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Cuentos con gatos

Maeve Brennan · F. R. Buckley · Italo Calvino · Colette Ernest Hemingway · Patricia Highsmith · Rudyard Kipling · Doris Lessing

Charles G. D. Roberts · Germán Rozenmacher · Saki · Emma-Lindsay Squier Ernest Thompson Seton · Mark Twain · Émile Zola · Hebe Uhart

Alfaguara

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El gato que iba solo Rudyard Kipling

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Escucha atentamente y fíjate en lo que voy a contarte pues sucedió, ocurrió yacaeció, hijo mío, cuando lo animales que son hoy domésticos eran aúnsalvajes. El Perro era salvaje, y lo era el Caballo, así como la Vaca, la Ovejay el Cerdo —todo lo salvajes que puedas imaginar—, y andaban por laHúmeda Selva sin más compañía que su salvaje presencia. Pero el másvaleroso de todos los animales era el Gato. Iba siempre solo, y todos loslugares le daban lo mismo.

Por supuesto, el Hombre era también salvaje en aquel entonces. Lo eraterriblemente. Sólo empezó a domesticarse cuando encontró a la Mujer y ellale dijo que no le gustaba vivir de tan silvestre manera. Eligió una cavernalinda y seca para acostarse, en vez del montón de húmedas hojas que solíausar el Hombre; esparció limpia arena por el suelo, recogió leña y encendióuna hermosa lumbre en lo hondo de la caverna; tendió en su abertura la piel,convenientemente seca, de un caballo salvaje, de modo que la cola quedaraen la parte inferior, y dijo:

—Sacúdete el barro de los pies, maridito, pues ahora vamos a tener casa.Aquella noche, hijo mío, comieron oveja salvaje, asada sobre las piedras

candentes y aliñada con ajo y pimiento selváticos; y pato silvestre, relleno dearroz, fenogreco y coriandro, igualmente silvestres; y espinazo de bueysalvaje; y cerezas y pequeñas granadas, silvestres también. Luego, el Hombrese acostó frente al hogar, muy satisfecho; pero la Mujer se sentó y pasó unbuen rato peinándose. Tomó un hueso de espalda de carnero —ese grande yllano que se llama espaldilla u omóplato— y contempló los maravillosossignos que en él había. Luego echó más leña al fuego y se dedicó a hacer un

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hechizo. Entonó la primera Canción Mágica del mundo.Fuera, en la Húmeda Selva, todos los animales salvajes se reunieron en un

punto desde donde divisaban, muy lejos, el resplandor de la lumbre, y sepreguntaban lo que aquello significaría.

Caballo Salvaje pataleó con sus salvajes cascos y dijo:—¡Oh, Amigos y Adversarios míos! ¿Por qué el Hombre y la Mujer han

hecho esa gran luz en la gran Caverna, y qué daño nos harán?Perro Salvaje levantó su salvaje hocico, olió los efluvios del carnero asado

y dijo:—Iré allá, a ver lo que ocurre, y luego se lo contaré; me figuro que hay

cosas buenas. Gato, ven conmigo.—¡Que no! —exclamó el Gato—. Soy el Gato que va solo y todos los

lugares le dan lo mismo. No iré.—Pues no seremos ya amigos —dijo Perro Salvaje, y trotó hacia la

Caverna.Pero cuando el Perro anduvo cierto trecho, dijo el Gato para sus adentros:

“Todos los lugares me dan lo mismo. ¿Por qué no ir yo también, ver lo queocurre y volverme cuando me venga en gana?”. Se escurrió pues,deslizándose, suavemente, muy suavemente, en pos del Perro Salvaje, y seocultó en un sitio desde donde podía oírlo todo.

Cuando Perro Salvaje llegó a la entrada de la Caverna, levantó con elhocico la piel de caballo y husmeó el delicioso efluvio del carnero asado, y laMujer, que estaba mirando la espaldilla, lo oyó, se echó a reír y dijo:

—Ahí viene el primero. Silvestre Desconocido de la Húmeda Selva, ¿quéquieres?

—¡Oh, Enemiga mía y Esposa de mi Enemigo! —contestó Perro Salvaje—. ¿Qué es lo que huele tan bien en la Húmeda Selva?

Y tomó la Mujer un hueso de carnero asado y lo arrojó a Perro Salvaje,diciendo:

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—Silvestre Desconocido de la Húmeda Selva, a ver si te gusta.Perro Salvaje empezó a roer el hueso, y estaba más rico que cuanto había

probado hasta entonces.—¡Oh, Enemiga mía —dijo— y Esposa de mi Enemigo! Dame un poco

más.La Mujer dijo:—Silvestre Desconocido de la Húmeda Selva, ayuda a mi marido a cazar

durante el día y guarda esta Caverna por la noche, y te daré tantos huesosasados como apetezcas.

—¡Ah! —se dijo el Gato, que seguía escuchando—. Esa Mujer es muyavisada, pero no tanto como yo.

Perro Salvaje se arrastró hacia el interior de la Caverna, descansó la cabezaen el halda de la Mujer y exclamó:

—¡Oh, Amiga mía y Esposa de mi Amigo! Ayudaré a tu marido a cazardurante el día, y por la noche guardaré vuestra Caverna.

—¡Ah! —se dijo el Gato, escuchando—. Ese Perro es muy bobo.Y regresó a la Húmeda Selva, meneando la cola salvaje, sin más compañía

que su salvaje presencia. Pero a nadie contó lo ocurrido.Cuando el Hombre despertó, dijo:—¿Qué hace aquí Perro Salvaje?Y repuso la Mujer:—No se llama ya Perro Salvaje, sino Primer Amigo, pues será siempre

amigo nuestro. Cuando salgas de caza, llévatelo.Aquella noche, la Mujer cortó grandes brazadas de hierba en los prados y

la hizo secar junto a la lumbre, de modo que olía a heno recién segado. Sesentó luego a la entrada de la Caverna, trenzó un cabestro con piel de caballo,contempló un rato la espaldilla de carnero —el hueso grande y llano, que sellama también omóplato— e hizo un hechizo. Entonó la Segunda CanciónMágica del mundo.

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Fuera, en la Húmeda Selva, todos los animales se preguntaban qué lehabría ocurrido a Perro Salvaje, y, por fin, Caballo Salvaje pataleó y dijo:

—Iré allá, a ver lo que ocurre, y les contaré por qué Perro Salvaje no havuelto. Gato, ven conmigo.

—¡Que no! —dijo el Gato—. Soy el Gato que va solo y todos los lugaresle dan lo mismo. No iré.

No obstante, siguió sigilosamente a Caballo Salvaje y se ocultó en un sitiodesde donde podía oírlo todo. Cuando la Mujer oyó a Caballo Salvajepisándose la larga crin y dando traspiés, se echó a reír y dijo:

—Ahí viene el segundo. Silvestre Desconocido de la Húmeda Selva, ¿quéquieres?

Caballo Salvaje contestó:—¡Oh, Enemiga mía y Esposa de mi Enemigo! ¿Dónde está Perro Salvaje?La Mujer volvió a reír. Tomó la espaldilla de carnero, la contempló y dijo:—Silvestre Desconocido de la Húmeda Selva, no has venido en busca de

Perro Salvaje, sino a causa de esta hierba sabrosa.Y Caballo Salvaje, pisándose la larga crin y dando traspiés, dijo:—Así es. Dámela; quiero comerla.—Silvestre Desconocido de la Húmeda Selva —dijo la Mujer—, agacha tu

cabeza salvaje, lleva lo que te daré y en adelante comerás esta hierbamaravillosa tres veces al día.

—¡Ah! —se dijo el Gato, escuchando—. Esa Mujer es avisada, pero notanto como yo.

Caballo Salvaje inclinó la cabeza, y la mujer la pasó por el cabestrotrenzado. Caballo Salvaje dio un resoplido a los pies de la Mujer y dijo:

—¡Oh, Dueña mía y Esposa de mi Señor! Seré su sirviente a cambio de lahierba maravillosa.

—¡Ay! —se dijo el Gato, escuchando—. Ese Caballo es muy bobo.Y regresó, cruzando la Húmeda Selva y balanceando su cola, sin más

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compañía que su salvaje presencia. Pero a nadie contó lo ocurrido.Cuando el Hombre y el Perro regresaron de la caza, dijo el Hombre:—¿Qué hace aquí Caballo Salvaje?Y la Mujer contestó:—No se llama ya Caballo Salvaje, sino Primer Servidor, pues nos llevará

siempre de un sitio a otro. Cuando salgas de caza, cabalga en su lomo.Al día siguiente, llevando muy erguida la salvaje testuz, para que los

cuernos salvajes no se prendieran en los árboles de la Selva, Vaca Salvajesubió hasta la Caverna, y el Gato la siguió y se ocultó como las otras veces.Todo ocurrió igual, y el Gato dijo lo mismo. Y cuando Vaca Salvaje prometiódar todos los días su leche a la Mujer a cambio de la hierba maravillosa, elGato cruzó de nuevo la Húmeda Selva, meneando su cola salvaje y sin máscompañía que su salvaje presencia, lo mismo que las otras veces. Pero a nadiecontó lo ocurrido.

Y cuando el Hombre, el Caballo y el Perro regresaron de la caza e hicieronla misma pregunta, dijo la Mujer:

—No se llama ya Vaca Salvaje, sino La que Da Buen Sustento. Nos darásiempre su tibia y blanca leche, y yo cuidaré de ella cuando tú y el PrimerAmigo y el Primer Servidor salgan de caza.

Al día siguiente la Mujer se quedó esperando que algún otro SilvestreDesconocido subiera a la Caverna, pero nadie dejó la Húmeda Selva, demodo que el Gato se acercó solo a la Caverna. Vio a la Mujer ordeñando a laVaca, y el resplandor de la lumbre en la Caverna, y husmeó la leche tibia yblanca.

—¡Oh, Enemiga mía y Esposa de mi Enemigo! —dijo el Gato—. ¿Adónde fue Vaca Salvaje?

La Mujer se echó a reír y dijo:—Silvestre Desconocido de la Húmeda Selva, vete a la Selva otra vez,

pues ya me he trenzado el cabello, he dejado la espaldilla mágica y no

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necesitamos más amigos ni sirvientes en nuestra Caverna.El Gato contestó:—No soy amigo ni servidor. Soy el Gato que va solo y quiero entrar en su

Caverna.—Siendo así —dijo la Mujer—, ¿por qué no viniste con el Primer Amigo,

la primera noche?El Gato se enojó mucho y dijo:—¿Será que Perro Salvaje les habrá contado historias de mí?Entonces la Mujer se echó a reír y contestó:—Eres el Gato que va solo y todos los lugares te dan lo mismo. No eres

amigo ni servidor. Tú mismo lo has dicho. Anda, márchate y ve solo pordonde te plazca.

El Gato aparentó apenarse.—¿Nunca podré venir a la Caverna? —preguntó—. ¿Nunca podré

sentarme a la buena lumbre, ni beber la leche tibia y blanca? Eres muyavisada y hermosa. Ni siquiera con un pobre Gato debieras mostrarte cruel.

La Mujer dijo:—Sabía que era avisada, pero no hermosa. Cerraré, pues, un trato contigo.

Si llego a pronunciar una palabra en elogio tuyo, podrás entrar en la Caverna.—¿Y si pronuncias dos? —preguntó el Gato.—Nunca lo haré —contestó la Mujer—; pero si alguna vez llego a

pronunciar dos palabras alabándote, podrás sentarte junto a la lumbre.—¿Y si dices tres palabras? —insistió el Gato.—Jamás lo haré —dijo la Mujer—. Pero si llego a pronunciar tres palabras

en elogio tuyo, podrás beber siempre, tres veces al día, la leche tibia y blanca.Entonces el Gato arqueó el lomo y dijo:—Que la Cortina de la entrada de la Caverna, y el Fuego de lo hondo de la

Caverna, y los Cacharros de la Leche que están al Fuego recuerden lo queacaba de decir mi Enemiga, la Esposa de mi Enemigo.

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Y salió hacia la Húmeda Selva, balanceando su cola salvaje y sin máscompañía que su salvaje presencia.

Aquella noche, cuando el Hombre, el Caballo y el Perro regresaron, laMujer nada les dijo de lo que había prometido al Gato, pues temía que no lesgustase.

El Gato se marchó lejos, muy lejos, en la Húmeda Selva, y estuvo largotiempo sin más compañía que su salvaje presencia, hasta que la Mujer loolvidó del todo. Sólo el Murciélago —el Murciélago chiquito, que se sostienecabeza abajo—, el que solía colgarse en el interior de la Caverna, sabía dóndese había ocultado el Gato; y volaba todas las noches y le traía noticias de loque ocurría.

Cierta noche dijo el Murciélago:—Hay un Nene en la Caverna. Es nuevito, rosado, muy gordezuelo y

menudo, y la Mujer está encantada con él.—¡Ah! —dijo el Gato, escuchando—. Pero al Nene, ¿qué le gusta?—Le gustan las cosas blandas y que hacen cosquillas —contestó el

Murciélago—. Le gusta tener en los brazos cosas tibias cuando quiere dormir.Le gusta que jueguen con él. Todo eso le gusta.

—¡Ah! —exclamó el Gato, escuchando—. Entonces, ha llegado mi hora.Al anochecer, anduvo el Gato por la Húmeda Selva y se escondió muy

cerca de la Caverna hasta la madrugada, y el Hombre, el Perro y el Caballosalieron de caza. Aquella mañana estaba la Mujer muy atareada guisando, yel Nene lloraba y la interrumpía. Por eso su madre lo dejó fuera de la Cavernay le dio un puñado de guijarros para jugar. Pero el Nene seguía llorando.

Entonces el Gato alargó su blanda pata y dio al Nene una palmadita en lamejilla y lo arrulló dulcemente: luego se frotó contra sus gordezuelas rodillasy le cosquilleó con la cola el rollizo mentón. Y el Niño se echó a reír; y laMujer lo oyó e iluminó su rostro una sonrisa.

El Murciélago —el Murciélago chiquito, que se sostiene cabeza abajo—,

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el que solía colgarse en el interior de la Caverna, dijo así:—¡Oh, mi Dueña y Esposa de mi Señor y Madre del Hijo de mi Señor! Un

Silvestre Desconocido de la Húmeda Selva está jugando lindamente con tuNiño.

—Bien haya el Silvestre Desconocido, quienquiera que sea —dijo lamujer, cuadrando los hombros—, pues esta mañana tengo mucho trajín, y meha prestado un gran servicio.

Y en aquel preciso instante, hijo mío, la Cortina de piel de caballo quependía cola abajo en la boca de la Caverna cayó al suelo —¡chas!—,recordando lo que había convenido la Mujer con el Gato; y cuando la Mujerse acercó a recoger la Cortina, mira lo que sucedió, hijo mío; se encontró alGato sentado, muy regaladamente, dentro de la Caverna.

—¡Oh, Enemiga mía y Esposa de mi Enemigo y Madre de mi Enemigo! —dijo el Gato—. Soy yo, pues has pronunciado una palabra en mi elogio, yahora puedo sentarme para siempre en la Caverna. Pero sigo siendo el Gatoque va solo y todos los lugares le dan lo mismo.

La Mujer se enojó mucho. Apretó los labios, tomó su rueca y empezó ahilar.

Pero el Nene lloraba porque se había marchado el Gato, y la Mujer noacertaba a consolarlo, pues el pequeñín se debatía y pataleaba, y se le poníamorado el rostro.

—¡Oh, Enemiga mía y Esposa de mi Enemigo y Madre de mi Enemigo! —dijo el Gato—. Toma un hilo de los que estás hilando, átalo a la rueca ydéjalo en el suelo; te enseñaré un hechizo que hará soltar a tu Nene unascarcajadas tan fuertes como su llanto.

—Lo haré —asintió la Mujer—, porque ya nada se me ocurre paraconsolarlo: pero no te daré las gracias por ello.

Ató, pues, el hilo a la rueca chiquita de barro cocido y lo soltó por el suelo.El Gato corrió tras él, le pegó con las patas, dio varias volteretas, lo agitó

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hacia atrás sobre el lomo, lo persiguió entre sus patas traseras, hizo como quelo perdía y se arrojó sobre él otra vez. Al fin, el Niño se echó a reír tanfuertemente como había llorado y gateó en pos del Gato, jugueteó por toda laCaverna y se cansó y se acurrucó blandamente, quedándose dormido con elGato en brazos.

—Ahora —dijo el Gato—, le cantaré una canción que lo hará dormirdurante una hora. Y empezó a ronronear, alternando los sonidos fuertes conlos suaves, hasta que el Nene se quedó profundamente dormido. La Mujersonrió y, bajando la vista, los miró a ambos y dijo:

—Lo has hecho a las mil maravillas. No hay duda, ¡oh Gato!, de que ereslisto de verdad.

En aquel preciso instante, hijo mío, el humo de la lumbre que estaba en elfondo de la Caverna bajó del techo en densas nubes —¡puf!—, recordando loque había convenido la Mujer con el Gato; y, cuando se desvaneció, hijo mío,el Gato estaba sentado, muy regaladamente, junto al fuego.

—¡Oh, Enemiga mía y Esposa de mi Enemigo y Madre de mi Enemigo! —dijo el Gato—. Soy yo; has pronunciado una segunda palabra en elogio mío,y ahora puedo ya sentarme para siempre junto a la buena lumbre, en el fondode la Caverna. Pero sigo siendo el Gato que va solo y todos los lugares le danlo mismo.

Entonces la mujer se encolerizó mucho, muchísimo. Se soltó el cabello yechó más leña al hogar, y sacó la ancha espaldilla de carnero y soltó unhechizo que le impidiera pronunciar una tercera palabra en alabanza del Gato.No era una Canción Mágica, hijo mío, sino un Hechizo Callado; y, poco apoco, quedó tan silenciosa la Caverna, que un ratoncito de los más chiquititosse atrevió a salir de un rincón y a corretear por el suelo.

—¡Oh, Enemiga mía y Esposa de mi Enemigo y Madre de mi Enemigo! —dijo el Gato—. Ese ratoncito, ¿forma parte de tu Hechizo?

—¡Hiiii! ¡Hiiii! ¡Claro que no! —chilló la Mujer.

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Y soltó la espaldilla y subió de un salto a un escabel que estaba junto a lalumbre, y volvió a recogerse el pelo muy prestamente, temiendo que elratoncito se subiese por él.

—¡Ah! —dijo el Gato—. Entonces, el ratón no me hará daño si me locomo, ¿verdad?

—No —dijo la Mujer, que seguía trenzándose y recogiéndose el cabello—,cómetelo enseguida y te lo agradeceré. El Gato dio un brinco y sujetó al ratónchiquito, y la Mujer dijo:

—Mil gracias. Ni siquiera el Primer Amigo sabe agarrar tan prestamentelos ratones como tú. De veras que eres listo.

Y en aquel preciso instante, hijo mío, el Cacharro de la leche que estabajunto al fuego se partió por la mitad —¡zas!—, recordando lo que habíaconvenido la Mujer con el Gato; y cuando la mujer saltó del escabel, sucedióque el Gato lamía la leche tibia y blanca que había quedado en uno de lostrozos.

—¡Oh, Enemiga mía y Esposa de mi Enemigo y Madre de mi Enemigo! —dijo el Gato—. Soy yo; has pronunciado ya tres palabras en alabanza mía, yahora puedo beber siempre, tres veces al día, la leche tibia y blanca. Pero soytodavía el Gato que va solo y todos los lugares le dan lo mismo.

Entonces la Mujer se echó a reír y dio al Gato otro cuenco de tibia y blancaleche, diciendo:

—¡Oh Gato! Eres tan avisado como el Hombre; acuérdate de que nocerraste ningún trato con el Hombre ni el Perro, y no sé lo que harán cuandoregresen.

—¿Y a mí qué me importa? —dijo el Gato—. Mientras tenga sitio en laCaverna, junto al fuego, y leche tibia y blanca tres veces al día, nada meimporta lo que el Hombre y el Perro puedan hacer.

Aquella noche, cuando el Hombre y el Perro entraron en la Caverna, laMujer les refirió toda la historia de lo convenido con el Gato, mientras éste

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estaba junto a la lumbre y se sonreía.—Sí —dijo el Hombre—; pero no olvides que no ha cerrado ningún trato

conmigo, ni con mis descendientes que se estimen.Tomó entonces sus dos botas de cuero y su pequeña hacha de piedra (y

suman tres), y luego un leño y una destral (y suman cinco), y los puso en fila,diciendo:

—Ahora vamos a cerrar nuestro trato. Si no cazas siempre los ratonescuando estés en la Caverna, te arrojaré estas cinco cosas en cuanto te vea, y lomismo harán todos mis descendientes que se estimen.

—¡Ah! —exclamó la Mujer—. Este Gato es muy avisado; pero no lo estanto como el Hombre, mi marido.

El Gato contó las cinco cosas —que parecían muy duras y llenas deprotuberancias— y dijo:

—Atraparé siempre ratones en la Caverna, pero sigo siendo todavía elGato que va solo y todos los lugares le dan lo mismo.

—No te darán lo mismo cuando yo esté cerca —repuso el Hombre—. Sino hubieses dicho esto último, habría apartado estas cosas para siempre; peroahora te arrojaré mis botas y mi pequeña hacha de piedra (y suman tres)siempre que dé contigo. Y lo mismo harán todos mis descendientes que seestimen.

Entonces dijo el Perro:—Espera un poco. Tampoco conmigo has cerrado ningún trato, ni con mis

descendientes que se estimen —y le mostró los dientes, diciendo—: Si no teportas bien con el Nene cuando yo esté en la Caverna, te perseguiré siemprehasta alcanzarte y morderte. Y lo mismo harán todos mis descendientes quese estimen.

—¡Ah! —dijo la Mujer al oírlo—. Este Gato es muy avisado; pero aún loes más el Perro.

El Gato contó los colmillos del Perro (que parecían, en verdad, muy

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afilados) y dijo:—Cuando esté en la Caverna me portaré siempre bien con el Niño,

mientras no me tire demasiado de la cola. Pero soy todavía el Gato que vasolo y todos los lugares le dan lo mismo.

—No te darán lo mismo si yo estoy cerca —repuso el Perro—. Si nohubieses dicho esto último, yo habría cerrado la boca para siempre; perodesde ahora, cuando te encuentre, te perseguiré hasta que te subas a un árbol.Y lo mismo harán mis descendientes que se estimen.

Entonces el Hombre arrojó contra el Gato sus dos botas y su pequeñahacha de pedernal (y suman tres cosas), y el Gato salió corriendo de laCaverna, y el Perro lo persiguió hasta obligarlo a encaramarse a un árbol. Ydesde aquel día, de cada cinco hombres hay siempre tres que, cuandoencuentran al Gato, le arrojan algo, y todos los perros dignos de este nombrelo persiguen hasta que se refugia en la copa de un árbol.

Pero, por su parte, también el Gato cumple lo convenido. Mata a losratones y se muestra cariñoso con los nenes mientras no le tiren demasiado dela cola. Mas, cumplidos sus deberes, cuando sale la Luna y llega la noche,vuelve de cuando en cuando a ser el gato que va solo y todos los lugares ledan lo mismo. Entonces se marcha a los Húmedos Bosques, o se sube a losHúmedos Árboles, o camina por los Tejados Húmedos y solitarios meneandosu cola salvaje, sin más compañía que su salvaje presencia.

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El tótem de Amarillo Emma-Lindsay Squier

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Quizá ya me hayan oído alguna vez hablar de Amarillo. Era un gato de esecolor que llegó hasta nosotros procedente del bosque, cuando mi hermano yyo todavía vivíamos en la pequeña cabaña de troncos, en las costas de PugetSound. En aquellos días fue para nosotros un amigo muy especial. Su llegadaa casa fue de lo más espectacular, y su partida fue igualmente sensacional. Lagran escena final de su historia, según me contaron quienes lo cuidarondurante sus últimos años, es tan curiosa y tiene tantos tintes melodramáticosque temo que algunos puedan ponerla en duda. Como explicación de por quécreo que es cierta, sólo puedo ofrecer el dato de que Amarillo siempre fue ungato de lo más atípico. Y la prueba de ello es que está inmortalizado en elpueblo de Old Man House, tallado y pintado en un tótem. La tribu de losskokomish sólo honra así a los seres verdaderamente grandes.

Creo que Amarillo nació en el bosque. Y creo además que sus antepasadospróximos fueron completamente salvajes. Sus orejas eran copetudas como lasde un lince, sus ojos rasgados y de color ámbar, y en sus momentos de reposoparecía un mandarín chino placenteramente sumido en sus pensamientos.

Había crecido en una región en la que imperaba la ley del más fuerte.Había librado muchas batallas y las había ganado, así que había crecido hastaalcanzar un tamaño increíble para un gato corriente, otro dato que daba seriosindicios de que su linaje no tenía nada que ver ni con la domesticidad ni conla tranquilidad de un hogar.

No obstante, se relacionaba con el hombre de forma instintiva. Cuandollegó hasta nosotros por primera vez, con su bonito pelo revuelto y cubiertode sangre, estaba gravemente herido y arrastraba una pata rota y magullada.

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Maullaba lastimosamente y avanzaba hacia nosotros, aunque tenía miedo deque lo tocáramos y retrocedía saltando y resoplando con odio. Pero el instintoque lo había traído desde el bosque hasta la cabaña, donde sabía queencontraría auxilio para su herida, hizo que por fin nos aceptara. Nos dejóexaminar la pata herida y nos permitió lavarla y untarla con una pomada.Después, totalmente incapaz de cazar y de cuidar de sí mismo, nos dejó quele brindásemos la hospitalidad de nuestro hogar. Llegó a querernos, nosaceptó y, ya recuperado, se quedó con nosotros y se hizo nuestro amigo.

Mi hermano y yo teníamos tanto cariño a aquel gato de color amarillo queno veíamos ninguno de sus defectos; cuando los mayores llamaban nuestraatención al respecto, los disculpábamos y fingíamos que no teníanimportancia. Nos acompañaba durante todo el día y, algunas veces, cuandoyo dormía fuera de la casa, en un saco de dormir, solía oír durante la noche susuave “prrt”, que significaba que estaba a punto de saltar junto a mí; acontinuación sentía el impacto de su cuerpo blando y pesado. Pero losmayores no compartían nuestra aprobación incondicional tanto de Amarillocomo de su modo de actuar. Él, que nunca había tenido conocimiento algunode la civilización, no sabía, y tampoco podía aprender, que había que respetara los pollos, no atraparlos y devorarlos cada vez que estaba hambriento.Tampoco se le podía permitir que molestase a las palomas, que trepase hastasus nidos y matase a los polluelos. Así que, cuando hubo fracasado nuestracapacidad de persuasión y tras muchos intentos de imponer disciplina, sellegó a la conclusión de que Amarillo debía marcharse. Esto hizo que mihermano y yo nos pusiéramos muy tristes.

No resultó difícil encontrarle un nuevo hogar. Todo el que lo veía quedabaencantado, así que podíamos elegir entre muchos lugares posibles. Perocreímos que lo mejor era dejarlo al amable cuidado de un pescador amigonuestro, un enorme hombre moreno de ojos dulces y sonrientes, un hombrecuyos antepasados tenían sangre india y española, y cuya mujer y familia

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pertenecían a la tribu de los skokomish. Vivían en el remoto pueblo de OldMan House, al que los indios llamaban Suquamish.

Sabíamos que iban a ser cariñosos con Amarillo. No tenían pollos nipalomas a los que éste pudiera matar ilícitamente, y en el bosque había ratasy mucha caza menor con la que podría satisfacer sus instintos cazadores.

Así que, el día fijado para su marcha, llevamos a nuestro amigo Amarillo ala barca de pesca que estaba anclada en nuestro embarcadero y, con todo eldolor de nuestro corazón, colocamos un plato lleno de leche sobre la cubierta.Esperábamos que se entretendría comiendo y que no se daría cuenta de que seestaba yendo de nuestro lado hasta que ya fuera demasiado tarde. El pescadorindio se alejó del muelle muy despacio y no encendió el motor hasta que labarca, empujada por la corriente, se hubo separado unos treinta metros o más.Pero cuando el zumbido de la bobina sobresaltó a Amarillo, y el batir de lahélice hizo girar el agua en remolinos blancos y verdes, se dio cuenta de quese lo estaban llevando en contra de su voluntad y sin previo aviso.

Saltó sobre la regala de la barca y, por un momento, se quedó de pie,mirándonos con sus rasgados ojos de color ámbar llenos de inquietud. Elpescador indio le habló con dulzura y se acercó a él extendiendo una manoamigablemente. Pero era demasiado tarde, ya que Amarillo, sin dudarlo uninstante, había saltado. Vimos el destello de su cuerpo amarillo al saltar y elchapoteo al hundirse ante nuestra vista. Gritamos, convencidos de que se ibaa ahogar. Pero no era su intención un final tan poco glorioso. Al cabo de unmomento estaba nadando hacia nosotros, con facilidad, con fuerza; sus orejascopetudas se aplastaban sobre la cabeza y su cuerpo formaba una ágil líneaamarilla en el azul del agua. Cuando llegó al embarcadero saltó, se sentó conperfecta compostura y empezó a asearse con gran formalidad y elegancia.Parecía no pensar en absoluto en el baño que acababa de tomar. Aquel día,debido a nuestras súplicas, permitieron que se quedara con nosotros.

Pero sabíamos que aquello no era más que un aplazamiento de la sentencia.

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Al día siguiente volvimos a despedirnos de nuestro amigo. Esta vez metimosa Amarillo en un saco y, cuando la lancha empezó su ruidosa marcha hacia labahía azul, vimos las frenéticas contorsiones de la arpillera y oímosdébilmente los maullidos de protesta por encima de la vibración del motor.Nos quedamos mirando con tristeza desde el embarcadero hasta que la barcade pesca no fue más que una pequeña mancha oscura a través del verdor quesobresalía del cabo. Entonces la perdimos de vista y supimos que Amarillo sehabía marchado de nuestro lado para siempre.

En los años siguientes tuvimos noticias de nuestro amigo Amarillo muy decuando en cuando. Una vez el pescador indio rodeó especialmente el cabocon su ruidosa barca y llegó hasta nuestra diminuta cabaña para traernosnoticias. Y en otra ocasión el viejo pescador que vivía con nosotros sepresentó en el pueblo de Suquamish para saber de primera mano cómo seencontraba Amarillo. Estaba bien y era feliz; había impuesto su reinado entrelos gatos del pueblo, que eran más pequeños, de modo que ninguno de ellosse atrevía a poner en cuestión su autoridad. Pero no me enteré de todos losdetalles de su tempestuosa vida hasta que, habiendo superado ya la infancia yllevando muchos años alejada de aquella región de aguas grisáceas y pinoscantarines, regresé al bosque y a las aguas de Puget Sound. En Suquamishpude ver a nuestro querido y viejo pescador; las huellas del tiempo no habíanmarcado sus mejillas rosadas ni el claro centelleo de sus ojos; vi también alpescador indio y a su mujer, los que habían dado asilo a Amarillo; por ellos ypor su joven hijo ciego supe la historia de su trágica y triunfante vida.

El muchacho, aunque ciego, era tallador de tótems. En su gran oscuridad,sin un rastro de luz, había encontrado consuelo recordando los extraños y casiolvidados cuentos de los indios de Sound. Había decidido recuperarlostallándolos ingeniosamente sobre troncos de pino, y los pintaba con muchocuidado, bajo la atenta mirada de quienes podían ver. Actualmente, en laplaza del pueblo hay un tótem tallado por el muchacho ciego. En él está

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representada la historia de cómo Teet’ Motl, con su novia Hoo Han Hoo,cabalgó a lomos de un delfín en dirección a un lejano país en el que el GranEspíritu les había prometido hallar descanso y prosperidad. Su marcha fueinterrumpida por un banco de peces negros, esos tigres de mar a los que losindios llaman “asesinos”. Pero el valiente delfín, después de dar ánimos a lapareja que cabalgaba sobre su lomo, se sumergió en las profundidades delmar y se llenó la boca de guijarros. Entonces, como se desencadenó una grantormenta, Teet’ Motl y Hoo Han Hoo se deslizaron hasta el interior de la bocadel delfín para ponerse a salvo. Dentro encontraron los brillantes guijarrosque el pez gigante había recogido. Cuando por fin la tormenta amainó, eldelfín los había llevado sanos y salvos a un bonito país de verdes árboles ybayas llenas de frutas. Los indios que habitaban ese país no utilizabanmonedas, sino guijarros brillantes. Como Teet’ Motl y Hoo Han Hoo teníanmuchos, fueron ricos y prósperos para siempre. El muchacho ciego decía queincluso en aquellos días, si los asesinos llegasen del sur, volvería adesencadenarse una tormenta. Por eso decidió tallar en el tótem a Teet’ Motly a su novia a salvo en la barriga del delfín.

Cuando Amarillo llegó a su nueva casa, el muchacho ciego estaba tallandoeste tótem. De forma bastante curiosa, Amarillo ofreció su amor y su eternafidelidad precisamente al muchacho que vivía en la oscuridad, aunquetambién sentía mucho aprecio por el pescador indio y por su mujer, quepertenecía a la tribu de los skokomish. Cazó los ratones que desde muchotiempo atrás se habían divertido en la cabaña, e incluso una vez, en plenanoche, dio la alarma de un fuego que había prendido a partir de una chispafortuita, y lo hizo maullando y frotando su frío hocico contra la cara delpescador indio. Compensó la hospitalidad que le habían brindado con unaamistad incondicional y verdadera. Pero sólo amó al muchacho ciego. Creo, yme gustaría que ustedes lo creyeran también, que fue así porque sabía que elmuchacho vivía en la oscuridad y que de algún modo su amigo era un ser

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indefenso.Pero como quería tanto al pequeño ciego, Amarillo tenía celos de todo

aquello a lo que éste dedicaba su atención. Durante las largas noches, cuandoel muchacho ciego tallaba el tótem, Amarillo solía sentarse junto a él en lamesa, mirándolo con sus rasgados ojos de color ámbar, mientras los dedosjóvenes y sensibles se deslizaban por el gran tronco de pino, tanteando conuna navaja afilada los contornos del delfín, de los peces asesinos y de lastoscas figuras de Teet’ Motl y su novia. Cuando Amarillo consideraba que suamigo estaba dedicando demasiada atención a la tarea de tallar, estiraba unapata peluda y amarilla y daba una palmadita en la mano del muchacho ciego.Si no recibía respuesta bostezaba de un modo asombroso, se levantaba, seestiraba y frotaba su amplio lomo contra la cara del muchacho ciego,caminando intencionadamente sobre el tronco para que no pudiera seguirtallando. Entonces, si su amigo insistía en continuar con su tarea, Amarillosolía lanzar un maullido agudo, con un tono algo enfadado que terminaba enun gruñido. Entonces agitaba violentamente la cola, saltaba de la mesahaciendo un gran ruido y se metía debajo del hornillo haciendo mohínes,negándose a salir por más que lo llamaran o le dedicaran cariñosas palabras.

Pero Amarillo no fue el único inquilino de cuatro patas que vivió en la casadel pescador indio. En su pequeña cabaña se brindaba hospitalidad acualquier criatura que necesitase refugio o ayuda, y rara era la ocasión en queno estuviesen cuidando a algún habitante del bosque que hubiera sufrido unpercance. En cierta ocasión encontraron un nido de faisán; junto al nidoestaba el cuerpo sin vida de la madre, acribillada a balazos, y los polluelosmarrones recién salidos del cascarón. Se llevaron a los pequeños a la cabañay los alimentaron con tanto cuidado que todos ellos lograron sobrevivir;habrían llegado a ser faisanes adultos de no haber sido por Amarillo.

Al principio no resultó difícil mantener apartados a los diminutos polluelosde faisán. Muy pronto aprendieron a salir corriendo hacia la puerta de su

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jaula de alambre cuando oían que unos pasos se aproximaban; eran tanamigables como si sus padres nunca hubiesen vivido en estado salvaje.Amarillo los miraba con ojos hoscos de color ámbar, agitando un poco lacola, y los músculos de sus hombros daban un ligero respingo en cuanto veíaque las crías de faisán corrían de un lado para otro protegidas por la jaula dealambre. Pero nunca se atrevió a molestarlas. Tampoco intentó saltar sobreellas cuando se habían hecho tan grandes que creyeron que la jaula erademasiado pequeña para que pudieran estar cómodas dentro, así que lespermitieron vagar en libertad; quizá tenía en mente el castigo que se le habíaimpuesto en nuestra cabaña por haberse atrevido a matar a los pollos.

Pero un día el muchachito ciego se dirigió a la jaula de alambre y llamó alos faisanes, quienes acudieron corriendo a picotear las migas que elmuchacho sostenía en la palma de su mano; ese día, Amarillo declaró laguerra a los invasores de color marrón. La verdad es que ni el pescador indioni su mujer lo descubrieron nunca tratando de forma violenta a los faisanes,pero éstos fueron desapareciendo uno a uno, dejando un puñado de plumascomo único testimonio de su paso por la casa. Una vez Amarillo entró en lacabaña con una pequeña pluma todavía colgando de sus bigotes; habíaolvidado eliminar las pruebas. Era la última pluma del último faisán. Ledieron un sonoro azote; él gruñó, bufó y salió corriendo hacia el bosque; noapareció por allí en dos días, durante los cuales el muchacho ciego lo echómucho de menos. Cuando volvió lo hizo con pasos hoscos, precavidos, y susojos de color ámbar eran tan esquivos como si pusiese en duda que fueran arecibirlo bien. Pero la familia le perdonó el asunto de los faisanes, se alegrómucho de su regreso y el muchacho ciego lloró, apretando muy fuerte al gatoamarillo contra sus mejillas. Entonces Amarillo ronroneó profundamente,como un órgano, hundió sus patas en los hombros de su amigo y aquellanoche durmió en la cama del muchacho ciego sin que le hubieran reñido.Durante una semana no perdió de vista al niño; lo seguía como si fuese un

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perro y cada noche se sentaba junto a él mientras tallaba el tótem.Poco después del incidente de los faisanes, otro amigo del bosque recibió

el cuidado del pescador indio y de su mujer. Un día, estando en el bosque,cerca del pueblo de Suquamish, el pescador indio vio a una pequeña hembramapache que había caído en una de esas trampas para mapaches que suelenponerse en la región de Puget Sound. Alguien había agujereado un pequeñotronco y, dentro del agujero, a bastante profundidad, había metido un panal.Después había rodeado el agujero de clavos, de tal manera que un mapache,al intentar sacar el panal, no pudiera hacerlo sin arrancarse totalmente la piel.El pescador indio encontró a la hembra mapache con una pata metida en elagujero; sus ojos brillantes parpadeaban asustados rodeados por una manchanegra que atravesaba de extremo a extremo su cara, como si se tratara delantifaz de un bandolero. La verdad es que había sido tonta empeñándose enno soltar el panal, ya que, si se hubiera detenido a pensarlo y se hubieradecidido a comprimir su pequeña garra negra, podría haberla sacado de lahilera de clavos sin hacerse daño. Pero quería el panal, se negaba a soltarlo,de modo que seguía prisionera, tal y como sin duda había previsto quienhabía colocado la trampa.

El pescador indio no podía soportar ver cautiva a la pequeña hembramapache. Pronto iba a tener bebés. Con mucho cuidado sacó los clavos.Mientras tanto ella permanecía muy rígida, atenta a todo lo que él estabahaciendo, aunque negándose testarudamente a soltar la golosina de dentro delagujero. El pescador deslizó su sombrero sobre la mapache; entonces,asustada de repente, retiró la pata, que estaba pegajosa a causa del panal. Elpescador indio la llevó a la cabaña, aunque el animal no dejaba de protestarretorciéndose y agitándose.

Pronto, la mapache se dio cuenta de que disponía de un cómodo corral enel que vivir y de que toda la familia le prestaba mucha atención. Llegada lafecha en que nacieron sus pequeños sentía ya que el nuevo entorno era su

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hogar y aceptaba de buen grado todas las atenciones que la familia ledispensaba.

La llamaron Betty, y sus hijos nacieron en una caja detrás del hornillo de lacocina. Poco después la instalaron en una cómoda jaula en la leñera. Pero undía escapó de ella y entró en la casa. Sus tres hijos la seguían en fila, con lascolas enroscadas por encima de la espalda, como si hubiesen aprendido acolocarla de forma correcta; todas sus diminutas caras mostraban un antifaz através del cual unos ojos brillantes parpadeaban con amistosa curiosidad porel nuevo mundo en el que se encontraban.

Amarillo observó esta extraña procesión con un asombro no desprovisto depreocupación. Cuando el pescador indio había llegado a la cabaña con Betty,él estaba cazando en el bosque; después, el hombre se había preocupado deque no tuviese acceso ni a la jaula ni a la caja que colocaron detrás delhornillo de la cocina. La verdad es que Amarillo nunca había visto una críade mapache, con su antifaz negro en la cara y su cola arremolinadaprimorosamente por encima de la cabeza. Saltó a una silla y resopló confuerza mientras la pequeña procesión atravesaba el suelo de la cocina endirección a un cuenco de leche situado detrás del hornillo. Betty no se diocuenta de su presencia, así que siguió su camino, con sus tres hijossiguiéndola en fila, uno inmediatamente detrás del otro.

Amarillo se inclinó en el borde de la silla y gruñó terroríficamente. Bettylevantó hacia él su antifaz de bandolero y, al verlo, sus ojos centellearon.Mostró una hilera de dientes blancos y amenazadores. Amarillo continuógruñendo desde lo más profundo de su garganta, pero no se movió, exceptopara afirmarse de puntillas, mirar y decidir qué hacer. Si Betty y suspequeños hubiesen estado fuera de la casa se habría lanzado sobre ellos sindemora. Pero su presencia en la cocina le inquietaba, le obligaba a plantearsequé hacer con ellos. Lo habían castigado muchas veces por meterse con losamigos de la casa. Se relamió y continuó gruñendo.

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Entonces, de repente, sin poder contener su impaciencia, saltó. El pescadorindio corrió a proteger a la hembra mapache, cuya vida pensó que estaba enpeligro. Pero Betty era muy capaz de defenderse tanto a sí misma como a sufamilia. Aunque parecía no haber prestado atención al gato amarillo, estabaya lista para recibir su ataque. Lanzó un grito agudo y se precipitó tanrápidamente hacia un lado que ni la rapidez de Amarillo habría podidoigualarla. Antes de que el gato de color amarillo hubiera podido darse cuentade lo que estaba pasando, la mapache había caído sobre él; sus pequeñaspatas negras se aferraron al cuello del gato y sus afilados dientes leatravesaron la gruesa piel y la carne que había debajo. Amarillo gruñó ygimió de dolor. Dio varias vueltas, intentando en vano clavar las garras en elasustado y esbelto cuerpo de la hembra mapache. Las crías mapache huyeronhacia el hornillo, debajo del cual se sentaron y miraron fijamente con ojosbrillantes e inquisidores el torbellino rodante y confuso de pelo amarillo ymarrón. En esta desigual batalla fue Amarillo quien por fin gritó “basta”. Suautoridad había sido incuestionable durante tanto tiempo que su rendiciónfue, si cabe, más completa. Se precipitó hacia la puerta abierta, maullandoaterrorizado. Betty seguía montada en él como un jockey, con las garrasclavadas con fuerza en su pelambrera y los ojos cruelmente burlones a travésde su negro antifaz de bandolero.

Por fin, Amarillo consiguió librarse de su inoportuno jinete rodando sobreel suelo con desesperada energía. Cuando se hubo soltado subió a un árbol,bufando a cada paso; fue a encontrar refugio en una rama, a mucha altura delsuelo, donde gruñó y bufó, se lamió las heridas y dedicó gran cantidad depensamientos duros y amargos tanto a los mapaches como al mundo engeneral.

Por su parte, Betty se tomó su victoria con modesta sencillez. Enroscó sucola por encima de la cabeza y regresó tranquilamente a la cocina, dondeestaban sus pequeños. Después de beber un refrescante trago de la leche del

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cuenco se dispuso a dar de comer a sus hijos, mientras se arreglaba el pelodesordenado, expulsándose los trozos de ramitas y los mechones de peloamarillo que se le habían quedado pegados durante la batalla.

