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El almohadón de plumas Horacio Quiroga Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer. Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre. La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia. En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido. No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó 1

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El almohadn de plumas

El almohadn de plumasHoracio Quiroga

Su luna de miel fue un largo escalofro. Rubia, angelical y tmida, el carcter duro de su marido hel sus soadas nieras de novia. Ella lo quera mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordn, mudo desde haca una hora. l, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.

Durante tres meses -se haban casado en abril- vivieron una dicha especial.

Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rgido cielo de amor, ms expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contena siempre.

La casa en que vivan influa un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mrmol- produca una otoal impresin de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el ms leve rasguo en las altas paredes, afirmaba aquella sensacin de desapacible fro. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extrao nido de amor, Alicia pas todo el otoo. No obstante, haba concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueos, y an viva dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastr insidiosamente das y das; Alicia no se repona nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardn apoyada en el brazo de l. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordn, con honda ternura, le pas la mano por la cabeza, y Alicia rompi en seguida en sollozos, echndole los brazos al cuello. Llor largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardndose, y an qued largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.

Fue ese el ltimo da que Alicia estuvo levantada. Al da siguiente amaneci desvanecida. El mdico de Jordn la examin con suma atencin, ordenndole calma y descanso absolutos.

-No s -le dijo a Jordn en la puerta de calle, con la voz todava baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vmitos, nada... Si maana se despierta como hoy, llmeme enseguida.

Al otro da Alicia segua peor. Hubo consulta. Constatse una anemia de marcha agudsima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo ms desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el da el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasbanse horas sin or el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordn viva casi en la sala, tambin con toda la luz encendida. Pasebase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinacin. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y prosegua su mudo vaivn a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su direccin.

Pronto Alicia comenz a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no haca sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se qued de repente mirando fijamente. Al rato abri la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

-Jordn! Jordn! -clam, rgida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.

Jordn corri al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.

-Soy yo, Alicia, soy yo!

Alicia lo mir con extravi, mir la alfombra, volvi a mirarlo, y despus de largo rato de estupefacta confrontacin, se seren. Sonri y tom entre las suyas la mano de su marido, acaricindola temblando.

Entre sus alucinaciones ms porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tena fijos en ella los ojos.

Los mdicos volvieron intilmente. Haba all delante de ellos una vida que se acababa, desangrndose da a da, hora a hora, sin saber absolutamente cmo. En la ltima consulta Alicia yaca en estupor mientras ellos la pulsaban, pasndose de uno a otro la mueca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.

-Pst... -se encogi de hombros desalentado su mdico-. Es un caso serio... poco hay que hacer...

-Slo eso me faltaba! -resopl Jordn. Y tamborile bruscamente sobre la mesa.

Alicia fue extinguindose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remita siempre en las primeras horas. Durante el da no avanzaba su enfermedad, pero cada maana amaneca lvida, en sncope casi. Pareca que nicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tena siempre al despertar la sensacin de estar desplomada en la cama con un milln de kilos encima. Desde el tercer da este hundimiento no la abandon ms. Apenas poda mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni an que le arreglaran el almohadn. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.

Perdi luego el conocimiento. Los dos das finales delir sin cesar a media voz. Las luces continuaban fnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agnico de la casa, no se oa ms que el delirio montono que sala de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordn.

Alicia muri, por fin. La sirvienta, que entr despus a deshacer la cama, sola ya, mir un rato extraada el almohadn.

-Seor! -llam a Jordn en voz baja-. En el almohadn hay manchas que parecen de sangre.

Jordn se acerc rpidamente Y se dobl a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que haba dejado la cabeza de Alicia, se vean manchitas oscuras.

-Parecen picaduras -murmur la sirvienta despus de un rato de inmvil observacin.

-Levntelo a la luz -le dijo Jordn.

La sirvienta lo levant, pero enseguida lo dej caer, y se qued mirando a aqul, lvida y temblando. Sin saber por qu, Jordn sinti que los cabellos se le erizaban.

-Qu hay? -murmur con la voz ronca.

-Pesa mucho -articul la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordn lo levant; pesaba extraordinariamente. Salieron con l, y sobre la mesa del comedor Jordn cort funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevndose las manos crispadas a los bands. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, haba un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia haba cado en cama, haba aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aqulla, chupndole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remocin diaria del almohadn haba impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succin fue vertiginosa. En cinco das, en cinco noches, haba vaciado a Alicia.

Estos parsitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

La muerte

Mario Benedetti

(en La muerte y otras sorpresas)Conviene que teprepares para lo peor.As, en la entonacin preocupada y amiga de Octavio, no slo mdico sino sobre todo ex compaero de liceo, la frase socorrida, casi sin detenerse en el odo de Marlano, haba repercutido en su vientre, all donde el dolor insista desde haca cuatro semanas. En aquel instante haba disimulado, haba sonredo amargamente, y hasta haba dicho: no te preocupes, hace mucho que estoy preparado. Mentira, no lo estaba, no lo haba estado nunca. Cuando le haba pedido encarecidamente a Octavio que, en mrito a su antigua amistad (te juro que yo sera capaz de hacer lo mismo contigo), le dijera el diagnstico verdadero, lo haba hecho con la secreta esperanza de que el viejo camarada le dijera la verdad, s, pero que esa verdad fuera su salvacin y no su condena. Pero Octavio haba tomado al pie de la letra su apelacin al antiguo afecto que los una, le haba consagrado una hora y media de su acosado tiempo para examinarlo y reexaminarlo, y luego, con los ojos inevitablemente hmedos tras los gruesos cristales, haba empezado a dorarle la pldora: Es imposible decirte desde ya de qu se trata. Habr que hacer anlisis, radiografas una completa historia clnica. Y eso va a demorar un poco. Lo nico que podra decirte es que de este primer examen no saco una buena impresin. Te descuidaste mucho. Debas haberme visto no bien sentiste la primera molestia. Y luego el anuncio del primer golpe directo: Ya que me peds, en nombre de nuestra amistad, que sea estrictamente sincero contigo, te dira que, por las dudas... Y se haba detenido, se haba quitado los anteojos, y los haba limpiado con el borde de la tnica. lJn gesto escasamente profilctico, haba alcanzado a pensar Marlano en medio de su desgarradora expectativa. Por las dudas qu?, pregunt, tratando de que el tono fuera sobrio, casi indiferente. Y ah se desplom el cielo: Conviene que te prepares para lo peor. De eso haca nueve das. Despus vino la serie de anlisis, radiografias, etc. Haba aguantado los pinchazos y las propias desnudeces con una entereza de la que no se crea capaz. En una sola ocasin, cuando volvi a casa y se encontr solo (Agueda haba salido con los chicos, su padre estaba en el Interior), haba perdido todo dominio de s mismo, y all, de pie, frente a la ventana abierta de par en par, en su estudio inundado por el ms esplndido sol de otoo, haba llorado como una criatura, sin molestarse siquiera por enjugar sus lgrimas. Esperanza, esperanzas, hay esperanza, hay esperanzas, unas veces en singular y otras en plural; Octavio se lo haba repetido de cien modos distintos, con sonrisas, con bromas, con piedad, con palmadas amistosas, con semiabrazos, con recuerdos del liceo, con saludos a Agueda, con ceo escptico, con ojos entornados, con tics nerviosos, con preguntas sobre los chicos. Seguramente estaba arrepentido de haber sido brutalmente sincero y quera de algn modo amortiguar los efectos del golpe. Seguramente. Pero y si hubiera esperanzas? 0 una sola. Alcanzaba con una escueta esperanza, un a diminuta esperancita en mnimo singular. Y si los anlisis, las placas, y otros fastidios, decan al fin en su lenguaje esotrico, en su profeca en clave, que la vida tena permiso para unos aos ms? No peda mucho: cinco aos, mejor diez. Ahora que atravesaba la Plaza Independencia para encontrarse con Octavio y su dictamen final (condena o aplazamiento o absolucin), senta que esos singulares y plurales de la esperanza haban, pese a todo, germinado en l. Quiz ello se deba a que el dolor haba disminuido considerablemente, aunque no se le ocultaba que acaso tuvieran algo que ver con ese alivio las pastillas recetadas por Octavio e ingeridas puntualmente por l. Pero, mientras tanto, al acercarse a la meta, su expectativa se volva casi insoportable. En determinado momento, se le aflojaron las piernas; se dijo que no poda llegar al consultorio en ese estado, y decidi sentarse en un banco de la plaza. Rechaz con la cabeza la oferta del lustrabotas (no se senta con fuerzas como para entablar el consabido dilogo sobre el tiempo y la inflacin), y esper a tranquilizarse. Agueda y Susana. Susana y Agueda. Cul sera el orden preferencial? Ni siquiera en este instante era capaz de decidirlo? gueda era la comprensin y la incomprensin ya estratificadas; la frontera ya sin litigios; el presente repetido (pero tambin haba una calidez insustituible en la repeticin); los aos y aos de pronosticarse mutuamente, de saberse de memoria; los dos hijos, los dos hijos. Susana era la clandestinidad, la sorpresa (pero tambin la sorpresa iba evolucionando hacia el hbito), las zonas de vida desconocida, no compartidas, en sombra; la reyerta y la reconciliacin conmovedoras; los celos conservadores y los celos revolucionarios; la frontera indecisa, la caricia nueva (que insensiblemente se iba pareciendo al gesto repetido), el no pronosticarse sino adivinarse, el no saberse de memoria sino de intuicin. Agueda y Susana, Susana y gueda. No poda decidirlo. Y no poda (acababa de advertirlo en el preciso instante en que debi saludar con la mano a un antiguo compaero de trabajo), sencillamente porque pensaba en ellas como cosas suyas, como sectores de Mariano Ojeda, y no como vidas independientes, como seres que vivan por cuenta y propios. Agueda y Susana, Susana y Agueda, eran en este instante partes de su organismo, tan suyas como esa abyecta, fatigada entraa que lo amenazaba. Adems estaban Coco y sobre todo Selvita, claro, pero l no quera, no, no quera, no, no quera ahora pensar en los chicos, aunque se daba cuenta de que en algn momento tendra que afrontarlo, no quera pensar porque entonces s se derrumbara y ni siquiera tendra fuerzas para llegar al consultorio. Haba que ser honesto, sin embargo, y reconocer de antemano que all iba a ser menos egosta, ms increblemente generoso, porque si se destrozaba en ese pensamiento (y seguramente se iba a destrozar) no sera pensando en s mismo sino en ellos, o por lo menos ms en ellos que en s mismo, ms en la novata tristeza que los acechaba que en la propia y veterana nocin de quedarse sin ellos. Sin ellos, bah, sin nadie, sin nada. Sin los hijos, sin la mujer, sin la amante. Pero tambin sin el sol, este sol; sin esas nubes flacas, esmirriadas, a tono con el pas; sin esos pobres, avergonzados, legtimos restos de la Pasiva; sin la rutina (bendita, querida, dulce, afrodisaco, abrigada, perfecta rutina) de la Cala Nm. 3 y sus arqueos y sus largamente buscadas pero siempre halladas diferencias; sin su minuciosa lectura del diario en el caf, junto al gran ventanal de Andes; sin su cruce de bromas con el mozo; sin los vrtigos dulzones que sobrevienen al mirar el mar y sobre todo al mirar el cielo; sin esta gente apurada, feliz porque no sabe nada de si misma, que corre a mentirse, a asegurar su butaca en la eternidad o a comentar el encantador herosmo de losotros; sin el descanso como blsamo; sin los libros como borrachera; sin el alcohol como resorte; sin el sueo como muerte; sin la vida como vigilia; sin la vida, simplemente.Ah toc fondo su desesperacin, y, paradjicamente, eso mismo le permiti rehacerse. Se puso de pie, comprob que las piernas le respondan, y acab de cruzar la plaza. Entr en el caf, pidi un cortado, lo tom lentamente, sin agitacin exterior ni interior, con la mente poco menos que en blanco. Vio cmo el sol se debilitaba, cmo iban desapareciendo sus ltimas estras. Antes de que se encendieran los focos del alumbrado, pag su consumicin, dej la propina de siempre, y camin cuatro cuadras, dobl por Ro Negro a la derecha, y a mitad de cuadra se detuvo, subi hasta un quinto piso, y oprimi el botn del timbre 'unto a la chapita de bronce: Dr. Octavio Massa, mdico.

