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Cuentos sacroprofanos Emilia Pardo Bazán Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Cuentossacroprofanos

Emilia Pardo Bazán

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Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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La Borgoñona

El día que encontré esta leyenda en una cróni-ca franciscana, cuyas hojas amarillentas solta-ban sobre mis dedos curiosos el polvillo finísi-mo que revela los trabajos de la polilla, quedé-me un rato meditabunda, discurriendo si lahistoria, que era edificante para nuestros senci-llos tatarabuelos, parecía escandalosa a la edadpresente. Porque hartas veces observo quehemos crecido, si no en maldad, al menos enmalicia, y que nunca un autor necesitó tantacautela como ahora para evitar que subrayasensus frases e interpreten sus intenciones y tomenpor donde queman sus relatos inocentes. Asítodos andamos recelosos y, valga esta propiametáfora, barba sobre el hombro, de miedo deescribir algo pernicioso y de incurrir en grandí-sima herejía. Pero acontece que si llega a agradarnos o aproducirnos honda impresión un asunto, nonos sale ya fácilmente de la cabeza, y diríase

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que bulle y se revuelve allí cula el feto en lasmaternas entrañas, solicitando romper su cárceloscura y ver la luz. Así yo, desde que leí la his-toria milagrosa que -escrúpulos a un lado- voya contar, no sin algunas variantes, viví en com-pañía de la heroína, y sus aventuras se me apa-recieron como serie de viñetas de misal, rodea-das de orlas de oro y colores caprichosamenteiluminadas, o a modo de vidriera de catedralgótica, con sus personajes vestidos de azul tur-quí, púrpura y amaranto. ¡Oh, quién tuviese elcandor, la hermosa serenidad del viejo cronistapara empezar diciendo: "¡En el nombre del Pa-dre...!"

- I -

Eran muchos, muchos años o, por mejor decir,muchos siglos hace; el tiempo en que Franciscode Asís, después de haber recorrido varias tie-rras de Europa, exhortando a la pobreza y a la

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penitencia, enviaba sus discípulos por todaspartes a continuar la predicación del Evangelio. Los pueblecitos y lugarejos de Italia y Franciaestaban acostumbrados ya a ver llegar misione-ros peregrinos, de sayal corto y descalzos pies,que se iban derechos a la plaza pública y, enca-ramándose sobre una piedra o sobre un mon-tón de escombros, pronunciaban pláticas fogo-sas, condenando los vicios, increpando a losoyentes por su tibieza en amar a Dios. Bajában-se después del improvisado púlpito y los al-deanos se disputaban el honor de ofrecerleshospitalidad, lumbre y cena. No obstante, en las inmediaciones de Dijónexistía una granja aislada, a cuya puerta nohabía llamado nunca el peregrino ni el misione-ro. Desviada de toda comunicación, sólo acudí-an allí tratantes dijonenses a comprar el exce-lente vino de la cosecha; pues el dueño de lagranja era un cosechero ricote y tenía atestadasde toneles sus bodegas, y de grano su troj. Co-lono de opulenta abadía, arrendara al abad por

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poco dinero y muchos años pingües tierras, ysegún de público se contaba, ya en sus arcashabía algo más que viento. Él lo negaba; eraavaro, mezquino, escatimaba la comida y elsalario a sus jornaleros, jamás dio una blanca delimosna y su mayor despilfarro consistía entraer a veces de Dijón una cofia nueva de encajeo una medalla de oro a su hija única. Omite la crónica el nombre de la doncella, quebien pudo llamarse Berta, Alicia, Margarita ocosa por el estilo, pero a nosotros ha llegadocon el sobrenombre de la Borgoñona. De ciertosabemos que la hija del cosechero era moza ylinda como unas flores, y a más tan sensible,tierna y generosa como duro de pelar y tacañosu padre. Los mozos de las cercanías bien qui-sieran dar un tiento a la niña y de paso a lahucha del viejo, donde guardaba, sin duda,pingüe dote en relucientes monedas de oro;mas nunca requiebros de gañanes tiñeron derosa las mejillas de la doncella, ni apresuraronlos latidos de su seno. Indiferente los escucha-

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ba, acaso burlándose de sus extremos y finezasamorosas. Un día de invierno, al caer la tarde, hallábasela Borgoñona sentada en un poyo ante la puertade la granja, hilando su rueca. El huso girabarápidamente entre sus dedos, el copo se abría yun tenue hilo, que semejaba de oro, partía de larueca ligera al huso danzarín. Sin interrumpirsu maquinal tarea, la Borgoñona pensaba invo-luntariamente en cosas tristes. ¡Qué solitaria eraaquella granja, Madre de Dios! ¡Qué aire teníade miseria y de vetustez! ¡Nunca se oían en ellarisas ni canciones; siempre se trabajaba callan-dito, plantando, cavando, podando, vendi-miando, pisando el vino, metiéndolo en lostoneles, sin verlo jamás correr, espumante yrojo, de los tanques a los vasos, en la alegría delas veladas! "¿A qué tanto afanarse? -reflexionaba la niña-.Mi padre taciturno, vendiendo su vino, contan-do sus dineros a las altas horas de la noche; yo,hilando, lavando, fregando las cacerolas, ama-

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sando el pan que he de comer al día siguiente...¡Ah!, ¡naciese yo hija de un pobre artesano deDijón, de un vasallo del obispo, y sería másdichosa!" Distraída con tales pensamientos, la Borgoño-na no vio a un hombre que por el estrecho sen-dero abierto entre las viñas caminaba despaciohacia la granja. Muy cerca estaba ya, cuando elruido de su báculo sobre las piedrezuelas delcamino movió a la doncella a alzar la cabezacon curiosidad que se trocó en sorpresa así quehubo contemplado al forastero, el cual frisaría alo sumo en los veinticinco años, si bien la de-macración del rostro y el aire humilde y contri-to le disimulaban la mocedad. Un sayal gris,que era todo él un puro remiendo, le resguar-daba mal del frío; una cuerda grosera ceñía sucintura; traía la cabeza descubierta, desnudoslos pies y muy maltratados de los guijarros yapoyábase en un palo de espino. Al puntocomprendió la Borgoñona que no era un men-digo, sino penitente, el hombre que así se pre-

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sentaba, y con palabras dulces y ademanes lle-nos de reverencia, le tomó de la mano y le hizoentrar en la cocina y sentarse junto al fuego.Veloz como una saetacorrió al establo, y ordeñó la mejor vaca paratraer al peregrino una taza de leche caliente.Partió del enorme mollete de pan un buen tro-zo, que migó en la taza, y arrodillándose casi,mostrando mucho amor y liberalidad, sirvió asu huésped. Él agradeció en breves frases la caridad que lehacían, y mientras despachaba el frugal alimen-to comenzó a explicar, con suave pronunciaciónitaliana, cosas que suspendieron y embelesarona la Borgoñona. Habló de Italia, donde el cieloes tan azul, el aire tan tibio y, en especial, de laregión de Umbria, amenísima en sus valles, yen sus montes severa. Después nombró a Asís,y refirió los prodigios que obraba el hermanoFrancisco, el serafín humano, el cual seguían,atraídos por sus predicaciones, pueblos enteros.Citó a una joven muy bella y de sangre noble,

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Clara, cuya santidad portentosa era respetadano sólo por los hombres, sino hasta por los lo-bos de la sierra. Añadió que el hermano Fran-cisco había compuesto, para alabar a Dios ydesahogar sus afectos de amor celestial, tiernoscánticos; y como la Borgoñona solicitase oírlos,el forastero cantó algunos; y aunque no enten-día la letra, el tono y el modo de cantar del des-conocido hicieron arrasarse en lágrimas los ojosde la niña. El forastero tenía los suyos bajos,rehuyendo ver el rostro femenino, que adivina-ba fresco, gracioso y juvenil. Ella, en cambio,devoraba con la mirada aquellas facciones no-bles y expresivas, que la mortificación y el ayu-no habían empalidecido. Cerrada ya la noche, fueron entrando en lacocina los mozos y mozas de labranza, encen-diéronse candiles y antorchas de resina, aumen-tóse el fuego con haces de secos sarmientos devid y preparáronse a aprovechar la velada, ellashilando, ellos cortando y afilando estacas desti-nadas a sostener las cepas de viña. Todos mira-

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ban curiosamente al forastero, que en la mismaactitud humilde permanecía junto al fuego,silencioso y sin adelantar las palmas de susamoratadas manos hacia el grato calorcillo dela llama. Un rumor contenido se dejó oír cuan-do entró el amo de casa: todos querían saberqué diría el avaro de la presencia del huésped. Pero la Borgoñona, saliendo a recibir a su pa-dre con afabilidad suma, le contó cómo ellahabía ofrecido hospitalidad a aquel santo, a finde que no pasase la noche al frío en algún viñe-do. No mostró el viejo gran disgusto, y conten-tóse con encogerse de hombros, yendo a sentar-se a su sitio acostumbrado en el banco, cercadel hogar. La velada empezó pacífica. De pronto, el forastero, saliendo de su letargo,levantó la cabeza, y como si notase por primeravez que estaba próximo a una hoguera alegre ychispeante, comenzó a decir a media voz algu-nas palabras sobre la hermosura del fuego y lagratitud que el hombre debe a Dios por tangran beneficio. La Borgoñona tocó al codo a su

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vecina, ésta transmitió la seña y en un instantecallaron las conversaciones de la cocina para oíral penitente. Éste, arrastrado por su propia elo-cuencia, iba elevando la voz hasta pronunciarcon entusiasmo su discurso. De la consideración del fuego pasó a los de-más bienes que nos otorga la bondad divina, yque estamos obligados a repartir con el prójimopor medio de limosna. Si, obligados, pues detoda riqueza somos usufructuarios no más. ¿Dequé sirve, por ejemplo, el tesoro encerrado en elarca del avaro? ¿De qué el trigo abundante enlos graneros del hombre duro de corazón?¿Creen ellos acaso que el Señor les dio tancuantiosos bienes para que los guarden bajollave y no alivien las necesidades del prójimo?¡Ah! ¡El día del tremendo juicio, su oro serácontrapeso horrible que los arrastre al infierno!¡En vano tratarán entonces de soltar lo que envida custodiaron tanto: allí, sobre sus lomos,estará el tesoro de perdición, y con ellos sehundirá en el abismo!

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A medida que arengaba el penitente, los ojosdel auditorio se fijaban en el cosechero, el cual,retorciéndose en el banco, no sabía qué posturatomar ni qué gesto poner. El penitente, incor-porándose, hablaba ya casi a gritos, con vozvibrante y sonora. De repente, mudando deregistro, encareció los placeres de la limosna, ladulzura inefable del espíritu que premia el sa-crificio de bienes perecederos dados por elamor de Dios. Sus frases persuasivas fluíancomo miel, sus ojos estaban húmedos y revul-sos. Las mujeres del auditorio, profunda y dul-cemente conmovidas, soltaron la rienda al llan-to, y mientras ellas acudían a los delantalespara secar sus lágrimas, otras rodeaban al pe-regrino y se empujaban para besar el borde desu túnica. La Borgoñona, con las manos cruza-das, parecía como en éxtasis. El cosechero, que había dejado escapar visi-bles muestras de impaciencia, no pudo sufrirsemejante escena, y murmurando entre dientesempujó a unos y otros fuera de la cocina, dando

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por concluida la velada. Cuando dejó de oírseel ruido de los gruesos zapatos de los labrado-res que partían, pidió lacónicamente la cena.Según costumbre del país, la Borgoñona sirvióa su padre y al forastero. Éste, callado y humil-de como al principio, apenas honró el rústicobanquete y rogó le permitiesen retirarse. LaBorgoñona le condujo a una sala baja dondehabía extendida paja fresca, y en seguida, vol-viéndose a la cocina, intentó cenar. Los bocados se le atravesaban en la garganta;su estómago rehusaba el alimento, y viendo asu padre sombrío y ceñudo, resolvióse a pre-guntar qué opinaba acerca de los discursos delperegrino y lo que había dicho respecto a lacaridad. -Paréceme, padre -añadió-, que si no nos en-gaña el gentil predicador, nuestro fin será irnosal infierno en derechura, pues en nuestra casahay oro, pan y vino en abundancia y nuncadamos limosna.

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Al pronunciar estas palabras, sonreíase dul-cemente para congraciar al viejo. Pero él, mon-tando en cólera terrible, golpeó fuertemente lamesa con su vaso de estaño, maldijo a la hijaque había traído a casa aquel mendigo des-harrapado y loco, que acaso fuese un bandidodisfrazado, y amenazó ir sin demora a cogerlede un brazo y echarle de la granja; con lo cual,la doncella se retiró a su cuarto trémula y con-fusa. En toda la noche apenas logró pegar los ojos.Veía al viajero, oía de nuevo su persuasiva ycálida voz y notaba las variaciones de su rostro,trasfigurado por la unción y fervor de la pláti-ca. El lecho de la Borgoñona tenía ascuas y es-pinas; su conciencia estaba tan despierta comosi hubiese cometido un crimen; durmióse uninstante y vio en sueños a su padre arrastradopor negros demonios que le aporreaban consacos llenos de monedas. Apenas un rayo deluz pálida anunció el amanecer, la Borgoñona

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saltó de la cama y, a medio vestir y en cabello,corrió a la estancia del peregrino. Éste tenía la puerta abierta y rezaba de rodillascon los brazos en cruz. Hallábase tan arrebata-do en la oración, que le pareció a la niña quemás de un palmo se levantaba del suelo. Alruido de los pasos de la Borgoñona, el forasterose puso en pie de un salto y mostró el rostrobañado en lágrimas, y al mismo tiempo res-plandeciente de un júbilo celestial; pero cuandose fijó en la Borgoñona, al punto mudó de sem-blante. Fue como si le cerrasen con llave lasfacciones. Bajó los ojos y, cruzándose de brazos,preguntó a la niña qué deseaba. Ella, con mo-vimiento rapidísimo, se echó a sus pies, y abra-zando sus rodillas toda turbada, rompió a de-cirle que en aquella casa había riquezas estéri-les, tesoros malditos, que causarían la perdiciónde su dueño; que allí jamás se había dado alpobre ni un puñado de espigas, antes era susudor el que rellenaba las arcas; que ella se en-contraba arrepentida y resuelta, para asegurar

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su salvación y la de su padre, a irse por elmundo descalza,pidiendo limosna y haciendo penitencia, paralo cual pedía al forastero su bendición y que lallevase en su compañía y le enseñase a predicary a seguir la regla del beato Francisco, lahumanidad y pobreza absoluta. Permanecía el misionero mudo, inmóvil. Noobstante, las palabras de la Borgoñona debíande producirle extraño efecto, porque ésta sentíaque las rodillas del penitente se entrechocabantemblorosas, y se veía su faz demudada y susmanos crispadas, cual si se clavase en el pecholas uñas. La doncella, creyendo persuadir me-jor, tendía las palmas, escondía la cara en elsayal empapándolo en sus lágrimas ardientes.Poco a poco, el penitente aflojó los brazos y porfin los abrió, inclinándose hacia la niña. Pero depronto, con una sacudida violenta, se despren-dió de ella y casi la echó a rodar por el suelo. Lacabeza de la Borgoñona dio contra las losas delpavimento y el penitente haciendo la señal de

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la cruz y exclamando "¡Hermano Francisco,valme!", saltó por la ventana y se perdió devista en un segundo. Cuando la Borgoñona seincorporó llevándose la mano a la frente lasti-mada, sólo quedaba del misionero la señal desu cuerpo en la paja donde había dormido.

- II -

Todo el día se lo pasó la Borgoñona cosiendouna túnica de burel grosero, de la misma telacon que solían vestirse los villanos y jornalerosvendimiadores. Al anochecer salió a la granja ycortó un bastón de espino; bajó a la cocina ytomó de un rimero de cuerdas una muy gruesade cáñamo, y subiendo otra vez a su habitación,empezó a desnudarse despacio, dejando sobrela cama, colocadas en orden, las diversas pren-das de su traje. En el siglo XIII, pocas personas usaban cami-sas de lino. Era un lujo reservado a los monar-cas. La Borgoñona tenía pegado a las carnes un

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justillo de lienzo grueso y un faldellín de telamás burda aún. Quitóse el justillo y soltó sobresus blancas y mórbidas espaldas la madeja desu pelo rubio que de día aprisionaba la cofia.Esgrimió la tijera, que solía llevar pendiente dela cintura, y desmochó sin piedad aquel bosquede rizos, que iban cayendo suavemente a sualrededor, como las flores en torno del arbustosacudido por el aire. Se sentó la cabeza, yhallándola ya casi mocha igualó los mechonesque aún sobresalían; luego se descalzó; aflojó lacintura del faldellín, se puso el sayal sostenien-do el faldellín con los dientes por no quedarsedel todo desnuda; soltó al fin la última prendafemenina, se ciñó la cuerda con tres nudos co-mo la traía el penitente, y empuñó el bastón.Pero acudió una idea a su mente, y recogiendolas matas de pelo esparcidas aquí y allí, las atóconla mejor cinta que tenía y las colgó al pie de unatosca Nuestra Señora, de plomo, que protegía lacabecera de su lecho. Aguardó a que la noche

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cerrase, y de puntillas, se lanzó a oscuras alcorredor; bajó a tientas la escalera carcomida, sedirigió a la sala baja donde había hospedado alpenitente, abrió la ventana y salió por ella alcampo. Tal arte se dio a correr, que cuandoamaneció estaba a tres leguas de la granja, ca-mino de Dijón, cerca de unos hatos de pastores. Rendida se metió en un establo, del cual viosalir el ganado antes, y acostándose en la camade las ovejas, tibia aún, durmió hasta el medio-día. Al despertarse resolvió evitar a Dijón,donde algún parroquiano de su padre podríaconocerla. En efecto, desde aquel día procuró buscar lasaldeas apartadas, los caseríos, solitarios, en loscuales pedía de limosna un haz de paja y unmendrugo de pan. Mientras caminaba, rezabamentalmente, y si se detenía, arrodillábase yoraba con los brazos en cruz, como el peregri-no. El recuerdo de éste no se apartaba un puntode su memoria y copiaba por instinto sus me-

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nores acciones, añadiendo otras que le sugeríasu natural despejo. Guardaba siempre la mitad del pan que leofrecían, y al día siguiente lo entregaba a otropobre que encontrase en el camino. Si le dabandinero, iba corriendo a distribuirlo entre losnecesitados, pues recordaba que, según el peni-tente, nunca el beato Francisco de Asís consin-tió tener en su poder moneda acuñada. Al paso que seguía esta vida la Borgoñona, sedesarrollaba en ella un don de elocuencia ex-traordinaria. Poníase a hablar de Dios, de losángeles, del cielo, de la caridad, del amor divi-no, y decía cosas que ella misma se admirabade saber y que las gentes reunidas en derredorsuyo escuchaban embelesadas y enternecidas.Dondequiera que llegaba la rodeaban las muje-res, los niños se cogían a su túnica y los hom-bres la llevaban en triunfo. Es de notar que todos la tenían por un jovenci-to muy lindo, y a nadie se le ocurrió que fueseuna doncella quien tan valerosamente arrostra-

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ba la intemperie y demás peligros de andar pordespoblado. Su pelo corto, su cutis oscurecidoya por el sol, sus pies endurecidos por la des-calcez le daban trazas de muchacho, y el sayalgrueso ocultaba la morbidez de sus formas. Gracias al disfraz, pudo pasar entre bandas desoldados mercenarios y aun de salteadores, sinmás riesgo que el de sufrir algunos zurriagazoscon las correas del tahalí, género de broma queno perdonaban los soldados. Muchos se com-padecieron de aquel rapaz humilde y le dierondinero y vino; otros se burlaron; pero nadieatentó a su libertad ni a su vida. En la selva de Fontainebleau sucedióle a laBorgoñona la terrible aventura de abrigarsebajo un árbol de donde colgaban humanos fru-tos: los pies péndulos de un ahorcado la roza-ron la frente. Entonces, con valor sobrehumano,abrió una fosa, sin más instrumentos que subastón de pino y sus uñas. Descolgó el cadáverhorrendo, que tenía la lengua fuera y los ojossaliéndose de las órbitas, y estaba ya picado de

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grajos y cuervos, y mal como supo, reuniendosus fuerzas, lo enterró. Aquella noche vio ensueños al penitente, que la bendecía. Pero tantas fatigas, tan larga abstinencia, tanduras mortificaciones, una vida tan áspera ydesacostumbrada, abrieron brecha en la Borgo-ñona y su salud empezaba a flaquear, cuandollegó a una gran villa, que preguntando a losaldeanos verduleros, supo era París. Entró, pues, en París pensando si quizá mori-ría allí el peregrino, si lo encontraría casual-mente y podría rogarle que le proporcionase unasilo como el que Clara ofrecía a sus hijas, unconvento donde acabar su penitencia y moriren paz. Con estos propósitos se internó en unlaberinto de calles sucias, torcidas, estrechas,sombrías: el París de entonces. Embargaba a la Borgoñona singular recelo. Enaquella ciudad vasta y populosa, donde veíatanto mercader, tanto arquero, tantos judíos ensus tenduchos, tantos clérigos graves que pasa-ban a su lado sin volver la cabeza, no se atrevía

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a pedir hospitalidad, ni un pedazo de pan conque aplacar el hambre. Los edificios altos, lascasas apiñadas, las plazuelas concurridas, todole infundía temor. Vagó como alma en pena las horas del día,entrando en las iglesias para rezar, apretándosela cuerda para no percibir el hambre, y a lapuesta del sol, cuando resonó el toque de cu-brefuego, que acá decimos de la queda, cubrió-sele a ella verdaderamente el corazón, y conmucha angustia rompió a llorar bajito, echandode menos por primera vez su granja, donde elpan no faltaba nunca y donde, al oscurecer,tenía seguro su abrigado lecho. Al punto mis-mo en que estas ideas acudían a su atribuladoespíritu, vio que se acercaba una vejezuela gi-bosa, de picuda nariz y ojuelos malignos, y lepreguntaba afablemente: ¿Cómo tan lindo mo-zo a tales horas solito por la calle, y si era quepor ventura no tenía posada? -Madre -contestó la Borgoñona- si tú me ladieses, harías una gran caridad, pues cierto que

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no sé dónde he de dormir hoy, y a más no pro-bé bocado hace veinticuatro horas. Deshízose la vieja en lástimas y ofrecimientos,y echando a andar delante guió por callejuelastristes, pobres y sospechosas, hasta llegar a unacasuca, cuya puerta abrió con roñosa llave. Estaba la casa a oscuras; pero la vieja encendióun candil y alumbró por las escaleras hasta uncuarto alto. Ardía un buen fuego en la chimenea. La Bor-goñona vio una cama suntuosa, sitiales ricos yuna mesa preparada con sus relucientes platosde estaño, sus jarras de plata para el agua y elvino, su dorado pan, sus bollos de especias yun pastel de aves y caza que ya tenía medioalzada la cubierta tostadita. Todo olía a lujo, a refinamiento, y aunque elcaso era sorprendente, atendido el pergeño dela vieja y la pobreza del edificio, como la Bor-goñona sentía tanta hambre y de tal modo se lehacía agua la boca ante el espectáculo de los

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manjares, no se entretuvo en manifestar extra-ñeza. Iba buenamente a sentarse y a trinchar el pas-tel, pero la vieja lo impidió. Convenía aguardaral dueño de la habitación, un hidalgo estudian-te muy galán, que ya no tardaría, y era de tanafable condición, que a buen seguro que nopondría el menor reparo en partir su cena conel forastero. En efecto, bien pronto, se oyeron resueltospasos, y entró en la estancia un caballero, mozo,envuelto en oscura capa y con pluma de garzaen el airoso birrete. Al verle, quedóse estupefacta la Borgoñona, yno era para menos, pues aquel gallardo caballe-ro tenía la mismísima cara y talle del penitente.Conoció sus grandes ojos negros, sus noblesfacciones. Sólo la expresión era distinta. En éstadominaba un júbilo tumultuoso, una especie deenergía sensual. Quitóse el birrete, descubrien-do rizados y largos cabellos; soltó la capa, ycontestó con una carcajada a las disculpas de la

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vieja, que explicaba cómo aquel pobrecito peni-tente partiría con él, por una noche, la cena y elcuarto. Sentóse a la mesa muy risueño, y decla-ró que, aunque el camarada no parecía mucha-cho de buen humor, él haría por que la cenafuese divertida. Dijo esto con la propia voz so-nora del penitente, tan conocida de la Borgoño-na. Retiróse la vieja y la Borgoñona tomó asientoconfusa y atónita, mirando a su comensal y sindar crédito al testimonio de los sentidos. Mien-tras mataba el hambre con el apetitoso pastel,sus ojos no se apartaban del mancebo, que co-mía y bebía por cuatro y, con mil chanzas, lle-naba el vaso y el plato de la Borgoñona, queproseguía comparando al misionero con el es-tudiante. Sí, eran los mismos ojos, sólo que antes nobrillaba en ellos un fuego vivido y generoso, nicabía ver el negro de las pupilas, porque esta-ban siempre bajos. Sí, era la misma boca, peromarchita, contraída por la penitencia, sin estos

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labios rojos y frescos, sin estos dientes blancosque descubría la sonrisa, sin este bigote finoque acentuaba la expresión provocativa y caba-lleresca del rostro. Sí, era la misma frente blan-ca y serena, pero sin los oscuros mechones depelo que en torno jugueteaban. Era el mismoaire, pero con otras posturas menos gallardas ylibres. Y así, poco a poco, tratando de cerciorarse desi el penitente y el hidalgo componían un soloindividuo, la doncella iba deteniéndose consobrada complacencia en detallar las gracias ybuenas partes del mancebo, y ya le parecía quesi era el penitente, había ganado mucho en gen-tileza y donosura. El caballero, festivamente, escanciaba vino ymás vino, y la Borgoñona, distraída, lo bebía. Elvino era color de topacio, fragante, aromatiza-do con especias, suave al paladar, pero despuésse sentía correr por las venas como líquida lla-ma.

