después tratamos de dormir un poco. Fue imposible para mí, los mosquitos nos abrumaban, noté que Fermín vestía su chamarra y un gorro y dormía placidamente, la chamarra lo protegía de los perversos mosquitos, no estaba tan mal después de todo, él ya tenía experiencia en todo esto.

El domingo por la madrugada emprendimos nueva-mente la caminata. Después de varias horas de camino me di cuenta que nos habíamos alejado de la carretera, pero nos guiábamos por torres de radio, las cuales Miguel conocía muy bien por todos los viajes que había hecho anteriormente. Él bromeaba diciendo que ya había traba-jado tanto en Estados Unidos que ya les iba a pedir su jubilación para que así le mandaran su cheque a México.

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Miguel ya tenía casi veinte años cruzando a trabajar a Esta-dos Unidos, sabía hablar inglés y tenía muchos conocidos en varias partes de Texas, los cuales lo contrataban año con año. Me di cuenta que Miguel tenía mucha experien-cia caminando por estos rumbos. No sólo sabía la posi-ción de las torres de radio, sino que también conocía en qué partes podíamos encontrar agua apta para tomar. Con respecto a esto último, no cargábamos agua con nosotros, sólo un envase vacío de plástico de tres litros de capaci-dad. Al momento de llegar a un lugar con agua llenába-mos el envase, le poníamos un paliacate en la boquilla del envase haciendo las veces de filtro y todos tomábamos lo más que podíamos, tirábamos el resto del agua que no tomábamos y guardábamos el envase. Todo esto para traer la carga más ligera posible.

El domingo transcurrió sin novedad, salvo por un en-cuentro cercano con una camioneta de la Patrulla Fronte-riza. Tuvimos la suerte de divisarla desde lejos y nos dio la oportunidad de escondernos y la dejamos pasar. Esa noche dormimos bajo unos árboles cerca de un rancho, pero nuevamente el lugar estaba infestado por mosquitos y casi no pude dormir a pesar de estar completamente rendido.

El lunes 6 de agosto retomamos el camino muy tem-prano. Caminamos unos kilómetros más y seguimos un camino de terrecería que no volvimos a dejar por el resto de la jornada. Miguel nos dijo que esa tarde llegaríamos a un pueblo de nombre La Prior, en Texas. Este es uno de los días que mas recuerdo en mi vida, para entonces ya mis zapatos, seminuevos antes de cruzar, tenían parte de las suelas despegadas. Mis calcetines estaban hechos trizas y el sudor combinado con el roce en la piel me produjeron ampollas, era doloroso. El caminar era difícil porque ahora tenía rozaduras en las entrepiernas, el calor era brutal. Yo me empecé a rezagar y caminar dolorosamente. Aún fal-taban varios kilómetros para llegar, Miguel se dio cuenta

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de mi situación, encontró una sombra en el camino y nos indicó descansar.

En estos momentos mis piernas perdieron todo senti-do. No las podía mover, parecían paralizadas, nunca me había pasado, los músculos estaban completamente tiesos. Casi pedí que me dejaran abandonado, no quería arruinar su viaje. De acuerdo a lo que Miguel nos dijo antes de empezar el viaje, se suponía que yo tendría que buscar mi camino hacia alguna carretera o rancho cercano y pedir auxilio. Antes de empezar el viaje me dije a mi mismo, soy el más joven del grupo y voy a recorrer toda la jornada sin problemas. Ahora, los tres me miraban sin quejarse y me daban aliento, me animaban a seguir hasta llegar a nuestro destino. Con mucho dolor, me levanté y empecé a mover las piernas hasta que los músculos se empezaron a aflojar y a duras penas recorrí los últimos kilómetros antes de llegar a un rancho cercano a La Pryor.

Esa noche del lunes acampamos en las inmediacio-nes de un rancho que tenía mucho ganado vacuno. Mi-guel nos dijo que él conocía al dueño del lugar y que nos íbamos a quedar ahí por cinco días. En ese lugar había una pequeña casa de madera, adentro estaba lleno de basura. Me di cuenta que había pañales y ropa sucia. Me dijeron que en este lugar frecuentaban llegar otros indocumenta-dos en camino hacia otras partes del país. Me dio tristeza pensar que tal vez señoras con niños pequeños y bebés tuvieran que pasar por lo que estábamos pasando.

La semana pasó sin mucha novedad, al menos tenía-mos un poco de comida. Dormíamos a un lado de los perros, en medio de ganado vacuno. En una ocasión, por la noche llegó la patrulla fronteriza a la casa principal del rancho. Por suerte nos dimos cuenta, tomamos nuestras pertenencias y corrimos hacia el campo. Desde nuestro escondite pudimos ver cuando los agentes se retiraban y regresamos a nuestro campamento. En uno de estos días Martín y Miguel se aventuraron hacia una de las tiendas

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del pueblo y utilizaron un teléfono público para hacer contacto con los dos hermanos de Martín en Houston, los cuales enviarían una persona con un carro a levantarnos ese mismo sábado.

El sábado siguiente un carro azul se acercó lentamente al rancho donde estábamos, con señas nos hicieron saber que venían por nosotros. No hubo tiempo de despedidas, Miguel y Fermín, con un cierto tono de emoción y deseán-donos suerte, nos incitaron a correr hacia el camino donde el carro esperaba con el motor andando. No tuve tiempo de agradecerles a Miguel y a Fermín todo el apoyo, protec-ción y cuidado que me brindaron por siete días. Ellos se quedarían en el rancho unos días más y buscarían llegar a Houston por otro medio. En menos de una semana conocí y compartí momentos imperecederos con unas personas que jamás había visto en mi vida, arriesgue mi vida a su lado, reímos juntos, nos protegimos unos a los otros. Jamás volví a saber de ellos, jamás los he vuelto a ver.

Vida en Houston, Texas

El viaje de La Pryor a Houston fue de unas cuatro horas y no hubo ningún contratiempo. Esa tarde llegamos a la zona norte de la ciudad de Houston, donde los hermanos de Martín vivían en una casa de renta en un barrio de his-panos. En la casa vivían tres personas y compartían todos los gastos, tanto de renta como de comida y servicios de luz y agua. Agustín era el hermano menor de Martín, con-taba con tan sólo veinte años y ya llevaba más de cuatro en Estados Unidos. Agustín trabajaba colocando chapopo-te caliente en techos de edificios, era padre de una precio-sa nena de quince meses, pero ya estaba separado de la madre de la niña. Entre los dos compartían custodia de la niña, ella durante la semana y él en los fines de semana, pero esto no iba a durar mucho.

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Javier era el hermano mayor de Martín y ya tenías va-rios meses en Houston. Él tenía su esposa en México y les enviaba parte de su sueldo cada semana, él trabajaba en la puesta de chapopote junto con Agustín. Manuel era el otro individuo que vivía en la casa, de él no supe mucho, era muy callado y reservado. Manuel trabajaba para una compañía podadora de pasto. El miércoles de esa misma semana Martín y yo fuimos contratados para trabajar para esa compañía por un sueldo de cuatro dólares por hora por ocho horas, de martes a viernes, pagado en efectivo el viernes por la tarde. En mi vida había ganado tanto dinero en tan corto tiempo.

El trabajo de podador de pasto no era difícil, pero el calor de la temporada era muy fuerte y debido a esto yo desarrollé una enfermedad de la piel que me duró más de tres años. Otro problema era mi visión débil porque no tenía mis lentes. En más de una ocasión me volé una cabeza de plástico del sistema de irrigación en las casas donde podamos el pasto. El supervisor americano se eno-jaba mucho y me gritaba en inglés. Yo sólo inclinaba la cabeza y continuaba podando. Él corría a decirle Javier que viniera a traducir lo que me estaba diciendo. Pensé que me iba a despedir pero lo que le dijo a Javier que me tradujera fue que con el dinero que me pagara esa semana yo tenía que comprarme lentes correctivos. Esto tendría que esperar, ya que tenía otras necesidades más básicas que cubrir, como ropa, zapatos y comida.

En Houston contacté a mi padre, que vivía en Chica-go. Yo crecí sin conocerlo hasta los dieciocho años. Cuan-do lo conocí sólo lo vi unas horas, pero le pedí su direc-ción y teléfono, en caso de que algún día lo necesitara. Ese día se llegaría muy pronto, ya que el viernes 25 de ese mes de agosto, la pequeña hija de Agustín fue asesinada por un individuo que se encontraba bajo la influencia del alcohol y drogas, él era el novio de la madre de la niña. La noticia fue devastadora para los tres hermanos y para la comuni-

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Menciones Honoríficas

dad en ese barrio de Houston. Un sheriff local en Houston llamaría este asesinato como “uno de los peores casos de abuso infantil que había visto en mucho tiempo.”

Yo había compartido momentos con la pequeña unos días atrás y la niña era una lindura. Su padre la adoraba, esa niña iluminaba nuestros días de descanso y nos distraía de nuestra triste realidad diaria. Al verla golpeada adentro del pequeño ataúd no podía más que aguantar la rabia de lo que le había acontecido. Otra víctima más del vicio, y esta vez simplemente la tragedia pegó muy cerca de mi co-razón. Este evento en particular me causó un trauma emo-cional muy fuerte, me ocasionó pesadillas y depresión por muchos meses.

Como pudo, Agustín junto dinero para el funeral. Re-cuerdo que entre todos cooperamos del poco dinero que teníamos y lo pusimos a su disposición. Este tipo de even-tos dejó devastados financiera y emocionalmente a Agus-tín y sus hermanos, los cuales, debido a su situación legal, no pudieron pedir ayuda. Lo peor de todo fue no tener a un profesional o psicoterapeuta para poder obtener ayuda al respecto.

Esa misma semana hablé con unos parientes en Illinois y les pedí ayuda para irme a vivir con ellos por un tiempo. El domingo 2 de septiembre salí rumbo a la ciudad de Chicago sin ningún plan en mente, sólo quería continuar trabajando y un lugar donde dormir. El lunes por la noche arribé a mi destino, después de un largo recorrido en au-tobús por varios estados que se me dificultó por no hablar el idioma. Arribé a mi destino la noche del día siguiente. Por suerte pude comunicarme con mi padre y el fue a esperarme a la estación de autobuses. Él no me reconoció cuando bajé del autobús, apenas nos conocíamos, pero de alguna manera supimos quién era quién.

Mi padre había emigrado hacia los Estado Unidos a principios de los setenta y se había establecido en Chicago como jornalero en una fábrica. Me platicó que en esos

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tiempos había tanta demanda por obreros en la ciudad de Chicago que literalmente una persona encontraba trabajo en un solo día, bastaba con ir a pedirlo a cualquier fábrica. Él estaba casado y con dos hijos menores que yo. Sus hijos hablaban poco el español, habiendo crecido en Chicago su idioma principal era el inglés. Mi padre entendía bien el inglés pero no lo hablaba mucho, sabía lo necesario para subsistir en su trabajo. Su familia, hermanos y hermanas se habían establecido en el área metropolitana de Chicago a finales de los setenta. Me di cuenta que tenía primos y tíos provenientes de México, que poco a poco se fueron asentando en estos lugares.

Conocí muchas de las diversas comunidades hispa-nas en la ciudad, en las que el idioma predominante es el español. La diversidad de la gente proveniente de México hacia estos lugares es impresionante. Los fines de semana son para reunirse con la familia después de largas jornadas de trabajo entre semana. Los cumpleaños se celebran en grande. En el caso de la familia de mi padre, sus hermanas y hermanos dejaban sus niños y bebés al cuidado de la abuela. Los pequeños empezaban a hablando el idioma español en su casa, y gradualmente aprendían el inglés al ingresar a la escuela. La comida se compraba en super-mercados hispanos, las necesidades médicas se suplían en pequeñas clínicas, y para cualquier otro servicio siempre había quien lo proveyera en Español.

Mi padre me permitió vivir con él por un tiempo. Por cierto, a pesar de que él tenía sus papeles en regla no podía arreglar mi situación de indocumentado debido a que mi madre nunca registró en mi acta que él era mi padre; exámenes de sangre o ADN estaban fuera de cues-tión por algún motivo. Trabajé en Chicago en lo que fuese, pintando, lavando carros, restregando inodoros, vendien-do ropa, hasta como agente de seguridad y, finalmente, en un restaurante de comida mexicana. En muchas ocasiones trabajaba de noche o hasta altas horas de la mañana. Era

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importante tener la ayuda de familiares en el aspecto de vivienda, ya que lo poco que ganaba no me era suficiente para pagar un lugar propio.

Al paso de los meses, la relación con mi padre y su esposa se fue deteriorando poco a poco, debido a que ellos mismos tenían problemas maritales y empezaron a buscar la separación. Además, era poco lo que yo podía aportar para a la economía de la casa. Deprimido por estar tan lejos de mis seres queridos, sin hablar el idioma y sin poder progresar, busqué la ayuda de una familia con la cual había establecido una amistad. La señora de la casa, ya viuda y con la mayoría de sus hijos casados, era oriun-da de Guanajuato y su esposo era conocido por muchos por haber ayudado a gente a establecerse en los Estados Unidos. Esta familia me inscribió en clases de inglés en un colegio local de Chicago. Las clases eran gratis para los estudiantes y patrocinadas por la ciudad de Chicago, el cupo en estas era limitado. Tuve suerte de ser inscrito el día que fui a buscar información.

Estudie el inglés por la mañanas y por las tardes traba-je en el restaurante. Mis maestros eran unas personas muy bien preparadas y, como les pagaban de acuerdo al núme-ro de estudiantes en su clase, tenían un incentivo extra de ayudarnos y mantenernos motivados a seguir asistiendo a clases. En estos cursos conocí a mucha gente proveniente de México, Centro y Sudamérica, Europa, todos inmigran-tes y la mayoría con familiares en Chicago. Algunos de ellos eran profesionales que buscaban aprender el idioma para poder ejercitar su profesión en Estados Unidos.

Terminé mis cursos de inglés en agosto de 1991 y, a petición de mis maestros, me inscribí en un colegio comu-nitario. Estos permiten a estudiantes tomar clases a nivel universitario que son estándares en muchas universidades de estados Unidos tales como Matemáticas, Inglés, His-toria, Biología, Química, etcétera. Una vez que se toman cursos uno puede transferirse a una universidad para cur-

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sar una carrera, revalidando las clases ya tomadas. En esos tiempos, en este colegio no solían verificar el estatus mi-gratorio de una persona. El prospecto estudiante sólo tiene que comprobar que vive en la comunidad aledaña al cole-gio en cuestión y pagar por clases y libros.

Como mi sueldo era muy poco, yo pedí dinero pres-tado a varios amigos y con eso tuve dinero suficiente para poder tomar tres clases y comprar los respectivos libros. La ayuda y el apoyo que me proporcionaron amigos y al-gunos familiares fue fundamental en mi desarrollo educa-cional. En Chicago me di cuenta de lo importante que es el papel de la educación en la vida del emigrante, sobre todo el aprender el idioma del país en que se vive. Esta educación me fue abriendo puertas y brindando opciones que no tenía antes de hablar el inglés. Me di cuenta que en la mayoría de los casos mis compatriotas solo aprendían el inglés suficiente para poder continuar su trabajo diario, que en mas del 80 por ciento de los casos era trabajo ma-nual. En mi caso, yo ganaba sólo 160 dólares cada dos se-manas, lo cual no era suficiente para vivir, pero gracias al apoyo que recibí de aquellas personas ya establecidas en esta ciudad pude lograr salir adelante y eventualmente es-tudiar una carrera. El transporte público me ayudó mucho, aunque en muchas ocasiones caminé el tramo de varios kilómetros de mi casa al colegio o al trabajo por falta de dinero para pagar la tarifa del autobús.

A principios del año 1993, casi a punto de empezar mi cuarto y último semestre en el colegio comunitario, me di cuenta que no era posible continuar mis estudios sin ayuda financiera. De antemano, mi padre me dijo que él no me podía ayudar. Las universidades en Estados Unidos son caras y yo no podía solicitar préstamos debido a mi situación. Para entonces ya dominaba un poco el inglés e investigue qué opciones tenía para continuar mis estudios en una universidad de cuatro años para terminar una ca-rrera. Un amigo mío me habló acerca de una universidad

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en Texas que proporcionaba becas y trabajo a estudiantes extranjeros. El problemas es que estos estudiantes, aún con la beca y el trabajo, necesitaban demostrar tener alrede-dor de dos mil dólares anuales para inscripción, recomen-daciones de sus escuelas, excelentes calificaciones y, por supuesto, una visa vigente por parte del entonces Servicio de Migración y Naturalización de Estados Unidos. Yo no contaba con nada de esto en esos momentos.

A pesar de todo, en febrero de 1993 llené la solicitud para buscar una plaza en la universidad arriba mencio-nada, aún sin saber cómo le iba a hacer para cumplir los requisitos. Aquí es donde el consulado de México en Chi-cago fue fundamental para lograr mis objetivos. Yo sabía que iba a necesitar mi pasaporte para poder tramitar la legalización de mi estancia en Estados Unidos. Cuando asistí al consulado y expliqué mi situación ellos me pidie-ron mi cartilla militar liberada, la cual había extraviado en México años atrás. Empezaron los trámites para mandar pedirla a México y, aunque este proceso tardó un poco, se logró tramitar todo a tiempo para después brindarme un pasaporte mexicano. Sin estos papeles en mi posesión todo se hubiera venido abajo, ya que, como después me enteré, solo contaría con un día para tramitar mi visa.

Esto fue lo que pasó para legalizar mi situación en Es-tados Unidos. En abril de 1993 fui aceptado en una univer-sidad en el estado de Texas. Cuando supe esto, de inme-diato me comuniqué con ellos y les expliqué mi situación, tuve suerte de hablar con alguien en la administración de la universidad que conocía de asuntos de migración. Ella me dijo que la única manera de ingresar a tomar mis estu-dios en la universidad era legalizando mi situación. Para lograr esto me enviaron las formas necesarias para solicitar una visa de estudiante F1 por medio de ellos. El problema era que esta visa se tramita en un consulado o embajada de Estados Unidos en el exterior del país. El hecho de ser aceptado en una universidad americana no garantiza que

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el Servicio de Inmigración y Naturalización me fuera a otorgar una visa. Lo contrario era mas seguro. Me dijeron que el agente de inmigración podía rechazar mi solicitud si no cumplía completo y cabal todos los requisitos, algu-nos de los cuales eran difíciles de conseguir, como un affi-davit bancario, donde se garantiza que hay cierta cantidad de dinero a mi nombre para gastos en la universidad. De esta manera me encontré nuevamente en una encrucija-da. Tenía sólo cuatro meses para reunir aproximadamente dos mil dólares, salir del país, y regresar con una visa F1 aprobada para así ingresar a la universidad. Terminé mis estudios en el colegio comunitario y ahorré lo más que pude de mi trabajo. Para finales de julio del ‘93 sólo con-taba con 1 800 dólares y aun tenía que comprar un boleto de avión hacia Monterrey.

El día 12 de agosto de 1993 a las cinco de la maña-na abordé un vuelo de Chicago a Monterrey, armado con mi carta de aceptación a la universidad, una carta de la universidad para solicitar mi visa F1, una carta del banco donde tenía mis ahorros, los cuales puse a nombre de mi padre, mi pasaporte mexicano y la poca ropa que tenía. En Monterrey tenía un amigo que había conocido en Chi-cago. Él me dio alojamiento y comida ese día, y esa noche me condujo a las instalaciones del Consulado de Estados Unidos en Monterrey, donde a las 10 de la noche ya había una larga fila poder entrar el día siguiente.

El viernes por la mañana, al presentar mis papeles ante el agente de inmigración, este rechazó mi solicitud para la visa F1 de estudiante por ningún aparente motivo. Estaba devastado y no sabía qué hacer. Le rogué al agen-te que reconsiderara su decisión en base a que mi padre estaba legal en Estado Unidos pero me dijo que no podía hacer nada. Le pregunté cuales eran mis opciones y me dijo que fuera a ver a un supervisor y me envió a otra oficina. El supervisor me dijo que el proceso para que mi padre arreglara mis papeles tardaría entre seis meses y dos

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años. Yo sabía que mi padre nunca me reconoció como su hijo legitimo, así que esa opción en realidad estaba com-pletamente cerrada. No sé si la nausea que sentía en ese momento era porque llevaba más de 48 horas sin dormir o por lo que me pasaba en esos momentos. Antes de salir de la oficina se me ocurrió preguntar si existía la posibilidad de brindarme una visa temporal de estudiante por un año mientras tramitaba mi situación con respecto a mi padre, así no perdería el año escolar y me respondieron que fuera a ver nuevamente a los agentes en la sección de visas.

Ya de regreso en el departamento de visas me forme en una fila diferente a la que me formé al principio y esta vez el agente de inmigración revisó los mismos papeles que el otro agente había revisado, los mismos, y esta vez él me pidió esperarme sentado por unas horas para que comprobaran algunos datos. Las horas pasaron y por fin me mandaron hablar a eso de las dos de la tarde. Me en-tregaron mis papeles en un sobre sellado y me dijeron que aún tenía que pasar otra inspección en la frontera y que el agente en ese lugar podría rechazar mi petición de en-trada. Esa misma noche llegué a Nuevo Laredo y cruce el puente internacional hacia Laredo sin inconveniente y esta vez de manera legal y hasta con un permiso de trabajo.