Amarillo regresó al bosque, tal como era su costumbre siempre que sesentía insultado, y permaneció allí durante tanto tiempo que la familia temióhaberle perdido la pista definitivamente. Pero por fin volvió, muy resentido ymalhumorado, hasta que se dio cuenta de que realmente era bienvenido, enespecial por parte del muchacho ciego, que lo había echado mucho de menos.Así pues ronroneó y rodó por el suelo como un minino, y por la nochedurmió en la cama del muchachito. No volvió a molestar a la familiamapache, que para entonces vivía en la casa. Betty y sus hijos entraban en lacocina y en la sala cuando querían, incluso comían de la mano del muchachociego, y Amarillo no hacía nada por evitarlo. Algunas veces solía gruñirquedamente, pero cuando Betty lo miraba con severidad desde detrás de suantifaz, optaba por parpadear, mirar hacia otro lado y fingir que no habíadicho esta boca es mía.

Los mapaches eran muy limpios. En el porche tenían siempre a sudisposición una gran palangana llena de agua, y en ella solían lavar la comidaantes de llevársela a la boca. Se bañaban con frecuencia; se sentabanalrededor de la palangana como pequeños muñecos de peluche, sumergíansus negras patas en el agua y se lavaban la cara y el cuello con muchadelicadeza y corrección. Sabían dónde el pescador indio varaba la pequeñabarca en la que cargaba el pescado para ir a venderlo. Al final de su jornadadiaria, éste tenía la costumbre de dejar algunos peces pequeños en la barcapor el simple placer de ver a Betty conduciendo a sus hijos a través delbosque hasta la costa rocosa, los cuatro en fila india, con sus colas enroscadaspor encima de sus cabezas, y todos ellos canturreando la curiosa y monótonacancioncita que cantan los mapaches cuando están en camino y disfrutan dela vida.

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Cuando llegó el otoño, las crías de mapache, para entonces bastantecrecidas, marcharon al bosque, y más tarde también Betty se fue; estuvoausente durante todo el invierno. Esperaban que regresara en primavera, perono lo hizo, así que nunca supieron qué había sido de la pequeña e intrépidahembra.

Como pueden imaginar, Amarillo no sintió ningún dolor por su ausencia.Su reinado volvía a ser incuestionable, y era feliz disfrutando de la amistaddel pescador indio y de su mujer, y del cariño que le ofrecía el muchachociego. Se habían vuelto más inseparables que nunca. En esas fechas era muyraro que Amarillo saliese al bosque a cazar. Al contrario, prefería quedarsecon su querido muchacho, seguirlo cuando andaba por el patio con pasosvacilantes e inseguros, propios de quien no puede ver, y dormir en su camapor la noche.

A su debido tiempo Amarillo encontró a una gata que le gustó, así que lallevó a vivir a la cabaña. La gata dio a luz a un solo minino, de color casi tanamarillo como el de su progenitor. Y me alegra poder decir que, en su papelde padre, Amarillo imitaba más a sus antepasados salvajes que a sussemejantes domésticos. Se preocupaba del minino con mucha más ternuraque la madre gata, ya que, después de todo, ésta demostró ser una mujerzueladescuidada a la que no le preocupaban en absoluto los sentimientos deAmarillo. Poco después de destetar a su hija se largó al bosque, así que elminino, a quien el pescador indio había puesto el horrible nombre de“Whiskey Susan”, creció bajo la completa supervisión de su padre.

Whiskey Susan era el único ser, además del propio Amarillo, a quien lafamilia podía acariciar sin que a éste le importase. No tenía celos del cariñoque sentían por ella, y el muchacho ciego podía incluso colocarla en suregazo mientras tallaba el tótem; Amarillo solía sentarse en la mesa junto a él,ronroneaba desde lo más profundo de su garganta y cerraba los ojosformando una fina hendidura de satisfacción.

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Pero un día, muchos meses después, tuvo lugar otro percance, esta vezdefinitivo, en la vida de Amarillo. El pescador indio encontró un pequeñopato real que se había quedado atrapado entre las redes; como se había rotouna pata, estaba enredado, desvalido, golpeando el agua con sus alas. Elpescador indio lo liberó con mucho cuidado y lo llevó a la cabaña, donde sumujer se hizo cargo del inválido, le entablilló la pata herida y atendió todassus necesidades. La primera noche, Amarillo, al entrar en la cabaña,descubrió al recién llegado. El muchacho ciego, que no podía ver queAmarillo se acercaba, estaba inclinado sobre el pato herido y lo acariciabasuavemente. Al verlo, Amarillo lanzó un silbido agudo y saltó. Su brinco tansólo lanzó al atónito pato al suelo, pero la mujer del pescador no estabadispuesta a tolerar que su inválido recibiera semejante trato. Dio un fuertemanotazo a Amarillo; éste la miró fijamente con furiosos ojos de colorámbar, después inclinó las orejas hacia atrás, salió corriendo de la casa, consu pelo formando gruesas y apretadas arrugas, y se dirigió directamente albosque.

Una semana después todavía no había vuelto; tampoco lo había hecho a lasdos semanas. El muchacho ciego estaba cada día más preocupado y se sentíamás solo. Empezó a vagar por el patio llamando a Amarillo. Cuando sumadre estaba ocupada, de modo que no podía impedírselo, solía tantear elcamino, cruzar la puerta y avanzar por la senda que lleva a la espesura delbosque andando muy despacio, con las manos extendidas hacia delante,llamando a Amarillo con la esperanza de que el gato lo oyera y regresara a sulado.

Pero no era seguro adentrarse solo o desarmado en la espesura del bosque.Acechaban muchos peligros en sus oscuras profundidades, y se habíancontado muchas historias sobre ataques de pumas y linces que descendían delas altas montañas empujados por el hambre o los incendios forestales. Noobstante, el muchacho ciego siempre regresaba sano y salvo, ya que sólo se

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aventuraba por un corto trecho del camino y volvía antes de que pudierandarse cuenta de su ausencia.

Pero un día, confiando en que ya conocía el sendero, se marchó sin que sedieran cuenta. Avanzó más que en otras ocasiones y, a medida que creía queno podían oírlo desde la cabaña, llamaba a Amarillo en voz cada vez másalta. El camino se volvió más escabroso y sus pies no estaban acostumbradosa él, pero aun así continuó; por fin, se dio cuenta de que el ambiente era frío,lo cual significaba que se había hecho de noche. El bosque permanecíasilencioso; lo único que rasgaba ese silencio era el claro sonido de las hojascayendo al suelo o la llamada distante de una garza que volaba hacia un nidosituado en lo alto de un gran pino. Un poco asustado, el muchacho ciego sedispuso a regresar a casa, pero sus pies habían perdido la confianza en símismos. Giró por una senda accidentada y sinuosa que lo alejaba del caminocorrecto. A medida que la noche se hacía más fría, sus pies tropezaban conlas raíces que se extendían por el suelo y las ramas bajas le golpeaban en lacara. Se dio cuenta de que se había perdido y de que estaba desamparado.

Entonces dejó de llamar a Amarillo; alzó la voz en un grito agudo yoscilante, como el que suelen hacer los indios. Este sonido atraviesa grandesespacios sin dificultad, así que los indios lo utilizan como señal de peligro.

En la cabaña, ya casi se había puesto el sol cuando descubrieron laausencia del muchacho; tanto el pescador indio como su mujer habían estadozurciendo redes en la playa. Cuando llegó la noche y volvieron a casa semiraron uno a otro con ojos asustados, y un gran temor se apoderó de suscorazones. Sabían que el oscuro bosque era una amenaza.

El pescador indio llamó al resto de la tribu de los skokomish y, con laastucia propia de los indios, encontraron las claras y vacilantes huellas delniño marcadas en la blanda tierra y las siguieron por el bosque hasta que laoscuridad les impidió seguir distinguiéndolas.

Se habían detenido a escuchar cuando, de repente, desde muy lejos, llegó

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hasta sus oídos un grito agudo y oscilante. Respondieron con todas susfuerzas y salieron corriendo en esa dirección, con las tenues luces de suslinternas proyectando oscuras y grotescas sombras en el camino que teníanante sí.

Pero de pronto oyeron otro grito y, por un momento, se quedaron sinrespiración, estremecidos de frío y de horror. Se trataba del grito salvaje ydepredador del lince, el grito que lanza al saltar sobre su presa.

Dispararon sus rifles furiosamente y corrieron hacia el lugar del que habíanprocedido los dos gritos, el grito que pedía ayuda y el grito de muerte. Lesresultó fácil encontrar el camino, ya que el bosque había recuperado la vidacon los sonidos salvajes de una pelea, gritos extraños que hacían que lospájaros se agitaran nerviosamente y que los hombres apretasen los dientestemiendo lo que pudieran encontrar.

Cuando doblaron el accidentado y sinuoso camino oyeron por encima delos gruñidos y chillidos la voz de un muchacho que sollozaba de miedo. Elresplandor de las linternas iluminó una salvaje maraña de ojos brillantes,dientes blancos que castañeteaban y cuerpos que rodaban y se retorcían por elsuelo. El muchacho ciego se acurrucó entre los helechos, junto al camino, yse arrastró extendiendo los brazos hacia unos rescatadores a los que no podíaver. Su padre lo levantó con un gran sollozo. Una ráfaga de disparos cayócruelmente sobre el torbellino de cuerpos retorcidos. De repente, se produjoun profundo silencio. Los cuerpos cayeron pesadamente, se agitaron duranteun momento y quedaron tendidos, inmóviles.

Entonces el muchacho gritó muy fuerte:—¡No disparen! ¡No disparen! ¡Van a herir a Amarillo!Los hombres miraron al suelo. Por primera vez, el pescador indio se alegró

de que su hijo no pudiera ver, ya que, ante ellos, en el camino, estaba tendidoel felino cadáver de un lince, con sus crueles garras clavadas en el cuerpo deun gato: el valiente cuerpo de Amarillo. Su piel estaba desgarrada casi en

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jirones, y yacía en medio de un charco de sangre. Pero el lince también habíasufrido lo suyo, ya que los dientes de Amarillo estaban hundidos en sugarganta y ni siquiera la muerte había logrado que la soltase.

Regresaron a la cabaña llevando el pobre y desgarrado cuerpo de Amarillocon mucha ternura; el muchacho ciego sollozó sobre el hombro de su padre.Más tarde le contó que, en aquella fría oscuridad, había oído crujir las hojas ydespués el familiar “prrt” que le hizo saber que Amarillo lo había oído por finy que se dirigía hacia él. Pero en cuanto se hubo arrodillado y extendido losbrazos para dar la bienvenida a Amarillo con todo su corazón, notó que lasramas situadas por encima de su cabeza se agitaban y oyó el salvaje grito deun lince. A continuación, el lince había saltado y lo había golpeado en la cara.Pero antes de que aquella criatura sedienta de sangre hubiera podido saltarsobre él de nuevo, había aparecido Amarillo, luchando salvajemente, y ellince, sorprendido por el repentino ataque, se había visto obligado adefenderse, olvidándose por un momento de la presa humana a la que habíaestado acechando.

Y así sucedió que, muchos años después, cuando fui al pueblo de Old ManHouse, al que los indios llaman Suquamish, encontré al viejo pescador, alpescador indio y a su mujer, que pertenecía a la tribu de los skokomish.Encontré también al muchacho ciego, que era ya casi un adulto, y en la plazadel pueblo pude ver el tótem que contaba la historia de cómo Teet’ Motl yHoo Han Hoo encontraron la tierra prometida.

Allí, en el patio de la cabaña, hay una pequeña tumba. No han colocadosobre ella una lápida, como habría hecho un hombre blanco en memoria deun amigo. Hay un monumento más noble, más digno de gratitud y amor: untótem tallado y pintado. Al pie del tótem puede verse la cara fiera y rugientede un lince, en la que se han tallado unos colmillos blancos y crueles. Sobreesta cara rugiente descansa la impasible figura de un pato real con una patatiesa y entablillada. Más arriba hay dos ojos cerrados, ojos que no pueden ver

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la luz. Y en el extremo superior, en el lugar de honor, puede verse el retratotallado de Amarillo, con su cara bondadosa y casi sonriente, sus orejascopetudas erectas y alerta.

Si pudiera saberlo, estoy segura de que se sentiría orgulloso, pues la tribude los skokomish sólo honra así a los seres verdaderamente grandes.

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El paraíso de los gatos Émile Zola

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Una tía me legó un gato de Angora que es ciertamente el animal más estúpidoque haya conocido. He aquí lo que mi gato me explicó, una tarde de invierno,frente a las brasas calientes.

1

A la sazón yo contaba dos años, y era con toda seguridad el gato más gordo ymás ingenuo que haya existido. A esta tierna edad ostentaba aún la vanidadde un animal que desprecia el calor del hogar. ¡Pero cuán agradecido debía deestar a la Providencia por haberme depositado en casa de su tía! La pobremujer me adoraba. Tenía en el fondo de un armario un verdadero dormitorio,colchón de pluma y colcha triple. La comida valía tanto como la cama; nipan, ni sopa, sólo carne, buena carne fresca.

Pues bien, entre todas estas comodidades, sólo tenía un deseo, un sueño,deslizarme por la ventana entreabierta y escaparme por los tejados. Lascaricias me parecían pueriles, la suavidad de mi cama me producía náuseas, yestaba tan gordo que sentía asco de mí mismo. Y me aburría durante todo eldía a causa de mi felicidad.

Debo confesarle que, estirando el cuello, había visto desde la ventana eltejado de enfrente. Aquel día, cuatro gatos se peleaban allí, con el peloerizado, la cola en alto, rodando sobre la pizarra azul, al sol del mediodía, conexclamaciones de alegría. Nunca había contemplado un espectáculo tanextraordinario. Desde entonces, mi convencimiento fue total. La verdadera

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felicidad se encontraba sobre aquel tejado, tras la ventana que cerraban tancuidadosamente. Me lo confirmaba el hecho de que así es como cierran laspuertas de los armarios tras las que esconden la carne.

Demoraba el proyecto de huir. En la vida tenía que existir algo más que lacarne fresca. Aquello consistía, sin duda, en lo desconocido, el ideal. Un díase olvidaron de cerrar la ventana de la cocina. Salté sobre un pequeño tejadoque había debajo.

2

¡Qué hermosos eran los tejados! Los bordeaban anchos canalones queexhalaban deliciosos aromas. Recorrí voluptuosamente estos canalones,donde mis patas se hundían en un barro ligero, de tibieza y suavidad infinitas.Me parecía andar sobre terciopelo. Y hacía mucho calor al sol, un calor quefundía mi grasa. No le ocultaré que todo mi cuerpo temblaba. Mi alegríaestaba también teñida de miedo. Recuerdo sobre todo una terrible emociónque estuvo a punto de hacerme caer de cabeza sobre el asfalto. Tres gatos,que procedían de la techumbre de una casa, se dirigieron hacia mí, maullandoespantosamente. Y como yo desfallecía, me trataron de gordinflón, medijeron que maullaban para reírse. Empecé a maullar con ellos. Era agradable.Los tipos no tenían mi estúpida grasa. Se burlaban de mí cuando yo resbalabacomo una bola sobre las placas de zinc, recalentadas por el sol de mediodía.Un viejo gato callejero de la banda me adoptó especialmente como amigo. Seofreció a dirigir mi educación, cosa que acepté con agradecimiento.

¡Ah, qué lejos quedaban los menudos de su tía! Bebí de los canalones unlíquido mucho más dulce de lo que nunca me había parecido la leche de sutía. Todo me pareció bueno y hermoso. Pasó una gata, una encantadora gatacuya visión me llenó de una emoción desconocida. Sólo mis sueños me

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habían hablado hasta entonces de esas exquisitas criaturas cuya espina dorsalmuestra una flexibilidad adorable. Nos precipitamos al encuentro de la reciénllegada. Me adelanté a los demás, iba a cortejar a la encantadora gata cuandouno de mis camaradas me mordió cruelmente en el cuello. Lancé un grito dedolor.

—Bah —me dijo mi amigo viejo, apartándome—, ya verá usted muchasotras.

3

Al cabo de una hora de paseo, sentí un apetito feroz.—¿Qué se come en los tejados? —pregunté a mi amigo, el viejo

vagabundo.—Lo que se encuentra —me contestó doctamente.Esta respuesta me azoró, ya que por mucho que buscaba no encontraba

nada. Finalmente divisé en una buhardilla a una joven obrera que preparabasu comida. Sobre la mesa, bajo la ventana, reposaba una hermosa costilla, deun rojo apetitoso.

—Esto es lo que me conviene —pensé con toda ingenuidad.Y salté sobre la mesa, tomando la costilla. Pero la obrera, al verme, me

asestó un terrible escobazo en la espina dorsal. Solté la carne, y escapélanzando una blasfemia espantosa.

—¿Eres de pueblo o qué? —me dijo el gato—. La carne que está sobre lasmesas está hecha para ser deseada de lejos. Hay que buscar en los canalones.

Nunca pude entender que la carne de las cocinas no perteneciese a losgatos. Mi barriga empezaba a hacerme serios reproches. Mi amigo acabó dedesesperarme al decir que teníamos que esperar hasta la noche. Entoncesbajaríamos a la calle y buscaríamos en los cubos de basura. ¡Esperar hasta la

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noche! Lo decía tranquilamente, con aire de filósofo curtido. Por mi parte, mesentía desfallecer sólo con pensar en un ayuno tan prolongado.

4

La noche llegó lentamente, una noche de niebla que me heló. Pronto empezóa llover, una lluvia fina, penetrante, azotada por bruscas ráfagas de viento.Descendimos por el ventanal de una escalera. ¡Qué fea me pareció la calle!Había desaparecido aquel calor tan agradable; el ancho sol, los tejadosblancos de luz donde te podías repantingar deliciosamente. La grasa delasfalto hacía que mis patas resbalasen. Recordé con amargura mi colcha tripley mi colchón de pluma.

Apenas habíamos llegado a la calle cuando mi amigo, el viejo vagabundo,se puso a temblar. Se redujo tanto como pudo, y corrió con audacia a lo largode las casas, diciéndome que lo siguiera con rapidez. Cuando encontró unapuerta cochera, se refugió a toda prisa, dejando escapar un suspiro de alivio.Al interrogarlo acerca de aquella fuga:

—¿Ha visto aquel hombre que llevaba un canasto y un gancho? —mepreguntó.

—Sí.—Pues bien, si nos hubiera visto nos habría matado y comido asados.—¡Asados! —exclamé—. ¿Pero entonces la calle no es nuestra? ¡En vez

de comer, nos comen!

5

Entre tanto habían sacado la basura delante de las puertas. Hurgué los

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montones con desesperación. Encontré dos o tres huesos escuálidos, quehabían sido arrojados a las cenizas. Entonces comprendí cuán suculentos eranlos menudos de su tía. Mi amigo, el viejo gato, rascaba artísticamente labasura. Me hizo correr hasta la mañana, explorando cada adoquín, sinapresurarse en absoluto. Durante casi diez horas estuve sometido a la lluvia,todos mis miembros tiritaban. ¡Maldita calle, maldita libertad, cómo añorabami cárcel! Al llegar el día, el viejo gato, al ver que yo vacilaba:

—¿Ya tiene usted bastante? —me preguntó con aire extraño.—¿Quiere volver a casa?—Ciertamente, pero ¿cómo encontrarla?—Venga. Esta mañana, al verlo salir, me di cuenta de que un gato gordo

como usted no estaba hecho para las ásperas alegrías de la libertad. Conozcosu domicilio, voy a acompañarlo hasta la puerta.

Aquel digno gato decía esto con sencillez. Cuando hubimos llegado:—Adiós —me dijo, sin exteriorizar la menor emoción.—No —grité yo—, no nos separaremos así. Vendrá usted conmigo.

Compartiremos la cama y la carne. Mi dueña es una buena mujer…Él no me dejó acabar.—Cállese —dijo bruscamente—, usted es tonto. Me moriría en su cálido

hogar. Su vida holgada es buena para los gatos bastardos. Los gatos libresnunca comprarían su colchón de pluma y sus menudos al precio de unacárcel… Adiós.

Y volvió a subir a los tejados. Vi su gran silueta delgada estremecerse deplacer con las caricias del sol naciente.

Cuando volví, su tía tomó el sacudidor y me administró un castigo querecibí con profunda alegría. Saboreé intensamente la voluptuosidad de tenercalor y de ser castigado. Mientras ella me pegaba, yo imaginaba con delicia lacarne que me iba a dar después.

—Ya lo ve usted —concluyó mi gato, estirándose frente al hogar— la

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verdadera felicidad, el paraíso, mi querido dueño, consiste en ser encerrado ycastigado en una habitación donde haya carne. Me refiero a los gatos.

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Una gata callejera Ernest Thompson Seton

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Primera vida

Aquella gatita del arrabal no tenía ni seis semanas, pero estaba sola entre lavieja chatarra. Su madre había salido la noche anterior a buscar comida porlos basureros y no había regresado, así que al segundo atardecer la gatita sesentía verdaderamente hambrienta. Un profundo instinto la arrastró fuera dela caja de galletas en busca de algo que comer. Tanteando el camino ensilencio, entre las basuras, olfateó todo aquello que parecía no moverse, perono encontró comida. Finalmente llegó hasta las escaleras de madera de latienda de animales de Jap Malee, un almacén en un sótano al final de unacallejuela. La puerta estaba entreabierta, así que entró. Desde un rincón, unhombre negro, sentado con los brazos cruzados sobre una caja, la observócon curiosidad. Ella merodeó entre los conejos, pero estos no le prestaronatención. Se acercó hasta una jaula de anchos barrotes donde estaba un zorro.Éste se agazapó, y los ojos le brillaban mucho. La gatita se movió alrededor,olfateó los barrotes, metió la cabeza, olfateó de nuevo y allí se metió,derechita hacia el plato de la comida, pero el zorro se le echó encima comouna flecha. Ella lanzó un “miau”, aterrorizada, y el hombre negro se abalanzóal mismo tiempo, escupiendo tan vigorosamente en la cabeza del zorro queéste soltó a la gata, volvió a su rincón y se sentó con ojos asustados yparpadeantes.

El hombre negro ayudó a salir a la gatita. Ésta se tambaleó, dando algunas

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vueltas sobre sí misma, pero pronto se reanimó, y unos minutos más tarde,cuando Jap Malee regresó, ronroneaba ya en el regazo del hombre negro,donde parecía estar muy cómoda.

Jap no era oriental; era cockney* por los cuatro costados, pero resaltabantanto sus ojos rasgados en aquella cara redonda y chata que habían olvidadosu nombre de pila y lo conocían por este otro tan descriptivo. No secomportaba mal con los pájaros, ni con los demás animales que decoraban latienda, pero no necesitaba a la gatita callejera.

El hombre negro le dio tanta comida como ella pudo comer, y después lallevó hasta una zona alejada y la dejó en un desguace. Allí vivió algún tiempoy, como pudo, fue encontrando comida suficiente para crecer, hasta que, unassemanas más tarde, uno de sus largos vagabundeos la llevó hasta susprimeros dominios y, feliz por estar de nuevo en casa, enseguida se instalóallí.

Por aquel entonces Kitty ya estaba enorme. Era una gata muy llamativa, delas que parecen tigresas. Tenía manchas negras sobre fondo gris y lasfavorecedoras manchas blancas del hocico, orejas y rabo le daban ciertadistinción. Ya era una experta buscando comida, aunque algunos días pasabahambre, y hasta el momento había fracasado en sus intentos de cazargorriones. Estaba muy sola, pero una nueva fuerza iba a entrar en su vida.

Estaba tomando el sol un buen día de septiembre cuando vio acercarse a unenorme gato negro caminando sobre un muro. Lo reconoció en seguida comoun viejo enemigo porque tenía la oreja partida. Se escabulló escondiéndoseen su caja. El gato caminaba con mucho tiento, con trote ligero se ibaacercando a un cobertizo que había al fondo de un patio, y estaba cruzando eltejado cuando apareció un gato rojizo. Sus colas se zarandeaban a uno y otrolado. Las poderosas gargantas gruñían y maullaban. Se aproximaban con lasorejas tiesas y dispuestas hacia atrás, con todos los músculos tensos.

—Auujjj, aujjj —gritaba el negro.

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—Miaujjj —fue la respuesta, algo más profunda.—Auujjjj, Aujjj —continuaba el negro, acercándose un poco más.—Miauujj —fue la respuesta del gato rojizo, totalmente erguido, que

avanzaba centímetro a centímetro con una dignidad impresionante—, miaujjj—y aún otro centímetro más, mientras sacudía la cola, con golpes secos de unlado a otro.

—¡¡¡Auujjj!!! —chillaba el negro cada vez más alto, aunque retrocedía unpoco al darse cuenta de lo bravísimo que era el animal que tenía delante.

Se abrieron algunas ventanas, se oyeron voces humanas, pero la escenaentre los gatos continuaba.

—Miaujjj —retumbaba el maullido del peligroso rojizo, con una voz cadavez más grave a medida que la del otro ascendía—, miauujjj —y dio otropaso.

Ahora los hocicos no estaban separados más de tres palmos; permanecíande lado, ambos preparados para el ataque, pero esperando que el otrocomenzara. Se miraron fijamente durante tres silenciosos minutos, quietoscomo estatuas, salvo por el zigzaguear de las colas.

El rojizo empezó una vez más —miaujjjj— con voz profunda.—Auujjjj —gritó el negro con la intención de inspirar terror con su alarido.

Pero retrocedió media pulgada. El rojizo se adelantaba con un paso largo; losbigotes se entremezclaban un poco más y los hocicos casi se tocaron.

—¡¡¡Miaujjjj!!! —fue el profundo gemido del rojo.—¡¡¡Aujjjjj!!! —gritó el negro, pero retrocedió medio centímetro, y

entonces el guerrero rojizo se le echó encima y empezó a luchar como undemonio.

¡Oh, cómo rodaban, se mordían y se arañaban, especialmente el rojizo! ¡Y

cómo combatían, se agarraban, se afanaban, pero especialmente el rojizo!Rodaban y rodaban, a veces uno arriba, a veces arriba el otro, pero

normalmente lo estaba el rojizo, y siguieron rodando hasta caer del tejado,

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entre vítores que surgían de todas las ventanas. No perdieron ni un segundotras caer al suelo; se arañaron y se hirieron durante el descenso, peroespecialmente lo hizo el rojizo; y cuando se golpearon contra el suelo,todavía luchando, el que estaba encima, majestuoso, era el rojo; y antes desepararse ya habían recibido lo bastante, ¡especialmente el negro! Así quetrepó por el muro, sangrando, y desapareció gruñendo mientras de ventana enventana empezaba a correr la noticia de que Billy el Rojo le había dado unapaliza al Negro Cayley.

O el gato rojizo era un rastreador muy astuto, o bien Kitty no se escondiólo suficiente, pues éste la descubrió entre las cajas, pero ella no hizo ademánde marcharse, probablemente porque había sido testigo de la pelea. No haynada como el triunfo en la batalla para ganar el corazón de una hembra, ydesde entonces el macho rojizo y Kitty se hicieron grandes amigos; nocompartieron sus vidas ni la comida, los gatos no hacen tales cosas, pero seconcedieron los privilegios de una amistad especial.

Cuando llegaron los cortos días de octubre, en aquella caja de galletas tuvolugar un gran acontecimiento. Si Billy el Rojo hubiera estado allí habría vistoa cinco pequeños gatitos acurrucados en el regazo de su madre, la pequeñaKitty del arrabal. Para ella fue algo maravilloso. Sentía toda la alegría quepuede sentir una madre, experimentaba una gran dulzura al mimarlos ylamerlos.

Había añadido algo alegre a una vida carente de alegrías, pero también lehabía añadido una pesada carga. Toda su fuerza la empleaba ahora enencontrar comida. Y un buen día, guiada por un olor muy tentador, susmerodeos la llevaron hasta el almacén de pájaros y el interior de una jaulaabierta. Todo estaba muy quieto, y allí había carne, así que avanzó paracomerla. La puerta de la jaula calló tras un chirrido, y ella quedó prisionera.Aquella noche el hombre negro mató a los gatitos, y estaba a punto de hacerlo mismo con la gata cuando sus exóticas manchas llamaron la atención de

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Jap, quien decidió quedársela.

Segunda vida

Jap Malee era un cockney muy gallito y de muy mala reputación que vendíacanarios baratos en un sótano de mala muerte. Era tremendamente pobre, y elhombre negro vivía con él porque el inglé estaba dispuesto a compartir camay comida. Jap era perfectamente honesto, según lo que él sabía, pero no sabíamucho, y no cabe duda de que la mayor parte de sus ingresos procedían delalmacenamiento y adecentamiento de perros y gatos robados. El zorro y lamedia docena de canarios no eran más que una tapadera. A Jap sólo leinteresaba la sección de “Pérdidas” de los periódicos; sin embargo recortó unartículo que le había llamado la atención sobre la cría y cuidado del pelo delos animales. Pegó el artículo en la pared de su cuartucho, e influenciado porél, decidió hacer un experimento con la gata callejera. Primero enjabonó supelo sucio con un producto capaz de matar a los dos o tres tipos de parásitosque alojaba y, cuando hubo acabado la faena, la lavó minuciosamente. Kittyestaba salvajemente indignada, pero un calorcito muy agradable la envolvía amedida que se iba secando en aquella jaula cercana a la estufa, y su pelo seponía esponjoso y asombrosamente suave y brillante. Jap y su ayudanteestaban encantados. Pero esto había sido algo preliminar. “No hay nada mejorpara hacer crecer el pelo como una alimentación abundante rica en grasa yuna continuada exposición al frío”, decía aquel recorte. El invierno estaba enpuertas, y Jap Malee puso la jaula fuera, protegiéndola de la lluvia y de losvientos fuertes, y alimentaba a la gata con tantos pasteles grasientos ycabezas de pescado como ella era capaz de comer. En una semana el cambioempezó a ser patente. Engordaba con rapidez. No tenía otra cosa que hacer

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más que engordar y adecentarse el pelo. Mantenían la jaula limpia y lanaturaleza respondía al frío y a la grasa de la comida haciendo que el pelo deKitty se volviera cada día más fuerte y lustroso, de tal modo que poco antesde Navidad era ya una gata inusualmente hermosa, de pelo mullido ydelicado, con manchas que, como mínimo, eran una rareza.

—¿Por qué no la llevamos a ese concurso que van a organizar?—Mira, Sammy, sería inútil presentarla como gata callejera —le explicó

Jap al ayudante—, pero podemos arreglarlo para que esos señoritos deldistinguido club de criadores se queden bien contentos. Nada como un buennombre, ya sabes. A ver, tendría que ser algo así como “Real” o algoparecido, nada les gustaría más a esos presumidos que “Real no sé qué más”.A ver, “Real Dick” o “Real Sam”. ¡Anda, imposible! ¡Si ésos son nombres demachos! Oye, Sammy ¿cómo se llamaba la isla donde naciste?

—Isla Analosta, señor, ahí es donde yo nací.—¡Caramba! Eso suena muy bien, ¿sabes? “Real Analosta”. ¡Tremendo!,

la única “Real Analosta” de pedigrí en el concurso. ¿No es estupendo? —y serieron los dos a un tiempo.

—Pero necesitamos un pedigrí, claro. —Así que prepararon un pedigrífalso y largo sobre su reconocido linaje.

Una tarde, Sam, con un sombrero de seda prestado, llevó a la gata con supedigrí a la entrada del recinto. Había sido barbero y sabía darse más pompaen cinco minutos de la que Jap Malee podría mostrar en toda su vida, y esto,sin duda, fue la razón de la respetuosa acogida que Real Analosta recibió enel concurso de gatos.

Jap sentía el respeto que siente un cockney ante las clases altas. Estabaorgulloso de participar en el concurso, pero cuando el día de la inauguraciónse acercó a la entrada, se sintió abrumado al ver aquella pompa de carruajes ysombreros de seda. El portero le dirigió una mirada algo seca, pero lo dejópasar al mostrar la entrada, sin duda tomándolo por el mozo de algún

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concursante. En el salón había alfombras de terciopelo extendidas ante laslargas hileras de jaulas. Jap miraba de reojo las filas, observando a todos losgatos, fijándose en los lazos azules y en los rojos, observándolo todo pero sinatreverse a preguntar por su gata, en el fondo temblando al imaginarse lo quediría aquel montón de ricachones elegantes si descubrieran que les estabatomando el pelo. Pero no vio ni rastro de la gata callejera.

En el medio del pasillo central estaban los gatos de raza. Se levantaba allíun gran trono. Habían cortado el paso, y dos policías intentaban evitar que lagente se amontonase. Jap se abría paso con dificultad, era demasiado bajitopara ver algo pero dedujo por los comentarios que la joya de la exposición seencontraba allí.

—¡Oh! ¿No es una belleza? —dijo una mujer muy alta.—¡Ah! ¡Qué distinción! —fue la respuesta—. Es inconfundible ese porte

tan refinado que sin duda ha pasado de generación en generación.—¡Desearía tanto poseer a esta exquisita criatura! Jap empujó hasta estar

lo suficientemente cerca para ver la jaula y leer una placa que anunciaba que“El Lazo Azul y Medalla de Oro de la Elegante Sociedad de Gatos de Raza yde la Exposición de Mascotas han sido concedidos a la gata de pedigrí, depura raza Real Analosta, traída a la exposición por J. Malee, terrateniente yconocido criador. No está en venta”. Jap se quedó sin aliento. Allí se leclavaron los ojos, ¡sí!, era cierto, allí, en lo alto, en una jaula dorada sobrecojines de terciopelo, con dos policías guardándola, con su brillante pelonegro y gris pardo, con sus ojos azulados ligeramente cerrados, allí estaba suKitty de los muelles, con aspecto de estar muriéndose de aburrimiento.

Jap Malee se demoraba paseándose alrededor de la jaula durante horas,saboreando una gloria que nunca antes había conocido. Pero sabía que seríamejor para él permanecer en el anonimato; su “mayordomo” debía encargarsede todo.

Fue Kitty, la gata callejera, quien hizo de la feria un éxito. Cada día su

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valor aumentaba ante los ojos de su amo. No sabía cuánto dinero se habíallegado a pagar por un gato, y pensó que debía estar alcanzando una cantidadrécord cuando su “mayordomo” autorizó al director para venderla por ciendólares.

Y así fue como Kitty, la gata de los barrios bajos, se encontró viviendo enuna mansión de la Quinta Avenida. Mostraba un extraño carácter salvaje, asícomo otras peculiaridades. Que rehuyera la compañía del perro faldero,saltando al centro de la mesa del comedor, era interpretado como una ideafija, aunque equivocada en este caso, por evitar cualquier contacto que nofuera digno de ella. En especial aplaudían la manera tan aristocrática quetenía de destapar las botellas de leche, mientras que sus frecuentes revolconesen el cesto de basura se consideraban como la manifestación de una pequeñay disculpable excentricidad frecuente entre personajes de alta cuna. Laalimentaban y mimaban, la exhibían, la alababan, pero no era feliz. No dejóde tirar del lazo azul hasta que logró sacárselo de encima. Se daba de brucescon las puertas de cristal al intentar saltar al camino que veía a su través. Sesentaba y observaba los tejados y los patios desde la ventana y deseaba poderestar allá.

La vigilaban atentamente, nunca la dejaban salir, de tal manera que losfelices revolcones en la basura sólo los podía disfrutar en casa y delante desus paladines de la alegría.

Pero una noche de marzo, mientras el servicio sacaba los cestos que sellevaría el basurero por la mañana, Real Analosta tuvo su oportunidad; saliósigilosa por la puerta y se perdió de vista.

Por supuesto se levantó un gran revuelo, pero la gata ni se enteró, ni leimportaba lo más mínimo. Sólo pensaba en volver a casa. Se había levantadoun viento frío del este y le llegaba con él un mensaje especialmenteagradable. Los hombres lo habrían reconocido como el desagradable aromade los muelles, pero para la gata era un mensaje de bienvenida a su territorio.

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Bajó trotando una calle muy larga en dirección este, colándose por las verjasde los jardines, quedándose a veces tan quieta como una estatua o cruzando lacalle en busca de la parte aún más oscura. Al fin llegó a los muelles, pero noconocía aquel lugar. Podía tomar dirección norte o sur; algo le hizo volversehacia el sur y así fue por el muelle, sorteando a perros, carros y gatos,siguiendo las curvas que iba haciendo la bahía y las líneas rectas de las vallasde madera. En una o dos horas llegó hasta lugares y olores conocidos y, antesde que saliera el sol, ya se arrastraba de nuevo, agotada y con los piesdoloridos, a través del mismo viejo agujero en la misma vieja valla, porencima del muro que daba a un callejón cercano al almacén de pájaros y, sí,fue a parar a la mismísima caja de galletas en donde había nacido.

Después de un largo descanso salió muy despacio de la caja de galletas,llegó hasta las escaleras del almacén, y se afanó en la búsqueda de comida,como en los viejos tiempos. Se abrió la puerta y allí estaba el hombre negro.Le gritó al dueño, que estaba dentro:

—¡Eh, jefe, venga aquí! ¿No es Real Analosta, que ha vuelto?Jap llegó en el preciso momento en que la gata saltaba el muro. Real

Analosta le había dado mucha suerte; gracias a ella había podido añadiralgunas comodidades al almacén y se había hecho con varios prisioneros paralas jaulas. Era pues de la máxima importancia recuperar a Su Majestad. Dejófuera algunas cabezas de pescado rancias y algunos otros cebos infalibles,hasta que la gatita se sintió impulsada a mordisquear una cabeza de pescadomuy grande dentro de una trampa. El hombre negro, al verla, tiró de la cuerdaque cerraba la caja y un minuto más tarde Analosta estaba de nuevo en unajaula en el almacén. Mientras tanto, Jap había consultado la sección de“Pérdidas”. Ahí estaba: “veinticinco dólares de recompensa, etc…”. Esanoche el “mayordomo” del Señor Malee fue a la mansión de la QuintaAvenida con la gata desaparecida. “Un saludo del Señor Malee, señor”. Eraobvio que el Señor Malee no aceptaría recompensa alguna pero,

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evidentemente, su “mayordomo” estaba dispuesto a recibir cualquiergratificación.

A partir de entonces guardaban a Kitty con mucho celo, pero ella, lejos dedespreciar su anterior vida de hambre y adversidad, lejos de estar contentapor estas atenciones, se volvía más salvaje e insatisfecha.

La primavera avanzaba con toda su fuerza, y la familia de la QuintaAvenida empezaba a pensar en la casa de campo. Prepararon el equipaje,cerraron la casa y emprendieron un viaje en tren hacia su residencia deverano, que estaba a unos cien kilómetros, y la gata, en un cesto, losacompañó.

Colocaron el cesto en un asiento del compartimento. Nuevos sonidos yolores llegaban y desaparecían. Sintió el claqueteo de muchas pisadas, elzarandear de la cesta, algunos chasquidos, algunos golpes, un largo y agudosilbido, y una campana como la de la entrada de una casa muy grande, unruido sordo, un zumbido, un olor desagradable; a continuación se sucedieronlas sacudidas, tumbos, saltos, paradas, chasquidos, olores, más saltos, mássacudidas, más olores, más sacudidas, sacudidas grandes, sacudidaspequeñas, gases, humo, gritos, campanas, temblores, voces, estrépito, y másolores nuevos, golpecitos, más golpecitos, tirones, mucho alboroto y másolores. Cuando, por fin, todo cesó, el sol centelleaba a través de la tapa delcesto. Metieron a la gata real en un carruaje en el que siguieron el viajetomando un desvío. Muy pronto el carruaje giró, las ruedas traqueteaban yrechinaban, y se añadía un horrible sonido, el ladrido de los perros, pequeñosy grandes, terriblemente cercanos. Tomaron la cesta. La gata del arrabal habíallegado a su nueva casa de campo.

Todo el mundo la incordiaba con atenciones. Todos querían agradar a lagata real, pero ninguno lo conseguía salvo, tal vez, la cocinera grandota ygorda que Kitty conoció merodeando por la cocina. El olor de aquella gruesamujer se parecía más al de los muelles que el de ninguna otra cosa que

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hubiera olfateado en meses, y así atraía a Real Analosta. La cocinera, alenterarse de que se temía una nueva fuga de la gata, se dijo: “Bueno, seguroque esto sí le gusta”. Así que con mucha destreza colocó a la intratablerealeza sobre su mandil y cometió el horrible sacrilegio de embadurnarle laspatas con la grasa de la olla. Por supuesto a Kitty le molestó, todas las cosasle molestaban en aquel lugar, pero cuando la dejó en el suelo empezó acomponerse las patas y encontró placentera aquella grasa. Se relamió lascuatro patas durante una hora y la cocinera, triunfalmente, anunció: “Seguroque ahora sí quiere quedarse”; y allí se quedó, pero mostrando unasorprendente y repugnante preferencia por la cocina, la cocinera y el cesto dela basura.

La familia, aunque algo turbada por estas excentricidades propias de laaristocracia, se sentía contenta de ver a Real Analosta más alegre y sociable.La protegían de todos los peligros. Se adiestró a los perros para que larespetaran, ni a los hombres ni a los niños se les pasaba por la imaginacióntirar piedras a la famosa gata con pedigrí, y tenía toda la comida que quería,pero aun así no era feliz. Anhelaba muchas cosas, aunque apenas sabíacuáles. Lo tenía todo, sí, pero necesitaba algo más. Tenía mucha comida ybebida, sí, pero la leche no sabe igual cuando puedes ir a beber toda la quequieres del plato; hay que robarla de una lata cuando te mueres de hambre, deotro modo le falta sabor, no es leche.

¡Cómo odiaba la gata todo aquello! Cierto, había un arbusto que olía muybien, el único en todo aquel horrible lugar, uno que a ella le gustaba morder ycontra el que se frotaba; era la única alegría de su vida campestre.

Un día, tras el infeliz verano, sucedieron una serie de cosas quedespertaron de nuevo los instintos callejeros de la prisionera real. Llegaron ala casa de campo un montón de bultos procedentes de los muelles. Elcontenido carecía de importancia, pero estaba enriquecido con los olores máspicantes de aquellos arrabales. Los ecos de la memoria con seguridad se

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albergaban en el hocico, y el pasado de la gata reapareció con una fuerzapeligrosa. Al día siguiente la cocinera tuvo que ausentarse por alguna razón.Por la tarde, cuando el más pequeño de la casa, un antipático americanito alque le faltaba una noción adecuada de la realeza, estaba atando una lata alrabo de sangre azul, sin duda con el afán de jugar propio de un niño, la gataprotestó con un zarpazo sacando las cinco grandes garras propias de talesocasiones. El alarido del americanito pisoteado alarmó a la madre americana;la gata esquivó milagrosamente el golpe diestro y femenino que intentó darlecon un libro y salió corriendo, como una flecha, escaleras arriba. Una rataperseguida corre hacia abajo, un perro perseguido corre en línea recta, ungato perseguido corre hacia arriba. Después se deslizó escaleras abajo, probótodas las puertas de rejilla, encontró una sin cerrar y escapó en la nocheoscura de agosto, profundamente oscura para los ojos humanos, perosimplemente grisácea para ella, y se deslizó por los desagradables matorralesy macizos de flores, mordisqueó por última vez el pequeño arbusto, el lugarmás atractivo del jardín, y con mucha valentía tomó el camino de regreso.

¿Cómo podía seguir un camino que nunca había visto? Todos los animalestienen un gran sentido de orientación. Es débil en los hombres y fuerte en loscaballos, pero el de los gatos es un grandísimo don, y este guía misterioso lallevó hacia el oeste, no de una manera clara y definida, pero con un impulsoque se iba haciendo más fuerte a medida que avanzaba. En una hora habíallegado al río Hudson. Su olfato le había señalado muchas veces el caminocorrecto. Iba de un olor a otro abriéndose paso.

Al lado del río estaban las vías del tren. Por el agua no podía ir; tenía queseguir al norte o al sur. Su sentido de orientación fue claro, le decía “vete alsur”; y así se fue trotando Kitty, por un camino situado entre las vías dehierro y la cerca.

