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CUARTA PARTE LA CRITICA LITERARIA DESPUÉS DEL MODERNISMO

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CUARTA PARTE

LA CRITICA LITERARIA DESPUÉS DEL MODERNISMO

I

La influencia del Modernismo se prolongó en Colombia hasta muy entrado el siglo XX. Todavía el grupo de escritores que comienza su carrera a mediados de los años veinte mantiene, en lo fundamental, viva esa herencia. "La última onda del movimiento modernista", afirma Rafael Maya, "no acaba en los centenaristas, sino en la generación que sucedió a ésta, o sean Los Nuevos". Umaña Bernal "recoge en sus sonetos juveniles el último rasgo de la elegancia parnasiana"; León de Greiff "reitera la canción lunática dejules Laforgue"; el mismo Maya, en su primer libro, "saluda, por última vez, a su Grecia de estampa satinada"1. Cuando Jorge Zalamea pretende resumir las objeciones de sus coetáneos en contra de la generación anterior, la del Centenario, más que esbozar una crítica del Modernismo, lo que señala es más bien su traición al programa modernista: un falso romanticismo y cierta despreocupación provinciana por los problemas del mundo contemporáneo eran los dos grandes defectos de sus predecesores, algo que no podría haberse imputado a Silva o a Sanín Cano. El ambiente literario en el que aparece la poesía de un León de Greiff estaba aún dominado por amaneramientos y exageraciones de baja estirpe romántica y apenas recibía tímidos sacudones de liberación modernista2. El autor de Tergiversaciones parece destinado a llenar esos vacíos dentro de la estética modernista, en lugar de presentarse como revolucionario, heraldo de las vanguardias. Zalamea ve en la poesía de León de Greiff, ante todo, el cumplimiento de la vieja alianza simbolista entre música y poesía. El "elemento musical", afirma, realiza su efecto primero en el lector creando esa "indeterminación que lo deja en disponibilidad para todas las insinua­ciones, excitaciones y abusos del sonido, al margen de toda idea, a hurto de la conciencia"3. Es verdad que los versos de De Greiff van más allá, según el crítico, y actúan también sobre el intelecto, "imponiendo todo un orden

1. RAFAEL MAYA, LOS orígenes del Modernismo en Colombia, pág. 146. 2. JORGE ZALAMEA, "Prólogo a las Obras completas de León de Greiff", en Literatura,

política y arte, pág. 751. 3. Ibid., pág. 752.

170 LA CRÍTICA LITERARIA

deliberado de imágenes y de ideas". Pero lo que importa aquí es destacar el principio de continuidad estética que va desde la poética simbolista hasta llegar al grupo de Los Nuevos. El mismo De Greiff, en una de sus Prosas de Gaspar, define la poesía en términos perfectamente compartibles para cualquier esteta finisecular; "La poesía —yo creo— es lo que no se cuenta sino a seres cimeros, lo que no exhiben a las almas reptantes las almas nobles; la poesía va de fastigio a fastigio; es lo que "no se dice', que apenas se sugiere, en fórmulas abstractas y herméticas y arcanas e ilógicas para los oídos de esas gentes que hande leernos a nosotros los poetas. A leernos o a no leernos, pero en todo caso a no entendernos"4.

Una revista como Panida (1915), inmediato antecedente de Los Nuevos, no parece muy alejada, en los gustos y sensibilidad de sus colaboradores (León de Greiff, Ricardo Rendón, Fernando González, entre ellos), de las líneas ya demarcadas por las publicaciones modernistas de fin de siglo. Los espacios más amplios y significativos son ocupados por nombres como los de Mallarmé, Poe, Anatole France, Verlaine, Gourmont, Osear Wilde, Peter Altenberg, Francis Jammes, Rubén Darío, Silva, Valencia, Rodó). Pocos años más tarde, la revista Voces (1917-1920) de Barranquilla regis­traba ya el paso de las vanguardias. Y al lado de los viejos maestros de finales de siglo, desfilan algunos de los más recientes escritores europeos: Apollinaire, Léon-Paul-Fargue, Réverdy, Max Jacob.

José Umaña Bernal hizo su profesión de fe modernista a través de adhesiones a ciertas figuras: Silva, Castillo, Baudelaire, Barres. De este último escribe: "nos intoxicaba con el examen espiritual y el culto del yo. Y todavía estamos convalecientes". Agrega que la lección insuperable del maestro francés fue la del silencio y el aislamiento desdeñoso: "ante la algazara de los bárbaros, aislarnos en la soledad y en el silencio. El silencio es la forma más noble del desdén"5. Incluso una admiración como la que profesó por Rilke tuvo para él cierto valor de puente entre la sensibilidad esteticista y decadente del siglo XIX y lo más actual, o lo más universal, de la poesía del presente siglo.

4. I.EÓN DEGREIFF, Obras completa*, tomo II, Bogotá, Procultura, pág, 221, 5. JÓSE UMAÑA BERNAL, Carnets, pág, 212.

DESPUÉS DEL MODERNISMO 171

II

Las críticas al Modernismo en este período vinieron de distintos frentes y por motivos más o menos encontrados. Rafael Maya considera que toda la anarquía moral y estética del arte de la postguerra tiene su raíz en el Modernismo. "El futurismo, el dadaísmo, el surrealismo, todas las escuelas de vanguardia que aparecieron después de la guerra, entre los años de 1914 y 1920, estaban virtualmente contenidas en el Modernismo"6. En su lista de cargos incluye, naturalmente, los ya proverbiales: escuela formalista y ornamental, el Modernismo prescinde, según él, de las verdades esenciales del pensamiento para sustituirlas por hermosas superficies. En contraste con la tradición clásica, cuyo fundamento es la integración del hombre y la sociedad, el Modernismo trajo consigo una concepción individualista y anárquica de la vida, que culminará, agravada, en las nuevas corrientes del siglo XX. Desde Ritos de Guillermo Valencia hasta la obra de los llamados Nuevos", se cumple, según Maya, un proceso rectilíneo y "fatal" hacia una concepción estética, decorativa y suntuosa del arte"7. Una escuela de fraseólogos y estilistas" cuya inquietud se reduce a "burilar" la frase, a esmaltar" el período, a "policromar" el discurso, a "cincelar" el verso, a enjoyar" la página. Más que de estilo, dice Maya, se trata de retórica. Pero

en todo caso, la opinión del crítico se presenta enfáticamente adversa a la influencia del Modernismo, pues con éste se consagra la disociación entre estilo e idea, causa directa de "la decadencia de las letras nacionales en estos últimos tiempos"8.

Desde la otra orilla, mientras tanto, Luis Tejada entona un réquiem, según él definitivo, por la poesía de Rubén Darío, al tiempo que niega la actualidad y el valor de su influencia en la lírica de los años veinte. "La esencia poética que pudo haber en ella no alcanza a influenciar a las generaciones avancistas de hoy; y en realidad, no existió allí nada esencial y eterno que se convirtiera en germen fecundo para el porvenir; la lírica actual, bajo influencias más activas y más recientes, va por otros caminos y persigue otros objetivos"9. En 1924, Tejada se encuentra en pleno fervor

6. RAFAEL MAYA, Consideraciones críticas sobre la literatura colombiana, pág. 108. 7. Ibid.. pág, 122. 8. Ibid., pág. 125. 9 Luis TEJADA, Gotas de tinta, pág, 164,

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antimodernista: "ya es tiempo de torcerle el cuello a la música", escribe10. Su proclama va en contra de toda la estética que había impuesto el Moder­nismo: contra el vocabulario poético, contra las palabras y los metros musicales, contra el tono cantado que, según él, vuelve los versos ramplo­nes y mediocres y hace pensar con pavor en "recitaciones escolares" y "veladas literarias". La lírica colombiana está retrasada, en su opinión, cincuenta años, pues desconoce la agitación poética que viene produciéndo­se en el resto del mundo por mantenerse aferrada a las gastadas fórmulas con que se hacían los poemas en tiempos de Verlaine y de Darío. En el momento de presentar al público un poeta verdaderamente "nuevo" como Luis Vidales, está seguro de que sus versos no habrán de gustar todavía a ese lector "rutinizado en el viejo sonsonete parnasiano". Los modernistas son culpables de que la masa lectora confunda aún la belleza poética con la sonoridad vacua y con los adjetivos decorativos escalonados arquitectónica­mente en el verso "como se escalonan baldosines de colores"11.

El Modernismo se convirtió, pues, en blanco favorito para los francotira­dores de todos ios costados. Unos lo condenaron como culpable de haber iniciado la labor de demolición de venerables tradiciones; otros, por ser él mismo ya tradición e impedir el avance de las corrientes literarias "progre­

sistas "12

10. Ibid., pig. 283. 11, Ibid., pág. 1 59. Por la misma época, el ultraísmo emprendía contra el "rubenianis-

mo" una batalla con argumentos muy parecidos a ios de Tejada. Un joven poeta argentino, Jorge Luis Borges, atareado en la explicación de la "novísima estética" ultraísta, considera indispensable despejar primero el camino, removiendo el obstáculo modernista, aún vigen­te en los procedimientos literarios y en el gusto del público. "El rubenianismo se halla a las once y tres cuartos de su vida, con las pruebas terminadas para esqueleto", escribe el incipiente poeta vanguardista. "La belleza rubeniana es ya una cosa madurada y colmada, semejante a la belleza de un lienzo antiguo, cumplida y eficaz en la limitación de sus métodos y en nuestra aquiescencia al dejarnos herir por sus previstos recursos; pero, por eso mismo, es una cosa acabada, concluida, anonadada. Ya sabemos que manejando palabras crepusculares, apuntaciones de colores y evocaciones versallescas o helénicas, se logran determinados efectos, y es porfía desatinada e inútil seguir haciendo eternamente la prueba" (Jorge Luis Borges, "Ultraísmo", en Osear Collazos, Los vanguardismos en América Latina, Barcelona, Península, 1977, págs. 133-134),

12. Rafael Gutiérrez Girardot considera que en Colombia la vanguardia no surgió por influencia de los movimientos europeos sino "como el desarrollo dialéctico del modernismo literario y de la modernización social" {Manualde Historia de Colombia, tomo III, pág. 490). José María Valverde es de la misma opinión, extendida a toda ia literatura de América Latina: "también cabría defender que ia introducción del vanguardismo a la europea no significó nada esencialmente nuevo para la poesía hispanoamericana, porque el sentido

Luis TEJADA 173

III

Una actitud de simpatía activa por lo nuevo, por la agitada vida contem­poránea y sus expresiones artísticas más sorprendentes: era esto lo que faltaba en Colombia, según LUIS TEJADA. Y era eso, quizá, lo que mejor lo definía a él mismo como cronista.

Tejada se distinguió por su voluntad de ser nuevo, de romper con el pasado y abrirle paso a un porvenir que él miraba con los ojos del comunista utópico. De ahí ese tono de optimismo, sin nostalgia ninguna. El mundo está en conmoción, pero es maravilloso y va hacia adelante. Lo peor que puede hacer un poeta o un crítico es encerrarse en los moldes del pasado y defenderlos en nombre de posturas aristocratizantes. La elegancia moder­nista, el buen gusto que se aparta de la vida vulgar, de las menudas cosas cotidianas, no sólo es estéril sino imbécil, según Tejada. Para él, la poesía ya no se hace con sensaciones ni con voluptuosidades formales sino con ¡deas. Lo más revolucionario y excepcional que trae la obra poética de un Luis Vidales, por ejemplo, es el humor. Éste consiste "en la comparación de ideas, confrontándolas entre sí o asociándolas a pequeñas cosas de manera que determinen un contraste trascendental, que al encerrarlas dentro de un leve marco vulgar, nos den sin embargo una sensación de infinito; así, al tocar las menudas cosas cotidianas, el poeta no pierde su situación eminente, su punto de vista universal y esencial"13.

Muy consecuente con el cuño jacobino de su marxismo, Tejada no ve en las avanzadas de la literatura de su tiempo una crítica del racionalismo sino, por el contrario, un triunfo de la razón. Lo nuevo para él, la vanguardia artística, consistía en una especie de alianza entre futurismo y revolución social. Su "Canción de la bala", sus elogios poéticos, en prosa, al automóvil y a la locomotora, sus himnos a Lenin, a la clase obrera, todo ello hace parte de una utopía artística política en la que se dan cita, algo paradójica, la

experimental de la imageny de la exploración estética ya estaba presente en Lugones, López Velarde, Eguren" (Historia de la literatura universal, tomo IV, Planeta, pág. 224). Borges mismo, reparando la injuria del manifiesto ultraísta contra el Modernismo, declaró después que en las metáforas de Lugones ya estaba contenida toda la "novísima estética"

13. Luis TEJADA, op. cit., pág. 1 59. De Luis Carlos López, en cambio, afirma que no es un humorista, pues le falta, precisamente, esa "noción esencial y radical de los hombres y del mundo". López, según Tejada, es frivolo y superficial, un "fotógrafo cómico" que nova más allá del aspecto externo de la vida municipal y de ésta no ve sino lo ostensiblemente grotesco (pág. 175).

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apoteosis de las máquinas y de la tecnología moderna y la apoteosis de los vagabundos, de los desechos de esa misma civilización industrial que tanto lo seduce. La conciliación final está, desde luego, en la revolución social y la futura sociedad sin clases. En su artículo sobre Lenin, al final del Libro de crónicas, dice: "a su palabra ardiente, rica en ideas dinámicas, le debo mi fe y mi esperanza, la grandeza íntima de mi vida, mi adquisición de un motivo puro de lucha, mi razón de ser y de obrar, la visión fuerte y optimista que tengo del porvenir, mi convicción sincera de que el mundo puede llegar a ser realmente más amable y más justo y de que el hombre adquirirá sobre la tierra una actitud de ennoblecida dignidad humana"14. Y más adelante subraya otro aspecto, decisivo para su ejercicio de la crítica: "por él he podido llegar a sentir la entrañable y^emocionante poesía del pueblo bajo". Del marxismo adquirió la sensibilidad para percibir "los gérmenes fecun­dos de belleza y de fuerza" que se esconden en ese "oscuro légamo espiri­tual" de las clases oprimidas. Envilecidas por la opresión y la ignorancia, conservan sin embargo "un principio divino de rebelión" y en ellas reside la posibilidad de "purificación" de la humanidad, esto es, de "convertir la vida dura y vil en una actividad de libre y consciente ejercicio".

Este principio de utopía, tan fervientemente sostenido por Tejada hasta eí final de su vida y que llegó a convertirse en una profesión de fe ("creo en la capacidad de perfección del pueblo", "creo en la nueva humanidad espléndida", "creo en que mis hijos verán y gozarán un sol más justo y una tierra más benévola"), venía unido curiosamente a una búsqueda de recon­ciliación no con la naturaleza sino con la civilización moderna. Y aquí reside el cariz vanguardista, futurista, de su estética15. "A pesar de todo lo que se dice en favor de la sabiduría de la naturaleza, yo no creo que la naturaleza sea capaz de crear obras ¡guales en belleza y perfección a las que salen a veces de la mano del hombre", escribe Tejada en el párrafo inicial de su himno a la locomotora. Descontando io que obviamente le corresponde a la ironía en el tono del artículo, hay que aceptar que el autor se coloca en plan de crítico, abiertamente en contra de ciertas tradiciones románticas, para él aún vigentes en la literatura de lengua castellana. Cuando escribe: "la

14, Ihtd., pág. 363. 15. Pero por otra parte lo liga, de alguna manera, con la tradición liberal radical del siglo

XIX, igualmente caracterizada por esperanzas de redención social y de desarrollo técnico industrial. Sólo que Tejada ya no esperaba ni lo uno ni lo otro del capitalismo sino del comunismo. Su modelo seguía siendo Lenin: "socialismo más electrificación".

Luis TEJADA 175

locomotora es la síntesis de la fuerza suprema y de la alada ligereza. Poderosa y tierna, va por los campos veloz como la mariposa, pero aplasta como el formidable alud", no sólo está recurriendo al símil inesperado y a los enlaces sorprendentes de la vanguardia, sino que está parodiando el lenguaje con que la tradición lírica acostumbraba hablar de la belleza natural, para distanciarse irónicamente de ella y subrayar el viraje hacia una poesía del objeto tecnológico. "A este dulce monstruo —sigue diciendo— no le fue concebido el torbellino del sexo, pero es falaz, cruel y testarudo como una bella mujer"16. En el regocijo con los imprevisibles encuentros de palabras, imposibles dentro de la realidad cotidiana, y en el tono de desenfado se identifica su parentesco con ultraístas y creacionistas de todo el continente.

Al igual que aquéllos, era amigo de proclamas y declaraciones de princi­pios. Aunque careció de comparsa y sólo encontró eco en Luis Vidales. Pero eso no le impidió dar rienda suelta a su gusto por los manifiestos, herencia doble, que provenía tanto del lado marxista como de la vanguardia. Célebre fue su salida contra los versos bien hechos. La efigie de Guillermo Valencia presidía el acto de rebelión en contra de la belleza perfecta. La poesía, como la mujer, para ser verdaderamente bella debe ser "un poco inarmoniosa" y "con algo levemente raro y sorprendente en su belleza ". Tejada pretendía,

como los "estridentistas" en Méjico, como los ultraístas argentinos y los futuristas en todas partes, demoler las convenciones formales, tanto en el arte como en la vida social. La imaginación moderna, ya "un tanto desequi­librada", no acepta modelos impecables como las estatuas griegas que se ven en los museos y que "ya nos tienen fatigados de corrección y de frialdad". Derrocar dioses y destruir altares fue una de las ocupaciones predilectas de la época. Tejada lo hace con Darío, con Valencia, con Marco Fidel Suárez, con el culto a los clásicos, con los sonetos y los alejandrinos, con la solemnidad de los mármoles antiguos y la música de las pavanas modernistas. "¡Dios me guarde de los versos perfectos! —escribe—. Quiero los versos un poco descoyuntados, pero vivos y que vengan formados de palabras, no exóticas, sino simplemente imprevistas; que envuelvan al mismo tiempo una idea o una imagen no nueva, sino que apenas nos deje un poco atónitos, un poco sorprendidos, porque no la esperábamos allí, porque no adivinábamos que la estrofa ¡ba a concluir de esa manera, tan

16. Luis TEJADA, op. ctr, pág. 277.

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natural sin embargo, pero tan poco acostumbrada. No importa que todo eso no esté sujeto a las estrictas reglas métricas y no importa que el vocablo no sea demasiado elevado, demasiado poético. ¡Hay versos malos que son tan bellos!"17.

Tejada habría podido suscribir la afirmación de Rafael Maya según la cual "el primer verso descoyuntado indicaba que algo se había roto, igual­mente, en la conciencia humana"18. Pero lo habría interpretado y sentido al revés. Maya lamenta el desequilibrio espiritual que se anuncia tras la quiebra del ritmo silábico y el "tiempo sin escrúpulos, sin piedad y sin belleza" que presagian las rupturas del arte nuevo. Tejada ve con preocupa­ción que en Colombia no suceda nada de eso que su contemporáneo tanto teme. Por "falta de inquietud" y por "incapacidad mental", la juventud colombiana sigue rindiendo culto a los viejos ídolos: la gramática y los dogmas católicos. "No puede eliminar la gramática una generación que no tiene ¡deas nuevas, ni experimenta sensaciones nuevas "A En las épocas de revolución, asegura Tejada, la gramática salta hecha pedazos, al tiempo con las otras instituciones sociales. Ideas y experiencias inéditas siempre de­mandan combinaciones inéditas de palabras, formas nuevas de expresión. Así sucedió en Rusia, en 1917, según el crítico. Alejandro Block, Essenin, Andrei Biely, Mayakovski, los grandes" poetas de la revolución, traen consigo una lengua rejuvenecida y purificada, de la que "se han eliminado totalmente la ortografía clásica y la gramática de la época zarista"20.

José Umaña Bernal, años después de escritas las crónicas de Tejada, y pasada la efervescencia de las vanguardias, escribía en una nota sobre André Bretón: "relataba el absurdo con palabras claras (...); demostró que se puede hacer la revolución con sintaxis y la rebelión con ortografía. Lo contrario es camino de topos, círculos de infusorios; infrapoesía, infranove-la, ¡nfrateatro; subliteratura"21. Y Jorge Zalamea, a propósito de! grupo español que se inicia literariamente entre 1920 y 1925: "la generación más joven (...) descubre con alegre pasmo, bajo los híspidos y yertos laureles de la Academia, las aguas vivas de la Edad de Oro. Ellas le servirán para

17. Ihtd., pág. 283. 18. RAFAEL MAYA, Obra crítica, u, pág. 328. 19. Luis TEJADA, op. cit., pág. 323. 20. Ídem. 21. JOSÉ UMAÑA BERNAL, op. dt., pág. 226,

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limpiar a la poesía de las escorias metálicas del Dadaísmo y el Ultraísmo"22. Sin embargo, Zalamea aclara que se trata de una génesis particular que separa el destino de la poesía española con respecto a las preocupaciones y la crisis histórica de que fue víctima el resto de la literatura europea. La guerra de 1914 y la miseria de la subsiguiente época de paz impusieron a la juventud, como un imperativo moral, la destrucción de los cimientos culturales que sostenían un mundo tan abominable, según el autor. La forma tan "arbitraria" y "anárquica" de la poesía ultraísta, creacionista y dadaísta encuentra su explicación en la pesadilla bélica de esos años. Para Tejada, en cambio, esa encrucijada histórica no es privativa de los países que vivieron la guerra, pues ésta no es más que la horrible manifestación de una crisis más profunda, de la que participan igualmente las naciones de Hispanoamérica: la caída espectacular del viejo mundo capitalista, una fiesta de la que nadie debería ser excluido, pues las cuestiones vitales como ésa ya se han vuelto comunes a toda la humanidad23.

