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Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. © EDITORIAL ANDRÉS BELLO Ahumada 131, 4o piso, Santiago Registro de Propiedad Intelectual Inscripción N° 116.452, año 2000 Santiago - Chile Se terminó de imprimir esta novena edición de 1.500 ejemplares en el mes de diciembre de 2010 IMPRESORES: Salesianos Impresores S. A. IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE ISBN 978-956-13-1667-6

Cuentos mitologicos griegos2

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Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación

o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

© EDITORIAL ANDRÉS BELLO Ahumada 131, 4o piso, Santiago

Registro de Propiedad Intelectual Inscripción N° 116.452, año 2000

Santiago - Chile

Se terminó de imprimir esta novena edición de 1.500 ejemplares en el mes de diciembre de 2010

IMPRESORES: Salesianos Impresores S. A.

IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE

ISBN 978-956-13-1667-6

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CUENTOS MITOLÓGICOS GRIEGOS

SELECCION DE AMELIA ALLENDE

ILUSTRACIONES DE ANDRÉS JULLIAN

EDITORIAL ANDRÉS BELLO

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PANDORA Y LA CAJA MISTERIOSA

Prom eteo era uno de los Titanes, a quien el dios Zeus había enseñado astronom ía, arquitectura, m edicina, metalurgia, navegación y, en fin, todo lo necesario para desarrollar la vida humana. Prometeo, de gran inteligen­cia y destreza en todas las artes, tras­pasó sus conocim ientos a los hum a­

nos, que habían sido creados por él.No contento con todo eso, pensó que los hombres

también debían disponer de fuego y decidió robarlo a los dioses. Cortó una larga rama seca de un árbol, subió rápidamente hasta el cielo para encenderla en el carro del Sol y con aquella llama volvió a la Tierra.

Hasta entonces, los hom bres com ían carne cru­da, no podían trabajar los ricos metales que Prom eteo les había hecho descubrir en las entrañas de la tierra, y debían soportar el frío y la oscuridad de la noche.

Jun to al fuego, la hum anidad com enzó a desa­rrollarse. Nació el lenguaje, pues al reunirse alrede­

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dor del calor y de la luz, los hom bres necesitaron com unicarse. Y con las enseñanzas de Prom eteo, aprendieron a cultivar la tierra, inventaron el alfabeto, los núm eros y em pezaron a registrar el tiem po en rústicos calendarios de madera.

El p ro greso de los hom bres com en zó a d isgu s­tar profundam ente a Z eu s y a los dem ás d ioses. Los seres hum anos se sentían ya tan p o d ero so s que olvidaban recurrir a la divin idad y presentarle o fren ­das para obtener sus favores. A larm ados, los d ioses decid ieron poner atajo a la soberb ia de los hom ­bres y hacer que éstos vo lvieran a o b ed ecerles y a tem erles.

Entonces, para desconcertar a los mortales, for­maron a una mujer tan bella que ninguna de las diosas, exceptuando la dorada Venus, se le podía comparar. Minerva le regaló un m aravilloso vestido, colocó un transparente velo sobre su rostro y coronó su cabeza con una guirnalda de flores. Las Gracias la adornaron con infinitos dones: le concedieron una voz arm oniosa capaz de entonar las más dulces m elo­días y le dieron también una manera de hablar gra­ciosa y discreta. Vulcano esculpió su cuerpo tan per­fecto com o el de una estatua. Mercurio, dios de la elocuencia, del com ercio y del engaño, le dio un espíritu insinuante, pero a la vez le enseñó palabras engañosas y de doble significado.

Estaba dotada de tantas gracias y de tantos do­nes que los dioses se pusieron de acuerdo para bus­carle un nom bre que reflejara tan inim aginables atri­

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butos. Decidieron que se llamaría Pandora, que quie­re decir “dotada de todas las cualidades” .

Antes de enviarla al m undo de los hombres, Zeus le entregó una caja m uy bien cerrada y le dio instruc­ciones. Mercurio fue el encargado de conducir a Pan­dora y presentarla a Epim eteo, que era herm ano de Prometeo. Éste no se encontraba allí, pues — lo que los hom bres no sabían— Zeus lo había hecho enca­denar a unas rocas, en el Cáucaso. Sin em bargo, él había alcanzado a aconsejar a su herm ano:

— D esconfía de Zeus y de sus engaños y, sobre todo, ten m ucho cuidado con sus regalos. No aceptes nada que venga de él.

Pero Epim eteo — cu yo nom bre significa “el que reflexiona tarde”— , com pletam ente su byugado por la belleza y la perfección de Pandora, la aceptó de inm ediato. Ante aquella herm osa mujer, o lv idó todas las advertencias de su herm ano, y sin sentir la m e­nor desconfianza anunció su decisión de casarse con ella.

Pandora había entrado ya en el palacio de Epite- meo. Entre los regalos de boda que com enzaron a llegar, ella colocó la misteriosa caja:

— Es un regalo de Zeus — dijo a Epitem eo.La caja estaba hecha de una herm osa madera y

su superficie era tan brillante que Pandora podía ver su rostro reflejado en ella. Los ángulos estaban escul­pidos m aravillosam ente. A lrededor de la tapa había graciosas figuras de hom bres, mujeres y niños, entre profusión de flores y follaje.

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Sin em bargo, al principio y pensando sólo en su felicidad, Epitem eo no dio m ayor importancia a aquel objeto, ni sintió ninguna curiosidad por saber lo que contenía. Sencillam ente supuso que Pandora guarda­ría en esa caja sus perfum es y sus joyas. Algunos decían que se abría con una llave de oro, pero nadie la había visto.

Pasó el tiempo y Epim eteo se dio cuenta de que jamás había visto a Pandora abriendo la caja. Enton­ces se despertó su curiosidad.

— Dime, Pandora — preguntó— , ¿qué hay en ese misterioso cofre enviado por Zeus? Nunca lo he visto que lo abras. ¿Tienes tú la llave?

La joven sabía m uy bien lo que tenía que hacer y había estudiado su papel. Por expresa recom enda­ción de los dioses, debía estimular constantem ente la curiosidad de su esposo, sin decirle nada. Guardó, pues, el más absoluto silencio.

— Contéstam e, Pandora. ¿Qué hay en esa caja? — insistió Epim eteo— . ¿Dónde está la llave?

Pero ella se limitó a sonreír enigm áticamente.P asó el tiem po, y E p im eteo co m en zó a o b se ­

sion arse y sin p o d er do m in ar m ás su cu riosid ad , se d ed icó a p erseg u ir a su m ujer. Ni siqu iera la d ejab a descansar. N o le im portaba q u e fu era de día o de no ch e. A toda hora la aco sab a a p reg u n ­tas. Por fin llegó a am en azarla con sep ararse de ella.

— Si no abres ese cofre en el acto, te echaré de mi lado y te devolveré a V u lcan o ...

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Este era el instante que Pandora aguardaba. Si­m ulando estar m uy asustada ante tales am enazas, no se hizo de rogar esta vez. Sacó de su pecho la llave dorada que llevaba colgada de una cinta de seda y abrió la caja en presencia de Epimeteo.

En el acto, com o en una horrible visión, la guerra, la peste, la m uerte, el ham bre, la envidia, la venganza, la locura, los vic ios y toda clase de m ales, encerrados allí, com enzaron a esparcirse sobre la tierra.

Los hom bres, que hasta ese entonces habían vi­vido en una edad de oro, en paz, cultivando los cam pos y ocupándose en los trabajos que el Titán Prom eteo les había enseñado, em pezaron a sufrir ca­lam idades y desgracias.

Em pezaron las peleas, las rencillas y las discusio­n es... El odio y la codicia se hicieron m uy presentes, y el mal invadió hasta el último rincón del Universo, perturbando la paz de la tierra.

Sin em bargo, en el fondo de aquella terrible caja quedaba un tesoro que podía terminar con todas las plagas esparcidas por el mundo: era la Esperanza.

Cuentan algunos que Zeus no quiso que los hom ­bres esperaran nada y con un gesto ordenó a Pando­ra que cerrara la caja para siem pre.

Pero otros dicen que la Esperanza logró salir de aquel encierro y que no abandona a quienes la bus­can y confían en ella.

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LA AMBICIÓN DEL REY MIDAS

Cuentan que cuando aún era un niño m uy pequeño, un día en que Midas, rey de M acedonia, se encontraba dur­m iendo, un ejército de horm igas su­bió hasta su cuna. Cada una acarrea­ba un grano de trigo que fue dejando suavem ente en los labios del niño. Todos los que observaron este curio­

so hecho, consideraron que era una clara señal de que aquel futuro rey sería fabulosam ente rico.

Y en realidad así fue, pero era a la vez muy am bicioso y aficionado al oro, que parecía ser lo único que deseaba. Apreciaba su corona real, princi­palm ente porque estaba com puesta de tan precioso metal. Poseer oro, m ucho oro, era la m ayor aspira­ción del rey Midas. A lgunos afirmaban que, a pesar de esa gran pasión por la riqueza, el rey quería m u­cho a su familia. Sí, la quería, pero estaba convencido de que lo mejor que podía hacer por los suyos era acum ular oro sin descanso.

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Midas también era aficionado a las flores y había plantado alrededor de su palacio un gran jardín don­de crecían herm osas rosas. El rey acostum braba pa­sarse horas enteras m irando las flores y gozando de su perfum e. Pero a m edida que aum entaba su am bi­ción, cada vez que las miraba no podía dejar de calcular cuánto m ás valdría su propiedad si las rosas fueran de oro.

— ¡Oh, Midas, riquísimo Midas — se decía a m e­nudo, acariciando su oro— , qué hom bre tan feliz eres!

Sin em bargo, aunque se llam aba hom bre feliz, dentro de sí mismo sentía que no lo era del todo. Para llegar a una felicidad com pleta, el m undo entero tendría que ser de oro y, por supuesto, tendría que pertenecerle.

El jardín del rey, donde también había una her­mosa fuente, era el lugar predilecto de los sátiros, que a m enudo acudían allí a descansar, en especial Sileno, el fiel tutor del dios Dioniso, creador del vino.

Midas ordenó un día que echaran vino en la fuente y cuando llegó Sileno y bebió para calm ar su sed, se em briagó y se durm ió profundam ente bajo los árboles que rodeaban la fuente. Allí lo encontraron los jardineros y, dorm ido, lo llevaron hasta el palacio.

El rey lo reconoció y, am bicioso com o era, pen­só de inmediato en la posibilidad de obtener algún provecho de aquel encuentro. Sabía m uy bien cuánto apreciaba Dioniso a su antiguo tutor. De manera que lo cuidó y lo atendió com o a un príncipe, ofreciéndo-

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le fiestas con los más exquisitos m anjares y alegres cantos y danzas.

D espués de diez días y diez noches en el pala­cio, en los que Sileno fue tratado siem pre com o un gran personaje, Midas lo condujo hasta los dom inios de Dioniso. El dios, feliz al encontrar nuevam ente a su fiel tutor, decidió dar a Midas una recom pensa. Quería prem iarlo también por haberlo cuidado de una manera tan especial.

— Pídem e lo que quieras — le dijo— . Yo te re­com pensaré cum pliendo tu m ayor deseo.

Midas no pudo pensar en otra cosa que en su gran pasión: el oro. Tenía m ucho oro, pero siem pre era más grande su deseo de tener aún más. De m ane­ra que no dudó. ¿Qué otra cosa podía am bicionar que no fuera aumentar sus tesoros, sin tener que trabajar para ello, y convertirse en la persona' más rica de todo el mundo?

— ¡D eseo que todo lo que yo toque con mis m anos se transform e en oro! — dijo sin vacilar— . Es lo único que necesito para ser com pletam ente feliz.

— ¿Estás seguro de que ése es tu m ayor deseo? — preguntó Dioniso extrañado.

— ¡Sí, sí, que todo lo que toque con mis m anos se convierta en oro! — repitió Midas, lleno de ansie­dad.

— Está bien. H ágase lo que deseas — dijo D ioni­so y se alejó porque no quería ser testigo de las desgracias que caerían sobre Midas. Con su sabidu­ría, era fácil para D ioniso prever lo que le sucedería,

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pero le había prom etido cum plir sus deseos y así sería.

Midas volvió feliz a su palacio. Por el cam ino, quiso com probar su nuevo poder: recogió una piedra del suelo y, en un instante, en cuanto la tocó con su m ano, v io com o se transform aba en brillante oro. Lleno de entusiasmo, tom ó una rama de árbo l... De inmediato fue toda de oro, sus hojas perdieron el verde y se convirtieron en delgadas y metálicas lámi­nas doradas. Su felicidad no tenía límites. ¡Por fin era el hom bre más rico del mundo!

Corriendo velozm ente, com o rejuvenecido y sin­tiendo com o si fuera a explotar de tanta dicha, llegó hasta su palacio y se dirigió de inm ediato al jardín. Encontró en él, com o de costum bre, m uchísim as ro­sas cuya fragancia invadía el aire. A pesar de su belleza, le parecieron m odestas y corrió entre ellas com o un niño, tocándolas una a una hasta que todas se convirtieron en oro.

Cam inó hacia el palacio, levantó el picaporte de la puerta: era de bronce un m om ento antes, pero fue de oro en cuanto sus dedos lo tocaron. Subió las escaleras y sonrió al observar cóm o la balaustrada y el pasam anos se iban convirtiendo en oro bruñido. Luego tom ó un libro de encim a de la m esa: al primer contacto se convirtió en el volum en m ás ricamente encuadernado y dorado, pero al pasar los dedos so­bre las hojas, éstas se convirtieron en un montón de delgadas placas de oro. Midas observó con algo de preocupación que las letras ya no se distinguían, pero

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no se detuvo a pensar en ello y se dirigió al com edor. La caminata y sus carreras en el jardín le había des­pertado el apetito. Y com enzaron sus desgracias...

Tom ó un pan, pensando en partirlo... no pudo. Se había convertido en un herm oso pan de oro.

Aterrado, tomó una presa de carne. Igual cosa. Y lo m ism o sucedió con la fruta y con cualquier manjar que tocara. No pudo com er nada. Y esto no fue lo peor. Si tocaba a una persona, de inmediato ésta quedaba inmóvil, convertida en estatua de oro. Y al tocar su cam a donde quiso refugiar su desesperación, ésta perdió su blandura adquiriendo la dureza de una piedra.

Horrorizado, acudió en busca de Dioniso y le rogó que lo salvara de su desgracia. Com padecido, el dios le indicó que se bañara en el río Pactolo, y que mojara con sus aguas todo lo que había convertido en oro. Así lo hizo Midas y perdió el fatídico poder. Cuentan que también abandonó sus riquezas y vivió feliz.