Vida universitariaIngrese a la universidad el 15 de agosto de 1993, donde estudiaría y trabajaría por cuatro años. El primer año de estudio en la universidad trabajé en la cocina del comedor como lavaplatos. No me importaba, trabajaba veinte horas a la semana y todo el dinero iba a cubrir el costo de clases y libros. En mi segundo año logré ingresar al departamento de matemáticas y ahí trabajé como tutor por los siguientes tres años. En mi segundo año, cuando participaba en un partido de fútbol, fui reclutado por el entrenador del equi-po y de esa manera me ofrecieron una beca deportiva y

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formé parte del la selección de la universidad. Durante mi estancia en la universidad tuve que tramitar nuevamente mi pasaporte mexicano debido a que este tenía una res-tricción y tenía que ser tramitado cada año. Esta vez asistí al Consulado de México en Dallas y no tuve problemas para conseguir un nuevo pasaporte.

Con respecto a la universidad en la que estudié, esta cerró sus puertas precisamente el año que me gradué, en 1997. Yo literalmente fui el último estudiante graduado, el último en recibir un título de parte de esa institución educativa. La universidad estaba subsidiada por una insti-tución religiosa, la cual retiró el subsidio ese año y esta no pudo sustentarse por sí sola, por lo cual decidieron cerrar sus puertas y vender las instalaciones. Hoy en día una uni-versidad católica se encuentra en funciones en este lugar.

PresenteActualmente vivo en la cuidad de Dallas y estoy casado con una mujer que también emigró a los Estados Unidos hace muchos años, aunque ella lo hizo desde las Islas Fi-lipinas. En el año 2001 recibí mi residencia permanente y en marzo del 2005 me fue otorgada la ciudadanía ameri-cana. Trabajo en mi propio negocio de sistemas de infor-mación y brindo productos y servicios de informática a varias compañías, de las cuales casi un 40 por ciento son hispanas. He trabajado en proyectos para la educación de los hispanos de Dallas, en cursos de computación en es-pañol, en conjunto con la Cámara de Comercio Hispana. Estoy afiliado con otro pequeño empresario mexicano que me brinda soporte técnico desde México.

Con respecto a mi familia, estoy en contacto constan-te con ellos gracias a la tecnología de la comunicación. El año pasado mi hermano menor se graduó de ingeniero en electrónica y me dio gusto haber tenido la oportunidad de apoyarlo financieramente y de motivarlo a completar

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su educación. Extraño a mi país en varios aspectos de la vida y cultura, tal vez me hubiera gustado que las cosas se hubieran dado de otra manera. Pero las circunstancias de la vida me llevaron a tomar la decisión de dejar mi querida familia y mis amigos y venir a sobrevivir en una cultura diferente. El apoyo incondicional recibido por ami-gos y familiares e instituciones de ayuda al inmigrante ha sido fundamental en mi desarrollo personal y profesional en este país. Es importante que los que hemos logrado adaptarnos a la vida de este país continuemos abriendo veredas para aquellos mexicanos que por cualquier razón han migrado a los Estado Unidos. La jornada es difícil y llena de obstáculos, su meta alcanzable.

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“Los pasos al Norte”

Autor: Verania

Migrar es el camino que ayer como hoy permite a muchos sobrevivir. Se migra de muchas maneras, pero

ello siempre implica un cambio que alcanza no sólo a quienes se van sino también a quienes se quedan,

pues con la migración aprendes a vivir pero no a acos-tumbrarte, porque te marca de alguna u otra forma.

Al menos es así como me ha tocado vivirla.

A los once años aprendí lo que es que te duela una palabra, lo sé porque a mis veinticuatro años me sigue doliendo, e incluso a veces pienso que me

provoca un sentimiento que se profundiza con el tiempo –sobre todo si ese tiempo se cuenta en años y décadas–, al que te tienes que sobreponer porque hay que seguir adelante, pero que al final de cuentas está ahí, marcando cada día de tu vida, tus decisiones, tus alegrías, tus triste-zas.

Conforme fui creciendo empecé a comprender más su significado y lo que le rodeaba, porque la he experi-mentado de diferentes maneras: con una parte de mi fa-milia, con mis papás y conmigo misma. Aprendí también a sobrellevarla, a odiarla algunas veces, y otras tantas a verla como una oportunidad para crecer. De hecho, si lo pienso, no existe una palabra en mi vocabulario que me provoque tantos sentimientos encontrados y que haya de-finido buena parte de la persona que soy ahora. Esa pala-bra es migración.

Cuando tenía ocho años fue la primera vez que los Estados Unidos me resultaron palabras relacionadas con algo cercano. Un día mi mamá nos dijo a mi hermana

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–dos años mayor que yo– y a mí que una de mis tías, la menor de cuatro hermanas, se iba a ir junto con su pareja y su bebé a vivir a Estados Unidos. Con mi tía existía un lazo muy especial porque era con quien mi hermana y yo íbamos a todos lados, nos cuidaba cuando estábamos en casa de mi abuelita materna y con la que teníamos una relación parecida a la de una hermana mayor; además, ella y mi mamá trabajaban en el mismo lugar, por lo que la veíamos casi a diario.

Aunque no sabía lo que significaba en su totalidad, me puso triste pensar que fueran a irse y que seguramente no los vería más, pues como niña lo único que sabía era que si se iban a los Estados Unidos ya no regresarían, tal como había pasado con otra de mis tías, la que le seguía en edad, de la que sólo sabía que estaba allá por las plá-ticas de los adultos, pero a la que no recordaba más que en fotos, pues había sido la primera en migrar, cuatro años antes, en septiembre de 1985.

Ella se había ido sola, sin conocer a nadie en ese país, cruzando la frontera por el monte con un grupo de perso-nas guiado por un coyote en medio de la noche y tenien-do que separarse de su niña. Mi prima –dos años menor que yo– se quedó en México con mi abuelita durante un año, hasta que tuvo la posibilidad de venir por ella y vol-ver a cruzar la frontera. Ella fue quien abrió el camino para los demás, pues fue la experiencia de mi tía viviendo en Los Ángeles y el saber que había alguien de la familia que la podría apoyar lo que hizo que su hermana menor decidiera irse también; aunque ella se fue de otra manera. Había entrado al país como turista, con pasaporte y de forma legal, sin embargo, al cabo de unos meses, cuando se había terminado el permiso de estadía, quedó también en el status de ilegal.

Con las experiencias de mis tías de Los Ángeles –así las refería yo para diferenciarlas de mis tíos que vivían aquí– conocí el significado de la palabra migrante y supe

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que había que pasar por Tijuana para llegar a Los Ángeles, California. De niña pensaba que era el único lugar por donde había que atravesar para llegar; fue hasta mucho tiempo después que aprendí que la frontera iba más allá de Baja California Norte, y que hay muchas maneras de cruzarla, unas más peligrosas que otras: por el río, por el monte, por el desierto, por la aduana y por un avión.

Cuando fui más grande supe lo difícil que había sido para ellas abrirse paso en un país desconocido, sin saber el idioma, teniendo que partir de cero para comenzar una nueva vida y enfrentándose a situaciones difíciles de mar-ginación en diferentes aspectos, de probar suerte en dife-rentes trabajos –muchos de los cuales son pesados y mal pagados– que toman los migrantes que llegan porque lo que quieren es trabajar y aceptan lo que les den con tal de que no los denuncien y sean deportados, y el temor de vivir con esa zozobra de ser ilegal. Pero está también la situación del seguro social, sin el cual no se puede traba-jar, y que muchos migrantes consiguen comprándolo en el centro de Los Ángeles, o la situación de seguridad social para las familias con niños que tampoco tienen papales.

Empezó a pasar el tiempo y mis tías formaron fami-lia allá. A ellas se les unió uno de mis tíos, quien cruzó la frontera junto con su esposa y vivió allá durante cinco años –para después regresar a vivir a Puebla–. La familia se fue extendiendo y a mis dos primas, que se habían ido siendo bebés, se agregaron seis primos más: tres niños de mi tía que se fue primero, una niña de mi tía la menor y dos niños de mi tío; todos ellos nacidos allá y, por tanto, ciudadanos norteamericanos; la primera generación de esta familia. En las platicas familiares de aquí se refería la improbabilidad de que alguna de mis tías se regresara, y mucho más remota era la posibilidad de que vinieran de visita, pues la pasada estaba muy difícil y ya en las noti-cias se escuchaban más frecuentemente las historias de ilegales que morían en el desierto, los robos, abandonos y

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atracos de los coyotes o polleros, o las dificultades de los paisanos para volver a los Estados Unidos. La forma de co-municación era el teléfono, aunque los días en que se ha-blaba para los Estates eran en fechas especiales, como los cumpleaños, las navidades o en casos de enfermedades, pues a finales de los ochenta las llamadas internacionales eran costosas, sobre todo de este lado.

En ese tiempo mi abuelita empezó a viajar al Norte para estar con sus hijas y ayudarlas con los hijos, aunque mis tías lo veían más como una forma de que ella descan-sara y cambiara de aires. Mi abue es una mujer de esas que tienen carácter, pues sola había migrado de un pueblo de Puebla a la ciudad de México, y había sacado adelante a nueve hijos. Sin saber escribir, y sólo preguntando cuando hacía falta, ha viajado más veces que todos en la familia al Norte y de regreso, pues al ser una persona de la tercera edad, al sacar la visa se la dieron de manera vitalicia. Se fue en 1987 por primera vez y estuvo allá más de un año. Desde ese entonces va y viene por periodos variados de tiempo, uno o dos años –aunque a últimas fechas lleva allá más de cuatro años y dice que no quiere regresar a Méxi-co, pues como ya le arreglaron sus papeles para que tenga las dos ciudadanías y es considerada senior, tiene derecho al servicio médico y a atenciones para su edad que le da el gobierno americano, que la tienen contenta y que aquí no podría tener–.

Cada uno de los primeros viajes de mi abue –como de cariño la refiero– eran novedad para la familia pues llevaba algunas cosas, sobre todo comida de la que extra-ñaban mis tías –mi abue se llevó en uno esos viajes unas raíces de epazote y otras yerbas para plantar en la yarda de la casa donde vivía una de mis tías y así poder utilizar-las cuando quisiera–, fotos, cartas y lo que se podía para continuar el lazo familiar entre los que estábamos aquí y la familia de allá. La primera vez que regresó fue todo un suceso para nosotros. La mayoría de la familia de aquí se

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reunió para esperar que llegara junto con los que habían ido a recogerla al aeropuerto. Cuando apareció en la sala de las llegadas internacionales nada más se veía un carro lleno de maletas que parecía moverse solo, era mi abue que lo venía empujando –no quiso que la ayudaran los del aeropuerto– y todos nos acercamos para abrazarla des-pués de un año de no verla. Al llegar a la casa la escena se volvió a repetir con la demás familia y lo que continuó fue el relato de mi abue sobre la vida en Estados Unidos, pues ninguno de los de aquí había ido nunca.

Todo lo que contaba resultaba nuevo y hasta cierto punto asombroso: las descripciones de las cosas, los pre-cios, la forma de vida, las casas, la gente, todo. Después vino la hora de repartir lo que mis tías habían mandado: ropa –que en ese entonces era de la yarda, es decir usada, porque no había posibilidades de más, pero que aquí pa-recía nueva–, juguetitos que salían en la comida rápida, tupperware, chocolates y dulces americanos, en fin, deta-lles para cada uno de la familia. Mi abue se trajo cosas que aquí no existían: cajas de sopa maruchan –que allá eran baratísimas: 25 centavos de dólar, cuando el dólar valía tres mil pesos mexicanos–, botes de sustituto de leche para café, avena de sabores y otras cosas que aquí eran novedad o que al menos no se conseguían en la tiendita de la esquina. También traía las fotos de la familia de allá para que todos viéramos cómo estaban, o en el caso de mis primos, los conociéramos. En todo este tiempo han sido las fotos que vienen de allá y van de aquí la forma en que la familia establece su cercanía, al menos en imagen. Cada vez que alguien va o viene se forma esta pequeña tradición familiar de recibir o mandar algo para los demás, se ha construido una solidaridad familiar que hemos esta-blecido a lo largo de los años; una solidaridad que toma forma de ayuda, de aminorar la distancia, de recuerdo y de muestra de cariño.

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Después de mi abuelita, quien ha venido más veces es mi tía –la primera en irse–, pues como tres de sus hijos nacieron allá y eran ciudadanos pudo aplicar, junto con mi tío, para obtener la residencia y que les dieran la famosa green card desde principios de la década de 1990; para el año 2000 obtuvieron la ciudadanía, al igual que mi prima, quien se fue de bebé. Con ello mis tíos podían viajar tanto al DF como a Zacatecas –donde vivía la familia de mi tío– y así fue que después de un par de años mi tía pudo regresar, al igual que mi tío y mis primos, a visitar a la fa-milia, a conocer México en el caso de mis primos, a un par de operaciones de mis tíos.

Mi tía menor tardo más tiempo en legalizar su situa-ción y también la de su hija más grande; tuvieron que pasar 16 años para que pudiera regresar de visita, eso fue el año pasado. Cuando han venido, todos lo han hecho con nostalgia y lágrimas en los ojos, pues aquí dejaron algo de su vida pasada y eso siempre pesa, sin embar-go, con una vida hecha allá ninguno planea regresar, pues aunque sienten cariño por México la oportunidad de una vida mejor la tuvieron en Estados Unidos, con todo y las dificultades pasadas y los años de lucha y esfuerzo.

En 1992 mi papá se fue a Los Ángeles, California, por primera vez. La razón fue la misma por la que se va la mayoría de las personas: buscar el trabajo que aquí no encontraba. Antes de irse trabajaba en una agencia auto-motriz como contador, pero una serie de problemas en ese lugar lo obligaron a renunciar y buscar otro trabajo. Tenía 42 años y aunque tenía experiencia en los lugares donde solicitó empleo querían contratar gente más joven. En ese entonces la crisis económica del país empezaba a intensificarse y, aunque comenzó a trabajar de mane-ra independiente –al menos para nosotros, una familia de cinco pues en 1990 había nacido mi hermana menor, pero principalmente para él–, no hubo otra respuesta para salir de los problemas económicos que la de emigrar a Estados

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Unidos, pues allá había mayores posibilidades de empleo y se ganaba en dólares, además de que la familia de mi mamá podía apoyarlo con el alojamiento. La noticia de la partida de mi papá fue muy dura para mí y recuerdo que asimilarlo fue difícil. Aunque estaba consciente de los problemas que giraban en torno a nuestra situación económica no quería que se fuera, incluso pensé en po-nerme a trabajar yo también con tal que se quedara, pero precisamente una de las razones de mi papá fue querer darnos la oportunidad de seguir estudiando, pues tanto él como mi mamá siempre procuraron nuestro desarrollo, comprándonos libros e incentivando nuestro aprendizaje; así que todos lo vimos como un sacrificio que teníamos que hacer como familia y que esperábamos no sería por mucho tiempo. Lo siguiente fue reunir dinero suficiente para un boleto que lo llevara a Tijuana, y para poder pagar al coyote que lo pasaría y que en ese entonces implicaba un gasto significativo, pero que se recuperaría una vez que estuviera trabajando allá.

La tarde en que lo acompañamos al aeropuerto la recuerdo particularmente gris. En el taxi en que fuimos a dejarlo, casi todo el tiempo estuvimos en silencio ante el sentimiento de tristeza e incertidumbre. Aunque me pro-metí no llorar enfrente de él para que no se fuera triste no pude. Antes de partir le dimos un fuerte abrazo y to-davía nos quedamos un rato más después de verlo des-aparecer en la sala de abordar. Regresamos a casa, no del todo conscientes de que nuestras vidas iban a tener que adaptarse a las nuevas condiciones, mi mamá se quedaba como jefa de familia, asumiendo la responsabilidad de la casa y el cuidado de tres hijas de trece, once y dos años, y mi papá estaría muy lejos de nosotros, sin su familia, y con la responsabilidad de sacar adelante la situación económi-ca; mi hermana mayor y yo nos convertíamos en el apoyo de mi mamá y de mi hermanita aquí.

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Mi papá tardó una semana en poder cruzar la fron-tera. Durante ese tiempo estuvo en Tijuana, mientras mis tíos buscaban una forma segura de pasarlo y un coyote de buen precio. Me acuerdo que fue una semana en que veía a mi mamá preocupada pero tratando de disimularlo, supongo que era para que nosotras estuviéramos tranqui-las, aunque en el fondo todas, en mayor o menor medida, sabíamos que el cruzar sin papeles era una situación que ponía en riesgo a cualquiera, sobre todo con las noticias de los que eran deportados al ser localizados por la border patrol y quedaban registrados para el gobierno americano, o en el peor de los casos los que se quedaban en el cami-no en el desierto o morían ahogados al tratar de cruzar el río. Esos días los vivimos angustiadas, hasta que al cabo de una semana se comunicaron mi tías con nosotros diciendo que mi papá ya estaba ahí con ellos; había cruzado en un carro escondido junto con otras personas.

Los primeros días viviendo en Los Ángeles, me ha contado mi papá, no le resultaron fáciles, pues la gente se va pensando en que realmente, como se dice, es muy fácil encontrar trabajo y que las oportunidades brotan por todos lados. Pero la realidad es que la distancia impone, el idioma impone, una nueva ciudad impone y ciertos trá-mites también son necesarios para poder trabajar, como el seguro social. Mi papá tuvo que conseguirse uno pres-tado –aunque también se podían comprar chuecos– para que no fuera difícil que lo emplearan. Pasaron muchos días antes de que consiguiera un trabajo y durante ese tiempo la desesperación lo invadió, pues sabía que de este lado dependíamos en gran medida de él, pues lo que ganaba mi mamá apenas era lo suficiente para comida y unos cuantos de los muchos pagos. Finalmente entró a trabajar al mismo lugar donde estaba uno de mis tíos, y donde el dueño era un coreano que en su mayoría empleaba latinos porque no tenía que pagarles lo que era debido, ya que en su mayoría eran migrantes; una situación que era muy común.

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Nuestra dinámica familiar se transformó drásticamen-te, como pasa en la mayoría de los hogares donde hay migración al Norte. Tanto para mi papá como para noso-tras cambiaron las navidades, los días del padre, los días de la madre, los cumpleaños, las graduaciones; todos esos momentos se convirtieron en algo triste ante la ausencia. Aunque ese vacío se llenaba con las llamadas de mi papá, las cuales él trataba de que fueran semanales, sin importar que implicaban un gasto de diez dólares o más –que a veces marcaba la diferencia en un pago o en la compra de comida–, pero que establecían la única manera de saber-nos unidos, de platicar, de escucharnos y de alentarnos. Sabiendo el sacrificio que mis papás hacían, me avoqué a mis estudios –cursaba el sexto de primaria– pensando que de esa forma yo también podía contribuir con algo, aun-que fuera con la satisfacción de que mis padres supieran que era consciente de su esfuerzo.

Estando él allá las palabras mojado, migrante e ilegal tomaron nuevas connotaciones para mí, porque me eran muy cercanas y porque las noticias de migrantes mexi-canos se hacían cada vez más cruentas, ¿o sería porque la realidad era cada día más visible? Recuerdo una sobre un grupo grande de migrantes, cerca de cuarenta, que ha-bían sido encontrados muertos en un camión que el po-llero había abandonado en un paraje ya del otro lado de la frontera. La noticia salió en los principales noticiarios y las escenas aparecidas en la televisión, que sin mostrar las imágenes daban la idea de un escenario dantesco que se repetía frecuentemente en la frontera, donde las cruces de muchos desconocidos empezaban a multiplicarse. Fue por este tipo de cosas que el temor es algo que para mí ha acompañado esa experiencia, sobre todo de niña.

Me atemorizaba la información sobre las redadas contra los latinos en California. El racismo, que tuvo su cúspide en la golpiza al afroamericano Rodney King y que provocó noches de saqueos e incendios en Los Ángeles, o

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las declaraciones de algunos americanos sobre que Amé-rica es para los americanos y por tanto debían deportar a todos los migrantes. Sobre todo me atemorizaba que cual-quiera de esas cosas pudiera alcanzar a mi papá, que algo malo le pasara, pues todo lo que se vivía allá me era tan desconocido y lejano que lo que escuchaba en las noticias o en las informaciones era la realidad para mí. Y un día sucedió algo que contribuyó a que mi miedo no desapare-ciera, el temblor de San Francisco.