Lo que me tema.Lo que me temaera, en estas circunstancias, sinnimo de lo peor. Octavio haba hablado larga, calmosamente, haba recurrido sin duda a su mejor repertorio en materia de consuelo y confortacin, pero Mariano lo haba odo en silencio, incluso con una sonrisa estable que no tena por objeto desorientar a su amigo, pero que con seguridad lo haba desorientado. Pero si estoy bien, dijo tan slo, cuando Octavio lo interrog, preocupado. Adems, dijo el mdico, con el tono de quien extrae de la manga un naipe oculto, adems vamos a hacer todo lo que sea necesario, y estoy seguro, entends, seguro, que una operacin sera un xito. Por otra parte, no hay demasiada urgencia. Tenemos por lo menos un par de semanas para fortalecerse con calma, con paciencia, con regularidad. No te digo que debas alegrarte, Mariano, ni despreocuparte, pero tampoco es para tomarlo a la tremenda. Hoy en da estamos mucho mejor armados para luchar contra... Y as sucesivamente Mariano sinti de pronto una implacable urgencia en abandonar el consultorio, no precisamente para volver a la desesperacin. La seguridad del diagnstico le haba provocado, era increble, una sensacin de alivio, pero tambin la necesidad de estar solo, algo as como una ansiosa curiosidad por disfrutar la nueva certeza. As, mientras Octavio segua diciendo: ... y adems da la casualidad que soy bastante amigo del mdico de tu Banco, as que no habr ningn inconveniente para que te tomes todo el tiempo necesario y..., Mariano sonrea, y no era la suya una sonrisa amarga, resentida, sino (por primera vez en muchos das) de algn modo satisfecha, conforme.Desde que sali del ascensor y vio nuevamente la calle, se enfrent a un estado de nimo que le pareci una revelacin. Era de noche, claro, pero por qu las luces quedaban tan lejos? Por qu no entenda, ni quera entender, la leyenda mvil del letrero luminoso que estaba frente a l? La calle era un gran canal, s, pero por qu esas figuras, que pasaban a medio metro de su mano, eran sin embargo imgenes desprendidas, como percibidas en un film que tuviera color pero que en cambio se beneficiara (porque en realidad era una mejora) con una banda sonora sin ajuste, en la que cada ruido llegaba a l como a travs de infinitos intermediarios, hasta dejar en sus odos slo un amortiguado eco de otros ecos amortiguados? La calle era un canal cada vez ms ancho, de acuerdo, pero por qu las casas de enfrente se empequeecan hasta abandonarlo, hasta dejarlo enclaustrado en su estupefaccin? Un canal, nada menos que un canal, pero por qu los focos de los autos que se acercaban velozmente, se iban reduciendo, reduciendo, hasta parecer linternas de bolsillo? Tuvo la sensacin de que la baldosa que pisaba se converta de pronto en una isla, una baldosa leprosa que era higinicamente discriminada por las baldosas saludables. Tuvo la sensacin de que los objetos se iban, se apartaban locamente de l pero sin admitir que se apartaban. Una fuga hipcrita, eso mismo. Cmo no se haba dado cuenta antes? De todos modos, aquella vertiginosa huida de las cosas y de los seres, del suelo y del cielo, le daba una suerte de poder. Y esto poda ser la muerte, nada ms ue esto?, pens con inesperada avidez. Sin embargo estaba vivo. Ni Agueda, ni Susana, ni Coco, ni Selvita, ni Octavio, ni su padre en el Interior, ni la Caja Nm. 3. Slo ese foco de luz, enorme, es decir enorme al principio, que vena quin sabe de dnde, no tan enorme despus, vala la pena dejar la isla baldosa, ms chico luego, vala la pena afrontarlo todo en medio de la calle, pequeo, ms pequeo, s, insignificante, aqu mismo, no importa que los dems huyan, si el foco, el foquito, se acerca alejndose, aqu mismo, aqu mismo, la linternita, la lucirnaga, cada vez ms lejos y ms cerca, a diez kilmetros y tambin a diez centmetros de unos ojos que nunca ms habrn de encandilarse.