Luis Tejada fue un cronista y un crítico que supo "aunar en su arte la función estética con la política y social", en palabras de Jorge Zalamea24. Él y Ricardo Rendón fueron en eso, según el mismo Zalamea, "una perma­nente lección y un ejemplo vivo" para Los Nuevos, En los escritos de Tejada no se hace distinción entre crítica literaria y crítica social. Todo es crítica social, crítica de la cultura, bajo las apariencias del comentario ligero y de circunstancias. Nada tiene que ver con la tradición académica de un Gómez Restrepo, como tampoco guarda relación con el ensayo de más ambicioso diseño a la manera de Carlos Arturo Torres. El texto característico de Tejada es breve y poético, sin raigambre erudita, basado exclusivamente en la observación y la reflexión personal. Todo merece su curiosidad al mismo nivel, la obra y el gesto, el artista y el transeúnte, los hábitos políticos y la mendicidad. No desprecia nada, excepto la arrogancia del poder y el anquilosamiento opresivo de las tradiciones. La literatura cuenta para él sólo en cuanto fenómeno social y expresión del hombre en la historia viva. En cuanto forma a partir de normas y leyes le fue ajena.

22. JORGE ZALAMEA, op. cit., pág. 243. 23. Luis TEJADA, op. dt., pág. 182. 24. JORGE ZALAMEA, op. cit., pág. 593.

178 LA CRÍTICA LITERARIA

IV

"El llamado arte de la postguerra, del que todavía vivimos, lleva en sí todos los estigmas de esa conciencia despedazada, que sobrevivió al horror de las trincheras. Es desvertebrado y anárquico, como corresponde a inteli­gencias que vieron romperse, súbitamente, nociones que estructuraban hasta entonces la conciencia social, y que parecían invulnerables; es jovial y deportivo, pero con esa falsa y tétrica alegría de las mascaradas o de la turbia embriaguez, que suelen ser disfraces de la amargura o del fracaso; es generalmente deforme y grotesco, porque suele buscar la realidad de la vida en lo monstruoso de la enfermedad o de la locura, circunstancias muy lógicas ya que sus fuentes de inspiración no son ni la reflexión metafísica, ni el espectáculo del universo, ni los anhelos sobrenaturales del alma, sino la tenebrosa subconciencia y los sótanos de la personalidad, donde se amonto­nan los instintos y perversiones del hombre no redimido por los poderes del espíritu; es transitorio, ostentoso y banal, porque su radical rompimien­to con el pasado acorta su proyección sobre el porvenir, y porque tiene que sustituir por los caprichos del éxito momentáneo —revolviendo mucho los vocablos de 'nuevo' y de 'moderno'—, las leyes de severa constancia y de videncia sin echoses connaturales a la i V^ HS ln rlá^ico"25. Estas naUEras de Rafael Maya deben leerse como la cara opuesta de las que Tejada escribiera sobre el mismo tema. Maya enfrenta siempre los problemas desde la perspectiva del clasicismo, que es como decir, dentro de su escala de valores, que lo efímero ha de evaluarse forzosamente según el patrón de lo estable y definitivo. Por clasicismo se entiende, para él, ante todo un orden: en las ideas, el orden discursivo y lógico; en las formas, la disposición simétrica y armoniosa de las partes, la claridad y la concordancia26. Estas son normas eternas del arte, no sujetas al devenir de tendencias y escuelas literarias. Cuando Maya afirma que las fuentes de inspiración de la van­guardia se encuentran en "los sótanos de la personalidad", esto es, en "la tenebrosa subconciencia", eso significa, ni más ni menos, una descalifica­ción. Es toda una época histórica la que queda sepultada por un juicio crítico basado en verdades eternas. Época de extravío y de desquiciamiento la llama el aT ror. Puede que el arte de vanguardia sea expresión de una

25. KAFAELMAYA, Consideraciones..., págs. 109-110. 26. Ibid., pág. 12.

JORGE ZALAMEA 179

angustia auténtica. Pero "la angustia no es de por sí una categoría estética ". Lo es sólo cuando se proyecta al infinito y se convierte en "congoja religiosa"27. El arte de vanguardia carece de esa dimensión, esencial dentro de los parámetros estéticos de Maya: no es reflexión metafísica, no expresa los anhelos sobrenaturales del alma. Maya se muestra en esto un digno sucesor de Miguel Antonio Caro y de Antonio Gómez Restrepo, en una línea de pensamiento que persevera hasta hoy en la literatura colombiana. El hombre que ha de ser expresado por el arte es "el redimido por los poderes del espíritu", no el sujeto inconsciente de los instintos y de las perversiones.

En Colombia, la generación que cronológicamente corresponde a los movimientos de vanguardia, la de Los Nuevos, no experimentó una in­fluencia decisiva de aquéllos y más bien permaneció fiel a ciertas tendencias del siglo XIX, como el Simbolismo y el Parnasianismo. Al evaluar la significación histórico-literaria de sus contemporáneos, Maya saca por conclusión que si bien intentaron una renovación literaria, no lo lograron, y ni siquiera los más audaces se apartaron demasiado de la tradición. Lo que sí cambió radicalmente en esa década de los veinte fue la estructura social y económica del país. Maya define ese cambio con dos rótulos: se pasó de "la república literaria" a la "república financiera". Los ministros poetas y los presidentes humanistas quedaron fuera de órbita para dar paso a los protagonistas de la cultura técnica e industrial, cuyo avance significó la ruina del humanismo, en opinión del autor. Un vuelco histórico para el cual la nación no estaba preparada. Al tiempo con los millones de la indemniza­ción de Panamá, con el crecimiento de las ciudades y de las clases media y proletaria, vino la agitación en campos y fábricas. La educación tomó un rumbo nuevo y se orientó hacia el estudio de las ciencias económicas y sociales. Para Maya, todo esto implicaba un desquiciamiento en las bases de la cultura cristiana, por obra del materialismo económico, del mercantilis­mo utilitario y del positivismo filosófico28.

27, Ibid., pág. 110. 28. RAFAEL MAYA, De perfil y de frente, pág. 86.

180 LA CRÍTICA LITERARIA

V

Ei diagnóstico de JORGE ZALAMEA sobre la época que les tocó vivir a Los Nuevos en sus inicios difiere bastante del de Maya. "La paz y la cultura están hoy ligadas a la resolución del problema económico", escribe29. Para Zalamea, los problemas fundamentales de la cultura, más que de orden ideal, son de índole social y derivan de cuestiones como la tenencia de la tierra, el capital y la explotación del trabajador. Para transformar estas categorías económicas en categorías de cultura basta, según el autor, "ama­drinarles" un concepto moral. Zalamea lo formula de esta manera; "un pueblo económicamente enfermo no puede producir cultura; si ya la tenía, la pierde; si carecía de ella, jamás estuvo tan lejos de alcanzarla. La cultura de los pueblos, óiganlo bien los de la generación del Centenario, no se hace con doctrinas filosóficas mejor o peor traducidas del alemán ni con pri­mores literarios mejor o peor adaptados del francés; la cultura se hace independizando económicamente al hombre, haciéndole responsable de su vida y propiedad, dándole ocasión de que gobierne su cosa propia"30.

Hay un supuesto bastante claro en la exposición de Zalamea: todos los j„n„„„;i;k,:™ . , u j ; „ : „ „ * „ „ „ — -:„ „., „ .A„ . , - . \*„„„

u c s c ^ u i u u u u í y n U n u i m i e n t O S q u e p i c s e u c i a su g c n c u i c i u i i y cjut p a i a iy±ay a

se debían ai alejamiento de ios principios humanistas y cristianos, no son otra cosa en el fondo sino las consecuencias de un capitalismo ya desvencija­do, viejo orden caduco en los países más desarrollados, productor de miseria y fealdad moral en los menos avanzados. Zalamea considera que a ese orden de cosas, o a ese caos, hay que declararle la guerra en Colombia, pero no con las armas de la revolución sino con reformas liberales profun­das. Declara explícitamente que no desea ser tomado por un partidario de la revolución social ni por defensor de la lucha de clases. Pero se atreve a profetizar, en 1933, un futuro azaroso y desventurado para los hijos y nietos de los hombres de su edad, si el problema social no se resuelve pronta y radicalmente.

Las culpas por casi todos esos problemas se cargan en la cuenta de la generación anterior, la del Centenario. Fueron los dirigentes políticos y culturales de ese período los que perpetuaron el señorío en la posesión de la tierra, al acoger la tradición de la España borbónica en lugar de optar por

29. JORGE ZAI AMFA, op. cit., pág. 50. 30. Ibid., pág. 44.

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una solución más justa como la de subdividir la tierra y hacer propietarios independientes a cada uno de sus moradores. Ellos fomentaron, contra el espíritu de emancipación americano, una casta señorial que se da el lujo de vivir de espaldas al resto de los colombianos. El acta de acusación de Zalamea incluye otros aspectos, como el de haber entregado el país en manos del capital extranjero. Sin embargo, importa destacar aquí las consecuencias de tal situación social y económica en el campo de la cultura. Según Zalamea, la generación del Centenario prefirió ofrecer al pueblo "un banquete de cultura que lo resarciese del pan cotidiano que esa misma generación le negara"31. En vez de soluciones verdaderas a problemas reales, en el país floreció una cultura "centenarista", señorial y falsa, "revoltillo de conocimientos y de benevolencia ", "chaparrón" de sensiblería y "patriotería". La república letrada, cuya pérdida tanto lamentó Rafael Maya, no le valió a Zalamea sino una mueca de despedida, en un burlesco cuadro donde se la describe como "un jardín meticuloso poblado de poetas, oradores, filósofos, pedagogos y magistrados que, a cada encuentro, se saludaban con los adjetivos más lapidarios y las ocurrencias más galanas"32, Pero detrás de esa vida idílica, de esa "vaga academia" que se mantenía en perpetuos juegos florales en los que todo eran "justas oratorias", "lágrimas de amor", "protestas de nobleza y desinterés", se ocultaba un cínico despre­cio por el pueblo ignorante que venía a enturbiar la serena contemplación narcisista. Zalamea enfatiza en esa cultura "señorial" un ingrediente racis­ta, casi de idolatría por la raza "superblanca" y la civilización anglosajona. Traicionaron "el espíritu de la raza latina", según él, en su afán de "cruce" con razas "superiores" y de ayuntamientos purificadores.

El papel histórico de la generación de Los Nuevos, sostiene Zalamea, debía consistir, ante todo, en el desarrollo de una actitud crítica frente a su pasado inmediato. Oponerse a la cultura de la simulación y del exhibicionis­mo, a la dictadura de los falsos valores, a la sensiblería de los poetas y a la blandura de la crítica. Llevar a la política, lo mismo que a la literatura, "normas duras" y "contenidos verídicamente humanos", "voluntad de orden, de verdad y de conciencia". Pero el autor percibe con preocupación que sus coetáneos van desertando de esa misión y tienden a identificarse con sus antecesores. El programa político de Zalamea puede interpretarse,

31. Ibid., pig. 40, 32. Ibid., pág. 37.

182 LA CRITICA LITERARIA

a su vez, como un programa de rescate e identificación de la cultura nacional. El punto básico es su insistencia en que Colombia sólo puede llegar a ser un país de hombres libres a condición de que la estructura de la propiedad territorial garantice a cada ciudadano su independencia econó­mica. El segundo punto sería asumir el legado hispánico, y latino en general, como uno de los soportes de nuestra identidad. Pero existe al mismo tiempo en la obra de Zalamea una aspiración de universalidad que se expresa no solamente en sus maravillosas traducciones de Saint-John Perse, sino en un cosmopolitismo aún más abarcador: el que recibe forma y sustancia en su libro La poesía ignorada y olvidada. Allí se declara que "no existen pueblos subdesarrollados en poesía", pues ésta es un patrimonio inalienable de toda la especie humana33. Por otra parte, y en equilibrio con el punto anterior, Zalamea estima urgente la tarea de modernizar la estructura económica del país y la mentalidad de sus habitantes,

A este último respecto pronunció en 1936, siendo secretario del Ministe­rio de Educación, una conferencia donde sostiene que la universidad debe ser reformada de manera que pueda tomar parte activa en la solución de los problemas sociales y económicos de la nación. Un país cuyo territorio no ha sido explorado ni explotado en su totalidad; cuyas riquezas esperan la tecnología adecuada para convertirse en beneficio rea!; una economía desorganizada y una democracia que apenas sobrevive, agobiada por castas anacrónicas y privilegios injustos; todo eso demanda respuestas modernas, sustentadas en la ciencia y la investigación. Aunque Zalamea insiste en que la universidad ideal es aquélla que armonice lo científico con lo humanísti­co, en lugar de oponerlos. La universidad que tiene en mente en ese momento de reformas no es "una fábrica de profesionales aptos únicamen­te para solucionar la materialidad de la vida"34. El país no puede darse el lujo de levantar una universidad nueva sólo para solucionar los problemas de una minoría. Zalamea afirma que no son los divulgadores de "ciencia

VV JORGEZAEAMEA, La poesía ignorada y olvidada, Bogotá, Procultura, 1988, pág. 7 VI. (ORGI ZALAMEA, Literatura, política y arle, pág. 622. El movimiento de reforma

universitaria que se inició en Córdoba en 1918 mantuvo también, según José Luis Romero, una idea de universidad no exclusivamente definida por el objetivo utilitario de producir profesionales para el mercado. Formar inteligencias libres de servidumbres y formular nuevos principios éticos frente a las exigencias de la realidad social fueron objetivos aún más importantes {Situaciones e ideologías en Latinoamérica. Buenos Aires, Ed. Sudamericana, 1086. pág 190).

JORGE ZALAMEA 183

extranjera" los que van a dar respuesta a las demandas de modernización del país, si no aprenden a "adaptarla al hecho colombiano", es decir, a convertirla en instrumento apto para interpretar y modificar nuestras específicas condiciones reales. La república conservadora ignoró, según él, cómo remediar a una nación que desconocía y optó por recubrir los problemas reales con "gelatina retórica"; "todo fue entonces para nosotros expresión retórica y análisis gramatical. La legislación se trataba en sus propias andaderas de elocuencia; la ignorancia de la geografía humana y del hecho económico se disimulaba con acicalamientos de clásico, o intempe­rancias de romántico; la incapacidad administrativa se disfrazaba de sufi­ciencia humanística o de heroísmo verbal; la administración de justicia se avergonzaba tras caretas de cesarismo unas veces, de demagógica otras; el problema social se reducía a proclamas de fuerza o a soflamas de sensible­ría; la ausencia de una cultura original y auténtica procuraba compensarse con los desenfrenos de una imaginación provincianamente enferma de literatura, y el alma toda nacional iba tambaleante de un lado a otro, consolándose con ios falsos clásicos, suspirando con los románticos iracun­dos o pasmándose boba, ante los nuevos tenientes que traían para la indefensión colombiana el bálsamo milagroso destilado en tierras ultrama­rinas por los Barres y los Daudet y los Maurras"35. Zalamea subraya que la auténtica cultura no puede provenir sino del conocimiento exacto de las cosas y de la capacidad consecuente para manejarlas y transformarlas. El hombre culto, afirma, es "aquél que logra poner en paz la realidad del universo con las aspiraciones de su espíritu"36.

Igual que Luis Tejada, Jorge Zalamea pone en la ciencia moderna y en la cultura laica sus esperanzas de un país nuevo, más equilibrado y más justo. Pero Tejada carecía de nostalgias, no así Zalamea quien retiene cienos ideales ligados a la cultura clásica y a la tradición española. Incluso en el estilo, Tejada era ya un moderno, mientras Zalamea se muestra, paradóji­camente, como el crítico más encarnizado de la retórica y el más retórico de los escritores de su época. Espectáculos de malabarismo verbal pueden considerarse esos textos en los que el autor despliega el más ampuloso y oratorio de los tonos para combatir "la retórica tumefacta que ampollaba la

35. JORGE ZALAMEA, op. cit., págs. 614-615, 36. Ibid.. pág. 618.

184 LA CRÍTICA LITERARIA

carne temblorosa de la patria"37. Heroicamente atacaba a un enemigo en cuyas filas él mismo militaba, sin que ello implicase la más mínima intención autocrítica. En obras como El gran Burundún-Burundá ha muer­to. Zalamea se propuso, como reto formal, la búsqueda de una "nueva fórmula retórica" destinada, según él, a restablecer el contacto, perdido en la casi totalidad de la literatura contemporánea, entre el escritor y el pueblo. Daba por supuesto, sin duda, la existencia de un gusto popular formado en la plaza pública según los patrones de la oratoria política y lo reivindicaba como base para un tono y un estilo literarios capaces de reintegrar a la literatura un público masivo. La literatura moderna se expresa en una forma que no llega al pueblo o en la que éste no se reconoce, opina Zalamea. La hibridez formal de El gran Burundún-Burundá —a la vez sátira, relato y poema— permitiría, según él, una entonación grata a los oídos de las masas, pues está más cerca a la declamación que al texto para la lectura silenciosa. Una literatura para oyentes, no para lectores, es la fórmula novedosa de Zalamea, como respuesta a la necesidad de integrar un público mayoritariamente analfabeta. En carta a Germán Arciniegas, fechada en julio 15 de 1952, confiesa que sólo la experiencia futura podrá confirmar o negar su presunción, cuarenta anos uespues, ia experiencia parece uauerse encauzado no hacia el auditorio aglomerado en ia plaza sino al oyente de la grabación fonográfica. En todo caso, tal fórmula estilística no fue privativa de El gran Burundún-Burundá. El autor la utilizó igualmente en sus textos ensayísticos, con resultados más bien negativos38.

"Para él la poesía es cosa viva, inseparable de la voz humana", escribió de García Lorca en su "Viaje por la literatura de España"39. Ésa parece una clave de su concepción poética. Al comienzo de El sueño de las escalinatas dice también: "¡Ah! He repudiado el libro. He abolido los libros. Sólo quiero ahora la palabra viva". La generación española del veintisiete, y en especial Lorca, le proporcionó algunos modelos de nueva retórica, pro­ducto de la confluencia de dos ríos "fecundantes", según él: la poesía cul­ta de la Edad de Oro y la poesía popular. En García Lorca encontró el "espíritu nuevo" injertado en el "viejo tronco" de la tradición. La obra del

37. Ibid., pág. 615, ,,/. z.s uf tenerse en cuenta, sin Cüiuargo, < iiie tamia¡en ¡os artice

de los libros fueron escritos para leerse en voz alta por los micrófonos de la Radio Nacional. 39. La vida maravillosa de los libros, México, Ed. Isla, 1945, págs. 68-118.

JORGE ZALAMEA 185

andaluz no deja lugar a la oposición entre lo clásico y lo moderno, entre la poesía popular y la poesía culta. Exactamente lo mismo afirma de Rafael Alberti. Más diciente aun acerca de las convicciones literarias de Zalamea es lo que escribe sobre Gerardo Diego: fue "rescatado del creacionismo para rendir reverencia a la tradición clásica y honrarla con (sus) obras". De los jóvenes poetas españoles que optaron por el surrealismo y desecharon las dos fuentes antes mencionadas, Zalamea declara que "desdeñaron la mejor parte, la más sustanciosa y difícil, por quedarse con aquélla que mejor se prestaba para la simulación"40. Sólo Alberti y García Lorca lograron extraer del surrealismo algo valioso en fuerza y belleza, según opina Zalamea. Pues la poesía surrealista "cuando no brota de un genio auténtico, es un embele­co".

En la literatura colombiana, la mejor impugnación a la cultura señorial e inauténtica propiciada por la generación del Centenario es la obra de Tomás Carrasquilla, en concepto del críticojorge Zalamea. "El humorismo de Carrasquilla le ha hecho preferir al pueblo. La alegría popular expresada en refranes, explayada en anécdotas, alimentada de fábulas y leyendas, recoge toda su obra como un viento malicioso que orea las almas y las restituye a su ser natural"41. Una literatura que llega hasta las raíces de la mitología popular y la historia de la raza, para contraponer a otra de índole "vanílocua" y sin verdad humana. Con las novelas y cuentos de Carrasquilla, únicamente María, La vorágine y Cuatro años a bordo de mí mismo le parecen dignas de figurar como productos genuinos de la cultura literaria colombiana. Sobre la novela de Silva, De sobremesa, escribió en 1926 una reseña bastante escéptica con respecto al valor universal de la obra. Y su crítica apunta, precisamente, a la ausencia de "medio real", debido al esteticismo finisecular de cuyo fondo sale un personaje que no mira a la realidad externa. Lamenta que sobre José Fernández no caiga esa ducha de agua fría que es la mirada irónica (algo que Silva tantas veces derrochó en sus versos de "Gotas amargas") para contrarrestar los excesos de artificiali-dad que estropean al personaje42.

Un buen poema es, para Zalamea, el pequeño o gran escenario de una acción. Este principio se pone en el centro de su juicio crítico sobre la poesía

40. Ibid, pág. 102. 41. Literatura, política y arte, págs. 697-698. 42. "Una novela de J. A. Silva", en Poesía y prosa d e j . A. S., Bogotá, Colcultura, págs.

428-432.

186 LA CRÍTICA LITERARIA

de Luis Carlos López y de León de Greiff. Con tal criterio ordenó una antología del primero, bajo el título de Comedia tropical, ensamblando los elementos dispersos de una representación teatral que se desarrolla en los versos del poeta cartagenero. En León de Greiff subraya un valor universal que no deriva de su técnica formal sino del universo que surge en sus poemas con realidad propia: un conjunto identif ¡cable de personajes, pobla­ciones, climas, costumbres, goces y tragedias.

En 1940 escribió, en la Revista de las Indias41, un artículo sobre "Piedra y cielo", grupo de poetas inmediatamente posterior a "Los Nuevos" y que habían iniciado su existencia literaria hacia 1935. Zalamea acoge esta nueva poesía con un entusiasmo comprensible si se tiene en cuenta que vio en ella una prolongación del "renacimiento" poético español representado en la generación del veintisiete. Al contrario de su coetáneo Juan Lozano y Lozano que encontraba en los piedracielistas sólo "galimatías de confusión palabrera", Zalamea destaca en ellos la recuperación "neoclásica" de las convenciones formales del verso, reacción benéfica frente al "libertinaje dadaísta, futurista, etc.". Lamenta que hayan desdeñado la otra lección de los maestros españoles: el recurso a las fuentes populares de la tradición poética. Opina que "Presagio de amor" de Arturo Camacho Ramírez y "La ciudad sumergida" de Jorge Rojas son "poemas que ya sólo abusivamente podrían excluirse de ninguna antología colombiana". La poesía hispano­americana venía dándole la espalda a España desde el Modernismo, según Zalamea. Los modelos franceses predominaron en la elección de los temas y de las formas, no sólo en los modernistas sino también en los más recientes seguidores de las vanguardias: estridentistas, creacionistas, ul­traístas. Para Zalamea resulta de vital significación, estética y cultural, que un grupo de jóvenes colombianos resuelva no servir más como "caja de resonancia a la poesía francesa e italiana" y recuperar los nexos espirituales con España. "Estos poetas, como sus hermanos mayores de España, creye­ron que para renovar la poesía castellana no era indecente ni tonto volver a las fuentes inexhaustas de Garcilaso y Góngora, de Soto de Rojas y Calde­rón, de Lope y Boscán, de Bécquer y Juan Ramón Jiménez, y que, para contrarrestar la anarquía del versolibrismo y rescatar la belleza cautiva en los rechinantes cepos de estridentistas y futuristas, no era errado camino

43, "Notas sobre Piedra y Cielo", en Revista de las Indias, selección de textos (feb.-abr. de 1940), págs. 457-464.