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A cada trago de licor, la Borgoñona juzgaba asu compañero de mesa más discreto y bizarro.Cuando la mano de éste, al ofrecerle el vaso,por casualidad, rozaba la suya, un deliciosotemblor, un escalofrío dulcísimo, le subía desdelas yemas de los dedos hasta la nuca, difun-diéndose por el cerebro y el corazón. Su razónvacilaba, la habitación daba vueltas, la luz decada uno de los cirios que alumbraban el festínse convertía en miles de luces. Y he aquí que elcaballero, después de beber el último trago, selevantó, y juró que a fe de hidalgo estudiante,era hora de acostarse y digerir, con un sueñoreparador, la cena. Semejantes palabras despejaron un poco lasembotadas potencias de la Borgoñona. Acordó-se de que en la habitación no había más que unsolo lecho, y alzándose de la mesa alegóhumildemente, en voz baja, que sus votos obli-gaban a tener por cama el suelo, y que así dor-miría, no siendo razón que se molestase el se-ñor hidalgo. Pero éste con generoso empeño,

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protestó que no lo sufriría, y tendiendo en elsuelo su capa, afirmó que dormiría sobre ella siel mozo penitente no le otorgaba un rincón dellecho, donde ambos cabían muy holgados. La doncella se negó con espanto a admitir laproposición, y el estudiante con vigor juvenil,cogióla en brazos y la depositó sobre la cama.Ella, sintiendo otra vez desmayar su voluntad,cerró los ojos, y con singular contentamiento sedejó llevar así, apoyando la cabeza en el hom-bro del caballero y percibiendo el roce de susnegros y perfumados bucles. Abrió el estudiante la cama, metió dentro a laBorgoñona, arregló la sobrecama bordada deseda y, con la misma dulzura con que se hablaa los niños, preguntó si no le sería lícito al me-nos tenderse a los pies, que siempre estaríanmás blandos que el santo suelo. No encontró laBorgoñona objeción fundada que oponer, y elhidalgo se envolvió en su capa y se tumbó, po-niendo por cabezal un almohadón, y al poco

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tiempo se le oyó respirar tranquilamente, comosi durmiese. La Borgoñona, en cambio, se revolvía inquieta.En vano quería recordar las oraciones acostum-bradas a aquella hora. No podía levantar elespíritu; su corazón se derretía, se abrasaba; elpenitente y el estudiante formaban para ellauna sola persona, pero adorable, perfecto, porquien se dejaría hacer pedazos sin exhalar un¡ay! La blandura del lecho incitando a su cuer-po a la molicie, reforzaba las sugestiones de suimaginación; en el silencio nocturno, le ocurrí-an las resoluciones más extremosas y deliran-tes: llamar al hidalgo, declararle que era unadoncella perdida de amores por él, que la to-mase por mujer o esclava, pues quería vivir ymorir a su lado. Pero ¿y aquellas matas de pelo colgadas al piede la efigie de Nuestra Señora, acaso no eranprenda de un voto solemne? Con estas zozo-bras, las frentes se le abrían, las venas saltaban,zumbaban los oídos y la respiración sosegada

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del estudiante se la figuraba a la joven hondacomo el ruido de gigantesca fragua. ¡Oh tenta-ción, tentación! Sentóse en el lecho, y a la luz del fuego, queaún ardía, miró al estudiante dormido, pare-ciéndole que en su vida había contempladocosa mejor, más sabrosa. Y así, embebida en elgusto de mirar, fuese acercando hasta casi be-berle el aliento. De pronto el durmiente se incorporó biendespierto, abriendo los brazos y sonriendo consonrisa extraña. La doncella dio un gran grito, yacordándose del penitente, exclamó: -¡Hermano Francisco, valme! Al mismo tiempo saltó del lecho y huyó de lahabitación como loca. Cuatro a cuatro bajó las escaleras; halló lapuerta franca y encontróse en la calle; siguiócorriendo, y no paró hasta una gran plaza,donde se elevaba un edificio de pobre y humil-de arquitectura; allí se detuvo sin saber lo quele pasaba.

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Trató de coordinar sus pensamientos; los su-cesos de la noche le parecían soñados, y lo quela confirmaba en esta idea era que no podía,por más que se golpease la frente, recordar lalinda figura del estudiante. La última impre-sión que de ella guardaba era la de un rostrodescompuesto por la ira, unas facciones con-traídas por furor infernal, unos ojos inyectados,una espumante boca. Del edificio humilde salieron cuatro hombresvestidos de túnicas grises amarradas con cuer-das y llevando en hombros un ataúd. La Bor-goñona se acercó a ellos, y ellos la miraron sor-prendidos, porque vestía su mismo traje. Im-pulsada por indefinible curiosidad, la doncellase inclinó hacia el ataúd abierto y vio, acostadosobre la ceniza, sin que pudiese caber dudaalguna respecto a su entidad, el cadáver delpenitente. -¿Cuándo murió ese santo? -preguntó, trémulay horrorizada. -Ayer tarde, al sonar el cubrefuego.

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-Y ese edificio donde vivía, ¿qué es? -Allí habitamos los pobres de la regla de SanFrancisco de Asís, los Menores, tus hermanos -contestaron gravemente, y se alejaron con sufúnebre carga. La Borgoñona llamó a la portería del conven-to. Nadie adivinó jamás el sexo del novicio, hastaque su muerte, después de una larga y terriblepenitencia, hubo de revelarlo a los encargadosde vestirle la mortaja. Hicieron la señal de lacruz, cubrieron el cuerpo con un paño tupido ylo llevaron a enterrar al cementerio de las Mi-noritas o Clarisas, que ya existían en París. La dama joven, 1895.

La sed de Cristo

Cuando desde la altura de su patíbulo,abriendo las desecadas fauces, exhaló Cristo lamás angustiosa de las Siete Palabras, María

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Magdalena, que estaba como idiota de dolor,estrechamente abrazada al tronco de la cruz, seestremeció y, recobrando energía y actividad, aimpulsos de una compasión que la penetrabatoda, se lanzó en busca de agua que aplacase lased del moribundo Maestro. No muy lejos del Calvario, sabía Magdalenaque manaba, entre peñascos, purísimo y crista-lino manantial. Pidió prestada una taza de arci-lla a un hombre del pueblo de Jerusalén, de losque en tropel rodeaban la cruz, y se encaminóhacia la escondida fuente. Poco tardó en encon-trarla, sintiendo profundo regocijo al pensarque aquella linfa fresquísima calmaría, siquieramomentáneamente, los sufrimientos del mártir.Surtía el chorro, más claro que cristal, de unagrieta tapizada de musgo y finos helechos, y elrumor de su corriente lisonjeaba el oído y elcorazón. Al recoger en el cuenco de barro elagua, Magdalena notó que estaba fría, helada,casi, y de nuevo se alegró, pensando lo refrige-rante que sería para Jesús el sorbo. Con su taza

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rebosante corrió al lugar del suplicio, y a fuerzade ruegos logró que le permitiesen los sayonesamontonar unas piedras y encaramarse hastaacercar el agua a los labios cárdenos del crucifi-cado. Y cuando esperaba verle paladear el aguaconsoladora, he aquí que Jesús la rechaza, mo-viendo la cabeza y repitiendo en un soplo im-perceptible: "Sed tengo". Con la penetración del amor -porque en ver-dad os digo que no hay nada que ilumine elentendimiento de la mujer como amar mucho yde veras-, Magdalena adivinó que Cristo de-seaba otra bebida más exquisita y rara que elagua natural, y era necesario traérsela a cual-quier precio. Mientras se precipitaba hacia Je-rusalén, iba recordando que el despensero ymayordomo del tetrarca Herodes la había ob-sequiado antaño con un falerno añejísimo, ar-diente como fuego y dulce como miel, del cualuna sola gota es capaz de reanimar un yertocadáver. Suplicante y presurosa rogó la arre-pentida a su antiguo galán, y como accediese a

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sus ruegos, volvió al Calvario radiante, escon-diendo bajo su manto el ánfora de inestimablevalor, y apoyó el pico en la boca de Jesús. Unmovimiento más acentuado de repugnancia yun débil gemido donde casi expiraba inarticu-lado el lastimoso "Sed tengo", revelaron a laMagdalena que tampoco esta vez poseía el me-dio de calmar las torturas de la santa víctima. En su desconsuelo y en su enojo contra símisma por no haber acertado, reverdeció más ymás en la Magdalena la memoria de su escan-dalosa juventud. Bien presente tenía que unpatricio romano, epicúreo fastuoso, lector deHoracio y algo poeta, que por la hermosa hie-rosolimitana hizo mil locuras, solía hablar delos banquetes del Olimpo pagano y de la miste-riosa virtud e incomparable esencia del néctarde los dioses, que infunde la felicidad e inyectavida a oleadas en las venas exhaustas y en elcuerpo expirante. Y como si algún maléficopoder oculto -tal vez el de Satanás, empeñadohasta la última hora en tentar al Redentor para

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probar su divinidad- fuese cómplice del insen-sato anhelo de la pecadora, he aquí que se sin-tió arrollada y transportada con velocidad in-creíble en alas del viento, que la depositó sua-vemente sobre la cumbre de una montaña deli-ciosa, poblada de olivos, laureles, naranjos cua-jados de azahar, que alternaban con boscajes demirtos y rosales en flor, deembriagador perfume. Bajando airosamente laescalinata de un elegante templete de mármolblanco, salió al encuentro de Magdalena her-moso mancebo sonriente, de rizos color de ja-cinto y brillantes pupilas, y le presentó unacrátera de oro maravillosamente cincelada,donde chispeaba un licor transparente, rosado,de fragancia embriagadora, que trastornaba lossentidos. Llena de gozo, Magdalena estrechócontra su pecho la sagrada ambrosía y sólopensó ya en ofrecérsela a Jesús, porque era im-posible que aquel licor glorioso, escanciado porGanímedes, no arrebatase el alma del mártir,haciéndole olvidar sus dolores. Sólo con llevar

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la copa de ambrosía en las manos sentíaseMagdalena presa de dulce fiebre y deliquio, yla Naturaleza le parecía más bella, el sol másclaro y el aire más ligero, elástico y luminoso.¡Desengaño cruel! Así que pudo acercar unacopa colmada de ambrosía a los labios de Jesús,cuyos tendones estallaban y cuyo rostro des-componía un padecer horrible, elmoribundo hizo un gesto de violenta repulsión,y licor y copa rodaron al suelo, derramándosesobre la seca tierra la bebida de los dioses pa-ganos. Entonces Magdalena, víctima de la tentación,sintió redoblar su amargura. Los resabios de losaños de iniquidad resurgieron, porque el peca-do deja sedimentos en el alma y sube a la su-perficie apenas lo remueve la pasión, y aunquela doctrina de Cristo había inflamado el espíritude aquella mujer, faltaba todavía que la peni-tencia la purificase y destruyese la vieja levadu-ra. Sucedió, pues, que Magdalena, ofuscada porel dolor de ver que no sabía estancar la sed de

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Cristo, se imaginó que el Cordero torturado, sirechazaba el falerno que halaga el paladar y laambrosía que transporta la imaginación tal vezaceptaría el vino de la venganza y de la ira; talvez se aplacasen sus sufrimientos al gustar lasangre del enemigo que le clavó en la afrentosacruz. Y con este pensamiento, Magdalena seacercó a uno de los sayones, el mismo quehabía fijado sobre la cabeza de Cristo la escar-necedora placa del Inri, y, engañándole, le llevólejos del Calvario, a un lugar desierto, yaprovechando su descuido le hirió en el cuellocon su propia espada, empapó la caliente san-gre en una esponja y volvió segura de que Jesúsbebería. Y esta vez, al contrario, fue cuandoCristo, con sobrehumano impulso, se irguiósobre los traspasados pies, y exclamó con fúne-bre entonación: "Sed tengo." María Magdalena cayó al pie de la cruz, des-plomada, retorciéndose las manos y arrancán-dose a mechones las rubias y sueltas guedejas.Su impotencia para aliviar la sed de Cristo la

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enloquecía, y principió a acusarse interiormen-te de su impura existencia, sintiendo sobre lafrente humillada el rubor y la pena de tantadisipación, del seco erial de su conciencia, don-de no tuvo asilo la piedad. Muchas noches,mientras ella derrochaba oro en su opulentamesa y se reclinaba sobre tapices tirios y pérsi-cas alfombras, los pobres, a su puerta, espera-ban como perros las migajas del festín, y lasmujeres de bien, velándose el rostro, apresura-ban el paso para no oír las risotadas y las can-ciones impúdicas. Por eso, sin duda, no podíadisfrutar ahora el consuelo de aplacar la sed deCristo, sed que neciamente creyó satisfacer conel vino de la gula, la ambrosía del placer o lasangre de la venganza. Y al recapacitar, ablan-dábase poco a poco el corazón de la pecadora, ysubiendo a susojos el agua del arrepentimiento y de la humil-dad fluía de sus lagrimales, resbalando lenta-mente por sus mejillas. Era tanto lo que llorabaMagdalena, que parecía liquidarse su espíritu,

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y las lágrimas empapaban la ropa y los hermo-sos extendidos cabellos. Y como levantase losojos hacia el rostro de Jesús, vio en él una súpli-ca, un ansia tan viva y tan amorosa que, inspi-rada, juntó las manos y recogió en el hueco deellas aquel sincero llanto de contrición, y al-zándose hasta Jesús, lo llegó a su boca. Por pri-mera vez, en lugar del acongojado "Sed tengo",Jesús respondió a la Magdalena abriendo loslabios y bebiendo ávidamente, al par que trans-figuraba su rostro una expresión de inefabledicha. La tradición que acabo de referir no tiene nin-gún valor ante las enseñanzas de la Iglesia, ni lamenor autenticidad, ni creo que deba conside-rarse más que como un sueño, invención o le-yenda poética, encontrada en los papeles de unrabino que se convirtió al cristianismo. Magda-lena no es aquí la santa; es únicamente figura osímbolo del pecador, que aún no conoce el ca-mino verdadero, que aún lucha con los resabiosdel pecado.

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Y como los fariseos pretendieron torcer el sen-tido de ese apólogo, declaro que sólo significalo siguiente: el arrepentimiento, la humildad, lacontrición, es lo más grato a Jesús, doctrinaclarísima del Evangelio. "El Imparcial", 12 abril 1895.

Las tijeras

-El matrimonio -decía el padre Baltar, tercian-do sin asomos de intransigencia en una discu-sión asaz profana-, el matrimonio se parece alas tijeras. -¿A las tijeras, padre?... -exclamó uno de lospresentes manifestando extrañeza-. ¿Sabe ustedque es una comparación original? -Más que original, adecuada -declaró el padre,rehusando con una seña la segunda copa dekummel de Riga-. Las tijeras, como ustedessaben, son unos instrumentos que constan dedos partes iguales o muy parecidas unidas por

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un eje y un clavito del mismo metal. Aunquecada parte de las tijeras sea fina y bien templa-da, si falta el eje... las tijeras no sirven. Unidaspor ese clavito, pueden hacer primores y cortardivinamente la tela de la vida. -Entendido -dijo otro de los que escuchaban alpadre (hombre experto, algo marrullero y es-camón)-. Sólo falta que usted nos diga si creeque abundan las tijeras excelentes. -Lo excelente no suele abundar nunca..., o almenos somos tan descontentadizos, que siem-pre nos parece poco -respondió sonriendoaquel hombre evangélico y al par (hermosaconjunción) bien educado-. Aunque el intríngu-lis del matrimonio consiste en el eje..., tambiénla calidad de las mitades importa mucho... En-tren ustedes en una tienda y pidan tijeras. Lessacarán dos docenas, todas, al parecer, iguales,todas del mismo coste. Sólo llevándose las dosdocenas a su casa, y usándolas, podrían hacerverdadera elección: al uso se descubre la condi-ción de la tijera. Las costureras están tan per-

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suadidas de esto, que tijera que les "sale buena"no la darían por una onza. ¡Yo he encontradotijeras de oro! ¿Qué tiene de particular? ¡Elamor natural, acendrado por la ley divina!...Voy a referirles a ustedes un caso que presenciéy que conmovió..., aunque no pasa de ser undrama vulgar, y sus héroes, gente llana y pro-saica... Hallándome en el convento de S*** para resta-blecerme de unas calenturas que cogí en Tán-ger, y que se agarraban como lapas, tuve oca-sión de conocer, entre otras muchas familias, aun matrimonio, tenderos de paños, franelas ycotonías, establecidos en los soportales de laplaza Antigua, no lejos de la catedral. No seconfesaban conmigo, sino con el cura de suparroquia, pero gustaban de consultarme,amistosamente. Ella se llamaba doña Consueloy el esposo don Andrés. Acomodados y bienavenidos, podrían ser dichosos si no tuviesenun hijo de la misma piel de Barrabás, que lesdaba un disgusto cada mañana y un sonrojo

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cada tarde. Pendenciero, estragado y derrocha-dor, ni las lágrimas de su madre, ni las repri-mendas de su padre, ni las exhortaciones que, aruego de ambos, le dirigí varias veces, consi-guieron que renunciase a una sola de sus malasmañas; y en vista de que parecía incorregible elmozo, mi consejo fue que le enviasen a unatierra donde la necesidad y la falta dearrimo le obligasen a mirar por sí. Cuadró bien la idea al padre, y la misma ma-dre vio que era el único recurso; y habiendoelegido el desterrado Manila, a Manila se ledespachó con muy apremiantes cartas de re-comendación para el rector de un convento denuestra Orden. A los seis meses empecé a recibir gratas noti-cias de la conducta de mi recomendado: alaba-ban su laboriosidad, su listeza; iba enmendán-dose. Los viejos, al saberlo, no cabían en su pe-llejo de gozo. Era el rector el que me transmitíatan buenas nuevas, pues el muchacho no acos-tumbraba escribir.

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Así pasó algún tiempo, hasta que un día lacarta del rector, en vez de felicidades, trajo unanueva terrible: el hijo de don Andrés había sidomuerto a cuchilladas, en riña, al salir de unagallera. Yo quedaba encargado de ponerlo enconocimiento de los padres. Triste era la comisión, pero de tristezas anda-mos rodeados siempre, y juzgando que el pa-dre tendría más fortaleza en el primer momen-to que la madre, llamé a mi celda a don Andrésy trasteándole lo mejor que supe, le hice beberel trago. No estuvo reacio en comprender: másbien parece que adivinaba. Apenas indiqué"heridas", tradujo "muerte". No lloró, pero laexpresión de su cara era como la del reo cuan-do, al abrirse la puerta de la prisión, se encuen-tra al pie de la escalera del patíbulo (y me sirvode esta comparación porque he auxiliado a al-gunos infelices en tan amargo trance). Así que don Andrés pudo respirar, cruzó lasmanos: "Padre, tengo que pedirle a usted ungran favor. Entre los dos, vamos a que no sepa

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Consuelo lo sucedido. Mi mujer era hace pocosaños rolliza y muy fuerte; el tósigo del hijo laha matado: pronto cumplirá los sesenta y pade-ce una enfermedad grave, una especie de con-sunción. Si sabe la desgracia, "se va detrás" enseguida. Si logramos ocultarle que han matadoal niño... (le llamaban así, aunque pasaba de losveintisiete), puede que dure algo más. Yo corrocon todos los gastos que allá se hayan ocasio-nado... entierro, Justicia... Perdono de corazón alos asesinos... pero que Consuelo no se entere." ¿Hice bien o mal en acceder? No lo sé; el almame pedía complacer a aquel desventurado. Ca-da quince o veinte días fui a la tienda, con car-tas forjadas, que suponía haber recibido deManila, en que se hablaba del ausente y se ala-baban sus progresos en el trabajo, la formalidady la virtud. Doña Consuelo, en quien el mal avanzaba aojos vistas, y que ya tenía una tos incesante yuna fatiga cruel se reanimaba con la lectura; la

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celebraba con extremos pueriles y exigía quedon Andrés compartiese su regocijo. -¿Ves, Andrés, cuántos favores nos hace SanAntonio? -exclamaba con los ojos vidriados porun llanto que yo atribuía al exceso del contento-. ¿Ves qué fortuna? Ya es bueno el niño; ya seporta honradamente. Así que pase allí algunosaños... volverá aquí y le pondremos al frente denuestro negocio. Padre Baltar, voy a darle unpoco de dinero para que allá se lo entreguen;bien sabemos lo que es la juventud... y yo noquiero que le falte nada al hijo mío. Y su marido, ahogándose, poniéndosele lacara de color violeta, contestaba: -Bueno, mujer; tráele al padre aquellos treintaduros... pero para eso no es menester afectarse.¡Qué tonta! Era una cosa de compadecer: los duros que meentregaba la madre para que los disfrutase elhijo, me ordenaba el padre secretamente inver-tirlos en sufragios por su alma...

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Yo no me apartaba de mi papel un punto,pues veía a doña Consuelo empeorar; cada díahubiese sido más peligrosa la puñalada de lanoticia. Don Andrés, o temeroso de una indis-creción mía o por deseo de no apartarse de laenferma, siempre estaba presente cuando yoiba a acompañarlos un rato. Los encontrabajuntos como pájaros posados sobre la mismarama y que se aprietan para no sentir tanto elfrío; ella tosiendo y afirmando que "no era na-da"; él, amoratado, semiasfixiado, asmático,pero sacando fuerzas de flaqueza para bromearcon su mujer y hasta para echarle flores, lo cualen otras circunstancias me parecería cómico yrisible, y en aquéllas me enternecía. Y adelante con la farsa de las cartas, que pro-ducían tal efecto en la pobre madre, que hastacreí notar que me hacía señas cuando su mari-do no nos miraba; señas de aprobación, de sú-plica, de agradecimiento. Yo las interpretabaasí: "Aunque el muchacho haga alguna tontería,siga usted diciendo a Andrés que se conduce

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como un ángel." Esto no pasaba de suposiciónmía, pues repito que jamás encontré sola a doñaConsuelo. Una tarde me llamaron a deshora. Don An-drés venía a decirme que su mujer se moría opoco menos, que tenía el capricho de confesarseconmigo precisamente y que era indispensableinventar una carta con nuevas de que llegaba"el niño"... "A ver si así la sacamos adelante porunos días", añadió, tan tembloroso que no superehusarle el último favor. Apenas entré en elcuarto de doña Consuelo, ésta miró a su mari-do, y don Andrés salió, no sin hacerme un ex-presivo gesto, advirtiendo e implorando. Me acerqué al lecho de la enferma, que movíalos labios apresuradamente como si rezase; mesenté a su cabecera y le dirigí esas frases afec-tuosas que son cucharaditas de bálsamo y queya por costumbre decimos a los moribundos;pero fue grande mi sorpresa al ver que, vol-viendo hacia mí un rostro en que brillaba el

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agradecimiento, y cogiéndome la mano parabesarla, me dijo: -Padre Baltar, ¡qué Dios le pague tanto, tantotiempo como hace que está engañando a mimarido! ¡Prométame que no le desengañarádespués de que me muera! -¿Qué es eso? ¿Engañar?... -pregunté, creyen-do que desvariaba con la debilidad y la calentu-ra. -Si no fuera por usted -prosiguió sin atender-me-, Andrés estaría también agonizando, por-que sabría lo "del niño"... ¡Que no lo sepa nun-ca! -¿Lo del chico? -exclamé, recordando mi com-promiso con don Andrés-. ¡Si el chico está per-fectamente, y va a llegar, y abrazará a ustedpronto! -Sí que le abrazaré... en el otro mundo... Con-migo no se moleste, que lo supe al momento, yhasta me lo daba el corazón. ¿Usted cree que notenía allá persona encargada de escribirmecuanto le pasase a mi hijo? Las cartas venían a

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nombre de una amiga, y así Andrés no podíaenterarse si le sucedía algo malo... Y como yo lehabía escrito al padre rector pidiéndole quesólo le dijesen a mi marido las cosas buenas yalegres... cuando usted venía con las cartas fin-gidas de que el niño vivía y trabajaba... le ayu-daba a usted a engañar al pobre Andrés... queno está nada bueno... y que no le convienen lasdesazones... Me ha costado trabajo disimular,padre... porque en tantos años de matrimoniono le he callado otra cosa... Aquí cortó su narración el padre, y mirandoalrededor, vio nuestras caras animadas por lasimpatía más vehemente. -¡De manera que los dos lo sabían, y mutua-mente se lo ocultaban! ¡Qué drama interior! -exclamó el que primero había hablado. -De esas tijeras, padre -dijo el escéptico-, bienpuede usted afirmar que eran de oro puro, conincrustaciones de brillantes.