Miss Amnesia

Mario Benedetti

La muchacha abrilos ojos y se sinti apabullada por su propio desconcierto. No recordaba nada. Ni su nombre, ni su edad, ni sus seas. Vio que su falda era marrn y que la blusa era crema. No tena cartera. Su reloj pulsera marcaba las cuatro y cuarto. Sinti que su lengua estaba pastosa y que las sienes le palpitaban. Mir sus manos y vio que las uas tenan un esmalte transparente. Estaba sentada en el banco de una plaza con arboles, una plaza que en el centro tena una fuente vieja, con angelitos, y algo as como tres platos paralelos. Le pareci horrible. Desde su banco vea comercios, grandes letreros. Pudo leer: Nogar, Cine Club, Porley Muebles, Marcha, Partido Nacional. Junto a su pie izquierdo vio un trozo de espejo, en forma de tringulo. Lo recogi. Fue consciente do una enfermiza curiosidad cuando se enfrent a aquel rostro que era el suyo. Fue como si lo viera por primera vez. No le trajo ningn recuerdo. Trat de calcular su edad. Tendr diecisis o diecisiete aos, pens. Curiosamente, recordaba los nombres de las cosas (saba que esto era un banco, eso una columna, aquello una fuente, aquello otro un letrero), pero no poda situarse a s misma en un lugar y en un tiempo. Volvi a pensar, esta vez en voz alta: S debo tener diecisis o diecisiete, slo para confirmar que era una frase en espaol. Se pregunt si adems hablara otro idioma. Nada. No recordaba nada. Sin embargo, experimentaba una sensacin de alivio, de serenidad, casi de inocencia. Estaba asombrada, claro, pero el asombre no le produca desagrado. Tena la confusa impresin de que esto era mejor que cualquier otra cosa, corno si a sus espaldas quedara algo abyecto, algo horrible. Sobre su cabeza el verde de los rboles tena dos tonos, y el ciclo casi no se vea. Las palomas se acercaron a ella, pero en seguida se retiraron, defraudadas. En realidad, no tena nada para darles. Un mundo de gente pasaba junto al banco, sin prestarle atencin. Slo algn muchacho la miraba. Ella estaba dispuesta a dialogar, incluso lo deseaba, pero aquellos volubles con templadores siempre terminaban por vencer su vacilacin y seguan su camino. Entonces alguien se separ de la corriente. Era un hombre cincuentn, bien vestido, peinado impecablemente, con alfiler de corbata y portafolio negro. Ella intuy que le iba a hablar. Me habr reconocido? pens. Y tuvo miedo de que aquel individuo la introdujera nuevamente en su pasado. Se senta tan feliz en su confortable olvido. Pero el hombre simplemente vino y pregunt: Le sucede algo, seorita? Ella lo contempl largamente. La cara del tipo le nspir confianza. En realidad, todo le inspiraba confianza. Hace un rato abr los ojos en esta plaza y no recuerdo nada, nada de lo de antes. Tuvo la impresin de que no eran necesarias ms palabras. Se dio cuenta de su propia sonrisa cuando vio que el hombre tambin sonrea. l le tendi la mano. Dijo: Mi nombre es Roldn, Flix Roldn. Yo no s mi nombre, dijo ella, pero estrech la mano. No importa. Usted no puede quedarse aqu. Venga conmigo. Quiere? Claro que quera. Cuando se incorpor, mir hacia las palomas que otra vez la rodeaban, y reflexion: Qu suerte, soy alta. El hombre llamado Roldn la tom suavemente del codo, y le propuso un rumbo. Es cerca, dijo. Qu sera lo cerca? No importaba. La muchacha se senta como una turista. Nada le era extrao y sin embargo no poda reconocer ningn detalle. Espontneamente, enlaz su brazo dbil con aquel brazo fuerte. El traje era suave, de una tela peinada, seguramente costosa. Mir hacia arriba (el hombre era alto) y le sonri. l tambin sonri, aunque esta vez separ un poco los labios. La muchacha alcanz a ver un diente de oro. No pregunt por el nombre de la ciudad. Fue l quien le instruy: Montevideo. La palabra cay en un hondo vaco. Nada. Absolutamente nada. Ahora iban por una calle angosta, con baldosas levantadas y obras en construccin. Los autobuses pasaban junto al cordn y a veces provocaban salpicaduras de un agua barrosa. Ella pas la mano por sus piernas para limpiarse unas gotas oscuras. Entonces vio que no tena medas. Se acord de la palabra medias. Mir hacia arriba y encontr unos balcones viejos, con ropa tendida y un hombre en pijama. Decidi que le gustaba la ciudad.Aqu estamos, dijo el hombre llamado Roldn junto a una puerta de doble hoja. Ella pas primero. En el ascensor, el hombre marc el piso quinto. No dijo una palabra, pero la mir con ojos inquietos. Ella retribuy con una mirada rebosante de confianza. Cuando l sac la llave para abrir la puerta del apartamento, la muchacha vio que en la mano derecha l llevaba una alianza y adems otro anillo con una piedra roja. No pudo recordar cmo se llamaban las piedras rojas. En el apartamento no haba nadie. Al abrirse la puerta, lleg de adentro una bocanada de olor a encierro, a confinamiento. El hombre llamado Roldn abri una ventana y la invit a sentarse en uno de los sillones. Luego trajo copas, hielo, whisky. Ella record las palabras hielo y copa. No la palabra whisky. El primer trago de alcohol la bizo toser, pero le cay bien. La mirada de la muchacha recorri los muebles, las paredes, los cuadros. Decidi que el conjunto no era armnico, pero estaba en la mejor disposicin de nimo y no se escandaliz. Mir otra vez al hombre y se sinti cmoda, segura. Ojal nunca recuerde nada hacia atrs, pens. Entonces el hombre solt una carcajada que la sobresalt, Ahora decime, mosquita muerta. Ahora que estamos solos y tranquilos, eh, vas a decirme quin sos. Ella volvi a toser y abri desmesuradamente los ojos. Ya le dije, no me acuerdo. Le pareci que el hombre estaba cambiando vertiginosamente, como si cada vez estuviera menos elegante y ms rampln, como si por debajo del alfiler de corbata o del traje de tela peinada, le empezara a brotar una espesa vulgaridad, una inesperada antipata. Miss Amnesia? Verdad? Y eso qu significaba? Ella no entenda nada, pero sinti que empezaba a tener miedo, casi tanto miedo de este absurdo presente como del hermtico pasado. Che, miss Amnesia, estall el hombre en otra risotada, sabes que sos bastante original? Te juro que es la primera vez que me pasa algo as. Sos nueva ola o qu? La mano del hombre llamado Roldn se aproxim. Era la mano del mismo brazo fuerte que ella haba tomado espontneamente all en la plaza. Pero en rigor era otra mano. Velluda, ansiosa, casi cuadrada. Inmovilizada por el terror, ella advirti que no poda hacer nada. La mano lleg al escote y trat de introducirse. Pero haba cuatro botones que dificultaban la operacin. Entonces la mano tir hacia abajo y saltaron tres de los botones. Uno de ellos rod largamente hasta que se estrell contra el zcalo. Mientras dur el ruidito, ambos quedaron inmviles. La muchacha aprovech esa breve espera involuntaria para incorporarse de un salto, con el vaso todava en la mano. El hombre llamado Roldn se le fue encima. Ella sinti que el tipo la empujaba hacia un amplio sof tapizado de verde. Slo deca: Mosquita muerta, mosquita muerta. Se dio cuenta de que el horrible aliento del tipo se detena primero en su pescuezo, luego en su oreja, despus en sus labios. Advirti que aquellas manos poderosas, repugnantes, trataban de aflojarle la ropa. Sinti que se asfixiaba, que ya no daba ms. Entonces not que sus dedos apretaban an el vaso que haba tenido whisky. Hizo otro esfuerzo sobrehumano, se incorpor a medias, y peg con el vaso, sin soltarlo, en el rostro de Roldn. ste se fue hacia atrs, se balance un poco y finalmente resbal junto al sof verde. La muchacha asumi ntegramente su pnico. Salt sobre el cuerpo del hombre, afloj al fin el vaso (que cay sobre una alfombrita, sin romperse), corri hacia la puerta, la abri, sali al pasillo y baj espantada los cinco pisos. Por la escalera, claro. En la calle pudo acomodarse el escote, gracias al nico botn sobreviviente. Empez a caminar ligero, casi corriendo. Con espanto, con angustia, tambin con tristeza y siempre pensando: Tengo que olvidarme de esto, tengo que olvidarme de esto. Reconoci la plaza y reconoci el banco en que haba estado sentada. Ahora estaba vaco. As que se sent. Una de las palomas pareci examinarla, pero ella no estaba en condiciones de hacer ningn gesto. Slo tena una idea obsesiva: Tengo que olvidarme, Dios m haz que me olvide tambin de esta vergenza. Ech la cabeza. hacia atrs y tuvo la sensacin de que se desmayaba.Cuando la muchacha abri los ojos, se sinti apabullada por su desconcierto. No recordaba nada. Ni su nombre, ni su edad, ni sus seas. Vio que su falda era marrn y que su blusa, en cuyo escote faltaban tres botones, era de color crema. No tena cartera. Su reloj marcaba las siete y veinticinco. Estaba sentada en el banco de una plaza con rboles, una plaza que en el centr tena una fuente vieja, con angelitos y algo as como tres platos paralelos. Le pareci horrible. Desde el banco vea comercios, grandes letreros. Pudo leer: Nogar, Cine Club, Porley Muebles, Marcha, Partido Nacional. Nada. No recordaba nada. Sin embargo, experimentaba una sensacin de alivio, de serenidad, casi de inocencia. Tena la confusa impresin de que esto era mejor que cualquier otra cosa, como si a sus espaldas quedara algo abyecto, algo terrible. La gente pasaba junto al banco. Con nios, con portafolios, con paraguas. Entonces alguien se separ de aquel desfile interminable. Era un hombre cincuentn, bien vestido, peinado impecablemente, con portafolio negro, alfiler de corbata y un parchecito blanco sobre el ojo. Ser alguien que me conoce? pens ella, y tuvo miedo de que aquel individuo la introdujera nuevamente en su pasado. Se senta tan feliz en su confortable olvido. Pero el hombre se acerc y pregunt simplemente: Le sucede algo, seorita? Ella l contempl largamente. La cara del tipo le inspir confianza. En realidad, todo le inspiraba confianza. Vio que el hombre le tenda la man y oy que deca: Mi nombre es Roldn. Flix Roldn. Despus de todo, el nombre era lo de menos. As que se incorpor y espontneamente enlaz su brazo dbil con aquel brazo fuerte.

La gallina degollada

Horacio Quiroga

Todo el da, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenan la lengua entre los labios, los ojos estpidos, y volvan la cabeza con la boca abierta.

El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a l, a cinco metros, y all se mantenan inmviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenan fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atencin al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se rean al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegra bestial, como si fuera comida.

Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranva elctrico. Los ruidos fuertes sacudan asimismo su inercia, y corran entonces, mordindose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombro letargo de idiotismo, y pasaban todo el da sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantaln.