Pero la historia de Midas no termina allí. El río Pactolo, que desde esa época arrastra arenas de oro, atravesaba Frigia, donde reinaba G ordio, que no te­nía sucesión. Cuando conoció a Midas, lo declaró hijo adoptivo y así llegó a ser rey de Frigia.

Un día Midas asistió a un concurso de música en el que participaban A polo y otro postulante. Se en­contraban a orillas del río Tm olo y el juez era el dios del río, quien declaró a A polo com o ganador del certamen. Midas se m olestó y m anifestó su desacuer­

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do con el prem io. El dios del río lo castigó de m ane­ra bastante especial: hizo que le nacieran dos grandes orejas de burro. D esde entonces el rey debió usar un gorro, pues no quería que nadie supiera que él p o ­seía tan horribles orejas. Y este fue el origen del fam oso gorro frigio.

Un día, el secreto que el rey guardaba tan celo­samente, fue descubierto por el barbero. Midas lo hizo jurar, bajo pena de muerte, que no lo revelaría a nadie. El barbero prom etió no decir nada, pero com o sentía que su secreto lo ahogaba, cavó un profundo hoyo a la orilla del río, se inclinó sobre él y gritó:

— ¡El rey Midas tiene orejas de burro! ¡El rey Midas tiene orejas de burro!

Ya tranquilo, se fue feliz y respirando sin aho­gos. Pero las cañas com enzaron a repetir sus pala­bras, todos las oyeron y las divulgaron hasta que llegaron a oídos del rey. El barbero fue castigado, pero el secreto ya era conocido y fue recogido por la historia.

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EL JARDÍN DE LAS HESPÉRIDES

En el m ás lejano lugar del m undo, en el extrem o del O ccidente donde el Sol se pon e todos los días, se encontraba el jardín m ás herm oso que jam ás se haya p o d id o im aginar. En él crecían altos y fron d osos ár­b o les, flores de todos co lores y per­fum es y frutas de todas clases. Era

un verd ad ero paraíso destinado só lo a los d ioses. A los hum anos les estaba totalm ente proh ib ida la en ­trada.

Pero había un tesoro aún m ayor en aquel jardín: un árbol que daba m anzanas de oro y que había sido plantado por la propia Hera. Cuando esta diosa se casó con Zeus, la Madre Tierra le obsequió tres m an­zanas de oro tan herm osas, que Hera decidió plantar sus sem illas en el jardín de las divinidades.

Según algunos decían, en aquel lugar el cielo era verde, amarillo y rojo, colores que se com unicaban a las m anzanas, las que adem ás de toda su belleza

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tenían la virtud de conceder la inmortalidad a quien las com iera.

Tres ninfas, las Hespérides, hijas del gigante Atlas, rey de Mauritania, y de Hesperis, la estrella de la tarde, fueron encargadas por los dioses de vigilar constantem ente el jardín para evitar la entrada de cualquier extraño.

Atlas era uno de aquellos Titanes que conform a­ron la primera generación de las divinidades, que fue vencida por los dioses olím picos. Cierto día en el palacio de Atlas se había presentado uno de los hijos de Zeus, Perseo, quien le pidió que lo hospedara en su palacio. Y com o el m onarca se negara a recibirlo, fue condenado por Zeus a sostener sobre sus espal­das la bóveda celestial, castigo que cum plía en su propio reino, en el norte de África. Y hasta ahora los m acizos m ontañosos que atraviesan M arruecos, Arge­lia y Túnez, y que van desde el M editerráneo hasta el Desierto del Sahara reciben, por esa tradición, el nom­bre de “Montañas de Atlas” .

Con su arm oniosa voz, su gracia y belleza, las tres guardianas daban m ayor brillo aún al m ajestuoso colorido del ocaso y así lo indicaban sus nom bres: H éspere era la del sol poniente; Egle, la brillante, y Eritia, la roja.

Sin em bargo, tanta responsabilidad preocupaba a las H espérides. No se sentían con la fuerza suficiente para cuidar aquel árbol, cuya fam a había llegado a todos los confines de la tierra. Acudieron entonces a Hera, la reina del O lim po y le rogaron que pusiera

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un guardián junto a la entrada del jardín. Y un dra­gón de cien cabezas fue enviado a custodiar día y noche aquel paraíso. Sucedió entonces que el rey I i iristeo, que tenía a Hércules en su poder, le encar­do ir hasta el Jardín de las Hespérides a buscar tres manzanas de oro.

Hércules, obediente com o siem pre y sin detener­se ante nada, partió en su búsqueda. No ignoraba <|ue ni el más valiente de los héroes había podido apoderarse todavía de aquellas m aravillosas frutas. Sabía que tenía que dirigirse a Atlas, pero no conocía su paradero; tam poco sabía dónde se encontraba el Jardín de las H espérides, pero salió rum bo al occi­dente dispuesto a cum plir las órdenes de Euristeo.

Al pasar cerca del Erídano, río que corre por el norte de Italia, aprovechó de preguntarles a las nin­fas, que tenían fama de sabias. Tam poco ellas pudie­ron informarlo, pero le aconsejaron que se dirigiera al viejo Nereo, el anciano dios del mar, que conocía los secretos de todos los lugares de la vasta tierra. Él quizás lo sabía y podría ayudarlo.

N ereo era un viejo m uy astuto que odiaba hablar con los mortales, y com o siem pre hacía lo que le daba la gana, sencillam ente no les hablaba. Vivía en una roca m edio sum ergida en mitad del océano, y apacentaba un num eroso rebaño de focas. Hércules tuvo que em prender un largo cam ino para ir en su busca; construyó una barca para entrar al mar y ha­bló con las Nereidas, las hijas de Nereo, y ellas le dieron las señas para encontrar el lugar donde podía

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estar. Así lleg ó p or fin a la roca que le habían indica­do las N ereidas.

U na v e z allí, se escon d ió m anteniéndose al acech o .

Com o era imposible convencer a Nereo con ra­zones, no había más rem edio que capturarlo por la fuerza. Y eso fue, efectivamente, lo que hizo el hé­roe. H ércules, usando todo su ingenio, se disfrazó con la piel de una foca y se ocultó en la cueva donde N ereo acostum braba descansar después de sus excur­siones por los bosques acuáticos.

Cuando el viejo regresó a la cueva, Hércules lo capturó. Pero N ereo tenía una fuerza colosal y el héroe sólo pudo dominarlo cuanto lo ató con unos ganchos de hierro. Así, de esta manera tan com plica­da, obtuvo las inform aciones que buscaba, aunque antes de lograr la victoria final, Hércules tuvo que luchar largo rato, porque el viejo del mar tenía el poder de transform arse en lo que se le antojara.

A pesar de estar amarrado, trató de asustar al héroe transform ándose sucesivam ente en león, en ser­piente, en llamarada y en arroyo. Pero todos sus esfuerzos fueron vanos contra la tenacidad de Hércu­les. Finalmente se rindió.

— Hijo de Zeus — exclam ó N ereo— , si deseas encontrar a Atlas, el re y de Mauritania, y el jardín de sus hijas las H espérides, tendrás que dirigir tus pasos hacia África. Pero d eb es tener siem pre en cuenta que sólo él puede entrar en el jardín donde están sus hijas, porque el dragón de las cien cabezas lo conoce

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y respeta. Te aconsejo que no trates de entrar tú, porque encontrarías la muerte más horrible.

H ércules sonrió.— Gracias, N ereo — dijo— , pero confío en mi

destino.Antes de desped irse soltó las ligaduras que ata­

ban al anciano, salió de la cueva y em prendió su viaje hacia África. D espu és de cam inar m uchos días y m uchas noches sobre las arenas del desierto, y cuando ya com enzaba a sentirse fatigado, miró una tarde hacia occidente y d ivisó una claridad im pre­sionante, com o si el sol, que se había puesto ya hacía bastante rato, qu isiera vo lver a salir por aquel lugar. A celeró el paso y no tardó en descubrir el origen de aquella claridad: ante sus o jos se erguía la fam osa puerta de oro que cerraba el Jard ín de las H espérides.

Una suave brisa proveniente del poniente, tibia y acariciadora, le llevó un perfum e em briagador de flo­res. Percibió también el m elodioso canto de los pája­ros, y v io volar cientos de ellos. Los había de innu­merables especies, algunos de vistosos colores, pero privados de voz; y otros de aspecto humilde y colori­do apagado, que llenaban el aire con sus trinos.

Aquella arm onía y aquel perfum e sólo se inte­rrumpían de vez en cuando al resonar los bramidos del monstruo de las cien cabezas, el celoso guardián del vergel. En ese mom ento, dorm ían cincuenta de sus cabezas, mientras las otras cincuenta velaban. Así, por turnos, la vigilancia no cesaba jamás.

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A la derecha de la puerta, sobre un montículo, estaba arrodillado el infortunado rey Atlas, sostenien­do el mundo sobre sus hombros. I lercules, instintiva­mente movido por el deseo de ayudarle en su desco­munal esfuerzo, se acercó a él y pensó preguntarle cóm o se podía entrar en el jardín. I’ero antes de que él hablara, Atlas le dijo:

— ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿No sabes que está prohibido entrar a este jardín? Nadie puede con­templar sus tesoros ni mirar a mis hijas, lista tierra remota y el dragón que la guarda se buscaron expre­samente para que ningún mortal pueda llegar hasta aquí.

— Yo me contentaría, señor respondió Hércu­les— , con que me dieras algunas di* las manzanas de oro que crecen en aquel maravilloso árbol

— Te digo que sólo yo puedo entrar —dijo el rey de Mauritania— , porque a mí el monstruo me cono­ce. Pero mi desgracia es que tam poco yo puedo hacerlo, porque, ¿cómo dejar la bóveda celeste que descansa sobre mis hombros?

— Si sólo es eso lo que te impide complacerme, te ofrezco sostenerla mientras tu entras a buscar las manzanas. Ya se que pesa mucho, pero tengo mucha fuerza y puedo hacerlo. Aquí le aguardaré con el mundo sobre mis hombros hasta que tu salgas.

Y así lo hicieron. Después de algunas pruebas, Hércules consiguió sostener en sus hombros la enor­me bola cargada con el peso de todo el universo. Atlas, libre de su terrible peso, entró en el Jardín de

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las H espérides, abrazó a sus hijas, a las que no veía desde aquel lejano día en que fue castigado por Zeus y, después de recoger las manzanas de oro, volvió a salir dispuesto a entregarle la fruta a Hércules.

Pero cuando lo vio sosteniendo con tanta facili­dad la enorm e esfera, sintió una irresistible tentación: “¿Por qué no engañarlo y dejarlo aquí eternamente? Es mi oportunidad de liberarm e para siem pre” .

— Ya que te he favorecido con mi ayuda — le dijo, entonces, am ablem ente— , ¿te im portaría q u e­darte un poco más sosten iendo este peso? En tanto yo, para descansar un poco, llevo las m anzanas al palacio del rey Euristeo. Recuerda que soy un g igan­te y que con un so lo paso atravieso las más grandes distancias. Estaría de vuelta en seguida y te relevaría en el trabajo.

Pero no era tan fácil engañar al héroe.— No me parece mal tu idea — le respondió Hér­

cules— . Acepto, pero antes, com o no estoy acostum ­brado aún y no tengo experiencia en esta faena, te ruego que vuelvas a tomar por un instante el peso para doblar mi túnica, hacer con ella una alm ohada y colocarla sobre mis espaldas. Tengo algo lastim ado el hom bro derecho.

Cayó inocentem ente el gigante Atlas en la tram­pa y vo lvió a cargar sobre sus espaldas la enorm e bola. Cuando Hércules se v io libre, cogió la bolsa de cuero que contenía las m anzanas y, sin despedirse siquiera, echó a andar, dirigiéndose a toda prisa hacia la tierra de Euristeo.

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26 CUENTOS MITOLÓGICOS GRIEGOS LA LEYENDA DE FAETÓNMientras tanto, las H espérides, que hasta enton­

ces habían vivido felices, sin ninguna preocupación, se dieron cuenta de que Hércules se había llevado las tres m anzanas y que jamás volvería. ¿Qué le dirían a Hera? Sabían que su furia sería tan grande, que prefe­rían morir antes de enfrentarla.

Pero los dioses se apiadaron de las tres ninfas y no perm itieron que fueran precipitadas a las oscuras profundidades del infierno. Las transform aron en tres herm osos árboles: un olm o, un álam o y un sauce. Y el dragón de cien cabezas, convertido en una conste­lación, quedó para siem pre en el cielo.

Atlas, por su parte, aunque presenció todo lo que ocurría con las H espérides, se sintió feliz. A pesar de que ahora tenían forma de árboles, seguían siendo sus hijas. Ya no se apartarían de su lado, podía verlas constantem ente y jam ás sufrirían en las tinieblas del infierno.

Faetón era un herm oso joven hijo de Clim ene y de H elios, el d ios que p erson ificaba al Sol, cuya principal m isión era — y es, com o todos sab e­m os— alum brar y dar calor al uni-

w w t j r ? verso-f Todos los días Helios recorría el cieloconduciendo un fabuloso carro de oro

fabricado por Vulcano, el dios del fuego. Cuatro fo­gosos caballos blancos, cuyos nom bres significaban llama, fuego, luz y calor, tiraban del carro. Era un largo viaje diario que atravesaba todo el m undo, par­tiendo desde un pantano en el lejano Oriente.

Helios, herm oso y esbelto, con una larga cabelle­ra dorada protegida por un casco reluciente y envuel­to en un manto, conducía su carro con m ano segura a través del cielo, entregando luz y calor en todas partes. A m ediodía llegaba al punto más alto de su recorrido y, entonces, em pezaba a descender hacia el Occidente. Allí, junto al Jard ín de las H espérides, en

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m edio del más m aravilloso juego de colores, se su­mergía en el océano. Mientras Helios cíese;!usaba y se reunía con su familia en un barco de oro, los caballos se bañaban. Cuando ya era de noche, navegaba con su carro y sus corceles hasta llegar, antes del am ane­cer, al punto de partida, donde iniciaría un nuevo viaje. Y así, todos los días.

Faetón se sentía m uy orgulloso de la grandeza de su padre, un dios adorado poi los hombres y am ado de todos los otros dioses.

Un día, mientras discutía con un am igo suyo, éste se burló de él y de su orgullo y, riendo.se. le* dijo que nadie creía que Helios fuera su padre

— Tú quieres hacernos creei que tu origen es divino, cuando seguram ente no eres m a s que un mi­serable mortal.