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-Puedo afirmar que las he visto abiertas enfigura de cruz -contestó el padre intenciona-damente.

El palacio de Artasar

Después de Salomón, el rey más poderoso yopulento de la tierra fue, sin duda, Artasar,descendiente directo de uno de aquellos tresMagos que vinieron a postrarse en el establo ygruta de Belén, guiados por la luz de una estre-lla misteriosa, nueva, diferente de las demás,estrella que abría en el azul del firmamentosurco diamantino. Artasar conservaba entre otras muy gloriosasde su estirpe la tradición de la jornada de suantecesor a adorar al Mesías, Redentor delmundo; pero ya el bendecido recuerdo iba per-diéndose, y en el cielo turquí cada día se borra-ba más el rastro de la estrellita, así como suclaridad celeste palidecía en el corazón del des-

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cendiente de los Magos (que fueron doctos porsu arte de adivinar, y santos porque les infun-dió gracia el haber apoyado los labios sobre lostiernos piececillos del recién nacido Jesús).¿Qué mucho que Artasar olvidase las enseñan-zas transmitidas por los Magos, si Salomón,hijo de David, autor de libros sagrados, favore-cido por el Señor con el don de la sabiduría,prevaricó de tan lastimosa manera, llegando aincensar a los ídolos? Mientras el hombre viveen la tierra, sujeto está a la tentación. Artasar se parecía al hijo de David en la mag-nificencia, en el ansia de rodearse de lo másprecioso, delicado y raro venido de los confinesdel orbe. Cada día, galeras cargadas de rique-zas abordaban a los puertos del reino de Arta-sar trayendo al monarca presas y joyas. Alfom-bras blandas como el vellón de la oveja; tapicesde seda, cuyos bordados representaban batallasy lances de amor; imágenes de mármol, deegregia desnudez; pebeteros de oro que embal-samaban el ambiente; jarrones y vasos de plata

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y ágata; pieles de tigre y plumas de avestruz seamontonaban en la regia mansión estrecha yapara contener tantos tesoros. Mas ¿quién podrá llenar el abismo de un cora-zón? Artasar el magnífico vivía inquieto y tris-te. Ansiaba construir otro palacio, por ser ya elsuyo mezquino y estrecho para la innumerablemuchedumbre de guardias, cortesanos, escla-vos, concubinas, tañedores, juglares, bufones,palafreneros y cocineros que en él se alberga-ban. Y empezó a soñar con un palacio nuncavisto, que eclipsase al que Salomón edificó entrece años, sobre columnas de bronce y con elinmenso mar de bronce, cuyo borde imitabapétalos de azucena. El palacio debía ser tal, que inmortalizase elnombre y el recuerdo de Artasar por todos losvenideros siglos, y que la fantasía no pudieseconcebir nada tan espléndido ni tan deleitoso.A este fin, Artasar -acordándose de aquelHiram que trazó el de Salomón -convocó a losmás famosos arquitectos de su reino y de los

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vecinos, y, ofreciéndoles grandes recompensas,ordenó que dibujasen los planos de una resi-dencia cual él la quería: amplia, suntuosa, cin-celada como una diadema real. Los arquitectosfueron presentando sus planos, pero en los ojosde Artasar no encontraron gracia. Ninguno deellos realizaba la quimera de su imaginación;ninguno correspondía al ideal que se había for-mado de un palacio nunca visto, sin igual en elmundo. Cuando ya Artasar desesperaba de conseguirque le adivinasen el loco deseo y acomodasen aél la realidad, he aquí que le pide audiencia unhombre anciano demacrado, de luenga barba,de humilde aspecto, que traía bajo el brazo unbulto, afirmando que aquél era el proyecto depalacio que el rey aprobaría. No abonaban mu-cho las trazas al desconocido arquitecto, pero eldesahuciado cualquier remedio ensaya, y Arta-sar permitió al anciano que entrase. Apenas elmonarca hubo fijado los ojos en el plano enrelieve y en los dibujos, batió palmas.

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Aquello era su sueño, interpretado por unmágico que leía en su mente. Aquellas sober-bias columnatas, aquellos balcones de majes-tuosos balaustres, aquellas galerías revestidasde mármoles y piedras preciosas, aquellos te-chos de cedro y oloroso pino, aquellas estanciascuyo bruñido pavimento tenía reflejos de agua,aquellos bosques, aquellas fuentes monumenta-les, aquellos miradores calados por mano de lashadas, aquellos pensiles colgados en el aire,aquellas torres que desafiaban las nubes...aquello era ideal, lo que ningún rey del mundoposeía; y Artasar, al verlo, tendió la regia manocubierta de anillos, larga y fina y morena comoel fruto de la palmera, y exclamó: -Constrúyase el palacio como tú lo has proyec-tado, ¡oh varón sapientísimo! Yo te daré cuantopidas, cuanto necesites. Para ti se abrirá mi te-soro secreto, y en los subterráneos de mi mora-da encontrarás oro, perlas, bezoares, diamantesy rubíes en cantidad suficiente para edificar noun palacio, una ciudad entera, con su casería,

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sus templos y su recinto fortificado. Y dime:¿dónde te ocultabas y por qué es tan miserabletu aspecto, siendo tú un sabio tan grande? -No soy sabio -respondió el viejo-. He vividoen el retiro, orando y haciendo penitencia. -Desde hoy te conocerá el universo por el mo-numento que vas a erigir -declaró Artasar, que,en efecto, mandó poner a disposición del viejosus riquezas y una inmensa extensión de terri-torio fértil, donde había selvas profundas ycaudalosos ríos, llanuras risueñas y lagos apa-cibles. Al cabo de un año, plazo fijado por el arqui-tecto para terminar el palacio, Artasar quiso verlas obras, y se trasladó al lugar donde creía queya se elevaba su nueva vivienda. Grande fue su sorpresa, fuerte su cólera, al noadvertir por ninguna parte señales de jardinesni de palacio. Notó, eso sí, que aquel territorio,antes desierto, estaba pobladísimo, pues salíana aclamarle tribus enteras, niños y mujeres queaguardaban el paso del rey y le bendecían; pero

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ni aun logró divisar piedras y materiales espar-cidos por el suelo, que anunciasen trabajos deedificación. Entonces Artasar, indignado, man-dó que trajesen al arquitecto a su presencia, conpropósito de hacerle desollar y colgar su piel,sangrienta aún, a las puertas de la ciudad, paraescarmiento de prevaricadores. El viejo se pre-sentó, tan humilde, tan demacrado, tan modes-to como el primer día; y cuando el rey le incre-pó, dio esta respuesta extraña: -El palacio que deseabas está construido, ¡ohrey!, y si quieres venir conmigo, tú solo, voy amostrártelo en seguida. Siguió Artasar lleno de curiosidad al anciano,y juntos se internaron en lo más selvoso y reti-rado de la floresta. Pronto salieron de la espe-sura a las orillas de un inmenso lago natural, yallí el viejo se detuvo. El sol se ponía; el firma-mento aparecía rojo, abrasado, esplendente. Yel arquitecto, tomando de la mano a Artasar, ledijo con grave voz:

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-Los tesoros que me has confiado, ¡oh rey!, loshe repartido entre los miserables, entre los quesufrían hambre y sed, entre los que oían lloraral niño recién nacido porque el seno de la an-gustiada madre no daba leche. Mas no por esohe dejado de alzarte el palacio que deseabas, ytan soberbio te lo alcé, tan admirable, que nin-gún monarca de la tierra podrá jactarse de po-seer uno así. Mira... ¿no lo ves? Allí lo tienes.¡En el cielo se levanta ahora tu palacio! Y Artasar miró, y vio efectivamente de entrelas nubes de grana surgir un maravilloso edifi-cio. Sobre columnas de plata, bronce y alabas-tro se erguían las bóvedas de dorado cedro,esculpidas con artificio tan hábil, que parecíanun piélago de olas de oro. Cúpulas de esmalteazul coronaban el alcázar, y largas galerías dediáfano cristal, con cornisas de pedrería y mo-saico, se prolongaban hasta lo infinito, entre elmisterio de una vegetación fantástica, de hojasde esmeralda y de flores de vivo rubí y deoriental zafiro, cuyos cálices exhalaban una

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fragancia que embriagaba y calmaba los senti-dos a la vez. Y Artasar, transportado, se arrodilló a los piesdel arquitecto y los besó, con el alma inundadade gozo. Cuando regresaban de la selva, Artasar notócon sorpresa que el rastro casi extinguido de laestrella de los Magos fulguraba aquella nochecomo un collar de brillantes. "El Imparcial", 6 julio 1896.

El niño de San Antonio

Entre varias personas de entendimiento queno tenían ni el mal gusto y la mala ventura deser impíos, ni la fanfarronería de ser intoleran-tes, suscitóse la atractiva e inagotable cuestiónde lo sobrenatural, viniendo a discutirse el mi-lagro, por qué era tan frecuente antaño y hoyescasea de tal modo. Hubo quien se limitó a

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decir "escasez"; pero no faltó quien resuelta-mente pronunciase la palabra "desaparición". Los que defendían la persistencia del milagroprotestaron en nombre de las maravillas que serealizan en Lourdes los días de procesión so-lemne: los paralíticos curados instantáneamen-te al sumergirse en aquellas aguas, estremeci-das, como las de la piscina probática, por elaleteo del ángel que desciende a infundirlesvirtud; en nombre de las llagas de Luisa Lateau-adornada por la virtud del Cielo con cincosangrientas señales-. A esto respondieron losescépticos que las llagas de Luisa Lateau eranun fenómeno patológico ya explicado por laciencia, y que las curaciones de Lourdes se ori-ginaban de una impresión puramente subjetiva,un sacudimiento moral que repercute en el or-ganismo, caso comparable a los felices resulta-dos que obtienen algunos médicos empleandoel hipnotismo para combatir males que nohallan remedio en la botica. Entonces, uno delos presentes, Tristán de Cárdenas, que había

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guardado silencio durante la discusión, tomó lapalabra, y todo el mundo calló paraoírle, pues su voz era armoniosa y vibrante, ysu palabra, nunca vulgar, chispeaba a veceselocuencia fogosa. -Si ustedes creen en Dios -dijo con su habitualenergía-, no comprendo cómo le regatean laomnipotencia. No niego que hay ocasiones enque esta omnipotencia se manifiesta de un mo-do más evidente en el orden sensible, en lo físi-co; pero en el orden metafísico no concibo ma-nifestación más clara de la que diariamente, conla razón, no cesamos de percibir. ¿Suponenustedes que no hay "milagros"? Lo que no hayes "naturaleza". Si aquí cupiese una disertaciónfilosófica, me comprometo a probar esta queparece paradoja, siendo una verdad de Pero-grullo. El milagro es inmanente. El universo esun milagro espantoso de puro grande y de pu-ro incomprensible. No lo vemos porque for-mamos parte de él. Jesús dijo a una santa quesuspiraba por hallarle: "Difícil es que me en-

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cuentres si no me buscas en ti misma, en tupropio corazón." -Bien -arguyeron interrumpiéndole-: todo esoserá muy cierto, pero nos quedamos lo mismoque estábamos en cuanto a explicar por quéantes abundaban los milagros en el orden sen-sible y ahora no se ve uno para un remedio. -Verán ustedes cómo lo explico -dijo Tristán-.Estoy conforme: en otro tiempo, Dios se mani-festaba en todo su esplendor a las multitudes.Cuando separaba las aguas del mar Rojo al pa-so del pueblo hebreo y las juntaba contra Fa-raón; cuando echaba un clavo a la rueda delcarro solar y sacaba aguas vivas de la peña;cuando convertía en rosas los panes y en corde-ros a los leones del circo; entonces, ¡quién loduda!, las naciones y las razas se convertían entropel y el milagro dirigía la marcha de la His-toria. Ha sucedido con esto de la manifestacióndivina lo que con la poesía, que al principio fueépica y colectiva, y ahora ya no puede ser másque lírica e individual. Créanme ustedes: ahora

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hay milagros lo mismo que en la Edad Antigua,sólo que son milagros líricos, para una solapersona, y el que los siente no los cuenta, por-que, dada la incredulidad general, teme que semofen y le tengan por mentecato. Para procla-mar un milagro se necesita hoy ser más valienteque el Cid.¿Bajan ustedes los ojos? Seguro estoy de quecada cual de ustedes tiene su milagro oculto;cada cual ha percibido el calor de la zarza queardía en el monte Horeb... ¿A que ninguno medesmiente? Lo que pasa es que nos lo guarda-mos... Secretum meum mihi... Créanlo ustedes:si no fuese por el miedo, saldrían aquí cosasnotables. Y si no fuese por la inconsecuenciapropia del hombre, y por alguno de los tresenemigos del alma, en particular... nos mete-ríamos en la Trapa. No sabiendo qué oponer a argumentos tanespeciosos, apretamos a Tristán de Cárdenaspara que nos contase su milagro, mas no pudi-mos conseguirlo, se negó resueltamente, decla-

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rando que era el mayor de los cobardes y temíanuestras burlas. Sin embargo, cuando se disol-vió la tertulia y quedamos solos en el gabinete,a mi primera insinuación, Tristán entornó losojos como el que quiere recordar, y habló así: -Al empezar mi historia, temo que lo que a míme pareció prodigio no le parezca a usted sinoun suceso casual o insignificante... Es lo queantes decíamos: los milagros, hoy día, son in-ternos o individuales. Yo experimenté ciertasimpresiones que se me figuraron causadas porla intervención directa, en mi vida, de un podersuperior a todos los poderes de la tierra; si us-ted no comparte mi fe, respétela al menos, yaque abro mi corazón tan lealmente. Bien sabe usted que yo tuve un niño; pero nosabrá tal vez que soy... es decir, ¡que era!, unpadre amantísimo, un padrazo de ésos que vi-ven pendientes de la salud de la criatura, que sebaban al oír sus gracias y se pasan el día conella en brazos, prestándose a sus caprichos ydejándose arrancar el bigote. Además de este

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cariño instintivo y natural, yo creía firmementeque mi inocente hijo era símbolo de mi ángelcustodio, y que su presencia santificaba mi casay mi espíritu. Mis pasiones y mis flaquezas lasofrecía al pie de la cuna como al pie de un altar.Se me antojaba que si yo era bueno, Dios meconservaría mi hijo. ¿Ha leído usted los poemasindios? En ellos, a cada paso, salen a relucirunos ascetas que, por la virtud de sus mortifi-caciones, llegan a adquirir tan sobrehumanovigor, que se imponen a los dioses mismos. Laidea me agrada, y es, en el fondo, la que expre-sa el Evangelio al decir que el "reino de los Cie-los sufre violencia". La bondad es una poderosaenergía; yo me revestí de bondad, a fin de evi-tar una prueba que creía no tener ánimo pararesistir. La prueba vino. La criatura cayó enferma, deuna de esas fiebrecillas que al pronto no alar-man, pero que, día tras día, consumen. Figúreseusted mis vigilias, mis terrores, mi calvario. Esdecir, creo que no habiendo pasado por tales

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amarguras, ni concebirse pueden. Desesperan-do de los remedios humanos, miré hacia arribay no atreviéndome a presentarme a Dios sinintercesor, abrumé a ruegos y colmé de ofertasa San Antonio de Padua, al amigo de las muje-res y de los niños, al "santo" por antonomasia,de quien yo había sido devoto siempre. El santo no me oyó... ¡Ah! ¿Usted creía que elmilagro había consistido en sanar al enfermito?¡Bah! Milagros de ésos los hace el santo diaria-mente... ¿No ve usted a cada paso que un chicose echa fuera de una ventana y no se cae; queotro empuja un quinqué de petróleo, lo vuelcay no se abrasa; que éste rueda cien escaleras yno se hace ni un chichón; que aquél se meteentre las ruedas de un coche y no saca ni unrasguño? ¿No oye usted decir a las madres quesus hijos "viven de milagro"? El mío murió. Me puse como un insensato; sí,creo que estuve fuera de juicio bastante tiempo.Me entró no "misantropía", sino otra cosa másrara: "misoteísmo", mala voluntad contra Dios

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y sus santos. No dejé de creer, pero sí de amar.Casi diría que aborrecí. Mis delirios, mis rabio-sos pecados de aquella época, fueron otras tan-tas blasfemias en acción. Cesé de practicar; ol-vidé las oraciones; no pisé en un año los tem-plos. El día del aniversario de mi pequeño, a lamisma hora en que había volado su blanca al-mita, como yo vagase sin rumbo por las callesde Madrid, me detuve a la puerta de una iglesiadonde no recordaba haber estado jamás. Encon-trábame tan triste, tan solo, tan anegado en lasaguas del dolor, que, sin reflexionar lo quehacía, entré. Era el punto de la caída de la tarde,y lo primero que divisé en un altar lateral fue laefigie de San Antonio de Padua. Sentí como ungolpe, y me acerqué vivamente colérico a pedir-le cuentas al santo, a preguntarle por qué mehabía quitado a mi hijo, mi gloria. De prontome quedé mudo de sorpresa. Usted habrá repa-rado, sin duda, en que a San Antonio de Paduasiempre lo representan los escultores con el

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Niño en brazos. Pues bien, por primera vez enmi vida, veía un San Antonio sin niño... y mien-tras los ojos de la efigie parecían fijarse en losmíos severamente, noté que su mano, alzandoel dedo índice señalaba al cielo. -Pero eso ¿lo imaginó usted, o lo vio en reali-dad? -pregunté cuando a Tristán se le calmóalgo la emoción. -¡Imaginarlo! La efigie existe, y puede ustedcerciorarse cuando quiera. -Pues, en efecto, no conocía efigies de San An-tonio sin el Niño -murmuré como si hablaseconmigo mismo. "El Imparcial" 19 de febrero 1894.

La máscara

-Mi "conversión" -dijo Jenaro al dejarse caer enel banco de piedra dorado por el liquen y som-breado por el corpulento nogal, cuyas hojasvolaban desprendidas a impulsos del viento de

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otoño- mi conversión se originó de... una espe-cie de visión que tuve en un baile. Apostemos aque usted con su amable escepticismo, va asalir diciendo que, en efecto, tengo trazas dehombre que ve visiones... -Acierta usted -respondí sonriendo y fijándo-me involuntariamente en el rostro del solitario,cuyos ojos cercados de oscuro livor y cuyasdemacradas mejillas delataban, no la paz de unespíritu que ha sabido encontrar su centro, sinola preocupación de una mente visitada porideas perturbadoras y fatales-. Respetando todolo que respetarse debe, propendo a creer queciertas cosas son obra de nuestra imaginación,proyecciones de nuestro espíritu, fenómenossin correlación con nada externo, y que un ré-gimen fortificante, una higiene sabia y severa,de ésas que desarrollan el sistema muscular yaplacan el nervioso, le quitarían a usted hasta lasombra de sus concepciones visionarias. -¿Niega usted los presentimientos, las revela-ciones a distancia? ¿No ha leído usted casos de

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espíritus que acuden al llamamiento de los vi-vos? -¡He leído tanta historia! -contesté procurandoemplear tono conciliador-. No negaré en crudotodo eso, ni lo trataré de superchería y farsa;negar es tan comprometido como afirmar, y lomejor es suspender el juicio. Sin embargo, la fecatólica me prohíbe ser supersticiosa; la razónme manda desconfiar de apariencias; y ya queun Santo Tomás quiso ver para creer... bienpodemos tener la misma exigencia los que nosomos santos. Cuando vea algo maravilloso... -No lo verá usted nunca -murmuró con tena-cidad de iluso el pobrecillo de Jenaro-. El queestá prevenido de antemano contra las revela-ciones del "más allá", que renuncie a ellas. Esesentido positivo no es sólo una coraza y unblindaje, es un velo tupido que ciega los ojosdel sentimiento y del alma. No, usted jamásverá cosa alguna. "Gracias a Dios", pensé para mi sayo; pero elconvencimiento de que no lograría persuadir a

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aquel enfermo de la mente, me obligó a reser-var mis impresiones. Y dije a Jenaro en alta voz,condescendiendo: -Al menos, hágame usted "ver" ahora, con sunarración... Cuénteme usted ese cuento bonitode cómo llegó a convertirse, a desengañarse y ameterse en estos andurriales, dedicado porcompleto a huir del mundo y a socorrer a losinfelices. Crea usted que, mediante eso quellaman "autosugestión", seré capaz de "ver"momentáneamente lo mismo que usted hayavisto, y de saborear la poesía terrorífica de surelato. -Pues oiga usted -respondió satisfecho de des-ahogar, de hablar de una impresión terrible,con la cual sin duda luchaba algunas veces asolas, como Jacob con el ángel-. El hecho ocu-rrió precisamente cuando estaba yo más ajeno apensar en nada serio y vivía envuelto en dis-tracciones y amoríos. Había terminado mis es-tudios; había viajado un par de años a fin decompletar mi instrucción, familiarizándome

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con algunas lenguas vivas; acababa de hacermecargo de mi hacienda, perfectamente adminis-trada durante mi menor edad, caso raro, por mitío y tutor; y sin cuidados ni penas, halagadodel mundo que me abría los brazos, sólo penséen lo que se llama "pasarlo bien", seducido porese Madrid donde reina el espíritu de disipa-ción y donde se diría que la vida no tiene másobjeto que deslizarse arrastrada por la corrientedel goce. La mía volaba así, sin otro anhelo queestrujar el momento presente para que sueltetodo su jugo de emociones gratas. No necesito detallarlas ni trazar el cuadro demi existencia, igual a la de tantos desocupadosricos e inútiles. Sólo diré, porque interesa a micuento, que todo aquél que busca el goce porsistema, muchas veces halla el aburrimientomás insufrible. Uno de los sitios que ostentan elrótulo de diversión y, por lo general, engen-dran el hastío, son los bailes de máscaras. Elatractivo del antifaz y del disfraz, el triunfanteseñuelo del misterio nos hace fantasear mil

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sorpresas deliciosas; pero ya la sátira y la co-media se han apoderado de este tema del bailede máscaras para ridiculizar semejantes ilusio-nes y demostrar que, de cien veces, noventa ynueve y media nos espera un chasco ridículo.No obstante, esa probabilidad aislada y remotabasta para excitar la imaginación y llevarnosallí, de donde salimos renegando. La noche del lunes de Carnaval caí, pues, enuno de esos bailes que suelen dar las socieda-des artísticas, y en cuya atmósfera parece quecircula un poco de aire bohemio, jovial y ani-mador. Yo había comido con amigos de mi edad, mo-zos alegres, y para prepararnos a la trasnocha-da y al probable fastidio apuramos algunasbotellas de vino espumante y tomamos caféfuerte; así es que me encontraba en un estadode excitación humorística, dispuesto a cual-quier diablura y con ánimos para conquistar elmundo. Entré en el salón central precisamentecuando se iban a rifar las panderetas, y la gente,

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dejando desiertos los otros salones, se arremo-linaba en torno de la rifa. Como no tenía el me-nor empeño en que me tocase cualquier boteci-llo, no intenté romper el muro de la carnehumana, y me dirigí a otro saloncito retirado,muy adornado de espejos y flores, y casi desier-to en aquel instante. Iba distraído, examinandomaquinalmente la decoración, cuando una ser-pentina amarilla se enroscó a mi cuerpo y escu-ché agria carcajada. Me volví y vi que las roscasdel ligero papel las disparaba la mano de unaLocura vestida de negro, con pasamanos colorde oro. "Ya pareció el argumentode esta noche", pensé, acercándome a la que asíme provocaba, y notando con agradable extra-ñeza que aquella máscara no podría ser unacocinera disfrazada, sino, sin duda alguna, unapersona de mi clase, de mi esfera, de mi mismacategoría social. Saltaba a la vista en el menordetalle de su esbeltísima figura y en el conjuntode su disfraz, no alquilado ni prestado, sinohecho a medida y cortado a la perfección.

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Mis gustos artísticos me graduaban de inteli-gente en indumentaria femenina, y yo veía queaquella falda de negro raso riquísimo, orlada defrescas gasas amarillas, delataba la tijera demodista experta y hábil; y aquellas medias ne-gras bordadas, que cubrían un tobillo de tanaristocrática delgadez y un empeine tan curvo,eran de la seda más elástica y fina; y aquelloslarguísimos guantes, también de seda y borda-dos igualmente de oro, acababan de estrenarse;y el sonoro cascabel, que de la orilla del picudogorro colgaba sobre la frente, era de oro cince-lado, enriquecido con verdaderos diamantes.Al mismo tiempo, yo, que conocía a todas lasmujeres algo visibles de todos los círculos deMadrid, no acertaba con ninguna que tuvieseaquella figura acentuada, aquella estatura alta,aquella exagerada gracilidad de formas, aque-llas líneas inverosímiles, tan prolongadas yenjutas. Al acercarme a la máscara y estrecharlacon bromas y requiebros, en vano intenté co-lumbrar, bajo el

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negrísimo antifaz, algo del rostro; con tal exac-titud se adaptaban a él la engomada seda y lasdensas blondas del barbuquejo. "Será -pensé- alguna aventurera extranjera queha venido a correr un bromazo aquí". Pero mu-dé de opinión cuando la Locura respondió amis galanteos en excelente castellano, con vozirónica y mofadora, con acento sordo, sin eco,de inflexiones burlonas, casi insultantes. Poco después bailábamos. No acostumbrabayo entregarme a tal ejercicio; mas me sentía tanempeñado por la elegante máscara, que le pro-puse valsar sólo por acercarme a ella, por sentirel contacto de su cuerpo, que sospeché flexiblecomo el de una serpiente. Y al estrecharlo, mepareció duro, rígido, de una materia resistentey seca, a pesar de lo cual me producía embria-guez rara, ni más ni menos que si aquella mu-jer, encontrada en un baile por casualidad,completamente desconocida para mí, fuese algomío, algo que me pertenecía y de que no podíasepararme.