DESPUÉS DEL MODERNISMO 187

restaurar el imperio, tan dulce como tiránico, de las eternas normas poéticas"44. Curiosamente, por los mismos días, Lozano y Lozano descubría en los piedracielistas una mezcla confusa de neogongorismo español, prerrafaelismo inglés y simbolismo francés. Lejos de emparentados con los clásicos españoles, censura sus versos por "ininteligibles y frecuentemente grotescos", "mero sonido de palabras", "disertación de un ebrio o de un alienado", en especial el "Presagio de amor" que tan alto elogio mereció de Zalamea. Los exime, eso sí, del catálogo de los vanguardistas, pues no llegaron a escribir la "prosa idiota, con aire de subversiva" que es propia de aquellos "bárbaros de la lírica"45.

En 1966, al responder una encuesta de la revista Letras Nacionales46, Zalamea realiza un último balance, bastante desfavorable, de la literatura colombiana. Habla del "subdesarrollo de la nueva poesía colombiana" y del "período de devaluación" en que se encuentra el nivel cultural del país. Los escritores colombianos le parecen en general "inferiores a la temática nacional". Destaca los nombres de García Márquez, Rojas Herazo, Mejía Vallejo, Caballero Calderón y Alberto Sierra, como novelistas de auténtico valor, que trascienden los límites nacionales, aunque los estima inferiores a Cortázar, Carpentíer, Sábato, Rulfo, Fuentes, Vargas Llosa, e incluso a Jorge Icaza. El nadaísmo no le merece sino un juicio despectivo: es una "capilla" que en nada ha contribuido al desarrollo de nuestra literatura. Y le opone la obra juvenil de Luis Vidales quien, "sin imitar a Bretón" y "sin alharacas ni alcantarillas", llegó más lejos en alcances revolucionarios. Con los críticos literarios se muestra también implacable. Absorbidos por el poder oficial o neutralizados por las relaciones públicas de las empresas privadas, han terminado como "funcionarios de una censura clandestina encargados de rechazar todo lo que pueda oler a inconformismo". Incluso Hernando Téllez aparece mencionado como ejemplo de quienes han dimi­tido de la misión natural que corresponde al crítico en cuanto analista, orientador y propulsor de la cultura, para aceptar la tarea de estimular las

44. Revista de tas Indias, pág. 462. 45. JUAN LOZANO Y LOZANO, "Los poetas de Piedra y Cielo", en Ensayistas colombianos

del siglo XX, págs. 109-123. Originalmente publicado en el Suplemento literario de El Tiempo, en feb. de 1940.

46. Letras Nacionales, No. 9, julio-agosto de 1966, incluido en Literatura, política y arte. págs, 811-816.

188 LA CRÍTICA LITERARIA

buenas maneras y las buenas ¡deas en beneficio del sistema47. Sobre el tema de la crítica publicó en 1964 un artículo que amerita detenido examen y una confrontación con las posiciones de Téllez, de Maya e, incluso, de Jorge Gaitán Duran48.

VI

"Ninguno de Los Nuevos se ocupó seriamente de Tierra de promisión o La vorágine en vida de Rivera", afirma Eduardo Neale-Silva49. Y cita a Felipe Lleras Camargo, director de la revista Los Nuevos, quien aludió) a la novela de Rivera, sin mencionarla, en un reportaje de 1926; allí declaraba su "repugnancia invencible por lo que ha dado en llamarse género vernácu­lo, en el que los tipos populares y los aspectos de una naturaleza lujuriosa le dan un tinte de tropicalismo de gusto dudoso". Jorge Zalamea, en un artículo del mismo año, afirma que "suprimiendo los libros de Valencia y Silva quedaría suprimido el momento actual de la literatura colombiana"50. En Rivera veía únicamente la inmersión del hombre en la naturaleza, con muy escasa proyección intelectual.

La vorágine, publicada en 1924, vino a poner a prueba una crítica literaria acostumbrada, casi exclusivamente, a hablar de poesía lírica. Eduardo Castillo la reseñó en diciembre de ese mismo año y sentenció que el prosador era en Rivera inferior al poeta. "Sólo cuando describe, cuando evoca paisajes o cosas de la naturaleza, Rivera torna a ser el admirable artista visual para quien el mundo es una fiesta deslumbrante de luces y colores"51. En cuanto a la narración propiamente dicha, Castillo opinó que por su "halo rojo de crimen y de sangre", estaba predestinada al éxito entre los lectores de folletín, pues habría de excitar su curiosidad por razones ajenas al arte. La reacción del novelista frente a tales críticas, según el

47. JORGE ZALAMEA, Literatura, política y arte. pág. 812. 48. JORGE: ZALAMEA, "Consideraciones sobre la filantropía y la crítica literaria ", Boletín

bibliográfico y cultural, vol. 7, No. I I. 49. EDUARDO NEAI.E-SILVA, "Minucias y chilindrinas", en La vorágine, textos críticos,

Bogotá, Alianza Editorial Colombiana, 1987. Compilación de Monserrat Ordóñez. 50. JORGE ZALAMEA, "La literatura colombiana contemporánea", Lecturas dominicales,

agosto 22 de 1926, citado por Neale-Silva, en op. cit. 51. EDUARDO CASTILLO, La vorágine", Revista Cromos, No. 345, vol. XIX, die. 13 de

1924, Bogotá, recogido en La vorágine, textos críticos.

DESPUÉS DEL MODERNISMO 189

testimonio de Miguel Rash Isla, fue bien interesante. Descalificó de entrada al "afrancesado" Castillo, con sus gustos de esteta decadente, para com­prender una obra americana, llena de fuerza épica y de vida tropical; "Tú te has pasado la vida extasiado ante las aguas refinadas del Sena. Al verte ahora ante un río de los nuestros, incivilizado y rebelde, te has sentido sorprendido e insatisfecho, lo cual es más que comprensible"52.

En una entrevista de 1926, Rivera llama la atención sobre el hecho cierto de que en la Colombia de entonces la prosa no recibía la misma acogida fervorosa que se dispensaba a los versos. En la nómina de los literatos nacionales, observaba, no aparecen los grandes narradores, los creadores de personajes con vida y pasiones propias. Las facultades del novelista son menos comunes, entre los colombianos, que las del lírico, pues para de­sarrollarlas no bastan, según él, los estudios de humanidades ni el bachille­rato clásico, que son las fábricas naturales de versificadores en el país.

Las dos primeras reseñas de La vorágine, firmadas por Luis Eduardo Nie­to Caballero y por Guillermo Manrique Terán, fueron bastante elogiosas. El primero la considera "uno de los libros definitivos del trópico", "obra llena de sol y de pujanza donde la bestia humana muestra algunos de sus peores instintos". El segundo anota en ella "algo de voluptuosidad primitiva y dañina para el lector", e inicia la serie de los que prefieren al autor de los sonetos por considerarlo artista más puro que el narrador, opinión que comparten, entre otros, Antonio Gómez Restrepo, Eduardo Castillo y Luis Trigueros. Gómez Restrepo, quien profesaba una estética de la idealidad, no dejó de advertir los contrastes entre "la alta poesía" de Tierras de promisión y "la crudeza realista" de algunos pasajes de La vorágine. Pero, en conjunto, su juicio es favorable. La vorágine, dice, es "obra de arte puro" y a la vez documento humano y sociológico. Podría pensarse que el crítico ha abandonado momentáneamente algunos de sus presupuestos dogmáticos para poder abordar la novela en cuanto género literario que elabora materiales directamente tomados de la realidad inmediata. Gómez Restrepo elogia, sin reticencias, el arte de Rivera para transmitir "una sensación casi física de las cosas" y para describir "el empuje de las fuerzas colectivas en movimiento", virtudes que lo emparientan con Zola53.

52. La vorágine, textos críticos, pág. 93. 53. ANTONIO GÓMEZ RESTREPO, "La vorágine", El Tiempo, enero 18 de 1925. En La

vorágine, textos críticos, págs. 45-47.

190 LA CRÍTICA LITERARIA

En cuanto a Luis Trigueros, su artículo provocó una polémica de amplia resonancia en el medio literario de la época. Publicado en 1926, en El Espectador, sus dos entregas sucesivas obtuvieron respuesta airada de José Eustasio Rivera. El crítico, célebre por aquel entonces, hoy olvidado, comenzó por desaprobar lo que él llama las "fabulaciones" de la obra (Rivera discute el término por inapropiado; asegura que significa "conver­sación", no "acción ficticia""; Trigueros se refería, obviamente, a la armazón narrativa). "Las fabulaciones de Rivera, hay que reconocerlo, carecen de método, de orden, de ilación: Ea vorágine, pongo por caso, es un caos de sucesos aterrantes, una maraña de escenas inconexas, un confuso laberinto en que los personajes entran y salen, surgen y desaparecen sin motivos precisos ni causas justificativas. Faltan en ellos, por otra parte, el sentido de la lógica y trabazón espiritual"54. Le niega a la obra, por lo mismo, el carácter de novela. Es, según el crítico, demasiado "lánguida de acción", "flaca de argumento" y "horra de análisis anímico", para merecer tal categoría. Elogia, en cambio, las descripciones de la naturaleza, mérito eminentemente poético. Alejarse un poco de los "asuntos zoológicos", recomienda el crítico al novelista fallido, y penetrar más profundamente en " i „ „ k l — „ „ „ j „ i„ , ; • .. i „ „ f i ;„ , . „_ J „ ] ,Ar , "

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La réplica del indignado escritor mide, con relativa fidelidad, la tempera­tura ambiente en que se daban las relaciones de la crítica con los autores del momento. Aunque, desde luego, no todos salieron a defender su obra lanza en ristre, como Rivera. "Cualquiera que, en bien o en mal, hable de mi producción literaria, conquista mi agradecimiento porque me libra del olvido. Cualquiera que atente contra mi obra escrita, juzgándola de mala fe, con criterio tacaño y espíritu hostil, es Ubre de hacer lo que hace, porque la ¡mprenta le entrega al público las ideas del escritor y a éste no le es dable escoger sus jueces. Pero cualquiera que, como yo, aspire a combatir la crítica indocta, que siembra en ia opinión ajena conceptos erróneos y ie castra al autor la conciencia de su propio valer, exagerándole méritos y deméritos, no debe vacilar ante el contendor ni ceñirse la estorbosa máscara de la modestia cuando llega la hora de saltar al palenque"55. Y la "estorbosa máscara de la modestia" cae fácilmente en el caso de Rivera. En su propia loa escribe: "yo creo haber realizado una hazaña en las descripciones",

54. La vorágine, textos críticos, pág. 49. 55. Ibid., pág. 70.

DESPUÉS DEL MODERNISMO 191

"tanta acción palpita en mi obra y tanta verdad caracteriza a sus actores, que el lector, a las pocas líneas, pasa a ser testigo de cada episodio y no cesa en el ansia de presenciarlos hasta hacerse mártir de la emoción final. ¿Quién podrá distinguir, sin equivocarse, lo real de lo ficticio en mi novela?"56. A la acusación de desorden y falta de ilación y método, Rivera responde con un singular argumento: no se trata de un defecto de construcción narrativa si­no de una necesidad impuesta por el tema. La concepción artística, la acción, los episodios, el estilo, todo en La vorágine refleja el ambiente que se describe en ella, todo guarda "un parecido genésico" con la Naturaleza circundante que es, según el autor, "personaje invisible que actúa en la novela como agente genitor e impulsor"57. Ni el medio natural en el que se desarrolla la acción, ni los personajes a los que la naturaleza ha contagiado su violencia y su crueldad, podrían admitir exigencias de mesura y de orden, como tampoco sutilezas ni análisis psicológicos. "¿Piensas que las gentes que viven en aquellos desiertos tienen almas semejantes a las que tú conoces, chiquitas, pacatas, catalogables? (...) ¿He escrito acaso una novela ciudadana en un ambiente de salón?"58.

Con tal convicción acerca del valor casi absoluto de su obra, mal podría el autor aceptar el más mínimo reparo. Sus expresiones para con la crítica resultan en extremo dicientes: "crítica filibustera,... que aplaude sin razo­nes y censura sin discernimiento", "falsos juicios, apreciaciones equivoca­das, conceptos erróneos, dueños hoy de la opinión nacional porque nadie tiene el valor de extirparlos a tiempo"59. Rivera, al parecer, presuponía la posibilidad de un juicio crítico verdadero, por encima de toda discusión y sospecha. Y sólo de ése esperaba la redención crítica de la literatura colombiana. Mientras tanto, se atenía a los elogios y salía a combatir las censuras, con el propósito de "extirparlas". De sobra conocida y divulgada fue la animadversión mutua que se profesaron Rivera y Tomás Carrasqui­lla. A oídos del primero llegó algún eco de la opinión desfavorable emitida por el escritor antioqueño con respecto a Ea vorágine. Rivera, en palabras recogidas por Rash Isla, replicó de inmediato con un juicio demoledor contra la obra de Carrasquilla: "son centones indigestos confeccionados con

56. Ibid., pág. 68. 57. Ibid., pág. 66. 58. Ibid.. pág. 67. 59. Ibid., pág. 74.

192 LA CRÍTICA LITERARIA

desperdicios de Pereda y sudor de muía antioqueña"60. Es Eduardo Neale-Silva, documentado biógrafo de Rivera, quien relata que el mismo novelista fue reuniendo los artículos que aparecían en la prensa sobre su libro y los publicó después, omitiendo los conceptos adversos61. El quisquilloso poeta nunca fue indiferente a la crítica. Sabía que, buena o mala, jugaba un papel decisivo en la difusión de su obra.

En 1929, Rafael Maya fue el encargado de pronunciar el elogio fúnebre de Rivera. Veintiséis años más tarde, en otro discurso conmemorativo, se mostró igualmente laudatorio, en parte quizá por exigencias del género y de las circunstancias, pero ante todo por su personal adhesión a una "obra de vasto aliento americano, con personajes vinculados a su medio físico por algo más que situaciones motivadas para facilitar el desarrollo y movimien­to de la obra, y con cierto sentido dramático, derivado de problemas esen­cialmente humanos, planteados frente a ese medio ambiente "62. Maya consideraba que, antes de La vorágine, la novela en Latinoamérica había sido en su mayor parte tributaria de Europa. Hernando Téllez pensaba lo mismo y ponía como ejemplo la novela De sobremesa de Silva, "débil testigo del snobismo literario en estas zonas del mundo"63. Según él, romanticismo y naturalismo no representaron para la novela latinoameri­cana del siglo XIX y también, en parte, del XX, sino "un transplante indiscriminado y beato" de formas y temas de la novela europea. Personajes y ambientes como los que se describen en De sobremesa se sitúan a tal distancia de la auténtica realidad de estas comarcas, que vienen a represen­tar más b'ien una antítesis de la vida y la sicología americanas. Pero Téllez señala a Tomás Carrasquilla y no a Rivera como iniciador del descubrimien­to novelístico de América. En las novelas y cuentos del antioqueño comien­za a superarse la etapa de imitación al tiempo que se afirma la tarea del escritor como interprete ue su reaiiuau sociai. i a soueruia autenticiuau ue la obra de Carrasquilla consiste en la conexión de su genio con el medio social propio: "Carrasquilla prefiere confundirse, identificarse con ese medio. Sus arrieros, sus tahúres, sus carreteros, sus mendigos, sus mineros,

60. MIGUEL RASH ISLA, "Tomás Carrasquilla y La vorágine" EA Espectador dominical, julio 7 de 1949. Citado por Neale-Silva, op. cit., pág. 94.

61. EDUARDO NEALE-SILVA, op. dt., pág. 97.

62. RAFAEL MAYA, De perfil y de frente, pág. 89. 63. HERNANDO 1 EI.I.EZ, Límites de la novela , Textos no recogidos en libro, tomo 1, pág.

378.

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sus mujeres y sus maravillosas criaturas infantiles, hasta su Dios inconfun­dible y su diablo incomparable, son carne de la carne y huesos de los huesos de nuestro pueblo"64. A la novela americana, dice Téllez, le corresponde descubrir e interpretar los conflictos y contradicciones del hombre america­no, en su propia atmósfera geográfica y social. "Traducir una porción de realidades específicas" es la única manera de ser "honestamente origina­les". Las mejores novelas latinoamericanas de nuestra época, escribe Té­llez en 1951, son las que responden a preguntas como: ¿qué somos? ¿Por qué somos lo que somos? Y las respuestas parecen apuntar siempre hacia la selva y la llanura, la soledad y la lejanía. O hacia condiciones sociales y políticas que aun no encuentran su estabilidad y sus jerarquías. Los procesos sicológicos que muestra son elementales y las cuestiones metafísicas no le pertenecen todavía, pues más que los problemas del ser en sí le atañen los de la existencia como relación y batalla ante el medio físico y social. La versión del hombre que se sigue de la novela americana es así "tan natural", "tan brutal", como la que aparece en La vorágine. Sometido a fuerzas elementales y con la sensación de que su destino humano es sólo una versión de la fatalidad natural, el personaje novelístico no puede sino carecer de refinamientos y sutilezas analíticas que son la clave de la novela europea.

En los años cuarenta, Tomás Vargas Osorio se pronunciaba a favor de una "novela bárbara": "hay que dejar de escribir relatos desmayados y descoloridos y lanzarse resueltamente en la vena ancha y turbulenta de la vida americana para escribir nuestra novela, nuestra novela bárbara"65. La vorágine, Don Segundo Sombra, Doña Bárbara, son las obras mencionadas como modelos del género. Relatos en los que se sitúa al hombre en conflicto con la naturaleza exterior y con la suya propia. No ha sonado aún la hora para la novela de tesis social o de costumbres en la literatura colombiana, según Vargas Osorio. "Por mucho tiempo la novela colombiana no podrá conocer otro ámbito, ni otro conflicto, que los anteriores. Es el nuestro un mundo elemental en que las fuerzas no han encontrado todavía su caz, su cauce, su lecho. Elementales la flor y el alma". Por eso la novela de América no podría ser proustiana, "morosa, de lentos matices, de internas y musica-

64. Ibid., pág. 379. 65. TOMÁS VARGAS OSORIO, "La novela colombiana en lo que va corrido del siglo actual".

Obra de T. V. O., tomo ll, pág. 221.

194 LA CRÍTICA LITERARIA

les modulaciones", como tampoco huxleiana, "cerebral", "fina" y "sutil". Tiene que ser necesariamente una novela de "conflicto cósmico", en la que entren en juego fuerzas primordiales, caóticas y confusas, sentimientos y pasiones todavía no domados por la cultura. "No hay que olvidar que el hombre americano se encuentra en su primer día". Y es por ello, precisa­mente, por lo que aboga por una novela "bárbara".

Pocos años más tarde, Hernando Téllez ya advertía signos de agotamien­to en los temas de la selva y el llano, del hombre primitivo y su aventura en un medio físico incivilizado. En América Latina se ha producido para entonces, según Téllez, el fenómeno de la.concentración de masas humanas en las ciudades. Los novelistas están en mora de interpretar estas nuevas condiciones sociales, convirtiéndolas en material literario. Hay una necesi­dad, no satisfecha todavía, de otro tipo de novela, que "refleje la nueva realidad". Es la novela urbana, "la novela en la cual el hombre aparezca enfrentado consigo mismo, con su propio misterio, en un medio que no sea precisamente el de la selva o de los lugares donde la soledad y la lejanía son las condiciones principales del relato"66. El hombre americano empezaba a perder su "perfil diferendador" por obra del desarrollo burgués, y su destino se integraba en el del hombre "universal" de las ciudades modernas, sin peculiaridades exóticas ni atractivos "salvajes". La naturaleza, por su parte, entraba al fondo de metáforas utilizadas por las compañías de turismo para estimular sus ventas. Un proceso, sin embargo, que apenas se iniciaba en Latinoamérica. Las condiciones económicas del trabajo literario no eran todavía ideales para un género que requiere la profesionalización del escritor, una industria editorial fuerte y un grado de modernización de la vida social que induzca al novelista a conquistar esos nuevos escenarios,

esos nuevos signos sociales y psicológicos bajo los cuales comienza a existir ~I U ~ « ^ U - ~ u.**.— ~ „ ~ , • „ ci i iuinuic inspaiicíaiiiciicaiiu.

VII

En las décadas del veinte al cincuenta parece existir un cierto acuerdo en Colombia acerca de la inexistencia, o al menos intrascendencia, de la crítica literaria nacional, aunque se difiere ampliamente a la hora de asignar

66, Hl RNANDoTlI.l EZ, "La novela en Latinoamérica ", Literatura, pág. 78,

DESPUÉS DEL MODERNISMO 195

causas al fenómeno. Las explicacines varían desde la ausencia de educación humanística, según Sanín Cano, hasta la inmadurez de un medio social estrecho que no acepta reparos a la comodidad de su autoimagen, según Hernando Téllez. La crítica después del Modernismo se volvió más nove­lesca que doctrinaria, según Rafael Maya. Una vez desposeída de sus bases de certidumbre, de su fundamento en principios filosóficos, la crítica deriva hacia el capricho personal, la impresión y el gusto subjetivos. Los cargos contra la crítica se multiplican, pero son pocos los que se tranquilizan con Sanín Cano afirmando que los críticos no son necesarios. A mediados de siglo, Jorge Zalamea advierte síntomas de agonía y próxima desaparición de la crítica literaria en Colombia. Pero en su interpretación no se subraya el atraso económico y social del país, como lo hace Téllez, sino al contrario: Colombia ha entrado en el mismo proceso que caracteriza a los países capitalistas de Occidente, en los cuales la crítica se ve subsumida en el juego de intereses del Estado y de las grandes empresas. Los críticos son neutrali­zados en su función auténtica de disentir e impugnar los falsos valores y a cambio van siendo absorbidos por instituciones "filantrópicas" que los convierten en "funcionarios" del sistema.