El mayor tena doce aos y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.

Esos cuatro idiotas, sin embargo, haban sido un da el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho ms vital: un hijo. Qu mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagracin de su cario, libertado ya del vil egosmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovacin?

As lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo lleg, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creci bella y radiante, hasta que tuvo ao y medio. Pero en el vigsimo mes sacudironlo una noche convulsiones terribles, y a la maana siguiente no conoca ms a sus padres. El mdico lo examin con esa atencin profesional que est visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.

Despus de algunos das los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se haban ido del todo; haba quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.

Hijo, mi hijo querido! sollozaba sta, sobre aquella espantosa ruina de su primognito.

El padre, desolado, acompa al mdico afuera.

A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podr mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no ms all.

S!... S! asenta Mazzini. Pero dgame: Usted cree que es herencia, que...?

En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que crea cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay all un pulmn que no sopla bien. No veo nada ms, pero hay un soplo un poco rudo. Hgala examinar detenidamente.

Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobl el amor a su hijo, el pequeo idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo ms profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.

Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Naci ste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primognito se repetan, y al da siguiente el segundo hijo amaneca idiota.

Esta vez los padres cayeron en honda desesperacin. Luego su sangre, su amor estaban malditos! Su amor, sobre todo! Veintiocho aos l, veintids ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un tomo de vida normal. Ya no pedan ms belleza e inteligencia como en el primognito; pero un hijo, un hijo como todos!

Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitise el proceso de los dos mayores.

Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasin por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la ms honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No saban deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstculos. Cuando los lavaban mugan hasta inyectarse de sangre el rostro. Animbanse slo al comer, o cuando vean colores brillantes u oan truenos. Se rean entonces, echando afuera lengua y ros de baba, radiantes de frenes bestial. Tenan, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada ms.

Con los mellizos pareci haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres aos desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.

No satisfacan sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razn de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual haba tomado sobre s la parte que le corresponda en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redencin ante las cuatro bestias que haban nacido de ellos ech afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio especfico de los corazones inferiores.

Inicironse con el cambio de pronombre:tushijos. Y como a ms del insulto haba la insidia, la atmsfera se cargaba.

Me parece djole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manosque podras tener ms limpios a los muchachos.

Berta continu leyendo como si no hubiera odo.

Es la primera vez repuso al rato que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.

Mazzini volvi un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:

De nuestros hijos, me parece?

Bueno, de nuestros hijos. Te gusta as? alz ella los ojos.

Esta vez Mazzini se expres claramente:

Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?

Ah, no! se sonri Berta, muy plida pero yo tampoco, supongo!... No faltaba ms!... murmur.

Qu no faltaba ms?

Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entindelo bien! Eso es lo que te quera decir.

Su marido la mir un momento, con brutal deseo de insultarla.

Dejemos! articul, secndose por fin las manos.

Como quieras; pero si quieres decir...

Berta!

Como quieras!

ste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unan con doble arrebato y locura por otro hijo.

Naci as una nia. Vivieron dos aos con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeci, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequea llevaba a los ms extremos lmites del mimo y la mala crianza.

Si an en los ltimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasbale lo mismo. No por eso la paz haba llegado a sus almas. La menor indisposicin de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Haban acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se verta afuera. Desde el primer disgusto emponzoado habanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruicin es, cuando ya se comenz, a humillar del todo a una persona. Antes se contenan por la mutua falta de xito; ahora que ste haba llegado, cada cual, atribuyndolo a s mismo, senta mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habale forzado a crear.

Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vesta, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el da sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumpli cuatro aos, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algn escalofro y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, torn a reabrir la eterna llaga.

Haca tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.

Mi Dios! No puedes caminar ms despacio? Cuntas veces...?

Bueno, es que me olvido; se acab! No lo hago a propsito.

Ella se sonri, desdeosa: No, no te creo tanto!

Ni yo jams te hubiera credo tanto a ti... tisiquilla!

Qu! Qu dijiste?...

Nada!

S, te o algo! Mira: no s lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido t!

Mazzini se puso plido.

Al fin! murmur con los dientes apretados. Al fin, vbora, has dicho lo que queras!

S, vbora, s! Pero yo he tenido padres sanos, oyes?, sanos! Mi padre no ha muerto de delirio! Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!

Mazzini explot a su vez.

Vbora tsica! eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! Pregntale, pregntale al mdico quin tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmn picado, vbora!

Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita sell instantneamente sus bocas. A la una de la maana la ligera indigestin haba desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliacin lleg, tanto ms efusiva cuanto infames fueran los agravios.

Amaneci un esplndido da, y mientras Berta se levantaba escupi sangre. Las emociones y mala noche pasada tenan, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella llor desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.

A las diez decidieron salir, despus de almorzar. Como apenas tenan tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.

El da radiante haba arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrndolo con parsimonia (Berta haba aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne), crey sentir algo como respiracin tras ella. Volvise, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operacin... Rojo... rojo...

Seora! Los nios estn aqu, en la cocina.

Berta lleg; no quera que jams pisaran all. Y ni aun en esas horas de pleno perdn, olvido y felicidad reconquistada, poda evitarse esa horrible visin! Porque, naturalmente, cuando ms intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, ms irritado era su humor con los monstruos.

Que salgan, Mara! chelos! chelos, le digo!

Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.

Despus de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapse enseguida a casa.

Entretanto los idiotas no se haban movido en todo el da de su banco. El sol haba traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, ms inertes que nunca.

De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quera observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quera trepar, eso no ofreca duda. Al fin decidise por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurri entonces a un cajn de kerosene, y su instinto topogrfico hzole colocar vertical el mueble, con lo cual triunf.

Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cmo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cmo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Vironla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse ms.

Pero la mirada de los idiotas se haba animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente sensacin de gula bestial iba cambiando cada lnea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequea, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintise cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.

Soltme! Djame! grit sacudiendo la pierna. Pero fue atrada.

Mam! Ay, mam! Mam, pap! llor imperiosamente. Trat an de sujetarse del borde, pero sintise arrancada y cay.

Mam, ay! Ma. . . No pudo gritar ms. Uno de ellos le apret el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa maana se haba desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancndole la vida segundo por segundo.

Mazzini, en la casa de enfrente, crey or la voz de su hija.

Me parece que te llamale dijo a Berta.

Prestaron odo, inquietos, pero no oyeron ms. Con todo, un momento despus se despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanz en el patio.

Bertita!

Nadie respondi.

Bertita! alz ms la voz, ya alterada.

Y el silencio fue tan fnebre para su corazn siempre aterrado, que la espalda se le hel de horrible presentimiento.

Mi hija, mi hija! corri ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empuj violentamente la puerta entornada, y lanz un grito de horror.

Berta, que ya se haba lanzado corriendo a su vez al or el angustioso llamado del padre, oy el grito y respondi con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lvido como la muerte, se interpuso, contenindola:

No entres! No entres!

Berta alcanz a ver el piso inundado de sangre. Slo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de l con un ronco suspiro.