Estaban un día jugando varios nnu li.u líos, entre ellos Faetón. Em pezaron a clisentli y i b in laise de él. Riéndose, le decían que él no era lujo del Sol, sino que probablem ente su madre había inventado esa tonta historia para que nadie se enter.u.i de una ver­dad que la avergonzaba y quería oeult.it

Faetón se sintió profundam ente herido No so­portaba que no creyeran en su palabra, peto menos podía tolerar que insultaran de esa maneta i su ma­dre, a quien am aba y adm iraba. Muldijo a quienes ofendían a Climene y, enfurecido, humillado y aver­gonzado, con los ojos llenos de lágr imas , (i uno .1 su casa. Le contó a su m adre lo que le había 01 unido y le pidió que lo aconsejara.

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LA LEYENDA DE FAETÓN 29

— ¿Qué debo hacer, madre, para dem ostrar la verdad? ¿Cómo puedo dar a todos una prueba de mi origen divino?

— ¿Por qué no vas a la morada de tu padre? El te ama y estoy segura de que te ayudará.

— ¿Qué puede hacer por mí el gran Helios? Yo creo que está dem asiado ocupado para atenderm e — replicó Faetón— . A dem ás, ¿qué podría pedirle?

— Pídele — dijo Clim ene decidida— que te deje conducir el carro del Sol, aunque sólo sea un día. Estoy segura de que si todos te ven atravesando el cielo de Oriente a O ccidente, nunca más dudarán de que tú eres hijo de Helios.

Faetón, más tranquilo y anim ado con las pala­bras de su madre, se dirigió hacia el palacio de He­lios, adornado de estatuas y piedras preciosas. Una herm osa y deslum brante escalinata, sobre la cual es­taban distribuidas las Horas, conducía al trono del dios del Sol. Deslum brado, Faetón subió las gradas y al encontrarse ante su padre, se arrodilló y le contó cóm o lo habían humillado. Helios, que quería m ucho a su hijo, se sintió conm ovido.

— Te juro, por las aguas sagradas del Estigia, que te daré una prueba de tu origen divino de la que nadie podría dudar.

El joven le rogó entonces que le permitiera con­ducir el carro de oro por un solo día.

— ¡Estás loco, Faetón! — exclam ó Helios— . ¡No puedes pedirm e eso! ¿Cómo te atreves a pensar que serás capaz de conducir el carro de oro y los caballos

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30 CUENTOS MITOLÓGICOS GRIEGOS

blancos? Has de saber que eso es algo que sólo yo puedo hacer.

— Padre, estoy seguro de que, con tu protección y tu ayuda, podré hacerlo.

— No está en mi poder acompañarte. Tendrías que ir solo y no te imaginas los peligros que correrías.

El dios tem blaba ante el tem erario propósito de su hijo, pero todos sus intentos por disuadirlo fue­ron en vano. Los ruegos de Faetón eran cada vez más angustiosos y él había ju rado... Al fin debió ceder.

Al com enzar el día siguiente, en el momento en que la Aurora, otra de las divinidades siderales, presentaba a Helios el carro ya preparado con sus blancos caballos para iniciar el viaje, el dios hizo subir a su hijo y le dio toda clase de recom endaciones y consejos.

— D eb es ten er una gran p ru d en cia , hijo mío — insistió, al entregarle las riendas a Faetón— , y so­bre todo debes preocuparte de mantenerte en una línea equidistante entre los cielos y la tierra.

La felicidad del joven no tuvo límites. Por fin dem ostraría a todo el m undo que era hijo nada me­nos que del Sol. Tom ó las riendas y al sentirlas entre sus m anos fue tal su entusiasm o que, olvidando las advertencias de su padre, se lanzó en una loca y veloz carrera.

Muy pronto su valor pareció abandonarlo. Los cuatro corceles, advirtiendo que la m ano que los

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Jconducía no tenía la firm eza de la de I lelio, com en­zaron a galopar furiosa y desordenadam ente. Tan pronto subían hasta lo m ás alto de los cielos, so fo ­cando a todos los d ioses del O lim po, com o d escen ­dían cual un rayo para rozar la tierra. Las aguas se evaporaban con el excesivo calor, la tierra urdía, las plantas, las flores y las m ieses se q u em ab an ... Más allá, cuando el carro del sol subía dem asiado alto, el hielo se apoderaba de los cam pos y los destruía. El caos era infinito.

Todos miraban aterrorizados este Sol de fuego que se acercaba y se alejaba, que encendía los cam ­pos, que quem aba a los hom bres. Parecía que el m undo llegaba a su fin. Ante aquella catástrofe, los hom bres clam aron al cielo pidiendo la ayuda de los dioses y Zeus no tuvo más rem edio que lanzar su rayo para castigar al hijo del Sol.

El pobre Faetón, fulminado, cayó de cabeza, dan­do vueltas y a gran velocidad, en el río Erídano, mientras el carro terminaba su viaje bajo la dirección de Helio que pudo volver a tomar las riendas y a conducirlo hasta el final.

Las siete Helíadas, herm anas de Faetón, que ha­bían contem plado desde la tierra la carrera y el fin del desdichado joven, lloraron desconsoladam ente a orillas del río. Y su llanto fue tan largo que los dioses las convirtieron en sauces y sus lágrimas, al caer, se transform aron en ámbar.

Cuenta tam bién la leyenda que a causa de la loca carrera de Faetón los cam pos de África, arrasa­

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dos por el Sol, se convirtieron en desiertos y los habitantes del continente adquirieron desde enton­ces el color oscuro de su piel.

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BELEROFONTE Y EL CABALLO ALADO

Belerofonte, un apuesto joven, era nie­to de Sísifo, aquel astuto rey de Corin- to que, por sus m uchos delitos, esta­ba condenado a perm anecer en el infierno. Su castigo consistía en em ­pujar una roca descom unal hasta el punto más alto de una montaña, pero cuando al fin lograba llegar a la cum ­

bre, la roca volvía a rodar y Sísifo recom enzaba su interminable trabajo.

Por haber dado muerte a Belero (de quien pro­viene su nombre), Belerofonte se vio obligado a aban­donar Corinto y a refugiarse en Tirinto, en el palacio del rey Pretos, quien lo acogió en excelente forma y lo purificó de la sangre derramada.

Sin em bargo, Antea, la mujer de Pretos, se ena­m oró del apuesto joven en cuanto lo v io y com enzó a perseguirlo. Ante su rechazo, la m ujer se sintió ofendida y se vengó acusándolo a su m arido de aten­tar contra ella y de tratar de seducirla.

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36 CUENTOS MITOLÓGICOS GRIEGOS

Pretos se indignó, pero los huéspedes eran sa­grados y estaban protegidos por las Eum énides. A de­más, no podía manchar sus m anos con la sangre de quien él mismo había purificado.

Decidió entonces enviarlo a Licia, el reino de Yobates, su suegro, con un m ensaje secreto en el que le narraba los hechos ocurridos y le pedía que hiciera justicia, indicándole que, por los m edios que le pare­cieran convenientes, se deshiciera del mensajero.

Yobates recibió a Belerofonte espléndidamente, con grandes festejos que duraron varios días. Pero mientras tanto pensaba en la mejor manera de cumplir el encargo de su yerno, pues él tam poco se atrevía a desafiar abiertamente a las Euménides.

En aquellos años, un monstruo fabuloso causaba cuantiosos daños en el reino de Licia. Era la Quim era, una horrible com binación de león, serpiente y cabra que vom itaba fuego y mataba a todo aquel que se acercaba. Yobates encom endó a Belerofonte la mi­sión de destruirla, seguro de que éste perecería en la em presa.

El joven aceptó la propuesta, pero antes de par­tir consultó a Pólibos, un adivino, quien le aconsejó cautivar y am ansar a Pegaso, el caballo alado, y con­seguir que éste lo ayudara en su tarea.

Para encontrar a Pegaso, debía prim ero pasar una noche en el tem plo de Atena. Cuando dorm ía en aquel lugar, la diosa puso en sus m anos unas riendas de oro, con las que Belerofonte podría apresar al caballo alado. Y al día siguiente encontró a Pegaso

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BELEROFONTE Y EL CABALLO ALADO 37

en la fuente de Pirene, le colocó las riendas, lo m on­tó y vo ló a com batir a la Quimera, llevando sus flechas con bolas de plom o.

Al encontrarse frente al monstruo, Belerofonte le lanzó una de sus flechas, hiriéndolo en la boca.

La Quimera lanzó un feroz bramido y cayó muerta.Victorioso, el joven volvió al palacio de Yobates,

pero éste no se dio por satisfecho y le encom endó otra arriesgada em presa, y luego otra y otra.

Belerofonte debió com batir al ejército de los So- limianos, aliados de las Am azonas. M ontado en su Pegaso, vo ló sobre ellos y les lanzó grandes piedras en la cabeza; luego, venció a una banda de piratas... Pero nada contentaba a Yobates. Al fin éste decidió que sus soldados acecharan a Belerofonte al regreso de la última em presa que le había encom endado, y le dieran muerte.

Cuando el joven se v io atacado, invocó a Posei- dón, el dios del mar, y éste acudió en su auxilio, desbordando el río Xanto, que sólo se abrió para dar paso a Belerofonte.

Yobates, im presionado al com probar que el jo­ven estaba protegido por los dioses y siem pre resul­taba victorioso, se convenció de que no era culpable y sospechó que Antea los había engañado. Investigó, pidió una relación de los hechos y com probó que Belerofonte había sido calum niado.

D eponiendo entonces su anim osidad, le pidió perdón y le ofreció la m ano de su hija Filonea, desig­nándolo, adem ás, heredero de su reino.

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Desgraciadam ente, los últimos años de vida del héroe fueron de m uchos y am argos sufrimientos. Por un lado, se vio afectado por la envidia de los dioses que se habían casado con sus hijas, y, por otra parte, Belerofonte llegó a sentirse tan poderoso que, monta­do en su Pegaso, pretendió escalar el Olimpo. Ante este atrevim iento que ofendió a los dioses, Zeus m an­dó un tábano que picó a Pegaso. El caballo, encabri­tado, botó entonces a Belerofonte y continuó subien­do solo hacia el cielo donde quedó convertido en una estrella, mientras el héroe caía en m edio de un zarzal de donde salió con su cuerpo destrozado, cie­g o y cojo. D esde entonces, vaga por el m undo aban­donado de todos.

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PERSEO Y LA CABEZA DE MEDUSA

A crisio, el rey de A rgos, tenía so la ­m ente una hija m uy herm osa, lla­m ada Dánae. A nsioso de saber cóm o podría tener un hijo varón , el rey consultó al orácu lo y la respuesta lo llenó de horror. Él no tendría nin­gún otro hijo, pero sí un nieto que, cu an d o cu m p lie ra la m ayo ría de

edad, le quitaría la vida.El rey, angustiado ante tal presagio, se rebeló

frente al Destino. No habló a nadie de su consulta al oráculo y, decidido a evitar el nacim iento de este nieto, encerró a su hija D ánae en lina torre custodia­da por feroces mastines.

Pero el dios Zeus, en forma de lluvia de oro, burló toda vigilancia y llegó hasta la herm osa princesa para hacerla concebir un hijo. Este niño fue Perseo.

Cuando Acrisio se enteró de que, a pesar de todas sus precauciones, había nacido su nieto, orga­nizó fastuosas celebraciones para que nadie advirtiera

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40 CUENTOS MITOLÓGICOS GRIEGOS

su disgusto ni se diera cuenta de sus verdaderas intenciones. Pero una noche, cuando ya habían trans­currido cuatro años desde el nacim iento de Perseo, y D ánae y su niño dormían, los apresó, los encerró en una gran caja de madera y los arrojó al mar.

Em pujada por las olas, la caja llegó hasta la isla de Sérifo, donde un pescador llam ado Dictis la atrapó con su red. Al encontrar v ivos a la madre y al hijo, los condujo a presencia del rey Polidectes.

El soberano recibió m uy am ablem ente a aquellos náufragos que habían arribado a su reino de una manera tan prodigiosa y se encargó de la educación del niño. Sin em bargo Perseo com enzó a sentir una gran antipatía hacia el rey, pues se daba cuenta de que éste, enam orado de Dánae, quería forzarla a ca­sarse con él.

H abían p asad o ya qu in ce años cuan do P oli­dectes anunció que se casaría con H ipodam ía, la hija de Enom ao. Perseo, en tanto, se había co n ver­tido en un ap u esto joven . Era valiente, practicaba toda clase de deportes, y su edu cación había sido excelente.

Luego de anunciar sus intenciones matrimonia­les, el rey fingió que debía viajar a pedir la m ano de H ipodam ía y solicitó a Perseo que, com o regalo de bodas, le diera un caballo.

— Tú sabes que no poseo ningún caballo y que tam poco tengo dinero para com prarlo.

— Sé que eres pobre y que tu origen es descono­cido. No olvido qué te encontraron junto a tu madre

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PERSEO Y LA CABEZA DE MEDUSA 41

flotando en el mar, en una caja. Acepto que no me hagas ningún regalo, pero a cam bio, quiero que te com prom etas a servirm e, de hoy en adelante, com o un fiel vasallo.

— Te equivocas al decir que mi origen es desco­nocido — replicó Perseo— . Soy hijo de Zeus. No seré jamás tu vasallo, pero puedes pedirm e que conquiste para ti cualquier tesoro y te aseguro que mi obsequio será el m ejor que recibas.

— ¡Insensato! Veo que tu orgullo no tiene límites — exclam ó el rey, furioso— . Se hará todo com o tú m ism o lo has dicho. Partirás hoy y só lo regresarás cuando tengas algo realm ente valioso que traerme.Y de inm ediato, vo lverás a partir en busca de otro tesoro.

— Ya verás — respondió Perseo— . No tengo m ie­do y antes de un m es estaré de vuelta con la cabeza de Medusa. Te la daré, pero tú no te casarás con mi madre.

El rey calló sorprendido ante el atrevim iento del joven.

— Bien — dijo m om entos después— . Tú elegiste. No podrás vo lver sin la cabeza de Medusa.

¿Quién era Medusa?En tiem pos m uy rem otos existía un ser llamado

Gorgona. Su cara era redonda, su larga cabellera esta­ba form ada por serpientes, y tenía dientes de jabalí y largas alas. Pero lo peor eran sus ojos, pues quien los miraba quedaba convertido en piedra. D e pronto, esta única G orgona se convirtió en tres: Medusa, que

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significaba la Reina; Esteno, que era la Fuerte y, por último, Euriale, que era la que saltaba. Vivían lejos, m uy lejos, en el extrem o poniente del mundo. Sólo M edusa era mortal.