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Tercera vida

Los gatos son rapidísimos subiendo árboles o saltando muros, pero en lo quese refiere a los terrenos llanos, al trote acompasado que se va desarrollandokilómetro a kilómetro, hora tras hora, no son los brincos de los gatos sino laszancadas de los perros las que ganan. Se sentía cansada y las patas le dolíanun poco. Estaba pensando en tomarse un descanso cuando un perro se acercócorriendo hacia la valla cercana e irrumpió con unos ladridos tan horribles asu oído que la gatita dio un brinco aterrorizada. Corrió todo lo que pudo porel camino. Parecía que los ladridos retumbasen cada vez más, con mayorestrépito, como un terrible rugido. Brilló una luz. Kitty se volvió para mirar,no era un perro sino algo enorme y negro con un ojo de fuego que seacercaba aullando y bufando tanto como un patio lleno de gatos machos.Utilizó toda su fuerza para correr, alcanzando una velocidad que nunca anteshabía alcanzado, pero sin atreverse a saltar la valla. Corría como un perro,volaba, pero todo era en vano: el monstruoso enemigo le dio alcance, perofalló en la oscuridad, y continuó corriendo hasta perderse de vista en lanoche, mientras Kitty resoplaba recobrando el aliento.

Éste fue tan sólo el primer encuentro con los extraños monstruos, extrañospara sus ojos, pues su hocico parecía conocerlos y le decía que ése era elrastro a seguir en el camino a casa. Pero la gatita se dio cuenta de que eranmuy tontos y nunca la encontraban si se escondía bajo la valla, agazapándoseen silencio y permaneciendo quieta. Antes de que el sol saliera ya se habíaencontrado a muchos y de todos ellos había escapado sin un solo rasguño.

Al amanecer llegó hasta unas pequeñas y agradables casuchas quebordeaban el camino y fue lo suficientemente afortunada como para encontraren un basurero algunos alimentos no muy frescos. Pasó el día merodeandopor un establo. Se parecía mucho a casa, pero no tenía la intención dequedarse allí. La guiaba un deseo más profundo que el hambre o el miedo, y

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así, a la noche siguiente tomó de nuevo el camino. Había visto pasar a losruidosos “Gigantes de un Ojo” durante todo el día y se estaba acostumbrandoa ellos. La noche transcurrió más o menos como la primera. Pasaba los díasescondiéndose en graneros, esquivando a los perros y a los niños pequeños, ylas noches cojeando a lo largo de la vía; las patas le dolían, pero allí seguíaella, kilómetro a kilómetro, en dirección al sur, siempre hacia el sur —perros,niños, gigantes, hambre, perros, niños, gigantes, hambre— pero día tras día,cada vez más cansada, allí seguía ella, y su olfato de vez en cuando laanimaba y le daba confianza diciéndole: “Este olor lo sentí la pasadaprimavera”.

Así pasó una semana, y luego otra, y la gatita, sucia, sin lazo, con los piesheridos y muy cansada, llegó al puente de Harlem. Aunque lo envolvíanolores deliciosos, no le acababa de gustar el aspecto de aquel puente. Se pasóla mitad de la noche recorriendo la orilla de arriba abajo sin encontrar otramanera de seguir al sur más que cruzando otros puentes. Al final tuvo quevolver a éste. No sólo los olores le resultaban conocidos; de vez en cuandoalgún “Gigante de un Ojo” pasaba por él, y entonces se percibía un retumbarmuy peculiar, una de las sensaciones propias de aquel viaje de primavera.Saltó a los raíles de madera y por ellos avanzó lentamente, por encima delagua. No había hecho ni un tercio del recorrido cuando un “Gigante de unojo” se acercó a ella resoplando desde el otro extremo del puente. Se asustómuchísimo, pero como sabía que eran cegatos saltó a la otra vía y se escondióagazapándose. Por supuesto el tontísimo monstruo volvió a fallar y pasó delargo, y todo habría ido muy bien si no hubiera vuelto, el mismo o uno muyparecido, acercándose por detrás con un repentino bufido. La gatita cambióotra vez de vía y se decidió a cruzar a la orilla donde estaba su casa. Y podríahaberla alcanzado si no fuera porque un tercer terrorífico ojo de fuego seacercaba a ella con un rugido justo por ese lado. Corrió con todas sus fuerzas,pero quedó atrapada entre los dos enemigos. No había otra solución que un

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lanzamiento desesperado desde los raíles hacia… —no sabía bien haciadónde. Abajo, abajo, más abajo, ¡plaf!, ¡chof!— hasta zambullirse en aguasprofundas, no muy frías, ya que era agosto, pero ¡oh!, ¡qué horror! Jadeó,tosió y avanzó hacia la orilla. Nunca había aprendido a nadar y, sin embargo,nadaba por una simple razón, la postura y movimientos de los gatos al nadarson exactamente iguales que los que tienen al caminar. Había caído en unlugar que no le gustaba; como es natural trató de salir y este deseo le hizoalcanzar la orilla a nado. ¿Qué orilla? No podía fallar: la sur, la orilla máscercana a casa. Salió arrastrándose, empapada, subió la embarrada orilla,atravesó montones y montones de carbón y ceniza, y se veía tan negra, tansucia y tan poco aristocrática como es posible.

Una vez que pasó el susto, la vagabunda Real gata con pedigrí empezó arecuperarse del chapuzón. El olfato, la memoria y el sentido de orientación lallevaron a seguir de nuevo las vías, pero aquello era un hervidero de gigantesruidosos y la prudencia la animó a apartarse y a seguir la orilla del río y susevocadores aromas de almizcle.

Se pasó más de dos días soportando las dificultades e infinitos peligros delas orillas del río y, al fin, a la tercera noche, pisó terreno conocido, un lugarpor el que había pasado la noche de su primera fuga. Desde allí la marcha fuesegura y rápida. Sabía exactamente adónde iba y cómo llegar. Ahora conocíamejor todas las tretas de los perros. Iba más rápido, estaba contenta. En pocotiempo estaría acurrucándose entre la chatarra. Una curva más y empezarían averse las casas.

Pero ¿qué pasaba? ¡Ya no estaban! Kitty no daba crédito a sus ojos. Allídonde antes se levantaban, o se inclinaban, o se torcían, o se desparramabanlas casas del barrio, se veía una salvaje e irregular extensión de piedras,maderas y socavones.

Kitty merodeó entre todo aquello. Sabía, por el aspecto y color del asfalto,que aquélla era su casa; que allí había vivido el hombre de los pájaros, y que

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allí estaba el vertedero de chatarra; pero habían desaparecido, no quedabanada, y se habían llevado con ellos los aromas familiares; la gatita se sintiómuy desgracia ante aquella desesperada situación. Era el cariño que sentíapor su casa lo que le daba fuerzas. Lo había dejado todo para volver a unhogar que ya no existía, y por una vez su pequeño y valiente ánimo se vinoabajo. Merodeó por los silenciosos montones de escombros y no encontró niconsuelo ni alimento. La destrucción era completa. No había sido unincendio. Lo sabía porque había visto uno. Tampoco se explicaba la gata quéhabía sido del enorme puente que se levantaba justo en aquel lugar.

Cuando salió el sol Kitty buscó una sombra. En la manzana siguiente aúnquedaban, relativamente intactas, unas casuchas, así que Real Analosta sedirigió a ellas. Reconoció algunos olores pero una vez allí se llevó ladesagradable sorpresa de encontrar el lugar plagado de gatos que, como ella,habían perdido sus casas, y cuando sacaban los cestos de basura habíasiempre varios gatos alrededor de cada uno. El hambre imperaba en toda lazona, así que la gata, después de pasar allí unos cuantos días, emprendió elcamino hacia su otra casa, la de la Quinta Avenida. Llegó hasta allí yencontró el lugar cerrado y desierto, así que a la noche siguiente regresó alsuperpoblado arrabal.

Septiembre y octubre pasaron tristemente. Muchos de los gatos murieronde hambre o por falta de fuerzas para escapar a sus enemigos naturales. PeroKitty, joven y fuerte, sobrevivía. Las manzanas en ruinas habían sufridograndes cambios. Aunque por la noche las veía silenciosas, durante el día sellenaban de obreros muy ruidosos. Un edificio alto estuvo acabado hacia elfinal de octubre y Kitty, llevada por el hambre, trepó furtivamente a un cestoque un hombre negro había dejado fuera. Desafortunadamente el cesto no erade basura sino algo bien distinto, un cesto de lavar. ¡Triste decepción! Sinembargo experimentó una cierta atracción, había un rastro, un tacto familiaren aquel mango. Mientras lo examinaba, el ascensorista negro volvió a salir.

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A pesar de la ropa azul, el aroma de esta persona vino a confirmar la buenaimpresión que el mango le había causado. Kitty se marchó cruzando la calle.Él se quedó mirándola.

—¡Pero si parece Real Analosta! ¡Eh! ¡Pssss! ¡Pssss! Ven aquí, psss.Seguro que tienes hambre.

¡Hambre! ¡No había comido de verdad en un mes! El hombre negro semetió en el portal y apareció de nuevo con parte de su propio almuerzo.

—¡Eh! Psss, psss, pss, pss. —Al final dejó la comida en la acera y regresóal portal. Kitty se acercó y comprobó que aquello olía muy bien; olfateó lacarne, la tomó y huyó como una tigresa para devorar su premio en paz.

Cuarta vida

Éste fue el comienzo de una nueva era. Ahora la gatita volvía al portal deledificio cada vez que el hambre la atenazaba, e iba creciendo su aprecio porel hombre negro. Nunca había entendido a aquel hombre. Ahora era suamigo, el único que tenía.

Un día la gata cazó una rata. Estaba cruzando la calle frente al nuevoedificio cuando su amigo abrió la puerta para que saliese un hombre bienvestido.

—¡Caramba!, mira a ese gato —dijo el hombre.—Sí, señor, es una hembra, señor, es el terror de las ratas, pero ya no

quedan muchas, por eso está tan delgada, señor.—Bien, pues no la dejes morir de hambre. ¿Puedes darle de comer?—El carnicero viene a menudo, señor, veinte centavos a la semana, señor

—dijo el negro, aunque mentía, porque sólo le pagaba cinco, pero se sentíacon derecho a recibir los otros quince por haber tenido “la idea”.

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—Está bien, yo los pagaré.Desde entonces el hombre negro la ha vendido varias veces, perfectamente

consciente de lo que hace, porque sabe muy bien que es sólo cuestión deesperar unos días a que Real Analosta regrese. Ha aprendido a soportar elruido del ascensor e incluso a subir y a bajar en él. El hombre negro afirmarotundamente que una vez estaba ella en el último piso cuando oyó venir alcarnicero y se las arregló para darle al botón que lo hacía bajar.

Vuelve a estar hermosa y elegante. No es la única entre los cuatrocientosque se arremolinan junto al carro del carnicero, pero éste la considera comouna clienta especial.

Sin embargo, a pesar de estas comodidades, de su posición social, de sumajestuoso nombre y su falso pedigrí, ella, en el fondo, sigue siendo unasucia gatita callejera, y el mayor placer de su vida es escabullirse entre lachatarra, al caer la noche.

* Se conoce por cockney al habitante de los barrios bajos de Londres, así como a suparticular acento. Este relato se desarrolla en Nueva York, pero Jap procede de Londres.

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La infancia de la señorita Churt F. R. Buckley

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La señorita Churt, que era británica como todo el mundo a bordo delMalvern, contemplaba el Atlántico Norte con ojos vidriosos desde el alféizarsituado tras el cristal exterior de la ventana de la cocina.

Estaba sumida en sombríos pensamientos sobre el filete de solomillo que lehabía dado el cocinero.

—Cómetelo, minina. ¡Está muy bueno! —había dicho el cocinero.Y la señorita Churt había seguido su consejo. Pero aunque el filete le había

sabido delicioso, ahora sufría ciertas náuseas; le había asaltado una extrañasensación, como si tuviera balas de cañón en el diafragma…

Decidió ir a tomar un rato el fresco y a hacer una visita a su amigo, el señorWharton.

Saltó desde donde estaba encaramada y, con el rabo estirado cuan largoera, echó a andar con paso bamboleante hacia la escalerilla del camarote deproa.

El Malvern también se balanceaba debido a una sensación semejante depesadez a media altura, causada no por balas de cañón, sino por un tipo demunición mucho más moderno. Nunca le había hecho el barco mucho caso asu timón y, ahora que habían vaciado su casco de arriba abajo para cargarlohasta los topes y reconvertirlo de manera que navegase fácilmente concualquier rumbo, no había manera de que se ajustara a la derrota.

En un camarote de la cubierta de botes, el primer oficial y el jefe demáquinas comentaban este fenómeno y otros relacionados con la comodidady el bienestar de la tripulación. El señor McIvor, que naturalmente era el jefede máquinas, había embarcado en Nueva York y estaba empapándose del

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pesimismo del señor Wharton.—Es una especie de subproducto de la gripe y del consejo de

administración —dijo el primer oficial, refiriéndose a su capitán—. Es…bueno, ya lo ha visto usted.

—He visto algo —apuntó el señor McIvor con cautela.—Seguro que era él. Es sobrino del presidente; ha pasado años y años en

tierra; estalla la guerra, el viejo Stokes se pesca la gripe, así son las cosas deldestino… y yo me veo aquí diciéndole “¡Sí, señor!” a ese ser. Si al menostuviera pestañas no me importaría tanto, pero…

El señor McIvor asintió con la cabeza y su rebosante pipa hizo clo-clo.—¿Se ha topado usted con dificultades hasta ahora?—¿Con submarinos, quiere decir? Qué va. ¡Hola, cielo! ¡Hola! ¿Has

venido a ver a papá?Tomado por sorpresa, el señor McIvor esbozó un ademán instintivo para

alisarse el cabello, pero quien había llegado era simplemente la señoritaChurt. El señor Wharton se dirigió hacia el umbral de la puerta entornada ysujeta con un gancho, recogió a la gata del suelo y, antes de volver a sentarseen su litera, extendió cuidadosamente sobre la alfombra un periódico de hacíaun mes. En la primera página se veía una fotografía de la boda de la señoritaTal y Cual con el capitán Sabe-Dios-Quién-Es de la guardia real;inclinándose sobre el periódico con la señorita Churt recostada sobre la palmade su mano, el primer oficial examinó con mirada cáustica las flores deazahar, las sonrisas, los dientes, las amígdalas y las espadas formando unarco.

—Ponte cómoda, cariño —dijo, colocando a la señorita Churt sobre lafotografía.

—¿Es usted un hombre casado? —quiso saber el señor McIvor.—No. Pero lo seré. Ahí la tiene.El jefe de máquinas desvió la vista hacia una foto colocada sobre el

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escritorio.—Bonita muchacha.—Usted lo ha dicho. Con el canónigo Hobson y toda la pesca. Y hablando

de pescas, no sé si habrá oportunidad de usar el cañón del 4,7 que nos haninstalado en la toldilla, ¿lo ha visto?

—Sí, por desgracia. Pero ¿qué es eso que me cuenta de un canónigo? —preguntó el señor McIvor, cuyo interés en las intimidades ajenas eradesmedido en comparación con lo que de sí mismo contaba—. ¿No se habráencaprichado con él su prometida, verdad?

—¿Con el viejo Hobson? No es ese tipo de chica —replicó el señorWharton; y su expresión casi hizo arrepentirse al señor McIvor de haberformulado la pregunta—. Lo que pasa es… ¿Cómo estás, cariñito? ¡Ven conpapá! ¡Qué niña tan buena!

—Parece muy encariñado con esa gatita.—Estoy loco por ella. Y ella no puede vivir sin su Harry, ¿verdad,

muñeca?La señorita Churt lamió la mano áspera y nudosa del marino. Sazonada con

alquitrán, sal, tabaco y el Mágico Linimento de Mallison para cortessuperficiales y contusiones, tenía un sabor parecido al del filete de solomillo.

—¿Pero qué pinta ese canónigo en todo esto?—Las chicas de nuestro barrio de Liverpool están locas por él. Verá…

todos pasamos por su escuela dominical; el coro infantil, lo llamaba él;después de la confirmación, los chicos no quisimos saber nada más delasunto, como es natural, pero, aunque no me crea, le diré que nunca heblasfemado como se supone que debería hacerlo.

—Ya lo noté cuando nos remolcaron por el río —comentó el señor McIvor—. Pensé que tal vez era usted uno de esos finolis.

Un repentino apretón en las costillas de la señorita Churt le hizo emitiralgo semejante a un maullido.

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—¿Te he hecho daño en la pancita? —inquirió el señor Wharton—.Vamos, tranquila, mi chica bonita; qué barriguita tan llena… Así que pensóusted eso, ¿eh?

—Hasta que lo conocí —se apresuró a puntualizar el señor McIvor—.Pero… ese cura, ¿no será un hombre joven?

—Canónigo —lo corrigió el señor Wharton—. No, y tampoco es guapo.Pero es la niña de los ojos de Annie y si no la casa él, no la casa nadie; asíque por el momento no la ha casado nadie… y ahora van y me ponen bajo elmando de ese zoquete barbilampiño…

—¿Qué más da quién lo case a uno? Casarse lleva menos tiempo quesacarse una muela.

—Conque sí, ¿eh? Ahí es donde va descaminado. Al viejo Hobson leencantan las ceremonias como Dios manda; y eso significa que Annie tendráque llevar velo y flores naranjas y yo chistera y frac.

—¡No en tiempos de guerra!—¡Porque usted lo diga!—Yo iría a ver al viejo ese —dijo el señor McIvor después de reflexionar

un rato— y lo mandaría a la mierda.—Si lo hubiera visto, no diría eso —dijo el señor Wharton sombríamente

—. No mide más de un metro ochenta, pero yo lo he visto sobrio y pidiendoun café. Tiene una cara de esas que están talladas en granito con un taladro.Se parece un poco a usted.

El jefe de máquinas meditó sobre esto con imparcialidad y dejó su vasosobre la mesa.

—Bueno, bueno —dijo levantándose—. Es la voluntad de Alá, supongo,que algunos nos casemos y seamos sensatos y que a otros les dé por hacerarrumacos a las gatas. Buenas noches, señor Wharton.

El señor McIvor se detuvo en el umbral y dio media vuelta para ver elefecto de la bomba que había lanzado, típico humor de Glasgow. La señorita

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Churt, despertada por algo semejante a un terremoto, le hizo un guiño yvolvió a dormirse.

—¿Tenemos marinos de guerra a bordo que sepan disparar su cañón? —preguntó McIvor para encubrir el aspecto más morboso de su curiosidad.

—Los tenemos —repuso el señor Wharton—, y si alguien le preguntaquién está al mando del equipo de artilleros, ése soy yo. Reserva naval…

—Y a su vez usted recibe órdenes del capitán Timbs. Bueno… que duermabien.

—¿Ha oído que han torpedeado un barco de madera? —preguntó Wharton.—No. ¿Qué ha pasado?—Nada especial, sólo que se comenta que quizá no haya terminado de

hundirse y sus restos estén a la deriva por esta zona. Timbs ha estadollamando por radio a todo el mundo, excepción hecha de Churchill y delpresidente Roosevelt, pero nadie ha visto el derrelicto. Además, es una nochemuy oscura. Bueno… que tenga felices sueños.

El señor McIvor se marchó con aire un tanto preocupado, pero el primeroficial parecía sentirse mejor.

Sacó suavemente a la señorita Churt del mundo de los sueños, la levantóen alto con las patas delanteras colgando en el aire, la obsequió con unasonrisa de oreja a oreja y la besó en el morro sin prestar la menor atención ala higiene.

—¡Mi chica preciosa! ¿Te gustaría que papá se casara con su otra chica alvolver a tierra? Entonces tendrías una casa muy bonita y todo un jardín paraescarbar.

La señorita Churt estaba extremadamente somnolienta; además, el filete desolomillo parecía seguir atascando sus vías de comunicación. Abrió la rosadaboca pero no emitió ningún sonido.

—Apuesto a que sí —dijo el señor Wharton—. Y eso me recuerda que…Acababa de levantarse para recoger el periódico con la noticia de la boda

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cuando por la proa, bajo la noche estrellada, se produjo un estrepitosochoquetazo.

El Malvern se paró en seco, como una anciana que hubiera recibido unfuerte golpe en la barriga.

Simultáneamente, las luces se apagaron.Habían chocado, claro está, con el derrelicto en cuestión, que iba flotando

con la quilla hacia arriba a merced de las olas o, como dicen los franceses contanta elegancia, a flor de agua.

Habiendo cumplido el destino que le habían marcado los astroscelestiales… Neptuno espoleado por Marte, quizá; ¿quién sabe?… y una vezque hubo abombado hacia dentro la desgastada proa del Malvern como sifueran los fuelles de una concertina, el barco de madera se balanceó, vomitóen las aguas unos cuantos centenares de millares de metros de planchas através de una grieta nueva y se hundió; mientras tanto, detrás del pique deproa del Malvern, el señor Wharton y un puñado de marinos medio desnudosse afanaban en evitar por todos los medios que su vieja bañera corriera lamisma suerte.

Se trataba de apuntalar un mamparo, y no es cuestión sencilla apuntalar unmamparo en un lugar oscuro como boca de lobo.

Transcurrió una hora antes de que el señor McIvor y su horda lograranvolver a poner en marcha la dínamo, arrancada de cuajo; después, elpanorama que revelaron las linternas de mano al alumbrar la bodega fue locontrario de alentador.

El agua entraba a chorros por los agujeros del mamparo de donde habíansalido despedidos varios remaches; y eso no era lo peor, todo el mamparoestaba visiblemente combado hacia dentro y era evidente que no quedabatiempo para tratar de apuntalarlo como es debido ni para hacer reparaciones

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de carpintería.Bajo una mata de pelo revuelto, los ojos del señor Wharton inspeccionaron

la bodega con desesperación. A babor y a estribor estaba llena hasta los topesde municiones de pequeño tamaño, que reforzaban admirablemente losextremos del mamparo delantero. Pero en medio había dos cajones quehabían puesto a prueba la fuerza de los estibadores; eran lo bastante grandescomo para contener sendos tanques ligeros y, debido a la evidenteinestabilidad del Malvern, los habían estibado bastante a popa del mamparo.

El espacio intermedio estaba lleno de cosas diversas, de cajas que nopesaban mucho más de cien kilos.

—¡Vamos a quitar de en medio todos esos trastos! —rugió el señorWharton—. ¡Adelante, muchachos!

Él mismo estaba a punto de cargar con una caja cuando el tercer oficial loagarró por el hombro.

—Wharton… escúchame…—No tengo tiempo de escucharte. Danos una mano y mueve algo de sitio.

Voy a empujar hacia delante esas locomotoras, o lo que sean.—¡Te digo que me escuches! Al capitán le ha entrado el susto y se ha

puesto a enviar tantos SOS que acabará por saturar el aire…—¡Al infierno el capitán!—Y ahora está preparándose para abandonar el barco. El señor Wharton

dejó en el suelo la caja que llevaba en las manos y salió corriendo para retirarotra que era la principal causante de un atasco. No se sabía cómo, su camisase había desintegrado y sus pantalones habían quedado reducidos a unapernera y a una pieza que le cubría la mitad de las posaderas; a pesar de ello,seguía sin blasfemar.

El canónigo Hobson, que en aquel momento dormía en el lejano Liverpool,con la escarpada nariz hundida en una mullida almohada que le había hechouna de sus feligresas, se habría sentido muy satisfecho de haberse enterado.

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—¿Qué vas a hacer? —inquirió el tercer oficial—. Ya ha recogido todoslos documentos del barco y dice que se debe a sus hombres y que, a menosque recibamos auxilio antes del amanecer, va a arriar los botes salvavidas.

—Si no te apartas de en medio de este barullo no saldremos a flote antes deque amanezca —replicó el señor Wharton—. ¡Eh!

—¡Pero tienes que detenerlo!—¿Y arriesgarme a que me quiten el cargo por amotinarme? Ni hablar;

obedezco órdenes… ¡Quiten de ahí esos cachivaches, pandilla delangostinos! ¡Vengan a popa, holgazanes inservibles! ¿Quieren que arrastreesto yo solo? Ven aquí, Fawdry… y tú, Wilson…

Ya habían conseguido despejar el espacio entre el mamparo y el primertanque, que, como es natural, en realidad no era un tanque aunque lopareciera. En todo caso, el problema era empujarlo hasta el mamparo; ydespués, de ser posible, colocar el otro detrás. Entretanto, el mamparocomentaba, en el lenguaje del acero retorcido, que no tenía intención dequedarse mucho rato más a la espera de que lo reforzaran.

—No podrás moverlos —opinó el tercer oficial con voz desfallecida—, ysi lo consigues, cargarás demasiado la proa y nos hundiremos.

—Como el Tornado en Coney Island —jadeó el señor Wharton sonriente—. “McGinty se fue a pique”. ¿Están listos, muchachos? Pónganse en fila yarrimen el hombro. ¡Si no lo movemos, tendremos que juntar agallas!Adelante… uno… dos…

El cajón no se movió.—El capitán dice… —dijo el tercer oficial con voz entrecortada.—Cántenos una saloma —gruñó uno de los hombres; y el señor Wharton

lo complació.Casi podría decirse que el primer oficial cantaba con el corazón en la boca.

No es que cantara exactamente y, además, los versos eran ramplones y malrimados, mas por la temática, la intención y, sí, también la pasión del amor

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rechazado, la saloma del señor Wharton tenía cierta afinidad con losromances de los trovadores.

—¡El ca-aa-pitán Tii-ii-mbs es un hijo de… empujen! —rugió con voztemblona.

Los marineros, que en Staten Island se habían quedado sin el permiso queles correspondía, se sumaron a la canción con gran entusiasmo:

—¡El ca-aa-pitán Tii-ii-mbs es un hijo de… empujen!El cajón se desplazó un poco.—¡El ca-aa-pitán Timbs… empujen!El cajón se movió quince centímetros.—¡…es un hijo de… empujen!Quince centímetros más.Arriba, en el puente, el protagonista de la saloma mantenía una

conversación con tres marinos de guerra a quienes no parecía caerles bien.Eran los encargados del 4,7 de popa y, por lo visto, estaban bajo los efectosdel espíritu de Nelson, de Collingwood o de algún otro personaje.

Ahora bien, los tres marinos se limitaron a opinar que no pensaban que…—¡Pensar no es asunto suyo! —los interrumpió el capitán Timbs.—Usted no es nuestro oficial, señor —protestó el marino de mayor rango.—¡Los tengo a mis órdenes! ¡Si digo que abandonemos el barco, lo

abandonaremos!Entonces le llegó el turno al marino de menor rango.—Sí, señor; si usted lo dice.El capitán Timbs tragó un bulto grande y visible que le atascaba la

garganta.—Ésas son mis órdenes —dijo—. Pronto amanecerá. Tenemos una vía de

agua enorme.—La mar está erizada, señor —apuntó el primero, impasible.—He contactado por radio con un carguero sueco… para entonces ya

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habrá llegado aquí y estará listo para recogernos. ¿Quiénes se han creído queson para poner en entredicho mis órdenes?

—No somos nadie, señor —repuso el segundo.—¡Apártense de mi vista ahora mismo!—Sí, señor —dijo el tercero; y de su vista se apartaron.Lo que comentaron entre ellos mientras bajaban del puente a nadie

interesa; groseras especulaciones sobre la compensación económica que elgobierno otorga a un armador que ha perdido su barco; soeces y vulgaresjuramentos. Se podría, no obstante, resumir la conversación diciendo que elprimero señaló que ya estaba amaneciendo; que el segundo dijo que todoparecía indicar que el barco estaba a punto de irse a pique; y que el tercerocomentó románticamente que se hundiría con la bandera izada y con salvasde cañón.

—Podríamos ir a dispararlo al menos una vez —propuso.—Podríamos bajar a darle una mano a Wharton —replicó el primero con

severidad; y eso fue lo que hicieron.

Algún tiempo después, la señorita Churt, quien a causa del filete de solomillohabía tenido un descanso agitado por sueños de ratas gigantescas que laperseguían por callejones interminables, se despertó sobresaltada y con malsabor de boca.

Bostezó y decidió que, una vez más, le sentaría bien un poco de aire fresco.Saltó desde el sofá y descubrió que el suelo no estaba exactamente en lamisma posición en que lo había dejado… se había inclinado y, antes de quepudiera cambiar de postura, sus patas delanteras cedieron y echó a rodarhacia un rincón.

Se incorporó, avanzó hasta el umbral de la puerta y salió en busca decompañía. Como ya había amanecido, saludó al día bostezando y estirándose,

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tal y como los gatos dan gracias a Dios por cada noche pasada bajo techo…pero tuvo la impresión de que algo no marchaba bien.

Para empezar, ¿dónde se había metido todo el mundo?¿Y por qué no estaba la cubierta vibrando de animación como era habitual,

salvo justo antes y después de separarse de un buque nodriza? Pero en esosmomentos las maquinitas de carga siempre estaban en funcionamiento,armando un estruendo que te obligaba a doblar hacia atrás las orejas; ahoratodo era silencio… y ¡qué curioso!, al pasar por detrás de la caseta de derrota,descubrió que la pared defensiva formada por los botes salvavidas habíadesaparecido y que el viento la azotaba con violencia sin que nada lodetuviera.

Sólo quedaban algunos cabos sueltos…La señorita Churt dio unos cuantos pasos más y tomó asiento,

componiendo una figura que parecía la clave de un pentagrama. Divisó a lolejos, entre la bruma, un barco parado; y por lo que a los botes salvavidas delMalvern se refería, estaban en el agua… navegando y alejándose de ella.

Y en uno de ellos, junto a los tres marinos de guerra y a otros caballerossanos y fuertes a quienes no les gustaba el capitán Timbs y así lo estabandiciendo, el señor Wharton recordó en ese preciso instante que habíaolvidado a la señorita Churt a bordo.

—¡Por los clavos de Noé! —exclamó; y el canónigo Hobson, todavíadormido, sonrió en sus distantes sueños—. ¡Vaya por Dios!

Los remos se levantaron.—¿Ha olvidado algo, señor? —preguntó el primero.—¿Que si he olvidado algo? —clamó el señor Wharton—. ¡He dejado a mi

gata a bordo!De la proa del bote se elevó una risotada mal reprimida.—Quien se ría de mí tendrá que vérselas conmigo —dijo el primer oficial;

y el silencio volvió a descender sobre el océano.

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—¿Quiere regresar, señor?—Creo… que sí —dijo el señor Wharton—. Si vamos a poner a salvo

nuestros sucios pellejos cuando no hay necesidad de hacerlo, ¿por qué tendríaque sufrir un animal indefenso? ¿A menos que estos caballeros se opongan?¡Viramos en redondo, todo a babor! ¡Vamos, pandilla de patos mareados!

—El bote del capitán ha dejado de remar, señor —le indicó el remero deproa.

—No importa —replicó el señor Wharton—, nos da igual desertar ahoraque dentro de diez minutos. Y el sueco puede esperar. Demonio de sobrinoseñorito… ¡Vamos, a fondo!

Desde la lejanía, un grito se deslizó hacia ellos sobre las aguas… que, porcierto, estaban asombrosamente calmadas en ese momento.

—Voy a trepar por los cabos y estaré de vuelta en un periquete —dijo elseñor Wharton, sin saber que al otro lado del Malvern, a una milla dedistancia, la torrera de un submarino hendía la superficie del mar, oculta trasla gran mole del barco.

El comandante del submarino, un tipo bastante simpático llamado Koenig,que habitualmente residía en la Glocknergasse, nº 8, Munich, había oído lasdesesperadas señales de socorro enviadas por el capitán Timbs y habíapensado que acaso aquello presagiaba la oportunidad de entrar en acción.Sabía que, por el momento, había escasez de destructores por los alrededores,pero los acontecimientos estaban superando sus expectativas. Después deobservar por el periscopio cómo la tripulación abandonaba el barco y decomprobar que el Malvern no era inmediatamente tragado por las aguas, elcomandante Koenig había hecho a sus hombres un comentario regocijadosobre la audacia y la valía de los marinos británicos.

Tanto la presencia del barco sueco como el precario balanceo del Malvernlo convencieron con plena seguridad de que no era un buque de guerracamuflado. Así pues, se proponía combinar el trabajo y el placer permitiendo

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que la tripulación que se había dado a la fuga presenciara cómo utilizaba suembarcación para hacer prácticas de tiro. Se le ocurrió emplear una espoletade percusión para volar, en primer lugar, la chimenea del barco.

Mientras el submarino emergía de las aguas, los artilleros salieron por laescotilla, corrieron hacia la proa y procedieron a preparar el cañón.

Al mismo tiempo, la anhelante señorita Churt se vio reconfortada al avistaral señor Wharton, más astroso que nunca. A la señorita Churt le gustaba eldesharrapamiento, porque le ofrecía más recovecos donde acomodarse.

Cuando su amo saltó a la cubierta, no se lo veía tan animado como decostumbre; parecía que algo le preocupaba; y no sonreía.

Pero la señorita Churt sabía cómo remediar aquella situación. Cuandoalguien se ponía triste, ella salía corriendo y el señor Wharton corría tras ella,la atrapaba y la llamaba pequeño demonio; luego se corregía, la llamababrujita y le plantaba un beso en la punta del morro.

Así pues, la señorita Churt echó a correr, resbalando ligeramente debido ala inclinación de la cubierta y con las orejas levantadas para oír el amadosonido de los pasos que saldrían en su persecución.

Y oyó el esperado sonido de pasos.Pero también oyó algo más.Algo terrible. Un ruido prolongado, cada vez más fuerte, que se había

originado a lo lejos con un estampido, le perforó los oídos… eraespeluznante; después un resplandor cegador se extendió por el mundo enteroy lo hizo saltar en pedazos, pegándole tal sacudida en el estómago que elfilete dejó de molestarle…

El señor Wharton, que había salido corriendo desde detrás de la cabina deltelegrafista, se detuvo un instante.

En las trancas de la cubierta se había formado un enorme agujerochamuscado que hubo de rodear con cuidado.

Mientras lo hacía, divisó el submarino del capitán Koenig, tal vez a tres

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cuartos de milla de distancia.Pero lo que estaba buscando era una bolita de pelo sucio, y la encontró,

muy desmadejada, justo delante de la escala que subía al puente de mando.Lo más curioso es que el capitán Koenig también adoraba a los gatos y teníatres en su casa de la Glocknergasse.

Pero la guerra es la guerra.El señor Wharton recogió con su manaza lo que quedaba de la señorita

Churt, la cubrió con la otra mano, como si fuera la tapa de un pequeño ataúd,y maldijo al capitán Koenig, a sus superiores y a sus subordinados; despuéslevantó los dos brazos en el aire y, todavía con el bultito fofo en la manoderecha, lanzó un grito tan fuerte que a punto estuvo de oírse en elsubmarino.

De hecho, en la rectoría de Santa María, el canónigo Hobson se despertósobresaltado; consultó el reloj que tenía junto a la cama y vio que eran lascinco y veinticinco; giró sobre sí mismo… pero, sin saber muy bien por qué,no sentía ganas de volver a dormirse.

—¡Maldito seas, maldito carnicero tramposo! —gritaba el señor Wharton;de pronto, se le quebró la voz—. Mi pequeña…

Una voz sonó justo a sus espaldas. A los marinos de guerra no les habíaparecido adecuado que su oficial subiera a bordo sin escolta, por lo que lohabían seguido trepando por los cabos y allí los tenía. La voz era del marinode mayor rango, como debe ser.

—¿Les lanzamos un buen zambombazo, señor? —inquirió.El señor Wharton había olvidado por completo el cañón del 4,7 de popa.

Pero ahora lo recordó y expresó su absoluta conformidad con un gruñido.Guardó el cuerpo de la señorita Churt en el bolsillo de su chaqueta;

después descendió por la escala seguido de los marinos.Tuvieron que descender por otra escala, cruzar el pozo de popa y trepar a

la toldilla; fue entonces cuando los avistó el capitán Koenig.

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Con un revoltijo de aus y un aluvión de terminaciones en -ch, ordenó a sushombres que corrigieran el ángulo de dirección y lanzaran un buenzambombazo a Wharton y compañía; de manera que, a grandes rasgos, lacuestión se resumía en quiénes se adelantarían a los otros para lanzar unzambombazo.

El submarino alemán, que ya estaba en plena forma, consiguió dispararantes; pero al haber cambiado de objetivo precipitadamente, habían apuntadodemasiado alto y el proyectil cayó a menos de media milla del barco sueco(memorándum del 27 de marzo de 1940, párrafo 2).

Entretanto, el primero había manipulado diversas cosas; y al fin expresó susatisfacción con un movimiento de cabeza. Innecesariamente, miró al señorWharton, despegó los labios y estaba a punto de preguntar si abría fuegocuando el oficial (que, desde luego, no era un profesional de la Armada) loapartó, empuñó él mismo la palanca de ruego y disparó.

Fue cuestión de suerte, de pura suerte, según todos los presentes; pero elhecho es que el proyectil no convencional, casi antirreglamentario, se dirigióen línea recta al tambor del cañón del submarino alemán, lo dobló, siguióvolando a toda velocidad y, sin rozar al capitán Koenig ni a sus hombres,chocó contra el borde de la torreta y allí estalló, con el desenfreno propio delos explosivos de alta potencia.

Nadie resultó herido, salvo el marino Albrecht Otto de Bremen (sordera yrasguños), pero después del impacto no se pudo cerrar la torreta. Lo quesignificaba que no era posible la inmersión…

Y en ese momento apareció en el horizonte, por el sur y aproximándose,una nube de humo que anunciaba la llegada de destructores. Los marinos selas mostraban con el dedo unos a otros.

Al mismo tiempo, junto a la otra batayola, el señor Wharton expresaba su

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enfurecida opinión sobre el capitán Timbs y todos los hombres que se hacíana la mar en botes salvavidas abandonando barcos en perfectas condiciones ycargados de municiones terriblemente necesarias.

Dar voz a estas quejas, además de saltar la pintura de las bancadas del botesalvavidas nº 1 (si hay que creer al tercer oficial), dejó al señor Whartonbastante exhausto. Y con el humor aplacado.

Se metió la mano en el bolsillo y extrajo de él la mortal envoltura de laseñorita Churt. Tenía los ojos azules cerrados, la peluda cabeza doblada sobreel cuello y se le habían quemado todos los bigotes.

—¿Quiere que regresemos, señor? —se oyó un grito desde los botes.—¡Se pueden ir al infierno! —bramó el señor Wharton; de manera que los

botes se pusieron en marcha hacia él.Pero una voz que se alza para llegar a oírse a un cuarto de milla de

distancia retumba terriblemente desde cerca.La señorita Churt se estremeció hasta la última de sus células.El estómago comenzó a fastidiarla de nuevo. Sentía en la nariz un olor

familiar, que se filtraba a través del hedor de los bigotes chamuscados…tabaco, brea y linimento de Mallison…

Abrió los ojos y dijo:—¡Miau!

Aunque eran tiempos de guerra, la iglesia parroquial de Santa María sedecoró debidamente para esta boda; pese a que, en vista de las circunstancias,el canónigo Hobson había consentido en relajar las normas de etiqueta en loreferente a la vestimenta del novio.

Ahora bien, la señorita Woollard iba ataviada como Dios manda hasta elúltimo detalle, incluidas las setenta y nueve flores de azahar; si bien seadvertía en ella cierta proclividad a mordisquear el velo. Estaba más nerviosa

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de lo que suelen estarlo las novias; más nerviosa incluso de lo que habríaestado justificado por el hecho de que su novio tuviera tres padrinos: los tresmarinos de guerra, todos luciendo condecoraciones de sólo un grado inferiora la que le habían impuesto al señor Wharton.

El motivo de tanta inquietud se reveló cuando, al abrir el libro deoraciones, el canónigo Hobson vio de refilón el bolsillo derecho de lachaqueta del novio y, después, lo miró con mayor detenimiento y terminó porclavar en él la vista.

Tal vez debería mencionarse en este punto que, además de unas faccionesde granito y un corazón extremadamente blando, el reverendo poseía unosojos que parecían dos puntitos hechos de diamante molido.

Cerró el libro de oraciones y habló en voz baja y aturdida.—Henry —dijo, mientras la congregación estiraba el cuello—, eso que

llevas en el bolsillo, ¿no será un gato? ¿Es un gato?Aquello era exagerar la condición de la señorita Churt, que aquel día

cumplía las seis semanas de edad y acababa de asomar su cabeza chamuscadapor la explosión para tomar un poco el aire. Ahora bien, en términosgenerales era innegable que la frase era acertada.

—Sí —respondió el señor Wharton—. Es una gata.—Sabía que la iba a traer… tenía que traerla… y yo que le decía… —se

quejó la novia con voz trémula; pero el canónigo Hobson no le prestóatención, ni siquiera cuando comenzó a sollozar.

Al ver la mirada azulada de la señorita Churt, los adamantinos ojos delcanónigo sufrieron un curioso proceso de transformación. En primer lugar, unparpadeo borró de ellos la mirada condenatoria; después, dio la impresión deque se licuaban, perdiendo por completo sus cualidades de penetración.Entonces dijo así:

—¿Debo suponer que… esto… es una especie de mascota? ¿Relacionadatal vez con el reciente…? ¿Qué le ha pasado en los bigotes?

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—Se lo contaré todo en la sacristía —repuso el señor Wharton; y, al cruzarla mirada con la del canónigo, se arrepintió de los juicios equivocados que sehabía formado en su juventud.

El canónigo Hobson asintió; abrió el libro que había cerrado dejando elpulgar a modo de señal y carraspeó.

—Queridos míos —proclamó—, estamos aquí reunidos… La señoritaChurt no acababa de identificar los olores (fundamentalmente de azucenas) nilos sonidos (básicamente del canónigo Hobson) que la rodeaban.

Mas eran interesantes y tuvo la vaga idea de que algún día algo semejantepodría sucederle a ella.

Pero no por el momento.Todavía faltaba mucho para que eso ocurriera.Entretanto, ya había tomado bastante el aire.Retiró la cabeza de la nave de la iglesia de Santa María para sumergirla en

la calidez del tejido de tweed del bolsillo del señor Wharton y se dispuso aseguir durmiendo.

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El gato de Dick Baker Mark Twain

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Uno de mis compañeros de la mina, otra víctima, con dieciocho largos añosde trabajo ingrato y esperanzas frustradas, fue uno de los hombres más noblesque jamás cargara su paciente cruz por un exilio lleno de fatigas: el solemne,pero sencillo, Dick Baker, minero del Barranco del Caballo Muerto. Teníacuarenta y seis años, era gris como una rata, honrado, pensativo, de escasaeducación, vestía con desgarbo y andaba siempre sucio de arcilla, pero teníael corazón de un metal más precioso que todo el oro que había sacado con supala: que todo el que jamás había minado, por supuesto, y también que el queestaba aún por minar.

Siempre que tenía mala suerte o se sentía deprimido comenzaba alamentarse por la pérdida de un gato maravilloso que había tenido (puestoque a falta de mujeres y de niños, los hombres de inclinaciones bondadosasse encariñan con los animales, ya que necesitan amar a algo). Y hablaba sinparar de la extraña sagacidad de aquel gato de aires humanos; en el fondo delcorazón creía que algo tenía de humano; quizás de sobrenatural también.