Ese día llegué de la escuela y unas horas después in-terrumpieron la programación en la televisión para decir que había temblado en San Francisco, y que la intensidad del movimiento había cimbrado también a Los Ángeles. En ese momento mi mamá marcó para localizar a su fami-lia y a mi papá y ver que todos estuvieran bien. Después de unas llamadas sabíamos de todos menos de mi papá. Así estuvimos durante unas horas, que parecían intermi-nables, hasta que por fin supimos de él. En el momento del temblor mi papá estaba trabajando en la limpieza de un edificio junto con un compañero. Cuenta que la luz se fue, la construcción se movía mucho y que pensó que el edificio iba a desplomarse, tanto por el movimiento como por el ruido que se escuchaba. Ante algo así, uno como niño termina por inquietarse por las cosas que pasan allá, aunque no las comprendas en su totalidad, pues tu familia vive ahí y ya no te resultan indiferentes los sucesos como la Guerra del Golfo, cuando reclutaban a los hombres para mandarlos al Golfo Pérsico, y ante lo cual yo pensaba que mi tío, que ya era residente, podría ser uno de ellos, o que un misil de Irak pudiera alcanzar a los Estados Uni-dos. También aprendí la dinámica de los envíos de dinero porque acompañaba a mi mamá a recogerlos. Estaba al pendiente de a cuánto estaba el dólar y vivía un doble deseo: que subiera el dólar para que lo que mandara mi papá tuviera más valor y así pudiera regresar pronto, y que

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al mismo tiempo no subiera tanto para que las cosas no fueran tan caras y el dinero rindiera.

A pesar de esas situaciones tratamos de seguir, en la medida de lo posible, con nuestra vida cotidiana; noso-tras con la escuela y mi mamá con su trabajo, aunque nos volvimos un poco más reservadas. Nos acostumbramos a no dar explicaciones, porque era evidente para la gente que mi papá no estaba y parecía que siempre el tema de conversación o la primera pregunta sobre dónde estaba, qué hacía o cuándo regresaba era la que pasaba por la mente de la gente. Sabíamos diferenciar entre los amigos cercanos, cuya preocupación era honesta, y separarlos de quienes parecían tener lástima de nuestra situación. Además, para cuatro mujeres viviendo solas, la prudencia se convierte en la mejor arma de defensa. En ese tiem-po empezamos a rentar uno de los cuartos de la casa a una doctora boliviana. El dinero nos servía como ingreso y además teníamos una compañía que nos hacía sentir un poco menos solas.

Yo sabía que toda la situación para mi mamá era di-fícil, como esposa y como madre, sin embargo, nunca se dio por vencida y fue su fortaleza la que nos sacó adelan-te. Todo ello hizo que nos hiciéramos más fuertes e inde-pendientes, no nos quedaba de otra. El madurar lo antes posible se constituyó en algo apremiante para hacer frente a los problemas. Mi mamá, con un trabajo de ocho horas y una niña chiquita, tenía que dejar que las hijas mayo-res empezaran a ser más independientes, en el sentido de aprender a andar en la calle si necesitábamos hacer algún trabajo o ir a un museo, regresar de la escuela, etcétera. Pero ella siempre estaba en los momentos donde la presen-cia de papá resultaba significativa, como en la graduación de sexto año de primaria. Cuando tocaron un vals para que todas las niñas bailaran con sus papás y yo tuve que ha-cerme a un lado, mi mamá se levantó y bailó conmigo, en

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nombre de mi papá, quien hubiera querido estar ahí pero que simplemente no podía hacerlo. Aunque físicamente él no estuviera, muchos de nuestros logros eran compartidos con él a través del teléfono, y la satisfacción de sus palabras y el orgullo que tenía por saber que cada una de nosotras continuaba creciendo nos mantenía unidos.

Al mismo tiempo, me hice más consciente de lo que implicaba la migración. Me interesaba saber sobre lo que pasaba en relación al tema, y cuando tenía oportunidad lo hablaba en clase. Muchas veces me molestaba la indife-rencia de la gente, sobre todo cuando tomó eco el debate sobre la propuesta 187 de Pete Wilson, ante la cual nadie parecía indignarse y mucho menos mostrar interés. Sentía que nadie comprendía que una ley antiemigrante era im-portante porque implicaba a mexicanos que vivían allá. Para muchos de nosotros involucraba a nuestras familias.

Mi sueño en ese tiempo era que mi papá regresa-ra, que nuestra situación se compusiera y que saliéramos adelante. Mi deseo se cumplió después de dos años. Ese día fue uno de los más felices, porque fuimos por él al aeropuerto, platicamos, reímos, lloramos, nos abrazamos y volvimos a estar juntos. Aunque mi papá traía algunas cosas para nosotras, nada de eso importaba, lo único era que estaba de regreso. Pero las cosas no salieron como hubiésemos querido, porque a pesar de tener la inten-ción de salir adelante aquí, de pensar que ahora sí habría oportunidad de empleo, de querer que la familia no se fragmentara, cuando mi papá regresó se vivió una de las crisis más difíciles de la historia del país, la de 1994. En-contrar trabajo se volvió aún más difícil y los problemas económicos no se resolvían. Aun así intentamos por todos lo medios salir adelante: vendimos comida de manera in-formal –filetes de pescado fritos, chicharrones preparados, tortas– como una forma de ayuda extra para el ingreso de la casa, pero no bastó. La crisis económica iba a volver a romper nuestro hogar.

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A raíz de la situación apremiante, mi mamá decidió ser ahora ella quien se fuera por un año a trabajar a Los Ángeles, pues podía tomar un permiso en su trabajo aquí e ir allá a trabajar las mismas ocho horas pero pensando en que ganaría más y se podrían arreglar algunos problemas, y tal vez hasta ahorrar un dinero para hacer algo más por nosotros. La escena de separación en el aeropuerto se repi-tió y fue también dolorosa porque se llevó a mi hermanita, debido a que apenas tenía tres años y consideró que era su responsabilidad cuidar de ella. Nuestro consuelo era que mi mamá tenía pasaporte de turista y de esta forma pasaría legalmente la frontera, aunque con mi hermanita se tuvo que conseguir que la pasaran otras personas porque no tenía papeles. Como era bebé fue más fácil pasarla dormi-da con un acta de alguien de su misma edad.

La ausencia de mi mamá pesó de igual forma como había pasado con mi papá, sobre todo porque también para ella fue difícil aceptar la distancia y porque dos meses después mandó a mi hermanita de regreso a México, junto con mi abuelita, para que estuviera con nosotros, ya que era difícil cuidarla y trabajar al mismo tiempo de la mane-ra cómo se lo había propuesto. De igual forma, mi mamá contó con la solidaridad de sus hermanas, quienes le dije-ron que por el alojamiento y la comida no se preocupara, que la enseñaron a andar por la ciudad y quienes cuida-ban de ella. Para mi mamá fue de gran ayuda su apoyo pues, sobre todo para las mujeres migrantes, la vida allá es difícil.

Mi mamá consiguió trabajó en una clínica médica enfocada al mercado hispano, cuyo dueño era un afri-coamericano de nombre Vincent. El trabajo consistía en llamar telefónicamente a gente hispana que tuviera Me-dicare –una forma de seguridad social del gobierno– e invitarla a hacerse chequeos médicos en esa clínica; por cada persona que asistía el dueño obtenía 500 dólares del gobierno, por lo cual le decía a mi mamá que con que le

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consiguiera mínimo dos personas que asistieran diario era suficiente. A mi mamá le pagaba 200 dólares a la semana por ocho horas de trabajo y una hora de lunch. Después de un tiempo el dueño decidió cambiar a mi mamá para que trabajara en otra empresa que tenía y que se dedicaba a brindar seguridad a diferentes negocios. En este trabajo mandaba a mi mamá a diferentes calles del centro de Los Ángeles para repartir volantes con información. Cuenta mi mamá que aunque la mandaba con su chofer, el auto la dejaba en un calle y la quedaba de ver en otro punto para recogerla, por lo cual tenía que recorrer a pie numerosos bloques de calles –cuadras– repletas de negocios, dejar en cada uno un volante y cruzar una que otra palabra en cada lugar, para lo cual tuvo que aprender algunas cosas en inglés, además de lo poco que sabía.

Así estuvo durante algún tiempo hasta que el sol em-pezó a hacerle daño en la piel, por lo que habló con su jefe y le propuso trabajar dando appointments en la oficina, cosa que hacían quienes trabajan repartiendo los volantes durante los días de lluvia. Como mi mamá era buena para hablar con la gente el dueño aceptó. Él no hablaba espa-ñol y, a pesar de que mi mamá sabía un poco de inglés, se comunicaban a través del guardia de seguridad, quien también era mexicano. Aunque el trabajo era agotador, mi mamá dice haber tenido suerte porque aunque esta-ba trabajando de manera ilegal –pues ella sólo tenía un permiso de un par de meses y en calidad de turista– tenía la posibilidad de atenderse en la clínica si enfermaba, re-cibía bonos por cada cliente que conseguía para la em-presa de seguridad y entre los compañeros de trabajo se cuidaban entre sí. Además de trabajar ayudaba a una de mis tías a preparar tamales para vender con los vecinos o con otra gente, como una forma extra de ayudarse, pues mi tía había vendido tiempo atrás, en su misma casa y con ayuda de mi abuelita, sodas, dulces y sopes para la gente

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que trabajaba por ahí o que vivía en el conjunto de depar-tamentos donde habitaba mi tía.

Mi mamá, al igual que mi papá, mandaba todo el dinero que ganaba, quitando sólo lo que necesitaba para sus pasajes y algunos gastos. Para nosotros era difícil la lejanía que la distancia impone con los que quieres, sobre todo esa situación repetida de separación, de tener a mi papá aquí pero a mi mamá allá y las problemáticas que esta dinámica familiar trae consigo. Durante un tiempo mi abuelita estuvo con nosotros, pero después se fue y nos quedamos solas con mi papá. Entre los tres tratamos de arreglárnoslas con las cosas de la casa y la bebé, y las cosas de la escuela nosotras y mi papá con su trabajo, del que salía después de las siete de la noche y en el que trabajaba toda la semana. El fin de semana, mientras mi hermana mayor cuidaba de la chiquita yo salía a vender tortas que preparábamos en la casa. Para entonces todavía seguíamos rentando un cuarto de la casa. Las llamadas de mi mamá, que eran más frecuentes desde que en Estados Unidos se propagaron las tarjetas prepagadas y bajaron un poco su costo, nos ayudaban a estar en contacto lo más que podíamos, aunque eran muy frecuentes las lágrimas en nuestras conversaciones y muchas palabras de cariño y de que todo estaba bien, que nos estábamos cuidando y que no se preocupara por la bebé; sin embargo mi mamá no podía ocultar su tristeza y preocupación por estar lejos de sus hijas. Ese año el día de las madres tuvo la misma ausencia que el día del padre en los años anteriores, y en nochebuena mi hermana y yo hicimos una pequeña cena de año nuevo en espera de mi papá, a quien le tocó tra-bajar ese día.

Además de la cuestión familiar, hubo momentos en que mi mamá lo pasó mal en su condición de mujer mi-grante que trabaja y que los demás saben está sola –ex-ceptuando a la familia de allá–, pues cuenta que el acoso

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sexual es una de las vivencias más comunes para las mu-jeres latinas en un medio donde hay muchos hombres viviendo solos –aunque los hay también con familias for-madas. Recibió desde insinuaciones hasta propuestas de matrimonio a cambio de la ciudadanía, situación que la incomodaba pero que tuvo que aguantar para poder tra-bajar. Afortunadamente existió también gente con la que hizo amistad en el propio trabajo –amistades que hasta la fecha conserva, como un matrimonio de Salina Cruz, Oaxaca– que la cuidaban y respaldaban en momentos di-fíciles.

La experiencia más fuerte que vivió fue un día que en su hora de lunch asistió junto con un par de compa-ñeros del trabajo a una casa de cambio para cobrar su cheque de trabajo y poder mandar el dinero a México. En el momento que estaba extendiendo la mano para recoger el dinero que el cajero le había puesto en la ventanilla sintió algo frío en la sien y vio la mano de un africoame-ricano que se posó sobre el dinero. En ese momento se dio cuenta que tenía una pistola apuntando a su cabeza y permaneció inmóvil, escuchó a sus espaldas la voz en inglés de alguien que vociferaba algunas frases y, después de guardar el dinero el hombre caminó de espaldas sobre sus pasos sin dejar de apuntarle, cuando llegó a la puerta echó a correr y en ese momento entró en estado de shock. Rápidamente la llevaron a la clínica donde trabajaba y la atendieron, pero estaba tan mal que la mandaron sedada a la casa de mi tía. Cuando reaccionó rompió en llanto, pues la experiencia había sido traumática porque llegó a un punto donde pensó que la iba a matar, y nos recordó. Afortunadamente, como no había tocado el dinero al mo-mento del robo, se lo repusieron. Mi mamá no me contó esto hasta después de que regresó.

Durante el tiempo que mi mamá estuvo allá mi papá consideró la posibilidad de que todos nos fuéramos a vivir a Los Ángeles. La idea de irnos significaría empezar de

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cero en un lugar lejano, pero así ya no tendríamos que estar separados. Pero no se concretó porque al pensarlo con mayor frialdad era muy difícil irnos todos sin papeles, nosotras ya de 14 y 16 años, sin posibilidad de estudiar, sin casa, sin seguro social y sabiendo por experiencia que la vida y el empleo no son tan fáciles como se plantea. Mi mamá regreso al cabo de casi nueve meses, pues se dio cuenta que era mucho más difícil de lo que creía y su trabajo de aquí era más seguro, tenía prestaciones y sobre todo tenía una antigüedad de 21 años, por lo que otra vez intentamos salir adelante aquí.

El par de meses siguientes fueron los últimos que estu-vimos todos juntos, pues el sueldo de mi papá no alcanza-ba porque su trabajo era mal pagado y sin prestaciones. Por ello tomó la decisión de regresar a Los Ángeles para conse-guir trabajo, pues de lo que pudo encontrar aquí, pagaban tan poco que los conflictos por la situación no se hicieron esperar. Mi hermana mayor ya cursaba el bachillerato y yo estaba en tercero de secundaria. Mi papá cruzó la frontera por segunda vez en 1996, esta vez con la identificación de una persona muy parecida físicamente, pues con los tiempos las formas de pasar también avanzaron. Otra vez le volvió a costar trabajo empezar y estuvo algún tiempo sin hallar empleo, en ese tiempo reflexionó mucho sobre nosotros como familia y nos escribió cartas que yo guardo como un regalo del profundo amor, orgullo y esfuerzo del sacrificio de mis padres. Después de un tiempo encontró el trabajo en el que ha estado hasta la actualidad.

Han pasado ya diez años desde que se fue y a pesar de que cada año pensamos que ahora sí podrá regresarse la realidad es que hasta el día de hoy no sabemos cuando será esa fecha, pues con la situación económica en Méxi-co hemos vivido al día, aunque hemos hecho mejoras en la casa y ha sido constante el apoyo de nuestros papás para que continuáramos estudiando y escogiéramos una carrera que nos gustara e interesara. El propósito de con-

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tar con un ahorro para que mi papá pueda regresar no se ha podido lograr, sin embargo, para él el mayor éxito ha sido ver cómo hemos crecido y que sus dos hijas mayores entraron a la universidad.

En este tiempo que ha estado lejos de la familia, mi papá sufrió por no poder venir al funeral de su única her-mana, y para él, al igual que para nosotros, ha pesado la lejanía y el no poder estar juntos. El paso del tiempo y la rutina de la vida diaria a veces se imponen, pero yo no me he acostumbrado a que mi papá esté lejos. Cuando hablamos tratamos de contarnos lo que nos pasa y las no-vedades de aquí y de allá, me cuenta cosas de su vida, de su infancia y juventud y he tenido que aprender a tener una relación con mi papá también profunda y apegada, a pesar de la distancia. Si alguien va le mandó libros de mis autores favoritos y le mandamos cosas que sabemos le gustan. Incluso he podido irlo a ver dos veces durante este tiempo, aunque siempre he tenido que regresar sin él.

Siempre, desde niña, he pensado que si no fuera por la situación económica en el país, si hubiera habido más oportunidades de empleo, mi papá estaría aquí. Me duele que como familia la migración nos haya separado porque, aunque no me guste aceptarlo, nos cambió a cada uno de nosotros, cambió la relación que tenían mis papás y nues-tra forma de ver la vida, tuvimos que madurar más rápido que otras personas y enfrentar cuestiones emocionales que todavía hoy no hemos resuelto del todo. Y sin embar-go la experiencia nos ha hecho crecer y valorarnos.

Cuando me fui a Los Ángeles tenía 18 años cumpli-dos. Había terminado la preparatoria y obtenido mi carta de asignación para estudiar en la Facultad de Ciencias Po-líticas y Sociales, pero en ese año, 1999, unos días antes de terminar la prepa había estallado la huelga en la UNAM y los estudiantes que decidimos no abandonar nuestros lugares en la universidad –además de que no teníamos

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otra opción– pasamos meses esperando a que se llegara a un punto de acuerdo en el conflicto y se reiniciaran las clases. Había decidido estudiar periodismo por el interés que durante mis años de escuela habían despertado las problemáticas sociales, sobre las cuales quería escribir para que la gente las conociera.

Durante esa espera, mis tías me dijeron que me fuera a estudiar inglés en lo que empezaban las clases, pues de esa manera podría aprovechar parte de ese tiempo; ade-más de su casa me ofrecieron, como siempre, su apoyo. Al principio no sabía qué hacer, pues tenía la incertidumbre de si en unas semanas o en unos meses se resolvería la huelga, pero, alentada por mi mamá, decidí que podría meter un permiso en la universidad. Además de la opor-tunidad de poder aprender bien otro idioma, necesitaba estar con mi papá; habían pasado casi cuatro años de no verlo. Me fui sin estar segura de por cuanto tiempo, aun-que yo pensaba que seguramente sólo serían un par de meses; no sabía entonces que ahí me quedaría por un año y un mes.

Para economizar los gastos viajé a Tijuana, donde me esperaban mis tíos, que eran residentes, para recogerme. Llegué un sábado por la mañana, y aunque sólo estuve por unas horas, percibí en la ciudad un ambiente que me hizo sentir nostálgica, como si fuera la última parada de un viaje sin regreso. Pensé que así debían lucir todas las ciu-dades fronterizas del país y que en ese momento estaba en un lugar por donde mucha gente había pasado con una mochila cargada de aspiraciones; entre esa gente estaban mis tías y tíos, y mi papá.

Antes de cruzar pasamos a un supermercado y mis tíos compraron comida que no se conseguía del otro lado o que no tenía el mismo sabor: galletas, frutas y algunos antojitos. También compraron unas medicinas –porque de este lado salían más baratas– y mi tía vio modelos de za-

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patos fabricados en Guanajuato, de los que compró unos pares para mis primitos. En la línea fronteriza había cinco filas de carros y camiones esperando para cruzar a los Es-tados Unidos; a unos metros, pero del otro lado, también había carros, pero sólo eran unos cuantos, que esperaban entrar a México. Cuando llegó nuestro turno el agente americano de inmigración pidió los papeles a mis tíos y después los míos, preguntó algo en un rápido inglés que no comprendí y mi tío –quien había aprendido el idioma durante esos años– le contestó que yo era su sobrina y que iba de visita. El oficial me observó, revisó el pasaporte, después la cajuela –momento en que mi tía se angustió un poco al pensar que no nos dejarían pasar la fruta–, selló mis papeles y estiró la mano dándome un papel en el que se leía un permiso para estar por seis meses en ca-lidad de turista, finalmente, hizo una seña indicando que avanzáramos. Pasamos por San Diego y después de casi dos horas llegamos a Los Ángeles, a la casa de mis tíos en el norte de la ciudad. Ahí estaba la mayor parte de mi fa-milia, pero no estaba mi papá porque le había tocado tra-bajar en el turno de la tarde y llegaría por la noche. Como siempre, todos fueron cariñosos y me recibieron como si el tiempo no hubiera pasado; saqué lo que mandaba la familia –algunos regalos, bolillos y pan de dulce, tamales congelados, romeritos– y platicamos de cómo estaban las cosas en México. Mis primos me preguntaban si teníamos televisiones y juegos de video, centros comerciales y otro tipo de cosas, era entendible teniendo en cuenta cómo se dibuja al país y cómo los hijos de migrantes crecen es-cuchando que su familia dejó sus países para buscar una vida mejor.

Casi a las ocho de la noche tocaron la puerta y en el umbral apareció mi papá, un poco más delgado, pero el mismo que yo recordaba. Me eché en sus brazos y lloré con él durante un largo rato. Lo extrañaba mucho y no quería soltarlo, era mi forma de recuperar el tiempo per-

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dido. Ese día me fui con él al lugar donde vivía: era un suburbio anglosajón muy bonito, muy callado y poco tran-sitado. Ahí rentaba una recámara en una casa habitada por una señora de la tercera edad y sus dos hijos, ya adultos. Además de la accesibilidad de la renta, el lugar era con-veniente por quedar cerca de su trabajo, pues sólo tenía que caminar unos minutos para llegar y así no requería usar el transporte. Mi papá podía usar la cocina y el baño contiguos a su cuarto y que estaban un tanto separados del resto de la casa. El cuarto no era muy grande pero suficiente para una persona. Aparte de sus cosas, mi papá tenía pegadas en la pared fotos de nosotras, algunas de las cuales se había llevado cuando se fue, otras que le habíamos mandado para que viera cómo íbamos crecien-do, cartas escritas tiempo atrás y dibujos de cuando mi hermanita era bebé. Me dijo que era la forma de tenernos presentes todos los días.