Cuando la diosa Atena supo la arriesgada aven ­tura que debía em prender Perseo, decidió ayudarlo y le dio las indicaciones necesarias para llegar al lugar donde se encontraban las G orgonas y para distinguir a M edusa de sus dos herm anas. Antes de separarse de él, le advirtió:

— No olvides que Medusa convierte en piedra a cualquiera que la mire. Es m ejor que la ataques cuan­do esté durm iendo, pues en ningún m om ento podrás mirarla de frente. Tom a mi escudo para que la pue­das ver reflejada en él y así te guíes para cortarle la cabeza. Recuerda que, de otra manera, morirás.

Y le entregó su brillante escudo.Acudió también Herm es a prestar su auxilio a

Perseo. Le dio una guadaña de diamante con la que sería más fácil y certero el go lpe para cortar aquella horrible y peligrosa cabeza.

Pero el joven aún no se sentía totalmente seguro. Quería disponer adem ás de sandalias con alas, una alforja m ágica para llevar la cabeza de M edusa una vez que la cortara y un casco que lo haría invisible. Con este propósito se dirigió al encuentro de las G rayas, tres horribles hechiceras, herm anas de las Gorgonas. Habían nacido con el cabello com pleta­m ente gris, y sólo disponían de un ojo y de un solo diente para las tres, los que utilizaban por turno cuan-

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do querían com er o ver. Perseo las encontró a los pies del monte Atos, se acercó a ellas y, haciendo una reverencia com o para saludarlas, les arrebató el o jo y el diente.

Las Grayas com enzaron a gritar com o locas y a exigir que les devolvieran lo robado. Pero Perseo, com pletam ente dueño de la situación, puso sus con­diciones. Para recuperar su ojo y su diente, debían entregarle lo que le hacía falta para vencer a Medusa. No tuvieron m ás rem edio que acceder a todo.

De inmediato, el joven se puso las sandalias y el casco que lo hacía invisible y, llevando bien segura la alforja, hizo una nueva reverencia a las G rayas y em prendió el vuelo. Así, com o un pájaro invisible, atravesó las m ontañas y llegó por fin a la tierra de los H iperbóreos, donde se encontraban las Gorgonas.

Estas dorm ían profundam ente, rodeadas de hom ­bres y de anim ales de piedra, todos aquellos que, por mirar a M edusa, habían quedado petrificados para siem pre. De acuerdo con el consejo de Atena, Perseo miró su escudo y en él vio reflejada la cabeza de Medusa, y, em puñando la guadaña de Herm es, la cortó de un golpe, la guardó rápidam ente en su alfor­ja y em prendió el vuelo justo en el mom ento en que despertaban las otras dos Gorgonas. Am bas corrieron tratando de alcanzar al joven, pero éste, con sus sandalias, ya se encontraba lejos.

En su cam ino de regreso, Perseo voló sobre Etio­pía, donde encontró a una mujer encadenada a una roca, a orillas del mar. Era Andróm eda, hija del rey

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Cefeo. Un monstruo marino, enviado por Poseidón, se acercaba a ella con la intención de devorarla. Se interpuso Perseo. Mostró la cabeza de Medusa al mons­truo, el cual se hundió en el mar convertido en coral. Luego desencadenó a Andróm eda, y Cefeo, en agra­decim iento, le concedió su mano.

Llegó el día de la boda y se encontraban en m edio de la celebración cuando se presentó Agenor, un antiguo pretendiente de la novia, exigiendo casar­se con ella. Pero la única manera de conseguirlo era dando muerte a Perseo. Con esa intención y rodeado de sus hom bres, se lanzó sobre el joven, pero éste sacó rápidam ente de su alforja la cabeza de Medusa y los convirtió en piedra.

Siguió su cam ino de regreso a Séfiro, acom paña­do de Andróm eda, y envió un m ensajero a Polidec- tes, advirtiéndole que llegaba con el regalo prometi­do. Nadie creyó que eso fuera posible y por eso todos se burlaron cuando se presentó ante el rey.

— ¡Muéstranos a Medusa! — gritaba el rey riendo.— ¡Sí, sí! Perm ítenos ver esa fabulosa cabeza.Pero los gritos y las risas se detuvieron de golpe.

Perseo les había m ostrado a Medusa y en un instante todos eran sólo estatuas de piedra.

Mientras durara la ausencia de Perseo, Dánae había huido para no verse obligada a casarse con Polidectes. Cuando este quedó petrificado, Perseo pre­guntó por su madre. Y ella, al enterarse de que Per- seo había regresado y de que el rey había muerto, salió de su refugio para reunirse con su hijo.

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El héroe, ya cansado de tanta aventura, y no queriendo transform ar a nadie más en piedra, fue a ver a Atena y le obsequió la cabeza de Medusa. La diosa, sintiéndose m uy honrada y halagada con tan valioso regalo, la incorporó a su escudo y allí quedó para siem pre.

Perseo resolvió volver definitivamente a Argos, su patria y tratar de reconciliarse con su abuelo. Pero Acrisio, en cuanto tuvo noticias no sólo de que su hija y su nieto vivían, sino que regresaban, huyó tem eroso de que se cum pliera el antiguo oráculo.

Pasó el tiempo. En una ocasión en que participa­ba en unos juegos en Lárisa, Perseo arrojó un disco con su acostum brada habilidad. En m edio de su tra­yectoria, apareció un fuerte viento que desvió el dis­co y fue dar sobre la cabeza de uno de los presentes, produciéndole la muerte en forma instantánea. Era Acrisio. A unque había pasado m ucho tiempo, era im­posible engañar a los dioses: el oráculo se había cum plido una vez más.

Cuenta la historia que, después de enterrar so­lem nem ente a su abuelo, Perseo decidió renunciar al trono y retirarse a otras tierras, donde pudiera vivir m ás tranquilo y feliz con Andróm eda y Dánae, su madre.

Andrómeda y Perseo tuvieron siete hijos, entre ellos Alceo, quien sería el abuelo del fam oso Hércules.

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LA TRAGEDIA DE EDIPO

Había transcurrido ya un tiem po des­de la celebración de la boda de Layo, rey de Tebas, con Y ocasta y com o aún no tenían descendencia, el rey acudió al oráculo de D elfos para pre­guntar si tendría un heredero.La respuesta del oráculo fue aterra­dora:

— Será mejor que renuncies a esa aspiración, pues si llegas a tener un hijo, éste te dará muerte y se casará con su madre.

Am argado con esta predicción, Layo quiso sep a­rarse de Yocasta y no verla más, pero no pudo con­cretar su decisión: ella le anunció que esperaba a ese hijo que tanto habían deseado. Ante la fatalidad, el rey se estrem eció de horror y concibió un terrible proyecto.

A penas nacido el niño, encargó a uno de sus criados que lo llevase al monte Citerón y allí lo aban­donara luego de perforarle los pies. Así lo hizo el

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criado: con su espada, atravesó los pies del niño y lo colgó de un árbol.

Sucedió que Forbas, pastor de Pólibo, rey de Corinto, condujo casualm ente su rebaño hasta aque­llos parajes, oyó el llanto de la criatura, y corrió al lugar donde el niño se encontraba. Se apiadó de él, lo descolgó y se lo llevó consigo a Corinto. Le dio el nom bre de Edipo, que quiere decir “pies perforados” .

Pólibo y Peribea, reyes de Corinto, que no te­nían descendencia, adoptaron al niño y lo criaron y educaron com o a un hijo. Edipo creció feliz en aquel reino. Era el príncipe heredero y tanto aquellos a quien él suponía sus padres com o el pueblo y los nobles lo am aban extrem adam ente. Vivía dichoso y respetado en aquella providencial situación.

Sin em bargo, cierto día, hallándose en una fiesta popular, un borracho le contó la triste historia de su abandono, su hallazgo en el monte y su llegada a Corinto. Edipo se sintió apesadum brado, pero pensó también que todo aquello era sólo una mentira, que ese hom bre no sabía de qué estaba hablando. No quiso decir nada a sus padres, decidido a olvidarse del asunto, pero la duda com enzó a atorm entar su pensam iento. No pudiendo soportar su inquietud, al día siguiente se apresuró a pedir a Pólibo y Peribea que le dijeran la verdad. Ellos le juraron que eran sus padres y prom etieron castigar a aquel borracho por el ultraje com etido.

Las palabras de los reyes no lograron apaciguar del todo el ánim o de Edipo; la duda había penetrado

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LA TRAGEDIA DE EDIPO 49

hasta el fondo de su corazón y no podía olvidar. Sin que sus padres lo supieran, se fue a Delfos, donde el oráculo lo rechazó tres veces por no creerlo digno de obtener contestación a las preguntas que hacía. Por fin logró una respuesta; pero ésta no le aclaró su inquietud sino que le creó una m ucho mayor. El oráculo le anunció:

— Matarás a tu padre, te casarás con tu madre y tu estirpe será maldita.

Espantado ante estos presagios y para evitar que se cum pliesen, el triste Edipo decidió huir de Corinto: ya no volvería a ver a quienes consideraba sus pa­dres. Prefería abandonar Corinto para siem pre y con­vertirse en un vagabundo antes que causar algún daño a aquellos a quienes tanto amaba.

Errante anduvo durante largos y largos días, siem ­pre procurando averiguar por m edio de los astros la situación de Corinto, para hallarse lo m ás lejos posi­ble de su suelo y para que jamás se vieran cum plidos los funestos vaticinios del oráculo.

Cierto día llegó a la encrucijada de M egas, en la reg ión de Fácida, do n d e se divid ía en dos el cam ino de D aulia hacia D elfos. E d ipo se detuvo indeciso , pero antes de tom ar un n u evo cam ino q u iso descansar. Estaba por dorm irse cu an do Layo, el rey de los tebanos y verd ad ero padre de Edipo, pasó por el m ism o cam ino. Iba acom p añ ad o de su coch ero , un heraldo y tres criados, y el carro en que v iajaba iba tirado por airosos cab allos que casi atropellaron a Edipo. El coch ero y el rey Layo tra­

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taron de e x ig ir al joven que saliera del cam ino y lo em pujaron hacia atrás. Al verse tratado de esa m a­nera, Ed ipo no se m ovió y el cochero lo em bistió. Enfurecido, d io un g o lp e v io len to al cochero , echó el carro a un lado y p asó por la parte del cam ino que q u ed aba libre. Enojado Layo y d isp u esto a ven gar a su coch ero , por la que juzgaba una falta de respeto del joven zu elo , le infirió dos heridas en m edio de la cab eza; entonces, con extraña furia levantó Ed ipo el bastón de cam inante que llevaba en la m ano, y d io un so lo g o lp e a su atacante. Este cayó , q u ed an d o m uerto en el acto. Uno so lo de los criados logró escapar; los otros dos, junto al heral­do , fueron m uertos por Edipo.

El joven contem pló los cadáveres. H abía actua­do com o cualquier hom bre ofend ido al ser tratado con tanta prepotencia, pero aquel lugar lo llenó de inquietud y le pareció funesto. Rápidam ente siguió su cam ino y llegó a Tebas sin saber que aquélla era su patria.

Se encontró con una ciudad dom inada por el pánico debido a la Esfinge. Mitad mujer, mitad león, la Esfinge de Tebas era el más extraño y terrible monstruo que recuerda la leyenda. Había sido envia­da por la diosa Hera que estaba indignada contra los tebanos y pretendía asolar su territorio.

La E sfin ge, sentada so b re una roca en el m on ­te F iceo , o b se rv ab a a los h om b res que se ace rca ­ban, se arro jaba sobre e llo s y les p lan teab a sus en igm as. Por m ás que lo intentaban, sus víctim as

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no lograb an reso lve rlo s y caían d esp ed azad as por la Esfin ge. Según el o rácu lo , el m onstruo perdería la v id a cu an d o una p erso n a fuera cap az de d e sc i­frar el sigu ien te en igm a:

¿Cuál es el animal que anclaen cuatro pies por la mañana,en dos al mediodía y en tres por la noche?

Cuando Edipo llegó a Tebas, la ciudad estaba silenciosa. Los cam pos y los cam inos se veían desier­tos. Nadie se atrevía a salir de su casa y todos creían que perecería hasta el último de los tebanos antes de que muriera la Esfinge.

Enterado Edipo de la angustia en que vivían los habitantes de Tebas decidió enfrentarse a la Esfinge. Ya no tenía padres, ni patria, ni hogar; ya no sentía apego a la vida y quizás podría liberar a los tebanos de la am enaza. Se encam inó hacia el acantilado, y cuando llegó a la roca donde se hallaba el monstruo éste bajó hacia él, p laneando con sus enorm es alas, lo encerró entre sus patas y, com o lo hacía con todos sus prisioneros, le propuso el enigma.

Edipo, después de reflexionar por breves m o­mentos, contestó:

— Ese animal no es sino el hom bre, que en la infancia, que debe ser considerada com o m añana de la vida, com ienza a andar arrastrándose sobre los pies y las manos; hacia el m ediodía, o sea en la fuerza de la juventud y la edad madura, le bastan dos

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piernas, y en la vejez, es decir, al aproxim arse la noche de la existencia, necesita de un palo, esto es una tercera pierna, para caminar.

La Esfinge, furiosa y llena de despecho ante la inteligencia y rapidez de Edipo, le propuso un nuevo enigma:

Son dos hermanas. La primera engendra a la segunda.Y ésta, a su vez engendra a la primera.

Edipo volvió a contestar con rapidez:— Son la luz y la oscuridad. La luz del día engen­

dra la oscuridad de la noche, y ésta, a su vez, prece­de a la luz del día.

La Esfinge, no pudiendo soportar su derrota, se lanzó contra las rocas y cayó con la cabeza despeda­zada.

El m uchacho regresó a Tebas, que volvía a vivir. El pueblo lo acogió en triunfo y la reina Yocasta, que había quedado viuda, dijo a los ministros que si era necesario para el país que ella se casara nuevam ente, podría hacerlo con el héroe que había salvado al pueblo, pues le parecía que no habría ninguna oca­sión mejor que aquella.

De este m odo, sin que nadie lo supiera, se cum ­plió el oráculo en su plenitud. En efecto, Edipo, ob e­deciendo a la solicitud de los ancianos de Tebas, se casó con la reina y, com o todos ignoraban quién había sido el causante de la muerte de Layo, los tebanos coronaron al joven com o su nuevo rey.

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El reinado de Edipo sobre Tebas fue muy feliz: sus súbditos lo amaron tiernamente y sus hijos, Etéo- cles y Polinice, Antígona e Ism ene, lo respetaron du­rante largos años.