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Mientras valsábamos, ella callaba, y cuando laconvidé a beber una copa de champaña helado,colgóse de mi brazo, y bajo el antifaz me figuréque sonreía. Loco de entusiasmo, realmente impresionadopor mi conquista, pedí un reservadísimo gabi-nete, y encargué que nos trajesen lo mejor, lomás selecto. Aquella aventura vulgar en el fon-do, pero realzada por la distinción y el porte deuna mujer a todas luces aristocrática, desdeño-sa, mordaz, ingeniosa en sus respuestas, meparecía verdadero hallazgo de noche de Carna-val, de esos regalos que hace a la juventud laFortuna. Tal era entonces mi ceguedad moral,que la ocasión de cometer un pecado se meantojaba un mimo de la suerte. Mis ojos no se apartaban de la máscara, y a laluz de las bujías que iluminaban la mesa la en-contraba más original, más atractiva, más fasci-nadora que antes. Sus pies estrechos calzadosde raso amarillo, se cruzaban con graciosoabandono; sus brazos apoyados en el respaldo

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de la silla, libres ya de guantes, eran de unapalidez marmórea y de una delicadeza escultu-ral. Su garganta desnuda, su escote pulido, singota de sudor, tenían el tono suave del marfil.Su pelo, de un rubio fuerte, casi rojo, flameabaen torno del antifaz. Anhelando ver la cara quepermanecía tan oculta, me arrodillé para implo-rar de la Locura que se descubriese, jurandoque la quería, que la adoraba hacía muchotiempo, y aunque ella no lo supiese, la seguía,la buscaba, iba en pos de su huella por todaspartes, ebrio de amor, trastornado, loco... Y, ¡ohsorpresa!, sin dulcificar su irónica voz, me res-pondió: -Ya lo sé, ya lo sé que me quieres y me buscassin cesar... Ya sé que tras de mí corres a todashoras; ya sé que soy el fanal que te guía. Haceaños que también espero el momento de re-unirme contigo para siempre, hasta la eterni-dad... Bebamos ahora, que luego te enseñaré mirostro.

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Obedecí y escancié el vino, cuya frialdad sal-picaba de aljófar por fuera la copa de transpa-rente muselina, y besé la mano de la máscara,tan helado como el champaña. La glacial sensa-ción me exaltó más: con movimiento súbitoarranqué el antifaz, rompiendo sus cintas..., yretrocedí de horror, porque tenía delante... -¿Una calavera? -pregunté interrumpiendo,pues creía conocer el desenlace clásico. -¡No! -exclamó Jenaro con hondo escalofríoprovocado por el recuerdo-. ¡No! ¡Otra cosapeor..., otra cosa!... ¡Una cara difunta, color decera, con los ojos cerrados, la nariz sumida, laboca lívida, las sienes y las mejillas envueltasen esa sombra gris, terrosa que invade la faz delcadáver! Un cadáver. Y para colmo de espanto,el pelo rojizo, movible y encrespado, que ro-deaba la cara y parecía la fulgurante melena deun arcángel, se inflamó de pronto como unaaureola de llamas sulfúreas, de fuego del in-fierno, que iluminase siniestramente la muertacara. ¡Un difunto, y "difunto condenado"! Eso

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era la elegante, la esbelta, la burlona Locura,vestida como los ataúdes, de negro con cabosde oro. Jenaro calló un momento, y después añadiótembloroso: -Apagadas las bujías por no sé qué invisiblemano, sólo el nimbo de terribles llamas alum-braba el gabinete, y yo, que estaba medio des-mayado sobre un sillón oí el acento mofadorque me decía: -No soy la muerte; soy "tu muerte", tu propiamuerte, y por eso te confesé que me buscabascon afán... ¡Por ahora no podemos reunirnos...pero hasta luego, Jenaro! -No me avergüenzo de reconocerlo -prosiguióJenaro humildemente- al fin perdí el sentido...como una niña, como una dama... Al volver deldesvanecimiento, me encontré solo en el gabi-nete. Las bujías ardían, y en las dos copas aljo-faradas por fuera lucía el áureo vino... Huí delgabinete y del baile; caí enfermo, sane, me reti-

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ré del mundo... Y aquí tiene usted la historia demi conversión. ¿Qué opina usted de ella? -Opino -respondí con involuntaria sinceridad-que esa noche estaba usted ya malucho y unpoco caliente de cascos...; que la Locura vestidade raso negro era una cocotte pálida y con elpelo teñido, pagada tal vez por algún compañe-ro de francachela para embromar a usted... yque, por lo demás... convertirse es bueno siem-pre, y la caridad una excelente ocupación. Jenaro me miró con lástima profunda se levan-tó y echó a andar hacia su casa. "El Liberal" 28 febrero 1897.

Miguel y Jorge

Encontráronse a orillas de un río del Paraíso,muy azul y muy manso, y complacidos de en-contrarse, a un mismo tiempo se pararon y sesaludaron cortésmente, mirándose con singular

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gozo. Y a fe que los dos tenían que ver, y aunen qué regocijar la vista. Miguel llevaba descubierta su cara imberbe,de facciones enérgicas y finas, de tez blanca ysonrosada como la de una linda doncella. Laalzada visera del yelmo resplandecía sobre sufrente como una diadema, y los rubios cabellosen bucles serpentinos y elásticos, flotaban aca-riciando el cuello de marfil, que no tapaba laescotada gola de acero nielado de oro. Su ceñi-da loriga de escamas de plata señalaba conhermosas líneas las formas vigorosas y exquisi-tas de un gallardo torso. Las puntas de su ban-da de crespón carmesí, recamada de perlas seanudaban al costado y caían hasta la piernadesnuda bajo el rico faldellín. Dos gruesos to-pacios abrochaban la tobillera de sus sandaliasy su puño derecho luciendo la valiente muscu-latura, afianzaba una lanza de bruñido fresno,con flecos de seda en torno de la moharra agu-da y terrible. Las fuertes alas del arcángel erande la pluma más suave y blanca, pero hacia la

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extremidad se teñían de viva púrpura, como sise hubiesen humedecidoen sangre de los enemigos de Dios. Jorge no tenía alas. Era un hombre, un graveguerrero, hermoso a su manera, digno de lafranca admiración con que le miraba Miguel.Alto y membrudo, llevaba con marcial desem-barazo, y como si no advirtiera su peso, el arnésentero de batalla, de coraza bombeada, añadidode brazales, rodilleras, quijotes, grebas, gorgue-ra y yelmo, todo labrado a la milanesa, histo-riado, cincelado y deslumbrador. Al andar, laspiezas de la armadura se entrechocaban y ex-halaban un sonido vibrante y metálico. Airosopenacho de plumas coronaba el casco, que teníapor cimera un endriago de esmalte verde. Elrostro de Jorge respiraba ardor y lealtad: páli-do, de garzos ojos, una puntiaguda barba cas-taña lo hacía más varonil. -¡Oh, Jorge, príncipe batallador! -dijo por fin elarcángel sonriendo dulcemente-. ¡Cuánto meplace haberte encontrado! Ven, acompáñame, si

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es que alguna orden de nuestro rey no te loprohíbe. -Libre estoy y tiempo me sobra -respondióJorge-. A poco más mi armadura se cubrirá deorín, y mi brazo no sabrá botar la lanza, ni des-cargar el fendiente mis puños. Ya he colgado elescudo del árbol de las Hespérides, y los ino-centes angelitos, los muertos en edad temprana,se divierten en herirlo para oír el sonido claro yagudo del acero. -Aún te invocan, Jorge -declaró con respetuosoacento Miguel-. Aún tu imagen ecuestre, enactitud de hundir el lanzón en la garganta delescamoso drago, se ostenta sobre pechos ilus-tres. Aún tu nombre se pronuncia con fe, paraque detengas en su camino a la tarántula in-munda y venenosa, y la paralices hasta que seaaplastada. Contra todo lo vil, lo asqueroso, lorepulsivo, Jorge, a ti te llaman. Departiendo así habían llegado a una grutaque abría su boca en un remanso del celeste río.Polvo de plata tapizaba el suelo y a trechos

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abrían sus cálices los gladiolos y se erguían lasespadañas, semejantes a hoja de espada desnu-da. Las prismáticas estalactitas centelleaban comodiamantes, y un manantial límpido ofrecía susaguas deliciosas a los dos héroes, que al beber-las después de las batallas habían recobradomil veces fuerzas y valor. Jorge no quiso beber,¿para qué?; pero Miguel absorbió en el huecode su mano un trago copioso. Después se senta-ron en un trozo de cristal de roca, diáfano ypuro como el aire. -Ya sé -dijo Jorge pensativo- que me han hechopatrono de los caballeros y que es uso entre lagente poderosa y desocupada llevar una meda-lla fina con mi efigie en la cadena del reloj. Has-ta las mujeres la lucen en brazaletes y dijes,broches y agujas. Ya sé también que me recuer-dan cuando se desliza por la pared la medrosasombra de la negra y velluda araña, a la cual minombre tiene la virtud de dejar inmóvil, enco-gida de pavor. Pero bien sabes, caudillo inven-

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cible, que entre todos ésos que ostentan la me-dalla de San Jorge no hay ninguno digno de serrecibido en la estrecha Orden de la caballeríaandante. ¡Digno de ser recibido! ¡Merecedoresde ser expulsados casi todos!... ¿Cuál de ellosha guardado castidad, palabra y honor? ¿Cuálha amparado al huérfano, respetado a la donce-lla, protegido a la viuda, deshecho entuertos,atemorizado a follones y malandrines? ¿Cuálha acometido sin temer, sin flaquear; sufridohambre, sed y fatiga, despreciando la materiapor seguirincesantemente la luz misteriosa del ideal?Príncipe Miguel, mi misión en la tierra ha con-cluido; mi espada puede romperse en dos pe-dazos, mi brillante armadura enmohecerse; yanadie sigue mis pasos aplastando al eternodragón de la maldad y de la vileza. En el garitoinfame he visto gente que ostentaba mi medallacaballeresca, y la he encontrado con horror,sirviendo de membrete de un papel perfumado

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con el odioso almizcle de las mujeres perdi-das... Miguel escuchaba a Jorge atentamente, serio ygrave, el lindo rostro sonrosado como el de unadoncella. No podía negar que las aseveracionesdel gran príncipe eran fundadas. En efecto, lascostumbres y los ritos de la caballería iban des-apareciendo del mundo. Volvióse por fin hacia Jorge, y con aquellatierna reverencia que demostraba él, espíritupuro e inmortal, al que sólo un mortal habíasido en su vida terrena, dijo en voz más sonoray melodiosa que el ruido de la fuente de cristalcayendo en el pilón formado por las brillantesagujas de la roca: -Tú puedes ya, príncipe, descansar en tu glo-ria. Para ti, lo más bello del mundo: los recuer-dos, las torres góticas con bizarras almenas, lasfortalezas que antes que rendidas abrasó el in-cendio, los vidrios de colores donde campeaarrogante el heráldico blasón, las ejecutorias enque narran altos hechos el fino pincel del mi-

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niaturista, los viejos romances que entonaronlos juglares y los troveros, las tumbas silencio-sas donde duermen los que fueron invictoscapitanes y caballeros sin miedo y sin tacha.Envaina la espada si quieres; yo no puedo. Lostiempos de la caballería pasaron; los del Espíri-tu Santo no pasan nunca. Al hablar así, Miguel se volvió hacia la entra-da de la gruta, en la cual acababa de aparecerseun soldado de sus milicias, un ángel de cuerpotan transparente y fluido, que al través de él seveía el río, como se ve un trozo de cielo azul através de una argentada nube. -Ya me llaman -exclamó Miguel levantándose,requiriendo la lanza, que había dejado arrima-da a la pared de la gruta, y embrazando el es-cudo de diamante que le presentaba el angélicoescudero-. Bajo a la Tierra. Lucifer me pide ba-talla ahora, y dispara contra mí proyectiles has-ta hoy no usados; sus armas son acuñadas mo-nedas, y si no acudo, la pobre Humanidad su-

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cumbiría, porque esta batalla es más recia queninguna. -¿Quieres que te siga, que pelee a tu lado? -preguntó con ansia Jorge, cuyas narices se dila-taban y cuyos ojos chispeaban llenos de marcialfiereza. -No, príncipe -respondió el arcángel, sonrien-do-. ¡La táctica ha variado tanto desde que li-diabas tú! ¡Sé que sufrirías mucho si bajases a latierra, patrón de los caballeros!

Corpus

En el sombrío y sucio barrio de la Judería vi-vían dos hermanos hebreos, habilísimo plateroel uno, y el otro sabio rabino y gran intérpretede las Escrituras y de las doctrinas de Judas-Ben-Simón, que son la médula del Talmud. De noche, cuando cesaba la tarea del oficial ylas lecturas y oraciones del teólogo, se reuníana conservar íntimamente, se confiaban su odio

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a los cristianos y su perpetuo afán de inferirlesalgún ultraje, de herirles en lo que más aman yveneran. Nehemías, el platero, proponía atraer a latienda al primer niño cristiano que pasase ysangrarle para tener con qué amasar los panesázimos de la venidera Pascua. Pero Hillel, elrabino, decía que ésa era mezquina satisfaccióny que a los cristianos no había que sustraerlesun chicuelo, sino a su Dios, a su Dios vivo, almismo Rabí Jesuá, presente en el Sacramento. Quiso la fatalidad que un día, cuando ya seacercaba el Corpus, se descompusiese la magní-fica custodia de plata, el mejor ornato de lasprocesiones, y como en el pueblo sólo Nehemí-as era capaz de componerla, al tenducho delhebreo vino a parar la obra maravillosa de al-gún discípulo de Arfe. La vista del soberbio templete, con sus trescuerpos sostenidos en elegantes columnas yenriquecidos por estatuas primorosas, con suprofusión de ricas molduras y de cincelados

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adornos, enfureció más y más a Nehemías y aHillel. Rechinaron los dientes pensando quemientras el señor de Abraham y de Isaac vearrasado su templo, el humilde crucificado delcerro del Gólgota posee en todo el mundo pala-cios de mármol y arcas de plata, oro y pedrería.Una idea infernal cruzó por la mente de Hillelel rabino; la sugirió a su hermano, y fue dócil-mente realizada. Nehemías forjó para sí una llavecita igual a lastres que abrían el sagrario y que guardaban ensu poder tres dignidades del Cabildo. Entregó asu tiempo la custodia bien compuesta, limpia,resplandeciente, y esperó ocasión propicia deutilizar su llave. La ocasión ha llegado. Hillel, que aguarda conel corazón palpitante de esperanza y ansiedad,abre la puerta a su hermano, el cual se deslizafurtivamente, escondiendo algo bajo los plie-gues de su mugrienta hopalanda. Un rugido degozo del rabino contesta a las sordas frases delplatero, que murmura:

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-Lo traigo aquí. Y acercándose a la mesa, arroja sobre ella unpaño que Hillel desenvuelve, y dentro del cual,¡oh alegría salvaje!, aparecen siete transparentesy delicadas Hostias. -Los ojos de Hillel despiden lumbre. Una risaespasmódica desgarra su laringe, y con furia dedemonio escupe dos veces sobre las Formassacras. Su rostro, alumbrado por la luz dura yamarilla del velón de tres mecheros, recuerdalas esculturas de rabiosos sayones que en lospasos tiran de la cuerda o golpean a Cristo... -¡Ése es su Dios, su Mesías! -exclamaba el tal-mudista con infinito desdén. -¿Qué te parece, hermano? ¿Cómo le burlare-mos mejor? ¿Se lo echaremos a la marrana? ¿Lorevolveremos con la basura del estercolero? -Hillel -contesta Nehemías, que ha permane-cido inmóvil-, no sé qué decirte; me siento te-meroso y confuso. Si ese pan no es más quepan, al ultrajarlo procedemos como el niño queno sabe dirigir sus actos y se entrega a cóleras

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necias. Si ese pan es realmente el Mesías de loscristianos, ¡ah!, entonces vivimos en tinieblaslos que no quisimos reconocerle por el Hijo deDios. Hillel mira a su hermano con asombro y des-precio profundo; pero el platero, torvo y trému-lo, exclama: -Has de saber que esas Hostias pesaban comosi fueran de plomo. Hillel, haz tú lo que quierascon ellas. Yo te las he traído, pero lavo mis ma-nos; no caiga sobre mí la iniquidad. El rabino crispa el rostro para sonreír con iro-nía inmensa, ocultando la amargura que le cau-sa la flaqueza de Nehemías, y de pronto, arro-jando al suelo las Formas, las patea y danzasobre ellas con frenesí, para reducirlas a partí-culas impalpables, que se confundan e incorpo-ren a la inmundicia del suelo... Al cabo de diez minutos, cuando el judío, su-doroso y con la vista extraviada, se detiene ymira a ver si aún quedó algún fragmentillo delas Hostias, ve que todas siete están enteras, en

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fila, blancas como pétalos de azucena, tersas,inmaculadas... Nehemías se convirtió y fue bautizado. LasHostias milagrosas no se guardan ya como reli-quias, porque en cierta grave enfermedad unareina de España quiso comulgar con ellas, y aesta comunión se atribuyó su restablecimiento.

El cuarto...

Gran batahola aquel día, en el siempre pacífi-co y silencioso palacio episcopal de Arcayla.Entradas y salidas de presbíteros y canónigos,con la tejuela bajo el brazo y los manteos flotan-tes, y de señorones y caciques de la ciudad y deveinte leguas a la redonda, muy soplados, delevita cerrada, guantes prietos, acabaditos deestrenar, y bastones de puño dorado y relucien-te contera; zambra en las amplias cocinas, bullirde pinches y marmitones, limpiando legum-bres, batiendo claras y picando jamón; llegada

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de mandaderas de convento con recados de lasmonjitas y fuentes de natillas muy bordadas yfestoneadas; bureo y trajín magno en el come-dor, para disponer y adornar la luenga mesa decuarenta cubiertos, disimulando que el serviciono era parejo, y que el señor obispo, no contan-do con dar banquetes de tanto rumbo, habíatenido que pedir prestado un suplemento demantelería, de cristalería, de servicio de plata yde vajilla de loza... El caso se consideraba mor-tificante parael amor propio del mayordomo "de Palacio", ydos o tres veces sus labios apretados dejaronescapar frases agridulces (más agrias que dul-ces, si toda la verdad ha de decirse), contra "elexceso de la caridad", porque "en todo cabeexceso", y el no "hacerse cargo" de que las dig-nidades y altos puestos tienen sus exigencias, ydocena y media de tenedores con mellas no esnada para la casa de un prelado, expuesto a quede repente le caiga encima el chaparrón de unconvite tan solemne como aquél...

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¡Friolera! ¡El ministro del ramo, el de Gracia yJusticia en persona, que al pasar por Arcaylaquería entregar en propia mano al más joven delos obispos españoles y uno de los más venera-bles ya por sus merecimientos y ejemplar vir-tud, el pectoral de amatista, regalo de una altí-sima persona! Mal como se pudo, remediáronse las deficien-cias y discordancias del servicio, y hasta quedóla mesa que daba gozo, con sus ocho compote-ras de variados dulces monjiles, sus tres canas-tillas llenas de magníficas flores naturales, suscuatro platos de escogidas frutas, sus cinco ra-milletes de helados, caramelo y almendras, susdos piñas, obsequio de un indiano, sus serville-tas dobladas y repulgadas figurando una seriede blancas mitras, sus seis candelabros de platacon bujías de color, y su profusión de copaspara los diversos vinos que habían de servirse. Acudieron a "ver la mesa" algunas señoras delo principal de Arcayla, y se extasiaron, llenasde orgullo y cayéndoseles la baba, por el luci-

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miento de su obispo ante los peces gordos deMadrid; que, al cabo, sobre Arcayla refluía elhonor dispensado al obispo, y ahora verían losenvidiosos y los malos e incrédulos cómo seestima en elevadas esferas al que lo merece, ycómo no hacían ellos nada de más en desvivirsepor su pastor. Las tres acababan de sonar pausadamente enel gran reloj de la torre de la arcaylense cate-dral, y el obispo, de ocupar una de las presi-dencias de la mesa, frente al ministro, que acep-taba, sonriendo e inclinándose, la otra, cuandoel portero de Palacio vio cruzar el zaguán ydirigirse resueltamente hacia la escalera a unaseñora desconocida, de aspecto en tal sitio asazextraño. Para ojos inexpertos, ignorantes de ciertosartificios del tocador, la dama... o lo que fuese,representaba cuarenta años a lo sumo; para losinteligentes, sabe Dios si podrán añadirse a lacuenta cuatro lustros bien corridos. Cinchadopor un corsé magistral, el talle de la señora se

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gallardeaba señalando ciertas curvas osadas,mórbidas aún. El traje era de corte exagerado yprovocativo; y el sombrero, redondo, enorme,recargado de plumaje y broches de brillantesfalsos, sombreaba la cara lunar, barnizada deafeites, en que los labios de bermellón se desta-caban como herida reciente, mientras el pelo,teñido de un rubio de cobre, fulguraba recor-dando la aureola de fuego de Satanás. Indignado y escandalizado, el portero se acer-có en actitud hostil a la intrusa, y al llegarse aella recibió una bocanada de esencias y perfu-mes que por poco le tumba de espaldas, apes-tándole más que si fuese vaho de infernal azu-fre, emanación de las calderas malditas. -¡Eh, señora, eh! ¡No se pasa! -gruñó el porte-ro. Pero la dama, que sin duda esperaba reci-bimiento semejante, se lanzó impávida por laescalera de piedra, empujó la mampara de da-masco y se coló de rondón en la antesala, don-de un familiar platicaba con dos o tres rezaga-das devotas, con media docena de señores for-

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males y tal cual bulle-bulle desperdigado delséquito del ministro. En pos de la intrusa, subía el portero, desala-do, sin aliento ni para reiterar el "no se pasa".Familiar, damas y caballeros volviéronse sor-prendidos, mientras la señora, arrogante, seplantaba desafiándolos, retando si era precisoal universo. -Señora -advirtió el familiar acudiendo enauxilio del portero-, no puede usted ver a suilustrísima; tenga la bondad de retirarse. -¿Que no puedo verle? -repitió la perfumada,despidiendo a cada contoneo del talle la mismainequívoca peste almizclada y oriental-. ¿Queno puedo? ¡Eso ya lo vamos a ver ahora! ¡Nopoder ver yo al obispo de Arcayla! ¡Pues estábueno! -Imposible, señora; lo siento mucho -exclamóel familiar, algo preocupado. Y bajando caute-losamente la voz, porque notaba la extrañeza yrecelo indefinible del grupo reunido en la ante-sala-. Su ilustrísima, en este instante, está co-

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miendo... Mañana, a otra hora..., veremos si esposible que conceda a usted una audiencia. -¡Audiencia a mí! Atrás, so simple... Audien-cia... ¿audiencia a su madre?... La frase cayó como una bomba en el grupo dela antesala. ¡Madre! Si la intrusa llega a soltarotra cosa, una enormidad realmente atroz, nosería mayor el escándalo. ¡Madre! ¡"Aquello", lamadre del obispo de Arcayla! Salía cierto lo quedecían en voz baja los impíos de la Prensa y losrebeldes del cabildo; lo que llamaban calumniainfame los amigos y admiradores del prelado:que éste era un hijo espurio, recogido por supadre a fin de que no se degradase al contactode la mujer galante y venal que le había llevadoen sus entrañas. ¡Aquella historia de oprobio seconfirmaba con la presencia de la pájara, de laempedernida y vieja pecadora. ¡Y qué oportu-nidad la suya, aparecerse en tal momento! Elfamiliar se interpuso, aterrado, tan fuera desentido que ni acertaba a formar cláusula.