Lo escuché una vez mientras hablaba sobre este animal. Decía:“Caballeros, aquí tenía yo un gato, lo llamábamos Tom Quartz, seguro queles hubiera impresionado, ya lo creo, y a quién no. Ocho años estuvoconmigo… y era el gato más extraordinario que he visto jamás. Era grande,gris, un macho, y tenía más sentido común que cualquiera de los hombres deeste campamento… y una forma de hacerse respetar… no dejaría que se leacercara ni el mismísimo gobernador de California. En toda su vida no cazóun ratón; parecía estar por encima de todo eso. Nunca le importó nadaexcepto la mina. Sabía más de minas, ese maldito gato, que ningún hombre

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que yo haya conocido en toda, toda mi vida. De la explotación de placeres nopodías contarle nada que ya no supiera… y de minar a la bolsa, créanme:¡había nacido para eso! Solía venir corriendo detrás de nosotros así que Jim yyo salíamos a buscar oro por las montañas. Y hasta cinco millas podíaaguantar el condenado, trotando tras nosotros; eso si nos íbamos tan lejos,claro. Y nadie tuvo jamás mejor criterio para encontrar una veta minera…vamos, sí que lo tenía, ya lo creo, no he visto nunca nada igual. Cuando nosdisponíamos a trabajar echaba una ojeada alrededor, y si, por lo que fuera, elterreno no le hacía demasiada gracia, se te quedaba mirando como diciendo:‘Bueno, bueno, me parece que van a tener que disculparme’. Y, sin más,levantaba la cabeza, te miraba por encima del hombro y se largaba a casa.Pero si le gustaba, bueno… entonces se recostaba en el suelo y cerraba losojos enigmáticamente hasta que hubiéramos lavado la primera batea, yentonces se te acercaba por detrás disimuladamente y echaba una ojeada, y sihabía allí seis o siete pepitas de oro se quedaba más que satisfecho: no leparecía que hubiera mejor explotación que aquélla. Y después se echaba adormir encima de nuestras chaquetas y roncaba como una locomotora hastaque completábamos la bolsa; entonces se levantaba y venía a inspeccionar.Porque para eso de la supervisión era como un rayo.

”Bueno, pues con el paso del tiempo llegó la fiebre del cuarzo. Todo elmundo andaba metido en eso; en vez de arrojar paladas de tierra sobre elterraplén se pasaban el día picando y barrenando como locos. Y de zapar aldescubierto, nada: ¡a abrir pozos se ha dicho! A Jim no le entusiasmaba nadala idea, pero también nosotros teníamos que desafiar a esas malditas vetas,¿no? Así que lo hicimos. Empezamos a abrir una galería, y Tom Quartz seempezó a preguntar qué demonios era lo que estábamos haciendo. Él nohabía visto jamás a nadie minar de aquel modo, y se quedó como muy tristón.Como dirían ustedes: no fue capaz de alcanzar a comprenderlo, no hubomanera: le resultaba demasiado ancho. Además aborrecía aquel trabajo, de

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eso estoy más que seguro: lo aborrecía con todas sus fuerzas, y secomportaba como si lo considerara la estupidez más grande de este mundo.¿Saben una cosa? Ese gato siempre había sido enemigo de las modas… no sépor qué, pero jamás las pudo soportar. Ya saben cómo va eso de los hábitosde toda la vida. Pero, con el tiempo, Tom Quartz empezó a reconciliarse unpoco con el cuarzo, aunque nunca acabó de comprender del todo por quédescendíamos eternamente por aquellos pozos si nunca sacábamos nada deellos. Y al final acabó por bajar con nosotros a la galería, a ver si él lograbaaveriguar qué era lo que pasaba ahí abajo; y cuando le entraba la morriña, yse empezaba a sentir… despreciable, diría yo… exasperado… asqueado, puessabía muy bien que las deudas se acumulaban día a día y que no sacábamosni un céntimo, entonces se enroscaba como un ovillo encima de un saco deyute que había en una esquina y se echaba una siesta. Y un día, cuandollevábamos excavados unos tres metros de pozo, más o menos, dimos con unpedazo de roca tan dura que tuvimos que meter una carga de barreno: laprimera voladura que hacíamos desde que Tom Quartz nació. Prendimos lamecha, salimos fuera y nos retiramos unos cinco metros, pero nos olvidamosde Tom Quartz… se había quedado durmiendo como un tronco encima delsaco de yute. Después de un minuto se levantó en el aire una nube de humo, ydespués aquel agujero estalló con un estrépito de mil demonios, y unas cuatrotoneladas de piedra, tierra, humo y astillas se elevaron a unos tres mil metrosdel suelo, y bien sabe Dios que en el mismísimo centro de aquella descargaestaba el viejo Tom Quartz: iba de un lado para otro, bufando, estornudando,arañando; trataba de agarrarse a cualquier cosa, como si estuviera poseído.Pero todo fue inútil, saben, todo fue inútil. Y ya no lo volvimos a ver hastadespués de dos minutos y medio, más o menos. De repente empezaron allover rocas y escombros, y como caído del cielo, ¡pata plas!, aterrizó a tresmetros de donde estábamos. Bueno, yo creo que en toda mi vida no habíavisto jamás un animal más feo que ése. Le había quedado una oreja pegada

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detrás del cuello, tenía la cola hecha pedazos, las pestañas y los bigotesinservibles, y de tanto polvo y humo estaba más negro que el carbón. El pelolo tenía todo pegajoso, y el fango lo cubría de pies a cabeza. Nuestras excusasfueron en vano; no pudimos decir ni mu, no señor. Primero se contempla dearriba abajo con cara de asco, y luego se nos queda mirando a nosotros, casicomo diciendo: ‘Caballeros, puede que ustedes crean que está bien eso deaprovecharse de un gato que no tiene experiencia en minas de cuarzo, pero yoopino de otro modo’. Y entonces se da la vuelta y va y se larga para casa, sindecir una palabra.

”Ése era su estilo. Y puede que no me crean, pero después de lo ocurrido,encontrar un gato con más prejuicios contra el cuarzo… ¡imposible! Pero alcabo de un tiempo, cuando por fin se dignó a bajar a la galería otra vez, sehubieran quedado asombrados de su sagacidad. Siempre que le pegábamosfuego al barreno y la mecha empezaba a chisporrotear, echaba un vistazo yluego te miraba como diciendo: ‘Bien, me parece que van a tener quedisculparme’. Vaya con el gato del demonio. ¡Tendrían que haberlo visto!Salió de aquel pozo trepando como un condenado y se subió al primer árbolque encontró. ¿Sagacidad? Ésa no es la palabra. ¡A eso lo llamo yoinspiración!”.

Y yo le contesté:—Ciertamente, Mr. Baker, sus prejuicios contra las minas de cuarzo

debían de ser terribles, teniendo en cuenta su primer contacto con ellas. ¿Noconsiguió nunca curarlo de aquello?

—¿Curarlo? ¡Ni hablar!… Tom Quartz nació tozudo y siempre lo fue, ¡nique lo hubieras hecho estallar otras tres mil veces habrías conseguido quitarlede encima esos malditos prejuicios contra las minas de cuarzo!

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Tobermory Saki

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Era una tarde lluviosa y desapacible de fines de agosto, durante esa estaciónindefinida en que las perdices están todavía a resguardo o en algúnfrigorífico, y no hay nada que cazar, a no ser que uno se encuentre en algúnlugar que limite al norte con el canal de Bristol. En tal caso se puedeperseguir legalmente robustos venados rojos. Los huéspedes de LadyBlemley no estaban limitados al norte por el canal de Bristol, de modo queesa tarde estaban todos reunidos en torno a la mesa del té. Y, a pesar de lamonotonía de la estación y de la trivialidad del momento, no había indicio enla reunión de esa inquietud que nace del tedio y que significa temor por lapianola y deseo reprimido de sentarse a jugar bridge. La ansiosa atención detodos se concentraba en la personalidad negativamente hogareña del señorCornelius Appin. De todos los huéspedes de Lady Blemley era el que habíallegado con una reputación más vaga. Alguien había dicho que era“inteligente”, y había recibido su invitación con la moderada expectativa, departe de su anfitriona, de que por lo menos alguna porción de su inteligenciacontribuyera al entretenimiento general. No había podido descubrir hasta lahora del té en qué dirección, si la había, apuntaba su inteligencia. No sedestacaba por su ingenio ni por saber jugar al croquet, tampoco poseía unpoder hipnótico y no sabía organizar representaciones de aficionados.Tampoco sugería su aspecto exterior esa clase de hombres a los que lasmujeres están dispuestas a perdonar un grado considerable de deficienciamental. Había quedado reducido a un simple señor Appin y el nombre deCornelius parecía no ser sino un transparente fraude bautismal. Y ahorapretendía haber lanzado al mundo un descubrimiento frente al cual la

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invención de la pólvora, la imprenta y la locomotora resultaban merasbagatelas. La ciencia había dado pasos asombrosos en diversas direccionesdurante las últimas décadas, pero esto parecía pertenecer al dominio delmilagro más que al del descubrimiento científico.

—¿Y usted nos pide realmente que creamos —decía Sir Wilfred— que hadescubierto un método para instruir a los animales en el arte del hablahumana, y que nuestro querido y viejo Tobermory fue el primer discípulo conel que obtuvo un resultado feliz?

—Es un problema en el que he trabajado durante los últimos diecisieteaños —dijo el señor Appin—, pero sólo durante los últimos ocho o nuevemeses he sido premiado con el mayor de los éxitos. Experimenté porsupuesto con miles de animales, pero últimamente sólo con gatos, esascriaturas admirables que han asimilado tan maravillosamente nuestracivilización sin perder por eso todos sus altamente desarrollados instintossalvajes. De tanto en tanto se encuentra entre los gatos un intelecto superior,como sucede también entre la masa de los humanos, y cuando conocí haceuna semana a Tobermory me di cuenta inmediatamente de que estaba ante un“supergato” de extraordinaria inteligencia. Había llegado muy lejos por elcamino del éxito en experimentos recientes; con Tobermory, como ustedes lollaman, he llegado a la meta.

El señor Appin concluyó su notable afirmación en un tono en que seesforzaba por eliminar una inflexión de triunfo. Nadie dijo “ratas”* aunquelos labios de Clovis esbozaron una contorsión bisilábica que invocabaprobablemente a esos roedores representantes del descrédito.

—¿Quiere decir —preguntó la señorita Resker, después de una breve pausa— que usted ha enseñado a Tobermory a decir y entender oraciones simplesde una sola sílaba?

—Mi querida señorita Resker —dijo pacientemente el taumaturgo—, deesa manera gradual y fragmentaria se enseña a los niños, a los salvajes y a los

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adultos atrasados; cuando se ha resuelto el problema de cómo empezar conun animal de inteligencia altamente desarrollada no se necesitan para nadaesos métodos vacilantes. Tobermory puede hablar nuestra lengua conabsoluta corrección.

Esta vez Clovis dijo claramente: “Requeterratas”. Sir Wilfred fue másamable, aunque igualmente escéptico.

—¿No sería mejor traer al gato y juzgar por nuestra cuenta? —sugirióLady Blemley.

Sir Wilfred fue en busca del animal, y todos se entregaron a la lánguidaexpectativa de asistir a un acto de ventriloquismo más o menos hábil.

Sir Wilfred volvió al instante, pálido su rostro bronceado y los ojosdilatados por el asombro.

—¡Caramba, es verdad!Su agitación era inequívocamente genuina y sus oyentes se sobresaltaron

en un estremecimiento de renovado interés.Dejándose caer en un sillón, prosiguió con voz entrecortada:—Lo encontré dormitando en el salón de fumar, y lo llamé para que

viniera a tomar té. Parpadeó como suele hacer, y le dije: “Vamos, Toby; nonos hagas esperar”. Entonces, ¡Dios mío!, articuló con lentitud, del modo másespantosamente natural, que vendría cuando le diera la real gana. Casi mecaigo de espaldas.

Appin se había dirigido a un auditorio completamente incrédulo; laspalabras de Sir Wilfred lograron un convencimiento instantáneo. Se elevó uncoro de exclamaciones de asombro dignas de la torre de Babel, entre lascuales el científico permanecía sentado y en silencio gozando del primer frutode su estupendo descubrimiento.

En medio del clamor entró en el cuarto Tobermory y se abrió paso condelicadeza y estudiada indiferencia hasta donde estaba el grupo reunido entorno a la mesa del té. Un silencio tenso e incómodo dominó a los

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comensales. Por algún motivo resultaba incómodo dirigirse en términos deigualdad a un gato doméstico de reconocida habilidad mental.

—¿Quieres tomar leche, Tobermory? —preguntó Lady Blemley con la vozun poco tensa.

—Me da lo mismo —fue la respuesta, expresada en un tono de absolutaindiferencia. Un estremecimiento de reprimida excitación recorrió a todos, yLady Blemley merece ser disculpada por haber servido la leche con un pulsomás bien inestable.

—Me temo que derramé bastante —dijo.—Después de todo, no es mía la alfombra —replicó Tobermory.Otra vez el silencio dominó al grupo, y entonces la señorita Resker, con

sus mejores modales de asistente parroquial, le preguntó si le había resultadodifícil aprender el lenguaje humano. Tobermory la miró fijo un instante yluego bajó serenamente la mirada. Era evidente que las preguntas aburridasestaban excluidas de su sistema de vida.

—¿Qué opinas de la inteligencia humana? —preguntó Mavis Pellington,en tono vacilante.

—¿De la inteligencia de quién en particular? —preguntó fríamenteTobermory.

—¡Oh, bueno!, de la mía, por ejemplo —dijo Mavis tratando de reír.—Me pone usted en una situación difícil —dijo Tobermory, cuyo tono y

actitud no sugerían por cierto el menor embarazo—. Cuando se propusoincluirla entre los huéspedes, Sir Wilfred protestó alegando que era usted lamujer más tonta que conocía, y que había una gran diferencia entre lahospitalidad y el cuidado de los débiles mentales. Lady Blemley replicó quesu falta de capacidad mental era precisamente la cualidad que le había ganadola invitación, puesto que no conocía a ninguna persona tan estúpida comopara que le comprara su viejo automóvil. Ya sabe cuál, el que llaman “laenvidia de Sísifo”, porque si se lo empuja va cuesta arriba con suma

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facilidad.Las protestas de Lady Blemley habrían tenido mayor efecto si aquella

misma mañana no hubiera sugerido casualmente a Mavis que ese auto erajusto lo que ella necesitaba para su casa de Devonshire.

El mayor Barfield se precipitó a cambiar de tema.—¿Y qué hay de tus andanzas con la gatita de color carey, allá en los

establos?No bien lo dijo, todos advirtieron que la pregunta era un desatino.—Por lo general no se habla de esas cosas en público —respondió

fríamente Tobermory—. Por lo que pude observar de su conducta desde quellegó a esta casa, imagino que le parecería inconveniente que yo desviara laconversación hacia sus pequeños asuntos.

No sólo al mayor dominó el pánico que siguió a estas palabras.—¿Quieres ir a ver si la cocinera ya tiene lista tu comida? —sugirió

apresuradamente Lady Blemley, fingiendo ignorar que faltaban por lo menosdos horas para la comida de Tobermory.

—Gracias —dijo Tobermory—, acabo de tomar el té. No quiero morir deindigestión.

—Los gatos tienen siete vidas, sabes —dijo Sir Wilfred con ánimo cordial.—Posiblemente —replicó Tobermory—, pero un solo hígado.—¡Adelaide! —exclamó la señora Cornett—, ¿vas a permitir que este gato

salga a hablar de nosotros con los sirvientes?El pánico en verdad se había vuelto general. Se recordó con espanto que

una balaustrada ornamental recorría la mayor parte de las ventanas de losdormitorios de las torres, y que era el paseo favorito de Tobermory a todashoras. Desde allí podía vigilar a las palomas… y sabe Dios qué más. Si suintención era extenderse en reminiscencias, con su actual tendencia a lafranqueza, el efecto sería más que desconcertante. La señora Cornett, quepasaba mucho tiempo frente a su tocador y cuyo rostro tenía fama de poseer

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una naturaleza cambiante aunque definida, se mostraba tan incómoda como elmayor. La señorita Scrawen, que escribía poemas de una sensualidad feroz yllevaba una vida intachable, sólo manifestó irritación; si uno es metódico yvirtuoso en su vida privada, no quiere necesariamente que todos se enteren.Bertie van Tahn, tan depravado a los diecisiete años que hacía ya mucho quehabía abandonado su intento de ser todavía peor, se puso de un color blancoapagado como de gardenia, pero no cometió el error de precipitarse fuera dela habitación como Odo Finsberry, un joven que parecía seguir la carreraeclesiástica y a quien posiblemente perturbaba la idea de enterarse de losescándalos de otras personas. Clovis tuvo la presencia de ánimo de guardaruna apariencia de serenidad. Interiormente se preguntaba cuánto tiempotardaría en procurarse una caja de ratones selectos por medio de Exchangeand Mart, y utilizarlos como soborno.

Aun en una situación delicada como aquélla, Agnes Resker no podíaresignarse a quedar relegada por mucho tiempo.

—¿Por qué habré venido aquí? —preguntó en un tono dramático.Tobermory aceptó inmediatamente la apertura.

—A juzgar por lo que dijo ayer la señora Cornett mientras jugaban alcroquet, fue por la comida. Describió a los Blemley como las personas másaburridas que conocía, pero admitió que eran lo bastante inteligentes comopara tener un cocinero de primer orden; de otro modo les resultaría difícilencontrar a quien quisiera volver por segunda vez a su casa.

—¡Ni una palabra de lo que dice es verdad! ¡Pregunten a la señora Cornett!—exclamó Agnes, confusa.

—La señora Cornett repitió después su observación a Bertie van Tahn —prosiguió Tobermory— y dijo: “Esa mujer está entre los desocupados queintegran la Marcha del Hambre; iría a cualquier parte con tal de obtenercuatro comidas por día”, y Bertie van Tahn dijo…

En ese instante, misericordiosamente, la crónica se interrumpió.

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Tobermory había divisado a Tom, el gran gato amarillo de la rectoría, queavanzaba a través de los arbustos en dirección al establo. Tobermory saliódisparando por la ventana abierta. Con la desaparición de su por demásbrillante alumno, Cornelius Appin se encontró envuelto en un huracán deamargos reproches, preguntas ansiosas y temerosos ruegos. En él recaía laresponsabilidad de la situación, y era él quien debía impedir que las cosasempeoraran aún más. ¿Podía Tobermory impartir su peligroso don a otrosgatos? Era la primera pregunta que tuvo que contestar. Era posible, dijo, quehubiera iniciado a su amiga íntima, la gatita de los establos, en sus nuevosconocimientos, pero era poco probable que sus enseñanzas abarcaran por elmomento un margen más amplio.

—Siendo así —dijo la señora Cornett— acepto que Tobermory sea un gatovalioso y una mascota adorable; pero seguramente convendrá conmigo,Adelaide, que tanto él como la gata de los establos deben desaparecer sindemora.

—No supondrá que este último cuarto de hora me haya sido placentero —dijo amargamente Lady Blemley—. Mi marido y yo queremos mucho aTobermory… por lo menos, lo queríamos hasta que le fueron impartidos esoshorribles conocimientos; pero ahora, por supuesto, lo que hay que hacer eseliminarlo tan pronto como sea posible.

—Podemos poner estricnina en los restos que recibe a la hora de la comida—dijo Sir Wilfred—, y a la gata del establo la ahogaré yo mismo. El cocherolamentará mucho perder a su mascota, pero diremos que los dos gatospadecían un tipo de sarna muy contagiosa y que temíamos que se extendiera alos perros.

—Pero, ¡mi gran descubrimiento! —protestó el señor Appin—; después detantos años de investigaciones y experimentos…

Un arcángel que proclamara en éxtasis el milenio y descubriera quecoincide imperdonablemente con las regatas de Henley y tuviera que ser

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postergado por tiempo indefinido no se hubiera sentido tan deprimido comoCornelius Appin ante la acogida que se dispensó a su magnífica hazaña.Tenía en contra, sin embargo, la opinión pública, que si hubiera sidoconsultada al respecto es probable que una cuantiosa minoría habría votadopor incluirlo en la dieta de estricnina.

Horarios defectuosos de trenes y un nervioso deseo de ver las cosasconsumadas impidieron una dispersión inmediata de los huéspedes, pero lacomida de aquella noche no fue por cierto un éxito social. Sir Wilfred pasómomentos difíciles con la gata del establo y después con el cochero. AgnesResker se limitó ostentosamente a comer un trozo de tostada reseca, quemordía como si se tratara de un enemigo personal, mientras que MavisPellington guardó un silencio vengativo durante toda la comida. LadyBlemley hablaba incesantemente haciéndose la ilusión de que estabaconversando, pero su atención se concentraba en el umbral. Un plato lleno detrozos de pescado cuidadosamente dosificados estaba listo en el aparador,pero pasaron los dulces y los postres sin que Tobermory apareciera en elcomedor o en la cocina. La sepulcral comida resultó alegre comparada con lasiguiente vigilia en el salón de fumar. El hecho de comer y beber habíaprocurado al menos una distracción al malestar general. El bridge quedóeliminado, debido a la tensión nerviosa y a la irritación de los ánimos, ydespués que Odo Finsberry ofreció una lúgubre versión de Melisande en elbosque ante un auditorio glacial, la música fue por tácito acuerdo evitada. Alas once los sirvientes se fueron a dormir, después de anunciar que laventanita de la despensa había quedado abierta como de costumbre para eluso privado de Tobermory. Los huéspedes se dedicaron a leer las revistasmás recientes, hasta que paulatinamente tuvieron que echar mano de laBiblioteca Badminton y de los volúmenes encuadernados de Punch. LadyBlemley hacía visitas periódicas a la despensa y volvía cada vez con unaexpresión de abatimiento que hacía superfluas las preguntas acumuladas.

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A las dos, Clovis quebró el silencio imperante:—No aparecerá esta noche. Probablemente está en las oficinas del diario

local dictando la primera parte de sus memorias, que excluirán a las de LadyCómo se Llama. Será el acontecimiento del día.

Habiendo contribuido de esta manera a la animación general, Clovis se fuea acostar.

Tras prolongados intervalos, los diversos integrantes de la reuniónsiguieron su ejemplo.

Los sirvientes, al llevar el té de la mañana, formularon una declaraciónunánime en respuesta a una pregunta unánime: Tobermory no habíaregresado.

El desayuno resultó, si cabe, una función más desagradable que la comida,pero antes que llegara a su término la situación se despejó. De entre losarbustos, donde un jardinero acababa de encontrarlo, trajeron el cadáver deTobermory. Por las mordeduras que tenía en el cuello y la piel amarilla que lehabía quedado entre las uñas, era evidente que había resultado vencido en uncombate desigual con el gato grande de la rectoría.

Hacia mediodía la mayoría de los huéspedes había abandonado losaposentos, y después del almuerzo Lady Blemley se había recuperado losuficiente como para escribir una carta sumamente antipática a la rectoríaacerca de la pérdida de su preciada mascota.

Tobermory había sido el único alumno aventajado de Appin, y estabadestinado a no tener sucesor. Algunas semanas más tarde, en el jardínzoológico de Dresde, un elefante que no había mostrado hasta entoncessignos de irritabilidad, se escapó de la jaula y mató a un inglés que,aparentemente, había estado molestándolo. En las crónicas de los periódicosel apellido de la víctima aparecía indistintamente como Oppin y Eppelin, perosu nombre de pila fue invariablemente Cornelius.

—Si le estaba enseñando los verbos irregulares alemanes al pobre animal

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—dijo Clovis—, se lo tenía merecido.

* Juego de palabras intraducible: Rats significa “ratones” y también es una expresión dedesconfianza. (N. del T.)

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El gato que jugó a ser RobinsonCrusoe

Charles G. D. Roberts

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La isla no era mucho más que un simple banco de arena alejado de la rasallanura de la costa. Ni un solo árbol rompía la monotonía de este paraje, nisiquiera un matorral. Pero, a lo largo de la playa, los espigados tallos dehierba de la marisma cubrían por todas partes las huellas de las mareas; y unriachuelo de agua dulce, que brotaba de un manantial que había en su interior,pintaba el lúgubre y áspero gris amarillento de la hierba con una franja dehojas y tallos más verdes y tiernos. No muchos querrían vivir en aquella isla;sin embargo, en un punto del litoral donde las variables marcas fluíanincansablemente, se erguía una gran villa de una sola planta, con ampliasgalerías y un cobertizo en su parte trasera. La mejor cualidad de esta pequeñaporción de terreno arenoso era su frescor. Cuando los campos vecinos de lapenínsula se achicharraban día y noche bajo un calor insoportable, ahí afuera,en la isla, siempre soplaba una brisa fresca. Por este motivo, un ciudadanoastuto se apropió de este expósito marino y en él se hizo construir una casa deverano, esperando que los tonificantes aires del lugar retornaran el color rosaa las pálidas mejillas de sus hijos.

La familia llegó a la isla hacia finales de junio. Se marcharon durante laprimera semana de setiembre, asegurándose de que cada una de las puertas ylas ventanas de la casa y del cobertizo quedaba cerrada, pasado el cerrojo oatrancada para cuando llegasen las tormentas del invierno. Un bote espacioso,con dos pescadores a los remos, los condujo a través de la media milla deagitadas aguas que los separaba de la península. Los mayores no sentíanregresar al mundo de los hombres después de dos meses de no ver más queviento, sol, olas y herbazales ondulantes. Pero los niños se iban con los ojos

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llenos de lágrimas. Dejaban atrás a su animal preferido, el camarada habitualde todas sus exploraciones, una hermosa gata de cara redonda, rayada comoun tigre. El animal desapareció misteriosamente dos días antes de su marcha,esfumándose de la superficie de la isla sin dejar ni rastro. La únicaexplicación razonable era que un águila pasajera se lo hubiera llevado entresus garras. En realidad, la gata había quedado aprisionada en el otro extremode la isla, oculta debajo de un barril desbaratado y un montón de arena quedebía de pesar al menos medio quintal.

El viejo barril, con las duelas rotas a uno de sus lados, se había mantenidoerguido encima de un montículo de arena que había levantado uno de losprolongados vientos reinantes. En su interior la gata había hallado un huecodonde cobijarse, bañado por el sol, y allí solía yacer acurrucada durantehoras, durmiendo y tomando el sol. Mientras tanto, la arena se había idoacumulando ininterrumpidamente tras la inestable barrera. Al final, elmontículo se había hecho tan alto que, de súbito, al desatarse una ráfaga deviento más fuerte, el barril se derrumbó bajo la masa de arena, y la gatadormida quedó sepultada. Pero la mitad entera del barril proporcionaba untecho seguro a su prisión, y por ello ni se asfixió ni sufrió daño alguno.Cuando los niños, en su ansiosa búsqueda por la isla, dieron casualmente conel montículo de fina arena blanca, no le prestaron atención alguna. Noalcanzaron a oír los débiles maullidos que salían, a intervalos, de la oscuridadque encerraba su interior. Así que se alejaron tristemente, sin poder siquierasoñar que su amiga estaba aprisionada bajo sus pies.

Durante tres días, la prisionera persistió en suplicar ayuda. El tercer díacambió el viento y se levantó un vendaval. En unas horas el barril habíaquedado al descubierto. Y en una esquina apareció un punto de luz.

Vehemente, la gata introdujo la pata en el agujero. Cuando la sacó, elpunto de luz se había hecho mucho más grande. Comprendió de inmediato yempezó a arañar la madera. Al principio sus esfuerzos le parecieron inútiles;

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pero enseguida, ya sea porque así lo quiso la suerte, o bien por su agudasagacidad, aprendió a sacar más partido de sus arañazos. La abertura no tardóen agrandarse, y finalmente consiguió escurrirse a través de ella para salir alexterior.

El viento, cargado de arena, azotaba la isla enfurecido. El mar seembravecía y, con la conmoción propia de un bombardeo, hería las playas.Los tallos de hierba abatidos dibujaban líneas temblorosas sobre el suelo.Altísimo, desde un azul profundo y despejado, el sol contemplaba estealboroto. Cuando la gata se enfrentó por primera vez al potente vendaval, porpoco no salió volando por los aires. Tan pronto como se hubo recuperado seagazapó y estiró sobre la hierba con el fin de resguardarse. Pero de pocoamparo le sirvió la hierba, con sus largos tallos extendidos sobre el suelo. Porentre las agitadas líneas que éstos formaban, atravesó veloz los campos,desafiando el vendaval, hacia la casa que quedaba al otro lado de la isla,donde encontraría, pensaba con cándida ilusión, además de comida y cobijo,el cariño y el consuelo necesarios para olvidar su terror.

Desolada pero impertérrita bajo el sol resplandeciente, al azote de unviento desgarrador, la casa la atemorizó. La desconcertaban los postigos delas ventanas, firmemente cerrados, y las puertas, macizas e indiferentes, queya no abrían ante sus angustiosas súplicas. El viento la empujó violentamentepor la desnuda galería. Logró trepar al alféizar de la ventana del comedor, pordonde solían dejarla entrar, y permaneció pegada a ella durante unosinstantes; después se puso a maullar desconsoladamente. Luego, sobrecogidade terror, dio un salto y corrió hasta el cobertizo. También estaba cerrado. Erala primera vez que veía sus puertas cerradas, y no podía comprenderlo. Semovió cautelosamente por los cimientos sobre los que se asentaba la casa,pero estaban firmemente construidos: por ahí no iba a poder entrar deninguna manera. Lo único que la casa le ofrecía, por cada uno de sus lados,era una cara inexpresiva y amenazadora.

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La gata había estado siempre tan mimada y consentida por los niños quenunca había tenido la necesidad de buscar qué comer; pero afortunadamente,como simple distracción, había aprendido a cazar ratones en las marismas ygorriones por entre la hierba. Así que, muerta de hambre tras los días deayuno bajo la arena, se alejó apesadumbrada de la casa desierta y avanzólentamente por una duna de arena hacia un gran hueco cubierto de hierba queella conocía. Allí, el viento solamente alcanzaba la parte superior de lostallos; y, en el calor y la relativa calma de este lugar, los pequeños roedoresque poblaban la marisma, ratones y musarañas, resolvían sus quehaceres sinser molestados.

La gata, rápida y sigilosamente, apresó uno entre sus zarpas y calmó suapetito. A éste le siguieron algunos más. Y luego regresó de nuevo a la casa,donde pasó horas enteras merodeando desconsolada a su alrededor,rodeándola una y otra vez, husmeando el aire y entornando los ojos,maullando lastimosamente en el umbral de la puerta y en el alféizar de laventana. De vez en cuando el viento la arrastraba ignominiosamente por elpulido suelo de la galería. Al final, perdida toda esperanza, se acurrucódebajo de la ventana de la habitación de los niños y se puso a dormir.

A pesar de sentirse sola y sin consuelo, las siguientes dos o tres semanas dela vida de la prisionera de la isla transcurrieron sin penurias ni trabajos.Aparte de la abundante comida que le proporcionaban ratones y pájaros,pronto aprendió a cazar pececitos en la desembocadura del riachuelo, dondeel agua salada se mezclaba con la dulce. Le parecía un juego fascinante, y sevolvió una experta en arrojar de un solo zarpazo sobre la orilla al cenicientomartín pescador y a la plomiza anguila. Pero cuando las tempestadesequinocciales se desataron sobre la isla con un estrépito de lluviasenfurecidas y se hacían girones las negras nubes bajas, la vida se le complicó.Los animales que solía cazar se refugiaron en escondrijos más recónditos. Eradifícil moverse entre la hierba empapada; y, lo peor de todo era que aborrecía

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mojarse. Pasaba hambre la mayor parte del tiempo, sentada taciturna ypesarosa bajo el tejado de la casa, contemplando el desafiante tumulto de lasolas.

Pasaron al menos diez días antes de que la tormenta se extinguiera deltodo. Hacia el octavo día el mar arrastró hasta la orilla una goleta naufragada,que de tan vapuleada apenas recordaba a una embarcación. Sea como fuere,era un casco de barco, y en su interior se alojaban toda clase de pasajeros. Untropel de ratas logró vadear el oleaje y corrió a esconderse entre la hierba. Sinperder un minuto, las ratas excavaron madrigueras bajo la hierba, por debajode viejos maderos medio enterrados, causando un alboroto entre las tropas deratones y musarañas: en un santiamén ya se habían instalado.

Cuando la tormenta terminó, la gata se llevó una sorpresa en su primeraexpedición de caza lejos de la casa. Vio algo moverse pesadamente en lahierba y siguió su rastro, esperando encontrar un simple ratón de marisma,aunque de mayor tamaño. Pero se abalanzó sobre una enorme rata parda conmucho mundo encima, veterana en la lucha, que la mordió de mala manera.Jamás había pasado por tal experiencia. Al principio se sintió tan malheridaque estuvo a punto de echarse atrás y salir huyendo. Entonces se ledespertaron una belicosidad latente y el fuego de antepasados lejanos. Seentregó a la lucha con una furia que no tomaba en cuenta las heridas quehabía recibido; y al poco terminó la contienda. Las heridas, que lamía contenacidad, no tardaron en curarse con el aire puro y tonificante de la isla; ydespués de lo ocurrido, con una idea más clara de cómo arreglárselas conpresas tan grandes, nunca más volvió a ser mordida.

El primer plenilunio después de su abandono, la primera semana deoctubre, transcurrió bajo un clima sereno, pero con noches muy frías. Enaquellos días la gata descubrió que era excitante salir de caza por las noches ydormir durante el día. Aprendió que de noche, bajo la extraña luz blanquecinade la luna, sus presas estaban en plena actividad, excepto los pájaros, que

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durante la tormenta habían salido huyendo hacia la península, siguiendo suéxodo hacia el sur. Y advirtió que los herbazales plateados estaban colmadosde susurros; de todas partes salían pequeñas sombras agitadas quecorreteaban por los arenales blancos como fantasmas. Además, descubrió consorpresa un ave que no conocía; si bien al comienzo la observaba condesconfianza acabó por mirarla con ira vengativa. Se trataba del mochuelopardo de la marisma, que había volado desde la península para empezar sutemporada de caza otoñal. Dos parejas de estos cazadores de ojos redondos yalas de terciopelo merodeaban por la isla ignorando la existencia del felino.

La gata se agazapó con las orejas bajas para espiar a una de estas avesmientras volaba de acá para allá, arremetiendo estrepitosamente contra lahierba plateada. Con las alas extendidas parecía mucho más grande que ella;y su cara grande y redonda, con el pico curvado y un par de ojos feroces demirada inflexible, le pareció terrible. No obstante, no era una cobarde; yresueltamente, aunque sin renunciar a su habitual cautela, por supuesto, tratóde darle caza. De súbito, el mochuelo advirtió su presencia, probablementevio sus orejas o la cabeza. Se abalanzó sobre ella, y de inmediato la gata dioun salto en el aire para combatir a su asaltante; bufaba y maullabaenloquecida mientras atacaba con las garras desenvainadas. Agitandofrenético sus grandes alas, el mochuelo se detuvo un momento, y se retiróremontándose en el aire para esquivar el ataque de aquellas garras indignadas.A partir de entonces los mochuelos procuraron no estar nunca demasiadocerca de ella. Comprendieron que no debían estar cerca de aquel animal tanágil de rayas oscuras y afiladas garras. Intuyeron que debía ser pariente delferoz merodeador que tanto temían, el lince.

Sin embargo, a pesar de esta constante actividad cazadora, la vida animalque bullía por entre la hierba de la marisma era tan prolífica, tan inagotable,que las depredaciones del gato, las ratas y los mochuelos apenas si seadvertían. Y así convivía la caza con el alborozo, bajo la luz de una luna

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indiferente.A medida que el invierno se hacía más intenso, con rachas de frío heladas

y vientos cambiantes que hacían que tuviera que pasarse el tiempo buscandorefugio, la gata se fue sintiendo más y más desdichada. Sentía profundamenteno tener una casa. En toda la isla no pudo encontrar ni un solo rincón dondepoder guarecerse del viento y de la lluvia. Y en cuanto al viejo barril, la causainicial de todas sus desdichas, tampoco pudo servirse de él. Hacía ya tiempoque los vientos lo habían volcado, dejándolo al descubierto; luego lo habíanllenado de arena y había quedado enterrado. De todas maneras no se lehubiera ocurrido acercarse al barril otra vez. Y resultó que, de todos lospobladores de la isla, ella era la única que no disponía de un refugio al quepoder acudir cuando llegó el crudo invierno, con nevadas que revestían deblanco el herbazal y heladas que decoraban la costa con afilados pedazos dehielo. Las ratas vivían en agujeros debajo de los restos enterrados delnaufragio; los ratones y las musarañas disponían de túneles cálidos yprofundos; los mochuelos tenían sus nidos dentro de los huecos de losárboles, muy lejos de allí, en los bosques de la península. Pero la gata,temblorosa y asustada, no podía hacer más que encogerse junto a las macizasparedes de la casa implacable, y dejar que la nieve se arremolinara formandocúmulos a su alrededor.

Y por si fuera poco, como si no hubiera sufrido ya bastantes calamidades,tuvo que verse sin comida. Los ratones corrían a sus anchas por sus ocultospasadizos, donde podían abastecerse de raíces a placer. También las ratasestaban escondidas; excavaban madrigueras en la nieve con la esperanza deinterceptar los túneles de los ratones, y si algún caminante incauto osabaaventurarse por allí no dudaban en hincarle los dientes. La franja de hielo,que se iba desintegrando, agitada por la despiadada marea, puso fin a susactividades de pesca. Tenía tanta hambre que hasta hubiera intentado capturara uno de aquellos tremendos mochuelos, pero no regresaron a la isla. Lo

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harían, sin duda alguna, más adelante, avanzado el invierno, cuando la nievese endureciera y los ratones empezaran a salir de sus escondrijos parajuguetear por la superficie. Pero, por el momento, preferían correr tras presasmás fáciles en los bosques de tierras más altas.

El día que la nieve dejó de caer y salió el sol de nuevo, hizo más frío delque la gata había tenido jamás. Casualmente, era Navidad; y si la gata hubieratenido noción alguna de la fecha sin duda la habría grabado en su memoria,porque aquel día estuvo lleno de acontecimientos. De tan hambrienta queestaba no conseguía dormir, y pasó toda la noche merodeando en busca deuna presa. Por fortuna no durmió, pues si lo hubiera hecho sin más protecciónque la que podía ofrecerle la pared de la casa, nunca habría despertado. Y conel alma en vilo caminó hasta la otra punta de la isla, y en un huecorelativamente soleado y tranquilo de la costa, que miraba hacia la península,el reflujo de la marea le mostró un pedacito de playa desnuda libre de hielo.En este rincón se abrían pequeñas entradas a algunos de los túneles de losratones. La gata se agazapó junto a uno de estos orificios en la nieve,temblorosa pero al acecho. Aguardó inmóvil diez minutos o más, sin moverni los bigotes siquiera. Finalmente un ratón sacó su cabecita puntiaguda poruno de los orificios. No quería exponerse a que el ratón decidiera cambiar deidea o huyera asustado, así que, sin más, se abalanzó sobre él. El ratón,vislumbrando la desgracia que iba a acaecerle, decidió regresar por elestrecho pasadizo por donde había venido. Y la gata, sin apenas darse cuentade lo que hacía, desesperada como estaba, hundió cabeza y hombros en lanieve, y empujó sus miembros ciegamente, con la esperanza de capturar elmerecido trofeo que acababa de esfumársele. Tuvo la fortuna de apresarlo.

Fue su primera comida en cuatro días de intenso frío. Los niños siemprehabían querido compartir con la gata la alegría y el entusiasmo de la Navidad,y casi siempre lo lograban, cautivándola con un plato abundante de deliciosanata; sin embargo, en toda su vida, jamás había disfrutado tanto con un

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banquete de Navidad como en aquel día.Acababa de aprender una lección. Como era lista por naturaleza, y además

su ingenio se había aguzado por haber pasado necesidades extremas, intuyóque existía la posibilidad de seguir a sus presas bajo la nieve. No habíaadvertido hasta entonces que la nieve fuera penetrable. Como prácticamentehabía derribado la puerta de entrada de aquel pasadizo, se movió a un lado yse agazapó junto a otro, pero tuvo que esperar mucho tiempo antes de que unratón se aventurara a sacar la cabeza. Esta vez, sin embargo, demostró que lalección no había caído en saco roto. Se abalanzó sobre la nieve justo al ladode la entrada, donde el instinto le decía que debía estar el ratón. Extendió unazarpa para así cortarle la retirada a su presa. Sus tácticas dieron el resultadoapetecido; y mientras su cabeza se hundía en la esponjosa blancura sintió eltrofeo entre sus zarpas.

El haber logrado satisfacer su apetito la hizo caer en la fascinación poraquella nueva forma de cazar. En más de una ocasión había tenido quepasarse horas esperando delante de una ratonera pero, hasta entonces, nuncahabía podido derribar sus paredes y penetrar en las cavidades. La idea leparecía excitante. Mientras avanzaba silenciosamente hacia otro de lostúneles, un ratón pasó corriendo por la arena y se metió en su interior. Lagata, que no era capaz de atraparlo antes de que desapareciera por completoen la nieve, trató de seguirlo. Y arañando torpemente, aunque con todas susfuerzas, consiguió introducirse en la nieve. No vio ni rastro del fugitivo, queya corría sin peligro por alguno de los oscuros túneles transversales. Con losojos, la boca y los bigotes llenos de partículas blancas se retiró, desalentada.Pero en aquel momento advirtió que hacía más calor allí dentro, bajo la nieve,que fuera, a merced del cortante viento. Y así fue como aprendió una segundalección de vital importancia; y aunque lo más probable era que no fueraconsciente de ello, no tuvo que transcurrir mucho tiempo para que la gata, deforma instintiva, pusiera en práctica estas enseñanzas.

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Logró con éxito cazar otro ratón, pero como no tenía ya hambre, lo llevóconsigo a la casa y lo dejó caer sobre las escaleras de la galería como si de untributo se tratara. Luego se puso a maullar, sin apartar la mirada de la severapuerta tapizada de nieve, con la esperanza de que alguien acudiera. Perocomo no obtuvo ninguna respuesta llevó el ratón a un hueco que había detrásde un montículo de nieve que se había formado debajo del saliente de uno delos miradores de la casa. Y en ese rincón se acurrucó compungida, con la ideade dormir un poco.

Pero aquel frío silencioso lo penetraba todo. Miró la inclinada pared denieve que había junto a ella y la palpó cuidadosamente con la zarpa. Era muyblanda y ligera. No parecía oponer resistencia alguna. Así que se puso aescarbar sin interrupción, de forma un tanto desgarbada, hasta que tuvoexcavada una especie de cueva pequeña. Delicadamente introdujo su cuerpoen el interior y comprimió la nieve que le molestaba sobre las paredes de estagruta hasta que tuvo el espacio necesario para darse vuelta.

Y tal como los perros se revuelcan para hacerse el lecho a su gusto ymedida, así se revolcó la gata unas cuantas veces. Mediante este proceso nosólo consiguió prensar la nieve con el peso de su cuerpo, sino que además seconstruyó una alcoba bien abrigada con una entrada relativamente estrecha.Desde este níveo rincón miró al exterior con el aire solemne de unapropietaria, y después se echó a dormir con una sensación de bienestar y deestar en un hogar, algo que no había sentido desde la desaparición de susamigos.

Y así, vencida la desdicha y ganados los fueros de aquel yermo invernal, suvida en la isla, aunque difícil, dejó de ser una vida de penurias y de arduostrabajos. Si se armaba de paciencia junto a los agujeros de los ratones podíaconseguir cuanta comida deseara; y en su madriguera de nieve dormíacaliente y segura. Transcurridos unos días, cuando se hubo formado unacostra de hielo sobre la superficie, a los ratones les dio por salir por las

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noches a retozar sobre la nieve. Regresaron también los mochuelos; y cómono, la gata quiso cazar uno, y hasta que no tuvo el cuerpo lleno de arañazos ypicotazos, no se dio cuenta de que debía soltarlo. Después de esta experienciadecidió que a los mochuelos, mirándolo bien, se los debía dejar tranquilos.Pero a pesar de todo, ahí afuera, en aquellas blancas y desiertas extensionesde nieve sin límites, podía cazar tanto como quisiera.

De esta manera, dueña de la situación, vio escurrirse el invierno sinmayores percances. Sólo una vez, hacia fines de enero, quiso el destino quepasara un cuarto de hora de pánico. Tras una racha repentina de un fríoespecialmente severo, una noche llegó a la isla, desde las tundras árticas, unenorme búho blanco. La gata lo vislumbró un día mientras vigilaba desde unaesquina de la galería. Le bastó una sola mirada para convencerse de que elvisitante no era de la misma clase que los mochuelos pardos de la marisma.Se deslizó discretamente en su madriguera, y hasta que el gran búho blancono se hubo marchado, es decir, unas veinticuatro horas más tarde, no seatrevió ni a sacar la cabeza.