Había pasado m ucho tiempo cuando una peste cruel desoló el reino. Las plantas se secaron, el gana­do murió y los habitantes de Tebas cada vez más debilitados morían por miles, incluso m uchas veces en las calles.

El pueblo acudió entonces a Edipo para pedirle que los salvara nuevam ente.

— Les aseguro que estoy sufriendo igual que us­tedes y que he llorado m uchas lágrimas al ver tanta muerte y desolación. Ya he m andado a consultar el oráculo para saber qué debo hacer y estoy esperando la respuesta.

El oráculo volvió a anunciar una profecía:— La peste terminará solam ente cuando Tebas

haya ven gado el asesinato de Layo — fueron las pala­bras del oráculo.

— Tú fuiste nuestro libertador cuando nos am e­nazaba la Esfinge — insistían los tebanos— . Sálvanos ahora de la peste. Busca a los que mataron a Layo.

Edipo ignoraba absolutam ente las circunstancias de la muerte del antiguo rey. No tenía la menor sospecha de que él lo había matado, pues en ese fatal m om ento, Layo no llevaba ningún atributo de su realeza que hubiera podido revelar su condición. Por eso preguntó a los ancianos:

— ¿Cómo podem os encontrar las huellas de un

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crimen tan antiguo? ¿Dónde ocurrió? ¿Fue en la ciu­dad, en el cam po o en tierra extranjera?

Contestaron los ancianos:— Fue, según dicen, un día en que él iba a con­

sultar al oráculo. Pero salió ese día y ya no regresó a palacio.

Volvió a preguntar Edipo:— ¿Y no hay nadie que presenciara el asesinato y

cuyo testimonio pudiera servirnos para esclarecer el hecho?

— Han muerto todos m enos uno — replicaron los ancianos— que huyó tan am edrentado de cuanto vio, que sólo sabe decir que los asaltaron unos ladrones y, com o eran m uchos, dieron muerte a Layo y a los que le acom pañaban.

— ¿Y cóm o no apareció nadie com o ven gador de la muerte de Layo? Cuando el rey murió, ¿qué pasó con ustedes? ¿Qué desgraciadas circunstancias les im­pidieron descubrir a los asesinos? — preguntó Edipo.

Y los ancianos contestaron:— Todo esto sucedió en los tiem pos de la Esfin­

ge, que luchaba contra nosotros con sus enigm as. Nos obligó a pensar en el m edio de librarnos de ella y de todos los m ales que nos acarreaba, haciéndonos olvidar tan m isterioso crimen.

Edipo prom etió investigar el crimen desde el ori­gen mismo y ayudar a la ciudad, com o era su deber para con los dioses y para con su pueblo; castigar al asesino de Layo y no cesar en su venganza hasta que la terrible peste fuera exterm inada.

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Y, en efecto, Edipo cum plió su palabra; buscó por todas partes al autor de aquel asesinato; no dejó de interrogar ni a los más nobles ni a los más ricos, pero todas sus averiguaciones y pesquisas resultaban infructuosas. Entonces m andó llamar a Tiresias, el adivino, de quien se decía que era capaz de com ­prender y ver tanto el pasado com o el porvenir, así lo divino com o lo humano. Apenas el anciano Tiresias se vio ante el monarca, tem bló y se negó a responder a las preguntas de Edipo.

Extrañado ante este rechazo, Edipo llegó a pen­sar que el propio anciano era el asesino.

Pero éste se arrojó a sus pies y exclam ó con amargura:

— Funesto es el saber cuando no proporciona ningún provecho al sabio. Permíteme, oh rey, que regrese a mi casa. Será mejor para ti y para mí. Si revelo mi pensam iento descubriré tu infortunio. De mí nada sabrás.

Edipo se encolerizó al oír estas palabras.— ¿Cómo niegas tu benevolencia y tu don de

adivinación a esta ciudad que te ha criado? — inqui­rió— . Te suplicam os que nos digas lo que sabes. ¿O harás traición a tu ciudad, dejándola perecer bajo la peste? ¿Quién no se enfurecerá ante tu desprecio por la vida de todos?

Pero Tiresias no cedía ni siquiera ante las fieras palabras del monarca.

— No me importan ni tu cólera ni tu furor — decla­ró— . Nada diré aunque me martirices.

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Entonces Edipo pronunció estas terribles pala­bras:

— ¿Sabes lo que pienso? Q ue tu afán por callar te delata y que com ienzo a creer que fuiste tú el instiga­dor del crimen y hasta el mismo asesino.

Tiresias, al oír tan injustas palabras, se enfureció a su vez y lanzó contra Edipo una terrible acusación:

— Si has de castigar sin clem encia, com o has dicho, al asesino de Layo, nuestro antiguo rey, debe­rás castigarte a ti mismo. Tú eres quien mancilla esta tierra. Tú asesinaste a Layo, a quien dices buscar.

Edipo se estrem eció de furia. Él estaba seguro de ser inocente y pensó que se trababa de una conspira­ción para arrebatarle el poder.

— ¿Debo tolerar tales injurias de este hombre? — preguntó— . ¿Cóm o no m ando que lo m aten en seguida? ¡Aléjate de aquí y m árchate al últim o confín del mundo!

— Yo nunca hubiera ven ido si tú no me hubieses llam ado — contestó Tiresias.

—Jam ás pensé que dirías tales locuras. D e saber­lo, no te habría llamado.

— M uy terrible te p arece lo que te he dicho y, sin em bargo, no con oces todavía ni la mitad de tu desgracia; de ella sentía p esar cuan do m e obstina­ba en no decirte lo que sé. Pronto sabrás la ver­dad, sin em bargo. Pronto sabrás lo m iserab le que los d ioses te han hecho; que privado de la vista y caído de la op u len cia en la pobreza, y aborrecido por tus p rop ios hijos, con un bastón que te indique

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el cam ino, te desterrarás vo luntariam ente hacia le ­janas tierras.

Cada nueva palabra del adivino era un puñal que se clavaba en el corazón de Edipo, pero no podía creer en su propia ignominia.

— ¡Mentira, mentira! — exclam ó— . Hablas así por­que estás confabulado con Creonte para quitarme el trono; porque ustedes están envidiosos de mi poderío y del am or que me tienen mis súbditos.

Creonte era herm ano de la reina, y al saber que Edipo lo acusaba, se presentó en el palacio para defenderse. Com o podía tener pretensiones al trono, Edipo im aginaba que con Tiresias habían tramado una conspiración de la que aquella infam e acusación era sólo el punto de partida. La disputa entre Creonte y Edipo se hacía cada vez más violenta, cuando Yo- casta acudió dispuesta a terminar con la discusión.

— ¿Qué sucede — preguntó la reina a Edipo— . ¿Cuál es la causa de tu cólera? Jam ás te había visto así.

Él le contó cóm o le había enfurecido la adivina­ción absurda y em bustera del anciano Tiresias.

— No debes preocuparte ni entristecerte porque un adivino sostenga que tú asesinaste a Layo — dijo la reina— . Ningún mortal posee en verdad el don de la adivinación e incluso el mismo oráculo de Delfos se equivoca muchas veces en sus predicciones. Como paie- ba de esto te voy a contar algo que jamás te he dicho.

Recordando la muerte de su esposo así com o la triste suerte corrida por su único y tierno hijo, la reina Yocasta habló de esta manera:

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— Cierto oráculo predijo un día a Layo, mi es­poso, que su destino era morir a m anos del hijo único que tendríam os y que ese hijo se casaría des­pués conm igo, su madre. Layo, com o todos saben, murió asesinado por unos bandidos extranjeros en un paraje en que se cruzaban tres cam inos, y yo me he casado contigo. Y el niño que nació de mi matri­m onio con el rey no tenía aún tres días cuando su padre lo hizo abandonar en un m onte solitario. Allí q u ed ó con sus p ies atravesados y co lgad o de un árbol. Layo anuló, pues, la profecía y term inó m u­riendo a m anos de unos desconocidos. Por eso yo te digo, Edipo, que no debes fiarte de las pred iccio­nes proféticas.

Escuchando las palabras de la reina, Edipo tem­blaba violentam ente, com o una hoja en el árbol. Pen­saba en sus pies, en aquellas extrañas cicatrices que jamás se habían borrado. A cudió a su memoria tam­bién esa encrucijada en que él diera muerte, hacía ya largos años, a los desconocidos que lo habían ataca­do. Angustiado, com enzó a acosar con preguntas a la reina.

— ¿Estás segura de que Layo fue asesinado en un cruce de tres caminos?

— Así se dijo entonces y otra cosa no se ha dicho.

— ¿Dónde, exactam ente, sucedió este hecho?— En la región que se llama Fácida y en el punto

en que se divide en dos el cam ino que v iene de Daulia hacia Delfos.

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— ¿Cuánto tiem po ha pasado desde entonces?— Fue m uy poco antes de que tú llegaras a Tebas.Aunque tem blaba cada vez más, el desgraciado

Edipo continuó con sus preguntas:— ¿Qué aspecto tenía Layo? ¿Qué edad?— Era alto — contestó Yocasta— . Su cabello co­

m enzaba a blanquear y su fisonom ía se parecía, por cierto, bastante a la tuya.

— Dim e — preguntaba Edipo cada vez más an­gustiado— , ¿viajaba solo o con escolta com o corres­pondía a tan gran rey?

— Lo acom pañaban cinco personas — contestó Yocasta— : el heraldo, el cochero y tres criados. Layo iba solo en un carro.

— ¿Quién te dijo todo esto, mujer?— El único criado que se salvó.— ¿Está ahora aquí, en el palacio?— No. Cuando regresó y te vio a ti en el trono,

me suplicó que le permitiera irse al cam po a apacen­tar los ganados, pues quería vivir lo más lejos posible de la ciudad. Y yo lo envié, pues era un criado digno de que se le concediera cualquier gracia.

Edipo se sintió ahogado por la angustia; todas las señas que la reina le daba coincidían con las del hom bre a quien él había matado en la encrucijada... Pero n o ... Había algo diferente: el único testigo de aquellos hechos afirm aba que los atacantes habían sido v ario s... No, aquel crimen no podía achacársele a é l... Con el corazón torturado por un torbellino de inquietudes, dio orden de que inmediatamente se

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buscara al pastor y se le condujera a palacio, a su presencia.

Mientras los m ensajeros enviados por Edipo lle­gaban al monte y el desdichado rey perm anecía en el palacio, presa de los más vivos temores, se presentó un heraldo que pidió ser recibido por el monarca; provenía de Corinto, y en su rostro se reflejaba la satisfacción de quien tiene que com unicar excelentes noticias.

— Lo que ven go a decirte — dijo a Edipo— te apenará pero, al mismo tiem po, te alegrará. Los habi­tantes de Corinto quieren proclam arte rey.

Al oír esto, Edipo preguntó con nueva ansiedad:— Pero, ¿no reina allí el anciano Pólibo, mi padre?— No; la muerte lo ha llevado al sepulcro.La reina Yocasta, que se hallaba presente, habló

entonces a Edipo de esta manera:— ¿No te hablaba yo hace pocos m om entos de la

falsedad de los oráculos? Pues aquí una nueva prue­ba: tu padre, de cuya patria huiste por tem or a matar­lo cum pliendo los mandatos del destino, acaba de morir tranquilamente en su lecho.

Edipo al oír estas palabras se sintió más tranqui­lo, aun dentro del gran dolor que le causaba saber de la muerte de quien le había dado el ser. La falsedad de los oráculos que aparecía patente a sus ojos le devolvía la calm a y el reposo. El m ensajero que venía de Corinto continuó hablando:

— Ahora que aquellos que te am aban han muer­to — dijo solem nem ente— , debo cum plir la prom esa

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que les hice de revelarte el secreto de tu nacimiento. No fuiste hijo verdadero de Pólibo ni de Peribea, sino que ellos te recibieron un día de mis m anos y te estimaron com o el mejor de los regalos.

Edipo, al oír estas palabras, de nuevo se estre­meció. A penas se atrevía, sin em bargo, a creerlas. Y habló así al mensajero:

— ¿Cómo, habiéndom e recibido de m anos extra­ñas — le preguntó— , pudieron am arm e tanto aque­llos a quienes yo tenía por mis progenitores?

— Por lo m ucho que les afligía el no tener hijos y por haberte cogido en infancia tan tierna y tan desdi­chada — contestó el mensajero.

Edipo continuó preguntando:— Y tú ¿de dónde me sacaste? ¿Me habías com ­

prado o me hallaste por casualidad?— Te encontré en las cañadas del Citerón donde

yo era entonces pastor errante y asalariado y guarda­ba los rebaños del rey que pacían por el monte. Fui tu salvador en aquella ocasión, hijo mío, pues tus pies estaban atravesados por una espada, cuando yo te desaté y te bajé del árbol del cual pendías.

C uan do Y ocasta o yó estas palabras se cubrió el rostro con las m anos y prorrum pió en am argos lam entos. La d esgraciad a había recon ocid o en Edi­po a su prop io hijo. T odo lo que el heraldo reve la­ba con cordab a de un m odo perfecto con la ép oca, el lugar y la form a en que, por orden de Layo, su tierno hijo había sido aban d on ad o y exp u esto a la m uerte.

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Reinaba la tristeza en el palacio y sólo se oían lam entaciones cuando se presentó el antiguo criado. Los encargados de ir hasta el cam po donde pastorea­ba desde aquellos lejanos años sin regresar jam ás a la ciudad, habían debido llevarlo a la fuerza.

Lo interrogaron. Parecía más dispuesto a morir que a contestar las preguntas y decir la verdad. Te­m eroso y reacio en un principio se negó a hablar, pero al fin se logró que dijera todo cuanto sabía. Y confesó que, en efecto el niño a quien él dejara en el monte Citerón le había sido entregado por el propio Layo y había nacido en palacio y era hijo del rey y heredero de la corona. Y dijo también cóm o tan mala acción había sido com etida por el rey y por él por­que los oráculos declaraban que aquel niño sería el asesino de su propio padre y se casaría con su ma­dre. Y siguió hablando, y en sus confesiones declaró también:

— Mentí cuando declaré cóm o había muerto el rey. No fue cierto que una cuadrilla de ladrones nos atacara y nos asaltara en la encrucijada donde el m onarca y sus acom pañantes encontraran la muerte. Lo dije im pulsado únicam ente por el temor. Y luego, ante la sorpresa de encontrar instalado en el trono al único hom bre que era el verdadero asesino, mi temor fue m ucho m ayor y pedí que me perm itieran alejar­me para siem pre de la ciudad.