Con mi papá estuve durante una semana, se iba a trabajar por las mañanas y regresaba en las tardes que era cuando salíamos a dar una vuelta e íbamos a comprar bu-rritos o algo de comer, pues prácticamente no cocinaba por la falta de tiempo, porque era más práctico ya que vivía solo y se había acostumbrado a comer algo rápido en su trabajo. En esos días fui a conocer el lugar donde trabajaba, el Mall y el swap-meet a los que iba los fines de semana. Como con mi papá no podía quedarme por el espacio y porque la escuela de inglés a la que asisti-ría quedaba lejos –en el Este de Los Ángeles– me fui a vivir con mi tía menor. Mi papá iría a verme todos los días que pudiera y otros yo lo iría a ver. El conocer en dónde había vivido mi papá durante ese tiempo me tranquilizó al darme cuenta que era seguro, aunque podía entender esa sensación de nostalgia y de extrañeza que seguramente le invadía al estar solo, pues aunque estaba la familia de mi mamá, no era el mismo caso de mis tías que, aunque tenían problemáticas diferentes, tenían a sus esposos y sus

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hijos junto a ellas. Durante el primer mes me sentí nos-tálgica de mi mamá, mis hermanas, mis amigas y mi vida cotidiana. Supongo que siempre me han dado miedo los cambios.

Prácticamente todo el año que viví en Estados Uni-dos lo pase en East Los Angeles, que es una zona de la ciu-dad muy conocida por las rivalidades entre las pandillas o gangs de cholos, situación que ha tendido a disminuir por la organización de la comunidad latina para erradi-car la violencia de sus calles, pero que en ese tiempo era muy marcada. En mis primeros días con mi tía, cuando visitábamos a una vecina en unos edificios, me tocó el primer tiroteo que escuché en mi vida, mi tía me dijo que me tirara al suelo y así estuvimos unos minutos hasta que se oyeron las sirenas y por la ventana vimos a policías su-biendo las escaleras y buscando a alguien. Me di cuenta que era una situación a la que estaban, hasta cierto punto, acostumbrados porque con frecuencia pasaba. A menudo había noticias de este tipo de enfrentamientos e incluso llegaron a morir personas –entre ellos una niña– por una bala perdida, lo que provocó la reacción de la comunidad en una marcha simbólica para que dejaran de suceder ese tipo de situaciones en la zona.

Ya para ese entonces había una organización llama-da Homeboys, encabezada por el padre Mike, que se de-dicaba a ayudar a jóvenes que estaban en pandillas para que de alguna forma se salieran de ese mundo y pudie-ran trabajar. Y es que se decía que quien entraba a una de ellas sólo podía salir de ellas muerto pues los lazos de unión y lealtad son extremos. Llegué a escuchar casos de algunos muchachos que habían sido baleados por salirse y que estaban en sillas de ruedas, otros no habían tenido tanta suerte. Los que lograban salirse casi siempre tenían que irse a vivir a otro lado y muchas veces permanecían escondidos durante largo tiempo. Obviamente, una vez

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que querían volver a empezar era difícil porque queda-ban estigmatizados hasta cierto punto, por ello era que esta organización los ayudaba enseñándolos a trabajar en una fábrica de ropa y una panadería que el padre había construido para que pudieran ser empleados; mucha gente de la zona se involucraba en esta organización de forma voluntaria.

Fuera de esta situación, que se fue calmando con el tiempo, a mí me gustó vivir ahí. La gente era en su ma-yoría mexicana, aunque había sobre todo salvadoreños, guatemaltecos y hondureños. En el Este se habla mucho en español, sobre todo entre los adultos, pero el inglés pesa como lengua, aunque hay pequeños establecimien-tos de comestibles donde los dueños son chinos pero que saben cosas básicas en español para cobrar la mercancía –mucha de la cual es mexicana: chocolate de mesa, ha-rina de maíz, tostadas, chiles, etcétera–. Muchas veces se dice que el East Los Angeles es como un México chiquito, y si uno va por las calles encuentra semejanza con cosas del país del que viene, vendedores de helados con sus ca-rritos, puestos ambulantes de películas y chucherías, pana-derías, gente ataviada con ropa norteña, sombrero y botas, música de estaciones de radio mexicanas que acompañan el trabajo de la gente, locales donde se venden cosas para las quinceañeras, trocas –camionetas acondicionadas para vender comida– de taquitos, quesadillas, elotes y pupusas –que son una comida típica de El Salvador, parecidas a la gorditas en México–, las marketas –mercados parecidos a los mexicanos– y un sinnúmero de cosas que reafirman la creencia de que, aunque la gente se va, se lleva consi-go parte de sus costumbres, tradiciones y formas de vida. También en el Este se encuentra la Plazita Olvera, una plaza como la de los centros de las ciudades mexicanas, con su kiosco, y donde uno encuentra mariachis y estable-cimientos donde se venden artesanías y cosas mexicanas,

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así como lugares de comida típica. Todas estas formas de reminiscencias se mezclan con el inglés y la forma de vida americana que tienen las generaciones que nacen ahí.

La escuela me quedaba a unos diez minutos caminan-do y a ella había asistido a estudiar mi tía cuando comen-zó el proyecto a finales de 1980. PUENTE (People United to Enrich the Neighborhood Through Education) Learning Center fue instituida por una religiosa –Sister Jennie– para ayudar a que la comunidad –especialmente la latina de adultos por la zona– pudiera tener oportunidades de edu-cación que les permitiera mejorar, siendo los migrantes los que principalmente asisten a ella. Existe otro campus PUENTE al sur de Los Ángeles, en donde asisten tanto lati-nos como afroamericanos. Las cuotas eran muy accesibles –15 dólares por trimestre– y la mayoría de los maestros eran anglosajones. Las clases tenían una duración de dos horas y se podía tomar las que uno quisiera durante todo el día, de siete de la mañana a seis de la tarde. Además del inglés como segunda lengua, se daban tutorías para jóvenes, clases de alfabetización, cursos para obtener el diploma de preparatoria, cursos en computación y en ca-rreras de oficina. La mayoría de la gente asistía de acuerdo a sus actividades, pues muchos trabajaban y era un esfuer-zo extra asistir.

Como yo solamente me dedicaba a estudiar inglés, to-maba dos clases en la mañana, iba a comer a la casa de mi tía y regresaba a tomar otras dos clases. Era la más chica de todos mis compañeros y solamente había tres muchachos un poco más grandes que yo, quienes también nada más estudiaban. Los demás eran padres de familia con responsa-bilidades de casa y trabajo. En mis clases de la mañana me di cuenta que asistían más mujeres que hombres, porque a esas horas los hijos estaban en la escuela y era cuando ellas tenían tiempo de estudiar; muchas lo hacían para conseguir mejores trabajos, para ayudar a sus hijos con las tareas, para sacar la ciudadanía cuando se pudiera o simplemente por

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querer aprender, como una compañera mía de 85 años. En cambio, durante las tardes asistían más hombres, sobre todo porque al tener muchos de ellos dos turnos de trabajo, uno en la mañana y otro por las noches, era el único momento del día en que podían hacerlo.

En la escuela conocí gente de muchos lugares, chile-nos, peruanos, colombianos, salvadoreños, guatemaltecos, hondureños y mexicanos de Querétaro, Zacatecas, Sinaloa, Colima y Guadalajara, cada uno con una historia propia y una razón diferente para haber migrado. Por su parte, los maestros, quienes eran americanos, estaban muy compro-metidos con la comunidad latina y en muchas de las cla-ses, en las que por regla sólo se hablaba en inglés, había referencias a las problemáticas o a temas de interés para la comunidad, como saber quién había sido César Chávez. También me di cuenta del poder que la comunidad latina tenía cuando fue de visita a la escuela de George Bush, quien entonces era candidato a la presidencia por el Parti-do Republicano. Ese día incluso habló algunas palabras en español y, a través de uno de sus sobrinos –descendiente de mexicanos– hizo saber de la importancia de los latinos y de cómo los ayudaría si votaban por él. No creo que supiera que muchos de los que estaban ahí no tenían ni siquiera la posibilidad de votar.

Después de unos meses se había acabado mi permi-so de turista pero para entonces había metido un permiso en la universidad para empezar en el siguiente ciclo es-colar, ya que sólo me faltaba un trimestre para terminar el inglés como segunda lengua. Como tenía tiempo libre decidí buscar un trabajo en lo que me regresaba a Méxi-co, pues quería comprar una computadora porque para la carrera la necesitaría. Empecé a trabajar gracias a una oportunidad surgida a través de uno de mis tíos, quien se enteró de una persona que hacía traducciones al español y quien necesitaba de alguien que tuviera conocimientos de gramática.

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Así empecé a trabajar con María Elena, quien había nacido en Estados Unidos pero cuyas raíces maternas pro-venían de Guadalajara. Además de las traducciones hacía performance chicano con un personaje llamado La chola con chelo –aunque también tenía otros–. Lo que hacía era un monólogo bilingüe en el que combinaba interpretacio-nes de música mexicana –sones– e imágenes de migrantes para contar desde su propia experiencia la historia de los migrantes mexicanos y de las generaciones nacidas allá. Me convertí en su asistente y con ella fui a museos, al Cen-tro de Estudios Chicanos en la UCLA, al Teatro Orpheum en el centro de Los Ángeles y a otras presentaciones en donde le mostraba a gente de otras culturas otros aspectos de la migración. Cuando trabajábamos en las traducciones lo hacíamos en un café-librería chicano llamado Espresso Mi Cultura, cuya dueña era su amiga y quien necesitaba a alguien que le ayudara los fines de semana. Me preguntó si estaba interesada y ante mi respuesta afirmativa empecé a trabajar también ahí, combinándolo con la escuela. Mis dos trabajos me dieron la oportunidad conocer el trabajo comunitario de organizaciones de chicanos y de migran-tes, además de conocer un poco del mundo cultural de los artistas chicanos.

Al tener que aprender a moverme sola para ir a mi trabajo –que estaba en el Hollywood Boulevard, al que llegaba tomando un autobús y después el metro– me di cuenta de que realmente hay peligros para una mujer sola; que es difícil la barrera del lenguaje; que uno extraña una vida hecha en otro lado; de llegar a sentir una sensación de no pertenecer a ese lugar, de ser un extraño; y de, cuando mi situación fue de ilegal, pensar que en algún momento dado podrían llegar a pedirme mis papeles, pues uno se acostumbra a sentirse vigilado cuando algo en ti evidencia que no se es de allá.

En todo este tipo de situaciones la solidaridad de la familia es reconfortante y es la mejor manera de aprender

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a tomar rumbo propio. Durante ese tiempo pude volver a establecer una mayor cercanía con mi padre y, aunque me dolió dejarlo nuevamente, sabía que íbamos a estar bien y que en algún tiempo el regresará. Aunque hubo mucha gente que me dijo que me quedara a vivir allá, que me arrepentiría porque para la gente joven hay mucho trabajo y que no comprendían por qué retornaba a un lugar de tan pocas oportunidades, decidí, siendo realista de las limitan-tes de mi situación migratoria, que la oportunidad de es-tudiar una carrera, desarrollarme y tal vez poder cambiar en algo la comprensión de la migración solamente podría hacerlo con un titulo universitario.

De esa fecha, finales del año 2000, parte de la fami-lia ha seguido migrando, pues es un ciclo que se repite porque todavía hay muchas cosas qué solucionar de este lado, y eso es algo que quiero hacer.

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“¡Quiero estudiar!”

Autor: Despatriada

Me encuentro formada esperando mi turno en el banco para cobrar el envío que me mandó mi mamá. Mientras me aproximo al inicio de la fila

ya estoy planeando en que tengo que invertir los 545.60 pesos que me van a dar. Al mismo tiempo me pregunto qué haría sin esos pesos que me manda mi madre Des-pués del accidente de mi esposo no sobreviviría si no fue-se por los cincuenta dólares que ella me envía cada vez que su bolsillo se lo permite. Retrocedo el tiempo y pienso en la razón que tuvo mi madre para migrar a los Estados Unidos.

Mi testimonio de migración no difiere mucho de miles de historias contadas por paisanos que se ven motivados por un mismo factor que los hace abandonar su lugar de origen: la miseria.

Definitivamente, no fue nada fácil para una mujer abandonada por su esposo hacerse cargo de cuatro hijos que dependían de su salario mínimo que ganaba como obrera de una fabrica de muebles. La razón de por qué mi padre nos abandonó no la sé, de lo único que me acuerdo es que un día se despidió de todos nosotros y emprendió su camino hacia Tijuana donde planeaba cruzar pa’l otro lado. Nunca más volvimos a verlo o a saber algo de él. Muchas noches después recuerdo ver a mi mamá escri-biendo cartas dirigidas a alguien que nunca contesto.

En aquel entonces tendría yo unos seis o siete años, cursaba primer año de primaria y al igual que yo, mis her-

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manos asistían a la escuela. Mi mamá se ausentaba desde las 6:30 de la mañana y regresaba a casa alrededor de la cinco de la tarde. Nos dejaba dinero para la comida y mi hermana Mirna, de nueve años, era quien se encargaba de administrarlo. Un plato de lentejas antes de ir a la escuela era la comida del día, eso sí, acompañadas de muchas tor-tillas pa’ que llene, como solía decir mi hermana.

Cuando mi hermano Óscar salió de la primaria se consiguió un trabajo vendiendo pan de la Panadería La Ideal. Se levantaba a las tres de la madrugada, regresaba a las nueve o diez de la mañana a dormirse un rato y a las dos de la tarde ya estaba listo para irse a la escuela. Su sueldo servía para sus gastos personales: ropa, útiles, uni-forme, pasajes, y si le alcanzaba ayudaba con los gastos de la casa.

Al concluir sus estudios primarios, mi hermana Mirna siguió los pasos de Óscar y juntos se reportaban a trabajar muy temprano para acabar a tiempo antes de ir a la es-cuela. En ausencia de Mirna, Verónica, la tercera, quedó a cargo de la comida de la casa. Así lograron mis hermanos terminar sus estudios de secundaria, milagrosamente, con calificaciones bastante satisfactorias. Fue cuando Verónica pasó a la secundaria cuando los Estados Unidos empeza-ron a ser una opción de sobrevivencia para mi familia.

Ya el sueldo de mi mamá no alcanzaba para los gas-tos indispensables de la familia, comida, ropa, zapatos, renta, etcétera. Recuerdo que mis hermanos y yo teníamos que turnarnos para que nos comprara zapatos mi mamá, si alguno no le tocaba y sus zapatos ya no estaban en condiciones aptas, se tenía que esperar hasta que fuese su turno.

Fueron largas las noches en las que platicábamos nuestros planes. Ni siquiera habíamos partido cuando ya soñábamos en regresar y comprar lo que en ese momento nos hacía falta.

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Primero nos fuimos Mirna y yo, en abril de 1989, des-pués de pedirle ayuda a una tía que radicaba allá desde los años setenta. La tía Lila aceptó apoyar nuestra decisión. Para ese entonces yo tendría doce años de edad y mi her-mana quince. Recuerdo que nos despedimos de mi mamá y hermanos, ahogando un conjunto de sentimientos en-contrados. Por un lado, tristeza por la separación, por otro lado emoción por lo que fuéramos a encontrar, y al mismo tiempo mucho miedo de no regresar.

Curiosamente, abordamos el avión sin percatarnos de que nos íbamos a encontrar con una persona a quien no conocíamos, mi tía se había ido desde muy joven y sólo sabíamos de su existencia, pero no contábamos ni con una foto de ella; así que nos encaminábamos hacia algo totalmente desconocido para nosotras.

Cuando arribamos al aeropuerto de Tijuana no tenía-mos ni la menor idea hacia dónde dirigirnos. Por fortuna contábamos con un numero telefónico de la casa de la tía Lila. Al llamar nos contestó un joven a quien no le enten-dimos nada pues nos habló en inglés. Después supimos que el interlocutor ere mi primo Julio. Debido a la falta de comprensión mutua, colgamos y nos sentamos a pensar en una de las salidas del aeropuerto y fue ahí sentadas donde, sin llegar a una solución, nos encontró mi tía a la 4:35 p.m.

Supimos que era ella por su aspecto: una señora cha-parrita, vestida con una blusa de flores muy colorida, un pantalón muy entallado y unos zapatos tenis Reebok blan-cos, sus ojos grandes y expresivos, tal como los de nuestra mamá. Después de una breve introducción y de platicar rápidamente la infinidad de locuras que habían pasado por nuestra cabeza durante todo el tiempo de espera, nos presentó con un joven, quien iba a ser el encargado de pasarnos al otro lado de la frontera.

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Esa misma noche mi tía regreso a su casa y nosotras nos quedamos con el pollero, hospedadas en un hotel. Esperamos que cayera la noche antes de partir a la línea fronteriza. Nos mostró el camino hasta llegar a una cons-trucción tipo acueducto carente de agua, muy cerca de la famosa línea de Tijuana. En el extremo frontal, se podían ver unas patrullas y camionetas tipo Jeep con los faros en-cendidos, cuidando los alrededores. De vez en cuando un destello deslumbrante iluminaba las caras de decenas de personas que esperaban, al igual que nosotros, el momen-to indicado para iniciar la travesía que sólo Dios sabía qué fin iba a tener. Las horas transcurrían, y el frío de la noche impregnaba con más facilidad nuestras delgadas ropas. Pasaban vendedores ofreciendo café y tortas, invitándo-nos a comprar diciendo en tono de advertencia, pa’ que aguanten. Más de uno se animó a comprar café, aunque las tortas tuvieron que ser regresadas al lugar donde fue-ron preparadas.

Alrededor de la dos de la mañana se nos dio la orden de levantarnos, ya era hora. Mirna y yo nos encontrába-mos acurrucadas, lo mas juntas posible para que el calor de nuestros cuerpos se sumara y no permitiera al frío pasar. Nos levantamos tan rápido como nuestras piernas nos per-mitieron, pues después de estar tan encogidas sentíamos un hormiguero corriendo en su interior.

Sin saber a lo estábamos apunto de enfrentar, nos to-mamos de la mano y empezamos a caminar el trayecto más agonizante de mi entonces corta vida. Caminamos y caminamos aproximadamente dos o tres horas, pasando matorrales, autopistas y un tipo de conductos de drenaje. De repente nos encontrábamos con otros grupos de per-sonas.

Por mi mente pasaban imágenes de mi mamá y mis hermanos, me visualizaba acostada, cubierta con una col-cha calientita que apaciguaría el frío que en ese momento sentía. Los recuerdos hicieron que un nudo inmenso de

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llanto no encontrara paso por mi garganta, esa sensación de asfixia y dolor en la traquea que sólo se siente cuando las lágrimas no son liberadas. Nos dedicábamos a caminar como sombras atrás del sujeto que, sin comentar palabra alguna, se limitaba a enseñarnos el camino.

De pronto nos sorprendió un hombre, vestido todo de negro y armado con un cuchillo, quien se aproximó a no-sotras con una sospechosa ligereza y le dijo algo a nuestro guía, ordenándole algo que no alcance a escuchar.

En cuestión de segundos estábamos corriendo sin saber por qué, apartando arbustos para abrirnos camino entre las ramas, corrimos unos veinte minutos hasta que llegamos a una autopista, la cual cruzamos sin cuidado alguno, encontrándonos con otros traficantes de inmigran-tes. El sujeto que nos dirigía se armó de valor y dio la cara a nuestro perseguidor y fue hasta entonces que nos dimos cuenta que el hombre que nos seguía era lo que entre ellos llaman un robapollos, pretendía quedarse con noso-tras para llevarnos a nuestro supuesto destino y cobrar la cuota.

Por suerte no paso a ser más que un susto. Continua-mos caminando media hora mas, hasta que fuimos interse-cados por una camioneta tipo Van, de donde bajaron tres uniformados, quienes se apresuraron a sujetarnos de los brazos y nos llevaron dentro de la camioneta a una estancia de inmigración. En ese momento sentí que el corazón se me iba a salir del cuerpo y sólo pensé en que si mi mamá estuviera conmigo no tuviera nada de miedo, pero para desgracia mía contaba únicamente con mi hermana, que en ningún momento dejo de decirme frases de consuelo.

Nos separaron del pollero y nos bombardearon de preguntas. Al finalizar el cuestionario, nos metieron en un tipo consultorio y nos revisaron todo el cuerpo, desde la cabeza hasta las uñas de los pies, recuerdo que mi herma-na estaba en su ciclo menstrual y con todo el ajetreo ni tiempo ni momento adecuado encontró para cambiarse,

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así que nos proporcionaron unas batas y nos despojaron de nuestras ropas.

Nos encerraron en una celda hasta que amaneció, supongo, porque no volvimos a ver la luz del día hasta tres días después. Se nos pidió marcar nuestras huellas digita-les sobre unos documentos que redactaban algo que no comprendimos, nos tomaron fotos y finalmente quedamos fichadas por cruzar la frontera ilegalmente.