Cuando la primavera retornó a la isla con los estrepitosos coros nocturnosde las ranas moteadas y los verdes herbazales bullendo de animación animal,la vida de la prisionera se volvió casi fastuosa de tanta abundancia. Pero, unavez más, se hallaba sin casa, pues su confortable guarida había desaparecidocon la nieve. No le importó demasiado, sin embargo, puesto que los días erancada vez más serenos y cálidos; y además, como se había visto forzada arecuperar sus instintos más primitivos, aprendió a ser feliz viviendo como unvagabundo. No obstante, a pesar de su admirable capacidad para asimilar yadaptarse, no había olvidado nada de lo sucedido. Cuando un día de juniollegó a la isla un barco cargado de pasajeros, y las voces de unos chiquillosresonaron por todo el herbazal, rompiendo el desolador silencio de aquellugar, la gata se despertó sobresaltada en las escaleras de la galería.

Se quedó inmóvil durante unos segundos, escuchando, atenta. Después,

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casi como un perro, y como muy pocos de sus arrogantes parientes sedignarían a hacer jamás, echó a correr velozmente hacia el embarcadero ypermitió, sin rechistar, que cuatro chiquillos alborotados la tomaran en susbrazos y que su precioso pelo se encrespara de tal forma que sería necesariauna hora entera de cepillado intensivo para ponerlo en su lugar.

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Las dos gatas Colette

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No es más que un gato joven, fruto de los amores —y de la desigual boda—de Moune, gata persa azul, con uno de tantos anónimos a rayas. ¡Bien sabeDios cuánto abundan los gatos a rayas en los jardines de Auteuil! En los díasde primavera precoz, durante las horas del día en que la tierra, tras eldeshielo, humea bajo el sol y embalsama los macizos, los arriates cavadosque esperan las simientes y los repicados, parece que están todos llenos deculebras; los señores a rayas, ebrios de incienso vegetal, retuercen suscinturas, se arrastran sobre el vientre, azotan con la cola y rozandelicadamente sobre la tierra sus mejillas, primero la derecha, luego laizquierda, para impregnarlas del prometedor olor de la primavera, al igualque una mujer roza, con su dedo humedecido de perfume, el rincón secretodetrás de la oreja.

No es más que un gato joven, hijo de uno de esos anónimos. Lleva sobre supelaje las rayas de la raza, las viejas señales del antepasado salvaje. Pero lasangre de su madre ha arrojado, sobre esas rayas, un velo de azules mechonesde largos pelos, impalpables, como una gasa transparente de Persia. Seráhermoso; ya es encantador. Nosotros intentamos llamarlo Kamaralzaman. Envano, pues la cocinera y la doncella, que son personas razonables, traducenKamaralzaman por Moumou.

Es un gato joven, siempre gracioso. La bola de papel lo arrebata, el olor dela carne lo convierte en un minúsculo y rugiente dragón, los gorriones vuelandemasiado de prisa para que pueda seguirlos con la mirada, pero se tornacataléptico, detrás del cristal, cuando picotean en la ventana. Hace muchoruido al mamar, porque le están saliendo los dientes… Es un gatito, inocente

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en medio de un drama.La tragedia empezó el día en que Noire du Voisin* —¿no parece un título

de nobleza rural?— lloraba, sobre la pared medianera, la pérdida de sus hijos,ahogados por la mañana. Lloraba de la terrible manera en que lo hacen todaslas madres privadas de su fruto, sin pausas, en un tono sostenido, respirandoapenas entre grito y grito, exhalando lamento tras lamento, siempre idénticos.El gatito Kamaralzaman, desde abajo, la miraba. Levantaba la cara azulada,los ojos color de agua jabonosa, empapados de luz, y no se atrevía a jugar acausa de los maullidos… Noire du Voisin lo vio y descendió como una loca.Lo olfateó, reconoció el olor extraño, rugió un “kjjj” de asco, le pegó, volvióa olisquearlo, le lamió la frente, retrocedió espantada, volvió, le dijotiernamente “rrrruu…” y manifestó su extravío de todas las maneras posibles.Le faltó tiempo para tomar una decisión. Semejante a un desgarrón de nube,Moune, azul como la tormenta, y más rauda, llegaba… Noire du Voisin,recordando su propio dolor y el respeto debido al territorio de cada cual,desapareció, y su lamento, más lejano, enlutó todo el día.

Regresó al día siguiente, prudente, calculadora, como un animal de lajungla. Sin gritos, con una audacia y una paciencia mudas. Esperó elmomento en que Moune ya estaba saciada y Kamaralzaman, escapado, setambaleaba sobre sus débiles patitas, por entre los redondos guijarros deljardín. Llegó con un vientre cargado de leche, unas tetillas crispadas quesobresalían de su negro pelaje, unos sordos arrullos, unas misteriosasinvitaciones de nodriza… Y mientras el gatito, al mamar, la sobabarítmicamente, yo vi cómo cerraba los ojos y cómo palpitaban sus fosasnasales, lo mismo que un ser humano que retiene el llanto.

Fue entonces cuando apareció la verdadera madre, con el pelo del lomoerizado. No se arrojó de inmediato, sino que dijo algo con voz ronca. Noiredu Voisin, despertando bruscamente de su ilusión maternal, de pie, respondiósolamente con un prolongado gruñido bajo, resoplando, a intervalos, con una

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garganta enrojecida. Una injuria imperiosa, desgarradora, de Moune lainterrumpió y la hizo retroceder un paso; pero no sin dejar caer también unapalabra amenazadora. El gatito, asustado, yacía entre las dos, erizado,azulado, parecido a la borla de un cardo. Me asombraba el que pudieraproducirse, en lugar de la pelea inmediata, de la felina refriega con losmechones de pelo al aire, una explicación, una reivindicación casi inteligiblepara mí. Pero de repente, ante una aguda insinuación de Noire du Voisin,Moune dio un brinco, exhaló un grito, un “¡Ah! ¡Esto sí que no se puedeaguantar!” que la arrojó contra su rival. Noire saltó, alcanzó el tilo, se agarróa él y saltó la tapia. La madre lavó a su pequeño, manchado por la intrusa.

Pasaron algunos días, durante los cuales no observé nada insólito. Moune,inquieta, velaba continuamente y comía mal. Ardiendo de fiebre, tenía elhocico seco, se acostaba encima del mármol de la consola y la leche se le ibaretirando. Sin embargo, Kamaralzaman, gordezuelo, rodaba sobre lasalfombras, tan ancho como largo. Una mañana estaba yo desayunando junto aMoune, tentándola con la leche azucarada y la miga del croissant, cuando depronto se estremeció, irguió las orejas, saltó al suelo y me pidió que le abrierala puerta, de forma tan imperiosa que la seguí. No se equivocaba: laimprudente Noire y Kamaralzaman, uno mamando de la otra, mezclados,felices, yacían sobre el primer escalón, en la sombra, al pie de la escalera, alque se precipitó Moune y de donde la recogí en brazos, blanda, privada desentidos, desvanecida como una mujer.

Así fue como Moune, gata persa, perdió la leche, cedió sus derechos demadre y nodriza y contrajo su errante melancolía, su indiferencia a lasintemperies y su odio a las gatas negras. Maldice todo cuanto lleva pelajetenebroso y lunar blanco en el pecho. En su rostro no quedan huellas dedolor. Pero cuando Kamaralzaman se pone a jugar demasiado cerca de ella,dobla las patas debajo de sus yermas ubres, cierra los ojos y finge dormir.

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* Es decir, “Negra del Vecino”. (N. del T.)

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Gato bajo la lluvia Ernest Hemingway

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En el hotel sólo había dos americanos. No conocían a ninguna de las personascon las que se cruzaban en la escalera cuando iban y venían de su habitación.La habitación estaba en la segunda planta, con vistas al mar. También daba aljardín público y al monumento a los caídos. En el jardín público habíagrandes palmeras y unos bancos verdes. Cuando hacía buen tiempo siemprehabía un artista con su caballete. A los artistas les gustaba cómo crecían laspalmeras y los vivos colores de los hoteles que daban a los jardines y al mar.Los italianos llegaban desde muy lejos para ver el monumento a los caídos.Era de bronce y relucía bajo la lluvia. Estaba lloviendo. Las palmerasgoteaban. El agua formaba charcos en los caminos de grava. El mar rompíaen una larga línea bajo la lluvia, retrocedía sobre la playa para volver a tomarfuerza y romper otra vez en una larga línea bajo la lluvia. En la plaza dondeestaba el monumento a los caídos no quedaba ningún coche. Al otro lado dela plaza, en la entrada de un café, un camarero contemplaba la plaza solitaria.

La mujer americana estaba sentada junto a la ventana, mirando la calle.Fuera, justo debajo de la ventana, una gata se acurrucaba bajo una de lasempapadas mesas verdes. La gata intentaba reducir al máximo su tamañopara no mojarse.

—Voy a bajar a recoger a ese gatito —dijo la americana.—Ya lo haré yo —se ofreció el marido desde la cama.—No, lo haré yo. El pobrecito está debajo de una mesa procurando no

mojarse.El marido siguió leyendo, incorporado al pie de la cama con ayuda de dos

almohadones.

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—No te mojes —le dijo.La mujer bajó y el propietario del hotel se levantó y la saludó con una

inclinación cuando ella pasó junto a su despacho. El escritorio estaba en elfondo del despacho. Era un anciano muy alto.

—Il piove —dijo la mujer. Le caía bien el dueño.—Sì, sì, signora, brutto tempo. Muy mal tiempo.Se quedó detrás de su escritorio, en el extremo en penumbra del despacho.

Le caía bien a la mujer. Le gustaba la tremenda seriedad con que recibíacualquier queja. Le gustaba su dignidad. Le gustaba la manera en que queríaservirle. Le gustaba cómo asumía su papel de propietario del hotel. Legustaba su cara vieja y tosca y sus manos grandes.

Pensando en cuánto le gustaba, abrió la puerta y miró fuera. Ahora llovíacon más fuerza. Un hombre con un impermeable cruzaba la plaza vacía haciael café. El gato debía de estar más o menos a la derecha. Quizá podría llegarsin tener que dejar la protección de los aleros. Mientras estaba en la puerta, seabrió un paraguas a su espalda. Era la doncella que les limpiaba la habitación.

—No debe mojarse —dijo en italiano, sonriendo. Evidentemente, elpropietario la había llamado.

Con la doncella sosteniéndole el paraguas, recorrió el camino de gravahasta que estuvo bajo su ventana. Allí estaba la mesa, de un verdeabrillantado por la lluvia, pero el gato había desaparecido. La doncellalevantó la mirada.

—Ha perduto qualche cosa, signora?—Había un gato —dijo la americana.—¿Un gato?—Sì, il gatto.—¿Un gato? —La doncella se echó a reír—. ¿Un gato bajo la lluvia?—Sí —dijo la americana—, debajo de la mesa. —Y a continuación—:

Vaya, me moría de ganas de tenerlo. Quería un gatito.

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Cuando hablaba en inglés, la cara de la doncella se tensaba.—Venga, signora —dijo—. Volvamos. Se mojará.—Supongo que tiene razón —dijo la americana.Regresaron por el camino de grava y entraron en el hotel. La doncella se

quedó afuera para cerrar el paraguas. Cuando la americana pasó junto aldespacho, el patrón le hizo una inclinación de cabeza desde su escritorio. Laamericana sintió en su interior algo pequeño y tirante. El patrón la hacíasentir muy pequeña y al mismo tiempo realmente importante. Por unmomento tuvo la sensación de ser alguien de una importancia suprema. Subiólas escaleras. Abrió la puerta de su habitación. George estaba en la cama,leyendo.

—¿Has encontrado al gato? —preguntó, bajando el libro.—Se había ido.—A saber adónde habrá ido —dijo el marido, descansando la vista de la

lectura.Ella se sentó en la cama.—Deseaba tanto tener ese gato —dijo ella—. No sé por qué, pero deseaba

muchísimo tenerlo. Quería a ese pobre gatito. No es divertido ser un pobregatito bajo la lluvia.

George volvía a leer. La mujer se le acercó, se sentó delante del espejo deltocador y se miró con el espejo de mano. Estudió su perfil, primero un lado yluego el otro. A continuación se estudió la nuca y el cuello.

—¿No crees que sería buena idea dejarme crecer el pelo? —preguntómirándose de nuevo el perfil.

George levantó la mirada y le vio la nuca, con el pelo tan corto como el deun muchacho.

—Me gusta como lo llevas.—Pues ya estoy harta —dijo—. Estoy harta de parecer un chico.George cambió de postura en la cama. No había apartado los ojos de ella

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desde que comenzaron a hablar.—Estás lindísima —dijo.Ella dejó el espejo sobre el tocador, fue hacia la ventana y miró afuera.

Estaba oscureciendo.—Quiero tener el pelo largo y poder echármelo para atrás y sentirlo terso y

apretado. Hacerme un gran moño en la nuca que me pese —dijo—. Quierotener un gatito en el regazo y que ronronee cuando lo acaricie.

—¿Ah, sí? —dijo George desde la cama.—Y quiero comer en una gran mesa con mis propios cubiertos de plata y

quiero velas. Y quiero que sea primavera y quiero cepillarme el pelo delantede un espejo y quiero un gatito y quiero ropa nueva.

—Oh, cállate y búscate algo para leer —dijo George. Ahora volvía a leer.Su esposa miraba por la ventana. Casi había oscurecido del todo, y seguía

lloviendo sobre la palmera.—De todos modos, quiero un gato —dijo—. Quiero un gato. Quiero un

gato ahora. Si no puedo tener el pelo largo ni divertirme, al menos puedotener un gato.

George no la escuchaba. Estaba leyendo su libro. Su esposa miraba por laventana, allí donde las luces de la plaza habían comenzado a encenderse.

Alguien llamó a la puerta.—Avanti —dijo George. Levantó la mirada del libro. En el vano estaba la

doncella. Llevaba un enorme gato pardo apretado contra ella y con el cuerpocolgando.

—Perdone —dijo—, el patrón me ha pedido que traiga esto a la signora.

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Una anciana y su gato Doris Lessing

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Se llamaba Hetty, y nació con el siglo XX. Tenía setenta años cuando murióde frío y malnutrición. Había estado sola mucho tiempo, ya que su maridohabía muerto de pulmonía un crudo invierno poco después de la SegundaGuerra Mundial. No era más que un hombre de mediana edad. Ahora suscuatro hijos habían alcanzado la mediana edad, y tenían hijos mayores. Deestos descendientes, una hija le enviaba felicitaciones de Navidad pero, por lodemás, para ellos no existía. Pues todos eran gente respetable, con sushogares y buenos trabajos y coches. Y Hetty no era respetable. Siempre habíasido un poco rara, eso decía la gente, si es que la mencionaban.

Cuando vivía Fred Pennefather, su marido, y los niños eran pequeños,vivían muy apretados e incómodos en un piso de protección oficial en esazona de Londres que es como un estuario inundado por mareas de gente:estaban a menos de un kilómetro de las grandes estaciones de Euston, SaintPancras y King’s Cross. Los bloques de departamentos eran pioneros en lazona; se alzaban lúgubres, grises y espantosos entre explanadas de casaspequeñas y jardines que no tardarían en demoler para sustituirlos por másbloques altos y grises. Los Pennefather eran buenos inquilinos que pagaban elalquiler y no tenían deudas. Él era obrero de la construcción, “contratado”, yse enorgullecía de ello. Nada vaticinaba por aquel entonces que Hetty seapartaría de la normalidad, salvo que a menudo bajaba a los andenes y sepasaba una hora ante las locomotoras que llegaban y partían. Le gustaba elolor que desprendían, eso decía. Le gustaba ver a la gente de aquí para allá,mientras “iban y venían de todos esos lugares del extranjero”. Se refería aEscocia, Irlanda, el norte de Inglaterra. Esas visitas al bullicio, el humo, los

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torbellinos de gente, eran una droga para ella, como pueden serlo la bebida oel juego para otros. Su marido se burlaba de Hetty, la llamaba gitana. Enrealidad era medio gitana, pues su madre lo era, aunque había elegidoabandonar a su gente y casarse con un hombre que vivía en una casa. A FredPennefather le gustaba su esposa porque era diferente del resto de las mujeresque conocía, y se había casado con ella por eso; pero los hijos temían que susangre gitana se revelase en algo más grave que los merodeos por lasestaciones de ferrocarril. Era una mujer alta, con una lustrosa y abundantecabellera negra, una piel que se bronceaba con facilidad y profundos ojosnegros. Vestía colores luminosos y disfrutaba de los arrebatos de furia y lasreconciliaciones repentinas. En sus mejores años llamaba la atención, eraorgullosa y guapa. Todo esto hacía inevitable que la gente de la zona serefiriera a ella como “esa mujer gitana”. Cuando lo oía, contestaba a gritosque no por ello era peor.

Después de que su marido falleciera y sus hijos se casasen y se fueran, elayuntamiento la trasladó a un departamento pequeño del mismo edificio.Consiguió un trabajo en una tienda del barrio, pero le pareció aburrido. Por lovisto existen ocupaciones propias de las mujeres de mediana edad que vivensolas y ya han dejado atrás la época más atareada y responsable de sus vidas.La bebida. El juego. Otro marido. Una o dos aventuras tristes. Más o menoseso. Hetty pasó un período en que, por decirlo así, probó todo eso, como si setratara de un pasatiempo, pero se aburrió. A la vez que ganaba un pequeñosueldo de empleada, emprendió un negocio de compra y venta de ropa desegunda mano. No tenía un local sino que compraba o pedía la ropa a losvecinos, y la vendía a los puestos de la calle o a las tiendas de segunda mano.Le encantaba. Era su pasión. Dejó su respetable trabajo y se olvidó porcompleto de su amor por los trenes y los viajeros. Su habitación siempreestaba repleta de retazos relucientes de ropa, un vestido con un corte que legustaba y no quería vender, tiras de abalorios, pieles viejas, bordados,

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encajes. Había algunos vendedores callejeros entre la gente de losdepartamentos, pero algo en el modo de proceder de Hetty hizo que perdierasu amistad. Los vecinos de hacía veinte o treinta años decían que se habíavuelto loca y actuaban como si no la conocieran. Pero a ella no le importaba.Se lo pasaba en grande, sobre todo cuando deambulaba por las calles con suviejo cochecito donde metía todo lo que iba comprando o vendiendo. Legustaba chismorrear, regatear, engatusar a los clientes. Esto último —y lotenía muy claro, por supuesto— era lo que le reprochaban. Ése fue el origende los males. Eso era mendigar. La gente decente no pide. Ella no eradecente.

Como en su minúsculo departamento estaba sola, pasaba en él el menortiempo posible; prefería las animadas calles. Pero no le quedaba más remedioque pasar algunos ratos en su habitación, y un día vio un gatito perdido yasustado en una esquina mugrienta y se lo llevó a casa. Vivía en el quintopiso. Mientras el animalito se iba convirtiendo en un gato grande y fuerte, sepaseaba entre el conglomerado de escaleras y ascensores y las decenas dedepartamentos como si el edificio fuera una ciudad. Las autoridades noperseguían activamente a los animales domésticos, que estaban prohibidospero se toleraban. La vida de Hetty se hizo más sociable con la llegada delgato, ya que el animal estaba siempre haciendo amigos en ese acantilado queera el edificio de departamentos del otro lado del patio, o porque no regresabaa casa por la noche y ella salía a buscarlo y llamaba a las distintas puertas apreguntar por él, o volvía a casa cojeando tras recibir una patada o sangrandodespués de tener una pelea con los de su género. Armaba una escena con losque le daban patadas o con los dueños de los gatos enemigos, hablaba delgato con otros amantes de los gatos y siempre estaba vendando y cuidando alpobre Tibby. El gato no tardó en convertirse en un guerrero cubierto decicatrices y pulgas, con una oreja rasgada y un aspecto lastimoso. Era un gatode varios colores, de ojos pequeños y amarillos. Distaba mucho de contarse

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entre los gatos de pedigrí de tonos delicados y silueta elegante. Pero eraindependiente, y a menudo cazaba palomas, cuando ya no podía aguantar másla comida de lata o el pan y la salsa de carne con que lo alimentaba Hetty, yronroneaba y se acurrucaba cuando ella lo estrechaba contra su pecho en losmomentos en que la embargaba la soledad. Esto sucedía cada vez menos.Cuando comprendió que sus hijos sólo deseaban que los dejara en paz porquese avergonzaban de la vendedora de trapos, lo aceptó, y sólo en épocas comola Navidad se adueñaba de ella una amargura que siempre iba acompañada demal humor. Entonces cantaba o le gritaba al gato: “Tú, mala bestia, gatoasqueroso, nadie te quiere, ¿verdad, Tibby? No, eres un pobre gato callejero,un pobre gato ladrón, eh, Tibs, Tibs, Tibs”.

El edificio estaba lleno de gatos. Incluso había un par de perros. Sepasaban el día peleándose en los pasillos de cemento gris. A veces habíasuciedad de perros y gatos que era necesario limpiar, pero podía quedar allídías y semanas como parte de las guerras territoriales de los vecinos. Habíamuchas quejas. Por fin, llegó un funcionario municipal para anunciar queharían cumplir la norma que prohibía tener animales. Hetty, como el resto,debería sacrificar a su gato. Esta crisis coincidió con una época de malasuerte para ella. Había tenido la gripe; no había podido ganar dinero; lecostaba salir para ir a buscar su pensión; se endeudó. Debía varios meses dealquiler. Un televisor que había alquilado y que no pagaba suscitó variasvisitas de los representantes de la empresa. Los vecinos murmuraban queHetty se había vuelto “una salvaje”. Lo decían porque el gato había arrastradopor la escalera y los pasillos a una paloma que había cazado, y el caminohabía quedado lleno de sangre y plumas. Una mujer fue a quejarse y encontróa Hetty desplumando al pájaro para guisarlo, como ya lo había hecho conotros, y compartir la comida con Tibby.

“Eres un cochino”, le decía cuando le servía el cocido en el plato para quese enfriara. “Un verdadero cochino. Mira que comerte esa paloma sucia.

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¿Qué te crees que eres, un gato salvaje? Los gatos decentes no comen pájarossucios. Las gitanas son las únicas que comen aves silvestres”.

Una noche suplicó a un vecino que tenía coche que la ayudara, y se metiódentro del vehículo con el televisor, el gato, los fardos de ropa y el cochecito.La condujo a través de Londres hasta una habitación en una calle de un barrioperiférico que estaba pendiente de rehabilitación. El vecino hizo un segundoviaje para llevarle la cama y el colchón, que ató al portaequipajes, unacómoda, un baúl viejo y unas ollas. Así fue como abandonó la calle en la quehabía vivido durante treinta años, casi la mitad de su vida.

Se volvió a instalar en una única habitación. Tenía miedo de acercarse a“ellos” para recuperar su derecho a la pensión y su identidad, por losalquileres atrasados que debía y por la televisión robada. Reemprendió suactividad comercial, y la pequeña habitación no tardó en llenarse, como laanterior, de un arcoíris de colores y texturas y encajes y lentejuelas. Cocinabaen un hornito con un solo fuego y lavaba la ropa en la pileta. No tenía aguacaliente a no ser que la hirviera en una olla. En la casa, que habían declaradoen ruinas, vivían varias ancianas y una familia con cinco hijos.

Ella estaba en la parte trasera de la planta baja. Tenía una ventana que dabaa un jardín abandonado, y su gato era feliz en aquel cazadero que se extendíamás de un kilómetro alrededor de la casa donde su dueña vivía tanestupendamente. Cerca de allí corría un canal, y entre las sucias aguasurbanas había islas a las que un gato podía acceder saltando de un barco aotro. En las islas había ratas y pájaros. Las aceras estaban repletas derechonchas palomas londinenses. El gato era un astuto cazador. No tardó enocupar un lugar en la jerarquía de la población gatuna del lugar y no tuvo queluchar demasiado por mantenerlo. Era un gato fuerte, que había engendradomuchas camadas de gatitos.

Hetty y él pasaron allí cinco años felices. El negocio iba bien, porque cercahabía gente rica que se desprendía de aquello que los pobres sólo podían

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comprar a un precio barato. No se sentía sola porque trabó una relación deamistad, repleta de riñas pero gratificante, con una mujer que vivía en elúltimo piso, una viuda como ella que tampoco veía a sus hijos. Hetty era duracon los cinco niños, se quejaba del ruido y el desorden pero les daba algunamoneda y caramelos después de decirle a su madre que era “una tonta pormolestarse por ellos, porque no lo iban a saber apreciar”. Vivía bien a pesarde que no recibía la pensión. Vendió el televisor y se pagó, junto a su amigadel último piso, un par de excursiones a la costa, y se compró una pequeñaradio. Nunca leía libros ni revistas. La verdad era que no sabía leer niescribir, o lo hacía tan mal que no le resultaba nada agradable. Su gato no ledaba más que alegrías y no le costaba nada; se alimentaba solo y seguíallevándole palomas para que las cocinara, y a cambio le pedía leche.

—Glotón, eres un glotón, no te creas que no lo sé, oh, sí, claro que lo sé, tevas a enfermar si comes todas esas palomas, ¿cuántas veces tengo querepetírtelo?

Por fin empezaron las obras de la calle. Iba a dejar de ser un barrioperiférico monótono y vergonzoso, pues la gente de clase media estabacomprando las casas. Aunque esto significaba que conseguiría más ropa deabrigo para su negocio —o que la pediría, porque todavía era incapaz deresistirse a la tentación de recibir algo a cambio de nada gracias a suspalabras lastimeras e ingeniosas y el destello que aún desprendían sus bonitosojos—, Hetty era consciente, como el resto de los vecinos, de que notardarían en comprar aquella casa, con su batallón de pobres, para arreglarla.

La misma semana en que Hetty cumplía setenta años recibieron la noticiaque anunciaba el final de aquella pequeña comunidad. Tenían cuatro semanaspara encontrar otro lugar donde vivir.

Teniendo en cuenta la escasez de vivienda que hay en Londres —y encualquier rincón del mundo, claro está—, lo normal habría sido que estagente se hubiera visto obligada a dispersarse, a arreglárselas cada uno por su

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cuenta. Pero el destino de esta calle ocupaba la atención pública porque seacercaban las elecciones municipales. La falta de hogar entre los pobres seestaba focalizando en esa calle, que era un símbolo perfecto de toda la zona, yen realidad de toda la ciudad, en la que la mitad de las casas eran cómodas,remodeladas, elegantes, y habitadas por gente que gastaba un montón dedinero, y la otra mitad eran casas desahuciadas habitadas por personas comoHetty.

Gracias a los discursos de concejales y sacerdotes, las autoridades sevieron incapaces de ignorar a las víctimas de estas reformas. La gente de lacasa donde estaba Hetty recibió la visita de un equipo formado por unfuncionario de la oficina de empleo, un trabajador social y un funcionario dela vivienda. Hetty, una mujer mayor adusta y fuerte que llevaba un traje delana rojo que había encontrado aquella semana entre la ropa que habíantirado, con una funda de tetera en la cabeza y unas botas eduardianas quearrastraba porque le iban grandes, los invitó a entrar en su habitación. Yaunque todos estaban muy acostumbrados a la pobreza extrema, ninguno deellos quiso pasar, sino que se quedaron en el umbral de la puerta y le hicieronla siguiente oferta: la ayudarían a que cobrara su pensión —¿por qué no lahabía reclamado hacía tiempo?— y junto con las otras cuatro ancianas de lacasa, tendrían que trasladarse a una residencia municipal en un barrio delnorte, a las afueras. Todas esas mujeres estaban acostumbradas a la ciudad ydisfrutaban de su animación y, ya que no tenían más alternativa que aceptar,se sumieron en un estado triste y huraño. Hetty también aceptó. Los dosúltimos inviernos le habían dolido mucho los huesos, y siempre la rondaba latos. Y aunque quizá ella tuviera un espíritu incluso más urbano que las otras,puesto que se paseaba arriba y abajo por las calles con su viejo cochecitocargado de trapos y encajes, y conocía muy bien la textura y el sabor deLondres, la idea de una nueva casa “entre verdes campos” no la sedujo comoa las otras. En realidad no había campos cerca del hogar prometido, pero por

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alguna razón todas las ancianas habían decidido aferrarse a esa vieja cantinelacomo si encajara con su situación, unas mujeres ancianas que ya no estánmuy lejos de la muerte. “Será agradable regresar de nuevo cerca de los verdescampos”, se decían las unas a las otras delante de una taza de té.

El funcionario de la vivienda fue para acabar de ultimar los planes. HettyPennefather debía trasladarse con las otras en dos semanas. El joven, sentadobien al borde de la única silla que había en la atestada habitación, porqueestaba grasienta y sospechaba que tenía pulgas o algo peor, respiraba con lamayor ligereza posible por el espantoso hedor; había un baño en la casa, perollevaba tres días estropeado, y se encontraba justo al otro lado de la delgadapared. La casa entera apestaba.

El joven, que conocía muy bien el alcance de la miseria debido a la escasezde viviendas, y que sabía cuántos ancianos abandonados por sus hijos norecibían la oferta de las autoridades para pasar a su amparo sus últimos días,no podía evitar pensar que esta desgracia de mujer debía sentirse afortunadade tener una plaza en la residencia, aunque era una institución —y él lo sabíay lo lamentaba— en la que trataban a los viejos como si fueran niñostraviesos y tontos hasta que tenían la suerte morir.

Pero justo cuando le estaba contando a Hetty que mandarían una furgonetapara que recogiera sus pertenencias y las de las otras cuatro ancianas, y queno necesitaba llevarse nada más que su ropa y “quizás unas pocasfotografías”, vio que lo que había tomado por un montón de trapos de varioscolores se levantaba y apoyaba sus sucias garras negras y rojizas sobre lafalda de la mujer, que ese día era una cortina de cretona estampada con rosasrojas y rosas en la que Hetty se había envuelto porque le gustaba el dibujo.

—No puede llevarse el gato con usted —dijo de un modo automático. Eraalgo que debía advertir a menudo y, a sabiendas del dolor que causaba conese dictamen, acostumbraba a suavizar el tono. Pero esa vez lo había tomadopor sorpresa.

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Tibby parecía un embrollo de lana vieja apelmazada por la lluvia y elpolvo. Tenía un ojo entrecerrado todo el tiempo, porque le habían desgarradoun músculo en una pelea. De una oreja no quedaba más que el rastro. Ydebajo, a un lado, una pendiente lampiña con una gruesa cicatriz. Unenemigo de los gatos había dispensado a Tibby el mismo trato que al resto: lehabía disparado un perdigón de su escopeta de aire comprimido. La heridaque le causó había tardado dos años en curarse. Y Tibby, además, apestaba.

Pero no más, sin embargo, que su dueña, que permanecía rígida, inmóvil,mirando con resuelto recelo y hostilidad al repeinado y aseado joven delayuntamiento.

—¿Cuántos años tiene este animal?—Diez años, no, sólo ocho años, no, es un gatito de cinco años —

respondió Hetty, desesperada.—Da la impresión de que le haría un favor sacándolo de toda esta miseria

—dijo el joven.Al irse el funcionario, Hetty ya había aceptado todo. Era la única de las

ancianas que vivía con un gato. Las otras tenían periquitos o nada. En laresidencia admitían periquitos.

Hetty preparó un plan y se lo contó a las demás, y cuando llegó lafurgoneta para llevárselas con sus ropas y fotografías y periquitos, habíadesaparecido, y las otras mintieron por ella. “Oh, no sabemos dónde puedehaberse metido, cariño”, no dejaban de repetir las ancianas una y otra vez alimpasible conductor de la furgoneta. “Anoche estaba aquí, pero comentó algosobre ir a Manchester, a casa de su hija”. Y se dirigieron a morir en laresidencia.

Hetty sabía que cuando desalojaban las casas para remodelarlas podíanquedar vacías durante meses, incluso años. Su intención era seguir viviendoallí hasta que aparecieran los obreros.

Fue un otoño cálido. Por primera vez, vivía como sus antepasados gitanos,

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y no se acostaba en una cama en una habitación, como la gente respetable.Pasó varias noches acurrucada junto a Tibby en el portal de una casa vacíacerca de la suya. Sabía exactamente cuándo vendría a buscarla la policía, ydónde esconderse entre los arbustos del espeso y abandonado jardín.

Tal y como suponía, en la casa no había movimiento, y se trasladó denuevo. Rompió uno de los cristales de la ventana trasera para que Tibbypudiera entrar y salir sin que tuviera que abrirle la puerta, y sin dejarsospechosamente abierta una ventana. Ocupó la habitación de la parte deatrás del último piso, y se marchaba cada mañana temprano y pasaba el día enlas calles, con el cochecito y los trapos. Por la noche encendía la trémula luzde una vela, sobre el suelo. El inodoro también estaba estropeado, así que ensu lugar usaba un balde que había en el primer piso, y por la noche lo vaciabaa escondidas en el canal, que durante el día estaba lleno de barcos de paseo ygente que pescaba.

Tibby le consiguió varias palomas.—¡Oh, sí, eres un gatito listo, Tibby, Tibby! ¡Oh, qué listo eres! Tú sí que

sabes, tú sí que sabes arreglártelas.Comenzó el frío. Las navidades llegaron y se fueron. La tos de Hetty

volvió, y pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo debajo de capas demantas y ropas viejas. Por la noche contemplaba las sombras de la vela en elsuelo y en el techo; las ventanas no cerraban bien, y entraba el viento. En dosocasiones, algunos vagabundos pasaron la noche en la planta baja de la casa yoyó que la policía los echaba. Se vio obligada a bajar para comprobar que lapolicía no hubiera tapado la ventana rota que usaba el gato, pero no lo habíanhecho. Un mirlo se coló y murió mientras intentaba salir. Lo desplumó y lococinó en una olla sobre un fuego que hizo con trozos de las tablas demadera: habían cortado el gas, por supuesto. Nunca había sido de buen comery no le preocupaba demasiado tener sólo un poco de pan seco y un pedazo dequeso para pasar la temporada debajo de la pila de ropa. Tenía frío, pero no

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pensaba en ello. Afuera estaba lleno de nieve marrón medio derretida. Volvióa su nido pensando que la ola de frío no tardaría en remitir y podría volver asu negocio. A veces Tibby se metía con ella debajo de la pila de ropa yestrechaba su calor contra su cuerpo.

—Oh, tú, qué gato tan listo, muy listo, tú sí que sabes cuidarte, ¿verdad?Eso está muy bien, cariño, muy bien.

Y entonces, justo cuando empezaba a salir otra vez, con las callesdespejadas de nieve aunque el invierno no había hecho más que comenzar —era enero— vio estacionar delante de la casa la camioneta de los obreros, ydos hombres que descargaban las herramientas. No entraron en la casa; iban acomenzar el trabajo al día siguiente. Entonces Hetty, el gato, el cochecitocargado de ropa y las dos mantas ya habían desaparecido. También se llevóuna caja de fósforos, una vela, una cacerola vieja, un tenedor, una cuchara, unabridor de latas y una ratonera. Tenía pánico a las ratas.

A más de tres kilómetros de distancia, entre los hogares y jardines delplácido Hampstead, donde vivían tantos ricos, inteligentes y famosos, habíatres enormes casas vacías. Las había visto en una ocasión, un par de añosatrás, desde el ómnibus. No solía tomarlo, debido a los comentarios y lasmiradas curiosas que suscitaban sus ropas estrambóticas y su aspecto, que lamostraba, al mismo tiempo, como una tozuda viejecita gruñona y una niñatraviesa. Porque cuanto mayor se hacía esta vagabunda de mala reputación,más se reforzaba en ella un infantilismo feroz y exigente. Era unacombinación excesiva, era incómodo tenerla cerca.

Le preocupaba que “ellos” hubieran rehabilitado las casas, pero allíseguían, aunque demasiado deterioradas y peligrosas para el uso de losvagabundos, y aún menos para los batallones de gente sin hogar de Londres.No quedaba ni un solo cristal. El suelo de la planta baja casi no existía, sólohabía pequeñas plataformas y restos de tablas de madera por encima de unsótano lleno de agua. El tejado se estaba cayendo. Las casas parecían

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edificios bombardeados.Pero en la fría oscuridad del crepúsculo, Hetty arrastró el cochecito por las

escaleras resquebrajadas y caminó con cuidado sobre los endebles tablonesde una habitación del segundo piso, en el que había un enorme agujero quedaba directamente a la parte inferior. Asomarse era como mirar dentro de unpozo. Sostuvo una vela para estudiar el estado de las paredes, que seguíanmás o menos en pie, y encontró un rincón resguardado al que no llegarían lalluvia ni el viento al colarse por la ventana. Allí estableció su hogar. Unplátano impedía que se viera la ventana despojada desde la calle principal amenos de veinte metros. Tibby, que estaba entumecido después de hacer elviaje en el cochecito debajo de la pila de ropa, empezó a dar saltos ydesapareció entre la maleza abandonada para conseguir su cena. Volviósaciado y campante, y parecía feliz acurrucado entre esos brazos rígidos,delgados y viejos. Ella se había acercado a esperar que regresara de su caza,puesto que ese cálido y ronroneante fardo de piel y huesos le aliviaba,durante un rato, el permanente dolor del frío en sus huesos.

Al día siguiente vendió las botas eduardianas por unos pocos chelines —estaban de moda otra vez— y compró una barra de pan y un poco de tocino.En un rincón de las ruinas bien alejado del que había convertido en su hogar,sacó algunas tablas del suelo, hizo un fuego y tostó el pan y el tocino. Tibbyhabía llevado una paloma y también la asó, aunque no muy bien. Tenía miedode que el fuego se propagara y que todo ardiera en llamas; también teníamiedo de que el humo atrajera a la policía. Tuvo que amortiguar el fuego, y lapaloma quedó ensangrentada y muy poco apetecible, y fue Tibby quien se laacabó comiendo casi toda. Se sentía confusa y descorazonada, pero pensó quese debía al largo trecho de invierno que todavía tenía por delante antes de quellegara la primavera. En realidad, estaba enferma. Hizo un par de intentos porseguir con el negocio y ganar algo de dinero para comer antes de admitir queestaba enferma. Sabía que su estado aún no era muy grave, porque sí lo había

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sido en otras ocasiones; habría sido capaz de reconocer la impasible ylánguida indiferencia de una verdadera enfermedad letal. Pero le dolían todoslos huesos, y le dolía la cabeza, y tosía más que nunca. Aunque todavía nopensaba que el frío le resultara especialmente perjudicial, ni siquiera en aquelenero de aguanieve. Nunca había vivido en un lugar con una calefacciónapropiada, ni siquiera cuando estaba en los pisos de protección oficial. Enéstos había estufas eléctricas, aunque la familia, para ahorrar, nunca lasusaba, a no ser que hubiera un golpe de frío. Se cubrían con capas de ropa, ose iban a dormir temprano. Pero era consciente de que si no quería morirseahora no podía enfrentarse al frío con su indiferencia habitual. Sabía quedebía comer. Se hizo un nido, el último, en un rincón relativamente seco de lahabitación azotada por el viento, lejos de la ventana desnuda por la queentraban la nieve y la lluvia. Había encontrado una lámina de polietileno en labasura y la puso sobre el suelo para que no la atacara la humedad. Luegocolocó encima sus dos mantas. Y sobre éstas, toda la ropa vieja. Le hubieragustado tener otra lámina de polietileno para cubrirse, pero en su lugar usóhojas de periódico. Se metió debajo de todo eso, con una rebanada de pan alalcance de la mano. Dormitaba y esperaba, y mordisqueaba el pan, ycontemplaba la nieve que entraba ligera. Tibby se sentó junto a la vieja caraazulada que asomaba entre las ropas y alzó una pata para tocarla. Maullaba yestaba inquieto, y entonces salió a la mañana de escarcha y llevó una paloma,que todavía forcejeaba y aleteaba un poco, y la dejó junto a la anciana. Peroella temía salir de debajo del montón de ropa, donde el calor se generaba yconservaba con dificultad. En realidad no podía salir ni para sacar más tablasdel suelo, encender un fuego, desplumar la paloma y cocinarla. Extendió unafría mano y acarició al gato.

—Tibby, pobrecito, la has traído para mí, ¿verdad?, ¿verdad que sí? Ven,ven…

Pero el gato no quería meterse allí dentro con ella. Maulló otra vez, le

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acercó más la paloma. Ahora estaba abatida y muerta.—Para ti. Cómetela tú. Yo no tengo hambre, gracias, Tibby.Pero la carcasa no le interesaba. Se había comido una paloma antes de

llevarle ésa a Hetty. Sabía alimentarse bien. A pesar de su pelo apelmazado ysus cicatrices y su ojo amarillo entrecerrado, era un gato fuerte y sano.

Hacia las cuatro de la mañana siguiente, en el piso de abajo se oyeronvoces y pasos. Hetty salió corriendo de debajo de la pila de ropa y se agazapódetrás de un montón de yeso y vigas, que ahora estaban cubiertos de nieve, alfondo de la habitación junto a la ventana. Podía ver, por un agujero entre lastablas, el primer piso, que se había desplomado, y a través de éste, la plantabaja. Vio a un hombre con un abrigo grueso y bufanda y guantes de piel quesostenía una linterna que iluminaba un pequeño fardo de ropa en el suelo. Sedio cuenta de que el fardo era un hombre o una mujer que dormía. Se asustóporque no se había enterado de que hubiera otro inquilino entre las ruinas.¿La habría oído, él o ella, hablar con el gato? ¿Y dónde estaba el gato? Si noiba con cuidado, lo atraparían, ¡y eso significaría su final! El hombre con lalinterna salió y volvió a entrar con otro hombre. En la profunda oscuridad quese cernía debajo de Hetty, se hizo una pequeña cueva de luz intensa, queprocedía de la linterna. En ese espacio de luz, dos hombres se inclinaron pararecoger el fardo, que era el cadáver de un hombre o una mujer como Hetty.Lo cargaron entre las peligrosas trampas de madera podrida que había por elsuelo, que hacían de planchas en el sótano inundado. Uno de los hombressostenía la linterna en la mano que sostenía los pies de la persona muerta, y laluz oscilaba entre los árboles y las malezas: conducían el cadáver hacia uncoche por el jardín.

En Londres hay hombres que, entre las dos y las cinco de la mañana,cuando duermen los verdaderos ciudadanos, a los que no deberían molestarcon disgustos como los cadáveres de los pobres, van por todas las casasvacías y destartaladas para recoger a los muertos, y para advertir a los vivos

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que no deberían estar allí, para invitarlos a uno de los hogares u hospiciospara los sin techo.

Hetty estaba demasiado asustada para volver al calentito montón de ropa.Se quedó sentada cubierta con las mantas, y miró por los agujeros de laestructura de la casa, vislumbrando formas y límites y orificios y pilas deescombros cuando sus ojos, como los de su gato, se acostumbraron a laoscuridad.

Oyó ruidos de gresca; eran ratas. Se le ocurrió poner la ratonera, pero alpensar en su amigo Tibby, que se podría enganchar una pata, desistió. Sequedó sentada hasta que surgió la luz, gris y fría, después de las nueve. Ahorasí que era consciente de que estaba muy enferma y que su vida corría peligro,porque había perdido todo el calor de los huesos que había conseguido reunirbajo los trapos. Tiritaba violentamente. Los temblores estaban acabando conella. Entre espasmo y espasmo, se quedaba encorvada, desarmada y exhausta.A través del techo que se alzaba sobre ella —aunque no era un techo, solo unenredo de listones y tablas— veía una oscura cueva que había sido un altillo,y a través del tejado que lo cubría, el cielo gris, con gotas que anunciaban unalluvia incipiente. El gato volvió de donde estaba escondido, y se acurrucó ensus rodillas, y le daba calor en el vientre mientras ella reflexionaba sobre susituación. Éstos fueron sus últimos pensamientos lúcidos. Se dijo a sí mismaque no llegaría a la próxima primavera si no dejaba que “ellos” la encontrarany la llevaran al hospital. Después, la llevarían a un hospicio.