Para Rafael Maya, los problemas de la crítica son básicamente doctrina­rios. Para Sanín Cano, pedagógicos. Para Téllez y para Zalamea, son sociales. Téllez los ve anclados en el subdesarrollo, Zalamea en el desarrollo capitalista. Maya intenta religar otra vez la crítica a un sistema de verdades "sólidas", trascendentes, que le den piso más allá de las veleidades del momento histórico. Sanín Cano quisiera verla asentada en un humanismo terreno, de amplitud universal.

Según Téllez, no puede haber crítica en un país donde todo el mundo se conoce y donde, por consiguiente, todo elogio o toda censura repercuten sobre la cadena de las relaciones sociales de salón, afectando vínculos de amistad o suscitando sentimientos meramente privados como la envidia o el resentimiento. El efecto de la crítica queda "como en familia", según él. No trasciende al plano de una institución literaria con sus leyes propias, sus categorías y valores, sus jerarquías y tradiciones. Pues tal institución no existe en Colombia. Hay literatura colombiana sólo en el sentido de que aparecen obras literarias que se superponen cronológicamente, según el orden de su publicación. Pero no hay crítica que las ponga en relación, las ordene y jerarquice, porque no hay condiciones sociales para ello. El ámbito intelectual es aún estrecho, provinciano, familiar. No existen ni

196 LA CRÍTICA LITERARIA

tradición cultural, ni estabilización social y económica del literato, ni complejidad social suficiente para la difusión de la cultura. Las capas medias urbanas, consumidoras de libros, significan poco en términos cuantitativos y cualitativos, dentro del contexto total de la población. Hay todavía normas sociales, convenciones que entran de inmediato en conflicto con la actitud crítica y presionan sobre quien ejerce el oficio,-hasta sofocarlo. Normas de sociedad, como por ejemplo: que es de mal gusto abundar en reparos y de elegante observancia abundar en elogios. Quien transgreda tal norma, difícilmente encontrará dónde publicar sus escritos. Téllez describe la situación social en que debe operar el crítico en Colombia con una metáfora: la presión atmosférica en estas latitudes impide la normal respiración de la crítica. Pues estamos aún en un estadio mágico y senti­mental, en tanto que el oficio crítico es una empresa de la razón67.

Menos de diez años separan el diagnóstico de Téllez de esta afirmación enunciada por Jorge Gaitán Duran: "Nunca habíamos tenido tan grande oportunidad de operar eficazmente sobre nuestro país. Tendremos además en los años que se avecinan la tremenda responsabilidad de evitar que la concentración dramática en el aumento de la producción nos convenza —consciente o inconscientemente— de que ia producción es un fin y no un medio apenas para que el hombre colombiano se vuelva un hombre cabal. Porque nuestro oficio es comprender o intentar comprender el encadena­miento de la historia, deberemos explicar sin reposo y afrontar la tragedia de las sociedades capitalistas de nuestro siglo"68. No se ha extinguido el lamento de Téllez por el rezago aldeano de un país que no admite el papel crítico del intelectual, cuando comienzan a escucharse las primeras adver­tencias sobre las tareas modernas del escritor colombiano en el contexto de un país capitalista en pleno crecimiento. Con Gaitán Duran, el plantea­miento acerca de la crítica y sus problemas ha sufrido un viraje radical. Ahora se trata de revisar y comprender la función del intelectual en una sociedad dominada por técnicos, científicos y gerentes. Ya no se trata de una atmósfera asfixiante por la presión de la estrechez pueblerina sino, al contrario, de una sociedad que por momentos parece demasiado compleja en su estructura y amenaza con escapar a la comprensión del literato. Éste se ve forzado a completar su formación en la lectura de filósofos, sociólo-

67 H E R N A N D O TÉLLEZ, "Ei compromiso de la crítica", Literatura, págs. 55-70. 68. JORGE: GAITÁN D U R A N , La revolución invisible, 1959. Incluido en Obra literaria de J.

G. D., pág. 378.

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gos, economistas, historiadores y psicólogos. "El país", dice, "se ha engaña­do sobre la formación de los escritores que más o menos tienen mi edad. Pertenezco a una generación marcada con más hondura por Marx, Freud y Sartre que por Proust, Joyce o Faulkner"69. Si Gaitán Duran, un hombre de letras cuya pasión era la poesía, emprende una faena intelectual como La revolución invisible, ambiciosa interpretación de la crisis y el desarrollo de Colombia a mediados del siglo XX en la que el tratamiento racional y analítico de las cuestiones políticas se efectúa en estricta dependencia de las cuestiones económicas y en donde la cultura no se percibe como un reino aislado y abstracto, ello se debe a que en su autor se anuncia un nuevo tipo de literato moderno: aquél para quien la experiencia literaria no es ajena a la experiencia de la actualidad viva y concreta. Esto implica que para Gaitán Duran la reforma agraria y la literatura de Borges son intereses que comprometen por igual su actividad de comprensión. Frente al humanista que vive y habla de abstracciones, de ideales pasados y de modelos anacróni­cos, el humanismo que se esboza en el programa de Gaitán y de la revista Mito constituye una paradoja, según su expresión: se impone la búsqueda de "lo universal concreto", insertando el hecho económico o técnico o científico en la complejidad de la vida política, social y cultural y mostrando la incesante influencia de la estructura económica en la ideológica y a la inversa70. Frente al esteticismo del pasado inmediato, al aislamiento de un Eduardo Castillo o al desdén aristocrático de un Valencia, Gaitán hace de la pasión por el arte un aspecto de la pasión por la historia: el arte del presente y el pensamiento de esta época forman parte de un proyecto vital que abarca "la reforma del mundo"71.

Por los mismos años en que se escribía lo anterior, un poeta de la estirpe de Silva y de Castillo miraba con menos optimismo las tareas de la crítica en Colombia. José Umaña Bernal no sólo comparte los términos en que Hernan­do Téllez describe las dificultades, o imposibilidades, del oficio crítico en el país de mediados del siglo XX, sino que concluye a la manera del esteticismo finisecular decimonónico: hay que rehuir la opinión pública, que es una opinión espontánea e irreflexiva, de hombres hechos aprisa. El arte es obra

69. Ibid., pág. 318, 70. Ibid., pág. 378. 71. Ibid., pág. 318,

198 LA CRITICA LITERARIA

de la paciencia y del silencio, producto del hombre orgulloso y aislado. Si para Gaitán Duran resulta imperativo ser actual, la consigna de Umaña es de signo opuesto: "tener el valor de ser inactuai"72. La poesía ha entrado a formar parte de un mundo tan privado, tan íntimo, que la crítica no puede ser sino impertinencia. Pues los críticos poseen función propia sólo en las sociedades y las épocas de diálogo. Y en Colombia se vive una etapa de monólogo. La probidad del intelectual, su responsabilidad, consisten, para Umaña Bernal, en el pudor y la independencia personal: no rendirse a la conveniencia social, no ceder ante las presiones externas, ser impopular. Más que la crítica, lo que importa para el auténtico escritor es la autocrítica.

En "Consideraciones sobre la filantropía y la crítica literaria", Jorge Zalamea señala que la búsqueda de "todos los medios de comunicación directa con el público" es punto estratégico dentro de un programa cultural de resistencia contra "la burocratización de la inteligencia", mal que aqueja a la crítica literaria y que se encuentra en la base de su actual ineficacia. Zalamea pone sobre la balanza dos factores: por un lado, el artista aisla­do en un lenguaje cada vez más distante de la vida y de los intereses del público; por el otro, un sistema social en el que la crítica, y la actividad intelectual en general, van adaptándose al lenguaje de las relaciones públicas y de las técnicas publicitarias. Las consecuencias de tal proceso van desde la desorientación espiritual de las masas y la inflación artificial de falsos o transitorios valores hasta el desaliento y la esterilización de los auténticos creadores de arte y cultura. La tendencia que busca imponerse en Colombia, igual que en los Estados Unidos, consiste en subordinar la inteligencia a los intereses de grupos dominantes, sobornando a los artistas, a los literatos, a los críticos, para que vendan su saber y claudiquen de su misión a cambio de un precio que se tasa en la bolsa de los valores especulativos de la inteli­gencia. A esa tendencia hay que oponerse, según Zalamea, reforzando ia contraria: la unidad de los sectores populares con los grupos de intelectua­les no absorbidos por el sistema y dispuestos a proveer orientación política y contenido cultural a las reivindicaciones de los inconformes73.

72. JOSÉ UMAÑA BERNAL, "Divagaciones sobre la crítica". Carnets, pág. 62. 73. "Amigo de adornarse a sí mismo, víctima de la contradicción del burgués que deseaba

pasarse al marxismo, pero que tal vez por formación liberal no se decidía", afirmó de Zalamea un concurrente al coloquio con el que se le rindió homenaje postumo en el Instituto Colombo Soviético, en 1969- Helena Araújo, quien transcribe las palabras anteriores, opina que la militancia de Zalamea no podía ser sino "poética". Su idealismo, su orgullo de

DESPUÉS DEL MODERNISMO 199

"No le debo favores a nadie; no dependo de ningún partido, de ninguna secta; no acepto jefes, ni Index de ninguna clase; no pueden asediarme económicamente, no pueden aniquilarme éticamente, no pueden impedir­me que escriba, ni mucho menos que piense; leo lo que quiero, estudio, observo e intento con obstinación comprender ciertos temas culturales, ciertos panoramas políticos y sociales, ciertas pasiones humanas. No soy un inconforme profesional: creo apenas que la fuerza de una posición no proviene del desprecio, ni siquiera del talento o de una adhesión ideológica, sino de la independencia y de la conciencia"74. Con estas declaraciones cerraba Gaitán Duran, en 1959, sus "Notas preliminares" a La revolución invisible. Un compromiso ético, no partidista, y una identidad asumida de intelectual burgués lo apartaban de las demandas hechas por Zalamea a los intelectuales de su época. La actitud crítica no podía, para él, claudicar frente a ningún dogmatismo, ya fuese católico o marxista. "Soy un intelec­tual y no un feligrés", proclamó en alguna ocasión75. Y de Sartre aprendió que la misión del intelectual no es predicar verdades eternas sino reflexio­nar sobre su momento histórico y aplicar esas reflexiones a los problemas vivos de la realidad inmediata. La literatura fue sólo uno de los objetos de su consideración crítica y, en conjunto, quizá el menos frecuentado. Ejerció eventualmente como crítico de cine, como crítico de la política, como crítica de la cultura, pero no como crítico literario profesional, figura de la cual estuvieron más cerca Hernando Téllez y Rafael Maya.

Este último destacó en algún momento la necesidad de recurrir a instru­mentos más precisos para el análisis crítico de la literatura. Los percibió ya en acción por obra de los "maestros de la ciencia estilística": Dámaso Alonso, Amado Alonso, Carlos Bousoño. "Cambiar el ángulo de enfoque", afirmó, contribuiría a desplazar el énfasis desde la identidad subjetiva, predominante en la raigambre crítica, a la identidad del objeto literario en cuanto tal76. Él, por su parte, nunca lo intentó. La tradición colombiana, dice el mismo Maya, se ha orientado en la crítica por los caminos de la curiosidad dispersa en múltiples ensayos, suscitados por las cuestiones palpitantes de cada época. Y en esto, sigue siendo Baldomcro Sanín Cano el maestro

aristócrata, su formación burguesa, entraban en abierta contradicción con el engranaje partidista. (H. Araújo, "Jorge Zalamea", Revista Eco, No. 161, mayo de 1974).

74. JORGE GAITÁN D U R A N , op. at . , pág. 319.

75. Ibid, pág. 387. 76. RAFAEL MAYA, Letras y letrados, págs. 47-48.

200 LA CRÍTICA LITERARIA

insuperable. De la crítica que evalúa y juzga, censura y jerarquiza, desde los riesgos del presente, Hernando Téllez fue quizás el máximo ejemplar, por lo menos en las décadas que van del cuarenta al sesenta. Crítica de periodis­ta, juzgada desde la perspectiva de un "científico" actual de la literatura. Actividad presidida por el gusto y los conocimientos de un lector de oficio, ajeno a la academia. Más próximo al especialista, Maya fue mucho menos el crítico de la actualidad literaria, atento al libro de reciente publicación. Crítico docto, profesor de literatura, poseyó la erudición clásica que no tuvieron Téllez o Gaitán Duran. Pero su sensibilidad se encontraba en más abierta divergencia con respecto al lector contemporáneo de literatura. Téllez fue un ensayista y el formato habitual de sus escritos fue el artículo breve, la crónica, el comentario de ocasión. Maya es autor de estudios literarios dentro del modelo de la disertación erudita y la totalidad de sus trabajos, ordenados en sentido cronológico, recubre las diversas épocas y figuras de la historia literaria nacional. Pero sus discusiones casi nunca se ocupan en problemas teóricos y de método. Creía en una esencia intempo­ral de la literatura y se atenía a tal idea con la convicción de un humanista clásico.

Todas las discrepancias posibles entre las figuras de ia crítica destacadas en este período de la literatura colombiana vienen a atenuarse en su común confluencia: Tejada y Maya, Zalamea y Téllez, Umaña Bernal y Gaitán Duran, todos habrían estado de acuerdo con la sentencia de Sartre: "de lo que se trata, a fin de cuentas, es de dar un sentido a la vida". Y por ello, ninguno puso en duda la legitimidad de la literatura como tribuna para agitar ¡deas y creencias. Y eso los separa de cualquier tentación "científica" en dirección a una "especificidad" formal de la literatura, camino que hoy recorre, si no la crítica, por lo menos la teoría universitaria de la literatura. Y otro rasgo en común: Maya, Zalamea, Umaña y Gaitán son poetas; Zalamea y Téllez, narradores. Todos creadores literarios en géneros distin­tos a la crítica, tradición también muy colombiana.

RAFAEL MAYA (1897-1980). El primer libro de crítica litera­ria de Rafael Maya, Alabanzas del hombre y de la tierra (tomo I), apareció en 1934. El último, Letras y letrados, en 1975. Entre los dos se escalonan siete libros más: Alabanzas del hombre y de la tierra (tomo ¡i), 1941; Consideraciones críticas sobre la literatura colombiana, 1944; Los tres

RAFAEL MAYA 201

mundos de don Quijote y otros ensayos, 1952; Estampas de ayer y retratos de hoy, 1958; Los orígenes del Modernismo en Colombia, 1961; Escritos literarios, 1968, y De perfil y de frente, 1975.

Son, en su gran mayoría, recopilaciones de discursos académicos y de artículos escritos en ocasiones diversas. Sólo las Consideraciones críticas sobre la literatura colombiana y Los orígenes del Modernismo en Colombia tienen una relativa unidad de conjunto y podrían considerarse obras orgá­nicamente concebidas alrededor de un tema y de un método de análisis y de exposición. La coherencia ideológica, en cambio, fue permanente en la obra crítica de Maya. Se mantuvo fiel, de comienzo a fin, a los mismos principios estéticos e, incluso, a patrones de valoración y a gustos literarios casi inmodificados. De Maya podría decirse algo semejante a lo que él escribió de Antonio Gómez Restrepo: que supo escuchar el canto de las sirenas modernas, pero bien amarrado al mástil de la cultura clásica. Ésta, para Maya, comprendía dos vertientes fundamentales: el mundo clásico antiguo y la tradición española.

Igual que en la moral, afirma Maya, en el arte hay que partir de "prin­cipios permanentes". Sólo a partir de éstos pueden reclamar validez los juicios sobre las creaciones de la imaginación, lo mismo que los otros, los que juzgan los actos de la libertad humana. Éste es uno de los rasgos más decididamente "clásicos" de Maya: su negativa a separar lo estético y lo moral en esferas autónomas. Juzgar es un acto ético, según él, ya se realice en uno u otro campo, y por ello su exigencia básica es la autenticidad, palabra que es una de las claves de su obra. Autenticidad significa, para él, fidelidad a principios objetivos que, de cierta manera, están por encima del individuo; y sinceridad en el plano subjetivo. Sin esto, el pensamiento no sería más que "una sucesión vertiginosa de formas", y la historia "una agitación estéril" sin más término que el vacío y la nada. El conservatismo crítico de Maya está, pues, hecho de lucidez, no de ingenuidad o de ligereza; ve claras las opciones y descarta la idea del arte como un juego inmotivado y arbitrario, constituido por infinitas diferencias y descentramientos, a la manera del devenir nietzscheano o de la "productividad" en las teorías literarias postestructuralistas. El lema de Maya es, por el contrario, centrar, buscar puntos fijos, lo duradero, lo que no cambia ni se desliza. "El sentido relativista de las ideas, afirma, conduce a la frivolidad de las apreciaciones. Una verdadera crítica, con base fundamental, sólo puede nacer de convic-

202 LA CRÍTICA LITERARIA

ción honrada y profunda, y ésta no puede tenerse sino en relación con aquello que consideramos duradero y permanente"77.

"Fue, hasta cierto punto, Sanín Cano quien representó en Colombia una posición crítica divergente de la sostenida por Maya. El gran crítico moder­nista sí que fue un navegante entre sirenas, sin mástil ni ataduras, para continuar con la metáfora de Maya. Hay un texto de este último, "La proyección espiritual de Sanín Cano", leído ante la Academia Colombiana de la Lengua, en agosto de 1971. Allí aparece el ensayista antioqueño retratado como una conciencia libre y una inteligencia eternamente curiosa, atenta a todos los cambios y novedades registrados en el panorama espiri­tual de su época; un escritor que no dejó pasar fenómeno alguno de la cultura sin análisis y examen. La pregunta clave para Maya no se hace esperar: "¿poseyó alguna doctrina, algún principio que le sirviese de ángulo de enfoque o de quicio para apoyar el edificio de su cultura?". La respuesta es negativa. Sanín Cano fue una especie de paradigma de la modernidad en la literatura colombiana de finales del siglo pasado y principios del presen­te, modernidad que con frecuencia se hizo aparecer como sombrío contraste con la tradición literaria conservadora del país. Maya decía gráficamente que Sanín "amaba las posadas pero no las residencias" para indicar que el escepticismo era la única base de su actividad crítica, una base inestable, según la concepción del escritor payanes. Conocer todas las doctrinas sin rechazarlas y sin anclar en ninguna era la posición de ese "profesor de relativismo", como se le llama en el texto que comentamos78.

La índole intelectual de Maya era por completo diferente. Se ocupó relativamente poco de la literatura contemporánea. Sólo páginas muy breves dedicó a "Los Nuevos" (de Greiff, Umaña Bernal) y apenas menciona a grupos más recientes de escritores colombianos, como el de Piedra y Cielo. Sus inquietudes estuvieron dirigidas fundamentalmente al pasado, y preferente, aunque no exclusivamente, a obras y autores colombianos, desde la Colonia hasta el Modernismo. Vio en el siglo XIX colombiano —"nuestro glorioso siglo XIX", como acostumbraba llamarlo— un momen­to de especial riqueza dentro del desarrollo cultural del país. Allí encontra­ba las raíces espirituales profundas de la identidad nacional, a las cuales deberían haber permanecido fieles los literatos posteriores. El Romanticis-

77. RAFAEL MAYA, Uhra crítua. n. pág. 228, 78. Ihtd., pág. 287.

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mo, asegura, produjo los más altos poetas de nuestra historia literaria; para él, eran Pombo y José Eusebio Caro. Son los románticos quienes "saben interpretar el paisaje nacional y el carácter de nuestra gente; traducen el alma del pueblo y las reconditeces de la psicología colectiva, con atinada espontaneidad, merced al solo empuje de su inspiración"79. Sus elogios del siglo XIX son múltiples. Uno de los más fervorosos se-encuentra en el discurso "Jorge Isaacs y la realidad de su espíritu". Allí escribe: "la época de Isaacs, descontadas las heroicas jornadas del movimiento emancipador, fue tan grande en obras y tan fecunda en ideas, que bien merece llamarse edad de oro del pensamiento americano. Durante esa última mitad del siglo XIX más de medio centenar de figuras representativas se mueven dentro del panorama de la nación, crean valores perdurables de cultura en todos los ramos de la actividad humana. (...) ¡Años generosos, que elevaron la historia de Colomba al nivel de las edades helénicas!"80. Agrega que, en su época, Isaacs fue testigo de la aurora romántica, presenció el movimiento realista, contempló "el glorioso renacimiento de los estudios clásicos" y escuchó "los primeros clarines de la vanguardia modernista". Los nombres que menciona a continuación como representantes de esa grandeza deci­monónica son bien significativos: José Eusebio Caro, Julio Arboleda, José Joaquín Ortiz, Rafael Pombo, Rafael Núñez, Gregorio Gutiérrez González, Miguel Antonio Caro y Rufino José Cuervo. Hasta ahí llegan casi siempre sus enumeraciones. Los modernistas, admirados con reticencias, hacen parte de otra historia.