Se nos proporciono ropa, comida, y utensilios de uso personal. Ahí permanecimos por dos días, hasta que fui-mos entregadas a una casa hogar ubicada en San Diego, California. Recuerdo que la señora que estaba a cargo de la casa hogar nos preguntaba una y otra vez el motivo que nos había llevado a estar ahí. Mirna y yo nos limitábamos a vernos, y cuando estábamos solas llorábamos esperando que alguien conocido nos reclamara, creíamos que nunca más íbamos a ver a nuestra madre.

A la una de la tarde nos regresan nuestra ropa lim-pia y perfumada con suavizante de telas y nos llevaron de regreso a la cárcel de migración, donde ya esperaba por nosotros mi tía Lila. Para que nos pudiera sacar de ahí, mi tía tuvo que pagar dos mil dólares y a cambio recibió un citatorio para asistir a un juicio por traficar con gente ilegal y además menor de edad.

Llegamos a la casa de mi tía y fue como despertar de una pesadilla aunque estaba conciente de que lo que había pasado era tan real como que ya estaba sobre suelo ame-ricano.

El día siguiente mi tía nos inscribió a la escuela, nos compró ropa y nos llevó al hospital a que nos vacunaran contar la tuberculosis, pues según los doctores todos los inmigrantes tienen tuberculosis debido a la contaminación y la falta de higiene. Los tres meses posteriores asistí a la escuela, la cual consideraba maravillosa, pues me daban de comer, jugaba y aprendía sin pagar ni un centavo. Todo era nuevo y fantástico para mí, comencé a aprender un

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Menciones Honoríficas

nuevo idioma y lo mejor había mucha gente que hablaba español, en pocas palabras, me podría acostumbrar a esa vida muy pronto.

Al cumplirse la fecha del citatorio que le otorgaron a mi tía, asistimos con un juez de inmigración quien nos dio permiso de quedarnos en los Estados Unidos hasta el mes de septiembre de ese año y nos pidió no regresar al país de forma ilegal. Después del veredicto mi tía decidió man-darnos antes del tiempo señalado. El 12 de agosto regresa-mos a México para encontrarnos con nuestra madre.

Al llegar a la que nosotras conocíamos como nues-tra casa nos sorprendió saber que mi mamá ya no vivía ahí. Preguntamos a los vecinos y nos dijeron que la dueña de la casa donde rentaba mi mamá le había pedido que desocupara el cuarto y que dormía en casa de una veci-na y sus muebles estaban guardados en diferentes casas. Esperamos en la calle sentadas en la banqueta hasta que llegara mi mamá del trabajo. Al vernos se le fue el color de la cara pues ella no estaba el tanto de la decisión de mi tía. Mi mamá creía que nos regresaríamos hasta septiembre y no nos contó lo sucedido con respecto a la casa para no preocuparnos. Se suponía que nos habíamos ido para que mi mamá se ayudara un poco, si sólo estaba a cargo de dos hijos iba a ser mas fácil que mantener a cuatro, pero fue peor pues ahora ni siquiera tenía dónde vivir.

Con el dinero que mi tía le mandó, mi mamá encon-tró otro cuarto para rentar en una colonia vecina, nos dolió mudarnos de donde vivíamos por nuestros amigos y re-cuerdos, llevábamos once años rentando en esa colonia y era difícil separarse de todo. A pesar de lo adverso y hostil que pintaba nuestro futuro, no nos importó porque por lo menos estábamos juntos otra vez.

Mi mamá continúo en la fábrica y los fines de semana lavaba ropa ajena con la ayuda de una de sus hijas. Óscar fue despedido porque el negocio del patrón quebró. La situación se tornaba más difícil para mi mamá, pues ahora

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Historias de migrantes México-Estados Unidos

tenía tres hijas en secundaria y uno en la preparatoria, lo cual era demasiado para ella.

Recuerdo que al mudarnos de casa, muchas cosas cambiaron. Nuestras pertenencias ya no eran las mismas, pues después del desalojo mi mamá se vio forzada a des-hacerse de sus cosas. Algunas las vendió, otras las rega-ló. Nos quedamos con una cama, un sillón, un ropero, la mesa con sillas y la estufa. Nuestra nueva vivienda era tan pequeña que para dormir era necesario abrir espacio en el suelo para acomodar lo que en la noche se convertía en una cama que arropaba a mi mamá y a Mirna. En la cama dormíamos Verónica y yo, y en el sillón Óscar por ser el único varón.

Nuestra casa albergaba a toda clase de bichos y el lugar era tan irritante para los que ahí habitábamos. Sin embargo, pese a nuestra condición económica, la espe-ranza de seguir estudiando no cesó en ninguno de noso-tros. En el septiembre próximo me matriculé en la secun-daria y quedé en el turno de la mañana. Había días que, movida por no sé qué, asistía a la escuela sin alimento alguno en el estómago y sin dinero para comprar algo que calmara ese rugir en mi interior. Esa sensación inso-portable de hambre que parece que los intestinos recla-man por una migaja de pan.

Cuenta mi mamá que cuando yo me iba sin comer, ella no podía trabajar pensando en el momento que le hablaran diciéndole que me encontraron desmayada. Recuerdo que, cuando se podía, mi mamá me daba mil pesos para gastar en la escuela, los cuales me servían para comprar una torta de 750 pesos y un Boing de 250 pesos. Cuando tenía la oportunidad de comer aquello que me sabía a gloria me sentía agradecida y dichosa. La situación se fue tornando cada vez menos soportable y al cabo de un año se tomó la decisión de migrar a Los Ángeles, en esta ocasión todos juntos.

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Menciones Honoríficas

Partimos el 14 de agosto de 1990, después de des-pedirnos de amigos y de alojar lo poco que nos quedaba de pertenencias en una bodega que nos prestaron, guar-damos la esperanza de regresar, los recuerdos, sonrisas y lágrimas que compartimos y todo lo que México nos había dado hasta ese momento. No íbamos a olvidar las navidades, los bailes del 15 de septiembre, el día de muer-tos y todas las tradiciones que celebramos.

Con la ilusión de que nuestro futuro cambiara, nueva-mente partíamos hacia lo incierto. En esa segunda ocasión que yo partía hacia el Norte, el viaje fue menos cómodo que la primera vez. Viajamos en camión por tres días con sus noches. Ya para el segundo día llevábamos las piernas hinchadas. Llegamos a la central camionera de Tijuana, donde mi tía ya esperaba por nosotros acompañada de su hija Yesenia y su pequeño Kevin. Rápidamente, un breve saludo y abordamos una camioneta que nos llevó a un hotel donde se hizo el business (la negociación).

El siguiente día cruzamos la línea fronteriza a plenas doce del medio día. Mi madre, Verónica y yo cruzamos con documentos de otras personas que residían en Los Ángeles y, sin más ni menos, en cuestión de minutos ya pisábamos suelo Estadounidense. Desafortunadamente, Óscar y Mirna tuvieron que esperar su turno en casa del pollero. Fue hasta siete días después cuando se reunieron con nosotros. Siete días que para mi mamá fueron los más largos de su vida, no dormía pensando en nuestra previa aventura; desarrolló un sexto sentido nocturno que la tor-turaba todas la noches y veía a mis hermanos corriendo entre matorrales, escapando de hombres armados y de los oficiales de migración. Se imaginaba un sin fin de cosas que no le permitían descansar. Las pesadillas terminaron el 22 de agosto de 1990 cuando por fin mi familia volvió a estar junta. Vivíamos en casa de mi tía Lila con sus tres hijos. Obviamente nuestra llegada desorganizó a la familia de mi tía y ocasionamos múltiples incomodidades.

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Los mojados, nos decía Julio, mi primo el pocho, quien no se expresaba en español porque el era ameri-cano, no un wetback. Nos trataba tan mal que incluso en una ocasión intento abusar sexualmente de mí. Afortuna-damente no logro su propósito y al enterarse mi mamá, inmediatamente nos mudamos a vivir con otra tía, Male.

Ella tenía un departamento donde se alojaban sus cuatro hijos y su esposo, tres inquilinos a quienes les ren-taba una recámara, y a nosotros nos correspondía la sala. Un total de catorce personas vivíamos en ese departamen-to de dos recamaras, sala, comedor, baño y cocina. Pero la situación podía ser peor, como la de los vecinos, donde vivían cuarenta hombres en un departamento de la misma dimensión. Típico en Estados Unidos, donde muchos viven como muégano humano para poder ahorrar más y mandar a las familias que dejaron en su país de origen.

Nosotros fuimos muy afortunados al llegar al país ve-cino, pues un trabajo esperaba a mi madre y escuela para nosotros. Poco a poco nos fuimos aclimatando a nuestro nuevo estilo de vida, hasta que llego el momento de inde-pendizarnos. Finalmente mi mamá contaba con un sueldo fijo que le alcanzaba para pagar 550 dólares mensuales por un departamento de una recámara, sala, baño y coci-na. Debido a que no contábamos con muebles, una orga-nización de apoyo a inmigrantes nos regaló dos camas, un sillón y un refrigerador, la estufa la compró mi mamá por cuarenta dólares.

¡Ese primer día fue mágico! Teníamos una casa, mue-bles, escuela y, sobre todo, comida. Yo sentía que la vida ya me había dado todo, ya no más quejas de los intestinos, ya no más camas portátiles, ya no más humillaciones por parte de los primos. Me sentía con lujos superiores a los del Pedregal.

Empecé a mezclarme con gente muy diferente a mí: afroamericanos, anglosajones, japoneses, tailandeses, viet-namitas e incluso un italiano. Mi círculo social se había

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Menciones Honoríficas

convertido en una especie de ensalada de todos colores y sabores. Aprendí historia de los Estados Unidos, ciencia, matemáticas, en un idioma que no era el mío. Participe en deportes de mi interés: gimnasia, atletismo, natación. Me convertí en esclava de las actividades extracurriculares del plantel Theodore Roosevelt, hasta eso me hacía sentir privilegiada, asistir a una escuela famosa.

Al mismo tiempo, mis hermanos gozaban de sus pro-pios logros, amigos y actividades. Cabe mencionar que los cuatro terminamos la preparatoria con mención honorífica debido a nuestras calificaciones. Yo, por ejemplo, obtuve el 13º lugar de 978 estudiantes de mi generación. Obtuve un reconocimiento firmado por el mismo presidente Clin-ton. Me integré a una organización de estudiantes becados para asistir a la universidad, llamada California Scholars-hip Federation, donde fui nombrada líder de grupo por mi desempeño. Participé en los equipos de atletismo, campo traviesa y gimnasia. De este último me convertí en entre-nadora de niños. A los 16 años conseguí mi primer tra-bajo de mesera en El Jalapeño Restaurant, un restaurante de comida mexicana, propiedad de Don Antonio Cerda, oriundo de Portezuelo, Jalisco.

Después de mi experiencia como mesera, que por cierto no duró mucho, me empecé a preparar como entre-nadora de gimnasia, al terminar me ofrecieron un trabajo en el Aliso-Pico Recreation Center, donde era la asistente de entrenador y me pagaban seis dólares la hora. Enseñaba tres horas todos los jueves. Posteriormente fui recomenda-da para impartir clases en otros parques y los dólares se empezaron a sumar en mi bolsillo, justo la cantidad para pagar mensualmente la cuota de la universidad donde ya iniciaba mi carrera en lingüística. Ya que contaba con un trabajo, hicimos un trato con mi mamá: ella seguiría pro-porcionándonos alojamiento y alimento y nosotros nos pagaríamos nuestros estudios. Cada uno tomó su camino según sus intereses.

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Óscar se incorporó a Northridge University, para cumplir su sueño de ser ingeniero civil, obtuvo media beca para sus estudios por ser buen atleta, desafortunada-mente no concluyo su carrera pues decidió casarse. Hoy tiene dos hijos, que por cosas del destino no viven con el, pues al cabo de cinco años se separó de su esposa.

Mirna empezó a estudiar en East Los Angeles College (ELAC), donde tomó clases de todo, sin concluir alguna. Se casó con un ciudadano americano y hoy ya es residen-te legal de Los Ángeles.

Verónica planeó mejor su vida. Fue al Pasadera City College y después a Domínguez Hill University, donde terminó su carrera en psicología y doble maestría en te-rapia familiar e infantil. En la actualidad se desempeña como terapeuta familiar, a pesar de que no cuenta con documentación legal. Ella pagó sus estudios con el sueldo mínimo, establecido por el estado de California, que ga-naba trabajando en una cadena de comida rápida. Traba-jaba después de escuela y fines de semana. De no haberlo hecho así no hubiera logrado sus propósitos.

En lo que respecta a mí, tomé un camino muy diferen-te al de mis hermanos. Después de que me descubrieron utilizando documentos falsos para trabajar en los parques e iniciaron las leyes antiemigrantes como la 187 y 227, deje de asistir a ELAC, donde ya tenía los créditos necesa-rios para transferirme a una universidad, dejé el trabajo, y también dejé a mi mamá. La desilusión que me causó que me descubrieran y la humillación que sentí cuando me llamaron ilegal immigrant, me orilló a tomar la decisión de regresar a México.

Me vine persiguiendo un sueño, acabar una carrera universitaria. ¿Para qué iba a mendigar en un país de racis-tas, teniendo yo el mío? Pensé que todo se me iba a facili-tar en mi país. Me vine con la esperanza de que todos mis reconocimientos laborales y escolares fueran suficientes para encontrar un trabajo de medio tiempo y poder entrar

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Menciones Honoríficas

a una universidad. Sorpresa que me llevé cuando ni mis estudios eran validos. Me tomó dos años que me revalida-ran mis estudios de media superior, y el trabajo ni soñar-lo, sin experiencia ni estudios válidos, terminé cuidando personas de la tercera edad en un convento, ganando 180 pesos por 24 horas.

Por primera vez vi a México como un país descono-cido para mí, y no era de extrañarse, yo crecí parte de mi adolecería en México, pero la formación que traía la había adquirido en los Estados Unidos. Aprendí diferentes cos-tumbres sociales y culturales. Se me trababa la lengua al intentar hablar en español. Al darme cuenta de que no en-cajaba muy bien aquí, pero tampoco en los Estados Uni-dos, aunque sabía su idioma, costumbres, historia y más, me sentí despatriada. Me di cuenta que tal vez había sido un error haberme regresado.

Encontré antiguos amigos que seguían viviendo en la colonia donde yo un tiempo habité, entre ellos me encon-tré a quien hoy es mi esposo. Él estudiaba en el Instituto Politécnico Nacional y me alentó a que me metiera a es-tudiar. Cuando mi hija tenía siete meses de edad inicie la licenciatura en la Escuela Superior de Física y Matemáticas del IPN. Después de cuatro años de convivencia con mi esposo, en mayo del 2003, él tuvo un accidente que lo dejó discapacitado. Su accidente vino a cambiar nueva-mente mi vida y a depender de la caridad de mucha gente que nos mostró su cariño y apoyo. Entre esas personas, mi madre, quien se comprometió a ayudar cada vez que pu-diera con la condición de que no abandonara la carrera.

Desde que mi esposo está en silla de ruedas, mi mamá nos manda cincuenta dólares cada vez que puede, a veces cada semana, en ocasiones cada quince días e incluso cada mes. Cuando el tiempo se prolonga, me veo en la necesidad de dejar a mi hija y a mi esposo solos para traer dinero a la casa. Afortunadamente ya acabé la carre-ra y estoy por obtener mi titulo, pero sé que este logro no

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Historias de migrantes México-Estados Unidos

es sólo mío, sino también de mi madre y de sus cincuenta dólares, que gasto antes de que lleguen a mis manos.

Definitivamente la migración hacia los Estados Uni-dos afecta a muchos de una forma u otra. A mí me ha afectado de diferentes maneras y ha dejado marcada mi vida, de tal forma que cualquier decisión que tome el go-bierno de ese país me sigue afectando. Ahora la Unión Americana es una opción para mi nueva familia, pues a pesar de que tengo una carrera, mis sueños han cambiado y me han orillado a pensar que mi esposo puede manejar su discapacidad de una manera mas positiva radicando lejos de nuestro bello México que, desgraciadamente para muchos, no es el lugar ideal para cumplir sueños, aunque a mí ya se me cumplió uno.Soy orgullosamente licenciada en física y matemáticas.

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“Mis paisanos”

Autor: Ganchoso

El viaje

Son las 3:25 de la tarde. El tren anuncia desde un kiló-metro antes su arribo a Empalme Escobedo. Un cos-quilleo recorre la boca del estómago. No hay tiempo

para nostalgia ni para despedidas. Tampoco para que aso-me el temor. El tren se acerca.

–¡Córrele!–¡Adiós, adiós...!–Cuídate mucho...Los futuros indocumentados corren a colgarse del

vagón azul de segunda clase. Más de cien manos se pe-lean para trepar. A 50 metros de distancia, un grupo de sólo seis personas se dirige con calma a entregar su boleto para asiento numerado en primera clase preferente. Ellos no sufren, no se pelean para subir al tren.

Luego de una batalla de más de diez minutos, el grupo de 150 pasajeros de segunda clase se acomoda en los escasos asientos de hule y tela, en los pasillos malo-lientes, en los huecos que existen entre los vagones. A pesar de los apretujones y manoteos, no hay malas caras. Un murmullo recorre el vagón, un murmullo que mezcla incertidumbre y esperanza.

–Que sea lo que Dios quiera –dice un muchacho de 17 años, mientras otro se acomoda en un estrecho rincón entre dos asientos, indiferente al ir y venir de los viajeros.

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Historias de migrantes México-Estados Unidos

No todos van a la frontera. Unos sólo utilizan el tren de paso para llegar a San Luis Potosí, a Saltillo o a Monte-rrey. A las 3:35 de la tarde, luego del ajetreado arribo, el tren anuncia su salida. Los más pobres de los aspirantes a indocumentados viajan en tren de segunda clase. Sólo pagaron 75 pesos para llegar a la frontera.

Desde que el tren reanuda su marcha, desfilan por los vagones todo tipo de vendedores, y con ellos una mez-cla de olores que se confunden con el sudor de 150 pasa-jeros apilados en el estrecho vagón. A toda hora, incluso en la madrugada, se escucha la voz de los vendedores como eco: sopa de arroz, chiles rellenos, garapiñados, re-frescos, cervezas, palanquetas, cajeta, camotes de puebla, café, cervezas, gorditas de nopales, de huevo, de frijoles, la ¡Alarma!, birria, menudo, más cervezas, paletas, más cervezas, tacos y más y más cervezas.

Muchos vendedores han visto pasar su vida en el tren. Como doña María, quien tiene 30 años de vender en el trayecto de San Luis Potosí y ha conocido a miles de aspirantes a cruzar la frontera. Doña María ha calmado el hambre de cientos de paisanos remojados (así los llama porque pasan una y otra vez la frontera) con sus gorditas de maíz rellenas de frijol y nopales. Como ella, hay dece-nas de vendedores que viven en el tren. Duermen apenas cuatro horas al día, pues llegan a sus casas después de la medianoche y en la madrugada ya están otra vez en la estación, listos para subir al tren que va de regreso de Nuevo Laredo.

En cada estación suben y bajan vendedores y paisa-nos. Cuando el tren sale de San Luis Potosí (cerca de las nueve de la noche), el vagón de segunda clase va repleto, con más de 220 pasajeros. La capacidad del vagón es de 80 pasajeros, así que la mayoría va de pie, muchos recargados en el brazo de los asientos o encimados unos con otros.

En esa estrechez, un bebé explora los pasillos a gatas; se trepa en las piernas de los que ganaron espacio para

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Menciones Honoríficas

dormir acostados y se arrima al único escusado disponi-ble, por donde ya empiezan a escurrir los orines. Entre la multitud, se distingue un par de gringos que va camino a Real de Catorce, San Luis Potosí, a vivir la experiencia del peyote.

La noche transcurre muy lenta, a cabeceos en los in-tentos por dormir entre la hediondez del sudor, los orines y los residuos de alimentos dispersos por todos los rinco-nes; entre los gritos que no acaban de los vendedores de café, de cerveza, refrescos, gorditas, dulces y más y más cervezas.

El viaje se prolonga ante los continuos cambios de vía para dar paso a los trenes cargueros que se multiplican a partir de San Luis Potosí.

El tren llega a Saltillo a las cinco de la mañana; han transcurrido ya más de catorce horas de viaje. –Y apenas vamos a la mitad –dice con voz experimentada un paisano que ha viajado tres veces al norte, mientras un primerizo lo atosiga con preguntas.

–¿Cuánto falta?–Ya mero.–¿A qué hora llegamos?–Al rato, como dentro de quince horas.Al llegar a Monterrey, el calor se vuelve insoportable.

Asomar la cara por la ventana para tomar aire implica el riesgo de quedar embarrado con los escupitajos de los pai-sanos que recién despiertan con una cruda cervecera.

Los comerciantes, que ya para entonces son los mis-mos garroteros y empleados del ferrocarril, cambian las Modelo en lata por las Tecate, y los refrescos por sodas y las tortas por lonches.

Los viajeros de paso comienzan a bajar. A partir de Monterrey quedan en el tren únicamente los aspirantes a cruzar como indocumentados a Estados Unidos.