Una negra nube de tristeza y desolación se aba­tió sobre el palacio de Tebas. Edipo, lanzando gran­des alaridos, corrió en busca de una espada, se arrojó

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com o loco sobre las puertas de la cám ara de la reina y allí se encontró con un horrible espectáculo.

Yocasta, no pudiendo soportar aquella tragedia con que se cum plían los fatales designios de un des­tino adverso, se había ahorcado colgándose del te­cho.

Al verla, el desdichado Edipo lanzó un horrible rugido, la desató y cuando la reina cayó al suelo, él le arrancó los broches de oro con que sujetaba el manto, y con ellos se hirió los ojos.

— Mis ojos ya no verán nunca más tantos sufri­mientos y desgracias que he causado y tantos críme­nes que he com etido. Prefiero estar para siem pre envuelto en la oscuridad — se lam entaba Edipo, y continuaba dándose go lpes y desgarrándose los ojos, mientras la sangre le teñía de rojo el rostro y la barba.

Así quedó ciego por siem pre el triste Edipo.Y no fue ésta su única desgracia. La predicción

del adivino Tiresias se cum plió por entero. En Tebas, todos se apartaban de su cam ino, nadie se acercaba a él, mientras Creonte, que realmente deseaba el poder, tramó contra él mil conjuras y le tendió mil lazos. Sus propios hijos se volvieron sus enem igos y no cesaron en sus vejaciones e injurias, hasta arrojar a su padre, no sólo del palacio real, sino también del territorio tebano.

Cum pliendo en sí mismo la am enaza que había proferido para cuando pudiese hallar al asesino del rey Layo, el pobre Edipo se desterró de su patria.

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Vestido com o un m iserable m endigo, y con un bastón en la mano, partió de Tebas, apoyado en el brazo de su fiel hija Antígona, que ni un m om ento quiso aban­donarlo. Vagando sin ventura, ella sirvió de guía a su padre ciego, anciano y desesperado; erró por las agres­tes selvas, descalza y hambrienta, expuesta a las llu­vias y a los ardores del sol, prefiriendo a la regalada vida de palacio el penoso placer de proporcionar algún alim ento a su padre. Tam bién su otra hija, Ism ene, fue bondadosa con Edipo y fiel al am or filial, de m odo que mientras los dos hijos varones perm a­necían en vida ociosa y regalada y se portaban com o cobardes, las dos valerosas jóvenes cum plían con áni­mo esforzado los más duros y penosos deberes.

Edipo y su hija Antígona llegaron hasta una aldea del Ática llam ada Colono. Exhaustos, cuando ya no podían dar un paso más, se detuvieron en un bosquecillo consagrado a las Eum énides. Pronto al­gunos atenienses observaron con terror la presencia de un hom bre en aquel lugar prohibido para los m ortales, y quisieron a la fuerza arrancarlo de allí. Mas las súplicas de la dulce y abnegada Antígona, dem andando p iedad para su padre, lograron apaci­guar a los atenienses, quienes consintieron en con­ducir a aquellos cam inantes extranjeros a la p resen ­cia de Teseo, su rey.

Era Teseo monarca tan sabio com o noble, justo y bondadoso. No sólo escuchó atento el relato de las penas de Edipo, sino que, al saber quién era, le abrió los brazos y le brindó su protección.

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— Ningún hom bre ha de sacarte de aquí contra mi voluntad — le dijo— . Confía, pues, en que gozarás de reposo, ya que Febo te guió hasta aquí. Y de todos m odos, aunque yo no esté presente, sé que mi nom bre te defenderá de todo maltrato.

En efecto, durante algún tiempo m uy breve gozó Edipo de relativa paz en aquella tierra hospitalaria. No habían sido vanas las prom esas de Teseo.

Mas sucedió que, en tanto, en Tebas los dos hijos de Edipo peleaban encarnizadam ente. En un principio, am bos habían expresado su deseo de dejar el trono a Creonte y no ensangrentar m ás la ciudad, bastante afligida ya con tantas desgracias. Pero, de pronto, el dem onio de la am bición volvió a apoderar­se de ellos; los dos quisieron el m ando y el suprem o poder, y el más joven en edad, que era Etéocles, privó del trono al mayor, Polinice, y lo expulsó de la patria. Polinice, entonces, corrió a la tierra de Argos, donde se casó con la hija del rey, y obteniendo, m erced a esta alianza, el favor de las gentes de aquel país, se hizo de un poderoso ejército y avanzó hacia Tebas, sem brando el terror en aquel país...

Por aquel entonces, consultados los oráculos, de­clararon que sería ven cedor aquel que tuviera en su territorio la tumba de Edipo.

Los hijos del desterrado, al saber esto, corrieron a Colono y trataron de con ven cer a su padre de que volviera con ellos; claro que cada uno rogaba por su lado, tratando de atraer al desd ichado Edipo hacia el territorio en que sus tropas guerreaban contra las de

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su herm ano. Igualm ente Creonte, a la cabeza de num erosos atenienses, se presentó ante Edipo y ante Teseo, suplicando que el rey ciego vo lv iese a la c iu d a d ...

Edipo escuchó con horror aquellas voces que sólo el odio y la codicia hacían vibrar en palabras hipócritas. C onvencido de que Creonte y sus crueles hijos no pretendían sino alejarlo de la protección de los atenienses y desterrarlo en un país desconocido, rechazó los ofrecim ientos de unos y de otros. Al saber también que los oráculos habían predicho que su sepulcro sería prenda de victoria sobre todo ene­m igo para el país que lo tuviera en su territorio, quiso que su cadáver beneficiara a Teseo, su protec­tor, y a Colono, la tierra hospitalaria en que había hallado reposo.

Recurrió una vez más a T eseo para que lo librara de los tebanos, y en el noble príncipe encontró de nuevo decidida protección.

Entonces Edipo com prendió que el fin de todos sus m ales se acercaba. D icen que un espantoso true­no fue para él el anuncio de su próxim a muerte. Sin guía cuyos ojos dieran dirección a sus pasos vacilan ­tes de hom bre ciego, se encam inó, acom pañado de sus dos hijas, al lugar donde debía expirar. Con andar seguro bordeó un precip icio y, llegado a un lugar en que el cam ino se dividía en m uchas sen ­das, se sentó en una piedra, se quitó sus vestidos de luto, y despu és de pedir a sus dos hijas agua co ­rriente y pura para lavarse y hacer libaciones, les

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ordenó que le vistieran com o se hacía entonces con los m uertos. Y les dijo:

— D esde hoy, hijas mías, ya no tienen padre, pues vo y a morir dentro de m uy breves instantes. En adelante no llevaran ya la trabajosa vida que hasta aquí han soportado por acom pañarm e y procurarm e el sustento. Ha sido m uy dura la suerte de ustedes, hijas, pero en verdad les aseguro que jam ás tendrán otro am or más afectuoso que el que han tenido de su padre, privadas del cual vivirán en adelante.

Llorando lo abrazaron las dos jóvenes, que tan tiernamente habían dem ostrado amarlo. Edipo quiso entonces que se le acercara Teseo, el rey de aquella hospitalaria tierra.

— ¡Oh querido Teseo! — le dijo con voz conm ovi­da por la gratitud— , dam e tu m ano com o garantía de antigua fidelidad para mis hijas, y prom ete que jamás las traicionarás a voluntad, sino que harás cuanto en tu benevolencia llegues a pensar que les ha de ser útil siem pre.

Y el noble rey prom etió solem nem ente lo que Edipo le pedía. El rey errante, tras vo lver a besar con gran ternura a sus dos hijas, les rogó que se apartaran de allí y que sólo Teseo quedara a su lado. Ellas obedecieron.

Cuenta Sófocles que tem bló entonces la tierra y que se entreabrió suavem ente para tragar a Edipo, sin violencia y sin dolor, ante los atónitos ojos de Teseo, el único que supo el secreto de su muerte y conoció el lugar de su sepultura.

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Tal fue el fin de Edipo Rey, el más desdichado entre los hom bres.

Su raza, cum pliéndose la predicción del oráculo, se extinguió: Etéocles y Polinice, sus hijos, a fin de evitar m ayor derram am iento de sangre entre los pue­blos, pidieron pelear en singular com bate en presen­cia de los dos ejércitos, y se mataron el uno al otro. Se dice que el rencor que se tenían los dos herm anos era tan grande, que hasta las llam as de la hoguera en que juntos se quem aron sus cuerpos se separaban, por no ir ellos unidos ni aun en la muerte.

Creonte, que subió al trono a la muerte de los herm anos, concedió honor de sepultura a las cenizas de Etéocles por haber peleado contra los enem igos de su patria. M andó, en cam bio, que las de Polinice fueran arrojadas al viento por haber llevado hasta su patria un ejército de extranjeros.

Sin em bargo, Antígona, al enterarse de la muerte de sus herm anos, volvió a Tebas y quiso dar sepultu­ra a las cenizas de Polinice. Creonte, indignado por­que sus órdenes habían sido desobedecidas, hizo bus­car a Antígona hasta encontrarla llorando sobre la tumba de su herm ano. Fue tomada prisionera y lleva­da a la presencia de Creonte.

— ¿Por qué has hecho eso? — le preguntó el rey— . ¿Cómo te has atrevido a desobedecer las leyes?

— He obedecido las leyes que no están escritas — fue la tranquila respuesta de la joven.

Creonte la condenó a ser enterrada viva. Antígo­na se ahorcó, evitando así aquella muerte tan cruel y

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horrorosa. Sucedió entonces que el joven Hemón, hijo del rey Creonte, que se había enam orado de la joven, se quitó también la vida sobre el cuerpo de ella.

La m aldición que pesaba sobre el desdichado Edipo y su descendencia no se había detenido...

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TÁNTALO Y PÉLOPE

Se le atribuyen diversos orígenes, pero según algunas leyendas, Tántalo, rey de Frigia, era hijo de Zeus. En todo caso, el dios era su am igo y constan­temente lo convidaba a su palacio del Olimpo.Cierto día, Tántalo recibió el anuncio de que los dioses del O lim po descen­

derían del cielo y serían sus convidados. Se preocu­pó, pues, de preparar un gran banquete para recibir­los en su palacio. El rey siem pre había sentido una gran curiosidad por saber si realmente los dioses te­nían ese conocim iento y esa sabiduría de la que tanto se hablaba. Esta era la ocasión de com probarlo. ¿Se­rían capaces de adivinar lo que él estaba ideando para el banquete? Era nada m enos que un horrible crimen.

M andó llamar a Pélope, uno de sus hijos, lo descuartizó y preparó su carne para ofrecerla a los dioses, exquisitam ente preparada.

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72 CUENTOS MITOLÓGICOS GRIEGOS

Pero en el instante m ism o en que se acercó a la mesa, Zeus se dio cuenta del crimen de Tántalo.

Pero no era éste el prim ero ni el único delito que el rey de Frigia había com etido. Se sabía que, aprovechando que Zeus lo recibía en el Olim po, Tán­talo había conocido y revelado secretos del dios y había robado am brosía y néctar para darlos a probar a los mortales.

Pero el asesinato de su hijo y su intención de engañar a los dioses ofreciéndoles su carne en el banquete, sobrepasaron todos los límites.

Zeus, enfurecido ante tanta m aldad e irreveren­cia, precipitó al culpable en los infiernos, y lo castigó con una pena durísima e interminable. Fue condena­do al suplicio de padecer sed y ham bre eternamente: el fam oso suplicio de Tántalo.

D esde entonces, en las profundidades del infier­no pudo verse al rey de Frigia poseído de una sed abrasadora, inclinándose sobre un río. Cuando sus labios estaban por tocar el agua, ésta se alejaba. Vol­vía a inclinarse, pero de inmediato el agua se retira­ba, huyendo de sus labios. Ese era su peor tormento: veía el agua, pero no podía tocarla ni probarla. Lo mismo sucedía con los alimentos. Tenía ante sus ojos los más exquisitos manjares, pero escapaban de sus m anos cuando pretendía tomarlos. D e esta manera, perm anecía eternam ente consum ido por la sed y el hambre.

Pero junto con enviar a Tántalo al infierno, Zeus se com padeció del joven Pélope, víctima de la cruel­

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CUENTOS MITOLÓGICOS GRIEGOS 73

dad de su padre. Reunió todos sus m iem bros y los entregó a Herm es para que le devolviera la vida. Este puso todo en un caldero, lo hirvió y pronunció un conjuro mágico.

P ocos m om entos d esp u és los d ioses com pro­baban con fe licid ad que P élop e estaba v iv o n u eva­m ente. Sin em bargo, le faltaba algo . ¿Que había sucedido?

La diosa Dem éter estaba bastante distraída al lle­gar al banquete. Se sentía m uy apenada porque su hija Proserpina había sido raptada por Hades, el dios de los infiernos. Por eso, sin darse cuenta, com ió el hom bro derecho de Pélope cuando le fue presentada la bandeja.

Para com pensarlo de esta pérdida, Zeus dio al hijo de Tántalo un hom bro de marfil, dotado de la m aravillosa virtud de curar todos los m ales con su sim ple contacto.

Entonces P élope, m ilagrosam ente d evu elto a la vida por Zeus, ab an d on ó Fenicia para dirigirse a G recia, llevan d o sus enorm es riquezas a través del m ar Egeo . En A rcadia, con oció a H ipodam ía, la hija del rey Enom ao, y, enam orado de ella, p id ió su m ano.

El rey no tenía intenciones de casar a su hija, pues un oráculo le había profetizado que aquel que sería su yerno le daría muerte. Cuando se presentaba algún aspirante a la m ano de Hipodam ía, Enom ao le exigía que concursara con él en una carrera de carros tirados por caballos.

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74 TÁNTALO Y PÉLOPE

El rey resu ltaba siem pre el ven ced o r p u es sus caballos eran tan ve lo ce s que parecían tener alas. Pero no se contentaba con esa victoria. Con cu al­quier m otivo, se declarab a o fen d id o p or aquel or­gu lloso jo ven que había o sad o d isputarle el triunfo y, arro jándose sorpresivam en te sobre él, le daba m uerte.

Cuando Pélope supo cóm o terminaban todas las carreras, pidió a su am igo Poseidón que lo ayudara a vencer. El dios del mar dispuso para él un carro con alas de oro que podía correr incluso a través de los mares. Los caballos que tiraban el carro estaban tam­bién provistos de alas y eran inmortales.

Con este carro, Pélope atravesó el mar Egeo para presentarse ante Enom ao y aceptar su desafío. Cerca del palacio, el joven vio, ensartadas en estacas de fierro, todas las cabezas de los que habían pretendido casarse con Hipodam ía.

Entonces, para asegurarse aún más la victoria, se puso de acuerdo con el auriga y aflojó las ruedas del carro de Enom ao.