El Otro

Jorge Luis Borges

El hecho ocurri el mes de febrero de 1969, al norte de Boston, en Cambridge. No lo escrib inmediatamente porque mi primer propsito fue olvidarlo, para no perder la razn. Ahora, en 1972, pienso que si lo escribo, los otros lo leern como un cuento y, con los aos, lo ser tal vez para m. S que fue casi atroz mientras dur y ms an durante las desveladas noches que lo siguieron. Ello no significa que su relato pueda conmover a un tercero.Seran las diez de la maana. Yo estaba recostado en un banco, frente al ro Charles. A unos quinientos metros a mi derecha haba un alto edificio, cuyo nombre no supe nunca. El agua gris acarreaba largos trozos de hielo. Inevitablemente, el ro hizo que yo pensara en el tiempo. La milenaria imagen de Herclito. Yo haba dormido bien, mi clase de la tarde anterior haba logrado, creo, interesar a los alumnos. No haba un alma a la vista.Sent de golpe la impresin (que segn los psiclogos corresponde a los estados de fatiga) de haber vivido ya aquel momento. En la otra punta de mi banco alguien se haba sentado. Yo hubiera preferido estar solo, pero no quise levantarme en seguida, para no mostrarme incivil. El otro se haba puesto a silbar. Fue entonces cuando ocurri la primera de las muchas zozobras de esa maana. Lo que silbaba, lo que trataba de silbar (nunca he sido muy entonado), era el estilo criollo de La tapera de Elas Regules. El estilo me retrajo a un patio, que ha desaparecido, y la memoria de Alvaro Melin Lafinur, que hace tantos aos ha muerto. Luego vinieron las palabras. Eran las de la dcima del principio. La voz no era la de lvaro, pero quera parecerse a la de Alvaro. La reconoc con horror.Me le acerqu y le dije:-Seor, usted es oriental o argentino?-Argentino, pero desde el catorce vivo en Ginebra -fue la contestacin.Hubo un silencio largo. Le pregunt:-En el nmero diecisiete de Malagnou, frente a la iglesia rusa?Me contest que si.-En tal caso -le dije resueltamente- usted se llama Jorge Luis Borges. Yo tambin soy Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en la ciudad de Cambridge.-No -me respondi con mi propia voz un poco lejana.Al cabo de un tiempo insisti:-Yo estoy aqu en Ginebra, en un banco, a unos pasos del Rdano. Lo raro es que nos parecemos, pero usted es mucho mayor, con la cabeza gris.Yo le contest:-Puedo probarte que no miento. Voy a decirte cosas que no puede saber un desconocido. En casa hay un mate de plata con un pie de serpientes, que trajo de Per nuestro bisabuelo. Tambin hay una palangana de plata, que penda del arzn. En el armario de tu cuarto hay dos filas de libros. Los tres de volmenes de Las mil y una noches de Lane, con grabados en acero y notas en cuerpo menor entre captulo, el diccionario latino de Quicherat, la Germania de Tcito en latn y en la versin de Gordon, un Don Quijote de la casa Garnier, las Tablas de Sangre de Rivera Indarte, con la dedicatoria del autor, el Sartor Resartus de Carlyle, una biografa de Amiel y, escondido detrs de los dems, un libro en rstica sobre las costumbres sexuales de los pueblos balknicos. No he olvidado tampoco un atardecer en un primer piso en la plaza Dubourg.-Dufour -corrigi.-Esta bien. Dufour. Te basta con todo eso?-No -respondi-. Esas pruebas no prueban nada. Si yo lo estoy soando, es natural que sepa lo que yo s. Su catlogo prolijo es del todo vano.La objecin era justa. Le contest:-Si esta maana y este encuentro son sueos, cada uno de los dos tiene que pensar que el soador es l. Tal vez dejemos de soar, tal vez no. Nuestra evidente obligacin, mientras tanto, es aceptar el sueo, como hemos aceptado el universo y haber sido engendrados y mirar con los ojos y respirar.-Y si el sueo durara? -dijo con ansiedad.Para tranquilizarlo y tranquilizarme, fing un aplomo que ciertamente no senta. Le dije:-Mi sueo ha durado ya setenta aos. Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo misma. Es lo que nos est pasando ahora, salvo que somos dos. No quers saber algo de mi pasado, que es el porvenir que te espera?Asinti sin una palabra. Yo prosegu un poco perdido:-Madre est sana y buena en su casa de Charcas y Maip, en Buenos Aires, pero padre muri hace unos treinta aos. Muri del corazn. Lo acab una hemipleja; la mano izquierda puesta sobre la mano derecha era como la mano de un nio sobre la mano de un gigante. Muri con impaciencia de morir, pero sin una queja. Nuestra abuela haba muerto en la misma casa. Unos das antes del fin, nos llamo a todos y nos dijo: "Soy una mujer muy vieja, que est murindose muy despacio. Que nadie se alborote por una cosa tan comn y corriente."Norah, tu hermana, se cas y tiene dos hijos. A propsito, en casa como estn?-Bien. Padre siempre con sus bromas contra la fe. Anoche dijo que Jess era como los gauchos, que no quieren comprometerse, y que por eso predicaba en parbolas.Vacil y me dijo:-Y usted?No s la cifra de los libros que escribirs, pero s que son demasiados. Escribirs poesas que te darn un agrado no compartido y cuentos de ndole fantstica. Dars clases como tu padre y como tantos otros de nuestra sangre. Me agrad que nada me preguntara sobre el fracaso o xito de los libros.Cambi. Cambi de tono y prosegu:-En lo que se refiere a la historia... Hubo otra guerra, casi entre los mismos antagonistas. Francia no tard en capitular; Inglaterra y Amrica libraron contra un dictador alemn, que se llamaba Hitler, la cclica batalla de Waterllo. Buenos Aires, haca mil novecientos cuarenta y seis, engendr otro Rosas, bastante parecido a nuestro pariente. El cincuenta y cinco, la provincia de Crdoba nos salv, como antes Entre Ros. Ahora, las cosas andan mal. Rusia est apoderndose del planeta; Amrica, trabada por la supersticin de la democracia, no se resuelve a ser un imperio. Cada da que pasa nuestro pas es ms provinciano. Ms provinciano y ms engredo, como si cerrara los ojos. No me sorprendera que la enseanza del latn fuera reemplazada por la del guaran.Not que apenas me prestaba atencin. El miedo elemental de lo imposible y sin embargo cierto lo amilanaba. Yo, que no he sido padre, sent por ese pobre muchacho, ms ntimo que un hijo de mi carne, una oleada de amor. Vi que apretaba entre las manos un libro. Le pregunt qu era.-Los posedos o, segn creo, Los demonios de Fyodor Dostoievski -me replic no sin vanidad.-Se me ha desdibujado. Que tal es?No bien lo dije, sent que la pregunta era una blasfemia.-El maestro ruso -dictamin- ha penetrado ms que nadie en los laberintos del alma eslava.Esa tentativa retrica me pareci una prueba de que se haba serenado.Le pregunt qu otros volmenes del maestro haba recorrido.Enumer dos o tres, entre ellos El doble.Le pregunt si al leerlos distingua bien los personajes, como en el caso de Joseph Conrad, y si pensaba proseguir el examen de la obra completa.-La verdad es que no -me respondi con cierta sorpresa.Le pregunt qu estaba escribiendo y me dijo que preparaba un libro de versos que se titulara Los himnos rojos. Tambin haba pensado en Los ritmos rojos.-Por qu no? -le dije-. Pods alegar buenos antecedentes. El verso azul de Rubn Daro y la cancin gris de Verlaine.Sin hacerme caso, me aclar que su libro cantara la fraternidad de todos lo hombres. El poeta de nuestro tiempo no puede dar la espalda a su poca. Me qued pensando y le pregunt si verdaderamente se senta hermano de todos. Por ejemplo, de todos los empresarios de pompas fnebres, de todos los carteros, de todos buzos, de todos los que viven en la acera de los nmeros pares, de todos los afnicos, etctera. Me dijo que su libro se refera a la gran masa de los oprimidos y parias.-Tu masa de oprimidos y de parias -le contest- no es ms que una abstraccin. Slo los individuos existen, si es que existe alguien. El hombre de ayer no es el hombre de hoy sentencio algn griego. Nosotros dos, en este banco de Ginebra o de Cambridge, somos tal vez la prueba.Salvo en las severas pginas de la Historia, los hechos memorables prescinden de frases memorables. Un hombre a punto de morir quiere acordarse de un grabado entrevisto en la infancia; los soldados que estn por entrar en la batalla hablan del barro o del sargento. Nuestra situacin era nica y, francamente, no estbamos preparados. Hablamos, fatalmente, de letras; temo no haber dicho otras cosas que las que suelo decir a los periodistas. Mi alter ego crea en la invencin o descubrimiento de metforas nuevas; yo en las que corresponden a afinidades ntimas y notorias y que nuestra imaginacin ya ha aceptado. La vejez de los hombres y el ocaso, los sueos y la vida, el correr del tiempo y del agua. Le expuse esta opinin, que expondra en un libro aos despus.Casi no me escuchaba. De pronto dijo:-Si usted ha sido yo, cmo explicar que haya olvidado su encuentro con un seor de edad que en 1918 le dijo que l tambin era Borges?No haba pensado en esa dificultad. Le respond sin conviccin:-Tal vez el hecho fue tan extrao que trat de olvidarlo.Aventur una tmida pregunta:-Cmo anda su memoria?Comprend que para un muchacho que no haba cumplido veinte aos; un hombre de ms de setenta era casi un muerto. Le contest:-Suele parecerse al olvido, pero todava encuentra lo que le encargan.Estudio anglosajn y no soy el ltimo de la clase.Nuestra conversacin ya haba durado demasiado para ser la de un sueo.Una brusca idea se me ocurri.-Yo te puedo probar inmediatamente -le dije- que no ests soando conmigo.O bien este verso, que no has ledo nunca, que yo recuerde.Lentamente enton la famosa lnea:L'hydre - univers tordant son corps caill d'astres. Sent su casi temeroso estupor. Lo repiti en voz baja, saboreando cada resplandeciente palabra.-Es verdad -balbuce-. Yo no podr nunca escribir una lnea como sa.Hugo nos haba unido.Antes, l haba repetido con fervor, ahora lo recuerdo, aquella breve pieza en que Walt Whitman rememora una compartida noche ante el mar, en que fue realmente feliz.-Si Whitman la ha cantado -observ- es porque la deseaba y no sucedi. El poema gana si adivinamos que es la manifestacin de un anhelo, no la historia de un hecho.Se qued mirndome.-Usted no lo conoce -exclam-. Whitman es capaz de mentir.Medio siglo no pasa en vano. Bajo nuestra conversacin de personas de miscelnea lectura y gustos diversos, comprend que no podamos entendernos.ramos demasiado distintos y demasiado parecidos. No podamos engaarnos, lo cual hace difcil el dialogo. Cada uno de los dos era el remendo cricaturesco del otro. La situacin era harto anormal para durar mucho ms tiempo. Aconsejar o discutir era intil, porque su inevitable destino era ser el que soy.De pronto record una fantasa de Coleridge. Alguien suea que cruza el paraso y le dan como prueba una flor. Al despertarse, ah est la flor. Se me ocurri un artificio anlogo.-O -le dije-, tens algn dinero?-S - me replic-. Tengo unos veinte francos. Esta noche lo convid a Simn Jichlinski en el Crocodile.-Dile a Simn que ejercer la medicina en Carouge, y que har mucho bien... ahora, me das una de tus monedas.Sac tres escudos de plata y unas piezas menores. Sin comprender me ofreci uno de los primeros.Yo le tend uno de esos imprudentes billetes americanos que tienen muy diverso valor y el mismo tamao. Lo examin con avidez.-No puede ser -grit-. Lleva la fecha de mil novecientos sesenta y cuatro. (Meses despus alguien me dijo que los billetes de banco no llevan fecha.)-Todo esto es un milagro -alcanz a decir- y lo milagroso da miedo. Quienes fueron testigos de la resurreccin de Lzaro habrn quedado horrorizados. No hemos cambiado nada, pens. Siempre las referencias librescas.Hizo pedazos el billete y guard la moneda.Yo resolv tirarla al ro. El arco del escudo de plata perdindose en el ro de plata hubiera conferido a mi historia una imagen vvida, pero la suerte no lo quiso.Respond que lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador. Le propuse que nos viramos al da siguiente, en ese mismo banco que est en dos tiempos y en dos sitios.Asinti en el acto y me dijo, sin mirar el reloj, que se le haba hecho tarde. Los dos mentamos y cada cual saba que su interlocutor estaba mintiendo. Le dije que iban a venir a buscarme.-A buscarlo? -me interrog.-S. Cuando alcances mi edad habrs perdido casi por completo la vista.Vers el color amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ceguera gradual no es una cosa trgica. Es como un lento atardecer de verano. Nos despedimos sin habernos tocado. Al da siguiente no fui. EL otro tampoco habr ido.He cavilado mucho sobre este encuentro, que no he contado a nadie. Creo haber descubierto la clave. El encuentro fue real, pero el otro convers conmigo en un sueo y fue as que pudo olvidarme; yo convers con l en la vigilia y todava me atormenta el encuentro.El otro me so, pero no me so rigurosamente. So, ahora lo entiendo, la imposible fecha en el dlar.