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-La señora madre de su ilustrísima..., ha...,ha..., ha fallecido hace muchos años -tartamudeó, cruzando las manos con angustia,implorando misericordia. -¡Fallecer! ¡Pronto me ha enterrado usted, curi-ta! -exclamó riendo cínicamente la del perfume.Y como una cabra, deslizóse de entre el grupohostil. Guiada por su instinto maléfico, se lanzóal largo pasillo, y, no sin tropezar con un mozoque llevaba una fuente de frito y volcarla ente-ra, hizo irrupción en el comedor. El familiar laseguía desesperado, sin conseguir darle alcan-ce. Cuando vio surgir, a manera de espectro delpasado, a la mujer que tan amenazado le teníacon "armar la gorda" si no le enviaba dinero ymás dinero, el obispo de Arcayla palideció y sedemudó, como el sentenciado cuando ve elpatíbulo. No amor, no ternura, sino vergüenzay espanto le causaba, por terrible anomalía, lapresencia de la que le había concebido en elpecado, abandonado en la niñez, olvidado en la

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juventud y abochornado y torturado en la edadviril. Cabalmente la ignominia y degradaciónde la madre impulsaron al hijo a abrazar el sa-cerdocio, renunciando para siempre al amor, alhogar, a toda perspectiva de felicidad munda-na. ¡Y ahora se le presentaba, le echaba en ros-tro la afrenta, allí, en presencia de todos, delan-te de los que venían a honrarle, en ocasión deestar recibiendo públicamente un testimonio derespeto, un homenaje halagüeño y merecido! Era hombre el obispo, era de carne su corazón,y se retorcieron en él las víboras de una tenta-ción horrible... ¡Desmentir, negar, expulsar aaquella mujer, sin perder un minuto, como auna pobre loca! Pero casi en el mismo instante,los brillantes del rico pectoral que estrenabaenviaron un rayo claro a sus pupilas... ¡La cruzresplandeció! Y, descolorido, sereno, grave, cerrando losojos, pisoteándose las pasiones, el obispo selevantó, fue al encuentro de la intrusa, tendió lafrente al beso de los impuros labios materna-

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les..., y, volviéndose a los convidados, dijo envoz algo velada, pero tranquila: -Mi madre ha querido honrar hoy mi mesa...Madre, siéntese donde le corresponde: la presi-dencia, frente al señor ministro. Años después decía el obispo, cargado deedad y de méritos, envuelta su humildad en lapúrpura cardenalicia, como el cielo se envuelveen las magnificencias del ocaso: -Así como hay "hijos de lágrimas", puedehaber padres y madres "de penitencia". Yo pedítanto por mi madre, que tuve el consuelo deverla morir en un convento de Arcayla, adondese retiró voluntariamente.

El martirio de sor Bibiana

Vestida ya con el hábito blanco y negro deSanto Domingo, sor Bibiana, pasados los pri-meros fervores de novicia, sintió renacer aque-lla inquietud, aquella fiebre que la consumía sin

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cesar desde la adolescencia. Más allá del cum-plimiento de sus votos, del rezo, de la minucio-sa observancia de la regla, de la existencia tran-quila y metódica del convento, entreveía algodiferente: un horizonte celeste y puro, y sinembargo, surcado por relámpagos de pasión,elementos dramáticos que aumentaban su be-lleza, encendiéndola y caldeándola. Mientras meditaba a la sombra de los cipresestristes y las adelfas de rosada flor que crecíanen el huerto conventual; mientras pasaba lasgruesas cuentas del rosario y entonaba en elcoro las solemnes antífonas, que resuenan hon-das y misteriosas cual profecías, su espírituvolaba por las regiones del sueño y en su pechoascendía poco a poco la ola de los suspiros. Dos años hacía que sor Bibiana alimentabasecretamente aspiraciones quiméricas e indefi-nidas, cuando se supo en el convento que algu-nas hermanas dejarían la vida contemplativapor la activa, y saldrían a ejercitar la virtud enun hospitalillo cuidando enfermos y asistiendo

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moribundos. Fundado tal establecimiento pordos sacerdotes, sin más recursos que la caridadpública, el obispo, asociándose a la buena obra,les ofrecía el personal de enfermeras reclutadoen los monasterios. Bibiana se brindó gozosa; alfin encontraba un camino que recorrer: la de-seada senda de espinas, que a su corazón pare-cía de flores. Y desde el primer día se dedicó ala faena con una especie de transporte, derro-chando salud y juvenil energía, encontrando ungoce en las privaciones y un interés extraordi-nario en las más insípidas y monótonas laboresdel hospital. Con la sonrisa en los labios y elregocijo en los ojos, volaba de las salas de en-fermos al ropero y al botiquín, del botiquín a lacocina, ysus manos pulcras, empalidecidas y blancascomo azucenas en claustro, se encallecían y seponían rojas al contacto de las cacerolas quefregaba, acordándose de San Buenaventura, elcual también fregó con sus manos de serafín lapobre cacharrería conventual. No tomaba des-

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canso, no quería sentarse ni un momento, y enlas cortas horas que consagraba al sueño indis-pensable, despertábase con sobresalto cien ve-ces, recelando que la llamaba el quejido de unenfermo o el tilinteo de las llaves de la superio-ra. No obstante, al año de asistir empezó a extin-guirse el entusiasmo de sor Bibiana. No era quevigilias y fatigas rindiesen su cuerpo, era que loinvariable, constante y oscuro de la laborabrumaba su espíritu. Volvían a acosarla lasmismas ansias que en el convento; volvía a so-ñar con algo que tampoco en el hospital encon-traba. La senda de espinas no subía enroscán-dose hacía la cima del enhiesto monte; se des-arrollaba uniforme, sin interrupción, por unaplanicie árida. Lo que hacía ella, Bibiana, igualpodría hacerlo una sirvienta, una lega de ésasque como máquinas funcionan, sin sentir ve-hemente impulso de heroico sacrificio. Mudarapósitos, doblar ropa blanca, graduar medica-mentos, hacer camas, acercar a los labios del

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enfermo la taza de caldo o el vaso de limonadarefrescante parecíanle ya a sor Bibiana, adqui-rido el hábito, quehaceres caseros que se cum-plen por rutina, con el alma a cien leguas y elpensamiento adormecido. La repetición delacto embotaba la finapercepción y gastaba el celo de Bibiana; sólo elsentimiento del deber la sostenía, y a cada or-den de la superiora obedecía estrictamente,pero sin ilusión. Una voz, la voz tentadora deantes, le murmuraba allá dentro: "Bibiana...Hay algo más." Ocurrió que por aquel tiempo vino a ingresaren el hospital un enfermito, del cual las monjas,aunque tan hechas a ver dolores y males, secompadecieron profundamente. Era un niño decinco años, con todo el brazo izquierdo devo-rado por horrible quemadura, atribuida a ne-gligencia intencional quizá, de la indiferentemadrastra que no había venido a verle ni unavez, abandonándole como a pajarillo que eltemporal lanzó del nido al pie del árbol. Rubio

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y lindo, demacrado por tanto sufrir, el niñoatrajo a las hermanas en derredor de la camadonde gemía. Eran mujeres; bajo el sayal latíasu seno que pudo haber lactado, y las traspasa-ba de lástima tanta inocencia desamparada ytorturada cruelmente. Degenerada la llaga en mortal úlcera, amena-zando la negra cangrena, era preciso cortarle elbrazo entero a la criatura. Tenían las monjashúmedos los ojos y descolorida la faz cuando elmédico dispuso que se trajese lo necesario paraproceder inmediatamente a la operación. Y lasuperiora, enternecida, con voz de abuela a lacabecera de su nietecillo, preguntó si no habíamedio de salvar al enfermo sin aquella carnice-ría espantosa. -Hay un remedio... -contestó el doctor-, pero...¡si este niño tuviese madre! Porque una madreúnicamente... Ya ve usted: era preciso cortarle auna persona sana y fuerte un trozo de carnepara injertarla sobre la úlcera y dar vida a esos

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tejidos muertos. El medio es atroz... Ni pensar-lo. La superiora calló; pero sus ojos mortificados,marchitos, vagaron por el grupo de las monjas,entre las cuales muchas eran robustas y jóve-nes. Aquellos ojos graves y elocuentes parecíandecir: "¿No hay alguien que ofrezca su carnepor amor de Jesucristo?" El silencio de la supe-riora fue contagioso: las hermanas, trémulas,sobrecogidas, no respiraban siquiera. De pronto, una de ellas se destacó del círculo,y haciendo ademán de recogerse las mangas,exclamó con voz vibrante: -¡Yo, señor doctor; yo, servidora! ¡Sor Bibiana, que si de algo temblaba era degozo! ¡Por fin! Aquello era lo soñado, el dolorsúbito, intenso, sublime, el valor sin medida, lavoluntad condensada en un rayo; aquello elmartirio, y allí, sostenida en el aire por brazosde ángeles, invisible para todos, para ella claray resplandeciente, estaba la corona que descen-día de los cielos entreabiertos!

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Rodeaban a Bibiana sus compañeras santa-mente afrentadas y envidiosas; la superiora laabrazó murmurando bendiciones, y el médico,inclinándose respetuosamente, descubrió elbrazo blanco, mórbido, virginal, de una granpureza de líneas, y buscó el sitio en que habíade coger la firme carne. Y cuando, hecha la li-gadura, al primer corte del acero, al brotar lasangre, se fijó en el rostro de la monja, que aca-baba de rehusar el cloroformo, notó en la pa-ciente una expresión de extática felicidad y es-cuchó que sus labios puros murmuraban aloído del operador, con la efusión del reconoci-miento y la suavidad de una caricia: -¡Gracias! ¡Gracias! "El Imparcial", 11 octubre 1897.

Los hilos

Mucho se comentó la repentina "zambullida"de un hombre tan joven, festejado, rico, e ilustre

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como Jorge Afán de Rivera. En la flor de susaños, Jorge, tipo de sociabilidad entre los vagosde Madrid, se retiró a una finca que poseía enlo más selvático y bronco de los montes de Ex-tremadura, negándose a ver a nadie, a recibir aningún amigo, a abrir cartas y telegramas yviviendo sin más compañía que la de algunosservidores, gañanes y pastores, que atendían alcuidado de la casa y del ganado, pero a quienessólo por indispensable necesidad admitía elamo a su presencia. Repito que se hicieron mil comentarios sobreel acceso de misantropía de Jorge. Quién loatribuyó a desengaños amorosos; quién, a pér-didas al juego; quién, al descubrimiento de trá-gicas historias de familia... Los íntimos de Jorge-que éramos Paco Beltrán y yo- nos reíamos aloír tales hipótesis. Ni Jorge había sufrido des-engaño alguno, ni sabíamos que amase de ve-ras a ninguna mujer: sus aventuras eran cosapasajera, sin consecuencias. Todavía menosjugador que enamorado: no tocaba una carta y

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le aburría la Bolsa. En cuanto a historias de fa-milia, mi padre, que había sido constante ami-go del suyo, aseguraba que no era posible entan honrado hogar ningún misterio bochorno-so. Por suponer algo, supusimos que Jorge pa-decía uno de esos males del alma que no tienennombre conocido, y así pueden impulsar alsuicidio como al claustro o al manicomio. Jorgequería ser ermitaño laico... Ya se cansaría devivir entre fieras y volvería al mundo, a diver-tirse por todo lo alto, como en susbuenos tiempos... Y con esa esperanza íbamos olvidando sua-vemente al amigo, cuando recibimos un urgen-te telegrama, una nueva terrible. Cazando porlos breñales se le había disparado la escopeta aJorge Afán, había recibido el plomo en el vien-tre y se hallaba expirante. Beltrán y yo salimos en el primer tren, y sólollegamos a tiempo de recoger el último suspirodel desdichado, pero no de oír su voz, pues seencontraba tan a punto de muerte, que tal vez

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no se dio cuenta de que éramos nosotros, lla-mados por él, los que apretábamos su mano.Por mutuo convenio nos declaramos los amosallí, para evitar desmanes de servidores y hacerdignos funerales al amigo muerto. La noche que precedió a su entierro y mien-tras le velábamos, volvimos a comentar el ex-traño destino de aquel hombre que volunta-riamente había truncado su existencia social; yPaco sacando del bolsillo una llavecita dorada,dijo con alterada voz, señalando a un muebleantiguo, con ricos herrajes, perdido en un rin-cón del vasto aposento: -En ese mueble debe encerrarse el secreto deJorge, porque esta llave que le encontramos enel cuello, pendiente de una cinta, al amortajarle,es la que abre el bargueño. La tentación era demasiado fuerte para nues-tra curiosidad, y, entendiéndonos de una ojea-da, nos decidimos a usar la llave. Cayó la cu-bierta, dejando ver la graciosa cajonería doraday las columnitas del templete, y encontramos

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los cajones llenos de frioleras sin valor, hastaacertar con uno que encerraba un manuscritode letra de Jorge. Nos apoderamos del tesoro, ylo desciframos a la luz de las velas que alum-braban el cadáver... Era extenso; pero lo resu-miré en pocos renglones, a fin de que el lectorconozca la singular alucinación de aquel des-venturado amigo nuestro: "Maldigo -viene a decir en sustancia la confe-sión de Jorge- la curiosidad que me impulsó aasistir a algunas sesiones de espiritismo y su-gestión hipnótica en casa de Mirovitch, el secre-tario de la Embajada rusa. No es que llegase aprestar fe a tales historias; antes por el contra-rio, me parecieron casi todas ellas patrañas ymojigangas buenas para chiquillos; pero, sinduda, la excitación que tales jugueteos con elmundo invisible causaron en mi sistema ner-vioso fue honda y funesta: sin duda vibraron enmí cuerdas desconocidas y muy sensibles, puesdesde entonces comencé a advertir un fenóme-no que no sé si existe tan solo en mi imagina-

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ción exaltada, o tiene alguna correspondenciacon la realidad, y se debe a causas físicas queignoramos aún, pero que la ciencia estudiará ydemostrará en los siglos venideros. Es el caso que al día siguiente de la últimasesión -en que Mirovitch, fijando en mí tenaz-mente sus ojos verde esmeralda, había intenta-do dormirme- fue cuando sentí el primer ata-que del padecimiento; fue cuando empecé a ver"los hilos", los horribles hilos que forman lamisteriosa tela donde mi alma agoniza. Intentaré explicar lo que son estos hilos, paraque si alguien lee después de mi muerte miconfesión, comprenda que yo no estaba loco,sino a lo sumo alucinado: que fui víctima deuna morbosa perturbación de los sentidos, peroque mi razón supo interpretar mis visiones. Sucedió que al otro día de la sesión espiritista,ya aburrido de tales farsas y resuelto a no to-mar más parte en ellas, me fui al Real, dondecantaban Hugonotes. Había un lleno, y estabanallí todas mis relaciones: todas las mujeres que,

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afables y expresivas, me saludaban con dulcessonrisas, todos los hombres me apretaban lamano afectuosamente. Recorrí con los gemelosbutacas y palcos. A tiempo que dirigía los cris-tales al rostro de la condesa de Saravia, belladama a quien yo trataba mucho y respetabamás, por su intachable reputación y la dignidadde su porte, distinguí, ¡Jesús me valga!, el pri-mer hilo. Era -me acuerdo bien- rojo, comoabrasadora llama y salía del corazón de la seño-ra, yendo, después de flotar y culebrear en elaire, a enroscarse sutilmente en el cuerpo deTresmes, el galanteador más perdido de la cor-te. Al pronto no entendí la significación delmaldito hilo. Froté con el pañuelo los vidrios delos gemelos y me froté después los ojos. Nocabía duda, elhilo ardentísimo iba de la intachable esposa abuscar al galán impuro. Persuadido de que estaba malo de la vista,torcí los gemelos y encontré la carita angelicalde Chuchú Cárdenas, una de esas criaturas de

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dieciséis años que perecen desprendidas de unlienzo murillesco, un rostro matizado por elrubor y aureolado por la candidez virginal..., yvi, sin que cupiese duda, otro hilo dorado quesalía de su ebúrnea frente y se deslizaba hastalas butacas para introducirse en el bolsillo delopulento negociante Rondón, calvo como unabola de billar, gordo y colorado como un pavo,por más señas... Varié de objetivo con repugnancia; pero fueinútil; dondequiera que me volviese, la atmós-fera del teatro se poblaba de hilos que flotabanen todas direcciones, y la lucerna de cristal, fijaen medio, me parecía, con más razón que nun-ca, enorme araña pronta a saltar sobre la presa.Vi un hilo negrísimo, de odio y traición, que ibadel político X*** a su jefe natural y gran protec-tor Z***; un hilo verde, asqueroso, de la reciéncasada Eloísa D*** a la decrépita persona delgeneral N***; un doble hilo oscuro, de envidiamortal, que recíprocamente se enviaban las dosamigas A*** y B***; un hilo sombrío, de fúnebre

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aspecto, del mozo H*** a su padre R***, que noacababa de morirse y dejarle su codiciadaherencia... Y yo veía tenazmente los hilos, invi-sibles para todos, y sentía espesarse la tela os-cura y polvorienta que me rodeaba, y crecerhasta el paroxismo mi angustia y mi horror,que me oprimía el espíritu. Allí se patentizabanlos bajos apetitos, las vilezas, las miserias denuestra condición, reveladas por los hilos infa-mes, de concupiscencia, de codicia, de dolo, demaldad, de instintos homicidas... Y como elfenómeno se repitiese las noches siguientes;temiendo que de las personas a quienes creíayo inspirar algún efecto puro y generoso salie-sen también hacia mí los hilos, resolví de pron-to recogerme a la soledad más completa y po-der, con tal arbitrio, conservar algunas ilusio-nes, sin las cuales no cabe vivir, a no ser en elinfierno." Al terminar la lectura del manuscrito que heresumido brevemente, Paco Beltrán y yo nosmiramos despacio, estremecidos, y luego nos

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volvimos a contemplar la faz del muerto, sere-na, afilada ya por la nariz, con esa palidez decera que presta tanta majestad a las caras de losque emprendieron el gran viaje. -¿Crees tú que estaba loco? -me pregunto Bel-trán. -Loco lúcido -respondí, pasándome la manopor la frente y enrollando el manuscrito paraguardarlo.

Posesión

El fraile dominico encargado de exhortar a lamujer poseída del demonio, para que no subie-se a la hoguera en estado de impenitencia final,sintió, aunque tan acostumbrado a espectáculosdolorosos, una impresión de lástima cuando alentrar en el calabozo divisó, a la escasa luz quepenetraba por un ventanillo enrejado y lleno detelarañas, a la rea.

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Escuálida y vestida de sucios harapos, recli-nada sobre el miserable jergón que le servía decama, y con el codo apoyado en un banquillode madera, la endemoniada, que se había lla-mado en el siglo Dorotea de Guzmán, quehabía sido orgullo de una hidalga familia, ale-gría de una casa, gala y ornato de las fiestas,parecía un espectro, una de esas mendigas quea la puerta de los conventos presentaban la es-cudilla de barro para recibir la bazofia de li-mosna. Su estado de demacración era tal, que apesar de verse por los desgarrones del míserojubón las formas de su seno, el dominico, queera un asceta y solía luchar con tentacionescrueles, no sintió turbación ni rubor, y sólo lapiedad, la dulce y santa piedad, le impulsó aofrecer a Dorotea amplio pañuelo de hierbas, ya decir benignamente: -Cúbrase, hermana. De tanta miseria y abyección tomó pie el frailepara empezar a convencer a Dorotea de quesacudiese el yugo de un amo que así paga a sus

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fieles servidores. Y mientras la posesa clavabaen el religioso sus grandes pupilas color dehumo, donde, de cuando en cuando brillabafosfórica chispa, él habló copiosamente, conunción y ternura, encareciendo la amorosa efu-sión de Cristo, que siempre tiene abiertos losbrazos para recibir al pecador, la continua in-tercesión de su Santa Madre, la infinita miseri-cordia del Criador, que sólo nos pide un instan-te de contrición para borrar todos nuestros deli-tos. Mas no tardó en advertir el dominico quela sentenciada le oía con salvaje insensibilidad,bajo la cual trepidaba una cólera sorda; y en-tonces pensó que convendría, para abrir brechaen un alma contaminada por la presencia deSatanás, hablar un lenguaje humano, casi egoís-ta, buscar palabras que irritasen a la pecadora yla forzasen a una discusión, en que saldría ven-cedor el dominico. -Dorotea -dijo, tuteándola con violencia y eno-jo-, mira que ya pronto comparecerás ante eseDios que va a pedirte cuenta de tus actos, y que

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a una vida de sufrimientos pasajeros seguiráotra de suplicios perdurables. Un paso, un se-gundo, es el tránsito a la eternidad, y esa eter-nidad es fuego, no como el de aquí, que causala muerte, y con la muerte trae el descanso, sinointerminable, horrendo, continuo, que renuevalas carnes para volverlas a tostar y recuaja loshuesos para calcinarlos otra vez. Pobre ovejaque has seguido al hediondo macho cabrío, ahítienes lo que te espera. ¿No te avergüenzas deser esclava del demonio? ¿No lloras al menos tuesclavitud? La endemoniada seguía guardando el mismohosco silencio; pero, de pronto, se estremeció.Era que el dominico, enternecido por sus pro-pias palabras, había dejado asomar a sus ojoshumedad de llanto; y la mujer, conmovida, talvez a su pesar por aquel indicio inequívoco deconmiseración, dijo sombríamente: -Yo no puedo llorar. Lo primero que hizo midueño y señor Satanás fue quitarme las lágri-

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mas de las pupilas y el calor de los miembros.Toca y verás. Y alargando una mano, rozó la del dominico,que retrocedió espantado de la glacial, de lamortuoria frigidez de aquella piel que creíaabrasada por la fiebre. -No me compadezcas -añadió orgullosamente-. La sensibilidad y el ardor que faltan por fuerase han refugiado en mi corazón, que es un bra-sero de llama rabiosa. -Eso mismo les sucede a los santos -murmuróel dominico con angustioso afán-. Que ese fue-go no se apague; pero purifícalo ofreciéndoseloa Jesús. -No -respondió con energía la endemoniada,cuyo rostro se contrajo y cuyos ojos, donde bo-queaba el horno de la escondida hoguera, biz-caron repentinamente con frenético estrabismo. -Pero ¿por qué, desdichada hermana? Dameuna razón, una siquiera. De cuantas sentencia-das me ha tocado exhortar, sólo tú has callado,en vez de blasfemar y maldecir. Maldice, que lo

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prefiero. Ya sé que han sido inútiles los exor-cismos, los conjuros, el hisopo, las oraciones,las santas reliquias; ya sé que el demonio no hasalido de ti, porque no quisiste tú que saliese, ycomo Dios, que ha podido criarte sin tu volun-tad, no puedo contra tu voluntad salvarte, elespíritu impuro se alberga aún en tu seno. Nohe pensado en emplear contra ti la fuerza; tepido y te ruego, si es menester de rodillas, queme des una explicación de tu ceguedad. Erashermosa y eres horrible; eras dama principal ypudiente, y eres menos que las mujerzuelas dela calle; eras buena y honrada, y eres ludibrio yvergüenza de tu sexo... ¿En qué moneda te pa-ga el maldito? ¿Qué felicidad ignominiosa te daa cambio de todo lo que sacrificas por él? Crispando los labios y arrancando del pechoun suspiro ronco, respondió la poseída: -Ya que te empeñas en saberlo, lo sabrás. Nocreas que en este momento habita en mí el quellamas espíritu maligno. Sufría con los exorcis-mos y las reliquias y se apartó de mí. Pero sé

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que volverá, y sé que cuando me achicharrennos vamos a reunir para siempre. -¡Qué horror! -exclamó, santiguándose, el do-minico. -Escucha -prosiguió la endemoniada-. No ig-noras que en el mundo fui mujer de calidad,ensalzada por linda, respetada por noble, codi-ciada por rica, aplaudida por discreta. Estasprendas me atrajeron rondadores y galanes;pero ninguno supo hacer que yo pagase susfinezas. Pasaron por delante de mis rejas o demi estrado y los desdeñé, porque mi alma, quese remontaba muy alto, aspiraba, secretamente,a algo más grande, a un príncipe, a un monar-ca, a un ser extraordinario, desconocido y supe-rior. Sucedió que una prima hermana mía, queacababa de vestir el sayal de las carmelitas y aquien yo solía visitar en su reja, comenzó ahablarme exaltadamente de sus nupcias conJesús, de los éxtasis y deliquios que gozaba enbrazos de su celestial Esposo y de lo desprecia-bles que parecen, en cotejo de tan divinos rega-

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los, los amoríos y las aventuras de la tierra.Estos coloquios me trastornaron y emprendíuna vida de devoción y de mortificaciones quehizo creer a todos, y a mí laprimera, que sentía una vocación monásticafirme e irresistible. Mientras tanto, en mi inter-ior yo me despedazaba de congoja, de inquie-tud y de tedio, y un día, en un arranque de sin-ceridad, dije a mi prima la monja: "Ya no teenvidio. Soy demasiado altanera para envidiarun Esposo que con infinitas esposas habrás derepartir. Ahora mismo, en centenares de claus-tros y en miles de celdas, tu desposado visita aotras mujeres. Desprecio lo que no es sólo mío." -¡Diabólica soberbia! -gimió el fraile-. ¡Era eltentador quien te sugería esa locura! -Aquella noche -prosiguió Dorotea-, estandoyo a punto de recogerme y habiendo soltado yade la redecilla la mata de pelo, he aquí que seme aparece... -¿Un monstruo horrendo?