Llegó por fin el m om ento de dar inicio a la com petencia. Enom ao, seguro de su habilidad y de la potencia de sus caballos, se lanzó lleno de confianza en una veloz carrera. Pero entonces se soltaron las ruedas y el rey cayó violentam ente sobre el polvo, rom piéndose el cuello, lo que le causó la muerte. Se cum plió así la predicción del oráculo: Enom ao había muerto a causa de la estratagem a de quien sería su yerno.

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76 CUENTOS MITOLÓGICOS GRIEGOS

Pélope consiguió así casarse con Hipodam ía y cuenta la leyenda que su descendencia fue m uy nu­merosa, aunque dicen también que ésta fue víctima de un triste destino. Pero ésta es otra historia...

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LEYENDA DE PARIS Y HELENA

París, uno de los personajes más fa­m osos de la mitología griega, fue el último hijo hom bre de Príamo, rey de Troya y de su esposa Hécabe.Cuando esperaba el nacim iento de este hijo, la reina tuvo un sueño m uy extraño: soñó que en vez de tener un niño, al llegar el m om ento del parto

nacía de ella un carbón encendido que prendía fuego al palacio y a toda la ciudad.

Confundida y algo alarm ada por la rara visión, pidió consejo a su esposo. Príamo le recom endó acu­dir al oráculo. Este confirm ó sus tem ores anunciándo­le que ese último hijo causaría la destrucción de todo el reino.

Ante tal profecía, el rey decidió hacer desaparecer al niño en cuanto naciera. Sin escuchar a Hécabe, que rogaba clemencia para el pequeño niño, al día siguien­te de su nacimiento ordenó a uno de sus criados que lo sacara del palacio y lo abandonara en la montaña.

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78 CUENTOS MITOLÓGICOS GRIEGOS

Com padecido, el criado no se resignó a dejar a aquella criatura en algún paraje solitario. Se dirigió al monte Ida y allí lo entregó a unos pastores que lo acogieron com o a un hijo y lo llam aron París. El niño creció fuerte y herm oso en m edio del cam po. Era m uy audaz y ya en su adolescencia com enzó a desta­carse en las luchas de toros, sobre los que parecía tener un poder especial.

Aunque se había casado con una bella ninfa, Enone, y vivían felices en el cam po, París se sentía atraído por la ciudad y a ella se dirigió un día.

En esa ocasión en Troya se celebraban diversos juegos y com petencias en los que París quiso partici­par. Fácilmente, gracias a sus constantes ejercicios en el cam po, ganó los prem ios, el pueblo lo aclam ó com o vencedor y el rey de Troya, sin saber que se trataba de su hijo, lo acogió en el palacio.

Con su triunfo y su herm osura, París iba adqui­riendo una fam a extraordinaria. Era m uy aficionado a organizar luchas entre fuertes toros y al término de ellas coronaba al vencedor con una guirnalda de flo­res. Cuando uno de los toros vencía en repetidas oportunidades, lo declaraba cam peón, poniéndolo fren­te a los otros con una corona de oro.

La leyen d a cuenta q u e un día A res, el d ios de la guerra, se transform ó en toro para tom ar parte en una de estas luchas. C om o era de esp erarse , A res triunfó y rec ib ió la coron a de oro. En el O lim po todos los d ioses ce lebraron a París y al ven ced or.

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LEYENDA DE PARIS Y HELENA 79

Un día en que el joven se encontraba en la montaña apacentando sus rebaños, se le presentó Herm es acom pañado de tres diosas: Afrodita, diosa del amor, la belleza y la fertilidad; Hera, esposa de Zeus, diosa del matrimonio; y Atena, diosa de la guerra y de la paz, del pensam iento y las artes.

— Zeus me ha enviado aquí — dijo Hermes— , para que te presente a Hera, Atena y Afrodita, y te entregue esta m anzana de oro. El dios suprem o orde­na que tú decidas cuál de estas tres diosas es la más herm osa. Míralas y, cuando tengas tu fallo, deberás entregar la manzana a la que juzgues más hermosa.

— Pero, ¿cómo puede Zeus pensar que yo soy capaz de juzgar y decidir quién es la más hermosa? Yo soy sólo un pastor. Partiré la m anzana en tres y le daré una parte a cada una.

— No puedes hacer eso. Zeus ordena que se sigan sus instrucciones: debes dar la m anzana a la que consideres más bella.

— No tengo más que obedecer. Pero antes qui­siera que las diosas me prometieran que no se con­vertirán en mis enem igas si son vencidas.

— Te lo prometemos — respondieron las diosas— . Puedes decidir tranquilo.

“¿Qué será más importante — se preguntaba Pa­rís— : la belleza física, la sabiduría o el poder?”

Mientras tanto, Atena exigió a Afrodita que se quitara su cinto m ágico, a lo que ésta contestó:

— Está bien. Pero siem pre que tú te saques el yelm o.

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80 CUENTOS MITOLÓGICOS GRIEGOS

Com o continuaran discutiendo, París se dirigió a Hera:

— Ven, señora — le dijo— . Te exam inaré a ti prim ero.

— Mírame con atención, París — indicó Hera— . No encontrarás ningún defecto en mí. Si tú me das la m anzana, yo te haré señor de Asia y poseerás todos sus tesoros que son inagotables.

— Los tesoros no me interesan — respondió París, y agregó— : Ya he concluido mi exam en contigo y debo ver a las otras diosas.

Se presentó entonces Atena.— Aquí estoy — le dijo— . Si me eliges a mí y me

das la m anzana te prom eto que te haré un gran guerrero y triunfarás en todas las batallas. Serás el más fuerte y, adem ás, el más herm oso y el más sabio de los hombres.

— Señora — contestó París— , yo soy un pastor que v ive en paz. ¿Para qué quiero ganar batallas?

Y llamó a Afrodita. Cuando ésta se presentó, Paris la v io tan herm osa que se sintió desfallecer de em oción.

— Tú que eres el m ás h erm oso de los hom bres — dijo ella— , ¿qué haces aqu í en estos cam pos tan so los, entre toros y bestias? D eberías estar en la ciudad, en el m ás bello de los p alacios y con la m ás perfecta de las m ujeres. Y o te p u ed o hacer aún m ás b ello y hacer q u e todas las m ujeres se enam oren de ti. La m ás herm osa del m undo está en Esparta. Es H elena, hija de Zeus, y está casad a

LEYENDA DE PARIS Y HELENA 81

con M enelao. Pero si te con oce, aban don ará todo para seguirte.

— ¿Pero, cómo?— Si tú me das la manzana, yo haré que sea

tuya.Paris eligió entonces a Afrodita y le entregó la

manzana. Venus se sintió feliz y orgullosa, en cam bio Hera y Atena, hum illadas en extrem o, juraron ven ­ganza eterna a Troya y a todos sus hijos. O lvidando sus prom esas, le negaron a Paris todo lo que de ellas dependía: no ganaría jamás una batalla y sería des­preciado por todos los guerreros por su cobardía. No se preocuparía nunca de nada serio y no sabría dar consejos. No tendría poder, ni sabiduría.

Afrodita quiso protegerlo y dem ostrar que ella sola podía otorgarle toda clase de bienes, triunfando sobre las otras diosas.

Por aquellos días Príamo organizó diversos con­cursos. En el de toros participó el animal cam peón de Paris, que obtuvo el prem io. D espués, en las otras com petencias también triunfó Paris, lo que despertó la ira de los dem ás hijos de Príamo, que decidieron matarlo. Pero se alzó una voz que advirtió al rey:

— ¡Tus hijos quieren matar a Paris, que es su hermano! ¡Paris es tu hijo menor! ¡Es tu h ijo ...!

Sorprendido, Príam o llamó a su mujer, y am bos exam inaron al joven. Tenía una marca en la m ano que H écabe le había dejado antes de abandonarlo. Em ocionados, llevaron a su hijo al palacio y realiza­ron una gran fiesta.

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82 CUENTOS MITOLÓGICOS GRIEGOS

Al saber la noticia, los sacerdotes advirtieron alrey:

— Recuerda que este hijo tuyo será el causante de la ruina de Troya. ¡Debes matarlo!

— ¡Que Troya se termine, pero nadie matará a mi hijo! — exclam ó el rey.

París se separó de Enone y se instaló en Troya, en el palacio de sus padres. Cuenta la historia que entonces Príamo, a pesar de sentirse feliz de haber encontrado a su hijo, se atem orizó recordando lo que había dicho el oráculo. Buscó un pretexto para alejar­lo de su casa, lo que hizo encargándole que fuera a Grecia para libertar a su tía Hesiona, raptada por Hércules.

París se sintió feliz pues ese viaje le proporciona­ba la oportunidad de conocer a la bella Helena, de quien le había hablado Afrodita. Y la diosa también se alegró pues así cumpliría su prom esa de conceder­le la mujer más bella del mundo.

Cuando París llegó a Esparta, M elenao celebraba una gran fiesta, donde Helena le fue presentada. El joven le entregó las joyas y los dem ás dones que le llevaba desde Troya. Am bos se sintieron enam orados desde el m om ento en que se vieron.

París se hospedó en el palacio del rey M enelao y no realizó ninguna de las gestiones que le había encargado su padre. Sólo se dedicó a conquistar a la reina.

A los p o cas sem anas, M enelao anun ció que viajaría a Creta y ordenó que se atendiera a su

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LEYENDA DE PARIS Y HELENA 83

h u ésped durante su ausencia. En cuanto se em bar­có, Paris con ven ció a H elena de que huyera con él a Troya.

Algunas tradiciones sostienen que Helena fue rap­tada por Paris o que éste la sedujo usando la ropa de M enelao. Lo cierto es que ella se fue con el apuesto joven abandonando a su hija Herm ione, de sólo nue­ve años, y llevando con ella a Plistenes, aún más pequeño. Tam bién tom ó gran parte de los tesoros del palacio de M enelao.

Cuando éste regresó a Esparta, se desató la tra­gedia. El rey corrió por el palacio buscando a su esp o sa y recib ió con am argura la noticia de que ella se había ido con su huésped . M enelao recorrió su reino y, v isitan do a los m onarcas de G recia, pu so en pie de guerra a todos los helenos y se lanzó en persecución de Helena. D esde el puerto de Aulis, en Beocia, num erosos bajeles, con las velas tendidas al viento, em prendieron la travesía contra Troya buscando venganza.

Mientras tanto H elena era recibida com o una diosa en Troya y se instaló en el palacio, sin inquie­tarse por el desastre que había desatado.

Paris fue atacado por el propio M enelao, y heri­do por una flecha envenenada, pidió que le dejaran acabar su vida al lado de su esposa Enone y expiró en el monte Ida, desde donde Zeus observaba la batalla.

D espues de una larga lucha, Troya cayó en p o ­der de los griegos, que se valieron para ello del

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84 CUENTOS MITOLÓGICOS GRIEGOS

fam oso caballo con ruedas, com o Hom ero cuenta en La Ilíada.

Helena fue llevada de regreso a Esparta y cuan­do M enelao murió, fue arrojada del Peloponeso, sin que nadie ya la defendiera.

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EL GIGANTE ANTEO Y LOS PIGMEOS

Una antiquísima leyenda nos habla del mítico pueblo de los Pigm eos, es­tablecido en el norte de África, en los territorios de Libia, donde habitaba el Gigante Anteo, hijo de la Tierra y de Poseidón, el dios del mar.Los G igantes eran seres inm ensos de gran fuerza y valor. Todos tenían una

larga barba y hay quienes sostenían que sus pies estaban form ados por serpientes.

Anteo se presentaba m uy am able ante todos los viajeros que se acercaban a sus tierras. Los invitaba a su casa, pero m uy luego les proponía luchar con él. Su enorm e fuerza le permitía vencer siem pre, lo que él aprovechaba para matarlos. Su propósito era reunir miles y miles de cráneos, pues había prom etido edifi­car con ellos un tem plo en honor de su padre.

Sin em bargo, para los Pigm eos, que también eran hijos de la Tierra, Anteo era un protector y se sentían seguros con él. Para ellos, tan pequeños que ningún

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86 CUENTOS MITOLÓGICOS GRIEGOS

hom bre los veía, el corpulento Gigante les parecía una montaña.

Un día, com o lo hacía a m enudo, Anteo se en­contraba tendido en el suelo durm iendo profunda­mente, horas que siem pre aprovechaban los Pigm eos para trepar sobre su cuerpo, acercarse a su rostro y correr carreras escapando de sus feroces ronquidos.

En esto se encontraban cuando uno de los Pig­m eos, parado sobre el hom bro de Anteo, v io acercar­se algo extraño. A medida que se aproxim aba pudo darse cuenta de que era un hom bre grande y fuerte, aunque quizás no tan grande com o Anteo. Llevaba un casco y un escudo que brillaban bajo el sol y una espada al cinto. Vestía una piel de león y en la mano derecha blandía una maza gruesa y pesada.

Horrorizado, reunió a algunos de sus herm anos y com enzaron a gritar junto a la oreja del Gigante, entrando en ella lo más que podían:

— ¡Anteo! ¡Levántate, que se acerca un Gigante!No fue fácil despertarlo. Pero al fin lo lograron

gritando:— ¡Levántate! El forastero trae una maza enorm e.

¡Y parece que es más fuerte que tú!De un salto se puso de pie y, tom ando su in­

m enso bastón, avanzó dos leguas al encuentro del forastero.

— ¿Quién eres tú? — tronó.— ¿Qué buscas en mis tierras?

Cualquier otro mortal, que no fuese aquel foras­tero, se habría atem orizado ante la colosal estatura

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EL GIGANTE ANTEO Y LOS PIGMEOS 87

de Anteo y su voz de trueno. Pero éste, sin inmutar­se, lo m iraba de arriba abajo, m ientras blandía la pesada maza.

— ¿Quién eres?— repitió Anteo— . Responde si no quieres que deshaga tu cráneo con mi bastón.

— Me llamo H eracles y no te temo. Los dioses del O lim po me han enviado aquí.

— ¡Yo tam poco te tem o y de aqu í no pasarás! — bram ó A nteo, que había o ído hablar de las haza­ñas de H ércules, au nqu e no creía que fuera más fuerte que é l— . T en go cincuenta v eces m ás fuerza que tú; y con mis p ies en tierra so y quinientas veces m ás potente.

En efecto, Anteo tenía un don m uy especial: sus fuerzas se renovaban por el contacto con su madre, la Tierra. Así, si en m edio de una lucha caía al suelo, se levantaba de inm ediato con m ayores bríos.