Casa tomada

Julio Cortzar

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la ms ventajosa liquidacin de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podan vivir ocho personas sin estorbarse. Hacamos la limpieza por la maana, levantndonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las ltimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzbamos al medioda, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cmo nos bastbamos para mantenerla limpia. A veces llegbamos a creer que era ella la que no nos dej casarnos. Irene rechaz dos pretendientes sin mayor motivo, a m se me muri Mara Esther antes que llegramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta aos con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealoga asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriramos all algn da, vagos y esquivos primos se quedaran con la casa y la echaran al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del da tejiendo en el sof de su dormitorio. No s por qu teja tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era as, teja cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para m, maanitas y chalecos para ella. A veces teja un chaleco y despus lo desteja en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montn de lana encrespada resistindose a perder su forma de algunas horas. Los sbados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tena fe en mi gusto, se complaca con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las libreras y preguntar vanamente si haba novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qu hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover est terminado no se puede repetirlo sin escndalo. Un da encontr el cajn de abajo de la cmoda de alcanfor lleno de paoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercera; no tuve valor para preguntarle a Irene qu pensaba hacer con ellas. No necesitbamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretena el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a m se me iban las horas vindole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cmo no acordarme de la distribucin de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte ms retirada, la que mira hacia Rodrguez Pea. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde haba un bao, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zagun con maylica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zagun, abra la cancel y pasaba al living; tena a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conduca a la parte ms retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas all empezaba el otro lado de la casa, o bien se poda girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo ms estrecho que llevaba a la cocina y el bao. Cuando la puerta estaba abierta adverta uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresin de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca bamos ms all de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increble cmo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires ser una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una rfaga se palpa el polvo en los mrmoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macram; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento despus se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordar siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias intiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurri poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuch algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido vena impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversacin. Tambin lo o, al mismo tiempo o un segundo despus, en el fondo del pasillo que traa desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tir contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerr de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y adems corr el gran cerrojo para ms seguridad.

Fui a la cocina, calent la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dej caer el tejido y me mir con sus graves ojos cansados.

-Ests seguro?

Asent.

-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tard un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me teja un chaleco gris; a m me gustaba ese chaleco.

Los primeros das nos pareci penoso porque ambos habamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queramos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pens en una botella de Hesperidina de muchos aos. Con frecuencia (pero esto solamente sucedi los primeros das) cerrbamos algn cajn de las cmodas y nos mirbamos con tristeza.

-No est aqu.

Y era una cosa ms de todo lo que habamos perdido al otro lado de la casa.

Pero tambin tuvimos ventajas. La limpieza se simplific tanto que aun levantndose tardsimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estbamos de brazos cruzados. Irene se acostumbr a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidi esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinara platos para comer fros de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba ms tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la coleccin de estampillas de pap, y eso me sirvi para matar el tiempo. Nos divertamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era ms cmodo. A veces Irene deca:

-Fjate este punto que se me ha ocurrido. No da un dibujo de trbol?

Un rato despus era yo el que le pona ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mrito de algn sello de Eupen y Malmdy. Estbamos bien, y poco a poco empezbamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueos y no de la garganta. Irene deca que mis sueos consistan en grandes sacudones que a veces hacan caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenan el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oamos respirar, toser, presentamos el ademn que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De da eran los rumores domsticos, el roce metlico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del lbum filatlico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el bao, que quedaban tocando la parte tomada, nos ponamos a hablar en voz ms alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitamos all el silencio, pero cuando tornbamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se pona callada y a media luz, hasta pisbamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella teja) o ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el bao porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llam la atencin mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el bao, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apret el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrs. Los ruidos se oan ms fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerr de un golpe el cancel y nos quedamos en el zagun. Ahora no se oa nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdan debajo. Cuando vio que los ovillos haban quedado del otro lado, solt el tejido sin mirarlo.

-Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunt intilmente.

-No, nada.

Estbamos con lo puesto. Me acord de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rode con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos as a la calle. Antes de alejarnos tuve lstima, cerr bien la puerta de entrada y tir la llave a la alcantarilla. No fuese que a algn pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

Aqu pasan cosas raras

Luisa Valenzuela

En el caf de la esquina -todo caf que se precie est en esquina, todo sitio de encuentro es un cruce entre dos vas (dos vidas)- Mario y Pedro piden sendos cortados y les ponen mucha azcar porque el azcar es gratis y alimenta. Mario y Pedro estn sin un mango desde hace rato y no es que se quejen demasiado pero bueno, ya es hora de tener un poco de suerte, y de golpe ven el portafolios abandonado y tan slo mirndose se dicen que quiz el momento haya llegado. Propio ah, muchachos, en el caf de la esquina, uno de tantos. Est solito el portafolios sobre la silla arrimada a la mesa y nadie viene a buscarlo.

Entran y salen los chochamus del barrio, comentan cosas que Mario y Pedro no escuchan: Cada vez hay ms y tienen tonadita, vienen de tierra adentro... me pregunto qu hacen, para qu han venido. Mario y Pedro se preguntan en cambio si alguien va a sentarse a la mesa del fondo, va a descorrer esa silla y encontrar ese portafolios que ya casi aman, casi acarician y huelen y lamen y besan. Uno por fin llega y se sienta, solitario (y pensar que el portafolios estar repleto de billetes y el otro lo va a ligar al mdico precio de un batido de Gancia que es lo que finalmente pide despus de dudar un rato). Le traen el batido con buena tanda da ingredientes. Al llevarse a la boca qu aceituna, qu pedacito de queso va a notar el portafolios esperndolo sobre la silla al lado de la suya? Pedro y Mario no quieren ni pensarlo y no piensan en otra cosa... Al fin y al cabo el tipo tiene tanto o tan poco derecho al portafolios como ellos, al fin y al cabo es slo cuestin de azar, una mesa mejor elegida y listo. El tipo sorbe su bebida con desgano, traga uno que otro ingrediente; ellos ni pueden pedir otro caf porque estn en la mala como puede ocurrirle a usted o a m, ms quiz a m que a usted, pero eso no viene a cuento ahora que Pedro y Mario viven supeditados a un tipo que se saca pedacitos de salame de entre los dientes con la ua mientras termina de tomar su trago y no ve nada, no oye los comentarios de la muchachada: Se los ve en las esquinas. Hasta Elba el otro da me lo comentaba, fijte, ella que es tan chicata; ni qu ciencia ficcin, aterrizados de otro planeta aunque parecen tipos del interior pero tan peinaditos, atildaditos te digo y yo a uno le ped la hora pero minga, claro, no tienen reloj, para qu van a querer reloj, me pods decir, si viven en un tiempo que no es el de nosotros. No. Yo tambin los vi, salen de debajo de los adoquines en esas calles donde todava quedan y vaya uno a saber qu buscan aunque sabemos que dejan agujeros en las calles, esos baches enormes por donde salieron y que no se pueden cerrar ms.