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-Un mancebo pálido y triste, pero hermoso,muy hermoso. -¿Con olor a azufre? ¿Con pezuña hendida? -No; con un cerco de luz rojiza alrededor de larizada melena rubia. -¡Virgen santa! Era, sin duda, un íncubo. -¿Un íncubo? -repitió, sorprendida, Dorotea. -Así llamamos al demonio cuando toma bellaforma de varón para manchar y escarnecer auna mujer desdichada como tú. -No se trata de escarnecer ni de manchar, puesel aparecido y yo entretuvimos la noche con-versando castamente. Refirióme su historiapunto por punto, y supe que era un gran prín-cipe, arrojado de los reinos de su padre por uninstante de rebeldía, y que mientras a su padretodos le ensalzan y pronuncian su nombre conadoración, del hijo rebelde abominan y maldi-cen. Cuando supe que nadie le quería, cuandocomprendí su desventura inmensa empecé asentir que le quería yo y a soñar que mi amor lecompensase todo cuanto había perdido, hasta

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los reinos de la gloria. Al amanecer se fue, perovolvió a la noche siguiente, trayendo un boteci-llo de un ungüento, con el cual me frotó lasplantas de los pies y las palmas de las manos, ysalí volando por el ventanillo. Cruzamos espa-cios inmensos, y abatiéndonos a tierra entramosen unas cuevas muy profundas, abiertas en elseno de altas montañas, y cuyo techo parecía dediamantes. Allí se apiñaba una muchedumbreinmensa, que reconocía laautoridad de mi señor, y bullía al pie de su tro-no una hueste de mujeres hermosísimas, corte-sanas, reinas o diosas, desde la rubia Venus y lamorena Cleopatra hasta la insaciable Mesalinay la suicida Lucrecia. Y como yo sintiese en elcorazón la mordedura de los celos vi que lasapartaba indiferente, sin mirarlas, y oí que de-cía: "No temas; yo no soy como el "Otro", yo nome reparto... Te pertenezco, Dorotea, pero tutambién me perteneces a mí en vida y muerte".Cada noche, al dar las doce, le esperé y leacompañé, y fui venturosa.

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-¡No llames ventura a las infames torpezas enque te encenegaba el enemigo de Dios! -protestó el dominico. -¡Si no he cometido torpeza alguna! -respondió altivamente Dorotea-. Lo primero enque convinimos él y yo fue en que nuestro cari-ño sería el de dos espíritus, y mantuvimos elpacto. Mi señor tuvo a menos sujetarme con lascadenas de la materia, y cifró su orgullo en po-seer mi alma, y nada más que mi alma, por vo-luntad mía. Mil veces me ha repetido que gra-cias a mí, puede alabarse de un triunfo que sóloa Dios parecía reservado: el de ser querido es-piritualmente, sin mancha de concupiscencia.En cambio, yo sé que no tengo rivales, y quesoy el único bien de mi señor. Nada me impor-ta el vilipendio ni el tormento que me han da-do. La muerte, la deseo. Cuanto antes encien-dan el brasero para mí, más pronto me reunirécon "él".

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Y volviendo la espalda al fraile, la posesa ocul-tó el rostro en la esquina de la pared resuelta ano decir otra palabra. Cuando salió el dominico de la prisión de larelapsa empedernida, sollozó, besando el Cru-cifijo pendiente de su grueso rosario: -¡Cómo permites, Jesús mío, que te parodieSatanás! "El Imparcial", 13 mayo de 1895.

La lógica

Justino Guijarro es digno de que le consagreuna mención la historia individual, que llamanlos profanos literatura novelesca. Aunque eldrama de la existencia de Justino Guijarro nohaya obtenido la fama que merece, a título decaso significativo y curioso, los que le conoci-mos y recibimos sus últimas revelaciones enmomentos terribles no debemos dejar sepulta-

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da en el olvido la memoria de hombre tan ex-traordinario. Ante todo, sepan las generaciones veniderasque Justino Guijarro murió en el patíbulo. Novayan a suponer (apresurémonos a decirlo) queJustino fue en el mundo de los vivos algúnmalhechor de oficio, algún capitán de gavilla.No vayan a confundirle tampoco con los queasaltan casas para saquearlas, o dejan seco a unprójimo para apoderarse de su cartera, repletade billetes de Banco. Ni menos le identifiquencon esos energúmenos poseídos de instintobrutal que estrangulan a una mujer por celos oporque los desdeñó. A Justino nunca le domi-naron furiosas concupiscencias ni bajas codi-cias; como que vivió entregado al estudio, a lameditación, chapuzado y sumergido en losinsondables lagos del pensamiento y colandopor finísimo tamiz las ideas, que otros menoscavilosos se tragan sin mascar. Distinguióse,además, Justino por su religiosidad exacerbada,de la cual, piense lo que quiera el lector, habrá

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de reconocer que es demostración elocuente loque va a saber recorriendo estaspáginas, donde descubro el secreto de un almasingular, única tal vez. Justino había nacido con el cráneo puntiagu-do, angosto, indicación exterior de lo elevadode sus especulaciones y lo espiritual de su mo-do de ser. Desde niño discurrió tan estricta yajustadamente, que sus raciocinios eran cuñashincadas en el cerebro. Perseguía hasta sus úl-timos términos las consecuencias de una pre-misa, y ¡ay! del que discutiendo le concediese lomínimo; una leve concesión proporcionaba aGuijarro argumentos irrefutables con que apu-rar a su adversario y rendirle por fin. Se le te-mía; nadie quería medirse con él, y dijérase queen él revivían aquellos escolásticos de la EdadMedia, capaces de partir en cuatro un cabellode mujer rubia. Con el propio método que aplicaba a las cues-tiones intelectuales resolvía Justino los proble-mas de la vida práctica; empresa doblemente

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peliaguda, pues nadie ignora que esta pícaravida que padecemos es compleja, sinuosa ycontradictoria a veces como ella sola, sin que sepueda evitar, y el más terne e inflexible de lospensadores se ve obligado, ya que no a caersiete veces al día, por lo menos a transigir se-tenta con las circunstancias. Justino, sin embar-go, no entendiendo de transacciones, optabapor tener setenta choques diarios y pasar otrastantas veces por necio e insufrible; el mundo estal, que no concibe que nadie siga la línea recta,así conduzca al precipicio. Los disgustos queJustino sufría debieron de contribuir no poco aexaltar su grande ánimo y a sugerirle las extra-ñas resoluciones que pronto se verán. Era casado Justino; su lógica religiosa le habíainducido al matrimonio desde los primerosaños de la juventud. Muchos tardó en tenersucesión; pero al cabo se notaron en la esposade Justino señales inequívocas de que seaproximaba un feliz acontecimiento, y nació un

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chico precioso, frescachón y robusto, de ésosque envanecen a los padres. No obstante, Justino, en vez de complacerse yregocijarse con su paternidad, dio en ponersemohíno y melancólico. Cada vez que le presen-taban el chico, que la madre, entusiasmada, lesubía hasta los labios del padre para que le es-tampara un beso, el rostro de Justino se contra-ía, y sus ojos, nublados por la meditación, des-pedían una luz triste y lúgubre... -Al ver a mi hijo -traslado aquí las propiaspalabras del ínclito pensador desconocido, cuyahistoria voy narrando-, yo no podía sentir loque siente el vulgo de los padres; un goce pue-ril y meramente instintivo, un impulso animal...Al contrario: un mundo de reflexiones acudía ami mente; su peso me abrumaba y me confun-día. La responsabilidad que gravitaba sobre míera incalculable, inmensa; en mis manos, a micargo, tenía el porvenir de un hombre, de unser racional. Al hablar de "porvenir", compren-derá usted, conociéndome ya por mis confesio-

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nes, que no me refiero al "porvenir" tal cual loentienden los otros padres, y que sólo abarcalos días de una existencia transitoria. Dinero,honores, posición, salud... ¡Qué son esos bienesde un minuto para quien ve, con la inteligencia,con la razón, con las potencias superiores, enfin, desarrollarse lentamente la inmensa proce-sión de los siglos, y considera, en cambio de losespasmos de un vértigo sublime, el horizonteinfinitode la eternidad! El cuerpo de mi hijo, montón de carne blancay sonrosada, no existía para mí o, si existía, notenía valor alguno; pero ¡su alma, su alma in-mortal, destello divino comunicado a la mate-ria! "Salva su alma -me decía a cada instante lavoz cristalina de la "Lógica", mi maestra y con-sejera infalible-. Salva su alma, evítale el peca-do, ábrele de par en par las puertas de oro delCielo". Y para salvar su alma yo no tenía másremedio que uno, y, después de largo combateconmigo mismo, lo puse en práctica. Cierta

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noche, mientras la madre dormía rendida decansancio de haber dado el pecho, me acerqué ala cuna de mi hijo, dormido también; eché so-bre su carita el embozo de la sábana; luego, lasdos almohadas; apoyé las palmas de las manoscon toda mi fuerza... y me sostuve así hastaque... hasta que lo salvé, enviándole a gozar laeterna bienaventuranza. La muerte de mi hijo -prosiguió Justino des-pués de una pausa profunda- se atribuyó a cau-sas naturales. Pero yo quedé a vueltas con elproblema no menos grave, que era el de mipropia salvación. La "Lógica" me decía que sisalvaba a otro, por razones de mayor cuantíaestaba en el caso de salvarme a mí mismo,puesto que la salvación es el fin supremo a quedeben encaminarse nuestros pasos en la tierra.Al salvar a mi hijo había cargado mi concienciasin poderlo evitar, con un pecado: conveníaexpiarlo; todo esto era lógico y más lógico aúnque si la muerte me cogía de sorpresa, mal pre-

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parado, marraba el negocio de mi alma, el solonegocio importante. Necesitaba, pues, dos cosas: hacer penitenciaen esta vida y saber a punto cierto cuál había deser el instante de mi muerte, para encontrarmeprevenido y dispuesto. No valía suicidarse; elque se suicida no muere en gracia. Era precisodiscurrir otra combinación y, lógicamente, en-contré una luminosísima. Esperé el momentoen que mi esposa muy afligida desde el falleci-miento del niño, regresaba de la iglesia, dondehabía confesado y comulgado, y aprovechandola buena disposición en que se encontraba y elinstante en que se inclinaba para desabrocharselas botas, di sobre ella armado de un cuchillode cocina, y de la primera puñalada... la salvé.Cuando expiró, cubierto de su sangre, me pre-senté a la Justicia. Mi parricidio (así lo llama-ron) era según decían, patente y horrible; fuisentenciado a morir, y en los largos días de laprisión tuve tiempo para hacer mortificaciones,ponerme a bien con Dios (lo espero) y arreglar

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todos mis asuntos de conciencia de tal suerte,que,al ofrecer el cuello a la argolla expiatoria, lleva-ré lógicamente noventa y nueve probabilidadescontra una de salvarme también... Lo único que me confunde, lo único que haturbado mi espíritu, ya casi sumergido en lacontemplación de lo ultraterrenal, es que elsacerdote que viene a consolarme en esta capi-lla, en vez de alabar la lógica de mi conducta,parece persuadido de que no hice sino atroci-dades... Verdad que es un pobre cura de misa yolla, y temo que por falta de cultura y prepara-ción filosófica no comprenda la alteza de miconcepción, el admirable equilibrio de mis ac-tos... En vano le repito hasta la saciedad unargumento irrefutable. Pecado fue matar a mimujer y a mi niño: lo conozco y lo deploro; massi todos somos pecadores, y yo no podía jac-tarme de haber vivido sin pecar, a lo menos mispecados son de tal naturaleza, que han abiertoel paraíso a los dos seres que más amé, y pro-

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bablemente a mí me lo abrirá mi expiación... Elcura, hombre sencillo y limitado, cuando lepresento esta conclusión agudísima no respon-de sino meneando la cabeza y murmurandociertas frases que considero ¡lógicasa todas luces; por ejemplo: "La misericordia deDios alcanza a los malvados, y con más razón alos ilusos y a los maniáticos y dementes. Déjesede lógicas, y rece y llore, y arrepiéntase cuantopueda." "El Imparcial", 6 diciembre 1897.

El aviso

-No desconfiemos nunca -decía el padre Bal-tar, curtido ya en las lides del confesionario-, nodesconfiemos nunca de la salvación de un al-ma, porque sería desconfiar también, ¡quéhorror y qué absurdo! de la inefable Misericor-dia. ¿No han oído ustedes de unos granitos detrigo que se encontraron en el fondo de las Pi-

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rámides, allá en la cámara sepulcral de los Fa-raones, donde al parecer sólo existía la lobre-guez de la muerte? Pues alguien que pasó porloco sembró ese trigo, y el grano, con sus dosmil años de fecha, germinó, echó espiguita y deaquella espiguita pudo amasarse una hogazade pan. ¿Qué digo "pan"? ¡Se pudo amasar "unahostia", el cuerpo de Cristo sacramentado! Silos que registramos las tinieblas de las almas,que a veces son cámaras sepulcrales con hedorde muerte, dejásemos apagarse la lámpara de laesperanza, ¿qué haríamos?... ¡Sentarnos a lloraren las tinieblas! Voy a referirles a ustedes -prosiguió- un suce-dido, que puedo contar porque no lo aprendíen los dominios del sigilo absoluto, o sea en laconfesión. El mismo protagonista de la historiase la confió a algún amigo, y aunque no hemosde considerarla pública, tampoco es hoy nin-gún secreto. Era el héroe, a quien llamaré Román, un hom-bre como hay bastantes en la sociedad contem-

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poránea; cristiano y católico, y hasta sincerocreyente, pero indócil a la regla y a la ley y to-mando por letra muerta los preceptos estable-cidos para vivificar las almas. No desacatabalos mandamientos de la Iglesia; preciábase, alcontrario, de observarlos; pero hacía mangas ycapirotes de los de la ley de Dios; como aquítodos somos gente formal, no repararé en decirque el capítulo en que Román se creía másexento de obligación era el de las mujeres. Esteerror es comunísimo, y no contribuye poco asostener la anemia y la miseria fisiológica de lasgeneraciones actuales. La pureza de costumbreses un tónico, y el pueblo que sabe conservarla,conserva también la virilidad y la salud. Ya venustedes que prescindo del aspecto religioso ymoral de la cuestión y sólo miro el social. Espara mí motivo de gran sorpresa el ver quehoy, con tanto como se invoca la higiene y seprocura larobustez corporal, se erige en axioma que todoes lícito en ciertas materias, y las restricciones,

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antiguallas y ridiculeces deben caer en desuso.Suprimir la responsabilidad; desatar el apetito;cubrirlo todo con el manto de la risa; transfor-mar el mundo civilizado en bosque donde elcazador acecha la caza, ¿qué es sino retrocederal estado de barbarie? No me extraña el retroce-so en los ateos y en los impíos, que van a él porla fuerza de la necesidad moral; pero me dueleque almas como la de Román, a pesar de conti-nuas amonestaciones allí donde no hablamosnosotros sino Jesucristo en persona, a pesar dela medicina, recaigan siempre, desdeñandoparte de la ley como se desdeña un texto viejo yarrinconado. Viniendo a la historia -continuó el padre re-poniéndose de una involuntaria emoción-, diréa ustedes que Román, acérrimo defensor deuna causa política siempre vencida, guerrillerovarias veces, se había visto en trances apuradí-simos, y en la última guerra civil, encontrándo-se rodeado de enemigos, herido y perdiendosangre, debió la vida a un indomable veterano,

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el general Andueta, que, con riesgo de la suya,le acorrió. Cuidóle después en la ambulancia, leescogió para ayudante, y tratada la paz, le pro-porcionó medios de que viviese en Madrid conalgún decoro. Retirado hacía años Andueta consu familia en una aldea de los Pirineos, enfermoy acribillado de mal cerradas cicatrices, Románcasi no sabía de él, pero conservaba el culto desu recuerdo, y a veces me daba una misita de aduro "por la salud y la dicha del general An-dueta, marqués de la Real Confianza". Entro enestos pormenores para que vean ustedes si te-nía chispa de incrédulo Román. ¡De incrédulo!Tanto como deingrato... Las misas las ayudaba él en persona. Indiferente por naturaleza al lucro, siempreapurado de dinero, vivía Román en una modes-ta casa de huéspedes de la calle de Atocha, conlas incomodidades y estrecheces propias detales alojamientos. Era el verano, tiempo en queMadrid se despuebla, y sólo tres huéspedesalbergaba la posada: un burgalés venido a des-

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pertar cierto expediente; Román, que era fijo, yuna señorita como de diecinueve años, silencio-sa, triste, vestida pobremente, de riguroso luto.El humor franco y comunicativo de Román nobastaba para animar la mesa redonda; pero apocos días marchóse el burgalés y quedaronsolos Román y la señorita, comiendo y almor-zando juntos. No sería Román el que era, notendría el criterio que tenía si no juzgase ridícu-lo verse mano a mano con una mujer joven yagraciada y no ponerle, como suele decirse, lospuntos. No sentía por ella pasión, ni aun el ca-pricho tenaz que la remeda; no le quitaba elsueño por ningún estilo la enlutada a Román;pero la encontraba allí, y erasuficiente. Informóse de la pupilera, y averiguóque la señorita se llamaba María Mestre; queera huérfana; que venía muy recomendada deunas monjas de Pamplona a buscar colocaciónen alguna casa rica para acompañar señoritas ocuidar de los niños; que se dudaba que la en-contrase, ni aun a la entrada del invierno, por-

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que para tales oficios sólo gustan las extranje-ras, las gringas; y que doña Micaela, la susodi-cha patrona, le aconsejaba que bajase los humosy entrase de doncella, único medio de saldar lacuenta del hospedaje, que iba engrosando. Semejantes noticias, lejos de purificar la inten-ción de Román respecto a la pobre muchacha,la inflamaron con el torpe incentivo de la fácilocasión. No formó ningún plan, sino que sedejó llevar de la corriente, y la estrategia se ladictaron los acontecimientos. Empezó prodi-gando a María mil atenciones en la mesa, y lamuchacha comenzó a deponer su reserva ymutismo. Estas cosas se enredan como los gajosde cereza; de dar gracias y decir sí y no, se pasaa dialogar, de dialogar a platicar; de aquí a lasobremesa larga y a celebrar ocurrencias y chis-tes, luego al contento de estar juntos, a aceptarun paseíto a la hora en que refresca, en la jardi-nera tranvía; más tarde, una taza de chocolate oun vaso de horchata de chufas; después la ex-cursión de noche, a pie, hacia las arboledas de

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la Florida o del Depósito de Aguas... Finalmen-te, llegó Román a requerirla de amores y ella adejarse requerir, pues la afición ya tenía raícesen el pensamiento. Suprimo -advirtió condignidad el sacerdote- los detalles de ésta quebien puede llamarse seducción, porque ni debopuntualizarlos ni hay quien no los adivine.Aunque María, inexperta y abandonada, quisodefenderse, no lo hizo con la resolución necesa-ria, y hubo un día en que Román la combatióde tal suerte que pudo dar por hecho que aque-lla misma noche conseguiría su vergonzosotriunfo. Quedaron citados, y Román, agitado eintranquilo sin saber por qué, se echó a la callecon ánimo de entretener las horas que faltaban. Hacía un calor bochornoso; el celaje madrileñoestaba color de plomo y púrpura, como el delcélebre boceto de Goya, y la tempestad amaga-ba con rápidas exhalaciones, que por momentosrasgaban con luz sulfúrea las nubes. Román ibaal azar, callejeando, distraído y absorto, sinreflexionar en qué; cuando dentro de la lógica

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del pecado debía hallarse gozoso, en realidadsentía una especie de angustia. La costumbre letrajo a las puertas de la iglesia donde yo cele-braba entonces y donde muchas veces me habíaservido de acólito, vio que entraba gentío yentró también por instinto o pensando tal vezque un acto de devoción atenuaba la gravedaddel delito ya inminente... La iglesia estaba ilu-minada por cientos de cirios; el altar mayoradornado con flores; revestidas de colgadurasde damasco encarnado las paredes; era el últi-mo día de una solemne novena, y había mani-fiesto, gozos, reserva y plática. -¿Predicaba usted? -exclamamos interrum-piendo al padre Baltar. -Creo que sí -contestó, algo cortado-; pero nome atribuyan ustedes mérito ninguno, porquecuando Román entró en la iglesia, el sermónhabía concluido e iban a reservar. ¡El únicopredicador que da en mitad del corazón esCristo! Román fijó la mirada en el Sagrario, y alreflejo de los cirios, conservando tal vez en la

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pupila el color de las nubes o el tono de las cor-tinas, vio que la Sagrada Forma no era blanca,sino roja, de un rojo intenso, ¡rojo de sangre!Espantado se abrió camino entre la multitud, ysalió a la calle, y halló el cielo no ya encarnadoa trechos, sino incendiado todo él, como unahoguera; y volviendo a entrar en el templo, searrodilló, sollozó, y sólo cuando salió el últimofiel y comprendió que se iba a cerrar tomó len-tamente el rumbo de su posada... ¿Creerán ustedes que iba arrepentido, que ibaresuelto a quitarse del peligro y del pecado?...¡Ojalá! No por cierto. Sería no conocer la psico-logía de hombres como Román. Iba a la maneradel esquife cuando una ola lo sube y otra lobaja, y, sin embargo, poco a poco se acerca alabismo. Al ascender por la escalera de la casade huéspedes, ya casi había desechado el te-mor, y las lágrimas de atrición se habían secadoen sus ojos... Entró en el comedor con la fiebrede la culpable esperanza, con el vértigo de unailusión que viste de flores cuanto toca... Allí

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debía esperarle María. Y allí le esperaba, enefecto; pero con ella, en íntimo coloquio, se en-contraba también un mozo de veinte años, deriguroso luto igualmente y tan parecido a Ma-ría, que el más ciego los tuviera por hermanos.Al entrar Román se levantó el enlutado mozo yle tendió una carta, y como Román le mirasesorprendido, dijo cortés y tristemente: -Es de su amigo de usted, del general Andue-ta. -¡Del general Andueta! -repitió, aturdido y sincomprender, Román. -Soy su hijo... Ésta es mi hermana -explicó conafabilidad el muchacho-. Aquí usaba el nombrede mamá porque ya ve usted..., teniendo queponerse a servir..., un apellido tan famoso comoel de Andueta... No diga usted nada a nadie,que yo también vengo con ánimo de trabajar, yme da fatiga. Seremos Mestre hasta que Dios... -Pero mi general..., su padre de usted... -tartamudeó Román, que temblaba con todo sucuerpo y hasta con su alma.

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-Ha subido al cielo... -pronunció el mozo consolemnidad-. Escribió esta carta muy poco an-tes de morir, para recomendarme a usted...,porque decía que era usted su mejor amigo, suotro hijo, y que era usted muy bueno..., ¡muybueno! En usted confiamos, pues... -Y de esta vez, ¿se dio Román por avisado? -preguntamos al padre Baltar. -Tan avisado..., que aquella misma noche semudó a otra posada, y al año se casó con Ma-ría... ¡Un matrimonio ejemplar! -¡El granito de trigo! -exclamamos satisfechos. "Blanco y Negro", núm. 298, 1897.

Sequía

El ilustre sabio Marín Pujol vivía persuadidode que su existencia era sumamente útil a laHumanidad. Esta persuasión siempre es grata,siempre contribuye a que nos reclinemos satis-fechos en la almohada, y a que la comida siente

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bien. Marín Pujol, en nombre de la ciencia, sereconocía digno de los encomios de sus admi-radores y de las distinciones del Gobierno. Esta ciencia de Marín Pujol no hay que decirque era la legítima, la auténtica, la que sóloadmite por base del conocimiento el hecho y eldato experimental. Fuera de los hechos y losdatos, todo vana palabrería, afirmaciones gra-tuitas, castillos en el aire y quimeras forjadaspara engañar a la pobre gente incauta y crédu-la. De la teología, ni aun se tomaba el trabajo dehablar Marín Pujol; y profesaba tirria mayor ala metafísica, que calificaba de paparrucha in-signe. Como Marín Pujol era frío y flemático,no se indignaba abiertamente con los que incu-rrían en la debilidad de filosofar y de inquirir sien el mundo hay algo más que aparentes evo-luciones de una quisicosa llamada fuerza altravés de la materia; pero inspirábanle los ilu-sos tranquilo desprecio y los consideraba cere-bros endebles y sin jugo, algo que, intelectual-mente, es análogo al niño o a la mujer. Ciertas

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declamaciones de ciertos individuos contra elmaterialismo y el positivismo, declamacionesque MarínPujol graduaba, probablemente no sin razón,de alharacas hipócritas, habían afianzado eldesdén en su espíritu y remachado en sus la-bios la negación helada y serena. Acostumbraba el sabio salir al campo los do-mingos para disfrutar del buen olor de las ca-rrascas y tomillares, y hacer su poquillo de geo-logía. Unas veces iba enteramente solo; otras,acompañado de tres amigos de su mismohumor y aficiones. No les brindaba grandesatractivos la escueta Naturaleza castellana, y,realmente, estas excursiones eran un medio decontrarrestar la pésima influencia de una se-mana entera pasada en el gabinete, en el labora-torio o en la clínica, leyendo, estudiando y ca-lentándose los cascos. En aquellos días de asue-to les entraban a los sabios arrechuchos de gozoy de pueril travesura, ocasionados por el sol, elaire libre y puro, los incidentes del corto viaje,

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el hambre canina que se despertaba en sus fati-gados estómagos y el placer de una refacciónsazonada por la mejor de las salsas, la muy cé-lebre de San Bernardo. Y era para ellos fiestaverdadera, aunque ninguno oyese misa, la ex-cursioncilla barata, reanimadora y casi inútil,dígase la verdad,para el adelanto de la ciencia. Un domingo de marzo, radiante y tibio comosi fuese de mayo, salieron por el primer trenMarín Pujol y los tres acostumbrados excursio-nistas, a saber: Sánchez Abrojo, el médico; Dau-ra, el químico, y Méndez Arcos, el antropólogo.En virtud de especiales razones iban aquel do-mingo los sabios de mejor talante que nunca. AMarín Pujol acababan de traducirle al sueco suobra predilecta, y tenía en su poder y llevaba enel bolsillo, para enseñarlo y lucirlo, el primerejemplar. Sánchez Abrojo había realizado unaoperación difícilísima, algo, dicho profanamen-te, semejante a calar una cabeza humana lomismo que quien cala un melón de Añover, y le

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rebosaba justa satisfacción por todos los porosdel cuerpo. Daura creía poseer ya la fórmuladefinitiva para clarificar el vino, y esperaba deella gran rendimiento pecuniario; y MéndezArcos sabía de buena tinta que sus investiga-ciones y escritos sobre los establecimientos pe-nales iban a ser causa de que se construyeseuna cárcelprimorosa, lo que se llama una cárcel de recreo,con baños, gabinete de lectura y hasta sala dejuegos no prohibidos. Sentían, pues, los cuatroexpedicionarios profundamente toda la hermo-sura y benignidad del tiempo, y la idea del al-muerzo a la sombra de alguna peña o debajo deuna encina, sobre la alfombra de tomillo y can-tueso, les dilataba el espíritu. Bajáronse en una estación extraviada, un soli-tario apartadero, y emprendieron la caminatacomentando festivamente todo lo que veían enel paisaje, que era bien árido y raso como unatabla. Ya distaban pocos kilómetros de un pue-blecillo, y hasta divisaban el campanario des-

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puntando en el horizonte, pero no queríanacercarse, prefiriendo un cigarro al arrimo decualquier matorral y descubrir un arroyo, queno faltaría. De repente, a Daura, que siempre sehabía preocupado de las cuestiones prácticas,se le ocurrió una pregunta: "¿Quién había traí-do el almuerzo?" Porque en la última expedi-ción se convino que para la próxima le corres-pondía a Marín Pujol el suministro de víveres...Y Marín Pujol, dando un grito de terror muycómico, exclamó que estaban perdidos: descui-do de avisar al ama de llaves, mala cabeza... Siesperaban comer de lo que él trajese, ya podíanhacerse sobre la barriga una cruz. Al pronto, lossabios lo echaron a broma. Así experimentaríanel ayuno al traspasode los primeros cristianos, y se cerciorarían desi Succi era o no era un trapalón. Pero a la me-dia hora comenzaron a dar punzadas los estó-magos y se acordó llegarse en busca de susten-to al lugar.