Pero ¿qué iba a ser de Tibby, su pobre gato? Acarició la desaliñada cabezadel viejo gato con la punta del pulgar y susurró:

—Tibby, Tibby, no te atraparán, no, estarás bien, sí, yo te cuidaré.Hacia el mediodía el sol despuntó amarillo entre kilómetros de resbaladizas

nubes grises, y Hetty bajó tambaleándose por las escaleras podridas y sedirigió a las tiendas. Incluso en esas calles londinenses, donde lo insólito sehabía vuelto habitual, la gente se volvía a mirar a una mujer alta y demacrada

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cuyo pálido rostro tenía manchas de rojo encendido y labios azules yapretados e inquietos ojos negros. Llevaba un abrigo de hombre abotonadohasta el cuello, manoplas de lana marrones rasgadas y una capucha de pielvieja. Empujaba un cochecito lleno de vestidos viejos y retazos de encaje ysuéteres andrajosos y zapatos, todo revuelto y enredado, y seguía empujandosu cochecito entre la gente que hacía cola o cuchicheaba o miraba por laventana, y ella susurraba: “Dame la ropa vieja, cariño, dame tus caprichosviejos, dale algo a Hetty, pobre Hetty, tiene hambre”. Una mujer le dio unpuñado de monedas pequeñas, y Hetty se compró un pancito con tomate ylechuga. No se atrevió a entrar en un café, porque incluso en su estado deconfusión era consciente de que incomodaría a la gente y que probablementele dirían que se marchara. Pero pidió que le dieran una taza de té en un puestode la calle, y cuando sintió el dulce líquido caliente deslizándose en suinterior, le dio la sensación de que podría sobrevivir al invierno. Compró uncartón de leche y empujó el cochecito de vuelta a las ruinas por las callescubiertas de nieve medio fundida.

Tibby no estaba allí. Orinó abajo, en un agujero entre las tablas, mientrasmurmuraba: “¡Qué fastidio, ese té!”. Y se envolvió en una manta y esperó aque oscureciera.

Tibby volvió más tarde. Tenía sangre en una de las patas delanteras. Hettyhabía oído una pelea, y supo que se había peleado con una rata, o varias, yque lo habían mordido. Vertió la leche en la pequeña cacerola y Tibby se labebió toda.

Pasó la noche estrechando al animal contra su frío pecho. Ninguno de losdos durmió, más bien cabeceaban. Por lo general, Tibby estaría cazando, lanoche era su momento, pero ya llevaba tres noches junto a la anciana.

Esa mañana temprano volvieron a oír a los recolectores de cadáveres entrelos escombros de la planta baja, y vieron las luces de las linternasmoviéndose por las húmedas paredes y las vigas caídas. Por un momento, la

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luz casi enfocó a Hetty, pero nadie subió. ¿Quién iba a imaginar que pudierahaber alguien tan desesperado para subir esas peligrosas escaleras, confiar enaquellos suelos resquebrajados, y en mitad del invierno?

Hetty ya había dejado de pensar en que estaba enferma, en el estado de suenfermedad, en el peligro que corría; en la imposibilidad de sobrevivir. Habíaborrado de su mente la presencia del invierno y su temperatura letal, y eracomo si la primavera estuviese por llegar. Sabía que si hubiera tenido quedejar la otra casa en primavera, ella y el gato habrían vivido allí, bastantecómodos y seguros, durante meses y meses. Porque le parecía imposible, eincluso tonto, que su vida, o mejor dicho, su muerte, dependiera de algo tanarbitrario como que los obreros comenzaran las obras en enero en vez deabril, no podía creerlo, no podía interiorizar la realidad. El día anterior sehabía sentido bastante lúcida. Pero ahora sus pensamientos eran confusos, yhablaba sola y se reía. En un momento dado se abrió paso con dificultad ybuscó entre los trapos una vieja felicitación de Navidad que le había enviadosu hija cuatro años atrás. Con una voz terriblemente enfadada, severa yresentida, anunció a sus cuatro hijos que, ahora que estaba mejor, necesitabauna habitación para vivir:

—He sido una buena madre —les gritó ante testigos invisibles, los vecinosde antaño, asistentes sociales, un médico—. ¡Nunca les ha faltado nada,nunca! ¡Cuando eran pequeños sólo tenían lo mejor! ¡Pueden preguntárselo acualquiera!

Estaba agitada y armaba tanto alboroto que Tibby se apartó de ella y semetió de un salto en el cochecito, desde donde la miraba. Cojeaba y tenía lapata delantera con sangre reseca. El mordisco de la rata había sido fuerte.Cuando llegó la luz del día, dejó a Hetty en un estado de duermevela y bajó aljardín, donde vio una paloma que estaba comiendo al borde de la acera. Elgato se abalanzó sobre el pájaro, lo arrastró hacia los matorrales y se lozampó, sin llevárselo a su dueña. Después de comer se quedó escondido,

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observando a los transeúntes. Los miraba fijamente con su ojo amarillocentelleante, como si estuviera pensando, o tramando algo. No regresó a lasviejas ruinas, ni subió las húmedas y crepitantes escaleras hasta que se hizomuy tarde: era como si supiera que no tenía sentido volver.

Encontró a Hetty aparentemente dormida, envuelta en una manta, sentadaen una esquina contra un puntal. Tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, ysu abundante cabello cano se había soltado de un gorro de lana colorado, yescondía un rostro engañosamente arrebolado, el arrebol del coma causadopor el frío. Aún no estaba muerta, pero murió esa noche. Las ratas escalaronlas paredes y pasaron por las tablas y el gato escapó de ellas, todavía cojo,hacia los arbustos.

Tardaron un par de semanas en encontrar a Hetty. El tiempo mejoró y elhombre que se ocupaba de buscar cadáveres subió las peligrosas escalerasguiado por el olor. Todavía había algunos restos de ella, pero no demasiados.

En cuanto al gato, se quedó dos o tres días entre los tupidos arbustos,mirando a la gente que pasaba y, detrás de ésta, el tráfico ruidoso de la calleprincipal. En una ocasión, una pareja se detuvo a hablar en la acera, y el gato,al ver dos pares de piernas, se acercó y se frotó contra una de lasextremidades. Una mano se deslizó hacia abajo y recibió unas pocas cariciasy palmaditas. Después la pareja se fue.

El gato supo que no volvería a encontrar otro hogar, y se marchó,olfateando e intuyendo el camino de un jardín a otro, entre casas vacías, hastallegar a un viejo cementerio. En el camposanto había un par de gatoscallejeros, y se unió a ellos. Ése fue el comienzo de una comunidad de gatoscallejeros que se harían salvajes. Mataban pájaros y ratones de campo queencontraban entre la maleza, y bebían de los charcos. Antes de que elinvierno hubiera terminado, los gatos pasaron una mala temporada. Fueronvíctimas de la sed porque durante dos largas épocas el suelo se congeló yhabía nieve en vez de charcos, y los pájaros eran difíciles de cazar porque los

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gatos eran muy fáciles de descubrir entre el límpido blanco. Pero en generalse las arreglaban bastante bien. Entre los gatos había una hembra, y no tardóen surgir un enjambre de gatos salvajes, tan salvajes como si no vivieran en elcentro de una ciudad rodeada de calles y casas. Ésta sólo era una de la mediadocena de comunidades de gatos salvajes que vivían en esa manzana deLondres.

Entonces se presentó un funcionario para capturar a los gatos y llevárselos.Algunos se escaparon y se escondieron hasta que pasó el peligro. Perocazaron a Tibby. No sólo porque se estaba haciendo viejo y torpe —todavíacojeaba por la mordedura de la rata— sino porque se mostró cariñoso con elhombre, que no tuvo más que tomarlo entre sus brazos.

—Tú eres un viejo soldado, ¿no? —dijo el hombre—. Un viejo vagabundode los de antes.

Tal vez el gato pensara incluso que había encontrado otro amigo y unhogar.

Pero no fue así. Aquella semana la caza de gatos ascendió a cientos, y siTibby hubiera sido más joven le habrían podido encontrar una casa, porqueera amistoso y le gustaba agradar a la raza humana, pero era muy viejo,apestaba y estaba magullado. Así que le pusieron una inyección y, comosuele decirse, “lo durmieron” para siempre.

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Te veo, Bianca Maeve Brennan

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Mi amigo Nicholas es casi el único de mis conocidos que no tiene algúnconflicto personal con la ciudad tal y como es en esta época. Piensa que NewYork está bien. No se debe a que le vaya mejor que a los demás. Suvecindario, como todos los nuestros, está en ruinas. Demasiados edificios amedio construir o medio derruidos, demasiadas aceras transitorias ydemasiadas casas condenadas con grandes X en las ventanas.

Hace años que New York es así, precaria y no muy razonable, pero enmedio de la fragilidad Nicholas ha logrado mantener un sensato equilibrio.Nació aquí, en una casa de la Calle 14, cercana al East River, y confía en laciudad. Cree que cualquier persona decidida y paciente puede encontrar enella un buen lugar para vivir y lleva aquí el tipo de vida que desea.

Su departamento tendría un aspecto bastante similar si viviera en Roma, enBruselas o en Manchester. Dispone de un piso entero —dos habitacionesunidas en una espaciosa sala con grandes ventanas en cada extremo— en unedificio muy modesto construido antes de la Guerra Civil en el lado Este dela Calle 12, cerca de la Cuarta Avenida. Su casa es un amplio rectángulo conluces y sombras. Él lo hizo así, cavernoso y acogedor, y se tiene la sensaciónde que no son dos sino diez o veinte las habitaciones que le han ofrecido susmejores ángulos y sus secretos mejor guardados sobre profundidad yatmósfera. Unas veces parece la antesala de muchas otras habitaciones y otrasparece ser su prolongación. Es como un telescopio y al mismo tiempo es loque se ve a través de un telescopio. Por sobre todo, es un espacio privadooculto entre las bambalinas de un teatro muy concurrido, en el apogeo de latemporada.

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Misteriosamente, el techo está revestido con metal estampado. Por la nocheese techo decorado parece moverse a causa de las sombras parpadeantes.Durante el día alguna sombra ocasional se desliza lentamente a través delmetal, como si buscara un refugio permanente. Pero no hay aquípermanencia, sólo la valiente ilusión de permanencia, apenas más sustancialque la sombra que la roza. La casa será derribada. Nicholas paga una rentamensual, sin contrato de alquiler y sin garantía de que seguirá allí dentro deun año o tan sólo dentro de tres meses.

A veces la caldera se estropea en pleno invierno y llega una ola de frío quedura varios días, hasta que la reparan. El propietario es demasiado sensatopara comprar una caldera nueva destinada a un edificio que puede dejar deexistir de la noche a la mañana. Si algo en el departamento se descompone, elmismo Nicholas lo repara. (Él piensa en el bajo costo del alquiler, no en losmotivos de que sea bajo.) Si el techo o una pared necesitan pintura, él lospinta. Si los libros comienzan a apilarse en el piso, agrega estantes a los queya cubren la mayor parte de una larga pared, desde el piso hasta el cielorraso.O construye un armario para ocultar una falla en la pared del fondo. Las dosantiguas habitaciones, su única habitación, nunca recibieron la atención quese les dedica en sus últimos días.

El edificio está orientado hacia el norte y Nicholas ocupa el segundo piso.Sus ventanas miran al norte, a la Calle 12, y al sur, a los patios traseros y alos muros posteriores y laterales de otras construcciones. El barrio es unaespecie de tierra de nadie, lúgubre durante el día e intimidatorio por lasnoches, muy cercano al Village aunque no es parte de él y tampoco delLower East Side. En esa zona la Calle 12 es estrecha y ruidosa. Vetustosedificios, que no van a perdurar mucho tiempo más, se yerguen junto a lasenormes, blancas fachadas de casas de departamentos casi nuevas. Unaconstante caravana de vehículos, pendenciera, pesada, torpe, se desplazahacia la relativa libertad de la Cuarta Avenida. A su derecha, Nicholas mira el

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atestado espacio de esa avenida, donde el tráfico se dirige incesante hacia elnorte. Como muchas zonas de la ciudad extremadamente horribles, la CuartaAvenida alcanza su esplendor bajo la lluvia, en especial si llueve de noche,cuando toda la escena —los edificios, los autos y la calle— surge con unaintensidad tan honda y chabacana que es magnífica, en tanto se esté a salvode ella. Muy a salvo, con ambos pies en el piso que nos es familiar de la salaque nos es familiar, colmada de libros, de discos, de plantas, de pinturas ydibujos, con un piano diminuto, sillas, mesas y espejos, un largo escritorio yuna cama. Todo lo que es familiar está adentro, todo lo desagradable estáafuera, y de pie ante sus ventanas Nicholas puede mirar el alboroto, eldesorden, con el alegre interés de quien contempla un rompecabezas que noha creado y al que no se le pedirá que arme.

Cerca de él, Bianca —su gatita blanca— también mira la calle desde de laparte superior de un alto mueble archivador. Ahora es de tarde, el sol brilla, yBianca está allí, en el archivador, mirando, sólo por estar cerca de Nicholas yver lo que él ve. Pero ella no ve nada.

¿Qué hay allí afuera?Es un panorama, Bianca.¿Y qué es un panorama?Un panorama es el lugar donde no estamos. El lugar donde estamos nunca

es un panorama.A Bianca sólo le interesa el lugar donde ella se encuentra, lo que puede ver

y lo que desea tocar con su hocico y sus patas. Mira hacia el piso. Lo conocebien, la madera pulida y las pequeñas alfombras dispuestas aquí y allá.Conoce ese piso, sabe que es seguro, siempre está ahí para recibirla cuandobaja de un salto, siempre muy sólido y familiar bajo sus patas cuando seprepara a dar un salto hacia arriba. Le gusta volar por el aire desde unabiblioteca hacia una mesa situada junto a la pared opuesta. Vuela a través dela habitación sin mirar siquiera el piso, sin emitir sonido. Pero, aunque no lo

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mire, sabe que el piso está siempre ahí, confiable, en todo el departamento.Aun en el baño, bajo la anticuada tina de baño, y también bajo la cama, ybajo el estante más bajo de la cocina, Bianca encuentra ese piso bienconocido que ha sido su terreno, su patio de recreo, su campo de pruebas,durante sus tres años de vida.

Nicholas ha pasado largo rato de pie, observando la bulliciosa Calle 12.Desde su lugar en el archivador Bianca se alza, se estira, bosteza. Mira haciael piso y ve un retazo de luz solar. Baja de un salto, camina hacia el retazo desol y allí se sienta. Le resulta muy agradable y Bianca se hunde lentamente ensu calor hasta quedar tendida cuan larga es. La cálida luz hace que su pelajese vea más blanco y denso. Está adormilada, el sol que le quita el color a susojos volviéndolos vacuos, brillantes, le ha quitado también toda resistencia asus huesos, y ella se afloja, se aplana y se duerme. Está totalmente echada,tendida y borrosa en el piso reluciente. Una gata delgada de suave pelajeblanco, y mansa, rotunda cabeza egipcia. Duerme pacíficamente echada sobreun lado, con las patas delanteras cruzadas y las traseras una detrás de la otra.De vez en cuando su cola se curva con impaciencia mientras duerme. Pero elensueño es demasiado débil para sostenerla y cae, sigue cayendo hasta yacerinmóvil en el abismo del sueño más profundo. El polvo destella en el ampliorayo que proyecta su luz sobre Bianca, que ahora tiene un color más pálido ypuro que el blanco y tan ingrávido que parece a punto de esfumarse, como siestuviera hecha de la luminosidad que se derrama sobre su cuerpo y debieradesaparecer junto con ella.

Bianca duerme cerca de la cama de Nicholas, ancha, baja y perpendicular ala pared. Detrás de la pared se esconde una chimenea inutilizada desde hacetiempo, enmascarada mucho antes de que Nicholas ocupara el departamento.Pero él tiene una segunda chimenea en el fondo de la larga sala. Aunque dejóde funcionar hace años, se conservó a la vista. Nicholas hizo allí un jardín, uninvernadero. Las plantas se disponen en gradas en el hogar y a su alrededor, y

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prosperan gracias a la iluminación perpetua que ofrece una lámpara eléctricaoculta en la chimenea. Siempre hay alguna en flor. Hay geranio hiedra,geranio rosa, y malvón rosado y blanco. Hay también begonias, helechosplumosos, una violeta blanca y varias plantas pequeñas, sin nombre, quecomienzan su vida en minúsculos cacharros. La jarra para regarlas seencuentra en el piso, junto a ellas, y se mantiene llena porque a la gata leagrada beber de ella y, en ocasiones, jugar metiendo una pata y después laotra. Bianca agita el agua para observarla y descubrir las nuevas, extrañasprofundidades que ha creado. Golpetea las hojas de las plantas y se sienta amirarlas. Tal vez espera que le devuelvan el golpe.

En la mitad trasera se encuentra también la cocina de Nicholas, completa ybien equipada, separada del resto de la sala por una barra alta. Su cocinarecibe luz a pleno desde la ventana que le ofrece el panorama de la parte deatrás de su casa. Al mirar en línea recta a través de ella, ve el blanco murolateral de un viejo depósito y, arriba, el cielo. Si mira hacia abajo, ve unaparcela abandonada, un minúsculo basural que alguna vez fue el jardín de suedificio. Un pequeño terreno patético, oculto, olvidado y cerrado, al queescasamente llega la luz del sol, donde la tierra conserva aún fortalezasuficiente para recibir y nutrir a un descarriado árbol del cielo, que brotó ycreció sin ser advertido hasta que alcanzó la altura de la ventana de Nicholas.Nadie vio que el arbolito crecía más allá del subsuelo y la planta baja, porquenadie vive ahí abajo pero cuando alcanzó el alféizar de la habitación deNicholas, él le dio la bienvenida, como si después de haberse demoradolargamente en el camino por fin hubiera llegado a su hogar.

A Nicholas le encantaba el árbol y se comportó con él como si le hubieranentregado la llave de su herencia o una visión de ella. Se asomaba por laventana para tocar sus hojas. Luego salía a la escalera de incendios yencaramado en ella se aseguraba de que estuviera saludable. Lo fotografiaba,se llevaba una hoja para dibujarla. Con sus cuidados, en medio de las

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penurias neoyorquinas el pequeño árbol del cielo dejó de ser una malezadescomunal para convertirse en un helecho gigante de enorme importancia.

Desde la barra de la cocina Bianca vigilaba, mientras ronroneabaespeculativamente con las patas plegadas bajo su pecho y la cola onduladaalrededor de su cuerpo. Estaba contenta. Observar a Nicholas junto al árboldel cielo era casi tan bueno como observarlo en la cocina. Cuando regresó ala sala ella siguió mirando las pocas hojas lo suficientemente altas paraaparecer temblorosas en el borde del alféizar. Él se detuvo y la miró pero ellalo ignoró. Él quería molestarla. Le gritó: “¡Te veo, Bianca!”. La gataentrecerró los ojos. “¡Te veo!”, chilló Nicholas. “Te veo, Bianca. Te veo,Bianca. Te veo. Te veo. Te VEO!”. Luego calló. Al cabo de un minutoBianca giró la cabeza y lo miró. Pero sólo para mostrar que no habíacontienda. Su voluntad era más fuerte. ¿Para qué se tomaba él esa molestia?Luego desvió la mirada. Había ganado. Siempre ganaba.

En verano llueve. La súbita lluvia estival golpea los cristales de lasventanas y hace que el árbol del cielo cimbre y tiemble agradecido por teneragua suficiente alguna vez. ¡Vaya cambio el del clima cuando la densidadsofocante del verano se disipa y revela un nuevo mundo de libertad! Airelibre, movimiento libre, calles limpias, techos limpios y sueño tranquilo.Bianca mira la lluvia que cae por el cristal de la ventana. Una gota sobreviveal golpe contra el cristal y rueda, indemne. La gata salta y su pata la atrapa alotro lado del cristal, la aplasta y ya no puede verla. Luego mira su pata fría yal ver que está vacía empieza a lavarla, mordisqueándola iracunda. Pero unapata lleva a la otra, y tiene cuatro. Bianca se lava con esmero, cuida muy biensu único abrigo. Nunca está ociosa, se acicala, hace excursiones, y luego seocupa de Nicholas. Él entra y sale del departamento muchas veces. Amenudo lo espera en el rellano. Así, ella es lo primero que ve al abrir lapuerta de calle. Cuando está en el departamento se queda junto a él. SiNicholas regresa mientras Bianca se encuentra aún en una de sus excursiones,

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ella aparece en la ventana antes de que él se haya quitado el abrigo. Biancasale mucho, baja y sube la escalera de incendio y la escalera interior que llevaal departamento de arriba y al techo del edificio. Pasea. Nicholas lo sabe. Legusta pensar que Bianca es libre.

Bianca y el árbol del cielo le ofrecen a Nicholas esa dimensión extra queanhelan todos los habitantes de departamentos. Las personas que no tienenterrazas o jardines ansían escapar de sus cuatro paredes, aunque no para irmuy lejos. Sólo quieren salir un momento. Durante las noches y los días deverano salen de sus edificios. Se agrupan, de pie o sentados en los peldañosde la entrada, toman aire y miran la calle. A veces llevan una silla para quealguna persona anciana pueda hacer una salida. Se asoman a su ventana conlos codos apoyados en el alféizar y miran las caras de sus vecinos, asomadosa las ventanas de enfrente. Todos escapan de las habitaciones donde viven.Les alegra poseerlas pero no encerrarse en ellas y es posible tener alberguesin estar enclaustrado. Los antepechos de las ventanas son escotillas seguraspara salir al exterior, así como las escaleras de incendio, los techos y lasescalinatas de entrada.

Bianca y el árbol del cielo hacen infinitamente espaciosa la vida deNicholas. El árbol vierte en la sala su lozana y verde claridad. Bianca arrastrauna hebra de su vida por dentro y por fuera de la casa, subiendo y bajandoescaleras. ¿Adónde va? Nadie lo sabe. Nunca se la ha visto alejarse más alláde los muros del edificio. A sus amigos, Nicholas les comenta que es posiblemantener a una gata en un departamento sin convertirla en una prisionera.Dice que las calamidades les ocurren sólo a las personas que las atraen. Diceque Bianca es muy inteligente y que nada puede dañarla.

A ella le gusta sentarse en los alféizares de los inquilinos de losdepartamentos de arriba, a los que nunca visita sin que la inviten. También legusta sentarse en el techo, en los despojos del jardín que en una épocacuidaba Nicholas. Ella lo observaba mientras se dedicaba a la jardinería. Era

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un auténtico jardín y prosperó hasta que el inquilino del piso superiorcomenzó a quejarse de las filtraciones en el cielorraso. Hasta las plantasresistentes, capaces de desarrollarse en medio del polvo y el hollín citadinos,necesitan riego. Nicholas aún sube al techo, no para apenarse por su jardín —era un experimento y no lo lamenta— sino para mirar el mundo Gulliver enel que vive: los nuevos edificios, demasiado altos para las calles donde sealzan, y los edificios más antiguos y pequeños, desproporcionados conrespecto a todo, excepto el pasado en el que pronto serán absorbidos. Desdela calle o desde cualquier ventana a menudo la ciudad parece algo arrojadoallí sin tener en cuenta la razón, un lugar siempre acechado por el caos. Perodesde cualquier techo la ciudad adquiere nitidez. Un techo guarda proporcióncon el edificio que está debajo y desde allí se puede ver con facilidad que losdemás techos, y sus muros, guardan proporción entre sí, y con la ciudad. Losedificios se aprietan unos contra otros, sin importar su tamaño o altura. Lucesy sombras los atraviesan, modificando todo el tiempo el panorama. EnManhattan la lucha por el espacio genera un tumulto oceánico en el aire delas calles, y todos los techos se transforman en alfombras mágicas en elinstante en que alguien los pisa.

Aunque Nicholas llega hasta el techo por la escalera de incendio, regresa asu departamento por el interior del edificio. Desciende los tres tramos deescalera que lo llevan hasta su rellano o sigue hasta la planta baja. Le gusta eledificio y le gusta recorrerlo. Bianca lo sigue. Le gusta que la lleven a paseary deambular por el hall donde se encuentra la puerta de calle. Es un antiguovestíbulo, viejo y estrecho, la entrada de la residencia familiar que el edificiofue alguna vez. Al entrar desde la calle, a la izquierda se abren dos puertas, alo que fueran la sala de estar y el comedor. Ahora las puertas están siemprecerradas, allí no hay inquilinos. La escalera que conduce al departamento deNicholas divide en dos el estrecho vestíbulo. Debajo de esa escalera, junto ala puerta por donde se baja al subsuelo, hay un cubículo misterioso, con

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espacio suficiente para guardar chanclos, botellas de vino o una maleta muypequeña. Nadie sabe para qué fue construido, pero Bianca lo eligió como unode sus escondites y allí fue donde Nicholas la buscó la primera vez, cuandoadvirtió que no la había visto en todo el día, es decir, durante unas diez horas.

Tenía la certeza de que se hallaba en el cubículo, deseando que lapersuadieran cariñosamente para salir de allí. Nicholas la llamó desde elrellano. Siguió llamándola mientras bajaba la escalera. Luego se puso derodillas y echó un vistazo al pequeño y oscuro recoveco. Bianca no estabaallí, tampoco en el techo o debajo de la cama, o al pie del árbol del cielo,intentando trepar por él. No estaba en ningún lugar. Bianca se había ido. Nopudo encontrarla. No estaba.

La historia de Bianca no tiene fin porque nadie sabe qué le sucedió. Hacemeses que desapareció. Nicholas ha dejado de publicar avisos en el periódico,ha retirado los anuncios que había puesto en la lavandería, la tienda dealimentos, la farmacia, la florería y el puesto del lustrabotas. Ha dejado debuscarla en la calle. Al principio caminaba por las calles susurrando sunombre. Una noche se encontró gritándolo. Estaba furioso con ella. Se dijoque si aparecía en ese momento la mataría. Sin duda, no se alegraría de verla.Todo lo que deseaba era saber, de una u otra manera, si estaba viva o muerta.Pero nada se supo de Bianca, nadie pudo dar noticias de ella pese a que elteléfono sonaba constantemente y las personas que llamaban creían haberlavisto, por lo cual Nicholas pasó muchas horas recorriendo el vecindario enrespuesta a informaciones falsas. De nada sirvió. Ella no estaba. Recordó queen realidad él no había deseado tener un gato. Había recibido a Bianca sóloporque un amigo que ya tenía demasiados gatos se lo suplicó. Ahora sepregunta qué le sucedió a su gata, pero cada vez se lo pregunta menos. Sedice a sí mismo que ella se ha empequeñecido hasta ser en su mente pocomás que un motivo de irritación. En realidad no la extraña demasiado. Al finy al cabo, sólo había traído consigo su silencio. Era muy tranquila, no era

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particularmente juguetona. Le agradaba rodar, echarse de espaldas y a la luzde la luna dar zarpazos al aire, pero por lo demás parecía casi impasible. Encualquier caso, se ha ido y Nicholas cree que si tan sólo hubiera sabido concerteza qué le sucedió, a estas alturas ya la habría olvidado por completo.

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Mi gato Hebe Uhart

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Cuando toma yogurt se lame con él todo el cuerpo y parece decirme: “Por finme refresco”. Cuando le doy pescado, me agradece pasándome su cola pormis piernas y cuando la carne no le gusta, la rechaza con una patadita quequiere decir: “Está incomible”. Tampoco toma agua vieja o con olor ahormiga accidentada dentro del líquido: él mismo le pone el sello deinvalidación al agua tirándole un trocito de alimento para gato a ese plato.Lame de una galletita el queso crema y yo sé si quiere mucho o poco. Siquiere mucho, lame la galletita cuidadosamente hasta el final, en pequeñasparcelas exhaustivas. Dirá: “Aprovechemos ésta, que quién sabe si hay más”.

Algunas veces se acerca a la comida, o a visitar a la señora de al lado, node manera mecánica o habitual, sino como si se acordara de que olvidó algo.Eso se nota porque cambia el ritmo de la marcha: va corriendo y con decisiónhacia sus objetivos.

Si lo miro fijo, desvía la mirada en el mejor estilo humano de hacerse eloso, también se hace el oso porque se asusta cuando me bordeo los ojos conlas manos ahuecadas. De la pelota también se asusta porque los piques tienenun destino incierto; debe pensar que la pelota está loca. Le gusta jugar conaritos de plástico; se los tiro y los busca, cuando los agarra los afirma con lapata como diciendo: “Aquí está”. Prefiere unos aros a otros y es sensible alinterés que ponga yo en ese juego: cuando el juego ha sido bueno ysatisfactorio, me devuelve el aro cerca de los pies, reforzando el “aquí” con lapata. De esos aros el que más le gusta es una especie de triángulo y yo tengouna teoría: percibe mejor lo angular; de chico exploraba mucho las junturasde las paredes, en la zona del ángulo.

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Si lo beso y lo acaricio cuando no tiene ganas, se sacude como los chicosque se limpian los besos, pero cuando le doy un beso muy sentido, no tienemás remedio que aceptarlo y no se resiste. Tiene absoluto control sobre elefecto de sus uñas y dosifica sus arañazos: si está un poco molesto, las sacaapenas, si la molestia va in crescendo, no las saca todavía de plano, lanza unaadvertencia: produce con ellas una sensación un poco molesta, parecida a ladel pinchazo de la inyección que ponen para la anestesia general: un calorentre picante y pinchante, como el pincho de una tela caliente y rugosa. Espeligroso acercarle la cabeza y dejar que roce el pelo porque tiende ainvestigar la consistencia del cuero cabelludo, debe creer que ahí hay un nidode tarántulas.

Cuando está muy generoso y a gusto —para él es lo mismo— me permitejugar con la punta de la cola: me da golpecitos a intervalos regulares sobre lapalma de la mano. Salvo que odia el viento, detesta la lluvia y se aterrorizaante el granizo, en relación a lo que se le puede o no hacer, no hay reglasfijas: se le puede tocar la cola y los bigotes en ciertas circunstancias. No se lopuede acariciar mientras graniza, porque como es un animal, su terror essagrado. Tal vez toda la inteligencia humana no haya sido más que vencer elterror; todas las fórmulas de cortesía —qué tal, cómo le va— sólo seanfórmulas para aventar el terror que nos produce otro ser humano. Pero adiferencia de nosotros, que cuando aprendemos algo nuevo nos sentimosllenos de estímulos y vitalidad, si él aprende un juego nuevo más difícil, no lorepite: una vez aprendió un juego difícil y huyó aterrorizado.

Huele y se regodea con el cuero y la lana de la camiseta que, como diríaPlatón, participan de la animalidad, y rechaza los simulacros de gato y perrode porcelana. Cuando se rasca las uñas en la madera y en la paja no es sólopor necesidad, es también un ritual. Lo hace siempre que tardo mucho envolver y ahí querría decir: “Gracias a Dios”. También se rasca las uñascuando paso de una actitud sedentaria a otra más movida: ahí indica el pasaje

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de un tiempo a otro. Cortarle las uñas significa impedirle imaginar lostiempos. Sabe entonces lo que es “aquí”, cuando afirma con la pata losobjetos, y sabe también “nosotros”. Cuando se va la visita también se rascalas uñas en alguna parte como diciendo: “Por fin solos” o “Por fin un poco detranquilidad”.

Yo invito a unos amigos que tienen nenas. Las nenas juegan en elcerramiento de atrás. Mientras nosotros hablamos del Mercosur, de que secompraron una computadora o de que es inadmisible que alguien haga esto oaquello, el gato se va a ver lo que hacen las nenas: ellas cambian todo el lugaren dos minutos: llenan la mesa de fichitas que caen, cambian de lugar lasmacetas para el juego de visitas y siempre establecen un nuevo orden con losobjetos. Yo voy al cerramiento llena de satisfacción para investigar el nuevoorden y el gato está exclusivamente cerca de ellas, lleno de fascinación yterror, no pudiendo creer toda la osadía que ve, como les pasaba a losespectadores de la tragedia griega ante la transgresión del héroe.

Sabe que espero visita porque acomodo las sillas, pongo el mantel y lascopas, doy vueltas, miro la hora, y cuando la mesa está puesta se sienta arribadel mantel a esperar. A él no le importa si suena el teléfono, pero si oye elportero eléctrico, se baja del mantel hasta la puerta para ver quién viene ysaca la cabeza como una vecina chusma. Sabe también cuándo termina lavisita antes que yo: cuando se produce un silencio en la conversación, en eseestarse despidiendo, en ese “¿me quedo un ratito más o me voy?”, él ya estádespierto y sentado cerca de la puerta como despidiendo.

Cuando vienen unas amigas para tomar sol, mientras hablamos de la genteconocida: que si él, que si ella, que si es maduro, que está verde, que si noera, que se habrán separado, él da vueltas al sol junto a nosotras: toma sol yda vueltas para arriba y para abajo, como un pollo que se está rostizando.

Mira a algunas personas con cara de pronóstico reservado: seguíamuchísimo con la mirada a una chica de la limpieza que era casi profesora de

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Historia y exmonja. A ella se le caían todas las cosas a cada rato, se apartabay cantaba bajito pero con una voz muy rara, estaba como ajena y aparte. Elgato la seguía de habitación en habitación observando todo lo que hacía, conlas patas y la cabeza bien afirmadas al suelo y con el culo levantado. Quizáesperara algún hecho fascinante y novedoso de ella o no lo dejaba tranquilo elmodo de ella de moverse por la casa. De repente, después del canto de lachica —inquietante, en verdad— sentí un grito desgarrador y creí que ellaestaba por morirse o algo así —a esa chica le podía pasar cualquier cosa— ygritó porque sin que ella se diera cuenta, el gato se le había subido al hombro,como si fuera una lechuza. Porque él tiene relaciones distintas con laspersonas: cuando viene Clara para hacer planillas, las despliega a todas en elsuelo para ver simultáneamente distintos datos. Él no se asusta por dos cosas:Clara ostenta un dominio eficiente del espacio y coloca las planillas en unmovimiento rasante sobre el suelo, no hace un revoleo al azar. Él se pone aprudente distancia para observar sus seguros movimientos y parece otro gato,un señorito tímido y educado; eso sí, sin que ella se dé cuenta, le huele conprudencia los zapatos. Cuando el gato era chico, vino un exnovio con el queestábamos hablando amigablemente sobre la situación política, se le acercórápida y decididamente, como enfrentándolo y advirtiéndole, sin agresión,aunque se puso de frente a él, cara a cara. En esa advertencia le quería decir:“El novio de ella ahora soy yo”. Mi exnovio se rio del gesto y yo también:nadie hizo ningún comentario porque se entendió todo.

El hombre debe ser para él un animal más grande que lo alimenta, loacompaña y lo abandona. Por eso se pasa la vida estudiando mis hábitos: sabepor la bolsa si voy lejos, si voy cerca y yo sé por él cuándo estoydesasosegada e insegura: doy vueltas por la casa, no encuentro lo que busco,no sé si salir o quedarme. Cuando doy muchas vueltas y él me ha seguido,finalmente me da una patadita que quiere decir: “Terminá con tanta vueltaque me ponés nervioso”. Y a la noche, cuando me siento con un vaso de algo

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frente al televisor, él puede salir tranquilo al balcón, desde donde vuelve detanto en tanto para controlar si todavía estoy ahí. Si en el ínterin entra unapersona que escapó a su control —cosa rara— mira con cara de decir:“¿Cómo sucede esto nuevo sin mi presencia?”.

Se pregunta por los arcanos, mejor dicho los investiga: dentro del armario,la valija de los plomeros, la rejilla por donde corre el agua y mi valija deviaje. Mi valija de viaje es arcano y fatum. ¿Qué hay más allá, qué hay másarriba, qué hay más abajo? Destapa la rejilla de la canaleta y mete la pataadentro. El ascensor es el arcano mayor y es el infierno. El movimiento y elgolpe de las puertas producido por un gran viento previo a las lluvias es paraél el anuncio del fin del mundo. El fin del mundo es el granizo y él no esperala salvación inventando un mundo nuevo, pobre, la espera escondido debajode la cama.

Tiene un maullido distinto para cada cosa, pero uno totalmente diferentepara el extrañamiento metafísico: es largo, quebrado y mientras mira a sualrededor con cara de desconocimiento y asombro, como si fuera la primeravez que observa todo: es una cara y una actitud que me recuerda a losejercicios de extrañamiento que recomendaba Stanislavski a los actores paraque vieran a su alrededor con una mirada nueva.

Cuando el tiempo está bueno, la comida rica y yo estoy tranquila, contadasveces me hace una caricia muy especial y rara: pasa muy suavemente sulengua por la palma de mi mano, una caricia que nada tiene que ver con loslengüetazos apurados habituales. Yo interpreto que esa caricia quiere decir:“Gracias por existir” (abarca su existencia y la mía) y es similar alagradecimiento que hacen los conductores de programas televisivos a susentrevistados famosos —pero también quiere decir “esta casa es uncosmos”—. La intuición de la unidad del cosmos que Schopenhauer atribuyeal santo y al genio, quienes han vencido las estratagemas de la razón, él latiene sin ninguna necesidad de ascetismo ni de vencerse a sí mismo. La única

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diferencia está en que si se le presentara un pajarito, abandonaría su intuicióncósmica y ese estado de beatitud para hacerlo pelota desplumándolo en dosminutos.

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La mayor presa de Ming Patricia Highsmith

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Ming descansaba cómodamente a los pies de la litera de su ama, cuando elhombre lo sujetó por el pescuezo, lo sacó de allí, lo dejó sobre las planchas dela cubierta y cerró la puerta de la cabina. A Ming se le dilataron los azulesojos de sorpresa y de un breve arrebato de ira. Luego casi los cerró a causadel esplendor del sol. No era la primera vez que echaban a Ming sin cortesíaalguna de la cabina, y él sabía que el hombre lo hacía cuando su ama, Elaine,no lo veía.

El yate de vela no ofrecía refugio alguno contra el sol, pero Ming todavíano sentía demasiado calor. De un ágil salto, se encaramó en el techo de lacabina, y se puso sobre un rollo de cuerda que reposaba junto al mástil. AMing le gustaba utilizar el rollo de cuerda a modo de cama, debido a quedesde aquella altura podía ver todo, la forma de copa que presentaba el rollolo protegía de los vientos fuertes, y también atenuaba los efectos del balanceoy bruscos cambios de dirección del yate White Lark, debido a que seencontraba, más o menos, en el centro de la embarcación. Pero entoncesacababan de plegar la vela, ya que Elaine y el hombre habían almorzado, y, amenudo, los dos hacían la siesta después de almorzar, momento en que segúnle constaba a Ming, al hombre no le gustaba que éste se encontrara en lacabina. En realidad, Ming acababa de almorzar, comiendo un deliciosopescado a la parrilla y un poco de langosta. Recostado formando el cuerpouna relajante curva, Ming abrió la boca en un gran bostezo, y luego, con susoblicuos ojos casi cerrados, para protegerlos del fuerte sol, contempló lascastañas colinas, las blancas y rosáceas casas y los hoteles que bordeaban labahía de Acapulco. Entre el White Lark y la playa en la que la gente

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chapoteaba, sin que el ruido llegara hasta la embarcación, el sol producíadestellos sobre la superficie del agua, como si millares de luces eléctricas seencendieran y se apagaran. Pasó un practicante del esquí acuático dejandouna estela de blanca espuma tras él. ¡Estúpida diversión! Ming dormitaba,sintiendo cómo iba penetrando el sol en su peluda piel. Él era de Nueva Yorky estimaba que Acapulco era mucho mejor que el entorno en que había vividodurante las primeras semanas de su vida. Recordaba una sombría caja, conpaja en el fondo, en la que se encontraba en compañía de tres o cuatro gatitosmás, y una ventana detrás de la cual se detenían gigantescas formas duranteunos instantes e intentaban atraer su atención por el medio de golpear elvidrio y luego se iban. Ming no se acordaba en absoluto de su madre. Un día,una mujer joven que olía agradablemente entró en el lugar en que Ming seencontraba y se lo llevó lejos de aquel lugar feo, con el aterrador olor aperros, a medicinas y a excrementos de loro. Luego viajaron en algo queahora Ming sabía que era un avión. En la actualidad estaba ya muy habituadoa los aviones que, entre una cosa y otra, le gustaban bastante. En ellos Mingiba sentado en el regazo de Elaine, o dormía en él, y si sentía hambre siemprele daban alguna cosita de comer.

Elaine pasaba gran parte del día en una tienda de Acapulco, en la que delas paredes colgaban vestidos, pantalones y prendas de baño. El lugar teníaun olor limpio y fresco, en su parte delantera había flores en macetas y cajas,y el suelo era de fresca cerámica azul y blanca. Ming gozaba de total libertadpara vagabundear por el patio interior o para dormir en su cesto, en un rincón.En la parte delantera de la tienda había más sol, pero allí siempre corría elriesgo de que traviesos muchachos intentaran atraparlo, por lo que Mingrealmente no podía descansar.

Lo que más le gustaba era echarse al sol, en compañía de su ama, en unade las largas reposeras de lona, en la terraza de su casa. Pero a Ming no legustaban aquellas personas que su ama invitaba a veces a su casa, personas

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que pasaban allí la noche, personas a montones que se quedaban hasta altashoras de la noche, comiendo y bebiendo, poniendo discos y tocando el piano,personas, a fin de cuentas, que lo alejaban de Elaine. Personas que le pisabanlas zarpas, personas que a veces lo agarraban por la espalda, de manera queMing no podía hacer nada para evitarlo, y tenía que agitar violentamente elcuerpo y luchar para liberarse, personas que queriendo acariciarlo lo tocabancon rudeza, personas que cerraban puertas, aquí o allá, dejándolo a élencerrado. ¡Gente! Ming detestaba a la gente. Elaine era la única persona aquien quería. Elaine lo amaba y lo comprendía. Ming detestaba de maneramuy principal a aquel hombre llamado Teddie. En los últimos tiempos,Teddie estaba siempre presente. A Ming no le gustaba la manera en queTeddie lo miraba cuando Elaine estaba distraída. Y a veces Teddie, cuandoElaine no podía oírlo, dirigía en un murmullo palabras a Ming que éste sabíaque eran una amenaza. O una orden de que saliera del cuarto. Ming se lotomaba con calma. Ante todo era preciso conservar la dignidad. Además,¿acaso su ama no estaba de su parte? Aquel hombre no era más que unintruso. Cuando Elaine estaba presente aquel hombre fingía, a veces, sentircariño hacia Ming, pero éste siempre se apartaba de él, con cortés gracia,aunque con inconfundible significado.

La siesta de Ming fue interrumpida por el sonido de la puerta de la cabinaal abrirse. Oyó las risas y las palabras de Elaine y de aquel hombre. El sol,grande y anaranjado, ya estaba cerca del horizonte.

Elaine se le acercó:—¡Ming! ¿Te estás cociendo, querido? ¡Yo creía que te encontrabas

dentro!—Sí, yo también lo creía —dijo Teddie.Ming ronroneó como hacía siempre al despertarse. Elaine lo tomó

suavemente, lo meció en sus brazos y lo llevó a la brusca y fresca sombra dela cabina. Elaine hablaba con el hombre, y lo hacía en un tono que no era ni

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mucho menos amable. Puso a Ming junto a su plato con agua, y Ming, apesar de que no tenía sed, bebió un poco para complacer a Elaine. Se sentíaalgo atontado por el calor y se tambaleaba un poco.

Elaine buscó una toalla húmeda y la pasó por la cara, las orejas y las cuatropatas de Ming. Luego lo dejó en la litera que olía al perfume de Elaine, perotambién al hombre a quien Ming detestaba.

Ahora el ama de Ming y el hombre se peleaban, lo que Ming sabía por eltono de sus voces. Elaine se quedó al lado de Ming, sentada en el borde de lalitera. Por fin, Ming oyó el sonido de salpicón de agua que significaba queTeddie se había arrojado al mar. Albergó esperanzas de que el hombre sequedara para siempre en el mar, que se ahogara, que jamás regresara. Elainemojó una toalla de baño en la pileta de aluminio, la escurrió y la extendiósobre la litera, poniendo a Ming encima. Luego le trajo agua, y Ming, quetenía sed, bebió. Elaine lo dejó para que Ming durmiera, mientras ella lavabay ponía a secar los platos, produciendo con ello unos confortantes sonidosque a Ming le gustaba oír.