Luego de 17 horas de apretujamientos algunos por fin alcanzan un asiento. Pero ya para qué. Lo que menos

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desea la mayoría es ir sentado en las bancas de hule; todos buscan la forma de aligerar el calor: se quitan las camisas, piden más cervezas frías, se asoman por las ventanas, ca-minan entre el vagón de primera y el de segunda clase.

El viaje se vuelve cada vez más lento, muy lento. Ya no hay murmullos ni risotadas, ni cantos ni albures. Al-gunos sólo cruzan miradas que se pierden en el silencio. A esas alturas del viaje las cervezas ya están procesadas, pero no hay sitio para orinar. El escusado está repleto hasta el tope de excremento y al vaivén del tren un líquido ama-rillento se escurre por los pasillos. El olor es insoportable.

La llegada

–¿Por qué se detiene el tren –pregunta desesperado un migrante primerizo.

–Vamos a esperar el paso de un carguero que viene con retraso.

–¡Uta! Vamos a llegar mañana.–Y a mero, ya mero. Dentro de media hora vamos a

hacer otra parada.Pero esos 30 minutos se vuelven una hora, y dos, y

tres.

En medio de la monotonía que conjuntan el tren-tor-tuga, el calor y el semidesierto tamaulipeco, comienzan a hilvanarse historias de paisanos que a escasas veinte horas de haber salido del terruño, ya andan melancólicos, nos-tálgicos.

–Yo era albañil en Salvatierra, pero ganaba re’poquito; me daban 30 pesos al día y con eso pos cómo iba a man-tener a mis cinco hijos y a mi señora –dice Jorge Ramos, quien ya va para su tercer viaje al norte.

–Me casé re’ joven, tenía apenas 18 años y luego, luego encargué familia. Tuve puras niñas; la mayorcita ya

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Menciones Honoríficas

tiene 16 años, la segunda trece, la que le sigue once, la otra nueve y la más chica apenas ocho. Ahí le paré. Ya no quise tener más hijos porque está re’ duro mantenerlos. Ora sí que por ellos hay que jugársela. Si fuera solo, pos pa’ cuando me iba a venir al norte. Hay que jugarla, sí, cómo no.

Jorge interrumpe su relato porque las ganas de orinar le ganan después de echarse cinco cervezas de un jalón. –Orita vengo –dice, y conteniendo la respiración se mete al cuartito acondicionado con escusado.

–¡Casi me vomitaba! Jijos... está pero bien servida la taza.

Muy pronto se le pasa el asco y pide una, dos, tres cervezas más pa’ calmar el calor.

–¿Ustedes a dónde van? –les pregunta a tres mucha-chos de San Miguel de Allende.

–Pa’ Laredo.–¡Ah, cabrón, pero están bien chamacos!–¡Ya! Es la segunda vez que vamos –dice con des-

enfado Juan Manríquez, de 17 años, quien sin remilgos platica su historia: –¿Qué ‘onde soy? De San Miguel. ¿Qué si llevo permiso? No, pos de quién. Así mero me voy al norte, sin permiso. Hay que ir al jale, a ganar unos dolari-tos. La tirada es ir a San Antonio. Ta’ fácil. Nada más hay que andar buzo cuando te subas al tren. ¿Pagar coyote? No, pos pa’ qué, si es bien fácil pasar, nada más hay que saber el movimiento, saber cuándo te tienes que subir y bajar del tren.

Juan no es indocumentado mojado, pues él no atra-viesa el Río Bravo para llegar a Estados Unidos; él es un espalda seca. La primera vez que cruzó la frontera lo hizo de mosquita, escondido en los vagones de un tren.

–El carguero que va a San Antonio pasa a las dos de la mañana. Hay que esperarlo en el puente de la frontera. Te subes al vagón y ahí esperas hasta que arranque. Luego

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brincas antes de llegar a la garita del otro lado, porque si te agarra la migra, vas pa’tras.

Jesús Campos, El Chuy, también de 17 años, continúa la plática:

–Pa’l otro lado no hay que llevar nada. Así, con la ropa que traes puesta nada más. Ah, y no hay que burlarse de la migra. Si te cachan mejor no corras, porque luego los haces enojar y te madrean. Cuando te detienen a la buena no hay bronca, hasta se portan amables y te echan pa’tras. Noooo, si donde uno se tiene que cuidar es de este lado, porque los judiciales te ven el tipo y te quieren dar baje; te andan qui-tando hasta los calzones. Luego a la orilla del río están los cholos que asaltan y matan. Uno va a hacer su lucha, pero hay otros que nomás van a la mala, a ver a quién se joden.

La plática acorta el tiempo.–Ya llegamos.El tren atraviesa la parte miserable de Nuevo Laredo,

con un desfile interminable de casuchas de cartón y ma-dera, todas con su auto gabacho a la puerta. A las 4:30 de la tarde llega a su fin la primera parte de este viaje al norte: 25 horas en tren sólo para llegar al límite de México. Mu-chos apenas están por apostar la vida.

A negociar con los pateros

Cuando bajan del tren, los futuros indocumentados van a descansar en la llamada Plaza de los mojados, ubicada frente a la estación. Ahí esperan a que decline el sol. Tam-bién ahí se da el contacto con los coyotes.

A partir de las nueve de la noche, la mayoría ya va camino al otro lado, atravesando el río o viajando ocultos en el tren de la Union Pacific. Algunos, muy pocos, per-manecen en la plaza.

Ahí está un enganchador de ocasión, que dice lla-marse Miguel Galván; él es de Durango y está de paso por Nuevo Laredo. Tiene el oficio de vagabundo.

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Menciones Honoríficas

–Yo a ti te conozco. Me cae, ¿dónde te he visto, loco? –dice al verme pasar.

–Veníamos en el mismo tren.–¿De ‘onde eres, loco?–De Celaya.–Simón. Yo voy seguido para allá. ¿Qué transa? ¿A

dónde van?–Queremos pasar al otro lado, pero vamos a esperar

a mañana.–N’ombre. Orita yo te ayudo, yo te paso por el río.–Es que traemos poco dinero.–No te agüites. Yo no me dedico a esto, pero te voy a

ayudar. ¿Cuánto traes?–Pues poquito dinero.–Mira, dame 200 mexicanos.–Es que ya nos bajaron 400.–No, loco, conmigo vas a la segura. No te tienes que

ensuciar nada porque el agua te llega hasta las rodillas. Yo sé por dónde pasar, voy y vengo a ver a un tío a Laredo y nunca me agarra la migra. Es seguro.

–Voy a ver.–Mira, dame 150 mexicanos.–No, no sé. Prefiero que sea de día.–Aquí nos vemos mañana, loco. Y pasas. 150 mexica-

nos nada más. Allá me pagas.Al día siguiente, por la tarde, Miguel Galván conduce

a un grupo de aspirantes a indocumentados para pasar el Río Bravo por la zona del puente internacional del ferro-carril.

Se arrima a hacer la última oferta. Con él viene un tipo fornido, de tatuajes en los dos brazos; dice llamarse Jorge, así, sin apellidos, y es de Monterrey.

–¿Qué pasó, loco? ¿Ya te decidiste?–No, ya no queremos pasar. Nos vamos de regreso.–¿Se van otra vez al sur? N’ombre, no se rajen.–Es que ya vimos que se está poniendo difícil la vida.

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Ya ves cómo anda la policía.–Así ha sido siempre, loco –interviene el hombre de

los tatuajes.–Pero ahora está más grueso –ataja Miguel–. Andan

bravos.–¿De qué se espantan? Hay que cuidarse más de este

lado, porque la tira te apaña, loco. Los judiciales nos aga-rran a patadas nomás porque estamos ahí, en la plaza.

Jorge, el de Monterrey, recrea las amenazas de la Po-licía de Tamaulipas:

–A los que acaban de llegar les quitan todo, y a los que ya van pa’tras, de retache al sur, les quitan sus dolari-tos. Llega la tira y los forma, les dice: «a ver, más vale que digan la neta, porque si no se los carga la chingada. ¿Quié-nes llegaron ayer? No, pos que yo, y yo. ‘Tonces ustedes van de este lado. ¿Quiénes llegaron hoy?. No, pues yo, y yo, y yo... Pum pum pum... ‘Tonces ustedes van de este otro lado. ¿Ustedes cuándo llegaron. No, pues que hace una semana, hace quince días, hace un mes... ‘Tonces us-tedes se van a la chingada, órale». Y a los que se quedan ahí, los tiras les bajan el dinero y los madrean. Luego los bicicleteros (policías que andan en biciclos) llegan en la noche y te quieren joder nomás porque te estás echando una pestaña. Son unos cabrones gandallas.

En la zona de la central de autobuses de Nuevo La-redo merodean los coyotes: Están a la caza de futuros in-documentados. Con discreción se acercan a los viajeros a ofrecer sus servicios.

–¿A dónde van? ¿Les podemos ayudar?–Vamos pa’l otro lado.–¿A qué parte?–Aquí nomás, a Laredo.–Tenemos servicios muy económicos de taxis...–No tenemos papeles.–Ah, no importa. ¿Quieren pasar?–Sí.

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Menciones Honoríficas

–Vengan, yo los ayudo. Pero tenemos que ir aquí a la vuelta...

El coyote, un joven de tez blanca, muy delgado al que sólo le llaman El Güero, se detiene y revira.

–¿No son ustedes de la ley?–No, cómo crees.–Es que está dura la vigilancia. Nos quieren torcer a

huevo. Vengan, si nos ven aquí nos detienen.El güero camina rumbo a un taller mecánico ubicado

a dos cuadras de distancia de la Central de Autobuses.–Aquí está el don que los va a ayudar.Entra al taller.–¿Qué transa, güey? –le dice un hombre moreno,

con tatuaje de serpientes en un brazo.–Aquí, estos compas quieren pasar.Se arriman otros dos hombres y entre los cuatro vol-

tean a todos lados, atentos a que no se acerque la ley. El jefe de la banda es un hombre corpulento, muy moreno, con bigote gacho y de palabras cortas.

–A ver, don. Los dos quieren pasar.El hombre no responde. Nada más dice que sí con la

cabeza.–Van aquí a Laredo –dice El güero, y él sólo se res-

ponde: –Les va a salir en 120 dólares a cada uno.–Está muy caro.–Es derecho. Los pasamos en lancha. Segurito que no

los detienen.–Pero es nada más aquí a Laredo.–¿Cuánto traen? Ofrezcan.El hombre del tatuaje hace una seña a dos de sus

compañeros y cada uno se va a una esquina.–Es que traemos poco dinero.–Cien dólares por cada uno.–Pero no tenemos dólares, puros pesos.–Pagan el equivalente. Son como mil 200 pesos por

cabeza.

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Historias de migrantes México-Estados Unidos

–Nos vamos a quedar sin dinero.–Mira, yo allá los recomiendo con un gabacho que les

da jaleo Yo ya había recomendado a unos de Michoacán, pero lo asaltaron, así que dijo que ya no quiere nada con los de Michoacán porque son bien lanzas, pero ustedes se ven derechos. Yo los recomiendo, él les da jale.

–Déjame pensarlo, es mucho dinero.–Que quede en 80 dólares, y los pasamos ya ahorita,

en lancha.–Vamos a ver.El hombre corpulento refunfuña.–Ahorita regresamos. Vamos a hacer cuentas a ver si

sale.–Necesito que me digan, si no para echarle adelante

con otros.–Ahorita.Otros dos hombres se ubican en otras dos esquinas.

Nos rodean, nos siguen. Cuando ven que corremos, apre-suran el paso. Trepamos a un autobús. El hombre del ta-tuaje corre y grita. –iOye, paisanoooo! Veeen...

Hace señas. Otros dos lo siguen. Huimos.

La familia coyoteEn toda la avenida que corre paralela a la franja fronteriza de Nuevo Laredo, existen pateros que ofrecen sus servicios. Desde la puerta de una cantina, un hombre moreno, con sombrero texano, hace señas, con su mano derecha dice ca-tro, luego hace una cruz y gira sus dedos índice: 400 pesos por pasar al otro lado.

Cerca del Puente Internacional número 2 hay niños que trabajan como enganchadores. Jessica y Luis, de siete y ocho años, se acercan a ofrecer sus servicios.

–¿Van pa’l norte? –pregunta la niña.–Sí.–Los ayudamos a pasar.

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Menciones Honoríficas

–¿Ustedes?–Sí. Mi mamá se dedica a pasar gente. Si quieren le

hablo.Y antes de responderle, Jessica corre a llamar a su

mamá. Luis se queda pendiente de que los viajeros no se vayan.

–Yo le ayudo a mi mamá a conseguir clientes. Tengo otro hermano que se llama Omar.

La niña regresa corriendo con su mamá, una señora obesa de unos 35 años, a la que simplemente le dicen La Güera.

–¿Ustedes van a pasar? Vengan, vengan a la casa, acá nos arreglamos.

–No, mejor aquí platicamos.–Es que aquí no se puede. Anda bien duro Goberna-

ción. Si nos ven platicando nos detienen. Vengan, ahí está mi casa, en esa casa de madera.

Se acerca un hombre en camiseta, con un tatuaje pe-queño debajo del hombro; es el papá de los niños y le dicen El Memo. También se arrima un muchacho droga-do.

–No desconfíen. Somos derechos.–Aquí platicamos.–No, no. Aquí nos puede agarrar la ley –dice El

Memo. ¿Ustedes creen que les voy a hacer algo si aquí están mis hijos? No los vamos a robar.

–Los pasamos ahorita mismo, en lancha. Es bien se-guro –insiste La Güera.

–¿Y cuánto nos cobran?–Van a ser 120 dólares de cada uno. Está barato.–Voy a ver.–Es a la segura, no nos tienen que dar ni un peso de

este lado, nos pagas allá –dice el muchacho.A partir de entonces inicia una intensa labor de con-

vencimiento del muchacho y de El Memo.–Somos derechos, la neta. Mira, lo que quiero que

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Historias de migrantes México-Estados Unidos

entiendas es que lo que a mí me interesa es quedar bien, para que luego tú me recomiendes con otros y cuando tus amigos o conocidos quieran pasar, sepan a dónde llegar.

–Es más, yo te acompaño. Te llevo hasta el domici-lio que vas o a un hotel en Laredo, y allá pagas. No hay bronca.

–Mira, más fácil: que quede en cien dólares por cada uno.

–Y si necesitas papeles yo te los consigo, para que no te moleste la migra.

–Lo que yo quiero que entiendas es que quiero que-dar bien, para que luego me recomiendes...

–Si la buscas más segura, tenemos unos túneles río abajo. Son túneles de cemento, bien hechos, van a dar hasta las colonias de Laredo y ya ahí te dejamos. Allá nos pagas.

–O pasamos en lancha aquí mismo.–Ayer pasamos a una señora embarazada y no hubo

problema. Es bien seguro.–Hasta nos burlamos de la migra.–Si no te convence lo dejamos en 80 dólares. Ya.

Que así quede.–Así se lo dejamos la semana pasada a uno. Nomás

que nos dimos cuenta que llevaba coca y le dijimos que no, que así era más caro.

–Yo lo que quiero que entiendas es que me interesa quedar bien...

–Nos pagas en el otro lado.–¿Sí o no? Tengo otros cinco esperando que los pase.

¿Sí o no?–Voy a ver. Al rato te busco en tu casa.–¿Cuánto te espero?–Media hora.–Órale.–En lancha.

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Menciones Honoríficas

–O por el túnel.–Y a ochenta dólares.

Cruzamos en trenSon las nueve de la noche. Desde hace más de una hora que decenas de paisanos esperan el arribo del tren que va camino a San Antonio. Están escondidos a un costado de la vía, atrás de unos montones de tierra. Algunos enfrentan la desesperada espera con una bolsa de cemento o che-mo; otros, en cuclillas, se fuman un farito y otros más se airean con el sombrero o con la cachucha de beisbolista que traen en la mano.

El equipaje es una mochila de tela o una bolsa de plástico con un pantalón y una playera. Nada más. Los bultos grandes no caben, son un estorbo en este intento de burlar a la migra.

Cuando el tren se acerca, las cabezas se asoman en el bordo. El coyote susurra indicaciones de cómo subir al vagón. Hay que esperar a que el tren detenga su marcha.

Ya.Los paisanos saltan de su escondite y van sigilosos

a buscar un lugar en los furgones. Con habilidad abren el vagón; se meten en medio de las vías, utilizan los dur-mientes para impulsarse y se trepan. La maniobra es muy peligrosa, pues el tren avanza sin avisar.

Uno de los paisanos está a punto de quedar atrapado. Cuando apenas comienza a abrir el vagón, el tren reanuda su marcha; aprisa quita los pies, antes de que las ruedas le pasen encima. Corre desesperado, se aferra a una vara y se trepa. Ya está a salvo.

Ahora hay que esperar a que el tren pase la frontera. Transcurre una hora y el tren sólo avanza y frena, avanza y frena... A las diez de la noche reanuda su marcha. Los paisanos viajan escondidos en los vagones que llevan pro-ductos de exportación. Sí. México exporta brazos.

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Historias de migrantes México-Estados Unidos

Los viajeros con más experiencia cuentan los segun-dos que transcurren desde que el tren reanuda su marcha. Uno, dos tres... Cuando pasan tres minutos, están seguros de que ya están en territorio norteamericano. Esperan a que el tren vuelva a frenar, y saltan antes de que lleguen los policías fronterizos. Se esconden en los patios del fe-rrocarril y ahí comienzan la huída en busca de un mejor futuro. Luego buscarán treparse a otro tren que los lleve a San Antonio.

La migra recorre los vagones. Toc toc. Dan fuertes to-quidos en la lámina para que bajen los indocumentados. Luego los forman, checan si los viajeros tienen anteceden-tes, si ya los han detenido en otra ocasión, si en el transcur-so del día han intentado cruzar una o dos o hasta tres veces la frontera. La mayoría de los policías son latinos que, a pesar de su apellido, Sánchez o López, se niegan a recono-cer el español y dan indicaciones sólo en inglés. Esa misma noche, los paisanos van pa’tras, como ellos mismos dicen. A unos los regresan por el mismo puente del ferrocarril, haciendo equilibrio en las vías, y a otros les dan la vuelta hasta la caseta fronteriza del Puente Internacional número 1. A los reincidentes, a los que cruzan una y otra vez, los mandan de regreso hasta la frontera de El Paso-Ciudad Juá-rez, a cientos de kilómetros de distancia.

–Si no los haces enojar, no hay problema; hasta se portan amables –dice Jorge Ramos, el de Salvatierra.

–Mañana lo intentamos otra vez.–Sí, mañana.–No, mejor al rato. El otro tren sale a las dos de la

mañana.

Morir en el norte

Juvenal era joven, con tan sólo 20 años. En su corta vida no había conocido más allá del terreno de huizaches, no-

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Menciones Honoríficas

paleras, rocas puntiagudas y tierra roja del ejido de La Es-quina, donde junto con su familia sembraba maíz y frijol.

Juvenal, con la juventud en los hombros, decidió cambiar las grietas de su tierra en Cortazar por el verde paisaje de los naranjales de la Florida, y los quince pesos al día por los quince dólares de su jornada en el campo americano.

Cuando agarró su mochila y la cargó al camión, vol-teó a ver la ladera resquebrajada por el sol y el viento. –Hasta luego –le musitó a su madre, la abrazó y se fue al norte cargado de esperanzas. A los pocos días, Juvenal retornó con el fracaso de haber sido detenido por la migra, y deportado a su tierra.

–Ayúdame a pasar, llévame a trabajar al norte –le pidió a su hermano mayor, Aurelio, quien ya tenía varios meses en Estados Unidos.

–Voy a ver cómo le hago –le respondió.A Juvenal le urgía irse a ganar dinero; él presentía

que en esa esquina de piedras ya no había más futuro que el de la eterna desolación. Ese presentimiento lo atrapó desde que abandonó el cuarto año de primaria para dedi-carse a trabajar en el desolado campo ejidal.

–iAyúdame a pasar! –le repetía ansioso a su hermano Aurelio.

Todos los días tejía planes. Su proyecto más inme-diato era ayudar a sus padres a enfrentar esa pobreza que da una tierra casi estéril, apegada a los caprichos de la lluvia.

Ya había escogido un terreno junto a la casa paterna para levantar, con el tiempo y unos ahorritos, una finca donde viviría con la novia que se quedó esperando en una ranchería.

Su aspiración iba más allá de la casa de piedra y teja que con esfuerzo y sin dinero edificaron sus papás al emi-grar de La Gavia a las tierras ejidales de La Esquina.

Por fin, el 25 de junio de 1995, Juvenal tomó su mo-

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Historias de migrantes México-Estados Unidos

chila y emprendió otra vez su aventura rumbo al norte.–Que Dios te proteja y te ayude –le dijo su madre,

Hilda Hernández.–Que regreses con bien –completó su papá, Emilio

Patiño.La familia dejó de tener contacto con Juvenal du-

rante casi dos meses; permanecía la duda de si había logrado pasar la frontera, hasta que el 25 de agosto llegó una carta: “Le mando unos centavos para que le metan al quelite”, le escribió a su mamá. “Dile a Quirino y a Emilio (sus hermanos) que le tupan duro al trabajo. Después mando más centavos”.