Es Pombo, no Valencia ni Silva, el poeta por excelencia en la literatura colombiana, según la apreciación crítica de Maya. Este juicio se reitera en diferentes lugares y épocas de la obra ensayística del autor. Pombo, afirma en una conferencia leída en la Biblioteca Nacional en junio de 1952, surge entre dos épocas aparentemente contrarias pero de alguna manera análo­gas: el Pseudoclasicismo y el Modernismo. Esta posición intermedia permi­te, según Maya, medir mejor su estatura: entre la estéril planicie neoclásica y el valle modernista graciosamente ondulado destacan las proporciones geológicas del gigante Pombo, como una montaña en medio del paisaje plano. Estos símiles son característicos del estilo de Maya y configuran su peculiar retórica crítica. Frente al Modernismo, escuela de artífices y

79. La Musa romántica en Colombia. Introducción. 80. Alabanzas del hombre y de la tierra. II, págs. 92-93.

204 LA CRÍTICA LITERARIA

recamadores, arte de imitación que se desentiende de lo nacional y autócto­no, según el sentir de Maya, Pombo aparece como el poeta "de nuestro paisaje, de nuestra raza, de nuestra manera general de sentir y pensar"81

Un artista de la sinceridad, sin falsía ni simulación, "auténtico", como gusta decirlo Maya. La trascendencia del Romanticismo, según él, reside precisa­mente en que obligó a los escritores, por virtud de su método y doctrina, a volverse de nuevo hacia las fuentes de su propia historia nacional y personal, algo que se había extraviado por los senderos de la imitación neoclásica y, más tarde, nuevamente, por la actitud de imitación de los modernistas. "Nuestros poetas y escritores románticos son esencialmente nacionales. Compáreseles con los exquisitos artistas que produjo el Moder­nismo y se advertirá la diferencia. Posiblemente la novela realista colombiana, la de Díaz Castro, la de Carrasquilla, la de Francisco de Paula Rendón, logró captar más lúcidamente la realidad de ciertos medios regionales; y otro tanto podría decirse de poemas pertenecientes al mismo género, como la Memoria sobre el cultivo del maíz. Pero la poesía de mediados del siglo pasado indica el momento en que el genio colombiano se identifica con la historia nacional y con el paisaje nativo. No obstante los avances de la crítica, los progresos del industrialismo, la influencia de corrientes políticas y sociales que suelen traernos conceptos materialistas de! hombre y de la cultura, y a pesar del despiadado naturalismo que nos ofrece la civiliza­ción contemporánea, en algunos de sus más importantes aspectos, la recóndita levadura del pueblo colombiano seguirá siendo romántica"82.

Frente al Modernismo adoptó Maya una actitud crítica, a la vez compren­siva y severa. Como poeta se veía a sí mismo entroncado en la línea que parte de allí: "de niño cayeron en mis manos los libros de Darío, de Machado, de Unamuno, en fin, de cuantos pertenecieron a la llamada Generación del 98. Esos autores formaron mi gusto y cimentaron mi estética. He seguido leyéndolos. A ello es necesario agregar la influencia de líricos hispanoamericanos tan ilustres como el gran Lugones, como Valen­cia, como Herrera y Reissig"83. Sin embargo, como crítico consideraba que en ese movimiento estaban los fundamentos de la actual decadencia del arte y la literatura. En sus Consideraciones críticas sobre la literatura colombia-

81. De perfil y de frente, pág. 170. 82. Estampas de ayer y retratos de hoy, pág. 247. 83 Obra poética. Carta introductoria, págs. 7-8.

RAFAEL MAYA 205

na, de 1944, toma partido muy definidamente en contra del Modernismo y de sus consecuencias históricas: "a esta escuela, escribe, hay que formularle cargos fundamentales". Estos cargos pueden sintetizarse así: su tendencia formalista ("extraer del verso toda sustancia y meollo, dejando apenas la fermosa cobertura"), la destrucción de la unidad del pensamiento poético, algo que, para Maya, constituye un anuncio de la "anarquía" y la "descom­posición" que vendrán después, con los movimientos de vanguardia; el "individualismo revolucionario" y la pretensión de una libertad sin límites que el crítico conservador evaluaba como una rebeldía contra los principios que dignifican la condición humana, para sustituirlos por prejuicios e instintos menos nobles. La libertad es sólo un medio, afirma; asumida como fin, engendra el caos. La conciencia humana necesita someterse a normas y subordinarse a ideales más altos que la libertad individual. Varias páginas ocupa la reflexión de Maya sobre el significado de la libertad para el hombre, en el contexto de su crítica al Modernismo. Pocas veces fue más radical e intolerante en su ortodoxia como en estos pasajes de Considera­ciones críticas sobre la literatura colombiana. Reconoce el genio de Darío, pero sólo como una excusa; el gran poeta nicaragüense no podía prever las consecuencias de su impulso "libertador". Darío mismo, según lo ve Maya, rectificó hacia el final de su carrera y volvió atrás sus pasos "hasta pisar los terrenos de la más pura tradición castellana ". Pero las fuerzas que "Apolo dictador" mantuvo un tiempo unidas ya se habían desbordado torrencial-mente, para decirlo con la metáfora, muy diciente, del crítico payanes.

Todavía en su libro Lo.r orígenes del Modernismo en Colombia, una detallada investigación histórica y un ponderado balance crítico lo llevan a enjuiciar esa época literaria con menos severidad pero con reservas que provienen de los mismos principios teóricos. De sobremesa, por ejemplo, la novela de Silva que hoy es redescubierta y sobrevalorada como una de las obras capitales de la literatura nacional, fue considerada por Maya, en 1961, como un testimonio espiritual de la época y del autor, pero viciada por "el más rebuscado artificio" tanto en lo que respecta a los personajes como a la acción (pág. 62). Para él, no es novela. Carece de perspectiva unitaria, es un zurcido de episodios cuyo único centro es un personaje "estrambótico y raro" (pág. 87), fundamentalmente falso. Pura destreza verbal, pura habili­dad literaria, pero humanamente inauténtica (pág. 89). Del estilo afirma que, aunque deslumbrante, es monótono por el recargo de artificios ("enjo­yado con todos los recursos de la erudición pintoresca") hasta volver su

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lectura enervante y fastidiosa (pág. 61). La poesía de Silva, en cambio, le parecía más cercana al Romanticismo, sin el lastre del decorado modernis­ta, auténtica en su apego a la emoción vivida. En varias ocasiones retornó Maya al análisis de la obra poética de Silva. Lo mismo ocurrió con la de Valencia, sin que su opinión se modificara en lo esencial: Valencia era para él un artista "creador de belleza suntuaria, decorativa, plástica, que impre­siona vivamente la imaginación, y que no alcanza a desentrañar la profunda expresión espiritual de los seres, sino lo más violento, contrastado y pin­toresco de su apariencia"84.

Maya admite la necesidad histórica del cambio en el arte. Pero éste no se realiza, según él, en forma desordenada y arbitraria, sino obedeciendo a leyes. Hay, de acuerdo con su concepción, algo que siempre debe mantener­se a cubierto del cambio: la fidelidad a la naturaleza, a la lógica, a los hábitos naturales de la inteligencia y del buen sentido, y el "ejemplo de los ingenios eminentes". La necesidad, en suma, de una tradición que garantice la preservación de lo esencialmente humano, núcleo ideal y eterno, y de una continuidad en el proceso histórico. En Colombia esa tradición, que podría­mos denominar "clásica", no existe aún. Existen, sí, algunas obras y autores que admiten tal calificativo y podrían ponerse como primeros "eslabones" en la "cadena del pensamiento nacional" incipiente. Eüos son, según Maya, "un Caro, un Cuervo, un Carrasquilla, un Suárez"85. Forman la "franja de mármol" clásica en nuestra humilde "pared de adobes". Clásico, para Maya, significa sentido de totalidad y de síntesis, objetividad y natura­lidad, orden discursivo y lógico, armoniosa simetría arquitectónica entre las partes de la obra, claridad y concordancia, adecuada relación entre fondo y forma. Afirma el crítico que la tradición colombiana, con pocas y notables excepciones, ha sido más académica y gramatical que clásica en el sentido anteriormente expuesto.

Mava siempre sostuvo enfáticamente el carácter racional dei arte en contra de las tendencias contemporáneas, a las que veía como "incoherente balbuceo", carente de articulación, juego infantil y caprichoso. Les falta, precisamente, lo fundamental: los nexos mentales, las relaciones lógicas, las síntesis racionales. "El arte, dígase lo que se quiera, así como la ciencia, es una concepción racional que obedece a los principios generales de la inteligencia. Sólo que en la creación estética intervienen otros factores

84. Obra crítica, II, pág. 343. 85. Ibid., pág. 317.

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como la sensibilidad y la imaginación"86. La materia del arte, sostiene Maya, es lo particular y concreto, pero en sus métodos, aunque proceda intuitiva­mente, comparte con la ciencia algunas de las operaciones básicas del "entendimiento racional".

Maya cree percibir una línea de continuidad entre el Modernismo y la vanguardia, entre el poema en prosa, esa "flor andrógina" según sus palabras, y el "versolibrismo". El mismo Maya reclamó para sí el, en su opinión, dudoso honor de haber utilizado por primera vez el verso libre en Colombia, en sus Coros del mediodía. Como crítico, no obstante, pone en cuestión la validez estética de este recurso en poesía. La razón por la que se ha perdido la noción del verso en cuanto unidad métrica es profundamente histórica, según él. No es una cuestión puramente técnica; "el primer verso descoyuntado indicaba que algo se había roto, igualmente, en la conciencia humana"87. El ritmo y la medida en el verso clásico implican orden, proporción y cadencia, virtudes que el mundo moderno parece haber olvidado. Hay una relación necesaria entre la ortodoxia métrica y el prin­cipio del orden y la jerarquía en la sociedad.

Lamenta, igualmente, el autor, la confusión de los géneros literarios, la poetización de la novela, del cuento, e incluso del ensayo, herencia del Modernismo; la pérdida de lo trascendente y de lo conceptual en poesía, para quedarse con el juego de palabras y la metáfora vacía; el miedo a los grandes temas históricos y filosóficos. "Ninguna verdad trascendental la alimenta. No se nutre de ningún concepto vivo. Toda ella se sostiene en la temblorosa red de las palabras, y su virtud es esencialmente metafórica", afirma. Por ello, la poesía se ha vuelto "la menos humana de las formas literarias de la actualidad". "Nada tiene que ver ni con la verdad del mundo ni con la verdad de la conciencia". Tan duro enjuiciamiento a la poesía contemporánea se encuentra consignado en el libro Los tres mundos de don Quijote y oíros ensayos, de 1952. Para entonces, la poesía colombiana era predominantemente piedracielista, pero los grandes nombres ya consagra­dos eran los del mismo Maya, De Greiff, Pardo García, Vidales, Carranza, Rojas. La fama de Aurelio Arturo era aún silenciosa, y Cote Lamus, Gaitán Duran, Alvaro Mutis y Charry Lara comenzaban a publicar sus primeras obras poéticas.

86. Estampas de ayer y retratos de hoy, págs. 330-331. 87. Obra crítica II, pág. 328.

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Leer hoy la obra crítica de Maya obliga a tomar distancia, a discrepar con frecuencia, a resentir lo que sus afirmaciones tienen de anacrónico y de insostenible para un lector contemporáneo. Hoy es difícil adherir a esos principios absolutos del arte clásico: su vigencia eterna se nos aparece como una pretensión caduca. Ni siquiera mantiene su universalidad la apelación a la lógica, a la sana razón o a la naturaleza humana. Es casi imposible asignar contenido a cualquier proposición que se base en una supuesta esencia intemporal del hombre. Sin embargo, sigue siendo insatisfactoria, como lo fue para Maya, una crítica literaria sin supuestos, abandonada a los caprichos de la subjetividad.

Hoy casi nadie cree en una tradición cultural colombiana que se remonte a Caro, Cuervo y Suárez. Tampoco se ve clara la prolongación de la línea romántica hasta llegar a la literatura contemporánea. Contra toda previ­sión de Maya, hoy parece más clara esa continuidad a partir del Modernis­mo, y particularmente de Silva. La plena vigencia actual de Pombo, por ejemplo, que para Maya era un hecho palpable en los años cincuenta, es imperceptible a finales de los ochenta. Un lector de poesía de esta época, uno de los pocos que queden, no le dedicaría entusiasmo ninguno, tal vez ni el tiempo para su lectura, a poemas como "Las norteamericanas en Broad-way" que para Maya es una especie de resumen del genio poético. No obstante todo ello, el problema sentido por él y al que trató de encontrarle solución sigue siendo nuestro problema: ninguna cultura puede sobrevivir sí prescinde de toda tradición. Un mínimo de continuidad en el proceso cultural es necesario, pero reconstruirlo es tarea crítica difícil y lo es mucho más en nuestros días, precisamente por las razones que anotaba Maya: el escepticismo, la ausencia de valores objetivos compartidos colectivamente, la carencia de ideales que brillen por encima de los individuos y sus intereses inmeditos. Es a esa "deriva" sm raíces a ese canto de sirena sin amarras ni mástil, a lo que se da el nombre de modernidad. Maya, que por momentos fue un poeta moderno, se negó a serlo como crítico, con toda la conciencia de lo que esa actitud significaba. Y eso forma parte de su valor, aunque también de su anacronismo. Jamás le faltaron, en todo caso, las virtudes que él mismo exigía para el ejercicio de la crítica: honradez intelectual, criterios definidos y explícitos de valoración, libertad frente a los métodos "científicos" de análisis, coherencia. Y esa "temperatura emo­cional" en el estilo sin la cual la crítica no alcanza la condición de obra literaria.

HERNANDO TÉLLEZ 209

HERNANDO TÉLLEZ (1908-1966) inicia su carrera como periodista a mediados de los años veinte. Su ejercicio crítico se tarda un poco más. No sería equivocado afirmar que tal ejercicio dependió siempre del periodismo y esto significó no sólo que sus artículos fueran primero publicaciones de revista o periódico sino también que el formato y exten­sión de ios mismos, igual que el tono y el contenido, estuviesen más o menos determinados por tal circunstancia. La suya es, en gran medida, crítica de actualidad, y al lado del comentario bibliográfico reciente, se coloca la crónica social o política, con igual intención. Nunca ensayó la disertación de más amplio alcance o el libro orgánicamente madurado hacia un tema único o una argumentación central. Todos sus escritos son ensayos breves, ligeros desde el punto de vista de la erudición, recogidos luego en volúmenes que invariablemente fueron recopilaciones de muy diverso interés y motivo. Crítica de circunstancia podría llamarse. Pero leída hoy, en conjunto, se encuentra su unidad de propósito y se vislumbran los motivos centrales, las recurrencias temáticas y las convicciones profundas de donde surgía la amplia variedad de los juicios.

Los libros de Téllez que contienen textos de crítica literaria son los siguientes: Inquietud del mundo (1943), Diario (1946), Literatura (1951), Literatura y sociedad. Glosas precedidas de notas sobre la conciencia bur­guesa (1956), Confesión de parte (1967). Publicó, además, un pequeño volumen con el título de Bagatelas (1944), digresiones muy personales, en tono entre lírico y ensayístico, sobre temas como la infancia, el amor, la belleza, el olvido, la soledad, agrupadas luego, con otros textos de tono parecido, en Luces en el bosque (1946). En 1979 apareció una recopilación de sus Textos no recogidos en libro, edición del Instituto Colombiano de Cultura, en dos volúmenes, a cargo de Juan Gustavo Cobo Borda. Habría que agregar también un libro de cuentos, Cenizas para el viento, de 1950.

Su caso es, pues, el de un crítico de profesión, aunque ésta aparezca disimulada entre las exigencias del oficio periodístico. Y aunque, de hecho, buena parte de su tiempo fuera absorbida por empleos ajenos a la literatura, como la política, la diplomacia o las relaciones públicas en alguna empresa privada. Fue crítico profesional sólo en un sentido restringido que él mismo

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se encargó de precisar alguna vez: "Yo tengo dos profesiones públicas: escritor y oficinista. La segunda me permite, económicamente, ejercer también la primera (...). La literatura es una profesión—no importa que no sea lucrativa— que ejerzo con alegría, muy defectuosamente, desde luego, pero que considero hace parte fundamental y decisiva de mi propia vida"88.

Alejado de la academia y de todo tipo de erudición distinta a la del voraz lector autodidacta, Téllez se acercó a la literatura con la actitud de quien intenta llevar hasta el límite la comprensión personal, sustentada en ciertas claves rápidamente descubiertas casi desde el inicio de su vida intelectual. Ni las ideas ni el estilo de Téllez varían sustancialmente a lo largo de treinta y más años de trabajo literario. Hay una evolución muy tenue, casi imper­ceptible. Su pasión por Proust, Flaubert y Stendhal se mantuvo inalterable. Sobre el primero de los mencionados publicó un extenso artículo de divulgación recogido en Inquietud del mundo. Años más tarde volvió sobre el tema en "El genio y el oficio", incluido en Literatura.

Proust fue una verdadera obsesión de Téllez89. En una entrevista de 1944 se consigna esta declaración suya: "Marcel Proust es la más grande influen­cia literaria que he tenido. Sin duda alguna su obra es la más extraordinaria de este siglo; descubrió un continente, una atlántida que estaba sumergida. La novela contemporánea se parte en dos épocas: antes de Maree! Proust y después de Marcel Proust. Yo encontré reflejados en los volúmenes del Tiempo perdido una serie de estados que coinciden exactamente con mi sensibilidad. Los afectos, las pasiones, la desintegración constante de los sentimientos, el ir y venir de las imágenes en los mares del alma, están expresados admirablemente en Marcel Proust. Es posible que en el futuro aparezca otro genio que lo reemplace o lo supere. Pero hasta ahora yo no he encontrado una mejor explicación del hombre. A pesar de que ensayo todos los días una aproximación comprensiva a la obra de Proust, cuando intento

88. "Los hobbies de Hernando Téllez", entrevista de Arturo Camacho Ramírez, en Textos no recogidos en libro 2. Bogotá. Instituto Colombiano de Cultura, 1979, págs. 948-9. edición a cargo de Juan Gustavo Cobo Borda.

89. Sobre Proust, además del ensayo que aparece en Inquietud del mundo, escribió Téllez por lo men . otros tres: "El genio y el oficio", en Literatura; "Las cartas de Proust" y "La máscara y ei rostro" recopilados en Textos no recogidos en libro, vol. 1. Momentos proustianos abundan a lo largo de toda su obra. Vale destacar: "Veinte años después" (en Textos no recogidos en libro, 1), escena evocativa del "tiempo perdido" que imita abierta­mente la célebre fiesta de los Guermantes al final de El tiempo recobrado.

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leerlo de nuevo experimento una sensación de pavor, de temor. Casi siempre es horrible el conocimiento del alma humana" 9 0 .

En su obra quedan huellas visibles de los autores que frecuentó y de sus preferencias por la literatura francesa: Gide, Mauriac, Claudel, Giraudoux, Julien Green, Thibaudet. Se interesó vivamente en el cine y en el teatro. Sus comentarios cinematográficos dejan claro que veía el cine como un género literario particular. Algunos de sus mejores ensayos fueron interpretacio­nes sociológicas de la literatura contemporánea, en especial del género novela, guiado en alguna medida por ciertas pautas generales del marxis­mo, asumidas con heterodoxia y flexibilidad. La filosofía no parece haber sido una de las grandes pasiones intelectuales de Téllez, como sí lo fue la historia. Pocas menciones de filósofos aparecen en sus escritos, si se hace caso omiso de Ortega y Gasset, admirado ante todo como ensayista lite­rario. Los nombres de Pascal, Kant, Hegel, Schopenhauer y, alguna vez, Ciorar, son apariciones eventuales, a través de alguna cita aislada o de una idea general previamente reducida a lugar común. Su "filosofía" fue aprendida, probablemente, en la literatura y, sobre todo, en Proust. ¿En qué consiste esa "filosofía"? ¿Cuáles son sus ¡deas directrices? Quizá podrían deducirse de sus reflexiones sobre el tiempo y sobre la individualidad, los dos grandes temas proustianos.

El implacable maestro de En busca del tiempo perdido debió enseñarle muy temprano que la identidad del yo se diluye en el tiempo y que sus pedazos rotos sólo tienen una muy relativa unidad en el recuerdo y su expresión literaria. El tiempo despedaza no solamente los rostros sino también el interior de los sujetos y abre abismos entre esos pedazos que ya no pueden juntarse, aunque el yo conserve la ilusión de su identidad. Es lo que Samuel Beckett, en su ensayo sobre Proust, llamaba "la exfoliación de la personalidad"91. Así mismo, Téllez adopta de Proust la idea del relativismo psicológico y moral. El amor, los vicios, la amistad, los celos, ya no podrán ser, después de Proust, analizados como entidades predeterminadas, con cierta fijeza y estabilidad, a la manera de los moralistas del siglo XVIII. La personalidad crece y madura por sucesivas muertes y resurrecciones. Téllez confiesa su adhesión a estas proposiciones proustianas y también a su

90, Declaración transcrita por Abelardo Forero Benavides en "Hernando Téllez", Tex­tos no recogidos en libro, 2, pág. 910.

91. SAMUEL BECKETT, Proust, New York, Grove Press, 1931, pág. Í3.

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conclusión: lo único esencial en un mundo de hundimientos permanentes es el arte. Pero la plenitud de éste sólo se consigue en breves y fugaces momentos. Otra idea cardinal que guía los juicios críticos de Téllez, prous-tiana también, es ésta: la soledad constituye la raíz última, la verdad única y absoluta del hombre. El amor, los esfuerzos por la solidaridad, son amables ficciones que se ponen al servicio de la convivencia. Pero cada individuo está envuelto en su propio misterio incomunicable; cada hombre es un islote de soledad y nada que se pueda transferir de individuo a individuo es verdaderamente radical y profundo. Los contenidos interiores que definen cada personalidad son intransmisibles y aislan al yo, almenándolo en su propia e irremisible soledad. Esta es, con seguridad, la ley más universal que se puede predicar del hombre, según Proust y según Téllez. Léase de este último, por ejemplo, "Una mañana en el Luxemburgo" (en Inquietud del mundo), quizá el mejor de sus ensayos. O las "bagatelas" sobre la soledad, sobre el olvido y sobre el amor. En la "Bagatela sobre el amor" Téllez se pregunta por el sentido de la monogamia, después de haber leído en Proust aquellas páginas sobre Albertine en las que el narrador ve a la joven "prisionera" tan lejana e inaccesible, desarrollada en tantos planos diferen­tes y escondida tras el abismo de los días y noches en que no la había conocido. Téllez comenta: "amamos una imagen cambiante y multiforme, un delicioso monstruo de mil cabezas, en cierta forma segregado por noso­tros mismos, por nuestra conciencia, y construido con el material de nuestra angustia, de nuestros celos, de nuestro deseo". La persona amada vista como una segregación de nosotros mismos es la enseñanza más extrema de la filosofía proustiana del amor. "Puesto que no hay conoci­miento" —escribió Proust— "casi se puede decir que no hay celos más que de sí mismo"92. Y Téllez: "¿De manera que toda interpretación del senti­miento amoroso se convierte a la postre acaso en parcial y minúsculo atisbo sobre lo insondable y misterioso? Seguramente sí". El amor traducido a la experiencia de la soledad y de la incomunicación: lo que se toca es única­mente la envoltura cerrada de un ser que, por el interior, accede al infinito, según la lección de Proust.