Pero pronto se oyó otro “plash” y un “pop”, seguidos del sonido de losmojados pies de Teddie en la cubierta, y Ming volvió a despertarse.

El tono de pelea en las voces volvió a comenzar. Elaine subió los peldañosque llevaban a cubierta. Ming, en tensión, pero con la cabeza reposando aúnen la húmeda toalla, mantenía la vista fija en la puerta de la cabina. Oyó elsonido de los pies de Teddie descendiendo los peldaños. Ming levantólevemente la cabeza, consciente de que no tenía salida a sus espaldas, queestaba acosado, allí, en la cabina. Con una toalla en la mano, el hombre sedetuvo y lo miró.

Ming se relajó completamente, como solía hacer antes de bostezar, lo quemotivó que se pusiera levemente bizco; luego, permitió que su lenguasobresaliera un poco por entre los labios. El hombre comenzó a decir algo, ycausaba la impresión de querer arrojar la empapada toalla contra Ming, pero

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dudó, y aquello que el hombre se disponía a decir no fue jamás formulado porsus labios. El hombre arrojó la toalla en la pileta, y luego se inclinó paralavarse la cara. No era la primera vez que Ming sacaba la lengua ante lasnarices de aquel hombre. Mucha era la gente que se reía cuando Ming hacíaesto, principalmente cuando era gente que asistía a una fiesta, y esto a Mingle gustaba bastante, pero tenía la impresión de que el hombre lo interpretabacomo un gesto de hostilidad, lo que constituía la razón por la que Mingsacaba la lengua deliberadamente ante Teddie, en tanto que, en otrasocasiones, Ming la sacaba de una manera puramente accidental.

La pelea prosiguió. Elaine preparó café. Ming comenzó a sentirse mejor ysubió a cubierta una vez más, debido a que el sol ya se había puesto. Elainepuso en marcha el motor, y el yate comenzó a deslizarse hacia la playa. Mingoía el canto de los pájaros, así como unos extraños chillidos, como frasesagrias, que ciertos pájaros lanzaban únicamente al anochecer. Mingcontemplaba con placer la perspectiva de volver a encontrarse en la casa deadobe, en el acantilado, que era el hogar compartido por su ama y él. Leconstaba que la razón por la que su ama no lo dejaba en casa (donde Ming sesentía más cómodo) cuando salía en el yate estribaba en que temía quealguien secuestrara a Ming e incluso que lo mataran. Ming lo comprendía.Había habido gente que intentó apoderarse de él, incluso ante la vista de lapropia Elaine. En cierta ocasión lo habían metido bruscamente en un saco detela, y a pesar de que Ming luchó con todas sus fuerzas, dudaba mucho deque hubiera podido reconquistar la libertad si Elaine no hubiera golpeado almuchacho y le hubiera quitado el saco.

Ming intentó saltar de nuevo a la techumbre de la cabina, pero después deecharle una ojeada, decidió no malgastar fuerzas, y se agazapó en la calientecubierta, en leve descenso, con las patas delanteras debajo del cuerpo y lamirada fija en la playa que se acercaba constantemente. A los oídos de Mingllegaba la música de guitarra que sonaba en la playa. Las voces de su ama y

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del hombre habían dejado de sonar. Durante unos instantes el único sonidofue el “chuc-chuc-chuc” del motor de la embarcación. Luego, Ming oyó elsonido de los desnudos pies del hombre al subir los peldaños de la cabina.Ming no volvió la cabeza para mirarlo, pero sus orejas se agacharon un poco,espasmódicamente, tan sólo por instinto. Ming miró el agua que se hallabaante él, a una distancia de un corto salto hacia abajo. Cosa rara, el hombreque se encontraba a sus espaldas no producía el menor sonido. Ming sintiópicor en el pelo del pescuezo, y miró hacia atrás, por encima del hombroderecho.

En aquel instante, el hombre se inclinó hacia adelante, abalanzándose sobreMing con los brazos abiertos.

Ming se puso en pie al instante, lanzándose hacia el hombre, en la únicadirección de seguridad que se le ofrecía en la cubierta carente de barandas, yel hombre balanceó hacia adelante el brazo izquierdo, golpeando en el pechoa Ming, quien salió volando hacia atrás, y sus garras arañaron las planchas dela cubierta, pero sus patas traseras quedaron fuera de la embarcación. Ming seaferró con sus zarpas delanteras en las resbaladizas maderas que le ofrecíanpoco sostén mientras que se esforzaba en izarse a bordo con las traseras,clavándose en las tablas del casco, que se encontraban en una posicióninclinada que en nada favorecía a Ming.

El hombre avanzó con la idea de pisotearle las patas delanteras, pero enaquel preciso instante llegó Elaine, procedente de la cabina:

—¿Qué ocurre? ¡Ming!Poco a poco, las fuertes patas traseras de Ming lo impulsaban hacia la

cubierta. El hombre se había arrodillado fingiendo que ayudaba a Ming.Elaine también se había arrodillado y lo sostenía por la piel del pescuezo.

Ming, ya en cubierta, relajó los músculos. Se había mojado la cola.—Se ha caído por la borda —dijo Teddie—. Es verdad, está atontado. Sí,

ha resbalado y se ha caído, en el momento en que el yate ha dado un bandazo.

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—Es el sol. Pobre Ming. Teddie, ocúpate del timón, por favor.Elaine oprimió al gato contra su pecho, y así lo llevó a la cabina.Luego, el hombre también bajó. Elaine había puesto a Ming en la litera y le

hablaba dulcemente. El corazón de Ming todavía latía de prisa. Ming estabaalerta, vigilando al hombre que sostenía la rueda del timón en sus manos, apesar de que Elaine se encontraba a su lado. Ming se había dado cuenta deque se encontraban en la pequeña ensenada en la que siempre entraban antesde saltar a tierra.

Allí se encontraban los amigos y aliados de Teddie, a los que Mingdetestaba por asociación, a pesar de que se trataba tan sólo de jóvenesmexicanos. Dos o tres muchachos con pantalones cortos gritaron: “¡SeñorTeddie!”, ayudaron a Elaine a saltar al muelle, se hicieron cargo de la cuerdapara atracar la embarcación y se ofrecieron para llevar a “¡Ming, Ming!”. Porsu parte, éste saltó al muelle y se agazapó en espera de que llegara Elaine,dispuesto a huir a velocidad de rayo, en el caso de que otras manos intentarantocarlo. Y eran varias las manos morenas que se adelantaban veloces hacia él,por lo que tuvo que dar saltos a uno y otro lado para hurtarse a ellas. Seoyeron risas, gritos y sonido de golpes de pies desnudos contra planchas demadera. Pero también se oyó la tranquilizante voz de Elaine, apartando a losmuchachos. Ming sabía que Elaine estaba ocupada con las bolsas de plástico,y cerrando la puerta de la cabina. Con la ayuda de un muchacho mexicano,Teddie ponía la cubierta de lona sobre la cabina. Y por fin los pies de Elaine,calzados con sandalias, quedaron junto a Ming, que la siguió. Un muchachose hizo cargo de los objetos que Elaine llevaba y entonces, ésta tomó enbrazos a Ming.

Entraron en el gran automóvil sin techo, que era de Teddie, y ascendieronpor la sinuosa carretera camino de la casa de Elaine y Ming. Uno de losmuchachos conducía. Ahora, Elaine y Teddie hablaban en un tono mástranquilo y suave. Teddie reía. Ming, tenso, iba sentado en el regazo de su

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ama. Se daba cuenta de que Elaine se preocupaba por él, gracias a la maneraen que le acariciaba el cogote y le tocaba el cuerpo. Teddie alargó la mano ytocó la espalda de Ming, lo que motivó que éste emitiera un largo gruñidoque se alzó, descendió y retumbó profundamente en su garganta.

Fingiendo que la reacción de Ming le divertía, el hombre dijo:—Vaya, vaya…Y retiró la mano.La voz de Elaine dejó de sonar a mitad de una frase que estaba diciendo.

Ming estaba cansado y sólo deseaba poder dormir un rato en la gran camaque había en su casa. La cama estaba cubierta por una manta delgada, delana, a rayas rojas y blancas.

Mientras Ming estaba ocupado en estos pensamientos, se encontró en lafresca y fragante atmósfera de su casa, en donde lo dejaron suavemente sobrela cama con la suave manta de lana. Su ama le dio un beso en el cogote, ydijo una frase en la que se encontraba la palabra “hambre”. Por lo menos, asílo entendió Ming. Sí, cuando tuviera hambre debía decírselo a Elaine.

Ming dormitó, y cuando despertó oyó el sonido de voces en la terraza, a unpar de metros del lugar en que él se encontraba, más allá de las puertas devidrio. Ya había oscurecido. Ming podía ver un extremo de la mesa y por lacalidad de la luz tenía la seguridad de que estaba iluminada con velas.Concha, la criada que dormía en casa, estaba levantando la mesa. Ming oyósu voz y luego la de Elaine y la del hombre. Al olfato de Ming llegó el olor ahumo de cigarro. Saltó de la cama, quedó agazapado en el suelo y en estapostura estuvo mirando durante un rato la puerta que conducía a la terraza.Bostezó, arqueó el lomo y se desperezó, reanimando sus músculos por elmedio de clavar las garras en la gruesa alfombra de paja. Luego, deslizándosesilenciosamente pasó al extremo derecho de la terraza, y por la escalera depeldaños de piedra descendió al jardín, que era como una selva o un bosque.Los aguacates y los mangos crecían hasta alcanzar casi la altura de la terraza;

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contra la pared había buganvilias, en los árboles había orquídeas, y Elainehabía plantado varias magnolias y camelias. A los oídos de Ming llegaba elsonido de los parloteos de los pájaros y de los movimientos que hacían en susnidos. A veces Ming se subía a los árboles para atacar los nidos de lospájaros, pero hoy no estaba de humor para ello, a pesar de que había dejadode sentirse cansado. Las voces de su ama y del hombre lo preocupaban.Evidentemente, aquella noche su ama no era amiga del hombre.

Concha probablemente se encontraba aún en la cocina, por lo que Mingdecidió ir allá y pedir que le diera algo de comer. En cierta ocasión, su amadespidió a una criada por no tener simpatía a Ming. Pensó que un poco decerdo asado no le iría mal. Cerdo asado era precisamente lo que Elaine y elhombre habían comido en la cena. Procedente del océano soplaba una frescabrisa que alzó un poco el pelo de Ming. Ahora se sentía totalmenterecuperado de la terrible experiencia de haberle faltado muy poco para ir aparar al agua.

No había nadie en la terraza y se dirigió hacia la izquierda, camino deregreso al dormitorio, e inmediatamente tuvo conciencia de la presencia delhombre, a pesar de que la luz estaba apagada y Ming no podía verlo. Elhombre se encontraba de pie junto al tocador y abría una caja.Involuntariamente (otra vez), Ming lanzó un profundo gruñido que se alzó ydescendió, luego quedó petrificado en la postura en que se encontraba en elmomento en que se dio cuenta de la presencia del hombre, con la patadelantera alzada presta a iniciar el paso siguiente. Tenía las orejas aplastadashacia atrás, y estaba dispuesto a saltar en cualquier dirección, a pesar de queel hombre no lo había visto. Pero el hombre lo vio y dijo en un murmullo:

—¡Shh! ¡Maldito seas!Y propinó una patada en el suelo, aunque no muy fuerte, para que el gato

se fuera.Ming no se movió y oyó el suave sonido de entrechoque producido por el

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collar blanco de su ama. El hombre se metió el collar en el bolsillo, luego sedesplazó hacia la derecha de Ming y desapareció por la puerta que daba a lasala de estar. Ming oyó el sonido de una botella contra un vaso, oyó el líquidoal ser escanciado, cruzó la misma puerta y se dirigió a la izquierda, hacia lacocina.

Allí maulló y fue bien recibido por Elaine y Concha. Ésta había puesto laradio, y se oía música. Utilizando las raras palabras que usaba cuando sedirigía a Concha, Elaine dijo:

—¿Pescado? Cerdo, sí, el cerdo le gusta.Ming expresó sin la menor dificultad su preferencia por el cerdo, y eso le

dieron. Comenzó a comer con buen apetito. Su ama hablaba y hablaba conConcha, y ésta exclamaba: “¡Ay, ay!”. Luego Concha se le acercó y loacarició, lo que Ming toleró sin dejar de prestar atención al plato, fija la vistaen él, hasta que Concha lo dejó y Ming pudo terminar su cena. Luego Elainesalió de la cocina. Concha le dio un poco de leche enlatada, lo cualentusiasmaba a Ming, vertiéndola en su plato ya vacío, y Ming fue lamiendola leche. Luego, le dio las gracias a Concha por el medio de frotar su costadocontra la desnuda pierna de la criada. Salió de la cocina y penetrócautelosamente en la sala de estar, camino del dormitorio. Pero Elaine y elhombre se encontraban en la terraza. Ming acababa de entrar en el dormitoriocuando oyó que Elaine lo llamaba:

—¿Ming? ¿Dónde estás?Ming fue hasta la puerta que daba a la terraza y se detuvo, sentándose allí.Elaine estaba sentada de lado junto al extremo de la mesa, y la luz de las

velas iluminaba su largo cabello rubio, sus pantalones blancos. Elaine sepropinó una palmada en el muslo, y Ming saltó a su regazo.

El hombre dijo algo en tono bajo, algo desagradable.Elaine replicó algo en el mismo tono. Pero rio un poco.En ese momento, sonó el teléfono.

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Elaine dejó a Ming en el suelo y se dirigió a la sala de estar, en donde seencontraba el aparato.

El hombre terminó el contenido del vaso, farfulló algo dirigido a Ming ydejó el vaso en la mesa; se levantó e intentó rebasar a Ming, dando un breverodeo, o quizá dirigirse al borde de la terraza. Ming se dio cuenta de que elhombre estaba borracho, ya que se movía despacio y con torpeza. La terrazatenía un parapeto que llegaba a la altura de la cadera del hombre, pero esteparapeto quedaba sustituido en tres lugares por rejas con barrotes lo bastantedistanciados entre sí para que Ming pudiera pasar entre ellos, a pesar de queéste jamás lo hizo, limitándose, de vez en cuando, a examinar las rejas. Mingadvirtió con toda claridad que el hombre estaba efectuando una maniobraencaminada a obligarlo a pasar por entre aquellos barrotes, o bien a tomarlo ya arrojarlo por encima del parapeto. Para Ming no había nada más fácil queeludir la acción del hombre, y eso hizo. Entonces, el hombre agarró una sillay la arrojó contra Ming, dándole en la cadera. Ocurrió muy de prisa, y elgolpe le dolió. Ming se dirigió hacia la salida más próxima, que era laescalera que iba al jardín.

El hombre comenzó a descender los peldaños, persiguiéndolo. Sinpensarlo, Ming volvió atrás y subió de nuevo, a toda velocidad y arrimado ala pared, los pocos peldaños que había descendido. La pared estaba a oscurasy el hombre no lo vio tal como le constaba a Ming. Luego éste saltó a lo altodel parapeto de la terraza, se agazapó y se lamió una pata, aunque lo hizo unasola vez, con el fin de recuperarse y serenarse. El corazón le latía muy deprisa, igual que si estuviera peleándose. Y el odio corría por sus venas y ardíaen sus ojos, mientras seguía agazapado, y escuchaba los sonidos que producíael hombre subiendo a pasos inciertos la escalera situada debajo de Ming. Elhombre volvió a aparecer.

Ming tensó los músculos, dispuesto a saltar, y saltó con cuanta fuerzapudo, yendo a parar con las cuatro patas sobre el brazo derecho del hombre,

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cerca del hombro. Ming se aferró a la blanca tela de la chaqueta del hombre,pero los dos cayeron. El hombre lanzó un gruñido. Ming siguió aferrado a latela. Se oyó el sonido de ramas quebrándose. Ming perdió la noción de ladirección en que los dos se movían, no sabía distinguir lo que se encontrabaarriba de lo que se encontraba abajo. Se desprendió del hombre, se dio cuentade la dirección en que se había movido y del lugar en que se encontraba latierra, pero lo hizo demasiado tarde, y aterrizó de costado. Casi al mismotiempo, oyó el sordo sonido del cuerpo del hombre al golpear la tierra, yluego el del rodar un poco sobre sí mismo. Después se hizo el silencio. Mingtuvo que respirar de prisa, con la boca abierta, hasta que el pecho dejó dedolerle. Desde el lugar en que se encontraba el hombre llegaba al olfato deMing el olor a bebida alcohólica, a cigarro y también el penetrante olor delmiedo. Pero el hombre no se movía.

Ming lo veía todo muy bien. Incluso había un poco de luna. Se encaminóde nuevo hacia la escalera, y tuvo que recorrer un camino bastante largo entrearbustos, sobre piedras y arena, hasta llegar al punto en que los peldañoscomenzaban. Luego ascendió deslizándose, y volvió a encontrarse en laterraza.

En aquel instante, Elaine salió a la terraza y gritó:—¿Teddie?Luego, Elaine regresó al dormitorio, en donde encendió una luz, después

pasó a la cocina. Ming la siguió. Concha había dejado la luz encendida, peroya se encontraba en su dormitorio, en donde sonaba la radio.

Elaine abrió la puerta principal de la casa.Ming advirtió que el automóvil del hombre todavía se encontraba en el

sendero. A Ming había comenzado a dolerle la cadera, o, por lo menosentonces había comenzado a darse cuenta de que le dolía. Cojeaba un poco.Elaine lo notó, le tocó el lomo y le preguntó qué le pasaba. Ming se limitó aronronear.

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—¡Teddie! ¿Dónde estás? —gritó Elaine.Elaine tomó una linterna y paseó su haz de luz por el jardín, entre los

grandes troncos de los aguacates, entre las orquídeas, el espliego y lasrosadas flores de las buganvilias. Ming, a salvo junto a Elaine, en el parapeto,seguía con la mirada el haz de luz de la linterna, y ronroneaba de satisfacción.El hombre no se encontraba directamente debajo del parapeto, sino abajo y ala derecha. Elaine se acercó a la escalera que partía de la terraza y,cautelosamente, debido a que no había barandilla, sino tan sólo anchospeldaños, dirigió el haz de luz hacia abajo. Ming no se tomó la molestia demirar. Se quedó sentado en la terraza, exactamente en el punto en que lospeldaños comenzaban.

—¡Teddie! ¡Teddie! —exclamó Elaine.Y bajó corriendo los peldaños que quedaban.Ni siquiera entonces Ming siguió a su ama. Oyó el respingo de Elaine. Y

luego su grito:—¡Concha!Elaine subió corriendo la escalera.Concha había salido de su dormitorio. Elaine habló con ella y Concha se

excitó mucho. Elaine descolgó el teléfono y habló brevemente. Luego, lasdos bajaron al jardín. Ming se quedó en la terraza, recostado, con las patasdelanteras debajo del cuerpo. El suelo de la terraza conservaba aún ciertocalorcillo del sol. Llegó un automóvil. Elaine subió la escalera, y fue a abrirla puerta de la casa. Ming se mantuvo al margen de los acontecimientos, en laterraza, en un rincón oscuro, mientras tres o cuatro hombres desconocidoscruzaban la terraza y bajaban la escalera. Abajo, todos hablaron mucho, seoyó el sonido de ramas quebrándose, ruidos de pasos, y luego el olor de todosellos ascendió la escalera, juntamente con el del tabaco, el sudor y elconocido olor a sangre, a sangre del hombre. Ming estaba complacido, comoquedaba siempre que mataba un pájaro y creaba aquel olor a sangre bajo sus

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propios colmillos. Ésta era una presa muy grande, ciertamente. Sin que losdemás se fijaran en él, Ming se puso en pie y se irguió cuan alto era, cuandopor la terraza pasó el grupo con el cadáver, y Ming, alzado el hocico, inhalóel aroma de su victoria.

Luego, de repente, la casa quedó desierta. Todos se fueron, inclusoConcha. Ming bebió un poco de agua, en su cuenco situado en la cocina,luego fue a la cama de su ama, se enroscó junto a las almohadas y se durmióprofundamente. Lo despertó el ronroneo del motor de un coche desconocido.Luego se abrió la puerta principal y Ming reconoció el sonido de los pasos deElaine y después el de los de Concha. Ming se quedó donde estaba. Elaine yConcha hablaron en voz baja durante unos minutos. Luego, Elaine entró en eldormitorio. La luz seguía encendida. Ming observó cómo Elaine abríadespacio la caja que tenía en el tocador, y dejaba en su interior el collarblanco, que al caer produjo un leve sonido. Luego, Elaine cerró la caja.Comenzó a desabrocharse la blusa, pero antes de que hubiera terminado dehacerlo, se arrojó sobre la cama, acarició la cabeza de Ming, alzó su patadelantera izquierda y la oprimió de modo que las uñas sobresalieron.

—¡Oh, Ming, Ming…! —exclamó Elaine.Ming reconoció el tono propio del amor.

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La ciudad de los gatos obstinados Italo Calvino

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La ciudad de los gatos y la ciudad de los hombres están una dentro de la otra,pero no son la misma ciudad. Pocos gatos recuerdan el tiempo en que nohabía diferencia: las calles y las plazas de los hombres eran también las callesy las plazas de los gatos, y el césped, patios, balcones y fuentes: se vivía enun espacio amplio y variado. Pero ahora, desde hace varias generaciones, losfelinos domésticos son prisioneros de una ciudad inhabitable: las calles sonrecorridas ininterrumpidamente por un tráfico mortal de coches matagatos; encada metro cuadrado de terreno, donde antes había un jardín o un solar baldíoo los restos de una olvidada demolición, ahora se elevan bloques, edificios decasas populares, rascacielos flamantes; todas las aceras están atestadas decoches estacionados; uno a uno, los patios son techados y convertidos engarajes o en cines o en almacenes o en talleres. Y donde se extendía unameseta ondulante de tejados bajos, cornisas, azoteas, depósitos de agua,balcones, tragaluces, tejados de chapa, ahora se alza la sobreedificacióngeneral de todo lo sobreedificable: desaparecen los desniveles intermediosentre el ínfimo suelo de la calle y el excelso cielo de los sobreáticos; el gatode las nuevas camadas busca en vano el itinerario de sus padres, el punto deapoyo para el salto flexible desde la balaustrada hasta la cornisa, luego hastael canalón para trepar rápidamente por las tejas.

Pero en esta ciudad vertical, en esta ciudad comprimida donde todos losvacíos tienden a llenarse y cada bloque de cemento a compenetrarse con otrosbloques de cemento, se abre una especie de contraciudad, de ciudad negativa,que consiste en tajadas vacías entre muro y muro, con distancias mínimasentre unas y otras y las partes traseras de los edificios exigidas por el

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reglamento de construcción. Es una ciudad de paredes medianeras, huecos deluz, conductos de ventilación, entradas de coches, patios interiores, accesos alos sótanos, como una red de canales secos sobre un planeta de yeso yalquitrán, y es a través de esta trama entre los muros por donde aún sedespliega el antiguo pueblo de los gatos.

Marcovaldo, algunas veces, para pasar el tiempo, seguía a algún gato. Eraen la pausa del trabajo, entre las doce y media y las tres, cuando todo elpersonal, excepto Marcovaldo, iba a casa a comer. Y él, que llevaba sucomida en una bolsa, de entre las cajas del almacén se agenciaba una queutilizaba como mesa, se echaba al cuerpo el bocado, fumaba medio purobarato y seguía por allí dando vueltas, solo y ocioso, esperando la hora devolver a trabajar. En aquellos momentos, cualquier gato que se asomara poruna ventana era siempre una compañía apreciada y un guía para nuevasexploraciones. Había hecho amistad con un gato atigrado, bien alimentado,con un lazo azul al cuello, y que seguramente pertenecía a alguna familiaacomodada. Este atigrado tenía en común con Marcovaldo la costumbre depasear después de comer: de ahí nació naturalmente una amistad.

Siguiendo a su amigo felino, Marcovaldo se puso a mirar los sitios como através de los redondos ojos de un minino y, aunque se trataba del entornohabitual de la empresa, él lo veía con una luz diferente, como escenario dehistorias gatunas, con conexiones sólo al alcance de garras afelpadas yligeras. Aunque en el barrio parecía haber pocos gatos, cada día Marcovaldoconocía uno nuevo, y bastaba con un maullido o un bufido o un erizarse depelo en el lomo arqueado para hacerle intuir relaciones o intrigas orivalidades entre ellos. En aquellos momentos creía haber entrado en elsecreto de la sociedad de los felinos: y de pronto se sentía espiado por pupilasque se volvían fisuras, vigilado por antenas de bigotes estirados, y todos losgatos a su alrededor se sentaban impenetrables como esfinges, el triángulorosa de la nariz convergente con el triángulo negro de los labios, y sólo se

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movía el vértice de las orejas, con una vibración como de radar. Llegaban alfondo de un estrecho pasadizo entre escuálidos muros ciegos, y mirando entorno suyo, Marcovaldo veía que todos los gatos que lo habían guiado hastaallí habían desaparecido, todos a la vez, no se entendía por dónde, también suamigo atigrado lo había dejado solo. Su reino tenía territorios, ceremonias ycostumbres que no le era permitido descubrir.

En compensación, desde la ciudad de los gatos se abrían portillasinsospechadas a la ciudad de los hombres: y un día precisamente el gatoatigrado lo condujo al descubrimiento del gran Restaurante Biarritz.

Quien quería ver el Restaurante Biarritz no tenía más que adoptar laestatura de un gato, es decir, andar a gatas. Gato y hombre caminaban de estamanera en torno a una especie de cúpula, al pie de la cual había unasventanitas bajas y rectangulares. Siguiendo el ejemplo del gato, Marcovaldomiró hacia abajo. Había claraboyas con el cristal subido por donde entrabaaire y luz al lujoso salón.

Al sonido de violines gitanos, giraban perdices y otras aves de cazahorneadas sobre fuentes de plata sostenidas en equilibrio por manos conguantes blancos de camareros de frac. O, para mayor exactitud, sobre lasperdices y los faisanes giraban las fuentes, y sobre las fuentes los guantesblancos, y manteniéndose en vilo sobre los zapatos de charol de loscamareros el relumbrante parquet, del que pendían palmeras enanas enmacetas y servilletas y cristalería y cubos en forma de campana con unabotella de champaña dentro: todo patas arriba porque Marcovaldo, por temora ser descubierto, no quería asomar la cabeza por la ventanita y se limitaba amirar la sala reflejada al revés en el vidrio oblicuo.

Pero al gato le interesaban más que las ventanitas que daban al salón las delas cocinas: al mirar desde las del salón se veía a lo lejos y comotransfigurado lo que en las cocinas aparecía —ya muy concreto y al alcancede la garra— como un pájaro desplumado y un pescado fresco. Y era

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precisamente hacia las cocinas donde el gato quería llevar a Marcovaldo, talvez como un gesto de amistad desinteresada o más bien porque esperaba laayuda del hombre en una de sus incursiones. Marcovaldo, en cambio, noquería alejarse de su mirador del salón: al principio como fascinado por lagala del ambiente, y luego porque había algo que lo atraía como imán. Tantoque, venciendo el temor de ser visto, se asomaba cabeza abajofrecuentemente.

En medio de la sala, exactamente bajo aquella ventanita, había unapequeña pecera de cristal, una especie de acuario, donde nadaban grandestruchas. Se acercó un cliente distinguido, con el cráneo calvo y brillante,vestido de negro y con barba negra. Lo seguía un viejo camarero de frac quetraía en la mano una pequeña red como para cazar mariposas. El señor denegro miró las truchas con aire serio y atento; luego alzó una mano y con ungesto lento y solemne señaló una. El camarero sumergió la red en la pecera,siguió a la trucha elegida, la capturó, se dirigió a la cocina llevando en ristrecomo una lanza la red donde se debatía el pez. El señor de negro, serio comoun magistrado que acaba de dictar una sentencia de muerte, fue a sentarse,esperando el retorno de la trucha, preparada “a la molinera”.

“Si encuentro la manera de lanzar desde aquí el sedal y hacer que piqueuna trucha”, pensó Marcovaldo, “no podría ser acusado de hurto, a lo sumode pesca no autorizada”. Y sin hacer caso de los maullidos que lo llamabanpor el lado de las cocinas, fue a buscar su equipo de pesca.

Nadie en el salón atestado del Biarritz vio el largo y fino hilo, armado deanzuelo y cebo, que bajaba y bajaba hasta caer dentro de la pecera. El cebo lovieron los peces y se le lanzaron encima. En aquella confusión, una truchalogró morder el gusano: de inmediato comenzó a subir, a subir, salió delagua, sacudiéndose, plateada, voló hacia lo alto, sobre las mesas servidas ylos carritos de los entremeses, sobre la flama azul de los infiernillos para lascrêpes Suzette, y desapareció en el cielo a través de la ventanita.

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Marcovaldo tiró de la caña con la presteza y la energía de un pescadoravezado, al punto que el pez cayó a sus espaldas. La trucha apenas habíatocado tierra cuando el gato se abalanzó sobre ella. Perdió la poca vida que lequedaba entre los colmillos del atigrado.

Marcovaldo, que en ese momento había dejado caer el sedal para recogerel pez, vio cómo se lo arrancaban en sus narices, con anzuelo y todo.Reaccionó de inmediato pisando la caña, pero el tirón había sido tan fuerteque el hombre se quedó sólo con la caña, mientras el atigrado escapaba con elpez llevándose consigo también el hilo del sedal. ¡Gato traidor! Habíadesaparecido.

Pero esta vez no se le escaparía: quedaba aquel largo hilo que lo seguía eindicaba el camino que había tomado. Aunque hubiera perdido de vista algato, Marcovaldo seguía el extremo del hilo: que corría hacia arriba por unmuro, saltaba un barandal, trepaba por un portón, era engullido por unsótano… Marcovaldo, adentrándose en lugares cada vez más gatunos, trepabapor los tejados, saltaba balaustradas, lograba siempre seguir con la mirada algato —a veces un segundo antes de que desapareciera—, aquel rastro móvilque le indicaba el camino que tomaba el ladrón.

De pronto el hilo va por la acera de una calle, en medio del tráfico, yMarcovaldo corriendo detrás está casi a punto de atraparlo. Se tira de cabeza,¡lo atrapa! Había logrado hacerse con el extremo del sedal antes de que elgato se escabullera entre los barrotes de una verja.

Detrás de la verja medio oxidada y de dos fragmentos de muros cubiertosde plantas trepadoras había un pequeño jardín baldío y al fondo un palacetede aspecto abandonado.

Un tapiz de hojas secas cubría la calle, y por doquier yacían hojas secasbajo las ramas de los dos plátanos, formando auténticas montañas diminutassobre los arriates. Un estrato de hojas amarilleaba en el agua verde de unafuente. Alrededor de la casa se elevaban edificios enormes, rascacielos con

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miles de ventanas, como si fueran otros tantos ojos que miraran conreprobación aquel cuadrado entre dos árboles, pocas tejas y un montón dehojas amarillas, sobreviviente en pleno corazón de ese barrio de gran tráfico.

Y en este jardín, trepados en los capiteles y las balaustradas, echados en lashojas secas de los arriates, encaramados en los troncos de los árboles o en loscanalones, firmes sobre sus cuatro patas y con las colas en forma de signos deinterrogación, relamiéndose sentados… había gatos atigrados, negros,blancos, gatos veteados, angoras, persas, gatos domésticos, gatos perfumadosy gatos tiñosos. Marcovaldo entendió que finalmente había llegado al corazóndel reino felino, su isla secreta. Y de la emoción, casi se había olvidado de supescado.

El sedal se había enredado en la rama de un árbol, y el pescado colgaba,fuera del alcance de los saltos de los gatos; debía de haberse caído de la bocade su raptor en algún movimiento torpe, tal vez defendiéndolo de los otrosgatos o quizás lo había subido allí para exhibirlo como un trofeoextraordinario. El hilo estaba enredado y Marcovaldo no lograba destrabarlopor más tirones que daba. Mientras tanto, una lucha furiosa se había desatadoentre los gatos para alcanzar ese pescado inalcanzable, o más bien para tenerel derecho de intentar alcanzarlo. Cada uno quería impedir que saltaran losdemás: se lanzaban unos contra otros, se atacaban en pleno vuelo, rodabanenlazados, con silbidos, lamentos, bufidos, atroces maullidos, y finalmente labatalla campal se desencadenó formando un torbellino de crepitantes hojassecas.

Marcovaldo, después de múltiples esfuerzos inútiles, sintió de pronto queel sedal se había soltado, pero tuvo mucho cuidado de no atraerlo hacia sí: latrucha habría caído justo en medio de aquella trifulca de felinos enfurecidos.

Fue en ese preciso momento cuando empezó a caer desde lo alto de losmuros del jardín una extraña lluvia: raspas de pescado, cabezas de pesados,incluso trozos de pulmones y entrañas. Pronto los gatos perdieron interés en

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la trucha suspendida en el aire y se lanzaron sobre los nuevos bocados. ParaMarcovaldo era el momento de tirar del hilo y recuperar su trucha. Pero antesde que pudiera reaccionar con la rapidez necesaria, desde la persiana de unaventana salieron dos manos amarillentas y descarnadas: una blandía tijeras, laotra una sartén. La mano con la tijera se levanta sobre la trucha, la mano conla sartén se coloca debajo. La tijera corta el hilo, la trucha cae en la sartén,manos, tijeras y sartén se retiran, la persiana se cierra: todo sucede en unsegundo. Marcovaldo ya no entiende nada.

—¿Usted también es amigo de los gatos? —Una voz a sus espaldas le hizodarse la vuelta. Estaba rodeado de mujeres, unas muy ancianas, consombreros pasados de moda, otras más jóvenes, con pinta de solteronas, todasllevaban en las manos o en las bolsas envoltorios con pedazos de carne o depescado o recipientes con leche—. ¿Me ayuda a tirar este paquete al otro ladode la verja, para esos pobres animalitos?

Todas las amigas de los gatos se reunían a esa hora alrededor del jardín delas hojas secas para llevar comida a sus protegidos.

—Pero, díganme, ¿por qué están aquí todos esos gatos? —preguntóMarcovaldo.

—¿Y dónde quiere que vayan? ¡Sólo queda este jardín! Aquí vienentambién gatos de otros barrios, de un radio de varios kilómetros…

—Y también pájaros —intervino otra—, en estos pocos árboles se hanrefugiado cientos, cientos…

—Y las ranas, están todas en aquella fuente, y por la noche croan, croan…Se escuchan hasta en el séptimo piso de los edificios de alrededor…

—Pero ¿de quién es esta casa? —preguntó Marcovaldo. Ahora, delante dela verja no sólo estaban aquellas mujeres, había llegado más gente: el delsurtidor de gasolina de enfrente, los empleados de un taller, el cartero, elverdulero, algún que otro transeúnte. Todos, mujeres y hombres, no sehicieron de rogar para darle una respuesta: cada uno quería dar la suya, como

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siempre cuando se trata de un argumento misterioso y controvertido.—Es de una marquesa; vive ahí, pero nunca se la ve…—Las empresas constructoras le han ofrecido millones y más millones por

este pedacito de terreno, pero no quiere vender…—¿Qué quiere que haga con tantos millones una viejita sola en el mundo?

Prefiere tener su casa, aunque se esté cayendo a pedazos con tal de que no laobliguen a mudarse…

—Es la única superficie sin construir en el centro de la ciudad… Aumentade valor cada año… Le han hecho muchos ofrecimientos…

—¿Sólo ofrecimientos? También intimidaciones, amenazas,persecuciones… ¡Ya conocen a los empresarios!

—Y ella se resiste desde hace años…—Es una santa… Sin ella ¿adónde irían todos estos pobres animalitos?—¡Hay que ver si le importan un comino estos animales a esa vieja

mezquina! ¿La han visto alguna vez darles algo de comer?—Pero ¿qué quiere que les dé a los gatos si no tiene ni para ella? ¡Es la

última descendiente de una familia en decadencia!—¡Odia a los gatos! ¡La he visto echarlos a golpe de sombrilla!—¡Porque le pisan las flores del jardín!—¿De qué flores habla? ¡Siempre he visto este jardín lleno de maleza!Marcovaldo entendió que las opiniones sobre la vieja estaban

profundamente divididas: unos la veían como una criatura angelical, otroscomo una avara egoísta.

—También odia a los pájaros: ¡nunca les da ni una migaja de pan!—Les da hospitalidad, ¿le parece poco?—Igual que a los mosquitos, quiere decir. Todos vienen de allí, de esa

fuente. En verano los mosquitos nos comen vivos, y todo por culpa de estamarquesa.

—¿Y las ratas? Es una mina de ratas esta casa. Tienen sus ratoneras bajo

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las hojas secas, de noche salen…—Por las ratas no se preocupe, los gatos se encargan…—¡Oh, sus gatos! Si tuviéramos que confiar en ellos…—¿Por qué? ¿Qué tiene contra los gatos?En este momento, la discusión degeneró en una trifulca total.—¡Debería intervenir la autoridad: expropiar la casa! —gritaba alguien.—¿Con qué derecho? —protestaba otro.—En un barrio moderno como el nuestro, una pocilga como ésta…

Debería estar prohibido.—Pero si yo elegí mi departamento precisamente porque tiene vista a esta

pizca de verde…—¡Pero qué verde! ¡Piensen en el hermoso rascacielos que podrían

construir aquí!También Marcovaldo hubiera podido dar su opinión, pero no encontraba el

momento adecuado. Finalmente, de un tirón, exclamó:—¡La marquesa me ha robado mi trucha!La inesperada noticia proporcionó nuevos argumentos a los enemigos de la

vieja, pero los defensores la utilizaron como prueba de la indigencia en la queestaba la infortunada aristócrata. Pero unos y otros estuvieron de acuerdo enque Marcovaldo debía ir a llamar a su puerta y aclarar el asunto.

No se entendía si la verja estaba cerrada con llave o sólo entornada: comoquiera que sea, empujando se abría con un espantoso chirrido. Marcovaldoavanzó entre las hojas y los gatos, subió los peldaños del pórtico, tocó a lapuerta con energía.

En una ventana (la misma por la que había salido la sartén) se entreabrióun postigo de la persiana y por una esquina apareció un ojo redondo y azul,una mecha de pelo teñido de un color indefinido, una mano seca. Una vozque preguntaba:

—¿Quién es? ¿Quién llama? —Al mismo tiempo llegó una nube de olor a

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aceite frito.—Yo, señora marquesa, soy el de la trucha —explicó Marcovaldo—, no

quisiera molestarla, sólo decirle por si usted no lo sabe, que aquel gato merobó la trucha a mí, yo la pesqué, tan cierto es que el sedal…

—¡Los gatos, siempre los gatos! —dijo la marquesa, escondida detrás de lapersiana, con una voz aguda y un poco nasal—. ¡Todas las maldiciones mevienen de los gatos! ¡Nadie sabe lo que es! ¡Estar encerrada noche y día entreestas fieras! ¡Y con toda la inmundicia que la gente tira aquí desde la callepara fastidiarme!

—Pero mi trucha…—¡Su trucha! ¿Qué voy a saber yo de su trucha? —Y la voz de la

marquesa se convertía en un grito, como si quisiera ocultar el ruido que salíapor la ventana, el aceite friéndose en la sartén junto al olor a pescado frito.

—¿Cómo quiere que distinga algo con todo lo que me llueve en casa?—De acuerdo, pero usted ¿tiene mi trucha o no?—¡Con todo el daño que sufro a causa de los gatos! ¡Ah, no faltaría más!

¡Yo no respondo por nada! ¡Yo podría decirle todo lo que he perdido! ¡Conlos gatos que me invadieron desde hace años la casa y el jardín! ¡Mi vida amerced de esas fieras! ¡Vaya a buscar a los dueños para que me reparen losdaños! ¿Daños? Una vida destruida: ¡prisionera aquí sin poder dar un paso!

—Pero, perdone, ¿quién le obliga a quedarse?Por la abertura de la persiana aparecía un ojo redondo y turquesa o bien

una boca con dos dientes salidos; por un momento se vio el rostro entero y aMarcovaldo le pareció confusamente un hocico de gato.

—¡Ellos, ellos me tienen encerrada! ¡Los gatos! ¡Si pudiera irme! ¡Cuántodaría por un departamentito todo para mí! ¡Una casa moderna, limpia! Perono puedo salir… ¡Me siguen, se me cruzan, me hacen tropezar! —La voz sevolvió como un susurro, como si le confiase un secreto—. Temen que vendael terreno… No me dejan, no me lo permiten… Cuando vienen los

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empresarios a proponerme algún trato, debería verlos…, se meten entrenosotros, sacan las garras, hicieron correr a un escribano… Una vez tenía elcontrato aquí, listo para firmarlo, saltaron por la ventana y volcaron el tintero,desgarraron los papeles…

Marcovaldo de pronto se acordó de la hora, del almacén, del jefe desección. Se alejó en puntas de pie pasando sobre las hojas secas, mientras lavoz seguía saliendo entre las persianas envuelta en aquella nube como deaceite en sartén:

—Me arañaron con sus garras… Tengo todavía la cicatriz… Aquí,abandonada a merced de esta banda de demonios…

Llegó el invierno. Una floración de copos blancos cubría las ramas, loscapiteles y las colas de los gatos. Bajo la nieve, las hojas secas se deshacíanvolviéndose fango. Unos cuantos gatos andaban por allí, sus amigas yaaparecían muy poco; los paquetes con desperdicios de pescado eran para losgatos que se presentaban a domicilio. Nadie, desde hacía tiempo, había vueltoa ver a la marquesa. Ya no salía humo de la chimenea de la casa.

Un día de nevada volvieron al jardín muchos gatos, tantos como enprimavera, maullaban como si fuera noche de luna. Los vecinos entendieronque algo había sucedido: fueron a llamar a la puerta de la marquesa. Norespondió: estaba muerta.

En primavera, el jardín se había convertido en un escenario donde semontaba una gran construcción. Las excavadoras habían profundizado parahacer los cimientos, el hormigón se vertía en los armazones de hierro, unagrúa altísima elevaba grandes barrotes para que los obreros levantaran losandamios. Pero ¿cómo podían trabajar? Los gatos se paseaban por toda laestructura, hacían caer ladrillos y sacos de cal, se revolcaban en los montonesde arena. Cuando los hombres estaban a punto de levantar un andamioencontraban un gato encaramado en lo más alto bufando furioso. Mininosmás atrevidos trepaban a los hombros de los albañiles: ronroneaban y no

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había manera de sacárselos de encima. Y los pájaros seguían haciendo susnidos en todas partes, la caseta de la grúa parecía una pajarera… Y no sepodía tomar un balde de agua que no estuviera lleno de ranas que croaban ysaltaban…

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El gato dorado Germán Rozenmacher

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—¿Ahora? —preguntó el artista viejo volviendo la cabeza, en el sótano, haciael hueco de la escalera por donde bajaba el pálido resplandor del día.

El gato dorado, sedosamente dorado, de algún modo dijo “Miau”, lo quequería decir “Todavía no” y siguió allí como un pequeño sol tibioesperándolo acurrucado bajo la escalera.

El artista volvió a enderezarse y siguió tocando en su piano, ante la granbocina grabadora modelo 1920 que ya no se usaba en ninguna parte y quesólo podía encontrarse en el sótano de ese café, ese humoso café melancólicodonde hombres silenciosos fumaban, jugando a las cartas, y el humo opacabalos espejos ovalados de grandes flores incrustadas en los bordes, y una cajaregistradora con ángeles labrados en el hierro, como una antigua diligenciasiempre inmóvil, hacía simplemente tilín, tilín. Y había una gran balaustradade madera que separaba el salón familias del resto del café melancólico y allí,a la hora del té, hombres y mujeres se hacían furtivamente el amor con losojos, mesas con mantel de por medio, bajo el techo que era muy alto y entrelas columnas. Y al fondo del salón familias una escalera bajaba al sótano; yen el sótano, desconocidos que nunca dejarían de serlo grababan discosmientras el artista los acompañaba tocando despacio, en su piano amarillento.