Se entabló una lucha feroz. Por más que Heracles, que ya había destaiido el bastón de Anteo, lo arrojaba al suelo con un feroz golpe de su maza, el Gigante se alzaba y arremetía contra Heracles rugiendo.

Sin em bargo, la inteligencia y destreza del héroe le dieron ventaja contra su enem igo. Ante la furia de Anteo, Heracles respondía con calma y con fuerza. Entonces com enzó a com prender la causa de la mila­grosa recuperación del G igante cada vez que rodaba por el suelo. Se dio cuenta de que no le sería posible vencerlo si continuaba derribándolo.

Arrojó la maza con que había com batido en tantas m em orables ocasiones y se aprestó a la lucha

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88 CUENTOS MITOLÓGICOS GRIEGOS

cuerpo a cuerpo. Cuando A nteo estuvo cerca de él lo levantó en vilo, sosteniéndolo en el aire con sus potentes brazos. Al perder el contacto con la tierra, el G igante sintió que sus fuerzas se debilitaban más y más, hasta que por fin H eracles lo arrojó a una milla de distancia, donde q u ed ó inm óvil. A unque vo lvía a yacer sobre la tierra, ya no podía recuperar­se: estaba muerto.

Los P igm eos, que habían p resen ciad o horrori­zados la feroz lucha, com en zaron a gritar, m ientras H eracles, que ni siquiera había advertido su p re­sencia, p en só prim ero que ese p eq u eñ o ruido p o ­dría ser el canto de algunos pájaros, pero pon ien d o m ás atención p u d o escuchar que m uchas v o ce s gri­taban:

— ¡Villano! Mataste al G igante Anteo, nuestro pro­tector.

Por fin descubrió a los pequeños seres que se m ovían a sus pies, e inclinándose, cogió a uno entre sus dedos y lo colocó en la palm a de su mano.

— ¿Quieres decirme qué clase de ser eres? — pre­guntó Hércules.

— Soy tu enem igo — respondió el Pigm eo con energía— . Tú mataste al G igante Anteo y nosotros te matarem os a ti.

— He visto m uchas m aravillas en mi vida — e x ­clam ó Heracles, adm irado ante el valor de aquellos diminutos personajes— , pero esta que tengo en la m ano es superior a todas las dem ás. Sin duda ustedes son un pueblo con coraje — agregó inclinándose re­

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EL GIGANTE ANTEO Y LOS PIGMEOS 89

verente ante los Pigm eos— . ¡Por nada en el mundo quisiera hacer el m enor daño a gente tan valiente y leal com o ustedes! Pido la paz, y me com prom eto a dar cinco pasos y salir de vuestro reino. Creo que esta vez he sido derrotado.

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NOTAS EN TORNO A LOS MITOS GRIEGOS

- “¿Qué libros recom endaría a los jóvenes para co­menzar a leer?” - le preguntó Ana D ’Onofrio a Ray Bradbury en una entrevista publicada en el diario La Nación, de Buenos Aires.

El autor de Fahrenheit 451, Crónicas Marcia­nas y tantas otras obras, considerado com o el rein­ventor de la literatura de ciencia ficción, contestó:

- “D eberían em pezar por los mitos griegos, la guerra de Troya, la relación entre la raza hum ana y los d ioses cuando éstos bajaban a la Tierra. Todas las historias y las vidas de la raza hum ana fueron encarnadas por los m itos griegos, los mitos rom a­nos, los mitos eg ip cio s...”

Se ha dicho también que un pueblo sin leyendas está condenado a m orir...; pero que el pueblo que no tenga mitos ya está muerto.

No es fácil descubrir el origen de los mitos y de las leyendas de los griegos, pero ello no tiene im por­tancia. Lo realm ente valioso es el increíble caudal de m aravillosas narraciones que han llegado hasta noso­tros, con toda su belleza poética.

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92 NOTAS EN TORNO A LOS MITOS GRIEGOS

Es un conjunto m aravilloso de fabulosas historias de aventuras, de am ores, de hazañas, de m uerte... todas llenas de profundo significado y provenientes de un m undo poblado de dioses, sem idioses, héroes y mortales.

A juicio de los críticos, lo más asom broso de estas leyendas y mitos nacidos en Grecia es su per­manente vigencia. Los rom anos los aceptaron y, aun­que los m odificaron en cierta m edida y los am plia­ron, los incorporaron a sus creencias y a su vida diaria y, lo más importante, los trasmitieron a la cul­tura occidental. Sin duda es im presionante que estos mitos y leyendas hayan sido por más de veinticinco siglos, y continúen siéndolo, fuente de inspiración para la literatura y las artes plásticas de los países civilizados.

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DIOSES, SEMIDIOSES, HÉROES Y PERSONAJES QUE APARECEN

EN ESTOS CUENTOS MITOLÓGICOS

Acrisio, rey de Argos, padre de Dánae.Afrodita, diosa del amor, la belleza y la fertilidad.Agenor, pretendiente de Andróm eda que com batió a

Perseo.Alceo, hijo de P erseo y A ndróm eda, abu elo de

H ércules.Andróm eda, hija del rey Cefeo, esposa de Perseo.Antea, esposa de Pretos.Anteo, Gigante, hijo de la Tierra y de Poseidón, el

dios del mar.Antígona, hija de Edipo.Apolo, dios de la belleza, de las artes y de la adivinación.Ares, el dios de la guerra.Atena o Atenea, diosa de la guerra y de la paz, del

pensam iento y las artes.Atlas, Gigante, rey de Mauritania. Uno de los Titanes

de la primera generación de divinidades, que fue vencido por los dioses olím picos.

Belerò, herm ano de Belerofonte, a quien este dio muerte.

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94 DIOSES, SEMIDIOSES, HÉROES Y PERSONAJES, ETC.

Belerofonte, nieto de Sisifo que venció a la Q uim e­ra, m ontado en Pegaso.

Cefeo, rey, padre de Andróm eda, esposa de Perseo.Climene, madre de Faetón.Creonte, herm ano de Yocasta, la m adre de Edipo, a

quien sucedió en el trono de Tebas.Dánae, m adre de Perseo.Deméter, diosa de la fertilidad.Dictis, pescador de Séfiros que con su red rescató

del mar a Perseo y Dánae.Dioniso, dios del vino y de las fiestas.Edipo, hijo de Layo y Yocasta, víctima de un trágico

destino.Egle, la brillante, una de las Hespérides.Enone, bella ninfa con quien se casó Paris cuando

aún no sabía quién era.Epim eteo, herm ano de Prom eteo, esp o so de Pan­

dora.Eritia, la roja, una de las H espérides.Esfinge de Tebas, monstruo que mataba a quien no

respondía sus enigmas.Esteno, una de las Gorgonas.Etéocles, hijo de Edipo.Euménides, ninfas protectoras de los huéspedes.Euriale, una de las Gorgonas.Euristeo, rey que ordenó a Heracles (H ércules) los

doce trabajos.Faetón, hijo de Climene y de Helios, muerto por el

rayo de Zeus, al conducir el carro del Sol.Filonea, hija de Yobates, esposa de Belerofonte.

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D IOSES, SEMIDIOSES, HÉROES Y PERSONAJES, ETC. 95

Forbas, pastor de Corinto que encontró a Edipo aban­donado.

Gordio, rey de Frigia que adoptó a Midas y lo nom ­bró sucesor.

Gorgonas, monstruos que transform aban en piedra a quien los miraba. Eran tres hermanas.

Grayas, tres horribles hechiceras, herm anas de las Gorgonas.

Hades, dios de los infiernos.Hécabe, madre de París, esposa de Príamo.Helena, hija de Zeus, esposa de M enelao, raptada

por París.Helíadas, hijas de Flelios, herm anas de Faetón.Helios, dios del Sol y de la luz.Hemón, hijo del rey Creonte, enam orado de Antígo-

na, la hija de Edipo.Hera, esposa de Zeus, reina del Olim po, diosa del

matrimonio.Heracles, el más fam oso héroe griego, vencedor en

los doce trabajos y en m uchas otras hazañas. Es más conocido por su nom bre latino: Hércules.

Hércules, nombre latino de Heracles.Hermes, m ensajero de los dioses; dios protector de

los viajeros, de los com erciantes y los ladrones.Hermione, hija de H elena y Menelao.Hesiona, tía de Príamo, a quien París va a rescatar a

Esparta.Héspere, la del sol poniente, una de las Hespérides.Hespérldes, hijas del gigante Atlas, rey de Maurita­

nia, y de Hesperis, la estrella de la tarde.

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96 DIOSES, SEMIDIOSES, HÉROES Y PERSONAJES, ETC.

H esperis, la estrella de la tarde, m adre de las Hes- pérides.

Hipodamía, hija del rey Enom ao, esposa de Pélope.Ismene, hija de Edipo.Layo, rey de Tebas, casado con Yocasta; padre de

Edipo.Medusa, una de las G orgonas, la única mortal, fue

vencida por Perseo. Madre de Pegaso.Menelao, rey de Esparta, esposo de Helena.Mercurio, nom bre latino de Hermes.Midas, rey de M acedonia y de Frigia.Minerva, nom bre latino de Atena.Nereidas, divinidades marinas, hijas de Nereo.Nereo, dios marino.Pandora, primera mujer, esposa de Epitem eo.Paris, último hijo hom bre de Príamo y H écabe, rap­

tor de H elena y causante de la guerra de Troya.Pegaso, caballo alado nacido de la sangre de M edu­

sa. Fue el caballo de Belerofonte.Pélope, hijo de Tántalo.Peribea, esposa de Pólibo, madre adoptiva de Edipo.Perseo, hijo de Zeus y de Dánae. Derrotó a la M edu­

sa y liberó a Andrómeda.Pigmeos, pueblo mítico que v ivió en el norte de

África.Plistenes, hijo de Helena y M enelao.Pólibo, rey de Corinto, padre adoptivo de Edipo.Pólibos, adivino consultado por Belerofonte.Polidectes, rey de Séfiros que acogió a Perseo y

Dánae.

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i)K )s i:s , s i ; m ii) i o s e s , h é r o e s y p e r s o n a je s , e t c . 97

Polinice, hijo ck' Edipo.Poseidón, dios del mar.Pretos, rey de Tilinto que recibió a Belerofonte.Príamo, rey de Troya, padre de Paris.Prometeo, uno de los Titanes, iniciador de la civili­

zación humana.Proserpina, hij.i de Deméter.Quimera, monstruo fabuloso derrotado por Belero­

fonte.Sileno, sátiro, tutor de Dioniso.Sísifo, rey de Corinto condenado por sus crím enes a

perm anecer en el infierno em pujando siem pre una roca hacia lo alto de una montaña; abuelo de Belerofonte.

Tántalo, rey tie Frigia, condenado, por sus ofensas a los dioses, a padecer para siem pre ham bre y sed devoradoras.

Teseo, rey de Atenas.Tiresias, adivino consultado por Edipo.Titanes, divinidades griegas que gobernaron antes

que Zeus y los dioses del Olimpo.Venus, nom bre latino de Afrodita, la diosa del amor.Vulcano, dios del fuego y la metalurgia.Yobates, suegro de Pretos, rey de Licia.Yoeasta, esposa de Layo y madre y esposa de Edipo.Zeus, dios suprem o del Olim po, dios del cielo, señor

de los dioses.

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SUGERENCIAS DE ACTIVIDADES PARA UNA LECTURA CREATIVA

1. Seguramente en estos cuentos te ha llamado la atención cuán a menudo los griegos, en su preocupación por el porvenir y por conocer cuál sería su destino, recurrían al oráculo.De acuerdo con lo que leiste, ¿pudo alguno de los prota­gonistas de estas historias escapar a las predicciones del oráculo?Recuerda qué consultó al oráculo cada uno de estos per­sonajes, y cuál fue la respuesta que obtuvo:-Layo, padre de Edipo.-Edipo, cuando vivía en Corinto, con sus padres adoptivos. -Edipo, cuando era rey de Tebas.-Acrisio, padre de Dánae.-Príamo, padre de Paris.

2. ¿Cuál era el enigma que planteaba la Esfinge de Tebas a quienes aprisionaba entre sus garras? ¿Lo habías oído alguna vez?

3. Sísifo, rey de Corinto y abuelo de Belerofonte, y Tántalo, padre de Pélope, fueron castigados por los dioses en el infierno, donde debieron permanecer para siempre. ¿Re­cuerdas cuáles fueron sus castigos? ¿Qué debía hacer Sísifo una y otra vez? ¿Cuál era el suplicio de Tántalo?

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100 SUGERENCIAS DE ACTIVIDADES PARA UNA LECTURA CREATIVA

4. Una de las historias incluidas en este libro recuerda uno de los doce trabajos de Hércules. ¿Podrías decir cuál de ellos?

5. En varias de las historias que aparecen en este libro se hace mención del significado de los nombres de sus pro­tagonistas. ¿Podrías indicar a quiénes corresponden las siguientes definiciones?-“Dotada de todas las cualidades.”-“El que reflexiona tarde.”-“Pies perforados.”

6. ¿Quiénes eran los padres de las Hespérides, las Helíadas y las Nereidas?

7. ¿Qué héroes vencieron a los siguientes monstruos: Qui­mera, Esfinge y Medusa?

8. ¿Qué salió de la caja de Pandora? ¿Qué fue lo único que quedó adentro?

9. ¿Cómo obtuvieron los hombres el fuego y cómo la leyen­da relaciona el fuego con el lenguaje?

10. ¿Cuál de los dioses, héroes o personajes que has conoci­do en estas historias ha llamado más tu atención? ¿Por qué? ¿Cuál es el que más te ha gustado?

11. ¿Quién aparece catalogado como el más desdichado de los hombres? ¿Estás de acuerdo?

12. Escoge uno de los personajes, investiga más acerca de él y prepara una nueva historia con todos los datos que consigas. Ilústrala con recortes de revistas o con tus pro­pios dibujos.

SUGERENCIAS DE ACTIVIDADES PARA UNA LECTURA CREATIVA 101

AUMENTA TUS CONOCIMIENTOS

Los romanos adoptaron los dioses griegos, efectuando algu­nas modificaciones, entre ellas variaron sus nombres. En es­tas dos columnas te presentamos ambas versiones. ¿Podrías señalar qué dios romano corresponde a cada uno de estos

diez dioses griegos?

Griegos Romanos1. Zeus a. Neptuno

2. Hera b. Ceres

3. Atena c. Juno

4. Deméter d. Mercurio

5. Dioniso e. Marte

6. Hades f. Baco

7. Afrodita g. Minerva

8. Hermes h,. Plutón

9. Poseidón i. Júpiter

10. Ares i. Venus