Ni el tipo del batido de Gancia los escucha ni los escuchan Mario y Pedro, pendientes de un portafolios olvidado sobre una silla que seguro contiene algo de valor, porque si no no hubiera sido olvidado as para ellos, tan slo para ellos, si el tipo del batido no. El tipo del batido de Gancia, copa terminada, dientes escarbados, platitos casi sin tocar, se levanta de la mesa, paga de pie, mozo retira todo mete propina en bolsa pasa el trapo hmedo sobre mesa y se aleja y listo, ha llegado el momento porque el caf est animado en la otra punta y aqu vaco y Mario y Pedro saben que si no es ahora es nunca.

Portafolios bajo el brazo, Mario sale primero y por eso mismo es el primero en ver el saco de hombre abandonado sobre un coche, contra la vereda. Contra la vereda el coche, y por ende el saco abandonado sobre el techo del mismo. Un saco esplndido de estupenda calidad.

Tambin Pedro lo ve, a Pedro le tiemblan las piernas por demasiada coincidencia, con lo bien que a l le vendra un saco nuevo y adems con los bolsillos llenos de guita. Mario no se anima a agarrarlo. Pedro s aunque con cierto remordimiento que crece, casi estalla al ver acercarse a dos canas que vienen hacia ellos con intenciones de...

-Encontramos este coche sobre un saco. Este saco sobre un coche. No sabemos qu hacer con l. El saco, digo.

-Entonces djelo donde lo encontr. No nos moleste con menudencias, estamos para cosas ms importantes.

Cosas ms trascendentes. Persecucin del hombre por el hombre si me est permitido el eufemismo. Gracias a lo cual el clebre saco queda en las manos azoradas de Pedro que lo ha tomado con tanto cario. Cunta falta le haca un saco como ste, sport y seguro bien forradito, ya dijimos, forrado de guita no de seda qu importa la seda. Con el botn bien sujeto enfilan a pie hacia su casa. No se deciden a sacar uno de esos billetes crocantitos que Mario crey vislumbrar al abrir apenas el portafolios, plata para tomar un taxi o un msero colectivo.

Por las calles prestan atencin por si las cosas raras que estn pasando, sas que oyeron de refiln en el caf, tienen algo que ver con los hallazgos. Los extraos personajes o no aparecen por esas zonas o han sido reemplazados: dos vigilantes por esquina son muchos vigilantes porque hay muchas esquinas.

Esta no es una tarde gris como cualquiera y pensndolo bien quiz tampoco sea una tarde de suerte como parece. Son las caras sin expresin de un da de semana, tan distintas de las caras sin expresin de los domingos. Pedro y Mario ahora tienen color, tienen mscara y se sienten existir porque en su camino florecieron un portafolios (fea palabra) y un saco sport. (Un saco no tan nuevo como pareca, ms bien algo rado y con los bordes gastados pero digno. Eso es: un saco digno.) Como tarde no es una tarde fcil, sta. Algo se desplaza en el aire con el aullido de las sirenas y ellos empiezan a sentirse sealados. Ven policas por todos los rincones, policas en los vestbulos sombros, de a pares en todas las esquinas cubriendo el rea ciudadana, policas trepidantes en sus motocicletas circulando a contramano como si la marcha del pas dependiera de ellos y quiz dependa, s, por eso estn las cosas como estn y Mario no se arriesga a decirlo en voz alta porque el portafolios lo tiene trabado, ni que ocultara un micrfono, pero qu paranoia, si nadie lo obliga a cargarlo. Podra deshacerse de l en cualquier rincn oscuro y no, cmo largar la fortuna que ha llegado sin pedir a manos de uno, aunque la fortuna tenga carga de dinamita? Toma el portafolios con ms naturalidad, con ms cario, no como si estuviera a punto de estallar. En ese mismo momento Pedro decide ponerse el saco que le queda un poco grande pero no ridculo ni nada de eso. Holgado, s, pero no ridculo; cmodo, abrigado, carioso, gastadito en los bordes, sobado. Pedro mete las manos en los bolsillos del saco (sus bolsillos) y encuentra unos cuantos boletos de colectivo, un pauelo usado, unos billetes y monedas. No le puede decir nada a Mario y se da vuelta de golpe para ver si los han estado siguiendo. Quiz hayan cado en algn tipo de trampa indefinible, y Mario debe de estar sintiendo algo parecido porque tampoco dice palabra. Chifla entre dientes con cara de tipo que toda su vida ha estado cargando un ridculo portafolios negro como se. La situacin no tiene aire tan brillante como en un principio.

Parece que nadie los ha seguido, pero vaya uno a saber: gente viene tras ellos y quiz alguno dej el portafolios y el saco con oscuros designios. Mario se decide por fin y le dice a Pedro en un murmullo: No entremos a casa, sigamos como si nada, quiero ver si nos siguen. Pedro est de acuerdo. Mario rememora con nostalgia los tiempos (una hora atrs) cuando podan hablarse en voz alta y hasta rer. El portafolios se le est haciendo demasiado pesado y de nuevo tiene la tentacin de abandonarlo a su suerte. Abandonarlo sin antes haber revisado el contenido?

Cobarda pura.

Siguen caminando sin rumbo fijo para despistar a algn posible aunque improbable perseguidor. No son ya Pedro y Mario los que caminan, son un saco y un portafolios, convertidos en personajes. Avanzan y por fin el saco decide: Entremos en un bar a tomar algo, me muero de sed.

-Con todo esto? Sin siquiera saber de qu se trata?

-Y, s. Tengo unos pesos en el bolsillo.

Saca la mano azorada con dos billetes. Mil y mil de los viejos, no se anima a volver a hurgar, pero cree -huele- que hay ms. Buena falta les hacen unos sndwiches, pueden pedirlos en ese caf que parece tranquilo.

Un tipo dice y la otra se llama los sbados no hay pan; cualquier cosa, me pregunto cul es el lavado de cerebro... En pocas turbulentas no hay como parar la oreja aunque lo malo de los cafs es el ruido de voces que tapa las voces. Lo bueno de los cafs son los tostados mixtos.

Escuch bien, vos que sos inteligente.

Ellos se dejan distraer por un ratito, tambin se preguntan cul ser el lavado de cerebro, y si el que fue llamado inteligente se lo cree. Creer por creer, los hay dispuestos hasta a creerse lo de los sbados sin pan, como si alguien pudiera ignorar que los sbados se necesita pan para fabricar las hostias del domingo y el domingo se necesita vino para poder atravesar el pramo feroz de los das hbiles.

Cuando se anda por el mundo -los cafs- con las antenas aguzadas se pescan todo tipo de confesiones y se hacen los razonamientos ms abstrusos (absurdos), absolutamente necesarios por necesidad de alerta y por culpa de esos dos elementos tan ajenos a ellos que los poseen a ellos, los envuelven sobre todo ahora que esos muchachos entran jadeantes al caf y se sientan a una mesa con cara de aqu no ha pasado nada y sacan carpetas, abren libros pero ya es tarde: traen a la polica pegada a sus talones y, como se sabe, los libros no engaan a los sagaces guardianes de la ley, ms bien los estimulan. Han llegado tras los estudiantes para poner orden y lo ponen, a empujones: documentos, vamos, vamos, derechito al celular que espera afuera con la boca abierta. Pedro y Mario no saben cmo salir de all, cmo abrirse paso entre la masa humana que va abandonando el caf a su tranquilidad inicial, convaleciente ahora. Al salir, uno de los muchachos deja caer un paquetito a los pies de Mario que, en un gesto irreflexivo, atrae el paquete con el pie y lo oculta tras el clebre portafolios apoyado contra la silla. De golpe se asusta: cree haber entrado en la locura apropiatoria de todo lo que cae a su alcance. Despus se asusta ms an: sabe que lo ha hecho para proteger al pibe pero, y si a la cana se le diera por registrarlo a l? Le encontraran un portafolios que vaya uno a saber qu tiene adentro, un paquete inexplicable (de golpe le da risa, alucina que el paquete es una bomba y ve su pierna volando por los aires simpticamente acompaada por el portafolios, ya despanzurrado y escupiendo billetes de los gordos, falsos). Todo esto en el brevsimo instante de disimular el paquetito y despus nada. Ms vale dejar la mente en blanco, guarda con los canas telpatas y esas cosas. y qu se estaba diciendo hace mil aos cuando reinaba la calma?: un lavado de cerebro; necesario sera un autolavado de cerebro para no delatar lo que hay dentro de esa cabecita loca -la procesin va por dentro, muchachos-. Los muchachos se alejan, llevados un poquito a las patadas por los azules, el paquete queda all a los pies de estos dos seores dignos, seores de saco y portafolios (uno de cada para cada). Dignos seores ahora muy solos en el calmo caf, seores a los que ni un tostado mixto podr ya consolar.

Se ponen de pie. Mario sabe que si deja el paquetito el mozo lo va a llamar y todo puede ser descubierto. Se lo lleva, sumndolo as al botn del da pero por poco rato; lo abandona en una calle solitaria dentro de un tacho de basura como quien no quiere la cosa y temblando. Pedro a su lado no entiende nada pero por suerte no logra reunir las fuerzas para preguntar.