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No pasaría éste de unas diez o doce casas,agrupadas alrededor de la escueta y empinadatorre de la iglesia. Bajo el sol ya abrasador,aunque primaveral, el lugar parecía dormido;ni se veía un alma ni se oía una voz; sin dudalos moradores estaban labrando las tierras; y nirastro de mesón, o venta, o cosa que lo valiese.Los sabios empezaban a ponerse asaz carilar-gos, cuando por la puerta de una corraliza, quecerraba un muro de adobes, vieron asomar me-dio cuerpo de una mujer muy arrugada y vieja,pero de semblante bondadoso y expresivo, quelos miraba con marcado interés. Animado poreste precedente, Daura, que ya se caía de nece-sidad, se resolvió a entrar en la corraliza y decirllanamente a la anciana que él y sus compañe-ros tenían hambre y que agradecerían de todasveras una cazuela de migas o unas sopas de ajo.Y la vieja, guiñando por la fuerza del sol susojos, del color de los búhos, respondió enfáticay solemnemente: -Adelante; se las daré por amor de Dios.

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Miráronse los cuatro sabios: no les había suce-dido jamás que por amor de Dios les diesencosa alguna; verdad que tampoco ellos habíandado un comino por amor de Dios a nadie. Pa-saron y se sentaron en el mismo corral, en unbanco puesto debajo de una parra sin hojas,pero que entoldaban trozos de pleita raída ysucia. La vieja se metió en la casa, y pronto unolorcillo consolador y refocilante se esparciópor la atmósfera, anunciando que en la sarténse doraban las migas. Sin desatender su fritada,la vieja iba y venía, tendiendo un rústico man-tel, presentando toscos vasos de vidrio, trayen-do agua, vino y un duro y fementido queso quepareció excelente a nuestros desfallecidos sa-bios. Lo que les llamaba la atención era que duranteestos preparativos, y lo mismo después, cuandosirvió las migas, que estaban diciendo "co-medme"..., la vieja contemplaba a sus improvi-sados huéspedes con amor y entusiasmo, nidisimulado ni reprimido, y parecía caérsele la

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baba a hilo por la desdentada boca; siendo tanclaras y evidentes las señales de gozo, reveren-cia y satisfacción de aquella infeliz, que en unmomento en que ella no estaba presente, MarínPujol tomó la palabra y dijo a sus socios: -No puede ser, queridos amigos, sino que estabuena mujer nos ha conocido y sabe perfecta-mente quiénes somos, dándose cuenta, allá a sumanera aldeana y sencilla, de lo que hemoshecho en honor de nuestro siglo y de nuestrossemejantes. No estará en pormenores; ignorará,por ejemplo, que mi gran obra sobre La trans-misión de la energía acaba de ver la luz en Es-tocolmo (aquí tengo el ejemplar); no se habráenterado del reciente triunfo de Sánchez, ni delas útiles investigaciones de Daura, ni de lostrabajos valiosos de Méndez...; pero a su modoy por instinto nos adivina, y nos rinde homena-je lo mejor que puede y sabe. Yo creo que laofenderemos gravemente si le ofrecemos pagarsu obsequio en metálico, y que únicamente una

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atencioncilla delicada, por ejemplo, el envío deotro ejemplar de mi traducción... Aquí Daura, el más escéptico, soltó carcajadaformidable, y como la vieja reapareciese tra-yendo un plato de avellanas, se encaró con ella,y en campechano tono, le preguntó: -Madre, ¿sabe usted quiénes somos? ¿Nosrecibe bien porque nos conoce? -Sí, señor -contestó ella, con una sonrisa entrepicaresca y dulce, que dilató sus innumerablesarrugas-. Sé quién son ustés, y Dios los bendiga-añadió, haciendo ademán de coger, para besar-la, la mano de Daura, que la retiró, poniéndosecolorado-. Lo explicaré mal... -prosiguió la vie-ja-; pero ya me entenderán ustés. Ustés son..., amodo así..., de predicaores, amos, y vienen aestos pueblos a decirnos algo de Dios, y de laotra vía, y de la gloria, y de lo que hay que su-dar pa ser buenos. ¡Y poco falta que nos hacíanustés! Porque estamos, como el que dice, con elojo cerrao, y el alma adormecía, hechos unoslilailas. ¡Secos estamos como los terrones allá

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por la canícula! El cura de este pueblo, la verdá,nunca nos preíca ni nos dice esta boca es mía;despacha su misa en un soplo..., y callao comoun mulo siempre. Aquí no hay conventos, nifrailes, ni amparo pa el que quiere tratar la sal-vación. Por eso, cuando los vi a ustés con esacara mortificá, y esa ropa negra, yesos libros en la faltriquera..., un brinco me diola sangre, y dije entre mí: "Alégrate, Niceta, queahí viene el remedio para la sequía... Misione-ros tenemos, y ojalá que caigan en tu casa... "¡Yvean ustés; antes de oírles, solo con verles... yase me abrieron las fuentes del corazón, y aquíme tienen ustés llorando como una boba!... ¡ElSeñor los bendiga! Los sabios tuvieron el buen gusto de no echar-se a reír. Daura intentó sacar a la vieja de suengaño, pero no fue creído, y optó por decla-rarse misionero y ofrecer un sermón en plazobreve. A pesar de la improvisada comida y deldía espléndido, regresaron cabizbajos y pensa-tivos al tren de la tarde, y Marín Pujol, tocando

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a Daura en el codo, señaló la tierra resquebra-jada, polvorosa, morena y dura que no revelabael estremecimiento de la germinación, y dijoreflexivamente: -Pues mire usted: también yo pienso a vecesque padecemos una sequía muy larga. "El Imparcial", 28 enero 1895.

Desde afuera

A la pregunta de Lucio Sagris si habíamossentido alguna vez el estremecimiento de losobrenatural, aquel soplo que en la alta nochehacía erizarse los cabellos de Job, casi todosnosotros respondimos (a fuer de burguesesprosaicos que somos) un "no" risueño. Dos otres, sin embargo, exclamaron sin titubear que"sí"; y a los restantes, los puso la afirmaciónmeditabundos. -La impresión de lo sobrenatural -dijo Sagris,enderezándose en la mecedora-, a lo menos

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para mí, reviste formas variadísimas. No essólo a la cabecera del moribundo, ni al reflejode los cirios que alumbrarán al muerto, ni en lagruta de Lourdes, ni en alta mar, cuando loinefable nos roza con sus alas. A veces basta elchoque de una mirada, la luz de unos ojos, elmovimiento de unos labios al articular palabrassolemnes... Interrumpieron a Sagris las chungas del audi-torio, que creyó ver en aquellas frases una alu-sión al amor y a su peculiar afecto magnético.Al cesar el fuego graneado, Sagris hizo un mo-hín desdeñoso y un ademán que significaba"atiendan". -Manía muy común -pronunció así que calla-mos- la de explicarlo todo por la recíprocaatracción sexual. Hay en el mundo otras fuer-zas y otras corrientes. Lo más notable de lasrevelaciones hipnóticas es que han demostradohasta la evidencia que una persona enteramen-te desconocida y extraña puede, sin preliminar

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alguno, modificar profundamente nuestra sen-sibilidad nerviosa... -Si es una mujer bonita, vaya si puede -advirtió Tresmes el incorregible. -¡Bah! -murmuró flemáticamente Sagris-. Elitaliano Caminetto, con sólo fijar en usted laspupilas, le haría caer en sopor muy profundo...No me armen ustedes disputa sobre el hipno-tismo; sacaríamos lo que el negro del sermón.El hipnotismo, hoy por hoy, tiene parte de char-latanismo y parte de ciencia, y no vamos aquí adeslindarlas. Que fotografíen efluvios y cuer-pos astrales; yo no necesito esas pruebas mate-riales de la vida del espíritu. El mío, a guisa debalanza sensible, nota el peso más leve; cual-quier influencia espiritual lo inclina. ¿Quierenque les confiese hasta qué extremo me dominóla fuerza de una voluntad? Confesión es, por-que mucho hubo de pecado en mí, y siempredura el remordimiento. La cosa ocurrió siendo yo juez en Pontenova,una villita encantadora, como todas las que

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bañan las aguas del Miño, sea en la margenespañola o en la portuguesa. Debe Pontenovasu nombre a un magnífico puente de la épocade Carlos III, por el cual suelen pasar el río yrefugiarse en Portugal los criminales a quienespersigue la Justicia. Así es que en Pontenova sereconcentra muchas veces la Guardia Civil y losdesconocidos de mala traza infunden recelos.El puente se encontrará como a un cuarto delegua de la villa. Estos detalles son necesariospara que ustedes comprendan lo que sigue: Una tarde, al volver de dar mi acostumbradopaseo, vi a la orilla de la carretera el cuerpo deun hombre, que más que vivo parecía cadáver.Acerquéme y noté que respiraba, y al mismotiempo, al último rayo rojizo del sol, advertí lasiniestra catadura del que yacía recostado en unmontón de guijo. Los andrajos de la ropa, ladescalcez de los pies destrozados y envueltosen trapos, la lividez del rostro, lo hirsuto de labarba, el anhelo de la respiración decían a lasclaras lo que era aquel hombre y por qué se

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encontraba en el camino de Pontenova. Mi ins-tinto de magistrado se despertó, y pensé: "Unmalhechor... Buena caza para mi amigo el te-niente Pimentel". Cuando me acudía tal idea, el hombre abriólos ojos, y vi cruzar por ellos un terror humilde,un miedo de liebre, una súplica elocuentísima."Ahora eres cristiano y no juez", me gritó de-ntro una voz piadosa. Y tendiendo la mano alcaído, le ofrecía asilo y socorro. -No tengo más que hambre y cansancio... Hacecincuenta horas que no he probado alimento... Al oír las palabras, y el acento lastimero quelas profería, miré alrededor. La campiña y elcamino estaban enteramente solitarios, y a micasa, situada en las afueras de la población,podríamos llegar sin encontrar a nadie. Levantécomo supe al desvalido; le hice apoyarse en mibrazo y, medio arrastra, le llevé hacia las tapiasde mi jardín, al cual entraba yo por una puerte-cilla que daba a un soto. No tropezamos conalma viviente. Introduje a mi protegido en un

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cuarto bajo donde se guardaban trastos de de-secho y, señalándole un sofá, le indiqué quedescansase, mientras le traía de comer. A los diez minutos volví con pan, una botellade jerez, bizcochos, jamón frío, fruta, queso, yme hice el distraído para permitirle devoraransiosamente, a dentelladas, apurando copatras copa. Y fue una cosa fulminante: acabar lapostrera migaja, escurrir la postrera gota y caeren el viejo sofá, harto, feliz, dormido como unapiedra. Entonces me retiré y subí a mis habitacionescon ánimo de dejarle pasar la noche allí y des-pertarle a la madrugada, a fin de que cruzase elpuente y se salvase. Ni aun se me ocurría re-flexionar acerca de lo extraño de la situación,cuando vino a recordarme mis funciones y misdeberes el recado de que una mujer solicitabahablar con el señor juez en aquel mismo instan-te. Mandé que entrase, y la claridad de mi lám-para alumbró una figura imponente.

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Era, a juzgar por el traje, una aldeana de Casti-lla. Vestía de luto, y su estatura, ya muy eleva-da, la aumentaban las negras haldas y el ceñidojustillo de estameña. Venía cubierta de polvo;apoyábase en un largo palo, y sus greñas grisesse revolvían sobre una frente atezada, som-breando dos ojos de brasa, cuyo mirar me sub-yugó, como subyuga el de algunos retratos an-tiguos. Flaquísima, enhiesta, grave, la mujer sequedó en pie al otro lado de mi mesa-escritorio;y a mis preguntas, contestó en el lenguaje claroy castizo de su tierra: -Soy viuda. Desde Burgos vengo siguiendo alasesino de mi marido, para que no consiga me-terse en Portugal. Al principio me llevaba bas-tante delantera, pero hace días le voy a los al-cances, sin dejarle entrar en poblado ni descan-sar en sitio ninguno. He pensado: "En no con-sintiéndole que duerma ni que coma, él acabarápor entregarse". Y van dos días, por mi cuenta,que ni ha podido comer ni dormir.

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Aquí la mujer calló y me clavó su mirada íg-nea, como se clava un puñal. Al recibirla, sentíese estremecimiento de que antes tratábamos,un escalofrío que no tiene nada que ver con elde la enfermedad ni con el que causa la bajatemperatura, un escalofrío "no físico", sino máshondo. "Lo sabe -pensé-. Sabe de cierto que su enemi-go está aquí, oculto, amparado por el juez..." Y mientras yo guardaba un silencio cargadode electricidad, la mujer añadió secamente, sintratar de moverme a compasión, sino más biena estilo del que acusa: -A mi marido le mató "ése" aguardándole denoche en el robledal... Cinco cuchilladas le dio:una en el corazón, dos en el cuello, las otras dosen el vientre... Allí quedó para que lo comiesenlos cuervos. Y yo aguarda, aguarda, hasta queviendo que no volvía, salí a buscarle y le topéasí, con un charco de sangre negra debajo... Almomento dije a la Justicia: Fulano ha sido...Cuando quisieron echarle mano..., ya estaba él

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huyendo; pero yo detrás, como su sombra. Micasa ha quedado abandonada; ni cerré la puertaal irme. Mi equipaje, este palo; mi vida, andaque te andarás. Nadie me dio seña ninguna;pero acerté con el rastro yo sola. En mi pueblosoy una persona acomodada, he venido pi-diendo caridad. "Él" pudo esperarme en despo-blado y acogotarme también; sólo que ya sabíayo que no se atrevería... ¡Porque a mí me acom-paña Dios!... Al pronunciar este santo nombre, con expre-sión tan trágica y solemne que creí escucharlopor primera vez, la vengadora alzó un dedodescarnado y se quedó muda, hincándome enel alma su terrible mirar. Fue un combate queduró más de un minuto entre sus ojos y los mí-os, hasta que acabé por querer desviarlos y nolo logré. Comprendí que se apoderaba de mí, por latensión increíble de su espíritu, por la energíade su deseo. El criminal también había influidoen mí un instante; sólo que satisfecha la materia

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con la comida, la bebida y el sueño, el anhelode salvarse que al pronto demostró, quedó ex-tinguido. En cambio, la mujer que me presen-taba despreciando las necesidades físicas, enpie, después de correr leguas y leguas, conver-tida en bronce, pero bronce caldeado por lallama de la voluntad. Ríanse ustedes si quieren... Aquella mujer feay vieja "pasó a mí", se me incorporó y me fasci-nó hasta tal punto, que, como en sueños, auto-máticamente, me levanté del sillón, tomé lalámpara, eché a andar, y bajando la escaleraseguido de la negra figura, abrí la puerta delcuartucho y señalé al sofá donde el asesino re-posaba... Sagris, al llegar aquí, respiró fuerte, oprimidopor la angustia. -Y cuando le ahorcaron ¿sufrió usted? -No sufrí más, ni siquiera tanto, como al otrodía de entregarle... La vida de aquel malvado,en suma, no me importaba gran cosa. Lo queme alborotó la conciencia fue el hacerme cargo

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de que "desde afuera" pueden impulsarme así,obligarme a un acto tan decisivo... Por efecto deesta página de mi historia, temo más a una vo-luntad entera que a un cartucho de dinamita. "El Imparcial", 28 enero 1895.

El pecado de Yemsid

Refieren los viejos códices persas y cuentan lastradiciones conservadas en la India entre losemigrados "parsis", que guardan la religiónreformada por Zoroastro, que no hubo en losámbitos de la tierra rey más celebrado queYemsid (ni el mismo Suleimán, a quien loshebreos llaman "Salomón"). Todo cuanto buenoy grato existe en el mundo, a Yemsid lo debie-ron sus súbditos, y gracias él, una comarca an-tes pobre y de groseras y selváticas costumbres,se transformó en emporio de civilización y enparaíso terrenal.

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Viendo que su pueblo combatía con hondas,garrotes y hachas de sílex, inventó Yemsid lascorvas cimitarras, las tajantes espadas, las cora-zas y cotas de fino temple y los puntiagudoscascos que ostentan los guerreros en las minia-turas del Schah-Nameh del poeta Firdusi; y lospersas, antes indefensos y vencidos, fuerontemidos de sus enemigos y dilataron los confi-nes de su nación hasta más allá de la Bactrianay del Eúfrates. Viendo que andaban mediodesnudos o vestidos de tosca lana, enseñóles arecoger, hilar y teñir las delicadas fibras del linoy hacer flexibles telas de lindos colores. Notan-do que moraban en chozas cónicas o en cuevasabiertas en la caliza, les mostró cómo se edifi-can amplias casas sustentadas en postes de ce-dro o en pilastras de jaspe, y cómo se trae alpatio, rodeado de flores y arbustos, el surtidorde agua que recae en los tazones sembrando elaire de aljófares. Y el esmerado cultivo de latierra y el sistema de la jardinería, y el trazadode las

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vías que unieron a la joven Persépolis con laantigua Babilonia, y el establecimiento de losbazares y ferias que dieron salida a los produc-tos del suelo persa y riqueza a sus habitantes.Todo fue venturosa iniciativa del gran Yemsid. No contento con haberles ofrecido victorias yoro, quiso proporcionarles gustos refinados ydelicias incomparables, y esparció por su reinolas enseñanzas del canto, de la música, de lapoesía y de las artes, así como los secretos de lapreparación de los aromas y esencias, ámbar,algalia e incienso, y de las bebidas y licores ex-quisitos que arrebatan los sentidos y acrecien-tan la intensidad de la vida, duplicando lasfacultades para el goce. Y como si desease cifrar y compendiar en unasola fruición delicadísima y sublime el conjuntode cuantos bienes y deleites había proporcio-nado a sus vasallos, Yemsid creó para ellos "lamujer", esa "mujer" de finísimo tipo que repro-ducen las pinturas persas, la de rostro pálidocomo la luna, cejas de irreprochable arco, in-

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mensos ojos de gacela, cabellera oscura como eljacinto, talle redondo y fino como el ciprés. La creó del modo que se crea a la mujer, a ladama: por el adorno, por la elegancia, por lamolicie, por el retiro y el descanso, a fin de queel pie, desnudo en la bordada babucha, seanuna concha de nácar, y la mano, un pétalo derosa del Gulistán. La creó enseñando a los pecadores del golfo ya los que recorren las costas más allá del estre-cho de Ormuz, a arrancar del seno de las aguaslos corales encendidos y las redondas y lucien-tes perlas que en sartas rodean el cuello de lasfavoritas. La creó trayendo de Arabia muelles, alfom-bras y cojines, donde se reclinase en lánguidapostura, y ordenando a los poetas que la canta-sen en sus estancias, y los músicos que afinasenlas guzlas para que a su son se armasen danzasen los terrados, cuando la noche descorre sumanto de estrellas.

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Y con la aparición radiante de la mujer, lospersas creyeron que descendían al mundo delos genios de la luz o las celestes Peris, que re-velan la belleza de la existencia inmortal. Entre tanto, el monarca bienhechor vivía re-cluido en los jardines de su palacio, en un recin-to cerrado y misterioso, donde no penetrabanadie. Era, en el fondo de agreste bosquecillo,una pobre cabaña igual a la de los leñadores ycarboneros, con techo de paja y piso terrizo.Allí, desnudo bajo el ardiente sol, ceñidos losriñones con una cuerda de cáñamo, comiendodesabridas raíces que él mismo recogía, be-biendo el agua de un pantano, llevaba el pode-roso Yemsid la austera existencia del penitente. Cuando se presentaba en público, le escolta-ban mil soldados ninivitas, con corazas de pla-ta, y le precedían doce elefantes blancos, concaparazones de púrpura. Pero en el retiro de sucabaña, después de haber saturado de dichas yplaceres a sus súbditos, Yemsid se sometía vo-luntariamente a crueles maceraciones, y ni aún

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sabía el color de las pupilas de las innumera-bles esclavas hermosísimas que velaban todaslas noches, encendida la perfumada lámpara,ungida de nardo y almizcle, en las cámarasinteriores de palacio, esperando a su dueño. Y como llevase ya muchos años de tan extrañavida, una tarde, a la hora en que el sol se oculta,apareciósele el Mal Principio, Arimán en per-sona, y le interrogó: -¿Por qué te sujetas a tantas privaciones, Yem-sid, mientras colmas de deleite y alegría a tusvasallos? -Ahora lo sabrás, Maldito... -contestó desde-ñosamente el rey-. Lo sabrás para gloria mía yafrenta tuya. Es que he querido dejar a los de-más hombres las satisfacciones pasajeras y te-rrenales, y reservarme la dicha de ser el únicode mi imperio que vive espiritualmente. Paraellos, el efímero recreo de los sentidos y de laimaginación, los perfumes, los acordes de lamúsica, los suspiros de la poesía, las caricias dela mujer; para mí, la armonía de los planetas al

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girar en sus órbitas, los conciertos interiores delas siete virtudes, las emanaciones de la divini-dad de Ormuz y las invisibles sonrisas de lasinteligencias celestiales. Por eso, Maldito, tienesque prosternarte en mi presencia. ¡Yo te subyu-go, mediante la fuerza de mi santidad! Aparentando confusión y terror, Arimán seprosternó, en efecto. Pero entre espasmos dealegría infernal, pensó para sí: "¡Eres mío! ¡Eres mío!" De allí a algún tiempo empezó a esparcirsepor Persia la noticia de que el poderoso Yem-sid, el bienhechor, el civilizador, no era un mor-tal, sino una encarnación de la divinidad enforma humana, y muchos aduladores fabrica-ron idolillos que tenían la figura del rey, y losadoraron y les ofrecieron sacrificio. Era Arimánel que difundía esta voz. Pero cuando Yemsidlo supo, estremeciéndose de gozo, sin advertirque, envuelto en sus negras alas, el Mal Princi-pio repetía no menos regocijado: -¡Eres mío! ¡Mío el gran monarca de Persia!

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Ciego de orgullo, resolvió Yemsid presentarseen el templo revestido con el traje del Fuego,bordadas las llamas de pedrería sobre su túnicay ceñida la frente con la mitra solar. Y comomuchos que le acataban rey se resistían a reco-nocerle dios, los condenó a morir entre espan-tosos suplicios. Enajenáronle estas crueldadesla voluntad de su pueblo, y cuando el príncipede Arabia, Doac, al frente de su belicosas hues-tes, sitió a Persépolis, los habitantes le abrieronlas puertas. Huyó Yemsid, ocultándose en las cuevas y enlas ruinas, mas al fin le descubrieron y le lleva-ron maniatado a la presencia del vencedor. -Serradle al medio el cuerpo -ordenó éste-, yperezcan así los que son dobles en su alma ycon las prácticas de los santos encubren la so-berbia de los demonios. "El Imparcial", 8 noviembre 1897.