Para entonces, Juvenal ya estaba empleado como pis-cador de naranja en Florida, y se había ido a vivir con su hermano a la localidad de Arcadia, del condado Desoto.

Todos los días salía junto con diez o doce compañe-ros a trabajar en la pizca de la naranja; se trepaban juntos a una camioneta tipo Van, y se dirigían al campo.

El 15 de diciembre, Juvenal se sentó a escribir la últi-ma carta para su madre. En el sobre metió el dinero aho-rrado en sus jornadas de la pizca y lo mandó por correo con destino al ejido La Esquina, en Cortazar, Guanajuato.

Quince días después, Juvenal cumplió 21 años. Su hermano Aurelio y otros amigos se reunieron a celebrar; tomaron cervezas y se sentaron a escuchar música mexi-cana, con la nostalgia a cuestas.

Para ellos estaba muy claro que nada, ni toda la triste-za del mundo, los haría claudicar.

Así que continuaron desafiando al invierno de la Flo-rida, a la discriminación que vivían en las calles, y a un idioma ajeno, al que sólo respondían con señas.

Pero en los primeros días del nuevo año, se apagaron las ilusiones de Juvenal. El 16 de enero de 1996, a las 6:39 de la mañana, Juvenal se topó con la muerte. Iba cami-no a la pizca de la naranja con diez compañeros, cuando un tráiler embistió su camioneta tipo Van, a quince millas

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Menciones Honoríficas

al oeste de Wauchula, en Florida. Con Juvenal murieron otros cinco trabajadores, entre ellos uno de sus tíos, origi-nario del pueblo La Gavia, en Cortazar.

Aurelio, su hermano mayor, salió ileso. Sólo una he-rida se le abrió cuando al despertar descubrió a Juvenal en una plancha. Muerto. Estaba muerto. Muertas las ilu-siones.

Cuatro días tardó Aurelio en completar los trámites para trasladar a su hermano a la esquina del panteón de su pueblo, en Cortazar. Han pasado diez años, y la mamá de Juvenal todavía espera las últimas palabras de su hijo, que quedaron esparcidas en papel en una carta cargada de dólares que nunca llegó a su destino. Y cada día repite un deseo: –Ya no quiero el dinero, quiero las palabras de mi hijo, porque es como si anduviera por ahí su voz perdida en una carta.

Oregón es el estadoy Ceylan su capitalquiero presten su atenciónporque les voy a contarla historia de un buen amigoque acaban de asesinar...

Así comienza un corrido que se canta en la localidad de San José del Carmen, al sur del estado de Guanajuato; lo compuso Luis Barrera García, un hombre de casi 60 años que desde muy joven comenzó a viajar al norte. El corrido es la historia de su sobrino, Samuel Rosillo, quien murió a la edad de 27 años en la cárcel de Ceylan, Oregón.

En esa ciudad pasócontarles yo no queríaSamuel Rosillo Cornejose paseaba en ese día

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Historias de migrantes México-Estados Unidos

como a cualquier criminallo aprehendió la Policía...

Samuel y sus padres, Esther Cornejo y Jesús Rosillo, sa-lieron desde 1985 de su pueblo. No tenían tierras para trabajar, ni opciones de empleo. Vivían –como dicen los lugareños– a la buena de Dios. Al cumplir los 26 años, Samuel se unió a una mujer norteamericana.

–No es por amor. Me arrejunto con ella para andar en paz, para quitarme las broncas de la migra, para ya no andar escondido a toda hora –repetía Samuel, cuando explicaba a sus familiares los motivos para unirse a una mujer de otro color de piel, con otro idioma.

–¡Una gringa! –decían sus padres.Pero un día su vida dio un vuelco. Peleó con su mujer,

y ella lo denunció con la policía. Samuel fue apresado, con cargos en su contra que nunca quedaron muy claros. Ahí, en la prisión, encontró a la muerte.

Lo metieron a la cárcelde la que nunca salióy que su madre llorabaporque ya nunca volvió.Dice que la Policíaahí dentro lo mató.

Su madre se fue a la cárcelpara ver qué había pasadopero cuando ella llegótodo lo habían preparadoLe dijeron que su hijoél solo se había colgado...

Y las dudas comenzaron a rondar entre los familiares de Samuel ¿Con qué se ahorcó si a la cárcel no permitían meter ningún objeto, y mucho menos una cuerda? ¿Por

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Menciones Honoríficas

qué se colgó? ¿Por qué no dejaron a nadie entrar a su celda?

Sólo uno de los parientes pudo ver y tocar a Samuel antes de que ordenaran su sepultura.Su prima, Ana Sala-zar, lo abrazó y al tocar su nuca encontró sangre fresca y huellas como de golpes.

Entonces las dudas se convirtieron en una certeza, en una verdad para los familiares: A Samuel lo habían matado adentro de la cárcel y lo habían colgado en su celda para hacer creer que se trataba de un suicidio.

Luego, las autoridades ordenaron sepultar a Samuel. Lo metieron a una caja y no permitieron a sus padres ver el cuerpo, ni siquiera acercarse. Esa muerte quedó como un misterio.

Así mata mucha genteel gobierno americanonomás por ser ilegaly por ser México-hispanonunca jamás los reclamael Gobierno mexicano.

Todo se vio tan claritocuando ya el cuerpo entregarondebajo de su cabezaestaba todo sangradoseñal que lo habían matadoy ya después lo colgaron.

Luis Barrera escribió este corrido para denunciar ante todo el que quiera escucharlo las injusticias que, dice, se cometen todos los días contra los mexicanos en Estados Unidos.

–Ojalá algún día me escuchen los gringos y se haga justicia.

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Historias de migrantes México-Estados Unidos

(El caso de Samuel ocurrió en 1994)Juan García se fue al norte hace quince años. Salva-

tierra, su pueblo natal, no le hacía honor a su nombre, pues por lo menos a él no lo salvaba la tierra porque no tenía parcela para sembrar.

Andaba arrastrando pobrezas, y el hambre se sentaba todos los días en la mesa con sus hijos y su esposa. Por eso es que decidió irse a Estados Unidos. Un día de 1980 cargó algunos trapos, muy poco dinero y se fue a conse-guir trabajo. Pasó por Tijuana y llegó a Los Ángeles. Corrió con suerte porque rápido encontró empleo en una fábrica textil.

Luego comenzó a llamar a su familia para que se fue-ran a vivir con él a California. Uno de sus hijos, Jorge Gar-cía Maldonado, llegó al norte cuando sólo tenía 19 años. Se llevó con él a su novia Silvia, con quien se casó.

Jorge también tuvo suerte y encontró empleo en una fábrica de puertas y ventanas, allá en Los Ángeles. En sus ratos libres se juntaba con los paisanos a cantar y a contar sus vidas.

Era precavido y evitaba salir de noche porque las ban-das de cholos tenían dominada la zona en donde vivía. Su familia prefería encerrarse para evitar agresiones. Y es que una vez al hermano mayor lo balacearon en la calle: Un carro pasó a toda velocidad, sacaron armas, le apuntaron y comenzaron a sonar los balazos. Desde entonces, la fa-milia García andaba con mucho cuidado por las calles. Por eso les resultó extraño, insólito, cuando un día de mayo, les llegó la noticia de que Jorge había muerto atropellado en una de las autopistas de Los Ángeles. Y todavía más insólito les pareció que el accidente ocurrió a la una de la madrugada.

–Se supone que asesinaron a mi muchacho, porque a esa hora de la madrugada nadie sale por temor a las ban-das de cholos –dice ahora el papá, don Juan García.

Jorge quedó deshecho, sin ropa. Los autos pasaron

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Menciones Honoríficas

varias veces sobre su cuerpo. No hubo elementos para determinar si se trató de un asesinato o de un accidente porque a Jorge lo guardaron en pedazos en varias bolsas.

Don Juan cargó los restos de su hijo y para tenerlo cerca decidió sepultarlo en el norte, esa tierra que adoptó como su nuevo hogar. Lo llevó al panteón de El Potrero, en California, donde cada semana lo visita y le reza una oración.

Con la muerte de Jorge quedó una viuda y dos hijos de uno y dos años, que al paso del tiempo ya no recuer-dan ni el nombre, ni la cara, ni la voz de su papá.

Francisco Flores León era el único hijo varón entre siete mujeres de la familia. Desde que era un niño asumió con responsabilidad su posición de ser el hombre de la casa.

–Si algún día llega a faltar mi papá, yo la voy a auxi-liar –le decía Paco a su madre.

Afortunadamente, el papá, Francisco Flores García nunca faltó; al contrario, siempre estuvo atento de arrimar con muchos sacrificios dinero y alimento a la casa.

En plena adolescencia, Paco mostró interés por irse a trabajar a Estados Unidos.

–Todavía estás muy chamaco –le dijo su mamá, Gra-ciela León.

Fue hasta cuando cumplió 17 años cuando con auto-rización de sus padres viajó en busca de fortuna. Llegó a California, donde un cuñado le consiguió empleo. Su ruti-na era de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. No tenía amigos y extrañaba su pueblo de San José, ubicado entre Cortazar y Salvatierra, en el estado de Guanajuato. Cada mes enviaba muy puntual dinero al hogar familiar.

La nostalgia la aguantó durante tres años, hasta que en enero de 1995 tomó la decisión de emigrar; él sabía que en Oregón había muchos paisanos de su pueblo, de manera que buscó la forma de irse a trabajar para allá. No sufrió para conseguir un nuevo empleo, pues en Oregón

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Historias de migrantes México-Estados Unidos

tenía a su hermana Irma, que le guardaba mucho aprecio, de manera que su cuñado le consiguió trabajo en una car-nicería, donde laboraba sólo de lunes a viernes.

Cada fin de semana su hermana, su cuñado y otros paisanos organizaban paseos al campo y a la laguna Cas-cada. Francisco se negaba a ir, porque decía que tenía “una noviecita que atender”.

Pero el 28 de mayo de 1995, sorprendió a todos.–Denme un short, ahora sí los acompaño –les dijo.–¿Y ahora por qué? –preguntó extrañada la herma-

na.–Tengo ganas de ir. Además la novia puede esperar.Se fueron todos juntos a nadar a la laguna. Después

de comer, platicar y cantar, agarraron sus cosas para reti-rarse.

Pero Francisco se atravesó y retó a algunos de sus paisanos a cruzar nadando otra vez la laguna. Se metió con todo y ropa. Cuando estaba por alcanzar la orilla, se quedó paralizado. Su hermana se asustó al ver que no se movía y de repente desapareció.

Algunos paisanos entraron a rescatarlo. Alcanzaron su cuerpo pero no pudieron sacarlo porque se atoraba en el lodazal del fondo del lago.

Llamaron al sistema de emergencia 911. Después de unos minutos de desesperada espera, los rescatistas llega-ron, pero sólo se limitaron a observar.

–¿Para qué jijos vinieron si no van a ayudar? –recla-mó la hermana.

Los rescatistas tardaron en actuar. Francisco murió ahogado. Con su muerte se destruyó el sueño de unos padres, quienes veían en su único hijo varón una esperan-za de hacer frente a la pobreza. Todavía un mes antes de morir, Paco alcanzó a salvar la vida de su madre.

–Tu mamá está muy enferma de la vesícula. Necesita una operación –le dijo por teléfono su papá.

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Menciones Honoríficas

–No te preocupes, ahí le mando unos centavos –le contestó Paco.

–Era el mejor de los hijos. Todavía alcanzó a curar a su madre y en la salud de ella es como si se mantuviera vivo –dice don Francisco al repasar con lágrimas sus re-cuerdos.

Andrés Gabriola Rico no era rico, era muy pobre. Es-taba desesperado por la miseria que lo rondaba a él, a su esposa Luz y a sus tres hijos en el ranchito El Salvador, del municipio de Salvatierra.

No tenía tierras para sembrar y se pegaba a donde podía para ganar unos pesos y así darle de comer a su familia. Cuando el hambre apretaba y no había nada de dinero, Andrés se juntaba con sus padres. La pobreza lo estaba atrapando cada vez más y más. Para él ya estaba claro que en el ranchito El Salvador no había ninguna sal-vación a la miseria, así que decidió viajar al norte.

En California vivía su hermano Rubén, y a él acudió para pasar la frontera y conseguir trabajo.

Se fue del ranchito en noviembre de 1994. Una vez que ya tuvo empleo en el campo gringo, Andrés mandó llamar a su esposa Luz y a sus tres hijos.

Todos se reunieron en California en junio de 1995. Al principio la pasaron mal, pero estaban acostumbrados a la pobreza y se aguantaron. Poco a poco la situación mejoró y decían que estaban contentos de haber emigrado a Es-tados Unidos.

En diciembre, su hermano Rubén regresó al ranchito para ver a sus padres. –Yo aquí te espero –le dijo Andrés, sin saber que esas serían las últimas palabras que cruzaría con su hermano.

El 8 de enero de 1996, Andrés Gabriola murió al ac-cidentarse el vehículo en el que se trasladaba a su trabajo. La muerte lo encontró en Fresno, California, a cientos de kilómetros de distancia de su pueblo, de sus padres. Tenía apenas 31 años.

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Historias de migrantes México-Estados Unidos

Cuando su hermano Rubén regresó a California, sólo encontró en la casa a la viuda y a tres niños huérfanos. Solos, en un país ajeno.

Doña Margarita Maldonado y don Nicolás Hernán-dez tuvieron siete hijos. Todos –excepto una muchacha– comenzaron a emigrar al norte desde hace 20 años.

David Hernández Maldonado fue el último que emi-gró.

Desde los 17 años quería irse a trabajar a Estados Uni-dos, pero sus papás no lo dejaban.

–¿A qué vas? Nada más a sufrir. Deja que crezcas un poco –le decía su mamá.

–Ándele amá –insistía a doña Margarita. Nada más voy durante unos meses y me regreso. Quiero conocer allá.

–No, no y no.–Pues si no me da permiso de todos modos me voy

a ir a escondidas.Y antes de que David cumpliera su amenaza, sus pa-

dres lo dejaron ir.–Voy a regresar pronto –prometió.David comenzó a trabajar en una carpintería de Los

Ángeles junto con otro de sus hermanos. Llegó como aprendiz y en una ocasión casi estuvo a punto de cortarse una pierna con la sierra eléctrica, pues no sabía manejar-la.

No estaba muy conforme en su estancia en el norte, pero el interés de ganar dinero lo mantenía firme en su aventura.

–Cualquier paisaje de Salvatierra es mejor que los campos de California –le decía a su mamá en las cartas que le enviaba.

Ya había prometido que ese mismo año se regresaba para su pueblo.

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Menciones Honoríficas

Con el dinero que comenzó a ahorrar en el norte, David compró tabiques para hacer su casa en su pueblo natal de San Isidro. Su novia del pueblo de La Estancia lo esperaba para formar un hogar.

Pero todo quedó en planes, pues en febrero de 1996, David Hernández, de 21 años, murió en circunstancias que no han quedado muy claras para su familia.

Sus parientes y vecinos aseguran que murió asesinado en Fresno, California. Los compañeros del trabajo fueron amenazados con despedirlos si hablaban o si presentaban alguna denuncia.

–Da tristeza, porque, como quien dice, mi hijo traba-jó nada más para pagar su tumba –dice consternada doña Margarita.

José Gómez Lara enviudó muy joven, a la edad de apenas 26 años.

Desde entonces, 1989, él y sus dos hijos se fueron a vivir a la casa paterna, en Rincón de Tamayo, Guanajua-to.

El interés de darles un mejor futuro a sus hijos, lo llevó a cruzar la frontera norte. A los 28 años, José logró pasar al norte y comenzó a laborar en una compañía ma-derera.

En San Antonio, Texas, se encontró con su hermano mayor, Manuel Gómez Lara, quien ya tenía 16 años tra-bajando en Estados Unidos. Con su compañía superó la nostalgia y permaneció en San Antonio durante dos años, hasta que el amor por sus hijos lo hizo claudicar y regresó a Rincón de Tamayo.

El 9 de abril de 1995, José Gómez Lara emprendió de nuevo el viaje al norte. Se fue con un vecino de su pue-blo. Juntos se lanzaron a cruzar el Río Grande, por el lado del puente internacional de Laredo. Su compañero logró pasar, pero José murió ahogado en su intento de cruzar la frontera. Tenía apenas 32 años.

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Ahí, en el Río Grande, también se ahogaron los pla-nes para dos niños que quedaron solos en Rincón de Ta-mayo. Sin mamá, sin papá.

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“Sangre zacatecana en la guerra”

Autor: María Ignacia

–1–

La Pelona estaba furiosa. Le tocó reclutar voluntarios en Las Vegas para ir a la guerra de Irak, esa que pro-movió el presidente George Bush sin fundamentos,

como después se supo. La Pelona quiere manejar un tan-que de guerra , disparar armas o estar al mando de un pelotón, como lo hizo en Kuwait hace años, cuando la mandaron al frente.

Hace más de quince años que María Esperanza Mon-toya se fue a Estados Unidos, siguiendo a sus hermanas y buscándose. En Zacatecas no se hallaba. –Siempre fue guerrosa. Nada la llenaba, –confiesa su hermana Laura, sentada en la mesa de la nevería El Eskimo, propiedad de la familia, conocida entre los lugareños como la nevería de don Luis, a unos pasos del jardín principal de Villanueva.

En su tierra natal, ubicada a 60 kilómetros de la ciudad capital, todos la conocen desde pequeña con el mote de La Pelona, porque lleva siempre el pelo muy corto. Mide apenas uno sesenta de estatura y es fuerte como un roble.

Es de las pocas militares a quienes el gobierno norte-americano dio derecho a casa en la base militar de West Point en Nueva York donde, dicen, sólo se llega por una alta recomendación o por demostrar sangre templada y el talante bien puesto.

Esposa de un militar puertorriqueño en retiro, La Pe-lona no se arredra ante nada. Cuando habla con su familia, les hace saber que no deben preocuparse por ella. –Si me muero, me muero feliz porque hago lo que quiero. Sepan

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Historias de migrantes México-Estados Unidos

que prefiero mil veces estar en el frente que andar reclu-tando pendejos.

Parte de la familia Montoya vive en Zacatecas y otra en Estados Unidos, división que ocurre con más frecuen-cia de lo deseado en estos rumbos de México. Actualmen-te la población zacatecana en Estados Unidos supera en número a la que habita en el territorio estatal. Pero a esta familia la migración los partió también de otra manera. Los de acá no entienden el espíritu bélico que se fundió en los de allá.

Culturalmente son opuestos. Los que están en Villa-nueva no entienden el afán militar de una parte de su san-gre, quienes dicen que la profesión de las armas es como cualquier otra.

En diciembre del 2002 murió la madre de los Monto-ya, por lo cual María Esperanza solicitó un permiso espe-cial al ejército para acudir al sepelio. La Pelona lo consi-guió con mucho trabajo, pues para esas fechas se hablaba de que el conflicto bélico contra Irak estallaría en cual-quier momento.

Ese fin de año fue la última vez que La Pelona estuvo en Zacatecas, y ahí su familia supo del único miedo que le conocen a María Esperanza. En medio del velorio dijo que se quería ir a dormir un rato, por lo que pidió las llaves de la vieja casona familiar de cincuenta y dos años. Le dieron las llaves, pero no se iba. Solicitó compañía y nadie sabía por qué.

–2–

–Me da miedo la casa –confesó al poco rato–. No me quiero quedar sola. Ante la sorpresa de familiares y ami-gos, sólo consintió ir a dormir si alguien la acompañaba, por lo que una de sus sobrinas se fue con ella.

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Menciones Honoríficas

Ese miedo a su casa natal, a sus ruidos nocturnos pro-pios del silencio, habita el cuerpo de la misma mujer que la primera vez frente a un pelotón puso en orden a uno que quiso ponerla a prueba cuando le espetó en la cara que ella y cuántos más le darían a él órdenes. Por toda respuesta La Pelona lo hizo pasar al frente y le enseñó al insurrecto quién era ella y a obedecer a sus superiores, ante la mirada atónita de la formación. Nunca más alguno se insubordinó ante ella.

María esperanza Montoya es sargento en grado oc-tavo del Ejército de los Estados Unidos, al que ingresó en 1989 a instancias de su cuñado, cansado de verla picar aquí y allá en la búsqueda de sí misma, cuando llegó como migrante.

–A ti sólo La Army te va a poner en paz –le dijo. Con-sintió en la sugerencia y al poco tiempo su madre le oyó decir –Ahora sí hallé lo que me gusta. Firmó un contrato por un año al cabo del cual, si las cosas no marchaban, se vería libre del compromiso con el ejército.

Desde entonces vive para la armada. Estudió en la Escuela Militar la carrera de psicología y se quedó. Sabe armar y desarmar bazucas, rifles, granadas y, lo que más le gusta, manejar tanques de guerra.

Su hermana Laura no entiende cómo puede vivir así y sufre por ella. Llora al recordar que durante la Guerra del Golfo un año no supieron nada de María Esperanza. En uno de los escasos contactos telefónicos con su madre, ésta le dijo –¿Pelona, qué tal si llegas a general?. –No –res-pondía–, esos no hacen nada. A mí me gusta la acción, los cabronazos.