En pocas de claridad pueden hacerse todo tipo de preguntas, pero en momentos como ste el solo hecho de seguir vivo ya condensa todo lo preguntable y lo desvirta. Slo se puede caminar, con uno que otro alto en el camino, eso s, para ver por ejemplo por qu llora este hombre. y el hombre llora de manera tan mansa, tan incontrolable, que es casi sacrlego no detenerse a su lado y hasta preocuparse. Es la hora de cierre de las tiendas y las vendedoras que enfilan a sus casas quieren saber de qu se trata: el instinto maternal siempre est al acecho en ellas, y el hombre llora sin consuelo. Por fin logra articular. Ya no puedo ms, y el corrillo de gente que se ha formado a su alrededor pone cara de entender pero no entiende. Cuando sacude el diario y grita no puedo ms, algunos creen que ha ledo las noticias y el peso del mundo le resulta excesivo. Ya estn por irse y dejarlo abandonado a su flojera. Por fin entre hipos logra explicar que busca trabajo desde hace meses y ya no le queda un peso para el colectivo ni un gramo de fuerza para seguir buscando.

-Trabajo le dice Pedro a Mario-. Vamos, no tenemos nada que hacer ac.

-Al menos, no tenemos nada que ofrecerle. Ojal tuviramos.

Trabajo, trabajo, corean los otros y se conmueven porque sa s es palabra inteligible y no las lgrimas. Las lgrimas del hombre siguen horadando el asfalto y vaya uno a saber qu encuentran pero nadie se lo pregunta aunque quiz l s, quiz l se est diciendo mis lgrimas estn perforando la tierra y el llanto puede descubrir petrleo. Si me muero ac mismo quiz pueda colarme por los agujeritos que hacen las lgrimas en el asfalto y al cabo de mil aos convertirme en petrleo para que otro como yo, en estas mismas circunstancias... Una idea bonita pero el corrillo no lo deja sumirse en sus pensamientos que de alguna manera -intuye- son pensamientos de muerte (el corrillo se espanta: pensar en muerte as en plena calle, qu atentado contra la paz del ciudadano medio a quien slo le llega la muerte por los diarios). Falta de trabajo s, todos entienden la falta de trabajo y estn dispuestos a ayudarlo. Es mejor que la muerte. y las buenas vendedoras de las casas de artefactos electrodomsticos abren sus carteras y sacan algunos billetes por dems estrujados, de inmediato se organiza la colecta, las ms decididas toman el dinero de los otros y los instan a aflojar ms. Mario est tentado de abrir el portafolios: qu tesoros habr ah dentro para compartir con ese tipo?

Pedro piensa que debera haber recuperado el paquete que Mario abandon en un tacho de basura. Quiz eran herramientas de trabajo, pintura en aerosol, o el perfecto equipito para armar una bomba, cualquier cosa para darle a este tipo y que la inactividad no lo liquide.

Las chicas estn ahora pujando para que el tipo acepte el dinero juntado. El tipo chilla y chilla que no quiere limosnas. Alguna le explica que slo se trata de una contribucin espontnea para sacar del paso a su familia mientras l sigue buscando trabajo con ms nimo y el estmago lleno. El cocodrilo llora ahora de la emocin. Las vendedoras se sienten buenas, redimidas, y Pedro y Mario deciden que ste es un tipo de suerte.

Quiz junto a este tipo Mario se decida a abrir el portafolios y Pedro pueda revisar a fondo el secreto contenido de los bolsillos del saco. Entonces, cuando el tipo queda solo, lo toman del brazo y lo invitan a comer con ellos. El tipo al principio se resiste, tiene miedo de estos dos: pueden querer sacarle la guita que acaba de recibir. Ya no sabe si es cierto o si es mentira que no encuentra trabajo o si se es su trabajo, simular la desesperacin para que la gente de los barrios se conmueva. Reflexiona rpidamente: Si es cierto que soy un desesperado y todos fueron tan buenos conmigo no hay motivo para que estos dos no lo sean. Si he simulado la desesperacin quiere decir que mal actor no soy y voy a poder sacarles algo a estos dos tambin. Decide que tienen una mirada extraa pero parecen honestos, y juntos se van a un boliche para darse el lujo de unos buenos chorizos y bastante vino.

Tres, piensa alguno de ellos, es un nmero de suerte. Vamos a ver si de ac sale algo bueno.

Por qu se les ha hecho tan tarde contndose sus vidas que quiz sean ciertas? Los tres se descubren una idntica necesidad de poner orden y relatan minuciosamente desde que eran chicos hasta estos das aciagos en que tantas cosas raras estn pasando. El boliche queda cerca del Once y ellos por momentos suean con irse o con descarrilar un tren o algo con tal de aflojar la tensin que 10s infla por dentro. Ya es la hora de las imaginaciones y ninguno de los tres quiere pedir la cuenta. Ni Pedro ni Mario han hablado de sus sorpresivos hallazgos. Y el tipo ni suea con pagarles la comida a estos dos vagos que para colmo lo han invitado.

La tensin se vuelve insoportable y hay que decidirse. Han pasado horas. Alrededor de ellos los mozos van apilando las sillas sobre las mesas, como un andamiaje que poco a poco se va cerrando, amenaza con engullirlos, porque los mozos en un insensible ardor de construccin siguen apilando sillas sobre sillas, mesas sobre mesas y sillas y ms sillas. Van a quedar aprisionados en una red de patas de madera, tumba de sillas y una que otra mesa. Buen final para estos tres cobardes que no se animaron a pedir la cuenta. Aqu yacen: pagaron con sus vidas siete sndwiches de chorizo y dos jarras de vino de la casa. Fue un precio equitativo.

Pedro por fin -el arrojado Pedro- pide la cuenta y reza para que la plata de los bolsillos exteriores alcance. Los bolsillos internos son un mundo inescrutable aun all, escudado por las sillas; los bolsillos internos conforman un laberinto demasiado intrincado para l. Tendra que recorrer vidas ajenas al meterse en los bolsillos interiores del saco, meterse en los que no le pertenece, perderse de s mismo entrando a paso firme en la locura.

La plata alcanza. Y los tres salen del restaurante aliviados y amigos. Como quien se olvida, Mario ha dejado el portafolios -demasiado pesado, ya - entre la intrincada construccin de sillas y mesas encimadas, seguro de que no lo van a encontrar hasta el da siguiente. A las pocas cuadras se despiden del tipo y siguen camino al departamento que comparten.

Cuando estn por llegar, Pedro se da cuenta de que Mario ya no tiene el portafolios. Entonces se quita el saco, lo estira con cario y lo deja sobre un auto estacionado, su lugar de origen.. Por fin abren la puerta del departamento sin miedo, y se acuestan sin miedo, sin plata y sin ilusiones. Duermen profundamente, hasta el punto que Mario, en un sobresalto, no logra saber si el estruendo que lo acaba de despertar ha sido real o soado.

La noche de los feos

Mario Benedetti

1

Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pmulo hundido. Desde los ocho aos, cuando le hicieron la operacin. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.

Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificacin por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningn modo. Tanto los de ella como los mos son ojos de resentimiento, que slo reflejan la poca o ninguna resignacin con que enfrentamos nuestro infortunio. Quiz eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra ms apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.

Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. All fue donde por primera vez nos examinamos sin simpata pero con oscura solidaridad; all fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero adems eran autnticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenan a alguien. Slo ella y yo tenamos las manos sueltas y crispadas.

Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorr la hendidura de su pmulo con la garanta de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonroj. Me gust que fuera dura, que devolviera mi inspeccin con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.

Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no poda mirarme, pero yo, aun en la penumbra, poda distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.

Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo hroe y la suave herona. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversin la reservo para mi rostro y a veces para Dios. Tambin para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quiz debera sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo as como espejos. A veces me pregunto qu suerte habra corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pmulo hundido, o el cido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.

La esper a la salida. Camin unos metros junto a ella, y luego le habl. Cuando se detuvo y me mir, tuve la impresin de que vacilaba. La invit a que charlramos un rato en un caf o una confitera. De pronto acept.

La confitera estaba llena, pero en ese momento se desocup una mesa. A medida que pasbamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las seas, los gestos de asombro. Mis antenas estn particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simtrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuicin, ya que mis odos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su inters; pero dos fealdades juntas constituyen en s mismas un espectculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compaa, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.

Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso tambin me gust) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.

Qu est pensando?, pregunt.

Ella guard el espejo y sonri. El pozo de la mejilla cambi de forma.

Un lugar comn, dijo. Tal para cual.

Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafs para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estbamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresa. Decid tirarme a fondo.

Usted se siente excluida del mundo, verdad?

S", dijo, todava mirndome.

Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que est a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estpida.

S.

Por primera vez no pudo sostener mi mirada.

Yo tambin quisiera eso. Pero hay una posibilidad, sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo.

Algo cmo qu?

Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llmele como quiera, pero hay una posibilidad.

Ella frunci el ceo. No quera concebir esperanzas.

Promtame no tomarme como un chiflado.Prometo.La posibilidad es meternos en la noche. En la noche ntegra. En lo oscuro total. Me entiende?No.Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, no lo saba?

Se sonroj, y la hendidura de la mejilla se volvi sbitamente escarlata.

Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca.

Levant la cabeza y ahora s me mir preguntndome, averiguando sobre m, tratando desesperadamente de llegar a un diagnstico.

Vamos, dijo.

2

No slo apagu la