"Omnia Vincit"

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Esteban llevaba, no con buen ánimo, sino conregocijo, el peso de sus votos. Era de los queingresan en el seminario por pura vocación yde éstos no hay muchos, pues si hogaño el cleroen general tiene quizá mejores costumbres queantaño, no cabe duda que el gran impulso reli-gioso va extinguiéndose y escaseando las voca-ciones decididas y entusiastas. La de Esteban debe contarse entre las másresueltas. Así que se vio investido del privilegiode sostener entre sus manos el cuerpo de Cris-to, que por la fuerza de las palabras de la Con-sagración descendía desde las alturas del cielo,Esteban quiso ser digno de tal honor, y entre-gándose a la mortificación y a la piedad, gozóla fruición del sacrificio, el deleite de renunciara todo con abnegación suprema y pisotear bie-nes, mundanas alegrías, efímeras felicidades,mentiras de la carne y de la imaginación, poruna verdad, pero tan grande, que sólo puedellenar nuestro vacío.

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Al ordenarse no había pensado Esteban ni unmomento en pingües curatos, en prebendasdescansadas, en capellanías aparatosas. La mi-tra no brillaba en sus sueños, ni vio refulgirsobre su dedo, cual mística violeta, la amatistapastoral. Lo que ansiaba era, por el contrario, una fun-ción útil y oscura. Sus propósitos consistían enfundar, con sus bienes y con lo que juntase im-plorando aquí y allí (en la humillación estaría elmérito precisamente) alguna institución de be-neficencia: un hospital, un asilo, un sanatorio,un refugio para el dolor. Esteban que era va-liente y, sin querer, cifraba su orgullo en culti-var esta virtud varonil, tenía determinado quelos infelices recogidos en su instituto fuesenenfermos de mal horrible, repugnante y conta-gioso, como lepra y cáncer. Y al consultarse ymedir sus fuerzas, sólo recelaba que le hiciesentraición cuando más las necesitase; que al lla-mar por el heroísmo, el heroísmo desapareciesecomo manantial sorbido por la arena.

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Para ensayar y probar sus bríos, Esteban bus-caba ocasiones de instalarse a la cabecera de losque padecían enfermedades repulsivas, y losasistía con ternura y celo incansables, cercio-rándose de que la voluntad se impone a lossentidos, y las leyendas donde se refiere que lasúlceras pueden convertirse en rosas y despedirfragancia celestial, no son más que bello símbo-lo de la misteriosa transformación que la cari-dad realiza extrayendo aromas de la fetidez,como extrae perlas de lágrimas... Una tarde avisaron a Esteban de que un en-fermo grave -un mendigo- reclamaba su asis-tencia espiritual. Vivía el enfermo en calle asazextraviada. Esteban le encontró ya en trance tanangustioso y con tales bascas y agonías, que viocercano su fin. En efecto, a la una de la madrugada, el mori-bundo, volviéndose hacia la pared, exhalaba elúltimo aliento. Cerrado que hubo los ojos alcadáver, Esteban salió para descansar algo yregresar, así que amaneciese, con mortaja, ve-

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las, dinero para la caja: lo indispensable quefaltaba allí, por ser la miseria mucha. La una de la madrugada es hora intempestivapara un sacerdote, y Esteban, al encontrarse enla calle silenciosa, experimentó una impresióndesagradable, una crispación de nervios. Ungato negro, famélico, que sin duda merodeababuscando piltrafas y mendrugos entre los mon-tones de basura, pasó rozándole los manteos, yEsteban se estremeció al entrever la silueta em-brujada del animal. Casi al mismo tiempo, al revolver de la esqui-na, destacóse un bulto de la penumbra de unapuerta entreabierta sobre un portal angosto ysombrío. Era una mujer que vestía el uniformedel vicio callejero: el pañolito de seda echado ala frente, medio encubriendo los caracoles delos ricillos, y el pañolón de lana color café, es-trechamente ceñido al cuerpo y subido a la al-tura de la boca con flexión característica de lamano. Innoble tufarada de polvos de arroz ba-ratos y esencias de violento almizcle se exhala-

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ban de aquella criatura, y a la luz amarilla delfarol relucía el colorete de sus labios, el alba-yalde de sus mejillas, y sus ojos, torpementeagrandados con tiznones. Rápida y procaz, la moza se acercó al sacerdo-te y le cogió de la manga, articulando descara-do requiebro. Sintió Esteban la misma impre-sión que si le tocase un reptil. Echóse atrás, ycon ojos que abofeteaban, lanzó a la mujer unamirada llena de inmenso desprecio, de ascoinvencible, mientras sus labios, en voz que es-cupía, pronunciaba una frase durísima, con-tundente. La mujer soltó la manga y elsacerdote siguió su camino. Apenas hubo andado cien pasos, notó extrañodesasosiego, pero en el corazón, algo que pu-diera llamarse remordimiento de conciencia.Advertía un descontento de sí propio, tan gravey profundo que le ahogaba. La imagen de lamujer se le aparecía nuevamente; pero en vezde sonreír provocando, tenía los ojos preñadosde lágrimas y el rostro enrojecido de vergüen-

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za. La representación de la pecadora fue tanviva, que Esteban creyó sentir su aliento y sugemido muy cerca del rostro. Se detuvo, vaciló,se pasó la mano por la frente, y al fin, volvien-do atrás, desanduvo lo andado, y en la esquina,delante del portal lóbrego y miserable, vio a lade pañolón en la misma actitud de acecho. Sí; allí estaba; pero en vez de llamar a Estebancomo antes, al divisarle se hizo a un lado, que-riendo esconderse. El sacerdote se acercó. Lamujer retrocedía más y más, incrustándose enlas tinieblas del sospechoso y mal oliente por-tal, y alzando el mantón para encubrir el rostro. Cuando se convenció de que Esteban seaproximaba adrede, la mujer, ronca, enérgica-mente, exclamó: -¡Con cualquiera y no con usted! Titubeó Esteban dos segundos. Al fin, ven-ciendo un nuevo impulso de horror, dijo balbu-ciente y cruzando las manos: -Se equivoca usted, hermana... Si he dado lavuelta, es porque la traté a usted muy mal..., y

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le quiero pedir perdón. He insultado a ustedantes; me arrepiento... Perdóneme; se lo supli-co. Ella le miró recelosa y atónita, y él, entre tanto,la examinaba a su vez. Representaba la sin ven-tura de treinta a treinta y cinco años: escuáliday marchita bajo los afeites que la embadurna-ban, su boca enjuta, sus ojos febriles, su hálitofatigoso, delataban la mala salud, tal vez elhambre. En su cara revelábase tedio y cansan-cio; en su actitud, la humildad insolente de serquien todos tienen fuero para pisotear. Una olade lástima se derramó por el alma de Esteban.Lleno de unción, tomó sin falsos pudores ladiestra calenturienta de la mujer, y murmuran-do amorosamente: -Hermana, si me perdona, hágame un favor.Véngase a mi casa. No esté usted ni un minutomás en esta calle, ni vuelva a subir "ahí". Dudosa aún sobre las verdaderas intencionesde Esteban, fluctuando entre el asombro y ladesconfianza, la mujer aceptó, vencida por la

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benignidad con que se expresaba aquel sacer-dote joven, de rígidas líneas, de macilenta faz.Hay en la cortesía de los modales y en la calmade la voz algo que se impone a la gente plebeyay tosca. La meretriz echó a andar, y fue unasingular pareja la que hacían por las desiertascalles el ministro de Dios y la vulgar cortesana,silenciosos, midiendo el paso, sordos a los co-mentarios de algún maldiciente; porque ni lacaridad entiende de escrúpulos, ni de recato lainfamia. A la puerta de su vivienda, Esteban se detuvo,y sacando un llavín, se lo entregó a la mujer. -Entre usted -le dijo-, hay fuego, luz, cena ycama; todo preparado para cuando yo llegase.Caliéntese usted, coma, acuéstese, duerma...pero antes de acostarse rece, si es que sabe, unavemaría. Mañana nos veremos. Hasta mañana. -Sé rezar, no se crea usted -contestó la mujer; ehizo muestra de arrodillarse, si Esteban lo con-sintiese.

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No preguntó más. Había comprendido por fin.¿Comprendido? No, adivinado; que la mujerdel pueblo no necesita reflexionar; se asimilainstantáneamente las acciones generosas y losgrandes movimientos del corazón. Subió sintemor; devoró la frugal cena; se agazapó en laestrecha camita de hierro..., y al ver a la cabece-ra una escultura de la Virgen, ante la cual par-padeaba un lamparín de aceite, rezó con fe ab-soluta: así rezan los creyentes pecadores. Esteban pasó la noche en la calle. Fue una no-che venturosa; la noche de bodas de su espíritu.Embriaguez divina, inefable exaltación le im-pedían sentir ni el frío, ni el sueño, ni el desfa-llecimiento del estómago. Como el caballeroandante que vela sus armas antes de salir abuscar gloriosas aventuras; como el enamoradoque ronda los balcones de su amada, no notabasiquiera que tenía cuerpo, y que ese cuerpo debarro reclamaba lo suyo. Allá arriba, en la pro-pia casa de Esteban, estaba el ideal, el objeto desu vida, la razón de su ser. Lo había visto a la

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breve luz de relámpago que deslumbró a SanPablo, de la estrella que guió a los reyes deOriente. Era el llamamiento, la voz, la señal dearriba, la iluminación, la revelación. ¿Qué vale asistir a los enfermos y llagados delcuerpo? El vicio hiede más que la lepra y tienemás raíces que el pólipo; y luchar con el vicioque repugna, con el vicio que provoca en elalma la náusea del asco y el hervor amargo delmenosprecio, eso es meritorio, eso es lo que nohará el enfermero laico, tal vez impío, y sólopuede hacer el Nazareno, de quien es figura yministro el sacerdote... Esteban fundó un asilo de penitencia y reden-ción. Hoy ha caído el asilo en manos frías ymercenarias; pero mientras vivió el fundador ypudo incendiarlo con su caridad, el asilo obrómaravillas. Creed que ningún destello de amorse pierde; creed que no hay mármol que noablande el amor. "El Imparcial", 5 febrero 1894.

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La penitencia de Dora

Aunque Alejandría fuese entonces una ciudadde corrupción y molicie, pagana aún, y paganacon terca furia, contenía matrimonios cristianosunidos por el amor más acendrado y tierno.Dora era del número de esposas fieles que, ce-rrando su cancilla al anochecer, pasaba la vela-da con su marido hasta que un mozo perverso,menino del emperador, todo perfumado deesencias, de rizada barba, después de rondarlamucho tiempo y enviarle mensajes y presentespor medio de cierta vieja hechicera zurcidorade voluntades, logró sorprenderla en una deesas horas en que la virtud desfallece, y ayuda-do de mal espíritu, triunfó de la constancia deDora. Vino el arrepentimiento pisando los talones aldelito, y Dora, avergonzada, resolvió dejar sucasa, su hogar, su compañero, y condenarse asoledad perpetua y a perpetuo llanto. Cortó sus

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largos y finos cabellos; rapó sus delicadas cejas;vistióse de hombre y fue a llamar a las puertasde un monasterio que distaba como seis leguasde Alejandría, suplicando al abad que la admi-tiese en el noviciado. Por probar su vocación, elabad ordenó al postulante pasar la noche en elatrio del monasterio. Era el lugar solitario y hórrido: el aire traía alos oídos de Dora el rugir de las fieras, que ba-jaban a beber al río, y a su nariz la ráfaga dealmizcle que despedían los caimanes embosca-dos entre cañas y juncos. Con los brazos encruz, se dispuso a morir; pero amaneció: unafaja de anaranjada claridad anunció la salida deun sol de fuego, y las puertas del monasterio seabrieron, resonando el esquilón que convocabaa la primera misa. Dora desplegó en su noviciado un fervor in-audito hasta en aquellos lugares donde el asce-tismo y la mortificación tenían aulas y maestrosque no han sido igualados nunca. Temerosa deque al destrozar la intemperie sus ropas se ave-

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riguase su sexo, no se atrevió Dora a encara-marse sobre su estela; pero -excepto la terriblegimnasia de los numerosos estilitas que eranestatuas vivas de la penitencia, bronceados porel sol implacable-, Dora practicó cuantas morti-ficaciones puede concebir la fantasía soñandoun ideal de martirio. Mordazas y cadenas de hierro; abrojos y espi-nas a raíz de la carne; ayunos y abstinencias deagua, hasta que se le pegase a las fauces la secalengua y su aliento fuese como el del can queha corrido mucho; caminatas sobre las destro-zadas rodillas; disciplinas, lecho de guijarros,manjares desazonados adrede..., todo lo apuróla arrepentida, sin saciar sus anhelos de pade-cer y padecer más y más. Y no eran las torturasmateriales lo que en las horas de tinieblas con-vertían sus ojos en dos arroyos de lágrimas. Erala nostalgia de su hogar, la memoria de sucompañero, a quien quería con incontrastableamor, tal vez más desde que le había afrentadosecretamente. Sabedor el demonio de estas

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aflicciones de Dora, solía tomar la figura delesposo ausente, llegarse a ella diciéndole losrequiebros y dulzuras que solía cuando sehallaban juntos, suplicarle que volviese a sulado, que la falta estaba perdonada y expiadade sobra...; pero antes quería Dora caerse muer-ta que aparecerseante los ojos del que amaba y había ofendido. Acostumbraban en el monasterio ordenar alque creían joven penitente los oficios máshumildes, y un día el abad mandó a Dora quefuese con los camellos a buscar trigo a la ciu-dad, y que si no podía volverse antes de ano-checido, se quedase a dormir en un molinopróximo a la puerta de Roseta. Obedeció Dora,y faltándole tiempo, quedóse en el molino. Apesar de maceraciones y ayunos, Dora, con elpelo ensortijado que volvía a crecer, aún pare-cía un mancebo como unas flores; y habiéndolavisto una cortesana del barrio de Racotis, seentró en el molino a requerir al que por monjetenía. Rechazada la mujerzuela, quedó picada

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en su amor propio y deseosa de venganza, yhallándose después encinta, cuando nació unniño lo envió al abad en un cesto de mimbres,diciendo que era hijo de cierto mal penitenteque había pasado en el molino tal noche. Aco-saban a Dora las apariencias; con una sola pa-labra podría vindicarse; pero aceptó la humilla-ción y calló. Entonces el abad le impuso uncastigo extraño. "Monje pecador -le dijo-, dehoy más te ordeno que vivas en el monte, y allícríes y cuides a ese niño, fruto de tu maldad. Sios devoran las fieras, será justicia de Dios. To-ma la criatura y vete". Dora cogió en brazos al niño e hizo la señal dela cruz y salió hacia la montaña. Guarecida en una caverna, dedicóse a criar alpequeñuelo. Con leche de ovejas le sustentó, ypara darle abrigo fabricó una pobre choza cóni-ca, de adobes. Renunciando a las austeridadesque podrían destruir su salud y dejar sin ampa-ro a la tierna criatura, se consagró a trabajar, acultivar un huerto, a sembrar y plantar en él

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legumbres y frutales, a cercarlo de una empali-zada; a fin de vestir al muchacho, hiló copos delana y lino y tejió groseras telas. Agricultora eindustriosa, Dora atendió a todas las necesida-des del rapaz y consiguió verle crecer fuerte,sano, lindo y alegre. Y a medida que crecía ylozaneaba, notó Dora en sí amor vehemente,calor de entrañas maternales para el pobre serabandonado, que no había conocido otra fami-lia ni otro arrimo en el mundo. Advirtió consorpresa que no acertaba a apartarse ni un mi-nuto de la criatura; que vivía suspensa de sugraciosa charla y embelesada con sus monerías,sus dichos salados y encantadoras travesuras; yque, alacrecentarse en su alma este cariño arrolladorcomo las olas que azotan el faro, las representa-ciones del pasado iban borrándose de su me-moria: el remordimiento de su flaqueza, la nos-talgia de su esposo, la vergüenza y el dolor, elarrepentimiento y el deseo de expiar la culpa.

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Todo, todo desaparecía ante el niño, en cuyacompañía sentíase Dora como en la bienaventu-ranza, pensando haber encontrado el norte y finde su existencia cuando con sus manitas lehalagaba el rostro, o la besaba con sus labios defresco clavel. En este estado de descuido vivía Dora, cuandouna tarde de estío al sacar agua de la cisterna,creyó ver en el fondo de ella un rostro triste ypálido -el propio rostro de su marido-. Mas noera en la cisterna, sino en el espíritu de Dora,donde reaparecía la dolorida imagen; y paraadvertencia bastó. Sin dilación, la mísera peca-dora tomó de la mano al niño, y despedazán-dose por dentro, sintiendo que sus extrañaschorreaban sangre -porque adoraba en el rapazmás que si lo hubiese parido y amamantado-,corrió al monasterio, echóse a los pies del abady, deshecha en lágrimas, entre desmayos y ac-cidentes, confesó la verdad toda. -Me diste este niño por castigo, y yo he poseí-do en él el gozo más grande que puede haber

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en el mundo. Ahí tienes por qué te lo entregopues no es lícito a una pecadora tan grandeconservar lo que la llena de ventura y de con-tento. Me vuelvo al monte, y en la caverna máshorrenda que encuentre volveré a emprendermi penitencia con doble rigor para recuperar eltiempo perdido y castigar el delito de antes y latibieza de ahora. Permíteme que una vez másestreche en mis brazos al niño..., y adiós; novolverás a saber de mí hasta que recojas micuerpo para enterrarlo. El abad, que era varón de Dios, levantó a Doradel polvo donde yacía postrada, y le dijo so-lemnemente: -Ve en paz y ruega por mí. La penitencia quehagas de hoy en adelante no es necesaria yapara obtener el perdón de tu pecado. Al sepa-rarte de este niño, al renunciar a lo que amas,hiciste la mejor penitenciaría. Más fácil es azo-tarse los lomos que azotarse el corazón, y me-nos duele un cilicio en la cintura que en la vo-

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luntad. La última prueba será corta: prontorecogeré tu santo cuerpo. Y al año lo recogió piadosamente, como pia-dosamente debe leerse esta historia, algo seme-jante a la de Santa Teodora Alejandrina, cuyafiesta celebra la Iglesia el 14 de septiembre. "El Imparcial", 31 mayo 1897.

Ceniza

Ya despuntaba la macilenta aurora de un díade febrero, cuando Nati se bajó del coche y en-tró en su domicilio furtivamente, haciendo usode un diminuto llavín inglés. No tenía que pen-sar en recatarse del cochero, pues el coche noera de alquiler, y alguien que acompañaba a ladama, al salir ella, se agazapó en el fondo de laberlina. Nati subió precipitadamente la solitaria esca-lera, muy recelosa de encontrar algún criadoque en tal pergeño le sorprendiese. El temor

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salió vano, pues reinaba en la suntuosa casasilencio profundo. Sin duda, no se había des-pertado ninguno de sus moradores. En la ante-sala, Nati se halló a oscuras, sintiendo bajo lospies la blandura del denso y profundo tapiz deEsmirna. A tientas buscó el registro de la luzeléctrica; giró la llave, y se inundó de claridadel recinto. Orientada ya, abriendo y cerrandopuertas con precaución, cruzando un largo pa-sillo y dos o tres espaciosos salones ricamentealhajados, Nati, en puntillas, llegó a su tocador.Encendidas las luces, hizo lo que hace indefec-tiblemente toda mujer que vuelve de un baile ouna fiesta: se miró despacio al espejo. Éste eraenorme, de cuerpo entero, de tres lunas movi-bles, y las iluminaban oportunamente gruesostulipanes de cristal rosa, facetados. Nati vio suimagen con una claridad y un relieve impeca-bles. Apreció todos los detalles. El dominó blanco,arrugado, mostraba sobre la tersura del raso,pegajosos y amarillentos manchones de vino;

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un trozo de delicada blonda pendía desgarra-do, hecho trizas. Caído hacia atrás el capuchóny colgado de la muñeca el antifaz de terciopelo,se destacaba el rostro desencajado, fatigado,severo a fuerza de cansancio y de crispaciónnerviosa. Las sienes se hundían, las ojeras oscu-recían y ahondaban, los ojos apagados revela-ban la atonía del organismo; la boca se sumíacontraída por el tedio, las mejillas eran dos ro-sas marchitas y lacias, dos flores sin agua, sinperfume, pisoteadas, hechas un guiñapo. Elpelo, desordenado y revuelto sin gracia, se des-flecaba sobre la frente, y en la garganta, pocomórbida, las perlas parecían cuajadas lágrimasde remordimiento y de vergüenza... Nati se estremeció, sintió un escalofrío mien-tras iba desnudándose, quitándose los zapatosde seda, desprendiendo alfileres y desabro-chando corchetes. Cuando, después de soltar eldominó y de arrancarse las joyas, abrió el grifodel lavabo y se pasó por ojos y cara la esponjahúmeda, volvió no ya a estremecerse, sino a

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temblar, a tiritar de frío, notando un malestarque le llenó de aprensión. No era, sin embargo,enfermedad; era la náusea, la invencible repug-nancia que engendran los desórdenes y es sureato y su castigo. ¿Será ella misma, Nati, la que ha pasado así lanoche del martes de Carnaval? ¿Ella la que hapreparado aquel capuchón, la que ha combina-do el modo de salir secretamente, la que hajugado su decoro y su fama por unas horas dedelirio? ¿Qué hacia ella en aquel palco, entreaquellos insensatos, en aquella cena, cerca deaquel hombre cuyo hálito quemaba, cuyos la-bios reían provocadores, cuyas palabras desti-laban en el corazón llama y ponzoña? Aquellasnecias carcajadas, con la cabeza echada atrás,con la boca abierta y descompuesta la actitud,¿las había exhalado ella? Aquellas frases a cualmás profanas y libres, ¿era Nati, la esposa, lamadre de familia, la dama respetada por todos,quien las había escuchado, y consentido, y ce-

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lebrado entre el aturdimiento y la algazara dela bacanal? Nati miró a la vidriera, que había quedadoabierta. Una claridad lívida, azulada y tristehacia amarillear la de los focos eléctricos. Era elamanecer que derramó en las venas de Natimás hielo. Apagó las luces, se envolvió en unabata acolchada y con inmensa fatiga se dejócaer en el ancho diván oriental. Por un instantele pareció que cerraba sus ojos invencible sue-ño; pero casi al punto la despabiló una idea.¡Miércoles de Ceniza! Había escogido la maña-na del Miércoles de Ceniza... para su desatina-da aventura. ... ¡Miércoles de Ceniza!... El mismo día en quesu madre, después de una vida de virtudes ysufrimientos, había entregado el alma; día queconmemoraba para Nati el más triste aniversa-rio. ¿Cómo no se acordó antes de arreglar laescapatoria? ¿Cómo la imagen del martes deCarnaval borró de su mente el recuerdo delMiércoles de Ceniza?

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Saltó Nati del diván, dando diente con diente,pero animada por una resolución: la de expiar,la de hacer penitencia, la de reconciliarse conDios sin tardanza. Abrió el armario y se calzóella misma: descolgó un traje, el más sencillo,negro; se echó una mantilla, se envolvió en unabrigo..., y desandando lo andado, volviendo arecorrer salones y pasillos, bajando la escalera,lanzóse a la calle. Iba como en volandas, impul-sada por una sed de purificación parecida aldeseo de lavarse que se nota después de unlargo viaje, cuando nos encontramos cubiertosde suciedad y de impurezas. ¡La Iglesia! ¡Laredentora, la consoladora, la gran piscina deagua clara agitada por el ángel y en que se su-merge el corazón para salir curado de todos losmales y nostalgias! Nati corría, pareciéndoleque cuanto más se apresuraba más se alejaba dela bienhechora iglesia. Por fin la divisó, cruzó elpórtico, persignándose, tomó agua bendita y searrodilló delante del altar, donde un sacerdote

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imponía la ceniza a unos cuantos fieles madru-gadores... Nati presentó la frente, oyó el fatídicoMemento homo, quia pulvis eris..., y sintió losdedos del sacerdote que tocaban sus sienes, y ala vez un agudo dolor, como si la hubiesenquemado con un ascua... Al mismo tiempo, losdevotos, postrados alrededor, la miraron fija-mente, y deletreando lo que en su frente se leíaescrito, repitieron atónitos: "¡Pecado!" Alzóse Nati de un brinco, y huyó de la iglesia.Había amanecido del todo; era hermosa la ma-ñanita, y las calles estaban llenas de gente. Natipercibió que se volvían, que la contemplabancon extrañeza, que la señalaban, que se reían,que exclamaban: "¡Pecado! ¡Pecado!" Y los transeúntes se detenían, y se formabangrupos, y la palabra "pecado", pronunciada porcien voces, formaba un coro terrible de repro-bación y maldición, que resonaba en los oídosde la señora como el rugido del mar en los delnáufrago... "¡Pecado! ¡Pecado!...", dicho en eltono de la indignación, de la cólera, del despre-

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cio, de la mofa, de la ironía, de la conmisera-ción también... Nati bajaba el velo, quería ta-parse la frente donde aparecía en caracteresrojos el letrero fatídico...; pero la negra grana-dina volvía a subir, y la humillada frente sepresentaba descubierta ante la multitud... Natipuso las manos, pero conoció que se volvíantransparentes como el vidrio, y que al través seleía el letrero más claro, más rojo... Entonces,horrorizada, exhaló un clamor de agonía y sedesplomó al suelo moribunda. Cuando Nati despertó -porque realmente sehabía quedado dormida sobre el diván-, vio alabrir los ojos (el tocador estaba inundado desol) a su marido de pie, examinando la careta yel arrugado dominó, caídos delante del diván,hechos un rebujo.