“Hoy es el día”, pensaba mientras seguía el ritmo del jazz con el taco delzapato y una banda de muchachos a su alrededor tocaba su trasnochadamúsica frenética que él acompañaba bastante mal, torpemente, porque él eramucho más lento que eso, y también más antiguo.

Miró de nuevo hacia la escalera:—¿Ahora? —le preguntó con la mirada al gato dorado que apenas podía

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distinguir debajo de los escalones; pero esos ojos de sol invernal siguieronmirándolo obstinadamente sin contestarle.

Detrás, en la cola, había un cantor de ópera que había sido famoso en suciudad natal, una ciudad italiana de tercera categoría donde había cantadoLucía en el teatro municipal —un corralón con techo— y que ahora aquí, enBuenos Aires, era corredor de una compañía de vinos y grabaría un aria parapoder escucharse los domingos a la mañana, en su vitrola, en la pieza deconventillo donde vivía con su mujer y sus hijos. Además había unaprostituta vieja, ajada y medio dormida, que alguna vez había cantadomilongas en una confitería del centro y que antes había sido la mantenida deun ministro y que grababa discos para llevarlos a una prueba en la radio queno se haría nunca, y también para escucharse, en la cama vacía, ahora queestaba sola y nadie quería acostarse con ella. Y además, en la cola había dosmuchachos que cantaban tangos y querían empezar a hacerse conocer. Elpianista los acompañaba a todos. Tenía los ojos cerrados y las cejas alzadas yse mecía al compás, abandonado a sí mismo. “Me espera”, pensó. “Hoy seráel gran día”. Por fin había llegado. Hoy sería. O nunca más. Temblaba, pordentro. Y respiraba hondo como ante algo ímprobo y final. Abrió los ojos yasí, con las cejas alzadas, parecía siempre a punto de llorar, o de decir algoinexplicable. En realidad tenía húmedos ojos judíos pero no lloraba nunca,aunque siempre solía entrecerrarlos como si recibiera el sol de frente, o comosi estuviera condenado a sentir cosas que jamás podrían ser del todo dichas,viviendo en una incomunicada zona inefable. O como si hubiera visto toda latristeza del mundo, junta. Dentro de sí.

Volvía todas las tardes, cuando el sótano estaba cerrado para lasgrabaciones, y sentándose al piano tocaba viejas canciones judías,rehaciéndolas a su manera, escribiendo la música, valses vulgares sindemasiado brillo ni talento.

De pronto, en medio de la grabación de los muchachos y sólo audible para

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él que lo estaba esperando, escuchó un solo “Miau” y mirando hacia elcostado —porque la escalera estaba a un costado— vio a su gato dorado quecon los ojos fijos en él mudamente le decía: “Vamos”.

Entonces, en medio de la pieza abandonó el piano, agarró su sobretodo, secaló el sombrero arrugado sobre sus desordenados y abundantes cabellosgrises y sin despedirse —cosa muy extraña porque era sumamente respetuoso— subió despacio la escalera. Pasó frente a la caja y el estaño del mostrador,y la inmóvil diligencia de los ángeles labrados hizo tilín, tilín despidiéndose yel patrón gritó:

—¡Eh! ¡A dónde va, maestro! —allí todos lo llamaban “maestro” como sifuera Beethoven. Salió del café con la certeza del que sabe adónde va hastaque se detuvo, volviéndose, esperando, con la vista puesta en la salida por laque habían aparecido todos los integrantes de la orquesta, que le gritaron:

—¡Eh! ¿Está loco, maestro? —después salieron el cantor de ópera y laprostituta, y los dos cantores de tangos, y él se los quedó mirando, a ellosque, silenciosos, lo miraban a él, con media cuadra de por medio, viéndolosallí, amontonados en la puerta del café, el disco a medio grabar, esperando enla mañana de invierno, mientras el viento soplaba entre las ramas resecas delárbol de la vereda y le agitaba los mechones grises que se escapaban por elsombrero.

Colándose majestuosamente pequeño entre los pies que obstruían la puertasalió el gato. Y entonces el artista empezó a caminar pensando que hoy era elgran día. Caminaba delante y el gato lo seguía y eran como dos hermanos,caminando distanciados pero juntos, con los otros mirándolos irse y pensandoen aquellos rumores que los hacían manteniendo larguísimas conversaciones,en el sótano, cuando el pianista tocaba para sí mismo por las tardes, con elfuego necesario para convocar a los ángeles y el gato lo escuchaba,acurrucado bajo la escalera, siempre.

El gato se trepaba a los árboles, husmeaba por los balcones y el artista

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sabía que volaba; algo lo alzaba y el gato, casi inmóvil, se dejaba arrastrar porel viento, como una hoja otoñal, dorada y leve, con el lomo encorvado, laspatitas moviéndose, como nadando apenas, en el aire. Así hicieron variascuadras y aunque el artista jamás se dio vuelta sabía que el otro estaba allí,tras él, por Sarmiento, solos y juntos, por las calles desiertas del invierno,hacia el hotel. “¿Realmente querrá este itinerario?”, pensaba. En las esquinasesperaba que el otro lo alcanzara y cruzaban la calle juntos, uno largo, flaco yencorvado, con los ojos alucinados ardiéndole en la cara chupada, y el otropequeño, tibio, intocable. El gato dorado era pura ternura, pero no se dejabaacariciar ni por toda la música del mundo. Era inalcanzable y cuando elartista intentaba tocarlo se le escapaba de las manos.

—¿Ahora? —preguntó. Habían dejado atrás los largos faroles de la plazadel Congreso y el gato subía corriendo delante de él las escaleras de lapensión, con la alfombra de terciopelo fijada a cada escalón por varillas debronce; esquivando el escobazo de la mujer se metió en la pieza. Cuando elartista llegó —hacía treinta y ocho años que vivía con su mujer allí— ya loencontró sentado en la cama lamiéndose una pata, sin mirarlo.

—Ya llegaste, ¿eh? cretino —su mujer lo insultaba desde abajo, porque erapequeñita y siempre tenía una flor sobre el vestido de salir, de terciopelo,aunque de tanto usarlo para entrecasa eso ya ni se notaba. La mujer estabaenamorada del pianista sin remedio. Siempre lo insultaba por haberlaenterrado allí desde hacía años, por su desamor, y por pasarse la vida tocandoen bailes de mala muerte y en casamientos y en aquel sótano, mientras suspaisanos acumulaban dinero. El artista le acariciaba el cabello y su ternuratrataba de acallarla. Había dejado de escucharla hacía mucho. No la odiaba,pero tampoco la amaba. El artista amaba al gato. Y no la oía desde quecomenzaba a gritar al amanecer contra la miseria y la tristeza, mientras él separaba tiritando descalzo sobre los mosaicos fríos y se vestía sintiendoanhelosamente todo aquello que desentrañaría junto al piano aquella tarde

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como lo había hecho desde que tenía memoria, cuando había descubierto suduro oficio de músico. Y por las tardes solía pensar en aquella otra época,antes de venir a Buenos Aires, cuando era muy joven y tocaba el acordeónvagando por las calles de pequeños pueblos europeos.

Entonces tenía dos camaradas: el manso violinista pálido con su barba derabino y el agobiado clarinetista con su largo capote que olía a vino y sugorro de visera. En el crepúsculo, cruzaban la llanura nevada de pueblo enpueblo, de chacra en chacra, sus tres sombras violetas fugitivas sobre lanieve, sus figuras oscuras recortadas contra el cielo, bailando y tocando parasí mismos, uno tras el otro en fila india, en la inmensidad de la llanuranevada, libres como pájaros, creando mundos efímeros e inapresables,melodías como humo, tocando canciones más antiguas que sus propiasmemorias. Y en los pueblos tocaban en la calle, con judíos respetables conabrigos de cuellos de piel haciéndoles corrillo y echando monedas en el gorrode visera. Aunque la mayoría de los judíos no fueran ricos y vivieran en latristeza y la miseria y apenas juntaban algo de valor, algún pogrom oportunose encargaba de arrebatárselo. Pero ellos traían la alegría. Y tocaban en lascasas, en los casamientos y los bautizos, y les daban pan negro y un vaso deté, como pago. Y las madres les decían a sus niños: “Cuidado con los artistas,esos shnorers, esos harapientos”, pero los amaban y les temían, porque ellosle daban nombre a todas las cosas y decían la verdad y esperaban, por todos,la edad dorada que terminaría con la opresión y la tristeza. Y el artista sabíaque allí, por todo ese nevado país, miles y miles de judíos lo esperabansiempre y cuando estaba con ellos sentía que algo los fundía a todos, unahonda alegría indestructible que florecía sobre el velado tono menor yatribulado de su música, una alegría en la que ellos lo necesitaban a él porqueera la voz de todos; él, que era apenas un artista niño, un rey harapiento; él,que era el corazón del mundo.

Después los pueblitos ardieron. El humo oscureció el cielo. Todo aquello

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empezó a morir. Mil años de vida judía en Europa oriental empezaron amorir. Huyó a Buenos Aires. Y aquí vendió su acordeón porque ya nadie loescucharía por las calles. Descubrió aquel sótano. Después los diarios ídish ledijeron que allí todo había terminado.

Ahora componía y componía, sudando dentro de sus baratas y gruesascamisas a cuadros, en el sótano, y solía tocar su música para sus paisanos,cuando lo llamaban para algún casamiento. Pero cada vez las tocaba menos,porque sus paisanos se iban muriendo.

—¡Llegó! —dijo la cordial voz de bajo del sastre, su vecino de gran narizenrojecida de frío—. Venga a tomar un vaso de té. —Había asomado lacabeza por la puerta—. ¿Qué lo hizo venir tan temprano, hoy? —dijohablando en ídish. Porque todos hablaban ídish. El sastre, la mujer, el artista.

Entró en la pieza del sastre, que tenía un empapelado floreado conmanchas de humedad y en la araña ardía una sola lámpara. Por el balcón seveía un cartel colgado de la baranda, sobre la calle: “Sastrería Al CaballeroElegante, créditos, casimires, modelos de última moda, rebajas”. La sastreríaera esa pieza de hotel.

—¿Y cómo está mi gatito, mi kétzele? —preguntó el sastre. “Su gatito”,pensó el artista mientras, en el frío húmedo que destilaban las paredes, secalentaba las manos, largas, delgadas y arrugadas, con el vapor que salía porel pico de la pava puesta sobre el calentador. Miró los vidrios de la ventanaopacados por vahos de frío y apartó con el pie unos retazos de tela esparcidospor el piso. Ahora el sastre tomaba su té junto a la deshilachada cortina conflecos y apoyaba el vaso en los mosaicos, junto a la gran tijera, sentado enuna silla baja de asiento de paja, con un saco sobre las rodillas. El artista tratóde encender la modesta estufa que tenían a medias con el sastre, porque ellostres eran los únicos judíos del hotel.

Sí. El otro le había regalado el gato cuando tenía figura de recién nacido yhabía llegado misteriosamente a su puerta. Ahora pensaba que eso era un

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signo, un preanuncio de lo que estaba ocurriendo, con ése, que ahora sabíaque era un gato dorado, un ser mágico y leve que poseía lo maravilloso.

—Pero cuente, cuente las novedades. Cuente qué composiciones interpretóhoy al piano —la misma ceremoniosa y levemente irónica pregunta de todoslos días al regresar. ¿Sería posible que hoy tampoco sucediera nada? Sinembargo era el día. Miró al gato. Se restregaba suavemente contra las piernasdel sastre, que le acariciaba el lomo.

—Bah, veis ij vos, qué sé yo, una banda tocando foxtrots, y un cantor deópera y unos shkotzin, unos muchachones con sus tangos, lo de siempre.

—Ketz —dijo de pronto el sastre como hablando solo—. Gatos. Gatos eranaquéllos, los de la casa vieja —¡viejo hogar, alter heim, aquello que habíantraído, como al crepúsculo, consigo. Y todos los días, antes del almuerzo,tomaban té humeante, con limón adentro y terrones de azúcar en la lengua yya no estaban allí, en la calle Sarmiento, sino en algún nevado pueblo yamuerto.

—“En el horno arde un fuego pequeñito” —canturreó el sastrehamacándose apenas—. “Y en la casa se está bien, y el rabino enseña a losniños a leer el Alef Beis” —siempre canturreaba eso y respetaba al artistaporque lo llevaba al sótano y le hacía escuchar esa canción.

—He recibido carta de mi hija —dijo el sastre.Siempre recibía cartas. La mujer, ávida de amor, le tenía envidia al sastre

porque recibía cartas.—Bah —dijo su cabeza pequeñita asomada a la puerta, con ese tono

desilusionado que era el único que tenía—. ¿Cuándo se casa? —preguntó.Era una pregunta sibilina, como cuando el sastre les pedía su parte para pagarel kerosén de la estufa. La hija del sastre era maestra en un pueblo del interiory la mujer del artista la había querido casar infinidad de veces con algunos delos doctores, contadores públicos, ingenieros, toda la gente decente que poníaun aviso en el diario ídish proponiéndose como maridos. “Hombre joven,

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buena presencia, contador público con estudio puesto y capital considerablebusca mujer joven, distinguida, culta, con fines matrimoniales. Seriedad ydiscreción”. Pero no había habido caso. Y hasta parecía estar por casarse conun goy, con un cristiano. Y entonces hablaba de ella como de un caso perdidoy no dejaba pasar ocasión para pinchar al sastre.

—El sábado podríamos ir al teatro —dijo el sastre, atento a su tela,cosiendo, hamacándose como un estudiante talmúdico. Levantando la vista,recorrió todos los figurines que tenía pegados en la pared, modelos de modaen 1940, y la gran plancha de carbón con su olor a tela húmeda debajo, y lainfinidad de ropa colgada en perchas de alambre, y el espejo y el maniquídescabezado con un saco sin mangas encima.

—Habrá entradas gratis —miró de reojo al pianista con cierta infantilmalicia—. Usted, que tocó en la orquesta, puede conseguirlas —teatro conorquesta compuesta por un piano, un violín, un saxofón, un acordeón, unatrompeta, una mezcla inverosímil con un tambor, sobre todo una gran bateríacon muchos platillos, y un micrófono para que todo eso pudiera escucharsecon claridad en la sala semivacía. Y galanes de cincuenta años que usabanfaja para ocultar la panza.

—¿Otra taza de té? —dijo el sastre. Y de pronto agregó—: En esta época,en la casa vieja, era verano.

A veces, todavía, cuando estos temas se agotaban, hablaban de la guerra.En realidad siempre terminaban hablando de ella y de los crematorios.Suspiraban. El sastre, tomando el diario, preguntaba: —A ver, a ver, quénoticias de Jerusalén llegaron hoy —y después leían el folletín en ídish;echaban un vistazo a los titulares, enterándose lejanamente de lo que pasabaaquí, en esta ciudad donde vivían como exiliados, en este país y en esta calleque hacía decenas de años que conocían.

—Todo sube. Todos piden aumento —dijo el sastrecito meneando lacabeza. Ése era el tema que todavía no habían tocado.

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—Desgraciado —susurró la mujer, que volvía de la otra pieza trayendo elmantel y los cubiertos a la del sastre, porque en la suya no había mesa.

—Vamos, los dos, a comer —dijo mientras se sacaba la flor del vestido yse la colocaba entre los cabellos. A veces se aburría de llevarla en el pelo yotras en el vestido. Y cambiaba, para variar.

“¿Ahora?”, pensó el artista mirando al gato. Pero éste lo miró con ladulzura que tienen todos los animalitos, los amantes y los niños cuandoacarician con los ojos. Ese mediodía comerían un almuerzo frugal. Pero esanoche cenarían juntos porque era viernes. Una fiesta. Una cena opulenta. Lavieja fiesta de Israel. Esa noche la mujer prendería las velas y el sastre diría elkidush y bendeciría el vino porque al anochecer recibirían a la Novia, a labendita y bendecida novia de la paz del Sábado y la mujer iría a la sinagogacasi vacía, para recibirla con una docena de viejos y viejas, rezando. Despuéscomerían pescado, y cantarían suaves canciones jasídicas salpicadas depequeñas alegrías, exactamente igual que en su pueblo muerto. Entonces, depronto, sin que él lo esperara, y viéndose ya resignado a que esa tarde nopasara nada, de pronto, el gato dijo: “Miau”.

El artista se quedó tieso. El aullido le erizó la piel, como si él ya fuera unfelino. Y a ese olor, inexplicable y familiar y entrañable de los frugalesalmuerzos de los viernes que presagiaban la fiesta sabática, y que tenía algoque ver con el olor a ropa hacía mucho tiempo guardada que flotaba en lapieza, a ese olor, se unió ese corto, único, imperioso llamado.

“Miau”, dijo por segunda vez el gato. Y el viejo se puso de pie. “Es laseñal”, pensó. “Acaba de decirme que ya es la hora”.

—¿Dónde vas, shleimazl, grandísimo infeliz? —dijo su mujer levantandola cabeza después de un instante de aturdida sorpresa.

—¿Qué pasa? —dijo el sastre con la boca llena, sin levantar la vista,metiéndose un pedazo de pan negro en la boca y volviendo a tomar un grantrago de leche. “Es la hora, es el milagro, ahora, en nuestros días”, pensó el

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viejo. Y salió de la pieza.“Te he esperado tanto”, dijo, “que hasta quizá supe que debías llegar así,

entre las palabras de todos los días, y el presagio de la fiesta del viernes a lanoche y el frío llenando de vapor los vidrios”.

—Ya sé, kétzele, hermanito —dijo en voz alta mientras bajaba la escaleracon el gato delante aunque nadie lo entendió porque hablaba en ídish—.Vamos a irnos lejos, muy lejos, hacia un lugar profundo, profundo y sin fin—pero el otro no agregó nada más a lo dicho y así, de pronto, el artista supoque el gato comenzó a volar. Hacía noches que él guardaba el secreto. Él soloen toda la ciudad. Gatos, centenares de gatos volando sobre los techos de laciudad sin que nadie más que él los viera. Bandadas de gatos bajo la luna, quevolvían de algo o huían de algo, o volaban hacia algo, quizá, él no lo sabíamuy bien, y que le recordaban vagamente una canción muy lenta, y simple yhonda, que nunca había conocido, que era la que él había querido tocar desdeque había nacido. Y supo que había descubierto la música que había estadobuscando toda su vida y que sólo quería hacerla suya, hacerse ella yconocerla y después cerrar para siempre su piano amarillento y no tocar susteclas nunca más. Gatos volando sobre la ciudad bajo la luna, arrastrados porel viento, enarcados los lomos, casi inmóviles los cuerpos, dejándose llevar,como hojas secas, cruzando silenciosamente, lejos, arriba de él. Y la canciónera como un humo, inapresable, tan débil que parecía siempre a punto dedeshacerse y poder ser destrozada por cualquier ráfaga, y sin embargo,interminable. Y el gato le había prometido enseñarle a volar con ellos, y alsaber hacerlo sabría la música, toda la música. Durante días había estadoesperando la señal, tensamente. Y por fin el día había llegado. Y el Día eraése. Y la canción sonaba a réquiem, quizá, no lo sabía; o a pequeña elegía,pero no podía saberlo, o quizá sonara a simple alegría de músico ambulante,o quizá hablara de su inexorable condena de crear, no sabía, no lo sabía. Yahora volaría sobre la ciudad, sin agitar demasiado los brazos, abandonado al

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cielo, entre las estrellas y la tierra, como los ángeles, casi de pie, levemente,como si nadara a través del aire, como si algo lo arrastrara, una manoinvisible, empujándolo por la nuca y él volando así, inclinado hacia adelante,altísimo, mirando hacia abajo, hacia la tierra, lejana. Y ya volaba, sin sabercómo, y escuchando esa música ya la estaba sabiendo, y ya volaba de modocasi igual y como lo había esperado, y de pronto el gato volvió la cabeza y lomiró. Pareció decirle “Vamos”, pero simplemente dijo: “Miau”. Por últimavez. Y quizá descendió. Y empezó a correr, a escaparse. El gato huía, sedeshacía de él, lo dejaba solo, solo. Y el viejo corría detrás. Corrieron,corrieron, corrieron, cuadras y cuadras. Uno tras el otro. A veces el gatolevantaba el vuelo y hacía piruetas en el aire hasta que en un momento dadose paró, desafiante, en el medio de la calle, mirándolo venirse, venirse,venirse.

—¡Cuidado, kétzele! —gritó desesperadamente el viejo, escondiendo lacara entre las manos crispadas para no ver.

El tranvía pasó por encima del gato dorado, deshaciéndolo. Después siguióviaje mientras algunos curiosos miraban al feo gato aplastado. Sin embargo,no murió enseguida, sino que languideció, apenas unos segundos, en agonía,respirando cada vez menos. Hasta que se retorció en un espasmo y se detuvotodo. Y apenas hubo sangre sobre el cuerpo muerto.

—Almita —susurró el viejo como oración fúnebre—. Nunca supe quiéneras. —Y dejó el cuerpecito frío.

—Está muerto —dijo el viejo entrando en la pieza, mientras los otros dosse separaban de la ventana.

—Apenas salió —dijo por lo bajo el sastre, que había apartado el plato yya no pudo comer más. La mujercita lloraba. Siempre lloraba, por cualquiercosa. Se quejaba como quien respira y era como si algo siempre le crujieraadentro—. Apenas salieron —dijo—. Y yo vi cómo quisiste detenerlo. Peroahí, ahí, no pudo dar dos pasos, y frente al umbral, en la vía, está muerto.

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—Bueno —dijo el sastre despacio—, hermanitos, después de todo era unsimple gato negro. Un vulgar y flaco gatito negro. Les traeré otro, les traeréotro.

El artista se puso el sobretodo raído, el sombrero por el que se escapabanlos cabellos grises. Tomó las partituras. Se ató la bufanda y se cerró la camisaa cuadros gruesa y desteñida. Y salió.

En la escalera se topó con alguien.—Era un alma tan callada… —dijo el viejo. Pero nadie lo entendió porque

hablaba en ídish. La mujer empezó a gritar de nuevo:—¿Dónde vas ahora, klezmer, músico de tres por cinco, infeliz, pedazo de

caballo, y en qué mala hora se me ocurrió casarme contigo? ¿Y cuándo vas avolver de tu maldito sótano? ¿Y por qué no terminaste la comida? —Legritaba con los brazos en la cintura desde lo alto de la escalera.

—… tan callada… —repitió el viejo.Pero ella tampoco entendió su estrafalaria explicación, aunque hablara en

ídish.Cruzó la tarde el vagamente dorado sol invernal.

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Los autores

Maeve Brennan nació en Dublín en 1917, en el seno de una familiarepublicana que emigró en 1934 a los Estados Unidos. Fue colaboradora de laprensa neoyorquina, escribiendo al principio sobre moda femenina yenseguida reseñas de libros. En The New Yorker publicó una serie de crónicasurbanas sobre el Nueva York menos conocido bajo el pseudónimo de TheLong-Winded Lady, luego recopiladas en un libro: Crónicas de Nueva York.Sus relatos fueron publicados en dos entregas: In and Out of Never-NeverLand (1969) y Christmas Eve (1974). Luego de su muerte en Nueva York en1993, se publicaron dos libros de cuentos más y la novela corta De visita(2000).

F. R. Buckley (Frederick Robert Buckley) nació en Colton, Inglaterra, en1896, hijo de un crítico de música. Estudió periodismo en la Universidad deBirmingham. En 1915 emigró a los Estados Unidos y trabajó como crítico decine, guionista y actor ocasional. En 1930 regresó a Inglaterra, donde siguióescribiendo críticas y trabajó como presentador de radio en la BBC hasta1970. Escribió más de doscientos cuentos publicados en revistas. Algunos desus libros son Canyon of Green Death (1923), The Sage Hen (1925), TheWay of Sinners (1927) y Davey Jones, I Love You (1944).

Italo Calvino nació en 1923 cerca de La Habana, Cuba, de padres italianosque trabajaban en un emprendimiento de agronomía experimental. En 1925volvieron a San Remo, donde se dedicaron a la floricultura. En 1941

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comenzó a estudiar agronomía en la Universidad de Turín, pero estalló laSegunda Guerra Mundial y fue llamado al servicio militar por la RepúblicaSocial Italiana, pero desertó y se unió a las Brigadas Partisanas Garibaldijunto con su hermano, mientras sus padres fueron retenidos como rehenes porlos alemanes. Una vez acabada la guerra, se mudó a Turín, donde estudióLetras, colaboró con varios periódicos y comenzó a trabajar en la editorialEinaudi. Más tarde vivió en Roma y en París. Escribió cuentos, novelas yensayos. Algunos de sus libros más importantes son El vizconde demediado(1952), El barón rampante (1957), El caballero inexistente (1959), Lascosmicómicas (1965), Las ciudades invisibles (1972), Si una noche deinvierno un viajero (1979) y el póstumo Seis propuestas para el próximomilenio (1985). Murió sorpresivamente en 1985, en Santa Maria della Scala,Siena. Se lo considera uno de los más importantes escritores del siglo XX.

Colette, como se conoce a Gabrielle Sidonie Colette, nació en un pueblo dela Borgoña francesa. Comenzó su carrera literaria como escritora oculta delas novelas que publicaba con su nombre su primer marido, Henry Gauthier-Villars. Roto el matrimonio, se dedicó por un tiempo al music hall, perosiguió escribiendo novelas, cuentos, artículos, adaptaciones teatrales y librosde memorias. Parte de su inmensa obra son las series de novelas de Claudine,Cherie y Gigi, sus libros sobre plantas y animales como La paz entre losanimales (1916) o de recuerdos, como París desde mi ventana (1944). Fuemiembro y presidenta de la Academia Goncourt. Murió en París en 1954,donde la República Francesa le hizo funerales de Estado.

Ernest Hemingway nació en Oak Park, Illinois, Estados Unidos, en 1899.Había empezado a trabajar como periodista cuando se alistó como voluntarioen la Primera Guerra Mundial, conduciendo ambulancias en el frente italiano.Gravemente herido, volvió a los Estados Unidos, pero una vez curado se

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instaló en París con un cargo de corresponsal. Allí entró en contacto con lasvanguardias artísticas y conoció a Ezra Pound, Pablo Picasso y James Joyce.También como periodista cubrió la Guerra Civil Española y la SegundaGuerra Mundial. Más tarde vivió en Cayo Hueso (Florida) y en Cuba, y en suvida aventurera cupo también un viaje a África, donde estuvo a punto demorir en accidentes aéreos. Algunas de sus novelas más importantes sonAdiós a las armas (1929), Tener y no tener (1937), Por quién doblan lascampanas (1940) y El viejo y el mar (1952). En 1954 recibió el Premio Nobelde Literatura. Enfermo y alcohólico, se suicidó en su casa de Idaho, EstadosUnidos, en 1961. Su obra es considerada ya clásica y sus técnicas narrativashan sido de gran influencia entre los escritores que lo sucedieron.

Patricia Highsmith nació en 1921 en Fort Worth, Texas, Estados Unidos,como Mary Patricia Plangman. Hija de padres divorciados antes de sunacimiento, se trasladó con su madre a Greenwich Village, en Nueva York, ydurante los primeros años de su vida fue criada por su abuela materna. Sólotardíamente conoció a su padre. En 1924 su madre se casó con StanleyHighsmith, de quien tomaría el apellido. Fue una lectora precoz y voraz, ydesde los dieciséis años escribió gruesos volúmenes con ideas sobre relatos ynovelas, así como diarios. Se graduó en el Barnard College, donde estudióliteratura inglesa, latín y griego. En 1943 empezó a trabajar para la editorialFawcett y comenzó a escribir su primera novela. A los veinticuatro añospublicó su primer cuento en la revista Harper’s Bazaar. En 1963 se trasladópara siempre a Europa. Residió en Inglaterra, Francia y Suiza, donde murióen 1995. Escribió más de treinta libros entre novelas, colecciones de cuentos,ensayos y otros textos. Algunos de los más conocidos son Pequeños cuentosmisóginos (1974), Crímenes bestiales (1975) y la serie de novelas de TomRipley. Buena parte de su obra ha sido llevada al cine.

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Joseph Rudyard Kipling nació en Bombay, India, en 1865. De padresingleses, a los seis años fue enviado al Reino Unido para educarse y sólovolvió a la India en 1882, para ocupar el cargo de editor asistente de unpequeño periódico de Lahore, donde se inició su carrera literaria y publicósus primeros cuentos. En 1889 abandonó la India rumbo a los EstadosUnidos, pasando por Singapur, Hong Kong y Japón. Éste fue el primero delos viajes que signaron su vida y aportaron gran material a su literatura. Autorprolífico, escribió cinco novelas, más de 250 historias cortas y 800 páginas deversos. Varias de sus novelas gozaron de gran popularidad: El libro de laselva (1894), Kim (1901) y otras iluminaron la infancia de muchísimos niños,y sus cuentos, en los que se aprecia su inclinación por lo exótico y romántico,son obras maestras de un encanto particular. En 1907 recibió el Premio Nobelde Literatura. Murió en Londres en 1936.

Doris Lessing nació en Persia (actualmente Irán) en 1919, hija de un military una enfermera ingleses. A la edad de cinco años se trasladó con ellos aRodesia (hoy Zimbabue), donde establecieron una granja. A los quince añosdejó su casa y trabajó como niñera, telefonista y otros empleos. A los treintay seis años se trasladó a Inglaterra y se instaló en Londres. Fue una de lasescritoras más influyentes del siglo XX y obtuvo prestigiosos galardonescomo el Premio Príncipe de Asturias en 2001 y el Premio Nobel de Literaturaen 2007. Entre sus libros se destacan El cuaderno dorado (1962), Memoriasde una superviviente (1974), La buena terrorista (1985), El quinto hijo(1988), De nuevo, el amor (1996), La grieta (2007), Alfred y Emily (2008) ysus recopilaciones de relatos, como Cuentos africanos (1965) y Cuentoseuropeos. Acompañan su obra narrativa varios libros de ensayo y variosvolúmenes autobiográficos, entre los que se encuentran Made in England(2008) o Especialmente los gatos (1967). Murió en Londres en 2013.

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Charles G. D. Roberts nació en 1860 en Douglas, New Brunswick, Canadá,hijo de un sacerdote anglicano que lo educó esmeradamente en su propiohogar, enseñándole griego, latín y francés. A los doce años publicó susprimeros artículos. Más tarde cursó estudios universitarios y trabajó comoprofesor y editor. Vivió un tiempo en Nueva York y en Europa. Escribiósobre todo poesía e historias de animales. Algunos de los libros másimportantes de su vasta obra son Orion and Other Poems (1880), In DiversTones (1886), Songs of the Common Day, and Ave! (1893), The Book of theNative (1897), New York Nocturnes and Other Poems (1898), The Kindred ofthe Wild (1902) y The Book of the Rose (1903). Murió en Toronto en 1943.Está considerado el padre de la poesía canadiense.

Germán Rozenmacher nació en Buenos Aires en 1936, en el seno de unafamilia judía del barrio de Once, en cuya sinagoga su padre era cantor.Estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires y trabajó como periodistaen las revistas Compañero, Así, Panorama y Siete días, así como en el diarioCrónica. En 1961 publicó una colección de cuentos titulada Cabecita negraen una edición de autor, con tanto y sorpresivo éxito que fue vuelta a publicaren 1963 por Jorge Álvarez y luego por otras editoriales. Su segundo libro decuentos se llamó Los ojos del tigre (1966). Fue también dramaturgo: Réquiempara un viernes a la noche se estrenó con una gran acogida en 1964 y Elcaballero de Indias (1970) fue estrenada en forma póstuma en 1982 por LuisBrandoni. Murió en Mar del Plata junto al mayor de sus hijos debido a unescape de gas en agosto de 1971, a los treinta y cinco años. Su cuento“Cabecita negra” se considera un clásico de la literatura argentina y desde1999 el Centro Cultural Ricardo Rojas entrega un premio para dramaturgosjóvenes que lleva su nombre.

Saki (Hector Hugh Munro) nació en Akyab, Birmania, en 1870, hijo de un

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inspector general de la policía birmana, cuando este país pertenecía aún alImperio británico. Huérfano de madre, fue criado en Inglaterra por unosparientes. En 1893 ingresó en la policía birmana, pero tres años más tarde sumala salud lo obligó a regresar a Inglaterra. Trabajó como periodista endiversos periódicos de Londres mientras escribía cuentos, novelas y teatro.Algunos de sus libros más importantes son Reginald (1904), Reginald enRusia (1910), Crónicas de Clovis (1911) y Animales y más que animales(1914). Al comenzar la Primera Guerra Mundial se alistó en el ejército.Murió en Francia, durante la batalla de Beaumont Hamel, el 13 de noviembrede 1916.

Ernest Thompson Seton nació en Shields del Sur, Durham, Inglaterra en1860, pero a los seis años se mudó con su familia a los bosques canadiensesdonde aprendería un cúmulo de habilidades al aire libre que denominó “Artede los Bosques” (Woodcraft). Los principios de este movimiento dieronorigen a los Boy Scouts, institución de la que Seton se alejó debido a susconvicciones pacifistas. Se lo considera uno de los más importantesnaturalistas estadounidenses tanto por sus numerosos estudios de animalescomo por sus principios pedagógicos basados en la vida en la naturaleza y elarte del campamento. Algunas de sus obras más importantes son Animalessalvajes que he conocido (1898), Lives of the Hunted (1901), Dos pequeñossalvajes (1903), Monarca, el gran oso de Tallac (1904), The Birch Bark Rollof the Woodcraft Indians (1906), Rolf in the Woods (1911) y Life of GameAnimals (1925-28). Tres series de televisión animadas japonesas hanadaptado (de manera libre) obras de Seton. Murió en el pueblo que lleva sunombre, Seton Village, Nuevo México, en 1946.

Emma-Lindsay Squier nació en Marion, Indiana, Estados Unidos, en 1892,hija de un comerciante y una maestra y profesora de elocución. Escritora y

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viajera, combinó períodos de estudios universitarios —periodismo en laUniversidad de Washington, teatro y literatura en la Universidad deColumbia— con viajes por diferentes regiones de su país, Canadá, México yÁfrica. Vivamente interesada por los pueblos originarios y los animales,escribió muchas colecciones de historias y cuentos que se publicaron enrevistas y antologías. Muchas de ellas están reunidas en The Wild Heart(1922) y On Autumn Trails (1922). Contó su experiencia mexicana enGringa. Una americana en México (1934). Murió de tuberculosis en SaranacLake, al norte del estado de Nueva York, en 1941.

Mark Twain, seudónimo de Samuel Langhorne Clemens, nació en el estadode Misuri, Estados Unidos, en 1835. Fue impresor y tipógrafo, pilotonavegante en el río Misisipi, minero y periodista. Como tal escribió unahistoria humorística que le trajo gran éxito e inauguró su carrera de escritor ylo vinculó con el gran mundo. Pasó buena parte de su vida viajando por elpaís y el extranjero. Escribió crónicas, libros humorísticos, novelasfamosísimas como Tom Sawyer (1876), El príncipe y el mendigo (1881) yLas aventuras de Huckleberry Finn (1884) y mucho más. Murió en 1910 enRedding, Connecticut. William Faulkner calificó a Twain como “el padre dela literatura norteamericana”.

Hebe Uhart nació en Moreno, Buenos Aires, en 1936, hija de un empleadodel ferrocarril y una maestra, descendientes de vascos e italianos. Estudiófilosofía en la Universidad de Buenos Aires. Fue maestra de escuela yprofesora secundaria y universitaria, además de enseñar narrativa aaprendices de escritores. Escribió cuentos, novelas cortas y crónicas. Susviajes por el país y el mundo han sido muchas veces la fuente de sus relatos,así como su propia vida y la de su familia, la de los pueblos originarios y losanimales. Entre sus muchas obras se destacan las novelas Camilo asciende

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(1987) y Mudanzas (1996); los libros de cuentos El budín esponjoso (1977) yGuiando la hiedra (1997) y los de crónicas De aquí para allá (2016) yAnimales (2017).

Émile Zola nació en París en 1840, hijo de un ingeniero veneciano que muriótempranamente. A los veintidós años comenzó a trabajar en la libreríaHachette y escribió y publicó sus primeros textos. En 1868 concibió elproyecto de Les Rougon-Macquart. Historia natural y social de una familiabajo el Segundo Imperio, que empezó en 1871 y concluyó en 1893. La obraconsta de veinte novelas consideradas emblema del naturalismo. Escribiótambién cuentos, poesía y ensayos. Y su famoso Yo acuso (1898), en defensade Alfred Dreyfus, un militar francés de origen judío, culpado falsamente porespía, carta que le valió furibundos ataques, un breve exilio en Londres y elembargo de sus bienes. De regreso en París siguió escribiendo y en 1902murió en su casa, asfixiado en circunstancias confusas. Sus cenizas fuerontrasladadas al Panteón el 4 de junio de 1908, máximo honor en Francia.

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Fuentes

El gato que iba solo, de Rudyard Kipling, forma parte del libro de cuentosPrecisamente así (1902). Fue tomado de Obras escogidas, tomo II,Biblioteca Premios Nobel, Madrid, Aguilar, 1958. La traducción es deEditorial Aguilar.

El tótem de Amarillo, de Emma-Lindsay Squier, fue publicado por primeravez en la revista neoyorquina Good Housekeeping en su número 76-4 de abrilde 1923. Fue tomado de Historias de gatos, Barcelona, Montesinos, 1995. Latraducción es de Noemí Sobregués.

El paraíso de los gatos, de Émile Zola, forma parte de Nuevos cuentos aNinon (1874). Fue tomado de Historias de gatos, Barcelona, Montesinos,1995. La traducción es de Mónica Maragall.

Una gata callejera, de Ernest Thompson Seton, fue tomado de Historias degatos, Barcelona, Montesinos, 1995. La traducción es de EncarnaciónPereira.

La infancia de la señorita Churt, de F. R. Buckley, fue tomado de Lasmejores historias sobre gatos, Madrid, Siruela, 2015. La traducción es deMaría Corniero.

El gato de Dick Baker, de Mark Twain, fue tomado de Historias de gatos,

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Barcelona, Montesinos, 1995. La traducción es de María Camps.

Tobermory, de Saki, pertenece a Crónicas de Clovis (1911). Fue tomado deEl tigre de la señora Packletide y otros cuentos, Biblioteca Básica Universal,Buenos Aires, Centro Editor de América Latina. La traducción es de EduardoPaz Leston.

El gato que jugó a ser Robinson Crusoe, de Charles G. D. Roberts, fuetomado de Historias de gatos, Barcelona, Montesinos, 1995. La traducción esde María Camps.

Las dos gatas, de Colette, pertenece a La casa de Claudine (1922). Fuetomado de La casa de Claudine. Sido, Barcelona, Bruguera, 1983. Latraducción es de José Batlló y Julio Gómez de la Serna.

Gato bajo la lluvia, de Ernest Hemingway, integra En nuestro tiempo(1925). Fue tomado de Cuentos, Buenos Aires, Debolsillo, 2012. Latraducción es de Damián Alou.

Una anciana y su gato, de Doris Lessing, pertenece a Historia de un hombreno casado y otros cuentos (1972). Fue tomado de Cuentos europeos,Barcelona, Lumen, 2008. La traducción es de Paula Kuffer.

Te veo, Bianca, de Maeve Brennan, se publicó en The New Yorker el 11 dejunio de 1966. Fue tomado de Cat Stories, editado por Diana Secker Tesdell,Everyman’s Pocket Classics, Nueva York, Knopf, 2008. La traducción es deLuisa Borovsky.

Mi gato, de Hebe Uhart, pertenece a Guiando la hiedra, Buenos Aires,

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Simurg, 1997.

La mayor presa de Ming, de Patricia Highsmith, forma parte de The AnimalLover’s Book of Beastly Murder (1975). Fue tomado de Crímenes bestiales.La traducción es de A.B.V., © Editorial Anagrama S.A., 2003, primeraedición en Compactos.

La ciudad de los gatos obstinados, de Italo Calvino, integra Marcovaldo(1963). Tomado de la edición del mismo título, Madrid, Siruela, 2015. Latraducción es de Dulce María Zúñiga.

El gato dorado, de Germán Rozenmacher, fue tomado de Cabecita negra,Serie del Encuentro, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1967.

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«Maullaba lastimosamente y avanzaba hacia nosotros, aunquetenía miedo de que lo tocáramos y retrocedía saltando yresoplando con odio. Pero el instinto hizo que por fin nosaceptara.»

Desde tiempos inmemoriales, los gatos están presentes en lavida de los seres humanos. Entrando y saliendo de sus casas, yendo yviniendo al compás de sus ritmos y sus impulsos, trayendo a la vida de susprotectores el fulgor de la belleza y el recuerdo de lo salvaje.

Esta antología reúne una serie privilegiada de cuentos que tienen a los gatospor protagonistas. Domésticos o callejeros, útiles o juguetones, regalados ohambrientos, viviendo en jardines, departamentos, mansiones o bolsillos, sussingulares vidas son pintadas por la pluma de excelentes escritoresuniversales. Rudyard Kipling, Émile Zola, Mark Twain, Italo Calvino,Colette y Doris Lessing son algunos de ellos.

Este libro es para todos los que aman a los gatos, y para quienes quierenconocerlos mejor y celebrar la vida junto a estos enigmáticos seres tibios yaltivos, una vida con gatos.

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Brennan, MaeveCuentos con gatos / Maeve Brennan [et al.]. - 1a ed.

- Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Alfaguara,2018.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y onlineISBN 978-987-738-476-5

1. Antología. 2. Cuentos. I. Título.CDD A863

“Il giardino dei gatti ostinati” by Italo Calvino. © 2002, The Estate of Italo Calvino, usedby permission of The Wylie Agency (UK) LimitedDe The Animal Lover’s Book of Beastly Murder. First published by William HeinemannLondon 1975.© 1975 by Patricia Highsmith. © 1993 by Diogenes Verlag AG Zurich, Switzerland© Herederos de Germán Rozenmacher© Por el cuento “Mi gato”, Blatt & Ríos y Hebe Uhart© 1999, Ediciones de Intervención Cultural por los cuentos “El tótem de Amarillo”, “Elgato que jugó a ser Robinson Crusoe”, “Una gata callejera”, “El gato de Dick Baker” y “Elparaíso de los gatos”© Luisa Teresa Borovsky por la traducción del cuento de Maeve Brennan© Colette© F. R. Buckley© Saki (Hector Hugh Munro)© Rudyard Kipling“The cat in the rain” de Cuentos europeos, Lumen, 2007 © Ernest Hemingway“Una anciana y su gato” de Cuentos europeos, Lumen, 2011 © Doris Lessing

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Ante la imposibilidad de contactar con algunos de los herederos de los autores de loscuentos que integran este libro, la editorial deja constancia de que reconoce los derechos deautor a su favor.Ilustración de interior: Raquel Cané

Edición en formato digital: mayo de 2018© 2018, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A.Humberto I 555, Buenos Aireswww.megustaleer.com.ar

Penguin Random House Grupo Editorial apoya la protección del copyright.El copyright estimula la creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento,promueve la libre expresión y favorece una cultura viva. Gracias por comprar una edición autorizada deeste libro y por respetar las leyes del copyright al no reproducir, escanear ni distribuir ninguna parte deesta obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo está respaldando a los autores y permitiendo quePRHGE continúe publicando libros para todos los lectores.

ISBN 978-987-738-476-5

Conversión a formato digital: Libresque

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Índice

Cuentos con gatosEl gato que iba solo. Rudyard KiplingEl tótem de Amarillo. Emma-Lindsay SquierEl paraíso de los gatos. Émile ZolaUna gata callejera. Ernest Thompson SetonLa infancia de la señorita Churt. F. R. BuckleyEl gato de Dick Baker. Mark TwainTobermory. SakiEl gato que jugó a ser Robinson Crusoe. Charles G. D.RobertsLas dos gatas. ColetteGato bajo la lluvia. Ernest HemingwayUna anciana y su gato. Doris LessingTe veo, Bianca. Maeve BrennanMi gato. Hebe UhartLa mayor presa de Ming. Patricia HighsmithLa ciudad de los gatos obstinados. Italo CalvinoEl gato dorado. Germán RozenmacherLos autoresFuentesSobre este libro

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