La obra de Téllez da la impresión, por su tono, de ser el resultado de un diálogo interior entre los ecos de sus lecturas y los ecos de sus conversacio­nes mundanas. Hay mucho en ella de sabiduría convencional, adquirida en

92. MARCEE PROUST, La prisionera, Madrid, Alianza Editorial, pág. 418.

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la frecuentación ordinaria con hombres de empresa, políticos y diplomáti­cos. Pero esa sabiduría entra en cuestionamiento permanente por obra de una segunda sabiduría más radical, menos amable pero más definitiva, bebida en Flaubert, Stendhal y Proust. Sus "bagatelas" son una mezcla de las dos y el interés que hoy puedan suscitar, más o menos parcial, depende exactamente de la preeminencia que por momentos logre cada una de esas dos fuentes de saber. Muchos ensayos de Téllez están construidos con el recurso —tan socorrido en él— de poner cierto tipo de argumentación en boca de un supuesto interlocutor que apela a los prejuicios y tópicos del sentido común. Luego se desarrolla otra posición divergente, una contraar­gumentación que contiene el ingrediente crítico a manera de antídoto. Pero lo más frecuente es encontrar en Téllez íntimamente fusionados los dos interlocutores en uno solo: un hombre de mundo, viajero, lector, estratega de la lucha diaria, ya sea en la política, en el periodismo o en la industria, siempre en civilizado intercambio con un artista y un pensador escéptico. El pensador es tanto mejor cuanto más estrechamente va de la mano de algún fiutor que ha leído y comenta; cuando se lanza solo, a filosofar por cuenta propia, no va lejos. El artista es un maestro de la prosa, a menudo cercano a la poesía por su captación de lo singular insospechado y por la condensación de sus fórmulas verbales, no obstante una cierta vena retórica que a veces se apodera de sus frases, debido a la temperatura polémica de determinados temas. Ambos, artista y pensador, se definen por la capaci­dad para ir contra corriente, para echarse valerosamente a nadar aguas arriba, como se dice en un breve ensayo de Literatura y sociedad. Si el gusto colectivo se alimenta de corroboraciones, el arte es siempre todo lo opues­to: es "una realidad aislada e insólita".

Las artes del político y del demagogo consisten en satisfacer las exigen­cias, "aun las más viles —sobre todo las más viles— del alma de las multitudes". El papel del artista viene a ser el de inocular la "sospecha" en el estatuto colectivo de la cultura, el de introducir, según Téllez, "un principio vital de corrupción". La tentativa del arte moderno implica, en mayor o menor medida, una tendencia suicida: contrariar el sentimiento colectivo, dejar insatisfechas las demandas del conformismo masivo. Esta inadecuación entre la demanda del público y el valor estético no fue asimilada con facilidad por Téllez, quien se sabía lúcidamente un intelectual burgués, con tareas por cumplir y un marco limitado de posibilidades, dada la estrechez de la vida social en la que le tocó actuar. Es significativo que el

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último libro publicado en vida del autor, Literatura y sociedad, se cierre con un breve texto sobre el tema de la responsabilidad del escritor. Y que ese texto, titulado "Escolios", comience con esta frase o, mejor, esta sentencia: "No es fácil convencernos de que hemos fracasado". Y que a continuación hable de "traición" y de "derrota". El libro fue publicado por Ediciones Mito en 1956. Por entonces Sartre se había convertido en lectura y referen­cia obligadas para el grupo que se reunía alrededor de la célebre revista. Sartre puso en boga la cuestión del compromiso del intelectual. Téllez le dedica a ese problema prácticamente todo el libro, como el mismo título se encarga de anunciar.

"Escolios" es un acta autoacusatoria, escrita en primera persona plural, con una retórica de exaltación apocalíptica algo cercana a la de Jorge Zalamea. El "nosotros" intenta agrupar a los escritores contemporáneos con una nivelación que omite por completo no sólo los nombres propios sino las categorías. "Nosotros, intelectuales de la hora cero", "los cosecha-dores de la sonrisa y del aplauso", "estábamos hechos para disimular, con la comedia de nuestra gracia, el drama de la desintegración; para anular, con el resplandor de nuestros juegos de artificio, la sombra de lo miserable y de lo injusto; para alterar con nuestras palabras las verdades esenciales". El texto transcurre en tono semejante, apelando en cada línea al exceso de la adjetivación y de las enumeraciones simétricas, con una ornamentación oratoria tanto más diciente cuanto más contrasta con el contenido del artículo y con la tradicional batalla del autor en contra de los excesos retóricos. Téllez siente que ha llegado el momento de la responsabilidad y de las definiciones. Por una parte, utiliza en ciertos pasajes el pretérito: "fuimos sonrientes y superficiales y seductores", "creíamos que toda grave­dad era una descortesía", etc., como si en el momento en que escribe estuviese a punto de cortarse en dos el tiempo histórico. Por otra parte, ese pasado entra en confrontación con un futuro inminente; "se nos llamará a juicio", "sabemos lo que al cambiar el mundo nos espera". Todo parece pensado y expresado a la luz y al calor de un acontecimiento próximo y fatal: la revolución socialista. Hay varios textos de Téllez que reflejan esta preocupación, inclusive desde el título: "El día de la revolución", "Gratitud revolucionaria", "Perdonados y fusilados". Hay, sobre todo, un fragmento en "Márgenes" —título bajo el cual Téllez agrupó en los últimos años algunas de sus mejores páginas, las más personales y poéticas— una especie de sueño narrado con todo el sobresalto y la sinrazón de las

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pesadillas: "Como la revolución empezaba a arder bajo mil espadas de lluvia, todos nos pusimos la insignia roja. En un instante comprendimos que ese símbolo serviría para declarar nuestra participación en el hecho colectivo que estaba naciendo en plena calle, bajo una luz miserable, desleída y mezquina. La insignia roja nos haría partícipes a todos en el parto sangriento. Disimularía nuestra condición de burgueses..."93. El tema es bastante frecuente en sus escritos. En "Escoliosis" adquiere una resonan­cia especial por el carácter patético y contrito de la autoinculpación: "nuestra vanidad se originaba en el consentimiento dispensado por los poderosos a nuestra gracia inofensiva y superflua. Hubiéramos debido contrariarlos, aun si fueran magnánimos. Hubiéramos debido complacer a los desposeídos, aun si fueran injustos".

Hay demasiados ecos de Sartre en todo esto como para no remitir a los famosos artículos polémicos de Tiempos modernos. Lo que distancia a los dos autores, en primera instancia, es el estilo: la fluidez casi coloquial de Sartre y su ironía contrastan con el engolamiento enfático de Téllez. Pero eso no impide reconocer todo lo que en Literatura y sociedad proviene de la lectura y el diálogo con los textos de Situaciones. Refiriéndose a la irrespon­sabilidad ideológica de los escritores franceses, Sartre afirma: "esta heren­cia de irresponsabilidad ha llevado la turbación a muchos espíritus. Su conciencia literaria no está tranquila y y a no saben a ciencia cierta si escribir es admirable o grotesco"94. Esto, con seguridad, es lo que le sucede al escritor Hernando Téllez. Su actitud frente a la sociedad burguesa fue cada vez más crítica. Pero su conciencia nunca pudo tranquilizarse pues se sabía implica­do en el mundo que criticaba. Implicado sin salida posible. Con Sartre, habría deseado decir: "no queremos avergonzarnos de escribir y no tene­mos ganas de hablar para no decir nada". Sin embargo, Téllez sabe que escribir es convertir el dolor y la injusticia reales en metáforas, con lo cual puede el escritor ahorrarse su participación directa en la tarea histórica de extirpar ese dolor y esa injusticia. "Mejor que andar entre el lodo y la sangre y la incomodidad de los combates decisivos preferíamos acompañar a Monsieur Teste por el reino de la abstracción", escribió Téllez. Y la alusión a Paul Valéry, no obstante ser este escritor una de las fervientes admiracio­nes del crítico colombiano, tiene en el contexto resonancias negativas por

93- Textos no recogidos en libro. 2. pág. 867. 94. JEAN PAUL SARTRE, HQué es la literatura?, Buenos Aires, Ed. Losada, 1969, pág. 8.

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ser Valéry una especie de símbolo del esteticismo y de la renuencia cons­ciente a todo compromiso histórico político.

Téllez nunca habría podido conseguir en Colombia lo que parecía un prerrequisito para recuperar su buena conciencia: ser reprobado por los poderosos y aplaudido por los oprimidos que jamás llegarían a leerlo. Él, además, tenía, por su lado proustiano y flaubertiano, una profunda descon­fianza hacia la literatura de masas, escrita ex-profeso para llegar a un público popular. Estaba, pues, destinado a enorgullecerse de su cultura burguesa y a padecer complejos de culpa frente al eventual cobro de cuentas por parte de una hipotética revolución social; temor y, quizá, secreta esperanza que lo acompañaron hasta el final de sus días.

Desde su primer libro, Téllez se había inquietado por cuestiones relati­vas a la función del arte y del artista en la sociedad. En varios ensayos de Inquietud del mundo, concebidos en la atmósfera intelectual característica de la segunda guerra mundial, plantea el problema desde la perspectiva del "arte dirigido", expresión muy en boga por aquel entonces. El "hitlerismo" y el "estalinismo" parecían haber liquidado, o estar a punto de liquidar, la libertad del artista, para imponer a cambio un arte con finalidades políticas determinadas desde el poder del Estado. Téllez reflexiona sobre ese fenó­meno que él considera una tendencia predominante en la época, y le opone el concepto de arte "desinteresado" como el único que puede llamarse arte verdadero. El marxismo le parecía entonces un dogma rígido y un criterio excesivamente estrecho para ser aplicado al arte. Se manifiesta en contra de clasificaciones como literatura burguesa y literatura proletaria, argumen­tando que el valor estético no pasa por esas categorías. El arte sólo concurre a los tribunales de la belleza, no a los de las clases sociales y mucho menos a los del Estado totalitario. Esta es más o menos la posición del joven ensayista en aquellos años iniciales de su carrera. Ei misterio y la magia de la poesía no caben, con sus infinitos pliegues, en la "helada y geométrica síntesis" que, según él, impone Marx en cuestiones estéticas. "Escolios", veinte años más tarde, cita al escritor y a la literatura ante el tribunal histórico de la clase proletaria y de la revolución socialista. Y los encuentra culpables. Pero la posición de Téllez se mantiene en un aspecto: la esencia estética de la obra literaria es misterio y enigma; no puede ser explicada por determinis-mos sociológicos.

El interés por el marxismo se conserva e, incluso, se acrecienta en los años finales de su vida. La década de los sesenta estuvo llena de preocupa-

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ciones semejantes y de artículos alusivos a tales problemas. En "Marxismo literario", comentario breve publicado en 1965, vuelve sobre la antinomia antes señalada: el genio del escritor es algo imprevisible, un milagro no deducible de la circunstancia social. Y como el valor estético de una obra es el resultado exclusivo del talento individual del artista, se evidencia con ello lo discutible e inapropiado de las categorías marxistas para juzgar la literatura: "esta clase de operación crítica reduce y recorta la significación de la obra de arte a las modestas proporciones de un epifenómeno social y por lo tanto redunda en un empobrecimiento crítico y una depauperización estética. La obra de arte es más, mucho más que una simple denuncia, o que un simple documento, o que un simple testimonio, o que una simple acusación de un sistema social, o de una época, o de una situación histórica. La obra de arte puede contener todo ello y ser más que todo ello. Limitada a esa función social que le señala y exige el marxismo, y que el marxismo considera como verdaderamente humanista, resulta obvio que una novela como La guerra y la paz no puede ser, y no debe ser admirada sino por loque hay en ella como denuncia, testimonio, documento o acusación, pero no como obra de arte, no como un valor estético que encarnó en las palabras, en el texto de Tolstoi, imprevisiblemente"95. La insistencia de Téllez se centra en la inmanencia del valor estético y en la autonomía de éste con respecto a cualquier función extraña, llámese testimonio, documento o denuncia. Toda su crítica al marxismo parte de ahí y de su convicción íntima según la cual no existen explicaciones científicas para lo esencial en el arte. Enfatiza el aspecto simplificador y reductor del método marxista aplicado a la literatura. Lo cierto es que el marxismo al que se enfrenta es ya una versión reducida y simplificada del mismo. Y ante todo una confusión de la estética marxista con las políticas culturales del Estado soviético. Resulta difícil evaluar hasta dónde llegó Téllez en el conocimiento directo de los textos clásicos del marxismo. Alguna vez cita el Dieciocho Brumano y nada más. El resto parece información de segunda mano, gruesos esquemas no muy diferentes o más refinados que la estereotipia periodística de la época al respecto. La competencia del autor como crítico del marxismo es bastante precaria. Pero su debate con ese adversario disminuido le suscitó una serie de reflexiones sobre la relación entre arte y sociedad que resultan del mayor interés para el conocimiento de sus propios presupuestos críticos.

95. Textos no recogidos en libro, 2, págs. 677-678.

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Existe todo un campo temático para el cual Téllez sí encuentra muy pertinentes las explicaciones sociológicas. Es el que tiene que ver con los géneros literarios; con el desarrollo, o el subdesarrollo, de las literaturas nacional e hispanoamericana como un todo; con la profesionalización del escritor y con la cultura de masas en oposición a la autonomía del arte auténtico. Los cuatro temas podrían subsumirse en uno solo, de más amplio alcance: la pregunta por la modernidad literaria en los países de lengua castellana. ¿Por qué, valga el ejemplo, ha sido posible la aparición de la novela, como género floreciente, en los Estados Unidos y no ha sido posible en Hispanoamérica? Hacia los años cincuenta, Téllez veía la literatura colombiana —y, en general, la hispanoamericana— anclada en lo que él llamaba "el estadio lírico". Las condiciones histórico sociales, según él, no estaban dadas todavía para géneros como la novela y el ensayo. El desenvol­vimiento de esos géneros requiere ciertas condiciones previas en lo econó­mico y en lo social que, para estos países, aún no se habían dado. Téllez las enumera así: expansión de la industria editorial; fortalecimiento cuantitati­vo de la clase media urbana y creación de una cultura correspondiente, de la cual surja un público lector numeroso y un mercado amplio para el libro de literatura; mejoramiento consiguiente de las condiciones económicas de remuneración para e! trabajo literario, circunstancia única que permitiría la profesionalización del novelista y del crítico. En Colombia, el trabajo del escritor a mediados de siglo seguía considerándose como un adorno, un "gentil agregado" o un "superávit gracioso y desinteresado" con respecto a otros trabajos estimados "serios", actividades para las cuales sí se pensaba que debía existir contrato, tarifa y clientela.

En "Situación y destino del literato", Téllez se ocupó de estos problemas en términos sociológicos e intentó un diagnóstico: "¿Existe, por ventura, el editor en Colombia? ¿No sólo el editor de libros, con el cual pueda pactar el escritor un contrato igual o parecido a! que rige las relaciones de trabajo entre un escritor europeo o estadinense y la casa que imprime sus libros, sino más modestamente aún, el editor de revistas literarias que compre aun precio adecuado la colaboración? ¿Existen las instituciones culturales que promuevan, no gratuitamente y a título honorífico, como ocurre ahora y ha ocurrido siempre, sino comprando y pagando el trabajo del intelectual, ciclos de conferencias, investigaciones, seminarios, discusiones críticas? La respuesta negativa a estos interrogantes es un axioma. La edición de mil ejemplares de un libro literario satura y asfixia el mercado nacional.

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Además el libro se considera en Colombia como una mercancía de mala familia, de mala clase"96. La explicación de Téllez a este fenómeno apunta hacia un supuesto desfase entre civilización y cultura. El país inicia su entrada en el desarrollo capitalista con el triunfo de una nueva clase social, cuyo tipo ideal es el gerente, el financista, el hombre de negocios estabiliza­do socialmente gracias al auge de la industria y del comercio. Frente a esta cara del desarrollo, la cultura se ha quedado atrás, según Téllez. El humanis­mo colombiano es una extravagante ficción en un país de campesinos analfabetas donde el progreso burgués se encuentra apenas en su "etapa del oeste".

"La cultura no ha podido seguir el ritmo de la civilización. Si hubiesen corrido parejas la cultura y los negocios, la fundación de fábricas y la fundación de universidades, la alfabetización y las grandes rentas o los grandes edificios o las grandes y lujosas residencias, los centros de investi­gación científica y la producción en serie, los monopolios industriales y las cátedras bien pagadas, los 'holdings' y las escuelas públicas, a estas horas habría más clientela para los literatos, puesto que el nivel cultural del país sería más alto y, desde luego, ya habría gentes que estuvieran pensando en fundar empresas editoriales para venderle al público, ansioso de lectura, de conocimientos y de placer intelectual y estético, el fruto del trabajo de los letrados. Es decir, que así como el auge del comercio, de la industria, de los negocios, ha creado y estabilizado con pleno y merecido éxito, una clase social, el cambio radical en las condiciones culturales del país estaría haciendo posible la aparición del profesional literario". Para Téllez, Co­lombia se encontraba en una época de signo eminentemente plutocrático. Las formas desinteresadas de la cultura, entre ellas el arte literario, parecían un adorno inútil, un entretenimiento gratuito sin consecuencias prácticas. El paso siguiente —tal como ya había ocurrido en los Estados Unidos— debería conducir del período "civilizador" al período "cultural", anuncia Téllez quien sigue en todo esto un esquema de Spengler. En ese futuro habría de estabilizarse la profesión del literato y la novela florecería espléndidamente. Pero en tanto el trabajo literario fuese una tarea subal­terna del oficio con el que se consigue la subsistencia, los escritores naciona­les seguirían caracterizándose por la superficialidad, la inconstancia y la indisciplina. En tales condiciones, la poesía lírica puede multiplicarse

96. Literatura, Bogotá, Ed. Argra, 1951, pág.

220 LA CRÍTICA LITERARIA

incluso más allá de lo conveniente. Pero la novela no, pues se trata de un género más exigente en lo que toca a tiempo de dedicación, disciplina y profesionalización.

El determinismo de estos planteamientos aparece en Téllez bastante subrayado: todos estos hechos, afirma, están "implícitos en la naturaleza del sistema social". El literato colombiano estaba destinado a ser todavía durante muchos años, económicamente, un paria, pues "el primer turno" en el proceso le correspondía al hombre de negocios. En épocas en que predomina la sórdida prosa del financista, exigirle a éste algún compromi­so con el desarrollo cultural del país sería tan pueril y antihistórico como pedirle al literato que se profesionalice antes de tiempo y se dedique de lleno a escribir y a morirse de hambre en espera de que cambien las condiciones históricas para su oficio. Como en el proceso biológico, existe un período de "madurez" para los menesteres del arte. Esa madurez, sin embargo, no es un producto espontáneo del jardín literario sino el resulta­do de un cierto grado de desarrollo económico y de complejizadón social que no dependen de la voluntad del escritor, así como las deficiencias de éste tampoco pueden ser subsanadas sólo por la fuerza de la literatura misma. "Esa es la etapa en que nos encontramos, histórica y literariamente", declara Téllez, con la convicción resignada del determinista, "no podemos remediarlo con nuestras solas fuerzas"97.

La obra crítica de Téllez se sostiene sobre estos dos principios más o menos antinómicos: la literatura, entendida como institución, es un fenó­meno fundamentalmente histórico y sometido a todos los condicionamien­tos de su circunstancia social; en cambio, la esencia estética de la obra singular es inexplicable por parámetros históricos y sociológicos, aparece en último término como intemporal y, por su naturaleza íntima, es impre­visible e irracional. Esta dicotomía abre dos campos de problemas que Téllez trata siempre por aparte y con lenguajes diferentes. Una especie de método implícito se deriva de lo anterior. El crítico enfrenta, por ejemplo, la obra de un novelista y analiza los contenidos con categorías que enmarca en la psicología, la moral o la sociología. Luego procede a la evaluación propiamente estética de la obra, deduciéndola de las cualidades del estilo. Mauriac, valga el caso, puede ser un moralista equivocado, pues pretende mejorar a la humanidad pintando la sociedad actual y la familia como

97. Ibid., pág. 70,

HERNANDO TÉLLEZ 221

infiernos de depravación, con lo cual logra sólo afianzar la imagen del mal como eficacia irrevocable. Pero allí donde fracasan el moralista, el psicólo­go y el sociólogo, por razones que tienen que ver con la religiosidad y las convicciones metafísicas, triunfa el artista por la belleza del estilo. Gracias a su "inefable don poético", redime ese universo de fealdad moral y compen­sa al lector por el desagrado que pueda producirle el contenido de las novelas.

Puede ocurrir al contrario: que el novelista tenga razón en todo lo que afirma sobre la sociedad, sobre los hombres y sobre la historia; que su obra constituya un documento de fidelidad incuestionable a la verdad de los hechos; pero que el "milagro" estético no se produzca. En un comentario sobre Viento seco de Daniel Caicedo, Téllez le reconoce a esta novela un gran valor documental y autenticidad de propósitos; el autor no se equivoca como sociólogo al señalar las causas de la inequidad social ni como rebelde al combatirlas. Pero la pregunta decisiva no se hace esperar: ¿se trata de una obra de arte? La respuesta es negativa y el crítico recurre, para justificarla, a su terminología habitual. La narración, para que sea obra artística, tiene que hacer pasar los hechos a través de una determinada sensibilidad y de un determinado estilo. No basta la veracidad del documen­to. Stendhal, ejemplo citado por vía de contraste, dio su versión de la batalla de Waterloo en La cartuja de Parma: una versión artística imperecedera. ¿Por qué? Téllez responde: "casi sobra la respuesta. Stendhal era un artista". Esta petición de principio está implícita en todos los textos críticos de Téllez. Y se debe a una concepción estética basada en conceptos de intuición, genialidad y alquimia, irreductibles a explicaciones analíticas. Stendhal era un artista y un genio. Eso es todo. Caicedo no lo era. La creación literaria es un misterio, un don gratuito que se concede a unos y se niega a otros. ¿Cómo saber cuándo existe ese ingrediente definitivo que hace del escritor un artista? Eso tampoco es materia de demostración sino que pertenece a la intuición y a la sensibilidad. Luego, el crítico lo expresa con ciertas frases que, en Téllez, serán invariablemente algo como esto: "el caudal de poesía que fertiliza las páginas de..." o "¿qué sortilegio adquiere entonces esa prosa diáfana y pura cuya música tenue y persistente nos envuelve y subyuga?"