El único antecedente familiar de los Montoya en la milicia era un hermano del padre que fue soldado en el Ejército Mexicano, pero eso era otra cosa, solloza Laura. Ni compararlo con las acciones destructivas del Ejército de los Estados Unidos.

–A mi padre nunca le extrañó que Esperanza encon-

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trara camino en la carrera de las armas, quizá por el re-cuerdo de su hermano. En la sala de la casa, en Villanue-va, hay una foto de La Pelona. Aparece altiva, el orgullo en el rostro, enfundada en botas negras de grandes agujetas y uniforme de camuflaje.

–3–

Hoy no es la única miliciana en la familia. Sus sobrinos, hijos de Villanovenses, nacidos ya en Estados Unidos, son soldados. Sean vive en Texas y estaba en ese tiempo tam-bién preparado para ser llamado en cualquier momento a las filas de quienes acudirían a Irak. Alfredo Quintero Montoya, de 23 años, se dio de alta en las Fuerzas Especia-les y estuvo más de dos meses en el norte de Irak.

Ese tiempo no supieron de él y todos estaban a la expectativa, con el sufrimiento metido en cuerpo y alma mientras veían el horror de esa guerra por televisión. –Me da miedo prender ese aparato. A veces me gana el terror y mejor le cambio o la apago –dice Laura, las manos tem-blorosas tratando de limpiar las lágrimas que reaparecen en su rostro entristecido. Su temor crece cuando hablan de militares estadounidenses capturados. No lo puede to-lerar.

El padre de Alfredo trabaja como mayordomo en una fábrica donde trituran telas. Se fue desde los catorce años. Únicamente terminó la primaria en Villanueva. Sus hijos, allá en el norte nada más llegaron a concluir la secunda-ria.

–Tal parece que la familia de allá no tiene más aspi-raciones. Yo no concibo mi vida como ellos en Estados Unidos –sigue contando Laura, cuyos tres hijos son profe-sionistas, dos por la Universidad Autónoma de Zacatecas. Uno veterinario, otra psicóloga y la menor estudia Cien-cias de la Comunicación en Querétaro.

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Menciones Honoríficas

Laura va poco a visitar a sus hermanos. Una vez fue a South Gate, California. –Simplemente no me hallo. La casa tiene muchos aparatos electrónicos, pero ningún libro. No hay un lugar donde sentarse a leer.

A ellos les pasa lo mismo pero al revés, cuando vie-nen a Zacatecas, asegura. –En Villanueva se aburren y parecen como leones enjaulados. Les gustan mucho las fiestas y la vida social.

Laura les insistió un tiempo en que se regresaran, que en Zacatecas podrían estar bien, pero le contestan que ya están hechos a la forma americana de vivir y que allá se quedarán.

Laura Montoya manifiesta pesar al reconocerlo: –Mis parientes son felices en un país que promueve tantas gue-rras. Parece mentira, pero así es. Lo único que nos queda es respetar sus convicciones, rezar por ellos y sufrir, eso no se nos quita.

La guerra no la ve como ganancia para nadie y lo único que desea es saber que sus familiares milicianos estén bien, que no sean capturados por el enemigo, los alcance una bala o la destrucción.

Aunque La Pelona diga que es una profesión como cualquier otra, Laura sabe el riesgo que corren de dejar su sangre derramada en cualquier conflicto bélico y aunque no lo tolere, se tiene que aguantar.

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“Yo, un migrante más”

Autor: Desilusionado

En 1987 yo emigré a los Estados Unidos con un grupo de seis compañeros, todos conocidos, Jesús Cabrera, de la Luz; Merced Vásquez, Rubén Vásquez, de Tan-

que Prieto; Juan Alonso, de las Trojes; Leopoldo Loredo, de Divisadero y Faustino Silva, de Cuesta de Campa.

En ese entonces a mí me contaban que era muy bo-nito los Estados Unidos, que se ganaba mucho dinero. Me invitaron y nos fuimos nomás a la aventura, sin conocer los caminos y fronteras, nomás al puro valor, con poco dinero y poca comida. En ese tiempo yo ganaba cinco pesos por semana, no había manera de llevar suficiente dinero de aquí. Salimos a la frontera de Ciudad Acuña, cruzamos el río y de ahí para delante fue una historia bien triste pero cierta. No conocíamos caminos, llevábamos un mapa solamente para dirigirnos al norte. Esa vez cruzamos el río a las ocho de la noche, caminamos toda la noche hasta que amaneció y sucede que amanecimos donde ha-bíamos cruzado el río. Dimos una vuelta, nada más cami-namos toda la noche y cuando amaneció estábamos junto al río. Esa noche estaba muy oscura, la luna salió en la ma-drugada, estábamos descansando casi dormidos y al salir la luna nos norteamos y caminamos al contrario, bueno, pues, continuamos.

Cada uno llevábamos un ánfora de agua de cinco li-tros, tortillas de harina, atunes enlatados y galletas de sal, era todo lo que llevábamos de comida, caminábamos lo mas que podíamos de día y de noche. A los cuatro días se

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Historias de migrantes México-Estados Unidos

nos terminó el agua y la comida, teníamos sed y hambre. Uno de los compañeros, Merced, lloraba. Él decía que nos íbamos a morir de hambre y de sed. Nos dimos fuerza y valor para seguir adelante. Ese día, cuando amaneció, se escuchaba un ruido a lo lejos y caminamos hacia él. Entre más lo oíamos, mas cerca y de pronto divisamos una torre y era un rehilete de un papalote, pues nos dirigimos hacia él y ahí había bastante agua. Tomamos y hasta nos baña-mos, estábamos bien animados de seguir el camino.

De pronto pasamos un susto. Faustino se andaba aho-gando. Había una pila llena de agua que tenía como tres metros de hondo por diez de ancho. No sé qué paso con él. Miró a los demás que se metieron a nadar y él también se metió a la pila sin saber nadar. Total que lo sacamos y le apretamos el estomago y aventaba mucha agua por la boca y la nariz. Pensábamos que se iba morir pero logro con-trolarse. Pasamos un buen rato de, pronto vimos llegar un ganado de chivas y de borregas que se acercaban al agua, teníamos hambre y decidimos matar una para comer, las correteamos y matamos una. A puras pedradas la destaza-mos, llenamos las ánforas de agua y nos retiramos de ahí. Hicimos una lumbre para poner a asar la chiva, comimos y seguimos nuestro camino.

Más delante nos encontramos un rancho, como a las diez de la noche. Teníamos miedo de hablar pero al oír el ruido de nosotros un perro ladró y salió un hombre gri-tando, quién está ahí, y nosotros le contestamos, somos mexicanos, necesitamos ayuda, y se acercó a nosotros y dijo, pásenle para dentro, cuantos vienen, nosotros le con-testamos, somos siete, y él nos dijo, aquí comerán por esta noche, los voy a ayudar por que yo también pasé por lo que ahora ustedes están pasando, pero gracias a dios ya soy residente y tengo mis papeles. También nos dijo, tengo comida para que cocinen, un bulto de harina para hacer tortillas y el baño para quien se quiera bañar, para que descansen. Unos se bañaban, otros preparaban la comida

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Menciones Honoríficas

y otros hacían las tortillas. Cuando estaba todo preparado nos pusimos a cenar. Al terminar nos fuimos a dormir y al otro día el señor nos dijo, vengan todos, ya esta listo el almuerzo. Todos almorzamos y nos dio comida para llevar y dijo, vengan todos que los iré a encaminar. Nos dio una dirección de un rancho por donde íbamos a pasar. Cuando llegamos ahí ya no teníamos ni agua ni comida y le pedimos al ranchero. De mala gana nos dio poquita agua, comida y siete tortillas, una para cada uno. Él nos dijo, váyanse de aquí por que si mi patrón los mira, los va a correr y posiblemente les eche la migra, miren, es mejor que se vayan, adelante está la carretera, pasa el autobús a las siete de la mañana.

Ese día nos acercamos a la carretera como a las once de la noche, Merced y Leopoldo decidieron salir a pedir raite o que los levantara la migra. De pronto se paró una camioneta, pues era la migra. Los otros cuatro estábamos como a veinte metros retirados de la carretera. La migra les preguntó que cuántos iban más y no dijeron nada. No-sotros estábamos tirados en el pasto, a ellos se los llevó la migra y nosotros nos retiramos como a 200 metros para poder escondernos, para otro día salirle al autobús. Nos lavamos la cara, nos cambiamos de ropa y nos fuimos a salirle al autobús. Ese día pasó a las 7:15 a.m. Le hicimos la parada y sí nos levantó. Nos llevó hasta un pueblito que se llamaba San Ángelo. Nos cobró quince dólares a cada uno.

Llegamos a las oficinas donde viajaba la gente y no-sotros sin saber para dónde irnos, pero un señor de Divisa-dero, llamado José Briones, nos había dado un numero de teléfono para si necesitábamos ayuda. Marcamos al telé-fono que nos había dado, una amiga de él nos ayudó. Ella fue por nosotros a la parada del autobús, nos llevo para su casa, ahí estuvimos cinco días. Después buscó quién nos llevara mas delante, porque los vecinos ya le anda-ban diciendo que la iban a reportar con la migra porque

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tenía gente ilegal con ella. Poco después encontró quién nos llevara para Forbor, un pueblecito a siete horas de San Ángelo. Nosotros caminamos cinco días y cinco noches, bueno, para poder llegar a este pueblo yo llevaba una di-rección de dos amigos.

Cuando llegamos con ellos fue una gran sorpresa para ellos por que nunca les avisamos que íbamos con ellos. Les pedimos dinero para pagarles a los señores que nos llevaron. Ellos no tenían dinero pero de un modo y de otro lo consiguieron. Aquí las personas piensan que en Estados Unidos es muy bonito, pues a la vez tienen toda la razón pero si no trabajas no tienes nada. Llegando a una conclusión, allá el dinero se gana trabajando y aquí también, es decir, es igual, aunque allá tienes que pagar renta, y aprender a realizar los quehaceres de la casa, por ejemplo hacer de comer, lavar trastes, lavar la ropa y plan-char. Es bien difícil estar allá con miedo a que la migra los descubra, ausentes de su familia. Para poder lograr llegar a Estados Unidos se sufre, y arriesga uno su vida sin saber si va a poder regresar vivo o en un ataúd, como muchos han regresado.

Bueno, en ese pueblo conseguimos trabajo. Nos pagaban muy poquito dinero. Ahí pagaban por horas y la hora la pagaban a cinco dólares. Según las horas que trabajáramos, eso nos pagaban. En construcción, cuando había posibilidades de agua de un 40 por ciento no traba-jamos un día. Yo salí a la calle e iba yo caminando cuando de pronto se paró una camioneta con cuatro personas. Me dijeron que si quería trabajar con ellos. Yo les conteste que yo ya tenía trabajo. Se bajaron de la camioneta y me subieron a la fuerza. Me llevaron a una sierra y me ence-rraron, pues ahí tenían unas bodegas. Nunca supe a qué se dedicaban esos hombres. Como pude tiré un puerta con una barra y un talache y me escapé. Caminé catorce horas para llegar a un pueblo. Ahí recordé que vivía un amigo que tenía poco de conocer. Entonces llegué con él

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Menciones Honoríficas

y él me hizo todo el favor de llevarme a la casa en donde estaba viviendo.

Ya después de un tiempo me la vi muy difícil, por que todos los días pasaba una camioneta preguntándoles a los vecinos por un hombre. Las características que les decían coincidían conmigo. Yo tenía mucho miedo y tuve que irme a vivir a otra casa. En ese tiempo estuve seis meses en Forbor. Un amigo me invitó a que fuéramos a meter una aplicación a la oficina de inmigración para que nos dieran un permiso temporal. Nos aceptaron la aplicación y nos dieron un recibo. Nos dijeron que a los treinta días nos llegaría una carta por correo avisando si nos aceptaban o no, pero antes de esos treinta días a mí me avisaron que mi papá había tenido un accidente y estaba muy grave en el hospital. Me preocupé mucho y regresé a mi país. En ese momento me olvide de todo, de mis papeles princi-palmente. Cuando llegué al hospital donde se encontraba me dijeron que ya estaba mejor. Después de unos días se recuperó.

Al cumplirse los treinta días, como me lo habían dicho, unos amigos me avisaron que la inmigración me había aceptado la aplicación, que tenía que presentarme en las oficinas para el tramite de mi permiso. Conseguí dinero para poder regresar a Estados Unidos, invité a un amigo llamado Juan Jasso, de un ranchito llamado El Te-colote, cerca de mi comunidad. Nos pusimos de acuerdo y nos fuimos nuevamente a Estados Unidos cruzamos la frontera de Reynosa pero nunca pudimos llegar hasta allá por falta de dinero y otros recursos. Para mí todo esto fue una aventura y una historia muy triste que nunca olvidaré, todos lo que nunca han emigrado no saben. Piensan que es muy fácil pero no lo es así, bueno, al menos para mí no lo fue. Todo emigrante sufre muchos riesgos y peligros. Unos de los riesgos y peligros son las víboras venenosas y los rateros que se encuentran en las fronteras.

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Por segunda vez emigré

Esta vez emigré con un grupo de veinte personas, la ma-yoría todos conocidos entre ellos, tres mujeres y dos niños de tres y cinco años de edad, de aquí de San Luis Potosí. Salimos en los primeros días del mes de enero de aquí a Tamaulipas en autobús. Luego en tren de Monterrey a Matamoros y de Matamoros a Altar, Sonora. El coyote que nos llevaba era de Tamaulipas. Él nos contaba todo de una manera muy bonita pero poco a poco supimos que nos mintió, porque todo era horrible. Nos llevó a Sonora y ahí nos dejó en un ranchito con una familia bien pobrecita. Ahí estuvimos cinco días. De comer nos daban puros frijo-les con un pedacito de tortilla.

El coyote que nos llevaba se desaparecía unos días, después regresaba tomado con otras dos personas en una camioneta. Cuando regresaba nosotros le preguntábamos que cuándo nos pasaría para el otro lado, él nos contes-taba que al otro día. Así pasaron seis días y por fin fue por nosotros en una camioneta para llevarnos a la línea divisoria. Ahí estuvimos otro día escondidos en el monte. Toda la noche pasaban grupos de personas. Se escucha-ban gritos de mujeres, como si alguien estuviera abusando de ellas. Por esa parte donde nosotros nos encontrábamos era puro desierto, todos teníamos mucho miedo.

De pronto miramos unos hombres, ellos buscaban al coyote que nos llevaba. Ellos le dijeron al coyote, qué chi-quito es el mundo y las piedras se encuentran rodando, discutieron por buen rato, que al final hasta se querían matar. Ellos solamente querían que se les pagara una can-tidad de dinero que les debía. Según ellos era de un grupo de gente. Todos nosotros nos dimos cuenta de que se qui-taban la gente que cruzaban. El coyote nos pidió dinero a todos para pagarles y que nos dejaran seguir nuestro camino. Caminamos todo el día y toda la noche. Entre todos ayudamos a las mujeres a cargar a los niños. El co-yote nos dejó en un lugar bastante boscoso, cerca de un

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rancho. Él se fue, nos dijo que iba por una camioneta para llevarnos. Pasamos dos días y dos noches sin comer y sin tomar agua. Uno de los niños se nos enfermó, se estaba deshidratando, y el coyote no llegaba.

Decidimos salir a pedir ayuda, pero nadie quería, todos tenían miedo. Yo, junto con otro compañero, salí a pedir ayuda a un ranchero, pero cuando le hablamos el contestó que él no hablaba español. A puras señas le dimos a entender que necesitábamos ayuda. Al ver que las mujeres y los niños lloraban decidió ayudarnos. Nos dio agua, siete tortillas y un atún para todos, nos dijo que nos fuéramos porque si no nos retirábamos de ahí le iba a hablar a la migra. Nosotros le contestamos que era lo que queríamos, para ya no seguir sufriendo. Lo que más nos interesaba eran los niños. Poco después nos dimos cuenta de que el ranchero nos había mentido, porque sí hablaba español y era chicano. Todos decidimos caminar hacia una carretera. En el camino nos encontramos con un indio. Él nos dijo que alguien nos andaba buscando. Con él también nos entendimos a puras señas. El coyote ya se había retirado de ahí y él nos metió abajo de un puente de la carretera. nos dijo que no nos moviéramos de ahí, que pronto regresaría. Después de dos horas regresó con un maletín lleno de comida y agua. Un poco mas tarde llegó el coyote y dijo que ya iban a venir por nosotros. Horas más tarde llegaron por nosotros y nos llevaron a un pueblo que se llama Tucson, Arizona. Ahí llegamos a una casa, nos dieron de comer y descansamos un rato. En esa misma noche nos llevaron a todos a un huerta de naranja. Teníamos que estar escondidos.

Pasamos un día y una noche. El día siguiente por la mañana salimos a buscar una tienda. Había una cerca de la huerta. En esa tienda había teléfono público. Una de las compañeras tenía una sobrina en Phoenix. Logramos comunicarnos con ella y nos llevó para su casa, le com-pró la medicina al niño y se recuperó muy pronto. Todos

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pensábamos que se iba a morir pero gracias a dios y a la señora que le compró la medicina se recuperó. Al día si-guiente nos fuimos otra vez para la huerta. De ahí salimos en una camioneta, todos apretados, uno sobre de otro. Después de ocho horas de camino llegamos a Denver, Co-lorado. Nos paró una patrulla de caminos y le hablo a la migra. Rápido nos arrestaron y nos encerraron unas cuan-tas horas. Poco después nos llevaron a Juárez. El coyote se quedó encerrado. Nunca volvimos a saber de él.

En Juárez nos separamos y ocho de los compañeros decidieron regresar a México. Todos los demás le segui-mos. Ahí en Juárez unas mujeres nos ayudaron a pasar hasta el estado de Kansas. Llegando a Kansas me comuni-qué con unos familiares. Les dije en dónde me encontraba y fueron por mí. Me llevaron a su casa y lo primero que hice llegando a la casa fue comunicarme con mi familia, que se encontraba en México. Al oír mi voz se pusieron muy contentos. Ellos pensaban que me había pasado algo en el camino, incluso llegaron a pensar que me había muerto, porque como ya habían pasado veintiocho días y no me comunicaba con ellos, lo primero que pensaron fue que yo ya me había muerto. Mi esposa les decía a mis hijos que pronto regresaría, que me había ido a comprarles unos regalos. Mis hijos estaban muy chiquitos cuando yo emigré. Una tenía dos años y el otro ocho meses. La niña que era la que ya hablaba. Al escuchar mi voz me decía, papá, ya regresa con nosotros aunque no traigas regalos. A mí se me partía el corazón al oír llorar a mis hijos, pero yo ya estaba en Estados Unidos y me era imposible estar con ellos en esos momentos.

En ese momento yo no sabía si estaba feliz por que había logrado llegar o triste por la razón de que no podía estar con mi esposa y mis hijos. Después de unos días encontré trabajo y estaba mandando dinero a mi familia cada ocho días. Como nueve meses después me avisaron de México que mi esposa estaba muy grave y necesitaba

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un medicamento que costaba mucho dinero. Les mandé el dinero que necesitaban y dos días después me comu-niqué para México y me dijeron que seguía muy mal. Me preocupé mucho y tuve que regresar. Mi esposa se ponía cada día peor, pero gracias a dios se recuperó y hasta la fecha sigue mejor y yo ya no he vuelto a emigrar.

Mis motivos de emigración fueron por problemas económicos y falta de empleo. Las dos veces que yo he emigrado me han dejado un recuerdo que tal vez nunca voy a poder olvidar y me han servido para experimentar lo que se sufre para poder llegar hasta allá. También para darme cuenta de que aquí en México nos cuentan la vida de una manera bonita pero para mí fue todo lo contrario. Al decidir emigrar puse en riesgo mi vida, sin saber los riesgos a los que me enfrentaría y si podría solucionar-los, si llegaría a mi destino o en mi camino moriría. Tal vez puse mi vida en riesgo pero no lo hacía por gusto, si no por necesidad. En las dos veces que yo he emigrado nunca me daba por vencido porque sabía que mi familia me esperaba. A mí lo que me daba fuerza y valor era que había dejado a mi esposa y a mis hijos en México.

Ahora que me encuentro en mi país y con mi familia me he dado cuenta de que el emigrar no deja ningún be-neficio, sólo recuerdos y algunas veces hasta problemas del pasado, porque al regresar a mi país sigo siendo un mexicano pobre y humilde como lo era antes de emigrar. Lo que dicen algunas personas de la forma de vivir en Estados Unidos es mentira, porque cuentan que se vive de una manera mucho mejor y se gana el dinero de una manera más fácil. Para mí fue todo lo contrario porque no podía vivir tranquilamente, siempre tenía que andar con mucho cuidado, y con respecto al dinero, lo ganaba de la misma manera que en mi país, es decir, trabajando. La única diferencia de vivir en los Estados Unidos es que uno mismo tiene que hacer el aseo de la casa, lavar, planchar y hacer de comer, y estando con tu familia la esposa se

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encarga de todo. Sin decir mentira, la emigración sólo me dejó recuerdos y experiencias que nunca olvidaré y espe-ro nunca emigrar a Estados Unidos.

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