La raíz profunda de donde brotan estos juicios de Téllez se encuentra precisamente en su ensayo proustiano ya antes mencionado: "Una mañana en el Luxemburgo". Si la esencia del hombre es soledad y su íntima verdad

222 LA CRÍTICA LITERARIA

es incomunicable, la literatura, que tiene como misión expresar al hombre, será también, en su núcleo más hondo y definitivo, misterio nunca del todo descifrable. La distancia que va de los análisis científicos de épocas históri­cas y organizaciones sociales a la intimidad inaccesible y metafísica del individuo es la misma que media entre la explicación sociológica de la institución literaria y la esencia estética de la obra singular inaccesible al análisis.

La posición de Téllez frente a la poesía lírica no es fácil de precisar. Podría decirse, incluso, que a este respecto su obra está llena de contradic­ciones y no precisamente en los aspectos secundarios de la cuestión sino en los más fundamentales. Refiriéndose al libro de Andrés Holguín, La poesía inconclusa y otros ensayos, Téllez escribe: "Lo que pudiéramos llamar su doctrina poética, me parece inobjetable. Holguín no cree, justificadamente, en el rigor lógico de la poesía. No cree en la norma inalterable. Desdeña el imperio de la razón en la tarea poética. Atribuye al misterio, a la intuición, un valor, una categoría decisiva en el empeño lírico"98. El adjetivo "inobje­table" que Téllez utiliza para calificar esta doctrina poética no es sino una concesión táctica y habría que tomarlo con su grano de ironía. Pocas líneas más adelante ya se ha distanciado de él y pone de manifiesto sus discrepan­cias. Acepta, sí, que la poesía no puede reducirse a las categorías de la razón; pero está muy lejos de desdeñar el papel de la inteligencia y del rigor lógico en la construcción del poema. Cualquier identificación entre el enigma poético y la oscuridad de los versos le parece inaceptable. Para él, lo oscuro e irracional reside en el mundo interior de las emociones, de los sueños y de los impulsos que las palabras del poema han de traducir con toda claridad. La rebelión lírica contra la inteligencia conduce casi siempre al libertinaje y es, en últimas, la base de la "corrupción lírica contemporánea". Tampoco podría decirse que comparte el desdén contemporáneo por las normas de versificación cuyos efectos Téllez consideró casi siempre benéficos. Su fórmula, no obstante la inicial afirmación de un acuerdo con Holguín, busca más bien un equilibrio entre razón e intuición. Si bien la materia de la poesía proviene de oscuros fondos inconscientes, la elaboración artística debería someter esa materia al rigor lógico de los principios formales. La poesía, punto privilegiado de la moderna batalla contra la racionalidad, es para Téllez, por el contrario, un momentáneo armisticio del sentimiento con la

98. Ibid., pág. 92.

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razón. Y más diciente aun que las fórmulas abstractas resulta la aplicación de esos principios al enjuiciamiento crítico de la lírica moderna. Según él, desde el Romanticismo viene imponiéndose un predominio nocivo de lo irracional sobre la inteligencia; el imperio de la sensibilidad sobre la lógica, constante que va de la poesía romántica a la simbolista, perdura en el Surrealismo y en las escuelas de vanguardia, con resultados que el crítico evalúa negativamente. Lo más recomendable al respecto sería una cura en las "secas estaciones" de la razón.

Sorprende que sólo un año después de publicado el libro Literatura, en el que se encuentra recogida la polémica con Holguín, aparezca un breve artículo de Téllez sobre el Surrealismo, donde la defensa del movimiento de vanguardia se asume desde una perspectiva bastante inesperada: "la reali­dad se ha surrealizado, perentoriamente, inexorablemente"99. Los surrea­listas —afirma el ensayista colombiano— fueron clarividentes con respec­to al desarrollo del sistema capitalista: los poetas y, sobre todo, los pintores anticiparon la quiebra histórica de este sistema social. El arte realista basado en datos y evidencias inmediatas resulta cada vez más falso e inauténtico. El surrealista, por el contrario, ha terminado por ser el más veraz, vehemente y auténtico testimonio de la vida y del hombre en la época que agoniza. "El surrealismo es ya una atmósfera, un clima del hombre en la mayor parte de los lugares de la tierra". Este diagnóstico, sin embargo, no le vale a Téllez una rectificación de su concepto genérico sobre la poesía en los clásicos términos de armonización y balance. Es sólo una apreciación de orden sociológico.

Estos cambios de perspectiva y las apariencias contradictorias que susci­tan podrían entenderse como una búsqueda de determinados efectos por parte de un estratega en la lucha cultural100. Téllez se debatía en un medio literario que oscilaba entre el facilismo de la intuición espontánea y el formalismo más rígido. Sus artículos atacaban unas veces un flanco, otras veces el contrario. De ahí la diferencia en los énfasis. Pero también podría deberse a que el crítico no disponía de un concepto unificado que le permitiese dar cuenta, en conjunto, de los problemas que debía enfrentar. Los ensayos de Téllez sobre poesía incluyen siempre un severo enjuicia-

99. No recogidos en libro, 1, pág. 328, 100. Este concepto de "estratega" aplicado a Téllez aparece en un ensayo de Marta Traba

que fue escrito como prólogo a la edición chilena de Cenizas para el viento. Se encuentra transcrito en Textos no recopilados en libro, 2.

224 LA CRITICA LITERARIA

miento a los poetas contemporáneos por su incapacidad de comunicación con el público. Según él, hay un problema con esos poemas en los que el lenguaje es un obstáculo y no un vehículo para el "mensaje". Y con ello apuntaba, ciertamente, a una de las cuestiones fundamentales de la poética contemporánea. Sin embargo, el planteamiento queda ahí. Téllez no en­cuentra el camino para responder por qué la poesía ya no consiste en un lenguaje transparente, instrumental, del que fácilmente se desprenda un contenido comunicativo. Diagnostica simplemente que se trata de una hipertrofia metafórica y de un empalagamiento con los atractivos sonoros de los vocablos, ligado a un vacío intelectual y vital en la experiencia de fondo. En su "Alegato sobre la poesía" recurre a una desafortunada cita de Georges Duhamel, donde se dice que la batalla del poeta no ocurre entre las palabras y el mundo sino entre el alma y el mundo y que "si el alma tiene un mensaje, las palabras vendrán dóciles". Ningún poeta contemporáneo, ciertamente, suscribiría esa afirmación. Desde Mallarmé, todo escritor, y más aún si se trata de un poeta, sabe que su desafío está planteado entre la experiencia y las palabras. Y que éstas nunca llegan dóciles. Por el contra­rio, cualquier docilidad sería de desconfiar. Fernando Charry Lara, joven poeta en aquellos años, escribió mucho después: "seguramente van a permanecer muchos de los juicios de Téllez en distintas materias, pero no los dedicados a la poesía, los cuales, si no lo fueron entonces, parecen hoy menos eficaces"101.

Los "alegatos" de Téllez con los jóvenes poetas colombianos, posteriores a «Los Nuevos», fueron célebres. Los acusó, en bloque, de parecerse demasiado ¡os unos a los otros, de repetir las mismas fórmulas y de abusar de la pirotécnica verbal y metafórica. Escribió elogiosamente sobre Jorge Rojas, sobre Gaitán Duran, sobre Alvaro Mutis, sobre Aurelio Arturo. Pero eso no le impidió, en otros momentos, descalificar toda ia poesía colombia­na en su conjunto y afirmar, sumariamente, que sólo el "Nocturno" de Silva significaba un aporte de auténtica originalidad102. Para referirse a la sobre­abundancia de versificadores en la historia literaria nacional y al esplendor vacío del verbalismo que, según él, los caracterizaba, recurrió a una imagen que repite en diferentes contextos: la fronda lírica. Compara la poesía colombiana con un bosque, con una selva o, a veces, con un árbol. En todo

101. Ai anual de literatura colombiana, vol. íl, Bogotá, rrocuitura-L'ianeta, IVbb, pag. j¿ 102. Textos no recogidos en libro, 2, pág. 675.

HERNANDO TÉLLEZ 225

caso, se trata de un bosque tupido o de árboles frondosos en demasía. La imagen regresa siempre unida a la de un vendaval, castastrófico pero necesario, que vendría a despojar los troncos literarios de su follaje excesi­vo. "Qué prodigiosa lluvia de hojas secas, de hojas líricas, caería por el suelo". Téllez piensa que sólo después de ese acontecimiento podría eva­luarse lo esencial de la poesía colombiana, es decir, lo que quede después del despojo, la sustancia sin los ornamentos. Y sospecha que de trescientos años de historia no quedaría, en rigor, nada. No se trata sólo de Colombia: toda Latinoamérica es, para Téllez, literariamente, una selva lírica. El argumento supone que tal "hipertrofia" de poesía lírica es un síntoma de atraso en la evolución literaria. El desequilibrio de los géneros en el desarrollo histórico de una literatura y el crecimiento desmesurado de la versificación indican que esa literatura se encuentra apenas en los primeros albores de su génesis.

Lo apocalíptico del balance es contrapesado, con relativa frecuencia, por artículos en los que ciertos autores, individualmente considerados, eran puestos a salvo del naufragio universal. Pero la visión panorámica que Téllez tenía de la poesía colombiana e hispanoamericana en ios años cuarenta y cincuenta, no dejaba lugar a muchas esperanzas. Incluso de Neruda afirmó que su retórica de la pasión era más una estrategia formal —por lo tanto puramente intelectual— que un verdadero desborde lírico sin trabas racionales como el mismo poeta lo pretendió tantas veces. Algo parecido aseguró de los piedracielistas, remitiéndolo al rechazo que algunos de ellos manifestaron programáticamente contra la intervención del inte­lecto y de la cultura en los predios de lo poético. El crítico encuentra esos poemas demasiado finos y artificiosos en su forma como para no explicar sus efectos por la pura destreza técnica y la elaboración intelectual, al contrario de lo que reclamaban sus autores103.

Con un gusto sardónico por la paradoja, Téllez enjuicia en ocasiones a los autoproclamados dionisíacos por parcialidad oculta a favor de lo racional constructivo. Pero su opinión sobre la poesía moderna se inclina más bien a considerarla como un desafortunado proceso de alejamiento con respecto a las clásicas normas de la claridad y el equilibrio. Tanto en la nota sobre el libro de Holguín como en el comentario a las ideas de Roger Caillois acerca de la poesía se puede ver que muy ostensiblemente toma partido por los

103. Textos no recogidos en libro, 1, págs. 183-184,

226 LA CRÍTICA LITERARIA

restauradores del orden. Románticos, simbolistas, surrealistas, hacen parte de la misma tendencia "insidiosa" a la disolución, al libertinaje lírico, a la "oscura y monstruosa rebeldía contra la razón en que pretende justificarse toda corrupción lírica contemporánea"104. El tono con el que se habla de Caillois en el artículo mencionado no deja dudas sobre las simpatías de Téllez: el colombiano también participaba de ese rigor crítico que, llevado al extremo, transforma el juicio en acta acusatoria. Su actitud se parece a la que él mismo celebra en Caillois: hace un balance de la lírica moderna que semeja una liquidación final. Y los motivos son similares: cuando el testimonio de la razón entra en conflicto con las supersticiones de la sugestión, del sueño, del misterio y de la magia, las deja sin piso. Téllez conserva la fe en algunas de esas "supersticiones", pero no renuncia a las contrarias. El gesto de intolerancia de Caillois frente a las "imposturas" de la lírica moderna le parece hermoso al ensayista colombiano y lo comparte en buena medida, así sea no más como "antídoto", como voz de alerta y como contrapeso a tanto desorden y tanto desenfreno.

Guillermo Valencia fue para Téllez el más grande de los poetas líricos de Colombia. En contraste con posiciones críticas extremadamente románti­cas como la de Andrés Holguín, Valencia es valorado por su poesía "inteligente", apolínea, impasible, geométricamente perfecta. Y la norma del equilibrio admite, en gracia de la discusión, esta fórmula provisional: "hay un género de pura belleza poética en el rigor formal, y digámoslo sin demasiado temor, en el dominio de la inteligencia y de la razón sobre las potencias que le son antagónicas"105. Esta misma disposición al formalismo aparece en otro comentario, "El teatro y las palabras", esta vez sobre La doncella del agua, drama lírico o poema monologado de Jorge Rojas. Allí distingue Téllez entre la función de las palabras en el teatro y la función de las mismas en ia poesía: en eí primero, tienen un valor testimonial directo, lo mismo que en la novela; en la segunda adquieren un valor "aislado", autóno­mo, puramente formal, que no se pone al servicio de la comunicación directa y aniquila por ello la acción dramática o novelística. De lo cual concluye que quizá la poesía encuentra su justificación en su propia forma: "es ello discutible, pero podría aceptarse que la belleza de la forma es ya un principio de poesía, o si se quiere, toda la poesía"106. Como en todos los

104. Literatura, pág. 92. 105. Ibid, pág. 98. 106. Ibid., pág. 110.

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enunciados del autor, hay que contar aquí con un cierto grado de ironía. Bien puede tratarse de una concesión momentánea, o bien podrían ser palabras del adversario retomadas provisionalmente para transformarlas luego en arma polémica. Lo cierto es que en Téllez nunca pueden descartar­se del todo los enfoques contradictorios: se desplaza a menudo de un polo al otro de la contradicción como si fuesen simplemente ángulos de observa­ción para sorprender los diversos matices de un mismo asunto. Por mo­mentos parece formalista en su concepto de la poesía. Sin embargo, el del formalismo es uno de los reparos que con mayor severidad formula a los poetas contemporáneos. Insiste a lo largo de toda su obra en la autonomía del valor estético y es ésta una de las categorías básicas de su "teoría" implícita. No obstante, le preocupa hondamente que la poesía haya perdido contacto con los problemas morales y sociales que inquietan a la gente común. Asegura que una vez derrumbados los puentes de "normal comuni­cación" entre el poeta y su público, la poesía se condenará a sí misma a la ineficacia, y no por culpa exclusiva del público. En alguna parte llega a sentenciar que los abismos hoy abiertos entre el arte y las gentes son, en vasta proporción, consecuencia de ia vanidad y la cobardía de los artistas. Y todo el artículo en el que se encuentra esa impugnación es un lamento por la pérdida de influencia ideológica de la literatura en la orientación de las masas107. Lo cual no es óbice para que, en otros textos, el problema se presente al revés: la demanda del público ya nada tiene que ver con los valores auténticos ael arte; es una demanda enajenada y el artista no tiene por qué satisfacerla sino, a la inversa, contrariarla, lanzándose con firmeza contra la corriente108.

Si Téllez saludó con entusiasmo la aparición del libro Presencia del hombre, de Jorge Gaitán Duran, es porque en él le pareció reencontrar ciertas virtudes perdidas para la poesía colombiana más reciente: "una simplicidad de clásico acento", la restauración de "ciertas esencias estéticas que siguen siendo inmortales", la "recuperación de la dificultad congénita al ritmo, al número, a los acentos". En la obra de Gaitán Duran advirtió una promesa de regreso al orden por su "contravención al método de la viciosa

107. "La influencia perdida", Literatura, págs. 175-182. 108. "Nadar contra la corriente", Literatura y sodedad, Bogotá, Ediciones MITO, 1956,

págs. 79-87.

228 LA CRÍTICA LITERARIA

libertad formal en cuyo seno han proliferado el libertinaje y la corrupción líricos"109.

Téllez elogia el gesto de severidad de Gaitán, su intención de escribir una poesía austera y grave, sin concesiones al divertimento verbal. En cambio a Alvaro Mutis lo ve aún, en 1954, enredado en virtuosismos técnicos y en ademanes de escándalo que son más bien escollos que instrumentos para su arte. Sin embargo, resalta en él otros valores, especialmente lo que denomi­na "el don de la fuerza ". Once años más tarde, en su comentario a Los trabajos perdidos, Téllez reconoce en Mutis a uno de los escasos poetas originales de Latinoamérica. Y, lo que es más significativo, subraya esa importancia en alguien que ha alcanzado sus logros por la vía de la libertad formal y de la insubordinación contra las convenciones de la versificación clásica. Téllez sigue pensando que tai insubordinación desató el libertinaje y arrasó la "civilización poética". Pero en Mutis señala la excepción: un resultado admirable conseguido en condiciones que, por lo general, sólo han producido barbarie. Todavía insiste, un año antes de su muerte, en la apreciación de la poesía hispanoamericana, en su conjunto, como una "monótona serie de ecos y reiteraciones de modelos famosos ". Pero en ese momento ya vislumbra otra excepción, otra voz inconfundible: la de Aurelio Arturo.

Los comentarios de Téllez sobre poesía presentan una característica notoria: nunca se acercan directamente al texto de los poemas. Se desarro­llan siempre sobre la base de ciertos planteamientos generales, de los cuales extrae, finalmente, el juicio evaluativo. Pero omite, sin excepciones, la interpretación del poema y su consideración como objeto singular. La suyas son miradas panorámicas desde muy lejos. Abarca conjuntos, nunca de­talles. Con razón captaba tanta uniformidad y se deslizaba tan fácilmente hacia gruesas generalizaciones sin hacer concesión a los matices. Corrió así el peligro de que las diferencias individuales, que en poesía tienden a ser más sutiles que en cualquier otro género, se le esfumasen como consecuen­cia de su proclividad a los enjuiciamientos sumarios. En algún momento, Téllez fue acusado de ser un "estragado de la poesía" y se vio en la necesidad de defenderse. Todavía hoy, medio siglo después, sus artículos sobre el tema producen esa impresión. En busca del "gran poeta", parecía pasar apresuradamente por encima de la lírica de su tiempo y omitir su lectura

109. Literatura, pág. 105.

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cuidadosa. Nada lo consolaba de aquella ausencia que, para él, dejaba sin piso todo lo demás. "¿Dónde está nuestro gran poeta?". Esta fue la pregun­ta que el crítico no cesó de plantearse. Y el no encontrar respuesta satisfac­toria, de acuerdo con sus parámetros, se convirtió en argumento contun­dente en contra de la poesía colombiana e hispanoamericana. No le valieron nombres como los de Darío, Silva, Vallejo o Neruda. En cambio, llegó a pensar que la lírica del siglo XX culminaba en la condesa de Noailles, poetisa francesa de muy segundo orden. El francés ejercía una cierta magia y producía espejismos en la mente de este ensayista colombiano.

La actividad crítica de Hernando Téllez recorrió prácticamente todos los aspectos de la cultura nacional: desde la música popular y el folclor culinario hasta la tradición letrada del país, desde la historia patria hasta las radiono-velas y el cine. Su mirada fue, por momentos, la de un sociólogo: hizo diagnósticos y buscó causas y leyes generales para explicar ciertos fenóme­nos. Pero las mediaciones fundamentales de su perspectiva crítica estañen la misma literatura. Vio, sopesó y juzgó como lo que era ante todo: como un hombre de letras. Y puso entre él y su entorno cultural una espesa cortina de libros, sobre todo franceses, con la ayuda de los cuales efectuó su balance de la literatura colombiana. La encontró, obviamente, pobre y pretenciosa. La tarea que se impuso consistió en devolverle "un ajustado sentido de las proporciones" y una conciencia clara de lo que era: literatura incipiente y "de segundo orden", con una tradición endeble casi inutilizable110. En tal ajuste de cuentas, Téllez apela con frecuencia a la ironía y a cierto tipo de fórmulas cuya recurrencia en sus escritos resulta bastante significativa a la hora de decidir qué era lo que él consideraba "justas proporciones" en una evaluación crítica de nuestra tradición, no sólo colombiana sino hispano­americana y española: "somos un pueblo feo, católico y sentimental", "so­mos sectarios, sentimentales y supersticiosos", "no es que la razón haya sido destronada entre nosotros, es que jamás ha sido instaurado su impe­rio", "los problemas de la literatura colombiana no cambian mucho de esencia y de significado en el curso del tiempo; son los mismos que planteó Juan de Castellanos con su horrendo poema histórico, primera piedra del

110. Véase el prólogo de Juan Gustavo Cobo Borda a Textos no recogidos en libro, pág. 3. Podría decirse que Téllez inaugura una cierta tradición crítica, dominante después de él en Colombia por unos cuantos años. Sus rasgos distintivos son: el vistazo panorámico y el tono despectivo.

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monumento de la tradición, colocada como símbolo de lo que, como promedio, íbamos a ser literariamente"'' '. Tan convencido estaba Téllez de que las "secretas tendencias" del carácter nacional iban a desembocar directa y fatalmente en la cursilería, el sentimentalismo y el mal gusto, que esa convicción se le convirtió, quizá sin darse cuenta, en ley sociológica —y hasta biológica— incuestionable, y en un instrumento permanente de interpretación crítica. Siempre que habla de tales inclinaciones, le vienen a la pluma adjetivos como "inexorable", "fatal", "irrefrenable", "ineludible". Provincianismo, esnobismo intelectual, exageración, irracionalidad, ausen­cia de autenticidad, verbalismo, nos vienen, por lo demás, de herencia española; son defectos inherentes, según él, a la raza del Cid y de Don Quijote. De este último escribe en alguna parte que es "el más irracional y peligroso de todos los héroes literarios" y que, herederos suyos, los colom­bianos nos movemos con él "en la línea de los molinos de viento". Y continúa con la afortunada metáfora: "nuestra lanza no penetra el cuerpo sólido y obstinado de la realidad, sino el blando cuerpo inexistente de nues­tros mitos e imaginaciones"112.

Por otro lado, la veneración de la cultura francesa, que en Téllez alcanzó un carácter casi "supersticioso" —para utilizar esa palabra favorita del autor—, terminó también por convertirse en pauta de valoración. Alfonso Reyes, valga por caso, exaltado como uno de los pocos grandes escritores de América, no podría insertarse válidamente, para Téllez, dentro de una tradición tan charlatana y superficial como la hispánica. Valorarlo debida­mente implica, ni más ni menos, catalogarlo como "un europeo, y no un europeo español, sino un europeo a la francesa"113. Germán Arciniegas aparece encomiado por su Biografía del Caribe con esta frase que no requiere comentarios: "parece la obra de un europeo por el sentido de universalidad"114.

Téllez siempre consideró que en Colombia se sobrevaloraban los benefi­cios de la herencia cultural española. Una beata insistencia en los tópicos de idioma, religión y "genio de la raza" perduraba entre nosotros con consecuencias deplorables. La hispanidad como propuesta ideológica le

111, Textos no recogidos en libro. 1, págs. 361-365, 1 12. Textos no recogidos en libro. 2. pág. 756, U S Ibid.. pág, 822. 114 Ihtd., pág, 829,

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parecía intelectual y políticamente retardataria. España, en el orden litera­rio y artístico, tenía poco que ofrecer a Elispanoamérica, después del siglo de oro. Tanto el siglo XIX como la primera mitad del XX presentan, en las letras españolas, una debilidad incomparable con el esplendor de las france­sas. Como excepciones señalaba a García Lorca, a Ortega y Gasset y, quizá, también a Salinas, Pero las reticencias se evidenciaban cuando el crítico confrontaba la jerarquía de esos nombres con los de Proust, Gide, Monther-lant, Camus, Sartre. El ensayista colombiano recomendaba contrastar in­fluencias. La unilateralidad de la presencia hispánica resaltaba, con sus nefastos resultados, en casos como el del piedracielismo y, en especial, el del poeta Carranza; igualmente, en el del narrador y cronista Eduardo Caballe­ro Calderón, apologista del irracionalismo ibérico115. Don Quijote, la mística y la tauromaquia sintetizan, para Téllez, la fuerza de la irracionalidad y la pérdida del sentido de la realidad, como esencia de lo hispánico. Francia significa, al contrario, el magisterio de la razón,

Pero quizá la más perniciosa faceta de la influencia española en Colom­bia sea el casticismo, en cuanto modelo estilístico. La imitación de los clásicos antiguos, y sobre todo de los clásicos de la lengua, los del siglo de oro, ha resultado funesta para el desarrollo tanto de la libertad creativa como de un auténtico lenguaje literario en nuestra literatura. Téllez se refiere al caso de Marco Fidel Suárez, quien instala, según él, "un laborato­rio verbal del XVI español", a espaldas de la historia y de su pueblo. Le contrapone a Tomás Carrasquilla, un verdadero clásico colombiano de la prosa, un clásico de la prosa viva, en comunicación con el habla popular. Suárez, en cambio, es un clásico en sentido académico, artificial, compuesto, sin gracia y sin vida116. El casticismo es una servidumbre anuladora y atroz. Las obras ejemplares de tal usanza han terminado por ser documentos de la dependencia e inautenticidad estilísticas, marca distintiva de todo el llama­do "clasicismo suramericano".

Dígase lo mismo de la tradición denominada "humanística". Téllez la considera inexistente, una ilusión provocada por el brillo de unos pocos estudiosos de la filología y de las lenguas clásicas, como RufinoJ. Cuervo y Miguel A. Caro. Pero no se trata de una tradición, pues ésta supone continuidad, desarrollo y, sobre todo, "impregnación" colectiva. Nada de lo

115. Literatura, págs. 129-136. 116. Ihtd., pág. 146.

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que pueda considerarse humanismo colombiano se ha integrado a la cultura nacional. El auténtico humanismo supone —según explica Téllez— liber­tad de espíritu, algo que para una mente democrática no podría separarse de la liberación económica. Coincidente en esto con su contemporáneo Jorge Zalamea, Téllez alega que en una sociedad donde imperan el analfa­betismo y la miseria económica, mal podría influir un supuesto humanis­mo, patrimonio exclusivo de un grupo privilegiado que ni siquiera alcanza a permear el desarrollo de la literatura colombiana. "La flor del humanismo colombiano" —escribe el ensayista, con una de sus metáforas caracte­rísticas— "es una flor de invernadero, una planta exótica, pero no un árbol frondoso de jardín público, por el cual pudieran deducirse ciertas constan­tes y ciertas características de la flora cultural colombiana"117.

Téllez intentó, con relativa frecuencia, las apreciaciones globales de la literatura colombiana, sin dedicarle nunca a esta cuestión un ensayo de fondo, mucho menos un examen histórico detallado. El riesgo de lo panorá­mico siempre estuvo allí, relativizando sus juicios y restando validez a sus conclusiones. Partió siempre de esta convicción primordial: la literatura colombiana carece de "patrones geniales" y de una "larga y sólida tradición de cultura"118. Como toda literatura menor, su importancia se reduce—des­de Hernando Domínguez Camargo hasta el Nadaísmo— a la elabora­ción y reelaboración de influencias. El patrón de medida recurrente es el de la "genialidad" o la ausencia de ella. No hay pedagogía, ni sociología, ni historia del arte que puedan explicar satisfactoriamente este enigma. Por eso Téllez distingue entre la función del historiador de la literatura que debe permanecer en los límites de la descripción de fenómenos y la del crítico literario a quien corresponde, ante todo, precisar jerarquías. La pesquisa del propio Téllez, en cuanto crítico de una literatura secundaria, se orientó al hallazgo dei "gran escritor", único motivo de justificación de una literatura. Lo encontraba o no lo encontraba, según la circunstancia. En los tanteos panorámicos lamentaba su total ausencia. En los artículos sobre ciertas figuras individuales concedía el títulocon alguna largueza. "Grandes" escritores fueron, para él, no sólo Silva, Valencia, Tomás Carrasquilla y León de Greiff, sino Nicolás Gómez Dávila, Germán Arciniegas y Jesús Zarate Moreno. El "plano internacional de primera categoría", si no el de

117. Textos no recogidos en libro. 1, págs. 310-316. 118. Textos no recogidos en libro. 2, pág. 675.

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genialidad, llegó incluso a hacerse reconocible en la obra de Gómez Dávila, caso único tal vez en toda la literatura colombiana. En este autor exaltó el crítico las virtudes clásicas del equilibrio, un estilo cuya belleza no es otra cosa que el orden arquitectónico del pensamiento; pero, por sobre todo, subrayó la introducción de un molde formal extraño al idioma español y a sus declarados vicios declamatorios: el molde francés de "la maravillosa minimidad y economía de la sentencia", lo cual parecía imposible en la tradición literaria hispanoamericana119.

Un crítico que defendió, sin desfallecer, la necesidad de una "jurispruden­cia de la cultura", no podía sino creer en la posibilidad de ordenar las jerarquías del mérito en el "olimpo" literario. Erigir el gusto personal como juez último en el orden estético equivalía, para él, a negar la cultura y a destruir la escala de los valores. Si hay que reconocer diferencias de categoría en las obras de arte, habría que admitirlas también en la validez de los juicios que se profieren acerca de ellas. La distancia entre el criterio del especialista —formado a base de estudio, meditación, acumulación de conocimientos, agudización del análisis y la observación, riqueza de sensibi­lidad y de experiencia intelectual— y la falta de criterio del hombre común que pretende sustituir al entendido con el capricho de sus propios preferen­cias, esa distancia mide, según Téllez, la importancia de un tribunal social­mente reconocido para fallar en cuestiones de arte y literatura. También en el campo de la crítica exigía gradaciones, rangos de autoridad que culmina­ban en el gran talento crítico y en el genio. Suponer que todo el mundo es tan apto o tan diestro como Baudelaire o Sainte-Beuve para juzgar la obra de arte equivale a admitir candidamente que en el terreno de la cultura no existen conflictos de valor o de jerarquía que deban ser dirimidos desde arriba. La humanidad consiste en un conjunto de mediocridades desespe­rantes, en opinión de Téllez; el fenómeno de Baudelaire, la genialidad en materia crítica, se produce sólo de tarde en tarde y lo más cuerdo sería que la masa de los hombres corrientes acatasen su autoridad como supremo legislador en asuntos que para el común resultan inaccesibles. Hay que

119. "La obra de Nicolás Gómez Dávila" (1961) y "Un escritor ejemplar" (1966) son ios dos ensayos que Téllez dedica a la obra de Gómez Dávila, ambos recopilados en Textos no recogidos en libro, 2. El énfasis del crítico bogotano: "Con esa obra, nos encontramos ante el esquivo y supremo hallazgo de un grande, de un verdadero escritor" (pág, 578), lo encon­tramos reiterado más recientemente en la Breve historia del ensayo hispanoamericano (Madrid, Alianza Editorial, 1991) del peruano José Miguel Oviedo,

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reconocer, por supuesto, el derecho a escoger y a admirar libremente de acuerdo al gusto de cada uno. Pero ese gusto no debería confundirse con el juicio crítico que es el que determina la validez estética y asigna el lugar en ia escara ue los valores artísticos120. Tai "confusión ue poueres , que caracte­riza a ciertas sociedades culturalmente subdesarrolladas, crea las ficciones desmesuradas de cada "olimpo regional", donde las insuficiencias económi­cas y los desajustes sociales parecen compensarse simbólicamente con el esplendor ilusorio de sus literaturas.

La misión de la crítica, según Téllez, incluye las incómodas tareas de discriminar, deslindar, jerarquizar, rechazar y condenar. Debe asumirlas, lo mismo que la de desmitificar y demoler los ídolos. De lo contrario, como consecuencia de una especie de amnistía general, de absolución y benevo­lencia extendidas por la crítica a la simulación, la impostura y la falsifica­ción literarias, se instaura la "anarquía", palabra que en este contexto equivale a disolución y muerte del arte121. Al crítico le corresponde legislare imponer. Y Téllez parece no albergar dudas acerca de la posibilidad de conseguir en estas materias no sólo el dictamen objetivo sino la verdad, siempre y cuando se disponga del instrumental propio del especialista. La n i r D « * £ i n i ~ l i C i n í - f O m a / l I Í A / " C i / J n i - l T I #-.-I I e n t-/~\ f M i o r l í i ü C /— n t- \ n *- t ^ A i - u n r*~\ /~\ m c i r-\ f- r \ o I r-\

U i l C l C i l L i a v - m n _ i n t u i u c t i u a u y i a i v . m u p u ^ - u v . C J c a u a i p w i u n l u c i i i i i - i i i u a. i n

mirada del legislador, pero el tiempo es el llamado a corregir tales errores. Pues al carácter absoluto de los valores estéticos se añade la idea de una cierta eternidad o, al menos, estabilidad en una larga duración. Téllez pertenece a la estirpe de los que proyectan sus juicios de actualidad sobre un fondo de inmortalidad garantizado por grandes nombres: Homero, Dante, Shakespeare, Goethe, Stendhal, Flaubert, Proust. Todo en la historia litera­ria sucede para que, unas pocas veces cada siglo, se produzca una maravilla como ellos. "Un gran poeta basta para un siglo literario, para una nación y para toda ia humanidad", escribió, no sin ceder a cierto énfasis122. El surgimiento del artista genial, categoría suprema del juicio crítico según Téllez, es cuestión imprevisible, secreta e indescifrable. Pero es ella la que, en últimas, resuelve la pregunta clave por la significación de un proceso histórico literario. Factores como el mestizaje, el desorden político, la herencia española, la miseria económica, son variables para una argumen-

120. "Confusión de poderes", Textos no recogidos en libro. 1, pájís. 525-528, 121. Confesión de parte. Bogotá, Ed. del Banco de la República, 1967, pág. 37. 122. Textos no recogidos en libro. 2, pág, 524

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tación sociológica, pero dejan intacto el factor último y decisivo, del cual dependen todos los demás.

"Ningún nuevo dios para el Olimpo de la belleza ha salido todavía de nuestra costilla histórica"123. El cuño clásico, ironizado, de la metáfora y su injerto bíblico indican muy a las claras el tipo de exigencia que la frase propone. La literatura como institución social y como" fenómeno de crea­ción individual está toda al servicio de este difícil parto, de esta especie de promesa mesiánica que, en nuestro caso, no ha podido cumplirse. Téllez profesaba una especie de culto fetichista a la figura considerada genial. Frente a ella cesaban las razones del crítico y comenzaba la veneración sin palabras. Se volvía tautológico: una obra es genial porque su autor es un genio. A esas alturas no funciona ya el análisis. Ante la constatación de que en las literaturas colombiana e hispanoamericana no se había producido ese milagro, se apresuraba a sacar conclusiones como ésta: "nuestra literatura, la que hemos creado y escrito en el curso de nuestra propia historia, no puede, con exactitud y rigor, calificarse como tal"124. ¿Razones? La ausencia de "valores universales" juzgados desde una perspectiva rigurosamente estética y medidos con el rasero más exigente de la literatura europea. De aquí resulta, para Téllez, la tarea más urgente de la crítica entre nosotros: desmitíficar. Hay demasiadas glorias aldeanas, demasiados monumentos de plaza municipal. Es indispensable que la crítica se atreva a levantar el velo de las consagraciones y a encarar los ídolos, para reducirlos a las justas proporciones de su mediocridad. Contra esto conspiran, según Téllez, los fervores míticos del patriotismo y la pereza crítica de los colombianos. En su momento, Téllez estimó imprescindible dejar sentadas verdades como éstas que, al parecer, nadie estaba dispuesto a aceptar, mucho menos a sostener: "Nuestra participación en el orden universal de la literatura es, en mi opinión, muy precaria y discutible. En realidad, estamos desde hace trescientos o cuatrocientos años, en una tarea primaria de búsqueda, en tanteo, en la cual algunos pocos han acertado. Estamos en esa mañana primordial de las formas en que los pueblos pueden demorarse un instante o toda la eternidad. Los nombres más famosos de nuestra literatura en la novela, en la poesía, en el ensayo, en el teatro, considerados en una perspectiva crítica muy amplia, y desde luego, universal, no forman una

123. Ibid.. pág. 765. 124. Ibid., pág. 764.

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jerarquía satisfactoria y, sobre todo, irreemplazable en el orden estético, también universal"125.

Téllez cumplió, sin duda, un papel importante en el reexamen de la literatura colombiana del .pasado y en la lectura crítica de sus contemporá­neos. La lección de severidad que introdujo era necesaria y él estaba en lo cierto cuando aseguraba que la crítica entre nosotros no podía seguir manteniendo dos medidas de valoración, una para los escritores extranje­ros y otra para encarar las circunstancias concretas de la literatura nacional. Una crítica benévola y complaciente conduce, muy seguramente, a la idolatría local y a jerarquías de valor puramente provinciales y ajenas a toda exigencia rigurosa de universalidad, Pero, por otra parte, el tribunal de la crítica y sus parámetros universales no parecen afianzarse tan claramente en razones de estricto orden estético. Con la pretensión de desmitificar los valores tradicionales, condición previa para garantizar la entrada de nues­tra literatura en la modernidad mundial, Téllez ritualizaba los supuestos valores universales y los proponía como mitos irrevocables, modelos in­mortales y únicos patrones seguros de valoración crítica. El tono de conmi­seración despectiva con que se refería a la tradición literaria hispanoameri­cana era parte de su estrategia modernizadora. Pero acabó por volverse contra él. Cada cb'a resulta más evidente la inestabilidad de todos los cánones donde se entronizan los autores consagrados (Téllez se habría sorprendido de saber que en estos finales de siglo ya nadie lee a Mauriac, ni a Julien Green, ni a Montherlant, y casi nadie a Claudel y a Gide, pese a todos los augurios de inmortalidad; lo que no excluye que pasado mañana, eventualmente vuelvan a leerse). La universalidad de la literatura hispa­noamericana aparece hoy tan dudosa como cualquiera otra, pues lo que está en cuestión no es sólo el carácter eterno de los valores estéticos sino, tal vez, la literatura misma, su significado en la cultura contemporánea. El fetichis­mo de los grandes genios se encuentra en inminente peligro de convertirse en asunto meramente académico, como resultado de un implacable proceso de secularización de todos los olimpos. Por otra parte, la cuestión de las tradiciones literarias nacionales tiendecada vez más a disolverse en conjun­tos más amplios: la tradición hispanoamericana o la de la literatura en lengua española. Una lectura cuidadosa de la obra de Téllez no deja muy en claro que conociese a fondo a los que se consideran "clásicos hispanoameri-

125. Ibid.. pág. 765.

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canos": Bello, Sarmiento, Montalvo, Martí, Darío, Rodó, González Prada, Lugones, etc. Por lo menos, no hacen parte de su bagaje intelectual, aquél que se invierte en su trabajo crítico. Tal vez no los valoraba suficientemen­te, al juzgarlos desde un "patrón" de medida que no les venía bien. Probablemente Téllez se asombraría si pudiese comprobar el interés que han ganado entre críticos e historiadores de la literatura126. La tónica general de admiración y respeto por la obra de tales escritores no se debe, desde luego, a una supuesta perdurabilidad al lado de Homero y Shakespea­re. No se trata de celebrar, ahora sí, su entrada definitiva en el "Olimpo de la belleza universal", sino de reconocer su importancia y utilidad como fundadores de una tradición intelectual, algo por lo demás inseparable de otro descubrimiento: que se trata de excelentes prosistas o de extraordina­rios poetas.

Téllez intentó deslindar los terrenos de la crítica de los de la historia literaria y fue explícito en sus declaraciones al respecto. Aunque se consi­deraba a sí mismo un crítico y no un historiador, se aventuró con frecuencia por los caminos que él mismo decía prohibirse y formuló sus conclusiones con tajante seguridad. Esa parte de su obra parece hoy menos vigente y menos útil. Podría decirse que, en términos generales, Téllez hacía esos temibles balances no al final de un recorrido sino aun antes de emprender­lo. Rafael Maya, su contemporáneo, fue a este respecto mucho más cuidado­so, a veces igualmente radical, pero con un acervo de erudición mayor y una mirada más sistemática a la historia literaria colombiana como conjunto. Maya la valoraba más y esto determinó que la estudiase con más detalle antes de enjuiciarla. A Téllez le asistía plena razón cuando abominaba la complaciente complicidad de ciertos críticos e historiadores como Antonio Gómez Restrepo, para quienes la literatura colombiana era una galería de rutilantes genios artísticos. Su cuestionamiento a la hipotética cultura humanística como herencia propia y rasgo sobresaliente de nuestro pasado

126. De ese interés da la mejor prueba la Biblioteca Ayacucho de Venezuela, gran proyecto editoral concebido, precisamente, para fortalecer y desarrollar la herencia histórica intelec­tual del continente y en cuya colección encuentran lugar todos los nombres antes menciona­dos como clásicos de nuestras letras. Por lo demás, el tono de un Ángel Rama, de un Rafael Gutiérrez Girardot, de un José Miguel Oviedo, como críticos e historiadores de las letras hispanoamericanas, en nada se parece al de Téllez. Sin olvidar que desde mucho antes, Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña habían consolidado un lenguaje crítico adecuado a estos temas, alejado de la tradicional celebración patriótica, pero seriamente interesado —para decirlo con palabras de Henríquez Ureña— en la búsqueda de nuestra expresión.

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fue también certera. Los argumentos al respecto son contundentes y han ganado validez desde la perspectiva actual. En cuanto al desierto que veía alrededor cuando contemplaba el panorama de la poesía hispanoamericana u£ mcvaiavaos QCi presente si£iO, no parece otra COSS GUC un CieciO ^e cercanía. Cada generación repite la misma queja y nadie creería hoy que la crítica hubiese lamentado alguna vez la desaparición de los románticos Espronceda, Campoamor y Núñez de Arce, cuando el escenario despejado ya comenzaba a poblarse con las novedades de Silva, Darío, Gutiérrez Nájera y Casal, sin que los inconsolables lo advirtiesen a tiempo o lo considerasen un relevo aceptable. Mientras Téllez escuchaba sólo ecos de imitaciones, estaban apareciendo los poemas de Octavio Paz, Lezama Lima y Nicanor Parra. Y nada indica que hubiera alcanzado a percibir siquiera la originalidad de un César Vallejo aunque sí la de León de Greiff. Téllez estaba, sin duda, más atento a lo que venía de Europa. Valoró a Borges y fue uno de los primeros en advertir el talento de García Márquez. Pero murió convencido de la superioridad pasada, presente y futura, ingénita, de la literatura francesa sobre la hispanoamericana, cuando ésta ya mostraba no sólo la obra de Borges sino las de Cortázar, Rulfo y Onetti. En "¿Cuál caso latinoamericano?"127 ^^m^n^rA ^críte^ un. añ*"* antes de su muerte men­ciona a Fuentes, a Rulfo, a Carpentier, a Paz, a Cortázar, a Asturias, pero el artículo no tiene nada que ver con una revisión de sus puntos de vista ni con una revaloración de la literatura hispanoamericana. Para él, esos nombres siguen siendo notas aisladas, no una corriente continua: Su crítica perseve­ró hasta el final en la tónica del menosprecio cortés y del desdén matizado que desde el principio fue su distintivo. Sólo que en la década de los sesenta comenzaban a ahogarse sus razones.

En la obra crítica de Téllez hay mucho de decepcionante, pero hay también mucho que rescatar. Ante todo, se trata de un escritor, y los críticos hoy están en vía de perder ese carácter. Los ensayos de Téllez, más acá o más allá de sus aciertos o sus deficiencias como juicios de valor, son páginas de literatura, no consienten ser reducidos a meros vehículos comunicativos de una opinión. Contienen ese "excedente" estilístico que hace la obra de un ensayista irreductible a la información que transmite. Téllez escribe bien, y esto en el sentido más convencional de la expresión: su forma es correcta y elegante. Pero no es sólo eso. Por debajo de sus fórmulas verbales, a veces

127. Textos no recogidos en libro. 2, págs. 708-713.

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tan ampulosas como las que solía criticar en los escritores típicamente españoles, había una música propia, inconfundible, que no se deriva de las leyes de la gramática ni de la preceptiva literaria. Hay una limpidez en la frase de Téllez, una calidad cristalina en su prosa que no parece sino el efecto de una voluntad de pensar claro y de expresar con igual claridad su pensamiento. No careció de supersticiones, pero detestó las supercherías, en especial aquéllas que se escudaban en la confusión de ideas y en el embrollo expresivo.

Su concepción de la crítica como tribunal parece hoy menos compartible. Esa idea de los "supremos legisladores" y de una autoridad actuante que se impone como institución con una especie de verdad canónica garantizada desde arriba, desde un poder algo vaporoso, tiende más bien a disolverse en el anacronismo. La crítica no conserva hoy autoridad alguna distinta de la de ser un diálogo abierto con la obra y con otros lectores. A menos que se con­sidere como verdad literaria su servicio a la industria de los libros o su vin­culación de antaño con el poder del Estado, de los partidos o de las sectas.